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EL CONSUMO COMO PROCESO SOCIAL

La mayoría de las teorías socioeconómicas sobre el consumo derivan de


Thorstein Veblen o de Karl Marx. Adam Smith, que entendió el consumo
como la reproducción de la producción dio lugar, mediado por Marx, a la
idea del consumo como realización materialista de la identidad
burguesa. Más tarde, Weber, Sombart y Veblen analizaron el modo en
que esa identidad se proyecta en prácticas de adquisición emuladora y
competitive con objeto de determinar, o reafirmar, la posición
socioeconómica. La aproximación social, típicamente, relaciona el
consumo con la competencia de clases, la alienación o la ruptura de la
unidad orgánica de un ciclo económico primordial basado en el uso-
valor. El consumo es un elemento que remite a la formación económica
y vincula, o divide, a los diversos grupos sociales. Veamos las
aportaciones sustantivas con más detalle.

En Mary Douglas y Baron Isherwood, The World of Goods (1979) y


Bourdieu, Distinction (1979 [1988]) hallamos una aproximación menos
semiótica al consumo, una aproximación que se ha definido como
categorical (Colloredo-Mansfeld, 2005). En efecto, Mary Douglas, en
Purity and Danger (1966), sostenía que los tabúes alimenticios se
interpretan mejor como un intento humano por preservar la claridad de
las categorías culturales; y en Douglas e Isherwood (1979) hallamos la
siguiente declaración de principios:“en vez de suponer que los bienes
son necesidades para la subsistencia o formas de ostentación
competitiva, asumamos que sirven para hacer visibles y estables las
categorías de la cultura” (1979: 59). Estos autores, aún y albergando
cierto culturalismo, aspiran a una visión más comprehensiva de las
preferencias del consumo, poniendo de relieve lo social sobre lo cultural.
Así, mientras que consideran que “los bienes en combinación presentan
un conjunto de significados más o menos coherente” (1978: 5), insisten
en que “los bienes son neutrales, su uso es social…” (1978: 12). Esta
doble perspectiva ilumina la conexión entre lo simbólico y lo económico:
“siempre existirán [bienes de] lujo, pues el rango debe marcarse” (1978:
118). El consumo es así un modo de proyectar, afirmar o reafirmar el
estatus individual en la estructura social y, por lo tanto, el acto de
consumir resulta ininteligible sin prestar atención al patrón de
comportamiento más amplio (Bergesen, 1981: 482). Veamos esta
relación entre lo simbólico y lo social a la luz de la crítica a la economía
neoclásica.

La crítica de Douglas y Baron Isherwood (1979) a la postura neoclásica


es bien conocida en antropología económica: el consumo “debe llevarse
al campo del proceso social” (1979: 3) y no puede reducirse a un
agregado de individuos. La teoría marginalista clásica interpreta el
consumo como producción negativa, esto es, como la destrucción de las
utilidades producidas:

[…] consumption may be regarded as negative production. Just as man can


produce only “utilities”, so he can consume nothing more … as his production
of material products is really nothing more than a rearrangement of matter
which gives it new utilities; so his consumption of them is nothing more than a
disarrangement of matter, which lessens or destroys its utilities (Marsall,
1964:22, cit. en Narotzky 1997:103).

El consumo finaliza de esta forma el proceso económico en sentido


estricto,es decir, lo elimina. Una vez adquiridos los bienes en el
mercado, el consumo desaparece de la esfera económica. Pero esta
perspectiva deja sin resolver importantes cuestiones referentes al
contexto social y al propio proceso de consumo, sobre las que luego
regresaremos. Conviene antes, sin embargo, evaluar cómo la economía
neoclásica ha entendido generalmente el objeto del consumo (servicios,
bienes, objetos de lujo…) y la cuestión del ahorro.

