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SIMBIOSIS El pais es grande —dijo el comisario Laurenzi—. Usted ve campos cultivados, de- siertos, ciudades, fabricas, gente. Pero el cora- zon secreto de la gente, usted no lo comprende nunca, ¥es0 es asombroso, porque soy un poli- cia, Nadie esta en mejor posicién para ver los extremos de la miseria y Ia locura. Lo que pasa es que uno es también un ser humano. Pasado un tiempo nos cansamos, dejamos que las cosas resbalen sobre nosotros. Siempre las mismas clipses concéntricas, las mismas pasiones, los mismos vicios. Con tres 0 cuatro palabras expli- ‘amos todo: un crimen, una violacién 0 un sui- cidio. Vea, queremos que nos dejen tranquilos. Pobre de usted si me trac un problema que no se pueda resolver en (érminos sencillos: dine- 10, odio, miedo! Yo no puedo tolerar, por ejem- plo, que usted me salga matando a alguien sin un motivo razonable y concreto. El comisario, a todas luces, hablaba en presente histérico. Hace ocho aiios que esta 103 jubilado, —Gracias ~dije, sin embargo— dré muy en cuenta, eee To tem —Bueno, eso es lo que yo pienso, Per tarde o temprano, un hombse que se mace Por el mundo husmeando en cosas turbias asi te al nacimiento de algo que es un monstruo, Fijese: no digo una cosa, un ser material, Puede ser una idea, un sentimiento, un deter- minado acto que es de por si aberrante. Puede sto es al mio tempo iz0 una pausa que aprovechd par aumentar la presin barométrcs con el howe deletéreo de su cigarrillo negro. Estibamos en el café de costumbre, en la mesa de siempre —Ciertas atmésferas —concluyé, espian- do con los ojos encapuchados el efecto que me producfan sus palabras— generan monstruos. Sonrei. El comisario, esta noche, mostra- ba cierta propensién al tremendismo, —Habio en serio —j sistib—. aLe conté alguna vez que a mi me han tenido como bola sin manija por todas las comisatias del pai mania s del p: —No —repiti6. Pero créame, - Seria demasiado largo. Una ver —dijo el comisario Laurenzi— fui a parar a un pucblo de Santiago del Estero, a unos ochenta kilometros de ta capital. Un pueblecito sucio con una calle tinica que tiene la invariable direccién del viento y donde nunca termina de posarse el polvo. No habia agua. A veces pasaba medio aio sin’ Hover. Cuando tlegaba el tren con los tanques aguate- ros, las mujeres y los chicos formaban una cola harapienta y resignada. “Todo tenia el color de la tierra: las caras, las manos, las cosas. Usted podia cerrar las puertas y las ventanas, pero no podia impedir la sorda invasion del polvo. A las dos horas habia una capa de polvo sobre los muebles, los vidrios, la ropa: una pelicula blancuzca, casi imperceptible, pero inexorable y triunfante. Creo que con el tiempo eso llegaba a adquirir una proyeccién animica. La poblacién tenia casi toda sangre india. En los alrededores vegetaban algunos obrajes. Esto quiere decir que durante toda la semana el pueblo, falto de hombres, dormia, Usted sabe lo que es ese sueiio de los pueblos del interior. *Los domingos, el panorama se animaba. Llegaban los hacheros. Para nosotros, en la 105 comisaria, aumentaba el trabajo, Habia roza- mientos, pendencias. © esas interminables dis- cusiones en que dos hombres bajo los efectos de la bebida, al rayo del sol, hablan de todo y no se entienden en nada, aunque finjan admitir el raonamiento del contrario para entrar a refur tarlo. Al fin apelaban al cuchillo y legibamos nosotros, la policia. ¥ después la curandera. "Pero a la maiiana siguiente todo estaba muerto de nuevo. Ni un alma en la calle, las puertas cerradas, y el sol calcinante y eterno. Como un escenario vacio donde periédica- mente se representara una misma escena. Porque esa animacién dominical era lo irreal La realidad permanente era la otra. *Yo me habia acostumbrado a esa inmovi- lidad, esa apatia, esa casi inexistencia. Es muy extraiio, porque yo era un hombre de Buenos Aires. Sin embargo, llegué a dilatar toda reso- lucién, a reducir mis movimientos al minimo indispensable. Me converti en Ia imagen per- fecta del comisario tomando mate. "Yo era feliz. Todo marchaba perfecta- mente. Hasta que ocurrié eso brutal que le voy a contar.” Se le habia enfriado el café. Lo tomé de un trago, haciendo una mueca. 