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eee A principios del siglo XIX se vive una revolucién en egal cuenta: de x senile: tredicional, el genero deriva hAiiea to modos de solucionar la historia. A partir de Haw: aera Melsille y Twain, los Estados Unidos se convierten en protagonistas de ese cambio. Herederos de esa gran tradicién, los cuentistas del siglo XX mantienen vivo el afén de exploracién ¥ diversidad. La presente antologia de Federico Patin, con una selec cuentas producidos de 1906 « 1960, pretende ser indicativaede estas cualidades de la narrativa norteamericana que el sig eva a su explendor. Li Wrage84! 54586 UNIV! JAD NACIONAL AUTONOMA DE MEXICO Coordinacién de Difusién Cultural Direccion de Literatura PREMIAeditora, S.A. CUENTO ‘ NORTEAMERICANO _ DEL SIGLO XX BREVE ANTOLOGIA Federico Patan LA HERIDA DE ROY hogar una vez mis, vio ala pequefia Sarah, el abrigo desa- botonado, salir volando de la casa y correr toda la ex- tensién de la calle, alejandose de é!, hasta la lejana farmacia. De inmediato se sintié atemorizado; se detuvo un momento, preguntandose cual seria la justificacién de aquella prisa his- térica, Cierto que Sarah reventaba de presuncién, y de todo recado que sc le encomendaba hacia una cuestion de vida 0 muerte, No obstante, la habfan enviado a un mandado, y con tanto apresuramiento que la madre no tuvo tiempo de hacer- Ia abotonarse el abrigo. Entonces sintid cautela: si en verdad habia sucedido algo, alld arriba las cosas estarfan de lo mas desagradables, y no que- ria enfrentarse a cllas. O tal vez la cuestién era simplemente que su madre tenia dolor de cabeza y habja enviado a Sarah a la tienda, por aspirinas. Pero de ser cierto esto, le significaba tener que preparar Ia comida, cuidar de los nifios y estar bajo Ia vigilancia del padre toda la interminable velada. ¥ comenzé ‘a caminar con mayor lentitud, a ‘Algunos muchachos estaban en la escalera de entrada. Lo observaron mientras se aproximaba y procuré no mirarlos, € imitar sus actitudes jactanciosas. Uno de ellos dijo, cuando John subia los bajos escalones de piedra y pasabaa la entrada : “Ni te imaginas qué mal herido quedé tu hermano hoy”. ‘Los miré con una especie de pavor, sin atreverse a pedir detalles. Observé que también ellos pudieran haber estado en ‘una batalla: algo de perro apaleado en su apariencia insinua- ba que los habfan hecho huir. Entonces miré hacia abajo y descubrié sangre en el umbral, y sangre salpicada por ¢l piso C uando, hacia finales de la tarde, John se acercaba al 15 ; | de baldosas, en cl vestibulo. Miré de nuevo a los muchachos, que no habian dejado de observarlo, y se lanz6 por las escale: La puerta se hallaba entreabierta, sin duda para el regreso de Sarah. Entré sin hacer ruido, sintiendo un impulso de hui- da, confuso, Nadie haba en la cocina, aunque la luz estaba prendida; las luces estaban encendidas en toda la casa, En la mesa de la cocina habfa una bolsa lena de abarrotes, y supo que su tia Florence habia legado. La tina, donde su madre habfa estado lavando poco antes, seguia abierta, llenando la cocina con un olor agrio. ‘Al subir, en las escaleras habfa visto monedas de sangre pe- quefias y sucias, y aqui también habfa gotas de sangre, en el piso. Todo esto le dio un miedo terrible. Se detuvo en medio de la cocina, intentando imaginar lo sucedido, y preparandose para entrar en la sala, donde podfa escuchar la voz del padre. Roy habia estado en problemas antes, pero éste nuevo pare- cia iniciar el cumplimiento de una profecfa. Se quité la cha- qucta, la puso en una silla y estaba por dirigirse ala sala cuan- do oyé a Sarah correr escaleras arriba, Esperé e irrumpié ella por la puerta, en las manos un pa- quete torpemente envuelto. —éQué pasa? —susurrd, Lo contempld aténita, con un cierto gozo violento. Pens6 uuna vez mas que en verdad no gustaba a su hermana, quien con la respiracién entrecortada dijo en triunfo: “iA Roy lo acuchillaron!”, y entré en la sala como una réfaga. A Roy lo acuchillaron. No importa lo que esto significara, queria decir que esa noche el padre estar{a en el peor de los humores. John entré en la sala con paso lento. Su padre y su madre, una palangana pequefia entre ambos, estaban hincados ante el sofi donde Roy yacfa, y el padre le lavaba la sangre de la frente. Al parecer su madre, de toque ‘mucho mas suave, habia sido hecha de lado por el padre, quien no podia soportar que nadie tocara a su hijo herido. 