La economía neoclásica ha asumido como “natural” y axiomático el


concepto de “necesidad” (y su gradación), cuya satisfacción es el
objetivo del proceso económico. Los antropólogos socioculturales,
siguiendo los pasos de Marx, han tendido a dividir el consumo moderno
basado en deseos ilimitados y consumo ‘primitivo’ determinado por
normas culturales y estándares costumbristas. Pero esto es algo que
dista mucho de estar claro (Cf. Sempere, 1992). De acuerdo con Wilk, es
posible mostrar un incremento de las necesidades entre (al menos)
algunos miembros de la sociedad miles de años antes de la emergencia
del capitalismo moderno (2001: 112). Por otra parte, ¿cómo diferenciar
entre bienes necesarios y bienes lujosos sin atender a variables
culturales o de clase? Adam Smith (1776, Cap. II) lo planteó en los
siguientes términos:

By necessaries I understand not only the kind of commodities which are


indispensably necessary for the support of life, but whatever the custom of the
country renders it indecent for creditable people, even of the lowest order, to
be without. . . . Under necessaries, therefore, I comprehend not only those
things which nature, but those things which the established rules of decency
have rendered necessary to the lowest rank of people. All other things I call
luxuries; without meaning by this appellation to throw the smallest degree of
reproach upon the temperate use of them. Beer and ale, for example, in Great
Britain, and wine, even in the wine countries, I call luxuries. A man of any rank
may, without any reproach, abstain totally from tasting such liquors. Nature
does not render them necessary for the support of life, and custom nowhere
renders it indecent to live without them.

Es pues necesario atender a la satisfacción no sólo de las necesidades


fisiológicas (hambre, sed, abrigo) sino a los estándares mínimos que
establece cada sociedad para diferenciar entre bienes necesarios y
bienes lujosos. Superados estos estándares, si un hombre puede
mantener su posición renunciando a un bien, entonces este bien
constituiría un lujo.

Desde una perspectiva propiamente marginalista los bienes lujosos se


diferencian de los “necesarios” en función del grado de elasticidad de su
demanda en relación a un aumento del precio. Recordamos que, según
el marginalismo, la demanda de un consumidor por un producto queda
determinada no por la utilidad total sino por su utilidad marginal. Así,
mientras mayor es la oferta de un producto, menor es su utilidad
marginal.

Los bienes “necesarios”, por lo tanto, presentan una elasticidad por


debajo de la unidad, mientras que los “lujosos” lo harían por encima.
Esto significa que a medida que aumentan los ingresos la demanda de
bienes de primera necesidad crecería proporcionalmente por debajo de
la demanda de objetos de lujo. Sin embargo, esto no explica por qué
ciertos bienes pasan de ser lujosos a ser percibidos como necesarios. El
estudio de Mintz (1985) sobre la introducción del azúcar en los hábitos
alimentarios de la clase trabajadora en Inglaterra nos informa de los
condicionantes históricos del consumo, de los “gustos” y de la cocina
(Cf. Goody, 1982). El azúcar, propio de la elite inglesa, se popularizó
hasta el extremo de sustituir otros productos asociados a la clase
obrera, como la cerveza y el pan hechos en casa. Este proceso se
explica tanto por los intereses de los importadores del producto (que
empleaban mano de obra esclava) como por los intereses de los
capitalistas ingleses en introducir bebidas reconstituyentes (té y azúcar),
en lugar de más comidas, en el proceso productivo.

El otro gran tema relacionado con el consumo es el ahorro, que puede


entenderse como consumo diferido. ¿Por qué la gente ahorra? Douglas e
Isherwood (1979) han mostrado las dificultades de los economistas para
explicar este fenómeno. Keynes plantea el ahorro como una respuesta
psicológica universal que conlleva no gastar en la misma proporción que
aumentan los ingresos. Ahora bien, aducen los autores, en el siglo XIX

aumentaron los ingresos y no lo hizo el ahorro. Friedman, por su parte,


afirma que la elección entre consumo y ahorro se realiza de una forma
perfectamente racional. Un objetivo racional del consumidor es igualar
su consumo a lo largo de la vida. Por lo tanto, el ahorro está destinado a
compensar posibles decrementos de los ingresos del futuro. El ahorro es
prudente y la prudencia es racional. Un tercer autor, Duesenberry, trata
de explicar el ahorro mediante la variable social: los individuos
consumen en función de la subcultura en la que estén inscritos y
ahorran en función de

