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PERSECUCIÓN A PIE

Camilo Andrés Sepúlveda


A Paola Ortiz, quien lo
provoca todo, incluso este
libro
PRÓLOGO

Un hombre pierde a la mujer amada, posteriormente pierde su trabajo y, para

rematar, su familia lo abandona. Tras años de padecer la más terrible soledad decide

quitarse la vida lanzándose por la ventana de su apartamento. Evidentemente, las

autoridades establecen como móvil del suicidio su desventura. Sin embargo, nadie

sabe que segundos antes de saltar, dicho individuo, mientras se planteaba la

posibilidad de recomponer su vida, golpeó su dedo meñique del pie derecho contra la

pata de una de las sillas del comedor y, enceguecido por la ira, se arrojó al vacío.

Otro hombre, igualmente particular, decide, contradiciendo todas las

recomendaciones de sus asesores y expertos, lanzar sus tropas en una empresa

suicida, a invadir San Petesburgo en invierno. Los historiadores y conocedores en las

artes de la milicia, considerarán esta empresa desafortunada, como un error infantil de

planeación y de estrategia; incluso aluden locura, para darle algún tipo de

justificación. No obstante, los académicos no saben que la noche anterior a que

Adolfito diera la orden definitiva, no pudo mantener la erección de su miembro para

satisfacer a su compañera, la Cafecita. De tal manera que el acto irresponsable y

errático al que hacemos mención, cobra nuevas luces, y su móvil se hace

infinitamente más coherente, tratar de demostrarle a su mujer, y demostrarse a sí

mismo, la virilidad que había sido puesta en duda.


Se me acusará de arbitrario al relatar estas dos historias, cuya única finalidad

es ejemplificar una conducta normal en los hombres; acepto la acusación con un

gusto casi morboso, pues no soy ni sociólogo, ni sicólogo, ni historiador,

simplemente un acomodador. No obstante, sólo busco desviar la atención hacia la

verosimilitud del comportamiento humano y de los actos que lo acompañan.

Pareciera que los acontecimientos más determinantes en la historia universal y en la

historia particular, parten, única y exclusivamente, de eventos insignificantes. Los

hechos por sí mismos, aislados, carecen de importancia real; pero, cuando estos casos

se ponen en conjugación con otros casos igualmente exiguos, confirman un

entramado de absurdos que dejan sin piso cualquier lógica. Son esos incidentes, los

complejos, los que me interesan y los que componen mayormente esta reunión de

relatos cortos. Aun así, el lector no conocerá jamás, ni siquiera de mi boca, pues yo

también los desconozco, los desencadenantes de lo que se cuenta aquí. Trate usted,

señor lector, de averiguarlos por su cuenta, o invéntelos y continúe haciendo uso de

su derecho constitucional e innato a la arbitrariedad.


ARTIFICIOS

A K. L.

Mi hermana

El primero en llegar fue Héctor. Yo no lo llamé. No tuve ganas de hacerlo. Lo

llamó Ester, la sirvienta (o asistente, como le gustaba llamarla a papá; decía que nadie

era digno de ser servido y mucho menos él, un simple arriero del eje cafetero).

Ester es una buena mujer, algo sonsa como dice mi hermana Eugenia, pero

quiere a papá, es leal y de confianza. Ha estado en casa desde que yo tenía quince

años, tres años antes de mi accidente. Precisamente era Ester la que decía que no

había nada que hacer conmigo, que sólo se podía esperar la muerte, que había visto

hombres más grandes y más machos morir por menos que eso. Sin embargo papá

nunca le creyó, a pesar de que siempre fui un hombre débil y frágil.

Papá se hubiese resistido a cualquier posibilidad de mi muerte. Yo era su hijo

preferido. Me lo confesó una tarde después de esperar llamada de Héctor o de


Eugenia que ya vivían en la capital. Me dijo que sabía que no llamarían pero, de igual

manera, no le importaba mucho; que del único que se podía esperar algo importante

en esta vida era de mí. No se refería a que consiguiera el éxito monetario que mis

hermanos buscaban, sino al éxito humano que ya nadie busca, lo que quiera que eso

signifique.

Lo único que me reprochaba papá era que nunca me gustó leer. Ni los libros

de ficción, ni los de historia, ni mucho menos los de veterinaria que atestaban la

rústica biblioteca de mi papá.

Yo lo veía todas las tardes, sentado en su escritorio o en la mecedora del

corredor frontal, con su cigarrillo en la mano y su taza de aguapanela caliente,

leyendo, absorto en las letras, distante. Me decía que era necesario cultivar la

imaginación, aun más que la memoria o el conocimiento, incluso más que el

estómago. Por eso me pedía que leyera, que no importaba si se era débil de músculos

como yo, que era mejor ser fuerte de la mente.

Muchas veces entraba a la biblioteca de papá y tomaba cualquiera de sus

libros, no importaba cual. Lo abría en cualquier página y miraba las letras, las

palabras. No miraba lo que ellas decían, no leía el libro. Simplemente jugaba con esos

garabatos que papá miraba durante horas enteras y, durante horas enteras yo los

miraba como emulándolo. No es que no supiera leer. Mamá me enseño cuando yo era

muy niño. Pero con los libros de papá era diferente. Ya era lo suficientemente mágico
hacer lo que él hacía, como para que me distrajera la historia que en las letras se

escondía.

Lo curioso es que ni a Héctor ni a Eugenia le pidió jamás que leyeran. En

realidad papá se preocupaba poco por ellos. Veía a Héctor como a un desagradecido

que siempre renegó de su condición de campesino y a mi hermana como una mujer

ingenua y sin intereses reales.

Nunca entendí los motivos de mi papá para juzgar así a mis hermanos. Yo

nunca tuve un interés real y jamás di las gracias por nada. Sin embargo yo era

diferente para él. Alguna vez le pregunté por qué. “Lo veo en tus ojos”, fue su

respuesta.

De cualquier forma me desagrada que Héctor llegue apresurado a visitar a

papá, sólo por que sabe que de esta recaída no se levantará más. Y no sólo eso,

además trajo a su esposa Beatriz y a su pequeña niña Mariana.

No tengo nada en contra de Beatriz, sólo que desde que mi hermano se casó

con ella, dejó de comunicarse con papá. No creo que fuera la influencia directa de

ella. Como ya dije, o como decía papá, no esperaba ningún agradecimiento de Héctor.

En cambio la niña es preciosa. Tiene los ojos de mamá y es la única que habla

conmigo. Hablamos de lo que ha aprendido en su colegio y sobre lo que yo hago en el


día. Es una niña muy inquieta y sagaz, a pesar de su corta edad. El día que llegaron la

sorprendí husmeando en la biblioteca y ojeando algunos libros, tal vez en busca de

ilustraciones. Me conmovió profundamente verla sentada en el suelo con el libro en la

mano buscando los dibujos que jamás encontraría. Me trajo a la memoria mis hábitos

de lectura, si se pueden llamar así.

En realidad siempre fui muy callado, como dije anteriormente. No me gustaba

hablar con nadie, excepto con papá. Por eso me entusiasmaba hablar con Mariana. Ni

siquiera con mamá hablé mucho mientras ella estuvo viva. Ella nunca me entendió.

Siempre le molesto que yo mantuviera la cabeza en otro mundo, como ella decía. Le

irritaba verme sentado en la chambrana del corredor lateral, mirando hacia donde

estaban sembradas las moras. Se me acercaba por atrás y me abrazaba fuertemente,

como tratando de traerme al mundo nuevamente. Era un instante de gran felicidad

para mí, aunque duraba muy poco, porque cuando me preguntaba en qué estaba

pensando y yo le contestaba que en las plantaciones de moras que habría en la luna,

ella me jalaba suavemente mis orejas y de decía que no pensara en tonterías.

Imaginaba que era gracias a las moras que el cielo se enrojecía en los atardeceres.

Luego ya no quise contarle lo que pensaba.

Con mis hermanos tampoco tuve mucha comunicación. Ellos me miraban con

recelo, tal vez presintiendo la evidente predilección de papá por mí. Con ellos no me

interesaba mucho hablar. Sólo lamento no haberme podido comunicar más con

mamá.
Ni siquiera hablo mucho con Ester. De hecho, aunque vivimos en la misma

casa y ninguno de los dos sale nunca, nos encontramos realmente poco en el día. Ella

no se encarga de mí, sólo de papá. Yo mismo organizo mi habitación a la que ella

nunca entra y yo mismo me sirvo la comida que ella deja sobre el fogón.

Siempre de niño fui silencioso, como ya dije. Pero mi abstracción se

incrementó luego del accidente en el caballo cuando tenía dieciocho años. Llevaba un

año fuera de la finca. Me había mudado a la capital a estudiar economía. En las

vacaciones de mitad de año volví a visitar a papá y a Ester. Mamá ya había muerto

(murió cuando yo tenía doce años) y mis hermanos vivían en otras ciudades.

