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Pat Booth

PALM BEACH
A mi amiga Roxanne Pulitzer, con amor.

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ÍNDICE
Prólogo..............................................................4
Capítulo 1........................................................10
Capítulo 2........................................................30
Capítulo 3........................................................54
Capítulo 4........................................................76
Capítulo 5........................................................81
Capítulo 6........................................................94
Capítulo 7......................................................108
Capítulo 8......................................................126
Capítulo 9......................................................142
Capítulo 10....................................................153
Capítulo 11....................................................163
Capítulo 12....................................................176
Capítulo 13....................................................190
Capítulo 14....................................................200
Capítulo 15....................................................208
Capítulo 16....................................................221
Capítulo 17....................................................227
Capítulo 18....................................................241
Capítulo 19....................................................251
Capítulo 20....................................................273
Capítulo 21....................................................285
Capítulo 22....................................................296
Epílogo..........................................................299
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA....................................302

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PAT BOOTH PALM BEACH

Prólogo

Todos estaban de acuerdo en que era la boda más grande y


maravillosa de la historia de Palm Beach, pero casi todos también sentían
que algo terrible y horriblemente malo estaba sucediendo. Cualquier cosa
que fuera, estaba aquí muy cerca de la superficie. Mejor dicho, bullía en el
inconsciente colectivo, de forma misteriosa y amenazante, en las sombras
y sin embargo de manera innegable. Se percibía este sentimiento extraño
en la atmósfera fría y formidablemente acondicionada de la vieja mansión
Mizner, escurriéndose en los oscuros rincones de los techos tallados en
madera, insinuándose en los sombríos corredores de azulejos españoles y
en los claustros adornados con arbustos. Nadie que lo sintiera podría
ignorarlo y aun así era imposible de describir, como alguien no invitado a
la fiesta de bodas.
Lisa Blass y Bobby Stanfield no eran conscientes de esas inquietantes
corrientes ocultas. Era el día de su boda. Eran dos personas que en pocos
minutos serían una sola y el aura de aquella felicidad mutua los aislaba sin
esfuerzo de las nubes de temor que giraban a su alrededor. Estaban
parados uno junto al otro, como las figuras que se pueden ver en las
cajitas de música de los niños, preparados para bailar con alegría el
camino que juntos emprenderían hacia la eternidad. Ocasionalmente,
como en un mutuo reaseguro de que eso no constituía la irrealidad de un
sueño, sus manos se encontraban buscando el placer de tocarse.
—Tomarse es poseerse —parecían decir sus gestos.
Lisa Blass apretó con fuerza la mano de su novio y se recostó contra
sus hombros fuertes.
—No falta mucho —susurró.
Sin embargo, había faltado mucho, muchísimo tiempo. Casi tanto
tiempo como la misma memoria. Toda su vida había viajado hacia este
momento y había sido el camino más duro y peligroso que se pudiera
imaginar. Sólo Maggie podría comenzar a comprender la tristeza y la
tragedia, la desesperación y el dolor, la lucha y el empeño que había
sufrido en este viaje. Todos los otros sólo veían a la hermosa Lisa Blass, la
mujer de origen incierto que había construido un imperio y que ahora
estaba por fusionarse con una dinastía. Aquélla era la versión de la revista
People y también sería el veredicto del SocialRegister's. Sin embargo, sólo
Lisa sabía que, en el paseo emocional de montaña rusa que había sido su
vida, el motivo dominante no era el amor, tal como parecía sugerir la
ceremonia, sino otro completamente distinto. Sólo Lisa podía saber que
los años de ascenso meteórico hacia la fama y la fortuna siempre habían
estado empañados por una entorpecedora niebla de venganza.
Ahora, no obstante, la metamorfosis era completa y desde la crisálida
de odio había volado con libertad una mariposa de amor. Amor por el
hombre que ella tanto había ansiado destruir.

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Bobby se volvió para mirarla, enderezándose y flexionando los


hombros debajo del inmaculado traje confeccionado a medida en
Anderson y Sheppard Savile Row. Respiró profundo.
—No puede ser lo suficientemente pronto —le susurró.
Jamás había pronunciado una verdad como ésa. ¡Hubo tanto tiempo
malgastado en todos aquellos años!, tantos remordimientos desde que
había tomado con tanta dificultad esa decisión. Sus oraciones habían sido
escuchadas y tuvo su segunda oportunidad. Ahora deseaba ver realizada
su obra antes de que una vez más el caprichoso destino se la arrebatara.
No era sólo la segunda oportunidad de poseer a la Lisa que él siempre
había amado, sino que era una segunda oportunidad para todo. El corazón
de Bobby se llenó de felicidad al contemplar su futuro. Con Lisa Blass a su
lado, con su vasta fortuna aliada a la riqueza política que él poseía, con la
firme y serena influencia de ella disponible de día y de noche, nuevamente
era posible una visión resplandeciente. La presidencia sería todavía suya.
El murmullo de la gente era el telón de fondo al renacido sueño de Bobby.
Se volvió para mirar a sus invitados.
Toda la ciudad de Palm Beach parecía estar presente en el
majestuoso salón. Estaba allí en toda su pasmosa gloria de
autosuficiencia, orgullosa y desafiante, mostrando su antigua riqueza y
poder social. Todos estaban allí, la "vieja guardia", los Phippse, los Munns,
Widener, Pulitzer, Kimberly y todos aquéllos que un día serían la "vieja
guardia", los Loy Anderson, Leidy, Cushing, Hanley. La gente del polo
había llegado desde Wellington: carnosos argentinos con ojos hambrientos
y cuadríceps prominentes; hombres de la alta sociedad de voz suave y
cabellos grises que tenían mujeres hermosas e hijas rápidas; ingleses sin
posesiones con alto handicap y baja moral. Había aliados políticos, un
enemigo político ocasional, el liberal que salpicaba intelectualidad
europea. Estaban los descendientes de los magnates alemanes del
negocio de armas, algo de la seudonobleza de los Balcanes, la inevitable
manada de corteses rusos blancos.
Sí, todos estaban presentes para asistir al casamiento de las dos
fortunas de mayor influencia de la ciudad. Para ellos no era tanto una
boda: era una coronación. Palm Beach estaba a punto de obtener un
nuevo rey y una nueva reina, y los cortesanos habían llegado para
rendirles su homenaje.

Scott Blass, sin embargo, se sentía inquieto en su propia nube privada


de horror. Estaba reclinado en una silla de respaldo alto y sus ojos se
movían con nerviosismo desde la pareja que estaba de pie sobre el
estrado cubierto de orquídeas hacia el teléfono blanco que estaba a
milímetros debajo de su mano. A pesar del campo eléctrico de ansiedad
que había a su alrededor, encontró tiempo para pensar que jamás había
visto tan hermosa a su madre. El vestido de pálido encaje milanés de color
marfil, modelo del siglo XVII de Pat Kerr, con su cuello casi virginal
bordado en perlas, le otorgaba una gracia espiritual que nunca antes le
había visto. Los exquisitos rasgos no habían cambiado, pero la tensión
había desaparecido de su rostro para ser reemplazada por una silenciosa

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paz. Su madre, purificada por el fuego, había renacido y la luz del amor le
brillaba en los ojos, una luz que Scott había rezado en vano para ver un
día brillar en los suyos, mientras se mantenían centrados en el futuro
esposo. La rueda había girado. Lo incorrecto estaba por transformarse en
lo correcto, el frío en calor. De los campos que habían sido sembrados con
odio estaban por cosecharse los frutos de la felicidad. ¿O ya habían sido
cosechados? Scott volvió a mirar el teléfono, que lo amenazaba con sonar,
desafiante. Luchó en vano por abrirse el cuello rígido de la camisa y dejar
pasar el aire por la húmeda transpiración que lo molestaba, aunque sabía
que eso no traería ningún alivio a su tormento.

Del otro lado de la habitación dos mujeres lo veían sufrir. Caroline


Stansfield jamás había conocido al hijo de Lisa Blass, pero se lo habían
señalado y le agradaba lo que veía. Como matriarca de la dinastía política
Stansfield y constante pilar de la alta sociedad de Palm Beach, sabía lo
suficiente cuando había que conseguir votos. En realidad, él era un fino y
señalable espécimen: alto, de miembros ágiles y con los profundos ojos
azules cazadores de votos de su propio hijo, Bobby. Obviamente el
muchacho habría heredado la inteligencia de su madre. El hijo de una
mujer como Lisa, que había llegado no se sabe de dónde para gobernar el
único mundo que importaba, debería poseer los instintos políticos
correctos. Tendría que ser entrenado. Quizás ella pudiera tomarlo a su
cuidado y enseñarle el arte de ganar, tal como lo había hecho con sus
propios hijos. ¿Pero por qué demonios estaba allí inquietándose de ese
modo? Un hombre debe aprender a mantenerse quieto y a demostrar
dignidad. Tal como estaba sucediendo, era como si estuviera por ser
llevado ante un pelotón de fusilamiento en lugar de presenciar el
casamiento de su madre con quizás el mejor partido del mundo. Con la
naturalidad nacida de ochenta y cinco años de práctica, Caroline Stanfield
desterró de su mente el desagradable pensamiento que se cruzaba por su
mente y sonrió majestuosamente girando la cabeza por toda la habitación.
En realidad todo estaba casi perfecto. ¡Qué inteligente por parte de
Lisa haber aprendido las reglas! Bobby realmente había ayudado, pero su
corazón no estaba en cosas tales como la organización de bodas.
Mentalmente hizo una lista de los detalles que a los habitantes
sobresalientes de Palm Beach, como ella, les agradaba contemplar: el
traje de etiqueta para el novio, un clavel blanco colocado al mejor estilo
inglés, solo y sin adornos de verde o de extrañas ramitas, una corbata
Andover, pantalones a rayas perfectamente planchados, unos zapatos
bien lustrados que habían soportado por lo menos treinta años de cómodo
servicio. ¿Y Lisa? Realmente un soberbio compromiso entre el blanco
virginal y la hipocresía. El encaje estaba entonado más en marfil que en
blanco y aun así era un himno a la pureza. Muy bien elegido. No había
colores en el ramo de flores. Era un hermoso toque. Solamente margaritas
blancas que insinuaban simplicidad y odio por la afectación, hoy en día
poseía a la mejor gente. Los ojos conocedores y presuntuosos de Caroline
continuaron su viaje de reconocimiento. Más que suficiente la cantidad de
camareros, todos con chaqués negros y grises, pantalones a rayas, cuellos

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duros, corbatas al estilo inglés y guantes gris perla. Ni una sola chaqueta
en el salón. Verificó su reloj. Casi era la hora. El mediodía, la única hora
para una boda, en su opinión.
Algunos invitados retrasados estaban ocupando todavía sus lugares,
alentados suavemente desde sus Rolls-Royce por los muchachos bastante
alcoholizados de la compañía de valets John Kaveko de Palm Beach. Eran
conducidos por los largos y adornados corredores de la fabulosa mansión
hasta el salón en el que los otros invitados ya estiraban sus cuellos como
los avestruces para verificar quién más estaba allí y, lo más importante,
quién no estaba. Caroline los podría haber tranquilizado. Todos los que
eran "alguien" estaban allí. No había "nadie sin nombre" a la vista. Ford,
du Pont, Meek, Dudley. Y los que parecían todo un lote de repollos de
Kennedy. El cuerpo entero de miembros del Coconuts, el club de élite que
se reunía una vez al año en Nueva York y cuyas invitaciones eran más
valiosas que los llamados telefónicos del presidente; la comisión directiva
completa de gobernadores del Club Poinciana, los siempre vigilantes
guardianes de la escena social de Palm Beach; la mayoría del Club
Everglades, una sensata selección del Club de Tenis. Un puñado del Club
Beach y ninguno, como para agradecerle a Dios, del Country Club de Palm
Beach. También había un contingente del Hobe Sound, con Permelia Pryor
Reed, la autocrática presidenta del Club Júpiter Island, que conducía un
pequeño grupo de Doubledays, Dillons y Auchinclosses.
El ojo inquisidor de la Stansfield regresó a Scott y una vez más la
armonía fue reemplazada por la discordia. ¿Qué diablos estaba haciendo?
Se lo veía increíblemente (¿cuál era la palabrita que usaban hoy en día?)
"apurado". Fue casi en ese momento que la antena finalmente sintonizada
de Caroline Stansfield, legado de casi un siglo de intriga política y social,
comenzó a sentir que algo horriblemente malo estaba pasando en su
mundo.
A más de un metro de distancia se encontraba su nieta Christie,
rodeada de flores en medio de lo que debería haber sido el paraíso, pero
que se sentía como el infierno. A ambos lados había enormes ramos de
orquídeas blancas que proporcionaban adecuado marco a su delicada
belleza, disfrazando la agonía de su suspenso con la majestuosa
tranquilidad que transmitían las flores. Los ojos de la muchacha estaban
también sobre Scott Blass. Pero, a diferencia de su abuela, ella sabía
exactamente lo que él estaba pensando. ¿Cuánto tiempo quedaba? ¿Qué
harían cuando el tiempo se hubiera acabado? En ausencia de la guía de
Dios no habría nada que hacer más que usurparle su papel. La muchacha
arrancó los ojos de la atormentada figura junto al teléfono y echó una
mirada a la dichosa pero ignorante pareja. ¿Podría ella hacérselo a su
padre en este último minuto? ¿Podría Scott hacérselo a su madre?
Simplemente no lo sabía y también sabía que Scott tampoco. A través del
mar de rostros expectantes ella intentó atraer los ojos nerviosos del
muchacho. Quizá la telepatía le diera fuerzas. Christie se concentró con
fuerza y trató de enviarle el mensaje de seguridad que deseaba tan
desesperadamente recibir para ella. Los ojos azules se lo agradecieron y
ella le sonrió pálidamente. Scott. Pobre Scott. Él había sido arrebatado de
su lado sólo para que el destino se lo devolviese en la terrible paradoja

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que se llamaba vida. Scott, que había abusado tan terriblemente de ella.
Scott, que era ahora su nueva pareja, que había sido su amante, que era
ahora muchísimo más que eso.
El padre Bradley, rector de Bethesda Junto al Mar, aquel santuario con
columnata en el que nació y murió la Palm Beach episcopalista, donde se
fusionó y se llevó adelante el culto, se estaba preparando para el ritual. Se
lo veía relajado, bronceado y en paz, mientras se movía con confianza
entre su plutocrática congregación. No podía recordar otra boda tan
importante como ésta y todo parecía estar bajo control; sin embargo,
mientras estaba allí, de pie, hablando de trivialidades con los invitados
más influyentes, no pudo reprimir la ansiedad que lo perturbaba. Podía
hacer su tarea hasta durmiendo. ¿Por qué debería entonces preocuparse?
Por supuesto que era más fácil en una iglesia, pero una casa era el lugar
correcto para una segunda boda y, en especial, la casa Stansfield. El padre
Bradley miró su reloj. Dos minutos para las doce y todo era normal. ¿Pero
por qué, en nombre de Dios, deseaba agregar las palabras "hasta ahora"?
Maggie se había escapado por unos instantes a un mundo privado
lleno de recuerdos. Ella era la más vieja amiga de Lisa, pero hoy sus
mundos estaban bien distanciados. Esta casa y la grandeza de la boda
simbolizaban la brecha qué se había abierto entre ellas. En el pasado
habían sido el sudor y las lágrimas del gimnasio de West Palm, las
hamburguesas engullidas a la ligera en el centro de la ciudad, la alegría y
el dolor en el corazón para levantar un negocio que ambas amaban tanto,
que todavía amaban. Pero ahora las hamburguesas habían dejado paso a
la provisión de comidas de John Sunkel, los suntuosos platos que estaban
dispuestos sobre los manteles de organza bordada que cubrían las mesas
alineadas contra las paredes del gran salón comedor contiguo. Años atrás,
en el departamento de Lisa, hace tiempo transformado en un
estacionamiento subterráneo del rascacielos South Flagler, hubo macetas
con palmeras para decorar el lugar. Aquí había orquídeas de color blanco y
púrpura y guirnaldas de vides verdes que adornaban profusamente las
mesas, corriendo libres sobre los inmaculados manteles,
entremezclándose con los recipientes llenos de frutas tropicales, kiwis,
papayas y uvas moscatel. Ella había contemplado el pequeño ejército de
camareros de chaquetas blancas mientras se preparaban para recibir a los
invitados; había oído al siempre verde Peter Duchin, espíritu aristocrático
de las fiestas de Palm Beach, aflojar sus dedos sobre un piano Steinway;
había evitado los lentes omnipresentes de Bob Davidoff, que había visto
más bodas de sociedad que cualquier otro ser viviente, y había notado las
modestas flores sobre la torta de cuatro pisos, que reemplazaban a las
pequeñas figuras de novios, que seguramente ella y el resto de los
Estados Unidos habrían preferido sin discusiones. Eran quizá todos
pequeños detalles, pero hablaban mucho. Todos formaban parte del
lenguaje silencioso con el que esta gente se reconocía. Era una sociedad
secreta, llena de signos y señales, de gestos y de intimaciones implícitas.
Las cosas se "hacían". Las cosas "no se hacían". Nadie lo enseñaba. Nadie
podía hacerlo. Uno aprendía por osmosis. Por serlo. Por vivirlo. Para
cuando uno tenía menos de veinte años, ya se podía reconocer a un
impostor a un metro de distancia. Era tan simple y tan imposible como

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eso. ¿Qué regla dictaba que debía haber exactamente ocho doncellas
vestidas con idénticos vestidos de color pastel? ¿Quién decidía que los
regalos debían ser expuestos sobre mesas cubiertas con damasco de color
blanco en la biblioteca? ¿Por qué champán Taittinger? Todo era un
misterio y Maggie no podía evitar sentirse completamente ajena.
Se volvió para ver a Lisa y, al instante, el familiar afecto volvió a
inundarle el corazón. Lisa, que había sufrido tanto y estaba, por fin, a un
paso de la felicidad. Pero, ¿por qué estaba Christie tan blanca y Scott tan
mortalmente pálido? ¿Y por qué los miraba Caroline Stanfield, con su viejo
rostro arrugado marcado por la preocupación y la alarma? Mientras todos
esos pensamientos aparecían en su activa mente, Maggie sintió
vibraciones subterráneas. ¡Dios mío, algo terrible estaba por suceder!
Sintió cómo una de sus manos llegaba involuntariamente a su boca, donde
la saliva se le secaba en la lengua. No. Seguro que no. No en este último
minuto. ¿Podían los pecados de los padres ser los últimos invitados de la
boda?

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Capítulo 1

Bobby Stansfield enfrentó la ola y por un instante ése fue su mundo.


Debajo de sus pies la tabla de surf saltaba e iba hacia atrás, y dentro de
su pecho el corazón se iba con ella. Se estaba haciendo tarde, el sol era
débil detrás de las palmeras y las sombras doradas bailaban sobre la
superficie del mar. Sería la última barrenada de la tarde y parecía la mejor
del día.
Como un ave de presa al acecho, se zambulló sobre la playa
expectante, con su cuerpo en la clásica pose de surfista. Mientras
barrenaba hacia la arena su alma también lo hizo, agradecida por el día y
por su belleza. En la vida existían pocos momentos como ése y, aunque
sólo tenía trece años, sabía cómo reconocerlos.
La ola ya casi estaba exhausta ahora. Bobby la vería desaparecer con
estilo. Arqueó la espalda y tensó las piernas mientras sentía que la energía
de la tabla desaparecía, y luego, con un grito que podría haber sido una
despedida, arremetió hacia el pálido azul del cielo de la Florida. Los ojos
siguieron el loco calidoscopio de colores mientras el cuerpo abrazaba el
caos. Cielo, nubes vaporosas, la playa rosada, las burbujas de champaña
de la cresta antes de que apareciera la cálida oscuridad debajo de la ola.
Durante unos segundos dejó que la corriente lo llevara, seguro en la
confianza de sus brazos y piernas fuertes, abofeteado por la corriente de
fondo de las olas. Sintió la rústica arena contra el pecho, el ruido en los
oídos a medida que aumentaba la presión, y luego se encontró regresando
a la superficie para reclamar el mundo del que había partido tan
recientemente. Bobby llegó a la superficie. Estaba purificado de fantasía.
Había hecho el viaje mil veces: unos cien metros por la arena todavía
caliente, unos cien más por un blanqueado camino hacia el bullente
asfalto de la calle. A veces era un viaje con risas y bromas, ya que otros
surfistas, con sus tablas colgando de sus bronceados brazos, con el
cabello manchado de sal, estirado y aplastado por la brisa de fines del
verano de Palm Beach, volvían hacia la casa con él. Hoy, sin embargo,
Bobby estaba solo y se sentía agradecido por eso. Pronto habría regresado
a la gran casa vibrante, con los motores en constante actividad rugiendo y
rechinando. Era imposible ignorarla o escapar de ella. Montó en su
bicicleta, colocó la tabla debajo del brazo y partió para North Ocean
Boulevard.
Al llegar frente a los imponentes portones de la casa grande, decidió
por capricho cambiar el rumbo de su viaje. Echaría otra mirada más a las
olas. A veces se puede predecir el próximo día de surf por el cielo, por la
brisa, por la actividad de los pelícanos que se sumergen en las olas. De
manera que, abandonando su tabla y su bicicleta en el rincón en que
acostumbraba hacerlo en el oscuro garaje, se escurrió por un lado de la
majestuosa casa hacia el espigón que la protegía del impredecible mar.

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El cuarto de trabajo de su padre, una habitación circular agregada a


la casa Mizner, era una de las paradas acostumbradas de su viaje. Bobby
tenía por costumbre echar un vistazo rápido por la ventana. Toda la
familia admiraba al senador. Todos, con la notable excepción de su madre.
A veces dictaba un discurso ante el gran escritorio, con su rica voz sonora
que se envolvía con indulgencia en grandes trivialidades, con una sonrisa
de puro placer dibujada en el rostro mientras contemplaba las reacciones
de algún futuro público. A veces podía estar mirando un juego de pelota,
con un grueso vaso de coñac en la mano derecha, sorbiendo con aprecio
el bourbon ámbar oscuro que tanto le gustaba tomar por la noche. Rara
vez, con los pies descansando majestuosamente sobre un taburete
tapizado, con una copia arrugada del Wall Street Journal sobre su ajustado
estómago, se lo encontraba roncando en el gastado sillón de chintz. Hoy,
sin embargo, no hacía nada de eso. Estaba haciéndole el amor a alguien
sobre el sofá.
Bobby Stanfield quedó petrificado y sus inocentes ojos azules casi se
salieron de sus órbitas. La pregunta sobre lo que debía hacer no surgió al
instante. No suele ocurrir con frecuencia que un hijo encuentre a su padre
haciendo ese trabajo y él no iba a perder ni una milésima de segundo. En
su interior sintió emociones conflictivas: miedo, excitación, fascinación,
disgusto, todo tan entremezclado como los inverosímiles amantes sobre el
sofá del cuarto de trabajo. Bobby estaba consternado, pero la curiosidad
de la juventud lo mantenía inmóvil.
El senador Stanfield no era por cierto un Rodolfo Valentino. Hacía el
amor con la misma cautela, sensibilidad y sofisticación que siempre había
caracterizado el inmenso éxito de su carrera política. Ése era un asalto
frontal, la posición no comprometedora del misionario, los más finos
matices de la sensualidad abandonados. Los inquietantes sonidos de la
actividad sexual se escapaban por la ventana abierta hacia el aire caliente
y líquido que se fusionaba con los otros sonidos de la tarde de Florida, el
ruido gentil de los regadores del jardín, el rugido del mar, y eran para
Bobby quizás el aspecto más desconcertante de todo ese significativo
asunto. Nadie lo había preparado en el patio del colegio, en donde "los
hechos de la vida" estaban tan a mano como el licor y los cigarrillos.
¿Quién diablos era esa muchacha? Las largas piernas bronceadas le
proporcionaron una pista. Los zapatos blancos, todavía en su lugar, lo
confirmaban. Era Mary Ellen. No había dudas. La mucama de su madre.
¡Cristo! Bobby sintió frío y calor al mismo tiempo, mientras su mente
afiebrada consideraba las consecuencias. En primer lugar, el
inconveniente de acostarse con alguien de la servidumbre. En segundo
lugar, y un poco más importante, la cuestión de los celos. En lo que a él
concernía, Mary Ellen poseía todas las cualidades de un ángel hermoso y
Bobby no estaba ni por asomo enamorado de ella. Ella era cómica,
inteligente y vivaz, todos atributos de los que sus tres hermanas carecían.
El último lugar en el mundo en que Bobby jamás había esperado
encontrarla era debajo de su padre, sobre el sofá.
Bobby observaba, transfigurado. Los dos amantes todavía estaban
completamente vestidos. Los pantalones verdes de poplín brillante de su
padre colgaban sueltos alrededor de las rodillas y su camisa de color azul

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marino Brooks Brothers todavía escondía el poderoso contorno de su


torso. Mary Ellen tampoco había tenido tiempo para desvestirse y a través
de la amplia ventana abierta Bobby podía ver el uniforme de algodón
blanco levantado hasta la cintura, así como los calzones de algodón con
rayas rosadas. Nuevamente el disgusto lo invadió, pero la sangre de los
Stansfield le decía que había toda clase de puntos a seleccionar en una
cuidadosa observación de la escena. Las emociones podrían aparecer más
tarde. Por ahora, el asunto estaba en captar la acción.
Luego, muy repentinamente, el pensamiento se estrelló en su mente
como cuando rompe una ola. ¡Mamá!
¿Lo sabía mamá? ¿Lo sabría mamá? ¿Qué es lo que, en nombre de
Dios, ella haría si se enteraba?
Mientras Bobby luchaba por esclarecer estos interrogantes, la carga
del sofá estaba por concluir con su trabajo. Hubo una frenética
intensificación de movimientos en un remolino de miembros que se
agitaban. De pronto las piernas de Mary Ellen parecieron perder
coordinación cuando comenzaron a moverse en un ritmo salvaje,
golpeando el aire, agitándose, torciéndose y vibrando mientras que un
temblor se apoderaba de ella. Por parte de su padre, también la música
aparentemente se había detenido. Se desplomó, exhausto, como una
marioneta a la que súbitamente se le corta un hilo.
A Bobby, mirón casual, testigo de la infidelidad de su padre, golpeado
por la Mary Ellen de su fantasía, le pareció que en aquel breve instante su
infancia se había borrado para siempre.
Bobby miró malhumorado a través de los jardines que parecían
planchados con vapor, hasta llegar con su vista al mar. Eran sólo las once
de la mañana pero el sol ya imponía su voluntad sobre Palm Beach,
haciendo de la bella ciudad su esclava y señora. La brisa matinal había
desaparecido y los pelícanos perezosos, antes contentos de ser pasajeros
del viento, ahora debían trabajar por sus presas. Lo que hacían era el
único signo de producción en ese calor húmedo. Bobby mismo estaba
tendido boca arriba sobre una toalla blanca, a pleno sol, con su delgado
cuerpo de adolescente tomando un color miel marrón. A su lado, en la
radio se oía a Gonnie Francis.
La actitud de Caroline Stansfield hacia los rayos solares directos
contrastaba con la de su hijo. Su piel era delicada, de color blanco rosado.
Se sentaba debajo de una sombrilla color crema para protegerse de
aquellos rayos que podían arrugarla. La familia consideraba una
excentricidad su disgusto por el sol. Caroline se unía a estas bromas, que
tenían cierto estilo, realizadas a sus expensas. Sus rasgos pequeños y bien
delineados se iluminaban con una de sus graciosas sonrisas cuando la
familia disimuladamente se divertía con ella. Su preferencia por la sombra
era un símbolo de su papel dentro de la familia Stansfield. En general se
estaba de acuerdo con que la luz del sol era el terreno del gregario y
extravertido senador y, hasta un grado menor, de los ruidosos niños. Sin
embargo, esto no disminuía su indudable autoridad. Cuando Caroline
Stansfield hablaba, lo que no hacía muy a menudo, todos escuchaban y
nadie se explicaba por qué. ¿Se extendía la alcurnia hasta el siglo XVIII?
¿El sustancial bloque de poder en IBM? ¿La autoridad tranquila,

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inequívoca, de su voz patricia? Nadie lo sabía. Una cosa era cierta: no era
su atractivo físico. Quizás ella alguna vez hubiera poseído una "fina"
apariencia, eufemismo utilizado entre los ricos y gente de cuna para
referirse a lo que los menos afortunados podrían haber descrito como
"simple". Sin embargo, los años habían hecho su trabajo. Las generosas
caderas para concebir niños habían funcionado bien, pero seis hijos, dos,
como Macbeth, "desgarrados fuera de tiempo" por una cesárea, no habían
ayudado. Su busto también era grande y sin forma, legado del religioso
amamantamiento que su papel de madre tierra había requerido. En pocas
palabras, como objeto sexual Caroline Stansfield dejaba mucho que
desear y, como lógico resultado, el senador Stansfield, que siempre había
necesitado gran cantidad de vodka antes de cada obligatoria danza de
procreación con su nada fascinante pero fenomenalmente bien conectada
esposa, ahora evitaba por completo la cama con ella. La mayoría de la
gente no se daba cuenta de que Caroline misma lo prefería de esa
manera.
Bobby había pasado la noche sofocante en medio de una agonía de
indecisión y los distintos elementos que formaban su personalidad
estaban enfrentados unos con otros. Una parte de él estaba segura de que
no debía hacer nada. Los corazones sufrían sólo con lo que los ojos veían y
las lenguas repetían. Todos sabían eso. Si no decía nada le ahorraría a su
madre una gran pena y mantendría la lealtad hacia su padre adúltero. Por
el contrario, se podría argumentar que su deber era decírselo a su madre.
Quizá si ella se enterara de las actividades extracurriculares de su marido,
podría cortarlas de raíz antes de que palabras irreproducibles como
"divorcio" o "separación" aparecieran en sus mentes. Pero existía otro
elemento en la ecuación emocional, uno que se llevaba en la sangre, uno
que sólo un Stanfield podía experimentar. Por primera vez en su vida,
Bobby se encontró en una posición por la que había sido genéticamente
marcado. El poder. Durante un siglo los Stanfield habían sido adictos al
poder. Habían luchado por él, rezado por él, arriesgado todo por él, y
jamás habían llegado a conseguir el suficiente. El Senado, la Corte
Suprema, los grandes ministerios de gobierno, todos habían producido sus
frutos a generaciones de ambiciosos y astutos Stanfield. Fue sólo la
presidencia lo que se les había escapado y, cuando estaban en la cama
por las noches, todos los miembros de la familia valoraban ese infinito
sueño, la "posición" de poder más importante.
No dejaba de ser cierto que ahora Bobby poseía poder. Por fin estaba
en sus manos la caída de su poderoso padre. Sin embargo, aquí una vez
más existía una disyuntiva. Por un lado, era cierto que durante trece años
él había soportado una violenta tiranía, incesantes exhortaciones para
sobresalir, la crueldad casual e impensada, la burla y la humillación
cuando él, su hijo mayor, había fracasado en vivir de acuerdo con las
ambiciones del maquiavélico senador. Hasta ese punto la venganza sería
bienvenida e incluso intensamente placentera. Pero, al mismo tiempo, y a
pesar de la innegable belleza de estas opiniones, Bobby no se sentía bien
en absoluto. Su padre había sido un tirano insensible y demandante, pero
de todos modos era una figura muy impresionante y Bobby se sentía
enormemente orgulloso de él. Aunque parezca gracioso, todo el asunto no

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había disminuido en absoluto su respeto por él. Todo lo contrario. Después


de todo, hacerlo con una alegre mujer de veinte años dos semanas
después de cumplir los sesenta sólo debía ser motivo de orgullo.
Luego estaba Mary Ellen. Mary Ellen, que había podido encenderlo
como una lamparilla eléctrica cuando ella pasaba por la habitación. Era
gracioso. La buena de Mary Ellen lo hacía reír y se reía de la vida. De
repente sintió que su trabajo de ahora en adelante ya no estaba
asegurado. Una parte de él se preocupaba por eso. Con esfuerzo dejó de
pensar en ese aspecto. Los Stanfield habían sido programados para
controlar sus emociones. Se suponía que la rudeza era la calidad que ellos
debían valorar. Sus corazones estaban autorizados para sangrar por los
Estados Unidos, por los pobres, por los débiles, por los hambrientos, pero
un amigo necesitado estaba al final de la lista de prioridades. Demasiada
gente mala sería lastimada. Siempre se lastimaba a la gente. Él mismo
había sido lastimado. Ahora lo que importaba era que tenía poder y que le
habían enseñado que lo que uno hacía con el poder era utilizarlo. La única
pregunta valedera era cómo.
Así, mientras el lado duro de Bobby Stansfield combatía con su lado
tierno, se dio vuelta inquieto en la comodísima reposera, sintiendo que los
cuernos de la disyuntiva se clavaban en él. De golpe tomó la decisión. La
vida la tomó por él. La vida era así. Media hora para decidir cuándo salir
de la cama y entonces darse cuenta de que uno ya había retirado las
cobijas. La insistente súplica de Connie Francis a su amante para que
fuese más considerado se quedó a mitad de camino cuando Bobby apagó
la radio.
—Mamá, hay algo que he querido decirte.
Caroline Stansfield lo miró con una expresión resignada en el rostro.
Los discursos que comenzaban de esta manera a menudo contenían
noticias desconcertantes. ¿Un choque en el automóvil, en el barco, en el
orgullo? No había muchas cosas que la pudieran desconcertar, muy pocas
que no pudieran ser solucionadas de alguna manera. Ésa era una de las
ventajas de ser una Stansfield. Quizá fuera la ventaja más importante.
—¿Qué sucede, querido?
Bobby puso la voz más seria que pudo, el tipo de voz que uno utiliza
cuando los primeros resultados de una votación resultan adversos.
—Mamá. Pensé mucho en si debía decirte esto. Estoy en una posición
muy delicada y no quiero ser desleal con papá… —Su voz se hizo más
débil por la incertidumbre.
Caroline Stansfield se estremeció en su interior. El campo de los
posibles desastres había sido estrechado drásticamente. Comenzaba a
verse como si ella se fuera a encontrar en una situación embarazosa y, de
todos los sentimientos en el mundo, ése era el que menos experimentaba
y el que más le disgustaba.
—Tú sabes que existen cosas que a menudo es mejor no decirlas,
Bobby.
Bobby había llegado a un punto sin retorno.
—Creo que tú tienes el derecho a saber que papá y Mary Ellen
mantienen una relación amorosa.
El dolor y el disgusto lucharon por controlarse en la expresión facial

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de Caroline Stansfield. No era, sin embargo, el contenido de la noticia lo


que la disgustaba. Aquello era tan interesante como las papas frías de
ayer. Su marido había perseguido a las mujeres más bonitas del personal
doméstico durante años. Algunas de ellas habían encontrado necesario
abandonar el trabajo, sin mencionarle por supuesto a Caroline la razón de
su partida. Mediante su silencio, ella lo había perdonado. En realidad, le
resultaba una posición muy buena. Emocionalmente, Fred Stansfield era
todavía un niño. Sus aventuras sexuales constituían el equivalente adulto
del caramelo para un niño, la palmada sobre la cabeza, el beso de buenas
noches de mamá. El sexo y los votos eran su método de mantener el
tablero, su manera de saber que todavía era amado y, en ambas cosas, él
se manejaba más con cantidades que con calidad. Ciertamente ella sabía
todo acerca de Mary Ellen. Casi le gustaba la muchacha. Llena de espíritu,
ambiciosa de las cosas buenas de la vida. ¿Qué más natural que dejar que
la sedujera el senador, el hombre que era el símbolo de todo el dinero y el
poder que ella ambicionaba pero que no podía nunca soñar con poseer?
No, lo malo ahora era que las cosas se sabían y no había ningún
derecho de que fuera así; eso significaba que debía hacerse algo al
respecto.
Se obligó a sí misma a enfrentarse con el problema. Había que
mantener las apariencias. Simuló una risa irónica y la acompañó de una
expresión divertida y condescendiente.
—Oh, en realidad, Bobby, ¿qué puedes querer decir? ¿De dónde has
sacado tan extraordinaria idea? —¿Habría él notado las miradas ardientes?
¿Habría visto a Fred perseguir a Mary Ellen por el corredor?
Bobby respiró profundo antes de proseguir.
—Los vi cogiendo en el sofá de su estudio.
De diversas maneras, toda la vida de Caroline Stansfield había
consistido en un programa de entrenamiento sin fin sobre cómo sobrevivir
a situaciones tan desafortunadas como ésa. En los altísimos picos de la
pirámide social en la que llevaba su existencia, las emociones debían ser
manejadas, reprimidas, controladas. La gente como ella siempre mantenía
su frialdad, a causa de que le habían enseñado con mucha eficiencia a
esconder sus sentimientos. De manera que Caroline simplemente dijo:
—Oh, cariño.
Podría haber dicho: "Las hormigas se comieron los naranjos. Oh,
cariño".
O también: "La municipalidad rechazó una modificación en las playas.
Oh, cariño".
Cualquiera que fuera la respuesta que Bobby hubiera esperado, por
cierto que no habría sido ésta. Con el viento metafóricamente inflando sus
velas, había chocado con la magnífica indiferencia de su madre.
No había nada que decir.
—Sólo pensé que tú deberías saberlo —agregó con docilidad, para
cubrir su confusión. Parecía que el mundo era más complejo de lo que él
había imaginado.

Mary Ellen tenía poca conciencia de que probarse la ropa de su


patrona era un poco un lugar común, pero era lo suficientemente

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soñadora como para no prestarle atención. De todas formas, lo


consideraba como una de las tareas de su trabajo. Para Mary Ellen, a
quien le gustaban las cosas buenas de la vida y, en especial, las cosas de
valor, el guardarropa de Caroline Stansfield, escrupulosamente instalado
con aire acondicionado para protegerlo de la siempre presente humedad
de Palm Beach, era sin dudas un lugar mágico. Envuelta de pies a cabeza
en un tapado de visón, se paró ante el gran espejo para admirar el efecto.
Ella no tenía el talle de Caroline Stansfield, pero con el visón eso
parecía no tener importancia. Los vestidos de fiesta eran otra historia. Con
ellos era vital tener las medidas correctas y Mary Ellen sabía que la señora
Stansfield jamás tenía menos de tres pruebas cuando iba la exclusiva casa
de ropas Marta, en Worth Avenue, donde se compraba muchos de sus
trajes de noche. El visón, sin embargo, no era como la ropa, y este visón
era en verdad un elemento muy concreto, mucho más explícito que lo que
uno saca de un banco. Mary Ellen lo ajustó sobre su cuerpo, abrazando la
suave y cálida piel alrededor de su diminuta cintura mientras hacía
piruetas, moviendo su larga cabellera negra de un lado al otro,
experimentando con este efecto. Afuera el termómetro estaba por llegar a
los treinta grados a medida que el sol se derramaba sin piedad sobre la
arena caliente, pero en el dormitorio de la señora Stansfield la
temperatura estaba estabilizada en veintidós grados, con aire más frío que
venía del sistema separado de aire acondicionado para el guardarropa y
que pasaba por el cuerpo de Mary Ellen mientras ella modelaba la piel
frente al espejo.
Estaba feliz. Todo le sucedía a ella. Amaba su trabajo. La exuberante
y vasta casona con su arquitectura Mizner, las joyas, la servidumbre, la
comida exótica, las constantes reuniones, los automóviles y los alegres
chóferes, los invitados famosos, la piscina de tamaño olímpico, los hijos
mirones, la graciosa patrona, el senador… El senador Fred Stansfield. Con
su semen dentro de ella. Este hombre poderoso, que comía en la Casa
Blanca, que presidía el Comité de Relaciones Exteriores del Senado,
cualquiera que fuera su significado, que aparecía en las tapas de las
revistas Times y Newsweek. ¿A quién le importaba que tuviera tres veces
su edad? A ella siempre le habían atraído los hombres mayores, su
sabiduría mundana, su sofisticación, la seguridad que ellos simbolizaban.
El cuerpo de Mary Ellen comenzó a estremecerse ante el delicioso
recuerdo de su amante y se envolvió más ajustadamente en el abrigo que
lo cubría. En realidad ella debería estar desnuda, con la piel acariciándole
su propia piel. Aquello sería hermoso. El senador haciéndole el amor
mientras ella llevaba puesto el tapado de visón de su mujer. Durante un
segundo hizo una pausa. ¿Le había dicho Fred Stansfield la verdad cuando
le contó que su esposa y él tenían un "entendimiento", que en realidad a
ella no le importaba que él le hiciera el amor a una mucama? Parecía muy
raro, pero esta gente era diferente. Maravillosa, alegremente diferente.
Eran mucho más ricos que cualquier otro. Con esfuerzo, Mary Ellen hizo
desaparecer su duda. A ella no le gustaba herir a la gente y le creyó al
senador cuando le dijo que aquello que hacían estaba bien. Eso lo hizo ser
mucho mejor. Ella estaba segura. Segura en su hermoso empleo, capaz de
pararse en medio de una vida que ella siempre había soñado tener y ser

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participante, no simplemente espectadora. Sentía que ella era la esposa


del senador, que éste era su tapado de visón.
Una vez más brilló la llama de la sensualidad. Ella se permitiría
excitarse sólo un poco. Todavía contemplándose en el espejo, dejó que el
tapado se abriera. Sus piernas eran hermosas, muy hermosas. Con
lentitud levantó la pollera blanca, larga hasta la rodilla, de su uniforme
hasta dejar al descubierto sus calzones de algodón, en dramático
contraste con las medias negras y el marrón del visón. Con la mano
izquierda sostuvo la pollera en alto y con la derecha se bajó las medias
hasta la mitad de los muslos, admirando el efecto visual de la combinación
que había creado.
—¿Te gusta ese abrigo, Mary Ellen?
Era la voz de Caroline Stansfield, que estaba de pie en la puerta de su
dormitorio. Su pregunta era simple y directa. No había nada para adivinar.
Nada en absoluto. Parecía que realmente ella deseaba saber si a Mary
Ellen le gustaba el abrigo.
Mary Ellen sintió que el impacto la golpeaba. Un rojo intenso de
vergüenza invadió sus mejillas.
—Oh, señora Stansfield. Lo siento terriblemente. Realmente no
debería… sólo que es tan hermoso. Todas sus cosas son tan hermosas.
—Me gustaría que tú lo tuvieras, Mary Ellen.
—¿Qué?
—Es tuyo. Quisiera que te lo quedaras. Como un regalo.
Mary Ellen se preguntó si su mente algo loca no la estaba engañando.
¿No estaba en realidad la señora Stansfield gritándole por su abuso,
ordenándole que se quitara el abrigo, mientras que su afiebrado cerebro
interpretaba mal las palabras, el deseo convertido en la madre de la
invención?
—¿Quiere decir que es mío? ¿Desea usted que yo lo tenga?
Caroline Stansfield le sonrió con gentileza. Realmente ésta era una
muchacha muy agradable. Sin vicios. Fresca, vivaz y muy, pero muy
bonita. Era fácil ver por qué su marido la había encontrado irresistible.
Nunca había comprendido lo que él había visto en algunas de las otras,
pero no había duda de que Mary Ellen era excesivamente deseable. La
vida era realmente muy cruel. A veces, la crueldad era completamente
innecesaria. ¿Por qué no podía Fred poner un velo como cualquier otro
hombre respetable que engañaba a su esposa? En realidad, era de lo más
desconsiderado de su parte, en especial cuando ella era la que debía
limpiar el lío, recoger los pedazos. Aunque parezca extraño, sintió pena
por la adorable sirvientita. Ella habría sido una verdadera gema. Con sus
ropas maravillosamente bien guardadas, las valijas perfectamente
empacadas, todo siempre en su lugar. Ahora, por supuesto, tendría que
irse. Era una cuestión de formas.
Pero habría que hacerlo con cuidado. Sólo había una cosa importante
sobre la Tierra y eso era el nombre de los Stansfield. Debía salvaguardarse
a toda costa. Esta muchacha vivía en West Palm Beach y West Palm
quedaba solamente cruzando un puente, del otro lado del lago. No estaría
bien que hablara mal de los Stansfield. No resultaría eso. No era que
pensara ni por un segundo que Mary Ellen fuera ese tipo de persona. Era

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demasiado agradable.
Una gran lágrima de alivio y de alegría comenzó a formarse en el
extremo del ojo de Mary Ellen. En lugar de ser regañada, le habían hecho
un regalo de incomparable belleza, algo que ni en sueños habría pensado
en poseer. Grandes oleadas de inocente afecto partieron de ella hacia la
causante de su felicidad. Su mente corría mientras sus labios trataban de
encontrar las palabras apropiadas de agradecimiento.
Sin embargo, la mano en alto de Caroline Stansfield detuvo el
discurso antes de que pudiera comenzarlo.
—Ahora, Mary Ellen —le dijo—, hay otra cosa que deseaba discutir.

