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PALM BEACH
A mi amiga Roxanne Pulitzer, con amor.
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ÍNDICE
Prólogo..............................................................4
Capítulo 1........................................................10
Capítulo 2........................................................30
Capítulo 3........................................................54
Capítulo 4........................................................76
Capítulo 5........................................................81
Capítulo 6........................................................94
Capítulo 7......................................................108
Capítulo 8......................................................126
Capítulo 9......................................................142
Capítulo 10....................................................153
Capítulo 11....................................................163
Capítulo 12....................................................176
Capítulo 13....................................................190
Capítulo 14....................................................200
Capítulo 15....................................................208
Capítulo 16....................................................221
Capítulo 17....................................................227
Capítulo 18....................................................241
Capítulo 19....................................................251
Capítulo 20....................................................273
Capítulo 21....................................................285
Capítulo 22....................................................296
Epílogo..........................................................299
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA....................................302
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Prólogo
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paz. Su madre, purificada por el fuego, había renacido y la luz del amor le
brillaba en los ojos, una luz que Scott había rezado en vano para ver un
día brillar en los suyos, mientras se mantenían centrados en el futuro
esposo. La rueda había girado. Lo incorrecto estaba por transformarse en
lo correcto, el frío en calor. De los campos que habían sido sembrados con
odio estaban por cosecharse los frutos de la felicidad. ¿O ya habían sido
cosechados? Scott volvió a mirar el teléfono, que lo amenazaba con sonar,
desafiante. Luchó en vano por abrirse el cuello rígido de la camisa y dejar
pasar el aire por la húmeda transpiración que lo molestaba, aunque sabía
que eso no traería ningún alivio a su tormento.
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duros, corbatas al estilo inglés y guantes gris perla. Ni una sola chaqueta
en el salón. Verificó su reloj. Casi era la hora. El mediodía, la única hora
para una boda, en su opinión.
Algunos invitados retrasados estaban ocupando todavía sus lugares,
alentados suavemente desde sus Rolls-Royce por los muchachos bastante
alcoholizados de la compañía de valets John Kaveko de Palm Beach. Eran
conducidos por los largos y adornados corredores de la fabulosa mansión
hasta el salón en el que los otros invitados ya estiraban sus cuellos como
los avestruces para verificar quién más estaba allí y, lo más importante,
quién no estaba. Caroline los podría haber tranquilizado. Todos los que
eran "alguien" estaban allí. No había "nadie sin nombre" a la vista. Ford,
du Pont, Meek, Dudley. Y los que parecían todo un lote de repollos de
Kennedy. El cuerpo entero de miembros del Coconuts, el club de élite que
se reunía una vez al año en Nueva York y cuyas invitaciones eran más
valiosas que los llamados telefónicos del presidente; la comisión directiva
completa de gobernadores del Club Poinciana, los siempre vigilantes
guardianes de la escena social de Palm Beach; la mayoría del Club
Everglades, una sensata selección del Club de Tenis. Un puñado del Club
Beach y ninguno, como para agradecerle a Dios, del Country Club de Palm
Beach. También había un contingente del Hobe Sound, con Permelia Pryor
Reed, la autocrática presidenta del Club Júpiter Island, que conducía un
pequeño grupo de Doubledays, Dillons y Auchinclosses.
El ojo inquisidor de la Stansfield regresó a Scott y una vez más la
armonía fue reemplazada por la discordia. ¿Qué diablos estaba haciendo?
Se lo veía increíblemente (¿cuál era la palabrita que usaban hoy en día?)
"apurado". Fue casi en ese momento que la antena finalmente sintonizada
de Caroline Stansfield, legado de casi un siglo de intriga política y social,
comenzó a sentir que algo horriblemente malo estaba pasando en su
mundo.
A más de un metro de distancia se encontraba su nieta Christie,
rodeada de flores en medio de lo que debería haber sido el paraíso, pero
que se sentía como el infierno. A ambos lados había enormes ramos de
orquídeas blancas que proporcionaban adecuado marco a su delicada
belleza, disfrazando la agonía de su suspenso con la majestuosa
tranquilidad que transmitían las flores. Los ojos de la muchacha estaban
también sobre Scott Blass. Pero, a diferencia de su abuela, ella sabía
exactamente lo que él estaba pensando. ¿Cuánto tiempo quedaba? ¿Qué
harían cuando el tiempo se hubiera acabado? En ausencia de la guía de
Dios no habría nada que hacer más que usurparle su papel. La muchacha
arrancó los ojos de la atormentada figura junto al teléfono y echó una
mirada a la dichosa pero ignorante pareja. ¿Podría ella hacérselo a su
padre en este último minuto? ¿Podría Scott hacérselo a su madre?
Simplemente no lo sabía y también sabía que Scott tampoco. A través del
mar de rostros expectantes ella intentó atraer los ojos nerviosos del
muchacho. Quizá la telepatía le diera fuerzas. Christie se concentró con
fuerza y trató de enviarle el mensaje de seguridad que deseaba tan
desesperadamente recibir para ella. Los ojos azules se lo agradecieron y
ella le sonrió pálidamente. Scott. Pobre Scott. Él había sido arrebatado de
su lado sólo para que el destino se lo devolviese en la terrible paradoja
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que se llamaba vida. Scott, que había abusado tan terriblemente de ella.
Scott, que era ahora su nueva pareja, que había sido su amante, que era
ahora muchísimo más que eso.
El padre Bradley, rector de Bethesda Junto al Mar, aquel santuario con
columnata en el que nació y murió la Palm Beach episcopalista, donde se
fusionó y se llevó adelante el culto, se estaba preparando para el ritual. Se
lo veía relajado, bronceado y en paz, mientras se movía con confianza
entre su plutocrática congregación. No podía recordar otra boda tan
importante como ésta y todo parecía estar bajo control; sin embargo,
mientras estaba allí, de pie, hablando de trivialidades con los invitados
más influyentes, no pudo reprimir la ansiedad que lo perturbaba. Podía
hacer su tarea hasta durmiendo. ¿Por qué debería entonces preocuparse?
Por supuesto que era más fácil en una iglesia, pero una casa era el lugar
correcto para una segunda boda y, en especial, la casa Stansfield. El padre
Bradley miró su reloj. Dos minutos para las doce y todo era normal. ¿Pero
por qué, en nombre de Dios, deseaba agregar las palabras "hasta ahora"?
Maggie se había escapado por unos instantes a un mundo privado
lleno de recuerdos. Ella era la más vieja amiga de Lisa, pero hoy sus
mundos estaban bien distanciados. Esta casa y la grandeza de la boda
simbolizaban la brecha qué se había abierto entre ellas. En el pasado
habían sido el sudor y las lágrimas del gimnasio de West Palm, las
hamburguesas engullidas a la ligera en el centro de la ciudad, la alegría y
el dolor en el corazón para levantar un negocio que ambas amaban tanto,
que todavía amaban. Pero ahora las hamburguesas habían dejado paso a
la provisión de comidas de John Sunkel, los suntuosos platos que estaban
dispuestos sobre los manteles de organza bordada que cubrían las mesas
alineadas contra las paredes del gran salón comedor contiguo. Años atrás,
en el departamento de Lisa, hace tiempo transformado en un
estacionamiento subterráneo del rascacielos South Flagler, hubo macetas
con palmeras para decorar el lugar. Aquí había orquídeas de color blanco y
púrpura y guirnaldas de vides verdes que adornaban profusamente las
mesas, corriendo libres sobre los inmaculados manteles,
entremezclándose con los recipientes llenos de frutas tropicales, kiwis,
papayas y uvas moscatel. Ella había contemplado el pequeño ejército de
camareros de chaquetas blancas mientras se preparaban para recibir a los
invitados; había oído al siempre verde Peter Duchin, espíritu aristocrático
de las fiestas de Palm Beach, aflojar sus dedos sobre un piano Steinway;
había evitado los lentes omnipresentes de Bob Davidoff, que había visto
más bodas de sociedad que cualquier otro ser viviente, y había notado las
modestas flores sobre la torta de cuatro pisos, que reemplazaban a las
pequeñas figuras de novios, que seguramente ella y el resto de los
Estados Unidos habrían preferido sin discusiones. Eran quizá todos
pequeños detalles, pero hablaban mucho. Todos formaban parte del
lenguaje silencioso con el que esta gente se reconocía. Era una sociedad
secreta, llena de signos y señales, de gestos y de intimaciones implícitas.
Las cosas se "hacían". Las cosas "no se hacían". Nadie lo enseñaba. Nadie
podía hacerlo. Uno aprendía por osmosis. Por serlo. Por vivirlo. Para
cuando uno tenía menos de veinte años, ya se podía reconocer a un
impostor a un metro de distancia. Era tan simple y tan imposible como
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eso. ¿Qué regla dictaba que debía haber exactamente ocho doncellas
vestidas con idénticos vestidos de color pastel? ¿Quién decidía que los
regalos debían ser expuestos sobre mesas cubiertas con damasco de color
blanco en la biblioteca? ¿Por qué champán Taittinger? Todo era un
misterio y Maggie no podía evitar sentirse completamente ajena.
Se volvió para ver a Lisa y, al instante, el familiar afecto volvió a
inundarle el corazón. Lisa, que había sufrido tanto y estaba, por fin, a un
paso de la felicidad. Pero, ¿por qué estaba Christie tan blanca y Scott tan
mortalmente pálido? ¿Y por qué los miraba Caroline Stanfield, con su viejo
rostro arrugado marcado por la preocupación y la alarma? Mientras todos
esos pensamientos aparecían en su activa mente, Maggie sintió
vibraciones subterráneas. ¡Dios mío, algo terrible estaba por suceder!
Sintió cómo una de sus manos llegaba involuntariamente a su boca, donde
la saliva se le secaba en la lengua. No. Seguro que no. No en este último
minuto. ¿Podían los pecados de los padres ser los últimos invitados de la
boda?
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Capítulo 1
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inequívoca, de su voz patricia? Nadie lo sabía. Una cosa era cierta: no era
su atractivo físico. Quizás ella alguna vez hubiera poseído una "fina"
apariencia, eufemismo utilizado entre los ricos y gente de cuna para
referirse a lo que los menos afortunados podrían haber descrito como
"simple". Sin embargo, los años habían hecho su trabajo. Las generosas
caderas para concebir niños habían funcionado bien, pero seis hijos, dos,
como Macbeth, "desgarrados fuera de tiempo" por una cesárea, no habían
ayudado. Su busto también era grande y sin forma, legado del religioso
amamantamiento que su papel de madre tierra había requerido. En pocas
palabras, como objeto sexual Caroline Stansfield dejaba mucho que
desear y, como lógico resultado, el senador Stansfield, que siempre había
necesitado gran cantidad de vodka antes de cada obligatoria danza de
procreación con su nada fascinante pero fenomenalmente bien conectada
esposa, ahora evitaba por completo la cama con ella. La mayoría de la
gente no se daba cuenta de que Caroline misma lo prefería de esa
manera.
Bobby había pasado la noche sofocante en medio de una agonía de
indecisión y los distintos elementos que formaban su personalidad
estaban enfrentados unos con otros. Una parte de él estaba segura de que
no debía hacer nada. Los corazones sufrían sólo con lo que los ojos veían y
las lenguas repetían. Todos sabían eso. Si no decía nada le ahorraría a su
madre una gran pena y mantendría la lealtad hacia su padre adúltero. Por
el contrario, se podría argumentar que su deber era decírselo a su madre.
Quizá si ella se enterara de las actividades extracurriculares de su marido,
podría cortarlas de raíz antes de que palabras irreproducibles como
"divorcio" o "separación" aparecieran en sus mentes. Pero existía otro
elemento en la ecuación emocional, uno que se llevaba en la sangre, uno
que sólo un Stanfield podía experimentar. Por primera vez en su vida,
Bobby se encontró en una posición por la que había sido genéticamente
marcado. El poder. Durante un siglo los Stanfield habían sido adictos al
poder. Habían luchado por él, rezado por él, arriesgado todo por él, y
jamás habían llegado a conseguir el suficiente. El Senado, la Corte
Suprema, los grandes ministerios de gobierno, todos habían producido sus
frutos a generaciones de ambiciosos y astutos Stanfield. Fue sólo la
presidencia lo que se les había escapado y, cuando estaban en la cama
por las noches, todos los miembros de la familia valoraban ese infinito
sueño, la "posición" de poder más importante.
No dejaba de ser cierto que ahora Bobby poseía poder. Por fin estaba
en sus manos la caída de su poderoso padre. Sin embargo, aquí una vez
más existía una disyuntiva. Por un lado, era cierto que durante trece años
él había soportado una violenta tiranía, incesantes exhortaciones para
sobresalir, la crueldad casual e impensada, la burla y la humillación
cuando él, su hijo mayor, había fracasado en vivir de acuerdo con las
ambiciones del maquiavélico senador. Hasta ese punto la venganza sería
bienvenida e incluso intensamente placentera. Pero, al mismo tiempo, y a
pesar de la innegable belleza de estas opiniones, Bobby no se sentía bien
en absoluto. Su padre había sido un tirano insensible y demandante, pero
de todos modos era una figura muy impresionante y Bobby se sentía
enormemente orgulloso de él. Aunque parezca gracioso, todo el asunto no
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demasiado agradable.
Una gran lágrima de alivio y de alegría comenzó a formarse en el
extremo del ojo de Mary Ellen. En lugar de ser regañada, le habían hecho
un regalo de incomparable belleza, algo que ni en sueños habría pensado
en poseer. Grandes oleadas de inocente afecto partieron de ella hacia la
causante de su felicidad. Su mente corría mientras sus labios trataban de
encontrar las palabras apropiadas de agradecimiento.
Sin embargo, la mano en alto de Caroline Stansfield detuvo el
discurso antes de que pudiera comenzarlo.
—Ahora, Mary Ellen —le dijo—, hay otra cosa que deseaba discutir.
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Capítulo 2
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risa general.
—Usaría más que látigos y botas para hacerte mover el culo, Paulene.
Se sentía bien. Para eso le pagaban, pero era más que eso, mucho
más. En los rostros de las muchachas había un respeto que ella no había
visto antes de tomar el trabajo. Simplemente, era muy gratificante para su
ego. Ella les hacía bien, o ayudaba a que se hicieran bien. En realidad los
resultados estaban a la vista. Al verse mejor, se sentían mejor y eso se
demostraba en mil pequeños detalles. En sólo seis semanas había visto
cómo mejoraban las posturas, cómo la forma de caminar se volvía más
segura, las muchachas antes tímidas se tranformaban en extrovertidas a
medida que aprendían a gustarse más. Esto era increíblemente
reconfortante y Lisa deseaba que todo siguiera así.
—Bueno, muchachas, ahora algo de trabajo de piernas. —Como si
fuera un leopardo, Lisa se extendió sobre una colchoneta.
Con las rodillas juntas y el peso del torso que se balanceaba sobre las
yemas separadas de los dedos, miró al mar de ojos expectantes. ¿Cuál era
la edad promedio? ¿Treinta? ¿Veinticinco? Algo así. Era bueno para alguien
de diecisiete años tener un grupo así literalmente bailando a sus órdenes,
ejecutadas al chasquido de su látigo de maestro de ceremonias. ¿Qué
harían por ella? ¿Qué podía ella hacerles hacer? La breve sensación de
poder apareció en Lisa mientras observaba cómo la adoraban, cómo
admiraban su espléndido cuerpo con cierta envidia, deseando poseerlo. En
los ojos de algunas de las muchachas, encontraba una mínima insinuación
de algo que escasamente se admitía, de algo que no estaba consciente.
Sí, no había dudas. Como una fina niebla escocesa, dando vueltas
sutilmente en la atmósfera húmeda, se sentía el embriagante aroma del
deseo físico. No se decía nada, no se traducía en ninguna acción, pero
estaba allí, en los ojos brillantes, en las algunas veces prolongadas
miradas, en los torrentes de hormonas entremezcladas que corrían con
vigor por la sangre. Lisa podía olerlo, lo conocía; pero como los otros, lo
rechazaba, obligándolo a retroceder al subconsciente gracias a su fuerza
de su voluntad. Allí seguía vivo, suministrándole un delicioso sentido
subterráneo a la agonía y al éxtasis del ejercicio físico.
—Ahora quiero que trabajen esas colas. Que transformen esos culos
en algo maravilloso. Levanten la pierna derecha treinta veces. Vamos, y
uno y dos…
La música se volvió más suave, el rock pesado de la rutina de
ejercicios fue reemplazado por un sonido más sutil, demandante,
acariciador, cremoso. Cada fase de la rutina de hora y cuarto poseía un
carácter diferente y los procesos de los pensamientos de Lisa se
colocaban en el cambio de marcha correcto para complementarlos. Por
alguna razón, ésta era siempre la parte más sensual. Aquí estaba ausente
el dolor. La clase podía probablemente manejar cincuenta o sesenta
movimientos de piernas, pero Lisa podía hacerlo tranquilamente durante
media hora. De manera que los ejercicios de estiramiento eran como
rascarse una roncha, la deliciosa sensación de retorcer los músculos que
ya estaban en el pico más alto del estado físico. Ahora, mientras ella
elevaba la pierna derecha, sintió la dureza de sus glúteos, el calor de la
ingle cuando se abría su vagina, los labios que se separaban y luego
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gimnasio y era cierto que durante las últimas semanas había comenzado a
mostrarse frío con ella. Si las otras instructoras habían emprendido una
campaña de murmullos, ella podría terminar siendo víctima de su propio
éxito.
—Sí, esas gatas están deseando que me queme, que me joda un
ligamento o algo. Bueno, tendrán que esperar mucho. Este cuerpo tiene la
intención de mantenerse sano todo el tiempo.
Maggie vio la determinación en los ojos de su amiga. A veces le
parecía que Lisa estaba compuesta por el acero templado más fino. Nada
parecía asustarla. Hacía sólo un año de la peor tragedia que le pudiera
haber sucedido a cualquiera y aun así ella se había vuelto a levantar, más
fuerte que antes, probada y no debilitada por la horrorosa experiencia. No
era que no hubiera sufrido. Había sentido el dolor, debido a que era ruda
pero no dura. Allí había una diferencia.
Maggie sembró la semilla.
—Yo y un par de muchachas pensamos que deberías independizarte.
Comenzar con algo tuyo. Si lo hicieras, le quitarías a Ronnie todos sus
clientes. Todas nosotras nos iríamos contigo, hasta un hombre.
Ambas sonrieron ante la referencia al sexo opuesto. Había que luchar
para terminar con algunas costumbres.
—Pero querida —dijo Lisa pensativa—, para comenzar con un
gimnasio se necesitan cosas como el dinero. Recuerda eso. Y también
tienes que saber de cuentas, propiedades, préstamos y todas esas cosas.
Puedo dar clases, pero todo lo demás es para los pajaritos. Hacer títeres y
quemar grasas es lo mío, no el negocio.
—Podrías aprender todo eso y yo podría ayudarte. Quizás algunos de
los otros podrían poner dinero. Yo tengo quinientos dólares. Eso serviría
para pagar algún consejo profesional.
—Supongo que tengo el dinero del seguro —dijo Lisa con inseguridad
—. Pero en parte dependo de eso para entrar en la universidad y
posiblemente en alguna carrera docente.
Maggie vio que estaba progresando.
—Escúchame, dulce. Este mundo está lleno de maestros y ellos
conocen toda la mierda, excepto lo que le dijeron los demás. ¿Qué fue lo
que ese artista llamado Braque dijo cuando le preguntaron si tenía algún
talento como estudiante de arte? "Si lo tenía, mi maestro hubiera sido el
último en saberlo."
A Lisa le agradaba todo eso. Por un momento dejó de lado lo que
pensaba originalmente sobre la profesión. Pero una carrera docente
representaba la seguridad. Quizá fuera poca cosa, pero sí un billete de
comida para toda la vida. Tendría una profesión, un marido, dos hijos y
ayudaría con los pagos de la hipoteca. Era el sueño norteamericano. Lisa
se estremeció por instinto. Trató de poner en palabras esta alternativa.
—La docencia sería tan fácil, Maggie, tan segura. Sería duro rechazar
todo ese dinero. El problema es que sé que es una entrega. Sería mucho
más divertido jugar a la pelota y moverse, como en los ejercicios. Supongo
que siempre podría volver a enseñar más tarde…
La voz de Lisa se quebró. La vida no era eso y ella lo sabía. Una vez
que uno se despega de la escalera convencional, alguien aparece y toma
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fortuna favorecía a las hermosas más que a las que tenían coraje, era un
hecho que las Maggies de este mundo eran como las enredaderas en la
fiesta de la vida, testigos, las que esperaban, mientras que las Lisas
giraban y hacían piruetas al son de la música. En realidad, a ella no le
importaba. Se sentía más que contenta viviendo así, indirectamente,
experimentando los triunfos de Lisa como los propios y deprimiéndose a la
vez por la mala fortuna de su amiga. Había sido siempre así, según los
recuerdos de Maggie. Desde aquellos lejanos días en el patio del colegio,
cuando nunca le tenían que decir que compartiese un dulce o un juguete
con la niñita que era más bonita que una muñeca; cuando no le
preocupaba que Lisa fuera la preferida de las maestras; desde las
húmedas tardes de West Palm cuando se había sentido orgullosa al
caminar por la calle con ella, respondiendo con altivez a los "vamos" de
los muchachos en los que "ellas" no estaban interesadas.
—Oh, Lisa, es maravilloso. Sólo sé que lo puedes hacer funcionar. Tú
haces todo bien. Todos van a ir contigo. Simplemente no puedo soportar
pensar en que te estés gastando en esa horrible clase. —Maggie batió
palmas en su excitación. Luego la expresión de pura felicidad se empañó
—. Pero dejarás que te ayude, ¿no es así? No quiero decir con el dinero si
no lo deseas, sino con toda la organización. No necesito salario. Bueno, no
mucho de todas maneras.
—Vamos, Maggie. Es tu idea. No podría hacerlo sin ti. No podría hacer
nada sin ti. De todos modos, debemos dar los retoques finales en tu nuevo
cuerpo.
Ambas se rieron. Maggie tenía pocas ilusiones acerca del lugar en que
se encontraba entre los premios de belleza. Su rostro no estaba del todo
mal y en realidad ella no era exactamente lo que se dice "desagradable",
aunque su estructura ósea carecía de definición y el color pastel de su piel
se fusionaba con el color beige de las paredes del gimnasio sin producir
contraste. Era su cuerpo el que la deprimía y necesitaba algo más que los
"toques finales" de los que Lisa había hablado. Sin embargo, se había
producido una mejora evidente y, aunque las cosas no estaban todavía en
su lugar, por lo menos ya no "colgaban". Al principio no se había mostrado
entusiasmada con respecto a la fascinación de Lisa por los ejercicios y
había entrado por casualidad al gimnasio con una disposición cínica de su
mente, haciendo bromas acerca del fascismo del cuerpo y con una alegre
irreverencia respecto de la casi religiosa fe en las cosas físicas que la
rodeaba. Como siempre, Lisa la había conquistado. Ni una sola vez se
había burlado de ella, como tantos "amigos" no habrían dudado en
hacerlo. En lugar de ello, la había conducido con gentileza a través de las
agonizantes clases de instrucción; la natural autoestima de Maggie, que
había sobrevivido a pesar de las desventajas de su apariencia personal,
había recibido una transfusión masiva cuando su cuerpo comenzó el
doloroso proceso de reconocerse ante sus propios ojos.
Ahora hasta tenía un novio y había habido otro antes.
—Te lo prometo, Lisa. No lo creerás, pero uno de estos días yo estaré
allí al frente de la clase. Recuérdalo.
—Escúchame, Maggie. Cuento totalmente con eso.
Maggie sonrió. Decir cosas así en voz alta ayudaba a que se
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Eran las doce del mediodía y el sol caía tajante como una jabalina,
perforando la acera caliente, brillando y vibrando en el aire quieto. Lisa y
Maggie, sin embargo, parecían inmunes a los rayos del sol, mientras que,
con las cabezas juntas, hablaban intensamente a la entrada del banco.
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—¿Pero qué les vas a decir, Lisa? Esos tipos son muy inteligentes,
sabes. Pop siempre dice que le prestan dinero a quienes no lo necesitan.
—Estará bien, Maggie. Puedo hacer gimnasia. Sé eso y se lo haré
saber a él también. Llegaremos a un buen trato. Ya verás.
Maggie mostraba dudas; pero, como siempre, la confianza de Lisa en
sí misma era contagiosa.
—Tienes todos los papeles —aseguró Maggie.
Lisa puso el sobre de manila en la cara de su amiga y se rió.
—Son sólo propiedades, Maggie. Los banqueros le prestan a la gente,
no a trozos de papel. ¿Me veo bien?
Fue el turno de Maggie de reír. En lo que a ella concernía, Lisa
siempre se veía estupenda. Llevaba una campera suelta de color azul cielo
sobre una remera blanca. Unas largas piernas bronceadas salían de una
corta pollera tableada, de algodón, y se perdían en unos zoquetes y
zapatillas con cordones. Sin embargo, la ropa era verdaderamente
irrelevante, una distracción del hecho principal, el cuerpo soberbio que
indefectiblemente escondían.
—Sólo roguemos que el tipo esté felizmente casado y sea un pilar de
la iglesia, de lo contrario, serás acosada allí adentro.
—¿No piensas en otra cosa, Maggie? Pero ya es tarde. Será mejor que
entre. Deséame suerte.