Una mañana papá y yo fuimos a caballo en busca de un ganado que había

desaparecido del cerco frente al río, al sur. Yo no era y nunca fui buen jinete y

estando en el corral me caí del caballo y me golpeé en la cabeza contra una piedra.

Quedé inconsciente inmediatamente. No recuerdo nada de los días que siguieron al

accidente. Luego me enteré que estuve al borde de la muerte y que mis hermanos

viajaron a visitarme. Supe también que por esos días papá cayó enfermo.

Cuando recobré el conocimiento papá estaba en cama y todos decía que había

sido producto de la tensión de mi accidente. Es otra de las razones por las cuales mis

hermanos me miran con recelo. Mi hermana dice que si el accidentado hubiera sido

otro papá no se hubiera enfermado y no se habría preocupado tanto.


Ahora mi hermano pasa toda la tarde en la habitación de papá sentado al lado

de su cama, como disculpándose por algo, como agradeciéndole algo, reclamándole

algo. Papá lo mira y parece no reconocerlo. No sería extraño dado su estado. En

ocasiones le pregunta por mí y mi hermano le toma la mano y le contesta que por ahí

debo estar.

Mi hermana llegó al otro día que mi hermano, pero ha estado desinteresada.

Se la pasa caminando por la casa, quejándose por el abandono en que está sumida y

conversando con Beatriz sobre cualquier cosa. Eugenia nunca se ha interesado por

nada realmente

Sólo queda esperar la muerte de papá que llegará en cualquier momento.

Supongo que luego mis hermanos volverán a sus ciudades y sólo regresaran a

vacacionar con amigos o con sus familias, como si esto fuera un chalet o algo por el

estilo. Supongo que no se preocuparan por mí o por lo que yo diga. Yo tampoco me

preocupo por mí cuando papá muera. Será un golpe del que me he estado preparando

todo este tiempo. Yo seguiré acá, con Ester seguramente, pero sumido en la total

soledad.
II

Parece que a papá no le importó que hubiera viajado todos estos kilómetros

sólo para estar con él antes de que muera. Volver a la finca no es muy sano para mí.

Los corredores, las habitaciones, la finca en general, incluso papá, me recuerdan

todos los años de cariño mendigado que él nunca me dio.

Era evidente que al que más quería de los tres era a Esteban. Solamente

hablaba con él, y con Eugenia y conmigo sólo se limitaba a decirnos lo necesario. No

culpo al viejo. Esteban era el único que lo escuchaba cuando él narraba sus historias

apócrifas. Ellos eran los que preferían vivir soñando, mientras que Eugenia y yo

heredamos de mamá la necesidad de mantener los pies en la tierra.

Me perturba la actitud de Mariana desde que llegamos. Sólo se ha interesado

por la biblioteca y por la habitación de Esteban que permanece cerrada. Parece que

está buscando algo y ella sabe muy bien que es. Es la primera vez que viene conmigo

a la finca pero parece que la conociera de años. Eugenia lo ha notado también y me lo

ha hecho saber. A Beatriz parece no importarle y dice que simplemente son cosas de

niños.
Ayer en la tarde la encontré revisando los libros de papá. No le dije nada.

Simplemente me quede observándola largo rato, mientras ella seguía husmeando algo

que parecía de su pertenencia.

Tantas veces estuve yo en esa habitación, leyendo, intentando complacer a

papá. Creo que leí todos los libros que hay allí. Incluso los de veterinaria. Fue en

vano pasar tantas tardes en esa cárcel que configuraba los libros, tratando de

entenderlos, tratando de maravillarme con las absurdas historias de hombres insecto,

de perdidos en el Orinoco, de locos héroes caballerescos.

Trataba de engañar a papá haciéndole creer que me había dejado atrapar por

las historias, pero no era cierto. Me acercaba a él para hablarle del insecto y él

simplemente me decía: “tú jamás lo entenderás”. Eran momentos de gran melancolía

para mí. Lo único que quería era que me hablara. No importaba de qué. No importaba

si hablábamos de esas cosas tan inútiles como son los libros.

Ahora la casa está a punto de caer llevándose al mundo de los escombros

también la biblioteca, y nadie quiere hacer nada al respecto. Creo que lo mejor es que

cuando papá muera la lancemos al abandono total o intentemos venderla. No creo

que Eugenia quiera quedarse con ella y yo tampoco quiero. Sólo nos recuerda a mamá

y hace más insufrible su ausencia. Nos recuerda también el abandono al que nos tuvo

sometidos papá durante tantos años.


Ester dice que papá preguntaba mucho por nosotros y que siempre esperó que

lo llamáramos. No estoy muy seguro de que sea verdad. Papá nunca fue así, nunca

hubiese esperado que lo llamáramos y mucho menos lo hubiera anhelado. Ester lo

dice para que le demos un poquito de crédito al viejo.

De todas maneras no puedo evitar querer a papá. Tal vez lo quiero por que es

mi padre o por que aún espero que me dé el reconocimiento que siempre quise. Pero

su actitud es desmotivadora.

Esta mañana estuve en su habitación otra vez viéndolo dormir. A pesar de su

prolongada enfermedad parece muy fuerte. Cuando despertó me trato con

indiferencia, como haciéndome creer que no me reconoce, pero yo sé que sí lo hace.

A papá una enfermedad no le iba a quitar su monumental memoria.

Vi que comenzó a mover su boca como tratando de decirme algo. Por un

momento pensé que me iba a decir que le alegraba verme, que me había extrañado.

Pero no. Sólo me pregunto por Esteban. Parece que eso si no lo recuerda.

No tuve el valor para decirle que Esteban había muerto ese día en el cerco. Tal

vez lo habría perturbado nuevamente como cuando sucedió. Lo perturbó de tal forma

que lo lanzó a la cama de la cual no se ha levantado en años y que lo tiene al borde de

la muerte. Es mejor dejar que olvide. Eso puede hacerle bien, aunque yo no creo que

viva más de unos días. Yo simplemente le contesté que por ahí andaba.
REHABILITACIÓN

— ¡Aló! ¿Doctor Zapata? Eh... Que bueno que lo encuentro. Disculpe que lo

llame a estas horas... Pero... ay doctor... no se imagina lo que acaba de pasar. Tenía

una reunión muy importante en el trabajo y, como supuse que nos tardaríamos, llamé

a Julio para que no me esperara a comer. Pero la reunión no tardó tanto como supuse

y llegué a casa mucho antes de lo que había imaginado. Me imagino... que mucho

antes de lo que Julio había imaginado. Ay doctor... abrí la puerta de su habitación y lo

encontr... perdón. Lo encontré otra vez en las mismas. ¿Se acuerda que usted me

había dicho que en cualquier momento podía reincidir? Pues bien, doctor, ¡Reincidió!

—Bien señora— respondió el doctor Zapata, quien trataba de combatir su

sueño con la casi incoherente conversación de la señora Méndez. Era la una de la

mañana y los jueves el doctor Zapata sólo trabajaba hasta las seis de la tarde, día que

aprovechaba para compartir la comida con su esposa y sus dos hijas y para descansar

de una revolucionada semana en el centro de rehabilitación del que él es fundador y

director. Los demás días de la semana se acostaba entrada la madrugada, incluso los

sábados y domingos, leyendo informes y diagnósticos de sus pacientes e ingeniando

nuevos y más eficaces tratamientos. De manera que es de suponer que una llamada

imprevisible el día de su descanso trastornaría todo el régimen disciplinar que se

había impuesto cuando abrió la clínica. —Por favor señora Méndez, cálmese por un
segundo y escúcheme. Las recaídas en estos casos son muy comunes pero no dejan de

preocupar. Lo primero que debemos hacer es tratar de hablar con él. Hágalo

inmediatamente y trate de establecer las razones por las cuales el joven siente la

necesidad de estos elementos tan perjudiciales para él. Pero, es muy importante, no

trate de juzgarlo, háblele como si fuera un amigo y, si puede, aproveche y pregúntele

quien le esta vendiendo esas porquerías.

La señora Méndez no dejaba de sollozar y lamentaba que la relación con su

hijo no hubiese sido más sólida desde un principio; de esa manera hubiese podido

persuadirlo de que no ingresara en el oscuro mundo del vicio o al menos le hubiese

permitido hablar con él tranquilamente ahora que volvía por las viejas y peligrosas

sendas. Pero eso no había sido nunca posible. Desde la muerte de su esposo el

contacto con su hijo era de manera eventual. Debía dejarlo solo mientras ella

trabajaba en su oficina. Así, todas las condiciones para convertirse en un adicto

estaban establecidas aunque el doctor Zapata le dijese que cualquier persona, sin

importar sus circunstancias, estaba expuesta el peligro. Ella sabía que por más

convincente que pudiese sonar, su hijo nunca hablaría con ella y mucho menos sobre

este tema, sin embargo, lo intentó.