—Parece que nuestro fino vecino estará cerca de Nixon. Gallup lo


tiene cabeza a cabeza.
El senador estaba sentado en el extremo de la larga y lustrada mesa
de caoba del comedor, con el Wall Street Journal abierto frente a él. En el
desayuno de la familia Stansfield, él era el único al que se le permitía leer
los diarios y esto le otorgaba una considerable ventaja sobre los demás.
Como de costumbre, estaba sacando provecho de su posición privilegiada.
Los chicos Stansfield dieron un grito.
La Mizner de los Kennedy en North Ocean Boulevard se había
construido un año o dos después que la casa de los Stansfield y desde el
jardín de su casa se podían ver los horribles malecones de masivo espigón
de los Kennedy que se metían agresivamente sobre la playa del North
End.
—Creo que Kennedy puede ganar.
Bobby, que estaba sentado a la derecha de su padre, en el lugar
tradicional de hijo mayor, jugaba el papel de abogado del diablo. En
ocasiones como ésta, sólo la opinión del senador Stansfield era la
"correcta".
—Demonios, Bobby. Eso demuestra lo poco que sabes. Nixon lo
sepultará. Kennedy tiene Massachusetts, Maine, Nueva York, los estados
liberales del este. Nixon arrasa con el sur, el oeste y el medio oeste. No
hay competencia.
—Bien, ciertamente así lo espero —dijo Caroline Stansfield desde el
otro extremo de la mesa—. Sería de lo más inconveniente, desde el punto
de vista del tránsito, tener un presidente a mitad de camino. Ya hay, de
todos modos, demasiada gente que mira desde tierra firme.
Su esposo expresó entre gruñidos su acuerdo.
—Y toda esa gente del Servicio Secreto rastreando la playa y
entrometiéndose en todo —agregó él con tristeza. Por un mínimo instante
se permitió soñar. Veinte años atrás había habido una oportunidad para él
en la presidencia, pero el premio brillante se le había escapado. ¡Cómo lo
había deseado! El poder y la gloria y todos los aderezos que los
acompañaban, hombres del Servicio Secreto incluidos. Volvió a tener
optimismo.
—No sucederá. No puede suceder.
Caroline no estaba de acuerdo con él.
—No estoy segura de que tengas razón, querido —dijo con voz

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tranquila y determinada—. El domingo pasado vi a Jack Kennedy y a su


esposa en Green. Entraron allí después de la misa en San Eduardo.
Créeme que ella es bonita y con mucho estilo. Y él es, en realidad, muy
atractivo. Me temo que ellos hacen que el pobre Nixon se vea casi como
un hombre que está haciendo negocios inmobiliarios o algo peor. Creo que
las apariencias se están tornando importantes hoy en día. En especial con
toda esa televisión. Tú siempre lo dices, querido.
Fred Stansfield posó la taza sobre la mesa reluciente con un ruido
más fuerte del que era necesario. Tanto su esposa como su hijo estaban
peleando con él abiertamente en la mesa del desayuno, un lugar en el que
se lo consideraba un reconocido experto. Mucho peor, sugerían que
Kennedy estaba por ascender a la Casa Blanca.
Para un extraño los Stansfield y los Kennedy parecían tener mucho en
común. Las dos familias eran ricas, habían sido vecinos en Palm Beach
durante un cuarto de siglo y ahora ambas tenían representantes en el club
más exclusivo, el Senado de los Estados Unidos.
Allí, sin embargo, finalizaban las similaridades. Fred Stansfield era el
resumen de la diferencia. Desde el cabello plateado, peinado con
Brylcreem, hasta sus inmaculadamente lustrados mocasines de piel de
halcón, calzados, por supuesto, sin medias, el senador era un ciudadano
puro del viejo Palm Beach. El saco verde raído del club Everglades, el
profundo bronceado y la camisa de lino color crema casi confirmaban su
nivel aristocrático.
En lo que a él le concernía, los Kennedy eran trepadores sociales, casi
tan grandes como Ole Opry. Lo que era peor, ellos eran demócratas del
norte que osaban vivir, por lo menos parte del tiempo, en la caliente
ciudad republicana del sur. Para los Stansfield, los Kennedy eran enemigos
de clase, liberales que se habían vendido a las odiadas minorías étnicas,
aventureros que le habían vuelto la espalda a su propia clase con el fin de
conseguir poder. Él mismo debía en ocasiones cortejar el voto de los
negros y los judíos, pero nunca animaría a ninguno de estos grupos a
trasponer su puerta. Luego estaba todo el asunto católico. Campanas y
aromas. Papismo. Eso sólo era el beso de la muerte en la alta sociedad de
Palm Beach. En esta ciudad los protestantes eran los fuertes y los
Kennedy cayeron en el ostracismo. El único aspecto irritante de todo el
asunto consistía en que, desde que el viejo Joe Kennedy había sido
rechazado por el Club Everglades, los Kennedy se habían retirado del
juego, rehusando mostrar la más mínima inclinación por participar en la
sociedad que se hallaba tan ansiosa por excluirlos.
Las tres hijas de los Stansfield, presintiendo el comienzo de una
disputa familiar, se pusieron como siempre de lado de su carismático
padre. Aquél era en general, por lo menos en problemas políticos, el
equipo ganador. Bunny Stansfield, de diecinueve años y futura estudiante
de derecho, aportó su opinión.
—Nunca elegirán a un católico prefiriéndolo al vicepresidente de
Eisenhower. De todos modos, creemos que no es tan buen mozo. Nosotras
opinamos que es una persona detestable.
Bunny Stansfield siempre hablaba por las otras muchachas y las tres
tenían tendencia a votar en bloque. Era una manera de sobrevivir en el

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entorno dominado por hombres de los Stansfield.


Fred Stansfield mostró su aprobación a sus tres hijas. El político que
había en él estaba entrenado para aceptar el apoyo, viniera de donde
viniese.
—Por supuesto que tienes razón, Louise. Obviamente te están
enseñando algo allí en Charlottesville.
Rehusaba llamar a sus hijos por sus sobrenombres.
Caroline Stansfield miró soñadoramente la antigua mesa. Pensó que
la brillante madera se veía más permanente, más sustancial que todo el
clan de los Stansfield reunido. Para eso estaba Brown, el viejo pero
distinguido mayordomo inglés que se movía en vano a lo largo del vasto
aparador. Por alguna razón desde hacía tiempo olvidada, era una práctica
tradicional para él servir el caliente café de Kenia. Esto lo llevaba a cabo
con una mano temblorosa e incierta, poniendo un elemento de peligro en
el desayuno de la familia. En todo lo demás cada uno se servía: tocino con
huevos en una fuente de plata, copos de maíz Kellogg. Era la comida que
más le gustaba a Caroline. Era el momento en que estaba garantizada la
presencia de todos, un tipo de reunión informal en la que se podían
discutir los negocios de la familia.
—Estoy segura de que tienes razón, querido. En general la tienes —
concedió Caroline, vencida; Fred necesitaría aquella victoria para
sobrevivir al próximo pequeño misil.
Fred Stansfield asintió a su esposa a través de la mesa. Se llenó la
boca con una tostada y con placer se recostó en su silla. Este iba a ser
otro día bueno. Algunas cartas con la secretaria. Un partido de golf en el
club, seguido de una buena comida. Y luego, avanzada la tarde, quizás
una deliciosa acción con Mary Ellen. Sin ganas empujó los platos de
porcelana de Limoges, con el contenido a medio comer. Debía cuidar su
figura. Se lo debía a su bonita mucama.
—Lamento decir que debí dejar ir a Mary Ellen —dijo Caroline
Stansfield con tranquilidad sin dirigirse a nadie en particular. Lanzó
algunas miradas alrededor de la mesa para ver si había reacciones por la
noticia.
La cabeza de Bobby estaba gacha, sus ojos aparentemente
fascinados con la servilleta de lino que había visto todos los días de su
vida. Sintió que el color se le subía a las mejillas.
—Ah —dijo el senador. Por primera vez en muchos años le faltaron
palabras para pronunciar.
Las muchachas estaban unidas en su aprobación. La
sensacionalmente atractiva Mary Ellen había puesto las narices
completamente fuera de sus lugares.
Joe, el hijo menor, se quedó completamente quieto. Sus nueve años
no eran suficientes para ver la importancia de Mary Ellen. Tom, de doce
años, fue el que habló. El no era tan joven.
—Oh, mami, ¿por qué? Creía que era realmente muy prolija.
—Bueno, sí, ella era bastante "prolija", estoy segura de que todos
pensamos eso, ¿no es cierto, Fred? El hecho es que últimamente no se
estaba concentrando en su trabajo, así que tuve que dejarla ir.
Su tono era pausado, pero ni una sola persona en la mesa, incluido su

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marido, osó cuestionar la autoridad de Caroline Stansfield. Mary Ellen no


volvería a entrar en su universo.
Para Mary Ellen, los últimos días habían constituido un infierno en la
tierra, pero ahora, cuando el calor húmedo del verano dio paso al fresco
seco del invierno de Florida, parecía haber una nueva esperanza. La
excitación de la elección había ayudado. Se habían quedado levantados
toda la noche mientras Se libraba la fuerte contienda electoral. A las siete
y cuarto de la tarde con los ordenadores de la CBS que predecían la
derrota de Nixon y con Tommy y su papá, que estaban hundidos en las
profundidades de la desesperación, Mary Ellen había estado alentando una
victoria republicana; sin embargo, extrañamente, cuando una hora más
tarde se revisaron las predicciones que daban una victoria de Kennedy del
cincuenta y uno por ciento del electorado, ella se encontró uniéndose a la
algarabía. Kennedy podría vivir allí, pero todos lo habrían odiado. Los
Stansfield en particular se habrían hundido en la tristeza ante la idea de
ver a su vecino instalado en la Casa Blanca y paradójicamente Mary Ellen
se encontró a sí misma esperando eso que ellos tanto temían. Se habían
quedado levantados toda la noche, alentando la victoria de los
demócratas hasta las cinco cuarenta y cinco de la mañana, cuando
Michigan había puesto a JFK en la cima. Fue el amanecer de un nuevo día
y West Palm había alimentado la resaca de su borrachera, mientras los
negros habían rayado en la locura con la esperanza que se abría ante la
promesa de la Nueva Frontera y el espíritu de Mary Ellen había revivido.
A los pies de la cama, como viva representación de la cambiada
actitud de Mary Ellen, descansaba el abrigo de piel de Caroline Stansfield.
Ya no era el corto testimonio de una era pasada. Se había actualizado por
sí solo y, como el flamante presidente, miraba hacia adelante y no hacia el
pasado. Con la insolencia del anarquista natural, Mary Ellen puso a
trabajar unas tijeras y en una mañana lo transformó valientemente, con
un largo más de moda, por encima de la rodilla. Había utilizado el material
que le sobró de esa cirugía para confeccionarse un sombrero de piel igual
al que había visto lucir por Jackie Kennedy en el informativo. Sobre la
cama, ahora éste también descansaba, junto a un manguito idéntico, con
el abrigo acortado.
Mary Ellen espió por la ventana con un sentimiento de esperanza.
¿Era este aire fresco el primer frío de la temporada invernal que podría
bajar la temperatura a diez grados o menos? Rezó por que así fuera.
Arrancar la cosecha de naranjas. Lo que ella deseaba era usar su abrigo.
Eran pocos los días en Florida en los que podría darse ese gusto.
Lo acarició con impaciencia y se lo puso sobre una remera y un par
de vaqueros, tratando de no recordar el amargo momento que había
pasado en el dormitorio de los Stansfield. Era suyo ahora. ¿Representaba
un soborno por su silencio? ¿O un anestésico para el dolor? ¿Una bajada
de mano para el rival derrotado? Lo que fuera. Ya no importaba. Había una
vida para vivir. Aquí. Ahora. A comienzos de la década del sesenta. Y este
abrigo operado sería para ella el talismán en los años que se avecinaban.
Cuando las hojas de la tijera lo habían cortado, lo habían hecho más allá
de la piel. Habían cortado el cordón umbilical que la había atado al
pasado. Por fin era libre. Libre de ser ella misma.

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PAT BOOTH PALM BEACH

Mary Ellen echó hacia atrás la cabeza y se miró al espejo. Que se


jodan todos. Ella se podía reír del mundo. Era joven y muy hermosa; si
Palm Beach no había sido posible para ella, entonces lo sería West Palm.
Sin embargo, incluso mientras desafiaba al destino con su belleza y
vitalidad, alimentaba un pensamiento secreto. Un día, si Dios la bendecía
con una hija, ella sería lo que su madre nunca pudo ser. La enviaría a
cruzar el puente para conquistar la tierra prometida de la que tan
cruelmente la habían expulsado.

La música de rock, era embriagadora y ensordecedora y hacía


explotar cualquier pensamiento en la cabeza. Como un huracán, surgía
aplastando todo a su alrededor, gente, máquinas, la tenue brisa en la que
vibraba. No había modo de evitarla. Había que rendirse por completo.
Como un bailarín clásico que ejecutaba un intrincado pos de deux, Jack
Kent entrelazaba su magia sobre la rotonda del ferrocarril. Era su mejor
momento, repetido un par de cientos de veces por día. El tren se ponía en
marcha con lentitud sobre su ondulado curso, y el cargamento humano,
todo engalanado y listo para partir, disfrutaba de la excitación que crecía
en su interior. Los que estaban en los coches, gritaban a los amigos que
estaban entre el público sobre el césped para ser oídos por encima de la
salvaje y envolvente música mientras el tren comenzaba a acelerar.
Supuestamente el trabajo de Jack era recoger los billetes y asegurarse de
que todos estuvieran seguros en sus asientos, pero aquí él era el vaquero
del rodeo, la esencia del parque de diversiones, en cada uno de sus
movimientos que amplificaban los nerviosos sentimientos de una
sexualidad escasamente reprimida, del violento peligro que existía debajo
de la superficie de todos. Reteniendo y soltando. De eso se trataba. Sus
músculos, que se asemejaban a nudos de soga, suaves y brillantes,
cubiertos de una fina película de grasa, se contraían y relajaban mientras
que, como el "hombre araña", se movía sin esfuerzo entre los pasajeros
que gritaban, lanzándose en persona desde la plataforma por encima de
los veloces coches, sólo para regresar un segundo más tarde, con su
cortas y poderosas piernas golpeando ruidosamente sobre las maderas de
la plataforma. El dolor y la destrucción giraban a su alrededor. Un paso en
falso, un pequeño error de cálculo y Jack Kent habría sido la salchicha de
la que tan a menudo hablaba. Para aumentar la presión, él lo hacía más
difícil: encendería un cigarrillo, tomaba una lata de cerveza, se peinaba el
engrasado cabello negro. Todo lo realizaba competentemente, como lo
haría un pato en el agua mientras jugaba a los dados con la muerte.
En todo momento mantenía el diálogo con los clientes que le
pagaban.
—Eh, dulce. Qué cosita tan preciosa eres. Estás fuerte ahora. Cuídate.
De esa manera ellas regresaban por más. A veces por mucho más.
Los ojos rápidos y experimentados de Jack Kent le decían todo. Podía ver
el comienzo de la luz del amor en los ojos de las adolescentes, las piernas
que se apretaban muy juntas, la dureza de sus tetas de púberes.
Necesitaba los pequeños culitos calientes, la piel escurridiza y suave de
las adolescentes, los ojos de ratitas de las vírgenes cuando copulaban

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sobre el pasto o paradas en la barraca del generador. Él se bajaba los


vaqueros como un chico malcriado que abría el último de sus regalos de
Navidad y se las metía sin pensar en el dolor o en el placer que podía
causar. Se fusionaban en uno. Eran simplemente cálidos dispositivos que
vibraban y que sólo existían para hacerlo sentir de maravillas.
Mary Ellen había perdido la cuenta de las veces en que había mirado
a su padre trabajar y nunca se cansaba de hacerlo. Durante toda su
infancia había seguido la feria. En los primeros tiempos Jack Kent lo hacía
todo. Arrojaba los dardos, hacía los copos de algodón dulce, incluso
discurseaba en el lugar de "déjeme adivinar su peso". Pero cuando
consiguió el tren, había regresado a casa. Era un nativo. En dos cortos
años había triplicado los ingresos, se había asociado y luego había
comprado la parte de su socio. El dinero no era del todo bueno, pero había
tenido la feliz idea de comprar la ruinosa casa de madera de West Palm
que siempre había constituido la seguridad de la familia. Constantemente
en movimiento, había formado un hogar para su esposa y para Mary Ellen.
No era un gran lugar con su pintura deslucida y descascarada, con listones
rotos y maderas desparejas, pero estaba llena de amor y de vida. Por la
noche, cuando ella regresaba a casa, aparecía en la oscuridad una especie
de vapor humeante, con la lámpara de querosén que titilaba una
bienvenida en el porche. Su padre, si estaba en la ciudad, estaba tomando
unas copas en el bar Roxy con Willie Boy Willis y Tommy Starr, pero su
madre siempre estaba en la casa. Había olor a picante en el pesado aire
nocturno; sentía los suaves sonidos de la música folclórica que ella amaba
y el grito de bienvenida mientras subía los desvencijados escalones de la
entrada.
Respirando profundamente, Mary Ellen tomó fuerzas para gritar por
encima de la música.
—Seguro que papi está bien hoy —gritó.
Tommy Starr sonrió y trató de responder. Luego desistió,
desplegando sus manazas en gesto de derrota. Metió dos grandes dedos
en las orejas para dejarlo en claro.
Le sonrió a la muchacha con afecto, mostrando en su gran rostro
áspero una mirada de total admiración. Casi no podía recordar un
momento en que no la hubiera amado; todos los días cuando se
despertaba y todas las noches cuando se quedaba dormido, había
experimentado el amargo dolor del rechazo que ella le demostraba. Ahora
casi había llegado a un acuerdo con la realidad. Ella era demasiado buena
para él y desafortunadamente la muchacha lo sabía. No era que fuera
engreída o presuntuosa; simplemente, ella no se había atrevido a soñar el
sueño. La ciudad del otro lado la había atrapado y ahora Palm Beach y
todo lo que tenía latían en su sangre. Había sido así desde el momento en
que los Stansfield la habían contratado. Había visto el paraíso y West Palm
quedó entonces olvidada. Poco tiempo antes hubo una oportunidad. Los
ricos y pomposos imbéciles la habían despedido. El nunca sabría la razón.
Mary Ellen se veía destruida, hundida en las mismas profundidades de la
depresión y a él le había dolido terriblemente verla tan molesta. Intentó
levantarle el ánimo, alejarle de la mente el paquete de ratas que vivía del
otro lado del puente, pero aún ella rehusaba mostrarse como la muchacha

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PAT BOOTH PALM BEACH

de West Palm que siempre había sido.


Una vez, una noche en que estaba borracho, había convencido al
padre para llevarlo a su casa después de una difícil sesión en el Roxy.
Mientras Jack cruzaba el desvencijado porche en donde había una
mecedora vacía y algunos deshilachados muebles de mimbre, oyeron un
llanto que provenía del interior de la casa. Fueron a investigar y allí, junto
a la luz titilante del televisor sin sonido, Tommy vio algo que permanecería
grabado en su memoria para siempre. Como una muñeca de trapo que
dejaran allí tirada, Mary Ellen estaba tendida en la cama de bronce, con
las sábanas desordenadas y desprolijas que envolvían su cuerpo perfecto.
Habitando aquella tierra de nadie entre el sueño y la vigilia, permanecía
inmóvil, con su vestido blanco arrugado y sucio, cubriéndola parcialmente.
Uno de los breteles se le había caído del hombro y del borde superior del
vestido sobresalía de modo inocente un pezón rosado, la coronación
gloriosa de un pecho de forma cónica.
Por la parte superior del pecho y encima del labio, brillaba una fina
película de sudor. El cabello desprolijo y enmarañado sobre la almohada
daba marco a un rostro abierto cuya belleza honesta y sencilla lo había
esclavizado tanto. Mientras estaba allí parado, observando la vida íntima
de Mary Ellen, su tormento y su tristeza, se dio cuenta de que jamás
podría poseerla. La angustia y la pena de la muchacha eran demasiado
fuertes para él. No podría competir con lo que había provocado esa
emoción.
Mary Ellen lo miró con intriga, observando cómo la sonrisa era
reemplazada por una preocupada expresión de contemplación. El querido
Tommy. Tan grande y seguro. Tenía la contextura de una montaña y era
así de constante. Durante tantos años ella había escuchado a su padre
alabar al buen trabajador de la construcción que deseaba casarse con ella,
pero aunque ella lo había oído jamás lo creyó. Siempre los cantos de
sirena la habían llevado al otro lado del puente, donde vivían los titanes,
los hombres que con su refinamiento y mundana sabiduría se burlaban de
Tommy Starr. Pero aquello había sido entonces y esto era ahora. La
habían arrojado del mundo que ella tanto deseaba y ahora se había
sobrepuesto al dolor. Sólo una persona masoquista desearía prolongarlo.
De manera que por fin deslizó su pequeña mano en la manaza de Tommy
y se rió mientras lo empujaba para escapar de la prisión de sonido en la
que ambos estaban atrapados.

Era pasado el mediodía y la gente desafiaba el despiadado calor.


Mary Ellen parecía estar creciendo en él. Como el más delicado y delicioso
pimpollo de rosa de la china, estaba toda abierta. El simple vestido de
algodón blanco le decía al mundo casi todo lo que necesitaba saber de sus
pechos, la geometría perfecta, los pezones agresivos y puntiagudos, la
estructura sin mácula que no necesitaba ni recibía ninguna ayuda
artificial. Un gran cinturón de caracolas, traído por su padre de
Albuquerque y su más preciada posesión, rodeaba la pequeña cintura que
a su vez bajaba hacia las largas, prolongadas piernas. No llevaba medias y
el contorno de unos calzones blancos que contenían sus nalgas firmes y

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casi de muchacho era visible a través de la fina tela del vestido.


De tanto en tanto, Tommy le echaba una mirada furtiva, como para
reasegurarse de que no estaba soñando. Casi ni se atrevía a alentar la
idea, pero parecía que había habido un drástico cambio en Mary Ellen. Ya
lo había notado hacía unos días, pero ahora era innegable. Había una
nueva alegría en ella y todo indicaba que él era el principal beneficiario. La
actitud de la muchacha hacia él había cambiado y, de alguna manera, él
ya no era más el casi dependiente hermano mayor, la mano derecha del
amigo. La relación de ambos parecía estar al borde de algo
completamente distinto.
—¿Y qué piensas de la feria? —Mary Ellen le apretó la mano.
Tommy no estaba pensando en absoluto en la feria, pero
probablemente se sentía tan feliz como jamás lo había estado. Para él la
magia bailaba en el aire, las cuadras baratas y vulgares constituían un
magnífico fondo al hecho principal: el drama de su amor por la muchacha
que estaba a su lado.
Mary Ellen deseaba que le gustara. Era su infancia, la atmósfera que
se le filtraba en la sangre. Las emociones de Tommy estaban a su entera
disposición, sólo deseosas de complacer.
—Me gusta mucho, Mary Ellen.
—Supongo que deberías ver el cuerpo sin cabeza; ¿o prefieres al
hombre más gordo del mundo?
—Creo que deberíamos ir al tren fantasma.
—Bueno, pero ahora asegúrate de tener las manos quietas. Tuve que
luchar por mi vida en esa maldita cosa antes.
La risa vibró en su garganta, pero el mensaje era ambiguo. Tommy
sintió que la sangre se movía en su interior. Le subía como una fuente
hasta las mejillas, dándole color a la piel. Al mismo tiempo corría hacia
abajo y, junto con aquel tan bien conocido sentimiento de indefensión,
sintió que tenía una erección.
Mary Ellen notó su confusión y se rió más alto. Tommy le rodeó la
cintura con el brazo y ejerció más presión. Ella también sintió que el
hormigueo comenzaba. Mientras se pasaba la lengua por los labios
repentinamente secos, ella se permitió mirar hacia abajo. Pudo ver con
claridad el contorno y lo miró fascinada mientras éste crecía más y más.
Retiró la vista con esfuerzo, pero la imagen permaneció en su mente
mientras conducía a Tommy hacia donde vendían los billetes del tren
fantasma.
Ahora, al subir al coche y prepararse para un viaje de suspenso
sustituto, ella se recostó contra él.
—No quise decir eso, Tommy —le susurró al oído sugestivamente—.
Acerca de que te cuidaras con las manos.
El coche se lanzó hacia la oscuridad y, para el extraordinario deleite
de Tommy, las palabras suaves y el aliento cálido en el oído fueron
reemplazados por la exquisita humedad de una lengua provocativa. Los
bajos gemidos de deseo mostraron un dramático contraste con los gritos
de horror que surgían en la oscuridad mientras los esqueletos y los
demonios se encendían y brillaban.
Se volvió hacia Mary Ellen y, tomándole las cálidas mejillas en las

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manos, le hizo volver la cara hacia la de él. Como si estuviera tomando el


sacramento de la primera comunión, se inclinó hacia ella, lleno de
reverencia y asombro por aquel primer beso. Los conocedores labios de
Mary Ellen se posaron hambrientos para encontrarse con los de él. Primero
jugó con él, rozándolo muy suavemente, en ocasiones retirándose, para
volver una vez más. Con la boca medio abierta, lo cubrió con su
respiración cálida y dulce, dejando que él sintiera su perfume, su pasión.
Tommy se estremeció de excitación. Jamás había soñado que podía
ser como esto, tan lento, tan intenso. Ya se encontraba en algún privado
vuelo astral de éxtasis y era sólo un beso. Debía seguir más y más. Nada
debía detenerlo. Se empujó contra ella, sintiendo el pene duro como una
roca dentro de sus vaqueros, embistiendo su cuerpo contra el de ella.
Mary Ellen oyó los mensajes de aquel cuerpo y respondió con el suyo.
Primero tomó el labio inferior entre sus dientes, mordisqueándolo con
gentileza y luego estuvo allí su lengua, un oasis de humedad en el
desierto de labios secos. Al principio fue un explorador cuidadoso,
cauteloso, un viajante curioso en un país extranjero; pero luego, cuando la
orquesta de la pasión sonó dentro de ella, descubrió el coraje. Ahora
Tommy podía sentir el gusto de la saliva, al rápido invasor mientras lo
liberaba con su boca, ahora un conquistador sin descanso y sin perdón en
la persecución del placer.
Sus fuertes brazos la sostenían contra él y ella se aferraba con
desesperación, con la mano izquierda en su cuello, con la derecha en su
pecho. Luego la mano derecha comenzó a moverse. Suspendido en su
propio mundo de alegría, Tommy deseaba y temía lo que sabía que
sucedería.
La mano de Mary Ellen llegó a destino y por un segundo lo sostuvo
con firmeza a través de la tela ajustada. Luego, con la lengua enlazada
con la de él, comenzó a frotarlo delicadamente, a veces dejando que los
dedos trazaran el contorno de su erección y otras masajeándolo con
firmeza con la palma de la mano.
En la mente de Tommy los locos pensamientos se estrellaban contra
los mensajes que llegaban desde el entorno enloquecedor. El coche rugía
y se mecía; se lanzaba en una carrera de ridículas curvas y chocaba sin
cesar con puertas vaivén sobre las que bailaban esqueletos y demonios.
En la oscuridad aullaban coyotes y fantasmales telas de araña se pegaban
al cabello y al rostro mientras los divinos dedos de su amante encendían
la pasión. Mary Ellen le estaba haciendo el amor. Por fin estaba
sucediendo. Después de todos los años de deseo desesperado, ahora,
aquí, por fin, en la caótica oscuridad del tren fantasma de un parque de
diversiones, había llegado el éxtasis. Parecía una broma cruel y
maravillosa del destino recibir el cielo en un lugar en el que era imposible
recibirlo.
Mary Ellen tampoco estaba muy consciente de esa paradoja. No se
había imaginado que el deseo se haría cargo sin ningún esfuerzo. Durante
tanto tiempo Tommy había sido para ella sólo una cosa. Ahora, por
razones que no podía comprender, él era otro. Era como si se hubiera
levantado un velo. Había estado cegada por la visión de Palm Beach, y el
mundo real, de carne caliente y necesidades lujuriosas, había estado más

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allá de su alcance. De alguna manera, los hechos de las semanas


anteriores habían cicatrizado. Ya no era más una prisionera, ya no vivía en
los castillos de hadas de la fantasía, ya no sufría más la esclavitud de su
ambición y la codicia del perfeccionamiento. En el calor de la tarde
temprana, con el olor de maíz acaramelado, trozos de carne asada y maní
tostado en sus fosas nasales, el lamento de la música folclórica en sus
oídos, se encontró consigo misma una vez más y fue un sentimiento
maravilloso. Como un prisionero sentenciado a muerte, había sido
perdonada y el mundo era nuevo. Ahora deseaba por sobre todo vivir y la
mejor manera de hacerlo era amando. Amando a ese buen hombre, que la
deseaba con tanta desesperación. A quien ella a su vez ahora deseaba
también.
Lo miró a la cara, que se revelaba intermitentemente con esa la luz
fantasmal; vio sus amables rasgos bañados de anaranjados, violetas y
verdes brillantes, a medida que el tren pasaba por cavernas de terror y
cuerpos sin cabeza derramaban sangre a su alrededor. Había tanto allí. La
casi debilitada figura del hombre, suspendido al borde del abismo, sin
comprender, preguntándose, impotente en las manos del destino. Su boca
estaba abierta y sus ojos brillaban, mientras la respiración agitada iba y
venía a través de las fosas nasales dilatadas. Las ráfagas de risa cascada
parecían burlarse de la salvaje intensidad del sentimiento, pero también lo
acentuaban, poniendo énfasis en la peculiar belleza del momento en que
los corazones se encuentran y las almas se tocan. Ella le susurró, con la
voz firme, en medio de la tormenta de horror que los rodeaba.
—Quiero que me hagas el amor, Tommy.
La voz de él se ahogó en el torrente de adrenalina que lo había
poseído. Sí. Hacerle el amor. El sacramento. La belleza total. Siempre lo
había deseado.
—Sí.
—Lo quiero aquí. Ahora mismo.
La voz de Mary Ellen era insistente, urgente. Con su mano le
presionaba el sexo, enfatizando su deseo, invadiendo toda la esencia del
hombre con brotes de placer.
—¿Cómo?
Entonces Mary Ellen sonrió. Ella no lo había sabido hasta ese
momento, pero ahora sí lo sabía. Habría un lugar para ellos. En algún
lugar. El momento lo requería y el pedido estaba asegurado. En los ojos
risueños Tommy vio que ella deseaba olvidar la humillación del pasado en
el abandono del presente. Y él sólo deseaba unirse a ella. Cuando el coche
aminoró la marcha, él se puso de pie cuando ella lo hizo, saltó cuando ella
saltó, y en segundos estaban juntos, escondidos en la oscuridad de un
coche vacío que estaba fuera de la vista.
No había tiempo para preguntarse nada ni tampoco para
preocuparse. Sólo había tiempo para oír la quebrada risa de abandono,
para ver la hermosa cabeza que se arrojaba hacia atrás, la pasión que
brillaba en los ojos refulgentes, para sentir el cuerpo suave que se
incrustaba contra el de él. La sostuvo durante un momento interminable,
percibiendo su cálido aroma, mientras los dedos recorrían maravillados la
suave piel de su cuello. Ella le pertenecía y aquí, en la oscuridad anónima,

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mientras los buscadores del terror pasaban rápidamente a pocos metros


de donde ellos estaban, a él se le reveló la alegría de la posesión.
Unos gritos electrizantes traspasaban el aire y arrancaban de los
viajeros alegres alaridos de conspiración mientras alimentaban el clima de
terror; sin embargo Tommy sólo podía oír el latido de su corazón, sólo
podía sentir las manos frías que lo acercaban hacia la unión con la dicha.
La miró con detenimiento, tratando de grabar su belleza en la mente. Para
él, la pared negra y sucia contra la que ella se recostaba era un marco de
monumental hermosura, el aire polvoriento que respiraban era fresco y
chispeante como el primer día de primavera. Ella lo tenía abrazado con
ambas manos, sus ojos fijos en los de él, mientras lentamente, con
suavidad lo atraía hacia sí. Tommy sintió que sus piernas se debilitaban, y
el ritmo palpitante de su estómago mientras se dejaba llevar.
Mary Ellen se acercó; su respiración se dibujaba en la mejilla de
Tommy; el vestido blanco subía con ansiedad hacia su cintura, mientras
los calzones blancos de algodón caían agradecidos. Ella era la gran
sacerdotisa que controlaba y guiaba el antiguo ritual del amor.
Tommy trató de hacer más lento cada momento; no deseaba que
pasara, pero no pudo contenerse.
—Te amo, Mary Ellen, oh, mi Dios, te amo.
Mary Ellen logró que la penetrara. El calor lo confortaba,
envolviéndolo con su amor, haciendo que fuera el hogar en el cual
siempre viviría. Ella dejó escapar un largo, estremecedor suspiro de
contento ante la dichosa paz que la presencia del hombre le producía. Era
tan bueno. Era tal como debía ser, como siempre debería haber sido. Éste
era el momento. El infinito momento de unidad. Más tarde llegaría la dulce
conclusión cuando sus almas entraran en comunión, pero ahora existía la
realidad de la única verdadera comunión, inspiradora de asombro en su
simplicidad y belleza.
Parecían sonámbulos y se movieron como tales, bailando al compás
del antiguo ritmo que jamás se había enseñado ni explicado. Se
abrazaban, balanceándose, inclinándose en pequeños movimientos que
conjuraban exquisitas sensaciones, bañando sus mentes con la potente
poción del más puro placer. A veces se detenían, sobrevolando sobre el
abismo, admirados ante el lujurioso valle que sería su destino. En otros
instantes, se lanzaban como valientes halcones que sentían el viento
salvaje debajo de sus alas, remontándose por encima de los fríos arroyos y
los verdes pastos del paraíso donde vivirían. Murmuraban sin pronunciar
sonidos, sus labios se movían mientras buscaban en vano expresar lo que
no se podía expresar, ausentes en el infierno de locura que los rodeaba.
Aquel infierno que había hecho posible su cielo.
Juntos, parecieron decidir cuándo finalizar el viaje, acordando su
mística conclusión en algún lugar mágico donde no existían pensamientos,
no se pronunciaban palabras. Durante un tiempo que para ellos duró una
eternidad los dos se quedaron quietos y rindieron homenaje a la fuerza de
la vida que pronto se movería a través de ellos, bañando los fuegos con su
bálsamo, significando un final, el nuevo comienzo. Y luego, por fin, estaba
sobre ellos el acto de la creación, acompañado por los gritos de éxtasis de
los dos amantes, perturbando, penetrando con su realidad entre el falso

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griterío que surgía alrededor.

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Capítulo 2

Lisa Starr puso su mente a máxima velocidad y comenzó a quemarse.


