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Dios escondió los dados

-Se dice-

01/06/2008
Fundación Wilheim Stropokva
Francisco Durán Del Fierro
Dios escondió los dados.

Prólogo

Este escrito nació de la incapacidad de pensar sobre perspectivas de largo alcance


(incapacidades de una década puntualmente moral). Se enumeró, al mismo tiempo, a
partir de una seguidilla de problematizaciones que tuvieron lugar en el centro de
Copenhague, Dinamarca, un recordado otoño de 1996. Fueron elaborados y
terminados en una austera habitación de la capital, adornada por unas cuantas latas
de cervezas y un hermoso piano de cola de 1887, que había pertenecido, al parecer, a
Lord Schilling, un famoso empresario del mundo de las viñas.

Una notable publicación de aquel año (“El fin de las certidumbres”, de Prigogine) formó
parte del escenario perfecto para asomarme por las ventanas del pensar, y ejercitar,
una vez más, la crítica impiadosa que tanta excitación me ha provocado en los templos
de la herejía.

El merito de la resurrección de estas páginas se lo debo a mi tenaz e hidalgo amigo


Stropotkva.

Francisco IV.

Copenhague, 17 de noviembre de 1996.


I

Se dice que Dios le comentó, a las orillas del monte Sinaí, a un hombre, de talante
apesadumbrado e irascible, que La Eternidad que tanto han hablado los sofistas es, en
la instancia de la apariencia, un juego del azar; sin embargo, el demiurgo le dejo claro
que la causa última de esa jurisdicción, en la instancia de la verdad, es su
todapoderosa voluntad. Esa misiva liminar, tanto más destructiva si la creemos
verdadera, ha sojuzgado a toda una historia que aún no termina de escribirse: la
historia del tiempo, y su abstracción ascética-universal, la eternidad. Precisamente
aquella historia, que va desde el período griego hasta nuestros días, se ha instalado,
con el poder de lo implícito, en el contenido mismo de la inútil reflexión, como siempre,
de los filósofos escépticos.

La idea de eternidad sirve como principio regulador pues en ella se encuentran sus
correlativas fatigas desesperanzadas: el tiempo y el porvenir. Estas últimas serían la
sustancia viciosa y redundante de nuestra mera “esperanza”, siempre tan moralmente
apreciada y categorizada. La idea de eternidad envuelve lo que como fin casuístico se
pretende reflexionar, es decir, si Dios finalmente escondió los dados o no; si a Dios le
gusta jugar al poker alemán, como ha chess Master, o simplemente juega como un
miembro del directorio de un reality show (seguro de un canal católico).

Muchas figuras y formas ha tomado la idea de eternidad, y su sustancia teórica más


común el tiempo, que ya es casi un pleonasmo vanidoso y odioso desarrollar los
arquetipos históricos correspondientes. No obstante, se pueden subrayar los aspectos
que para esta ocasión son pertinentes e importantes.

En un primer momento, los oscuros acuerdos metafísicos y las misteriosas


convicciones que sostienen la idea de tiempo como predecesor de todo sistema
producido por el hombre, o sea, como una imagen móvil que recorre la eternidad de
manera incondicionada (podemos encontrar esta premisa en el “Timeo” de Platón).
Luego, las pomposas ideas que afirman al tiempo como una evolución lineal que
transcurre desde un pasado repetitivo hacia un futuro desconocido, siguiendo una
lógica progresista (no histórica) que toma toda acción como preámbulo de algo mayor
y sublime (situación típica de la confundida esperanza mesiánica). Ambas ideas,
igualmente verosímiles, pero también igualmente no comprobables, se sitúan en el
imaginario colectivo, y si no es un despropósito sostenerlo, en los problemas cotidianos
de cada individuo. De una u otra forma el tiempo nos controla pues justamente
nosotros queremos controlarlo.