106 Yo no sé —dijo— si usted ha visto un incendio en el campo. A veces arden leguas centeras de pastizal. Usted mira el horizonte y ve las columnas de humo. De noche es como un vasto cinturén de fuego, bello y terrible. Lo que paso fue algo asi, pero en otro plano. Riase, pero no encuentro palabras para desig- narlo: un inconcebible incendio de almas. “No —se anticipé—, no es una imagen poética. Las Hamas sacan de sus guaridas toda clase de bestias feroces. Dejan tras si olores pes- tilentes. Aqui también hubo algo de cso.” El comisario carrasped y encendi nuevo cigarrillo. Tiene el don natural de la pausa dramética, Tal vez por eso le he dicho que deberia dedicarse a escribir cuentos para Ins revistas, Else rie y contesta que lo deja para gente como yo. Conociendo su mal natural presumo que es una forma disimulada de insul- tarme. —Es evidente —prosiguié— que las pri- meras seiiales de lo que acontecia se me pasa- ron por alto, Debo airibuirlo, por una parte, a la inercia que me dominaba, y por otra al hecho de que yo seguia siendo para la gente det lugar un forastero. Lo cierto es que una 107 tarde comprobé con asombro que el domingo estaba llegando a su fin y en el pueblo no habia nadie. Durante largos periodos yo no Ilevaba la cuenta de los dfas. Una vez a la semana me des- Pertaban los gritos de los hacheros, y entonces sabia que era domingo. Pero hoy la calle esta- ba vacia desde. el amanecer. El cabo y los dos vigilantes no habian aparecido después de mediodia. “Pui al almacén, y lo encontré cerrado. En las casas no habia luz, Tuve la impresion de haber quedado absolutamente solo en un lugar desierto. Sabe lo que hice? Me tomé media botella de caita y me fui a dormir.” El comisario se rié con risa fspera. La tarde siguiente aparecié el cabo y me conté lo que pasaba. Y fue entonces cuando of hablar por primera vez del Iluminado. Creo que los diarios de Buenos Aires, més tarde, lo Mamaron asi. Usted recordar cémo les divirtié elasunto. “El Manosanta (dijo el cabo) estaba a unas dos leguas del pueblo, en un rancho a la orilla del viejo cauce del rio. Y por todos los caminos y picadas iba llegando gente para verlo. Gente enferma: tullidos, lisiados, ciegos, hombres y mujeres cubiertos de Magas y de piistulas. 108 Gente pobre, harapienta, con una caterva de perros de igual condicién. : "Empezaba a atardecer cuando apareci- mos nosotros. Mire, yo nunca he visto nada igual. Pensaba que cosas asi s6lo ocurren en esos paises raros que vernos en los noticiarios. —La India —intercalé—. La procesion a las aguas del Ganges. seul as usted lo dice... ~admitié—. Bueno, haba alli como dos mil personas en circulo, en un claro del monte. 2Y sabe Ho que hacia? an! Estaban arrodillados y rezaban... free cet aaa uae do... Era como un rugido en el desierto que egaba en rafagas potentes, histéricas, con algo indefiniblemente dotoroso. Me cost6 trabajo reconocer las palabras familiares. ‘Santa Maria, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecado- res. *Y ese hombre, el Manosanta, pegado al tronco de un frbol en el centro del circulo, tan inmévil que las ramas del 4rbol parecian brotar de su cuerpo, y las hojas, de su cara encendida wr un crepaisculo violento. Por Ggando termind el rez, Bubo un gran silencio. Apenas un Ilanto casi imperceptible se desprendia de algéin rincén de la muchedum- 109 bre. Entonces el Iuminado se adelanté y em- pez6 a hablar. Era increible. Le digo que era increible. __ "Yo no recuerdo las palabras exactas que dijo, y de todas maneras no importan, porque ra su voz, esa melopea aspera y al mismo tiempo irresistible, lo que hipnotizaba a la mul- titud. "Pero habia algo més. Una especie de rela- cién telepatica. No puedo describirla de otra manera. De otra manera no se explica el didlo- go en que ese viejecito absurdo (yo ahora lo veia perfectamente desde mi caballo: la barbi- ta rala amarilla de nicotina, los ojos saltones) se dirigia con una pregunta a la muchedumbre y ésta contestaba al momento, sin vacilar: "Casi todos los redentores, usted sabe, hablan el mismo lenguaje, un lenguaje que a los hombres serenos, en circunstancias norma- les, nos deja enteramente frios o nos hace son: reir. No le pido, pues, que repare en las pala- bras que se cruzaron esa tarde, sino en el meca- nismo de esa comunicacién. "—2Cual es nuestro pan? —preguntaba el santén, *—]E1 hambre! —rugia la multitud, 2¥ nuestra agua? 110, EI miedo! "2 nuestra esperanza? "—jEI milagro! {El milagro! “£1 les prometia el milagro, un ancho y difuso milagro que lamerfa todas esas cabezas yencidas, esos miembros Hagados. zAcaso el viejo rio no volveria a su antiguo cauce? zAcaso no se quebraria el cielo, esa misma noche, en una Iluvia purificadora y bienhechora? Con los brazos abiertos trazaba imaginarias riquezas, fecundidades imposibles. Mire, si en ese momento yo no me hubie~ ra dado cuenta de que estaba anocheciendo, si no hubiera visto el iiltimo sol que ardia entre los montes bajos, si no bubiera sentido el frio imperceptible que invadfa el aire, creo que me habria quedado alli indefinidamente escu- chando a ese hombre harapiento y sucio, col- gado de sus palabras, como el diltimo de los hacheros. Yo, el hombre de la ciudad, de la civilizacion, ; *No le hablé todavia del hedor que rei- naba en ese campamento inconcebible?

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