Desde los músculos que gritaban y protestaban, los mensajes fluían hacia
su cerebro en una carrera entre el dolor y el éxtasis, el éxtasis y el dolor.
Había que sentirlo, que sufrirlo, si se deseaba tomar la clase con ella.
Aquél era el secreto. Las oleadas de aire en ese pequeño y sofocante
gimnasio reverberaban al insistente de una batería mientras treinta pares
de zapatillas marcaban el ritmo de la rutina aeróbica.
—Más alto. Llévenlas más alto.
El alarido de Lisa se fundió con el estridente sonido del estéreo, pero
todos sabían lo que decía. En toda la habitación se intensificó el baile de
piernas en un movimiento que hacía recordar los pistones de una
máquina, mientras que los dueños de aquellas piernas buscaban las
reservas de energía.
Lisa vio incrementarse el esfuerzo. Bravo. Todos la seguían. Todo el
camino. Se veía la fatiga en los rostros sudorosos y brillantes, pero había
algo más también. Admiración y gratitud. Lisa les estaba enseñando a
hacer algo difícil, a buscar y a encontrar ese pequeño pedacito extra. Ellos
eran llevados al límite y la sensación resultaba buena.
Era tiempo para un cambio de ritmo.
—Títeres. Y uno y dos y tres y cuatro…
A Lisa le gustaba eso. Había algo muy satisfactorio en la geometría de
los movimientos, las manos que aplaudían por encima de la cabeza,
mientras que las piernas siempre en movimiento saltaban separándose
para luego volver a juntarse.
Para ella y, para muchos de la clase, esto era correr cuesta abajo. Era
relajarse en medio de la total actividad. Habían necesitado el descanso
después del frenético esfuerzo de la elevación de rodillas. Sin embargo, no
todos lo encontraron fácil. Los ojos de Lisa buscaron los de su amiga. La
pobre Maggie. Ella asistía religiosamente a las clases y se esforzaba más
que cualquiera, pero de alguna manera siempre parecía como espástica.
No era que fuera desagradable y su cuerpo, por partes, se veía pasable,
pero algo hacía que el efecto de la totalidad fuera estéticamente
desastroso.
Sin que Lisa lo supiera, los ojos de Maggie contaban una historia muy
diferente mientras miraba con abierta admiración a su amiga y maestra. A
veces Maggie se preguntaba qué parte del soberbio cuerpo de Lisa se
llevaba el premio final. ¿Eran sus nalgas, que doblaban en una línea
perfecta de medio corazón antes de bajar para unirse con unos muslos
inmaculadamente esculpidos? ¿Sus tetas, apuntando hacia adelante con
autoconñanza, indiferentes a la fuerza de gravedad, coronadas por los
agresivos pezones de forma cónica cuando empujaban contra la
humedecida malla rosada? ¿O era su sedosa cabellera negra, con el

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flequillo bailarín y la cola de caballo que se levantaba y caía sobre sus


hombros musculosos? Tal vez era su rostro. Grandes ojos, azules como el
mar de Coral. Lisa podía hacer que se vieran más grandes cuando
deseaba mostrarse sorprendida o interesada, y parecían actuar sobre los
hombres como imanes gemelos. La nariz graciosa y pequeña, que se
podía fruncir para demostrar desagrado. Los labios generosos, que,
cuando se sentía bien, se abrían para dejar ver unos dientes perfectos. De
cualquier modo que se lo mirase había que admitir que la lotería de la vida
había jugado una trampa: Lisa Starr simplemente poseía demasiado.
Al frente de la clase, Lisa se esforzó por concentrarse. Esa gente
estaba dando todo y deseaba verla en acción. Un momento de pérdida de
atención y ella los perdería, volaría la confianza puesta en ella y en su
total compromiso con la actividad física. Otros maestros cometían ese
error y sus alumnos comenzaban inexorablemente a mermar. Lisa no tenía
ese problema ni quería tenerlo. La clase nocturna estaba repleta hasta
reventar, con los cuerpos que saltaban y casi se tocaban mientras
luchaban por hacerse un lugar sobre el espacio de reducidas dimensiones.
—Bien, ahora, elevación de rodillas una última vez. Vamos ahora.
Sientan el dolor…
Lisa gritaba la última palabra en voz bien alta y, con la furtiva alegría
de masoquismo grupal, la clase se volcaba toda a una sobremarcha. Una
vez más el golpeteo entrecortado hacía vibrar el suelo de madera del
gimnasio de West Palm. Ante sus ojos, Lisa podía ver cómo se quemaban
las calorías. Podía olerías también. A través de la puerta abierta, el aire
húmedo de la temprana noche de Florida se colaba hacia la pequeña
habitación en donde se estancaba, inmóvil, saturado con la humedad
marina, resistiendo con testarudez los afiebrados intentos de un antiguo
ventilador de techo, que en vano intentaba hacerlo circular. El sudor
mojaba las mallas, revelando los contornos de los cuerpos firmes y
musculosos.
—Y veinte, ahora veinte más, y uno y dos…
—Lisa, eres cruel.
El lamento burlón de Maggie se perdió en el campo de fuerza de
concentración violenta mientras una vez más se les pedía a los músculos
hacer lo imposible, para contraer la poderosa deuda de oxígeno.
Ahora la misma Lisa casi estaba allí, ante el mágico momento de
trascendencia en que cuerpo y alma se fusionan, cuando la deliciosa
agonía se derrite en la experiencia total, el climax del ejercicio. Con su
cuerpo repentinamente liviano, ella había alcanzado la nube en donde
parecía que podría flotar para siempre. Sin embargo, era la maestra. No
podía dejar atrás a la clase, un grupo que se retrasaba, sin guía,
abandonado, con los motores atascados mientras luchaban por mantener
el ritmo de la marcha.
—Ahora aflojamos —gritó—. No se detengan. Sigan saltando, pero
relájense.
Gruñidos de alivio saludaron sus palabras: sin embargo, la atmósfera
de felicitaciones mutuas era casi palpable.
—Eh, Lisa, ¿dónde te entrenaste, en Dachau? —gritó una muchacha
corpulenta y musculosa desde el fondo de la habitación. Lisa se unió a la

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risa general.
—Usaría más que látigos y botas para hacerte mover el culo, Paulene.
Se sentía bien. Para eso le pagaban, pero era más que eso, mucho
más. En los rostros de las muchachas había un respeto que ella no había
visto antes de tomar el trabajo. Simplemente, era muy gratificante para su
ego. Ella les hacía bien, o ayudaba a que se hicieran bien. En realidad los
resultados estaban a la vista. Al verse mejor, se sentían mejor y eso se
demostraba en mil pequeños detalles. En sólo seis semanas había visto
cómo mejoraban las posturas, cómo la forma de caminar se volvía más
segura, las muchachas antes tímidas se tranformaban en extrovertidas a
medida que aprendían a gustarse más. Esto era increíblemente
reconfortante y Lisa deseaba que todo siguiera así.
—Bueno, muchachas, ahora algo de trabajo de piernas. —Como si
fuera un leopardo, Lisa se extendió sobre una colchoneta.
Con las rodillas juntas y el peso del torso que se balanceaba sobre las
yemas separadas de los dedos, miró al mar de ojos expectantes. ¿Cuál era
la edad promedio? ¿Treinta? ¿Veinticinco? Algo así. Era bueno para alguien
de diecisiete años tener un grupo así literalmente bailando a sus órdenes,
ejecutadas al chasquido de su látigo de maestro de ceremonias. ¿Qué
harían por ella? ¿Qué podía ella hacerles hacer? La breve sensación de
poder apareció en Lisa mientras observaba cómo la adoraban, cómo
admiraban su espléndido cuerpo con cierta envidia, deseando poseerlo. En
los ojos de algunas de las muchachas, encontraba una mínima insinuación
de algo que escasamente se admitía, de algo que no estaba consciente.
Sí, no había dudas. Como una fina niebla escocesa, dando vueltas
sutilmente en la atmósfera húmeda, se sentía el embriagante aroma del
deseo físico. No se decía nada, no se traducía en ninguna acción, pero
estaba allí, en los ojos brillantes, en las algunas veces prolongadas
miradas, en los torrentes de hormonas entremezcladas que corrían con
vigor por la sangre. Lisa podía olerlo, lo conocía; pero como los otros, lo
rechazaba, obligándolo a retroceder al subconsciente gracias a su fuerza
de su voluntad. Allí seguía vivo, suministrándole un delicioso sentido
subterráneo a la agonía y al éxtasis del ejercicio físico.
—Ahora quiero que trabajen esas colas. Que transformen esos culos
en algo maravilloso. Levanten la pierna derecha treinta veces. Vamos, y
uno y dos…
La música se volvió más suave, el rock pesado de la rutina de
ejercicios fue reemplazado por un sonido más sutil, demandante,
acariciador, cremoso. Cada fase de la rutina de hora y cuarto poseía un
carácter diferente y los procesos de los pensamientos de Lisa se
colocaban en el cambio de marcha correcto para complementarlos. Por
alguna razón, ésta era siempre la parte más sensual. Aquí estaba ausente
el dolor. La clase podía probablemente manejar cincuenta o sesenta
movimientos de piernas, pero Lisa podía hacerlo tranquilamente durante
media hora. De manera que los ejercicios de estiramiento eran como
rascarse una roncha, la deliciosa sensación de retorcer los músculos que
ya estaban en el pico más alto del estado físico. Ahora, mientras ella
elevaba la pierna derecha, sintió la dureza de sus glúteos, el calor de la
ingle cuando se abría su vagina, los labios que se separaban y luego

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volvían a juntarse por la acción de pistón de su miembro inferior. En


momentos como éste, Lisa se preguntaba cómo sería hacer el amor con
un hombre.
En general, ella estaba muy ocupada para tales pensamientos, pero
había algo en el glorioso abandono físico del ejercicio que los convocaba
desde alguna parte profunda de su ser. Aquí, en lo profundo de su sangre,
del sudor y de las lágrimas, brillaba la llama. Lisa deseaba que la
estrecharan unos brazos cálidos y fuertes, los brazos de alguien que le
perteneciera y a quien ella perteneciese también. Deseaba sentir el
cuerpo firme contra su propio cuerpo firme. Un hombre que la amara y la
complaciera al mismo tiempo. Tierno, fuerte, sensible, poderoso. Era una
fantasía que ella estaba decidida a que con el tiempo se volviese realidad.
No ahora sino más tarde. Pronto.
Cuidado Lisa. Quédate en sus mentes. Quédate con ellos.
—Bueno, muchachos. Vamos. Pierna izquierda, y uno, y dos, y tres…
Diez minutos más y casi habría terminado. Primero los vitales
movimientos de relajación. El estiramiento suave, la lenta respiración
medida.
—Bien, muchachos. Eso es todo. Gracias. Los veré mañana.
—Oh, Lisa, me mataste hoy. Creo que en realidad estoy muerta. No,
¡es verdad! —Maggie era invadida por el afecto mientras su mano
descansaba sobre el hombro húmedo de Lisa.
—Tonterías, Maggie. Te movías como en un sueño. Me di cuenta de
eso varias veces. Seguro de que lo estás consiguiendo.
—Escúchame, Lisa, yo te quiero igual, pero gracias por el aliento.
Maggie se hacía pocas ilusiones acerca de su rendimiento. Las bolsas
de papas lucían más graciosas que ella. Era característico de Lisa
levantarle el ánimo. Para Maggie, Lisa no podía hacer nada mal y ella se
contentaba con tomar el sol del cálido brillo de su aura.
—Vamos, Maggie, tomemos un café y algo de comer. A esta hora
tengo apetito.
Ninguna de las dos se preocupó por ducharse. Eso podía esperar. Si lo
hacían y se enfriaban, con la humedad del clima de Florida se habrían
vuelto a derretir antes de llegar a casa. De alguna manera, así,
transpirada, Lisa se veía más seductora que Maggie sudando.
En el restaurante de Clematis ordenaron café decafeinado y donas.
Maggie se puso muy seria.
—Sabes, Lisa, eres realmente muy buena enseñando esos ejercicios.
Creo que deberías pensar seriamente en hacerlo todo el día.
Lisa rió.
—Simplemente piensa que soy débil. Podrían reemplazarme por
alguien que les exigiera menos esfuerzo.
—No, Lisa, realmente es así. Tú eres una de acá. Ninguno de los otros
maestros pueden tocarte. Y no soy sólo yo. Todos en la clase lo dicen.
Ronnie se está disgustando porque las otras muchachas ya no tienen a
nadie en sus clases.
La risa de Lisa se volvió más pensativa. Era cierto y eso se estaba
transformando en un problema. Ella era muchísimo mejor que las otras, y
los clientes, naturalmente, se habían dado cuenta. Ronnie era el dueño del

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gimnasio y era cierto que durante las últimas semanas había comenzado a
mostrarse frío con ella. Si las otras instructoras habían emprendido una
campaña de murmullos, ella podría terminar siendo víctima de su propio
éxito.
—Sí, esas gatas están deseando que me queme, que me joda un
ligamento o algo. Bueno, tendrán que esperar mucho. Este cuerpo tiene la
intención de mantenerse sano todo el tiempo.
Maggie vio la determinación en los ojos de su amiga. A veces le
parecía que Lisa estaba compuesta por el acero templado más fino. Nada
parecía asustarla. Hacía sólo un año de la peor tragedia que le pudiera
haber sucedido a cualquiera y aun así ella se había vuelto a levantar, más
fuerte que antes, probada y no debilitada por la horrorosa experiencia. No
era que no hubiera sufrido. Había sentido el dolor, debido a que era ruda
pero no dura. Allí había una diferencia.
Maggie sembró la semilla.
—Yo y un par de muchachas pensamos que deberías independizarte.
Comenzar con algo tuyo. Si lo hicieras, le quitarías a Ronnie todos sus
clientes. Todas nosotras nos iríamos contigo, hasta un hombre.
Ambas sonrieron ante la referencia al sexo opuesto. Había que luchar
para terminar con algunas costumbres.
—Pero querida —dijo Lisa pensativa—, para comenzar con un
gimnasio se necesitan cosas como el dinero. Recuerda eso. Y también
tienes que saber de cuentas, propiedades, préstamos y todas esas cosas.
Puedo dar clases, pero todo lo demás es para los pajaritos. Hacer títeres y
quemar grasas es lo mío, no el negocio.
—Podrías aprender todo eso y yo podría ayudarte. Quizás algunos de
los otros podrían poner dinero. Yo tengo quinientos dólares. Eso serviría
para pagar algún consejo profesional.
—Supongo que tengo el dinero del seguro —dijo Lisa con inseguridad
—. Pero en parte dependo de eso para entrar en la universidad y
posiblemente en alguna carrera docente.
Maggie vio que estaba progresando.
—Escúchame, dulce. Este mundo está lleno de maestros y ellos
conocen toda la mierda, excepto lo que le dijeron los demás. ¿Qué fue lo
que ese artista llamado Braque dijo cuando le preguntaron si tenía algún
talento como estudiante de arte? "Si lo tenía, mi maestro hubiera sido el
último en saberlo."
A Lisa le agradaba todo eso. Por un momento dejó de lado lo que
pensaba originalmente sobre la profesión. Pero una carrera docente
representaba la seguridad. Quizá fuera poca cosa, pero sí un billete de
comida para toda la vida. Tendría una profesión, un marido, dos hijos y
ayudaría con los pagos de la hipoteca. Era el sueño norteamericano. Lisa
se estremeció por instinto. Trató de poner en palabras esta alternativa.
—La docencia sería tan fácil, Maggie, tan segura. Sería duro rechazar
todo ese dinero. El problema es que sé que es una entrega. Sería mucho
más divertido jugar a la pelota y moverse, como en los ejercicios. Supongo
que siempre podría volver a enseñar más tarde…
La voz de Lisa se quebró. La vida no era eso y ella lo sabía. Una vez
que uno se despega de la escalera convencional, alguien aparece y toma

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tu lugar. Habría nuevos estudiantes diez puntos, preferidos de los


maestros, sin baches sospechosos en sus curriculum. Y cuando Lisa
tratara de volver a poner su pie en los peldaños más bajos, recibiría un
zapatazo o algo peor en la cara. Era la forma en que el sistema exigía la
obediencia de los esclavos que estaban a su servicio. Uno se retira y te
dan con la puerta en las narices. Quédate quieto, obedece las reglas y la
droga de la seguridad entrará en mayores cantidades dentro de tus venas,
con cada dosis cuidadosamente medida y extendida en forma tentadora a
lo largo del tiempo. Cuanto más uno consigue, más quiere; cuanto más
alta es la escalera, más alto es el salto para despegar. Esta era una
trampa en la que el señor y la señora Promedio caían con gusto,
drogadictos deseosos del hábito de la conformidad. Ese pensamiento llenó
de horror a Lisa. A los diecisiete años, ella no tenía idea de lo que deseaba
ser, pero sabía que cualquier cosa que fuera representaría un éxito
extraordinario en uno u otro sentido. Ahora ella sentía ambición aún en el
vacío, era una rebelde contra la mediocridad que esperaba una causa; sin
embargo, no siempre sería así y muy dentro suyo. Lisa sabía que lo que
había que hacer era volar dejando que el instinto fuera el piloto.
Maggie lamió de sus dedos regordetes el azúcar de la última de las
donas. No había forma de dejar de comer eso y además ya estaba por
ordenar otra. De manera disimulada atrajo la atención de la camarera.
—Oh, no lo hagas, Maggie, no tienes bien los músculos todavía.
Se rió Lisa mientras actuaba como policía. Las células de grasa de
Maggie estaban muy lejos de transformarse en proteínas musculares.
Maggie no pudo rebelarse. No eran muchos los que podían contra
Lisa. Ella poseía la clase de encanto que los magos tienen en los libros de
cuentos para niños, un tipo de fuerza de guante de seda que uno no
podría resistir y que además no desearía hacerlo. Maggie a menudo había
tratado de analizarlo y finalmente había fracasado. Había algo, llegó a la
conclusión, que tenía que ver con la motivación. Lisa deseaba lo mejor
para los demás.
—Eh, Lisa, sabes que realmente me gusta la idea del gimnasio. En
realidad deberías emprender algo al respecto. Hazlo.
La varita mágica de un mago parecía conjurar las visiones. Si Lisa lo
deseaba, lo tendría.
Durante un segundo o dos Lisa quedó en silencio. Sosteniendo el
mentón con ambas manos, miró pensativamente a su amiga.
—Sabes, Maggie —dijo por fin—, creo que lo voy a intentar. Sólo
quiero decirte algo. Realmente aprecio lo que me ofreces, tú sabes, los
quinientos dólares. Es muy bueno de tu parte, pero cuando lo haga, lo
quiero hacer sola. Quizá pida prestado a un banco y utilice el dinero del
seguro. Será peligroso como el demonio, pero debería ser
verdaderamente divertido.
Maggie no pudo contener un pequeño aullido de entusiasmo. ¡Bravo!
Lisa lo iba a hacer y, como siempre, ella la alentaría. Una mirada
pensativa invadió los grandes ojos marrones de Maggie y la expresión
quedó allí, entre los brillantes parches de sus mejillas sonrosadas. ¡Qué
amistad la de ellas! Convencional, por supuesto. La muchacha de aspecto
desbordante y su compinche. Pero en estos días difíciles, cuando la

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PAT BOOTH PALM BEACH

fortuna favorecía a las hermosas más que a las que tenían coraje, era un
hecho que las Maggies de este mundo eran como las enredaderas en la
fiesta de la vida, testigos, las que esperaban, mientras que las Lisas
giraban y hacían piruetas al son de la música. En realidad, a ella no le
importaba. Se sentía más que contenta viviendo así, indirectamente,
experimentando los triunfos de Lisa como los propios y deprimiéndose a la
vez por la mala fortuna de su amiga. Había sido siempre así, según los
recuerdos de Maggie. Desde aquellos lejanos días en el patio del colegio,
cuando nunca le tenían que decir que compartiese un dulce o un juguete
con la niñita que era más bonita que una muñeca; cuando no le
preocupaba que Lisa fuera la preferida de las maestras; desde las
húmedas tardes de West Palm cuando se había sentido orgullosa al
caminar por la calle con ella, respondiendo con altivez a los "vamos" de
los muchachos en los que "ellas" no estaban interesadas.
—Oh, Lisa, es maravilloso. Sólo sé que lo puedes hacer funcionar. Tú
haces todo bien. Todos van a ir contigo. Simplemente no puedo soportar
pensar en que te estés gastando en esa horrible clase. —Maggie batió
palmas en su excitación. Luego la expresión de pura felicidad se empañó
—. Pero dejarás que te ayude, ¿no es así? No quiero decir con el dinero si
no lo deseas, sino con toda la organización. No necesito salario. Bueno, no
mucho de todas maneras.
—Vamos, Maggie. Es tu idea. No podría hacerlo sin ti. No podría hacer
nada sin ti. De todos modos, debemos dar los retoques finales en tu nuevo
cuerpo.
Ambas se rieron. Maggie tenía pocas ilusiones acerca del lugar en que
se encontraba entre los premios de belleza. Su rostro no estaba del todo
mal y en realidad ella no era exactamente lo que se dice "desagradable",
aunque su estructura ósea carecía de definición y el color pastel de su piel
se fusionaba con el color beige de las paredes del gimnasio sin producir
contraste. Era su cuerpo el que la deprimía y necesitaba algo más que los
"toques finales" de los que Lisa había hablado. Sin embargo, se había
producido una mejora evidente y, aunque las cosas no estaban todavía en
su lugar, por lo menos ya no "colgaban". Al principio no se había mostrado
entusiasmada con respecto a la fascinación de Lisa por los ejercicios y
había entrado por casualidad al gimnasio con una disposición cínica de su
mente, haciendo bromas acerca del fascismo del cuerpo y con una alegre
irreverencia respecto de la casi religiosa fe en las cosas físicas que la
rodeaba. Como siempre, Lisa la había conquistado. Ni una sola vez se
había burlado de ella, como tantos "amigos" no habrían dudado en
hacerlo. En lugar de ello, la había conducido con gentileza a través de las
agonizantes clases de instrucción; la natural autoestima de Maggie, que
había sobrevivido a pesar de las desventajas de su apariencia personal,
había recibido una transfusión masiva cuando su cuerpo comenzó el
doloroso proceso de reconocerse ante sus propios ojos.
Ahora hasta tenía un novio y había habido otro antes.
—Te lo prometo, Lisa. No lo creerás, pero uno de estos días yo estaré
allí al frente de la clase. Recuérdalo.
—Escúchame, Maggie. Cuento totalmente con eso.
Maggie sonrió. Decir cosas así en voz alta ayudaba a que se

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convirtieran en realidades. Y al estar Lisa de acuerdo, tenía la certeza de


que sucederían.
—Bueno, Lisa. Vamos a trabajar. Lo primero que necesitamos es un
espacio. Sobre Clematis hay uno muy grande que se alquila. El otro día
pensaba que sería perfecto para un gimnasio. ¡Dios sabe cuánto piden por
él! ¿Qué harás ahora, Lisa? ¿Puedo ir a casa contigo y comenzar a hacer
los planes?
Lisa puso fin a ese entusiasmo burbujeante.
—Me temo que no es una buena idea esta noche, Maggie. Willie Boy
Willis dijo que caería a eso de las cinco y media para recordar los viejos
tiempos. Tú sabes cómo es cuando comienza con la cerveza.
Maggie vio que un velo de melancolía descendía sobre Lisa cuando
hablaba. Sus hombros cayeron, su voz se hizo pesada y los ojos se le
nublaron. Maggie sabía de qué se trataba y extendió su mano a través de
la mesa para reconfortar a su amiga.
—Oh, Lisa, cariño. Si te pudiera ayudar. Tienes tanto coraje. Sigue
luchando.
Y Maggie vio una gran lágrima que rodaba por el hermoso pero ahora
extrañamente perturbado rostro.
Las bolsas que se veían debajo de los ojos de Willie Boy eran
prácticamente lo suficientemente grandes como para contener la basura
del bar y, a veces, tarde, por la noche, cuando pasaba por entre los
contenedores de desperdicios del Roxy, no era descartable que así fuera.
El vientre de cerveza le colgaba por encima del cinturón como un obsceno
delantal y, entre la camiseta manchada de transpiración y la parte
superior de sus vaqueros sucios, sobresalían unos centímetros de piel
poco saludable. La barba de color rojizo se veía como llena de cosas y la
ocasional expedición de sus uñas cortas y ennegrecidas daba lugar a
confirmar esta conmovedora posibilidad.
Sin embargo, Lisa no veía ni olía al Willie Boy Willis que los otros
veían u olían. Para ella, el hombre representaba sueños deslucidos, paseos
agridulces en sus recuerdos, un pasaporte a un pasado en el que las cosas
habían sido dichosamente diferentes.
—Lisa, bebé, recuerdo cuando tu padre y tu abuelo se ponían a
pulsear en el bar. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Nadie allí aquella
noche deseaba el dinero del que ganara. Nunca vi algo parecido. Tú sabes,
ellos discutían y se gritaban como si fueran los peores enemigos, pero
seguro como que estoy acá, jamás vi a dos hombres gustarse tanto como
ellos dos.
Lisa lo sabía. Su madre siempre había simulado enfadarse por la
alianza entre su padre y su esposo, pero secretamente estaba complacida
por eso.
—Entonces, ¿qué pasó, Willie Boy? —Lisa se sentó sobre sus largas
piernas en el sofá y fijó los ojos en el rostro de su invitado con estudiosa
atención.
Willie Boy eructó de modo teatral. Toda una vida atendiendo el Roxy
le había enseñado un par de cosas acerca de cómo contar una historia. El
truco consistía en hacerlo tan despacio como el interés del público lo
permitiese. Tomaba mucho y largamente de la lata de cerveza, como para

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calmar a los quejosos dioses de su estómago con esta valiosa ofrenda en


sacrificio.
—Bueno, seguro que corría dinero allí. Era mucho, por lo que puedo
recordar. Por lo menos cincuenta dólares, dinero de verdad. Y tu papá me
dice a mí: "Ahora tú te encargas de este dinero, Willie Boy, porque el viejo
Jack es tacaño con la caca de ratón y nunca paga sus deudas."
En su mente, Lisa veía la escena, oía sus amadas voces.
—Entonces ellos se ponían manos a la obra. Bueno, te digo, y no me
equivoco, que yo he visto pulseadas en mis tiempos, tipos grandes, tipos
pequeños, tipos altos, tipos bajos, pero jamás vi nada que se comparara
con lo del bar Roxy aquella noche entre el viejo Jack Kent y el joven
Tommy. Uno podría haber oído el pedo de una cucaracha en esa
habitación, tan seguro como que estoy vivo.
Lisa podía sentir la tensión del húmedo bar mientras los silenciados
bebedores eran testigos de la batalla entre dos gigantes.
Willie Boy podía ver que estaba transportando a su público. No había
sudor. Su memoria ya no era buena. La bebida se había hecho cargo de
ella, pero sabía el valor de la exageración.
—Y que me aporreen si miento, pero juro que esa pulseada siguió
durante quince minutos por reloj, y en todo ese tiempo no vi que una gota
de cerveza pasara por los labios de nadie, así estaban todos de
interesados en la contienda. Seguro que eso no había ocurrido antes de
que se abriera el Roxy.
Lisa también estaba allí, atrapada por ambos lados. Por el padre que
la había amado, protegido, ofrecido el hogar más feliz del mundo, por el
abuelo que la había excitado, divertido y atemorizado, que había sido el
color, el peligro y la aventura.
—Sabes, cuando la mano del viejo Jack cayó sobre la barra se produjo
una ovación que creció como las que se oyen en los estadios. La ovación
fue para ambos, no había duda de eso.
Willie Boy se sentó pesadamente y tomó una Bud, que era la
recompensa por la historia. Tomar una cena líquida no era algo nuevo
para él. Su mano, que parecía de pergamino, se mojó con cerveza. Ésta
cayó de su boca hasta su pierna, mojándole los vaqueros que alguna vez
fueron azules.
—¿Cómo tomó Jack su derrota?
Willie Boy se rió.
—Oh, Lisa. Era Tommy el que lo vencía. Te diré algo por nada a
cambio. El viejo Jack era un egoísta. Un verdadero terco. Lo vi romperle los
dientes a muchos tipos en ese bar sólo porque no le gustaban sus caras.
Más de una vez me dio cachetadas. Pero Tommy Starr podría haberle
cortado las bolas y él lo hubiera seguido queriendo. Así de cerca estaban
esos dos tipos.
Durante unos segundos Willie Boy no dijo nada, mientras parecía que
calculaba la importancia de lo que iba a decir.
—Luego Jack deseaba emborracharse como una cuba, pero Tommy lo
único que quería era regresar con tu mami. Jamás vi a un hombre amar
tanto a una mujer como Tom amaba a Mary Ellen. Jamás y ésa es la pura
verdad.

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Miró a través de la habitación para cerciorarse del efecto que sus


palabras causaban sobre Lisa, pero lo que pudo ver fue que ella se había
ido, había desaparecido en algún privado mundo de la memoria.
El crujido de la vieja mecedora era para Lisa el sonido más seguro del
mundo, pero formaba parte de un conjunto. Estaba conectado firmemente
a otras sensaciones: la calidez de su madre, los muslos fuertes debajo de
las intranquilas piernas de Lisa, el aroma de los jazmines, las quejas
agridulces del cantante de música folclórica en la radio, la luz de la
lámpara de querosén. Sentada sobre la falda de su madre en el porche de
la vieja casa, Lisa se sentía más cerca del cielo, un cielo que siempre tenía
que ver con el paraíso del que Mary Ellen le hablaba. Con sus cinco
agitados años, Lisa Starr no estaba todavía preparada para entender los
matices del mensaje de su madre, pero no había dudas acerca de la dulce
pasión con que se lo transmitía y Lisa podía recordar las palabras como si
la estuviera oyendo. Noche a noche se habían agolpado, penetrando
profundamente en su conciencia hasta formar parte de ella. A veces sentía
que eran la parte más importante. El intenso placer que emanaba de las
circunstancias que rodeaban estas conversaciones creaba en la joven
poderosas asociaciones y, firme pero delicadamente, su mente había sido
limpiada de la herejía que podría diluir la fuerza de aquel evangelio.
Ni por un instante se había desvirtuado el contenido del mensaje. Del
otro lado del puente, a unos cien metros del lugar, había un mundo
mágico habitado por dioses y semidioses, hermosos, amables, que no
hacían nada mal. Encantadores, civilizados, sofisticados y muy buenos, los
ciudadanos y residentes circunstanciales de Palm Beach habitaban un
planeta diferente, se comportaban y pensaban de manera diferente a la
de los simples mortales de West Palm. La de ellos era una vida brillante de
música y baile, de conversaciones gentiles, de cultura y excelencia, bien
distanciada del juego de las finanzas y de la supervivencia moral que se
jugaba con tal intensidad del otro lado del ferrocarril costero. Con ojos que
brillaban con la fe de un converso, Mary Ellen le había contado y vuelto a
contar acerca de los suntuosos banquetes, de los intrincados arreglos
florales, de los viajes de los ricos y famosos; durante todo el tiempo Lisa
había permanecido en estado de arrobamiento, mimada y estimulada por
la melodiosa voz de su madre. Otros niños, sus amigos y adversarios de
cien batallas, tenían otros campeones: Batman, Superman y el Capitán
Maravilla, pero para Lisa ésos eran héroes de papel, espectros sin
sustancia que se derretían cuando se enfrentaban a la trascendente
realidad de un Stansfield, un Duke o un Pulitzer. Para las infantiles
preguntas de Lisa las respuestas eran pacientes e inspiraban segundad.
—¿Por qué no vivimos en Palm Beach, mami?
—La gente como nosotros simplemente no vive allí, cariño.
—Pero, ¿por qué no?
—Tiene que ver con el nacimiento, Lisa. Alguna gente nace para vivir
así.
—Tú viviste una vez allí, en la casa de los Stansfield.
—Sí, pero yo trabajé allí. Y no estaba en realidad allí. —Entonces,
delante de los ojos de la madre pasaba una película como un ensueño—.
Pero un día, Lisa —le decía con cautela—, si creces muy hermosa y muy

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buena, como una princesa de cuento de hadas, quién sabe si algún


príncipe no te llevará allí. Del otro lado del puente.
Lejos de ser conocedora de los caminos del mundo, Lisa incorporó, de
todos modos, las incoherencias de la lógica de su madre; no habían sido
suficientes como para provocar la duda acerca de su veracidad. Tampoco
quería saberlo. Éste era el terreno de su fantasía, de sus sueños, de los
caballeros blancos y los veloces corceles, de los poderes sobrehumanos y
de la sabiduría suprema. Palm Beach era el misterioso universo en el que
los seres de la mitología se divertían, en el que se realizan sin cesar
hazañas temerarias. Siempre había una brillante creencia que Lisa se
guardaba para sí. En sus sueños, un día ella sería parte de aquello. Sería
llevada del otro lado del puente en un carruaje de oro, con la música de
una banda tocando una serenata, y sería recibida en el cielo por un coro
de ángeles, llevando consigo a su madre y a su familia mientras cruzaba
con gloria hacia el otro lado. Entonces la suprema gratitud de su familia la
desbordaría. Ella, Lisa, habría sido el instrumento para la consecución de
un sueño imposible y se complacería siempre en el adorable respeto que
tal hecho debería proporcionar.
La voz cascada de Willie Boy traspasó como un serrucho la mente de
Lisa, interrumpiendo los dulces y tristes recuerdos.
—Parece que te perdiste allí, Lisa.
—Sí, pensaba en mamá —Lisa esbozó una pálida sonrisa.
—Era un demonio de mujer. La mujer más bonita que jamás se
hubiera visto en el condado. Sí, tenía estilo, verdadero estilo, tu madre lo
tenía, Lisa. Tommy era un hombre afortunado.
Ambos se miraron con cautela. Los dos sabían qué sucedería ahora.
Los dos lo deseaban. Cada uno, en cierta forma, lo temía.
Fascinada como una serpiente atrapada en el hechizo del encantador,
Lisa vio cómo comenzaba, pero carecía de poder para detener el
condenado intento de exorcismo, el inútil deseo de dejar que duerman los
fantasmas.
—Nunca sabré cómo sucedió. Nunca me perdonaré lo de aquella
noche. —A menudo, Willie Boy comenzaba así.
Pero Lisa sabía. Conocía hasta los mínimos detalles, los llevaría
consigo todas las noches y los días de su vida.
Tommy y Jack. La marcha borracha hacia la casa. Los pensamientos
volaban alto y alcoholizaban el viento debajo de las alas de la
imaginación. Codo a codo, los olores masculinos, la camaradería de
conocidos y confiados socios en la bebida. La vieja casa, en silencio pero
bien iluminada. La mueca burlona ante el requerimiento de silencio.
Maderas que crujían, pasos inseguros, ojos inciertos. ¿El desconocido codo
de quién había descolgado la lámpara de querosén? ¿Qué extraño sonido
había camuflado su caída? ¿Un automóvil, quizás? ¿El ulular del silbato del
tren? ¿Alguna broma innecesaria?
El fuego había comenzado antes de que cada hombre se hubiera
metido debajo de las sábanas; se intensificó mientras ellos se deslizaban
en el estupor de la bebida. Corrió con avidez por las maderas deseosas,
tostadas y agrietadas por el calor del sol, sin detenerse por la caprichosa
brisa nocturna. Había disfrutado de su malvada orgía de destrucción. Lisa,

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que dormía profundamente, fue la primera en oír y oler. Abrió de golpe la


puerta y fue golpeada por la pared de calor, por el abrasador y sibilante
rugido de las llamas en sus oídos. Sólo el instinto la había salvado. Había
cerrado la puerta contra el fuego y, en pocos segundos de inspiración,
salió por la ventana de su habitación hacia la oscura seguridad del patio.
Sola, de pie, con sus sentidos sumergidos en un torbellino
escasamente consciente de lo que sucedía, Lisa había observado cómo se
consumía su mundo. El tiempo que transcurrió entre el sueño, el despertar
y la acción había sido de unos escasos segundos. Ahora, el horror se había
instalado en ella. Más allá de la cerca los vecinos gritaban; eran gritos
urgentes de alarma que se futraban en la mente semiconsciente de Lisa.
Su padre, su madre, su abuelo se hallaban en un rugiente polvorín.
¿Habrían podido escapar como ella? ¿O ya la habían abandonado, se
habían ido para siempre, sin tener al menos la posibilidad de un triste
adiós? Había caminado hacia las llamas despiadadas, había sentido una
vez más el impiadoso calor sobre el rostro, el olor sofocante del humo.
Había retrocedido, al sentir el dolor chamuscante sobre sus expuestos y
desnudos pezones, al comprender el horror sin nombre que representaba.
Luego había visto un espectro.
En medio de la contienda, moviéndose como un sonámbulo, emergió
la figura.
Paralizada por el horror, a Lisa le llevó uno o dos segundos darse
cuenta de quién era. Era su madre y se estaba quemando. Mary Ellen
había aparecido desde el infierno, pero no se había escapado.
Lisa dio un salto hacia adelante, sus ojos enloquecidos estaban fijos
en las llamas que bailaban y saltaban en busca de la carne desnuda del
cuerpo de su madre. En sus fosas nasales sentía el olor a piel quemada,
mientras el cuerpo que la había traído al mundo se consumía frente a ella.
En su corazón sentía un terror enfermizo.
Enceguecida por el fuego, Mary Ellen se desplomó hacia donde ella se
encontraba. De sus labios quemados salió un grito reseco de dolor y de
alarma.
Con los brazos hacía extraños gesto de súplica, como los movimientos
de un niño con los ojos vendados que juega al gallo ciego, buscando el
consuelo que nunca encontraría.
Indiferente a las llamas, Lisa corrió a sus brazos, ofreciéndole a su
madre su propio cuerpo desnudo como bálsamo para sus heridas abiertas,
como fuente alternativa de combustible para ese fuego terrible. Con
brusquedad, tiró a Mary Ellen al suelo y se colocó sobre ella, ofreciendo el
cuerpo como cobija en un desesperado intento por privar a la carne de su
madre del oxígeno sin el que las llamas no podrían arder. No sintió dolor
mientras el fuego le transfería sus atenciones, no tuvo conciencia de las
heridas que obtendría por esa acción. Era un animal que se conducía
gracias al poder del instinto, al poder del amor.
Madre e hija, juntas, rodaron por el césped ralo y reseco; sus mentes
y sus cuerpos gritaban. Luego aparecieron otras manos, otras voces, el
fuerte impacto del agua fría, las sordas exclamaciones de horror.
Con Mary Ellen acunada en los brazos de Lisa, los puestos se habían
revertido; madre e hija se apretaban juntas resistiéndose a las manos que

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trataban de separarlas. Con ternura Lisa miró el rostro encendido, cuya


belleza había sido exterminada por el despiadado fuego; los rasgos bien
recordados estaban ahora retorcidos y atormentados por la fuerza de las
llamas. Murmurando palabras de consuelo y de esperanza desesperada,
acarició los cabellos maltratados, pero Lisa podía sentir la presencia del
ángel de la muerte que rondaba y se lanzaba hacia su presa. Sabía que su
madre se estaba muriendo.
Luego las lágrimas habían tomado fuerza cuando la emoción de la
pena explotó barriendo el torrente enfurecido de miedo y enojo, la oleada
de acción de la adrenalina.
—Oh, mami —gimió, mientras grandes lágrimas saladas llenaban sus
ojos y caían en cascada por las mejillas, humedeciendo sin pausa la piel
descolorida, inflamada y sangrante.
—Oh, mami, quédate conmigo. No te vayas. Por favor, quédate.
Abrazó a su madre moribunda, apretándola contra su cuerpo,
tratando de fusionarse con ella, intentando obligar a entrar la vida en la
muerte, tratando de detener el momento inevitable de vacío eterno. Mary
Ellen estaba irreconocible, reducida a la más desagradable caricatura de
su pasada belleza, pero en el interior del cuerpo arruinado el corazón
todavía latía, los pulmones todavía respiraban. Para Lisa eso era suficiente
y le pedía a Dios que no le quitara a su madre el don de la existencia sin el
que nada era posible, ningún futuro podría existir.
A través de los labios lastimados Mary Ellen había intentado hablar y
Lisa se había inclinado para escuchar las doloridas palabras. Jamás las
olvidaría, siempre las respetaría, las llevaría a lo largo de su vida como un
talismán, el encanto mágico que le mostraría el camino a seguir.
—Lisa querida. Te amo tanto… tanto.
—Oh, mami, yo también te amo. Te amo. Quédate conmigo. Quédate
conmigo.
—Fui a… tu habitación. Pero estabas a salvo. Estoy tan feliz… —Su
voz era ahora más débil, volvió a hablar—. Lisa. Niña querida. Todas
aquellas noches en el porche. Recuerda las cosas que te dije. No las
descartes como yo lo hice. Tú puedes hacerlo. Sé que puedes. Sabes a
qué me refiero. ¡Oh! Lisa… sostenme fuerte.
—No hables, mami. Pronto vendrán los médicos. No trates de hablar.
Ahora las olas de pena comenzaron a romper en Lisa y empezó a
gemir como si en sus brazos sintiera el temblor de aquel cuerpo destruido,
mientras su madre luchaba por contener la vida que se le iba.
—Lo recuerdo, mami. Recuerdo todo. No te mueras, mami, por favor,
no te mueras.
En abierto desafío a la oración más ferviente, la espalda de Mary Ellen
se arqueó y su cuerpo se contrajo. Como una hoja llevada por el viento, el
mensaje quedó en el aire dulce y moribundo.
—Palm Beach… Lisa… está sólo del otro lado del puente…

Eran las doce del mediodía y el sol caía tajante como una jabalina,
perforando la acera caliente, brillando y vibrando en el aire quieto. Lisa y
Maggie, sin embargo, parecían inmunes a los rayos del sol, mientras que,
con las cabezas juntas, hablaban intensamente a la entrada del banco.