En el ascensor, la autoconfianza de Lisa se iba hundiendo mientras
ella se elevaba. Habían pasado una o dos semanas desde que había
tomado la decisión y todos los días, desde aquel momento, su deseo había
crecido en progresión geométrica. Iba a abrir el gimnasio de mayor éxito
que se hubiera conocido en todo el mundo hasta entonces, un centro de
excelencia para el cuerpo cuya reputación se extendería lejos, por todas
partes. Ella lo crearía, le daría forma y, a cambio, el gimnasio le
proporcionaría lo que deseaba. Sería su pasaporte para cruzar el puente,
el regalo póstumo para su madre fallecida. En poco tiempo los dioses y las
diosas oirían hablar de ella en la viña celestial y, como la palabra se filtra
a través de la brillante superficie del lago, los habitantes más jóvenes del
paraíso la buscarían, le ofrecerían sus cuerpos para que ella les diese
forma, los esculpiera, los pusiera en condiciones. Como recompensa, le
permitirían mudarse con ellos. Sólo había algo en el camino de Lisa. Un
banquero llamado Weiss. Sin financiación ella no iría a ningún lugar, no
sería nada y estaría condenada para siempre a la mediocridad.
Lisa dejó que ese pensamiento triste diera vueltas por su mente. Era
un truco que había aprendido. Para conseguir las cosas en esta vida, había
que desearlas con frenesí. Ese era el secreto. Si el deseo no estaba
presente, entonces se perdía. Y el modo de incrementar el deseo era
extenderse en las consecuencias del fracaso, tal como ella lo estaba
haciendo ahora. Para cuando el ascensor estaba por depositarla en su
destino, Lisa Starr era dueña de una resolución de acero. Obtendría lo que
necesitaba sin importar cómo. Weiss le daría el préstamo y ella haría lo
que fuera necesario para obtenerlo. Por medios limpios o sucios, ella
ganaría.
La recepcionista con cara de cuchillo no le había resultado nada
alentadora cuando Lisa concertó la cita y ahora parecía que no había
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su cabeza. La nariz, partida con limpieza por uno de los lados de la tabla
de surf unos años antes, le otorgaba una atrayente falta de conformidad
ante el otro rostro que sería demasiado perfecto. Las eternas conferencias
de los Stansfield, políticas y familiares, habían debatido acerca del
beneficio de una cirugía plástica. Ahora y en cien ocasiones previas le
agradeció a Dios que el veredicto fuera no hacerlo. Él necesitaba la nariz.
Se había transformado en su marca, en el símbolo de su virilidad, señal de
que Bobby Stansfield, a pesar de todas las otras apariencias en contrario,
estaba muy lejos de la vanidad. ¿La boca? Cerrada, tal vez demasiado
fina, intimando en la posibilidad de cierta frialdad, hasta de crueldad.
Abierta, un marco increíblemente perfecto para los dientes blancos, puros
y esculpidos. El mentón, suave y cuadrado, insinuaba que su dueño jamás
perdería un voto. Bravo. La caja de trucos se veía bien. Permitía que en su
rostro sonriese con autosatisfacción, mostrando una sonrisa que se
ampliaba positivamente al retroalimentarse con su propia contemplación.
—¿Cómo me veo, Jimmy?
—Como para que se mojen los calzones —se rió el hombre bajo y
gordo que se encontraba a su lado.
A pesar de la broma, los ojos profesionales de Jimmy Baker verificaron
las señales de Stansfield que se veían más abajo del cuello. Corbata de
seda azul con rayas, cruzada por una raya diagonal de color rojo; un traje
convencional Brooks Brothers, azul marino y no de muy buen corte, a fin
de evitar el aroma de la exquisitez que sería el beso de la muerte en las
preferencias de la gente; mocasines negros de Gucci, de cuero suave
como la cola de un bebé. Todo estaba allí, en su lugar. Los candidatos se
habían transformado en una historia instantánea de delitos no más
infames que una bragueta abierta. En esa vida no había descanso.
Desde los palcos, ambos hombres podían ver el escenario y el
estrado. Todavía más importante, los dos podían oír y sentir la excitación
que crecía en el auditorio del hotel. El lugar era impersonal, decorado
imitando sin esfuerzo a los aeropuertos y las salas de espera de todo el
mundo, y bullía con impaciente anticipación mientras tres mil mujeres y
un puñado de hombres se preparaban para conocer al hombre de su
destino. Sobre el escenario alguien había colgado un cartel con la leyenda
EL HOMBRE QUE USTEDES CONOCEN.
De pie sobre el estrado, algunos partidarios anónimos hacían su
propaganda, complaciéndose en reflejar la gloria del que trae las
novedades.
—Y ahora, damas y caballeros, el momento que todos hemos estado
esperando. Es para mí un enorme placer presentarles a ustedes al hombre
que no necesita presentación. Damas y caballeros, el hombre que, aunque
él no lo diga, un día será el presidente de los Estados Unidos de
Norteamérica, ¡El senador Bobby Stansfield!
A la mención de su nombre, Bobby respiró profundamente y se lanzó
al mar de ruidos que surgían a su alrededor como del fondo de un volcán.
Sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda, se puso de acuerdo con las
luces enceguecedoras y llegó al estrado iluminado. Ahora, por fin, podía
tomar contacto con el público, para comenzar el ritual de amor que era
tan importante para él y para ellos. Su sonrisa era modesta, mantenía la
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vamos mañana?
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Capítulo 3
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tienes que describir como basura? ¿No podría ser necedad, tontería o algo
por el estilo? —Jo Anne hablaba como si peleara. Aclaraba el aire como las
tormentas del atardecer que hacían bajar las insoportables temperaturas
de los veranos de Palm Beach. Y después, a veces, ellos hacían el amor,
casi con enojo, con avidez, castigándose los cuerpos como si estuvieran
revolcándose en el suelo. Era casi la única vez que ellos hacían el amor en
la actualidad.
—Es basura porque aparece en todo momento y porque apesta. Ésa
es la razón. —Peter se puso de pie. Como buen malcriado que era,
deseaba tener la última palabra. Girando sobre los talones desapareció en
los sombreados aposentos de la gran casa. Por encima de su hombro,
volando como una flecha, lanzó su dardo.
—No sé por qué ustedes dos, lesbianas, no la cortan y la pasan bien.
De eso se trata, ¿no es así?
El sordo zumbido del filtro de la piscina era el único sonido que
perturbaba el silencio que reinaba al lado del lago, mientras las dos
mujeres digerían el misil verbal de Peter Duke. Durante unos minutos
ninguna de las dos habló, mientras cada una se preguntaba cómo utilizar
mejor un comentario para su propia ventaja personal.
—No tomes en cuenta lo que dijo. Ha estado con un humor espantoso
todo el día. —Era una especie de disculpa y una invitación a una alianza
entre mujeres contra los hombres en general y Peter en particular.
Jane era demasiado feliz como para unirse a eso.
Retiró el codo que había estado lastimando las vértebras de Jo Anne y
con la palma de ambas manos masajeó hacia arriba y abajo la escultural
espalda, con movimientos de masaje sueco. Desde su posición al lado de
los firmes glúteos desnudos, se inclinó hacia adelante, llevando las manos
hacia arriba para tomar los hombros cuadrados, volviendo a hacerlas bajar
a lo largo de toda la columna vertebral, dejando que se demoraran
brevemente en los cachetes de la cola perfectamente redondeados de Jo
Anne.
—Parece un poco hostil —acordó—. Pero no me preocupa. Recibo eso
en todo momento.
Los lentos y largos golpes continuaron sin remordimientos, marcando
franjas de aceite sobre la piel elástica y bronceada. Jo Anne gimió de
placer.
El masaje había cambiado subrepticiamente su carácter. Los dedos ya
no eran agresivos, hostiles y crueles. Ahora eran caprichosos, atrevidos,
innovadores, y la respuesta satisfactoria de Jo Anne pedía que siguieran
siendo así.
Jane intentaba garantizar ese pedido.
—No se estará sobrecalentando, ¿no es así? —le preguntó
solícitamente, con una voz cálida y preocupada, que se oyó en la brisa
aromatizada de sándalo.
—No, estoy bien. Simplemente bien. —Jo Anne dejó arrastrar las
palabras como si se regocijara en la deliciosa sensación. Ésa era la forma
en que más le gustaba. Recibir un masaje bajo la luz solar directa era la
experiencia más nueva, con los rayos ultravioleta fusionándose con los
infrarrojos para disolver los nudos musculares y eliminar las tensiones. Por
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prefería un tequila, pero ahora tenía ganas de que fuera algo con ron. Los
limoncitos verdes y brillantes flotaban junto con los trozos de hielo y ella
bebió disfrutando el líquido agridulce. Los brasileños lo llaman una
campesina. Bueno, a ella le gustaba el sabor de las campesinas,
brasileñas o de cualquier tipo. Respiró profundamente y, revitalizada por
las primeras sensaciones de calor que esa bebida le transmitía a su
estómago vacío, se puso de pie y se encaminó hacia la escalera de
mármol.
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ver lo que sucedía y para identificar a aquéllos que, por su presencia ante
los supremos, se encontraban en la escalada. Jo Anne devolvía con orgullo
las miradas a aquellas cabezas envidiosas, dando a gritos una bienvenida
aquí, ofreciendo un reproche glacial allá, mientras revelaba en esta
demostración pública su capacidad de ascenso social. Una sensación
embriagadora se apoderó de ella, mientras veía la envidia reflejada en
cien ojos. Y no sólo en los ojos. Éstas no eran las miradas carentes de
entrenamiento, incondicionales, de la gente común que admira a una
estrella de cine. Estos ojos tenían clase. Allí había Vanderbilts y Fords, así
como también acicalados condes de oscuros orígenes italianos; el
inevitable inglés, pobre como ratón de iglesia pero increíblemente bien
vestido, absorbido por todos para que a cambio les diera un par de frases
bien pronunciadas; y un grupo de franceses sombríos, perpetuamente
irritados por el hecho de que nadie hablara su lengua medio muerta.
Todos ellos darían cualquier cosa por estar sentados a la mesa de Jo Anne.
Marjorie Donahue miró de reojo alrededor de la mesa de sus
cortesanos, un poco como lo haría un domador de leones en la jaula del
circo.
—Realmente disfruto mucho de las bromas sucias —expresó sin
dirigirse a nadie en particular—. Es algo distinto que hablar sobre dinero y
sirvientes, aunque a veces es acerca de temas un poco crueles.
Jo Anne se rió en voz alta.
—Tienes tanta razón, Marjorie. Deberías oír hablar a Peter sobre tasas
de interés. Es muy desagradable. —El gesto en su cara sugería que
cuando su esposo hablaba sobre cualquier tema era realmente muy
desagradable.
Él la reprendió a través de la mesa.
—Bueno, querido, si tiene que ser sobre dinero, me gustaría saber lo
que el senador tiene para decirnos acerca del déficit presupuestario. —
Con ostentación, reprimió un bostezo. En esta mesa y en esta ciudad, ella
era la que mandaba y deseaba que todos lo supieran. Si eso significaba
divertirse un poco con el poderoso senador, entonces que así fuera.
A Bobby no le importaba en absoluto. Su autoestima estaba blindada.
—Es divertido que digas eso, Marjorie. —La voz de Bobby Stansfield
era calma y a su alrededor danzaba el fantasma del humor seco—. Sabes,
si tú y Jo Anne se juntaran e hicieran una pequeña contribución de sus
fondos personales, creo que podríamos resolver el problema del déficit
aquí mismo.
Aquello era agradable. Todos eran ricos. Ricos, hermosos y con éxito.
En el aire se percibía un humor de autocomplacencia, que se
entremezclaba con el aroma de las cincuenta gardenias blancas que
flotaban en un gran recipiente con agua, en el centro de la mesa.
Bobby se volvió hacia Jo Anne.
—¿Le gustaría bailar?
—Porque no, senador, gracias. —contestó Jo Anne, imitando una
pronunciación sureña.
Él le sonrió a través de la mesa a Peter Duke.
—¿No te importa si le pido prestada a su esposa? Quizá no la
devuelva.
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Capítulo 4
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Capítulo 5
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hielo. El color quedó confinado a la sección más fría de la parte inferior del
freezer. Todo lo que uno se pudiera imaginar estaba allí. Una jarra de
zumo de tomate, Miller's Lite, Carlsberg, lo que se veía como jugo de
naranja, también en una jarra alta, una botella de Taittinger Rosé, otra de
vino del Rin, cherry Tío Pepe, un plato con rodajas de lima. Resistiendo la
tentación de embarcarse en la preparación de un bloody Mary, Lisa tomó
en su lugar el martini helado y se sirvió una mínima cantidad en el vodka.
Ignorando el elegante removedor de plata, metió su dedo de manera
irreverente y revolvió. No debía extralimitarse.
La fría bebida alcohólica en el estómago caliente le produjo un
masaje en el cerebro. Lisa lo sintió casi de inmediato. No acostumbraba a
beber, pero hoy era un día especial. Estaba cruzando el puente, por fin, y
del modo en que su adorada madre lo habría soñado. Muy bien, las
blancas carrozas brillaban por su ausencia, pero desde el primer sorbo de
su vodka con martini, ella podría haber jurado que oía un coro de ángeles.
Nuevamente se sonrió a sí misma mientras el coche dorado entraba en el
Royal Palm Way hacia el corazón de Palm Beach. El cartel en la vidriera
del agente de bolsa en el edificio con el número "400" le decía que el
índice Dow bajó 19,48 puntos. ¡Oh, mi Dios. Qué lástima! Los ricos se
habían vuelto algo más pobres. ¿Significaría que comerían pasta en la
comida?
La multitud que esperaba en Doherty, cuando el automóvil dobló
hacia la derecha para dirigirse a South County, indicaba que los residentes
de la ciudad estaban enfrentando con valentía la caída de la bolsa.
Tampoco la gente de la avenida Worth parecía desilusionada.
La limusina subió por el complejo Esplanade como si ello indicara que
regresaba a casa; un grupo de acomodadores se agolparon a su alrededor.
Chivers les habló con autoridad.
—Cuídenlo durante unos minutos, regresaré de inmediato.
—Salió del asiento delantero y le abrió la puerta a Lisa—. Si me
permite, la llevaré hasta donde se encuentra la señora Duke.
Lisa estaba ligeramente consciente de lo que la rodeaba mientras
subía los escalones españoles de la escalera de la Esplanade, con los ojos
fijos en el trasero de Chivers. Éste se veía como un soldado de la
confederación en algún refrito sobre la guerra civil producido para la
televisión. Lisa no podía evitar estos pensamientos. En la parte superior de
la escalera, los carteles sobre las puertas anunciaban el café L'Europe.
Lisa respiró profundo y le agradeció a Dios por el vodka que producía
improbables dualidades en su interior. El maître parecía estar
esperándolos.
—¿Es la señorita la invitada de la señora Duke? —preguntó con un
cerrado acento francés—. Por favor, sígame, mademoiselle.
Lisa trató de desechar la idea de que este proceso aparentemente
interminable de ser transportada hacia la vanidosa presencia de Jo Anne
Duke podría proseguir durante todo el día. En la mesa habría un
mayordomo negro que la transportaría a un helicóptero que la esperaba y
luego irían hasta un yate donde un capitán de espesa barba la llevaría
hasta un submarino…
Vagamente impresionada por las montañas de flores de color y de
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parecía que estaba un poco impactada por las luces; el proceso de lavado
de cerebro sustituyó a la plutocracia de Palm Beach por la meritocracia de
la pantalla. Se sonrió a sí misma y luego a Lisa. Toda esta información era
alentadora.
—Bueno, veamos. Supongo que habrás oído hablar de Estée Lauder.
Es la señora con top de lentejuelas. A su lado hay alguien que se llama
Helen Boehm. Hace porcelanas y administra el equipo de polo de mayor
éxito. El tipo atractivo a la derecha de Boehm es bastante interesante. Se
llama Howard Oxenberg, seductor con las mujeres. Del otro lado está su
mujer, Anne, que es una verdadera muñeca, hermosa y encantadora.
Howard estuvo casado con la princesa Elizabeth de Yugoslavia; tienen una
maravillosa hija, Catherine, que es actriz. Los Oxenberg viven en
Wellington durante una parte del año, en un lugar llamado Polo y Club de
Campo de Palm Beach.
Jo Anne sonrió ante la mirada de total concentración de Lisa. Para
cualquiera que conociera a los Oxenberg en la intimidad, como era su
caso, eran adorables, gente común cuyas actividades no tenían nada de
extraordinario, sin valor para comentario alguno. Pero para la revista
People, eran considerados como innegablemente glamorosos. Quizás un
poco influida por las poderosas reacciones de Lisa, la actitud de Jo Anne
hacia sus viejos amigos sufrió un sutil cambio cuando los vio renovados a
la luz del entusiasmo de la joven.
—Cuéntame acerca de este lugar en Wellington. Vi todos los anuncios
de televisión para el polo. ¿Quién vive allí y para qué?
Jo Anne comenzó a sentirse una especialista en sociología. ¿Cómo
definir la delicada diferencia entre el Club de Polo y el Palm Beach
propiamente dicho? Se necesitaba un animal social que tuviera el don de
una nariz bien afilada para detectar las siempre cambiantes esencias y
aromas de la relación social, para distinguir las características que dividían
a las dos comunidades. Pero, en algún sentido, ella era realmente una
experta. Lisa no podía haberle preguntado a alguien mejor, con la posible
excepción de Marjorie Donahue.
—Las obvias diferencias no son importantes. Wellington está a treinta
kilómetros del mar. El énfasis está principalmente en el deporte: golf, tenis
y polo. Supongo que es un lugar más joven, por cierto que más nuevo. Y
muy agresivo. Gastan una fortuna en tratar de hacer el mejor lugar de los
Estados Unidos para los jóvenes, para los amantes del deporte; y en
verdad lo están consiguiendo. Sin embargo, no han tenido suficiente éxito.
Una enorme cantidad de gente de Palm Beach va cada domingo a
presenciar el polo, pero el resto de la semana, durante la temporada,
todos los de Wellington comen y nadan allí. Por supuesto que es más
barato. Uno puede comprar algo dignamente decente por alrededor de
quinientos mil dólares. En Palm Beach, por ese precio sólo se puede
comprar una conejera. —Permaneció en silencio unos instantes,
reflexionando—. Creo que lo verdadero es la cuestión de razas. En esta
ciudad los protestantes y los judíos no se mezclan. Es como el apartheid.
Estée Lauder, por ejemplo, no sería bienvenida en el Club de Tenis,
aunque muchos socios del club estarían más que felices de ir y beber su
champán si ella diera una gran recepción de caridad. El Club de Polo es
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mucho más libre y fácil, más democrático, más liberal. Quizá te gustara
venir con nosotros este domingo. Puedes conocer a mi esposo, Peter. En
general, primero comemos, y luego asistimos a un espectáculo de boxeo,
donde bebemos muchos Pimms mientras disfrutamos de la acción.
—Eso suena maravilloso, Jo Anne. Me gustaría verlo.
Lisa se acomodó para el banquete y permitió que la relajación y el
champán fluyeran por su cuerpo. Ninguno de sus horribles miedos se
materializó. La lista resultó ser una valla fácilmente superable: ensalada
mixta seguida por un churrasco. Jo Anne también se mostraba
completamente encantadora, sin señales de darse aires como los que
podrían corresponder a su riqueza casi indecente. Hasta aquí, Palm Beach
había estado a la altura de las mayores expectativas de Lisa. Era sólo
cuestión de superarlas de un modo que le cambiara la vida para siempre.
—Eh, mira, hablando del diablo.
De pronto la voz de Jo Anne se llenó de excitación mientras
gesticulaba señalando la puerta del restaurante.
Lisa dirigió hacia allí su mirada, pero no era Satanás en absoluto lo
que ella vio.
La reacción inicial fue casi química. Más tarde habría palabras para
describirla, racionalizaciones que explicarían lo que sintió en lo más
profundo de su interior. Pero ahora era simplemente una sensación, un
raro cambio de emociones, como si el nido del avispón se vaciara dentro
de sus vísceras. Algo le sucedía, no sabía qué y la aparición de un hombre
terriblemente atractivo en la puerta del café L'Europe era la causa de su
incomodidad.
A medida que su mente comenzaba a volver a tener el control sobre
el furioso torrente de las sustancias químicas de su cuerpo, Lisa trató de
entender lo que estaba viendo. No había una respuesta satisfactoria. Muy
bien, él era increíblemente atractivo, pero eso no era exactamente lo
exclusivo. Era algo mucho más importante que eso, algo desconcertante,
peligroso, excitante, inevitable. Y provenía de él. Era una interacción, una
reacción, algo entre ella y ese extraño que, sumado, daba algo más que la
suma de las partes individuales. Lejos de saber qué era, Lisa observó y
esperó, sintiéndose rehén del destino, mientras el hombre abandonaba la
puerta y entraba en el restaurante.
Algo fue evidente de inmediato. Él tenía a su alrededor el dulce
aroma del éxito, el embriagante aroma del carisma concentrado y todos
los que lo rodeaban podían sentirlo. El maître d'hôtel, que tenía un aire
profesional cuando Lisa había llegado, se metamorfoseó en un servil
jorobado mientras conducía al hombre entre las mesas. Todos en el salón
giraron sus cuellos de goma mientras movían sus ojos ante el recién
llegado. El tono de la conversación se aquietó, mientras que se
multiplicaban los codazos disimulados y las manos encontraban las
muñecas de los desprevenidos que no se habían dado cuenta de la
presencia formidable que estaba ahora entre ellos.
Lisa se volvió indefensa hacia Jo Anne. No era necesario hacer la
pregunta. Jo Anne le sonrió.
—Bobby Stansfield —dijo simplemente—. Y ésa es su madre, Caroline
Stansfield, detrás de él.
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Capítulo 6
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mientras tanto una pena trepó hasta agriar su sabor. Era tan injusto. Si su
madre pudiera haber vivido para verlo. Si su padre y el abuelo…
Pero ellos ya no estaban y no había nadie que observara sus primeros
pasos.
Estaba completamente sola en un mundo de peligro y dificultades,
únicamente con su inteligencia, su belleza y la brillante visión para
ayudarla. De repente, Lisa sintió que su autoconfianza se escapaba de su
apretada garra y el bloqueo que sentía en la garganta encontraba
compañía en las lágrimas que asomaban a sus ojos.
—Tus enemigos, mis enemigos —eso era lo que al abuelo Jack le
gustaba decir—. Si algún tonto no te trata bien, Lisa, vienes y me cuentas.
No va a volver a masticar carne tan bien.
Y entonces ellos siempre se reían, pero en realidad Jack Kent había
roto mandíbulas antes y, por cualquier desprecio real o imaginario a su
bien amada nieta, probablemente habría ofrecido una más temible
retribución. Con un hombre así al lado, no había por qué tener miedo. Con
el egoísmo del viejo Jack y los enormes puños de su padre, la infancia de
Lisa había sido completamente segura. Ningún negrito de la cuadra jamás
se había atrevido a decirle una palabra, ningún borracho empapado en
licor jamás se había arriesgado a hacerle un comentario sugestivo sobre
las tetas que habían comenzado a crecerle, ningún noviecito había
empujado su suerte cuando la respuesta había sido no. Después, en unos
pocos minutos todos ellos se habían ido y la habían dejado sola. Una chica
sin padre y sin madre.
Una gran lágrima rodó suavemente por la mejilla de Lisa, uniéndose a
la humedad de su transpiración. En Palm Beach nadie usaría los puños
contra ella, pero usarían palabras tan punzantes como una daga. Sus
defensas serían los abogados, el dinero; sus aliados, las astutas lenguas
de sus amigos. Competir en ese mundo estaría lejos de ser fácil, muy lejos
de ser seguro. Estos pensamientos le agradaron a Lisa. Después de todo,
la sangre de Jack Kent corría por sus venas y, si había algo que
invariablemente lo ponía contento, era la posibilidad de una buena pelea,
preferentemente con las chances en su contra. Su padre no había sido
como él, pero ella había visto brillar sus ojos en el Roxy cuando la cerveza
había comenzado a fluir y cuando algún joven había decidido que era
tiempo de medir su brazo contra el de sus mayores y mejores
contrincantes. Lisa los llevaba a todos dentro de ella y ganaría en el
proceso. No importaba lo grandes que fueran las armas, ella encontraría el
modo de devolver un fuego más destructor.
Como si exorcizara la creciente desesperanza, se hundió en las
burbujas, sumergiendo su cabeza en el calor. Cuando volvió a aparecer, su
vieja autoconfianza había regresado.
Comenzó a cavilar acerca del domingo. ¿Cómo sería? ¿Quién estaría
allí? ¿Bobby Stansfield? El pensamiento apareció como un rayo de sol a
través de una espesa nube, súbitamente, sin esperarlo y con el mismo
efecto cálido y vigorizante. Stansfield. El nombre del poder para
concentrarlo en la mente, para atar los cabos sueltos en un todo
coherente. Era la palabra clave para todo, para su pasado, su presente y,
se animaba a desearlo, para su futuro. Quizá fuera sólo un símbolo para el
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imaginado que la parte tramposa iba a estar en las relaciones con los de
afuera. Ahora parecía como que el partido difícil se jugaría allí, en aquella
mesa.
Se produjo una tregua inestable cuando el mozo encargado de los
vinos revoloteó sobre la mesa. No duró mucho tiempo.