—Vamos, Julio, por favor. Déjate de niñerías y dime por qué lo has hecho,

que necesidad tenías de recurrir de nuevo a esas cosas. ¿Acaso te falta algo? ¿No te

das cuenta que lo único que haces es atrofiarte el cerebro? Mira que esas cosas sólo

traen por dentro porquerías sin sentido.


Como lo esperaba, la señora Méndez no recibió respuesta alguna. El silencio y

una mirada recelosa era lo único que recibía de su hijo. Solamente una madre puede

saber el dolor que se siente cuando el hijo de sus entrañas está envuelto en problemas

de esta magnitud.

En vista de que el tono comprensible y conciliador que había usado

anteriormente no le había dado ningún resultado recurrió a métodos más

contundentes. Lo tomó del brazo y dándole una fuerte sacudida lo increpó:

—O me hablas o ya veras. Dime quién te está vendiendo esas cosas. Dímelo

ahora o llamo a la policía y a ellos si tendrás que hablarles... Bueno, si no vas a hablar

conmigo, te las veras con el doctor. Mañana madrugaremos a la clínica nuevamente.

¿No querrás estar recluido nuevamente?

Julio no respondió nada. Su madre tampoco hizo comentarios adicionales y se

marchó a su habitación llevándose con ella el objeto del pecado y dejando el acuerdo

tácito de la visita a la clínica.

La madre puso eso en el nochero y se recostó en su cama sin arroparse y sin

cambiarse la ropa. Lloró inconsolablemente. No durmió en toda la noche y esperaba

que fueran las seis de la mañana para arreglarse y dirigirse junto a su hijo a la clínica.

Miró el reloj de la mesa de noche, eran las cinco y veinte. Trataría de dormir al menos
cuarenta minutos. Vio también esa cosa que tan atormentada la tenía. Era innegable.

Era llamativo, enigmático, incluso seductor, pero ¿por qué? Sólo era cuadrado, no

muy grande, algo grueso y forrado en cuero. Tenía unas inscripciones a uno de sus

lados y en la parte superior. Sintió infinita curiosidad por leerlas, pero con profundo

espanto ante su flaqueza de carácter, lo empujo con fuerza y lo estrelló contra la

pared. El libro cayó al suelo y quedó abierto. Allí permaneció hasta la noche que la

señora Méndez regresó de la clínica sin su hijo que se había quedado recluido una vez

más.

Se levantó rápidamente luego de arrojar el libro y fue a buscar a su hijo para

que se preparara para el viaje. A las siete ya estaban en camino. La clínica estaba a

unos cuarenta minutos de la ciudad; era un lugar bellísimo. Varias hectáreas de

verdes pastos y un pequeño bosque. En el centro del terreno, un pequeño edificio

completamente blanco rompía majestuosamente con el verdor del paisaje. De unos

tres pisos y cinco oficinas en la primera planta y veinte habitaciones en las otras dos,

un salón de conferencias que era usado para terapias en grupo y un patio de

recreación en la parte de atrás, el instituto no era lo suficientemente grande para

satisfacer la demanda de adictos en la ciudad. Sin embargo, contaba con el personal

calificado y con el espíritu altruista de todos los miembros del equipo médico: el

director e internista el ya mencionado doctor Zapata, tres médicos más que se

turnaban en grupos de a dos, cinco enfermeras, dos psicólogos y tres hombres

encargados del mantenimiento y de la seguridad en caso de que los pacientes se

tornaran agresivos.
El auto con Julio y su madre entró por un portal grande con rejas de hierro

forjado siempre abiertas y con un ícono en la parte superior que exhibía un joven

alado, tal vez ícaro, en pleno vuelo perdiendo sus alas y una mano bajó él esperando

rescatarlo de la inevitable caída.

A la entrada del edificio una recepcionista pelirroja y pecosa los saludó

cordialmente, les dio la bienvenida y les indicó que el doctor Zapata los esperaba en

su oficina.

La señora Méndez abrió la puerta de roble sin golpear y, tomando a su hijo del

brazo, entró en una oficina amplia e iluminada en la que se encontraba el doctor

sentado en su escritorio revisando unas grabaciones.

—Por favor, siéntense. —Dijo señalándoles dos sillas de madera y cuero, y

mirando complacientemente a Julio.

La señora Méndez le extendió la mano y comenzó a hablar aun antes de

sentarse. Julio miró alrededor y se sentó displicentemente, entrecruzó los dedos de

sus manos y comenzó a jugar con sus pulgares, como pretendiendo no interesarle lo

que allí ocurría.


—No ha habido mucha novedad desde anoche que lo llamé, doctor. —Se

anticipó la señora. —Como nos imaginamos no me ha querido hablar y, la verdad, yo

tampoco he tenido muchas ganas de hablarle. Usted es un profesional, mire a ver qué

puede hacer. Yo ya renuncié a comunicarme con él.

—A ver Julio— Dijo el doctor. — ¿Quieres hablar conmigo? Cuéntame, por

qué volviste a coger esos odiosos libros. ¿Acaso alguien te convence de hacerlo?

Julio levantó los ojos sin mover su cabeza, miró primero a su madre y luego

lanzo una mirada despectiva contra el doctor. Una pequeña sonrisa salió de su boca y

volvió a mirarse los pulgares que seguían jugando.

Esta reacción del joven molestó profundamente a su madre y al doctor. Él,

conteniendo su disgusto propuso a la mujer que lo dejara a solas con Julio. La madre

se marchó sin decir nada y cerró la puerta tras de sí.

—¿Realmente crees que lo que está pasando es gracioso?— Dijo el doctor con

cierta mirada inquisidora. —Para ti es un chiste o una diversión o una forma de evadir

tu vida. No te das cuanta que estás enfermo. Estás destruyendo tu vida. Yo entiendo

que tengas curiosidad, pero eso no justifica que te hagas daño como lo estas haciendo.

Si no me crees a mí, piensa en lo que se dice del pasado de la humanidad. Todo

empezó como una forma práctica de comunicación, eso está bien. Pero mira cómo se

desbordó y a dónde llevó al planeta. En el pasado era normal encontrarse en las calles
con grandes edificios de pecado e insanidad, porque no se trata únicamente de un

problema de salud, es también un problema moral. Las llamaban bibliotecas y

contenía miles y miles de libros. Incluso había otros sitios donde, a cambio de unos

cuantos billetes te llevabas los libros a tu casa y formabas tu propia biblioteca. La

gente toda, o casi toda, estaba completamente enajenada. Abandonaron otras prácticas

a favor de contaminar su mente con esas cosas con letras. ¿Te parece que esa es

forma de vivir? Afortunadamente un nuevo orden se inició con la llegada de otros

medios liberadores y un par de siglos después el porcentaje de lectores había

disminuido radicalmente. Por desgracia aún existen enfermos entre nosotros. Pero no

pasará mucho tiempo antes de que las autoridades capturen a los pocos libreros que

quedan en la clandestinidad, incluyendo al que te proporciona los libros a ti.

—Es evidente que de la ingenuidad de la humanidad no se salvan ni los

doctores. — Dijo Julio rompiendo con el silencio que se había impuesto desde el

momento que su madre lo había sorprendido leyendo.

El doctor Zapata respiró profundo con inmenso desconsuelo. Mandó a llamar

a la señora Méndez y, señalando a Julio con el índice le dijo:

—Voy a tener que ser riguroso contigo.

La madre de Julio entró en la oficina y, antes de que se sentara el doctor le

dijo que era necesario que su hijo pasara la noche en la clínica y que mañana verían
qué se podría hacer. Llamaron a una de las enfermeras y le pidieron que instalara al

joven en una de las habitaciones del tercer piso, donde se encontraban recluidos los

pacientes con mayor grado de enfermedad.

La señora Méndez estuvo en la clínica toda la tarde preocupándose por dejar

bien acomodado a su hijo. Regresó a su casa de noche y, ante las recomendaciones

del doctor de cerciorares si no había más libros en la habitación de Julio, se dedicó a

inspeccionar la casa entera. Las sospechas del doctor eran ciertas, bajo el colchón de

la cama de su hijo halló tres libros más de los que ella se cuidó de no leer ni siquiera

el título. En su cuarto, aún se encontraba el libro en el suelo desparramado que había

arrojado la noche anterior. Lo tomó junto con los otros y los quemó en la cocina.

A la mañana siguiente, cuando recién había llegado a su oficina recibió una

llamada de la clínica. La comunicaron con el doctor.