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—¿Pero qué les vas a decir, Lisa? Esos tipos son muy inteligentes,
sabes. Pop siempre dice que le prestan dinero a quienes no lo necesitan.
—Estará bien, Maggie. Puedo hacer gimnasia. Sé eso y se lo haré
saber a él también. Llegaremos a un buen trato. Ya verás.
Maggie mostraba dudas; pero, como siempre, la confianza de Lisa en
sí misma era contagiosa.
—Tienes todos los papeles —aseguró Maggie.
Lisa puso el sobre de manila en la cara de su amiga y se rió.
—Son sólo propiedades, Maggie. Los banqueros le prestan a la gente,
no a trozos de papel. ¿Me veo bien?
Fue el turno de Maggie de reír. En lo que a ella concernía, Lisa
siempre se veía estupenda. Llevaba una campera suelta de color azul cielo
sobre una remera blanca. Unas largas piernas bronceadas salían de una
corta pollera tableada, de algodón, y se perdían en unos zoquetes y
zapatillas con cordones. Sin embargo, la ropa era verdaderamente
irrelevante, una distracción del hecho principal, el cuerpo soberbio que
indefectiblemente escondían.
—Sólo roguemos que el tipo esté felizmente casado y sea un pilar de
la iglesia, de lo contrario, serás acosada allí adentro.
—¿No piensas en otra cosa, Maggie? Pero ya es tarde. Será mejor que
entre. Deséame suerte.
En el ascensor, la autoconfianza de Lisa se iba hundiendo mientras
ella se elevaba. Habían pasado una o dos semanas desde que había
tomado la decisión y todos los días, desde aquel momento, su deseo había
crecido en progresión geométrica. Iba a abrir el gimnasio de mayor éxito
que se hubiera conocido en todo el mundo hasta entonces, un centro de
excelencia para el cuerpo cuya reputación se extendería lejos, por todas
partes. Ella lo crearía, le daría forma y, a cambio, el gimnasio le
proporcionaría lo que deseaba. Sería su pasaporte para cruzar el puente,
el regalo póstumo para su madre fallecida. En poco tiempo los dioses y las
diosas oirían hablar de ella en la viña celestial y, como la palabra se filtra
a través de la brillante superficie del lago, los habitantes más jóvenes del
paraíso la buscarían, le ofrecerían sus cuerpos para que ella les diese
forma, los esculpiera, los pusiera en condiciones. Como recompensa, le
permitirían mudarse con ellos. Sólo había algo en el camino de Lisa. Un
banquero llamado Weiss. Sin financiación ella no iría a ningún lugar, no
sería nada y estaría condenada para siempre a la mediocridad.
Lisa dejó que ese pensamiento triste diera vueltas por su mente. Era
un truco que había aprendido. Para conseguir las cosas en esta vida, había
que desearlas con frenesí. Ese era el secreto. Si el deseo no estaba
presente, entonces se perdía. Y el modo de incrementar el deseo era
extenderse en las consecuencias del fracaso, tal como ella lo estaba
haciendo ahora. Para cuando el ascensor estaba por depositarla en su
destino, Lisa Starr era dueña de una resolución de acero. Obtendría lo que
necesitaba sin importar cómo. Weiss le daría el préstamo y ella haría lo
que fuera necesario para obtenerlo. Por medios limpios o sucios, ella
ganaría.
La recepcionista con cara de cuchillo no le había resultado nada
alentadora cuando Lisa concertó la cita y ahora parecía que no había

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cambiado el tono. Afortunadamente, no tenía que esperar. La mujer abrió


la puerta de la oficina de par en par y dijo rápidamente mientras conducía
a Lisa hacia el interior:
—Señorita Lisa Starr, señor Weiss, su cita de las doce.
Weiss, un hombre pequeño con aspecto de lechuza, se puso de pie
cuando entró Lisa. Su rostro se iluminó, los rasgos marchitos se iluminaron
con un instantáneo destello de lujuria. Lisa casi podía oír lo que pensaba
mientras le daba la bienvenida y pudo sentir también los ojos del hombre
recorriendo los agradables contornos de su cuerpo, deteniéndose de modo
lascivo sobre las zonas erógenas, los labios carnosos, los irreprimibles
pezones, lanzándose con avidez para especular sobre la escondida Meca
escasamente cubierta por su pollera corta.
—¡Ah, señorita Starr! —Las manos regordetas se extendieron para
darle la bienvenida—. Por favor, siéntese.
Un gesto de Weiss quedó flotando en el hombro de Lisa. No retiró la
silla para que ella se sentara, como si no deseara demostrar una acción
servil a pesar de los extraordinarios encantos físicos de su joven dienta. En
lugar de eso, inclinó su cuerpo desde la cintura, dirigiéndose hacia Lisa y
realizando pequeños movimientos con los brazos como si estuviera
orquestando el complejo proceso físico de sentarse, como un titiritero
unido a los miembros de Lisa mediante hilos invisibles. Como si fuera un
lagarto, sacó la lengua para mojarse los labios resecos mientras sus ojos
centelleaban infatigables en el punto más alto de los muslos cruzados
donde la incompetente pollerita hacía lo posible por cubrir los calzones de
algodón rayado de Lisa.
De mala gana Weiss se sentó detrás de un imponente escritorio y
tomó posición en la alta silla de cuero verde oscuro. La sonrisa libidinosa
perdió algo de intensidad, mientras se esfumaban las visiones de fantasía
y la fría realidad ocupaba su lugar. Joseph Weiss, Casanova, Don Juan, el
hombre de las damas, se fusionó inexorablemente en el viejo Joe Weiss,
de sesenta y dos años, con halitosis y cejas caídas.
Miró hacia su escritorio, observando con intensidad la hoja de papel
casi vacía.
—Bueno, señorita Starr. ¿En qué puedo servirla?
—Lo que en realidad necesito, señor Weiss, es un préstamo de veinte
mil dólares para abrir un gimnasio aquí, en West Palm. —Ésa era la línea
de base. Lisa había considerado otros comienzos posibles, pero, su sangre
la había arrastrado al modo más directo—. Poseo veinte mil dólares míos
de una póliza de seguros y pienso invertir eso en la empresa también —
agregó. Presumiblemente a los banqueros les gustaba unirse en los
riesgos.
—¡Aaaaaaaaah! —Aprobó Weiss. Eso estaba mejor. Ella deseaba algo
de él. La gente, en general, lo hacía y eso le provocaba cierta
complacencia. A veces estaban preparados para hacer algo a cambio. De
acuerdo con su experiencia, eso era muy común y la muchacha era muy
joven y muy bonita.
Lisa esperó durante un segundo, pero Weiss no agregó nada a su
enigmática expresión. ¿Era éste el momento para comenzar con su largo
discurso, con sus credenciales, con las expectativas de ganancia, con ese

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lugar descubierto sobre la calle Clematis? El instinto le dijo que no. Se


quedó sentada, tan derecha como le fue posible, en la silla de respaldo
alto y observó al banquero con tranquilidad, notando la dramática mirada
de lascivo interés que se escapaba de sus ojos infatigables.
—Eso parece una gran suma de dinero, señorita Starr —dijo por fin.
—Sería una buena inversión para su banco —razonó inteligentemente
Lisa, demostrando la confianza que tenía en sí misma.
Weiss la miró con cautela. ¿Una buena inversión para su banco? Ni
pensarlo. ¿Para él, en su calidad de prestamista del dinero del banco?
Quizá. Podría ser. Observó los pezones puntiagudos, pestañeó y luego
tragó saliva, nervioso. Había un modo de manejar eso, pero se trataba de
un campo minado. Un paso en falso y él podría volar.
—Supongamos que me explica algunos detalles de su propuesta de
negocios. —La mirada no desaparecía. Definitivamente se traslucía la
lujuria.
Lisa estaba bien preparada. Lo que les gustaba a los banqueros eran
los papeles. Cosas que pudieran mirar y exhibir ante otra gente. Ella había
traído bastantes: referencias de su persona, fotografías de las futuras
dependencias, estimaciones de posibles ganancias. Le pasó al banquero
un sobre, dando sólo unas pocas palabras de explicación. Durante unos
minutos, Weiss los revisó.
Cuando la volvió a mirar, su sonrisa era socarrona.
—Esto es muy impresionante, Lisa, si me permite llamarla así, pero lo
que me parece es que aquí falta alguna referencia a su entrenamiento
físico. —Esperó durante un segundo antes de continuar—. Aunque
supongo que se podría decir que su… digamos… soberbia condición física
es prueba de ello.
Otra vez, los ojos rastreros penetraron en Lisa, recorrieron sus pechos
y se dirigieron a su abdomen plano. Incluso descendieron un poco más.
Ella casi no pudo controlar su rubor. Ese hombre se estaba
comportando como un represor. Se rió nerviosamente y decidió jugarse.
—Me temo que no dan diplomas en estiramiento y gimnasia aeróbica,
pero podría obtener referencias del lugar en donde trabajo ahora.
Sabía que el comentario de Weiss no había querido significar eso en
absoluto. La risa de Weiss se oyó de manera desconcertante.
—No, estoy seguro de que ese tipo de cosas no constituyen un
problema. Por cierto que el aspecto físico no sería un problema para
usted. Ningún tipo de problema.
Weiss sentía que la adrenalina comenzaba a bullir en su interior.
¿Cuánto deseaba esta pequeña putita su gimnasio? Porque si realmente lo
deseaba, había sólo una manera de conseguirlo. Una sola manera. ¿Veinte
mil dólares por algún rasposo estudio que cerraría en seis meses? Era
irrisorio. Pero acostarse con ella por veinte mil dólares a expensas del
banco y, quién sabe, quizá varias acostadas más, ése no sería un trato tan
malo. No sería la primera vez y, lo deseaba con fervor, no sería la última.
¿Entonces qué problema había de que fuera un mal préstamo y que él
perdiera unos pocos puntos? Todos tenían derecho a cometer un error. Lo
perdonarían. No había dudas. De todas maneras, esa muchacha era
terriblemente joven y escultural. Usaría una versión modificada del mismo

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discurso básico, del que poseía un buen registro.


—Lisa, debo ser franco con usted. Me temo que, por mi experiencia,
este préstamo no sería del todo seguro. Existen varias razones. Usted es
joven, muy joven, sin referencias en el negocio. La gimnasia está de
moda, aunque por el momento no significa "dinero en el banco".
Weiss rió con ganas ante su broma liviana, mientras analizaba los
hermosos ojos desilusionados. El truco consistía en derrotarlos en el polvo
antes de levantar sus pedazos.
—Lamento ser pesimista, pero la verdad es, que no creo que ningún
banco otorgue un préstamo de esta naturaleza. —Movió la cabeza con
tristeza e hizo un sonido con la lengua—. No lo veo de ninguna manera —
agregó innecesariamente.
Lisa observó cómo el hombre iba perdiendo interés y el pánico la
invadió. Había estado tan, pero tan segura. En el pasado, el deseo de algo
había sido siempre suficiente, el pasaje instantáneo para su destino. La
ambición más el esfuerzo habían dado por resultado el éxito. Ahora, por
primera vez en su vida, estaba por ser contrariada. Este tipo Weiss se
estaba interponiendo en su camino. Predijo de manera bastante razonable
que habría otros Weiss que harían lo mismo si trataba de acudir a otro
lugar. Lo peor era que Lisa sabía con absoluta certeza que el gimnasio
sería un éxito, pero ¿cómo diablos podría convencer al banquero de eso?
Todo lo que él podía ver era su inexperiencia y su inocencia.
Pero Lisa estaba equivocada. Weiss, con los ojos moviéndose
excitados detrás de los gruesos lentes, podía ver mucho más que eso. Se
apoyó en la casi palpable desilusión de Lisa y le arrojó la soga de
salvación.
—Sin embargo… —Weiss repitió las palabras—. Sin embargo, seré
honesto y le diré que usted me gusta, Lisa. Me gusta mucho y admiro
tanto lo que hizo como lo que tiene planeado hacer.
La pausa que siguió estaba llena de significaciones secretas, mientras
Weiss inducía a Lisa a comprenderlas.
—Quizá yo sí pueda ayudar. Quizá podamos trabajar juntos en esto —
dijo por último. Weiss esbozó una sonrisa grasosa, todavía un poco falsa.
¿Cuánto más había que explicar? Aguardó una señal de aliento.
La sonrisa amistosa de Lisa era estrictamente neutral, pero su mente
se puso en alerta. Ni siquiera en el primer plano de su conciencia tenía
idea de lo que estaba sucediendo. Algún instinto atávico le decía que
Weiss estaba tramando algo y que no era agradable.
—Lo que supongo que trato de decirle —murmuró el señor Weiss—,
es que sería bueno que, de alguna manera, nos pudiéramos mantener en
contacto, quizá sobre una base amistosa, mientras tramitamos el
préstamo para usted. Eso, por supuesto, si yo decidiera seguir adelante. —
Allí estaba. Lo había hecho. Estaba sobre la mesa. Vamos a la cama por
veinte mil dólares. Estaba tan claro como el agua.
Lisa observó la jugada y supo al instante qué le estaba proponiendo.
No se sorprendió y encontró todo aquello en sí mismo sorprendente.
Mientras tanto, pequeñas granadas de repulsión explotaban en su interior.
Mantuvo su rostro impávido.
—Bueno, por cierto que le agradezco cualquier consejo paternal que

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quiera darme. Le estaré muy agradecida.


Inmediatamente se arrepintió de su comentario. Estaba caminando
por una cuerda floja y no existía ninguna red para amortiguar la caída.
Weiss deseaba que ella fuera hacia él y ella le daba a entender que era un
viejo sucio, lo suficientemente viejo como para ser su abuelo. Los veinte
mil dólares que hacía un segundo habían estado debajo de sus narices se
habían vuelto a ir.
Weiss se rió con inseguridad. ¿Podía ser ella tan inocente? ¿O le
estaba diciendo que "no había forma"?
—Lo que quiero decir es que quizá podamos ir a cenar de vez en
cuando, para conocernos. —Había una nota de desesperación en su voz.
Lisa sabía que estaba por tomar una de las decisiones más
importantes de su vida y no tenía una pista de la dirección que tomaría.
Tenía dos alternativas. O se vendía a este viejo ridículo y conseguía todo
el dinero que necesitaba, o se retiraba con las manos vacías y se dedicaba
a la docencia. Prostituta o pilar respetable de la sociedad. Palm Beach o
Minneapolis. Peligro o seguridad. Quedó suspendida en una agonía de
indecisión.
—¿Qué dice? —preguntó Weiss entre dientes.
Durante lo que pareció un siglo, Lisa no dijo nada. Los pensamientos
aparecían como balas de fogueo. El asqueroso miembro del hombre
dentro de su orgulloso cuerpo, contaminándola, violándola, tomando
posesión de ella cuando le quitase su virginidad. Pero ése sería un
momento muy corto de su existencia, que se iría, se olvidaría, se borraría
de la memoria mediante un supremo acto de voluntad, cuando los frutos
de su martirio suavizaran el camino hacia la victoria y la gloria. Su
autorrespeto estaría perdido para siempre cuando se vendiera a un
demonio a fin de conseguir lo que deseaba. Sin embargo, la solemne
promesa hecha a su madre quedaría satisfecha una vez que ella marchara
hacia el paraíso.
"Sólo cruzando el puente… sólo cruzando el puente…"
En sus fosas nasales sentía el olor a carne quemada, mientras los
ojos, que súbitamente se habían llenado de lágrimas, miraban a su
potencial torturador, a su potencial salvador. Diablo o ángel, ¿qué era ese
hombre?
Weiss observaba la agitación en los ojos de Lisa mientras ella luchaba
con su conciencia. Por fin había llegado el mensaje. Ya no estaba en sus
manos. Sólo tenía que esperar. En deliciosa anticipación, se sentó en su
silla y saboreó la exquisita sensación que comenzaba a recorrerlo.
—No estoy muy segura de lo que usted tiene en mente —se oyó decir
a sí misma. Estaba buscando hacer tiempo, tratando de encontrar algo
que la ayudara a tomar la decisión.
—Creo que sabe lo que tengo en mente —dijo rápidamente Weiss.
Ella no se escapaba del gancho.
Por medios limpios o sucios. Lisa se lo había prometido a sí misma
unos pocos minutos antes. ¿Se habían agotado los medios limpios? Si así
era, ¿qué tan sucio se podía comportar?
Como observadora de sus propios procesos mentales
apasionadamente interesada, Lisa contempló fascinada lo que iba a hacer.

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Su alma parecía estar suspendida por encima de su ser; como


espectadora pasiva, como sonámbula, se lanzó a los tropiezos.
—Señor Weiss —el tono de voz era firme y desafiante—, creo que sí
comprendo lo que usted me dice. Usted me dice que usted me prestará el
dinero si yo hago el amor con usted y sólo si lo hago.
Se detuvo y cuando volvió a hablar se le quebró la voz.
—Bueno, debe saber que yo no deseo hacer eso y creo que está muy
mal de su parte pedirlo y desearlo. Pero yo necesito el dinero, lo necesito
desesperadamente porque espero mucho de la vida. De manera que, si
usted lo desea, yo haré el amor con usted, pero con una condición, que lo
hagamos aquí y ahora, en este mismo instante. Y luego usted me da el
dinero. Todo, en un cheque certificado del banquero.
Lenta, deliberadamente, con la mente en llamas, ella se puso de pie.
La suprema oleada de culpa se estrelló contra Joe Weiss,
extinguiendo el fuego danzante de la pasión con la facilidad de un tornado
soplando la llama de una vela. Torrentes de la vergüenza más pura lo
recorrieron, apagando sus deseos. Joe Weiss, el padre de sus hijos, el
marido de su mujer, el hijo de su madre, se había reencarnado y luchaba
por encontrar las palabras que mejor pudieran demostrar una reparación.
Ante él, Lisa Starr estaba de pie, muy quieta, ofreciéndose como un
glorioso sacrificio, como la corporización de una determinación magnífica
y de una mente clara.
Inmediatamente la culpa del viejo Joe Weiss fue reemplazada por otro
sentimiento, la admiración, y, de repente, se rió con la primera risa
genuina del día.
Había sido descolocado, desarmado, derrotado por esa hermosa
muchacha de diecisiete años y se reía, porque, por alguna extraordinaria
razón, no le importaba en lo más mínimo. Eso simplemente debía ser la
definición del encanto. Hasta ese momento había pensado que el negocio
de la muchacha tenía las mismas posibilidades que una gota de nieve en
el infierno. Ahora, de pronto, no estaba totalmente seguro. Lo que había
aprendido en el negocio de prestar dinero era que se le prestaba dólares a
la gente, no a las ideas, y esta persona poseía una personalidad acorde
con los bancos, bastante alejada de los más obvios activos a la vista.
—Lisa Starr —le dijo—, tiene el dinero, y déjeme decirle algo: usted
tendrá un éxito endemoniado.
En sus sesenta y dos años Joe Weiss jamás había tenido tanta razón.

El rostro de Bobby Stansfield se reflejó en el espejo de mano y a él le


agradó lo que veía. El bronceado de la Florida parecía pintado sobre él: un
marrón profundo y rico interrumpido sólo por pequeñas rayas blancas de
sus arrugas embrionarias alrededor de sus ojos risueños y brillantes.
Gracias a su larga práctica, Bobby hizo rápidamente el inventario,
comenzando por la parte superior. El cabello de color arena, lustroso,
exuberante, estaba formalmente desprolijo, ordenadamente caótico,
insinuando el armónico matrimonio entre el niño y el hombre que los
votantes habían aprendido a amar. Movió la cabeza hacia uno y otro lado,
haciendo que un mechón rizado cayera sobre el ojo derecho antes de
volverlo a poner en su lugar con una mano que se movía impaciente hacia

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su cabeza. La nariz, partida con limpieza por uno de los lados de la tabla
de surf unos años antes, le otorgaba una atrayente falta de conformidad
ante el otro rostro que sería demasiado perfecto. Las eternas conferencias
de los Stansfield, políticas y familiares, habían debatido acerca del
beneficio de una cirugía plástica. Ahora y en cien ocasiones previas le
agradeció a Dios que el veredicto fuera no hacerlo. Él necesitaba la nariz.
Se había transformado en su marca, en el símbolo de su virilidad, señal de
que Bobby Stansfield, a pesar de todas las otras apariencias en contrario,
estaba muy lejos de la vanidad. ¿La boca? Cerrada, tal vez demasiado
fina, intimando en la posibilidad de cierta frialdad, hasta de crueldad.
Abierta, un marco increíblemente perfecto para los dientes blancos, puros
y esculpidos. El mentón, suave y cuadrado, insinuaba que su dueño jamás
perdería un voto. Bravo. La caja de trucos se veía bien. Permitía que en su
rostro sonriese con autosatisfacción, mostrando una sonrisa que se
ampliaba positivamente al retroalimentarse con su propia contemplación.
—¿Cómo me veo, Jimmy?
—Como para que se mojen los calzones —se rió el hombre bajo y
gordo que se encontraba a su lado.
A pesar de la broma, los ojos profesionales de Jimmy Baker verificaron
las señales de Stansfield que se veían más abajo del cuello. Corbata de
seda azul con rayas, cruzada por una raya diagonal de color rojo; un traje
convencional Brooks Brothers, azul marino y no de muy buen corte, a fin
de evitar el aroma de la exquisitez que sería el beso de la muerte en las
preferencias de la gente; mocasines negros de Gucci, de cuero suave
como la cola de un bebé. Todo estaba allí, en su lugar. Los candidatos se
habían transformado en una historia instantánea de delitos no más
infames que una bragueta abierta. En esa vida no había descanso.
Desde los palcos, ambos hombres podían ver el escenario y el
estrado. Todavía más importante, los dos podían oír y sentir la excitación
que crecía en el auditorio del hotel. El lugar era impersonal, decorado
imitando sin esfuerzo a los aeropuertos y las salas de espera de todo el
mundo, y bullía con impaciente anticipación mientras tres mil mujeres y
un puñado de hombres se preparaban para conocer al hombre de su
destino. Sobre el escenario alguien había colgado un cartel con la leyenda
EL HOMBRE QUE USTEDES CONOCEN.
De pie sobre el estrado, algunos partidarios anónimos hacían su
propaganda, complaciéndose en reflejar la gloria del que trae las
novedades.
—Y ahora, damas y caballeros, el momento que todos hemos estado
esperando. Es para mí un enorme placer presentarles a ustedes al hombre
que no necesita presentación. Damas y caballeros, el hombre que, aunque
él no lo diga, un día será el presidente de los Estados Unidos de
Norteamérica, ¡El senador Bobby Stansfield!
A la mención de su nombre, Bobby respiró profundamente y se lanzó
al mar de ruidos que surgían a su alrededor como del fondo de un volcán.
Sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda, se puso de acuerdo con las
luces enceguecedoras y llegó al estrado iluminado. Ahora, por fin, podía
tomar contacto con el público, para comenzar el ritual de amor que era
tan importante para él y para ellos. Su sonrisa era modesta, mantenía la

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cabeza gacha en universal gesto de humildad, pero un escalofrío corría


por su cuerpo. En sus oídos sonaba las melosas palabras de la
presentación. Había oído palabras como ésas miles de veces en miles de
lugares espantosos, pero nunca se cansaba de oírlas. Tal como su padre lo
había hecho antes que él, Bobby amaba cada una de aquellas palabras.
Los Stansfield no necesitaban alimentos, bebidas y vitaminas como el
resto de los mortales; ellos se nutrían de otro tipo de combustible. Lo que
necesitaban era el aprecio, el aprecio ruidoso, el aprecio público. No
importaba lo que la gente dijera; tampoco quién lo dijese. Las frases y los
sentimientos no tenían significado y eran irrelevantes. Lo vital estaba en
que debían ser una expresión, aunque inadecuada y no imaginativa, de
amor incondicional.
Bobby levantó la mano con un gesto de cansancio para detener la ola
de entusiasta aprobación. No lo hizo para que funcionara y así fue. El
aplauso siguió como un río, puntualizado ahora por gritos y vítores a
medida que las mujeres hacían su actuación.
—¡Te amamos, Bobby!
—Todas estamos contigo. Todo el camino. ¡Todo el camino hacia la
Casa Blanca!
La sonrisa juvenil jugaba insegura en sus labios, encendiendo sin
remordimientos la resistencia sexual del público. Un rápido movimiento de
la cabeza enviaba el rulo hacia abajo, en su predestinado viaje hasta
encontrarse con los prolijos dedos y, en la intensificación del aplauso que
dicho gesto aparejaba, las miraba a ellas, con repentinos ojos brillantes
que demostraban que el amor le llegaba a él, que él era de ellas.
Nuevamente su mano se elevó para detener la marea de adulación,
mientras la boca se abría y se cerraba como intentando hablar. De nuevo
la sonrisa. La risa. Una mirada de soslayo. Un movimiento de cabeza.
Él les hablaba, pero sin emitir palabra. Estoy sorprendido por la
bienvenida, dijo el lenguaje de su cuerpo. Sorprendido y profundamente
conmovido. Jamás me habían recibido de este modo. Es la primera vez.
Ustedes son todos especiales. Gente especial. Amigos especiales. Juntos
marcharemos a la gloria. La gloria de ustedes, mi gloria.
Éste era el punto al que había llegado el acto. De cada lado del
escenario, jóvenes con inmaculados trajes salían de los palcos,
gesticulando al público, suplicando con ellos el permiso para que el ritual
prosiguiera a la fase siguiente, en la que el héroe iba verdaderamente a
hablar.
Bobby ejecutó el silencio resultante como un Stradivarius sin sonido.
Durante largos segundos no dijo nada. El suspenso creció. Luego, de la
parte posterior del auditorio una mujer sola, gorda, rubia, de cincuenta
años, lo dijo tal como debía ser.
—Te amo, Bobby.
Ahora podían oír la risa. Era una especie de risa ahogada, profunda,
gutural, genuina, atemorizadoramente encantadora.
—Bueno, gracias, señora —salió la respuesta con estilo. Las sílabas se
cortaban, excepto para las últimas palabras, que proseguían sin fin, como
las piernas de una bailarina que ejecuta un desnudo. Patricio, del "viejo
mundo", el caballero de las plantaciones del sur. La época de Rhett Butler.

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Una vez más, el público se disolvió en demostraciones de amor


colectivo. La sabiduría del hombre. La inteligencia. El brillo del reparto. Él
se comería a los campesinos rusos en el desayuno, castraría a sus
banqueros internacionales, haría que Fidel Castro insultara a su madre por
tener que soportarlo a él.
Cuando la risa y los aplausos por fin se desvanecieron, Bobby pareció
vacilante, nervioso, un niño pequeño que está perdido, perdido en el
océano del entusiasmo de la audiencia. Se enderezó la ya derecha corbata
y se asió al estrado con firmeza, en un gesto que decía que necesitaría
toda la ayuda y el soporte que le pudieran ofrecer. En el lugar atestado,
aparecieron los instintos maternales, emergiendo en titilante alianza con
los sexuales.
Ahora la voz era baja, el tono deliberadamente bajado, dejando
muchos espacios para el largo viaje hacia el climax del cataclismo, el
momento en que él haría que su público explotara en un éxtasis de
alegría, mientras él los amaba y luego los abandonaba.
—Damas y caballeros, ustedes me han hecho muy feliz esta noche,
por la calidez de su bienvenida. Les agradezco a todos desde el fondo de
mi corazón.
Hizo una reverencia con la cabeza y sintió que el amor fluía hacia
ellos. Lo sentía, era real, mientras los ojos se le llenaban de deliciosas
lágrimas. Las palabras siguientes vibraron positivamente con todo lo
genuino de su emoción.
—En Savannah uno espera cortesía y buenos modales; a veces me
parece que los georgianos inventaron eso, pero esta noche tengo la
sensación de que me encuentro entre amigos. Y, si puedo, ésa es la forma
en que me gustaría hablarles.
Su voz era firme ahora, sus palabras fluían de su boca como en una
letanía.
—Lo grande de los amigos es que uno les puede hablar libremente, ya
que ustedes saben de memoria que ellos comparten los propios valores y
que entonces no lo van a malentender. Ustedes podrán no estar de
acuerdo sobre los detalles, pero en lo más profundo saben que están del
mismo lado. Podría darles ahora mismo una lista de verdades que ustedes
y yo conocemos. Verdades evidentes en las que creemos con pasión…
pero que nuestros enemigos desconocen.
Bobby amaba el párrafo que venía a continuación. En cierta forma,
resumía su misma esencia. La fuerza de su creencia iluminaba sus
palabras y, a cambio, las palabras daban vigor a los sentimientos.
—Creemos en la santidad de la familia, en la grandeza de nuestro
bienamado país. Creemos en Dios y en la moralidad cristiana de la Biblia.
Creemos en ser fuertes de manera que podamos proteger nuestra
libertad. Creemos en los individuos y en sus derechos, sin trabas, para
hacer lo mejor para él y sus seres amados.
Uno por uno fue tildando los puntos de su querida agenda,
enfatizando cada uno con el movimiento de una mano extendida, con un
dedo que daba énfasis a cada tema. Frente a él, el público bullía con
pasión retenida ante esta atracción hacia sus creencias más básicas,
retroalimentando el entusiasmo del converso a su predicador.

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Primero se debía establecer el interés mutuo, el credo compartido.


Luego se identificaba al enemigo.
—Pero ustedes y yo sabemos que algunos… amigos
norteamericanos… trabajan día y noche para destruir esas instituciones y
creencias que nosotros tanto valoramos. Ésos son los que dudan, los
pesimistas que no dejan pasar oportunidad para despreciar y hacer
escarnio de nuestro patriotismo. Ellos descuidan nuestras defensas,
prefiriendo vernos débiles ante la amenaza. Buscan erradicar la religión de
nuestras escuelas, permitir la destrucción de inocentes no nacidos y, en
todas partes, alientan la perversión y la pornografía en nombre de sus
creencias. Haciendo profesión pública de su fe en la libertad, luchan de día
y de noche para eliminar el derecho a determinar nuestro propio futuro,
erigiendo siempre el gobierno y la burocracia anónima que ellos mismos
buscan controlar. Nosotros, sin embargo, estamos atentos. Conocemos
sus ambiciones. Comprendemos los planes de nuestros "hermanos
mayores".
El rugido del aplauso cubrió las palabras. Bobby aprovechó esos
instantes para buscar a Jimmy en los palcos del auditorio. La estupenda
reacción del público no era suficiente para él: también deseaba el elogio
profesional.
Jimmy Baker atrapó de inmediato su mirada y le hizo un gesto
positivo con el pulgar hacia arriba. Si era posible, él estaba en algún lugar
por encima del séptimo cielo. Los efectos del whisky antes de la cena
pudieron haber ayudado, pero era el modo en que esta gente llegaba al
"candidato" lo que había suministrado la mayor parte de la exaltación. Por
un dichoso momento, más temprano, se había preguntado si Bobby
Stansfield podría ser capaz de llevar adelante los veinte minutos sin
realmente decir nada más que sus corteses respuestas a las damas del
público. Habría sido anotado en el libro de hechos destacados como el
discurso "Bueno, gracias, señoras." Ahora, el cerebro del jefe profesional
de la campaña evaluaba el fenomenal poder de atracción de votos que
tenía la personalidad de Stansfield.
Los ojos incansables de Jimmy se dirigieron hacia la parte posterior de
la sala. Allí encontró a la gente de la NBC. Bravo. Ellos estaban captando
la escena, inmortalizando en la cinta el ánimo caluroso que su muchacho
podía generar. Había costado trabajo persuadir a la red de noticias acerca
de que el discurso contendría fuegos articiales que sería necesario que
ellos cubrieran. Parecía que habían entendido el mensaje, si la pericia del
productor que habían enviado encontraba algo para elaborar.
Ahora el discurso estaba llegando a su punto culminante y en todo el
recinto las emociones se desbordaban a medida que Bobby atrapaba la
atención del público. Era la ejecución de un virtuoso y, súbitamente, en un
estruendo de aplausos, había finalizado.
Bobby bajó de la plataforma corriendo, todo bañado en adrenalina,
empapado de transpiración, con una sobredosis de atenciones.
—Bravo, Bobby. Eso estuvo grande. La NBC lo tiene todo en la lata.
Jamás vi un público igual. Mejor que el de Orlando.
Bobby se sintió aliviado. Se pasó la fatigada mano por la famosa ceja.
—Ellos comprendieron, Jim. Es mi tipo de gente —dijo—. ¿Adónde

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vamos mañana?

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Capítulo 3

Los dedos poderosos e investigadores se clavaron sin piedad en la


pequeña espalda de Jo Anne Duke y una oleada de exquisito dolor entró
rugiente en su mente. Una oleada fría, limpia y vigorizante como la línea
de cocaína más pura.
—Oh, Jane, cariño, hoy estás fuerte —gimió, casi como con reproche,
casi con admiración.
La masajista ágil y musculosa no se detuvo ni por un segundo. Los
bíceps y tríceps ondeantes tocaban el cuerpo brillante y aceitoso como si
fuera un instrumento musical, torturándolo, acariciándolo, controlándolo,
indiferentes a la agradable angustia que causaban. Una voz reposada,
suave y segura proporcionaba el comentario:
—Lo que hacemos aquí es mover los tejidos hacia un nuevo lugar, lo
que permite que la energía trabaje para viajar por el cuerpo.
Reorganizamos los tejidos de manera tal que el campo de gravedad lo
refuerce en lugar de deprimirlo.
—Seguro —murmuró Jo Anne, regocijándose—. Parece que estuviera
bailando un tango masoquista.
Jane no se rió. Eso no era gracioso. Constituía una mística, un artículo
de fe, una manera de vida. Las bromas eran simplemente inapropiadas.
Su codo derecho como un nuevo instrumento, reemplazó a los dedos
impiadosos, y castigó a Jo Anne por su frivolidad sin garantía y el poco
respeto por la gran doctora Ida Rolf. Se apoyó con fuerza sobre la espalda
resbalosa y bronceada y sonrió severamente mientras provocaba el primer
gemido de dolor.
—Es una cuestión de alineamiento. El cuerpo debe alinearse con la
gravedad. Lo que nosotros llamamos "conexión a tierra". Cuando el
sistema biológico se vuelve más estable y ordenado, sus emociones
estarán más fluidas, más libres.
Una voz patricia interrumpió cortante, la perorata psíquica.
—Seguramente no creerá toda esa basura.
Peter Duke había tenido suficiente. Una cosa era observar cómo su
esposa recibía un masaje al lado de la piscina, al aire libre, de una
muchacha de piernas largas con un trasero que era un sueño, pero no
entendía por qué él tenía que soportar toda esa mierda verbal. Se sirvió
hielo en un vaso alto y sorbió de mal humor el ron mientras esperaba
comprobar el efecto que había causado su observación.
Jane levantó de manera petulante el cabello que le llegaba a los
hombros, pero no habló. Tomó el frasco de crema hidratante y volcó una
generosa porción sobre la espléndida espalda de Jo Anne.
De aquella figura acostada salió la lánguida expresión de Jo Anne, que
arrastraba las palabras.
—Oh, Peter, ¿por qué es que todo lo que no comprendes siempre lo

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tienes que describir como basura? ¿No podría ser necedad, tontería o algo
por el estilo? —Jo Anne hablaba como si peleara. Aclaraba el aire como las
tormentas del atardecer que hacían bajar las insoportables temperaturas
de los veranos de Palm Beach. Y después, a veces, ellos hacían el amor,
casi con enojo, con avidez, castigándose los cuerpos como si estuvieran
revolcándose en el suelo. Era casi la única vez que ellos hacían el amor en
la actualidad.
—Es basura porque aparece en todo momento y porque apesta. Ésa
es la razón. —Peter se puso de pie. Como buen malcriado que era,
deseaba tener la última palabra. Girando sobre los talones desapareció en
los sombreados aposentos de la gran casa. Por encima de su hombro,
volando como una flecha, lanzó su dardo.
—No sé por qué ustedes dos, lesbianas, no la cortan y la pasan bien.
De eso se trata, ¿no es así?
El sordo zumbido del filtro de la piscina era el único sonido que
perturbaba el silencio que reinaba al lado del lago, mientras las dos
mujeres digerían el misil verbal de Peter Duke. Durante unos minutos
ninguna de las dos habló, mientras cada una se preguntaba cómo utilizar
mejor un comentario para su propia ventaja personal.
—No tomes en cuenta lo que dijo. Ha estado con un humor espantoso
todo el día. —Era una especie de disculpa y una invitación a una alianza
entre mujeres contra los hombres en general y Peter en particular.
Jane era demasiado feliz como para unirse a eso.
Retiró el codo que había estado lastimando las vértebras de Jo Anne y
con la palma de ambas manos masajeó hacia arriba y abajo la escultural
espalda, con movimientos de masaje sueco. Desde su posición al lado de
los firmes glúteos desnudos, se inclinó hacia adelante, llevando las manos
hacia arriba para tomar los hombros cuadrados, volviendo a hacerlas bajar
a lo largo de toda la columna vertebral, dejando que se demoraran
brevemente en los cachetes de la cola perfectamente redondeados de Jo
Anne.
—Parece un poco hostil —acordó—. Pero no me preocupa. Recibo eso
en todo momento.
Los lentos y largos golpes continuaron sin remordimientos, marcando
franjas de aceite sobre la piel elástica y bronceada. Jo Anne gimió de
placer.
El masaje había cambiado subrepticiamente su carácter. Los dedos ya
no eran agresivos, hostiles y crueles. Ahora eran caprichosos, atrevidos,
innovadores, y la respuesta satisfactoria de Jo Anne pedía que siguieran
siendo así.
Jane intentaba garantizar ese pedido.
—No se estará sobrecalentando, ¿no es así? —le preguntó
solícitamente, con una voz cálida y preocupada, que se oyó en la brisa
aromatizada de sándalo.
—No, estoy bien. Simplemente bien. —Jo Anne dejó arrastrar las
palabras como si se regocijara en la deliciosa sensación. Ésa era la forma
en que más le gustaba. Recibir un masaje bajo la luz solar directa era la
experiencia más nueva, con los rayos ultravioleta fusionándose con los
infrarrojos para disolver los nudos musculares y eliminar las tensiones. Por

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todo su cuerpo, perfectamente proporcionado, las pequeñas gotas de


sudor luchaban por escapar de la fina película de aceite que lo cubría,
para terminar explotando en la nada bajo los poderosos toques de Jane.
A veces, el largo cabello de Jane caía hacia adelante como si fuera
una cascada de agua sobre la piel suave y caliente de Jo Anne, enviando
un mensaje ambiguamente tentador a su mente inquieta. Jo Anne fluía con
el ritmo del masaje, en perfecta armonía con las manos conocedoras que
trabajaban con su cuerpo. En momentos como ése, ella sabía que estaba
en el paraíso y permitía que su espíritu volara, remontándose como un
águila, libre y sin cadenas, mientras que por debajo, extendida como una
exótica alfombra persa, estaba su vida.
En las desoladas calles de la sórdida ciudad había estado lejos de ser
fácil. Ella recordaba más la temperatura que el hambre. En Nueva York, en
la llamada Big Apple, siempre se sentía demasiado calor o demasiado frío.
Durante el invierno despiadado todo se congelaba e incluso las cucarachas
parecían más lentas. En la caldera hirviente del verano, el cuerpo se
transformaba en una esponja, debilitado y fláccido, a medida que se
consentía en una avidez por esos líquidos cuyo único propósito era el
escape inmediato. El dinero para comprar alimentos siempre había sido
escaso, pero los dedos para tomarlo habían sido ligeros y Jo Anne jamás
había fracasado en encontrar el combustible para el maravilloso cuerpo
que, de alguna manera, desde los primeros tiempos, había sabido que
sería su salvación.
Y así había sido. Por supuesto, el primero había sido su padrastro.
Borracho y sensual la había poseído con rudeza, de pie contra la pared de
la sala de estar. Fue uno de los grandes misterios de la vida que ella jamás
sufriera el dolor emocional que, según todos suponen, debe presentarse
como consecuencia de un hecho presumiblemente traumático. Incluso
ahora podía recordar la escena perfectamente. Había dolido un poco al
penetrar, pero no tanto como los otros chicos de la calle, de doce años,
habían vaticinado. Una vez dentro, lo había sentido como si se rascara una
leve picazón, algo agradable pero no maravilloso. El principal problema
había sido el precario equilibrio de su padrastro, al que no ayudaban ni la
posición ni el alcohol. Jo Anne se recordaba impulsándolo sutilmente a
pararse mientras ella mostraba las obedientes lágrimas y protestas que
sentía que la situación requería. Lo peor de todo el asunto había sido el
olor venenoso de la putrefacta respiración que la había envuelto; lo mejor
había sido la calidad de la escena que se armó cuando su madre entró y
los descubrió. Después de eso su padrastro no volvió a probar suerte.
Durante una semana o dos después del hecho, ella se había sentido un
poco disgustada. ¿No había sido eficiente en algún sentido? ¿No le había
proporcionado a él un momento lo suficientemente bueno?
Más tarde todo se había esfumado de su mente. En ese barrio no se
podía permitir el lujo de consentir dramatismos emocionales. Primero
estaba el trabajo de sobrevivir y luego en el caso de Jo Anne, de progresar.
Había otro misterio. ¿Dónde diablos había descubierto ella la ambición?
Ciertamente no lo había aprendido de su padrastro borracho, de su
desaliñada madre o de sus dos hermanos mayores que la habían
manoseado a cambio de caramelos o de maquillaje antes de que, por fin,

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hubiese abandonado a la heterogénea tripulación a los catorce años.


Jo Anne había dado un pequeño paso hacia la prostitución y había
avanzado en el negocio desde el fondo a la cima. En ese breve año de
desgraciada existencia lo había hecho todo y, de alguna manera, se las
había arreglado para mantener sus sentimientos fuera de ello: siempre se
había comportado como un piloto automático emocional. Si se piensa
bien, aquello nunca había cambiado. Era igual ahora como entonces y, a
veces, se preguntaba qué era eso que la gente llamaba conciencia. Por
cierto, ella jamás había encontrado que fuera un escollo.
Un narcotraficante la había puesto en contacto con la madama del
Upper East Side, que se había encargado de acicalarla y alimentarla antes
de ponerla a trabajar en el sistema de acompañantes de clase alta de la
ciudad. Ella había sido como una nativa en ese lugar. Sus tetas de
quinceañera, rosadas, puntiagudas, perfectas, habían matado a los
ejecutivos en los cuartos de los hoteles y, a medida que su porcentaje
aumentaba, pudo llevar la voz cantante desde su bonito estudio de un
ambiente en la avenida Madison. Los suspensores se volvieron más
grandes, los acentos más ajustados, los penes más agotados y los gustos
más saciados.
Fue por esa época, en algún lugar entre el estudio de la avenida
Madison y el departamento de la Quinta Avenida que tenía vista al parque,
que ella había descubierto a las jóvenes. Una socia del Racquet Club, cuyo
pedido había inducido a Jo Anne a una primera experiencia de ese tipo, fue
la respuesta. En las esencias de almizcle dulce del cuerpo femenino, en la
suavidad sedosa de la carne cálida, en la gentil intimidad de los brazos de
una mujer, Jo Anne se había descubierto a sí misma. Cuando abandonó la
suite del Pierre, donde había tenido la experiencia por primera vez, invitó
a la esbelta muchacha judía a su departamento y, por primera vez en su
vida, Jo Anne hizo el amor con una intensidad similar al temblor de la
tierra virgen, descubriendo cómo ofrecer no sólo su cuerpo sino también
su alma. Durante dos años ella y Rachel habían sido amantes. Durante el
día trabajaban como un equipo en busca de dinero, por la noche lo hacían
entre ellas con total libertad y Jo Anne había sido fiel.
No obstante, la ambición no se había quedado dormida. El mundo de
las modelos era el pasaporte a una sociedad diferente. Los hombres se
casaban con las modelos. Rara vez lo hacían a sabiendas con una
prostituta. Todas las tardes, mientras Jo Anne veía en miles de espejos de
hoteles el cuerpo soberbio que vendía por casi nada, juró que un día lo
haría por los megadólares. Cien dólares para hacer que algún cincuentón
sintiera lujuria. Un millón de los grandes para sacar del estante de una
perfumería los cosméticos de algún magnate como Estée Lauder.
Bueno, había llegado allí. Ahora mismo el estado de Estée Lauder
estaba a sólo un tiro de escopeta.
Irrumpir en el mundo de la moda había sido el segundo paso. Jo Anne
había apostado su tiempo y había ajustado su imagen. Gastó su dinero
con sabiduría para adquirir las ropa apropiada, leyó todo lo que pudo
sobre reglas de etiqueta y buenos modales, comió alimentos sanos,
durmió mucho, hizo gimnasia con fanatismo hasta que se vio tan bien
como la mejor de las muchachas que la miraban desde las tapas de Vogue

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PAT BOOTH PALM BEACH

y Cosmo. Después llegó el problema de "entrar". Pauline Parker había sido


el pasaporte. Algo así como una institución en el mundo de la moda,
Pauline Parker no tenía vergüenza en utilizar su posición como jefa de la
prestigiosa Agencia Parker para consentir en su pasión por las mujeres
hermosas. De baja estatura y maciza, ella obtenía, de un total de diez
puntos, un cero con respecto a su apariencia, pero en la entrevista,
mientras se encontraba en un estado de admiración, sentada detrás de su
gran escritorio, Jo Anne la encendió como una luz de neón. A pesar de
estar malcriada por la sobreoferta, Pauline se encontró con pocas
muchachas que pudieran hacer eso. Al instante, la había incorporado a sus
registros y a cambio, para desembarazarse de Rachel y conseguir que se
mudara con ella en calidad de amante, Pauline hizo que se transformara
en una estrella.
El resto había sido fácil. Una modelo-estrella conocía a cualquiera que
le gustara. Era sólo cuestión de elegir las ovejas entre los carneros y no
cometer nada tan tonto como enamorarse o entrar en la línea de algún
estafador barato.
Peter Duke no había sido un estafador y era un miembro
completamente libre de deudas, con tarjetas, de la especie de las ovejas.
En su familia, había habido un carnero desde que el viejo Teddy Duke
había comprado unas tierras debajo de las cuales se encontraba la mayor
proporción del petróleo de Louisiana. Enojosamente rico, malcriado y
testarudo, Peter Duke se había enamorado perdidamente de la amiga de
Pauline Parker y, después de algunas semanas durante las que descubrió
el significado del éxtasis sexual, le había propuesto matrimonio.
Temiendo las exhaustivas investigaciones de más de una de las
relaciones de Duke, Jo Anne lo había convencido para viajar a la República
Dominicana y casarse al día siguiente en la playa, con la música de los
exuberantes acordes de una banda de mariachis y con las felicitaciones de
dos generales de ejército, uno que pertenecía al Golfo y a Occidente, y el
otro, a la CIA.
El dedo inquisitivo corrió por la espalda resbalosa, lanzado, al
parecer, hacia su destino. Precipitadamente se hundió en la hendedura de
los apretados glúteos y se movió animadamente al borde de la zona
erógena, interrumpiendo los recuerdos de Jo Anne y precipitándola
súbitamente hacia un más interesante aquí y ahora.
La voz de Jane penetró la oscuridad de sus pensamientos:
—Creí que la había perdido allí. ¿No había una nota de reproche en el
comentario?
—Simplemente soñaba despierta. Ahora estoy aquí.
—A veces los masajes la hacen cruzar el umbral de los recuerdos. De
alguna manera le permiten atreverse a recordar. —La gentil insinuación de
que Jo Anne podría necesitar coraje para recordar fue un disparo en la
oscuridad, pero Jane era intuitiva. Hacer masajes transforma a las
personas de esa manera. Se conocen cuerpos y desde allí es un paso corto
hacia el conocimiento de las mentes.
Una vez más los dedos volvieron a moverse en aquel gesto ambiguo.
¿Era un error o, simplemente, lo estaba haciendo a propósito?
Jo Anne lo empujó.

