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LA RESPONSABILIDAD DE LOS INTELECTUALES

ANTE LA VIOLENCIA

La dirección de MITO ha considerado necesario presentar un


aporte a la consideración del problema social de la violencia,
que ha tomado nuevamente una sangrienta y gigantesca enti-
dad en vastas regiones del país. Esa comprobación consiste, en
esencia, en presentar el pensamiento de un grupo de escritores
distinguidos, conscientes de su misión, y dueño cada uno de
sus propias ideas políticas, en relación con esta diaria tragedia.
De esa visión general, desde ángulos muy distantes, podrá verse
claramente cómo hay puntos esenciales de coincidencia. Nos
preguntamos si no es ahondando en esos puntos fundamentales
de acuerdo, donde se encuentra el camino para conocer —y co-
nocer es destruir— las causas verdaderas de esa baja conside-
ración de la vida humana.

MITO considera que con esta junta de ideas de hombres


responsables, presta además otro servicio: El de evitar que la
estimación unilateral del problema lo reduzca a una clasifi-
cación cualquiera, que le quita su entidad angustiosa y lo re-
duce a la categoría de b o o m e r a n g de uso alterno. Lo necesario
es no encasillar ni rotular esa violencia, pues esa reducción li-
mita el campo de acción contra ella, y en tal forma hace inocua
la empresa de humanización de la vida que es la responsabili-
dad conjunta de todos. La pasión política revuelta con muerte
y con expoliación, ya no tiene color.