Bobby se volvió hacia Lisa solícito.
—El champán está bien con el jugo de naranja, pero no lo bebería
solo. —De alguna manera, la forma en que lo dijo no sonó en absoluto
pomposa. Por lo menos eso fue lo que Lisa pensó. Para ella el champán
era algo burbujeante y caro que se bebía para celebrar algún hecho. Pero
para gente como Bobby, que obviamente lo bebía todo el tiempo, era
posible hacer toda clase de distinciones sutiles entre un tipo y el otro.
—Yo no lo bebería en absoluto, con jugo de naranja o con cualquier
otra cosa —dijo Peter Duke grandilocuente, doblando el labio con acida
condescendencia—. Esa basura española produce la peor de las resacas
del mundo. El día siguiente directamente no existe. Yo tomaría bloody
marys, Lisa.
Su comentario decía mucho. En la casa de los Duke el champán era
siempre francés, invariablemente cosechas 1971 y 1973, y de las más
finas marcas: Krug, Louis Roederer, Bollinger. La botella de Cordorniu
español que se estaba sirviendo en el Polo de Palm Beach habría sido tan
bien recibida en la bodega de los Duke como una cucaracha en un tarro de
crema facial.
El propósito de Peter Duke no fue el de mostrarse como un
connoisseur. Lo que quiso decir era que Bobby Stansfield no era sólo un
filisteo sino también un empobrecido. Stansfield no podía pagarse ni
siquiera el modo de evitar las resacas. Estaba preparado para beber
basura y esconder su sabor con jugo de naranja. La diferencia de matiz
estaba allí, para que todos la vieran. Los Duke podían comprar a los
Stansfield a cualquier hora del día o de la noche.
Bobby recibió el mensaje. Políticos de su calibre, sin embargo, no
eran molestados por jabalinas débiles del tipo que Peter Duke podía
lanzar.
—Debe de ser muy importante, Peter, para ti, estar en forma a
primera hora de la mañana. —La observación aparentemente aduladora
de Bobby Stansfield era tan inocente como un político de Chicago
contando billetes en una habitación llena de humo.
El rostro de Peter Duke enrojeció cuando recogió la estocada. Las
mañanas en esos días solían comenzar tarde y era un problema llenar ese
par de horas antes de que uno pudiera comenzar decentemente a beber
de nuevo. Había un límite en la cantidad de tiempo que podía hablando
por teléfono con el agente de bolsa para saber si los movimientos del
mercado del día anterior lo habían dejado con unos pocos millones de
dólares más o menos.
Jo Anne no ayudó al reírse directamente.
—Escucha, Bobby. Las mañanas del pobre Peter son descartables de
todos modos. No creo que sea la calidad de lo que toma sino la cantidad.
Lisa tuvo que luchar por reprimir el deseo de reír. Ella ya había
registrado cómo era Peter Duke. Era holgazán, incompetente, pomposo;
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había jugado seguro, que había cubierto sus pasos. Había evitado las
relaciones heterosexuales, que siempre se suponía que eran las más
peligrosas. Había oído el sonido metálico en el teléfono, un sonido de
vacío cuando hablaba. Ahora se daba cuenta. Peter lo había pinchado.
Durante meses, sus conversaciones más secretas habían sido grabadas.
—Tengo transcripciones de charlas que le harían caer la dentadura
postiza a un juez de setenta años. Juro que el viejo Ben se cagará en los
pantalones cuando te oiga hablar tan dulcemente con Mary d'Erlanger. ¿Y
sabes de esas fotografías de las dos saliendo del Brazilian Court? Vi damas
destrozadas en mis tiempos, pero ustedes dos se veían como si
necesitaran muletas. Me parece que la corte no verá con demasiado
agrado tus reclamos sobre mis bienes.
Por supuesto que tenía razón. No había forma de que no la tuviera.
Pero, de pronto, a Jo Anne no le importó. Ella ya estaba un paso adelante
del pobre Peter. Siempre lo había estado. Como si hubiera tenido hielo en
su interior, ella sabía exactamente lo que haría.
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una buena o una mala noticia? ¿Un truco barato o una muchacha
respetable? ¿Cómo se la podría usar?
Lisa lo miró de arriba abajo. No le gustó. Si alguna vez ese hombre
decidía afeitarse el pecho, podría entrar en el negocio de los felpudos.
Los otros dos parecían menos importantes, más amables, ansiosos
por agradar.
—Ahora, Lisa, ¿puede tolerar un cóctel margarita? Me temo que
comenzamos sin usted, si puedo restar importancia al hecho. —Echó hacia
atrás la cabeza y se rió. ¿Un niño al que se culpaba de una incursión por
tarro de las galletitas? ¿Un hombre de mundo que no temía divertirse y
necesitaba una pareja para las transgresiones? ¿Un aristócrata de viejo
estilo que sabía un par de cosas cuando de mezclar un cóctel se trataba?
Había algo de las tres cosas en su comentario y en su risa, y Lisa no
estaba del todo segura acerca de cuál ellos era más atractivo.
La llevó hacia el bar.
—El secreto de un margarita verdaderamente bueno es preparárselo
uno mismo —dijo con simulada seriedad—. Por supuesto que los vasos
están en el hielo.
Como un mago, extrajo del freezer dos vasos de cóctel en forma de V,
helados. Vació una pila de sal sobre la superficie de mármol blanco y la
alisó con la palma de la mano antes de pasar el borde de cada uno de los
vasos. Luego tomó una gran jarra y los llenó. Le alcanzó uno a Lisa.
—Dígame qué le parece. —En su rostro había una juguetona
expresión de preocupación.
—Es delicioso —dijo ella—. ¡Qué manera de hacerlo!
Bobby se rió mientras la conducía hacia una mesa ubicada a cierta
distancia del resto de los hombres. Lisa sintió que el alcohol pasaba
directamente, a través de su estómago, hacia la sangre. Era más atractivo
de lo que recordaba, si eso era posible. Parecía más áspero que muscular,
un cuerpo que se veía como si se hubiera puesto en forma por haber sido
utilizado por las cosas más que por el constante ejercicio. Tenía suficiente
vello en el pecho, pero no demasiado. Pies lindos y, gracias a Dios, uñas
de los pies bien cuidadas. Pocos hombres se daban cuenta de lo
importante era eso. El rostro, por supuesto, se ganaba las medallas, pero
eso era muy bien conocido desde los bosques de robles hasta las aguas
del Gulf Stream. Era difícil separar al hombre de lo que él significaba, de lo
que era posible que pudiera significar. Bobby Stansfield no era
simplemente un hombre atractivo que sólo se tiraba al lado de la piscina y
se bronceaba al sol. Era un símbolo. Más segura que el viejo
conservadurismo, la filosofía que él abrazaba había golpeado una vena de
sentimientos que cruzaba el país y, si él lograba utilizarla bien, podría
obtener los mayores dividendos. Esto lo transformaba en una figura con
un desconcertante poder potencial, que actuaba en sinergia con sus
abundantes atractivos físicos. Cualquiera lo habría sentido. Pero Lisa no
era simplemente cualquiera: ella era la hija de Mary Ellen Starr y, si se
podía perdonar el juego de palabras, ella lo veía a través de los ojos de
una star.
—¿Trajo algo para nadar? Si no, estoy seguro de que podemos
arreglarlo. En general, hay muchas cosas de mis hermanas.
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deliciosa carne firme contra su cabeza, los labios a centímetros del lugar
que ella ya deseaba que fuera suyo. Nuevamente él la miró, su mentón en
contacto con la tela del traje de baño, su deliciosa presión acariciándola
en la parte más vulnerable de su ser. Una vez más, los ojos azules la
interrogaban, le transmitían seguridad, la tentaban. Luego fue empujada
hacia adelante, mientras sus nalgas perdían su precario asiento en el
borde de la piscina y él la atraía hacia sí en el agua. Se sintió transportada
y Bobby la acompañó, con su cuerpo fuertemente adherido al de ella,
rodeándolo rígidamente con brazos poderosos como sogas.
Como quien que se ahoga y cuya vida se supone que pasa como
película en cámara rápida antes de la destrucción, la mente de Lisa
disparó en un calidoscopio los acontecimientos que la habían conducido a
éste, su más deseado momento. Estaba perdida, girando en el vértice de
la lujuria y del amor. Eso era. Amaba a este hombre que la abrazaba. Lo
amaba física y mentalmente, tal como había sido programada para
hacerlo. Él lo era todo. Su madre, su ambición, su futuro. Y estaba aquí
ahora. Sosteniéndola con firmeza entre sus brazos, debajo de la superficie
de la piscina de los Stansfield, a unos pocos metros de sus amigos.
Durante un momento desesperado, sintió la necesidad de escapar, de
poner en orden sus caóticos pensamientos. Sabía que pronto serían
amantes, pero había que cruzar primero una tierra de nadie.
Como una sirena, se separó de él, deslizándose en busca de la
seguridad del refugio en el que podría recuperar la claridad de sus
pensamientos. Sin mirar atrás, salió de la piscina y corrió hacia el
vestuario.
Estaba oscuro allí. Fresco y oscuro. Un lugar tan bueno como para
tratar de detener emociones que se escapaban. Lisa estaba mojada y se
sacudió de la cabeza a los pies. Todos sus nervios gritaban, necesitaba
algún modo de liberar la insoportable tensión que se apoderaba de su
cuerpo. Se apoyó contra los azulejos blancos de la ducha, agradecida por
el frío contacto contra su piel, por cualquier tipo de contacto. Todo el
tiempo había tratado de tomar las riendas para disminuir la velocidad del
carro del deseo que corría peligrosamente en su interior. Sobre sus muslos
podía sentir la impronta de la urgente fuerza de Bobby, la sensación
paralizante de su cuerpo aplastándose contra ella en las profundas aguas
azules. ¡Dios, cómo lo deseaba! Era enloquecedor desear de esa forma y
tan súbitamente. De pronto, felizmente impactada, se dio cuenta de que
no estaba sola. Con los ojos apretados, sintió las manos sobre ella y su
mente se detuvo mientras el cuerpo se destrozaba. Era un hermoso
sueño, una fantasía maravillosa, mientras él recorría con sus manos todos
los rincones de su cuerpo. Lo sentía latir, expandiéndose, retirándose,
retorciéndose debajo de esos dedos calientes. Todavía ella mantenía sus
ojos cerrados, sin deseos de perturbar la magia del momento que sabía
que ahora vendría. Se oyó a sí misma emitir un bajo gemido de
aceptación, mientras la tela de su traje de baño era retirada de su cuerpo.
En su mano, el pene se movía, con vida, con deseo, buscando la
conquista y la posesión. Con adoración, ella trazó sus contornos desde la
orgullosa y suave cabeza, a lo largo del cuerpo duro como roca, hasta la
abundante jungla de su base. Sus ojos todavía permanecían cerrados
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—¿Estás listo? —le gritó Jo Anne por encima del zumbido del potente
motor de la Riva.
A través de las tranquilas aguas fuera de la costa del North End, la
respuesta de Peter Duke se oyó muy bien. Sus ojos se movieron en el aire
quieto.
Jo Anne se sentó, tiró fuertemente de la palanca y la gran lancha se
lanzó hacia adelante mientras los motores dejaban escapar un rugido
poderoso.
Peter Duke se levantó de las aguas con facilidad, duro como una roca,
casi sin moverse hacia los lados. Lejos, para los holgazanes adoradores del
sol, era evidente que ese esquiador no era un novato y la impresión se
confirmó cuando él enfiló hacia la estela de la lancha. Con los brazos
completamente extendidos delante de él, se lanzó hacia atrás, con el
cuerpo derecho e inclinado en un ángulo de cuarenta y cinco grados hacia
la superficie del agua. A medida que la velocidad se incrementaba,
golpeaba las olas y por momentos saltaba en el aire, para volver a caer en
las lisas aguas un poco más abajo. Ahora, casi paralelo con el costado del
Riva, aminoró la velocidad de avance, permitiéndose tiempo para un
saludo a Jo Anne, antes de que poner las piernas en posición para dar la
vuelta.
Ésta era la parte que más le gustaba. Debajo de sus pies sentía la
enorme fuerza centrífuga cuando doblaba el esquí contra el agua. Los
músculos de sus antebrazos se volvían trozos de acero mientras la soga
de arrastre venía hacia él y la alta columna de agua salpicaba con
satisfacción desde el borde del esquí cuando él daba la vuelta.
Ahora corrió a través de la popa de la embarcación. Dos estelas para
saltar mientras cruzaba del otro lado. Casi no era consciente de la larga
cabellera de su esposa en el viento, creada por la velocidad de la Riva.
Esto era de lo que se trataba. Un hombre luchando contra los
elementos, utilizando su habilidad y determinación para mantenerse
erguido en una situación en la que las cartas estaban en su contra. En su
vida la lista de logros no era larga, pero era bueno para eso. No había
dudas. Había sido una de las grandes ideas de Jo Anne.
Por un segundo, mientras corría entre brisa marina, se permitió el lujo
de un momento de remordimiento. De alguna manera no podía ver a
Pamela Whitney en el papel de furiosa conductora del carro que Jo Anne
tan bien cumplía. Ella tendría otros encantos, pero conducir la lancha de
esquí no sería uno de ellos. Sin embargo, se iban a separar como amigos.
Quizás él le dejara uno o dos millones en recuerdo de los viejos tiempos.
Por lo menos eso la mantendría lejos de las calles por lo menos, de las
más baratas.
Espera, para allí. Concéntrate. Casi pierdes esa vuelta. Doblando y
girando como un cohete el cuatro de julio, la Riva trazaba locas figuras por
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todo el mar. Peter se sonrió para sí. La buena vieja Jo Anne. Éste era el
espíritu que admiraba en ella. No había nada que le gustara a Jo Anne más
que la competencia. Su poder como conductora contra el de Peter como
esquiador. Era el mejor modo. Apretó los dientes y tensó los músculos
para la batalla.
La boca de Jo Anne, en general sensual y plena, era ahora fina como
un trazo de lápiz dibujado en su rostro. Los ojos, normalmente brillantes,
eran fríos y mortales mientras tomaba el volante recubierto en cuero.
Hacía girar a la embarcación hacia uno y otro lado, marcando la suave
superficie del océano; como un Navy Phantom atrapado en el sistema de
rastreo por calor de un misil, dio una vuelta completamente impredecible,
con un engañoso cambio de velocidad.
Detrás de la lancha, Peter Duke se mantenía serio mientras trataba
de anticipar los movimientos de su esposa. A medida que los minutos
pasaban, los músculos comenzaron a fatigarse por el esfuerzo, y su mente
aminoró la velocidad debido al derroche de energías en la coordinación del
cuerpo. Muy bien, Jo Anne, eso es todo. Suficiente, es suficiente. No nos
dejemos llevar.
Sin embargo, la lancha no se detenía. Sus movimientos se habían
vuelto incluso más frenéticos, mientras que saltaba y rebotaba por encima
de la superficie del mar, en un esfuerzo por sacudirse su carga. Peter Duke
luchó por quedarse con ella, como un pescador decidido a no dejar
escapar su presa, corriendo a través de todo el océano para derrotarlo. Y
de repente todo terminó. Cuando iba a dar una vuelta, Jo Anne redujo la
velocidad. Mientras él salía, ella volvió a levantar la lancha, doblando el
volante hacia la derecha. Game, set, y el partido. Resignado y sin haber
tenido ni un pequeño respiro, Peter Duke se dejó llevar, formando un arco
en el aire, mientras la suave superficie azul se acercaba a su cara.
Hundido. Eso era lo que decían los surfistas. Debajo del agua estaba
fresco y había silencio, en agradable contraste con la contienda de quince
minutos desarrollada en la superficie. Perezosamente Peter Duke fue hacia
arriba.
Cuando llegó a la superficie, la lancha estaba terminando la vuelta,
con la proa en el agua mientras las grandes hélices giraban en el mar a
baja velocidad. A dieciocho, quizás a un poco más de veinte metros de
distancia, la proa enfiló hacia él. Recostado sobre su espalda, pateando
con delicadeza el cálido océano, planeó su saludo.
¿Estabas tratando de matarme allí? Sí, eso estaría bien. Una
respuesta con humor a la pequeña victoria de su esposa. Nueve metros. Jo
Anne era totalmente invisible detrás de la oscura proa de la lancha, con
sus lados de acero en forma de V y las paredes de nogal.
Cuidado, Jo Anne. La lancha debería estar en punto muerto ahora.
Gira un poco para darme espacio. Peter Duke abrió la boca:
—¿Estabas tratando de matar…
Con un colérico rugido, los motores de la Riva volvieron a la vida.
Como una flecha, la proa se encaminó hacia él. No había tiempo para
actuar. Para pensar. La madera brillante le golpeó el hombro y el impacto
pareció hacerle perder las conexiones en su cuerpo. Hacia abajo, abajo, se
fue, con los sentidos doloridos por el adormecedor entumecimiento de un
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El último testamento de Peter había sido hecho varios años antes, en los
días felices posteriores a la luna de miel. Cuando ella preguntó
exactamente cuántos millones había, nadie había podido responder.
Aparentemente dependía de todo tipo de cosas como el cambio en las
valuaciones de las propiedades, las tasas de cambio y cosas por el estilo.
Fue el momento en que Jo Anne se enteró de que era inmensamente rica.
Si no se podía contar, era seguro que se estaba en el territorio de los
megadólares.
Casi sin darle importancia, ella había exigido el expediente de Peter.
—Poco antes de morir, mi esposo me dijo que usted tenía un archivo
privado de su propiedad. Supongo que por el testamento todas sus
posesiones son ahora mías. Quizás usted me lo pudiera conseguir.
Con el rostro tan negro como las nubes de tormenta de una tarde de
verano en Palm Beach, Carstairs había hecho lo que se le pedía. Jo Anne
se había pasado toda una tarde revisándolo, escuchando las cintas,
maravillándose por la eficiencia del trabajo de detective, la calidad del
sonido de las conversaciones telefónicas grabadas. La de Mary d'Erlanger
la había hecho demasiado sensual. No era de extrañar que el pobre viejo
Carstairs se hubiera escandalizado. Mary d'Erlanger tendría que ser
resucitada. No había dudas. Le pareció una verdadera lástima destruirlo,
pero ella sabía cómo aprender de los errores de los otros. Ponerse mal por
cosas como ésas no le había hecho ningún bien a la presidencia de Nixon.
Los ojos de Jo Anne descansaron por un momento sobre la madera
lustrada del féretro y entonces ella pensó en su contenido. ¿Sentía algún
remordimiento? ¿Alguna ternura hacia eso que había sido su esposo? No.
Dar la otra mejilla era para las muchachas que no habían tenido que
chupárselas a unos vagos a cambio de unas pocas monedas para
caramelos. Cuando Peter Duke había usado su poder contra ella, tratando
de arrojarla nuevamente a la alcantarilla de la que con tanto trabajo había
salido, realmente había disfrutado pelarlo como una banana con las
hélices de la Riva. El jamás supo quién era ella, jamás se molestó en
averiguarlo y el descuido lo había transformado en carne de hamburguesa
casi cruda. Había poesía en la justicia.
Las cosas parecían estar tranquilizándose. Era hora de enfrentar a los
de afuera. Los ojos llorosos, las estudiadas palabras de condolencia:
—Si hay algo que pueda hacer, cualquier cosa, por favor no dude…
¿Había sospechas en los ojos de todos los que velaban en los jardines
fuera de la iglesia? Para los paranoicos, sin duda. Pero Jo Anne no era
paranoica. Ella estaba feliz hasta el delirio. «Muerte accidental» había sido
el veredicto y nada más importaba en todo el mundo. Nada en absoluto.
La gente podía murmurar para contentarse, pero si Jo Anne conocía bien a
los habitantes de su ciudad, nadie pelearía con su apellido, Duke, y menos
con su fortuna.
Había sólo una pregunta de importancia. ¿Adonde se dirigía ella
desde aquí? Era una de las mujeres más ricas y más poderosas de los
Estados Unidos, con el orgulloso nombre de una de sus familias más
antiguas. También volvía a estar sola. Una viuda con gloria, con los pies
libres, con sus fantasías libres. ¿Qué diablos hizo ella para un empate?
Durante uno o dos segundos se quedó allí de pie, indiferente ante las
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Capítulo 8
Hacía sólo diez minutos que el sol se había puesto antes de la hora de
dormir y, en los controles de un Beechcraft de doble motor, el barón
Bobby Stansfield estaba preocupado. No tenía tiempo de admirar la
belleza del sol sobre las aguas del mar entre Bequia y St. Vincent, mucho
menos para elegir e identificar las extraordinarias casas que, como joyas
incrustadas, salpicaban el rico paisaje de la isla que estaba debajo de él.
Todo lo que le preocupaba era que la pista de aterrizaje en Mustique no
tenía luces y que debía aterrizar antes del anochecer. ¡Diablos! Estaba
cerca. Alcanzó a balancear, disminuyó la velocidad y dobló la palanca
hacia la izquierda mientras se dirigía al banco. Sólo había una oportunidad
para la pista. ¿Por qué demonios no se habían quedado en Barbados?
Ahora podrían estar disfrutando de algunos ponches en Sandy Lane, en
vez de exponerse a sufrir un desastre en las profundidades del mar del
Caribe. Pan Am y sus malditos horarios; el vuelo desde Miami les había
dado el tiempo justo para llegar a Mustique antes de la noche. Siempre
era una apuesta, sin embargo ésta era la más ajustada.
Sentada junto a él, Lisa percibió la tensión sin saber la causa. Bobby
había estado en silencio durante todo el vuelo de cuarenta y cinco minutos
desde el aeropuerto Grantley Adams de Barbados. En un par de ocasiones
había hablado para atraer su atención hacia una hermosa formación de
nubes o hacia un grupo de peces voladores que se divertían en la calidez
del pálido azul del océano, pero a cada rato miraba su reloj y de vez en
cuando fruncía el entrecejo, que marcaba la piel bronceada de su frente.
Lisa estaba muy preocupada. Bobby Stansfield tenía el control del avión y
de su vida. Eso era suficiente. Y si el Señor, con Su Sabiduría, decidía
llevárselos a los dos aquí y ahora, bueno, qué modo de irse, abrazada a un
hombre que ella había aprendido a amar con una intensidad que jamás
había soñado posible. Durante las últimas semanas, el clima de la Florida
había llegado a las más altas temperaturas y registros de humedad: ella y
Bobby habían hecho poco por enfriar las cosas. Desde la primera vez en
que habían hecho el amor en los vestuarios de la casa Stansfield hasta la
noche anterior en un velero, al borde del Gulf Stream, sus cuerpos habían
avivado el horno de la ola de calor de la Florida; el sudor había corrido,
mientras sus mentes chocaban en el baño de vapor del éxtasis. Incluso
ahora Lisa podía sentir que su cuerpo se vapuleaba como una cuerda
tirante en el viento. Toda ella estaba en tensión, vibrando como un tambor
en respuesta a la proximidad de su amante. No era nada menos fantástico
que un viaje mágico de deleite y le rezaba a su Dios para que eso no se
interrumpiera nunca.
Para colmo, él la había invitado a Mustique, la isla privada más
exclusiva del mundo. No se hospedarían en un hotel. Era increíble, casi
totalmente imposible de creer, pero Lisa estaba en camino de encontrarse
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—No hay nada de sofisticado acerca de ese efecto, ron blanco, ron
oscuro, licor de banana, todo está ahí.
—Bravo —dijo Bobby, interrumpiéndolo—. Continuemos con el show
en el camino. Me gustaría tomar una ducha y apuesto que las muchachas
también.
Se subieron a un jeep de color rojo, con el equipaje amontonado
atrás, y el grupo partió hacia la creciente oscuridad. Era un camino
increíblemente lleno de pozos.
—Veo que la Compañía Mustique no administra el asfalto todavía —
dijo Bobby.
—Es un modo efectivo de controlar la velocidad y parece que a los
europeos no les importa demasiado. Probablemente a causa de que ellos
ya están acostumbrados.
—¿Llegaron los Havers? —preguntó Bobby cambiando de tema.
—Sí, llegaron ayer por la mañana. El PM está en forma y Patrick
Lichfield está aquí con una cantidad de gente, de manera que tu fin de
semana en la isla será ajetreado. Mick Jagger y Jerry se quedan con Patrick
durante un par de semanas. Mick construirá aquí, ¿sabes?
Jo Anne se enderezó ante la mención de la estrella de rock. Para Lisa,
Jagger era tan interesante como Bing Crosby, pero a los de la edad de Jo
Anne la música de los Stones los había enloquecido.
—¿Cómo se decidió a invertir aquí?
—Es bastante interesante, en realidad —dijo Brian—. Para cuando se
estaba por separar de Bianca pareció por un momento que se iba a quedar
atrapado en una carga por alimentos debido al divorcio. Bianca había
contratado al grupo Mitchelson. El asesor de negocios de Mick, un tipo
llamado Prince Loewenstein, era amigo de Colin Tennant, que fue
propietario de esta isla, y ellos le consiguieron la residencia de St. Vincent
en diez días. Aparentemente le ahorraron un montón de dinero. Debía
tener una casa de su propiedad para cumplir con los requisitos de la
residencia, de manera que compró un lote en la playa, en L'Ansecoy Bay,
y vivió en una casa de la playa que estaba allí. Ahora está construyéndose
una fantástica, de estilo japonés, con un parque para jugar croquet.