Son precisamente estas condiciones las que proponen nuevos y profundos problemas
acerca del tiempo. Así, el tiempo y su vinculación con el uso y apropiación de una
mercancía abstracta como el plusvalor, como también su disolución en la conciencia
misma (para sí), o su estado de movilidad clasificada y quieta (contradicción
flagrante): se dice de “perder el tiempo”, sin embargo el tiempo siempre, pero siempre
se pierde. Estas dificultades que nos propone el tiempo no resultan de un escenario
vacío y sin espectadores, sino que forman parte de la irresoluble relación tiempo-
historia. Frente a esta sincronización defectuosa cabe preguntarse, ¿cómo es posible,
si el tiempo es un proceso mental, que varios hombres, ubicados en lugares
totalmente distintos, compartan la misma idea de tiempo? (pregunta ya establecida
por varios personajes tenebrosos). Quizás la respuesta más inmediata y urgente sería:
no sólo somos relaciones intersubjetivas, sino además relaciones transubjetivas. Este
no es el momento para defender esta, casi segura, insulsa hipótesis, pero, y lo
importante de destacar, es que la idea que se viene dilucidando es un problema, un
problema de larga data que, por ese mismo hecho, puede filtrarse desde distintas
ópticas y desde distintas necesidades, lo que implica verter cada una de sus
vicisitudes.

II

Dice Plogénico con notoria pasión: “El vuelo del porvenir se llena sobre y en el tiempo,
que no es sino su continuación y confabulación. El pasado como su instante
imperecedero, el presente como su absolutización, y el futuro como el puente entre lo
incognoscible y lo imaginable. Cada palabra, cada emoción, cada sentimiento, cada
sensación, cada instinto…sus amantes eternos, sus mujerzuelas maculadas, sus
deyecciones pueriles. El paso de su temporalidad, dividido y cosificado, nos encandila
hasta la divinidad no revelada, como su palabra y acierto…desde lo alto y lo ras…desde
lo móvil e inmóvil. La mirada inconclusa de su sobrevenir nos presenta sus
grandiosidades y sus nimiedades para lo cual la naturaleza ha estado preparada desde
tiempos inmemoriales, incluso desde Cicerón, en su confusa caravana del movimiento
continuo, hasta Confucio, en su sabiduría inalcanzable, se vieron seducidos por el
principio no material de su proyección”.

Así también Plutarco nos clasifica su pensar temporal: “Orden y desorden, caos y
fluidez, casos ininteligibles de un movimiento que no es sino una referencia divina, un
estado psicológico externo. La causa de esa bella adecuación entre un tiempo
completamente ubicuo y una historia constantemente realizada es la codicia divina de
un creador que tiene al porvenir como su obra gloriosa. Los lugares, incluyendo sus
apoteósicos instantes, se confluyen, en una celestial reunión, sobre un tiempo
rectilíneo y en espiral que confunde, hasta al más sabio de los sabios, el origen de su
resolución. El tiempo, como sustancia eterna de la voluntad divina de la eternidad, nos
sostiene desde un péndulo crónico para hacernos miniaturas de su omnipotente
causalidad”.

Las aseveraciones anteriores pueden inducirnos a tomar los caminos oscuros y míticos
que tanto mal han hecho a la humanidad. Tales caminos han confundido, por miles de
años, a las voluntades débiles y a los corazones esperanzados, llenos de fe y de
consuelos superfluos. Han provocado tanto daño, tanta decadencia, tanta excreción
humana que ni el más grande de los ideales de libertad ha podido transmutarlo. Han
sido épocas difíciles, todos sabemos eso. Afirmaciones como las anteriormente citadas
constituyen la forma en que el saber absoluto, como historia humana realizada, ha
perdido su fin, y por sobre todo, su autofinalidad. Suponer, como lo hace Plogénico,
que pertenecemos a un tiempo remoto y eternamente inconcluso (divinamente
inconcluso), y que nos diluimos sobre y en él, es, en el fondo, una proposición quieta,
clasificada que pone en el centro de la explicación un halo metafísico profundamente
dañino y profundamente conspirador. El mismo Newton, el científico judío (que tenía
como premisa: “no especule, aténgase a los hechos”), hace coincidir esa idea,
asimilando al tiempo como un campo imaginario en el cual la humanidad se sostiene y
se reproduce, es decir, al tiempo como la base sobre la cual estamos inmersos,
querámoslo o no: nos constituimos y fundamos “sobre” y “en” el tiempo. Situación
paradójica, pues si pensamos, siguiendo estas ideas, que nos encontramos “sobre”
algo (ya sea el tiempo, la tierra, la naturaleza, etc.) entonces lo que sucede es que
estamos destinados a conocer, desde el método de moda, toda su veracidad, ya que se
nos revela irresolutamente. Dado aquello, y quizás por esa situación paradójica, es que
la historia entera de la humanidad ha buscado incansablemente esa “verdad exterior”
que nos encausará hacia los velos de la pasividad. Si estamos “sobre algo” podemos
situarnos, correlativamente, de forma lógica y ontológica, en el escenario perfecto para
descubrir, y por consecuencia, para dominar ese algo. Es así como la ciencia en
general ha pretendido, desde su vanidad ideológicamente fundada, descubrir los
misterios que la religión, en su época de mayor poder, no pudo realizar; es así como
se pretenden abrir las cortinas y soplar contra los humos metafísicos que han ocultado
la verdadera situación de las cosas; es así como se asoman innumerables teorías,
puestas como verdades absolutas, sobre cómo entender y explicar el devenir del
tiempo; es así como el tiempo se ha fetichizado en el contenido de nuestros
pensamientos, considerándolo lisa y llanamente de forma exterior y referido a algo.
Cosa absolutamente desgraciada. Todos, bueno los más cautos, sabemos eso.