L. D.
Juan Lozano y Lozano:

GUERRILLEROS Y BANDOLEROS

Al discutir sobre violencia, habría que entenderse primero sobre el sig-


nificado especial del fenómeno a que se alude, porque de otra manera no
haríamos sino dar palos de ciego. Cada departamento de lo conocible y
de lo inconocible tiene su lenguaje propio, que en cierta manera se rela-
ciona con el de los vocabularios generales, pero que allí, en aquel depar-
tamento de la ciencia, cobra significación particular, rápidamente aprehen-
sible en su extensión y su matiz por las personas que trajinan con cierta
especialidad. La ciencia política, como todas las demás, tiene su lenguaje
especializado; y al hablar de violencia, factor histórico y doctrinariamente
característico de la vida colectiva, es preciso ponernos de acuerdo sobre
alguna definición, tomada de la misma historia o de la misma doctrina.
El individuo que apalea a su mujer o la mujer que apalea a su marido,
por ejemplo, ejercita un acto de violencia a la luz del diccionario gene-
r a l ; pero dicho acto no tiene significación ninguna en el campo del dere-
cho público y escapa a su vocabulario.
Aquí estamos llamando violencia por igual el asalto criminal y bárbaro
a una casa de campesinos para robar una gallina o un cerdo, y la insu-
rrección moralmente justa y vital v políticamente obligatoria de grupos
oprimidos, contra la autoridad y la fuerza del gobierno; y de aquí nace
una confusión inextricable. Esa confusión la creó deliberadamente el go-
bierno en años anteriores, para ver de descalificar a los revolucionarios
ante la opinión y ver de mantener el dominio total e implacable de una
minoría política sobre la mayoría nacional, Cuando, durante alguno de
los episodios de este largo período de estado de sitio, el expresidente López
aceptó la insinuación del gobierno de viajar a los Llanos para averiguar
en qué condiciones podría llegarse a la pacificación, regresó, cumplida
su tarea de buena voluntad, a informar al presidente encargado Urdaneta
Arbeláez. "¿Qué dicen los bandoleros?", le preguntó Urdaneta, en diálogo
que el doctor López me ha referido. "Yo no se qué digan los bandoleros",
contestó López, "ni los conozco; ni, de conocerlos, me prestaría a hablar
con ellos; ni los gobiernos pueden enviar embajadas ante los bandoleros.
Si a usted le interesa saber lo que piensan los guerrilleros, pasaré a in-
formarle".
Sorel es el sociólogo moderno que más a fondo ha tratado sobre el
fenómeno político y social de la violencia, en obras que todo el mundo
conoce; y, sin entrar a considerar sus funestas conclusiones, podemos to-
mar de ellas la terminología especial allí contenida, que es hoy corriente
entre estudiosos de ciencia política. Cuando en ciertos momentos la polí-
tica, o sea las relaciones entre gobernantes y gobernados, escapa a las
vías racionales y a los métodos pacíficos, pasan a actuar dos institutos
que la naturaleza humana ha previsto en todo tiempo y país, para el caso;
la coerción del gobierno sobre el pueblo, que se llama la fuerza; y la
respuesta coercitiva del pueblo a la coerción del gobierno, que se llama
la violencia. La violencia es, pues, en política, el polo opuesto de la
fuerza; y se ejercita usualmente por multitudes espontáneas, mal adies-
tradas y mal armadas —las milicias— contra las fuerzas organizadas y
armadas del gobierno —lo que antes llamábamos ejército y hoy llamamos
fuerzas armadas—.
El gobierno nacional debe estar hoy en grado de saber si hay violencia
política o hay bandolerismo. 0 en qué lugares hay violencia política y
en qué lugares hay bandidaje. Por muchos meses viajó por las regiones
azotadas del país, una comisión gubernamental que tenía por objeto inves-
tigar el fenómeno Y cada uno de cuyos miembros devengaba seis mil
pesos mensuales, lo que hace suponer que fueran personas de singulares
capacidades. Esa comisión debió de rendir su informe; y uno de los
comisionados forma ahora parte del gabinete ejecutivo. Por otra parte,
después se ha instalado otra comisión que se llama de rehabilitación; la
cual es de pensar que sea depositaría de las informaciones y conceptos
de la anterior comisión, y que haya allegado otros datos por su cuenta.
Para los profanos, para el hombre de la calle, parece no haber duda de
que la violencia política ha desaparecido casi totalmente; entre otros mo-
tivos, por física falta de objeto; está derribada hace más de dos años la
última de las dictaduras contra las cuales combatieron los guerrilleros.
Para quienes tuvimos algún conocimiento de cómo marchaban las cosas
de la resistencia —sector del liberalismo que también tiene un represen-
tante en el gabinete ejecutivo—, la convicción de que se ha extinguido la
violencia política se robustece y acendra. Basta recordar los nombres de
los grandes y fieros caudillos del pueblo que hicieron frente a las fuerzas
desencadenadas del gobierno.
Para no hablar de los que fueron asesinados anteriormente, como Saúl
Fajardo, está el caso de los dos grandes jefes del Llano, Salcedo y Parra,
asesinados cuando constituían la primera fuerza de paz y gobiernismo en
aquel vasto sector de la nación; está el caso de Franco, el antiguo conduc-
tor de las guerrillas de Antioquia, mantenido en la mazmorra por tres
años, y que era apóstol del frente nacional cuando lo sorprendió infausta
muerte accidental en semanas pasadas; está el caso del viejo v valiente
Loaiza, a quien todos los guerrilleros del Tolima respetan y han reputado
su jefe supremo, y que hoy es uno de los más apreciados y vigorosos par-
tidarios del doctor Lleras; lo mismo que sus subalternos y sucesores en el
mando, "Vencedor", "Mariachi", "Mediavida", grandes amigos del doctor
Echandía, cuyas adhesiones al gobierno publica "El Tiempo" con justifi-
cado orgullo. Está el caso del más ilustrado y abnegado de los antiguos
caudillos, Juan de la Cruz Varela, antiguo presidente de la asamblea del
Tolima, y actual diputado a la asamblea de Cundinamarca, cuya actual
actividad intensamente pública de propagandista político, conoce y garan-
tiza el gobierno. No se ve quién pudiera conducir hoy un movimiento re-
volucionario, ni para qué, ni con qué fuerzas, ni con qué espectativas.
El gobierno se convenció finalmente de que no podía vencer con re-
clutas ni con milicias de bandidos asalariados a gentes poseídas de un
ardoroso ideal político como fueron los guerrilleros; se plegó al cabo a
tratarlos como beligerantes invictos; entró en conversaciones con ellos;
y decidió aceptar su palabra y ayudarlos a reconstruir su hogar y su
posibilidad de trabajo. Esta fue la grande labor del doctor Echandía en
el Tolima, que todo el país admira y agradece. Y este es el resultado del
congreso nacional de guerrilleros reunido hace dos años en cierto sitio
del Llano llamado "El Turpial". La rehabilitación ha sido una inteli-
gente, grande e indispensable obra; y ha devuelto paz y seguridad y pro-
mesa de prosperidad, a vastas regiones asoladas por la guerra. Desde
luego, puede quedar por ahí perdido algún cabecilla subalterno, que sueñe
con victorias militares; v desde luego, más verosímilmente, puede haber
todavía regiones en donde la vidriosidad política no haya cedido defini-
tivamente, por causa principalmente de las ocupaciones de tierras. Pero
ello tiene que ser muy pequeño y es muy arreglable.
Lo que en el presente parece existir es un bandidaje anárquico condu-
cido contra campesinos y hacendados por bandas de muchachos que no
pasan de diecisiete años y que frecuentemente cuentan apenas doce y ca-
torce años Es natural pensar que sean hijos de hogares destruidos bárba-
ramente en estos últimos años; que abriguen un universal deseo de reta-
liación contra el m u n d o ; y que estén impulsados más inmediatamente por
necesidades elementales de la vida. Ellos, al despertar a la vida, no han
conocido otra cosa que la matanza: ese es su ambiente natural y ello
explica su bestial ferocidad. Reducirlos sería fácil con un poco más de
audacia y un poco más de capacidad técnica de soldados y policías Este
no es un problema de orden público sino un problema de simple policía,
que no requiere siquiera el mantenimiento del estado de sitio. Es un
caso análogo al del bandidaje que se desató en cierta época no lejana en
las inmediaciones del Páramo del Almorzadero, y que desapareció sin
saber a qué horas, después de la apertura de la carretera central. Es un
fenómeno acaso más afín a las famosas "culebras" o asociaciones para
delinquir, que sucedieron en el siglo pasado inmediatamente a varias de
nuestras guerras civiles. La disciplina social es vínculo demasiado sen-
sible y delicado, que una vez roto, cuesta mucha dificultad restablecerlo;
y acaso procedieron con más obnubilación que malicia quienes lanzaron
en día oscuro la ofensiva de la fuerza pública contra el país? Este hodierno
asesinar a una entera familia de ancianos, mujeres y niños para robar
una gallina, es consecuencia social y moral de aquel día trágico. Pero
de todos modos, actualmente no debería hablarse de violencia, porque
ello confunde las mentes y contribuye a entorpecer los propósitos del
frente nacional. Debe hablarse de lo que es: de una ola de delincuencia
juvenil. Y como a tal debe tratársela, según las más modernas y aceptadas
doctrinas de la ciencia penal.