—Mire señora, el caso de su hijo es bien complicado. Nos encontramos no

sólo ante la presencia de un asiduo lector sino de un hombre con una memoria

prodigiosa. Anoche en la terapia de grupo que se llevó a cabo luego que usted se fue

Julio, además de no sentir ningún remordimiento ante lo que había hecho, presumía

ostentosamente de ello. Ante cualquier comentario de alguno de sus compañeros o de

las enfermeras y los terapeutas, él contestaba con una cita de alguno de los tal vez

cientos de libros que ha leído. Incluso llegó a insinuar que ya había hecho sus

primeros avances como escritor.


La señora Méndez se desplomó sobre la silla de su escritorio y rompió en

llanto. Sintió que ya había perdido completamente a su único hijo y que, a pesar de

que ella jamás había leído, todo era culpa suya.

El doctor escuchó el llanto de la mujer y trató de calmarla.

—No se preocupe, aún hay cosas que se pueden hacer. Esta mañana temprano

tuvimos una junta médica para examinar el caso de Julio. Estábamos todos los

médicos y los terapeutas de la clínica y coincidimos que lo mejor era brindarle a su

hijo un tratamiento agresivo. Claro, para ello necesitaríamos de su aprobación.

Créame señora, su hijo lo necesita y con urgencia.

La señora Méndez consintió en dar la aprobación pero primero requería saber

en qué consistía el tratamiento que el doctor mencionaba.

—Es muy sencillo. Todo parte de la conversación y la distracción. Los

terapeutas trataran de hablar con él y de encontrar la razón por la cual su hijo se

comporta de esta manera. Al mismo tiempo, las enfermeras lo mantendrán distraído

para que no piense en reincidir. Lo invitarán a practicar algún deporte o alguna

disciplina artística, y si se llega el caso, le brindaremos algunas mujeres para que

reemplace sus inclinaciones literarias por otras de tipo sexual. Agotada la primera

parte del tratamiento, optaremos por algo de medicamentos disipadores y sesiones de


choques eléctricos. Ahora bien, señora, no le voy a mentir. La junta coincidió en que

si estos procedimientos no logran el resultado esperado hemos optado por la

lobotomía.

La señora respiró profundamente y, mientras se le cortaba la voz con el llanto,

aceptó las opciones que el médico le planteaba.

—Está bien doctor— Dijo ella. —Esta tarde paso por allá para asentar mi

autorización.

—En cualquier caso señora— Le respondió el doctor —haremos lo que sea

necesario para que su hijo abandone la lectura para siempre.


LOS PERROS

¿Alguna vez te has detenido a pensar en qué se funda la desprestigiada

imagen del perro?

La palabra Perro se utiliza de manera despectiva en casi todos nuestros

países latinoamericanos. El perro es el hombre ruin o misógino. Sin embargo, yo

que he observado a los perros, en especial, a esos animales mitológicos de

nuestras ciudades atestadas, los perros callejeros, tengo una idea diferente de lo

que el perro representa.

Tu, linda, dedica uno de tus días, al menos una de tus tardes, a examinar

el comportamiento de esos caninos que pasean por nuestra ciudad, sin dueño, sin

ningún destino aparente. Simplemente caminando.

Tantas veces hemos visto sus cadáveres en medio de una avenida y, como

usualmente sucede con nuestra sociedad, adicta a los datos estadísticos, se

establece que los perros no saben cruzar las calles y que son torpes.

Si a ti, mañana te arroya un auto ¿se podría asegurar que no sabías cruzar

las calles, cuando las has cruzado todos los días de tu vida? ¿Se podría inferir
que la raza humana no está en capacidad de llevar a cabo tan cotidiana labor? ¿O

el género femenino? ¿O los humanos, femeninos, nacidos en Manizales y con

unos hermosos ojos verdes? Sabes que no. Que esta conclusión es otro abuso que

cometen las estadísticas y que afecta directamente la moralidad humana.

En el caso de los perros no hay mucha diferencia que en el caso de los

humanos, y mucho menos, en el caso de los humanos femeninos con hermosos

ojos verdes. No tenemos más datos para dilucidar las circunstancias que

terminaron provocando tan espantoso suceso. No sabemos qué le había sucedido

al perro unos segundos antes de ser arroyado. Si fue asaltado por la duda

respecto a su papel en la sociedad. Si fue convencido por algún sacerdote canino

de que el único medio para salvar su alma era sucumbir ante el guardabarros de

un auto azul. O si, lo que sería muy noble, el difunto animal sólo pretendía

vengar la muerte de un primo suyo que fue atropellado tres días atrás por un

vehículo de similares características al que ahora cobraba su vida. Ya se

entiende que su proyecto de venganza no tuvo ningún éxito. No vale la pena

mencionar posibles razones tan obvias como lecturas previas de algún

existencialista o del maléfico Ciorán.

La misoginia no hace parte de la naturaleza de nuestros perros callejeros.

Un perro, por razones feromónicas que estamos lejos de entender, cae

profundamente enamorado de una perra, no siempre callejera, y dedica gran

parte de su tiempo a cortejarla. Agacha sus orejas, templa un poco su cola pero
la mantiene baja y sube un poco sus párpados dándole una apariencia de

rendición y de ruego. Estos procedimientos de conquista son una analogía

bastante cercana al humano que lleva flores, contrata un mariachi y escribe

cartas que anexa a chocolatas, para endulzarle, a su pretendida, la lectura de tan

cursis epístolas.

Al igual que en el caso de los humanos, cuando una hembra perra es

cortejada por nuestro protagonista, aparecen en escena, nunca se sabe bien de

donde, otros miembros de la misma especie con un propósito similar. Al igual

que los humanos, el grupo de machos sigue con disciplina a la hembra para

convencerla de que sucumba en sus brazos, en este caso, patas. Al igual que en

el caso de los humanos, nuestro perro mirará con rencor y de manera amenazante

a sus contendientes.

La única diferencia evidente entre los humanos y los perros, en este

aspecto, es que el perro macho tiene mucha más paciencia y mucha más

perseverancia que los humanos.

Las contiendas no se hacen esperar. El perro estará dispuesto a sacrificar

su integridad física, pero no renunciará a la lucha, excepto cuando se percate de

que no tiene ninguna oportunidad de ganar. No obstante, y esto el perro no lo

sabe, al igual que los humanos femeninos, una perra jamás elegirá a un

derrotado. De manera que para el perro es tremendamente inútil tratar de


aparentar un fracaso con el fin de conmover a la perra. Si al menos la perra lo

advirtiera de antemano, el perro no tendría que recurrir a estas prácticas tan

ridículas.

Sin embargo, la perra siempre se mostrará receptiva. El perro se le

acercará y la perra también agachará sus orejas. El perro cree tener toda la

ceremonia ya en sus manos. Se siente victorioso. Con la osadía que da la

confianza, se lanza sobre su amada pretendiendo tenerla sólo para él. Pero, las

perras que saben de artimañas, muestran sus dientes de manera desafiante, y le

hacen entender a su pretendiente que su tarea apenas comienza y que aún debe

de sortear muchas pruebas más.

Lo mismo les sucede a los contrincantes de nuestro perro. Después de

agotadoras jornadas de tira o afloja, nuestro perro, que para ese momento se

encuentra tan contaminado por el amor que ya ha perdido el sentido del autorespeto y

de la dignidad, logra entrelazarse con su amada en un nudo que para unos es erótico,

para otros es escandaloso, para otros curioso, pero para nuestro animal, sublime.

El perro, aunque quiera culminar su acto de amor con caricias y

expresiones de cariño, no podrá hacerlo ya que la perra lo alejará de ella de

manera violenta. Nuestro ingenuo animal supone que las cuestiones del amor se

manifiestan de esta manera. Supone además que ya está comprometido con la

perra de su vida y que ella pronto volverá a él cuando se le haya pasado el efecto
del desbordado amor. El corazón del canino se llena de orgullo y de esperanza.

Hace planes a futuro y vislumbra un porvenir prometedor y alentador. Cuando

cree que ha pasado el tiempo prudente para renovar los vínculos con su hembra,

sale en su búsqueda y reemplaza la serenata, las flores y las cartas con

chocolatas, por orejas bajas, cola tensa pero agachada y párpados levantados.