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—Mmmmmmmmmmmm. Eso fue bueno.


Era el turno de Jane para pensar. ¿Qué hacía? ¿Qué deseaba? ¿Qué
era lo que la señora Duke deseaba?
Se había sentido algo irritada cuando su dienta se había alejado
mentalmente de ella. Sus dedos la habían hecho regresar. ¿Pero por qué
había elegido ese método tan particular para volver a mantener su
atención? Ya hacía casi tres años que Jane trabajaba con los cuerpos de
Palm Beach y se encontraba lejos de intuir lo que se deseaba de ella. El
masaje era una terapia de relajación, pero debajo de su superficie bailaba
el destello de la sensualidad. Algunos preferían que se ignorase; otros, que
se la incentivara con delicadeza, mientras que un pequeño grupo, sin
embargo, lejos de ser una minoría insignificante, deseaba que este
destello se transformara en un fuego abrasador, alimentado y mantenido
por los dedos del masajista hasta que estallaba en las llamas envolventes
de una abierta sexualidad.
Era vital no procurar eso de manera incorrecta. Con algunos de sus
clientes, aunque no con todos, Jane estaba más que preparada para
recorrer el camino en plenitud. Ésta era la segunda vez que estaba en la
casa de los Duke, pero, al sentir un pequeño escalofrío de excitación, Jane
se dio cuenta de que Jo Anne pertenecía sin duda a la segunda categoría.
No era el comentario desdeñoso del marido, ni siquiera la entusiasta
respuesta a la audacia de sus manos. Había algo más. Algo no definido,
pero instantáneamente reconocible. El aura excitante de una mujer a la
que le gustan las mujeres. Esto era tan real y tan fascinante como el
cálido aire perfumado.
—¿Tiene su marido alguna fantasía acerca de las mujeres que hacen
el amor? Muchos hombres la tienen, usted sabe. —De algún modo, el
tiempo transcurrido entre el comentario de Peter Duke y el presente no
parecía importante.
Jo Anne lo sabía. De primera mano. Eso era agradable. Jane se estaba
suavizando. Jo Anne se contorsionó sin ocultarlo debajo del agradable
contacto y se rió. Pronto podría mostrarse abiertamente.
En cierto modo la pregunta de Jane había sido irrelevante. En realidad
ella no deseaba saber la respuesta, pero se vio arrastrada hacia la
discusión del tema. Era el truco más viejo del libro. Pensar y hablar acerca
de ciertos temas era a menudo un preludio a la acción. Pero para Jo Anne
la pregunta resultaba interesante. ¿Qué era lo que su marido deseaba?
Durante los primeros tiempos en Big Apple, él parecía más directo.
Fue la época del pobre y pequeño niño rico. Era un muchacho bronceado y
sensual, prepotente como el demonio, enamorado del vodka y de la vida,
con el acelerador a fondo. Como todos los de su grupo había sido
holgazán, malcriado. Vivía enamorado de la madre y peleaba como perro
y gato con su padre, a quien se parecía con exactitud. En síntesis, a Peter
Duke le había asignado un papel y Jo Anne había hecho un estudio a fondo
de su categoría. No había nada que ella no supiera acerca de él, desde su
homosexualidad latente hasta la aversión hacia los hombres que usaban
zapatos blancos y se ponían joyas. En aquellos primeros tiempos,
simplemente le había gustado hacer el amor pero no tenía ni siquiera una
pista acerca de cómo se hacía y jamás había intentado hacerlo cuando

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estaba medianamente sobrio. Ella le habría podido dar un curso acelerado


y él lo hubiera aceptado.
Antes de conseguir el certificado de matrimonio y el bono de comida
asegurado de por vida, ella jugó su papel tan ajustadamente como los
lazos de un corsé y sin hacer cosas que ofendieran la susceptibilidad
patricia. Más tarde, cuando la novedad del juguete había comenzado a
desgastarse y apareció el aburrimiento, la común maldición de los de su
clase, Jo Anne había comenzado a improvisar. Entonces, a él le había
gustado verla con muchachas y no había tenido que fantasear acerca de
ello: todo se convirtió en una áspera realidad. Pero, ¿ahora? Era difícil
afirmarlo.
Algo era cierto: él ya no estaba dentro de ella. Durante los últimos
dos años no había habido nada más que riñas. Sólo en aquellas ocasiones
había habido sexo y, en dos oportunidades, también algo de violencia.
Para Jo Anne eso estuvo más acorde con el curso de los
acontecimientos. Jamás creyó en conceptos tan burgueses como la dicha
matrimonial y, de acuerdo con su experiencia, los caballeros sobre
corceles blancos de algún modo se transformaban en hinchados sapos o
en cosas peores. Peter Duke ya había hecho su parte y por eso le estaría
eternamente agradecida. Se había casado con ella. Era una Duke. ¿Podía
importar algo más? Los Duke eran ricos, muy ricos y, por cierto, lo
seguirían siendo. Hacía tiempo que se habían diversificado del negocio del
petróleo y ahora el dinero estaba en todas partes, entretejido en la misma
tela de los Estados Unidos, en hectáreas del estado de Texas, en la bolsa,
en los bonos del tesoro, en los edificios de oficinas de Manhattan. La
posición de Duke en la General Motors sólo habría financiado el déficit de
una republiqueta bananera, mientras que la propiedad de Palm Beach,
que se extendía desde el océano hasta el lago en el extremo sur de la isla
debajo de Worth Avenue, debía valer por lo menos diez millones de
dólares. No iba a ser un mal negocio si se producía un divorcio. No era que
Jo Anne lo tuviera en vista. No había manera de seguir a un Peter Duke.
Norteamericanos más ricos se podían contar con los dedos.
De manera que Jo Anne había tenido cautela. En la sociedad de Palm
Beach, en donde los Duke eran estrellas importantes, no quedaba bien
jugar, por lo menos con hombres. Había una sola cosa que la aristocracia
norteamericana no podía soportar y era que las esposas salieran con otros
hombres. Los europeos no compartían aquel prejuicio. Para ellos un
amante joven y mucha discreción eran a menudo más que aceptables.
Esto quitaba algo de calor a los maridos en quienes tanto la carne como el
deseo se había debilitado.
Si en Palm Beach se deseaba permanecer cerca del dinero auténtico,
no había que mezclarse con el entrenador de tenis. Escalar en el mercado
era menos peligroso, sobre el principio de que las relaciones de
fraternidad se mantenían más firmes, incluso más que eso, que los lazos
de sangre, y que un hombre al que se le prestarían con placer los palos de
golf, probablemente sería perdonado si tomara prestada a una esposa.
Más aún, con mil millones de dólares en riesgo no se podían arriesgar
probabilidades. Esto dejaba como saldo un problema: qué hacer con las
vitales hormonas, las demandas que tenían una increíble fuerza y cuyo

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poder no podía reprimirse ni sublimarse ni dejarse de lado.


Jo Anne había encontrado la solución y era la que siempre le había
dado buenos resultados. Las mujeres. Ahora, en la encumbrada atmósfera
social de las galas de caridad de Palm Beach, en el suave y refinado
ambiente del Club de Tenis, en los elegantes salones decorados y en los
dormitorios de los acicalados yates oceánicos, ella consentía sus deseos
ilícitos. Aburridas, sin ocupaciones, descuidadas por sus maridos, sin
atreverse a arriesgar el divorcio que una relación heterosexual podría
implicar, las esposas de la sociedad más rica de la tierra sucumbían a los
encantos de Jo Anne.
¿Lo sabía Peter? Jo Anne se lo había preguntado a sí misma a
menudo. Si así era, él parecía estar más que preparado para permanecer
ciego ante la situación. Quizá, tal como la masajista lo había sugerido, él
sentía un escalofrío vicioso al imaginársela con otras mujeres. Por cierto
que su último comentario había apuntado a algo por el estilo. Lo que
fuera. Al mantener silencio lo había consentido. Ella estaba limpia. No
importaba más.
Bueno, sí, era algo más.
En los electrizados dedos de Jane, Jo Anne pudo detectar las primeras
señales de pánico. Flotando, se movían hacia arriba y hacia abajo de su
espalda. La fricción se había reducido y ahora la piel, antes que los firmes
músculos que estaban debajo, era el objetivo. Las uñas la rozaron con
suavidad y el centro de operaciones se fue trasladando inexorablemente
más abajo a medida que los dedos se hacían más valientes y correteaban
deseosos sobre las orgullosas nalgas, a veces empujando con fuerza hacia
abajo, apretando la pelvis de Jo Anne contra el cuero negro de la mesa de
masajes.
Lentamente, con seguridad, Jo Anne respondió al nuevo significado
del contacto, permitiendo que sus firmes nalgas se elevaran para
encontrarse con las manos ansiosas de Jane. Por fin, los dos cuerpos
estaban hablándose directamente. No habría necesidad de mantener más
conversaciones.
Iba a suceder.
La inconfundible voz del Negro hizo que todo se esfumara.
—El señor Duke me dijo que le dijera que se está retrasando para la
fiesta. —De pie cerca de la cabecera de la camilla, aparentemente
indiferente a la desnudez de su patrona, el sirviente de saco blanco
pronunció su mensaje con total impasividad.
Suspendida en el espacio, en el cascabeleo de excitación sexual, Jo
Anne maldijo abiertamente. Como una pila de ladrillos de pasión
construida cuidadosamente a su alrededor, la irritación llenó el espacio
que recién había dejado vacante el deseo.
¡Que todos se vayan a la mierda! ¡Peter, Jane, los sirvientes negros, el
mundo!
Con un movimiento fluido y sinuoso, se deslizó de la camilla, tomó la
bata blanca con monograma que el sirviente le alcanzaba y caminó hacia
la casa. Miró apenas por encima del hombro a Jane.
—En algún otro momento —dijo sin sonreír—. ¿Está bien?

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El frío mármol de Carrara debajo de sus pies calmó los caldeados


ánimos de Jo Anne. Estaba fresco allí adentro. Los implacables rayos del
sol no llegaban y el aire circulaba por los ocho grandes ventiladores de
techo. Para Jo Anne, ésta era la mejor habitación de toda la imponente
casa: los sofás cómodos y profundos, las mesas de cristal, los grandes
floreros llenos de gardenias blancas, los blancos y las diferentes
tonalidades de color avena redimidos en su monotonía por los
impactantes colores de las pinturas. Jackson Pollock, Rothko, de Kooning,
las mejores muestras de los artistas más grandes del expresionismo
abstracto, elegidos personalmente por ella de la famosa colección Duke de
Houston. No había director de algún museo en el mundo que no hubiera
ofrecido con placer uno de sus testículos por poseer una décima parte de
las pinturas que decoraban esa habitación. El encargado de Houston se
había puesto a llorar cuando Jo Anne las eligió, caminando con
importancia a través de las salas de altos techos, con aire acondicionado,
con el listado legal en la mano, mientras las tetillas de Tom Wesselman se
marcaban contra una camiseta ajustada y las piernas de Alien Jones daban
un sugestivo marco de fondo a los peligrosos zapatos Manolo Blahnik. Sin
cometer errores, ella había escogido las pinturas más importantes,
aquéllas que no podían reemplazarse solamente con dinero, y ahora los
resultados de su expedición estaban a la vista, rodeándola, existiendo
exclusivamente para su consumo privado, fuera del alcance de los ojos
entrometidos del populacho de Texas.
Lánguidamente se arrojó sobre el sofá que le daba la bienvenida,
estirándose, con gracia felina, deleitándose en dichosa autocomplacencia.
Había sido un largo camino desde las calles húmedas y hambrientas. Toda
la pared oeste de la habitación había sido diseñada con puertas corredizas
que operaban automáticamente y paneles de vidrio polarizado que
oscurecían el sol implacable. Los vidrios del medio había sido retirados y el
campo de visión de Jo Anne quedaba entonces libre para admirar la
enorme piscina con solario, el verde brillante de los parques, suaves como
el paño de una mesa de billar, las esculturas sensualmente redondeadas
de Henry Moore que se esparcían sobre el césped como piedritas
colocadas caprichosamente sobre la playa bañada por el mar. Al lado de la
piscina, Jane doblaba su camilla con visible malhumor; parecía un árabe
nómade que recogía su tienda para mudarse de lugar, con su espalda
doblada con la graciosa curvatura de un trazo de Modigliani.
Jo Anne suspiró con satisfacción. Era bueno, todo era muy bueno. El
arte, el cuerpo de Jane, el paisaje, la vida que se había ganado. Nadie se la
iba a quitar. Ningún alma viviente. Por cierto que no existía quien no se
muriera por hacerlo. Hasta eso se juró a sí misma. No, el problema, si es
que existía uno, era adonde ir desde aquí. Estar pendiente de que lo que
poseía era tan excitante como oír los comentarios de su marido acerca de
las fluctuaciones en las tasas de interés. Muy bien, entonces ella intentaba
inyectar un poco de peligro a los procedimientos de vez en cuando; pero
esto, comparado con el juego de supervivencia en las calles de Nueva
York, era un suave partido de softbol.
En Palm Beach, el juego urbano más caliente era la escalada social.

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PAT BOOTH PALM BEACH

Allí por lo menos las personas se lastimaban. No sangraban abiertamente,


pero lo conseguían de acuerdo a la cantidad y la calidad de sus lágrimas.
Jo Anne había aprendido las reglas del juego durante una larga tarde y
ahora era una experta en la materia. El truco consistía en mantener el culo
y el zapato sobre los rostros de la gente que estaba en el peldaño inferior
y unos peldaños por debajo de los que se pudiera patear, teniendo
siempre como objetivo el desplazamiento hacia abajo de aquellos que
aspiraran a ocupar la posición de uno. Una vez que se hubiera conseguido
esto, los anteriores aliados se transformarían en feroces adversarios
mientras trataban con todas sus fuerzas de apoderarse del peldaño.
Cuanto más alto se llegaba, más difícil era y más se deseaba tener el
movimiento de ascenso. En eso, el juego de la escalada se parecía a la
vida. Por supuesto, Peter y Jo Anne Duke ya estaban en la enrarecida
estratosfera cuando, por instigación de Jo Anne, habían comenzado a
jugar.
Aun así, una vez que uno se encontraba en la contienda, había que
seguir peleando, con coraje, empleando trucos astutos y sucios, y grandes
cantidades de dinero, sin prestar atención a los costos emocionales o
financieros hasta que se hubiera alcanzado la cima de la montaña. Una
vez allí, muy por encima de las nubes, más allá de la carrera de las ratas,
a la derecha de Dios, el Padre Supremo, estaba Marjorie du Pont Donahue.
La reina de Palm Beach. La que Jo Anne Duke deseaba verdaderamente
ser.
Jo Anne dejó escapar un profundo suspiro y ciñó su bata al cuerpo.
Una vieja trucha roja, llena de várices que parecían un mapa del relieve
europeo y con la mentalidad de una viuda negra: Marjorie du Pont
Donahue, la bolsa de ratas con una fortuna tal que la de los Duke parecía
tan pequeña como en los primeros tiempos, un montón de huesos
contenidos por una piel curtida y cuyas observaciones fuera de lugar
podían cortar en dos a un trepador social.
Nadie sabía por qué ella era la reina. Nadie sabía cómo había llegado
allí. Pero todos los jugadores sabían que ella sin duda era la reina y,
además, la única, y todos le rendían homenaje en esa corte. Marjorie
Donahue era en lo primero que pensaban cuando se despertaban por las
mañanas y también la última visión brillante cuando se iban a dormir.
Entre la oscuridad y el amanecer, todos soñaban con ella, con sus
invitaciones para cenar que llegaban en bandejas de plata, con su voz
cascada que sonaba a través de los teléfonos inalámbricos, con el áspero
contacto de su mano arrugada.
Increíblemente, Jo Anne había sido arrastrada a esa telaraña. El juego
ya no era absurdo. En lugar de eso, era completamente absorbente. Como
un pez nadando en las aguas de Palm Beach, cualquiera se volvía
indiferente a la realidad del mundo exterior. Jo Anne estaba más que feliz
de ser uno de ellos, siempre y cuando ella fuera la cazadora y no la presa,
sus dientes fueran más filosos y su mordida más mortal que la de los otros
habitantes del acuario. Hasta el momento había sido así.
Esa noche habría otra vuelta. El acontecimiento se llamaba el "picnic
Victoriano de la paternidad planificada". Jo Anne ni siquiera trató de
reprimir su sonrisa al pensar en eso. Los bailes de caridad eran una broma

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PAT BOOTH PALM BEACH

en sí mismos, pero "¿paternidad planificada?" De alguna manera se


suponía que ella podría haber sido considerada una socia fundadora. En
prostitución había dos "prohibiciones": el embarazo y la sífilis. Ambas
cosas reducían la capacidad de ingreso, el peor de los pecados. Jo Anne se
estremeció al pensar en la cantidad de hombres que la habían penetrado,
¿mil, dos mil?, pero ninguno había podido dejarla embarazada. Realmente
eso había sido una "paternidad planificada". Los de "paternidad
planificada" le debían una medalla. Quizás arreglara algún anuncio
especial.
—Damas y caballeros. ¿Puedo tener su atención, por favor? Jo Anne
Duke cogió más veces que la cantidad de cenas que ustedes tuvieron y no
quedó embarazada. "Paternidad planificada" tiene el gusto de reconocer
sus servicios públicamente a través de…
Jo Anne se rió en voz alta ante un pensamiento tan atrevido. Eso sería
como meter el dedo en el ventilador. Durante años había trabajado para
enterrar su pasado y había tenido un éxito total. Ni siquiera un murmullo
había sobrevivido. Ni un solo rumor había abonado la tierra fértil que
necesitaba para crecer la viña de Palm Beach y ella rezaba porque
continuase así. No podía evitar sentir así ahora que estaba limpia. El
apellido Duke y la amistad de Donahue eran sus posesiones más
importantes. Con esos dos talismanes, una muchacha podía traspasar las
puertas del mismo infierno sin tener miedo.
Llena de satisfacción, Jo Anne miró el brillante de Kooning. ¿Por qué la
muchacha de grandes tetas sonreía de esa manera mientras estaba junto
a su bicicleta? Parecía estar supremamente complacida con ella misma.
¿Había abierto sus piernas para el gerente del banco y había comprado la
bicicleta con los resultados? Pequeñas cosas, pequeñas mentes, pensó
distraídamente. ¿Cuál era su bicicleta? ¿El acicalado yate transatlántico
Jon Bannenberg de ciento veinte metros que estaba en las aguas del Lago
Worth, justo al otro lado del cerco de veinte metros? ¿El avión Lear Jet de
la Bennett Aviation que estaba en el aeropuerto internacional de West
Palm? O quizá fuera su atractivo esposo, un metro ochenta de músculos
de cincuenta años y con apenas un solo toque de vodka en sus venas.
¡Diablos! Pensar en Peter le arruinó el humor. Realmente había
estado imposible en los últimos tiempos, rudo e indiferente, desprovisto
del confiable sentido del humor que lo caracterizaba en otros tiempos.
Quizá fuera la bebida. La revista Palm Beach Life dijo que vuelve irritable a
la gente.
Seguramente no era por falta de sexo. No era un secreto que se
acostaba con todo lo que se movía e incluso, en opinión de Jo Anne, con
una o dos mujeres para quienes cualquier movimiento hubiera sido
bastante difícil. Pero eso jamás había constituido un problema. A menudo
podía llegar a irritar, pero no era lo que se dice un problema. ¡Al diablo
con eso! Necesitaba un trago si iba a tener que soportar la noche.
Casi no levantó la voz. Por cierto que no había que molestarse en
mirar alrededor. Seguramente habría por allí un sirviente. Ojalá fuera
Caesar. Éste parecía hacer bien sus caipirinhas.
—¿Puede alguien prepararme una caipirinha?
Unos minutos más tarde el vaso estaba en sus manos. A veces

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PAT BOOTH PALM BEACH

prefería un tequila, pero ahora tenía ganas de que fuera algo con ron. Los
limoncitos verdes y brillantes flotaban junto con los trozos de hielo y ella
bebió disfrutando el líquido agridulce. Los brasileños lo llaman una
campesina. Bueno, a ella le gustaba el sabor de las campesinas,
brasileñas o de cualquier tipo. Respiró profundamente y, revitalizada por
las primeras sensaciones de calor que esa bebida le transmitía a su
estómago vacío, se puso de pie y se encaminó hacia la escalera de
mármol.

En el dormitorio principal del primer piso los colores furiosos del


expresionismo abstracto eran un simple recuerdo excitante. Aquí todo
paz, una paz transmitida por los pasteles, los gentiles Renoir, los
suavizantes Manets, un relajante Pissarro. La enorme cama con dosel
dominaba la habitación, con un tamaño de cancha de fútbol que permitía
acrobacias exóticas o casi una total privacidad respecto del compañero de
cama. Recientemente había pasado esto último.
Jo Anne miró a su alrededor. Peter estaba aquí, en algún lugar. ¿En su
cuarto de vestir? ¿En el balcón de cincuenta metros con vista al lago y al
continente?
Oyó el sonido de un teléfono que cortaba la comunicación.
—Por fin llegas. Ya es casi la hora. Los autos están organizados para
las seis y media. Qué momento para dejar un mensaje. —La voz agresiva y
cruel entró por la ventana abierta.
—Oh, ya basta, Peter. No me retes. De todas maneras, ¿quién diablos
desea llegar a esa ridícula fiesta antes de las ocho? Cuando anduve en
calesita, la fortuna me dijo que podía prescindir de esto. Cuando quiero
saber sobre mi fortuna llamo al contador.
Jo Anne cruzó las puertas abiertas del balcón. Peter ya estaba vestido
clásicamente, estilo Palm Beach: Blazer cruzado, de color azul marino, con
botones del Club Everglades, corbata de seda celeste y blanca de Turnbull
y Asser de Londres, mocasines Gucci sin medias, pantalones grises. El
rostro tostado, el cabello con fijador, algo gris en los costados, y el vago,
indefinido aroma de la colonia más modesta componían el cuadro de
plutocrática excelencia.
Se lo veía maravilloso. Aunque era una molestia que hubiera
doscientos identikits similares debajo de los máximos personajes en el
museo de Flager. Los que se vestían atrevidamente no formaban parte de
la foto de Palm Beach y socialmente se había excluido a gente por haber
cometido delitos tales como usar zapatos blancos o camisas de fibra
sintética.
—Créase o no, yo no soy un loco de las calesitas —retrucó Peter Duke
—, pero nos reunimos con Marjorie y Standfield, y dijimos que estaríamos
a las siete. Me doy cuenta, por supuesto, que hacer lo que se promete no
es algo que hayas aprendido en las rodillas de tu madre. Sin embargo, a
mí siempre me educaron para cumplir mi palabra.
"Bastardo", pensó Jo Anne. Eso era golpear bajo. No era propio de
Peter atacarla con la cuestión social. Algo estaba definitivamente
terminado.

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PAT BOOTH PALM BEACH

Pero el intercambio de insultos era una especialidad para ella. Seguro


que eso sí lo había aprendido de su madre. Y así soltó la lengua.
—Francamente, me sorprende que no tengas vergüenza de meter a
tu madre en esto. Todo el mundo dice que la vieja borracha casi no sabía
tu nombre y que a ti te criaron todas esas niñeras inglesas. Lo único que
aprendiste de ella fue a beber como lo estás haciendo.
Peter se quedó paralizado. Los nudillos se pusieron blancos, el rostro
se enrojeció, su corazón latió con odio.
Jo Anne se preguntó por un momento si no había ido demasiado lejos.
Usar la vieja artimaña árabe de insultar a la madre del adversario siempre
podía conducir a reacciones fuertes, pero ella no había esperado esto.
—Puta —se las arregló para contestarle, saliendo las palabras entre
los dientes apretados—. Te enterraré por esto. ¿Me oyes? ¡Te enterraré! —
El volumen de su voz fue subiendo, quebrándose con el esfuerzo de
violenta emoción que lo conmovía—. No te atrevas a volver a mencionar el
nombre de mi madre. ¿Me oyes? ¡¿Me oyes?!
"Sí, yo y el resto de Palm Beach", pensó Jo Anne.
—¡Oh!, ¿por qué siempre eres tan infantil, Peter? —dijo en voz alta,
aparentemente con desesperación, mientras se daba vuelta y caminaba
hacia la habitación.
Jo Anne se reía sin poder evitarlo. Ya habían aparecido las lágrimas y
todo su cuerpo se estremecía con incontrolable hilaridad. Pero, en
realidad, lo gracioso era que la broma de Marjorie no había sido en
absoluto divertida. Marjorie Donahue hacía mucho que había dejado de
cuidarse de las emociones falsas. Durante demasiado tiempo había
negociado con esa moneda y ahora incluso había perdido la facilidad de
reconocer lo que era verdadero. Para ella, el elemento importante era el
poder. Cuando la gente no se reía con sus sucias historias, eso no
significaba que los cuentos carecieran de humor. Eso era irrelevante. Lo
significativo del mensaje era que su poder estaba en decadencia, que sus
cortesanos estaban a punto llevar a cabo alguna rebelión en el palacio. De
manera que se rió con Jo Anne y archivó la información en el antiguo pero
desconcertantemente eficiente fichero que era su mente. Se podía contar
con Jo Anne. Jo Anne era real. Jo Anne todavía conseguía favores. Los
enemigos de Jo Anne serían sus enemigos.
—Oh, Marjorie. ¿Por qué no yo puedo hacer bromas como ésas? —Jo
Anne forzó las palabras a través de los ataques de risa.
Marjorie Donahue se sintió complacida, mientras que alrededor de la
mesa los otros invitados mentalmente tomaron la bolsa para vomitar.
Todos rieron ante la broma de la reina, pero ninguno de ellos se había
mostrado tan deseoso o tan capaz de convencer por encima de todo como
lo hacía Jo Anne. Todos habían cometido el error fatal de subestimar la
vanidad de una persona de éxito. Sólo Jo Anne había reconocido que, en el
terreno de la adulación, nada triunfaba tanto como el exceso. Era
únicamente la gente de moderado éxito la que sentía un rechazo por los
serviles. Los verdaderos ganadores no podrían jamás tener suficientes
aduladores.
La mesa de los Duke era definitivamente el lugar cumbre para los
perros encumbrados. Todos los jugadores menores torcían el cuello para

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ver lo que sucedía y para identificar a aquéllos que, por su presencia ante
los supremos, se encontraban en la escalada. Jo Anne devolvía con orgullo
las miradas a aquellas cabezas envidiosas, dando a gritos una bienvenida
aquí, ofreciendo un reproche glacial allá, mientras revelaba en esta
demostración pública su capacidad de ascenso social. Una sensación
embriagadora se apoderó de ella, mientras veía la envidia reflejada en
cien ojos. Y no sólo en los ojos. Éstas no eran las miradas carentes de
entrenamiento, incondicionales, de la gente común que admira a una
estrella de cine. Estos ojos tenían clase. Allí había Vanderbilts y Fords, así
como también acicalados condes de oscuros orígenes italianos; el
inevitable inglés, pobre como ratón de iglesia pero increíblemente bien
vestido, absorbido por todos para que a cambio les diera un par de frases
bien pronunciadas; y un grupo de franceses sombríos, perpetuamente
irritados por el hecho de que nadie hablara su lengua medio muerta.
Todos ellos darían cualquier cosa por estar sentados a la mesa de Jo Anne.
Marjorie Donahue miró de reojo alrededor de la mesa de sus
cortesanos, un poco como lo haría un domador de leones en la jaula del
circo.
—Realmente disfruto mucho de las bromas sucias —expresó sin
dirigirse a nadie en particular—. Es algo distinto que hablar sobre dinero y
sirvientes, aunque a veces es acerca de temas un poco crueles.
Jo Anne se rió en voz alta.
—Tienes tanta razón, Marjorie. Deberías oír hablar a Peter sobre tasas
de interés. Es muy desagradable. —El gesto en su cara sugería que
cuando su esposo hablaba sobre cualquier tema era realmente muy
desagradable.
Él la reprendió a través de la mesa.
—Bueno, querido, si tiene que ser sobre dinero, me gustaría saber lo
que el senador tiene para decirnos acerca del déficit presupuestario. —
Con ostentación, reprimió un bostezo. En esta mesa y en esta ciudad, ella
era la que mandaba y deseaba que todos lo supieran. Si eso significaba
divertirse un poco con el poderoso senador, entonces que así fuera.
A Bobby no le importaba en absoluto. Su autoestima estaba blindada.
—Es divertido que digas eso, Marjorie. —La voz de Bobby Stansfield
era calma y a su alrededor danzaba el fantasma del humor seco—. Sabes,
si tú y Jo Anne se juntaran e hicieran una pequeña contribución de sus
fondos personales, creo que podríamos resolver el problema del déficit
aquí mismo.
Aquello era agradable. Todos eran ricos. Ricos, hermosos y con éxito.
En el aire se percibía un humor de autocomplacencia, que se
entremezclaba con el aroma de las cincuenta gardenias blancas que
flotaban en un gran recipiente con agua, en el centro de la mesa.
Bobby se volvió hacia Jo Anne.
—¿Le gustaría bailar?
—Porque no, senador, gracias. —contestó Jo Anne, imitando una
pronunciación sureña.
Él le sonrió a través de la mesa a Peter Duke.
—¿No te importa si le pido prestada a su esposa? Quizá no la
devuelva.

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Peter Duke se unió a la risa general, pero en su interior no se reía.


Puedes llevarte a la puta. Ella es justo lo que te mereces, burro engreído y
pomposo, deseaba decirle. Desde los días de la infancia, los Duke y los
Stansfield habían disfrutado de una inestable amistad. De muchas
maneras, tenían mucho en común; eran dos antiguas familias patricias de
Palm Beach, con vastas fortunas y prejuicios compartidos. Hubo, sin
embargo, dos problemas que tendieron inevitablemente a arruinar la
relación. El primero era que los Duke eran mucho, pero mucho más ricos
que los Stansfield. El segundo era que los Stansfield tenían muchísimo
más éxito que los Duke.
El hueso de contención tenía dos extremos infinitamente
desgastantes. Los Duke estaban celosos del poder de los Stansfield y la
atención que emanaba del poder. Para compensar, acusaban a los
Stansfield de ser comunes, de no poseer clase, de buscar la atención de
los medios de comunicación, de ser filisteos activos que no sabían cómo
comportarse. Los Stansfield envidiaban la extraordinaria riqueza de los
Duke y su reputación nacional como patrones sofisticados de las artes.
Para estar a la par, acusaban a los Duke de ser unos egocéntricos que no
preguntaban lo que podrían hacer por su país, que bebían demasiado y
hacían muy poco, que pensaban mucho en sí mismos sin mejores razones
que la de un ancestro que encontró petróleo en Louisiana.
Con todo esto, ambas familias eran demasiado parecidas como para
aceptar una caída pública. Palm Beach era una ciudad pequeña y había
otros enemigos que podrían beneficiarse de la lucha entre los Duke y los
Stansfield. Por ejemplo, Teddy Kennedy era uno de ellos. Cuando el viejo
Stansfield murió, su hijo mayor, Bobby, heredó una maquinaria política
bien aceitada y, poco después, su banco en el Senado. Bobby era muy
buen mozo; además era el soporte de la dinastía política de los Stansfield
y algunos de sus expertos más conscientes ya murmuraban acerca de
hacerle un ofrecimiento para la presidencia. En el futuro era probable que
su oponente demócrata fuera su vecino del North Ocean Boulevard, Teddy
Kennedy. Los recuerdos de Chappaquiddick, quizá ya estarían nublados
por el paso del tiempo y por el trabajo legítimo en el Senado.
Ningún habitante de Palm Beach que fuera bien recibido en el Club
Everglades veía la desagradable posibilidad de una segunda presidencia
de un Kennedy con algo distinto a un desnudo horror. Los Kennedy eran
demócratas y los demócratas eran socialistas, que seguían, por supuesto,
a los comunistas. Todas las filas debían cerrarse para derrotar a un
Kennedy. El resultado de todo esto era que, aunque los pensamientos de
Peter Duke acerca de Bobby Stansfield eran rara vez benévolos, él había
hecho en realidad donaciones a la campaña para las elecciones del
Senado. A cambio, Bobby no sólo aceptó el regalo con gracia: más de una
vez intervino en Washington a favor de los intereses comerciales de los
Duke, a pesar de su disgusto personal por Peter Duke, disgusto que de
ninguna manera incluía a su esposa, tan bonita y vivaz.
Bobby se abrió camino entre las mesas apretadas, dirigiéndose hacia
la pista de baile. Era el avance de algo conectado con la realeza. Todos
buscaban su atención: las manos que pugnaban por tocar la manga de su
saco inmaculado, las voces ásperas de las matronas de sociedad que le

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daban la bienvenida, las estridentes bromas acostumbradas entre amigos,


las lenguas bien entonadas por los martinis tomados antes de la cena.
Bobby nadó sin esfuerzo a través del mar de popularidad, con una
impresionada Jo Anne que lo seguía en su camino. Para rodos los
comentarios, él tenía la respuesta apropiada, pronunciada en la cadencia
correcta, combinando en cada la seriedad o la frivolidad de quienes los
habían formulado. En el corto lapso que le tomó alcanzar la pista de baile,
sonrió y frunció el entrecejo, encantó y coqueteó, prometió y aceptó
promesas. Mientras Jo Anne observaba la poderosa parte posterior de sus
hombros anchos y bien formados, se dejó llevar por la admiración hacia lo
que ese hombre estaba haciendo. Este era el arte de un político innato. No
había ofendido a nadie, había masajeado egos y consolidado votos. En su
lugar, Jo Anne no habría resistido la tentación de infligir un poco de dolor
junto con el placer. Ahí estaba la diferencia entre un profesional y un
aficionado.
Cuando llegaron al borde de la pista de baile, él extendió los brazos
hacia los de Jo Anne. La sonrisa era cálida, aunque había un dejo de
humor, y manifestaba que él se sentía atraído por ella y que ella estaba
por tratar de manejar eso.
Jo Anne le devolvió la sonrisa. Manejar hombres jamás había sido un
problema. En este caso iba a ser un placer.
—¿Sabe que ésta es la primera vez que bailamos juntos? —Bobby
simuló estar herido—. Con seguridad que usted no es muy tímida como
para pedirlo. Dios sabe que ha tenido muchas oportunidades. A veces
pienso que la única maldita cosa que hacemos en esta ciudad es bailar.
—Bueno, usted sabe lo que dicen. Usted no va a un baile a bailar.
Usted va a buscar una esposa, a cuidar a una esposa o a cuidar a la
esposa de alguien.
Bobby la miró a los ojos y la hizo girar con seguridad entre el grupo
de bailarines. Sobre el estrado, Joe Renée y su orquesta, veteranos de
miles de bailes de Palm Beach, le decían a Dolly por enésima vez que se la
veía bien.
—Bobby, ¿está cuidando a la esposa de alguien ahora? —Ella le
presionó fuerte la mano y se acercó un poco más, consciente de todos los
ojos que la miraban. Coquetear en la pista de baile era algo que se
permitía en Palm Beach. Esta era una de las razones por las que había
tantos bailes.
En respuesta, él se inclinó hacia ella.
—Deberíamos tener una relación —le susurró al oído— lo sabes. —Ésa
era la forma Stansfield. Directa. Sin pérdida de tiempo. El aroma de
autoconfianza por todas partes.
—Yo no engaño a mi marido. —Jo Anne se rió, coqueteando mientras
se acercaba más.
—Siempre hay una primera vez.
—No para mí. Hasta que la muerte nos separe.
—Quizá podamos arreglar eso.
Ambos se rieron mientras él la llevaba balanceándola en forma
exuberante por el salón. Joe Renée y su interminable Dolly todavía seguían
adelante.

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"Dios, que eres atractivo", pensó Jo Anne. Fabuloso. Famoso como el


demonio. Un hombre de futuro que sabía cómo hacer para que el presente
brillara como los diamantes. Pero, comparado con Peter Duke, un
pobretón. Más rico de lo que la mayoría de los norteamericanos podrían
alguna vez desear ser, pero aquí, en Palm Beach, era un enano financiero.
Qué lástima. Dios, en su sabiduría, había sido justo, y Bobby Stansfield
perdió por eso toda posibilidad importante en el vuelo real. Por eso era
que el coqueteo era todo lo que él podría obtener de ella mientras fuera la
señora de Peter Duke.
—Vamos, Bobby, deja de practicar tus encantos con mujeres casadas.
Vamos a dar una vuelta en la calesita. Nunca consigo que Peter me
acompañe. Se marearía o se aburriría.
El gazebo estaba armado, en los terrenos del museo de Henry
Morrison Flagler, un escenario que se había montado especialmente para
el baile de la Paternidad Planificada. Había jarras de martinis helados
sobre largas mesas armadas sobre caballetes y cubiertas con manteles de
lino, una adivinadora de la fortuna y otra que leía las manos, y una
calesita refulgente y mágica, con sus caballos rojos y blancos que subían y
bajaban al son nostálgico de un viejo organito de parque de diversiones.
La crema social de la ciudad se entremezclaba debajo de las palmeras.
Muchos estaban vestidos con disfraces Victorianos, que eran el tema del
picnic, los hombres con los tradicionales sombreros rígidos de paja que les
habían sido ofrecidos al llegar.
Jo Anne ignoró el disfraz teniendo en cuenta el principio de que las
mujeres modernas, en general, habían hecho todo mejor que las
victorianas. Llevaba puesto un vestido de seda crepé de Anne Klein, largo
hasta la rodilla, del más puro color blanco, abierto hasta la cadera sobre
uno de los lados y cubierto de perlas que brillaban cuando se movía. De
vez en cuando, aparecía un larga pierna dorada, mientras que el resto de
su cuerpo, extraordinario y subyugante, estaba escasamente cubierto por
la débil tela. Jo Anne no desmerecía la hermosa y sensual simplicidad del
vestido luciendo joyas. En eso ella era casi la única. A su alrededor, las
rocas de la plutocracia brillaban intensamente, pero Jo Anne, que podría
haber tenido cualquiera de aquellas joyas o todas a la vez, llevaba unos
simples aros con engarces de diamantes.
Sobre la calesita, sentado bien apretado contra ella en la montura de
madera que estaba hecha para uno solo, Bobby Stansfield no se daba por
vencido. Los Stansfield nunca lo hacían.
—Nosotros los solterones nos sentimos solos, tú sabes.
—Eso no es lo que yo escuché. Se dice que hay más culos para arriba
en el North End durante los fines de semana que la cantidad de
variedades que tiene Heinz.
La risa de Bobby Stansfield fue casi lo mejor de él. Era una risa
malvada, desinhibida, encantadora, totalmente verdadera. Jo Anne sintió
señales de peligro en su interior. Este hombre era demasiado atractivo y
los riesgos eran grandes. Sería más seguro regresar a la mesa.
Cuando se detuvo la música, ella estaba firme.
—Vamos, Bobby. Es hora de comer. Podría comerme un caballo del
hambre que tengo.

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Tomándolo de la mano, lo condujo de regreso al gazebo.


