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Shamgar

el Vigía
Extracto de El Esplendor de el Vigia

por LuisMa Sáez


Sinopsis

Shamgar es el Caballero Vigía; un hombre de Dios. Había sido un


secuestrador, pero otro Vigía, Siloé, fue el instrumento que el Señor
utilizó para su conversión.
Shamgar había ido a la guarida de los Sotopardo a ordenarles que
abandonaran su mala vida. Cuando estaba a punto de hablar con Roque,
el jefe de la banda, resulta que el hijo pequeño de éste, Froilán, de tan
sólo 5 años, sale a la calle a sacar la basura, con tan mala suerte que se
activa el mecanismo triturador del camión recolector, ¡y el niño sin
poder soltarse! Shamgar se percata de ello y despliega una fortaleza so-
brehumana para poder salvarle. Lo consigue y Roque le está sumamente
agradecido, lo que facilita que el Vigía le hable de Dios y le pida la vida
de la niña secuestrada (la famosa Socorrito) a cambio de la de su hijito.
El Señor toca el corazón de Roque tan fuertemente que éste se lanza a
liberar a la niña, completamente compungido por lo que había hecho.
Pero llega la Policía de Asalto y mueren él, Cenobio, su hermano,
además de Socorrito.
El Vigía no llega a tiempo a salvarles. Le reprocha al Jefe Nacional
de Seguridad, Olegario Domínguez (que había sido amigo de Siloé, años
atrás) el haber llevado a cabo tal carnicería, aunque en realidad él no
tenía culpa. En la acometida de Shamgar contra el cubil de los Sotopar-
do, resulta herido de bala en el abdomen. Sin embargo, su embestida fue
tan impresionante que dejó tendidos a todos los policías, como muertos;
pero con vida.
En realidad, era tal el remordimiento que Shamgar sentía por no
haber llegado a tiempo, que ni siquiera quiso atenderse de la herida, la
cual nunca cerró.
Le pide a su ángel, Borondi, que lo transporte a la capilla de la Iglesia
de San Patricio, en la ciudad capital. Allí, tiene un éxtasis maravillo-
so, donde experimenta una unión quemante y deliciosa con el Amado
Jesús. Es ahí donde le pide a Borondi que le lleve a Dios Padre una pe-
tición muy íntima. El Todopoderoso la escucha y responde: “Hágase”.
Es la mañana del funeral de Socorrito. Shamgar está hospedado en
un hotel cercano a San Patricio.
Veamos qué sucede...
Cerca de allí, pero en otra dimensión espiritual, Socorrito fue toma-
da de la mano suavemente por el ser de luz que permanecía junto a ella.
—Hola, pequeña —le dijo con la mayor dulzura de que pudo hacer
gala—. No tengas miedo; ya todo pasó.
Así, los dos se elevaron a lo alto y la niña creyó que la estaban lle-
vando a un lugar mágico, porque todo estaba iluminado con unas luces
hermosísimas y su corazón estaba henchido de paz. Una música instru-
mental reverberaba en el éter con una dulzura embriagante, invitando
al gozo... Al gozo de los bienaventurados.
De repente, llegaron a un lago. Junto a la orilla se hallaba sentada
una figura femenina que recogía flores, cuyos aromas se expandían por
doquier con fragancias exóticas, nunca antes percibidas; dominaba el
aroma a magnolia. A lo largo de la orilla, una línea interminable de
abetos, pinos y otras coníferas, como el ciprés, engalanaban con su ver-
dor las laderas que confluían hacia la laguna. Unos preciosos nenúfares,
esos lirios acuáticos olorosos de delicado perfume ceroso y plagados de
pétalos blancos, engalanaban las orillas. Junto a ellos, unos carrizos, de
los que crecen en zonas lacustres y pantanosas, eran mecidos por una
suave brisa que calmaba con su caricia cualquier inquietud, cual bálsa-
mo. Unas hermosas bromelias, con su color rosáceo-rojizo-verdoso, ata-
viaban con delicadeza el roborante paisaje. Un salpicón en el agua del
lago mostró un pez espinosillo de espinas puntiagudas. Un carpincho,
que es una especie de roedor grande nadador, se zambulló por allá, y
unos calamones comunes de pico rojo-amarillento se pusieron a chapo-
tear entre el lodazal. Y a su derecha, casi detrás de ella, escuchó el zureo
de varias tórtolas que planeaban sin rumbo fijo, y, por encima de ellas,
observó una bandada de gansos, como los del Canadá, que volaban hacia
las montañas de la otra orilla del lago. Lo más sorprendente para ella era
que no tenía que esforzarse para identificar cada ser que se presentaba
a sus ojos.
El páramo en su totalidad estaba plagado de libélulas verdes y ma-
riposas tornasoladas, de colores azul, blanco y negro, así como de otras
tonalidades y especies.
La persona de la orilla se incorporó y giró sobre su eje para mirar di-
rectamente hacia ellos. En sus manos llevaba unos ranúnculos de cinco
pétalos amarillos; varios iris de coloración azul-amarillenta, de triple
pétalo-sépalo; unas campanillas azulencas, unas rojizas amapolas y úni-
camente dos orquídeas verde-azuladas. Pero el aroma que se sentía era
expelido por un árbol de magnolias que se erigía más abajo, como un
guardián de paz. Levantó la mano y una cálida sonrisa se trazó en su
rostro. Entonces, la niña la reconoció.
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—¡Apita Narda!
Y corrió con toda la fuerza de sus piecitos. El ser de luz desapareció.
Narda, o Bernarda, era el nombre de la abuela de su mamá, Fuen-
cisla, que había partido de su mundo hacía tan sólo unos meses. De
cariño, la había llamado apita: abuelita. Le habían dicho que ella había
emprendido un largo, largo viaje, a las montañas más altas del mundo.
Y ahora estaba precisamente allí, en las montañas más altas del mun-
do, junto a su bisabuelita Narda. Cuando menos, no sentiría sola.