Es también Schopenhauer quien propone más y más situaciones para abominar: “Una
infinita duración ha precedido a mi nacimiento, ¿qué fui yo mientras tanto?
Metafísicamente podría quizá contestarme: Yo siempre he sido yo; es decir, cuantos
dijeron yo durante ese tiempo, no eran otros que yo”. Esa perpetúa temporalidad,
acumulada ya como eternidad, no es sino la multiplicación del tiempo como una
sucesión de espejos inconclusos. Pensar metafísicamente, como lo hace en aquel
fragmento el susodicho, es simplemente reducir (aunque lo primero es pensar en una
ampliación eterna del tiempo) lo que únicamente nos pertenece: la producción del
tiempo. Con tales ideas se alzan nuevamente conceptos como “eterna humanidad” o
como “infinita linealidad”, con lo cual volvemos a perdernos en las pueriles y fútiles
perspectivas de la iglesia totalitaria. Mal síntoma de una historia humana humillada y
derrotada.

Frente a ello podemos sacar las siguientes conclusiones, siguiendo a los autores
citados: si estamos inmersos “sobre” el tiempo, en una suerte de fuente universal que
constituye las formas más esenciales, entonces las categorías como Justicia, Libertad,
Igualdad, Felicidad, estarían a la orden de un continuo eterno que señala lo cuán
alejado o cercano nos encontramos de su veracidad. Si estamos siendo fundados
constantemente por causa de una Razón universal, en este caso llamado tiempo, lo
que realmente importa es propugnar sus ideales más profundos con el propósito
parcial, en ciertas ocasiones, de mantener su ya sobrevalorada forma y sustancia. La
música, así como también todas las expresiones de arte (actualmente el arte es solo
arte para los artistas), estarían formando parte de esa eternidad desdoblada que indica
lo que es correcto o incorrecto, verdadero o falso, frente a una especie de relación
exterior, que sería el tiempo eterno, que clasifica y cualifica. El tiempo como medida y
valor.

III

Añado, no sin una sonrisa irónica y desahuciada: la eternidad, y su tensión


torturadora, no se prefigura sobre ninguna fórmula, ya sea ésta divina o móvil, no se
remonta sobre ningún Dios hipostasiado, no se remite a ningún arquetipo metafísico, y
ni a ninguna cosa parecida, fruslerías idiotizadas. El asunto pasa por poner en el centro
del tiempo y de la eternidad a ellas mismas, pero no como espejos que remiten a una
representación mayor, sino como prácticas humanas desdobladas en un inconsciente
fatigado y, al mismo instante, ávido de ilusiones universales. Son prácticas humanas
históricamente producidas que contienen al tiempo de forma evanescente
precisamente por esa irrazonable voluntad ascética que ha predominado por miles de
años el conocimiento del hombre. Es el Verbo, como obra cínica y decadente, quien ha
sustantificado la idea de tiempo y de eternidad hasta el punto, ya insultante, de
convertirlos sin más en causas contundentes de todo fenómeno o aparecer en la
conciencia. Es hora de vomitar y escupir toda reverencia a aquello, justamente aquí se
concreta el mayor contramovimiento.

Ya no sólo la idea de tiempo remite a una cuestión inconsciente, que viene luego del
efecto en la conciencia, sino que, y a partir de los distintos momentos fundantes del
capitalismo, se erige como parte fundamental del comportamiento y adiestramiento
diario de millones de trabajadores. El tiempo los arrebata como un fractal descendente
que gira en torno al vacío; el tiempo los colapsa hasta el desdén del propio yo; el
tiempo los encarcela en un orbe somnoliento; el tiempo, y sus sucesiones
atormentadoras, nos aniquila, nos quita el aliento de la libertad, nos controla y nos
fatiga hasta la longevidad. Encandilador tiempo. El mundo y el tiempo, infelizmente,
son reales; yo, desgraciada y tristemente, los produzco.