Como los caballos no estaban presentes en los distintos platos del
menú, Jo Anne tuvo que luchar con un suntuoso buffet-froid salmón
escocés traído en avión desde Dee esa tarde, langostas de Maine,
langostinos de la Bahía de Florida, cangrejos, tajadas de carne de pescado
y tarta crocante de manzanas. Con los moluscos, los crustáceos y el
pescado había un Bâtard Montrachet 1973, un Château Beychevelle 1966
con las carnes rojas, y una Dom Pérignon de 1971 con el postre.
Con el café, la fiesta comenzó a hacerse líquida en más de un sentido.
Durante el "picnic" las mesas habían estado más o menos juntas, y los
comensales bailaban y charlaban entre sí. Ahora, a medida que el alcohol
liberaba la conciencia colectiva, se aflojaban también las líneas de
comunicación entre los invitados, y esa especie tan bien conocida, el
"saltador de mesas", comenzó a aparecer. Las viejas manos lo
reconocieron como lo más peligroso, pero también como lo más
prometedor, como el mejor momento para una juiciosa y pequeña
escalada social. El licor había inyectado coraje en los corazones
socialmente débiles, pero también había inutilizado el juicio y el suelo de
la tienda estaba cubierto por cáscaras de banana para los descuidados.
Durante esa etapa, los que "tenían" se sentaban juntos para recibir el
homenaje de los que "no tenían". El objetivo de los arribistas era
asegurarse un asiento en la mesa de un grupo de sus superiores sociales.
El plan de juego de los perros supremos era poner los límites lo más lejos
que fuera posible, excepto en aquellos casos en los que se hubiera
decidido que algún protégé necesitaba un visible "puntapié" en la
escalera. El grupo de los Duke era el tarro de miel alrededor del cual
zumbaban las abejas más ambiciosas. La presencia de Marjorie Donahue
siempre lo garantizaba.
Dos o tres desafortunados habitantes de Palm Beach ya habían
recibido los respectivos mensajes codificados para "avanzar", en el
momento en que llegó Eleanor Peacock. Eleanor era una de las difíciles.
Miembro de una de las familias más antiguas, sin embargo, jamás había
nadado en las aguas sociales. Sus fiestas no existían y sus comidas y
arreglos florales carecían de gracia y de inspiración. Los Peacock no eran
ricos. Por cierto que eran de buena cuna y socios de clubes correctos, pero
la casa de North End no estaba sobre la playa o el lago, y los viajes de
verano a Connecticut eran más cortos que lo estrictamente deseable. Arch
Peacock trabajaba. Eso en sí mismo no era un desastre, pero ciertamente
no daba puntaje en una ciudad donde lo elegante era heredar dinero y
pasar el tiempo cuidándolo o supervisando a quienes lo podían hacer por
uno.
El hecho de no ser uno de los perros supremos de la sociedad de
Palm Beach irritaba a Eleanor Peacock y se había rascado la picazón hasta
transformarla en una enojosa y oscura lastimadura, dolorosamente
evidente para todos los que la veían. A veces, ella la cubría, toda luz y
suavidad, mientras luchaba por el lugar bajo el sol al que se sentía con
derechos. En otros momentos, caía en agresiones cínicas y explosivas
contra quienes ella sentía que habían ocupado erróneamente su lugar. Jo
Anne era uno de sus objetivos, de orígenes oscuros y demasiado atractiva.

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En varias ocasiones, Eleanor había intentado dominarla, pero siempre


había salido con la peor parte.
Esa noche, sin embargo, recordaba que tenía una munición especial y
que iba a dispararla para conseguir el máximo efecto. Tanto Peter Duke y,
más importante aún, Marjorie Donahue, estarían allí para observarla
arrojar la andanada de artillería que hundiría a Jo Anne Duke para siempre.
Toda la noche, mientras se aferraba al vino, había saboreado lo que sabía
que sería su triunfo. Ahora, con las velas abiertas, su blanco vestido de
tafetán que se hinchaba con la brisa y que le daba un aspecto de cercana
confianza, se sentó en la mesa de los Duke mientras que las cabezas se
daban vuelta para ver si tendría más éxito que los tres aspirantes que ya
habían fracasado.
Jo Anne vio aproximarse a su vieja adversaria y notó un
enrojecimiento sobre el pecho huesudo, por encima del amplio pero
informe busto y debajo de un miserable collar de diamantes pegado al
cuello. Su nariz percibió olor a problemas. Veterana de miles de tales
escaramuzas, Jo Anne buscó a su aliada más poderosa. Esa noche, Peter
no sería ninguna ayuda. Había estado riñendo con ella durante toda la
noche.
Apoyándose sobre la mesa, detuvo la mano sobre el castigado
antebrazo de Marjorie, acariciando la piel arrugada.
—Oh, Marjorie, estoy tan, pero tan contenta de que pudieras venir
esta noche. No me he reído tanto en semanas, desde el Baile del Corazón.
Marjorie también había estado en su mesa en aquella ocasión.
—Hola a todo el mundo.
La forzada delicadeza de Eleanor Peacock rompió sobre la mesa como
una ola. Con varios grados de entusiasmo, ninguno de ellos sustancial, le
devolvieron algunos murmullos de bienvenida.
—Marjorie, te ves tan maravillosa como de costumbre —mintió
Eleanor tratando de congraciarse. La vieja se veía como si tuviera una
enfermedad terminal.
Con la mecha lista para ser encendida, preparó su salva mientras se
volvía amenazadora hacia Jo Anne.
—Oh, Jo Anne, no te veía allí —mintió—. ¿Sabes que el otro día me
encontré en Nueva York con la persona más extraordinaria?. Me dijo que
te conocía muy bien. —Para todos los de la mesa, con la amenazante
excepción de Jo Anne, las palabras de Eleanor Peacock eran
completamente inocentes. Era la jugada estándar de un "saltador de
mesas". Eleanor estaba por congraciarse con sus superiores sociales
nombrando a un amigo en común. Los más atentos podrían haberse
preguntado acerca de la palabra "extraordinaria", pero nadie lo hizo.
El efecto sobre Jo Anne, sin embargo, fue eléctrico. Cualquier mención
de Nueva York la inquietaba como el infierno, y la mención que venía de
labios de Eleanor Peacock era grotescamente significativa. Sólo Jo Anne
comprendió la sonrisa cruel y la horrenda insinuación. Él "conocía" y el
"muy bien" significaban realmente bien.
Por primera vez en años, Jo Anne Duke sintió la emoción del miedo.
Corrió por su cuerpo como una ola, empapándolo todo, ahuyentando todo
pensamiento, paralizándola con su temible fuerza. ¡Oh, Dios! Ahora, no.

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Aquí, no. Enfrente de la reina. Ante su marido. Frente del senador


Stansfield. Sintió que la sangre huía de su rostro y observó cómo su mano
derecha que movía lentamente para alcanzar un vaso con agua que no
había tocado, como si por ese movimiento innecesario quisiera probarse a
sí misma que todavía tenía control sobre su destino. En dichosa ignorancia
del drama que se estaba desarrollando, el resto de la mesa siguió
comportándose como si nada hubiera sucedido. Se estaba "soportando" a
Eleanor Peacock. No se interrumpiría la conversación general por largo
tiempo hasta que Marjorie Donahue se "moviera" con algunas de sus
frases conciliadoras. Era el tipo de irritación menor que formaba parte de
las onerosas cargas del superestrellato social.
Los pensamientos volvían a llegar ahora y Jo Anne luchaba por
organizarlos en un lapso de milésimas de segundo, antes de que el
desastre se desatara. ¿Qué era lo que esta horrible mujer sabía? ¿Cuánto
y con qué detalles? ¿Y si lo sabía todo, lo diría ahora? ¿Todo?
—Oh, realmente —la oyó decir.
Mientras hablaba, Joe Anne vio la determinación pintada en la mirada
de la Peacock, la pátina vidriosa pintada en sus ojos. Dios querido. Eso
era. Quedaría al descubierto.
—Sí, fue realmente interesante. Fue en una gala de caridad para el
departamento de policía de Nueva York y yo me encontré sentada al lado
de ese personaje llamado Krumpe…
Krumpe. Krumpe. Krumpe. El nombre rodó dentro de la cabeza dejo
Anne como una mina no detonada. Krumpe. Gordo y miserable. Krumpe,
cruel y vengativo. Krumpe, que la había cogido a cambio de su silencio. El
teniente Krumpe del Departamento de Vicios. En alas del recuerdo, se
remontó como un águila por encima de los sórdidos campos de su pasado;
debajo de ella, corriendo alrededor como una rata en un aserradero,
estaba Leo Krumpe. Krumpe había hecho desaparecer los cargos morales,
la puso sobre aviso acerca de las fiestas donde corría la droga, la protegió
de proxenetas violentos y de tipos enfurecidos. Pero, a cambio de todo
eso, había exigido un pago terrible: había demandado y había recibido los
favores de su cuerpo. Incluso ahora, en la cumbre más alta de Palm
Beach, podía sentir el fétido olor a alcohol de su respiración sobre la piel,
el contacto áspero de su mejilla de cerdo, el horroroso peso de su cuerpo
bajo y cuadrado mientras estaba sobre ella. Cuando Peter Duke entró en
su vida, descartó a Krumpe como un preservativo usado y era casi seguro
que él no se lo había perdonado. Ahora, desde la tumba de su pasado, el
dedo maldito de ese asqueroso la alcanzaba hasta tocarla.
Ella se encontraba ahora en una situación en la que se superponían
dos mundos. Hasta ese momento todo parecía claro. Un buen amigo en
Nueva York llamado Krumpe. El querido viejo Leo. Espero que le hayas
mandado mis saludos. No existía relación con los plomeros de Palm Beach
del mismo nombre. ¡Ah, ah! No lo he visto en años. Siempre recuerdo sus
maravillosas bromas polacas. Pero en unos segundos el gato saldría de la
bolsa y el trabajo de una vida estaría destruido.
Tenía que ganar tiempo, sumar aliados, demandar el pago de
pagarés.
Su mano inestable encontró el vaso con agua, lo pasó por el costado

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PAT BOOTH PALM BEACH

y lo dejó caer al suelo. Al mismo tiempo, se volvió hacia Marjorie Donarme


y dejó que su rostro descompuesto hablara por sí solo. Cualquier actriz
hubiera ganado un Oscar con una actuación a la que Jo Anne estaba
llevando a cabo ahora. Todo estaba allí en sus ojos. El miedo, el
desamparo, la terrible necesidad. Estaba blanca como una hoja de papel,
su labio temblaba mientras su mano izquierda buscaba el arrugado brazo
de la única persona que podría ayudarla.
Marjorie Donahue lo vio todo y su mente experimentada llegó a
rápidas conclusiones. Jo Anne estaba en peligro mortal. Y la amenaza
venía de Eleanor Peacock. Eso estaba muy claro. ¿Pero cuál era la
amenaza? Era imposible de descifrar. No había estado escuchando. Uno
nunca presta atención cuando Eleanor habla. Algo acerca de Nueva York.
¿Algún amigo en común? La mano que la tomaba y el rostro que suplicaba
hablaban de la urgencia. La urgencia de una intervención suya. ¿Pero por
qué? ¿Qué debía decir? El tiempo era esencial. Tendría que confiar en su
instinto social, que rara vez la defraudaba. Jo Anne era una amiga. Se reía
con sus bromas, la adulaba de manera extravagante. A su edad y en su
posición, ¿qué más podía pedir uno? Eleanor Peacock, sin embargo, jamás
había sido una de sus cortesanas. Lejos de ser una enemiga, estaba a un
millón de kilómetros de su círculo íntimo. Había tratado de jugar bien el
juego, pero siempre había algo que se frenaba, casi como si estuviese de
acuerdo con la herética idea de que, en el mundo, existían otras cosas
más allá de Palm Beach y su escenario social. Y sin hablar del dinero.
Quizá si hubiera tenido encanto y buena presencia en cantidades
suficientes para equilibrar la desventaja de la relativa pobreza, podría
haber sido perdonada. Pero en aquel terreno también era deficiente. No,
en el juego de piedra, papel y tijeras que ellos jugaban podría haber sólo
una ganadora en la confrontación entre los Peacock y los Duke. Jo Anne
debía imponerse. No había dudas.
Eleanor resopló como un globo cuando se preparó para lanzar los
misiles que destruirían a Jo Anne. Pero antes de que pudiera hablar, lo hizo
la reina, y con toda la dulce razón de una agradable vieja dama.
—Eleanor, querida. Estoy feliz de que pases a saludarnos. ¿Recuerdas
que te mencioné la posibilidad de que tomaras la presidencia para la
organización del Baile de la Cruz Roja del año próximo? Bueno,
reflexionando mejor, me parece que no tienes mucha experiencia para
ello. De manera que creo que será mejor que lo olvidemos. Oh, y gracias
por tu invitación para la semana próxima, pero me temo que no podré ir.
Me sorprende que hayas elegido esa semana para tu fiesta. Con todo lo
que se viene, me imagino que mucha gente tampoco podrá ir.
Todos vieron cómo la sangre desaparecía del rostro de Eleanor
Peacock mientras presenciaban su ejecución social. Aparte de Jo Anne,
ninguno era consciente de la causa. Para el resto de la mesa, ésta era una
retribución pública por algún delito anterior, era Marjorie Donahue
buscando justicia por algún pecadillo, por la amistad de Eleanor con algún
enemigo de la Donahue, por un comentario traicionero que había llegado a
sus oídos. Algo por el estilo. Todos estaban atrapados en la carnicería que
había tenido lugar frente a sus ojos como para reconocer que la misma Jo
Anne había tenido un papel significativo en todo esto.

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PAT BOOTH PALM BEACH

Ningún cordero sacrificado podría haber sangrado tan rápidamente y


tanto como Eleanor Peacock. La sangre social de la vida había fluido fuera
de su cuerpo al toque de la daga certera de Marjorie Donahue, y nadie
dudaba de que sus días en la sociedad de Palm Beach habían terminado
para siempre. Su "fiesta" de la semana siguiente sería considerada como
una noche de trueque de esposas ofrecida por un anfitrión del que se
rumoreaba que tenía gonorrea.
En caso de que hubiera la más mínima sombra de duda, la reina
removió el cuchillo en la herida. Muerta.
—De todas maneras, Eleanor querida, estoy segura de que todos
estamos encantados de que hayas disfrutado Nueva York. Sospecho de
que en el futuro pasarás muchísimo más tiempo allí.

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PAT BOOTH PALM BEACH

Capítulo 4

La excitación que había allí se parecía mucho a la electricidad. Sobre


la superficie no ocurría demasiado: las muchachas estaban de pie, en
círculo sobre el trabajado piso de madera, charlando nerviosamente,
riendo en ocasiones. De vez en cuando, se producía algún bostezo
extravagante, siempre una señal de tensión.
Lisa no era una excepción. Ella también mostraba una indiferencia
que no sentía, un coraje que suponía acorde con la ocasión, pero en su
interior todo era turbulencia. Con los codos apoyados en el borde del
escritorio de la recepcionista, le sonrió a Maggie.
—Bueno, Maggs, unos minutos y luego… la fama instantánea.
Se rió y miró su reloj por centésima vez. Llegaban diez minutos y
medio tarde.
—¿No crees que cancelarán? —dudó Maggie.
—No hay forma, querida. La noticia es mi gimnasio y ellos necesitan
noticias. Les estamos haciendo un favor. —Incluso Lisa debía admitir que
eso no sonaba a verdad. El programa de TV de West Palm, Focus, bien
podría seguir adelante sin Lisa Starr.
—¿Se ve todo bien? —Maggie miró a su alrededor sin demostrar
entusiasmo. La pregunta, por supuesto, era superflua, pero en momentos
como ése la ansiedad necesitaba un puerto y la mente lo buscaba con
desesperación.
—Oh, vamos, Maggie. Todo está inmaculado. Tú lo sabes.
Eso era cierto. El dinero del viejo Weiss estaba diseminado por el
salón de piso de roble, pero no eran dólares en forma de billete. Las
brillantes máquinas Nautilus, que parecían instrumentos medievales de
tortura, ocupaban toda la pared de la zona norte. Las habían enviado
directamente de fábrica una semana antes, veinte mil dólares de dolor
mecánico. Había aparatos para bíceps, para tríceps, para reducir el
estómago, para estiramiento de trapecios; todos estaban colocados en
estricto orden científico, reunidos según cada uno de los grupos de
músculos.
Para llegar a los aparatos, había que cruzar el salón de aerobismo,
con su madera lustrada a nuevo, aún sin marcas y el desgaste que
producen los golpes de miles de zapatillas. En todas las paredes había
espejos que devolvían reflejos, gratificando el elemento narcisista que
parecía ser el elemento vital en esta empresa. En los rincones,
desparramadas en aparente caos, había pilas de colchonetas de espuma
de goma, y soportes de pesas de diferentes pesos para las rutinas
aeróbicas.
En la parte posterior, a la que se accedía por un largo corredor, había
un mundo diferente. En la parte delantera del gimnasio había sangre,
fatiga, sudor y lágrimas; en la parte posterior todo era suave seducción,

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PAT BOOTH PALM BEACH

un retiro con aire acondicionado lejos de la dura realidad de la rutina. La


sauna finlandesa era un lugar acogedor, lo suficientemente grande como
para poder acostarse. Sobre el suelo, el balde de madera estaba
permanentemente lleno de deliciosas esencias de pino cuyo aroma
llenaría de inmediato la atmósfera húmeda cuando se vertiera el líquido
sobre las piedras calientes. Afuera, en el área de estar, había reposeras de
color avena junto a las cuales se apilaban columnas de revistas: New York,
Architectural Digest, Town and Country. Había muchas toallas rústicas y
blancas, dispuestas en prolijas filas, ofreciendo un clima de lujo sin
esfuerzo. Más adelante, siguiendo por el largo corredor, las puertas
conducían al área a prueba de ruidos destinada a los masajes y al jacuzzi
azulejado. El salón de recepción, en donde Lisa y Maggie estaban
sentadas, hacía también las veces de boutique de ropa de gimnasia. Las
mallas sensuales, finas y coloridas estaban en todas partes, en todos los
rincones, con sus tirantes y corpiños que no dejaban nada librado a la
imaginación, como himnos que celebraban la belleza del cuerpo femenino.
Había calentadores de piernas, medias de color carne, zapatillas de baile
de color pastel, sujetadores para el cabello de color rosado, pesas,
vinchas, muñequeras y frascos y frascos de vitaminas.
—No sé cómo haces, Lisa. Supongo que alguna gente nace
afortunada.
—Suerte de mierda, Maggie. No es simplemente eso. Llamé a ese
productor todos los días durante una semana, hasta que finalmente
consintió en verme. Y entonces primero me dijo que no. De manera que
me di una vuelta por ese comercio de bocadillos en el que él come
porquerías y bebe mierda hasta que finalmente se dio por vencido.
—Y ahora está enamorado de ti, supongo.
—¿Quién sabe y a quién le interesa? Conseguí lo que deseaba. Este
lugar está en el mapa y la pintura está todavía fresca. —Lisa rió al
escucharse. Tan dura, tan con pelotas. ¿Pero por qué no debía ser así? Si
uno creía lo suficiente en uno mismo, entonces todo estaba al alcance
para tomarlo. Era cuestión de atreverse a alcanzar el cielo, de bloquear los
oídos a la propaganda de aquéllos que creían que algunas cosas no son
posibles.
En su estómago, sin embargo, las mariposas estaban jugando y su
boca estaba seca como un desierto. No debía ahuyentarlo. Debía tomar el
mensaje.
La llegada de un móvil de la televisión era siempre un espectáculo,
disfrutado más que nadie por la misma gente de la televisión.
Actualmente en los Estados Unidos, los hombres de los medios de
comunicación eran dioses encarnados mientras que los ciudadanos
luchaban con uñas y dientes para conseguir quince minutos de fama
instantánea. Jim Summerford, relajado pero con aire de empresario,
conducía todo. Detrás de él aparecía un grupo de profesionales
encargados de las cámaras, de la iluminación, del sonido. Los saludos
fueron amistosos pero obviamente él deseaba ponerse a trabajar de
inmediato.
—Pensé que comenzaríamos el trabajo con estos aparatos. Entonces
podríamos grabarla levantando pesas en esos aparatos. Seguiríamos con

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PAT BOOTH PALM BEACH

la entrevista en la que usted habla sobre la filosofía de su gimnasia y


explica cómo se diferencia de las otras gimnasias. ¿Qué le parece?
—Me parece bien.
La gente de producción trabajaba rápidamente en la instalación del
equipo y enseguida todo estuvo listo para que Lisa diera la señal para
comenzar.
Bañadas en el imperdonable calor de las luces y exigiéndose al
máximo, las muchachas de Lisa hicieron la mejor de las tomas. Las
cámaras de vídeo recorrieron con adoración los cuerpos ondulantes,
marcando los eróticos contornos, escudriñando desvergonzadamente los
húmedos cuerpos femeninos, jugando lascivamente sobre los miembros
que se sacudían. Los reproductores tomaban con avidez el ritmo lacerante
de la música electrónica, mientras las extremidades frenéticas golpeaban
el sudor de sus dueñas provocando una rica espuma de esfuerzo y éxtasis.
Jim Summerford levantó ambos pulgares en el aire mientras sus
valientes camarógrafos se metían en el caldero hirviente de carne
femenina, con sus lentes fálicos mirando con lujuria las hendiduras suaves
y húmedas, los labios abiertos, degustando el abandono, el total
compromiso con el movimiento y el trabajo. En su rostro se dibujaba la
sonrisa de un hombre que había conseguido lo que deseaba: la excitación
para sus televidentes masculinos y, ¿por qué no?, la de sus esposas y
amantes.
—Muy bien. Eso es todo. Creo que lo tenemos —gritó por encima de
la música—. Vamos.
Coitus interruptus. Las cámaras se retiraron a la orden de su
conductor, dejando la mente femenina, en su conjunto, varada en una
plataforma de deseos no satisfechos. Alguien apagó la música y las que
bailaban dejaron lentamente de hacerlo, como marionetas cuyo titiritero
se había fatigado, figuras de cuerda cuyo tiempo se terminaba. Esto era la
televisión y lo que la televisión deseaba lo conseguía.
Para Lisa, que estaba en el aparato para trabajar abductores, parecía
que todo iba bien. Las muchachas habían lucido espléndidas y las más
lindas, que estaban en la primera fila, habían atrapado, tal como se había
planeado, toda la atención. Ahora era su turno. Primero lo visual, luego lo
verbal.
Había elegido con cuidado la máquina Nautilus. La finalidad era
ejercitar los músculos que hacían juntar las piernas. Comenzando con las
piernas bien abiertas, ella empujaría dos plataformas que estaban
conectadas hacia una línea media de resistencia, para luego permitir que
la fuerza del aparato las volviera a separar una vez más. El ángulo de la
cámara estaba de frente, con las lentes que sin vergüenza enfocaban
directamente la entrepierna. El efecto, de un atrevido tono erótico, fue
enfatizado por la elección que Lisa había hecho de su ropa. Un slip de
color negro, con una fina tira de tela negra que escasamente cubría la
entrepierna, se imponía sobre una malla enteriza de color piel.
Era como si no tuviera nada puesto y Jim Summerford no se quejó.
—Lisa, eso se ve maravilloso. Díganos qué está haciendo. Háganos un
comentario.
Mientras las poderosas piernas de Lisa se abrían y cerraban frente a

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las cámaras, su voz sonaba confiada, segura, sin la menor muestra de


esfuerzo físico.
—La diferencia básica entre mi estudio y los otros es que yo tengo
aparatos Nautilus. No me baso solamente en los ejercicios aeróbicos. La
belleza del programa Nautilus es que uno puede completar el circuito en
veinte minutos. Es ideal para un descanso a la hora de la comida. Y uno
sólo debe hacerlo tres veces por semana. En realidad, uno no debe
trabajar en los aparatos más que eso.
Sus piernas se abrían y cerraban sin esfuerzo como tijeras mientras
hablaba; la sensualidad de sus movimientos no parecía concordar con el
profesionalismo de sus palabras.
—Uno comienza lentamente, levantando sólo el peso que se pueda.
Luego, va aumentando gradualmente hasta llegar a mover montañas.
La subyugante sonrisa brilló en la cinta de video mientras las piernas
de Lisa, con un breve trabajo, levantaban una formidable pila de lingotes
de hierro.
—El circuito está dispuesto de manera tal que los diferentes grupos
de músculos se trabajan en orden. Uno lleva un registro del peso que
mueve en cada aparato y lo incrementa gradualmente a medida que se
siente más fuerte. En cada aparato, uno hace quince movimientos. No
más. No menos. Supongo que ahora yo hice mis quince.
Lánguidamente se bajó del Nautilus, retirando las piernas de las
plataformas y sentándose derecha ahora, con las manos sobre la falda,
mientras esperaba a que Jim Summerford se acercara.
—Bueno, Lisa Starr, eso fue muy impresionante. Pero espero que
nuestros televidentes se pregunten si ese tipo de ejercicio produce mucha
musculatura.
—¿Me veo con mucha musculatura?
Lisa no se veía así. ¿Era la fantasía de algún anatomista soñador? Sí.
¿La respuesta a la oración de cualquier heterosexual al que le gustaba que
las mujeres estuvieran en forma? Seguramente. ¿El "increíble Hulk"? De
ninguna manera.
—Creo que todos estamos de acuerdo en que se la ve maravillosa,
simplemente maravillosa, Lisa.
La cámara devoró su magnífico cuerpo.
—Lo que trato de hacer aquí es un concepto totalmente nuevo para el
mantenimiento del cuerpo. Lo llamo esculturación corporal. Estar en forma
ya no es suficiente. Es bueno, esencial incluso, pero no suficiente. Lo que
las mujeres necesitamos es tener fuerza además de estar en forma. Tener
fuerza y ser hermosas. A eso es a lo que aquí apuntamos. Hacemos
aerobismo, cargamos pesas y los demás días trabajamos con estos
aparatos. Estos ejercicios ayudan con la gimnasia y el estiramiento.
En los ojos de Lisa brilló el destello del fanático y por un segundo se
detuvo ante la gloriosa visión que rondaba su mente. Un gran cambio. Un
reacomodamiento de actitudes y expectativas. Mujeres fuertes. Mujeres
físicamente fuertes. La fuerza emocional e intuitiva ahora aliada al cuerpo
firme, duro, eficiente, un cuerpo que podía levantar cosas, cargarlas,
hacerlas. Y después sería un paso corto hacia la verdadera equiparación
con los hombres y la finalización de los ciudadanos de segunda, que en la

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línea de base daba origen a la debilidad femenina.


Como si estuviera leyendo sus pensamientos, Jim Summerford hizo la
pregunta obvia.
—¿Y qué sucede con los hombres? ¿Desea que las mujeres ocupen un
poco el territorio que siempre ha sido nuestro? —Jim Summerford se
sonrió a sí mismo. Aquélla era una pregunta que le podría haber valido el
despido en Nueva York o en Massachusetts. Pero uno no podía ir más
hacia el sur en los Estados Unidos que en la Florida. Éste era un país
chauvinista.
—Deseo que las mujeres compitan con los hombres, y que lo hagan
en términos de igualdad. No deseo que las mujeres luchen contra ellos. No
son nuestros enemigos. Los amamos a todos. —La subyugante sonrisa
consolidó la unión entre los sexos.
"No había acción al tirar de esa cuerda", pensó Summerford.
—Me parece que usted cree que los problemas psicológicos
desaparecen con esta disciplina. ¿Nos podría decir algo al respecto?
—Por cierto que sí. Mi programa está garantizado para curar
depresiones. Es muchísimo mejor que el diván o el frasco de pastillas. Pero
no todo es trabajo. Ofrecemos sauna, jacuzzi, baño turco, masajes. Una
vez al mes todas las mujeres deberían tomarse una mañana y realmente
mimarse.
Hagamos la venta. Hagamos el aviso comercial. ¡Dios mío! Esto
estaba entrando en los hogares de la gente, nada menos que en los
hogares de Palm Beach.
Entonces Lisa se acercó más. Sus ojos se centraron en la cámara
mientras trataba de llegar a las mentes de los futuros escuchas.
—No hay ninguna duda. Puede cambiar su vida —dijo—. Cambió la
mía.

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Capítulo 5

Jo Anne tenía un muy mal día. Despertarse había sido un problema;


abrir los ojos, un esfuerzo; salir de la cama, una tarea aparentemente
insuperable. Ahora, mientras se sentaba malhumorada en el balcón
todavía envuelta en un negligé de pura seda de Christian Dior que había
tenido puesto todo el día, se preguntaba por qué se había perturbado
tanto. Los tranquilizantes y los antidepresivos tomados juiciosamente a
cada hora la habrían mantenido cercana a la inconsciencia para poder
nublar ese desasosiego molesto que no la dejaba en paz. Podría haberle
dado a todo el maldito día un escape. Haberlo pasado por alto.
Recomenzar el día siguiente con una hoja en blanco. El sol estaba bajando
y sus dedos rojos comenzaban a explorar el cielo circundante. En general,
la puesta del sol en el Lago Worth era algo que garantizaba levantar el
ánimo. Este atardecer parecía tener toda el alma de una llamativa tarjeta
postal.
Jo Anne vagó sin destino hasta llegar a su dormitorio y por un minuto
se quedó parada frente al vidrio espejado. Dios, se veía terrible. La
depresión parecía haberla pintado de gris. El cabello gris, el rostro gris, los
ojos grises. Sabía que los lentes distorsionantes de su humor le jugaban
una mala pasada con su percepción, pero el intelecto era esclavo de la
emoción y ella sentía que se veía espantosa. No importaba nada más. En
vano se concentró en los pechos erguidos, en el estómago plano, en las
nalgas altas y seguras. Filtrado por roda la tristeza que la envolvía, ese
cuerpo que podría enloquecer a toda la humanidad parecía estar hecho
sólo para una fábrica de pegamento.
Días como éste le sucedían de vez en cuando y no había nada que
ella pudiera hacer al respecto. En Big Apple estos humores a veces le
habían durado una semana entera. Ella se encerraba en el apartamento,
rehusaba abrir la puerta y se daba el gran placer de vivir como una sucia.
Comía chocolate y comida chatarra, dejaba que los platos se apilaran en la
pileta de lavar y se revolcaba en el lodazal de la desesperanza. Jo Anne
solía llamar a eso el "saco de casa climático". ¿Qué era ahora? ¿El más
fino negligé de seda climático? Lo que la rodeaba había cambiado y los
platos ya no estaban. Pero sentirse deprimida debajo de un Renoir era lo
mismo que sentirse hastiada debajo de una lámina con corrida de toros.
No tenía sentido especular acerca de lo que había causado este
malhumor. Había varias posibilidades: la maldita inclinación de Peter, el
desastre cercano de Paternidad Planificada y el olvido de Mary d'Erlanger
de llamarla después de la tarde que pasaron juntas en el cuarto del
Brazilian Court. Sin embargo, otros días ella podía llevar adelante
pequeñas dificultades puntuales como ésas. Hoy sentía que podía sufrir un
ataque de nervios si encontraba una araña en la piscina.
Un pequeño chorro de energía apareció de la nada y se coló en su

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torrente sanguíneo. Casi como un observador abúlico, descubrió que iba a


telefonear a esa perra de Mary. Le hablaría de malos modos. Lo menos
que podía haber hecho era llamarla y decirle que había disfrutado la
relación. De malhumor se movió hacia el teléfono y marcó el número que
sabía de memoria.
El extraño sonido metálico ya había estado presente antes. De vez en
cuando, durante los últimos meses, había sido notorio. Ese sonido y una
especie de vacío en la línea, como si alguien hablara desde un baño
público. Obviamente había algo mal en los malditos teléfonos. Siempre se
olvidaba de mencionárselo al ama de llaves.
La voz de Mary d'Erlanger sonaba un poco fría. Amistosa, pero al
mismo tiempo distante. No había sido así en el dormitorio del Brazilian
Court. Jo Anne se imaginó los dedos largos y delgados, las uñas
delicadamente cuidadas que acariciaban el teléfono. Aquellas uñas que
habían dejado marcas en su espalda.
—Jo Anne, querida. ¿Cómo, estás? Quería llamarte.
—¿Qué fue lo que te detuvo? —Jo Anne no estaba de humor para
hacerse la gatita.
—Oh, ya sabes cómo es esto. Estuve tan ocupada. A veces
simplemente no sé lo que le pasa a mi día.
—Bueno, ambas sabemos lo que le pasó a tu día el último miércoles a
la tarde, ¿no es así? —El enfado y la irritación ya estaban en la superficie.
Mary estaría ya vestida para la noche. Un modelo pequeño de Givenchy.
Negro y simple. Grandes perlas, grandes piernas. Las que habían abrazado
el cuerpo de Jo Anne.
El suspiro de Mary d'Erlanger mostraba una resignada molestia. ¿Por
qué todo era un problema? ¿Por qué había que pagar por absolutamente
todo?
—No seas así, Jo Anne. Fue divertido pero fue estúpido. No desearía
que vuelva a suceder.
Jo Anne sintió que un fusible hacía corto circuito en su interior. Vaca
estúpida y necia. ¿Con quién diablos se creía que estaba jugando?
—Divertido pero estúpido. ¡Muy divertido pero muy estúpido! —gritó
en el teléfono.
—¿Te tendiste sobre esa cama como una ballena sobre la playa
suplicándome que te cogiera y ahora lo llamas divertido pero estúpido?
Bueno, déjame decirte una cosa, Mary d'Erlanger. En la cama apestas. No
podrías cogerte ni una bolsa de papel. No me extraña que a ese borracho
impotente de marido que tienes no se la puedas hacer parar. Si yo fuera
hombre, tampoco habría podido.
Jo Anne oyó la gratificante exclamación de horror en el otro extremo
de la línea mientras colgaba de un golpe el auricular.
—Muy bien, Mary d'Erlanger. Eres historia —se dijo a sí misma en voz
alta. ¡Bravo! Eso estaba mejor. Algo del desasosiego había salido. De
repente, apareció un claro en la nube negra que había estado sobre su
cabeza durante todo el día.
Caminó por la habitación hacia el bar e hizo una pausa. Decisiones.
Decisiones. ¿Por qué eran siempre más difíciles cuando uno estaba
deprimido? ¿Escocés en las rocas? ¿Con agua? ¿Con soda? Con nada. Se

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sirvió una medida generosa de Glenfiddich en un gran vaso de cristal y


caminó hacia el sofá. Miró su reloj. El Cartier le anunciaba que eran las
siete de la tarde. El Cartier nunca se equivocaba.
Recogió las largas piernas y tomó un trago. ¡Diablos! Le había
mentido a Mary. No era cierto que era mala en la cama. Había sido
increíble, desconcertante. Ahora había terminado. Jo Anne bebió largos
tragos del suave líquido color ámbar, permitiendo que le quemara la
garganta, sintiendo la calidez de la malta del whisky cuando golpeaba en
su estómago vacío. Exhaló y se estremeció con un momentáneo placer. Se
recostó, alcanzó el control remoto y tocó el botón del canal cinco. A unos
pocos metros de distancia, el Sony Trinitron volvió a la vida.
Dios Todopoderoso. Jo Anne se sentó derecha. Se quedó observando
la entrepierna de la muchacha más atractiva que jamás hubiera visto en
su vida. Con consumada facilidad las piernas se abrían y se cerraban,
aparentemente indiferentes a la pila de pesas negras que trataban de
impedir, sin lograrlo, su progreso, mientras su dueña se extendía en las
virtudes del programa Nautilus.
Con los ojos en las piernas, Jo Anne descubrió en el mensaje ansioso y
entusiasta los fabulosos rasgos faciales de la mensajera.
—Esculturación corporal… para ser fuertes y hermosas… deseo que
las mujeres compitan con los hombres, en términos de igualdad…
garantizo la cura de las depresiones…
Eso era exactamente lo que ella había estado esperando. Esa
muchacha lo tenía. Sólo había que mirarla, escucharla, conocer aquello. La
vitalidad, el encanto brillaban en la pantalla y le daban a uno justo entre
los ojos.
Luego, de pronto, Jo Anne se dio cuenta de que la nube se había
elevado. Se había ido, desaparecido en la pesada atmósfera, dispersado
sin esfuerzo ante la visión de los calzones negros. Una expresión
pensativa apareció en sus ojos y una sonrisa de anticipación comenzó a
jugar en los labios carnosos.

Lisa Starr lo supo en el mismo instante en que la vio. Esa muchacha


era lo real. No era el Mercedes deportivo color crema o la forma casual y
hasta agresiva en que lo había estacionado, con una rueda delantera
sobre la vereda y las posteriores peligrosamente sobre la calle. Tampoco
era la calidad de su ropa, los hombros casi cuadrados de una chaqueta
Calvin Klein, la cintura de avispa, la pollera color arena que mostraba unas
piernas perfectas y bronceadas. No era ninguna de esas cosas, pero al
mismo tiempo eran todas. También los modales gritaban Palm Beach. Jo
Anne entró corriendo, con su cabello flotando tras ella, sin siquiera echar
una mirada al automóvil que pronto merecería una multa.
Caminó directamente hacia el escritorio de recepción donde estaba
sentada Lisa y su rostro se disolvió en una gran sonrisa atractiva.
—Hola, Lisa Starr. Soy Jo Anne Duke y te vi por televisión.
Un escalofrío de adrenalina recorrió el cuerpo de Lisa. Anunciarse
como un Duke en esa parte del mundo era como decir que uno era
Rockefeller en Nueva York. O un duque en Inglaterra, por lo que pudiera

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PAT BOOTH PALM BEACH

importar. Pero de alguna manera, los modales abiertos de esa muchacha y


su cordialidad transparente quitaban de la mente todos los pensamientos
que tuvieran que ver con las jerarquías.
Lisa se rió ante lo directo del contacto.
—Bienvenida a mi gimnasio, Jo Anne Duke —le dijo con una mueca de
formalidad, con una sonrisa animada y cálida—. No preguntaré qué
programa, ya que hice sólo uno —agregó.
Jo Anne movió un brazo como para restarle importancia y Lisa pudo
ver el brillo de las cuatro pulseras Cartier de oro blanco.
—Vine para entrar en el gimnasio. Deseo que cures mis depresiones y
me transformes en una supermujer.
Lisa no estaba del todo segura acerca de por qué eso la hacía
sonrojar, pero no pudo evitar que fuera así.
—Bueno —se oyó decir a sí misma—, mi impresión inicial es que sólo
me llevará diez minutos —sintió que el color se intensificaba.
—Gracias por el cumplido —fue la respuesta directa de Jo Anne—.
Pero realmente me siento como la mierda. —De nuevo se oyó una risa que
pronto se detuvo. Las palabras siguientes llegaron en forma directa—.
Deseo verme exactamente como tú.
Lisa no podía pensar ninguna respuesta. En general podía manejar los
cumplidos de hombres, de muchachas, de Maggie. Pero que viniera de una
mujer que hacía que una modelo de cubierta de Playboy pareciera una
rosa marchita, era un golpe fuerte. Había perdido el control de los vasos
sanguíneos de su rostro. Podría apostar que sus mejillas habían
comenzado a latir de verdad.
Nuevamente la risa, la cabeza que se echaba hacia atrás, mientras la
Duke disfrutaba de su confusión.
—Vamos. Estoy bromeando… de todas formas.
Esto sólo sirvió para reforzar la verdad de su deseo expresado
originalmente. Lisa cubrió su confusión hablando del negocio.
—Te aseguro que me gustaría tenerte como miembro aquí. ¿Me
permites que te muestre el lugar? Las clases no comienzan hasta dentro
de media hora, pero podrías ver las saunas y el jacuzzi.
—No, no necesito verlos. Simplemente quiero empezar. Hagámoslo
ahora.
—Son ciento veinte dólares por mes, pero puedes sacar un abono
anual por novecientos dólares. Ése es el mejor valor.
"Para un Duke eso debía sonar como un insulto", pensó Lisa. Ella
todavía no comprendía los hábitos y actitudes de esos ricos apestosos.
—Hmm. Caro —dijo Jo Anne—. Para West Palm —agregó después de
pensarlo—. Tomaré un mes por ahora y veré cómo funciona.
La tarjeta dorada de American Express flotó sobre el escritorio y Lisa
agradeció a Dios haber firmado con la compañía. Lo había pensado dos
veces.
—¿Te voy a conseguir gracias a esto? —Ambas se rieron por la
aparente ambigüedad no intencional. Era obvio lo que Jo Anne quería
decir, pero en otro nivel no estaba claro en absoluto.
—Oh, sí. Estoy aquí todo el tiempo —dijo Lisa, permitiéndose una
sonrisa neutral.

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PAT BOOTH PALM BEACH

—Bravo. Ahora déjame decirte algo, Lisa. Estuviste maravillosa en ese


programa. Me sentía realmente deprimida y me levantaste el ánimo. Este
lugar va a ser una mina de oro. Todas mis amigas se volverán locas por
entrar. Voy a hacer correr la voz. Eso si a ti no te importa todo un lote de
buscadoras de líos, neuróticas y hambrientas de sexo, con más dinero que
sentido común.
A Lisa no le importaba. Es por lo que ella había rezado. Es lo que
había soñado y ahora el hada madrina estaba moviendo su varita mágica
y le prometía el paraíso. Y a ella le gustaba. Serían amigas. Buenas
amigas. Su madre se hubiera sentido tan contenta, tan orgullosa.
Jo Anne descubrió la repentina y distante expresión de deseo y
percibió un toque de dolor.
—Ellas no son tan malas como parecen —bromeó, bien consciente de
que no eran sus descorazonadores comentarios acerca de sus vecinas de
Palm Beach lo que había causado el momentáneo dolor.
—No. No. Por supuesto que no. Me encantaría tenerla aquí —dijo Lisa,
obligando a que saliera de su mente aquel triste pensamiento—. Vamos, Jo
Anne Duke —le dijo de repente, dando un salto y tomándola de la mano—.
Voy a ponerte el cepo para ver de qué estás hecha.
Jo Anne sonrió y recorrió con su lengua los labios ya humedecidos.
—Por supuesto que de azúcar y especias —mintió—, como todas las
mejores muchachas.