El perro no está preparado para el espectáculo que le espera. Cuando cree

que su vida ha alcanzado un alto grado de perfección, se encuentra con que su

amada está entrelazada con uno de sus anteriores contendientes. Comprende

rápidamente que no será el único que alcance el amor de la perra en esos

siguientes días. Entra en desesperación y su sangre hierve. El corazón se le

rompe y su estomago se revuelve. Un frío recorre su peludo cuerpo acompañado

por una misteriosa sensación de calor. Se dispone a batirse en contienda con el

otro macho, pero rápidamente comprende que su congénere no es más que una

víctima más de las tradiciones sentimentales del reino canino. Se aleja de ellos

no sin antes exhibirles sus blancos y fuertes dientes. Esta experiencia no

representará para él ningún aprendizaje, ya que, unos cuantos días después, se

verá involucrado en otra ceremonia similar.

En algunos casos, muy escasos por lo demás, el perro no aguanta el dolor

que lo alberga y se atormenta con el recuerdo de los planes tan maravillosos que

había ideado. Ya el futuro para el animal no será lo que él imaginó que sería.
Decide que continuar con su vida sería un acto de tortura y se lanza al

guardabarros de un auto azul.

Estos desafortunados perros pasarán desapercibidos por la historia canina,

ya que, ni siquiera la perra que motiva tan cruel desenlace, se enterará de lo

sucedido.

Otros perros, la mayoría de ellos, con gran sensatez se percatan de que

hay cierta magia en este tipo de desengaños, y que no les importará atravesar por

el tortuoso, pero bello proceso de seducir a una perra. Seguirán caminando por

las calles de la ciudad en busca de una hembra que esté receptiva para sus

encantos. Al fin y al cabo, saben los perros que la ilusión y el desengaño hacen

parte de su naturaleza canina.


1989

A Pindana

Nunca entendiste que las piedras que cargaba en el bolsillo de la

chaqueta eran la única vía para liberarte, para liberarme, para liberarnos a

todos de esta desbandada irracional y caótica en la que se habían convertido

nuestras vidas.

¿Que qué hago aquí? Ya sabes, todo afuera tan así, tan apasionado, tan

“mueran fascistas hijueputas” y yo en mi casa, cansado, pensando en ti,

pensando en que te vi esta mañana, pero no eras tú. Ibas en un auto que no

era el tuyo y con unas personas que no eran tus personas; yo, pensando

además en que mataron a Bernardo y que la ciudad nunca había estado tan

viva, tan consciente, tan bella.

No eras tú quién manejaba el auto, tu ibas en la parte de atrás y te reías

y tenías tal vez quince años y tenías unos braquets que le daban a tu risa una

inocencia y una fealdad que te hacían ver tan bella, como una adolescente que

aún no se rasura las piernas y se ve tan hermosa, tan poco sexual y tan
sublime y que luego cuando se las rasura se ve tan bella también pero de una

manera diferente, de una manera más seductora.

Aun así la ciudad era como un corazón, palpitaba y en cada latido

irrigaba sangre a cada uno de los rincones de su cuerpo, aunque además era

como un fuego, que crece, respira y lo va consumiendo todo a medida que se

alimenta de oxígeno y va dejando tras de sí otra cosa que no es la nada, que

se le acerca pero no es la nada; por el contrario, es el todo, un todo que es

diferente al todo que era la ciudad antes de que el fuego de la ciudad la

consumiera.

Pero ¿dónde están tus braquets? ¿Dónde están tus quince años? Todo

eso quedó atrás, en el pasado que fue tan solo esta mañana y que al mismo

tiempo fue hace tanto tiempo. Porque es imposible establecer la temporalidad

de los recuerdos o del pasado. Todo es tan lejano y tan reciente. Bismarck y

Napoleón están hace poco, como también está hace poco Bernardo y como

estás tu con braquets y quince años y también tú sin braquets y veinticuatro

años. En fin, tú muy bien lo sabes y ahora lo sé muy bien yo: los recuerdos y

el pasado no son cronológicos sino geométricos.

Las piedras las recogí de la calle luego de que alguien las arrojara.

Todos tenían piedras o aerosoles en sus manos, yo tenía mis manos en el

bolsillo pero de pronto quise tener piedras y aerosoles, pero no encontré los
aerosoles, nadie los arroja y por consiguiente no había ninguno abandonado

en el suelo, lo que sí había, y en abundancia, eran piedras, así que escogí las

más redondas y las más uniformes y me las eché al bolsillo, pensaba que si

iba a arrojarlas contra algo o contra alguien, por ejemplo, contra la alcaldía o

contra el alcalde, era mejor escoger las más bellas o las que más se acercaran

a la belleza, era obvio que lanzar una piedra debía se un acto estético y no

simplemente un acto mecánico.

Te veías feliz en el auto, que, ahora que lo pienso era un corsa gris y

hace nueve años no se habían creado los corsa grises, pero esto no tiene

importancia, esto es sólo un hecho incidental, ¿cuándo fue la primera vez que

viste un corsa gris? No creo que hace más de tres años, lo que confirma que

cuando tenías quince años y braquets en tu sonrisa no podías haberte subido a

un auto como este. Sin embargo te veías feliz, se notaba que eras feliz y que

la felicidad te abandonó pero la recuperaste, porque, según me has dicho,

ahora eres feliz y más aún cuando estás conmigo; pero si es lógico, la

felicidad no es un estado como los optimistas añoran, la felicidad es un

momento al que le sigue otro momento de felicidad y al que lo precede otro

momento de felicidad y que los divide momentos en que la felicidad no se

hace presente; en últimas, la felicidad es la individualidad de momentos que

fluctúan entre la felicidad y la no-felicidad de una manera tan demencial que

no nos permiten enterarnos de que estamos felices.


Pero no tienes por qué preocuparte, a lo mejor no arroje jamás las

piedras que tengo en el bolsillo, aunque las podría lanzar contra algún auto,

preferiblemente un corsa gris en el que estarás tú hace nueve años o las

podría lanzar contra alguien que no conozco y al que la multitud exacerbada

le grita: “facho hijueputa” aunque no sea facho o no sea hijueputa, y que

simplemente no grita nada y no tiene ni piedra ni aerosol en la mano, lo que

automáticamente lo convierte en un facho hijueputa. Creo que sería mejor no

arrojar las piedras o arrojar simplemente una y conservar la otra para que no

me digan facho y mucho menos hijueputa, es decir, la piedra me libra de

hacer parte del deshonroso grupo de fachos hijueputas.

Creo que ya he hablado mucho y no te he dejado decir nada, tan solo te

has sonreído un par de veces y pude ver que no tenías braquets y que sin

braquets te ves tan hermosa pero no más ni menos hermosa que cuando los

tenías esta mañana.

Solo venía a decirte que mataron a Bernardo y que tengo unas piedras

en el bolsillo y que te vi esta mañana en un auto gris y que a fin de cuentas si

eras tú que aún tienes quince años y que siempre tendrás braquets aunque te

los hayan quitado hace no sé cuanto tiempo. También quería decirte que ya

no soy un facho y que nunca más lo seré, porque tengo una piedra o dos, así

como todos esos hombres de izquierda que eran la mano derecha de Bernardo

al que mataron y que todos afuera en la ciudad están tan felices porque
mataron a Bernardo y por que la muerte de Bernardo les causo tanto dolor y

tanta tristeza que los hizo arrojarse a las calles para lanzar piedras y consumir

la ciudad con su fuego, la misma ciudad por la que circula un auto corsa gris

en el que vas tú de quince años y braquets y eres feliz.


NINFA1

El plan de la profesora Sofía era muy simple y muy noble, que todos los

estudiantes del grado cuarto de primaria de la escuela Santa Rita, viajáramos a

conocer más de cerca la situación de los niños de nuestra edad, carentes de recursos.

El chivo expiatorio, para nuestra experiencia altruista, era la escuela Nacional, de la

vereda San Fermín. De manera que el 24 de agosto, a las 9 de la mañana, un bus

grande, mejor conocido como cebollero, nos esperaba en la puerta de la escuela, para

el viaje que tardaría dos horas. Las expectativas de la profesora eran ambiciosas, que

en nuestros corazones se sembrara la semilla de la humildad y de la tolerancia hacia

los menos afortunados. Las expectativas de mis compañeros, no pasaban de la simple

idea del paseo escolar; mis expectativas incluían algo más, tener la oportunidad de

acercarme un poco más a Lina.

Lina era, sin lugar a dudas, la niña más linda del salón, tenía un cabello negro

largo, ni lacio ni crespo; los ojos profundos y negros también, en su mirada podía

perderse cualquier persona por horas, como yo lo hacia; el cuerpo, delgado, de una

niña de nueve años, contenía una abrumadora energía sexual que, en ese momento,

como es de suponerse, no entendíamos; fue la primera mujer que quise ver

1
Ninfa. f. MIT Divinidad femenina que vivía en las fuentes, los montes, los ríos y los bosques; como
las sílfides, náyades y oreádeas, etc. ║ fig. mujer hermosa. ║ fig. prostituta.║ Labio menor de la vulva.
║ ZOOL insecto que ha pasado ya del estado de larva y prepara su última metamorfosis.
completamente desnuda; fue la primera mujer que espié en el sanitario. De carácter

sereno, voluntad firme, de sonrisa contundente, y de una madurez que podía dejarnos

atónitos, Lina era algo así como un ícono para todos nosotros; siempre sabía qué

decir y cómo actuar.