La suerte de los hermanos Sotopardo, empero, resultó ser algo total-


mente diferente a lo que le pasó a la niña. Ya muertos, ambos fueron
succionados hacia abajo, y sintieron que caían de un precipicio que,
además de obscuro, no tenía fin.
Los dos habían fallecido bajo el asalto a la guarida donde estaban
llevando a cabo su maldad; los dos bajo la misma circunstancia; los dos
abatidos por el plomo del destino.
Cenobio, el menor, no había tenido la misma oportunidad que reci-
bió Roque, la de encontrarse con la interpelación del Caballero Vigía;
además, desconocía lo que estaba sucediendo en ese preciso e insólito
instante. Creía estar vivo, más que nada por la presencia de su hermano
junto a él, pero sabía que no era normal lo que sentía, pues sus sentidos
y percepciones eran, por así decirlo, diferentes a lo habitual, como si
estuviera más vivo... pero a la vez más muerto..
Manifestó su inquietud a Roque:
—Brother; es esto un sueño, ¿verdad?
Roque devolvió la mirada a su hermano. Era una mirada sombría,
desesperanzada, colmada de fatalidad. Sus palabras no fueron diferen-
tes:
—¿Recuerdas el sueño que tuvimos anoche?
Cenobio asintió.
—Pues, aquello era el sueño, hermanito, y ésto es la realidad.
Cenobio se llevó la mano a la boca ahogando un grito.
<Tengo miedo>, pronunció sin emitir sonido alguno.
<Yo también>, respondió Roque en la misma silente frecuencia
mental.
De repente, comenzaron a sentir que sus pies, que permanecían ocul-
tos entre una como neblina, eran arrastrados hacia un lugar de mayor
obscuridad, si cabe. Lo sabían por el espeluznante terror que embargaba
sus almas, un terror más allá de toda percepción.
Se escucharon muchas voces, unas guturalmente lúgubres y otras,
muy pocas, suaves como un mal consuelo. Las voces les envolvieron;
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parecían tener vida propia:
Este es el lugar de tus pesadillas... Aquí nadie regresa... Llora y lamén-
tate, rastrero, ante la fatalidad de tu destino... Esa fue vuestra última oportuni-
dad... Este es vuestro destino... Ya no hay esperanza para los que han muerto...
Dios aquí no existe... No tendréis otra vida...
Roque y Cenobio comenzaron a gritar, pero sus gritos no salían de
sus gargantas; su irrevocable realidad envolvía sus sentidos más allá de
toda comprensión. Roque hizo lo único que había podido hacer durante
los últimos minutos de su existencia en Roberal: miró su yo interior con
prístina determinación. Introspeccionó lo más recóndito de su ser. Bus-
có la luz dentro de sí con todas sus fuerzas, una luz que parecía haberse
apagado. Entonces, una impetración, tan sólo una, salió de su boca, pro-
cedente de su corazón:
¡Misericordia! ¡Misericordia, por favor, Señor!
Cenobio no captaba la gravedad del momento, abismado como esta-
ba en su desesperación.
Miró dentro de sí, pues Roque le estaba poniendo el ejemplo, aun-
que paulatinamente notó que iba perdiendo a su hermano. Buscó en su
yo interior, pero no encontró nada. Sólo soledad; sólo negación de sí
mismo.
Las voces retumbaban por doquier con una cada vez mayor caden-
cia, con cada vez mayor poder... Hasta que fueron engullidos. Un río
de aguas estancadas los devoró, pero sin ahogarlos. La más asquerosa
excrementez los envolvía sin remisión, mientras ellos trataban de salir a
flote. “¡Está lleno de mierda!”, gritó para sí uno de ellos. Aquella fetidez
procedía del mismísimo Inx, el río que corre por la Gehenna de fuego.
Para ese entonces, Roque y Cenobio estaban separados el uno del otro,
aunque aquél percibía aún la presencia de su hermano menor. Por tan-
to, reforzó con mayor fuego su plegaria.
Por favor, Señor, ¡sálvanos, que perecemos!
Cuando ya habían perdido toda esperanza, salieron a flote como im-
pulsados por una boya invisible, pero el panorama que se presentó ante
ellos estaba pleno de descorazonamiento. El aire que allí respiraban
no era puro, sino que estaba impregnado de azufre. Se suponía que los
muertos no respiran.
Distaban unos cientos de metros tan sólo de la orilla opuesta, y hacia
allí eran conducidos por aquella misma fuerza que los había sacado a
flote. El litoral era un lugar cavernoso, con arrecifes llenos de fuego;
más bien, no vieron las llamas, pero sí experimentaron el calor que des-
pedían. El sofoco les envolvía como una maldición; era el lugar donde
no hay retorno; el lugar donde jamás se extingue el dolor; el lugar don-
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de es el llanto y el rechinar de dientes…
…El Infierno.
Y hacia allí eran engullidos.
Un monstruo marino, formado de detritus, plagado de cuernos e in-
flamado por el odio, surgió del fondo de las aguas con los ojos llamean-
tes. Abrió sus fauces y se desplazó hacia ellos. Afortunadamente, distaba
largo trecho. Pero era un pez abisal, familiarizado con el Inx, nacido y
crecido en el lodo de la inmundicia.
Los hermanos nadaron en dirección opuesta, hacia la orilla, espo-
leados por un inmenso terror. Pero entonces, atravesados de angustia,
vieron con inmenso pavor algo que les hizo estremecerse hasta las mis-
mísimas entrañas. Distinguieron una roca en la orilla, justo en el punto
al que se dirigían, y ésta comenzó a moverse, como incorporándose y,
al hacerlo, dejó entrever la espalda del ser más abominable y absoluta-
mente terrorífico que jamás hubieran contemplado. Comparado con él
, el engendro marino era un bufón. Cuando el ente les encaró, Roque y
Cenobio gritaron deseando morirse ahí mismo.
El ser era un Trono Infernal. Era un demonio.
Por su parte, al verlos venir hacia sí, éste emitió una enorme y es-
truendosa carcajada, terrible como la cueva misma, que retumbó por
doquier con la convicción de la victoria.
Dos almas se dirigían, irremisiblemente, a su destino final. Hacia él.
El espécimen de maldad, en medio de su orgiástica risotada, abrió los
brazos mostrando en ellos el poder de sus extremidades. Entonces, un
sinnúmero de formas obscuras, como vampiros gigantes, surgiendo de
las estalactitas y recovecos de la infernal gruta, volaron hacia ellos para
llevarlos a su presencia.
El Trono bramó con toda su potencia:
¡¡Sois míos!...! ¡¡Sólo míos!!
En un instante más, Roque y Cenobio Sotopardo entrarían en el
Averno.
El lugar de la Muerte eterna.

La visión beatífica de que gozaba Socorrito, estaba impregnada de


dulzura y esperanza, de un aroma denso a pureza, de un gozo inmar-
cesible e imperecedero. Su bisabuelita Narda se había convertido en su
mejor amiga en aquel lugar, pues jugueteaba con ella a las escondidas, o
a rodar por la ladera que acariciaba el lago de cristal, o brincaban a los
árboles frutales que en la cercanía regalaban sus productos con genero-
sa dadivosidad. Le sorprendía lo ligera que se había vuelto, pero sobre
todo le encantaba ser libre y poder divertirse, después de haber estado
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en aquella ominosa habitación rodeada de paredes ciegas y peluches
silenciosos, y sin sus padres que la cuidaran.
—Quiero a mi mami. —Pronunció con alegre expresión. Su bisabue-
la la miró inclinando la cabeza y apretó los labios en señal de condes-
cendencia. Viendo que no respondía de inmediato, la niña añadió una
cuestión—: Apita Narda, ¿cuándo vendrá mi mami? Quiero que juegue
con nosotros.
—Hijita de mi corazón —respondió con dulces tono y tino—;
tu maá no vendrá con nosotros por el momento, cariño. Ella estará bien;
ya lo verás. Tú y yo seremos muy felices en este lugar.
La cría se quedó pensando en qué habría querido decir con eso de
que “no vendrá con nosotros por el momento”, con una seriedad que
poco a poco fue transformándose en un abotagado rostro a punto de
llanto; hasta que, al fin, estalló en lágrimas.
—¡Quiero a mi mami! —Repetía una y otra vez, y la mujer la abra-
zaba con cariño, y siseaba un cariñoso consuelo maternal, deseando mi-
tigar el dolor de la criatura. Ella había tenido en sus brazos once hijos,
treinta y dos nietos y cinco bisnietos, por lo que era una mujer avezada
en infundir calor en los corazoncitos. Por el simple hecho de ser mujer,
ya había tenido ganada una buena parte del Cielo; pero, por el acto de
ser madre, abuela y bisabuela, había heredado el gozo de la Gloria del
Eterno. Desde que había llegado a aquel paraíso había sido completa-
mente dichosa, en compañía de sus seres queridos, pero, por primera
vez, sintió que tenía entre sus brazos el más grande reto: consolar a su
bisnieta.
Por eso fue que susurró pidiendo...:
...Ayuda, Señor; necesito ayuda.
En ese preciso instante, el auxilio llegó. De la parte más elevada de
la pradera multicolor, se escuchó una melodía. Provenía de unas flau-
tas, salterios, panderos y cítaras, que armonizaban con sus notas una
preciosa composición (algo parecido a la música del gran John Michael
Talbot).
Aquella canción expresaba paz en su más alta definición, de tal for-
ma que tuvieron un efecto inmediato en la infanta, pues cesó de gemir
al escucharla. El rostro de la anciana se iluminó cuando vio la clase de
ayuda que se le había enviado.
Un grupo, como de unas diez personas, tocaban y danzaban al son de
la composición. La mayor parte eran mujeres, vestidas como musas, en-
galanadas con perfumadas coronas de alhelíes impregnadas de esencias
aromáticas. Danzaban casi sin tocar el verdoso pasto. Evolucionaban
como si fueran lienzos de seda acariciados por el viento. Los hombres
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eran los músicos, que evocaban con sus notas la frescura de una eterna
primavera.
Las dos damitas se pusieron de pie para ver la bella ejecución. La
mayor posó una mano sobre el exiguo hombro de la chiquilla e inicia-
ron su recorrido en pos del maravilloso conjunto. Cuando se hallaban a
menos de quince metros de distancia, uno de los hombres, el que traía
una flauta de pan, cesó de tocar y comenzó a pronunciar, al tiempo que
la música continuaba y las danzarinas evolucionaban a su alrededor:
Oh, tierno ser de añoranza,
criatura del Señor;
has de saber que ésta danza
es lenguaje del Creador.

Aleja de tí el tierno llanto,


estanca ya tu llorar,
porque este lugar es santo,
(y tu gozo)
nadie se lo va a llevar.

Sonríe, pequeña: ¡Deprisa!


Ya no tengas más pesar.
Llena tu alma de risas,
Con el júbilo de amar.

Cuando concluyó la oda, todos callaron, todos se aquietaron. Deja-


ron que la niña hablara, confiados en haber ejercido el fascinador poder
de consolarla. Y entonces, ella inquirió:
—¿Estoy en el Cielo?
Dirigió la pregunta a todos, pero miró a su bisabuela.
—Apita —añadió cadenciosamente—. Por eso mi mamita no podrá
venir conmigo, ¿verdad?
Apita Narda buscó en su interior la respuesta. Al expresarla, pronun-
ció con suave voz:
—Mi niña, nietecita de mi corazón. —La tomó de la mano y la invitó
a girar, mirando de nuevo a la laguna cristalina—. ¿Ves todo éste lugar
tan hermoso? Bueno, pues ésto no es el Cielo, sino tu antesala del Cielo.
No quiere decir que si tú no estuvieras aquí, éste lugar no existiría, no.
De hecho, no somos los únicos que habitamos aquí; lo que sucede es que
no podemos ver a los demás. Por eso te digo que es tu antesala del Cielo,
como si hubiera sido creado para tí exclusivamente. Las otras personas
que no alcanzamos a ver también disfrutan de su antesala. ¿Me expli-
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co, cariño? —Luego, se inclinó a un costado de Socorrito, extendió su
brazo hacia la otra orilla del agua y dijo—: ¿Ves, allí, mas allá del lago,
como unos puntos de colores? —La pequeña afinó su vista y distinguió
sin dificultad unas construcciones muy hermosas, que antes no había
captado; como que el poder contemplarlas le hubiera sido velado hasta
ese momento.
Al levantar la mirada hacia su apita, ésta puntualizó con un dejo de
emoción en su voz:
—Éso es el Cielo, mi amor. Yo he estado allí, y es muy hermoso; más
aún que éste lugar —mencionó trazando un gesto suave en derredor.
—El Niño Jesús dijo que todavía puedes permanecer aquí por un
tiempo —la voz era la del músico-poeta—; después, cuando Él diga,
podrás cruzar el lago de aguas transparentes; pero sólo cuando Él lo
disponga, querida niña.
Unos periquitos revolotearon a su alrededor, y a su derecha una ra-
tita canguro movió sus bigotes en señal de aprobación.
—En cuanto a tu otra pregunta —mencionó su apita—, tu mami no
puede venir todavía a este lugar, pues ella se quedó en casita, con tu
papito.
—¡Yo quiero a mi mamá! —suplicó conteniendo un puchero.