Estirada en los aparatos Nautilus que se centraban en las


contracciones de los cuádriceps, quedó al descubierto que Jo Anne estaba
bien construida, aunque le faltaba un poco de trabajo en músculos,
ligamentos, tendones y huesos. Los ejercicios aeróbicos la habían
mantenido en forma, el masaje le había proporcionado un físico elegante y
suave, pero no tenía fuerza.
—No hay problema. Ningún problema —la alentó Lisa—. Dame dos
semanas y estarás empujando siete, quizás ocho pesas de éstas.
Lisa la llevó lentamente por el circuito, enseñándole los ejercicios,
asegurándose de quejo Anne supiera cómo hacerlos correctamente. Era
vital que lo comprendiera. Los malos hábitos podían aumentar y, una vez
que uno comenzaba a engañarse y los músculos a no trabajar bien,
entonces todo el programa, cuidadosamente calculado, se derrumbaba y
se perdían los beneficios.
Al final del circuito, Jo Anne supo que estaba enganchada y en más de
un sentido. Por fin le hablaban los músculos que ella ni siquiera sabía que
tenía. Sería todo un viaje de autodescubrimiento corporal. Mejoraría su
postura y con ella su humor. La excitación que la recorría por entero
también tenía un centro. Lisa había sido la que buscaba, una guía; su
obsesiva atención a los detalles había sido casi tan impresionante como su
maravilloso físico, tan subyugante como la frialdad de sus fuertes manos.
También, poseía un espléndido sentido del humor. Brillante como un
botón, filosa como un cuchillo, fresca como una margarita: las viejas
frases eran siempre las mejores. Era una combinación por la que Jo Anne
siempre habría estado en el mundo.

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Debajo de la ducha, Jo Anne sintió que su espíritu cantaba; incluso


había cantado ella misma unas estrofas de la temida Hello, Dolly, que las
orquestas de Palm Beach insistían siempre en interpretar. ¿Era su
imaginación o podía ver la protuberancia de un músculo nuevo en su
brazo? El espejo le dijo que sí, pero entonces el espejo de ayer le había
dicho que toda ella estaba gris. Los espejos, como los hombres, no podían
ser confiables. Se secó y se vistió rápidamente. Afuera encontró a Lisa
organizando los casettes para los primeros ejercicios aeróbicos del día,
inclinada sobre el equipo de música. Jo Anne le puso una mano en uno de
los músculos de los glúteos duros como rocas.
—Lisa Starr, ¿comerás conmigo? —le preguntó.
Lisa se volvió y sonrió.
—Seguro, me encantaría —le dijo, sólo subliminalmente consciente de
que la mano de Jo Anne estaba todavía en su nalga.

—¿Cómo me veo, Maggs? —Lisa giró delante de su amiga, medio en


broma, medio en serio. Una comida en Palm Beach con Jo Anne Duke era
tan excitante como jugar a adivinar en qué caja había un diamante y en
cuál una culebra. Lisa no tenía ninguna pista acerca de lo que podía
esperar. Había recordado los intensos monólogos de su madre, pero no le
servían de ayuda; detalles tan vitales como lo que se debía poner para
una comida y cómo se entendía una lista de platos franceses habían sido
dejados de lado en el cuadro romántico. ¿Sería una comida para doce
personas en la mansión de los Duke, un buffet al lado de la piscina con
patas de pollo y copas de vino haciendo equilibrio sobre las rodillas, o
quizá fuera en algún restaurante? No había modo de saberlo y Lisa, por
instinto, sintió que sería desesperadamente desubicado preguntarlo. De
manera que decidió vestirse como la mujer para todas las estaciones y
sintió que eso funcionaba. Los desteñidos vaqueros azules estaban
inmaculadamente planchados, suavizados por una costosa camisa de seda
color crema y una chaqueta de hombros anchos de Diane Von
Furstenberg, que había comprado en una liquidación de Burdine's. Su
atuendo se completaba con unos zapatos negros de cuero y las medias de
Christian Dior con estampado de corazones. Todo el conjunto le había
costado poco más de cien dólares, pero el efecto total era de una modesta
elegancia, de una frialdad de folleto. Los Levis eran un poco aventurados,
pero así era la vida.
—Te ves como un perro. Un perro grande y feo. —Maggie hizo un
gesto con su rostro—. Lisa, realmente no creo que debas salir así. Puedes
llegar a espantar a los caballos.
A través de los pantalones pegados al cuerpo, sus miembros se
contorsionaron y se tensaron cuando Lisa adoptó una pose
despreocupada, con las manos en las caderas, la cabeza hacia atrás, el
culo apuntando hacia el techo. Se rió de su amiga y de sus propios
sentimientos de inseguridad.
—Muy bien, Palm Beach. Estoy lista para ti. Haz lo peor —fueron sus
palabras y lo que a su vez trataba de sentir.
—¿A qué hora te pasa a buscar?

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PAT BOOTH PALM BEACH

—¿Qué me pasa a buscar? ¿Qué me pasa a buscar? Los Duke no


pasan a buscar a la gente. Hacen que los pasen a buscar. La limusina
viene a la una.
Lisa hizo una reverencia extravagante desde la cintura. Los años de
estiramiento le permitieron llegar con el cabello negro y brillante hasta
barrer el suelo, las rodillas sin flexionar, el brazo extendido en gracioso
gesto de bailarina de ballet.
—Bueno, lo que te digo es que te asegures de estar aquí antes de que
el reloj dé la medianoche, Cenicienta, y no dejes que el príncipe encantado
te coja el primer día.
Lisa iba darle un puntapié en broma al trasero regordete de Maggie,
pero el jueguito se interrumpió por la llegada de una limusina negra más
grande que cualquiera de lo que las dos muchachas hubieran visto jamás.
El estirado Mercedes de los Duke era intimidatorio y para eso estaba.
Chivers, el chofer inglés de uniforme gris, no era menos impresionante.
Con su gorra debajo del brazo, se hizo camino hacia el gimnasio.
—¿La señorita Elizabeth Starr? —La mandíbula se abrió mientras
pronunciaba el apellido de Lisa, de manera tal de que no quedara ninguna
reminiscencia de una r.
—Soy Lisa. ¿Me lleva a comer con Jo Anne Duke?
—La señora Duke me pidió que la llevara hasta el café L'Europe para
encontrarse con ella —dijo como si el restaurante fuera tan familiar como
lo era la Torre Eiffel para un parisién, el tipo de lugar en el que Lisa comía
día por medio.
—Lléveme con su patrona —dijo Lisa, haciéndole un guiño a Maggie
mientras se dirigía hacia la limusina, dejando detrás a Chivers, que tuvo
que correr detrás de ella.
En el vientre de aire acondicionado del poderoso automóvil, Lisa
estiró sus piernas y trató de relajarse. Para eso se había construido esa
maldita cosa. No había modo de jugar un juego de dobles mixto aquí, pero
ocho personas podrían sentarse cómodamente para tomar unos tragos
después de la cena. Los almohadones parecían devorarla. Eran como
arenas movedizas y le daban la sensación de que podría succionarla en el
vértice de ese lujo desnudo.
Lisa se rió en voz alta por sus pensamientos tan teatrales, haciendo
que Chivers mirara por encima del hombro para investigar la causa de la
risa. Al no haber encontrado nada, regresó a la segundad de su papel de
sirviente.
—Si gusta de algún refresco, los encontrará en el bar que está frente
a usted. En el balde hay hielo y mezcladores en el freezer.
La inclinación inicial de Lisa fue la de rehusar, pero súbitamente
cambió de parecer. ¿Por qué no? Si esto era la dolce vita, tenía que
aprovechar la ocasión. Los ricos tienen un modo de hartarse de sus
juguetes nuevos, incluso hasta cuando todavía no han sido desenvueltos.
Se inclinó hacia adelante y abrió la cueva de Aladino que era el bar.
No había ninguna botella a la vista. Todo estaba en botellones del más fino
cristal. Alrededor de cada uno colgaba una etiqueta de plata sobre la que
se describían los contenidos, con una escritura intrincadamente tallada. Se
sirvió un dedo de vodka en un vaso de boca ancha y le puso bastante

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hielo. El color quedó confinado a la sección más fría de la parte inferior del
freezer. Todo lo que uno se pudiera imaginar estaba allí. Una jarra de
zumo de tomate, Miller's Lite, Carlsberg, lo que se veía como jugo de
naranja, también en una jarra alta, una botella de Taittinger Rosé, otra de
vino del Rin, cherry Tío Pepe, un plato con rodajas de lima. Resistiendo la
tentación de embarcarse en la preparación de un bloody Mary, Lisa tomó
en su lugar el martini helado y se sirvió una mínima cantidad en el vodka.
Ignorando el elegante removedor de plata, metió su dedo de manera
irreverente y revolvió. No debía extralimitarse.
La fría bebida alcohólica en el estómago caliente le produjo un
masaje en el cerebro. Lisa lo sintió casi de inmediato. No acostumbraba a
beber, pero hoy era un día especial. Estaba cruzando el puente, por fin, y
del modo en que su adorada madre lo habría soñado. Muy bien, las
blancas carrozas brillaban por su ausencia, pero desde el primer sorbo de
su vodka con martini, ella podría haber jurado que oía un coro de ángeles.
Nuevamente se sonrió a sí misma mientras el coche dorado entraba en el
Royal Palm Way hacia el corazón de Palm Beach. El cartel en la vidriera
del agente de bolsa en el edificio con el número "400" le decía que el
índice Dow bajó 19,48 puntos. ¡Oh, mi Dios. Qué lástima! Los ricos se
habían vuelto algo más pobres. ¿Significaría que comerían pasta en la
comida?
La multitud que esperaba en Doherty, cuando el automóvil dobló
hacia la derecha para dirigirse a South County, indicaba que los residentes
de la ciudad estaban enfrentando con valentía la caída de la bolsa.
Tampoco la gente de la avenida Worth parecía desilusionada.
La limusina subió por el complejo Esplanade como si ello indicara que
regresaba a casa; un grupo de acomodadores se agolparon a su alrededor.
Chivers les habló con autoridad.
—Cuídenlo durante unos minutos, regresaré de inmediato.
—Salió del asiento delantero y le abrió la puerta a Lisa—. Si me
permite, la llevaré hasta donde se encuentra la señora Duke.
Lisa estaba ligeramente consciente de lo que la rodeaba mientras
subía los escalones españoles de la escalera de la Esplanade, con los ojos
fijos en el trasero de Chivers. Éste se veía como un soldado de la
confederación en algún refrito sobre la guerra civil producido para la
televisión. Lisa no podía evitar estos pensamientos. En la parte superior de
la escalera, los carteles sobre las puertas anunciaban el café L'Europe.
Lisa respiró profundo y le agradeció a Dios por el vodka que producía
improbables dualidades en su interior. El maître parecía estar
esperándolos.
—¿Es la señorita la invitada de la señora Duke? —preguntó con un
cerrado acento francés—. Por favor, sígame, mademoiselle.
Lisa trató de desechar la idea de que este proceso aparentemente
interminable de ser transportada hacia la vanidosa presencia de Jo Anne
Duke podría proseguir durante todo el día. En la mesa habría un
mayordomo negro que la transportaría a un helicóptero que la esperaba y
luego irían hasta un yate donde un capitán de espesa barba la llevaría
hasta un submarino…
Vagamente impresionada por las montañas de flores de color y de

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colorida gente, Lisa se dejó llevar a través del restaurante.


Jo Anne estaba sentada sola en la mejor mesa del lugar. Se puso de
pie cuando vio a Lisa aproximarse y extendió un brazo. La sonrisa era
cálida, pero ¿no había un dejo de superioridad en las palabras iniciales?
—Mi maestra, mi gurú. ¡Qué bueno verte, Lisa!
—¡Vaya! —exclamó Lisa, sentándose con gracia—. ¿Te dedicas al
negocio de los misteriosos viajes mágicos?
Jo Anne se rió.
—Sí, la limusina es un poco novedosa, ¿no es así? Chivers, también,
me parece. Pero siempre digo, si lo tienes, haz alarde de ello.
Jo Anne siempre decía eso y, en cuanto era posible, lo practicaba
efectivamente. Quizá cuando fuera vieja y canosa, entraría en el juego de
la modesta clase alta, como el grupo de Hobe Sound, pero por ahora ella
deseaba estar tan lejos de la masturbación de la gran ciudad como fuera
posible.
—Brindo por eso —dijo Lisa, tomando la copa de champán helado que
parecía haber sido servida mientras ella estaba a mitad de camino entre
estar de pie y sentarse. Las burbujas le subieron a la nariz. Aquello era
agradable. Era divertido. Ahora que estaba allí, todas las dudas y temores
habían desaparecido. Ya lo estaba disfrutando. Sólo ellas dos. Bien. Jo
Anne parecía verdaderamente agradable. Lanzó una mirada alrededor del
lugar, a la flora y fauna de Palm Beach, mientras la realidad se juntaba
con su fantasía.
Jo Anne la miraba con orgullo: era un espécimen magnífico. Con
pelotas y con el aspecto de una diosa. ¿Qué es lo que deseaba de la vida?
Aquél era el propósito secreto que esa comida develaría. Si uno conocía lo
que la gente deseaba, dónde dormían por las noches mientras soñaban los
sueños más exóticos, entonces uno estaba bien encaminado para
controlarlos.
Jo Anne sintió el zumbido del motor en su interior mientras la
maquinaria se ponía en funcionamiento. Control. Dominio. La
esquematización de los esquemas. Olvida el champán, olvida el caviar.
Sólo eran variedades de la atracción principal.
—¿Y qué piensas del espectáculo hasta ahora?
Lisa no estaba muy segura.
—¿Quiénes son en verdad todas estas personas? Hazme una visita
guiada, Jo Anne. Tú conoces a todo el mundo.
—¿Realmente te interesa, Lisa? Seguramente todos podrían
inscribirse en tu gimnasio.
—Oh, estoy simplemente fascinada por el viaje a Palm Beach. Desde
que era una niña lo sentí así. Mi mamá solía trabajar aquí, como mucama
de la señora en la casa de los Stansfield, ya sabes, el senador Stansfield.
Ella amaba tanto todo y jamás hablaba de otra cosa. Supongo que de
alguna manera heredé ese interés.
—Pero qué fascinante. Eso es realmente interesante, Lisa.
El cerebro de Jo Anne masticaba la información mientras la introducía
en el archivo de su mente. La muchacha carecía totalmente de afectación
y era fresca e inocente. El hecho de que su madre hubiera sido mucama
no era algo de lo que mucha gente quisiera hacer propaganda. También

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parecía que estaba un poco impactada por las luces; el proceso de lavado
de cerebro sustituyó a la plutocracia de Palm Beach por la meritocracia de
la pantalla. Se sonrió a sí misma y luego a Lisa. Toda esta información era
alentadora.
—Bueno, veamos. Supongo que habrás oído hablar de Estée Lauder.
Es la señora con top de lentejuelas. A su lado hay alguien que se llama
Helen Boehm. Hace porcelanas y administra el equipo de polo de mayor
éxito. El tipo atractivo a la derecha de Boehm es bastante interesante. Se
llama Howard Oxenberg, seductor con las mujeres. Del otro lado está su
mujer, Anne, que es una verdadera muñeca, hermosa y encantadora.
Howard estuvo casado con la princesa Elizabeth de Yugoslavia; tienen una
maravillosa hija, Catherine, que es actriz. Los Oxenberg viven en
Wellington durante una parte del año, en un lugar llamado Polo y Club de
Campo de Palm Beach.
Jo Anne sonrió ante la mirada de total concentración de Lisa. Para
cualquiera que conociera a los Oxenberg en la intimidad, como era su
caso, eran adorables, gente común cuyas actividades no tenían nada de
extraordinario, sin valor para comentario alguno. Pero para la revista
People, eran considerados como innegablemente glamorosos. Quizás un
poco influida por las poderosas reacciones de Lisa, la actitud de Jo Anne
hacia sus viejos amigos sufrió un sutil cambio cuando los vio renovados a
la luz del entusiasmo de la joven.
—Cuéntame acerca de este lugar en Wellington. Vi todos los anuncios
de televisión para el polo. ¿Quién vive allí y para qué?
Jo Anne comenzó a sentirse una especialista en sociología. ¿Cómo
definir la delicada diferencia entre el Club de Polo y el Palm Beach
propiamente dicho? Se necesitaba un animal social que tuviera el don de
una nariz bien afilada para detectar las siempre cambiantes esencias y
aromas de la relación social, para distinguir las características que dividían
a las dos comunidades. Pero, en algún sentido, ella era realmente una
experta. Lisa no podía haberle preguntado a alguien mejor, con la posible
excepción de Marjorie Donahue.
—Las obvias diferencias no son importantes. Wellington está a treinta
kilómetros del mar. El énfasis está principalmente en el deporte: golf, tenis
y polo. Supongo que es un lugar más joven, por cierto que más nuevo. Y
muy agresivo. Gastan una fortuna en tratar de hacer el mejor lugar de los
Estados Unidos para los jóvenes, para los amantes del deporte; y en
verdad lo están consiguiendo. Sin embargo, no han tenido suficiente éxito.
Una enorme cantidad de gente de Palm Beach va cada domingo a
presenciar el polo, pero el resto de la semana, durante la temporada,
todos los de Wellington comen y nadan allí. Por supuesto que es más
barato. Uno puede comprar algo dignamente decente por alrededor de
quinientos mil dólares. En Palm Beach, por ese precio sólo se puede
comprar una conejera. —Permaneció en silencio unos instantes,
reflexionando—. Creo que lo verdadero es la cuestión de razas. En esta
ciudad los protestantes y los judíos no se mezclan. Es como el apartheid.
Estée Lauder, por ejemplo, no sería bienvenida en el Club de Tenis,
aunque muchos socios del club estarían más que felices de ir y beber su
champán si ella diera una gran recepción de caridad. El Club de Polo es

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mucho más libre y fácil, más democrático, más liberal. Quizá te gustara
venir con nosotros este domingo. Puedes conocer a mi esposo, Peter. En
general, primero comemos, y luego asistimos a un espectáculo de boxeo,
donde bebemos muchos Pimms mientras disfrutamos de la acción.
—Eso suena maravilloso, Jo Anne. Me gustaría verlo.
Lisa se acomodó para el banquete y permitió que la relajación y el
champán fluyeran por su cuerpo. Ninguno de sus horribles miedos se
materializó. La lista resultó ser una valla fácilmente superable: ensalada
mixta seguida por un churrasco. Jo Anne también se mostraba
completamente encantadora, sin señales de darse aires como los que
podrían corresponder a su riqueza casi indecente. Hasta aquí, Palm Beach
había estado a la altura de las mayores expectativas de Lisa. Era sólo
cuestión de superarlas de un modo que le cambiara la vida para siempre.
—Eh, mira, hablando del diablo.
De pronto la voz de Jo Anne se llenó de excitación mientras
gesticulaba señalando la puerta del restaurante.
Lisa dirigió hacia allí su mirada, pero no era Satanás en absoluto lo
que ella vio.
La reacción inicial fue casi química. Más tarde habría palabras para
describirla, racionalizaciones que explicarían lo que sintió en lo más
profundo de su interior. Pero ahora era simplemente una sensación, un
raro cambio de emociones, como si el nido del avispón se vaciara dentro
de sus vísceras. Algo le sucedía, no sabía qué y la aparición de un hombre
terriblemente atractivo en la puerta del café L'Europe era la causa de su
incomodidad.
A medida que su mente comenzaba a volver a tener el control sobre
el furioso torrente de las sustancias químicas de su cuerpo, Lisa trató de
entender lo que estaba viendo. No había una respuesta satisfactoria. Muy
bien, él era increíblemente atractivo, pero eso no era exactamente lo
exclusivo. Era algo mucho más importante que eso, algo desconcertante,
peligroso, excitante, inevitable. Y provenía de él. Era una interacción, una
reacción, algo entre ella y ese extraño que, sumado, daba algo más que la
suma de las partes individuales. Lejos de saber qué era, Lisa observó y
esperó, sintiéndose rehén del destino, mientras el hombre abandonaba la
puerta y entraba en el restaurante.
Algo fue evidente de inmediato. Él tenía a su alrededor el dulce
aroma del éxito, el embriagante aroma del carisma concentrado y todos
los que lo rodeaban podían sentirlo. El maître d'hôtel, que tenía un aire
profesional cuando Lisa había llegado, se metamorfoseó en un servil
jorobado mientras conducía al hombre entre las mesas. Todos en el salón
giraron sus cuellos de goma mientras movían sus ojos ante el recién
llegado. El tono de la conversación se aquietó, mientras que se
multiplicaban los codazos disimulados y las manos encontraban las
muñecas de los desprevenidos que no se habían dado cuenta de la
presencia formidable que estaba ahora entre ellos.
Lisa se volvió indefensa hacia Jo Anne. No era necesario hacer la
pregunta. Jo Anne le sonrió.
—Bobby Stansfield —dijo simplemente—. Y ésa es su madre, Caroline
Stansfield, detrás de él.

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Lisa sintió que sus fuerzas la abandonaban. Ese hombre era un


Stansfield. El Bobby Stansfield. Impresionante para cualquiera. Un
superhéroe de mitología para Lisa, el portador de la dinastía Stansfield,
esa fabulada colección de titanes que habían poblado las románticas
fantasías de su querida madre. No era de extrañar que él reconociera al
instante, a nivel subconsciente, la importancia fenomenal que para ella
representaba. Lo inexplicable se pudo explicar al instante, pero el
conocimiento ayudaba para nada.
Y luego estaba Caroline Stansfield. La patrona de su madre. El espíritu
de Palm Beach, el epítome del mundo mágico del otro lado del puente.
¡Dios Todopoderoso! Las emociones se mezclaron y encendieron su
estridente disonancia. Lisa luchó por encontrarle sentido. Bobby
Stansfield, ese hombre hermoso, deseable y famoso que podría llegar a
ser presidente. Caroline Stansfield, que había despedido a su madre, le
había arruinado la vida y había sido transformada en una diosa como
recompensa por su falta de caridad. ¿Lisa la adoraba o la odiaba? Era
imposible intuir la respuesta. Mientras la poderosa adrenalina dejaba sin
color sus mejillas, Lisa permanecía sentada, quieta como una roca, como
un animal hipnotizado por el miedo, por los faros encendidos de algún
automóvil que se aproximaba, incapaz de moverse, incapaz de pensar. En
la oscuridad, a través de la niebla que la había envuelto, se dio cuenta de
que los Stansfield se dirigían hacia ella.
—¿Jo Anne Duke? ¿Una comida de mujeres? Bueno, bueno, debería
salir más a menudo. —El centelleo de su voz decía mucho, mucho más
que las palabras. Los ojos azules corrieron hacia los de Lisa—. ¿Me podrías
presentar a tu hermosa amiga?
La sonrisa estaba todavía allí, pero de alguna manera la voz se había
vuelto seria.
—Oh, Bobby, ésta es Lisa Starr. El senador Stansfield. Lisa acaba de
abrir el gimnasio más maravilloso de West Palm. Ella cambiará mi vida,
me transformará en una diosa, si tal cosa es posible.
Tanto Lisa como Bobby no se dieron cuenta del sabor a superioridad
que había en esas palabras. En sus mentes había otras cosas.
—Estoy muy contento de conocerla, Lisa Starr. Quizá si tuviera algo
de tiempo libre, podría cambiar un poquito mi vida también.
Lisa se ruborizó profundamente ante la sugerencia, mientras los ojos
maravillosos le traspasaban el alma. Dios querido, es muy atractivo.
Desagradablemente atractivo.
—Madre, conoces a la esposa de Peter Duke, Jo Anne. Y esta es Lisa
Starr, a quien, me siento avergonzado y desdichado de decir, jamás había
visto.
Como un mago lo haría al hacer aparecer un conejo, dio un paso para
dejar a la vista a Caroline Stansfield. Su fatigada sonrisa lo decía todo.
Saltar de mesa en mesa por una cena política de mil dólares el plato era
negocio; saltar de mesa en mesa en un restaurante era una perversión.
Caroline Stansfield extendió su mano frágil y tanto Jo Anne como Lisa
se pusieron de pie para alcanzarla. Sí, ella conocía a Jo Anne Duke.
Prostituta con corazón de bronce o de algún otro metal desagradable.
¿Lisa Starr? Sonaba a actriz. Con segundad no tenía relación con los Starr

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de Filadelfia. Pero esos hermosos ojos, esos pómulos altos. Le parecían


familiares. Le recordaban a alguien. Pero en esos días su memoria estaba
hecha pedazos. ¿Quién diablos era?
—Lisa Starr —dijo pensativamente mientras le estrechaba la mano—.
Siento que la conozco de alguna parte. ¿Nos hemos visto antes?
Había tanto que decir, una vida de angustia, ambición, de alegría y de
penas del corazón para discutir; pero, por supuesto, todo eso era
imposible.
—No, me temo que no —era la única respuesta posible y la que
pronunció Lisa.
—Vamos, Bobby. Estoy hambrienta. ¿Me invitas a comer o no? —La
orden de Caroline Stansfield, como siempre, fue obedecida al instante.
El brazo de Bobby asumió una posición de comando mientras se unía
a su madre para proseguir el viaje.
—¿Cuándo me invitarás, Jo Anne, o los Duke están ahorrando?
Llámame —dijo por encima del hombro con cierto dejo de insistencia—.
Adiós, Lisa Starr. Deseo volver a verla.
Una risa profunda y burlona creció en el interior del corazón de Lisa y
de inmediato encontró allí su hogar.

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Capítulo 6

Por primera vez en semanas, Lisa se sentía completamente relajada.


La sauna había eliminado todo el excedente de líquido de su cuerpo, había
limpiado sus poros y quitado la tensión de sus músculos fatigados. Ahora
el jacuzzi estaba completando el proceso. Chorros calientes de agua
trabajaban con firmeza sobre ella, masajeándola, suavizándola,
acariciándole la carne. No había otro sonido que el suave correr del agua
con esencias; también las luces se habían bajado para minimizar toda
entrada a los sentidos. Por fin Lisa era libre, libre de relajarse, de sentir, de
disfrutar las deliciosas sensaciones del presente. Sin embargo, sus
infatigables pensamientos rehusaban quedarse quietos. Tanto había
sucedido. En un tiempo tan corto, ella había viajado desde la tragedia
hasta el borde de la sublimación, pero había sido la corrida de un tigre,
delirante, atemorizante, peligrosa, y ella misma había sido en parte
conductora y en parte conducida.
Antes, había habido seguridad, comodidad, amor y, por supuesto, sus
padres, que habían representado esos tres elementos. La sensación de
dolorosa pérdida había disminuido ahora, a medida que el bálsamo del
tiempo transitaba el camino de la cicatrización; pero los recuerdos seguían
viviendo, eran verdaderos, estaban vivos. Principalmente sentía la
presencia de su madre, cuya calidez y aroma de seguridad echaba de
menos. Las llamas habían carcomido sus sueños, pero ¿seguían viviendo
en Lisa, transmutados, trasplantados en el cuerpo y la mente de una
nueva y valiosa portadora?
Lisa suspiró mientras se secaba una gota de sudor de la ceja. Había
abandonado su ambición de ir a la facultad y estudiar para profesora. ¿Era
esa carrera desechada una causa de remordimiento? Quizás en el vacío.
Pero ese vacío había sido llenado. Ahora era la reina de su propio dominio,
no una cortesana de baja monta en el reino de otro. Era un feudo
infinitamente más pequeño, pero ella gobernaba en él. Resultaba evidente
para todo el mundo que ya era un éxito. Había una inundación de
inscripciones y la lista estaba a punto de ser cerrada. Pero significada
muchísimo más. Era un modo de ofrecerle a su madre el mayor regalo
póstumo. El próximo domingo, ella se sentaría en el palco privado de los
Duke para presenciar un partido de polo, no como sirvienta sino como una
igual. De golpe había conseguido el sueño imposible de Mary Ellen. Muy
bien, por ahora era sólo un tenue paso en la escalera, pero seguramente
ella no había comenzado desde lo más bajo.
Tampoco intentaba dormirse en los laureles. Consolidaría su posición
como un ejército invasor, reuniría sus reservas, antes de irrumpir desde la
cabeza de playa en una campaña de conquista que dejaría a Palm Beach
rendida a sus pies, con sus inespecíficos deleites sometidos
incondicionalmente a Lisa Starr. Saboreó ese pensamiento delicioso, pero

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mientras tanto una pena trepó hasta agriar su sabor. Era tan injusto. Si su
madre pudiera haber vivido para verlo. Si su padre y el abuelo…
Pero ellos ya no estaban y no había nadie que observara sus primeros
pasos.
Estaba completamente sola en un mundo de peligro y dificultades,
únicamente con su inteligencia, su belleza y la brillante visión para
ayudarla. De repente, Lisa sintió que su autoconfianza se escapaba de su
apretada garra y el bloqueo que sentía en la garganta encontraba
compañía en las lágrimas que asomaban a sus ojos.
—Tus enemigos, mis enemigos —eso era lo que al abuelo Jack le
gustaba decir—. Si algún tonto no te trata bien, Lisa, vienes y me cuentas.
No va a volver a masticar carne tan bien.
Y entonces ellos siempre se reían, pero en realidad Jack Kent había
roto mandíbulas antes y, por cualquier desprecio real o imaginario a su
bien amada nieta, probablemente habría ofrecido una más temible
retribución. Con un hombre así al lado, no había por qué tener miedo. Con
el egoísmo del viejo Jack y los enormes puños de su padre, la infancia de
Lisa había sido completamente segura. Ningún negrito de la cuadra jamás
se había atrevido a decirle una palabra, ningún borracho empapado en
licor jamás se había arriesgado a hacerle un comentario sugestivo sobre
las tetas que habían comenzado a crecerle, ningún noviecito había
empujado su suerte cuando la respuesta había sido no. Después, en unos
pocos minutos todos ellos se habían ido y la habían dejado sola. Una chica
sin padre y sin madre.
Una gran lágrima rodó suavemente por la mejilla de Lisa, uniéndose a
la humedad de su transpiración. En Palm Beach nadie usaría los puños
contra ella, pero usarían palabras tan punzantes como una daga. Sus
defensas serían los abogados, el dinero; sus aliados, las astutas lenguas
de sus amigos. Competir en ese mundo estaría lejos de ser fácil, muy lejos
de ser seguro. Estos pensamientos le agradaron a Lisa. Después de todo,
la sangre de Jack Kent corría por sus venas y, si había algo que
invariablemente lo ponía contento, era la posibilidad de una buena pelea,
preferentemente con las chances en su contra. Su padre no había sido
como él, pero ella había visto brillar sus ojos en el Roxy cuando la cerveza
había comenzado a fluir y cuando algún joven había decidido que era
tiempo de medir su brazo contra el de sus mayores y mejores
contrincantes. Lisa los llevaba a todos dentro de ella y ganaría en el
proceso. No importaba lo grandes que fueran las armas, ella encontraría el
modo de devolver un fuego más destructor.
Como si exorcizara la creciente desesperanza, se hundió en las
burbujas, sumergiendo su cabeza en el calor. Cuando volvió a aparecer, su
vieja autoconfianza había regresado.
Comenzó a cavilar acerca del domingo. ¿Cómo sería? ¿Quién estaría
allí? ¿Bobby Stansfield? El pensamiento apareció como un rayo de sol a
través de una espesa nube, súbitamente, sin esperarlo y con el mismo
efecto cálido y vigorizante. Stansfield. El nombre del poder para
concentrarlo en la mente, para atar los cabos sueltos en un todo
coherente. Era la palabra clave para todo, para su pasado, su presente y,
se animaba a desearlo, para su futuro. Quizá fuera sólo un símbolo para el

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mundo que ella buscaba, pero la suya era una imagen


atemorizadoramente potente, de carne y hueso.
Ahora el sol jugaba sobre Lisa mientras el pétalo de una flor estaba
listo para abrirse; en respuesta, sus piernas se abrieron y ella empujó su
pelvis hacia afuera y hacia los agradables chorros de agua. En su mente,
palpitaba el recuerdo de esos brillantes ojos azules y de esa voz melodiosa
que había osado admirar lo que ella sabía que era admirable. Era cierto,
gracias a Dios, que ella era hermosa, pero también lo era él. Todo lo que
su madre había predicho y más. ¿Qué sucedería ahora? ¿Volvería a verlo?
¿El domingo? Si no, entonces quizá fuera en otra de las fiestas de Jo Anne.
Sus últimas palabras en el restaurante habían contenido el inconfundible
mensaje que él deseaba para que se produjera tal encuentro.
¿La desearía él? ¿Le gustaría? ¿Podría amarla? ¿Hacer el amor? La
especulación siguió adelante mientras la columna de agua la empujaba,
jugando con deleite en su más precioso lugar.
Anteriormente no había sentido nunca el deseo de los cuerpos
ardientes, del reconfortante contacto de los amantes. Ese tipo de cosas
siempre las había considerado como secundarias. Pasarían cuando el resto
de su vida estuviera en su lugar. Entonces sería una diversión entretenida,
hasta fascinante, pero sería una empresa de tiempo libre, algo entre las
obras de Tennessee Williams y la música folclórica, un sábado por la
noche, en el escalofrío de los placeres. Lisa jamás había podido
comprender a las personas cuyas vidas estaban controladas por el amor.
Parecían tan ineficientes, tan condescendientes. Para ella el control era lo
importante. El control sobre ella misma. Había habido muchachos, pero
jamás habían sido algo fundamental en su vida; sus manoseos inexpertos
y los labios sin experiencia jamás la habían tentado como para dejarlos
poseer lo que ellos tan desesperadamente deseaban. Un día sucedería.
Pero ella sentía más curiosidad que impaciencia.
Con delicadeza, Lisa se deslizó del asiento del jacuzzi y avanzó
delicadamente sobre la columna de agua, saboreando el contacto más
insistente a medida que se aproximaba a su fuente. Ahora, con ambas
manos hundidas, presionó contra el orificio, deleitándose con la sensación
de placer que la presión del agua ejercía contra ella. Buscó palabras
dulces para el poema sexual que estaba por componer. Con dureza y con
fuerza, el agua la acariciaba. A través de los labios abiertos, Lisa respiró
profundamente. Cuidado. No demasiado rápido. Lisa elevó sus caderas
para desenganchar el instrumento de placer, permitiendo que el chorro
jugara sobre su estómago, que cayera sobre las líneas interiores de sus
muslos.
Luego, muy lentamente, como si no deseara molestar o desilusionar a
su amante acuático, se dio vuelta y le dio la espalda. El agua recorrió en
ansiosos torrentes la hendidura de sus redondeadas nalgas, buscando la
vergonzosa entrada, amándola con su firme contacto. Pequeños paquetes
de placer explosivo descargaron sus contenidos en la mente de Lisa y se
movieron para intensificar la sensación. Inclinando el talle, con la columna
vertebral perfectamente derecha, llevó el mentón al nivel de la superficie
del agua, al mismo tiempo que se arrojaba con fuerza contra la pared del
jacuzzi. En dichosa colisión con el atrevido chorro de agua, ella dejó que la

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violara. Pero en su mente, había conseguido la fusión que ella buscaba. El


elemento mecánico y sin vida que se empujaba tan agresivamente contra
ella, había, por arte de magia, adquirido vida. Pertenecía a Bobby
Stansfield.
En medio de la húmeda visión, se oyó el indeseable, inconfundible,
intruso sonido del timbre.
¡Por Dios! Trató de cerrar los oídos, de olvidarse de la realidad, de
mantener la frágil fantasía que prometía tanto.
Mientras luchaba por capturar el sueño que se escapaba, el timbre se
detuvo. ¡Bravo! En pocos segundos el momento habría pasado. Lisa volvió
a tomar posición para reclamar la divina estimulación, pero el dedo
desconocido volvió a interrumpir el trabajo del agua. Esta vez el timbre
fue más intenso. Su ritmo insistente daba a entender que el intruso sabía
que en el interior había alguien que abriría la puerta.
Con movimientos sinuosos, Lisa salió del regazo del agua y, tomando
una toalla, caminó a través del gimnasio hacia la entrada.
—¿Quién es? —gritó a través de la puerta giratoria.
En West Palm no se le abren la puerta a los extraños.
—Soy yo, Jo Anne —fue la confiada respuesta, imperturbable ante el
indiscutible tono irritado de la pregunta.
—¡Oh, Jo Anne! Espera un segundo. Ya abro. Me has sacado del
jacuzzi.
Nuevamente Jo Anne no quiso desilusionarse por la falta de
entusiasmo del saludo. Lisa Starr recién salida del jacuzzi era para ella un
bocado selecto. La puerta se abrió y Jo Anne confirmó sus fantasías.
—Pasaba y vi las luces encendidas. Me pregunté qué harías—. Jo Anne
miró directamente a Lisa mientras le decía una mentira. Esa zona de
Clematis no era camino hacia ninguna parte. Durante los últimos dos días
había decidido verificar el gimnasio cuando pasara por el puente. Parecía
que sus esfuerzos de reconocimiento habían dado resultado.
Lisa conocía la geografía; no era posible que fuera una coincidencia
que Jo Anne estuviera de pie en la puerta, aunque la razón de su presencia
estaba lejos de ser clara.
—Bueno, ¿no me vas a pedir que entre? Podría pescarme un resfrío
aquí afuera.
Ambas rieron. La temperatura de West Palm llegaba a los veinticinco
grados.
—Por supuesto, entra.
—Mira, Lisa, no quiero molestarte. Será mejor que regreses al jacuzzi.
Pensándolo mejor, podría ir contigo. Por supuesto, si no te importa.
—No, me gustaría mucho. Puedes contarme acerca de lo que puedo
esperar del domingo.
Un invitado no deseado en lo que se suponía que iba a ser un bañero
solitario no era justamente lo que ella necesitaba, pero no había olvidado
quejo Anne era el "ábrete sésamo" de la cueva de Palm Beach. Es mejor
rendirse con gracia.
A propósito, Jo Anne se quedó atrás en el corto camino que conducía
al jacuzzi. Delante de ella una Lisa empapada y envuelta en una toalla le
mostraba el camino. Mentalmente, Jo Anne fue aprobando el cuerpo de la

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joven: hombros cuadrados y grandes, caderas redondas y musculosas,


pies delicados y bellamente arqueados, dedos inmaculadamente cuidados.
El cabello largo y oscuro, mojado y desprolijo, caía sobre los hombros, en
los que todavía había gotas de humedad. ¿Sudor? ¿Agua? Todavía brillaba.
Lisa caminaba balanceándose ligeramente, quizás en forma algo varonil,
por cierto atlética, no típicamente femenina. Jo Anne sintió que le corría
una excitación por su interior a medida que empezaba a aflorar aquella
sensación tan familiar. En segundos la escultura estaría al descubierto. No
era difícil predecir que ganaría premios.
Por un breve, dichoso segundo, mientras la toalla blanca caía sobre el
suelo de mosaicos, Lisa Starr quedó desnuda al borde del jacuzzi. Las
luces, todavía tenues, otorgaban a la imagen un aspecto etéreo y
despreocupado Era una fotografía victoriana, una bañista sorprendida a
orillas de algún perezoso río indígena, al atardecer. El cuerpo, por
supuesto, era magnífico, y por el momento se mantenía en la pose
relajada del atleta profesional, con una pierna hacia adelante, enfrente de
la otra. La luz sutil era capaz de captar el borde del suave grupo de
músculos del muslo, el perfecto triángulo de cabellos oscuros e
infinitamente interesantes, las ondulaciones del abdomen firme. La mano
derecha colgaba con delicadeza, los dedos de una diosa griega en reposo;
la izquierda se mantenía alta, a la altura del hombro, apoyada en el
pectoral bien formado, sobre el pecho sublime. ¿Era el calor o el efecto de
los chorros de agua lo que había estimulado el tejido eréctil de los suaves
pezones rosados? ¿O siempre estaban así, sus pechos permanentemente
cónicos, pirámides perfectas, que demandaban atención, ordenaban
admiración, persiguiendo por su hermosura, provocando la audacia de un
contacto aventurado?
Los ojos de Jo Anne vagaron deseosos sobre la imagen, tratando de
capturarla para el álbum de su mente. Pronto, le fue arrebatada cuando
Lisa entró en las agitadas aguas.
Lisa estaba místicamente consciente de los ávidos ojos que se
estaban alimentando de ella. Lejos de percatarse de la música del deseo
que alrededor de ella se estaba comenzando a ejecutar, sintió que el agua
era el refugio seguro de algo extraño, exótico pero a la vez alarmante y
subyugante. Las burbujas tocaron la piel que Jo Anne había tocado con los
ojos e inexplicablemente produjeron pequeños escalofríos a lo largo de la
columna vertebral.
Lisa volvió su rostro hacia el de Jo Anne con expresión curiosa,
interrogante. Las mujeres siempre tenían un interés pasajero en la
apariencia de los cuerpos de las otras mujeres y Lisa, una profesional en la
materia, no era una excepción. Pero de alguna manera, en algún lugar,
existía algo más. Por un segundo retiró la mirada y un inexplicable
sentimiento de vergüenza se apoderó de ella; pero luego sus ojos fueron
atraídos nuevamente por alguna fuerza magnética de la que ella era
apenas consciente. Jo Anne la estaba mirando y en aquella mirada había
algo que la hipnotizaba. Era indolente, reposada, segura y, al mismo
tiempo, atemorizadoramente poderosa e imposible de ignorar.
Estoy completamente vestida y pronto estaré desnuda. Quiero que
veas cómo me desvisto, decían los ojos de Jo Anne. Sin poder resistirlo,

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Lisa se encontró obedeciendo. En miles de ocasiones similares había


presenciado el mismo acontecimiento, pero ahora estaba cargado, tenía el
indefinible sabor de una ilícita coerción. A pesar de todo, Lisa no podía
quitarse de la cabeza la idea de que estaba espiando por el ojo de la
cerradura.
Los dedos jugaron con las grandes hebillas de bronce de los dos
gruesos cinturones de cuero que giraban alrededor de la pequeña cintura
de Jo Anne. Con paciencia, con delicadeza, tiró hacia abajo, librándose del
apretado pantalón, aflojando los calzones de seda blanca. Sus ojos reían,
ahora burlones, empujando a Lisa a transferir el centro de su mirada
desde la sonrisa conocedora a su lugar más íntimo.
Lisa sintió que su garganta comenzaba a secarse. Consciente de ello,
trató de tragar, dándose cuenta de lo difícil que le resultaba. Luego,
aparentemente incapaz de resistir la orden no pronunciada, miró hacia
abajo, con los ojos jugando indefensos sobre los vellos del pubis,
enmarcados como alguna valiosa obra maestra por los vaqueros abiertos.
Como dándose cuenta de la belleza del efecto, Jo Anne no hizo esfuerzo
alguno por bajarse más los pantalones. En lugar de eso, sus manos se
movieron hacia arriba, a los botones de una camisa de hombre, de seda
de color azul, contra la que se marcaban los duros pezones. Bailando al
compás de un titiritero experto, la mirada de Lisa fue, una vez más,
atraída hacia arriba para rendir homenaje a los pechos arrogantes y
seguros.
El silencio se había extendido demasiado para ser reconfortante y aun
así no había nada que decir. Ya estaba en las primeras etapas de
formación una alianza no santa, pero su fin no estaba bien definido y era
escasamente admitido. Con creciente horror, Lisa se dio cuenta de que la
desconcertante sequedad de su boca estaba siendo balanceada por una
incipiente humedad en otra zona de su cuerpo.
Jo Anne lo sentía todo, lo descubría en los ojos confundidos. Muy a
menudo había sucedido así. El acto extraño, no soñado, no deseado,
traducido al deseo abandonado por el arte de la seductora. Ahora,
rápidamente, se quitó los pantalones y las medias, y suavemente se
introdujo en el agua. Todavía seguía sin hablar. Ninguna palabra debía
romper la magia.
Se sentó del lado opuesto al de su presa, en la espuma que bullía;
esperó y observó el momento que ella tan bien sabía cómo reconocer.
Lentamente, como el sol naciente, Lisa se fue percatando de lo que
estaba sucediendo. Por primera vez en su vida se había excitado con una
mujer, una mujer desnuda, supremamente hermosa y poderosa, que
estaba sentada a unos centímetros en su propia bañera tan
deliciosamente perfumada.
¿Pero por qué? Si eso era simplemente el vestigio de su intento
interrumpido de autogratificación, sus sentidos excitados buscaban
desesperadamente un objeto donde focalizarse. No. No era sólo ella. Jo
Anne estaba lejos de participar pasivamente en todo lo que estaba
sucediendo. Oleadas de sensualidad fluían de ella, arrastrándose debajo
de la piel de Lisa, vitalizando sus terminales nerviosos. Había plenitud en
sus pechos, un vacío en su estómago y un mucho más significativo

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sentimiento de vacío entre sus piernas.


