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CORNEJO
Tanto Ángel Rama como Antonio Cornejo, aunque se sitúan en puntos de vista distintos,
mantienen los dos términos de una relación inestable. Incluso John Beverley asume
abiertamente esta posición bipolar, ya que para él “la cultura y la política subalterna
tienden, en sus propias dinámicas, a ser maniqueas” (Subalternidad, cap. 2), por tanto,
debe mantenerse el sistema oposicional literatura/oralidad para no perder de
vista la situación de conflicto entre los grupos que se ajustarían a este sistema, es decir,
elite y subalternos. Creo necesario situar la persistencia de este binarismo dentro de lo que
Cornejo ha expresado como “los gérmenes de una historia que no acaba” (Escribir, 29): es
como si los autores que han narrado desde posiciones teóricas la disputa entre letra y voz,
quisieran mantener a toda costa dos términos que reconocen ambiguos e inestables, pero
que dan cuenta de una relación de poder desigual que sitúa a unos como sujetos históricos,
elite intelectual letrada, y a otros como objeto en el que se realiza la historia producida por
los primeros, el pueblo, los subalternos. Pero al mismo tiempo, es un sistema que permite
rastrear una posición de resistencia y disidencia subalterna que contesta la hegemonía del
orden letrado.
Esta última reflexión nos permite abordar el multiculturalismo en el sentido que John
Beverley le da al término. Para el crítico norteamericano, multiculturalismo constituye una
opción política en la lucha del subalterno por la hegemonía, frente a respuestas menos
satisfactorias como la transculturación de Rama, e incluso la heterogeneidad de Cornejo que
no logra separarse de la primacía de la letra. Beverley ve el
multiculturalismo no como la agenda liberal norteamericana de inclusión y consumo no
problemático de las diferencias, antes bien, ve en él una manera de llevar hasta sus más
inesperadas consecuencias la idea de igualdad. Se trata, sin embargo, de “una igualdad
epistemológica, cultural, económica y cívico-democrática concreta” (Subalternidad, cap. 6)
no de una igualdad de filiación burguesa; es decir, aquella que en
nombre de la igualdad democrática fija las desigualdades que la han constituido como
patrón de poder. Lo interesante del planteamiento es que al extremar tal propuesta de
igualdad se desborda la hegemonía liberal, pues un multiculturalismo radical pondría en
cuestión los propios fundamentos liberales —epistemológicos, económicos, culturales— que
sustentan los desequilibrios de poder entre distintas posiciones de sujeto; cuestionaría
entonces el patrón de clasificación eurocéntrico.
La hegemonía es una forma de poder que requiere la producción de consensos para ejercer
dominio, por lo tanto, genera los sujetos aptos para asumir la construcción hegemónica
como condición natural. Lo hegemónico del discurso nacional radica en que es “un tipo
específico de dominio político en cuya consolidación son producidos los ‘dominantes y los
subalternos’ ” (Bolívar, 24). En consecuencia, la condición de subalterno depende del estado
de las relaciones hegemónicas dentro del dominio nacional.
En este sentido, existe un espacio para la negociación entre los sujetos producidos dentro
de la hegemonía, a su vez, las negociaciones constituyen la historia de las luchas que re-
posicionan y exigen el re-posicionamiento de los implicados. Las transformaciones
producidas por los cambios en las distribuciones de poder y por los distintos lugares desde
los que se viven estos procesos, dificultan la postulación de un bloque histórico subalterno
—que en últimas constituye la propuesta de Beverley— articulado alrededor de una
identidad antagónica contracultural. Las distintas agendas de los sujetos subalternos no
necesariamente tienen un norte oposicional, binario, como se desprende de las afirmaciones
de Beverley, pues no se dirigen contra un único adversario que pueda identificarse con el
Estado-nación o cualquier otro grupo homogéneo. Así por ejemplo, las luchas feministas,
reconociendo la condición subalterna de la mujer dentro de un régimen heteronormativo, se
dan en múltiples frentes y niveles que difícilmente
pueden coincidir con un único enemigo común como el Estado-nación patriarcal
latinoamericano, aunque posiblemente también contra él.
Es necesario, por consiguiente, apuntar que la subalternidad ocurre no sólo en los grupos
iletrados o con predominio de la oralidad. Para ello es indispensable pensar que las
exclusiones producidas en torno a la raza, el género, la edad o el oficio son afectadas por la
clase social, pero no como determinante principal. Aníbal Quijano nos recuerda que la
categoría de clase, como categoría privilegiada del análisis social moderno, surge como
resultado del capitalismo decimonónico europeo, que efectúa una clasificación social a partir
únicamente de las relaciones capital-trabajo, cuando precisamente estamos pensando
subalternidades en un espacio no eurocéntrico, lejos del determinismo económico que este
tipo de conocimiento universalizó (364 y ss.). Esto porque a partir de Beverley uno podría
pensar que la subalternidad prácticamente equivale a las clases subordinadas y, además,
tendríamos que pensar estos grupos como preferentemente orales y opuestos a la cultura
letrada. Si retomamos la idea de hegemonía, tenemos que reconocer su capacidad para
generar regímenes de verdad, incluso en los subalternos; para nuestro caso, por ejemplo, la
creencia en la necesidad y el valor de la escolarización aún en los grupos menos letrados.
BIBLIOGRAFÍA
Cornejo Polar, A. (1994). Escribir en el aire. Lima: Horizonte. (2000). “Para una teoría
literaria hispanoamericana.” En: S. de Mojica (ed). Culturas híbridas/no simultaneidad/
modernidades periféricas: mapas culturales para América Latina. Berlín: Wissenschafflicher
Verlag.
Rama, A. (1982). Transculturación narrativa en América Latina. México: Siglo xxi. (1984).
La ciudad letrada. Hanover (Usa): Ediciones del Norte.