—Aunque no la veas, cariño, ella está aquí, contigo. —Explicó una


de las muchachas—. Y aunque ella no llegara a verte, tú siempre estarás
a su lado.
—Es algo que va más allá del amor. —Continuó apuntando otro de
los hombres, el que había tocado la cítara—. Cuando un niño se viene,
el amor de sus papás permanece con él por siempre y para siempre.
—Y su amor persiste con sus papaítos.
Socorrito supo que quien había pronunciado éstas palabras era la
danzarina que había hablado hacía un instante.
—Entonces... —preguntó la infanta— ...¿Cuándo podré estar con mi
mamita?
Todos hubieran deseado tener la respuesta precisa, pero estaban en
un espacio no-temporal, multidimensional y eterno. Sin embargo, uno
de ellos, el citarista, expresó de nuevo, con una voz tan melodiosa que
más parecía un instrumento musical, tratando de zanjar aquel embrollo:
—Cuando Jesusito diga, princesita.

Mas el ser de maldad, el Trono plantado en la orilla del Infierno,


no quiso conformarse con aquella (a todas luces) derrota, por lo que
flexionó su enorme cuerpo hacia atrás, tomó impulso, encogió las alas
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y levantó el vuelo en pos de los humanos. Pese a su gran tamaño uno
pudiera pensar que tal envergadura sería un obstáculo para salir airoso
en su ataque, pero no fue así, sino que, haciendo gala de una increíble
destreza para maniobrar en ángulos imposibles, controlando perfec-
tamente su potencia, aunque parcialmente cegado por la luminosidad
de los ángeles, se abalanzó sobre Roque Sotopardo. Sabía que éste era
el causante de aquel desaguisado —pues lo había escuchado clamar al
Enemigo instantes previos al ataque—; así es que pagaría por todo el
daño que estaba infiriéndole a su pestilente dominio. Si no salía airoso
en el empeño, su rango de Trono le sería abollado en medio del más
humillante de los deshonores, por lo que debía hacer prez a su maléfico
nombre.
El ser se llamaba Malamuerte.
Malamuerte sabía que si atacaba de frente, los seres de luz cono-
cerían su intención y le interceptarían el paso, por tanto dio un largo
rodeo. Ladeó su cuerpo mientras giraba a su izquierda, arriba, o abajo,
o arriba y adelante. Cuando alguno de los enemigos le lanzaba un rayo
para derribarlo, lo esquivaba con suma destreza, o bien tomaba a alguno
de sus gaznápiros vampiros para que fuera éste el que recibiera el im-
pacto; o si no, golpeaba con fiereza su guadaña de mango corto. Y así,
paulatina y rápidamente, estaba aproximándose a su codiciado trofeo.
Trazando un rizo final en el aire, se precipitó en picada contra los
indefensos hombrecillos.
El espacio que mediaba entre ellos estaba completamente despejado.
Este hecho lo captó Roque con toda su implicación. La batalla no
había concluido, aunque la balanza se inclinaba cada vez más a su favor;
sin embargo, los últimos segundos había atisbado con claridad el trayec-
to de Malamuerte y, cuando vio con claridad la fatídica acometida del
infernal ser, lanzó un grito de desesperante alarma; pero los ángeles se
hallaban demasiado lejos para socorrerle.
Entonces, escuchó un extraño sonido a su derecha, procedente del
lado opuesto a la orilla tenebrosa. Miró y vio un corcel, blanco como
los lirios, que galopaba a tambor batiente sobre las aguas de maldad,
sin chapotearlas ni tocarlas. Pasaba sobre ellas como si no existieran,
pero era debido a la naturaleza de que estaba formado: era un ser criado
con los maestros aurigas celestiales, al cual ninguna criatura maligna, ni
cosa alguna parecida, podía arrebatar su beatitud. Sus ollares temblaban
por la energía desplegada; la fuerza de sus cuartos era indescriptible. Su
dilatada crin ondeaba como llamas de fuego albo y sus ojos expresaban,
a la vez, fiereza y mansedumbre; y se dirigía hacia ellos.
Pero, montando el poderoso ejemplar, inclinado ligeramente hacia
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el frente y apoyado sobre los estribos, vio un hombre cuyo pectoral
mostraba dos verticales líneas carmesíes, que se abalanzaba en pos de
Cenobio y de él. enarbolando una espada. Con la otra mano aferraba
las bridas. Nuestro Roque, mirando alternadamente al equino con su
jinete, y al demonio de maldad, no supo a ciencia cierta cuál de los
dos llegaría primero. Ignoraba las consecuencias que se derivarían en el
probable caso de que los dos convergieran en el mismo lugar al mismo
tiempo, y, estaba en éste dilema, cuando observó con esperanza que el
Caballero celestial envainó su espada, de nombre Vitorante y empuñó
un vigoroso arco, de nombre Fulgor. Era un arco de poder, construido
por los mejores y más excelsos artesanos; un arco al que no era necesario
cargar saeta alguna, sino que bastaba con que su arquero tocara su ten-
sa cuerda, apuntase mentalmente y lo soltara, para que una fulgurante
flecha surcase los espacios y se impactara en el blanco (o en el negro,
como en este caso). Era una sagita impregnada con la más pura esencia
del bien; empapada con la mismísima potencia del Creador. Una flecha
así jamás había fallado.
Uno de los ángeles, al verlo, exclamó cantando aquel salmo que dice:
¡Ciñe tu espada a tu costado, oh bravo,
en tu gloria y tu esplendor, marcha, cabalga,
por la causa de la piedad, de la verdad, de la justicia!
¡Tensa la cuerda en el arco que hace terrible tu derecha!
Agudas son tus flechas,
¡los enemigos se someten bajo tu poder!
Consciente de ello, Siloé el Grande, el santo Caballero Vigía, apuntó
(lo que propició que el dardo se materializara) tensó sus brazos y soltó
la cuerda, y al instante se trazó una estela en el espacio por donde sur-
caba la espoleta. El proyectil zumbó con magistral eficiencia y, luego de
trazar una curva para corregir su trayectoria, impactó en el negro ser.
Aullando como un lobo malherido, Malamuerte recibió el dardo en
pleno plexo solar, obligándole a desviar su curso y retrasándole lo sufi-
ciente como para que el esplendoroso Caballero Vigía alcanzara a resca-
tar a Roque y Cenobio. Éste, poniendo el pie sobre un estribo, se colgó
de su cabalgadura por el lomo lateral de Arrakostaribán, su veloz corcel;
estiró una mano y tomó la de Roque, al que subió a la grupa sin dificul-
tad; el animal se inclinó para girar del costado donde Siloé se ladeaba, y
se apresuró a rescatar a su hermano.
Pero Malamuerte, visiblemente dañado, mugiendo de dolor a causa
de la flecha, en un arrebato de salvaje cólera, consiguió enderezar su
vuelo en picada y redirigirlo hacia Cenobio.
Bajo ninguna circunstancia, la montura alcanzaría a llegar a tiempo.
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Cenobio Sotopardo estaba fútil y totalmente perdido.
Entonces, ELLA intervino.
Profirió una poderosa e impactante orden:
¡¡Detente, inmundo!!
María, la Madre del Cordero Inmolado, resplandeció con todo su
fulgor en medio de la contienda. Distaba un buen trecho del lugar, pero
bastó su sola presencia para que su mandato fuera acatado.
Como si la exclamación de la Virgen hubiera sido una potentísima
onda de choque, Malamuerte salió proyectado hacia la pared de la ca-
verna, que distaba varios centenares de metros de allí.
En su mortal trayecto, fue traspasado por la imponente espada de
Sargolán. Malamuerte desapareció de aquel espacio no-temporal, y su
esencia fue arrojada al Lago de Azufre.
Montando sobre Arrakostaribán, Siloé, Roque y Cenobio, levanta-
ron su brazo en señal de triunfo. Alabando a Dios por la impresionante
victoria obtenida a las puertas mismas del Infierno. Todos ellos (ángeles
y humanos) estallaron en un clamoroso vítor que lo llenó todo con el
laurel del triunfo. Giraron sus rostros pletóricos de alegría hacia la Gran
Dama, y honraron a su Hijo en Ella.
María, entonces, se esfumó.
Pero entonces surgió una ola defecada, y dentro de la ola apareció
el monstruo marino, con sus inmensas fauces abiertas. El infernal ser
pareció sonreír por el bocado que estaba a punto de engullir y dio un