Los aromas de la noche del Caribe llegaban hasta ellos mientras
escudriñaban en la oscuridad. En ocasiones, los focos del automóvil
iluminaban algo: una casilla llena de tractores, una familia nativa
caminando al costado del camino, bancos de arbustos salvajes. Parecía
lejos del paraíso cuidado que Lisa y Jo Anne habían esperado. Eso estaba a
un millón de kilómetros de Palm Beach.
Luego, bastante repentinamente, estaban viajando por un marcado
declive que los condujo a un camino recto, a cuyos lados la tierra caía en
la oscuridad. Sobre la izquierda se veían las luces brillantes de una
espectacular casa pintada de amarillo, que se destacaba por una gran
construcción con forma de pagoda que servía de entrada al camino que
ellos ahora estaban cruzando. Directamente delante de ellos se veían las
luces de otra casa. Construidas a un solo nivel, dos alas simétricas
flanqueaban una terraza central y un patio que conducía a la puerta del
frente.
Lisa advirtió el color rosado del exterior, los insectos que bailaban en
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los rayos de luz de los focos, el débil sonido de una gran banda de música.
De modo que eso era real. La casa de la princesa Margarita. ¡Su casa
durante los próximos tres o cuatro días!
Brian Alexander apagó el motor.
—Llegamos. Les jolies eaux.
—¿Qué significa? —dijo Jo Anne. El francés era algo que no se hablaba
demasiado en las calles del Bronx.
—Hermosas aguas —dijo Lisa.
La sirvienta negra abrió la puerta.
—¿Cómo diablos la llamo? ¿Princesa? —Susurró Lisa con urgencia.
Bobby se rió mientras eran conducidos a la sala de estar, pero no
contestó nada.
Lisa miró a su alrededor. No era en absoluto lo que había esperado.
Linda, antes que formal y grandiosa. Muebles de caña con almohadones,
dos sillas con respaldo de acero inoxidable, el tipo de cosas que se
encuentran en Jefferson Ward, un escritorio de madera clara sobre el que
había dos coloridos loros de porcelana. Las lámparas pertenecían al diseño
estándar de la isla, con pantallas de rafia y bases de coral. A la derecha de
la habitación había una mesa de comedor con ocho sillas. Velas de color
anaranjado salían de candelabros de cristal, complementando sin duda un
cuadro que, lejos de ser valioso, representaba un pez también anaranjado.
Por otra parte, había el tipo de cosas que ella tenía en su propia
habitación: cantidad de libros de edición corriente con bastante uso sobre
los estantes de la biblioteca, una tonelada de casetes de música, un viejo
televisor blanco y negro. La arquitectura de la habitación era infinitamente
superior a su contenido, desde el piso de cemento con su diseño
geométrico, hasta el techo en forma de V de madera pintada de blanco.
Pero la verdadera importancia de la habitación residía, obviamente, en su
vista. Los ojos de Lisa fueron atraídos de manera irresistible, a través de la
ventana francesa, hacia la piscina iluminada en la que el príncipe Andrés
había seducido a Koo. ¿O había sido quizá al revés?
—Bobby, qué gusto verte —la voz era profunda y gruesa, producto de
demasiados cigarrillos, insinuación, quizá, de una trasnochada.
—Maravilloso verla, señora. —Bobby se inclinó hacia adelante para
rozar la mejilla que se le ofrecía. Una vez de cada lado, al estilo europeo—.
Y éstas son mis dos amigas. Jo Anne Duke y Lisa Starr.
Mientras se daban la mano, Lisa trató de analizar su primera
impresión. Pequeña, diminuta, definitivamente cuadrada, ¿podría uno
pensar? La princesa Margarita movió una larga boquilla de caparazón de
tortuga en su mano izquierda mientras las saludaba.
—Bueno, señora, es un gran alivio estar aquí. Llegamos antes de la
caída del sol.
—Estoy feliz de que vinieran. Vamos todos para la casa de Patrick a
cenar. Tiene la casa llena de gente. Mick Jagger y su «dama» y el adorable
David Wogan. No recuerdo si lo viste antes. Los Havers están aquí, pero se
encuentran descansando. Tuvimos una agitada comida en Basil.
Lisa estaba preparada para los arreglos dispuestos para dormir. Había
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supuesto.
Todos rieron. Excepto Bobby. Los Stansfield no se reían acerca de
cosas tales como contribuciones para campañas. Después de todo, uno no
juega fútbol en la iglesia. Durante un largo momento, él la contempló
como si la viera por primera vez, con una luz enteramente nueva y
ampliamente favorable. Del otro lado de la mesa, Lisa observaba todo lo
que ocurría, y lo que vio la atemorizó. Después de eso, habían comenzado
a hablar con claridad; Jo Anne había mostrado un megadólar como bocado
para la boca voraz y ansiosa de Bobby. Una o dos veces él había captado
los ojos de Lisa y le había sonreído cálidamente. Todo lo que Lisa había
podido ver en aquellos ojos azules eran el signo dólar.
Mick Jagger, a la derecha de Lisa, había proporcionado tanta ayuda
como un pedo en el campo. Por alguna extraordinaria razón que solo él
conocía, se había imaginado que Lisa podría estar interesada en el cricket,
una de sus pasiones. Después de cuarenta minutos de glacial desinterés,
había intentado con el croquet. Hundido. A su izquierda, David Wogan
había sido más útil. Irlandés alegre, conocido por ser el mejor amigo de la
princesa Margarita o MA, como le gustaba llamar a dicha amistad, estaba
en proceso de hacer lo que sus conciudadanos lograban mejor que nadie.
Se estaba emborrachando. Por lo que Lisa pudo inferir, éste no era un
proceso que había comenzado en el curso de la cena, o incluso durante los
tragos que la precedieron. No, el viaje de David a los pies del olvido había
comenzado aparentemente con un Buck Fizz mucho antes de la comida.
Con un susurro, David desplegó el informe confidencial de la
superestrella amante del cricket-croquet.
—De bajos modales, mi querida. —Respiró profundo y eructó
teatralmente, provocando una mirada glacial de parte de la princesa
Margarita. Continuó despreocupado—. No sé por qué P.M. lo soporta.
Probablemente porque su primo era el mejor hombre en su casamiento
con Bianca.
Lisa se rió y aquella risa la alivió un poco, si tal cosa era posible. Al
diablo con eso, nada estaba perdido todavía. Si Jo Anne quería jugar por
Bobby Stansfield, le sacarían tanto dinero que la dejarían luchando por
conseguir aire.
Lisa tomó un trago de vino, suspiró profundamente y trató de
divertirse. Eso debería haber sido el paraíso, codeándose con los
poderosos, quizá, en la casa más bonita de la isla más hermosa del
mundo. Miró a su alrededor. La casa de Patrick Lichfield era una joya.
Pintada de color amarillo, estaba construida en estilo Oliver Messel, como
un teatro, abierta a las brisas del Caribe y con una vista maravillosa. La
casa propiamente dicha estaba construida en diferentes niveles y hasta
aquí se habían completado cuatro, aunque aparentemente Patrick tenía
planes para agregar más. A nivel de la piscina se había construido una
casa que cumplía la función de área de vídeo, con banquetas de
almohadones color beige en forma de media luna, alrededor del sistema
Sony VHS. Más tarde, esa noche todos mirarían una película. Ahora, en el
mirador donde estaban cenando, ella podía observar el paisaje sensual y
sutilmente iluminado, la piscina brillante y el aroma de las granadinas,
mientras escuchaba el susurro de la amable conversación, el tintineo de la
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daban vueltas y vueltas para identificar a quién estaba con ella y quién en
su contra.
Sobre el piano negro y deslucido descansaban el vaso de Famous
Grouse, el cenicero que sostenía la larga boquilla y un cigarrillo prendido.
En la mitad de una sílaba, la llorosa canción se interrumpió.
—¡Diablos! Me olvidé de la letra.
La boca de Lisa se abrió. Esto simplemente no podía ser cierto. ¿Podía
esto estar sucediendo en el siglo XX? Luchó por no ponerse a reír.
—Algo acerca de Hershey que inventó la barra de chocolate, creo,
señora.
—Muchas gracias, Patrick. —El tono era acusador. Era el de una
directora irritada porque la clase había sido lenta en responder su
pregunta. ¿Estaban atendiendo de verdad?
Una vez más continuó la agresión a los sonidos.
Durante un segundo Lisa se permitió un visita guiada al grupo que se
agolpaba alrededor del piano. La realeza podría no tener poder real, pero
quedaba claro que, como el Todopoderoso, se movía de formas
misteriosas, realizando maravillas. Un viejo aristócrata fotógrafo, un
irlandés que, se comentaba, había sido una vez vendedor de billetes en un
autobús de Londres, una glamorosa modelo texana y una superestrella de
la canción moderna, un ministro británico y su esposa, una heredera
norteamericana, y el potencial candidato para la nominación republicana
para la presidencia de los Estados Unidos. Había dos agregados
inverosímiles a la fiesta que habían bajado al bar de la playa después de la
suntuosa cena: un oscuro sudamericano llamado Julio, un habitué del bar,
y una algo desaliñada pero agradable pelirroja que había sido presentada
como la contessa Crespoli. Julio y la contessa Crespoli eran «amigos»
íntimos y se apoyaban uno contra otro buscando soporte, como si ninguno
de los dos pudiera mantenerse en posición erguida.
Lisa se encontró con los ojos de Bobby quien, viendo la expresión
divertida de su rostro, le guiñó un ojo. Lisa le sonrió. Gracias a Dios que
alguien aquí todavía tenía sentido del humor. En Fiebre del sábado por la
noche, eso hubiera tirado la casa abajo.
—¿Quién es el último que ríe ahora?
Por el caluroso aplauso, estaba claro que la canción había terminado.
—Le doy mi palabra de que usted canta bien eso, señora —dijo
alguien, con el entusiasmo que se desbordaba de las sílabas.
Entonces Lisa tuvo más que suficiente. Deseaba alejarse de toda esa
gente con sus valores extraños y su raras actitudes. Todos eran marcianos
para ella. Bien intencionados, quizá, pero más allá de su experiencia. Ese
mundo no era su mundo y deseaba salir de él.
Se movió rápidamente en medio de la excitada confusión, provocada
por el acuerdo general en que la siguiente canción fuera Hello, Dolly.
Aparentemente aquello era parte de la atracción en el espectáculo real.
Lisa apuró el paso a lo largo del muelle de madera, casi esperando oír
órdenes emitidas como ladridos cuando enviaran a los perros a perseguir
al disidente del público real. ¿Qué delito había cometido? ¿Lèse majesté?
¿Mandarían un cable para preparar una habitación para ella en la Torre?
Se quitó los zapatos cuando pisó la arena todavía tibia. Eso estaba
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mejor. De eso se trataba. Arena suave, el sonido gentil del Caribe, los
aromas de la cocina nativa desde los pinos que estaban detrás de la playa.
A metros de la costa, media docena de yates se balanceaban con
insistencia. Algunos estaban iluminados como arbolitos de Navidad, con
sus dueños cenando en la popa mientras la tripulación atendía todos sus
caprichos. Otros tenían prendidas las luces mínimas de navegación; sus
pasajeros, por supuesto, estarían cenando en tierra, con Colin Tennant
quizás, o con uno de los muchos Guinness que tenían sus casas allí.
Mustique. Una isla de locas contradicciones. ¿Cuál era verdaderamente la
Isla Mustique? ¿Las montañas de color verde jade, las playas de blanco
perlado, el mar azulino, las conchillas rosadas que estaban esparcidas por
la playa? ¿O la esencia del lugar se resumía de la mejor manera por los
acordes inciertos de una canción, ahora apenas audible en el perfumado
aire nocturno, dando cuerpo a los peores excesos del esnobismo inglés,
contaminando la belleza natural del medio del cual se había apoderado
tan caprichosamente?
Lisa se sentó sobre un trozo de madera y trató de poner en orden sus
pensamientos. ¿Adonde se dirigía? ¿Qué estaba sucediendo realmente?
Hasta esa noche no había habido tiempo ni razones para pensar, ya que
ella se había sumergido en la pasión, en su magnífica obsesión. No había
habido tiempo para poner en duda si su amor era correspondido. Lisa,
inconscientemente, había dado todo por seguro. Ahora, sola con sus
pensamientos en la playa, se atrevió a preguntarse si el oasis de éxtasis
había sido una ilusión construida desde un espejismo que estaba a punto
de desaparecer, dejando atrás nada más que un vacío agridulce. Dos
grandes lágrimas rodaron por sus mejillas ante ese pensamiento tan
horrible.
La voz suave sobre su hombro la devolvió a la realidad.
—Lisa Starr, no tenía idea de que no te gustaba la música.
Ella debió sonreír a través de las lágrimas, pero era la gratitud más
que el humor lo que le permitía hacerlo. Él la había seguido. Se
preocupaba. La amaba.
—Oh, Bobby. ¿Podemos volver ahora a la casa? Solos tú y yo, y
olvidarnos de esta escena.
—Estamos en camino —respondió él y se inclinó hacia adelante con
ternura, lamiéndole las lágrimas.
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hijo llegaría como una bendición para consumar la unión, sería la prueba
viviente de la necesidad de ambos de transformarse en uno. El hijo de
Lisa, el hijo de Bobby. El hijo de ambos.
Lisa lo envolvió con sus piernas, aplastándose contra él mientras que,
dichosa, sentía las vibraciones familiares. Todavía exploró la boca bien
conocida, volviendo a trazar los caminos que conocía de antemano, los
pequeños recovecos de placer, la suavidad de su lengua. Ellos harían el
amor aquí, en la piscina, con sus cuerpos livianos como plumas en el agua
caliente, con las almas remontándose por encima de ellos, como testigos
del deseo, la necesidad y la pasión.
Bobby quedó en suspenso ante el salto de ella, sintiendo cómo se
abría a él, mientras se deleitaba en la deliciosa anticipación de la entrada.
Luego, incapaz de prolongar por más tiempo esta sensación, se impulsó
hacia arriba, en las profundidades del ser de Lisa, mientras ella,
agradecida, se cerraba sobre él. Por un segundo permaneció quieto,
mientras su mente recibía los deliciosos mensajes de placer; luego,
cuando todos sus sentidos se aclimataban a la dicha, comenzó a moverse
dentro de ella.
Lisa se echó hacia atrás, con los brazos en el cuello de él y las piernas
abrazando su cintura mientras él empujaba hacia ella. Lisa deseaba
mirarlo a los ojos, ver su rostro. A la luz de la luna lo experimentaría todo,
el amor, la gloria, mientras el fluido que daba vida bañaba su cuerpo.
A medida que él empujaba dentro de ella, Lisa se puso sobre él. Su
cuerpo se movía con el poder de su ritmo, mirándolo todo el tiempo a los
ojos, mientras sus músculos se tensaban alrededor de la fuente del placer.
Fue la mirada de sueño lo que la preparó para recibir la ofrenda, los
párpados que se cerraban, el brillo de los ojos que se nublaba, la
respiración que se hacía más rápida, los labios que se abrían, la lengua
que formaba el grito de éxtasis. Lisa sintió que él hundía los dedos en su
espalda; debajo de sus tobillos sintió que las nalgas se endurecían,
reuniendo la fuerza restante para el estallido que mojaría su alma.
Ella le tomó la cabeza entre las manos, usando sólo sus piernas para
sostenerlo. Ternura y fuerza, la luz del amor ardiendo, la belleza del todo.
Él casi estaba allí.
Sintió que sus piernas se debilitaban y lo miró con intensidad, con los
ojos ávidos, decididos a capturar este momento para la eternidad.
Cualquier cosa que ocurriera, nadie se lo podría arrebatar.
A través del aire quieto de la noche, el grito se elevó hasta el cielo sin
nubes, abandonado, sin forma, inconfundible, mientras los dos amantes
aullaban su pasión a la luna.
.
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Capítulo 9
Para Jo Anne éste había sido un día normal típico de Palm Beach. Se
había levantado temprano, alrededor de las siete, y había desayunado en
la cama. Té, frutas frescas, una tostada liviana, en la fuente decorada con
un pequeño recipiente de Sevres con una flor exótica flotando en él. Más
importante que el desayuno había sido la edición, inmaculadamente
doblada de la «hoja brillante». El diario Palm Beach Daily News, en blanco
y azul, había conseguido ese nombre por la buena calidad del papel
brillante, que era el único factor importante para las relaciones sociales de
Palm Beach y que había sido así desde su fundación en 1894. Había tres
formas básicas de jugar el juego de la «hoja brillante» y Jo Anne estaba
profundamente comprometida con todas ellas. Primero, no había otro
camino hacia la cima de la sociedad de la ciudad que tener una presencia
reiterada y constante en sus columnas. Mil expresiones brillantes
conjuradas por mil flashes atrevidos eran el precio estipulado para la
gloria social. A fin de obtener dicha gloria, lo más importante consistía en
«estar allí». Había que concurrir a infinidad de bailes de caridad, algunos
mucho más grandiosos y prestigiosos que otros. El Baile del Corazón, el de
la Cruz Roja y la gala de la Sociedad Norteamericana del Cáncer eran los
más destacados, y era socialmente irresponsable perderse alguno de
ellos; sin embargo, otros estaban en rápido ascenso: el de la Paternidad
Planificada era un ejemplo y la cena baile de la Galería Norton. Como regla
de oro para los trepadores novatos, las enfermedades estaban por encima
de la cultura: la gala del Instituto de Investigación de la Retina, conocido
como «el Baile del Ojo», por ejemplo, se consideraba como algo más que
un beneficio con alguna orquesta o algún cuerpo de baile.
Sin embargo, estar allí no era suficiente. Uno podía estar allí y en
realidad no «estar» verdaderamente. Lo importante era ser «visto» y eso
significaba la prueba del celuloide. Como fuera, el cronista debía tomar la
fotografía. Ése era el problema número uno. Después, la foto debía ser
seleccionada para aparecer en el diario. Eso significaba ser considerado de
modo favorable por la poderosa editora de sociales, Shannon Donnelly, y
aun por la más poderosa editora, Agnes Ash. En los primeros tiempos,
cuando Peter Duke había presentado a su joven esposa a los
profundamente paranoicos habitantes de Palm Beach, Jo Anne había sido
considerada culpable hasta que se comprobó su inocencia. Aquello era
parte de la trayectoria de Palm Beach. Todos los párvulos sociales,
gigolós, hombres de confianza y falsos aristócratas europeos del
hemisferio occidental habían intentado suerte con los nativos protestantes
y, naturalmente, eran considerados sospechosos. Comenzando desde la
línea más baja, Jo Anne había trabajado sobre los fotógrafos. Uno en
particular había sido identificado como el objetivo. Era un joven crédulo y
sensual, una notable combinación para una muchacha cuya experiencia
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nacionales, etcétera, etcétera. Sin embargo, al final del día ella tendría
una parte de él y estaría en buena posición para apoderarse del resto. Y
quizá, después de la cena, cuando el brandy Napoleón, 1805, el año de
Trafalgar, hiciera su aparición, Bobby Stansfield estaría con un humor más
dulce. Primero ella dejaría deslizar alguna información acerca de Lisa. Y
luego, ¿quién sabe?
Mientras las manos habían dejado su nuca para tomar las tijeras y el
sonido de las hojas afiladas indicaba que los rizos rubios estaban cayendo
al suelo, Jo Anne mantuvo los ojos cerrados. Se hallaba lejos de estar
dormida, pero no deseaba que ninguna palabra molestara la deliciosa
anticipación de lo que estaba por ocurrir.
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Bobby casi no podía creer lo que estaba oyendo. Tomó un largo trago
de su copa. El conocedor había dado paso al hombre que necesitaba un
trago.
—¿Cuándo? ¿Dónde? ¿En Mustique? ¿Estás segura de que no te
confundiste?
¡Bravo! Deseaba saber el capítulo y versículo.
—Fue hace algún tiempo. Cuando nos conocimos. Estábamos en el
jacuzzi y simplemente me pidió si quería coger con ella. Me podría haber
volteado con una pluma. Le dije que no eran mis costumbres y que lo
sentía. Me puso las manos entre las piernas. Supongo que tiene bastante
reputación en el gimnasio. Tú sabes, el «estamos hechas para agradar»
llevado un poco más allá.
Nuevamente volvió a reírse, tratando de evitar la sospecha de que
ella estaba desparramando suciedad sobre la muchacha de Bobby.
—No puedo creerlo en absoluto.
—¿Te importa? —le preguntó Jo Anne—. Seguramente que no es un
gran problema. —¿Estaría preparado para la doble sombra?
—Simplemente es una gran sorpresa. Quiero decir que yo estoy muy
cerca de Lisa y jamás me dio esa impresión. Estoy seguro de que me lo
habría confesado si fuera homosexual. —Las palabras de Bobby parecían
no producirse con facilidad, cosa inusual en él. Obviamente se había
quedado sin habla.
—Por Dios, Bobby, suena como si lo tomaras a mal. Jamás pensé de ti
que te llegaras a enamorar, entre toda la gente, de la hija de una
doméstica.
—¿De qué? —balbuceó Bobby.
—¡Cristo! ¿No me digas que tampoco te lo mencionó? —Jo Anne lo
miró con incredulidad—. Debes saber que su madre trabajó como sirvienta
para tus padres.
—¿Quién diablos dice eso?
—Ella, Bobby. Fue una de las primeras cosas que me contó. En
realidad, creo que me lo dijo aquel día de la comida, cuando nos
encontramos contigo en el Café L'Europe. ¿No te acuerdas? Tú estabas allí
con tu madre.
Jo Anne contempló sus uñas mientras hablaba. Eran demasiado
artificiales. Quizá se las hiciera acortar el día siguiente. Cuando volvió a
mirar a Bobby, el cambio en él fue evidente. Estaba derribado en la silla,
su rostro en compleja mezcla de emociones. La mayor parte de las que Jo
Anne había intentado provocar estaban allí: sorpresa, dolor, quizás incluso
un incipiente enojo. Pero había también otras: pena, descreimiento y, en
las comisuras de su boca, determinación. Jo Anne pudo leerlas todas. ¿Y
ahora qué diablos iba a hacer él con esa determinación?
Jo Anne se acercó a él rápidamente, con la antigua botella en su
mano.
—Me parece que necesitas otro trago —dijo, haciendo correr una
lengua húmeda por sus labios.
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—Lo que quiero saber, madre, es cómo crees que afectaría mi carrera
política.
—¡Ah! Eso es algo completamente diferente. Bueno, ella es pobre y
desconocida. Y muy joven, dices. La hija de una de las sirvientas. Me
pregunto cuál. En fin, no suena como que sea la pareja más interesante
del mundo, por supuesto que políticamente hablando. Pero entonces, ¿eso
importa, Bobby? ¿Realmente deseas llegar más alto que el Senado?
Debería ser suficiente para la mayoría de los hombres. Ya ves, la
presidencia es una vocación. Tú debes desearla, necesitarla y soñar con
ella si alguna vez quieres ser presidente. Y debes soportar todas las
contrariedades y los sacrificios, porque sabes que puedes servir a tu país,
a tus compatriotas norteamericanos. Ése siempre ha sido el camino de los
Stansfield. Pero tú ya estás en servicio, Bobby, ya has hecho suficiente. No
creo que Lisa Starr arruine tu reelección en el Senado y, si te mantienes lo
suficiente, deberías conseguir la presidencia de un buen comité.
Agricultura o, incluso, Relaciones Exteriores.
Los ojos de Bobby traspasaban el suelo mientras Caroline hablaba y,
una por una, ella se aseguró de que sus inteligentes bombas dieran en el
blanco. Nobleza obliga. No preguntes lo que tu país puede hacer por ti.
Cuanto más grande sea el bien, más amplia será la foto. Su significancia
en comparación con los anhelos mezquinos y los deseos personales del
individuo. Ella sabía que Bobby deseaba el Salón Oval de la misma forma
en que deseaba el aire que respiraba. Ella y Fred habían supervisado
personalmente que el deseo estuviera colocado en las profundidades de
su mente. ¿Pero era grande la necesidad? ¿Menos que su necesidad de
Lisa Starr? ¿Más?
—¿Crees que ella sería buena para la nominación presidencial?
—Claro que no. Tú lo sabes, Bobby.
—Sería la sabiduría popular. —Bobby sonó desagradecido a propósito.
A su madre no le importaba. Las apuestas eran demasiado altas para
preocuparse por pequeñeces como ésa. Ella se jugó un triunfo.
—Por cierto, sin embargo, que no deberías preguntarme a mí. ¿Qué
sé yo ahora de política? Estoy vieja y passée. ¿Qué es lo que dice ese
horrible Baker? Debo aclarar que no soporto sus modales, pero tengo un
saludable respeto por su juicio político.
Bobby se sintió triste. Jamás había conocido a nadie con el olfato
político de su madre. Baker corría como segundón. No se había atrevido a
preguntar la opinión de Baker, pues en su corazón sabía exactamente cuál
sería. Habría planteado lo mismo que su madre, con el agregado picante
de los insultos más de moda y los más crudos agregados en las
proporciones correctas.
Como una vieja lechuza sabia, Caroline Stansfield observó cómo
luchaba su hijo con las aristas de la disyuntiva.
—Sería un olvido político —dijo Bobby, casi para sí mismo. En su
interior, las preguntas lo perforaban. ¿Importaba eso? ¿No había en la vida
cosas más importantes? ¿Como Lisa?