sus ingresos. Así, un individuo con altos ingresos podrá atender a su


gasto “social” y ahorrar al mismo tiempo, mientras que un individuo con
ingresos menores no podrá hacerlo pues, una vez descontada la renta
gastada por la presión del grupo, no le quedará renta disponible para
ahorrar. Como vemos, el individualismo metodológico no puede dar
cuenta del ahorro. Sin negar la dimensión simbólica del consumo,
consideramos que el consumo de masas obedece principalmente a la
lógica del sistema capitalista: el Capitalismo no solamente trata de
reproducirse a la tasa más alta posible

sino que busca constantemente en la cultura los medios para hacerlo


posible, ya sea mediante el turismo, mercantilizando la propia cultura
(Jameson, 1991) o en forma de objetos de prestigio en el pasado. En
este sentido, el capitalismo crea su propia demanda de bienes
(Galbraith, 1967) a través de los medios que controla y que son el
marketing y la demanda estatal.

A la pregunta de por qué se prefieren unos bienes en particular, una


posible respuesta es que el consumo de masas se orienta a convertir en
objetos cotidianos los objetos atribuidos históricamente a las clases altas
(Bell, 1977). Los blasones supuestamente históricos que aparecen en
objetos de todo tipo, las vajillas y cuberterías presentes en todas las
casas de clase baja, la ropa y el calzado, en fin, todos los bienes de
consumo nos informan de la clase social a la que pertenecen (o desean
pertenecer) sus propietarios. Pero los consumidores son soberanos en el
plano ideológico solamente. Las empresas multinacionales se aseguran
una demanda adecuada mediante el formidable desarrollo de una
maquinaria de manipulación constantemente perfeccionada por la
investigación de mercados. Esta manipulación hace que la gente desee
consumir lo que se le ofrece. ¿Qué sería de nuestro sistema económico
si, llegados a un punto determinado, las personas decidiesen dejar de
trabajar (y por tanto de consumir)? La crisis de consumo forzada por la
falta de trabajo es, como vimos en capítulos anteriores, el tema que
analiza Rifkin en El fin de trabajo. Inglehart (1977, 1990), explorando
una vía similar, afirma que en las sociedades “avanzadas” se está
desarrollando una nueva clase de consumidores post-materialistas que
reducen su
consumo y que pueden poner en peligro el sistema capitalista. Por
supuesto, el sistema buscará las formas de evitarlo.

Supuestamente, continúa Galbraith, el consumidor expresa sus gustos


en el mercado según sus necesidades y tales elecciones informan a los
productores para que ajusten la oferta. Si los ofertantes se ajustan,
ganan; si ignoran al consumidor pierden. Pero la realidad es que el
consumidor está subordinado a los intereses de la organización y de su
aparato de marketing. Proclamar que el consumidor es el rey no es más
que un eficaz mecanismo de legitimación de la manipulación. El
“ciudadano” de hoy ha estado educado principalmente para comprar y,
en la actual sociedad occidental de mercado,

la máxima consumir para subsistir tiende a ser sinónimo de subsistir


para consumir. Esta última reflexión crítica fue explorada, hace décadas,
por la neo-marxista Escuela de Frankfurt, particularmente Adorno y
Horkheimer, viendo en el consumo desmesurado una respuesta propia
de una sociedad capitalista, opulenta, pasiva (Pennell, 1999; Cf. Miller
1995: 144). Si alguien tiene alguna duda sobre la influencia del proceso
de consumo, le invitamos a reexaminar la tesis de la Mcdonalización de
la sociedad de Ritzer, presentada en capítulos anteriores: un sistema
organizativo ha provocado

un cambio en los hábitos de consumo de cientos de millones de


personas que, por lo visto, no ha hecho más que empezar.