'Y ast, ella observaba, una mano en el agua y la otra cerrada, con an- gustia, en la cintura alin rodeada por el improvisado mandil 116 de la mafiana, Mientras observaba, sc le vefa el rostro tenso de miedo y léstima, El padre murmuraba cosas dulces y deli- rantes a Roy y sus manos, cuando las sumergié en la palanga- na y exprimié el trapo, temblaban, La t/a Florence, atin con su sombrero y su bolsa de mano, estaba un tanto alejada, mi- rando a Roy con rostro preocupado. La madre levant6 ta vista hacia Sarah en el momento de ava- lanzarse ésta dentro de la habitacién, hizo por el paquete y lo vio a él, Nada dijo, pero lo miré con una fijeza extrafia y pron- ta, casi como si en Ia lengua tuviera una advertencia que no se atrevia a expresar en ese momento. La tia Florence dijo: “Estbamos preguntindonos dénde andarias, muchacho, Este hermanito tuyo salié por ahy y consiguié que lo hirieran”. Pero John entendid, por el tono, que la alharaca era, posi- blemente, un tanto mayor que el peligro, Ast que, después de todo, Roy no iba a morir. Su corazén se alivié un poco. Entonces su padre se volvié a mirarlo. =€Y en donde has estado todo este tiempo, muchacho? —srité—. ENo sabes que te necesitamos en casa? Mas que las palabras, fue el rostro lo que hizo que John se envarara de miedo y porla mala intencién. La cara de su padre exa terrible, casi presa del enojo, pero ahora habra en ella algo més que enojo. John vio alli algo que jams antes habia visto, excepto en sus propias fantasias de venganza: una especie de terror violento y sollozante que daba juventud a ese rostro y, sin embargo, en otro sentido, lo hacfa indescriptiblemente més viejo y més cruel. ¥ John supo, en el momento de ba- rerlo el padre con su mirada, que éste lo odiaba porque él, John, no yacfa en ehsofé donde Roy estaba. John apenas fra capaz de sostenerle al padre la mirada y, no obstante, muy brevemente, lo hizo sin decir nada. Sentia en el corazén una extraiia sensacién de triunfo, y desde ese corazén dese que Roy muriera, para asf hundir al padre, La madre habsa desenvuelto el paquete y abria una botella de agua oxigenada. “Toma”, dijo, ‘es mejor que lo desinfec- tes con esto”. Al pasarle 1a botella y el algodén al padre, su voz era calmada y seca, su expresin reservada. Te va a arder —dijo el padre, con una voz tan diferente, 47 itan triste y tiernal, volvigndose hacia el sofi—. Pero te vas a portar como un hombrecito, y te aguantas... Terminaré en seguida, John observaba y ofa, con odio por cl padre. Roy comenz6 a quejarse. La tia Florence fue hasta el tablero de la chimenea, donde puso su bolso cerca de la serpiente de metal. John oyé que, en la habitacién a sus espaldas, la bebé comenzaba a llo- Fiquear. —John —dijo su madre—, sé bueno y témala en brazos. Sus manos, que no temblaban, seguian ocupadas: habia a- bierto la botella de yodo, y cortaba tiras de vendaje. John entré en la habitacién de sus padres, y tomé en bra- 205 a la pequefia chillona, que estaba mojada, En el momento en que Ruth lo sintié levantarla, dejé de orar, para mirarlo con ojos enormes y patéticos, como si supiera que habia problemas en la casa. John rié ante aquella zozobra al parecer antiquisima —querfa mucho a su hermana menor—y le susurré al ofdo, cuando regresaba a la sala: “Deja que tu hermano te aconseje algo, pequehita, En cuanto seas capaz de arreglarte- las sola, huye de esta casa, lo mds lejos posible,” No supo det todo por qué lo decia, o adénde queria que ella huyera, pero de inmediato lo hizo sentirse mejor. Cuando John entraba en el cuarto, su padre decia: “No tardo, quetida sefiora, en tener algunas preguntas que hacerle. Voy a querer saber por qué le permitid a este muchacho salir y