Bernardo Ramírez:

MIRAR LA TRAGEDIA CON OTROS OJOS

• Una pregunta sobre la responsabilidad de los intelectuales colombianos


frente al problema de la violencia nacional exige, para empezar a clarificar
la posible respuesta, una serie de contrapreguntas de este estilo: ¿hay autén-
ticos intelectuales en Colombia? ¿Si existen, tienen influencia en la socie-
dad? Porque algún escéptico podría poner en duda la vigencia de una
vida intelectual notable, es decir, de proyecciones sociales representada por
un núcleo de gentes responsables, en Colombia. ¡Herejía!, exclamarán al-
gunos: este es un país de poetas, así figura en los manuales informativos
de todo el mundo, su tradición espiritual es nobilísima. Pero ese mismo
escéptico podría decir rotundamente: no hay tal, en nuestro país apenas si
ha habido unos afortunados simuladores de cultura y cantidades masivas
de malos poetas, de ensayistas de periódico y de políticos gárrulos. Esa es
la cantera de la estructura intelectual colombiana, tan alegremente fácil
de localizar, que con pagar una cuota inicial y asistir a los festejos rituales
cualquier aspirante puede ingresar al gremio de "escritores y artistas de Co-
lombia". Pero sí ha habido y hay intelectuales en Colombia, aunque segu-
ramente se avergüenzan, dada su desvalorización a través de las páginas
literarias de los periódicos y de los discursos para coronar reinas, de tal
calificativo. Entonces se pasa a la segunda pregunta: ¿si hay intelectuales,
influyen en nuestra sociedad? Los de la primera categoría, es decir, quienes
lo son por el pago de cuota, sí, y en qué forma. Ellos han llenado libros y
periódicos con la literatura más deplorable que se conozca. Muchos de ellos
formaron la infantería ideológica que, operando sobre una infraestructura
económico-social tan compleja y oscura como la colombiana, llevaron al país
al abismo en que hoy se debate y del cual, no nos hagamos todavía ilusio-
nes, no ha podido salir. Los de la segunda clase no tienen la menor impor-
tancia y no se preocupan, en actitud explicable pero casi condenable, por
adquirirla. Visto brevemente lo anterior, puede intentarse un análisis del
problema general.
* * *

El problema de los intelectuales y la violencia parece, dada la estructura


de dicho fenómeno, más bien un tema para espléndidas teorizaciones. No
solo en Colombia sino en todo el mundo y en todas las épocas. La violencia
de nuestro país atrasado no es más horrenda —y digamos esto para no
humillar más la dignidad nacional— que los linchamientos de negros en
Estados Unidos, las torturas del ejército francés a los patriotas argelinos o
las brutales represiones de ingleses y holandeses en sus colonias africanas.
Avanzando un poco más, esta violencia nuestra, batalla de primitivos mal
educados contra primitivos mal educados en busca de venganza política o
personal, es menos agresiva para el observador que la norteamericana o la
europea, hecha en nombre de un racismo repugnante y de un afán econó-
mico implacable.
¿Por qué es tema de divagación la violencia? Porque es un signo hu-
mano, pronunciado en países de tanta injusticia como el nuestro. La vio-
lencia no convoca reflexiones literarias sino una acción, que prácticamente
no está en manos de los intelectuales desarrollar. ¿Qué han podido hacer
Jean Paul Sartre o Albert Camus en Francia para que el ejército colonia-
lista no siga masacrando y torturando en nombre de la cultura occidental?
Nada, absolutamente nada distinto de escribir hermosas lamentaciones sin
efecto en la realidad. Entonces, ¿dónde está el motor de la acción? En el
Estado, pero en un Estado dirigido no por los filósofos platónicos sino por
hombres realistas, honrados v con cierta noticia de lo que es la dignidad
humana. Ese Estado puede penetrar a la infraestructura y solucionar los
problemas económicos y educativos que hacen surgir la violencia. No hay
para qué hablar más con ánimo de escándalo sobre el drama de la distri-
bución del ingreso nacional o sobre la farsa de la educación en Colombia.
El país necesita hombres de acción, lo suficientemente libres para enfren-
tarse al panorama nacional. Aquí debemos devolvernos un poco, para reen-
contrar a los intelectuales que no quieren llamarse con ese nombre evocador
de versos, editoriales y discursos peligrosos porque embriagan a un pueblo
sin los más mínimos resortes mentales que deja una educación racional.
Aquellos estudiosos, formando equipos, podrían influir sobre los conduc-
tores verdaderamente serios que el país tuviera la fortuna de encontrar.
¿Pero cuántos son esos estudiosos? He aquí otro problema, porque la tra-
gedia nacional apenas empieza a sorprender a quienes la están mirando
con los ojos que debe ser mirada, porque solamente ahora se está compren-
diendo el complejo histórico que nos ha determinado, que nos hizo ser
lo que somos.

Fernando Charry Lara:

OSTRACISMO E INSENSIBILIDAD

Supongo que la cuestión de juzgar la responsabilidad de los intelectuales


por su actitud frente a los acontecimientos vividos en los últimos años en
este país (saber si ellos deben o no tomar partido por la libertad ante la
opresión, si deben combatir por la paz y contra la violencia), conlleva, ante
las particulares circunstancias dé la vida colombiana, un esencial interro-
gante previo: ¿existe realmente aquí una clase intelectual, diferente de la
clase de los escritores políticos y de la de los periodistas, capaz de ejercer
su influencia en sectores numerosos de la población?
Creo, a pesar de lo que pueda objetarse, que el intelectual, bajo las for-
mas de una vocación auténtica de escritor, de poeta, de estudioso, de pro-
fesor universitario, el intelectual no interferido por los intereses de los
grupos partidistas, no existe en Colombia sino en casos contados y que, en
estos casos solitarios, su aislamiento parece ser, castigo o premio, la condi-
ción forzosa a su independencia. En una sociedad en la cual es avasallador
el imperio de la voracidad afortunada, su destino ineludible sería morir
de pobreza y de asco. Por ello esa especie de héroes es cada vez más rara
entre nosotros.
En un juicio sobre la responsabilidad del intelectual colombiano, es justo
señalar, si no como disculpa, sí como explicación, la circunstancia de su
ostracismo y de consiguiente falta de influjo en la vida nacional. Siendo
también cierto que esa condición de exilio no ha sabido él, por desprecio
o por debilidad, superarla.
Y no es menos cierto que todos deberíamos estar efectivamente vinculados
a las batallas contra el despotismo v el crimen. Todos deberíamos acordar
el orden democrático de la libertad espiritual como un bien insuperable.
Pero los problemas de la comunidad merecerían un estudio y una solu-
ción a los que, por insolvencia, no pueden contribuir los crecientes capi-
tanes de barrio. Nuestro amor al infortunado pueblo colombiano aumenta
aún ante sus desvíos, cuyos estímulos le son ajenos. No se pretende, tam-
poco, aminorar la responsabilidad que al intelectual pueda haberle corres-
pondido, sobre todo por omisión, en el desarrollo de nuestro drama. Mas
el intelectual, cuando habla de política en Colombia, no lo hace en fun-
ción de pensamiento, sino de conveniencia personal o de grupo, lo que
degrada su palabra. Hay además que tener en cuenta que la política no
se realiza aquí con plataformas de ideas sino siguiendo a los personajes.
La intervención en la política no le implica al intelectual una labor de
adoctrinamiento ni de convicción ideológica, sino, muchas veces, la de
fomentar los privilegios del caudillismo aprovechando los odios ancestrales.
Por eso debería clamarse ahora, ojalá no en el vacío, por una sustancial
modificación en nuestras costumbres políticas, a través de la cual se digni-
fique su intervención en la vida pública.
No se me escapa que en este problema de una posible indolencia del
intelectual colombiano ante el crimen hay un aspecto de insensibilidad so-
cial, política y simplemente humana. Esta insensibilidad es otra muestra de
su falta de independencia. Tampoco se me escapa que, en algunos casos,
exista una falta de valor personal, que también es una señal de su conti-
nuada subordinación.
Por eso pienso que la creación y el fortalecimiento de instituciones cul-
turales verdaderamente autónomas, bajo cuya amplitud el intelectual pu-
diera hallar un campo propio para su actividad, le daría esa independencia,
esa imparcialidad requerida, libertándolo de su frecuente secretariado de
gamonales, que hasta ahora ha sido su posición visible más destacada, y de
las consiguientes imposiciones del predominio sectario. El intelectual co-
lombiano, después de una juventud optimista, se fuga detrás de unos elec-
tores o desciende las gradas de un diario. Hallarle ocupaciones para un
servicio suyo efectivo, es fomentar en el aspecto más estimable la grandeza
nacional v contribuir decisivamente a la solución del antiguo problema
hispanoamericano que ya en 1845, ante las primeras tiranías posteriores a
la revolución de independencia, Domingo Faustino Sarmiento definía corno
el de la lucha de la Civilización contra la Barbarie.
Hoy, cuando el esfuerzo del país tiende a recuperarlo de su inmediato
pasado de vergüenza, el desarrollo de una vasta tarea cultural puede ser
el único tratamiento adecuado de muchos de sus males. Al intelectual hay
que crearle una situación independiente, para que pueda realizar su misión.
El poder pensar libremente le dará conciencia de su valor. Su mensaje po-
dría entonces comenzar a ser escuchado. La responsabilidad de su mensaje,
a merecer la atención y el juicio públicos. Mientras ello no ocurra será
una voz más entre la confusión reinante. Una gesticulación, entre cortinajes,
incapaz de detener la sangre.

Javier Arango Ferrer:

LA PAZ ES MÁXIMO PRESUPUESTO DE EDUCACIÓN


Y MÍNIMO PRESUPUESTO DE GUERRA

La encuesta de MITO sobre la responsabilidad del intelectual en el


hecho de la violencia, me deja un tanto perplejo. Si el estadista es un inte-
lectual y el sociólogo es un estadista, los intelectuales que han manejado
la política, para darle rumbo y concepto a nuestra historia, son responsa-
bles de la violencia porque no han sabido educar al pueblo, ni multiplicar
la economía por el aprovechamiento de la riqueza natural. Un país sin
educación y sin técnica se convierte automáticamente en demagogias políti-
cas y en hordas bandoleras por culpa de los intelectuales.
Un pueblo formado en la moral y en el alfabeto, desde la escuela prima-
ría, se llama política en el mejor sentido de la responsabilidad ante la
fracción de historia que le corresponde vivir. La ignorancia v la miseria
son al ladrón, al contrabandista, al politiquero sedicioso y al asesino, en
estos países subdesarrollados, lo que la educación y el buen trabajo al ver-
dadero ciudadano capaz de valorar derechos y deberes en pueblos totalmente
alfabetizados. Si Colombia no ha logrado convertir la horda en sociedad
organizada ello se debe a la nula o a la mermada visión de los intelectuales
que la han gobernado, si acaso la palabra intelectual viene de entender en
ciencias y en letras, los problemas de un Estado.
La educación forma el carácter hecho de afirmaciones sociales; la eco-
nomía eleva el nivel de vida y crea urgencias espirituales en el hombre,
así fuere en el solo ademán de tenderle a la patria la mano colectiva. Esta
es la solidaridad hacia la cual son especialmente reacios e incapaces los
colombianos cuando ella requiere, como ahora, el sacrificio, por lo menos
del silencio, que calla apetitos, evita camorras y cancela rencores. En Co-
lombia hay una crisis del pensamiento, con una ecuación: la ideología
política y filosófica de los conductores intelectuales devorada por la am-
bición personal y posiblemente por el pesar del bien ajeno.
Si por intelectual se entiende el hombre de letras en función de escritor,
su responsabilidad en la violencia es grande si acaso traicionó su pluma en
atizar la subversión o en obstaculizar el retorno a la normalidad política,
social y económica que es posible en nuestra América minada, desde la
conquista, por la trampa. Cuando Colombia incorpore a la nacionalidad
activa a los numerosos intelectuales que viven olvidados por asco a la in-
triga, el país será más auténtico dentro y fuera de sus fronteras. La insig-
nificancia se llama decencia en el caso de estos ciudadanos que votan y
pagan impuestos y que constituyen el flanco más limpio de la naciona-
lidad. Si esto, que es también política, pudiera llamarse la violencia del
silencio, sería la única violencia de que fueran responsables los intelec-
tuales responsables... y patriotas.
Vientos de renovación soplan ahora en los hombres que nos gobiernan,
especialmente en el sector de la educación donde un intelectual de tiempo
completo se dedica a la tarea primordial de alfabetizar a Colombia. Esto
es edificar desde los cimientos y formar desde la infancia el nuevo biotipo
que necesita el país para cumplir su destino. La cruzada será larga y com-
pleja particularmente en lo que atañe al personal formado en la vieja es-
cuela que ha de obrar el milagro de reconstruir a Colombia en el carácter
mismo de su pueblo.
La paz se conoce en un país culto por el mínimo presupuesto de la
guerra y el máximo presupuesto de la educación. Cierto es que la expecta-
ción armada se necesita en este mundo de ahora gobernado, con raras ex-
cepciones, por tiranos, por perros de presa y por sabios de la destrucción.
Para ser verdaderamente intelectuales les falta a estos monstruos de la
violencia la cultura que consiste esencialmente en el amor ecuménico. La
crisis humanista explica la violencia universal.