La perspectiva del consumo procesual ha originado importantes trabajos


relacionando el consumo con la dominación que ejerce (o la resistencia
frente a) el capitalismo, la ideología colonial, los programas de
desarrollo, la globalización o el mercado de trabajo transnacional. Burke
(1997), por ejemplo, en su estudio de la introducción del jabón en
Zimbabwe muestra cómo el régimen colonial británico empleó el ámbito
de la higiene para dividir y controlar a los sujetos, siendo el jabón un
importante modo de marcar distinciones étnicas, de clase y de género
tanto para los colonialistas como para los colonizados. Otros trabajos
relevantes en esta línea son, por ejemplo, el estudio de los niños criollos
en Belice (Wilk, 1994), el de los trabajadores peri-urbanos en las islas
del pacífico Vanuatu (Philibert y Jourdan, 1996), los cultivadores de café
en Tanzania (Weiss, 1996) o el análisis de la comida como medio de
introducción del capitalismo en

Ecuador (Weismantel, 1988) (en Collorado-Mansfeld, 2005: 220-1). En


Rutz y Orlove, The Social Economy of Consumption (1987), se halla una
compilación de casos etnográficos que estudian el efecto de la
dispersión de bienes de consumo de masas en sociedades no
occidentales. La idea central es, precisamente, que el consumo puede
ser tanto un modo de afirmar el orden social como una vía de promoción
de la resistencia y el cambio.

Antes de finalizar este apartado cabe hacer una última reflexión teórica
sobre la relación entre consumo de masas y el capitalismo. El
capitalismo no ha estado siempre asociado con el consumo ostensible.
De hecho, Max Weber, en La ética protestante y el espíritu del
capitalismo (1904-1905), muestra cómo la moral del hombre de
negocios calvinista era la del trabajo y la austeridad. Una vida sencilla
que contrastaba con la acumulación. No obstante, aquella austeridad
protestante dejó paso al consumo de masas por las necesidades creadas
por el capitalismo.

Brewer y Porter, en Consumption and the World of Goods (1993) aportan


una colección de 25 ensayos de carácter histórico-cultural en torno al
desarrollo de nuevos patrones de consumo y sus implicaciones en
Estados Unidos, Inglaterra y Francia. Allí se plantea, a partir de un
artículo de Joel Mokyr (1977) [“Demand vs. Supply in the Industrial
Revolution”, Journal of Economic History 37:981-1008, 1977], la
siguiente cuestión: ¿estuvo la industrialización inducida por la demanda
o por la oferta? Ciertos autores aducen que en la Inglaterra del S. XVII-
XVIII se aprecia un aumento sustancial del consumo especialmente entre
las clases bajas, así como una relación entre el deseo de nuevo bienes y
el deseo de trabajar más y más horas para obtener tales bienes. Esto
confirmaría, por lo tanto, una relación entre la demanda y el desarrollo
de la revolución industrial. Esta importante línea de investigación se ha
obviado durante tanto tiempo porque, según Engerman (1995: 478), la
herencia histórica ha tendido a minimizar la expansión del consumismo
en la clase baja y no ha tenido demasiado en cuenta factores que
podrían haber potenciado el consumo en esos estratos sociales, como el
deseo de mejora familiar, la manipulación ideológica o la emulación,
aspectos que nos conducen, finalmente, a las tesis de Thorstein Veblen.

Publicado por EMICUS ETNORESEARCH LAB en 13:42 0 comentarios

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La cacería de mercancías

Fragmentario
"Cualquiera sea la evaluación que se efectúe [hablando sobre la investigación de mercados], sólo resultará convincente en
el contexto de preferencias específicas de quienes lo evalúan, y dependerá de su capacidad imaginativa (...) La posición , la
experiencia, las perspectivas cognitivas y la escala de valores de evaluadores y evaluados condenan a ambos a quedar
siempre mal parados, poniendo en duda cualquier posibilidad de una visión única y uniforme. Los evaluadores jamás han
vivido (algo muy distinto a hacer una visita sin perder el estatus de visitante/turista mientras dure la estadía) en las
condiciones que son normales para los evaluados. Los evaluados nunca tendrán la oportunidad de refutar el resultado. e
incluso si la tienen (póstumamente), no serían capaces de juzgar las virtudes relativas de un entorno totalmente extraño del
que no tienen experiencia directa (...) Deberíamos focalizar en cambio en aquellos datos que puedan esclarecer la
capacidad de las sociedad para mantenerse a la altura de sus propias aspiraciones. En otras palabras evaluar el
desempeño de esa sociedad según los valores que ella misma promueve y a los que nos promete un fácil acceso"
Zygmunt Bauman, Vida de Consumo, 2007

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