dejarse medio matar”. Ah, no, desde luego que no —dijo la tfa Florence, des- de Iuego que no vas a comenzar nada de eso esta noche. Sa- bes muy bien que Roy jamés pregunta a nadie si puede hacer algo... Simplemente va y hace lo que se le pega la gana. Eliza- beth no puede ponerle una cadena y una bola de hierro. Esta casa la mantiene ocupada todo el tiempo, y no es culpa suya si Roy tiene la cabeza tan dura como su padre. —Al parecer tienes muchas cosas que decir, pero opino que por una vez bien podrias mantener las narices fuera de mis asuntos —dijo, pero sin mirarla, No tengo la culpa —dijo ella— de que nacieras tonto, ha- yas sido siempre tonto y jamds vayas a cambiar. Juro por Dios 118 Padre que le agotarfas la paciencia a Job. =Ya te he dicho —dijo, sin cesar de ocuparse con el quejoso Roy y preparindose a cubrirla herida con yodo— que no quie- ro que vengas a mi casa y uses ese Jenguaje arrastrado enfren- te de mis nifios. Deja de preocuparte de mi lenguaje, hermanito —Ie dijo con vigor—, y comienza a preocuparte de tu vida. Lo que ‘estos nifios oyen ni de lejos les hard tanto datio como lo que ven. “Lo que ven —murmuré, el padre— ¢s a un pobre hombre que intenta servir al sefior. £sa es mi vida. —Entonces te garantizo —dijo ella— que hardn hasta lo im- posible para que no sea su vida. ¥ presta atencién a mis pala- bras. Se volvié hacia ella, e intercepté la mirada cruzada entre las dos mujeres. La madre de John, por razones muy distin- tas a las del padre, queria que tia Florence se callara. El padre, ironico, desvid la vista. John vio que la boca de su madre se endurecia con amargura. En silencio, el padre comenzé a vendar la frente de Roy. —Fue una merced de Dios —dijo por fin— que este mucha- cho no perdiera el ojo. Miren. La madre se incliné para mirar el rostro de Roy con un murmullo de tristeza y simpatfa. Sin embargo, John sintié que clla habia comprendido de inmediato el escaso peligro para el ojo de Roy, para su vida, y que mo tenfa ya preocupa- cién alguna. Ahora, simplemente hacia tiempo, por asi decir- Jo, preparandose para el momento en que la furia del esposo se volviera, con fuerza total, contra ella. El padre se volvié ahora hacia John, quien estaba de pie cerca de las puertas dobles con Ruth en los brazos. —Acércate, muchacho —dijo—, y mira lo que los blancos le hicieron a tu hermano. ‘John se aproximé al sofa, manteniéndose ante los ojos fu- riosos de su padre tan orgulloso como un principe camino del patibulo. —Mira esto —dijo su padre, asiéndolo rudamente por un brazo—, mira a tu hermano. 119 $$ John bajé la vista hasta Roy, quien lo miré sin expresin casi en los oscuros ojos. Pero John comprendié, viendo el ges- to fatigado ¢ impaciente en Ia joven boca de Roy, la peticién de que no se le echara la culpa por nada de lo ocurrido. No cra su falta, ni de John, decfan los ojos de Roy, que tuvieran un padre tan loco. El padre, con el aire de quien fuerza a un pecador a asomarse al abismo que seré su destino, se aparté ligeramente, de modo que John pudiera ver la herida de Roy. A Roy le habian dado una cuchillada, por fortuna no muy honda, aunque sf muy delgada, desde el centro de la frente, donde comenzaba el cabello, hasta el hueso justo encima del ojo izquierdo: la herida trazaba una especie de media luna enloquecida, y terminaba en un delta violento, que habia armuinado la ceja de Roy. Con el tiempo se oscureceriala her da, y la media luna desaparecerfa en la piel negra de Roy, pe- ro nada volverfa a unir los pelos tan salvajemente divididos de su ceja. Aquel reborde extravagante, aquella interrogacién, quedarfa en Roy para siempre, subrayando para siempre en ‘se rostro algo burlon y siniestro. John sintié el impulso siibi- to de sonreir, pero tenia los ojos de su padre encima y luché por contener el impulso. Desde luego que la herida presentaba en ese momento una apariencia muy desagradable, pues ¢s- taba muy enrojecida y debié ser, pens6 John, con simpatia creciente por Roy, que no habia lorado, muy dolorosa. Po- dia imaginar la conmocién ocurrida cuando Roy entré tam- baleante