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que no tuve ni la menor idea del sitio al que nos conduciría. Tras un recorrido
breve, subimos a un segundo automóvil, luego a un tercero y finalmente a un
cuarto. Caminamos en seguida un rato largo hasta detenernos ante una
fachada color claro. Una señora nos abrió la puerta y no tuve manera de
mirarla. Tan pronto corrió el cerrojo, desapareció.
La casa era de dos pisos, sólida. Por ahí había cinco cuadros, pájaros
deformes en un cielo azuloso. En contraste, las paredes de las tres recámaras
mostraban un frío abandono. En la sala habían sido acomodados sillones y
sofás para unas diez personas y la mesa del comedor preveía seis
comensales.
Me asomé a la cocina y abrí el refrigerador, refulgente y vacío. La curiosidad
me llevó a buscar algún teléfono y sólo advertí aparatos fijos para la
comunicación interna. La recámara que me fue asignada tenía al centro una
cama estrecha y un buró de tres cajones polvosos. El colchón, sin sábana que
lo cubriera, exhibía la pobreza de un cobertor viejo. Probé el agua de la
regadera, fría y en el lavamanos vi cuatro botellas de Bonafont y un jabón
usado.
Hambrientos, el mensajero y yo salimos a la calle para comer, beber lo que
fuera y estirar las piernas. Caminamos sin rumbo hasta una fonda grata, la
música a un razonable volumen. Hablamos sin conversar, las frases cortadas
sin alusión alguna a Zambada, al narco, la inseguridad, el ejército que
patrullaba las zonas periféricas de la ciudad.
Volvimos a la casa desolada ya noche. Nos levantaríamos a las siete de la
mañana. A las ocho del día siguiente desayunamos en un restaurante como
hay muchos. Yo evitaba cualquier expresión que pudiera interpretarse como
un signo de impaciencia o inquietud, incluso la mirada insistente a los ojos,
una forma de la interrogación profunda. El tiempo se estiraba, indolente y
comíamos con lentitud.
Las horas siguientes transcurrieron entre las cuatro paredes ya conocidas. Yo
llevaba conmigo un libro y me sumergí en la lectura, a medias. Mi
acompañante parecía haber nacido para el aislamiento. Como si nada
existiera a su alrededor, llegué a pensar que él mismo pudiera haber
desaparecido sin darse cuenta, sin advertirlo. Me duele escribir que no tenía
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más vida que la servidumbre, la existencia sin otro horizonte que el minuto
que viene.
"Ya nos avisarán", me dijo sorpresivamente, "la llamada vendrá por el
celular".
Pasó un tiempo informe, sin manecillas. 'Paciencia', me decía.
Salimos al fin a la oscuridad de la noche. En unas horas se cruzarían el ocaso
y el amanecer sin luz ni sombra, quieto el mundo.
Viajamos en una camioneta, seguidos de otra. La segunda desapareció de
pronto y ocupó su lugar una tercera. Nos seguía, constante, a cien metros de
distancia. Yo sentía la soledad y el silencio en un paisaje de planicies y
montañas.
Por veredas y caminos sinuosos ascendimos una cuesta y de un instante a
otro el universo entero dio un vuelco. Sobre una superficie de tierra
apisonada y bajo un techo de troncos y bejucos, habíamos llegado al refugio
del capo, cotizada su cabeza en millones de dólares, famoso como "El
Chapo" y poderoso como el colombiano Escobar, en sus días de auge zar de
la droga.
Ismael Zambada me recibió con la mano dispuesta al saludo y unas palabras
de bienvenida:
–Son tonterías.
Tenía en los labios la pregunta que seguiría, ahora superflua, pero ya no pude
contenerla.
–¿Podría usted figurar en la lista de la revista?
–Ya le dije. Son tonterías.
–Es conocida su amistad con "El Chapo" Guzmán y no podría llamar la
atención que usted lo esperara fuera de la cárcel de Puente Grande el día de
la evasión. ¿Podría contarme de qué manera vivió esa historia?
–"El Chapo" Guzmán y yo somos amigos, compadres y nos hablamos por
teléfono con frecuencia. Pero esa historia no existió. Es una mentira más que
me cuelgan. Como la invención de que yo planeaba un atentado contra el
Presidente de la República. No se me ocurriría.
–Zulema Hernández, mujer d "El Chapo", me habló de la corrupción que
imperaba en Puente Grande y de qué manera esa corrupción facilitó la fuga
de su amante. ¿Tiene usted noticia acerca de los acontecimientos de ese día
y cómo se fueron desarrollando?
–Yo sé que no hubo sangre, un solo muerto. Lo demás, lo desconozco.
Inesperada su pregunta, Zambada me sorprende:
–¿Usted se interesa por el Chapo?
–Sí, claro.
–¿Querría verlo?
–Yo lo vine a ver a usted.
–¿Le gustaría…?
–Por supuesto.
–Voy a llamarlo y a lo mejor lo ve.
La conversación llega a su fin. Zambada, de pie, camina bajo la plenitud del
sol y nuevamente me sorprende:
–¿Nos tomamos una foto?
Sentí un calor interno, absolutamente explicable. La foto probaba la
veracidad del encuentro con el capo.
Zambada llamó a uno de sus guardaespaldas y le pidió un sombrero. Se lo
puso, blanco, finísimo.
–¿Cómo ve?
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