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Cuando la sacaron del dos abalorios de fuego. Libre de la memoria; ajena a la ‘urgencia feroz de la ciudad que cada mafiana rescata- ba su ritual de sombras presurosas, la duteza del rostro patinaba en esos ojos sin norte que pugnaban pot pet- durar y prolongarse mas alli del misterioso esfiemaro de la muerte, mas allé de ese stbado estremecido por dl chasquido de su propio cuerpo en el agua, mis alls dela pequetia muerte que comenzaba ahora, dela otra muerte ala que siempre se negé en lo absurd de la e- pera; de la silente muerte del olvido. Contra la perplejidad de la multitud que rode aba el cadver, la brisa de la mafiana paseaba por so bre los érboles y ls casas bajas un nimbo que no era nostalgia ni ternura; estaba ala orilla del rio, tendi dae inmévil sobre su sombra, y yo penst que, como siempre, los que la rodeaban abonaban a sus propias Iuettes una de esas relexiones que encajan a lain. definicién y al miedo; ella, en cambio, desafiaba, por fin, sus utopias. Se habia suicidado, ya era duefia de un acto, de ‘un acto minimo que no hizo sino reafirmar la esencia de los dias y las gentes, y que la alejaba ahora de los hrelechos y la hierba, de ios chaparrones de verano en Iaisla, y el alborozo y la excitaci6n de jugar alos bar- 1ua sus ojos abiertos eran

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