Obviamente todos estábamos enamorados de ella, pero nadie lo mencionaba,

incluso, he llegado a sospechar que algunas de las niñas del grupo, también lo

estaban, o al menos eso parecía, pues la miraban con admiración y casi con devoción.

Las maestras la querían por su dulzura y por el interés que demostraba en clase.

Alrededor de su inquietante personalidad se tejían una serie de rumores que

nunca se confirmaron y que hoy parecen inverosímiles, como que Julio, el niño que

decían era su novio, le había hecho el amor en el baño de mujeres, que ella se había

desnudando completamente, mientras que él tan solo se había quitado los pantalones;

que en el patio trasero del colegio, el que queda al lado del salón de primero, Lina

había cobrado una suma de dinero, que ya no puedo recordar, para dejarlos mirar bajo

su falda, y que luego había doblado el monto, prometiéndoles que se quitaría los

panties; que a Alzate lo había tomado del pene para convencerlo de que le regalara el

postre que éste se comía.

Estas historias me perturbaban causándome, incluso, el dolor físico; por una

parte, sentía que agredían la reputación de la mujer que yo amaba y por otra, dado

que fueran verdad, lamentaba que no hubiera sido yo el protagonista. Es así como el
viaje a la vereda era mi excusa perfecta para confirmar o rebatir los rumores; o se

confirmaban conmigo, o se negaban absolutamente al no recibir ningún trato erótico

de parte de ella. Ya sé que es un poco extraño, e incluso escandaloso, que al referirme

a una niña de nueve años, mencione elementos abismalmente ajenos a su edad, pero

esto era lo especial de Lina, parecía no tener edad.

Los días previos al viaje establecí con ella una comunicación corta pero

importante; en clase nos mirábamos y nos sonreíamos y en el recreo compartíamos lo

que en nuestras casas nos empacaban para comer, pero hablábamos poco, o casi nada.

A la salida de la escuela ni siquiera nos buscábamos para despedirnos, hasta nos

evitábamos.

Pero ya era el día indicado, ya era 24 de agosto, ya era momento de partir. Le

pedí el favor a El Cali, mi mejor amigo, que no se sentara conmigo en el bus, ese

puesto estaba reservado para Lina, aunque ella no lo supiera. Mi amigo era un niño

moreno, flaco, nacido en Tulua, de madre tulueña y de padre bugueño, no conocía la

ciudad de Cali, pero su acento ya lo hacía merecedor de ese apodo, no recuerdo su

nombre, tal vez nunca lo llame de otra manera. Él, que era el único en el mundo que

sabía de mi enamoramiento, accedió como queriendo aportar lo necesario para que yo

alcanzara el éxito. Cuando ella subió al bus, me buscó con su mirada y vio que el

asiento al lado mío estaba libre, sin siquiera pensarlo se acercó a mí, sonrió y se

sentó; antes miró a Cali en forma de agradecimiento. En el transcurso no hablamos,

yo le sonreía como un idiota y ella me sonreía como un ángel; luego de un rato, tras
un embate de valor de mi parte, le tome la mano y ella me lo permitió. Así seguimos

hasta que llegamos a la vereda.

El cronograma trazado por la profesora incluía recibir clase en conjunto con

los niños de San Fermín, luego un almuerzo juntos y dedicar la tarde para jugar. Para

que la integración fuera exitosa, nos reunieron en grupos de cuatro personas en el que

tenía que haber, al menos, un niño de la vereda. Como es obvio, elegí conformar el

grupo con Lina, con Cali y el cuarto sería escogido casi al azar; sin embargo, la

elección no la hice yo sino que fue Lina la que opto por un niño rubio y de contextura

pequeña de nombre Fernando, que parecía haberse quedado sin compañeros. El nuevo

se debatía entre la timidez del que se siente inferior y la superioridad del que es

anfitrión. Las profesoras del mi colegio y las del Nacional, se alternaron durante todo

el resto de mañana, hasta la una y cuarto de la tarde; recibimos clase de matemáticas,

de ciencias sociales y de religión, en las que poco pudimos hablar con nuestros

nuevos compañeros. No obstante, durante ese tiempo, el panorama de lo que sería el

resto del día para mí, comenzó a vislumbrarse; cuando buscaba la mirada de Lina,

descubría, para mi pesar, que sus ojos estaban puestos en Fernando; mostraba un

inusitado interés por él. Mis planes parecían venirse abajo.

Durante el almuerzo nos sirvieron el típico sancocho de gallina campesino,

con salpicón para tomar. Mi profesora Sofía, dejándonos dudar de los principios que

nos condujeron hasta donde estabamos, nos recomendó, en secreto, que no

tomáramos la sobremesa, aludiendo a la falta de calidad del agua con la que contaban
los habitantes de esta zona y previniéndonos de una posible amibiasis. Yo tenía

mucha sed y mucha angustia por el trato de Lina hacia Fernando, de manera que no

presté atención a las sugerencias de mi maestra y me tomé, no sólo mi vaso de

salpicón, sino dos más que robe de la olla en que lo habían preparado. Ya ni siquiera

buscaba los ojos de ella, de antemano sabía que no era a mí a quien estaban mirando.

El desconcierto comenzó a apoderarse de mí, pensé en exigirle alguna explicación de

lo que estaba pasando; sin embargo, de haberlo hecho, el viaje para mí habría

terminado en ese momento, evidentemente la respuesta de ella ante el reclamo no me

hubiera hecho más feliz, o me hubiera devuelto la calma, ya que mis celos no tenían

razón de ser, al fin y al cabo, ella y yo sólo éramos compañeros de clase, ni siquiera

hablábamos como dos amigos. Además no era tan valiente como para hacerlo. Tenía

también la opción de enfrentarlo a él y pedirle que se alejara de mi mujer; pero él no

tenia la culpa de nada, incluso, parecía avergonzarse ante las miradas de ella, así que

descarté también esta opción y decidí tan solo esperar.

Cuando finalmente nuestras maestras nos liberaron del plan trazado y nos

permitieron jugar libremente, la situación tomó un rumbo completamente inesperado

para mí y que, finalmente, motiva el que yo escriba esta historia. Nosotros cuatro

jugábamos en un terreno de barro con una pelota; Cali la pateo desmesuradamente y

la envío a una zanja a unos diez metros de donde nos encontrábamos. Fernando se

ofreció a ir por ella y Lina, como era de esperarse y para mi pesar, se ofreció a ir con

él. Mientras Fernando se agachaba para recogerla sin tener que meterse él también en

la zanja, Lina le dio un pequeño empujón en el trasero con su pie, lanzándolo al


agujero también. Cali y yo corrimos inmediatamente a ver lo sucedido; cuando

llegamos Lina sonreía, con esa sonrisa de ella, que abarca el mundo entero; Fernando

no parecía haberse lastimado pero se le veía asustado y desconcertado. Cuando Cali

se sonrió también y, acto seguido, yo lo hiciera, Fernando pareció tranquilizarse y nos

estiró, primero la pelota, y luego sus brazos para que le ayudáramos a salir. Lina se

agacho para ayudarlo, pero cuando parecía que lo iba a tomar de las manos, ella

retiraba las suyas; así lo hizo una y otra vez, hasta que dejó de ser gracioso para

Fernando, que le pidió, suplicante pero fingiendo un tono de voz desafiante, que

dejara de jugar con él y que lo ayudara a salir, o que lo hiciéramos Cali o yo.

Supongo que ni él ni yo lo hacíamos por temor a que corriéramos la misma suerte que

había corrido el nuevo niño. Yo reí para restarle dramatismo a la situación y para que

Fernando entendiera que únicamente se trataba de una broma, pero yo no estaba

seguro, dado el gesto inexpresivo en la cara de Lina, que se tratara sólo de eso.

Fernando seguía en el agujero, sin atreverse a salir por sus propios medios.