último tirón a su embate, elevándose aún más, si cabe, sobre las aguas
putrescentes.
Un rayo de luz lo atravesó. Una forma celestial lo apartó de su desti-
no y lo envolvió en un manto de poder de color verdoso. Era Yerathel,
el Rostro de Dios. El Excelentísimo lo abrazó con sus brazos de poder y
lo sumió en las aguas cenagosas. Ambos desaparecieron bajo la superfi-
cie. Cenobio y Roque estaban inciertos de su suerte, mas Siloé apuntó:
-¡Se trata de Yerathel, hombres! Sólo Miguel puede superarlo.
La duda se dibujó en sus rostros. Pero se disipó cuando lo vieron
surgir como una centella, inmaculado como la nieve, radiante como el
sol. Un nuevo grito se apoderó de sus gargantas, y lanzaron vítores al
saberse parte del plan perfecto: Dos almas habían sido rescatadas de las
garras de la eterna condenación.
Y eso era lo que contaba, después de todo.
La Capilla del Santísimo le acogió por segunda ocasión en tan corto
lapso.
Shamgar había derramado en ella hasta el último gramo de fuerzas
de que pudo haber hecho acopio. Completamente solo, dialogó con el
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Dios que es Raah, el Pastor, con el Dueño y Señor de la Vida, pidiendo,
primero que nada, perdón por haber albergado dudas en su corazón.
Sabía perfectamente que, como miembro de la raza humana, estaba so-
metido a las mismas luchas que cualquiera del resto de sus congéneres.
Inclusive, mosén Juliá, el hombre tal vez más santo que había tenido la
suerte de conocer, le había confesado en una ocasión que él también
había albergado dudas, y muy serias, en su corazón. Incluso llegó a la
depresión. Le aseguraró que el día que no tuviera reparos (tiquismin-
quis los había denominado), “dejaría de ser un imperfecto monje cartujo
para convertirme en un ser alado (un ángel)”, le había dicho medio en
broma, medio en serio.
Pero esa característica tan humana no le eximía de reparar el daño.
La duda infligida, ya sea contra sí mismo o contra un semejante, o con-
tra el Creador mismo, si llegaba a albergarse en el corazón por suficiente
tiempo, podía enraizarse y envenenar el alma. No había sido creado
para dudar, aunque tal capacidad fuera lo más humano que había en él.
Creer era su clave de superación.
Reparado el daño, albergado el perdón en el regazo de su alma, se
abocó a la alabanza, pues sabía que esto era lo que le elevaba por encima
de sí mismo, y le equiparaba a los ángeles. Fue una loa fresca como una
mañana de verano, alegre como el jolgorio de un crío y reconfortante
como un trago de Sux. En medio de cantos y aleluyas, fue liberando
las cadenas que le ataban al mundo en que vivía, cadenas formadas por
años de portear pesados fardos de mortalidad. Comenzó a experimentar
un fuego en el centro de su pecho, el ardor del alma cuando es visitada
por el Dueño. Era su visita dulce como la miel, y su calor ardiente como
el cauterio candente. Llegó un momento en que sintió deseos de quitar-
se la ropa, pues sentía que se estaba quemando. Su rostro, elevado como
por instinto, arrebolábase con rubores de amor.
Sabiendo que Aquel Gran Señor, revestido de inmortalidad, se había
abajado para hacerse UNO con los mortales, comprendió que podía vo-
lar a su vez a alturas insospechadas, a los altos lugares donde sólo unos
pocos eran privilegiados con su beatífica contemplación.
Sólo escuchaba en su interior palabras de sosiego, susurros de bon-
dad, anhelos del Dios vivo y ganas de volar. No había menester de largas
alas, ni de que el ángel lo elevara, sino que el imán que lo atraía era una
fuerza muy superior a todo lo anteriormente concebido.
Pero, justo allí, en el punto más álgido de su ascenso, sobrevino una
gran neblina, pero no era como las que conocía, sino más bien de una
naturaleza diferente, capaz de robarle hasta el último gramo de oxí-
geno. Sin saber cómo, de la neblina surgió una voz que le sacó de su
"Shamgar", de El Esplendor de el Vigía - 11
concentración y que clamaba:
Por favor, Señor, sálvanos, que perecemos.
Por una moción interior, supo que quien había pronunciado esas
palabras se llamaba Roque Sotopardo; entonces recordó las palabras del
ángel diciéndole que su alma estaba a punto de sucumbir en manos del
enemigo y comenzó a interceder por él, luchando por su alma como
si de ello dependiera su existencia misma. Con el corazón y la mente,
blandió las poderosas armas del bien, blandió el amor más puro que
pudo reunir, descargándolo contra el enemigo y cubriendo con él a su
evangelizado.
Mientras esto hacía, fue totalmente consciente del lugar en que se
hallaba: el Sagrario de los Milagros, cuando, de repente, se sintió impul-
sado a ponerse de pie (a duras penas) y encaminarse al altar Mayor del
templo.
La iglesia estaba a obscuras. La única luz reinante procedía del res-
plandor citadino a través de los vitrales, y la luminiscencia danzante de
la vela del Santísimo.
Borondi le guió endeblemente, en forma de pabilo, al lugar donde
se encendían las luces, allá en la sacristía, y accionó el interruptor que
le indicó. Regresó hacia el presbiterio y entonces la vio: La imagen de
Santa María de Guadalupe, la Emperatriz de América, que recibía el
haz de luz de forma que podía ser vista desde prácticamente cualquier
punto de la iglesia. En su fuero interno, deseó poder contemplarla de
cerca, y entonces, algo maravilloso sucedió; algo que le dejó anonadado.
Su deseo se hizo realidad. El fuego que ardía en su ser entero comenzó a
elevarle hasta una altura de cuatro metros, a la vez que sentía un extra-
ño cosquilleo en la planta de los pies. Borondi tenía el poder de llevar a
cabo estas cosas, pero lo hacía siempre que entraban en otra dimensión
espacio-temporal, cuando era trasladado de un lugar a otro; pero nunca
estando él en ésta dimensión terrena, rodeado de su propio ámbito.
Sin pretenderlo, percibió un reconfortante olor a rosas. Miró hacia
abajo y a los lados, y no pudo distinguir el origen preciso de aquel aro-
ma, pues era como si estuviera rodeado de una presencia sobrenatural.
Pero intuyó de quién se trataba. Se sabía traspasado de amor, y se sentía
del todo indigno por aquél don. Aún así, no rechazó la dádiva que se le
otorgaba. Por una milésima de tiempo, recordó cuál había sido su expe-
riencia cuando, años atrás, cuando todavía no era un vil criminal, había
practicado la meditación yogui. En aquellos trances no había fluidez
divina, sino la más simple autohipnosis. Muy pocos fueron sus éxtasis
en aquella época, pero no se equiparaban a su experiencia actual, en la
que Dios mismo lo elevaba más allá de sus sentidos, donde lo envolvía
"Shamgar", de El Esplendor de el Vigía - 12
más allá de sus limitaciones y en donde le mostraba los más íntimos de
sus secretos.
Comprendió y abrió los brazos; allí, suspendido entre el cielo y la
tierra, entre su lado humano y su lado divino, entre lo mortal y lo in-
mortal.
Sin pretenderlo, otra imagen le sobrevino; no duró más que la últi-
ma visión de su pasado, pero fue suficientemente elocuente como para
comprender lo que tenía que hacer. Vio la estampa de un monstruo
alado y malherido que se precipitaba sobre uno, que supo era Cenobio,
al que llevaría, sin contemplación alguna, consigo para siempre. Una
frase afloró en su mente:
Porque nuestra lucha no es contra personas de carne y hueso, que
son efímeros, sino contra los espíritus moradores de las tinieblas, eter-
nos seres de maldad que habitan en el aire, en torno nuestro.

Entonces, oró:
Acordaos, oh Piadosísima Virgen María, / que jamás se había oído decir que
ninguno de los que acudieran a Vos, / implorando vuestro socorro,
haya sido abandonado de Vos...

En ese preciso momento, María intervino decisivamente frente a la


Caverna del Terror. Cenobio y Roque Sotopardo habían sido liberados
de la muerte eterna. Lo supo. Al darse cuenta de ello, se encontró a sí
mismo sobre el embaldosado de la iglesia, debajo del retablo de María.