—Una de las características de la grandeza es poseer la capacidad de
hacer sacrificios. Somos todos tan insignificantes en relación con el bien
común. Es la cruz que debes cargar en la vida pública.
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—Te haces entender muy bien, madre. Tendré que pensar mucho en
este asunto.
Caroline Stansfield sonrió con gracia, con aquella sonrisa que iba tan
bien en las funciones de caridad. No era exactamente una creciente
certeza, pero estaba bastante segura de que había ganado. Cambió su
actitud. Lo negativo debe siempre balancearse con lo positivo. Cuando se
saca algo, siempre se debe tratar de reponerlo con algo de valor.
—Espero que no te importe que haya hablado así, Bobby, pero como
tú sabes, siempre expresé mis ideas. Soy demasiado vieja como para
cambiar ahora mis costumbres.
Se rió con aquella risa saltarina que todos los Stansfield habían
llegado a valorar por su particularidad.
—Me parece que la pobre Jo Anne Duke es una persona
maravillosamente atractiva. Tan digna en el funeral. Tan, pero tan
atractiva. Aparentemente Peter Duke le dejó todo, el control de la
fundación, toda su fortuna. Y me dijeron que es muy ambiciosa…
Había echado la semilla. ¿Caería en terreno fértil? El terreno sobre el
que unos minutos antes había provocado con tanta eficacia el incendio de
Lisa Starr.
Bobby pudo reírse. Realmente su madre era incorregible. No pudo
resistir provocarla un poco más.
—Madre, eres maravillosa. Pero puedo decir que no conozco mucho
acerca del pasado de Jo Anne Duke. Los rumores dicen que era algo así
como una modelo en Nueva York cuando Peter Duke la conoció.
—El punto es que a ella la encontraron, querido. Y lo hizo un Duke. Y
lo que es más, le dio su nombre. Eso la convierte en uno de nosotros. De
un solo golpe. Tiene su apellido, controla su dinero y parece que forma
parte. No creo que uno podría pedir mucho más que eso.
Bobby quedó en silencio. La fortuna de los Duke. Y la máquina de los
Stansfield. Una aceitando la otra. Era toda una reflexión. Realmente lo era.
Caroline hizo un movimiento para consolidar su posición; pareció
estar hablando consigo misma.
—Tanto más sensato —murmuró—, tanto más sensato. Pero, por
supuesto —agregó en voz alta—, es el corazón el que importa. Uno
debería siempre hacer lo que el corazón le dicta.
Observó a su hijo con cuidado. ¿Qué le dictaba el corazón? ¿Eran los
genes y la cuidadosa crianza lo suficientemente fuertes como para
socavar el orgullo que sentía por la «nadie» que lo había capturado? Su
instinto le dijo que sí. Sería lo mejor. Porque por los rincones de la mente
sagaz de Caroline Stansfield corría una idea muy desconcertante.
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Capítulo 10
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Dios sabe que no soy un esnob, pero hay cosas en política que no tienen
sentido, y la política es lo primero que está en mi vida. Jo Anne me dijo
que tu madre trabajó aquí, en esta casa. Deseo que tú misma me lo digas.
No es un problema en sí mismo, pero era algo que debería haber sabido.
La prensa me podría lastimar con algo así. Créeme, yo sé el tipo de cosas
que pueden hacer. Y después está toda la cuestión de la familia. Mi madre
y el nombre de los Stansfield. Y tú eres tan joven. Tienes tanto tiempo. Un
día encontrarás a un hombre mejor que yo y mirarás hacia atrás…
Bobby se sobresaltó mientras pronunciaba este desagradable
discurso. Quizá fuera preferible apretar el botón rojo.
—¿Qué? —preguntó Lisa.
Era la cosa más cruel y depravada que jamás hubiera oído y venía de
los labios del hombre que amaba. Era como que le dijera que ella no era lo
suficientemente buena como para ser la madre de su hijo. Había
manchado la línea sanguínea de los Stansfield, la había contaminado con
su inocente criatura. Seguro que él no había querido decir eso.
—¿Qué? —repitió, confundida y paralizada por el impacto.
—Creo que debes saber lo que quiero decir, Lisa.
No podía volver a pasar por todo aquello. Tragó saliva. Debía seguir
adelante.
—Y Jo Anne me dice que existe otro problema, Lisa. Yo no sabía que
eras bisexual. Fue una gran sorpresa. Tanto personal como políticamente,
me temo que eso es una papa caliente, también. Como sabes, tengo una
posición muy firme en contra de la homosexualidad y siempre la he
tenido. Encuentro que es algo muy difícil de manejar. —Por lo menos eso
era algo cierto. De alguna manera todo era cierto. Pero las palabras
provenían de la mente y no del corazón.
¿Una lesbiana? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Quién? No había
respuestas, pero era el comienzo de la furia. Su propio nacimiento. El
renacimiento. Ella alimentaría la emoción, la mimaría, la levantaría para
reemplazar la paralizante irrealidad que se había apoderado de ella.
—Bobby, ¿qué demonios me estás diciendo?
Se puso de pie, con los dedos que hacían presión contra sus palmas,
la sangre que corría en sus oídos. Había un sentimiento casi divertido en
su garganta.
Bobby la observó. En su interior sentía que comenzaba a
desenrollarse. Había realizado la hazaña. La sangre estaba en sus manos.
Cristo, ella era magnífica. La mujer más hermosa que jamás hubiera visto.
Jamás le volverían a pedir que hiciera un sacrificio así. Él se había dado
todo y, paradójicamente, todavía se podía encontrar orgullo. Era la clase
de cosa que separaba a las ovejas de los carneros. Para llegar allí, había
que desearlo mucho. Uno debía estar preparado para pagar el precio.
Había una última cosa que hacer.
—En cuanto al niño, Lisa. Bueno, sabes que mi posición en contra del
aborto es parte fundamental de mis creencias. Pero nos haremos cargo.
No habrá problemas financieros para ninguno de los dos. Te lo prometo.
Como una lata de queroseno derramada sobre un fósforo encendido,
las palabras de Bobby intensificaron el fuego en el alma de Lisa. Ahora ella
lo veía. Veía el esnobismo, veía la canallesca indiferencia hacia ella y
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para que hiciera los interiores. No era la elección más original pero, más
que cualquier otro diseñador de barcos en el mundo, conocía cómo
conseguir la delicada combinación de buen gusto y conveniencia tan
necesaria en un barco transoceánico privado. Abajo ella podía percibir el
zumbido seguro de los motores turbo General Motors de 1.280 caballos de
fuerza, mientras que el yate de treinta y seis metros, el Jo Anne, salía de la
amarra hacia las suaves aguas del lago Worth.
Con aire distraído, tomó el control remoto y pulsó uno de los botones.
Le tomó tres intentos llegar a Vivaldi. Justo lo que se necesitaba para
complementar un humor como éste. Una música suavizante pero
revitalizadora. Un regalo para los sentidos de una prostituta que estaba a
punto de atrapar la presa más grande y mejor.
Todo había funcionado con la perfección de un reloj. Era la ejecución
de un virtuoso, una logística impecablemente manejada. Dios, era la
ganadora. Subió un poco los agudos y bajó los graves. El sonido era pleno
y rico. Como ella. En el camarote azul, Bobby Stansfield se estaría
cambiando para la cena. Quizás se pondría el esmoquin que le quedaba
tan bien. Probablemente estaría perfumándose con Eau Sauvage la
fragancia que todos los hombres de su clase parecían preferir. Más tarde
beberían en cubierta el más seco de los martinis, gin Tanqueray, una
aceituna española, y mirarían la espectacular caída del sol sobre el lago
Worth. Todo, había sido dirigido como sobre un escenario, el ritmo
orquestado por la batuta de la directora que no había dejado nada librado
al azar. La cena sería al aire libre, a deux, meciéndose en el Gulf Stream a
la luz plateada de la luna. Hora del búho y la gatita.
El camarero de blanca chaqueta interrumpió sus pensamientos.
—¿Quisiera otro vaso de cherry, señora Duke, o quizás un canapé?
—No, gracias, James. Esperaré al senador. ¿Pudo el fin conseguir los
filetes de pez espada que le pedí?
—Por cierto que sí. Y creo que puedo decirle que la salsa bearnaise es
la mejor que jamás haya probado. Roberts organizó los vinos. Le
Montrachet del 76 con el pescado.
—Maravilloso, James. Asegúrese de mantener sus ojos en la copa del
senador. ¿Cómo vamos con las roturas del servicio de Sévres azul? Creo
que originalmente era para dieciséis personas.
—Ahora alcanza para catorce. No hay problemas. Esta noche puse la
Meissen. Eso es lo que usted ordenó.
—Sí, está bien. ¿Flores?
—Cuatro pájaros del paraíso como centro de mesa. Orquídeas blancas
para la mesa de servir.
Jo Anne simplemente estaba verificando. Todo se hacía como en un
barco. La tropa respondía como autómata a las órdenes del capitán. Eran
cosas como aquéllas las que marcaban la diferencia entre el éxito y el
fracaso. Y esa noche era especial. Lo más especial de todo era el hecho de
que ella se encontraba en el día catorce de su ciclo menstrual y tenía la
intención de sacar el máximo provecho de eso.
Tocó con sus dedos la carpeta de cuero que estaba sobre la mesa de
vidrio frente a ella. No había necesidad de revisarla otra vez. Conocía muy
bien el contenido. Seis procedimientos legales que decían que ninguna
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El pez espada asado había sido de ensueño, con la carne firme pero
no seca. Y el vino blanco lo había acompañado a la perfección. Bobby no
se había detenido en los martinis y tampoco con el vino. El postre, un
helado mousse de chocolate. Ella había arrojado la mosca y, como un
salmón de temporada, él se había elevado para atraparla. En realidad ella
no le había hecho la proposición. Algunas cosas, no muchas, el hombre
debía hacerlas por sí solo. Pero ella le había presentado la proposición. La
diferencia había estado en la semántica. Mientras la luz de la luna
atrapaba la superficie de las aguas cálidas, mientras la suave brisa salada
les rozaba los rostros y el delicioso vino los endulzaba, ella se inclinó a
través de la lustrada mesa de caoba y permitió que se vieran los pechos,
como si estuviera ofreciendo el poder de su enorme fortuna y las delicias
de su cuerpo voluptuoso. Había observado la poderosa batalla que se
libraba en los ojos de Bobby mientras su ambición entraba en guerra con
sus más finos sentimientos, y entonces Jo Anne supo que había ganado. La
verdadera decisión se había tomado unos días antes, cuando Bobby
sacrificó la felicidad en aras de su objetivo supremo.
Ahora él le sonreía a través de la mesa. Tímido, jovial, infinitamente
atractivo, le ofreció una sonrisa Stansfield, universalmente descrita como
juvenil desde la revista People hasta las ásperas páginas del National
Review. Pero también había tristeza en él. Pero el desafío era
inconfundible y atractivo. Lisa se había ido, pero no había sido olvidada.
—Creo que quizá nosotros deberíamos casarnos —dijo por fin.
—Me parece que deberíamos hacerlo —asintió Jo Anne. Se puso de
pie. Era necesario refrendar ese contrato del modo más significativo que
ella conocía.
Tomándolo de la mano, lo llevó hacia abajo, guiándolo a través de las
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Capítulo 11
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vivía «del otro lado»? ¿Tenía luces de neón en su pecho? ¿Qué problema
había con su camisa de algodón blanco abierta al cuello y la falda de largo
medio que hacía juego? A propósito, se había olvidado de ponerse los
pantalones.
—Tengo una cita con la señora Donahue a las once.
Las palabras «ábrete sésamo» no podrían haber tenido mayor efecto.
En la airada recepcionista hubo un cambio que le cortó la respiración. En
general, cuando algún extraño daba su nombre y asunto, ella buscaba en
algunos trozos de papel desparramados como si pretendiera buscar el
nombre del visitante en alguna lista mística. Este jueguito podía reducir
incluso a la visita más confiada a una pila de servil incertidumbre,
mientras él o ella contemplaban la posibilidad de que cualquier descuido
podría conducir a un rechazo instantáneo.
—Ah, la invitada de la señora Donahue. Por supuesto, por supuesto.
Señorita Starr. La estábamos esperando. Si no le importa aguardar sólo un
minuto aquí, llamaré a la cabaña de la señora Donahue para pedir que
alguien venga a buscarla. —Tomó el teléfono y habló con rapidez.
En lo que le parecieron segundos, Lisa la siguió a través de largos
corredores alfombrados de verde. Luego doblaron a la derecha y salieron
a la piscina olímpica de increíbles aguas azules. Con delicadeza, se
abrieron paso entre los millonarios bañistas mientras éstos se
recuperaban de la fiesta de la noche anterior. La medianoche en Palm
Beach era la hora de Cenicienta, y eso permitía un temprano comienzo por
la mañana siguiente.
Subieron unas escaleras también alfombradas, doblaron a la
izquierda, caminaron a lo largo de un balcón y finalmente llegaron. La
cabaña Donahue, o mejor dicho, las cabañas, constituían un mundo
completamente diferente. Lisa no podía tener idea de los años de luchas
políticas internas que habían permitido que eso fuera así. La esencia de un
club de Palm Beach era que dentro de él todos los miembros fueran
tratados como iguales, mientras que en conjunto podían despreciar a los
extraños. Esto no había sido suficiente para Marjorie Donahue, que
consideraba que la igualdad era enemiga de la propia excelencia. De
manera que cuando le pidió al comité que se le permitiera convertir tres
cabañas en una, se habían rehusado a autorizarla. Durante los años que
siguieron hubo un sangría social hasta que, el treinta por ciento del comité
fue reemplazado por los perros falderos de la Donahue. Ella se había
salido con la suya.
—Si uno no puede conseguir pequeñeces como ésta, entonces no
vale la pena tener alguna influencia en esta ciudad —le gustaba decir.
Jamás se refería a sí misma como la reina.
Lisa casi no podía creerlo. El piso de alfombra sintética había sido
reemplazado por mármol blanco y negro, a cuadros como un tablero de
ajedrez. No era imposible imaginar ese piso, después de la comida, quizá
con peones y alfiles mientras la misma reina dictaba las jugadas y los
cortesanos saltaban de cuadro en cuadro, a medida que aniquilaban al
adversario. Blanco y negro era claramente el tema de la decoración. Había
toldos de esos dos colores, felpudos, tapizados de sofás y de sillas. Sobre
las paredes estaban las pinturas en blanco y negro más maravillosas, en
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Capítulo 12
Ésta era sólo la segunda vez que Lisa se encontraba con Vernon
Blass, pero ya comenzaba a entusiasmarlo. La primera reunión, en la
fiesta de la Donahue, no había sido un éxito. Durante la sopa fría de
Madras, él se la había comido con los ojos desvergonzadamente, casi sin
molestarse en responder a sus intentos de conversación. Cuando llegó el
mero a la parrilla, se le había declarado con la delicadeza de un taxista de
Nueva York y, en respuesta a su airado y despreciativo rechazo, había
esperado el momento de poder meterle las manos entre las piernas
cuando se preparaban para saborear el helado de naranja. Lisa se sintió
admirada, no tanto por su conducta como por el hecho de que un hombre
de setenta y un años, con las credenciales sociales más impecables,
pudiera rebajarse de esa manera. Después había reflexionado y, había
llegado a la conclusión de que no era tan extraño. Jo Anne Duke, Bobby
Stansfield y ahora Vernon Blass. Comenzaba a darse cuenta de que las
palabras de su madre no se correspondían con la realidad. Ella lo había
impactado, y también a su anfitriona, al responder de una manera que no
era nada tonta. Sin pensarlo dos veces, había vaciado el agua helada y
gelatinosa sobre el regazo del hombre, y ahí había permanecido por varios
segundos, sobre los inmaculados pantalones de color azul marino,
enfriando simbólicamente el desubicado ardor.
Desde aquel momento, su actitud hacia la muchacha había cambiado
ostensiblemente. Ya no la veía como una importación barata y alegre que
venía del otro lado del puente y que podía rascarle la infinita picazón que
lo enloquecía. La joven poseía un espíritu que combinaba con ese cuerpo
peligrosamente atractivo que tanto lo excitaba. Aparentemente y por
alguna extraña razón, ella tenía la más poderosa de las amigas. Mientras
intentaba quitarse el pegajoso postre de entre las piernas, Marjorie du
Pont Donahue se había burlado, usando el humor y el ridículo como armas.
—Lisa Starr, ahora sí sé de dónde viene tu maravilloso nombre —
había atronado del otro lado de la mesa de manera tal que todos los que
estaban en el restaurante pudieran oírlo—. Le estuve diciendo a Vernon
durante años que debería operarse de la próstata. Así podría mantener los
dedos quietos.
Vernon se había unido a la risa general. En parte porque era casi una
acción refleja reírse con las bromas de Marjorie; pero había otra razón:
toda su vida había sido un fanfarrón. Su padre, que había sido
inmensamente importante se lo había enseñado. Rico y mimado, había
sido el clásico hijo único malcriado, y los años habían pasado sin que
hubiera cambiado en absoluto. Había comprado a la mayoría de la gente
que necesitaba, y a los que no necesitaba o que no podía comprar, los
evitaba. Confrontarse con una muchacha como Lisa, que se había atrevido
a pararse ante él, incluso corriendo un riesgo social considerable, era
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debe saber que recibí ofertas una o dos veces. Tiene algo que ver con
todas esas escuelas privadas, creo.
Lisa miró a su alrededor. La tribuna estaba repleta para la final de la
Copa Mundial Piaget y parecía que el mundo entero estaba presente. ¿Jo
Anne? ¿Bobby? Parecía que había pasado un siglo desde su primera visita
a ese lugar, cuando había jugado como Cenicienta, vestida con harapos
por sugerencia de Jo Anne. ¡Qué inocente había sido! Incluso entonces,
mientras su marido vivía, Jo Anne Duke había estado saboteando cualquier
posible competencia. ¿Había deseado a Bobby por entonces? Mirándolo en
retrospectiva, parecía lejos de ser imposible.
—Vamos, Vernon. Dígame, ¿quién es toda esta gente? ¿Quién es ese
muchacho tan hermoso, el del pendiente?
—Ése es Jim Kimberly. Tiene mi edad, setenta y uno, por cumplir
diecisiete. Su familia fundó el Kimberley-Clark, de manera que cada vez
que usted suena su preciosa naricita en un Kleenex, hace a Jim más rico
en uno o dos centavos. El pobre Jim tuvo algunos problemas últimamente.
Se casó con una mujer muy joven, con la que protagonizó el divorcio
Pulitzer. Ella acaba de dejarlo, aunque no había otro hombre. Se mudó a la
casa de huéspedes, la que pertenece al Rey Hussein, ¡con el ama de
llaves!
—Vamos, vamos, Vernon. No me haga poner el Pimm donde puse el
helado de naranjas.
—Vernon, rata —gritó una mujer grandota y rubia desde el palco
vecino—. Ahora sé por qué no viniste a mi comida. ¿No paras jamás? ¿Por
qué no te retiras con gracia y dejas probar a los más jóvenes?
—¿Quién es ésa? —susurró Lisa mientras Vernon Blass saludaba a la
mujer con la mano, agradeciendo el cumplido.
—Sue Whitmore, la reina del Listerine. Después de que se haya
retirado el maquillaje con uno de los Kleenex de Jim, puede atacar la
halitosis con algunos de los enjuagues bucales de Sue. A veces me
pregunto qué haría el resto de los Estados Unidos sin los habitantes de
esta ciudad.
—Muchas gracias, pero yo no tengo halitosis —se rió Lisa.
—Pruébelo —le dijo Vernon con una sonrisa entre dientes, lanzándose
hacia ella.
—Vernon, ¿otra vez molestando a mi hija adoptiva?
Lisa oyó que una música sonaba en su interior. Todo estaba
acomodándose. Todos los cabos sueltos. Ahora ella era la «hija adoptiva»
de Marjorie Donahue y este alegre viejo lascivo con su editorial y su
magnífica casa en el South Ocean Boulevard, estaba comiendo de su
mano. Sonrió con tristeza mientras pensaba en lo que haría con su nuevo
poder.
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sexual.
Una nube roja se interpuso delante de los ojos de Bobby Stansfield.
Más que nada en el mundo, lo que deseaba era golpearla, pero era lo
suficientemente político como para conocer de antemano el efecto fatal de
eso, y lo suficientemente inteligente como para saber lo que Jo Anne
deseaba que él hiciera. El Daily News diría algo así como: SENADOR GOLPEA A SU
ESPOSA EN EL CENTRO COMERCIAL. Los otros lo disfrazarían un poco, pero el efecto
sería el mismo.
De manera que contuvo la cólera que bullía en su interior, mientras
juraba y perjuraba que iba a borrar a Jo Anne de su vida. No se divorciaría,
pero como pareja ya era historia. Había soñado durante toda su vida con
la presidencia. Lo había dejado todo por ella. Nada ni nadie se interpondría
en su camino.
Con amarga determinación, se alejó de su boqueante mujer y, a
codazos, se abrió paso entre la multitud.
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posible que Lisa hubiera tenido un hijo de Bobby? Los tiempos coincidían.
De acuerdo a cómo estaban las cosas en el presente, sería un desastre
total. Después de todo, ella era la esposa legítima; su hija, la
descendencia legítima de Stansfield, pero esto había que aclararlo bien.
No amaba a su esposo, pero era lo suficiente mujer como para saber lo
que eran los celos.
—No sé qué pensar… Quiero decir, no pienso nada. Estoy contento
por Lisa. ¿Quién es el padre? —Trató de hacer la pregunta con el tono más
neutral posible. Como «¿quién fue a la fiesta de anoche?, ¿les gustó a los
Munn Lyford Cay?».
—Aparentemente nadie sabe. ¿Lo sabes tú, Bobby?
—¿Qué quieres decir? —Bobby trató de parecer irritado.
—Quiero decir si es ése tu bebé, Bobby. Eso es exactamente lo que
quiero decir. ¿Es el pequeño bastardo, tu bastardo? Eso es lo que quiero
decir. Tú la cogiste, después de todo, y acabamos de probar que
funcionas. —La voz de Jo Anne estaba llena de sarcasmo mientras ella
dejaba volar una mano casual en dirección a su hija.
Bobby buscó tiempo. Había todo tipo de formas de reaccionar ante
esto. ¿Su hijo? ¡Maravilloso! No, un desastre. Un hijo ilegítimo. ¡Un hijo! La
caída política, si alguna vez se filtraba la información. Algún mugriento
surfista de West Palm. Con sus manos sobre todo ese cuerpo
esplendoroso. Las palabras de amor en los oídos de Lisa. En los oídos de
su Lisa. La que él tan caprichosamente había rechazado. La que había sido
herida tan terriblemente.
La respuesta, cuando se produjo, fue en voz muy suave.
—No, no es mi hijo, Jo Anne. Podría haberlo sido, pero no lo es. Lisa
estaba embarazada de mí, pero se hizo un aborto. Yo no quería, pero ella
insistió. Eso es lo que sucedió.
Fue la mirada de infinita tristeza lo que hizo que Jo Anne le creyera. Y
ella verdaderamente deseaba creerle.
—Entonces, ¿quién es el padre? —casi gritaba por el placer de su
triunfo—. Algún vaquero con grandes pelotas, sin dinero y sin clase,
supongo. Lisa, la perdedora. ¡Ja!
La cara de Bobby era una máscara.
—Me tengo que ir ahora, Jo Anne. Si quieres, regresaré esta noche.
¿Hay algo que desees?
—Nada.
Mientras cerraba la puerta detrás de él, Bobby sabía exactamente lo
que debía hacer.
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Capítulo 13
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de esas cosas?
Lisa le sonrió. Con todos sus millones, Vernon Blass no exigiría poco.
Hubiera sido muy tonto soñar lo contrario. Gracias a Dios, ella no había
bebido mucho champán en la recepción ni vino en la cena. Sería
desagradable, pero probablemente rápido.
«Te podrán llamar la señora de Vernon Blass, pero en el fondo eres
una prostituta como las otras», pensó Vernon Blass mientras comenzaba a
pensar en sí mismo para el principal acontecimiento. Ella podría no ser
una de ésas, pero a él lo ayudaba imaginarlo. Percibió los primeros
sentimientos de agitación. Bien. Eso estaba mejor.
—Si terminaste, querida, creo que quizá sería mejor que nos
retiráramos a celebrar nuestra boda. Si eso es lo que prefieres, por
supuesto.
¿Un dolor de cabeza? ¿Demasiada bebida? Lisa no podía ser tan
banal. Con mi cuerpo te venero. Había sido un contrato. Las mentes se
habían encontrado y ella había prometido que los cuerpos también lo
harían. Se obligó a pensar en otra cosa. En los Stansfield, contando su
dinero y soñando con la gloria política y social. Soportar los manoseos de
un cortés anciano era un pequeño precio para llegar a conseguir la ruina
de todo aquello.
—Me encontrarás en mi habitación cuando estés lista —le dijo.
Lisa lo observó cuando se retiraba. La chaqueta del saco de fumar de
color azul oscuro, pantalones de vestir, pantuflas de terciopelo negro con
una cabeza de leopardo bordada con hilos dorados. El caballero perfecto.
Un hombre viejo, generoso y amable. ¿Por qué habrían de negársele sus
derechos conyugales?