en la casa, cegado por la sangre; pero de cualquier manera, no habia muerto, no habia cambiado, y volveria a la calle en el momento en que se sintiera mejor. =Ya lo ves —vino ahora de su padre—, fueron los blancos, algunos de esos blancos que tanto te gustan, los que trataron de cortarle el cuello a tu hermano. ‘John pens6, con rabia stibita y con un curioso desprecio por la inexactitud de su padre, que s6lo un ciego, no importa cudn blanco, podria haber apuntado a la garganta de Roy. Y la madre dijo, con insistencia tranquila. =Y 1 de cortérselo a ellos. El y los otros son malos mucha- chos. + 120 —Asi ¢s —dijo la tia Florence—. ¥ no he visto que le pre- guntes a ese muchacho cémo sucedié todo. Parece que ests decidido a armar las de Cain por cualquier motivo... y hacer que en esta casa todos sufran porque algo le pas6 a la nifia de tus ojos. —ENo te dije ~exclamé el padre, exasperado— que te calla- as la boca? Nada de esto te concierne... es mi familia y mi casa. Quieres que te vuelva la cara de una bofetada? —Hazlo —contesté apaciblemente—, y de verdad te garanti- 20 que no volverds a tener prisa en abofetear a nadie. —A callarse ~dijo la madre, levantindose—, que no hay ne- cesidad de todo esto. Lo que pasd, pas6. Deberfamos estar de rodillas, agradeciéndole al Seftor que no fuera peor. —Amén a eso —dijo la tfa Florence—, y dile algo a este ne- Bro tonto, —Puedes decitselo a ese tonto hijo tuyo —insinué venenoso a la esposa, habiendo decidido, al parecer, ignorar a la herma- ha~, a ese que esta alli de pie, con esos grandes ojos de cier- vo. Dile que tome esto como una advertencia del Sefior. Esto es lo que hacen los blancos a los negros; siempre te lo he dicho y ahora lo estés viendo. =€Que lo tome como una advertencia? —grité la tia Flo- rence—. éQue él lo tome? Pero Gabriel, no fue él quien cruzé media ciudad para provocar una pelea con unos blancos. Es- te muchacho aqui, en ¢l sofa —deliberadamente—, con un montén més de muchachos, fue hasta el barrio oeste buscan- do pelea. En verdad me pregunto qué tienes en la cabeza. —Sabes muy bien —dijo la madre, mirando directamente al padre— que Johnny no se junta con la misma clase de mucha- chos que Roy. Tit mismo has golpeado muchas veces a Roy, en esta habitacién donde estamos, por andar con sos chicos malos. Roy quedé herido esta tarde porque estaba alld afue- ra haciendo algo que no era de su incumbencia, y eso es todo. Deberfas darle gracias al Salvador de que no esté muerto, Dado el poco cuidado que le muestras —dijo—, bien pu- diera estar muerto. No me parece que te preocupe mucho que viva o muera. —Dios bendito, ten piedad —dijo la t/a Florence. 121 John bajé la vista hasta Roy, quien lo mir6 sin expresion casi en los oscuros ojos. Pero John comprendié, viendo el ges- to fatigado ¢ impaciente en ia joven boca de Roy, la peticién de que no se le echara la culpa por nada de lo ocurrido. No ta su falta, ni de John, decfan los ojos de Roy, que tuvieran un padre tan loco. El padre, con el aire de quien fuerza aun pecadora asomarse al abismo que seré su destino, se aparté ligeramente, de modo que John pudiera ver la herida de Roy. A Roy le habfan dado una cuchillada, por fortuna no muy honda, aunque si muy delgada, desde el centro de la frente, donde comenzaba el cabello, hasta el hueso justo encima del ojo izquierdo: la herida trazaba una especie de media luna enloquecida, y terminaba en un delta violento, que habia arruinado la ceja de Roy. Conel tiempo se oscurecerfala heri- da, y la media luna desaparecerfa en la piel negra de Roy, pe- ro nada volverfa a unir los pelos tan salvajemente divididos de su ceja. Aquel reborde extravagante, aquella interrogacién, quedarfa en Roy para siempre, subrayando para siempre en ese rostro algo burlén y siniestro. John sintié el impulso sibi- to de sonreft, pero tenfa los ojos de su padre encima y luché por contener el impulso. Desde luego que la herida presentaba en ese momento una apariencia muy desagradable, pues es- taba muy enrojecida y debié ser, pensé John, con simpatia creciente por Roy, que no habia