Hugo Latorre Cabal:

EN COLOMBIA EL INTELECTUAL ES UN CONSCRIPTO

¿Podríamos hoy en Colombia precisar el pensamiento del intelectual, de


un lado, y el del político, de otro, no con el ánimo de contraponerlos, sino
dentro del propósito de alinderar la opinión de dos muy importantes sec-
tores profesionales en toda sociedad bien constituida?
De primera intención, se me ocurre que esta labor de esclarecimiento
habría de chocar con una cuestión de fondo, relacionada con la ninguna
independencia de opinión permitida al intelectual por las costumbres de
nuestros partidos políticos. En Colombia el intelectual es un conscripto. La
disciplina que le han impuesto los comandantes de los bandos ha sido pro-
lijamente perfeccionada por quienes, desde lo alto de sus jefaturas políticas,
se han enredado ahora en una tupida red de intereses de grupo y de clase,
efecto del desarrollo industrial del país, y obra del santo temor que les
inspira la conciencia que se abre camino en las grandes masas campesinas.
Tal proceso dialéctico ha hecho más rígido el compromiso del intelectual
con sus antiguos patrones.
Por la falta de instrumentos adecuados para allegarse el sustento en el
ejercicio de su profesión, por su alejamiento de las masas, y por su escasa
decisión para afrontar personalmente los riesgos del oficio, el intelectual
colombiano ha preferido continuar encuadrado en la infantería de los jefe«
políticos, reservándose el derecho de escarnecerlos en el café. Se ha com-
prometido a darles toda suerte de demostraciones públicas de disciplina.
Su mejor prueba de adhesión es contribuir a ocultarle al pueblo la reali-
dad, y su tarea consiste en deformar las verdades a través de la retórica.
Más que comprometerse seriamente con una doctrina política, el intelectual
colombiano se ha enajenado a las veleidades e intereses de quienes dominan
los resortes de su trabajo desde el doble aspecto económico y publicitario.
La gran mayoría de los intelectuales colombianos suele esperar la voz
. omnipotente de los jefes políticos tradicionales, antes de pronunciarse sobre
los aspectos fundamentales de la vida del país. Cumple, así, el picaresco
papel del célebre personaje de Femando de Rojas en la tragicomedia de
"Calixto y Melibea". Lo estamos viendo en estos momentos, con ocasión del
tema de la violencia, puesto a discusión por dolorosos hechos cotidianos.
El drama nacional es difuminado por los dirigentes políticos; para lograrlo,
se sirven ellos de los intelectuales víctimas complacientes de los mecanismos
de sumisión que dejamos esbozados.
Los intelectuales colombianos —sospechosamente sobrevivientes de la tra-
gedia nacional, espectadores de sus desarrollos—, merecerán ser escuchados
el día en que se manumitan de los jefes políticos que les dan de comer y
les regalan prestigio. Se les escuchará cuando dejen de ser los voceros de
unos dirigentes cuyo fracaso está a la vista luego de reparar en la situación
actual de nuestro país, manejado por ellos desde hace cincuenta años.
Si los intelectuales se liberan de la violencia que se ejerce contra ellos,
se ganarán el derecho de poder opinar libremente sobre la violencia. Ha-
brán dejado de servir los intereses farisaicos de una democracia formalista.
Y todos nos llevaremos una sorpresa: los intelectuales se verán acompañados
por los obreros y los campesinos. Estará dado el primer paso de la revolu-
ción que Colombia espera.

Cayetano Betancur:

SE ROMPIERON LAS REGLAS DEL JUEGO DE LAS MAYORÍAS

La violencia se explica porque hubo un momento en que el país dejó de


confiar en la razón. Y esto de confiar en la razón no es una cosa trivial.
Es saber que existe una instancia objetiva, más allá de nuestro capricho,
más allá de nuestra veleidad.
Al menos hasta la guerra civil de los mil días, todavía el país confiaba
en esa última y deplorable "razón" que es la guerra. Luego siguieron años
en que los comicios fueron relativamente puros. Esto es tan cierto, que
de no haberlo sido, Colombia habría anticipado su violencia actual al me-
nos en cuarenta años.
Pero con el advenimiento del liberalismo al poder en 1930, se fue abrien-
do camino en ambos partidos una idea absurda: la de que el conservatis-
mo solo por el fraude, organizado desde el gobierno, pudo perdurar cua-
renta y cinco años en el poder.
Esto dio lugar a que tanto el partido liberal como el conservador ali-
mentaran una mutua y descomunal desconfianza: El liberalismo ya no
creyó que pudiera sobrevivir en el poder sin la maquinaria electoral
fraudulenta, ni el conservatismo fue capaz de admitir que unas solas elec-
ciones en que triunfara el partido contrario pudieran ser unas elecciones
puras.
Cuando una sociedad deja de ser sincera, pierde en seguida el sentido
de la verdad y, por tanto, el de la objetividad. Deja entonces de confiar
en la razón.
Y como la verdad "es la medida de sí misma y de la falsedad", cuando
desaparece el sentido de la verdad, se oculta igualmente el medio para
medir la falsedad.
A esta altura de nuestra historia, Colombia empezó a mentir en forma
abierta. Por ello desaparecieron las grandes polémicas en la prensa: no
había va una verdad, sino una "verdad entendida", un compromiso. Des-
aparecieron también los debates en el parlamento. "Vamos a votar", fue
una consigna que tuvo su época. El debate no hacía sino prolongar inútil-
mente la decisión mayoritaria, y la mayoría era, ya no un expediente de
paz, sino un sustituto de la razón, de la verdad. Por eso pudimos ver,
años después, que ante las extensas y eruditas exposiciones de un ilustre
jurista sobre si algún texto legislativo era ley o era código, la descon-
fianza a la verdad, que ya era todo un clima, pudo romper el discurso
con un certero balazo que inutilizó la vida del que todavía creía en la
razón.
Cuando todo es mentira, solo queda el camino de la fuerza. Y es así
como se desencadenó la que venimos presenciando. Ese recinto de una
de nuestras cámaras resultó esa noche el anticipo de todas las veredas y
cañadas en donde hoy manda el fusil.
El héroe del derecho sacrificado en esa sesión memorable por lo exe-
crable, con sus razonamientos ofendía a la vez a la mayoría y a la minoría.
A la primera, porque no ignoraba cuál era la decisión que había que
tomar, y con la cual creía poder detener el triunfo del partido que estaba
en el poder. Por su parte la minoría, y singularmente los que en el par-
lamento dispararon sus pistolas y revólveres, confiaban en que el poder
lo es todo, y que no se pierde con papelitos mayoritarios lo que se apoya
en las bayonetas.
Aquí culminó esa burla de veinte años que venía haciéndose a la razón,
a la verdad y a la objetividad.
Pero aceptemos que en política no haya razón, ni verdad, ni objetividad.
Esta es una vieja historia. Desde que el hombre es hombre y cuando está
de por medio un instinto tan irresistible como es el del poder, pocos son
los que en esa materia se hallan dispuestos a reconocer la razón del ad-
versario. Pero para esa situación, la humanidad descubría hace miles de
años esa cosa sencilla y simple que es la ley de las mayorías. Fue este,
como se ha dicho, un genial invento de paz.
Mas no hay posible ley de mayorías cuando todo está montado en la
desconfianza, cuando las técnicas del fraude y de la mentira han hecho
imposible que las mayorías funcionen. Y no funcionan por dos razones:
o porque son mayorías estáticas, cerradas, prefijadas, que solo obran por
consigna, o porque son falsas mayorías, obtenidas por vías fraudulentas.
Rotas así las reglas del juego de las mayorías, no es de extrañar que
no quede otro campo que el de la violencia.
* * *
O violencia o . . . "frente nacional". Porque el haber tenido que llegar
al "frente nacional" debiera avergonzarnos tanto como la violencia misma,
ya que es también la otra cara de aquella medalla que revela una misma
imposibilidad: la imposibilidad de que actúe entre nosotros ese instru-
mento de paz que es el predominio de las mayorías.
Por eso el "frente nacional" es en sí un remedio heroico, signo de una
enfermedad infamante. Y que puede ser el germen de una nueva violen-
cia, de una inédita forma de violencia que consistirá en partir artificial-
mente el país para que a cada uno de los dos grupos le toque su porción
de cadáver.
Los remedios heroicos hay que manejarlos con extremada cautela. Solo
si se toma el "frente nacional" en tal calidad de medicina heroica, podrá
dar al fin todos los benéficos resultados que en él estuvieron previstos.
Lo grave es que nuestra inestabilidad tropical marchita en la rutina, a
muy pocos meses, lo que ha nacido de un gran impulso generoso.
Si el "frente nacional" no es capaz de mantener por dieciseis años el
noble pensamiento que lo inspiró, sobre el cruce de los dos partidos "que-
dará un día crucificada la República".
Porque de seguro, ninguno de los dos, "conmovido en sus entrañas",
querrá decir como la madre del Libro I de los Reyes: "Ah, Señor, dad a
esta el niño vivo, y que no muera".
* * *
¿Qué responsabilidad tiene el intelectual en la situación de violencia
que acaba de describirse?
Sin duda la mayor. Porque ocurrió que el hombre de letras colombiano
abusó de sus armas dialécticas y retóricas.
Cuando no se perdió en mera garrulería vacua, sin sentido v sin pro-
pósito, fue capaz entonces de desvirtuar la misión de la inteligencia, des-
conectándola de lo real. •
Fueron aquellos tiempos en que muchos intelectuales se dieron a la
tarea disolvente de defender con igual brillantez las tesis más extremada-
mente opuestas. Por su boca ya no hablaba el "Logos", signo de la razón,
sino el truhán o el demagogo.
Se echó a perder esa vieja tradición de los intelectuales en la cultura
occidental de estirpe latina, en que todos fueron, en alguna medida, mo-
ralistas. Desde Cicerón hasta André Gide, pasando por Séneca, Dante,
Marsilio de Padua, Cervantes, Moliére, Quevedo, etc.
El político se apoderó del escenario cultural del país. Pero un político
de baja calidad; el político que solo entiende del trajín electorero. Por
ese entonces ocurrió también el divorcio entre el intelectual y el político.
Antes en una sola persona encarnaban estas dos dimensiones de la vida
humana. Y por ello pudieron ejercer el papel de moralistas con doblada
eficacia, Mariano Ospina, Núñez, Caro, Camacho Roldán, Camacho Carri-
zosa, Concha, Suárez, Fidel C a n o . . .
En los tiempos de donde arranca nuestra crisis, el intelectual se hizo
escéptico, en la misma medida en que el político se tornaba más audaz
y más pragmático.
El país se salvará de nuevo, si los que tienen algo que decir lo dicen
valerosa, honesta y sinceramente. En la palabra anidan fuerzas transfor-
madoras, desde que ella brote del corazón.