Lisa miró a través del parque las palmeras ondulantes, las hojas que
se confundían en la oscuridad. Unas nubes de tormenta se formaban en
un cielo irritable. Pronto tendrían una típica lluvia de Florida, que aliviaría
la tierra caliente, lavaría el polvo, limpiaría el mundo. Reprimió un
escalofrío involuntario. ¿Necesitaría ella también su bálsamo reparador?
Tomó un sorbo largo de brandy Hine, haciendo una mueca de disgusto
ante la fuerza no familiar del licor. Miró el reloj. ¿Cuánto tiempo debería
darle? ¿Por cuánto tiempo podría darse ella decentemente? Nunca podría
ser lo suficiente. Como una víctima de la Inquisición española, Lisa trató
de prepararse para la tortura, de separar su mente del cuerpo, ubicándola
en algún lugar neutral donde las flechas de la fortuna pasarían de largo. A
veces podía hacer eso en el gimnasio: el cuerpo que gemía y se quejaba
pertenecía a otra, mientras el espíritu sufría por encima del físico, perdido
en la maravilla de la trascendencia. Y así el reloj marcó los minutos de una
inocencia que moría mientras ella buscaba escapar a las consecuencias de
la marcha del tiempo.
Estaba de pie. Caminaba dormida hacia la unión no deseada. Cruzó la
habitación. Subió las escaleras. Fue a la habitación que sería la suya.
Durante un segundo, durante una eternidad, se detuvo en la puerta. Hizo
un último inventario de sus emociones y se sorprendió al comprobar que
la lástima era la más importante de todas. Pobre Vernon. Él ya estaría
metido en la cama, con su cabeza sobresaliendo de las sábanas limpias y
blancas. Su papel de «viejo sucio», para consumo estricto del público,
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bueno. Trató de hacer que su voz fuera animada, sensual. Pero su voz
parecía la de una niña que quería halagar.
—Bueno, señora, la cuestión es que a Vernon le gusta mirar. Será
divertido. Usted y yo, y él mira. —Su voz se fue apagando. No estaba
atrayendo al público—. El látigo no significa nada. Es sólo para el
espectáculo —agregó después de pensarlo.
Finalmente decidió que las acciones hablaban más fuerte que las
palabras. En general su carta de triunfo traía la suerte y seguramente esta
madre rica estaba en el asunto. Con un gesto lánguido retiró las sábanas
para mostrar exactamente lo que se ofrecía.
Durante un segundo de concentrado horror, Lisa observó la escena.
Las largas piernas, las uñas de los pies pintadas de rosado, pequeñas y
delicadas, haciendo juego con los pezones púberes, el perfecto triángulo
rubio con sus labios rosados, tímidos y apenas escondidos. Con
desesperación miró a su marido, pidiéndole, suplicándole una salvación.
Un terrible error. Una intrusa. Una broma mal calculada. El ensayo de
teatro de algún aficionado. Cualquier cosa.
No había otra respuesta en aquellos ojos crueles. Era la verdad. Él
deseaba que ella lo hiciera. Que le hiciera el amor a la muchacha mientras
él miraba, se estremecía y quizás las tocaba un poco con el látigo.
Lisa se apoyó en el marco de la puerta. Salió al pasillo y caminó
rápidamente, comenzando casi a correr. Detrás de ella, con el aplastante
olor de la decadencia, surgió el sonido estremecedor de la risa de su
marido.
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Capítulo 14
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Nueva York
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poesía.
—Sí, hacemos una especialidad de ésos; las tres colecciones están en
Inglaterra. Poesía. También novelas serias. Biografías de figuras de la
literatura. Bastante material de arte, principalmente en París. Usted puede
imaginarse qué tipo de cosas. Todo de máxima calidad y un gusto de
hacer.
«Un gusto de hacer» había adquirido un timbre sonoro. Lisa juzgó que
era tiempo de hacer su jugada.
—La razón para venir aquí fue para pedir un empleo. Aquí, en Nueva
York.
—¿Qué?
—Un trabajo.
Durante un segundo el aturdimiento se apoderó de sus rasgos
delgados y mezquinos. Luego Lisa vio que los labios comenzaban a
moverse.
—Oh querida, no. No. No. Está fuera de toda cuestión. ¿Un trabajo?
Por Dios, no.
Lisa se dio cuenta de que lo había ofendido. Ahora tendría que
soportar una explicación. El rostro ante ella se avivaba con un placer
cruel.
—Nosotros en Blass creemos en el nepotismo, por supuesto, pero no
consideraríamos llevar pasajeros. Nuestro deber es hacia nuestros autores
y hacia el público que compra nuestros libros, no hacia, me atrevería a
decir, esposas aburridas. Luego está la cuestión de la propiedad. No creo
que le quede bien a la imagen de Blass tener a la esposa del dueño
trabajando, incluso simulando trabajar. No puedo creer que Vernon
realmente lo desee, aunque estoy seguro de que usted fue muy
persuasiva.
Lisa se puso de pie. Había tenido suficiente. Este hombre moriría por
lo que había hecho. Con realismo ella notó que por ahora no obtendría lo
que deseaba. Un hombre como Cutting transformaría cada minuto de su
vida en una miseria, si ella por un segundo se ponía bajo su poder. Había
tenido que abandonar Palm Beach.
Lo que seguía era un exilio dentro de los Estados Unidos. Tendría que
meterse en algún lugar tranquilo para esperar y aprender, para aprender y
esperar. Algún lugar como París, donde se hacían los libros de «arte». Eso
sería para comenzar y para terminar, ella se prometió que la sangre azul
de Steven Cutting estaría en las paredes de su aristocrática oficina, sus
vísceras colgando como decoración de Navidad de la araña de cristal
estilo georgiano. Sería echado junto con sus lápices y abrecartas, y tendría
que ir a buscar trabajo entre las filas de editores que él despreciaba.
—Arrégleme un trabajo en la oficina de París —le dijo—. Hágalo hoy.
En realidad, hágalo ahora mismo. Si no lo hace, regresaré a Palm Beach
inmediatamente y me pasaré el resto de mi vida hablándole a Vernon mal
de usted.
Durante unos segundos Steven Cutting se quedó recostado en su
silla, como un pescado, con la boca que se abría y cerraba mientras
buscaba la respuesta apropiada. Pero sabía que debería hacer lo que Lisa
le decía. El riesgo era grande. ¿Quién sabía cuál era el control que ella
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Capítulo 15
Paris
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Londres
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abandonado Palm Beach y ella tuvo que reconocer que durante ese
tiempo había adquirido experiencia de todos ellos. Con la regularidad del
reloj, esos virus habían ido apareciendo en los momentos menos
convenientes, dejándola triste, llenando su mente de algodón, poniendo
áspera como papel de lija la parte posterior de su garganta, atorando sus
pulmones con la basura acumulada de esa triste ciudad. Podía jurar que
en ese mismo momento la estaban alimentando una vez más. Debajo del
suéter azul y de la falda tableada de lana, cambiaba de temperatura,
sintiendo frío y calor, a un ritmo que no parecía coincidir con las
excentricidades del sistema de ventilación.
Miró la hora en su reloj Hublot, el mismo que ella debería estar
usando al nadar en las cálidas aguas del Gulf Stream. Las once en punto.
Eso significaba el té y Mavis. Durante un breve instante el espíritu de Lisa
pareció resurgir. El té no era verdaderamente eso. Era un líquido marrón,
de gusto a plástico, que se servía en una taza diseñada específicamente
para quemarse los dedos. Pero en general estaba caliente y poseía una
limitada cantidad de cafeína. Mavis, sin embargo, era lo real, una genuina
dama del té con una filosofía acerca de la tristeza que hacía que las
depresiones inducidas por el clima de todos los días parecieran los altos
emocionales de un maníaco. Basada en el principio de que siempre hay
alguien que está peor que uno y que el ser consciente de eso es el primer
paso a la satisfacción, el efecto de Mavis sobre los trabajadores de Blass
era verdaderamente un tónico infinitamente más valioso que el insípido
líquido que ella ofrecía.
Lisa sonrió cuando oyó el golpe en la puerta. Rezumando melancolía
concentrada de todos sus poros, Mavis entró fatigosamente en la
habitación.
—Buenos días, Mavis —saludó con alegría Lisa, conociendo de
antemano exactamente la respuesta que recibiría.
—No hay nada de bueno —fue la predecible respuesta—. Tres
muertos en un choque de trenes y la muela de mi Len con una infección.
Mavis tenía una forma especial de colocar juntos diferentes tipos de
tragedia y entremezclarlos en el tapiz de la desgracia. Todo era
considerado como personal, ya fuera un terremoto en Chile o la costumbre
de su cocker spaniel de orinar sobre el sofá.
—Oh, querida —dijo Lisa comprensivamente—. Espero que se mejore
de la muela.
—Sospecho que tiene envenenada la sangre. En general es así. Por
supuesto, así piensa el doctor. La sangre no está bien.
Lisa tomó un sorbo de la horrible infusión. Como siempre el capítulo
de Mavis sobre los desastres le levantaba el ánimo.
—Sabes, Mavis, el mes próximo se cumplirán cinco años de que estoy
lejos de mi casa.
Mavis dejó caer su cabeza a un lado y la miró con cierta sospecha.
—Parecen más de diez —le dijo por fin, con el rostro sombrío como
una tormenta—. Fueron cinco años espantosos. Si los próximos son
iguales, podríamos hacer bien en renunciar.
Flemáticamente, se apoyó sobre la mesita rodante en la que traía el
té, considerando las ventaja de una visita guiada a través de los cinco
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los horribles libros de Blass a viejos incompetentes que habían soñado que
la venta de libros les proporcionaría la forma de vida de un «caballero».
Trabajó tanto, de una manera tan formidable y eficiente, que incluso
Charles Villiers no pudo evitar ofrecerle un puesto, primero como editora y
luego como socia.
Lisa miró de mal humor todo el restaurante. En tres años muchas
cosas habían cambiado, pero muchas habían permanecido igual. Los
retratos de David Bailey estaban todavía en las paredes: Mick Jagger,
Roman Polanski, ahora héroes míticos, como los Harlows y Russells de
otros tiempos.
Charles Villiers hablaba monótonamente, con palabras que salían de
su boca llena de algodón.
—En realidad es algo trivial… no puede salir de lo común… suficiente
para la gente… publicar este tipo de basura…
Lisa bostezó con rudeza. Se recostó en la silla y se miró las tetas,
mientras éstas empujaban ansiosas contra la blusa de seda.
—Ahora un escritor decente… se basa en el sexo… final pueril…
Pero Lisa no lo escuchaba. Lo había abandonado por la arena caliente
y el sol del mediodía. Y por el desafortunado niño que ella había dejado de
ver durante tanto tiempo.
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—Me temo que tengo una especie de promesa con Macmillan. Ellos
realmente no han hecho todavía una oferta concreta, pero me
prometieron que la van a hacer.
—Sea como fuere, le doy el doble y usted puede tener un contrato
firmado en el tiempo que me lleve ir en taxi hasta su departamento.
Anne Liebermann, cuyos personajes eran muy decididos, demostró
que había encontrado material de referencia en su interior.
—Acepto —dijo casi antes de que Lisa hubiera terminado de hablar.
—¿Estaría interesada en un trato con tres libros, con derechos en
todo el mundo, estructura a través de Blass en Nueva York?
—¿Estoy oyendo bien? —se rió Anne Liebermann—. Sólo tomé un gin
con agua tónica.
—No se mueva de ahí. Estoy en camino con los contratos y el Moet —
dijo Lisa mientras cortaba de golpe la comunicación.
¿Cómo se suponía que debían andar las cuerdas del corazón de uno?
«Zumbando como balas». Eso era. Habían ido zumbando como balas. Sólo
Dios sabía lo que les sucedería a Anne Liebermann y a Blass cuando
llegaran al primer puesto en la lista de best-sellers del New York Times.
Lisa tomó de su escritorio un borrador de contrato y algunas hojas
con membrete de Blass. Los abogados podrían revisarlo más tarde, pero
ahora simplemente necesitaba algo para escribir.
Durante un segundo, Lisa se quedó de pie, inmóvil, tratando de
detener el alboroto de pensamientos. Desde la habitación de al lado se oía
lo que podría bien ser el sonido de lágrimas y de voces exaltadas. ¡Dios,
los cabrones estaban agitados! En cualquier momento vendrían a
protestar, amenazar, halagar, suplicar, a pedirle que tuviera «mejores»
instintos. En cualquier momento todo el personal aparecería arrastrándose
a su alrededor mientras trataban de lamerle el trasero, tratando
fervientemente de salvar sus departamentos, hipotecas, amantes, novios
y esposas, su orgullo y sus prejuicios. Tratarían primero en forma colectiva
y luego individualmente. Todos, o casi todos, lo intentarían en vano.
Jugaría el papel de Dios con respecto a su futuro y disfrutaría cada minuto
en venganza por los insultos, por todos los años de forzoso sometimiento
a la arrogancia terminal y a la ineficiencia de los aficionados, a la
hipocresía pegajosa y la torpeza trascendental. Pero ahora había otro
llamado que hacer. Disco el 142 de informaciones.
—Pan American, por favor. Reservas —dijo rápidamente. Lisa Blass
podía regresar por fin, a casa.
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Capítulo 16
El pequeño Scott Blass sabía que éste sería un día importante, pero
no estaba muy seguro de la razón. Una persona atemorizante llamada
«mami» venía para interrumpir su mundo acogedor y a él no le
entusiasmaba demasiado la idea. Presionó su nariz contra la defensa de
alambre que rodeaba el aeropuerto y se estremeció involuntariamente, en
parte por anticipación, en parte como reacción ante el aire frío de la
mañana. Su pequeña mano se cobijaba en la de la señora McTaggart.
—Nana, ¿mami es buena? —preguntó inseguro.
—Por supuesto que mami es buena.
La respuesta carecía de convicción y Scott lo percibió. Mami era
buena como lo era el budín de arroz, como lo «verde» era bueno, como
era bueno lavarse el cabello.
La señora McTaggart percibió esto y trató de componer las cosas.
—Todas las mamis son buenas —agregó sin mucha convicción.
—Desearía poder haber ido al colegio hoy.
La escuela Wee Wisdom Montessori en Flager y el tierno cuidado de la
divina señorita Heidi eran infinitamente preferibles a esta pequeña
excursión hacia lo desconocido. Sin embargo, los aviones eran siempre
divertidos.
—¿Está mi mami en uno de ésos?
—No, tesoro. Ése es uno pequeño. Mami viene en uno grande.
Eso acabó con sus expectativas. Quedaba claro que mami era una
persona grande que llegaba en cosas grandes y hacía grandes cosas
también. De lo contrario, ¿por qué tenía puestos sus mejores pantalones
de franela gris y los zapatos negros y la camisa blanca superlimpia?
Suspiró y dijo lo que pensaba:
—Creo que no me va a gustar mami.
—Tonterías, tesoro. A todos les gusta mami.
«Excepto a mí», pensó la señora McTaggart, ajustándose el ancho
cinturón de su inmaculado uniforme. La amable dama escocesa no podía
entender que alguien pudiera tratar a un niño en la forma en que Lisa
había tratado al pequeño Scott. Separarse del marido después de una
semana de matrimonio y dejar al niño en manos de otro sin mantener un
contacto directo durante cinco años parecía un castigo cruel, fuera de lo
común y sin garantías. Durante aquel tiempo, ella misma había aprendido
algunas cosas acerca del papito que hicieron que incluso su flemática
sangre se cuajara. Quizás aquello excusó la partida, pero ciertamente no
explicaba la insensible indiferencia hacia un bebé inocente.
Afortunadamente, ella había estado allí para llenar el hueco y ahora el
niño era suyo en el amor como si ella lo hubiera parido. El padre se había
mantenido lejos del camino de ambos y, en las ocasiones en que había
intentado alguna influencia, había sentido la aguda lengua celta, una
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Capítulo 17
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allí afuera.
Anne no contestó nada. El pez no había mordido. ¡Maldición! Él no
estaba verdaderamente con ella. No había forma de negarlo. Y después de
dos noches de éxtasis ella se sentía en camino de convertirse en una
adicta. De golpe, el sacarle los vaqueros azules y meterlo debajo de las
sábanas se convirtió en una de las cosas más importantes de su vida.
Como impulsar los derechos de las miniseries por la cadena ABC o
manejar la serialización de Cosmopolitan.
—¿Te gustó lo de la otra noche, Scott? —se oyó a sí misma
coqueteando. Al diablo. ¿Cómo puede la gente todavía creer en el libre
albedrío? Eso era lo último que ella hubiera querido decir.
Scott se volvió para mirarla. ¿Si le gustó? Lo había soportado. Y lo
había hecho por la madre que adoraba, para ahorrarle el dinero que ella
deseaba ahorrar. Había sobrevivido de alguna manera, pero tanto su
espalda como su mente conservaban las cicatrices del sacrificio supremo.
Había cerrado su mente y pensado en su madre, no en su país. Ella había
deseado que él fuera «agradable» con Anne Liebermann y él había sido
«agradable». Sólo deseaba que Dios hiciera que los resultados se filtraran
hacia la línea de base de Blass. Quizás Anne se quedara con Blass y
bajaría su pedido de un millón a quinientos mil. Si era así, cada centavo
del dinero ahorrado habría sido ganado con mucho esfuerzo.
Luchó por reprimir la irritación.
—Oh. Sí. Seguro. Quiero decir, por supuesto que sí. —La mentira no
se oyó muy convincente. ¿Qué demonios deseaba? ¿Un voto de gracia?
¿Una cita para la portada de su próxima novela? Entre la de People? y la
de Newsweek: «Anne Liebermann coge tan bien como escribe». Firmado:
Scott Blass, surfista.
Anne Liebermann trató de creerle, pero por algo había escrito cinco
libros consecutivos que fueron número uno en ventas. Por alguna razón,
Scott Blass se estaba burlando de ella y no estaba muy lejos de sospechar
cuál era esa razón. Se sentó en la cama, cuidando que las sábanas
cubrieran su amplio busto.
—Scott. ¿Te mencionó tu madre que existe la posibilidad de que yo
deje Blass? —Anne jamás había sido tan malcriada cuando era chica, pero
su enorme éxito durante los últimos doce años la habían capacitado para
ganar el tiempo perdido. Fue directa, inteligentemente mundana y
bastante ruda. Lo miró con intensidad para ver cómo reaccionaria ante su
envío veloz de pelota rápida.
El rostro del muchacho lo dijo todo. Scott lo recibió directo al mentón.
Aquello era lo último que hubiera esperado. En el ring, Anne Liebermann
se había abandonado a la pasión. Ahora era como si sus facultades críticas
hubieran sido colocadas temporalmente en hielo. Scott sintió que el color
le quemaba las mejillas y preparó su ferviente negación de lo que Anne
Liebermann ahora sabía que era cierto.
—Oh, no. Ella jamás lo mencionó. ¡Qué terrible! ¿Por qué querría
hacer eso?
Anne Liebermann no se perdió detalle de la confusión. Muy bien,
entonces era eso. Lisa Blass le había dado instrucciones a su hijo para que
la endulzara con algún caramelo sexual. Aquello era muy pesado. Las
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colorada.
—No te atrevas ni por un momento a hablarle a mi hija de esa
manera —le gritó, avanzando en forma amenazadora hacia Jo Anne—. No
te atrevas. ¿Me oyes? ¿Me oyes?
En un segundo Christie estaba entre los dos. Como arbitro. Como
pacificadora. Siempre cuestionando la violencia, la falta de armonía y el
odio. El cabello rubio caía suelto sobre sus hombros, el flequillo
enmarcaba su rostro redondo y atractivo. Mejillas con pecas, ojos azules,
nariz pequeña, labios generosos y plenos. Tenía el efecto del heno recién
cortado, de los cautivantes cachorritos, de las primeras frutillas del
verano.
—Por favor, no peleen. Fue mi culpa. No quise ser pomposa, mami,
pero me doy cuenta de que lo fui. Lo siento. Perdóname.
Bobby se quedó mudo y paralizado.
—No te disculpes —dijo por fin—. No hay necesidad de disculparse. Oí
lo que dijiste. Tenías toda la razón. Hay más cosas en la vida que trepar
socialmente. No tiene derecho a hablarte de esa manera.
—Lo hace porque es mi madre y porque yo la quiero. —Las lágrimas
asomaron a los ojos de Christie.
Bobby se desinfló como un globo pinchado. Christie siempre hacía
eso. El talento de poner la otra mejilla. ¿De quién lo había heredado? No
había habido un Stansfield como ella y de lo poco o nada que sabía acerca
de la familia de su esposa, no parecía que hubieran tenido a muchos como
Christie tampoco.
—Oh, eso es muy dulce de tu parte, cariño. —Jo Anne sintió que una
emoción extraña de ternura la invadía. En presencia de la bondad, en
general se sentía muy incómoda, lo que era una de las razones por las que
encontraba que era casi imposible vivir con su hija, aunque en ocasiones
movía algo en su interior.
—Siento haber sobreactuado, querida —dijo por fin Bobby, envuelto
en las corrientes de disculpas que parecía, de pronto, haberse apoderado
de los tres.
La atmósfera parecía propicia para la confesión.
—Tienes razón, Christie, no es cristiano de mi parte odiar tanto a Lisa
Blass. Debería poder alzarme por encima de eso, pero está tan satisfecha
consigo misma desde que su compañía ocupa los titulares de los diarios, y
hace tanto maldito dinero, que ya es indecente. Se sienta allí, en esa
enorme casa, y la llena con todos los que uno alguna vez deseó conocer y
nos trata despóticamente al resto de nosotros. La gente de esta ciudad
derramaría sangre para ser invitada a una de sus fiestas. Aparentemente
la semana pasada incluso Michael Jackson estuvo allí, y este fin de
semana tiene al individuo que descubrió cómo curar el sida y a Anne
Liebermann.
Jo Anne habló con melancolía sobre lo desafortunado de todo esto. Se
suponía que Palm Beach no se impresionaba con meritócratas. Era el
único lugar de los Estados Unidos donde se consideraba inapropiado
preguntarle a una persona qué hacía. Cuando la respuesta era «no
mucho», se pensaba en la forma de demostrar que una pregunta de este
tipo no tenía sentido. En realidad, la voz de Jo Anne había tomado un tono
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Capítulo 18
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Una, de agua salada, al lado de la cabaña de la playa, del lado sur del
camino por encima del mar, era considerada una piscina «casual», para
los niños y los juegos, los flotadores y los botes. Sin embargo, en la piscina
ubicada detrás de la casa, protegida de la brisa marina y escondida entre
limoneros, bananos y parrales rosados, «elegancia formal» era el nombre
del juego y no se permitía que nada interfiriese con la tranquila serenidad
y la formidable prolijidad de este ordenado escenario.
La piscina tenía treinta metros de largo y era de transparentes aguas
azules, sólo turbadas por el poderoso sistema de filtrado; estaba lo
suficientemente limpia como para beber de ella. El borde de su superficie
rectangular estaba revestido por cerámicas de intrincado diseño morisco y
los ojos eran atraídos hacia la terraza de columnas dóricas que se
levantaba en el extremo de la piscina. Aquí, a la sombra, había cuatro
reposeras, alineadas con exactitud militar, sobre el piso de mármol de
Carrara blanco. En la de uno de los extremos, hojeando sin ganas las
páginas del Surfer Magazine, estaba tendido Scott Blass. De vez en
cuando miraba hacia arriba, con una expresión de concentrada
preocupación en el rostro, con ojos que miraban sin ver, recorriendo las
filas de árboles cítricos del frente de los jardines a lo largo del lado oeste
de la piscina, vagando sin propósito sobre los rojos de los geranios que se
encontraban en grandes macetas de piedra, las estatuas de querubines y
serafines estratégicamente ubicadas, las diminutas flores blancas de los
jazmines.
¿Cómo podía hacer? Desde el día en que estuvieron en la galería de
arte, cuando se enteró del secreto odio de su madre, el problema venía
rondando en su mente. Una ventana de oportunidades se había abierto
ante él pero, a pesar de que lo había tratado, no había podido encontrar
una forma de solucionarlo. Tenía que encontrar el modo de hacerles daño
a los Stansfield. Herirlos, y de mala manera. Ellos se habían revelado como
los enemigos de su madre y, como que la noche seguía al día, también
eran sus enemigos. Scott había asumido sin esfuerzo el rol de vengador.
Este sería el camino hacia el corazón de su madre, la combinación que
abriría la cerradura de las puertas del paraíso. Había planeado y buscado
la forma de tocar esas puertas. Sin embargo, los Stansfield eran
inaccesibles. Ricos y poderosos, protegidos por guardias y dispositivos
electrónicos, por ejércitos de abogados, por amigos y conocidos, por una
compleja red de parientes, influencias y prestigio político y social. Había
buscado en vano el talón de Aquiles; había pasado horas en la biblioteca
con copias de revistas, buscando señales de debilidad, esqueletos cuya
existencia pudiera explotar. No había encontrado nada. Había una hija que
tendría su misma edad y parecía que los Stansfield eran la perfecta
caricatura del señor y la señora Estados Unidos. Ella había sido una Duke y
él un Stansfield, una familia cuyos dedos nunca habían estado lejos de los
engranajes que controlaban la dirección de la maquinaria política y social
del país. Dinero y poder. Poder y dinero. La pared que los rodeaba parecía
inexpugnable.
Una voz alegre interrumpió sus pensamientos.
—De manera que ésta es la forma en que viven los ricos holgazanes.
Scott se incorporó.