llorado, muy dolorosa. Po- dia imaginar la conmocién ocurrida cuando Roy entré tam- baleante en la casa, cegado por la sangre; pero de cualquier manera, no habfa muerto, no habia cambiado, y volveria a la calle en el momento en que se sintiera mejor. —Ya lo ves —vino ahora de su padre—, fueron los blancos, algunos de esos blancos que tanto te gustan, los que trataron de cortarle el cuello a tu hermano. Jolin pens6, con rabia sibita y con un curioso desprecio por Ia inexactitud de su padre, que sdlo un ciego, no importa cudn blanco, podria haber apuntado a la garganta de Roy. Y la madre dijo, con insistencia tranquila. ~Y €1 de cortérselo a ellos. El y los otros son malos mucha. chos, = 120 —Asf ¢s —dijo la tia Florence—. ¥ no he visto que le pre- guntes a ese muchacho cémo sucedi6 todo. Parece que estas decidido a armar las de Cain por cualquier motivo... y hacer que en esta casa todos sufran porque algo le pasé a la nifia de tus ojos. —=ENo te dije ~exclamé el padre, exasperado— que te calla- ras Ia boca? Nada de esto te concierne... ¢s mi familia y mi casa. éQuieres que te vuelva la cara de una bofetada? —Hazlo —contesté apaciblemente—, y de verdad te garanti- z0 que no volverds a tener prisa en abofetear a nadie. —A callarse —dijo la madre, levanténdose—, que no hay ne- cesidad de todo esto. Lo que pasd, paso. Deberfamos estar de rodillas, agradeciéndole al Sefior que no fuera peor. —Amén a eso —dijo la tfa Florence—, y dile algo a este ne- sro tonto. —Puedes decirselo a ese tonto hijo tuyo —insinué venenoso a la esposa, habiendo decidido, al parecer, ignorar a la herma- na—, a ese que esta alli de pie, con esos grandes ojos de cier- vo. Dile que tome esto como una advertencia del Sefior. Esto es lo que hacen los blancos a los negros; siempre te lo he dicho y ahora lo estas viendo. —€Que lo tome como una advertencia? —grité la tia Flo- rence—. ¢Que él lo tome? Pero Gabriel, no fue él quien cruzé media ciudad para provocar una pelea con unos blancos. Es- te muchacho aqui, en el sofé —deliberadamente~, con un montén mas de muchachos, fue hasta el barrio oeste buscan- do pelea. En verdad me pregunto qué tienes en la cabeza. —Sabes muy bien —dijo la madre, mirando directamente al padre— que Johnny no se junta con la misma clase de mucha- ‘chos que Roy. Ta mismo has golpeado muchas veces a Roy, ‘en esta habitacion donde estamos, por andar con esos chicos malos. Roy quedé herido esta tarde porque estaba alld afue- ra haciendo algo que no era de su incumbencia, y eso es todo, Deberias darle gracias al Salvador de que no esté muerto. =Dado el poco cuidado que le muestras —dijo—, bien pu- diera estar muerto. No me parece que te preocupe mucho que viva o muera. —Dios bendito, ten piedad —dijo la tfa Florence. 121 También cs mi hijo —dijo la madre, con vehemencia— Lo Ievé en el vientre por nueve meses, y Io conozco tan bien como a su papacito, y los dos son iguales. {Comprendes? Y¥ no tienes ningtin derecho a hablarme de esa manera. Asi que todo lo sabes —dijo atraganténdose, respirando con dificultad— sobre el amor de una madre, Pues entonces espero que me digas cémo puede sentarse una mujer en la casa todo el dia, y permitir que medio maten a quien ¢s su came y su sangre. Y no me digas que no sabes como detener- Jo... porque recuerdo a mi madre, Dios la tenga en su seno, y ella s{ encontré el modo. También fue mi madre —dijo la tia Florence—, y si ta no Io recuerdas, yo si: muchas veces te trajeron a casa mas muerto que vivo. Y no hallé el modo de detenerte. Se agoté golpedndote, tal como ti te agotas golpeando a este mucha- cho. —Vaya, vaya, aya —dijo él-, si que tienes cosas que con- tar. “Nada hago —dijo ella— sino tratar de meterte algo de sen- tido en csa cabezota negra y dura que tienes. Mejor deja de echarle a Elizabeth la culpa de todo, y dedicate a ver tus ma- las acciones. —Olvidalo, Florence —dijo la madre, ya acabé todo, nada hay que agregar. ~Todos los dias del Sefior —grité é— salgo de esta casa, a trabajar para que estos nifios tengan que comer.

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