Jaime Posada:

LA EDUCACIÓN, ÚNICA ARMA

Buscarle causas v efectos justificativos a la violencia, enlazar, explicativa


y benignamente, los episodios cruentos, tender la coartada alegando que
determinados crímenes son la contra-réplica de otros, no sería sino enzarzar
monstruosamente la imaginación y la sensibilidad en una inadmisible polé-
mica. Hay que dejar establecida —nítida y categóricamente establecida—
una premisa: la violencia, sean cuales fueren la condición o las caracte-
rísticas políticas de la víctima, merece el castigo de las autoridades y la
repulsa pública.
En el instante en que cualquiera de las dos partes —Estado o Comuni-
dad— establezca una tolerancia para el delito, surge el riesgo de que la
onda bárbara e inhumana crezca y se propale, como ha sucedido en mu-
chos de los municipios colombianos. Las pasiones sin freno, huérfanas de
una voluntad reguladora, unas veces, o los odios franca y pavorosamente
acicateados han sido terrible y destructor mal. Origen de inauditas per-
turbaciones. En torno a ese aspecto, girando implacablemente, ha estado
el molino de la tragedia. Ese ha sido el flujo y reflujo de rudas victorias
y de azarosas etapas locales.
Sin que el alivio o la solución puedan estar en la periódica revancha o
en el ejercicio de la vendetta. O en la satisfacción de que los muertos
sean un día de un partido y posteriormente del contrario. O que por una
vida extinta se cobren, ávida y salvajemente, diez o veinte. Porque si la
inteligencia y la sensatez nacional se enredasen en el vericueto de justifica-
ciones tortuosas, el crimen seguiría hallando los medios favorables para dis-
frazar y aminorar su historia y —algo más grave— sus perspectivas.
Combatir, pues, la violencia en todas sus formas, señalarla, descubrirla.
Con mayor verdad después de la última y dramática experiencia. Clamar
contra ella. Realizar el diagnóstico de sus factores determinantes. Luchar
contra ella desde el aspecto inmediato y esencial de la pacificación y del
desarme de los brazos, hasta los de la porfiada enseñanza v reeducación
de los sentimientos cívicos y civilizados y el destierro de los fenómenos
económico-sociales que contribuyen a incrementarla y a mantenerla des-
pierta.
Es conocido el drama de las poblaciones. Drama que oscila y se distor-
siona entre el aniquilamiento de vidas humildes y la frecuente siega con
pretextos y subterfugios políticos. Drama, en fin, que en los últimos años
ha presentado circunstancias espantables, anticristianas y patrióticamente
dolorosas.
Ninguna de las regiones del país, ni mucho menos todo el país, pueden
consagrarse a la irracionalidad de romperse en bandos hostiles y a des-
aprovechar agresivamente la inteligencia, los esfuerzos y las posibilidades
de acción de una corriente para asentar el excluyente y agreste imperio
de la otra.
La ecuanimidad en las posibilidades de servicio, en el acceso a los cargos
del Estado, en la cooperación para el manejo de la cosa pública —aspira-
ción que en determinados momentos llegó a parecer sacrilega y extrava-
gante— no es sino una de las formas de la civilización y de la madurez
colectivas.
Tal comprensión y semejante sentido de la convivencia otorgan su me-
jor, su más genuina vitalidad, a un conglomerado. Le abren la perspectiva
de nuevas empresas de creación y de rehabilitación. Superado el litigio
del fanatismo político, garantizados los fundamentos de una existencia
en sociedad sin discriminaciones, ni desmanes, ni zozobras, los pueblos
tienen abierta, por una ley histórica inaplazable, la instancia de etapas
de organización económica, avance y prosperidad. Ingresan a un segundo
estadio. Poseen la aptitud de coordinar todas sus energías y derivarlas
hacia grandes y productivas jornadas de desenvolvimiento.
Hay plena razón cuando se advierte que la cruzada educativa debe estar
animada por una suerte de mística suficiente para lograr que el hombre
común haga el tránsito de la etapa que ensombrece y aniquila su existen-
cia, a las condiciones de una nueva vida, decorosa y digna.
Una grande y común jornada de la inteligencia colombiana, enorgulle-
cedora y estimulante de adelantarse como corresponde, sería realmente
esa de cambiar la faz de los campos. Desterrar el rostro de la miseria,
irrigar la cultura elemental, cambiar los sistemas de cultivo, tecnificándolos,
proyectar una auténtica concepción de la justicia social, combatir las pla-
gas, favorecer el aumento de la vivienda admisible, resultaría el comple-
mento adecuado de la devolución de la paz.
El exilado ha vuelto a sus tierras. Pero retorna para uncirse a su tradi-
cional rebajamiento. A morir en vida. Y retorna quizás en condiciones
más precarias de las que le envolvían cuando huyó. Aparece otra vez como
en el primer día de la creación. A reanudar con mano torpe y primitiva
la reconstrucción del universo circundante, que por sus mismas condicio-
nes de iniquidad era un contorno sentenciado a desaparecer. Y merece
que así suceda sin necesidad de violentos e ingratos episodios, sino como
resultado de una evolución renovadora, dentro de los moldes jurídicos,
y como una obra tenaz del esfuerzo colombiano encaminado a exaltar
cabalmente la condición de compatriotas que viven y laboran en situación
precaria y dolorosa.
Ese cambio de los niveles de vida, ese perfeccionamiento de la capaci-
dad productiva, esa capacitación para ganar mejor salario, son ciertamente
reivindicaciones económico-sociales. Pero de acción tan poderosa y tras-
cendente que se orientan a forjar para cada ser una nueva dimensión es-
piritual. En su empeño de que el hombre sea más respetado y halle la
justa valoración de su destino.
Es evidente que empresas de tamañas proporciones requieren la acción
combinada, inexhausta y diligente de las agencias estatales. Compete al
Ministerio de Educación, al de Trabajo, al de Higiene, al de Agricultura.
Y a servicios de la categoría de la Caja Agraria y los de colonización. Pero
si de todos debe alimentarse, a uno corresponde en grado principalísimo:
al de Educación.
El lacerante problema del hombre colombiano sigue siendo su igno-
rancia en diversos aspectos. Desconocimiento de la decencia para vivir, de
los adelantos en el sistema de las siembras, de los progresos en la lucha
contra los enemigos de la salud. Solo a través de la educación y de las
energías y dineros que a ella se consagren puede aliviarse tal estado de
cosas.
Profundizar en investigaciones sobre las deficiencias del magisterio,
sobre la escasez de escuelas, sobre las urgencias en materia de granjas y
de cooperativas agrícolas, sobre la importancia de evitar que el alumnado
padezca los mil asedios de la desnutrición y las endemias, ha de ser obli-
gación cardinal.
La esperanza de una nación conviviente, honesta, respetuosa del dere-
cho, ferviente de la libertad, no puede depositarse sino en los resultados
de ese Ejército de Paz que son los maestros. Si cuantas veces se habla de
los riesgos del armamentismo para Latino-América y de los males sin cuento
que esa fiebre augura, se dejase bien establecido que urge preparar edu-
cadores y cartillas y bancos escolares, tal vez sería más fácil señalar a las
gentes en dónde está la genuina obligación cívica y cuál debe ser la con-
ducta de pueblos cuyo orgullo no puede erigirse sobre el alarde de la
fuerza, sino sobre la plenitud de sus valores morales.
En fin de cuentas, la vigencia del derecho no es sino el ejercicio hon-
rado del pacto social. El acatamiento de la norma que vincula a los aso-
ciados. Su idoneidad para respetarla y hacerla respetar. Un problema de
comportamiento, de civilización de los hábitos, de maneras. Un problema
de educación. Aquietar los instintos, crear un mecanismo de automatismo
psicológico y, también, una conciencia racional sobre la manera de desem-
peñarse correctamente ante los semejantes, ante la comunidad; lograr que
los escogidos para el gobierno escuchen la voz de los mandantes y cum-
plan el programa que les conquistó la confianza general; devolverle a la
vida su cabal dimensión; desarmar espíritus y brazos; predicar pulcritud
de conducta y repudio de la mala fe en todos los campos, es un grande
y vasto problema de educación.
El pacto de los h o m b r e s . . . En sus ensayos sobre filosofía pública ad-
vierte Walter Lippmann:
"Sin un sistema constitucional no hay libertad. La antítesis de ser
libre es estar a la merced de un hombre que pueda practicar la arbi-
trariedad. El despotismo y la anarquía prevalecen cuando no existe el
orden constitucional. Así mismo, el despotismo puede ser definido
como la anarquía de los preceptos legales y la anarquía como el des-
potismo de las multitudes sin leyes. El principio predominante en un
estado civilizado es el de que el poder obtiene su legitimación me-
diante el pacto social, mediante el consentimiento de los asociados." (1).
Claro está que "sobre la tierra de los hombres ningún precepto equivale
a la virtud de quienes deben aplicarlo-.. Empero, la Carta Constitucional
de un pueblo histórico debe ser emblema indefectible de lo que quisiera
ser e inequívoca señal de cómo puede llegar a serlo." (2).
La seguridad del buen gobierno no radica en los textos, pero si las
Instituciones reflejan el asentimiento público, corresponden al anhelo co-
mún, la posibilidad de su eficacia se tornará menos aleatoria y, cierta-
mente, podrá estar más a salvo.
¿Y quiénes van a ser, quiénes deben ser, los realizadores de esa larga
y perseverante tarea? Los Maestros. Hay que comenzar, claro está, por