Cerca ya de las tres de la mañana, suplicó a Borondi que lo trasladara
a su apartamento, completamente agotado como estaba por la agitación
de las últimas horas. Se le olvidó apagar el reflector de la Guadalupana.
En su mano llevaba una flor blanca, un lirio, que despedía suaves elixi-
res como si fueran la quietud de la noche misma.
Alentado más tarde por la confirmación de saber que los Sotopardo
se habían salvado de ir al Infierno, mas no al Lugar de la Purga (que en sí
es un lugar de salvación futura y cierta), se sumió en el más tonificante
sueño que pudo disfrutar, más pesado que la carga de la que había sido
liberado. Su último pensamiento estaba dirigido a Socorrito; ése
era el último «fardo» que debía soltar.
Se sintió sumamente débil, y le dolía la herida que había recibido. El
frío corporal continuaba acrecentándosele.

Había transcurrido mucho, mucho tiempo, desde que Socorrito ha-


bía llegado a aquel hermoso paraje. Su bisabuela Bernarda no se había
"Shamgar", de El Esplendor de el Vigía - 13
apartado de ella; más bien, había permanecido junto a su bisnietecita,
compartiendo con ella las delicias del más allá. Gradual y pausadamen-
te, la criatura fue adaptándose a su nuevo hábitat, pero conservando en
su corazoncito el deseo de ver pronto a su mamita, porque, decía: “debe
estar buscándome aún”.
Había aprendido a reconocer e interpretar el sutil lenguaje de la
Naturaleza. Se había hecho amiga de algunas flores, como los claveles
de China, de hojas verdes y pétalos beige-anaranjados; de los arbustos,
como las chumberas de higos, o tunas, deliciosamente dulces; también
se encariñó con los árboles, como un baobab que parecía estar fuera de
contexto, o aquel roble blanco, o los alerces de grácil figura; y además
de los animalillos del campo, como los escarabajos ciervos volantes, o
el nocturno lirón, o aquel zorro rojo cuyo grito parecía un silbido, o
el gamo común, de fuertes patas, o el lucio allá en la laguna, o el hábil
somormujo alado, o las no tan minúsculas hormigas arrieras, cortadoras
de hojas; y hasta amiga del mismo viento, con quien susurraba cancio-
nes de quietud; o hermana del agua cristalina y pura, y de las rocas secas
y enliquenadas.
Comprendió que todo tenía su razón de ser, que todos eran impor-
tantes, pues cada parte era una manifestación de la Gloria del Omnipo-
tente, y todo tenía en Él su consistencia.
También le extrañó que nunca sintiese hambre, y, sin embargo, po-
día comer cuanto se le antojara, sin nunca pasarse. Le encantaban los
mangos y los plátanos, pero era una fanática de las fresas con crema. No
había alimentos procesados como en su ciudad, aunque no echó de me-
nos ninguno de ellos. Tampoco tuvo nunca sueño, aunque sí estados de
conciencia que su Apita los denominaba «duermevelas». Podía desarro-
llar gran variedad de juegos, y, aunque no hubiese ninguno semejante
a los de la gran urbe (como los parques de diversiones, por ejemplo),
podía disfrutar de habilidades incomparablemente más excitantes que
aquellos.
Así, muchas veces fueron al lago de aguas cristalinas y esquiaron
sin esquíes, impulsados por la sola fuerza de su voluntad; y se bañaban
cuantas veces querían, procurando no espantar a las garzas ni a los pe-
cecillos, y eso a cualquier hora, sin temor a arrugarse como pasas o a
enfriarse con el consiguiente riesgo bronco-respiratorio.
Su Apita Narda le había dicho que en el Cielo, al otro lado del lago,
nunca se ponía el sol como en este paraje, donde el astro rey se conver-
tía en luna sin importar qué fase le tocaba, pues siempre estaba llena.
Nunca hacía calor, nunca transpiraban ni sentían sofoco, ni sed; tam-
poco hacía frío y, aunque llovía muy de vez en cuando (un espectáculo,
"Shamgar", de El Esplendor de el Vigía - 14
por demás, maravilloso, pues aparecían multitud de arcoiris), en reali-
dad la tierra no estaba enlodada jamás.
El territorio por donde Narda y Socorrito se podían desplazar, aún
volando como las águilas (lo cual realizaban tomadas de la mano, como
si fueran papalotes o cometas, y nunca sentían vértigo), era una exten-
sión de unos diez kilómetros cuadrados, aunque de medidas la niña no
entendía nada. Los límites de aquella pradera estaban bordeados por
ríos con cantos rodados por las aguas cantarinas, los cuales Socorrito no
podía cruzar, pues si lo hacía, se hallaba de vuelta en la orilla de este
lado, como por un sortilegio.
Todo aquel lugar era mágico. Superaba con creces la mayor de las
alegrías, pues era la antesala del Cielo.
Pero no era el Cielo.
Socorrito también pudo jugar con niños de su edad, con los que dis-
frutaba muchísimo, practicando toda clase de juegos (el que más le gus-
taba era uno llamado mimetis, que consistía en disfrazarse de cualquier
cosa, animal o planta, como si fuera otra versión de las «escondidas»,
solo que más divertida).
En una ocasión Socorrito les preguntó a los niños que dónde vivían.
Con toda naturalidad, los chiquillos respondieron señalando al otro
lado del río, y siguieron jugando.
Al día siguiente, la niña les volvió a preguntar que qué lugar era
aquél, que por qué ella no podía cruzar el río y ellos sí, y, sobre todo, si
el lugar donde habitaban era el Cielo, o qué. Uno de ellos, de nom-
bre Klauss, le dijo:
—Nosotros somos tan solo unos poquitos de los que allí moramos.
En realidad, somos millones... El lugar donde vivimos le llaman Limbo,
y a él van todos los que no fuimos bautizados.
Una sombra recorrió el rostro de todos y cada uno de los niños y
niñas que habían acudido en aquella ocasión. Socorrito percibió el cam-
bio, pues la sonrisa desapareció de sus caritas, hasta que, poco a poco,
primeramente unas gotitas y luego muchas, rodaron como lágrimas por
sus mejillas. Socorrito, no pudiendo resistir verlos llorar, comenzó a
gemir igualmente.
—¡No lloréis! —Sollozó— ¿Por qué? ¿Por qué lloráis?
Pasado un buen rato, Klauss habló entre ahogos:
—Fue espantoso, Socorrito; qué bueno que tú no tuviste que pasar
por lo mismo que nosotros.
—¿Por qué? ¿Qué fue lo que pasó?; Klauss ¡Díme!
El niño agachó la cabeza negando, lo que propició que Giovanna,
otra de los presentes, relatara lo sucedido.
"Shamgar", de El Esplendor de el Vigía - 15
—Yo estaba en un lugar muy confortable, creciendo como cualquier
niña. Todavía no podía caminar, ni leer, ni escribir, ni ver la tele, ni
jugar, ni nada de eso; pero me sentía muy a gusto. Aunque no podía ver,
sí podía sentir. Si mi mami me alimentaba con buenos alimentos, yo me
sentía satisfecha; mas, si ella me daba porquerías como fritos o chocola-
tes o cosas grasosas, o fumaba ¡puaj!, yo me ponía malita.
“De repente, un día sentí algo muy feo. Mi mamá dijo que ya no me
quería. Yo no lo podía comprender; cómo ella primero me encargó ¡y
luego ya no me quería! Yo quería gritarle “¡No, mami, no me dejes; yo
te quiero mucho y siempre seré tu alegría, pase lo que pase! —Dirigió
la mirada al césped. Socorrito distinguió un ligero reguero de lágrimas
brotando de los azulados ojitos de Giovanna (normalmente eran alegres
como unas castañuelas) mientras relataba su vivencia—. Pero ella nun-
ca me hizo caso; quizá porque yo no podía hablar.
“Al día siguiente, estaba muy asustada, porque sentí que me iba a
suceder algo muy terrible. Mi mamá me llevó a un lugar donde un señor
le decía: “Tranquilícese, señorita, que no le va a pasar nada. Usted tiene
el derecho de decidir sobre su cuerpo. La Ley la protege. No se preocu-
pe, que todo saldrá bien. Es un procedimiento muy sencillo”.
“Yo trataba de preguntar que a qué se refería el señor aquél, cuando
en ésto noté que mi mamá se relajaba, como que soltaba los músculos,
y entonces... ¡¡aaaay!...! —Chilló con todas sus fuerzas, y los demás lo
imitaron, porque sabían de lo que estaba hablando, pero se controló
y continuó—: llegó una cosa de metal, o eso creo, llegó mordiendo a
mi mamá, y luego me atacó, y yo..., y yo traté de escapar de allí, y gri-
té “¡Mamitaaa!...”, y entonces me mordió, ¡aaah!..., y —gesticuló— me
arrancó un bracito, ¡aayy!, me dolió muchísimo..., y, entonces..., todo se
puso rojo como la sangre; luego dejé de respirar..., y de sufrir...
En aquel acto miró al cielo que, pese a su belleza, parecía llorar con
ellos y añadió:
—Luego, escuché una voz muy suave y tierna, que me decía una y
otra vez: "No temas, pequeñín. Dios te ama mucho y no permitirá que
sufras más". Luego, vi una figurita (algo así como una luz sin forma) que
me fue llevando por espacios cada vez más luminosos, hasta que llegué
a mi destino. ¿Sabes —añadió, mucho más calmado—, los niños que
allí estamos no somos privados de la contemplación del rostro de Dios
Padre, que es, con mucho, la experiencia más maravillosa de todas.
Klauss hizo una leve pausa. Su rostro se ensombreció de nuevo. Miró
al suelo, esperando encontrar ahí un porqué de aquel suceso, cuando
finalmente dijo:
—No sé por qué mi mamá dejó que me mataran. Yo la amaba…, y
"Shamgar", de El Esplendor de el Vigía - 16
la sigo amando aún. —Miró hacia arriba y añadió—: ¿Por qué, mamita
linda; por qué lo hiciste? ¿Acaso no tenía yo derechos como los demás
niños? ¿Porqué me privaste del derecho a la vida? ¿Qué más da que me
hubieras encargado por un momento de pasión, o por otro de vergüen-
za; que me hubieras rechazado inicialmente o no? Todo eso no importa,
cuando se ama.
"Mamá querida. ¡Cómo me gustaría darte un beso y estrecharte con
mis bracitos y decirte que te quiero! ¿Qué clase de Ley es esa que me
dejó morir sin poder defenderme? ¿Qué clase de monstruos la apoyan?
Sin duda alguna, mamita, son peores que las pinzas con la que me ase-
sinaron, allá en tu pancita, cuando más te amaba, cuando más a gusto
estaba..., cuando todavía sabía lo que era la esperanza.
Por largo rato se guardó un silencio sepulcral. Todos y cada uno de
los niños fueron repitiendo un tétrico: “A mí me pasó lo mismo”; y: “A
mí también”. Algunos no habían sentido nada, porque habían sido utili-
zados como conejillos de indias en los infames laboratorios de la Ciencia
médica. Otros más, clonados y privados de su derecho a existir.
Socorrito no alcanzaba a comprender del todo lo que les había suce-
dido a sus compañeros de juego. Por eso fue que preguntó:

—No entiendo —pronunció en su linda vocecita—. ¿Cómo decís


que os hicieron tanto daño, y todos estáis bien..., tan completitos? ¿Por
qué no sois chiquitos?
—¡Ah, éso! —Roxana trazó una línea en el aire—. Pues, éso fue allá,
en el mundo. Aquí ya no tenemos un cuerpecito como aquel, porque no
lo necesitamos.
En eso tienes razón, Roxie.
La voz que había hablado era la de la bisabuela, que avanzaba por la
alfombrada y mullida hierba.
—¡Apita! —Exclamó Socorrito alborozada—. ¡Apita Narda!
No tardó en llegar a donde ella. No había reparado en el niño que la
acompañaba, tomado de la mano de Narda, hasta que, sin más preám-
bulos, hizo las presentaciones de rigor. El niño que iba con ella tendría
unos trece años, o eso aparentaba. Lucía un cabello lacio, y sus reflejos
eran a la vez dorados y amielados, coronando una cabeza cuyo rostro
era la quintaesencia de la alegría y de la paz juntos. Era demasiado her-
moso como para ser verdad, y Socorrito creyó que esa belleza emanaba
de lo más profundo de su ser, pero se manifestaba en cada una de sus
células. Cuando la mujer pronunció su nombre, Socorrito sintió que el
corazoncito le dio un vuelco regocijado.
—Mi niña, este es el Niño Jesús.
"Shamgar", de El Esplendor de el Vigía - 17
Y corrió a besarle.
Ya los demás infantes les habían dado alcance, y todos ellos salta-
ban alborozados y pletóricos de alegría, como si el relato de Giovan-
na hubiera pasado a último término. Jesús les correspondió con júbilo,
y jugaron, incluida la dama, como auténticos chiquillos. Corrieron de
aquí para allá sin cansarse, hasta que, al fin, Jesusito, el que apacienta
al león y al cordero juntos, la Estrella de la mañana, les anunció con
solemnidad:
—Vamos a jugar a “Mamita Linda”; ¿vale? —Guiñó un ojo con pi-
cardía.
Todos corearon un sonoro: “¡Sííí!...”.
Jesús, conocido entre el pueblo judío como «el Hijo de David», aña-
dió entonces:
—A ver, ¿quién quiere comenzar?
Como si se hubieran puesto de acuerdo, todos entonaron un cantarín
“¡Soco-Soco-Soco!”, señalando a la pequeñita Bartres.
En ese acto, de la nada apareció una especie de caja, muy hermosa,
engalanada con miles de florecillas multicromáticas, y un aroma indes-
criptible, como si todas las fragancias del mundo se hubieran concen-
trado en aquel lugar paradisíaco. Una guirnalda de romeros la entorna-
ba con elegancia.
—Tu Apita te explicará en qué consiste —comentó Jesús enarbolan-
do la más hermosa de las sonrisas.
Narda se agachó para besar a su pequeñita, pero, para no dilatar tan-
to el inicio del juego, la tomó de las manitas y la condujo a la caja, que
tenía adosada una pequeña escalera por la cual Socorrito subió hasta
acomodarse en su interior. Notó que se adaptaba perfectamente a su
medida. Entonces, Apita Narda habló:
—Consiste en que tienes que cerrar tus ojitos y, cuando los abras,
¡recibirás una sorpresa! —miró a Jesús niño para confirmar, y el Señor
asintió—. Si quieres recibirla tendrás, fíjate bien, que cerrarlos primero.
Luego, oirás una voz, la de un hombre, que te dirá unas palabras, y en-
tonces ¡pas!, podrás abrir los ojos y lanzarás un grito que será: “¡Mamita
Linda!”. ¿De acuerdo?
—Vale, pero, el hombre, ¿dónde está? —Preguntó la criatura.
—Es una amigo mío que vendrá en un ratito más. —Respondió Jesu-
sito—. Ya verás qué padre. ¡Te va a encantar!
En ese momento, la abuelita la besó con ternura. Depositó en su cari-
ta un corto y tierno beso, y entonces tapó la compuerta de cristal. Antes
de cerrar los ojitos, escuchó cómo todos los niños coreaban un repetido
adiós; cosa que a ella le extrañó un poco, pero hizo lo que le pedían.
"Shamgar", de El Esplendor de el Vigía - 18
Aunque estaba muy obscuro, no sentía miedo alguno, como si el
niño Jesús estuviera allí, junto a ella.
Entonces, por primera vez desde que había llegado allí, se durmió.

Era ya elevada la mañana, y el bullicio citadino comenzaba a acre-


centarse en el aire, que anunciaba un lunes canicular. Antes de partir
del cuarto, Shamgar y su ángel capitán Borondi rezaron la oración de
Laudes, agradeciendo por todos los favores recibidos y, sobre todo, por
haberles concedido la petición solicitada.
El frasco de Sux seguía allí, inamovible como una roca, ofreciéndole
su néctar rezumante de inmortalidad, enviado por María, la Madre de
Jesús, para su pronta recuperación. Sabía que, primeramente, había de
obtener el «sí» que tanto le embargaba; y ahora, una vez obtenido éste,
libre ya de toda carga, liberado para volar a las más altas cumbres, allí
donde el aire es tan puro que los pulmones estallan de júbilo, sabía con
certeza que podía apurar hasta la última gota de contenido del elixir
celestial. Empinó la copa y, de un solo trago, la consumió por completo.
Se la regresó al ángel, y éste la tomó en sus manos reverentemente, para
luego desaparecer de su vista, mas no de su presencia.
Bajó las escaleras hasta el lobby; pagó la cuenta y partió de allí con
rumbo definido. Pero, algo sucedió al franquear el portón principal del
establecimiento hotelero, que le trajo un agudo dolor a su cuerpo.
Dio un mal paso en uno de los escalones, a causa de su debilidad (El
Sux, o Elixir del cielo, no le había surtido tanto efecto como espera-
ba, referente al fortalecimiento de su organismo) y cayó, golpeándose
en una maceta de piedra labrada que flanqueaba la corta escalinata. Su
cuerpo giró y se magulló contra el reborde del adorno, justo allí donde
se había herido de bala. El proyectil todavía se hallaba en su organismo,
pero el efecto de la caída ocasionó que la posta, alojada muy cerca del
riñón, presionara éste, lo que le produjo un suplicio indescriptible. Se
llevó la mano al costado, con el rostro cruzado por un rictus de dolor, al
tiempo que fue auxiliado por gente que pasaba por allí. Su pensamiento
estaba en otra parte, en el lugar a donde debía ir para completar su Mi-
sión, pero alcanzó a pronunciar un quedo:
—Toma, Señor, este dolor, en tus manos amorosas y transfórmalo
como mejor dispongas. Mi vida está en tus manos.
Borondi, entonces, acudió en su auxilio bajo la forma de un tran-
seúnte; le tocó en el abdomen, y Shamgar experimentó un alivio in-
mediato, abriendo los ojos con sorpresa, comprendiendo quién era su
ayudador.
—Gracias, amigo —alcanzó a decir al tiempo que se incorporaba,
"Shamgar", de El Esplendor de el Vigía - 19
tratando de mantener el equilibrio; la cabeza le daba vueltas y le dolía
todo el cuerpo, pero su corazón estaba lleno de dicha y, aunque la mue-
ca de dolor no desapareció de su boca, sus ojos lucían llameantes como
el reflejo de muchas esperanzas—. Gracias por tu ayuda.
El «amigo» desapareció sin ser visto en algún punto de la acera, para
luego aproximarse invisiblemente junto a su protegido Shamgar.
Un sonido llegaba a sus oídos: era el tañido de unas campanas anun-
ciando luto. Doblaban por Socorrito Bartres, cuya misa de cuerpo pre-
sente se estaba efectuando en ese preciso instante.
De haber tenido abiertos los ojos espirituales, Shamgar habría visto
que, junto a ellos, un nutrido grupo les acompañaba; un grupo de como
unos veinte seres, todos ellos revestidos de sublime fulgor, y que en
la camarilla había también un jinete, montando un caballo de nombre
Arrakostaribán, que trotaba al ritmo del cortejo celestial.
Siloé, el Grande, acompañado de sus ángeles y de los de Shamgar,
amén de aquellos hombres que se habían salvado gracias a la interven-
ción del Caballero Vigía que otrora fue Ramiro Morquecho, recitaban
un salmo con toda solemnidad:

Bendigo al Señor en todo momento, pues consulté al Señor y me respondió,


librándome de todas mis angustias. Contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro
rostro no se sonrojará. ¡Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se aco-
ge a Él! Encomienda al Señor tu camino, confía en Él, y Él actuará. Descansa
en el Señor y espera en Él. Yo estoy a punto de caer y mi pena no se aparta de mí.
No me abandones, Señor, Dios mío, pues no estás lejos de tu siervo. Dichoso el
hombre que ha puesto en Tí su confianza. Tú eres mi auxilio y mi liberación

La herida se abrió de nuevo, y comenzó a supurar humor sanguíneo.


El frío acudió a su cuerpo envolviéndolo como un sudario. Hubo un
momento en que estuvo a punto de sucumbir en el empeño, pero se
repetía una y otra vez: “Jesús mío, todo lo puedo en Tí; fortaléceme,
Señor”.
Sus pasos le colocaron al fin frente a la escalinata del templo de San
Patricio, erigido en remembranza del gran obispo irlandés. Ya no tenía
energías ni para subir los peldaños, pero su determinación era más po-
derosa que sus fuerzas y por ello hizo acopio de todos sus redaños. Tenía
que completar su Misión, aunque en ello le fuera la vida misma, si es
que ésta aún corría por sus venas. Un golpe de viento fresco levantó su
gabardina y refrescó su frente empapada. Tiritaba de frío, le temblaban
las piernas y una fiebre alucinadora le tenía al borde del desmayo. Miró
hacia abajo, vio el delgado hilillo de sangre que su paso dejaba al cami-
"Shamgar", de El Esplendor de el Vigía - 20
nar, y percibió cómo el suelo se tambaleaba.
—¿Está usted bien, señor? —Le dijo un hombre ya maduro que lle-
gaba tarde a la ceremonia luctuosa.
El Vigía sonrió dibujando una mueca en sus exangües labios.
—¿La verdad...? —consiguió articular— No.
—¿Quiere que mande pedir una ambulancia?
—Necesito... —Señaló hacia la iglesia—... Necesito llegar ahí.
Si el gentilhombre se hubiera percatado del rastro de sangre que el
hombre dejaba tras de sí, habría llamado a los servicios paramédicos
para que lo atendieran; pero como no lo hizo, tomó a Shamgar del bra-
zo, y le ayudó a introducirse en la nave principal, allí donde en ese
momento se estaba repartiendo la Comunión, casi al final de la misa.
El ambiente era triste, obscuro e ignominioso. El templo estaba a re-
ventar, queriendo todos acompañar en aquella hora de dolor a la familia
Bartres, apesadumbrados por la tragedia de haber perdido a Socorrito
para siempre, aunque los papás sabían (y creían con fe) que su partida
sólo era un “hasta luego”.
Shamgar, casi completamente inconsciente, sintió compasión de
ellos, y comenzó a llorar, aunque ya no tenía lágrimas. Haciendo un
último esfuerzo, forzó a sus pies a caminar, apoyándose en los respaldos
de las bancas, transpirando y jadeando profusamente.
El coro entonaba el conocido canto:
Mi Señor, mi Señor; mi único Señor; / toda vida procede de ti...
¡Cuánto anhelo estar junto a ti!
Yo quiero verte en Tu Santuario y contemplar Tu Majestad;
poder gozar de la Dulzura de tu amor, porque Tú eres mi Señor...

Pero él quería alcanzar la fila.


Quería recibir la Comunión, el Pan de Vida.
Quería besar a su Señor y alimentarse con su Cuerpo y su Sangre.
Del lado derecho de la nave, escondiendo su rostro tras unas gafas de
sol, Olegario Domínguez alcanzó a verle en su precario y lento avance
hacia el altar. Sintió que se le paró el corazón, y que el aire de sus pul-
mones se negaba a proporcionarle respiración cuando, aproximándose
con todo disimulo, contempló el estado en que se hallaba el Caballero
Vigía. Sintió un fuerte impulso de ir en pos de él, pero algo superior a
sus fuerzas se lo impedía, por lo que se mantuvo a cierta distancia. Se le
hizo un nudo en la garganta cuando lo vio tropezar y casi caer rodando,
si no hubiera sido sostenido por un joven que regresaba a su lugar des-
pués de recibir la Hostia Consagrada. No obstante, avanzó por el pasillo
central, tras él, por si se requería su intervención.
"Shamgar", de El Esplendor de el Vigía - 21
El Vigía susurraba para sí otra conocida canción:
Aguanta un poco más, corazón mío,que pronto le verás, frente a frente.
/ Aguanta un poco más, ¡no desfallezcas!, que pronto le verás tal como Es...

Shamgar progresaba en su empeño con el mismo denuedo con el que


había llevado a cabo todas y cada una de sus Misiones como Caballero
Vigía, sólo que cada paso le acercaba más a su encomienda principal.
Sabía que si no era atendido de inmediato, moriría irremediablemente,
sin posibilidad alguna de sobrevivir. Lo sabía, y por eso no detenía su
marcha. Se sentía atraído hacia el altar como si un potente magneto lo
obligara con acuciante urgencia, más allá de cualquier dolor que pudie-
ra estar experimentando.
Al pasar junto a los Bartres, rodeado de murmullos por el espectácu-
lo que su avance provocaba en los presentes, giró el rostro hacia ellos,
los miró y los amó. Su corazón estaba libre para hacer lo que Dios le
había concedido en su oración, así que su sonrisa brilló en los corazo-
nes de Dagoberto y Fuencisla como una antorcha de esperanza, aunque
éstos no alcanzaran a comprender la magnitud de lo que estaba a punto
de suceder. Ellos se tomaron de las manos inconscientemente, mientras
veían pasar al hombre aquel que les había llenado, en su momento, el
corazón de gozo y certidumbre. Lo vieron arrostrar el último trecho,
ahora sin bancas en qué apoyarse, hasta el copón que sostenía el padre
Florencio. Dagoberto se sintió impulsado a ayudarle, pero una fuerza
invisible le mantenía aplastado contra su asiento.
Shamgar era el último de la fila, pero el más enardecido. Y ese fuego
le sostenía con una solidez completamente sobrenatural. Seguía cantan-
do y su rostro ahora estaba bañado de lágrimas.
Abrió la boca cuando escuchó las palabras: “El Cuerpo de Cristo”, y
alcanzó a responder un quedo: “Amén”. Sacó la lengua, temblorosa y
seca; el sacerdote depositó en ella la Santa Forma y cerró los ojos arra-
sados y enrojecidos.
El sacerdote quedó sumamente impresionado por el aspecto del tipo
aquel con gabardina, y realmente no supo si fue a causa de su deplorable
estado, o de las aguas que bañaban sus mejillas, o de la luz que despedían
sus ojos. El caso es que giró sobre sus talones y regresó al altar, a prose-
guir con la ceremonia.
Pero Shamgar no se movió de donde estaba, como si se hubiera pe-
trificado allí mismo.
De repente, los presentes contemplaron el suceso más extraordinario
de sus vidas.
Lo que vieron fue que el hombre de la gabardina color café con leche
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se enderezó sobre su columna vertebral y se encaminó hacia el féretro,
donde estaba depositado el cadáver de Socorrito, con la portezuela de la
caja fúnebre permaneciendo cerrada, justo antes del último adiós, hasta
detenerse junto a ella.
Dagoberto Bartres sintió un vuelco de alegría en el corazón cuando
vio a Shamgar parado junto al pequeño ataúd, aunque no era capaz de
expresarlo, pues desconocía su origen. Unos pocos, viendo la energía
con la que Bartres se había puesto de pie, le imitaron expectantes, y un
murmullo recorrió las bancas. El padre Florencio detuvo por unos ins-
tantes la purificación de los vasos sagrados, antes de proceder a rociar el
ataúd con aguas benditas y se quedó boquiabierto, sin saber qué hacer o
decir, cuando vio que Shamgar abrió la madera superior. Éste, descorrió
los cerrojos de la ventana de cristal, ante el asombro general de los pre-
sentes y fue cuando el jefe de la Policía, Domínguez, gritó:
—¡Deténte!
Pero Shamgar, pronunciando una oración, dijo en una voz audible
solamente para el sacerdote:
Despierta, corazón.
Y tomó la mano de la niña ante el estupor general.
Pero más sorpresa produjo en ellos cuando escucharon una vocecita
gritar. Era una vocecita de niña. Era la voz de Socorrito Bartres, que
exclamó:
¡Mamita Linda!
Al verla levantarse y asomar su cabecita por sobre la mortaja, Fuen-
cisla Bartres cayó desmayada, así como otras damas. El padre Florencio
exclamó un quedo “¡Cielos!” y dejó caer lo que traía en las manos. Do-
mínguez corrió hacia el féretro, y Dagoberto Bartres arrancó a tomar
a su hijita en brazos, con el rostro encendido por el gozo más excelso,
pues veía que había vuelto a la vida, más allá de toda explicación.
Junto a la caja mortuoria yacía el cuerpo sin vida de Shamgar, el
Caballero Vigía, que apoyaba su cabeza contra la base de metal zigza-
gueante y, al ver cómo el Teniente Coronel Domínguez lo tomaba en
sus brazos, los presentes vieron maravillados que el rostro del hombre
que había dicho a la niña “despierta, corazón”, resplandecía con grande
paz, como si aquél hubiera sido su postrer propósito, hasta el último
latido, y no hubiera descansado en la quietud sino hasta haberlo llevado
a cabo.
Domínguez abrazó el cadáver del Vigía, de la misma manera que éste
había sostenido a Socorrito después de hallarla muerta, y en su rostro se
dibujó la viva imagen de la consternación.
La gente se arremolinó a su alrededor, pues no querían perderse tan
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gran suceso, y podérselo contar a las futuras generaciones: el que un
“ángel Vigía”, de nombre Shamgar, había devuelto la vida a la niña So-
corrito Bartres, aquella calurosa mañana del lunes 6 de julio del lejano,
ya, año de 2009.