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modo de hacerlo volar por los aires. Eso ya comenzaba a verse como el
descubrimiento del caballo de Troya. ¿Cómo manejarlo?
—Dave. ¿Te gusta apostar, no es así? —Dave respondería a un
desafío como éste.
—Escucho.
—Mil dólares dicen que yo puedo hacerlo con ella.
—¿Qué? —Dave sonó incrédulo y divertido a la vez.
—Lo que oíste.
—¿Mil contra qué?
—Tus cien dicen que yo no puedo.
—Diez a uno. Debes estar bromeando. Es dinero en el banco. Estás
loco. De todas maneras, ¿cómo llegas a ella?
—Tomo tu lugar por unas semanas. Vienes aquí primero y me prestas
la camioneta. Nadie lo sabría. Puedo limpiar la piscina tan bien como tú.
Ya tuve suficiente práctica limpiando ésta.
—Ralph me mataría si lo descubriera. —Dave pareció dudar.
Necesitaba el trabajo.
—Vamos, no lo va a descubrir. Ustedes siempre están cambiando.
Como ese viejo imbécil que viene aquí cuando estás de vacaciones.
Simplemente digo que estás enfermo o algo por el estilo.
—¿Qué estás tratando de probar, Scott? —La expresión de Dave era
inquisitiva. No era propio de Scott estar tirando su dinero. O tampoco
estar jugando el papel de supermacho. Él tenía entre manos más que eso.
Pero mil dólares arreglarían la bicicleta y dejarían lo suficiente para un
viaje a las islas con Karen. Una cosa era segura: si Scott perdía, pagaría. Y
parecía que iba a ser así. Era tentador. Lo suficientemente tentador como
para no preocuparse mucho por los motivos.
—Tengo mis razones —contestó Scott enigmáticamente.
—Bueno, trato hecho. —Dave extendió la mano para confirmarlo.
Scott se la tomó.
—¿Cuáles son tus días la semana que viene?
—Lunes, miércoles y viernes. En general, llego allí temprano por la
tarde.
—Nos encontramos aquí en cualquier momento, ¿está bien? —Scott
tomó el palo con la red—. Vamos, Dave, te ayudaré a limpiar esta puta
piscina.
En sus fosas nasales podía sentir el aroma de la victoria.
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Capítulo 19
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Jo Anne lo miró, levantando una mano para hacer pantalla a los ojos
contra el sol de la tarde temprana. Scott se proyectaba sobre ella, su
silueta estaba dibujada contra el cielo azul claro. Luego, en un impulso
que ni ella misma comprendió, se enderezó sobre la reposera, permitiendo
que ambos pechos cayeran libremente, totalmente expuestos a la mirada
del muchacho.
Cualquiera que fuera el efecto que el gesto tuvo sobre él, difícil de
juzgar por el brillante sol, el efecto sobre ella misma fue dramático.
El pensar que esos ojos recorrían libremente el torso repentinamente
desnudo fue, por alguna razón extraordinaria, una experiencia
profundamente erótica. Jo Anne casi no pudo creer lo que estaba
sucediendo. Hacía años que ella no se excitaba con un miembro del sexo
opuesto. Inclusive ni podía recordar la ocasión. ¿Había habido una alguna
vez? Las mujeres eran diferentes, suaves, de aroma dulce, gentiles y
serviciales, lindas y limpias. Infinitamente atractivas. ¿Un hombre? Era
ridículo. Pero también era innegablemente real.
Por encima de ella, Scott tragó con fuerza. Se había equivocado
bastante en cuanto a las tetas. Los fuertes pectorales las habían llevado
hacia arriba, ganando sin esfuerzo la batalla contra la gravedad. Ahora los
dos globos, brillando con una fina película de lo que olía como el exclusivo
gel bronceador Bain de Soleil de Charles of the Ritz, aprisionaban su
mirada y le secaban la boca. La pelota había sido devuelta a la línea de
base de su cancha de tenis y venía con muchísimo efecto.
Las cosas se estaban moviendo más rápidamente de lo que él se
había atrevido a soñar, pero extrañamente, a medida que el objetivo se
acercaba, las apuestas eran cada vez más altas. Un movimiento en falso,
un gesto no calculado y el momento se evaporaría. Era el problema más
viejo del mundo y ya con sus pocos años Scott lo había experimentado:
cómo cruzar el límite de la intimidad. ¿Habría más charla? ¿Debería
haberla? Entonces, sin saber qué hacer, Scott no hizo nada. Simplemente
se quedó de pie mirando las cosas que se suponía debía mirar.
La realidad de la situación era suficiente para Jo Anne. Toda su vida
no había sido otra cosa que una aventurera sexual, una viajera del placer
que tomaba el momento cuando estaba a su alcance. En el negocio
algunos eran así; sólo debían ver una mercadería a buen precio o alguna
moneda de valor para entonces moverse como el rayo. Bueno, los cuerpos
eran para Jo Anne el equivalente de las piernas de cerdos, de metales
preciosos y de futuras tasas de interés. Y cuando el momento era el
correcto, ella negociaba. Ahora mismo la situación decía que se estaba
enfrentando con una excelente oportunidad de compra. Entonces, en el
preciso instante en que Scott sintió que era un simple espectador de los
acontecimientos, Jo Anne Duke Stansfield se movió impaciente. Ese
muchacho era lo suficientemente joven como para ser su hijo. ¡Bien!
¡Bravo!
Con todo el tiempo del mundo, se puso de pie, moviéndose lenta,
lánguidamente. Si deseaba que esa cosa le brindara placer, no debía
asustarlo. El truco consistía en encontrar la mezcla correcta de firmeza y
femineidad. Desde los días en Big Apple, ella recordaba que había una
línea delgada entre romper las pelotas y la pasividad. Uno debía
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que había salido del mar. Scott Blass. Se reuniría con ella aquí. En minutos
él sería el juez. Y él era un hombre.
Ahora la adrenalina la hacía sentir como una joven enamorada y con
un pulso en descanso de cincuenta. Christie echó su cabeza a un costado
y se miró en los espejos de la pared con el narcisismo propio de los muy
jóvenes, le gustó lo que veía.
Estaba todo allí, dorado y firme; la piel bronceada brillaba a través de
la delgada película de sudor, enmarcada por las atrevidas piezas en forma
de tiras del traje de ejercicios. Había músculos en la espalda fuerte, en los
brazos y muslos, pero todos estaban redondeados por la carne joven,
intensamente femenina, universal-mente seductora. Sus pechos no eran
grandes, pero permanecían inmóviles mientras su cuerpo pasaba por la
rutina, y el sostén empapado descubría el secreto de los pezones cónicos
de color rosado salmón, típicos de una adolescencia tardía. Su abdomen
se revelaba desde cualquier ángulo: la parte superior del traje se unía a la
inferior por cuatro tiras simples de tela que dejaba aberturas adelante,
atrás y a los costados. Si se le podía hacer alguna crítica, Christie suponía
que era por las caderas. Un poco generosas, algo así como voluptuosas,
pero bien delineadas, y como parte de toda la figura eran más que
pasables. De todas maneras, estaban mejorando día a día. En especial la
cola. Ahora estaba firme y dura. Sería su regalo para Scott. Un juguete,
recién salido de fábrica, sin marca de ningún hombre. Él podría poseerlo.
Cuando llegara a buscarla, podría verlo primero, levantándose y
estirándose debajo de la tela delgada, sus nalgas divididas por la fina tira
rosada que se metía profundamente en la raya, sin llegar a cubrir casi sus
lugares más secretos. Incluso si él llegaba tarde, la clase todavía estaría
en movimiento. Christie había pensado en eso. Quizá después de todo
había una pequeña parte de su madre en ella.
La voz de Maggie interrumpió el sueño de la viajera.
—Hazlo suave. Sigue el ritmo. Concéntrate en el tiempo. Piérdete en
él. Deja que el cuerpo dirija a la mente. Eso es. Eso es.
Christie trató de hacer como le decían y aquietar sus locos
pensamientos.
—Yo soy mi cuerpo. Mi cuerpo es todo lo que soy —trató de decirse.
Ésa era la filosofía. Ésa era la forma en que se suponía que uno debía
actuar. Levantó y bajó su larga pierna hacia un costado y trató de
perderse en la deliciosa sensación de estiramiento y esfuerzo, de retorcer
y relajar mientras los poderosos músculos de los glúteos orquestaban esos
movimientos de perro haciendo sus necesidades. La columna derecha, la
cabeza baja. Levanten despacio, bajen lentamente. ¿La vería Scott desde
atrás? Imaginó que tenía los ojos en ella. La noche anterior, en el bar, la
había mirado de esa manera y ahora ella podía imaginarse aquellos
peligrosos ojos. Era tan agradable. ¿Qué había hecho el mundo antes de
que inventaran los ejercicios? ¿Y alguien se había enamorado alguna vez
así?
El ritmo ahora era reiterativo. Durante diez minutos había simulado
ser una melodía, pero finalmente su propósito quedó al descubierto. Era
como un metrónomo, no más melodía que el sonido de un reloj, y su
objetivo era conducir el movimiento de los cuerpos. Ni más ni menos. El
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volumen subió y desde los diez o veinte altavoces del estudio del edificio
rosado, Phillips Point, el golpeteo grababa su mensaje en aquellas partes
del cerebro que estaban debajo de la conciencia, debajo de la inteligencia,
debajo del sentimiento. El mensaje fundamental no podía desobedecerse.
Oírlo era obedecerlo como si se fusionase la clase en un única entidad,
más allá del dolor, de la existencia individual. Y allí estaba. En puntas de
pie a los bordes del golpe insistente y ganando fuerzas segundo a
segundo, estaban las notas del clarín del himno nacional. Ése era otro
ingrediente vital. Ahora todos eran uno, una nación, un cuerpo, un atado
de propósitos. La alegría a través de la fuerza. El poder a través de la
belleza. La felicidad a través de lo físico en la luz temprana del amanecer.
Sola, en aquella habitación que latía, Maggie permanecía inoculada
contra la fiebre de la música salvaje y abandonada. Veinte años de
ejercicio le habían dado la libertad y, a veces, como hoy, ella deseaba la
esclavitud que se apoderaba de la clase. Podía ver el éxtasis en los rostros
manchados de sudor, podía imaginar la pureza del placer que
experimentaban desde el pico del esfuerzo. Pero para ella, todo eso había
terminado. Estaba tan por delante de ellos que había pasado del otro lado,
y el cuerpo que encerraba su espíritu era la prueba de aquel viaje. No
habría sido cierto que ella se veía bien. Verse bien era algo que se había
escapado siempre de Maggie. Lo que sí era verdad era que se la veía
extraordinaria, con un cuerpo construido como un puente suspendido, un
sistema complejo de levadores y postes, de cables de acero y de enormes
soportes de cemento. Se veía como que podía realizar cualquier tarea que
el maestro de mayor inventiva pudiera soñar. Había soportado y
soportaría. Cuando ella y Lisa habían comenzado en el viejo gimnasio de
Clematis, Maggie jamás soñó con transformarse en lo que era hoy. Lisa se
había marchado, pero Maggie no había perdido la fe, y en el boom de la
gimnasia durante los años que siguieron, había adoptado todas las modas
y también había comenzado las propias. Ahora, el gimnasio tenía
reputación a nivel nacional. Y con ella ocurría lo mismo. Ahora, en su
clase, había una joven Christie Stansfield. La hija de Bobby. La que debería
haber tenido a Lisa por madre.
Lisa Starr. Lisa Blass. Su Lisa. Una superestrella ahora, brillando en el
firmamento de la más alta sociedad como Maggie siempre había sabido
que ocurriría. Habían crecido separadas, pero Maggie todavía la quería
profundamente. Su recuerdo. Su espíritu valiente. Su infinito anhelo de
vivir. Se veían en ocasiones, en las grandes fiestas, y ambas simulaban
que nada había cambiado, aunque sabían que no era así. Había una Lisa
diferente ahora y, probablemente, una Maggie diferente también. Pero,
principalmente, una Lisa diferente. El encanto estaba allí, así como la
increíble belleza, pero la calidez se había ido, evaporada por el frío
amargo de demasiado dolor en el corazón. El hielo había llegado al alma
de Lisa y había aniquilado la parte de ella que Maggie más había amado.
Maggie se obligó a regresar al aquí y ahora. Ante ella, los integrantes
de la clase estaban doloridos, perdidos en el dolor delicioso, con sus
rostros empapados y sus cuerpos hirviendo que clamaban por el alivio que
otra parte de ellos no deseaba. Debería entrar en comunión con ellos
mientras se complacían en el sacramento del amor físico. Debería estar
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se abrían, secos como las hojas de las palmeras que estaban encima de
ellos. Pronto la besaría y le transmitiría su humedad, brindando fertilidad
al desierto de su deseo. ¿Qué había en los ojos de este muchacho que ella
había aprendido a amar tanto? ¿Era tristeza, una soledad melancólica
mezclada con el ansia de deseo? Si era así, ella deseaba satisfacer todos
sus requerimientos. Ella deseaba hacerlo todo y llenar el vacío de su alma,
del que sus ojos hablaban en forma tan elocuente, desvanecer la soledad,
saciar el apetito físico con el generoso regalo de su propio cuerpo.
Christie le abrazó la cintura y lo atrajo hacia ella, sintiendo su
asombrosa dureza, empujándose sin vergüenza contra él. Pero él todavía
no la besaba. La observaba, mientras extrañas emociones surgían como
un oleaje salvaje detrás de las cortinas de sus ojos. ¿Por qué dudaba?
Entonces él se movió hacia abajo, con ternura, lenta,
irresistiblemente. Christie cerró los ojos y se oyó a sí misma gemir
mientras se preparaba para recibirlo. Con toda su fuerza, ella se concentró
en los labios. Aquél sería el primer contacto, la primera sensación que
vendría de él.
Los labios de Scott llegaron a los de ella extraños, inseguros,
curiosos, amables, atentos y tentativos. Al principio parecía que habían
sobrevolado en el espacio, como un pájaro zumbón ante la boca abierta de
una flor. Luego, secos y calientes, se frotaron. Por la piel de Christie las
sensaciones actuaba sobre ella, clavándose, acariciándola con su gloriosa
sutileza y poder. Podía sentirlas en la dureza de sus pezones, subiendo
sobre la piel tirante de sus glúteos abundantes, y suaves, cálidas y
líquidas entre las piernas. Y luego la lengua de Scott se apoderó de su
boca. Sabia y llena de voluntad, la invadió con un contacto seguro e
infinitamente conocedor, y el largo suspiro tembloroso que arrancó de ella
fue el testimonio elocuente de su capacidad. Chtistie abrió los ojos y las
estrellas corrieron, mientras Scott, ya no más gentil, se movió con la
impaciencia de la lujuria adolescente, con la boca lanzada hacia ella,
devorándola, saboreándola, mientras trataba de arrastrar sus labios,
lengua, dientes hacia el corazón del huracán de pasión.
Christie luchó con él. Scott deseaba su boca. Ella deseaba con
desesperación que él la poseyera. Él deseaba su gusto. El gusto era suyo.
Las manos de Scott se movieron con urgencia detrás de su espalda
hasta que encontró la piel que buscaba. Le subió la remera blanca desde
la cintura de sus vaqueros y con los dedos recorrió la espalda caliente de
Christie, buscando la tira de un sostén que no estaba allí.
Lentamente cayó sobre la arena, arrodillándose, como si estuviera en
la iglesia, ante ella. Luego, con firmeza, la atrajo a ella también. Con un
gesto de reverencia, sus manos levantaron la suave tela de algodón,
dejándola descubierta, expuesta, empujándola a la tierra sin dueño de la
desnudez, lugar desde donde no había retorno.
Scott contempló su regalo. Orgulloso, casi desafiante. Christie lo miró,
tratando de transmitirle que ella le pertenecía, que no lucharía con él, que
su voluntad estaba entremezclada con la de él, así como sus labios lo
habían estado unos minutos antes. La fuerza de su emoción ya era
demasiado grande para tener miedo, pero la incertidumbre sobrevoló
inquieta en el sosegado aire de la noche. Sus pechos eran pequeños.
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Perfectos, firmes, pero lejos de ser grandes. ¿Le importaría a Scott? Dios
Todopoderoso, ¿podría ver él que estaban latiendo?
En respuesta a la pregunta no formulada, Scott se inclinó hacia
adelante. Tomó cada uno de sus pechos calientes y tensos en las palmas
de sus manos y, por lo que pareció un siglo, entró en comunión con su
urgente plenitud como si el deseo que corría por ellos fuera algo palpable,
duro y vivo con la energía de la pasión.
Luego se acercó a ellos, buscando con la lengua ansiosa cada pezón,
la suave inocencia, y Christie sintió que su corazón se detenía cuando esa
boca la encerró. Con los dedos buscó la nuca de Scott y lo retuvo cerca
como un niño amamantándose de su propio cuerpo joven, coincidiendo su
deseo con la afiebrada intensidad del propio. Recorrió la cabeza rubia con
los dedos, estrella de sus sueños y corona de gloria de su amante y,
debajo, dentro de ella, la cascada de necesidad rugía y echaba espuma.
Christie oyó la voz de su amor, escalofriante y maravilloso, cuando le dijo
lo que estaba a punto de suceder. No estaba preparada para ello. Casi no
podía creerlo. Pero era un hecho. En el interior de sus muslos, un tren
rápido gritaba su aproximación y, en la parte inferior de su vientre, la
avalancha anunciaba su avance. Su mente era una simple espectadora del
glorioso accidente que estaba por ocurrir mientras la fuerza irresistible y el
objeto inmóvil se preparaban para su inquietante unión. Era hora de
gritarle a las estrellas, al cielo y a las arenas de la playa desierta la mística
intensidad de su experiencia.
Scott oyó los mensajes de su cuerpo cuando dentro de su boca el una
vez pequeño pezón corcoveaba como un potrillo asustado, llenándole con
su repentinamente comprometida y dulce inocencia. Él sabía lo que
sucedería y lo deseaba. A través de la tormenta tropical del orgasmo de
Christie se mantuvo sobre ella, con los brazos a su alrededor mientras
temblaba de satisfacción. Húmedo y violento, vibrando con su cruda
energía, el orgasmo de Christie siguió y siguió. Por el caos torrencial de
sentimientos, ella supo una sola cosa: estaba vacía y deseaba que la
llenaran.
Después del orgasmo, Christie sintió los primeros pálpitos imposibles
de pánico. ¿Lo había asustado? ¿Su falta de experiencia en el control había
destruido su deseo? Era necesario saberlo. Debía apurar el momento que
todas las células de su cuerpo tan fervientemente deseaban. Sus manos
atrevidas llegaron hasta él, ya no era más inocente. Sus dedos torpes
encontraron la dureza, encontraron la forma de dejarla al descubierto,
encontraron la visión que había soñado. La sintió maravillada y deseaba
que la poseyera. Con sus dedos le transmitió su desenfrenado deseo.
Christie se recostó en la arena y bajó el cierre de su vaquero. Este
descendió hasta las caderas, llevándose también con el movimiento las
medias y dejando al descubierto el rubio secreto brillando a la luz pálida
de la luna. En ese momento de total abandono sobrevino el instante de
conciencia. La pequeña Christie Stansfield. Dulce y de formas
redondeadas. Bonita y pura. El sueño de todos los norteamericanos.
Tendida sobre la arena, demolida por la lujuria. Gritando, ordenando ser
penetrada, ser saciada con el deseo del muchacho.
Por encima de ella el cuerpo de Scott tapaba el firmamento. Y
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después, de golpe, Christie vio lo que no debía estar allí. En los ojos,
alrededor de la boca, estaba el trazo de una emoción inapropiada. Por un
segundo ella la vio, ¿era triunfo?, ¿victoria cruel?, ¿la llama chispeante del
odio? Enseguida desapareció, pero en su mente las campanas hacían
sonar la alarma y las fuerzas de la razón se movilizaron para explicar la
intuición. Entonces, allí estaba. El conocimiento. Eso estaba mal. Profunda
y fundamentalmente mal. Algo que ella y él lamentarían para siempre. Un
delito contra el océano, el aire fragante, contra el cielo tachonado de
estrellas.
Pero era demasiado tarde. Ya había un dolor quemante, la sensación
de la sangre caliente en sus muslos y el ulular de sirena del deseo físico
que embotaba todo pensamiento, todo sentido, toda prudencia. En ese
momento, mientras sabía que estaba pecando contra Dios, Christie
Stansfield se apretó a su amante y empujó sus caderas fuera de la arena,
obligándolo a entrar profundamente en su cuerpo y, más profundamente,
en su mente.
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Nunca bajó al Roxy. Los viejos amigos abandonados, los viejos recuerdos
convenientemente olvidados. Ninguna ayuda. Nada. Pero él conocía su
secreto, él sabía el secreto que ella no conocía. Durante toda su miserable
vida había guardado un secreto, y ¿para qué? ¿Para que lo golpearan? Sí,
eso les quedaría bien. Todo el puto lote de ellos. Había sido leal. Había
cumplido su promesa a Tommy Starr. ¿Y para qué? Ahora este muchachito
rico podía venir aquí y mandonearlo. Willie, que lo sabía todo. Que conocía
toda la apestosa y putrefacta verdad.
—No estoy bromeando, Scott. Sólo me preguntaba si ese bourbon te
daría la fuerza como para oír algo de verdad. En realidad acerca de tu
padre y de tu mamá.
—¿Qué verdad? —De pronto el fuego en su estómago no era sólo
producto del alcohol.
Del otro lado de la barra lustrada había maldad en los ojos
empapados de licor.
—Bueno, por algo no tienes el derecho a llamarte Blass.
Willie hizo una breve pausa antes de continuar. Apoyó las dos manos
deformes sobre la madera brillosa, para controlar el efecto de sus
palabras. En una niebla que lo envolvía, el rostro de Scott parecía ir y
venir. Una cosa estaba en claro mientras entraba y salía de foco. Se había
puesto pálido.
A través de su mente retorcida, Willie trató de dilucidar si lo que
estaba por hacer era lo aconsejable. Podía todavía ser una broma.
Simplemente eso. El alcohol que hablaba. Pero su lengua ya estaba fuera
de control. Al diablo con ello. A la mierda todos. Todos siempre lo habían
molestado a él. Jamás se fijaron en el pobre Willie Boy. Pero tarde, por la
noche, cuando la Bud los había soltado, no quedaba mucho que pudieran
guardar. Como esa noche con Tommy, cuando se emborrachó y trató de
hablar de misterios, con lágrimas que corrían por el gran rostro sucio.
Luego estuvo Lisa. Todas esas veces en su pequeño departamento,
cuando a ella le gustaba que le contara cuentos de los tiempos felices. Se
había enterado de que estaba embarazada, que era un hijo de Stansfield
el que ahora estaba frente a él, del otro lado de la barra. Estaba sobrio
cuando Lisa le habló de su amor por Bobby Stansfield. Lo suficientemente
sobrio como para mantener la boca cerrada sobre el secreto de Tommy
Starr. Muy bien, entonces él la había desilusionado. Los tipos como él
jamás se casan con chicas como tú. Ese tipo de cosas. Sin embargo, no
había esperado que su relación funcionara, y en efecto así fue. Cuando
Stansfield la arrojó a la calle, ella fue por Blass de rebote y desde aquel
momento hasta éste, West Palm, Willie Boy y el bar Roxy habían estado
ausentes de su vida como si jamás hubieran existido.
—Sí, Scott. Tu apellido es Stansfield. Eres el hijo del senador. Ja. ¿No
es bueno? Eres un rico bastardo. Tu mamá estaba caliente con él y cuando
él no quiso saber nada, fue y se casó con el viejo Blass. Me lo contó ella
misma. ¿Nunca te dejó conocer el secreto?
Scott sintió que toda la habitación se le venía encima. Como un indio
alrededor del campamento de un cowboy, parecía ir y venir, dando
vueltas, arrastrándose al borde de las visiones, en la periferia de los
sonidos. ¿Qué era lo que Willie estaba diciendo? Estaba borracho. Pero
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Capítulo 20
Toda su vida Jo Anne había soñado llegar allí, pero ahora que lo había
conseguido, no podía evitar preguntarse si el arduo viaje había valido la
pena. La vista desde el trono había sido mucho mejor en la fantasía que lo
que era en la realidad, y el Jupiter Island Garden Club Bazaar, quizá el más
exquisito mercado de pulgas del mundo, era el ejemplo que lo probaba.
Hobe Sound. El lugar más grandioso del mundo. Más grandioso que
Newport, sin ningún esfuerzo, superior a Scottsdale, la meca social que
relegaba a los mercados de ciudad tales como Beverly Hills y Palm Springs
al nivel de llorones perdedores. Hobe Sound, cobijada contra las blancas
arenas del arrogante Atlántico, era el bastión más secreto del dinero más
añejo, donde gobernaba la privacidad y donde la aristocracia
norteamericana se escondía del mundo de la televisión y de los diarios,
que los meros mortales que ellos despreciaban buscaban con tanta
desesperación.