Nosotros seguíamos mirándolo sin hacer nada, cuando Lina comenzó a patear el

suelo, lanzándole arena en la cabeza; Fernando únicamente se cubría los ojos. Lina

nos miró y nosotros obedecimos la orden que ella nos dio sin necesidad de decir nada,

comenzamos a lanzarle arena también. Ya para ese momento nuestro anfitrión sabía

que no era un chiste lo que estaba pasando. No sé muy bien por qué participábamos

del incidente, si para ese momento los celos que pude haber sentido por ese niño, ya

no estaban presentes. Comencé a preocuparme pero nada me prepararía para lo que

vendría después. Lina nos miró fijamente y -¿si lo matamos a pedradas?- nos dijo.
Supongo que mi rostro se puso inusitadamente rojo, pues sentí un calor insoportable

en mi cabeza. Cali salió corriendo hacia la escuela, pero yo me quedé con ella y con

Fernando, que para ese momento ya había comenzado a llorar. Yo quería mantener la

compostura y no parecer un cobarde ante ella, pero tampoco quería matarlo. Una

genialidad pareció asomarse en mi mente, o al menos eso creí en ese momento, pues

le dije –no vale la pena, es simplemente un campesino- haciéndole entender a ella que

no era valor lo que me faltaba, sino motivación. Ella me miró y me sonrió como de

costumbre; se agacho, recogió una roca pequeña y se la lanzó, sin causarle ningún

daño; luego se alejó. Esperé unos cuantos segundos para alejarme también, sin ayudar

a Fernando a salir de la zanja, pues no quería que nadie me viera llorar.

Nadie mencionó el tema, ni durante el resto de día, ni durante el tiempo que

me seguí viendo con ellos. De regreso a Manizales, Lina se sentó al lado mío

nuevamente, pero yo hubiera preferido que se sentara Cali, no hablamos en todo el

transcurso y tampoco nos tomamos de la mano.


EL HOMENAJE

Lo que me despertó no fue la luz del sol que entraba abruptamente por la

ventana; ni el ruido que hacía Teresa en la cocina. Lo que me despertó fue el sonido

insistente del teléfono. Respondí de mala gana. Era Julio.

—Hola jefe. ¿Lo interrumpo?

—No. Aún estaba en cama.

— ¿Se siente mal? ¿Está enfermo?

— ¿Por qué lo pregunta?

—Bueno, es usted el hombre más disciplinado que conozco, nunca duerme

hasta esta hora.

—Estoy bien, no se preocupe. ¿Qué necesita?

—Le tengo una noticia que le puede interesar. Acabo de recibir una llamada

de la Universidad de Caldas, parece que quieren hacerle un homenaje, el viernes. Si


usted quiere puedo llamar a decirles que usted no puede asistir, que debieron llamar

antes o algo.

— ¿Por qué habría usted de hacer eso?

—Pues, señor, no parece nada importante, digo, no es una gran Universidad ni

nada de eso, me imagino que no habría mucha cobertura de los medios.

—Confirme el compromiso Julio. Organice lo del viaje y avíseme cuándo

tengo que viajar. Al fin y al cabo soy egresado de allá, les debo unas cuantas cosas.

Averigüe también si va a ser muy formal la cosa y quiénes van a ir.

—No se preocupe, yo me encargo de todo. Todo esto me lo decía mientras

dejaba salir de su boca una gran emoción. Me pregunté por qué yo no sentía lo

mismo.

—Bueno jefe, voy a hacer la llamada inmediatamente. No lo molesto más.

Cuando iba a colgar la bocina me dijo algo de repente, como si lo hubiera

olvidado y fuera de gran importancia.

—Ah, jefe, la persona con la que hable parecía muy interesada, incluso

entusiasmada. Dijo grandes cosas de usted, como que usted era de las personalidades
más insignes que habían salido de la institución, o algo así, y dijo que usted era sin

dudas el mejor escritor de la región, ¿se imagina? El mejor.

No respondí nada a su comentario. Simplemente colgué.

Siempre había esperado esto, me habían hecho algunos homenajes parecidos

en buenas universidades y en lugares representativos de la llamada intelectualidad

colombiana, pero siempre había esperado alguna mención de la Universidad. Sólo

ahora lo hacían y parecía no importarme. Mi reacción no concordaba con mi ansia de

reconocimiento por parte de la gente con la que crecí y con la que me formé. No sé si

se debía al hecho de que por primera vez en varios años estaba solo en casa. Clara

estaba de vacaciones en Medellín en la casa de su madre y, como es obvio, se llevó a

la niña con ella. Se habían ido hacía ya tres días y regresarían pronto, el lunes a más

tardar. Los dos primeros días desde que se fueron las extrañé mucho, pero me

dedique a escribir más de la cuenta y el tiempo se pasó rápido. Pero hoy todo era

diferente. Hoy no sentía ninguna nostalgia. Hoy simplemente no sentía nada.

Incluso, nunca duermo tan profundamente y menos hasta la media mañana.

Siempre me levanto a las siete de la mañana, me organizo, espero la llegada de Teresa

a las ocho y luego me siento en el escritorio. Trabajó casi en horario de oficina pero

en mi casa. En la Universidad un profesor amigo y buen escritor me aconsejó

establecer horarios de escritura, y así lo hice. Alterno la lectura y la escritura durante


toda la mañana y parte de la tarde. Luego espero a Clara y a la niña para comer o

comemos fuera, veo las noticias y me acuesto no más tarde de las diez.

Pero hoy el teléfono me despertó a las nueve y media de la mañana y no tenía

ganas de levantarme a trabajar. Sólo un hambre enorme me convenció de abandonar

la cama. Bajé al primer piso y encontré a Teresa en la sala. Cuando me vio se dio un

gran susto. Evidentemente no esperaba que yo estuviera en casa.

—Señor, pensé que había salido. ¿Se siente bien? –preguntó ella también.

—Estoy bien Teresa, tengo hambre, nada más.

—Ya le preparo el desayuno. ¿Quiere algo en especial hoy?

—Cualquier cosa está bien, simplemente no tarde. Me voy a bañar mientras

tanto.

Subí nuevamente a mi cuarto. Entré en el baño, esta vez sin organizar la ropa

que iba a ponerme, como lo hago todos los días. Abrí la llave del agua pero no entré

en la ducha. Me senté en el inodoro a escuchar correr el agua. Estuve así durante un

tiempo indeterminado, ni siquiera sé en qué pensaba en ese momento. Simplemente

estaba ahí, inmóvil.


Tardé más tiempo del que pensaba en el baño, ni siquiera toqué el agua;

cuando salí, Teresa había puesto una muda de ropa sobre la cama que ya estaba

tendida. Me la puse sin fijarme en lo que era y bajé a desayunar. El hambre me

carcomía las entrañas; aun después de comer el hambre seguía ahí.

Luego de almorzar subí al estudio a trabajar un rato, estaba en medio de una

investigación acerca de la obra de Husserl y la fenomenología, para incluirla en mi

siguiente libro, pero esta vez no pude hacer nada, ni siquiera me senté en el escritorio.

Saqué unas carpetas de mi época de estudiante, tal vez quería contagiarme algo de

interés por lo del viernes. Encontré algunos certificados de participaciones en foros y

cosas por el estilo. También encontré una foto en la que estábamos Clara y yo en un

congreso en Cali. Ambos sonreíamos, pero en ella se veía más sinceridad. Llevaba el

cabello corto y libre. Fue eso lo primero que me atrajo de ella, su cabello, denotaba

carácter, en él se resumía todo el espíritu de Clara: fuerte y libre. Supongo que como

yo era y soy un hombre acartonado y riguroso, una mujer como ella tenía que

enloquecerme, y lo hizo. Es la única mujer que he amado en toda mi vida. Sentí cierta

ternura con el rostro joven de la fotografía y fue cuando me percaté de que no había

pensado en ella ni en la niña en todo el día. Pensé en llamarla para contarle lo del

homenaje; tal vez podía alcanzarme allá y aprovechar el tiempo para ver a sus amigos

de la Universidad, sería importante que estuviera presente cuando pasara todo. Sin

embargo no la llamé.
Ese día pasó casi desapercibido, sólo deambulé por la casa. Los dos días

siguientes no fueron muy diferentes, el hambre persistía y una horrible somnolencia

se apoderaba de mí. La atmósfera era sombría, letárgica; todo transcurría lentamente;

pero como anunciando que en cualquier momento la velocidad iba a cambiar. Como

cuando en una montaña rusa el carro rueda lentamente y ya sabemos que es la

anticipación de una situación vertiginosa. Recibí varias llamadas de personas

cercanas preocupadas por mi actitud. Les extrañaba llamar y que Teresa les dijera que

no estaba disponible, que me encontraba descansando; yo, que siempre estuve

disponible y que nunca descansaba. Clara también llamó, me dijo que notaba

diferente mi voz, me preguntó, al igual que tantas personas, si me encontraba bien.

Pero a ella le respondí que no lo sabía, que algo raro estaba pasando. De cualquier

forma le dije que no había de qué preocuparse y le conté lo del homenaje, únicamente

con el fin de cambiar de conversación. Su entusiasmo ante la noticia me perturbó. Yo

ya no le daba la menor importancia al evento. Me dijo que haría algunos cambios en

su itinerario y que nos encontraríamos en Manizales. Al fin y al cabo, agregó, ya

estaba cansada de estar lejos de casa y me extrañaban. Por último me hizo prometerle

que visitaría al médico. Le dije que lo haría sabiendo de antemano que incumpliría

esa promesa.