¿Quién lo llama? ¿Quién despierta al tiempo? Somos conscientes de su presencia en la


medida que nos es útil, o mejor, en la medida en que nos arrebata, pues aquella
utilidad, erigida como suplemento de la explotación neo liberal, resulta beneficiosa
sobre argumentos que se encuentran vinculados con tales juicios de valor; juicios
mantenidos en conservación dado el constante y perpetuo ejercicio de la creencia,
cualquiera que sea ella. Toda la mecánica de nuestro pensar es un aparato de
abstracción y simplificación que no conlleva el propósito del conocer, como
conocimiento radical, sino simplemente para conseguir poder, poder sobre las formas,
poder sobre los conceptos mismos. Así, se inventa un tiempo (como tiempo
imperecedero) que es palpable, que puede sojuzgar y que puede seguir manteniendo a
la masa aún más confundida y aún más estúpida. Somos conscientes del tiempo ya
que es una utilidad hecha sustancia. Lo importante, por lo tanto, es que ese algo
indeterminado (que aquí es el tiempo) sea tenido por verdadero, y no necesariamente
que lo sea. Para los católicos, Dios es el dueño del tiempo; para los ateos marxistas,
nosotros podemos serlo.

Por añadidura se inventan categorías específicas para complejizar el panorama. La idea


de tiempo global y tiempo local, que funcionan y tienen verosimilitud en relación a una
estructura económica en particular, caben precisamente en esta organización
cognitiva. Son parte de un proceso (siempre elevado al rango de santidad) en donde
es útil y necesario hablar de aquellas categorías; más claramente: en una situación de
explotación global, sobre redes particulares, es que se puede hablar, de forma
legítima, acerca de tiempo local y tiempo global reducido a cero; en una época donde
se deben reducir los costos y los “tiempos” a una cierta cantidad calculable para
aumentar las ganancias y la rentabilidad es que tiene sentido crear aquellas categorías
que al final forman parte de una abstracción simplificadora unilateral de una necesidad
judeocristiana. El hecho de que para “progresar” debamos tener una cierta estabilidad
en nuestras categorías, nos conduce a imaginar un mundo en el cual el tiempo
funciona como una categoría inmutable (el tiempo para iniciar las actividades en las
mañanas y para terminarlas en la tarde siempre es el mismo, es la repetición infinita
de su contenido moderno), no como un mundo que varía y que deviene, no como un
mundo en caos e incertidumbre. Nos imponen un mundo y un tiempo, que no son sino
rígidos y calculables. (Nos pagan por hora!!)

No más insensatos cuentos, mitológicos y/o ideológicos, de un tiempo claudicado


perennemente en los altares del más allá, no más misticismos ilusorios en un continuo
represivo llamado tiempo efectivo y real, no más paroxismos volitivos, no más limites
de una “inconsciencia” enajenada, no más tiempos mecánicos determinados por leyes
inmutables, no más abstracciones espaciales cosificantes, no más otredades puras e
inmaculadas, no más vacíos puestos de forma exterior, no más objetivación sin sujeto
y no más subjetivación sin sujeto, no más cinismos metafísicos, no más hipocresías
católicas, no más pragmatismos moderados, no más espectáculos espectrales, no más
contenidos dramáticos de un tiempo que coincide con Dios, no más!!!...esta es, en
buenas cuentas, la forma en que la voluntad puede dominar al tiempo, cuando el
sujeto que coincide con el tiempo es el sujeto mismo: el contenido del tiempo no es
sino la historia humana, no es, como nos quiere hacer creer la racionalidad científica,
una necesidad teleológica de un “tiempo evolutivo”.

El tiempo sería, entonces, una suerte de sustancia de la que estoy hecho, pero la
sustancia, como alguien dijo por ahí, es el sujeto: Dios no sólo no juega a los dados,
tampoco, como supuso Stephen Hawking, no sabe donde los tira, simplemente los
dados, el juego y él mismo somos nosotros, una eterna perversión subliminal de las
esperanzas católicas. La ingenuidad ha terminado aquí.

Copenhague, en el otoño desgarrador de 1998.

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