Era un lugar para las contradicciones. Aunque se llamaba Hobe
Sound, no lo era en realidad ruidoso en absoluto. Era la ciudad de Jupiter
Island o, mejor aún, su parte residencial. El verdadero Hobe Sound estaba
del otro lado del puente monitoreado electrónicamente, un ruinoso lugar
donde vivía el resto de Florida, y en el que los poderosos iban a recoger su
correspondencia: una molestia menor comparada con tener aquellas
horribles camionetas del correo zumbando alrededor para recordarles el
mundo verdadero del cual «la Isla» era su escape. Arena, mar y
aislamiento para las doscientas familias de la «vieja guardia» que pasaban
su invierno aquí desde Año Nuevo hasta marzo, escondidas en las
cuatrocientas mansiones que ellos preferían llamar «lugares». Mellon,
Adams, Roosevelts se cobijaban en el refinado y reverente silencio de los
perfumados pinos australianos; los Scranton, Searl y Olin saltaban con
decoro alrededor de las piscinas rectangulares y con forma de riñón del
Jupiter Island Club, un lugar tan exclusivo de clase alta que podía
atreverse a cualquier valiente confrontación; los Pierrepont, Fields y
Weyerhaeuser miraban serenamente en los esmerados parques a los
jardineros de caras amargas mientras éstos barrían caminos sin polvo y
atendían orquídeas inmaculadas; Los Payson, Lamont y Coles bebían
scotch mientras regañaban a los sirvientes y se quejaban de la conducta
insatisfactoria de nietos y políticos demócratas.
—¿Puedo traerte algún trago, Jo Anne? ¿Limonada, quizás?
Laura Hornblower se mostraba solícita. Después de todo, estaba a
cargo de la atención de los invitados reales. El reino de Palm Beach había
enviado a su monarca reinante en visita de estado al más pequeño, pero
enormemente prestigioso Hobe Sound, y como ayuda de campo del
autocrático pero iluminado déspota que lo gobernaba, Laura estaba
trabajando mucho.
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antes. Los tonos habían sido más aristocráticos, pero la emoción no era
nueva. Tampoco la respuesta.
—Confía en mí. Es todo un mundo nuevo.
A la negrita le gustó lo de los mundos nuevos, pero más las otras
cosas.
—¿Tienes los dólares?
Jo Anne sonrió con pesar. Casi se olvidaba. Este era un viaje diferente.
El negocio del sexo. ¿Se sentía la muchacha como Jo Anne se había
sentido en todos aquellos cuartos de hotel? ¿Sintieron todos esos tipos
como ella sentía ahora? Sintió un dejo de molestia al pensar que todo eso
no se hiciera por amor. Entonces rió. No, la realidad era la calentura. Ella
había alquilado un cuerpo. Durante media hora o más sería suyo. No había
necesidad de ninguna rutina de seducción. Los dólares pasaban por alto
toda esa mierda.
—Saca trescientos dólares de mi cartera y te doy las instrucciones. —
Había una nueva dureza en el tono de voz—. Quiero hacer esto en la ruta
—parecía decir—. ¿Qué edad tienes? Dime la verdad. No tiene
importancia.
Los líquidos ojos marrones se hicieron cuidadosos, pero los
trescientos dólares en los dedos borraron toda precaución.
—Catorce —dijo, mientras se movía un poco, debajo de la mano que
daba vueltas sobre su pierna—. ¿Eso es muy poco? —La pregunta era
provocativa, incluso osada.
—No, no es muy poco. —Pero sería la más joven que le había tocado.
En alrededor de tres años. Era un toque agradable. Catorce, negra y, en lo
que a mujeres concernía, virgen. ¿Por qué diablos no había ella pensado
antes en esto?
—Dobla a la derecha del semáforo y entra en el aparcamiento de la
izquierda. Tengo el uso de una habitación en el motel Sea Grass.
Jo Anne hizo como le decía, renunciando a dejar la mano sobre la
pierna de la joven con remordimiento mientras doblaba a la derecha.
No hablaron mientras subían las escaleras del motel destartalado. Jo
Anne ya podía imaginarse la habitación. Sería una copia de un millón de
habitaciones de ese tipo que estaban en todos los Estados Unidos:
plástico, marcas de cigarrillo, dacrón, rayón, o cualquier otro material
sintético. Alguien se habría limpiado los zapatos en las cortinas; habría un
círculo alrededor de la bañera, un monstruoso aparato de televisión con
selector de sólo cuatro canales, una magra almohada rellena de espuma
de nailon, una lámpara estándar. Pero ante ella caminaba el apretado y
alto trasero que había alquilado. Eso era más que suficiente para hacer
aumentar los latidos del corazón y dejar murmurando al estómago.
El cuarto estuvo a la altura de lo que se prometía. No había
concesiones a la estética. Ninguna en absoluto, desde el cascado papelero
de lata hasta el espejo con marco de plástico rosado que podía captar la
acción de la cama de una plaza.
Pero el atractivo se incrementaba por lo miserable del entorno. La
pequeña prostituta arrojó la cartera sobre la cama y trató de parecer
como que tenía el control. Volviendo el rostro hacia su clienta, intentó
hablar con tono de negocios.
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—Muy bien, ¿cómo lo quieres? —La verdad era que no sabía nada.
—Todo lo que dice el libro —dijo simplemente Jo Anne—. Pero
empezamos aquí. De pie.
Cruzó los tres pasos que la separaban de la joven.
—Quédate quieta. No hagas nada.
La muchacha la observaba. Los ojos eran inseguros, pero había
interés, casi cierta fascinación. Era como si estuviera hipnotizada, sin
voluntad, mientras se preparaba para rendirse al poder superior de Jo
Anne.
Sin quitar los ojos del rostro de la joven negra, Jo Anne le levantó con
delicadeza la falda. Sólo cuando los calzones quedaron completamente al
descubierto, miró hacia abajo para disfrutar lo que había revelado.
Un suspiro escapó por sus labios entreabiertos. Los calzones, casi de
rojo fluorescente, eran demasiado pequeños. Parecía como que había sido
rociada por pintura y el tenso montículo del sexo de la adolescente
empujaba ansiosamente contra el fino material. Unas tiras corrían hacia la
parte posterior, pegadas sobre las deliciosas nalgas de color marrón,
mientras se zambullían profundamente en el subyugante misterio que
acechaba entre la carne firme de los muslos.
Los dedos de Jo Anne encontraron el borde del ajustado elástico y
lentamente, centímetro a centímetro, los bajó.
Ahora, Jo Anne se arrodilló, su rostro a nivel del lugar en que ella
deseaba que estuviera. Irradiándose de sus mejillas, el calor la recorría.
Esta joven era demasiado nueva para que el juego pudiera controlarse. Su
interruptor había sido encendido. El motor estaba en marcha. Jo Anne
podía sentirlo y olerlo.
—Sólo relájate, dulce —murmuró más para sí que para la muchacha.
La ropa interior ya no estaba en su lugar ahora, sino colgada en sus
curvos muslos, lasciva hamaca que se rozaba contra la piel del mentón de
Jo Anne mientras sus ojos devoraban lo que había dejado al descubierto.
Labios rosados junto a sus labios, el perfume demandante próximo a sus
fosas nasales, el alma cálida de la muchacha pidiendo ser poseída,
temblando en anticipación frente a la ansiosa boca.
Jo Anne oyó un gemido, la señal que la autorizaba a proceder.
Durante un hermoso segundo, ella dudó, mientras alimentaba el momento
con cada gramo de potencial placer. Luego se movió hacia adelante.
Jo Anne no oyó que se abría la puerta. Pero mientras sus labios se
frotaban tiernamente contra los labios que tenía ante ella, sintió que
inmediatamente el pánico la recorría. La humedad resbalosa contra su
boca coincidía con la explosión de furia.
—¡Muchacha mala! ¿Qué haces? ¿Qué haces, muchacha mala?
Un golpe la sorprendió de pleno en el lado izquierdo del rostro,
mientras en sus oídos sonaba el eco de su fuerza. Cayó hacia un costado,
golpeándose con el extremo de la cama.
Su casi amante, con los calzones rosados bajados por sus piernas de
manera acusadora, estaba congelada del susto, con una mirada de temor
visceral que le deformaba su rostro antes hermoso. En la puerta había
más de cien kilos de músculos negros llenos de odio, con el disgusto
brillando en los ojos y la muerte rumoreando en su corazón.
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senador tan fría y elegante sobre el estrado. Comida rápida, comida lenta,
trucos baratos, trucos caros y, siempre, por siempre presentes, los
acordes sedosos de la música sensual como fondo, la que habían estado
tocando un rato antes.
Debía estar agradecida por la confusión de los pensamientos. En la
piadosa niebla de la irrealidad no habría dolor. Eso era un alivio. El dolor
sería para más tarde. Pero, por las apariencias, ella debería gritar. En una
situación como ésa, cualquier persona respetable ciertamente haría eso.
Y así, con una lánguida falta de entusiasmo, Jo Anne Duke Stansfield
comenzó a gritar cuando el cuchillo entró como una aleta de un tiburón.
Nadó hacia el norte. Con pereza, sin esfuerzo a través del mar tranquilo de
la parte inferior del estómago. Detrás de él estaba la clara línea roja, al
principio delgada y limpia, luego cada vez más ancha, hasta convertirse
en un torrente desprolijo. Nadaría hacia su rostro, entre las montañas
gemelas de sus pechos, por su hermoso cuello y cruzando el promontorio
de su mentón. Luego, por lo menos, terminaría el terrible ruido que
alguien estaba haciendo. Pero la paz llegaba antes de lo que se pensaba.
Una maravillosa paz de sueños. Simplemente lo que necesitaba una niña
al final de una vida demasiado larga. Y así, con una sensación de divertida
sorpresa por la facilidad con que sucedía todo, Jo Anne se fue, cuando, con
gracia, cayó de narices en la nada.
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Capítulo 21
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—¿La amaste?
—¿Qué es esto? ¿Tercer grado? —Nuevamente la risa. La que
enloquecía a las multitudes. Luego continuó más reflexivamente—. Sí. Sí,
realmente la amé. Mucho. Es una persona maravillosa. Era una persona
maravillosa.
—Mamá era más difícil de amar. —La afirmación de Christie era
práctica.
—Sí. Creo que todos lo encontramos así.
Bobby se volvió hacia su hija. Las lágrimas volvían a estar allí. Jo Anne
fue difícil de amar, pero Christie lo había conseguido. Christie, que estaba
tan llena de amor, lo tenía para todos. Christie, que había derramado amor
sobre alguien que jamás había aparecido en la casa para ser presentado a
los padres. Ese tipo merecía el mismo destino del maníaco que había
asesinado a Jo Anne. Él, Bobby, se habría ofrecido como voluntario para
administrar el veneno y se habría tomado todo el día para observar las
expresiones faciales del tipo mientras luchaba contra el sueño que lo
mataría.
—Ella tiene un hijo, ahora. Nunca lo vi, pero debe de tener tu edad.
Blass se debe llamar. No puedo recordar su primer nombre.
—Scott. Scott Blass.
—¿Sabes lo que creo que necesitamos? Un fantástico margarita. —
Bobby se puso de pie—. Vamos, Christie, me prepararé uno. Solía ser
famoso por ellos. Déjame ver si todavía lo soy.
Christie sonrió a través de la máscara de lágrimas. Su padre podía ser
así, con el contagioso entusiasmo de un niño pequeño en el cuerpo de un
famoso político. Pero ella no iba a dejar que se le escapara del anzuelo. No
totalmente.
—Creo que todavía la amas, papá. Deberías encontrarte con ella. Ver
qué sucede. A mí no me importaría. Recuérdalo, yo lo sugerí. Ha habido
tanta tristeza, tanta amargura.
En el rostro de Bobby se reflejó el único aspecto que podría
considerar: la recompensa para su hija.
Lisa hojeaba de mal humor las listas de libros de mayores ventas del
New York Times. Ésta debería ser la mejor parte de la semana. Todos
estaban allí. Eran todos libros Blass. Los que ella había alimentado, los que
había inventado, los que había comprado. Pero no había alegría en eso. Ni
excitación. Ni entusiasmo. Nada. Sólo el vacío. Habían pasado seis meses
desde que Scott se había ido. Se había marchado como un ladrón en la
noche, escondiéndose sin razón aparente y, desde su partida, sólo había
existido el sonido de su silencio. La tierra se lo había devorado. Había
desaparecido sin dejar huellas.
¿Cuántas veces había tratado de comprender la razón de su partida?
Era como si tratara de lastimarla por algo terrible que ella hubiese hecho.
¿Pero qué había hecho? Nada había cambiado. La nota había sido de poca
ayuda.
Podía recordarla de memoria, pero no comprenderla: «Madre, me
marcho y no regresaré. Por favor, no intentes encontrarme. Toda mi vida
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traté de hacer que me amaras, pero ahora comprendo por qué nunca
pudiste. Casi me destruye y a otros también. Entonces si no puedo ser
parte de tu amor, no deseo tener nada que ver con tu odio. Confié mucho
en ti, pero tú me mentiste. Y no eras todo lo que fingiste ser. De manera
que me voy para aprender a vivir por mí mismo y tratar de aprender que
lo que sucedió no fue mi culpa, sino la tuya. Tú me enviaste lejos, hace
mucho, mucho tiempo.»
¿Amor? ¿Odio? No significaban nada. De todas maneras nada que él
pudiera saber o que pudiera preocuparlo. Sí, ella había sido la amiga del
odio. La había sostenido a través de los años de lucha y había sido la
madre del fenomenal éxito que gritaba por sí solo desde las páginas del
New York Times. Pero ahora, como una bala servida, la emoción estaba
gastada y, con la horrible muerte de Jo Anne, todo se había precipitado a
tierra.
—¿Cómo viene el libro de surf de Anne Liebermann? —preguntó
Maggie. Levantarle el ánimo a Lisa se estaba convirtiendo en una
ocupación de jornada completa.
—Maravilloso —dijo Lisa sin entusiasmo—. La sinopsis y el capítulo de
introducción son simplemente maravillosos. Tiene que ser otro número
uno. Sin problemas. Oh, sí —agregó con fatiga—. Todavía está recogiendo
el dinero con el rastrillo. Blass sigue a la cabeza. —Hizo una pausa cuando
un pensamiento agridulce le cruzó por la mente—. Me pregunto qué habría
pensado de ello el pobre Scottie. —La voz se le quebró allí.
—Fue idea suya, ¿no?
—Fue la jodida idea de Anne Liebermann. O debería decir que fue la
idea de coger que tenía Anne Liebermann. ¿Sabes que Scott dormía con
ella?
—¡Santo Dios! ¿En serio? ¡Que cosa más extraordinaria!
—Él no deseaba hacerlo, Maggie. Lo hizo por mí. Liebermann quería
interrumpir su contrato. Él le habló dulcemente de quedarse con Blass. Él
le pagó con amabilidad.
—Oh, Lisa, no seas ridícula.
—No soy para nada ridícula, Maggie. —Lisa se puso de pie
súbitamente, arrojando el diario al suelo con gesto impaciente. Después
de todos estos años Maggie todavía la trataba como si fuera una criatura
de menos de veinte años. La gente parecía creer que ella era la antigua
Lisa, pero no lo era. Las cosas habían cambiado. Era irritante que la gente
no lo reconociera. En especial los viejos amigos.
Durante unos segundos hubo silencio. Era lo que daba nacimiento a
las cosas.
—Deseaba con tanta desesperación que yo me diera cuenta de su
presencia. Jamás pude. Traté pero no pude. No había nada allí antes. Pero
lo hay ahora. —Se volvió para enfrentar a su vieja amiga, con el hermoso
rostro de repente distorsionado por las lágrimas—. Quiero que regrese,
Maggs. —Extendió las manos en un gesto de impotencia y movió la cabeza
de un lado hacia el otro—. Era tan parecido a Bobby. Es ridículo. Cada vez
que lo miraba, todo el dolor y la rabia bullían en mi interior. Pobre Scott.
Jamás tuvo idea. No podía decirle. Incluso ahora no lo sabe.
—Quizá si él supiera…
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los minutos hacia la hora en que ella lo vería una vez más, su nivel de
ansiedad se elevó casi hasta el cielo. Si no sabía lo que quería, ¿cómo
podría saber cómo comportarse? Si no sabía cómo sentir, ¿cómo podría
saber cómo pensar?
Para cubrir su confusión había telefoneado para cambiar la hora de la
reunión. El té era tan neutral. Tan inglés. Tan seguro. A las cuatro en
punto el mayordomo lo conduciría.
—El senador Stansfield, señora.
Y ella extendería una mano fría y diría: «Bobby, ha pasado mucho
tiempo» o algún comentario apropiado. Sofisticado. Formidablemente
autocontrolado. Convenientemente distante.
El golpe del mayordomo sobre la puerta fue cortés.
—Adelante.
—El senador Stansfield, señora.
Por un momento Bobby se quedó de pie en el marco de la puerta.
Tenía una sonrisa fácil y abierta, con arrugas bien definidas ahora por el
uso constante. Bobby Stansfield, fuerte, inspirador de confianza,
prometiendo el mundo, demandando atención, irradiando su carisma.
Entonces Lisa sintió que se derretía en su interior y su alma comenzaba a
abrirse en el bloque de hielo que la había rodeado por tanto tiempo.
—Oh, Bobby —pudo decir, casi sin aliento.
Ella no había estado preparada para esto y el impacto fue tan real
como sí hubiera sido toda una sorpresa. Fue como si estuviera fuera de sí,
una persona separada de su ser, observando con interés cómo se
comportaría. Las sensaciones físicas podrían entenderse fácilmente, la
corriente química de miedo, excitación, casi odio, el extraño sentimiento
de que algo de enorme importancia estaba sucediendo, algo que lo
cambiaría todo para siempre, la sensación de que nada sería igual
después de ese momento. Quizás como un accidente automovilístico. Sin
dolor. Sólo el conocimiento de que uno está en un momento de cambio, de
que las cosas podrían ir en cualquier dirección, de que estaban fuera del
control de nuestras manos. Incapaz de controlar los acontecimientos, el
cuerpo se transformó automáticamente en espectador, como si pasara las
riendas a un destino infinitamente más poderoso. El intelecto estaba
triste, indefenso, en un momento como éste, y aún como siempre,
continuaba sus intentos endebles y condenados por explicar y predecir.
¿Era el Bobby verdadero el que causaba esta confusión? ¿O ella
reaccionaba ante un recuerdo? Si era así, ¿podía el simple recuerdo
poseer tal fuerza? ¿No debía ser entonces la misma realidad?
Estaban juntos ahora, uno al lado del otro, y durante un largo
momento se aferraron al pasado, al presente, a lo que podría haber sido.
Había lágrimas en los ojos de Lisa y en lo más hondo de su interior Lisa
sintió que comenzaba a derretirse. ¿Había sido todo por nada? La lucha. La
pasión. El anhelo de venganza. ¿Había sido el tigre en el cual ella había
cabalgado todos esos años otra criatura disfrazada? En los bosques de la
noche, ¿había sido todo el tiempo amor, no odio, lo que ardía con tanto
brillo? Parecía imposible. Era tan obvio.
Quedaron mirándose.
Bobby vio los ojos llorosos, la curva perfecta del tan bien recordado
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Capítulo 22
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—Fue hace tanto tiempo. Están todos muertos. Traté de recordar todo
lo que la gente me contó, pero eso no pesa demasiado. Quiero decir, si me
llevó todo este tiempo descubrir que Vernon Blass no era mi padre,
¿cuántas otras cosas me habrán ocultado?
Christie no contestó nada. Era cierto. Qué poco sabían los hijos de los
pecados de los padres.
—Tommy Starr, Jack Kent y Mary Ellen estaban todos muertos antes
de que yo naciera. Lo único que tengo para basarme es lo que mamá me
contó, que no es mucho, y que parece que mucho de eso es pura basura.
—Recuerdo a la abuela diciendo una vez que el abuelo era demasiado
amistoso con las sirvientas. Pensé que ella quería decir que no era
bastante distante. Supongo que podría haber significado un poco más.
—¿Es eso una prueba irrebatible? Lo que necesitamos es algo así
como un certificado de nacimiento.
—Sí, pero eso nos lleva indefectiblemente a decir «Starr», ¿no es así?
En aquellos días uno no hacía propaganda con una cosa así. La única
prueba absolutamente cierta sería un análisis de sangre. De lo que logro
recordar de biología, a veces se puede probar que la gente no está
emparentada, pero no se puede probar con certeza que sí lo está.
Scott rió.
—Oh, Christie, eso está bien. Puedo oír la conversación. Mamá,
¿puedo pedirte un poco de sangre? Senador, ¿podría permitirme un poco
de la suya? Me gustaría hacer algunos análisis. Sólo de interés general.
Probablemente harían los arreglos para meterme en un manicomio.
De pronto se miraron.
—Análisis de sangre —dijeron ambos al unísono.
Era una ley federal. Nadie podía casarse sin hacerse un análisis de
sangre. Se suponía que era para evitar la sífilis, pero ahora sabían que en
algún lugar, probablemente en ese preciso instante, las muestras de
sangre de Lisa y de Bobby estarían inocentemente colocadas en unos
tubos de ensayo sobre el mostrador de fórmica de algún laboratorio de
West Palm.
—Si pudiera descubrir dónde las enviaron, podría llamar al
laboratorio, fingiendo ser el senador, y pedir que hicieran una prueba de
grupo sobre cada muestra. La gente siempre está interesada en su grupo
sanguíneo. Sería un pedido razonable. Son grupos de sangre los que
necesitamos, ¿no es así?
Christie difícilmente podía contener su emoción.
—Sí, eso es. Como cuando uno trata de probar la paternidad. Podría
ser que mi papá y tu mamá pudieran tener grupos de sangre
incompatibles al tener el mismo padre. Dios sabe cuáles son las
posibilidades, pero vale la pena intentar. Si está bien, dejaremos que todo
siga adelante y, si todavía es dudoso, entonces detendremos todo.
Scott se puso de pie.
—¡Bravo! Eso es lo que haremos.
—¿Cómo sabrás el nombre del laboratorio? —preguntó Christie.
—Simplemente le preguntaré a mamá. A ella no le van a llamar la
atención por qué lo quiero saber. Siempre está demasiado preocupada
como para ocuparse de cosas como ésa.
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Epílogo
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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
PAT BOOTH
Pat Booth aparecía en las portadas de revistas como Vogue o Harpers & Queen. Diva de
los sesenta, fue musa de fotógrafos como Norman Parkinson y David Bailey, a la vez que
abrió un par de boutiques en la londinense King's Road. Su figura esbelta y
su mirada triste causaban sensación en un público deseoso de tener mitos en
los que plasmar sus ideales. Y Pat se convirtió en uno.
Fruto de la relación entre un boxeador londinense y una mujer
emprendedora con un negocio propio, nació Pat, que en los años setenta
decidió dejar de subirse a las pasarelas para convertirse en fotógrafa
profesional. Retrató a grandes celebridades del momento como David Bowie
o Bianca Jagger, pasando por personalidades del mundo de la realeza como
la reina madre de Inglaterra.
No fue una niña mona que decidió dedicarse a la fotografía: algunos de sus retratos
fueron expuestos en la National Portrait Gallery de Londres, otros tantos trabajos fotográfico-
periodísticos aparecieron en el diario The Sunday Times o en la revista Cosmopolitan, y ella
misma publicó un libro titulado Master photographers.
Pero lo que realmente determinó su pluridisciplinar carrera fue la escritura, que se
convirtió en su negocio más lucrativo. Pat Booth, que falleció de cáncer en el 2009, escribió
novelas peculiares sobre una temática muy concreta: el sexo y las compras.
Las protagonistas de sus libros adquirían grandes similitudes con su propio yo: eran
mujeres testarudas, a menudo modelos, que siempre conseguían lo que querían. Algunos de
los más conocidos son: The lady and the champ, Palm Beach, Beverly Hills y The sisters
(basado en la vida de la actriz Joan Collins y la de su hermana, escritora y también actriz,
Jackie), del que vendió millones de copias. Novelas atrevidas y provocativas con un toque
erótico que conseguían atraer al público una y otra vez.
La propia Booth reconoció tras saltar a terreno americano con la editorial Crown (que le
pagó una suculenta cantidad de dinero) que sus libros no eran grandes obras, pero que sí eran
una buena lectura para llevarse a la playa.
Como estrella mediática se le adjudicaron romances con famosos, como el actor
Timothy Dalton, el boxeador John Conte o el fotógrafo James Wedge. Finalmente, se casó en
1976 con el psiquiatra Garth Wood, que murió en el 2001. Booth volvió a casarse en el 2008,
con el empresario Frank Lowe.
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Ellos viven en Palm Beach, un lugar con reglas propias. Las eróticas clases de aerobic
que Lisa Starr da a los ricos la lanzan al éxito. Cae entonces en las garras de Jo-Anne Duke,
una mujer inmensamente rica que intentará explotar no sólo la ambición sino también el
cuerpo de la joven.
El senador Stansfield, un carismático político, cautiva a la bella Lisa. Sin embargo él
tiene sus propios planes, y a causa de las maquinaciones de Jo-Anne, Lisa se verá involucrada
en una peligrosa intriga.
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En Palm Beach, detrás del placer, el poder y el amor se ocultan la crueldad y la tragedia.
Pat Booth, autora de Malibú, consigue reflejar un mundo singular, en el que la posición
social no está determinada por lo que cada uno tenga sino por lo lejos que sea capaz de llegar.
***
Título original: Palm Beach
Edición original: Crown Publishers, Inc.
Traducción: Silvia Sassone
Diseño de tapa: Raquel Cañé
© 1985 Pat Booth
© 1999 Ediciones B Argentina S.A.
ISBN 950-15-2015-3
Impreso en la Argentina / Printed in Argentine
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