El padre Florencio dio fe de los hechos por parte de la Iglesia, y no
pocos acudieron al sacro lugar durante algún tiempo después. El sa-
cerdote, en ese entonces, ungió con el Santo Viático el cuerpo del que
(después supo) era el Caballero Vigía del que los Bartres le habían ha-
blado, sin dejar de dar gracias por haberle permitido ser testigo de tan
gran milagro, y se sentía muy pequeño ante semejante majestuosidad
desplegada por Aquel Dios, El-Shaddai, a quien servía con tan grande
amor. Desde aquel día, su servicio fue más pleno, más alegre, más santo;
porque comprendió que la visita del Señor es para sus elegidos.
Muchos de los que asistieron a la misa se rindieron ante el Poder.
Muchos, que vieron cómo actuaba en los acontecimientos de los hom-
bres, ya no dudaron de que ellos también formaban parte de ese plan.
Supieron que, si Socorrito Bartres no hubiera muerto, ellos no habrían
asistido a la ceremonia, y que entonces ella no habría retornado del
lugar de los muertos, y que ellos hubieran seguido sus vidas como siem-
pre, sin gusto por las cosas que valen la pena, sino sólo por las superfluas.
Otros que no tuvieron la dicha de estar presentes, creyeron sobre la
base del testimonio de la gente, de la proclamación del sacerdote que allí
estuvo y de la confirmación de la ciencia médica. Porque, lógicamente,
no faltó quien se dijera para sí: “Esta niña estuvo a punto de ser enterra-
da, y no estaba muerta. ¡Qué resurrección ni qué niños muertos!”.
Pero no; porque, primeramente un médico policial había certificado
su deceso en un acta; y antes de ello, un Juez dio fe del cadáver en la
ambulancia donde el Vigía había depositado su cuerpecito; después: el
forense que revisó los despojos, y que era el Jefe de la Unidad al efecto,
verificó la defunción y, además, su revisión fue corroborada por un nú-
mero de ocho aspirantes a médicos, que apoyaron, y firmaron, el que la
niña estaba muerta, y que, además, su piel había sido suturada en dife-
rentes puntos luego de su revisión de rigor, de donde extrajeron la bala
que había segado su vida, y que tenía alojada en el abdomen.
Demasiadas voces como para refutar cualquier duda.
Además, otra cosa sorprendió a los que supieron de este hecho, y fue
que las puntadas que los forenses le habían practicado para su dictamen
pericial, habían sido borradas como si nunca hubieran existido, dejan-
do tan sólo un pequeño indicio. Por fortuna para los médicos, habían
tomado la precaución de tomar fotografías del cadáver, lo cual vino a
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reforzar aún más la intervención sobrenatural.
En una revisión posterior a su regreso del más allá, la niña fue so-
metida a rigurosos exámenes médicos y todos confirmaron la ebullente
salud de la chiquilla.
Porque, eso sí, fue Dios quien devolvió la vida a Socorrito, y el Vigía
fue tan solo el instrumento para realizar el prodigio. Por eso fue que el
Vigía apuró el vaso de Sux antes de partir a San Patricio, porque sabía
que con sus meras fuerzas no podría haber completado el intercambio
de vidas.

Contaré lo que pasó con el Caballero Vigía: Luego de pronunciar el


poderoso “despierta, corazón”, Sahmgar vio a la niña, y cómo ésta se
le acercó y entonces él depositó en su carita un tierno beso, y ya no la
volvió a ver. En seguida, al caer sobre la fría baldosa del templo de San
Patricio, Shamgar, “el puro”, estando allí mismo, pero en una dimen-
sión muy superior al plano terrenal, como si solamente atravesase una
puerta, fue recibido en las moradas celestiales por el mismísimo Rey de
Reyes y Señor de Señores, Jesucristo. Tan sólo le separaba de su Señor la
muerte física y, cuando sintió su abrazo amoroso, su corazón estalló de
un júbilo indescriptiblemente inefable.
Fue un abrazo tierno, afectuoso y largo, y se fundieron entre sí, so-
brepasando ello el más excelso de los gozos experimentados por Sham-
gar hasta ese día. Fue tanto y tan alto el placer espiritual que sintió en
aquel trance, que deseó con todas sus entrañas que nunca se separaran.
—Shamgar; mi buen Caballero —dijo el Rey, mirándole, con esos
ojos que son la expresión más excelsa del amor—; gracias por tu entrega
generosa. Ahora ven a gozar del descanso de tu Señor. No has dudado y
te has mantenido en la brecha hasta el fin de tus días en la tierra. Ahora,
pues, permanece conmigo por los días sin término.
Entonces, como surgido de la nada, apareció ante ellos Siloé, el Pri-
mer Caballero Vigía, el apodado “el Grande”, ésta vez sin su montura,
pero revestido del esplendor y la gloria de Elohim, el Omnipotente,
felicísimo por poder estrechar entre sus brazos al bravo guerrero, que
había luchado el buen combate con las armas de la Luz. Fue él quien
le entregó a Jesucristo, como Comandante Supremo y Capitán General
de los ejércitos celestiales, las vestiduras con las que Shamgar iba a ser
engalanado. El Mesías, el Testigo Fiel y Veraz, el Señor Dios del Amén,
tomó la armadura y la enfundó sobre el cuerpo del segundo Caballero
Vigía que llegaba a los Cielos. Sobre el pectoral estaba trazado el signo
de los Caballeros Vigías: dos líneas paralelamente verticales, una más
corta que la otra, cromatizadas con el color de la Sangre del Cordero
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Degollado.
Después de ésto, Shamgar tuvo la dichosísima experiencia de ser re-
cibido por el mismísimo Papá Dios-de-todos. La totalidad de las criatu-
ras que allí estaban, excepto el Cordero, se postraron ante el Supremo
Ser. Ante la mirada atónita de Shamgar, el Creador de Cielos y Tierra,
había acudido allí a recibirle. En su voz se estampaban todos los sonidos;
en su porte se mostraba toda la majestuosidad; en su rostro se contem-
plaba toda la impresionante Pureza de su Hermosura, más allá de toda
belleza expresable y admirable. En Él, en donde está la fuente de toda
bendición. Era el Dios completo en su corazón, cuya generosidad es del
todo inagotable.
En Él estaba el amor como su más prístina esencia.
Por eso fue que Shamgar estalló en un poderoso grito de júbilo:
¡Oh, Papáaa...!
Cuando los dos, Padre e hijo, Creador y criatura, se abrazaron, y
Papá Dios lo estrujó contra su corazón, los demás estallaron en vítores
de aclamación y exultación al Eterno Sostén del Cosmos entero, aquél a
quien es la Gloria, la Alabanza, el Poder, la Victoria y la Sabiduría, por
los siglos sin término.
Y de ahí pasó a su siguiente Misión...

PAUSA

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