Algunas cosas cambiaron el jueves con respecto a los días anteriores. El sol no

entró estrepitosamente por la ventana, el cielo estaba nublado; el hambre había

desaparecido y me sentía sereno. Sin embargo también desperté muy tarde, incluso

más tarde que los otros días. La hora del desayuno ya había pasado y baje a almorzar
de mala gana. Teresa no insistió más en si mi salud estaba bien, lo que significó un

alivio para mí. Cuando, después de haberme bañado, me vestía en la habitación, note

–no lo había notado hasta ese momento— que un fuerte aguacero arreciaba. Abrí la

ventana a pesar de la lluvia y de que no me había puesto la camisa todavía. El agua

cayendo frente a mí, las calles desoladas y los ríos que se formaban en el pavimento,

me trajeron a la memoria el pueblo de mis abuelos donde pasé tantas vacaciones en

mi infancia. Ya no estaba en mi habitación sino en la sala de la casa de mis abuelos,

asomado a la ventana, el friso del techo impedía que me mojara y olía a muebles

viejos, a menticol y a humedad. “Esto es la fenomenología, –pensé cuando volví a mi

cuarto— la casa de mi abuelo es la fenomenología y no Husserl.” De repente todo el

panorama pareció aclararse. Terminé de vestirme y, a pesar de la lluvia, salí a la calle.

Tenía que sentir el agua bajo mis zapatos. Caminé durante un par de horas hasta que

me dolieron los pies, como yo quería que pasara. Ya era de noche y entré a un bar. No

entraba a un bar desde mi época de universitario. Me senté en una mesa apartada y

pedí un ron; me lo tomé lentamente disfrutando cada sorbo.

De pronto un hombre que estaba sentado en la barra pareció reconocerme. Era

un hombre menudo y con rostro bonachón. Le calculé no más de treinta años y vestía

un jean algo envejecido, una camisa blanca con un chaleco negro. Llevaba unas

pequeñas gafas redondas y su cabello crespo revuelto. Tímidamente se acercó a mi

mesa y titubeó antes de hablar.

—Disculpe, —dijo— ¿Es usted Francisco Osorio? ¿El escritor?


Pensé en mentirle pero su apariencia y su evidente asombro me llenaron de

una vanidad hasta ese momento desconocida por mí. Asentí e inmediatamente su

rostro moreno se iluminó. Comenzó a elogiar mi obra y a contarme cómo había

influenciado su vida. Lo interrumpí para invitarlo a sentarse en mi mesa. Le ofrecí un

trago que él aceptó gustoso.

Comenzó a hablarme de mis libros, de cómo los había adquirido, de sus

impresiones al respecto, de relaciones que encontraba con otros autores. Era evidente

que me encontraba ante un lector avezado. Me preguntó por mis influencias literarias

y filosóficas, por mi infancia, por mi formación intelectual. Me sentía en medio de

una entrevista pero no me sentía incómodo.

Quise saber de él y comencé a interrogarlo. Me contó que era poeta, amante

de la naturaleza y del teatro. Enamorado de las mujeres y el licor. Una sonrisa se

asomó en mi cara. Conocí a muchas personas de su tipo en la Universidad. Hombres

con un tormento fingido o con un optimismo recalcitrante. Éste parecía ser de los

segundos. Tomamos unos cuantos tragos más y decidí marcharme. Me preguntó si

podía acompañarme y le dije que sí.

Aún no sé que me motivó a invitarlo a subir a mi casa una vez nos

encontrábamos allí. Para convencerlo le prometí un coñac y hablarle de mi nuevo

proyecto. Su emoción no parecía poder contenerse. Aceptó la invitación


inmediatamente mientras decía cosas como “es un honor”, “para mí sería un placer”,

y otras tonterías por el estilo. En realidad el hombre no me simpatizaba del todo,

comencé a verlo como a un insecto con el que quería jugar.

Entramos y le propuse sentarnos en la sala. Le serví el coñac y le sugerí que se

sintiera cómodo. Puse música, imaginé que le gustaría escuchar jazz, y así fue.

Aunque yo quería dirigir la conversación hacia cosas más triviales, el hombre insistía

en mencionar mis libros y otros temas de índole intelectual. En medio de ello me

habló de amores fallidos, de supuestos intentos de suicidio, de viejos elogios a la

muerte y de cómo había encontrado un nuevo rumbo, en parte gracias a mí.

Acabamos la botella de coñac y seguimos con una de vino que me habían

regalado hacía poco tiempo. Le hablé de Clara y de la niña, del amor que sentía por

ellas; le hablé, además, de los procesos que se siguieron para la consecución de mis

libros. De mi juventud, de mis amigos, de mis lecturas, y todo pareció carecer de

sentido. Este hombre me veía como a un héroe y mi vida había transcurrido sin

ningún sobresalto. No era un héroe sino un cobarde, pero él parecía no reconocerlo,

sus ojos seguían llenos de admiración.

Lo conduje hacía la cocina en busca de algo de comer. Se sentó en la pequeña

mesa donde come Teresa mientras yo preparaba unos emparedados. Saqué los

ingredientes de la nevera y me senté con él en la mesa a terminar de preparar todo.

Partí el queso, puse el jamón y el tomate y le ofrecí el alimento. Le propuse que


esperara mientras iba a la sala a buscar el vino para acompañar la comida. Una vez en

la sala vi, sobre la mesa de centro, uno de mis libros que mi invitado había estado

ojeando. Decidí regalárselo y lo firmé con una dedicatoria. “Para mi más fiel

admirador y amigo”.

Regresé a la cocina con el vino y el libro. Me senté en la mesa y, luego de

haberle servido algo de licor, le extendí mi mano con el obsequio. Lo tomó con

nerviosismo y lo abrió. Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando leyó la dedicatoria.

Cogió el libro con la mano izquierda y me estiró su mano derecha para estrechármela

en agradecimiento. Hice lo propio. Su boca se abrió lentamente y comenzó a dejar

salir unas palabras entrecortadas. Finalmente me dijo: “Señor, no sé cómo

agradecerle. No sólo se trata de este libro, sino de todo. Créame, sus libros me dieron

razones para mantenerme vivo”.

De pronto algo comenzó a producirse en mi pecho, sentí latir nuevamente mi

corazón, como no lo había sentido durante todos estos últimos días. Ahí estaba yo,

dándole la mano a un hombre completamente desconocido para mí y que me

responsabilizaba de su vida. Yo, un tipo cualquiera, sin ceremonias, sin razones, sin

motivaciones, tenía el poder de otorgarle vida a un desconocido. Una sonrisa se

dibujó en mi cara, pero se fue transformando lentamente. Ya no era una sonrisa sino

una horrible mueca. Mi invitado se asustó e intentó soltarse de mi mano, pero no se lo

permití. Comencé a reírme de forma descompuesta. Las carcajadas recorrían toda la

casa. Me callé y lo miré a los ojos, sin soltar su mano. Tomé el cuchillo con el que
había partido el queso en mi mano izquierda y le hice una profunda herida en su

antebrazo derecho. Su grito debió haberse oído incluso en la calle. Me miraba

completamente aterrado y yo comencé a reír nuevamente. Supongo que pensó que el

momento de su muerte se acercaba, al menos eso parecían indicar sus ojos.

Forcejeaba pero yo no lo soltaba, mientras su sangre se deslizaba a través de todo su

brazo hasta humedecer mi mano y caer posteriormente en grandes goteras sobre la

mesa, manchando la comida. Hasta que al fin lo solté. Lo vi salir huyendo de la casa,

dando saltos y alaridos, dejando un camino con su sangre. Seguí riendo durante unos

cuantos segundos más hasta que caí exhausto en la silla. Permanecí allí un rato hasta

que tuve fuerzas para ir a mi habitación. Mientras me dirigía hacia allá vi tirado en el

suelo, al lado de la mesa, el libro que le había regalado a mi más fiel admirador y

amigo. Pensé que era una descortesía de su parte el no habérselo llevado y volví a

sonreír.

Me acosté en mi cama realmente cansado. Sabía que debía levantarme

temprano para preparar mi viaje a Manizales a recibir el homenaje y a encontrarme

con mi esposa y mi hija. Sabía, además, que tenía que prepararle una buena excusa a

Teresa para justificar el desorden de la cocina. Y sabía que a partir de mañana todo

volvería a la normalidad, que volvería a mis rutinas y a mi tradicional estilo de vida,

tan bien programado y tan bien estructurado.

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