(1) "Public Philosophy". Walter Lippmann. 1955.


(2) Luis López de Mesa. Exposición ante la Comisión de Estudios Constitu-
cionales. Bogotá. 1954.
. . . Los intelectuales no son violentos y su responsabilidad en la violencia
es estrictamente confidencial. Las frases "a sangre y fuego contra los libe-
rales" y "rompamos relaciones con los godos" no precipitaron la violencia:
apenas coincidieron con un estado de violencia. Ayer la violencia se citaba
con sangre en el campo de la lucha partidista; y hoy tiende a citarse sin
sangre en el campo de la lucha de clases. La consigna actual dice: "Prole-
tarios y capitalistas: discutid, pelead, y arreglaos los unos con los otros".
Pero los intelectuales no son dirigentes proletarios ni capitalistas, y por
eso no pueden tomar parte seria en esta lucha de la vida contemporánea.
Pueden escribir y hablar sobre todo esto. A los intelectuales puros la vida
moderna los está dejando sin tema: y para volver a comunicarse con el pró-
jimo tienen que volverse economistas jóvenes. Este es su dilema: Econo-
mistas jóvenes o populistas de la Universidad Libre. Seminario o Univer-
sidad Libre: dos masonerías viciosas. Les queda todavía la reforma agraria.
Y mientras tanto la perra "Martica" aterriza normalmente en la luna, y lo
primero que hace es buscar un poste.

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