Los ojos risueños de Jo Anne estaban clavados en ella,
comprendiendo su disyuntiva, simulando lo que rápidamente se
transformaba en su necesidad y, al mismo tiempo, alentándola. Luego,
con la sonrisa todavía dibujada en los labios, Jo Anne cruzó el corto
espacio hacia la intimidad.
El beso tardó un siglo en llegar. Comenzó lento, perezoso, con todo el
tiempo del mundo. Los labios que jugaban, cálidos, suaves y secos como
el aire del desierto, no la tocaron al principio. Volaron, suspendidos en el
espacio y en el tiempo, a unos centímetros y luego más cerca de los de
Lisa. A través de ellos recibió la respiración caliente, perfumada, que
soplaba sobre su rostro, acariciando deliciosamente sus fosas nasales,
evaporando la humedad de su piel. Luego, descendieron sobre ella,
delicados, calmos, en su misión de caridad y conquista. Lisa sintió que su
espalda se derretía mientras esos extraordinarios labios dibujaban los
bordes de los suyos, explorando, curiosos, tiernamente deletreando el
lenguaje no hablado del amor. Todavía no era un beso, pero era una
exquisitez, una alianza irrompible que prometía ser un viaje a los mares
del éxtasis sexual. Pronto llegaría una lengua. Lisa, por primera vez en la
vida, era un pasajero indefenso; pasara lo que pasara, ella iba a estar de
acuerdo. La aceptación pasiva de esos labios fue tan definitiva como la
firma de un contrato con un fantasma.
Como si reconociera la capitulación de la joven, Jo Anne se movió
para consolidar su posición. Apoyó los labios en la comisura de la boca
medio abierta de Lisa y la lamió, recorriendo con la lengua mojada y
dulce, primero el labio superior y luego el inferior, humedeciéndole la piel
seca con su saliva.
Lisa sofocó un bajo gemido de placer mientras la humedad explotaba
profundamente dentro de ella. Se recostó contra la pared del jacuzzi y
dejó que sus piernas se estiraran mientras ella se abría.
Jo Anne vio el gesto de aceptación y se movió para sacar ventaja.
Debajo del agua sus dedos buscaron y encontraron los pezones duros
como rocas, jugando sobre los pechos firmes en maravillada reverencia,
mientras su mente comparaba estas caricias con el recuerdo de los
masajes sobre su cuerpo. Con delicadeza pero con insistencia, apretó la
carne firme con el pulgar y el índice, mientras su lengua trazaba los
contornos de los dientes de Lisa, antes de sumergirse en lo profundo para
degustar las deliciosas secreciones de esta hermosa boca juvenil. Ahora
ella se concentró por completo en el beso. El cuerpo de Jo Anne había
desaparecido. Era un mero apéndice, un agregado superfluo a su boca
conquistadora. Sus manos se movieron con delicadeza para tomar las
ruborizadas mejillas de Lisa, mientras su lengua, siempre creativa,
impredecible, conocedora de todas las formas de excitación, se movía
sutilmente para avivar las llamas del lujurioso deseo de Lisa. Con los
antebrazos fuertemente flexionados, atrajo a la muchacha hacia ella, con
la mano derecha sosteniendo la cabeza de Lisa, hundida en su cabello
húmedo mientras forzaba la boca dentro de la suya. A veces había
desesperación en el abrazo mientras los labios se apretaban, mientras la
lengua buscaba fusionarse con lo más profundo de la garganta de Lisa. A

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veces se volvía juguetona, inquieta, mientras lamía y hacía cosquillas,


deleitándose en la lasciva humedad. En ocasiones, había un fuerte toque
de dientes y la momentánea excitación de delicioso dolor mientras Lisa
luchaba por volver a compartir el éxtasis, tomando la lengua agresiva
entre los dientes blancos, mordisqueándola, disciplinándola antes de
volver a sucumbir a sus dictados siempre bienvenidos.
Lisa estaba inexorablemente perdida en el campo de batalla de los
besos. Era la guerra, la vida, el amor. Nada más importaba. Ni la ambición,
ni los recuerdos, ni la felicidad. No era un preludio ni una conclusión. Era
sólo la realidad, la destilación del presente, la misma esencia de la dicha.
Larga y delgada, ahora la lengua de Jo Anne la penetró, con golpes
lentos y deliberados. Lisa amaba este ofrecimiento de placer, se
preparaba para recibirlo mientras trataba de liberarlo, deseando que
penetrara por su cabeza, que se arrastrara por su mente, para reforzar el
alboroto salvaje de sensaciones grandiosas que rugían descontroladas en
su interior.
Jo Anne sintió la aproximación al clímax mientras sostenía en sus
brazos el cuerpo vibrante. La fresca inocencia de esa muchacha la había
premiado con este largo descenso al abandono. Lisa Starr, la más tierna y
la mejor. Con su hermosa virginidad, allí, lista para ser poseída, abierta,
pidiendo, rogando, demandando satisfacción. Ella era un regalo, un
sacrificio divino a la pasión de los dioses, a quienes Jo Anne Duke servía.
No todavía. No todavía. Jo Anne forzó la decisión, deseando hacer lo
imposible, frenar el ímpetu, el incontrolable vagón de mutuo deseo. Cada
fibra de su ser deseaba la dulce conclusión, mientras Lisa se movía y se
retorcía en el éxtasis; pero había también en ella una determinación
vigorosa, de tejido de acero.
Con un esfuerzo sobrehumano, ella giró el reóstato de crudo deseo e
hizo más lento el ritmo del beso, lamiendo ahora con ternura la boca
hambrienta y de repente insegura. Jo Anne movió el dedo índice de la
mano derecha para separar los labios, dejándolo ahí mientras sacaba los
suyos. Miró con ternura el rostro ansioso, permitiendo que la luz del amor
brillara a través de los ojos. Luego, todavía en silencio, se levantó hasta
quedar de pie sobre el borde en el que estaba sentada Lisa. Se colocó por
encima de la que sería su amante, alta y espléndida, impredecible,
magnífica.
Lisa sintió que un escalofrío de anticipación chocaba con la repentina
duda. Ante sus ojos estaba el premio y la causa de sus deseos. El pelo del
pubis brillaba por la humedad, los labios rosados imitaban la promesa de
los que ella había amado hacía unos pocos segundos. Levantó la cabeza,
interrogando con los ojos. En respuesta, Jo Anne habló por primera vez.
—Ahora no, Lisa. Ahora no, mi amor.
En un segundo salió del agua, otra vez tentadora pero ahora distante.
Se agachó con gracia para recoger una toalla y, mientras la mente de Lisa
se paralizaba por el enojo durante unos instantes, desapareció.

Mientras la limusina de los Duke corría por el Forest Hill Boulevard


hacia los campos de polo de Wellington, los pensamientos de Lisa eran un

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torbellino. Las cosas parecían estar desarrollándose demasiado


rápidamente. Cosas buenas, cosas extrañas, cosas atemorizantes. Ella
misma había sido seducida por la millonaria de dulce aroma que estaba
sentada, ahora, a su lado. Desde el comienzo, Jo Anne había jugado
fríamente. Cuando Lisa subió a la cavernosa limusina, Jo Anne le había
palmeado la mejilla como si fuera su sobrina preferida. Evidentemente, la
línea era comportarse como si nada hubiera ocurrido. Aquello acomodaba
a Lisa en la tierra. En lo que a ella concernía, los labios de Jo Anne Duke se
habían revelado como un arma peligrosa y una repetición de la acción
donde por poco había perdido la cabeza era lo último que deseaba, ahora
o en cualquier otro momento, por lo que importaba.
Lisa respiró profundamente y trató de mantener la excitación en su
interior. Por fin estaba en el carril rápido, viviendo en medio de sus sueños
de Palm Beach y, aunque era maravilloso, también era aterrorizante.
Bobby Stansfield también había sido invitado. Ella volvería a encontrarlo.
Por favor, Dios, que estuviera allí. Un hombre como él era muy capaz de
cancelar a último momento una crisis en América del Sur. Algunos
problemas con las tasas de interés y quizás lo llamarían y tendría que irse.
Bobby Stansfield. En sus ojos ella había visto que él la deseaba, como en
los de ella se había señalado su deseo. Cuando se encontraran, los cielos
se moverían. Era tan simple como eso. También algo temerario.
Había sido persuadida de usar la ropa incorrecta. Era el truco más
viejo del manual femenino y Lisa había caído en él. Qué debería ponerse,
había preguntado a principios de la semana.
—Oh, cualquier cosa, cariño. No es nada elegante. No nos
disfrazamos. —Había sido la confiada respuesta de Jo Anne. Lisa le había
tomado la palabra. De su limitado guardarropa, había elegido un vestido
simple de algodón, que terminaba a mitad del muslo. Un par de zapatos
sencillos, de suela de goma, y su fiel cinturón de caracolas, que una vez
había sido el orgullo y la alegría de su madre. No llevaba alhajas y sus
piernas desnudas completaban el conjunto formidablemente casual, en
dramático contraste con el traje Yves Saint Laurent dejo Anne. Desde unos
hombros anchos a una cintura angosta, la tela color azul marino abrazaba
el cuerpo ondulado, finalizando precipitadamente en las rodillas, donde un
corte en V dejaba vislumbrar la parte interna de sus muslos. Los botones
de bronce, grandes y brillantes, contrastaban con unos hermosos guantes
del más puro blanco. El color estaba dado por dos chalinas de seda de
color rojo, blanco y azul; una asomaba desde abajo del saco, justo sobre la
cadera izquierda, y caía en cascada por el muslo superior; la otra estaba
anudada con cuidado alrededor del cuello, sostenida por un gran broche
de amatistas rodeado por un exuberante conjunto de diamantes. Los aros
eran una versión más pequeña del mismo diseño y destellaban contra el
fondo de un impactante turbante a rayas rojas y negras, cuyo extremo se
extendía, al estilo egipcio, por encima de los formidables hombros.
Se veía realmente hermosa. El conjunto cortaba la respiración y había
quitado el viento de las velas de Lisa en el momento en que más lo
necesitaba. De golpe había sido relegada al nivel de prima del campo. El
sentimiento inicial de pánico había dejado paso a una leve irritación. Ahora
ésta había sido reemplazada por la actitud de que todo se fuera al diablo.

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El enorme automóvil se detuvo con grandiosidad en las puertas del


Club de Polo y el conductor le hizo señas al obsequioso guardia, cuyo
principal deber era no dejar entrar a los intrusos. Se produjo la más corta
de las esperas en la entrada semicircular y luego los acomodadores se
agolparon alrededor como perritos junto a la teta de la madre. En el fresco
vestíbulo, Lisa se preparó para sumergirse en las profundidades del fin.
Hasta aquí había llegado. Las puertas del paraíso. En el papel de Pedro el
Arcángel, el maître corrió a saludarlos, abandonando el estrado que
presidía para las reservas de mesas.—Señor Duke, señora Duke.
Bienvenidos. Su mesa está lista y el senador Stansfield llegó hace sólo uno
o dos minutos. Espero que disfruten de la comida. Por favor, síganme.
Lisa apenas estaba consciente de lo que la rodeaba. Era el sonido de
su corazón que saltaba dentro del pecho lo que más la preocupaba. Ante
la mención del nombre de Bobby por parte del camarero, aquél había
comenzado su danza salvaje y no daba muestras de detener su ritmo. Él
estaba aquí mismo. Estaba allí, al lado de la ventana, comenzando a
pararse cuando los vio a través del salón lleno de gente. A Lisa le parecía
una noche encantada. Ella había sido destinada a ser la protagonista
romántica y todos los convencionalismos del mundo se habían hecho
realidad. De manera que eso es lo que se siente cuando se camina en el
aire. A ambos lados, los rostros masculinos de bronce y los femeninos de
alabastro la espiaban, con el interés de los habitués por un extraño que
aparecía entre ellos. Pero Lisa no los veía. Como manejada a control
remoto, se abría paso por el buffet bullicioso y se dirigía a la mesa de los
Duke, el lugar de honor en medio de una ventana de ensueño, con la vista
panorámica de los fríos campos verdes de polo.
Bobby Stansfield estaba de pie para saludarlos.
Sus primeras palabras fueron infinitamente reconfortantes. Vestido
con segura informalidad con una camisa, Lacoste de cuello abierto, gris
con rayas blancas pantalones de lana grises, mocasines negros Cole-Haan,
posó sus ojos desconcertantes en Lisa.
—Qué maravilloso. Lisa Starr. La muchacha que cambia vidas.
Continuó mirándola mientras recitaba saludos menos sustanciales
para los Duke. Peter Duke, en particular, con blazer de color azul y
pantalones de un blanco inmaculado, le dirigió un recibimiento frío.
Si Jo Anne se sintió mal por la relativa falta de calidez a su llegada, no
pensaba demostrarlo.
—Perdón por llegar tarde, senador. La culpa es de Peter. Es tan
vanidoso. Le lleva más tiempo vestirse que a mí.
Tanto Lisa como Bobby se rieron. Peter Duke se sintió como si recién
hubiera aceptado la invitación a ser el acompañante del féretro en el
funeral de un amigo. Lisa dejó de reírse de inmediato, al ver que la broma
no le causaba gracia, pero Bobby siguió riéndose. Ella percibió al instante
el cuadro de situación. No iba a ser una comida para cuatro sencilla y
agradable. Bobby y Peter Duke estaban en medio de una guerra fría. Jo
Anne era neutral, pero probablemente estaría inclinada en contra de su
marido. Para la misma Lisa, Bobby ya parecía mucho más que un aliado y
Jo Anne estaba lejos de ser una amiga de verdad si debía guiarse por la
maniobra que había efectuado con la ropa. ¡Diablos! Ella se había

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imaginado que la parte tramposa iba a estar en las relaciones con los de
afuera. Ahora parecía como que el partido difícil se jugaría allí, en aquella
mesa.
Se produjo una tregua inestable cuando el mozo encargado de los
vinos revoloteó sobre la mesa. No duró mucho tiempo.
Bobby se volvió hacia Lisa solícito.
—El champán está bien con el jugo de naranja, pero no lo bebería
solo. —De alguna manera, la forma en que lo dijo no sonó en absoluto
pomposa. Por lo menos eso fue lo que Lisa pensó. Para ella el champán
era algo burbujeante y caro que se bebía para celebrar algún hecho. Pero
para gente como Bobby, que obviamente lo bebía todo el tiempo, era
posible hacer toda clase de distinciones sutiles entre un tipo y el otro.
—Yo no lo bebería en absoluto, con jugo de naranja o con cualquier
otra cosa —dijo Peter Duke grandilocuente, doblando el labio con acida
condescendencia—. Esa basura española produce la peor de las resacas
del mundo. El día siguiente directamente no existe. Yo tomaría bloody
marys, Lisa.
Su comentario decía mucho. En la casa de los Duke el champán era
siempre francés, invariablemente cosechas 1971 y 1973, y de las más
finas marcas: Krug, Louis Roederer, Bollinger. La botella de Cordorniu
español que se estaba sirviendo en el Polo de Palm Beach habría sido tan
bien recibida en la bodega de los Duke como una cucaracha en un tarro de
crema facial.
El propósito de Peter Duke no fue el de mostrarse como un
connoisseur. Lo que quiso decir era que Bobby Stansfield no era sólo un
filisteo sino también un empobrecido. Stansfield no podía pagarse ni
siquiera el modo de evitar las resacas. Estaba preparado para beber
basura y esconder su sabor con jugo de naranja. La diferencia de matiz
estaba allí, para que todos la vieran. Los Duke podían comprar a los
Stansfield a cualquier hora del día o de la noche.
Bobby recibió el mensaje. Políticos de su calibre, sin embargo, no
eran molestados por jabalinas débiles del tipo que Peter Duke podía
lanzar.
—Debe de ser muy importante, Peter, para ti, estar en forma a
primera hora de la mañana. —La observación aparentemente aduladora
de Bobby Stansfield era tan inocente como un político de Chicago
contando billetes en una habitación llena de humo.
El rostro de Peter Duke enrojeció cuando recogió la estocada. Las
mañanas en esos días solían comenzar tarde y era un problema llenar ese
par de horas antes de que uno pudiera comenzar decentemente a beber
de nuevo. Había un límite en la cantidad de tiempo que podía hablando
por teléfono con el agente de bolsa para saber si los movimientos del
mercado del día anterior lo habían dejado con unos pocos millones de
dólares más o menos.
Jo Anne no ayudó al reírse directamente.
—Escucha, Bobby. Las mañanas del pobre Peter son descartables de
todos modos. No creo que sea la calidad de lo que toma sino la cantidad.
Lisa tuvo que luchar por reprimir el deseo de reír. Ella ya había
registrado cómo era Peter Duke. Era holgazán, incompetente, pomposo;

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su más significativo acierto había sido el accidente de su nacimiento.


Dinero era todo lo que tenía.
Nadie estaba preparado para la reacción de Peter. Primero, cambió de
color completamente. Sobre sus pómulos, pequeñas manchas rojas
comenzaron a extenderse como manchas de sangre de un guerrero
samurái con el vientre abierto. Luego, arrojando la servilleta de lino sobre
la mesa, se puso de pie súbitamente con una violencia que hizo que los
platos, y los cubiertos temblaran.
—Escúchame, vaca puta. No te atrevas a volver a hablar de mí de esa
manera. En especial, frente a tu madama del gimnasio y a un político
presuntuoso atrapado por los aplausos.
No habló en voz alta, pero todos los que estaban alrededor y no
tenían cera en los oídos pudieron entender el discurso. Se adelantó
abruptamente para retirarse del lugar. Volvió la espalda al sorprendido trío
y se fue dando grandes pasos a través del restaurante atestado de gente,
ignorando a dos o tres amigos que trataron de hablarle en el camino.
Por unos momentos, el murmullo de la conversación se hizo más
lento. No duró mucho. La gente del Club de Polo estaba acostumbrada a
ese tipo de cosas. ¿Demasiado alcohol? ¿Alguien que encontró a su mujer
engañándolo? ¿Paranoia provocada por la cocaína? Lo que fuera. En
segundos volvían a concentrarse en sus propias vidas.
—Lo siento. No sé lo que le pasa a Peter últimamente. En estos días
ha estado molesto como el demonio.
—Es un imbécil —dijo Bobby simplemente, y Lisa estaba más que
inclinada a asentir.
Todos ordenaron champán y jugo de naranja como un gesto de
solidaridad.
—Vamos, Lisa, le traigo algo de comida. Todo ese ejercicio que hace
debe quemarle un montón de energía.
Bobby Stansfield se puso de pie y sostuvo la silla de ella mientras Lisa
se levantaba. Jo Anne debió hacerlo sola y por primera vez su rostro
mostró disgusto. Eh, esperen un minuto, parecía decir. Esa muchachita es
mi producción. Puedes mirar pero no tocar, no te olvides de que yo soy la
estrella aquí.
Bobby y Lisa no lo vieron en absoluto, ambos ya estaban en una
etapa en la que tampoco les hubiera importado si lo veían. En lo que a
Lisa concernía, él no debía hacer nada y cualquier cosa que hiciera estaría
bien. Pero Bobby no estaba acostumbrado al papel pasivo. Desde el
momento en que puso los ojos en la hermosa muchacha, se le habían
despertado los más potentes instintos de cazador. Entonces él tenía
mucho que hacer en las apuestas de seducción, pero lo que no podía
saber era el proceso que ésta había sufrido. De manera que puso los
frenos e intensificó el encanto Stansfield, lejos de sospechar que, para
ella, lo tenía en abundancia.
Varias cosas eran obvias para él. Primero, desde el punto de vista
social, Lisa estaba por ascender. La ropa lo decía, los modales lo
confirmaban. Pero al mismo tiempo ella estaba lejos de estar extasiada.
Quizás un poco insegura de vez en cuando, pero no destruida por los
pesados bateadores que la rodeaban. Además estaba la inconfundible

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sensación de fuerza anárquica que la envolvía como un aura. Esa


muchacha no sería empujada ni por la gente, ni por las convenciones, ni
por la vida misma. Bobby siempre se había sentido atraído por eso. La
mayoría de los políticos, de los aventureros de corazón, eran así.
Mientras hacían fila en el magnífico buffet dispuesto sobre la enorme
mesa en T, Bobby la guió protectoramente a través del peligroso campo
social.
—Lo que hay que hacer es venir varias veces. Quizá comenzar con
algo de gazpacho y luego volver por los mariscos. El cangrejo está
delicioso. Algunos lo apilan en los platos y terminan comiendo roast beef
cubierto con tarta de manzana.
Detrás de ellos, la temperatura de Jo Anne comenzaba a subir. Ya
había perdido a su marido. Ahora parecía estar a punto de perder a una de
las muchachas más bonitas que jamás hubiera conocido. Era hora de
reafirmar su autoridad, de hacer sonar el látigo del liderazgo. Buscó a su
alrededor algún instrumento sin punta.
Un hombre pequeño, que se veía como un fatigado director de
colegio, pasaba por ahí. Como una serpiente, el brazo de Jo Anne se
disparó para tomar el único brazo que el hombre tenía libre.
—John, ¡qué maravilloso verte! Debo presentarte a mi nuevo
descubrimiento. Lisa, éste es lord Cowdray. Pertenece a la junta de
gobernadores de aquí, y me imagino que de todas partes. Debes haber
oído hablar de Cowdray Park, en Inglaterra. Esa es realmente la meca del
mundo del polo.
Lisa extendió su mano. Jamás oyó hablar de Cowdray, jamás conoció
a un lord inglés, no le gustaba en absoluto ser presentada como "el nuevo
descubrimiento" de Jo Anne. Frotándose con sal, Jo Anne estaba radiante.
—Sí, Lisa tiene un pequeño gimnasio en West Palm. Todos vamos allí
para hacer gimnasia. ¿No es divino?
Detrás de los lentes, John Cowdray había adquirido una mirada de
presa cazada. Casi no conocía a Jo Anne Duke y lo que había visto de ella
más bien no le gustaba. Asintiendo con amabilidad, dijo algunas
trivialidades antes de inventar una salida.
Bobby Stansfield, ocupado en llenar el plato, se perdió el intercambio,
pero Lisa sintió que la ola de superioridad de Jo Anne rompía sobre ella.
Por alguna razón, la muchacha que uno o dos días antes la había casi
seducido tan claramente, ahora no le gustaba. Mentalmente se puso en
guardia. Jo Anne era, obviamente, una dama muy peligrosa.
De regreso a la mesa, Bobby Stansfield estaba en la cima del mundo.
—Lo que siempre siento es que la gente aquí pierde la cabeza. Me
gusta venir para ver el polo, no a la gente. No puedo entender por qué
todos se disfrazan de esa manera como para un desfile. Ahora, usted y yo,
Lisa, estamos bien. Casuales, agradables y frescos, cómodos. Ése es el
modo de vestirse con este clima.
—Oh, Jo Anne me dijo que me vistiera así. Estoy verdaderamente
contenta de que me haya aconsejado —dijo Lisa con la inocencia de un
áspid.
Bobby miró a Jo Anne primero con desconcierto y luego con interés
inquisitivo. Claramente se estaban desarrollando juegos femeninos.

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El rostro de Jo Anne tenía la expresión de quien hubiera sido alejado


de las pasarelas con las últimas colecciones de París. Le devolvió la
mirada. Touché.
—Senador, Jo Anne, puedo decir que se ven indecentemente
encantadores. ¿Cómo están todos?
—Hola, Merv —dijo Bobby—. ¿Te has permitido Un fin de semana
libre? Pensé que ustedes, las superestrellas de la televisión, estaban
demasiado ocupadas haciendo dinero como para relajarse.
Merv Griffin se rió con naturalidad. Había sido uno de los primeros en
comprar en el Club de Polo.
—Tienes razón, senador. En realidad, estoy trabajando ahora. Vine
para preguntarte sobre el espectáculo. Necesitamos un buen acto para
levantar la audiencia.
Ambos hombres rieron. Esto sólo era casi broma.
—Ahora, Merv, si quieres llegar a la cima, la persona que necesitas
está sentada aquí. Lisa Starr, éste es el señor Merv Griffin.
—Te digo una cosa, senador. Cásate con ella y tendremos un acto
doble. ¿Qué te parece?
Lisa sintió que el rubor explotaba sobre sus mejillas.
Bobby echó hacia atrás la cabeza y dejó escapar una conocida
risotada estilo Stansfield.
—Bueno, ahora podríamos hacer eso. ¿Qué dice, Lisa? ¿Se casaría con
un solterón empedernido como yo?
Con apenas un mínimo de sorpresa, Lisa se dio cuenta de que sí, era
eso exactamente lo que ella se prepararía para hacer.

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Capítulo 7

La vena de la parte superior de la frente de Peter Duke había


comenzado a latir. Jo Anne sólo había visto eso una vez y no representaba
un buen augurio.
—Te diré lo que quiero. Exactamente lo que quiero —le gritó—. Quiero
el divorcio y lo quiero lo antes posible.
Había muchas palabras quejo Anne Duke encontraba realmente
sucias, pero la palabra divorcio era sin duda una de ellas. Divorciarse de
un Duke. Eso era una obscenidad. Sintió que el color se le iba de las
mejillas.
Una voz distante, presumiblemente la suya, dijo:
—Oh, no seas tonto, Peter. Si hay un problema, podemos solucionarlo.
Siempre lo hicimos antes.
—Eres una puta, Jo Anne. Tú lo sabes. Eras una puta cuando me
enganchaste y todavía hoy lo sigues siendo. Quiero que se termine y lo
quiero ahora. ¿Me oyes?
Jo Anne luchó por buscarle sentido al mensaje inquietante que estaba
recibiendo. Si había que guiarse por los decibeles, entonces parecía que él
hablaba en serio. El hecho de que fueran las diez de la mañana significaba
que aún no había bebido.
Jo Anne trató de suavizar la situación. Eso había funcionado antes.
Ahora no. Se las arregló para emitir una risa vacía.
—Estarías perdido sin mí. Sabes que sería así. —Sentada a los pies de
la gran cama, ella se puso, lánguidamente, una media de seda.
Peter Duke avanzó dos pasos hacia su esposa, hasta quedar casi
sobre ella, como una imperdonable montaña de odio. El chorro que cayó
en cascada desde su boca, como si luchara por envolver su lengua
alrededor de las venenosas sílabas, llenó el aire por encima de la cabeza
de Jo Anne.
—Perra sucia. ¿Cómo te atreves a sugerir que te necesito? Te
necesito como necesito un cáncer de cerebro. Te pisaré como buena
cucaracha que eres. Te enterraré.
Estaba al filo de la violencia física. Jo Anne conocía las señales. En los
viejos tiempos, las prostitutas que se preocupaban por su apariencia
habían aprendido a leer bien a sus tipos.
No pronunció palabra.
—Y cuando me haya deshecho de ti, estaré libre para casarme con
alguien que sea tan pura y limpia como tú lo eres de asquerosa. —Dio un
paso hacia atrás, con un gesto de abierto desprecio en todo su rostro.
Jo Anne luchó por encontrar palabras. Difícilmente podía creer lo que
estaba escuchando. Esto era un peligro mayor. ¿Otra mujer? ¿Quién, qué,
dónde?
—Tienes a otra —pudo decir por fin.

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—Pamela Whitney. Nos amamos. —Peter sonrió con maldad—. Tú


estabas demasiado ocupada con tu prostitución para notarlo.
¡Por Dios! Jo Anne ya no podía digerir más. Pamela Whitney. El rostro
de una madona, el culo como un budín de esponja, un pedigrí tan largo
como el camino de ladrillos amarillos. Por supuesto que tenía sentido. Un
matrimonio dinástico, como los que se arreglaban entre los príncipes
medievales. Tomas a mi hija y fusionamos nuestros reinos. Entre nubes, a
través de una niebla de horror, comenzó a ver la inmensidad de lo que
enfrentaba. Juntos, los Whitney y los Duke se la comerían en el desayuno.
Entre las dos familias debían tener más abogados que el Departamento de
Justicia. Sería afortunada si podía salir del matrimonio con algo más que la
exótica ropa interior que había sido su única contribución.
—Escucha, Peter, creo que debemos hablar de esto.
—Pero si estamos hablando de ello, querida. Por lo menos yo te lo
estoy diciendo. No hay mucho que me puedas decir que me interese.
Jo Anne no pudo evitarlo. Tenía que probar el agua, ver hasta qué
punto las cosas andaban mal.
—Si nos separamos, supongo que habrá algún tipo de arreglo.
Hablaba, pero no estaba nada segura.
—Correcto, habrá un arreglo. ¿Quieres saber cuál será? Te lo puedo
decir ahora. Preparas una maleta, sólo una, y llamas un taxi; luego
desapareces volando de mi vida, de regreso a la alcantarilla de la que
saliste. ¿Me comprendes? Quizá, sólo quizá, si eres realmente buena,
puedo permitir que te lleves el Mercedes.
Ahora le tocaba reírse a Jo Anne.
—Debes estar bromeando, Peter. Esto no es la Edad Media, ¿sabes?, o
Arabia Saudita. Si me voy, entonces me llevo lo que me corresponde. ¿Lo
entiendes? Voy a cortar tu puta fortuna por las rodillas.
—Ja.
Todo el desprecio del mundo estaba contenido en la irónica expresión
de Peter Duke. Tenía la apariencia del hombre que posee todos los
triunfos en su mano.
—Eso lo tiene que decidir una corte. Y estoy hablando de una corte de
Florida. Más específicamente, una corte del condado de Palm Beach.
¿Sabes lo que eso significa, Jo Anne? Los Duke han estado aquí durante
mucho tiempo. Tienen amigos poderosos. En esta parte del mundo, los
buenos amigos disponen de un modo de estar más juntos que perros
abotonados ¿O no lo notaste? Cuando dije que te enterraría no estaba
bromeando. Lo más gracioso es que me lo diste servido en bandeja.
Jo Anne jamás había oído una risa más desagradable. ¿Qué diablos
quería decir?
—Sí, señor, me gustaría que vieras lo que tengo guardado en la caja
de seguridad del viejo Ben Carstairs. Es el expediente más jugoso que un
hombre podría llegar a leer. Si alguna vez anduviera escaso de dinero,
podría ir y publicarlo. Debe valer millones.
Un miedo terrible recorrió el cuerpo de Jo Anne.
—¿Qué expediente? ¿Me has estado espiando? —Incluso mientras
estaba formulando la pregunta, sabía que la respuesta iba a ser
afirmativa. ¡Dios! ¿Cómo podía ella haber sido tan estúpida? Creía que

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PAT BOOTH PALM BEACH

había jugado seguro, que había cubierto sus pasos. Había evitado las
relaciones heterosexuales, que siempre se suponía que eran las más
peligrosas. Había oído el sonido metálico en el teléfono, un sonido de
vacío cuando hablaba. Ahora se daba cuenta. Peter lo había pinchado.
Durante meses, sus conversaciones más secretas habían sido grabadas.
—Tengo transcripciones de charlas que le harían caer la dentadura
postiza a un juez de setenta años. Juro que el viejo Ben se cagará en los
pantalones cuando te oiga hablar tan dulcemente con Mary d'Erlanger. ¿Y
sabes de esas fotografías de las dos saliendo del Brazilian Court? Vi damas
destrozadas en mis tiempos, pero ustedes dos se veían como si
necesitaran muletas. Me parece que la corte no verá con demasiado
agrado tus reclamos sobre mis bienes.
Por supuesto que tenía razón. No había forma de que no la tuviera.
Pero, de pronto, a Jo Anne no le importó. Ella ya estaba un paso adelante
del pobre Peter. Siempre lo había estado. Como si hubiera tenido hielo en
su interior, ella sabía exactamente lo que haría.

—Por el amor de Dios, dime cómo es —Maggie se vio lista para


explotar de curiosidad.
Lisa se agachó y recogió su pierna como si fuera un objeto
completamente extraño. Colocó su rodilla derecha sobre el pómulo, se
enderezó y apuntó el dedo gordo del pie hacia el techo. Mientras tanto,
pensó en la pregunta de Maggie.
—Supongo que estoy enamorada —se rió.
—Oh, ya lo sé. Por supuesto que lo estás. Pero ¿cómo diablos es él?
—Bueno, si quieres que me ponga seria, veamos. Es increíblemente
atractivo, lo que no es exactamente una gran novedad, supongo. Es
amable, sensible. Te hace sentir cómoda. Protector, se podría decir. Y es
divertido, muy divertido, e increíblemente seguro. Como sabes, él no
tomaría ninguna mierda de nadie. En realidad, cortó en pedazos a ese
Peter Duke. Lo pasó por la picadora.
Maggie se inclinó hacia adelante. No era suficiente.
—¿Pero vino por ti? ¿Te llamará, por el amor de Dios? ¿En qué
quedaron?
—Él podría llamarme. —La expresión de Lisa era reflexiva—. Estoy
segura de que le gusté. Pero no sé si tiene tiempo. Debe de estar tapado
de trabajo.
Lisa sacó la pierna, quitó sus nalgas de la esquina del escritorio y
apoyó el pie en la región lumbar.
Mirándola con envidia, Maggie volvió sobre lo mismo.
—Escucha, chiquita. No lleva tanto tiempo.
—Sí, —dijo Lisa riendo con malicia— quizá pase por aquí y me pruebe
en uno de los aparatos Nautilus.
—Muy bien. Bueno, apuesto a que va a hacer algún movimiento.
Cualquiera lo haría.
—Gracias, Maggs. Pero hablando en serio, simplemente no puedo ser
de este tipo. Tú sabes, un tipo como ése. Lo que quiero decir es que es tan
refinado. Lo sabe todo, conoce a todos. Quiero decir que probablemente

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llame al presidente para saber lo que hay en televisión si se pierde el


diario con la programación. ¿Qué demonios tengo yo para ofrecerle?
—Puedo ver un par de cosas en este momento —dijo Maggie—. Ese
enterito es verdaderamente endemoniado, Lisa.
—Creo que alguien como Bobby Stansfield está más interesado en la
cabeza que en el cuerpo. Todos esos políticos engrupidos, con sus
doctorados en filosofía y política.
—Sé que todos tratamos de olvidarnos el cerebro aquí, Lisa, pero tú
eres realmente inteligente.
—Si él realmente llama, va a esperar uno o dos días, de manera que
no existe motivo para excitarse todavía.
A unos centímetros a la derecha de la entrepierna de Lisa, el teléfono
comenzó a sonar.
Sonrió mientras levantaba el auricular, se sonrojó al oír la voz.
—Puedo decir que es Lisa Starr la que habla. Soy Bobby Stansfield.
¿Qué hará a la hora de la comida?
—Oh, Dios. Hola. ¿Cómo está? ¿Comer? ¡Dios! ¿Qué día es hoy? Sí,
por supuesto que me gustaría.
—Bravo. Estábamos todos aquí sentados alrededor de la piscina,
pensando en lo que necesitábamos para hacer que las cosas se vieran
mejor, y me acordé de usted. ¿Tiene auto? Puedo enviarle uno. Venga tan
pronto como desee, aquí es el paraíso y estamos bebiendo los mejores
margaritas.
La cabeza de Lisa comenzó a latir. El cumplido era bueno, pero él
había dicho algo más. El paraíso está aquí. El paraíso está aquí. El paraíso
está aquí. Abrió la boca para contestar, pero las palabras no salían.
—¿Está todavía allí? ¿Sabe dónde venir? Dobla a la izquierda en…
—Está bien. Conozco el camino. Lo puedo encontrar. —Estuve allí mil
veces en mis sueños, agregó sin pronunciar las palabras.
—¿Y no necesita transporte?
—No. Me gustaría ir en bicicleta.
—¿Con este calor? Usted convierte sus caprichosos ejercicios en
castigos. De todas maneras, apúrese, y no se derrita antes de llegar.
Deseo verla entera.
—Ya estoy en camino.
Lisa colgó. Durante un segundo las dos amigas se miraron sin decir
palabra.
Maggie fue la que rompió el hielo.
—Damas y caballeros, por favor, abran paso al senador Robert
Stansfield y señora —entonó exageradamente mientras Lisa le arrojaba
lapiceras, hebillas, una goma y una pequeña calculadora japonesa.

Lisa pedaleó con fuerza mientras cruzaba la peligrosa intersección de


North Flagler. Su experiencia le había demostrado que los accidentes
solían suceder donde estaba ella, que ella misma podía ser la causa. El
observador desinteresado se habría dado cuenta enseguida. Estaba toda
vestida de blanco, desde las zapatillas Adidas y los zoquetes hasta los
pantalones cortos y la remera debajo de la que sus pechos

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PAT BOOTH PALM BEACH

enloquecedores se movían de un lado al otro. Sus piernas largas y firmes


parecían empujar los pedales sin esfuerzo.
En su espalda tenía una mochila de playa blanca, con una cuerda en
cada extremo que se ataba al torso de Lisa y hacía que la remera se
adhiriese entre las tetas cónicas. No había mucho adentro. La había
llenado con rapidez. El único inconveniente verdadero lo había constituido
su traje de baño. Los de ella estaban bien para las ediciones de ropa de
playa de Sports Illustrated, pero no eran, se imaginaba, lo que se debería
llevar a la piscina de los Stansfield. Pero no había tenido tiempo para un
viaje de compras. Lisa era lo suficientemente inteligente como para saber
que en esta vida uno gana pocos puntos al tratar de simular lo que no es,
en especial ante los Bobby Stansfield de este mundo.
El traje de baño negro que había elegido habría causado furor en
Copacabana o en Ipanema. Enterizo, bien cavado en la entrepierna,
adelante y atrás, a fin de sugerir todos los aspectos privados de la
anatomía. Hasta el momento ella no había tenido quejas y no esperaba
tener ninguna ahora.
Una vez que cruzó el puente, dobló a la izquierda en el camino de
bicicletas de Palm Beach. Corriendo por los bordes del Lago Worth, el
camino angosto de asfalto pasaba durante más de diez kilómetros por
alguna de las casas más hermosas y caras del mundo. Era una carretera
mágica, cerrada estrictamente a vehículos de motor de todo tipo; sin
embargo, a pesar del sabor a total exclusividad, estaba abierta al público.
Aquí se podían encontrar diferentes mundos mientras ciclistas, corredores
y caminantes tenían la posibilidad de espiar las piscinas de los ricos. Pero
esto no pasaba jamás. La senda de las bicicletas estaba cuidada por
guardias secretos; las personas lo suficientemente sofisticadas como para
descubrirlo eran discretas para respetar los derechos de los otros. Para
Lisa, era suficiente pasar con rapidez los acicalados yates amarrados en la
parte posterior de los jardines de sus dueños, las gruesas higueras, los
bancos de hiedra de dulce aroma a jazmín, el rico aroma de madera de
sándalo y los brotes de almendros, los altos cercos de aquéllos que
valorizaban más su privacidad que su vista. Recordaba las palabras de su
madre: «Cuanto más alto es el cerco, más rico es el hombre». ¿Sería,
algún día, alto su cerco? Los nombres de las calles en las intersecciones lo
decían todo: avenida Tangier, paseo West Indies, pasaje Bahama. Más
hacia el norte estarían el paseo Tradewind, la calle Orange Grove y la
carretera Mockingbird. Qué fácil sería amar un lugar así. Qué fácil era
amarlo ya. Y a la gente que vivía allí.
A propósito, Lisa evitó la calle Garden, que la llevaría directamente a
la casa de los Stansfield. A menudo había hecho eso. En su lugar, tomó
hacia la derecha de Colonial, que la llevaría a la casa de los Kennedy. Hizo
una breve pausa. ¿Estaba ahora Rose allí, aislada por fin de las tragedias
que la historia parecía determinada a amontonar sobre su familia? En el
aparcamiento estaba el golpeado Buick de la familia, con desesperada
falta de pretensión. ¿Quién podría haber pensado hacía algunos años atrás
que ese aparcamiento había sido construido como helipuerto para el
hombre más poderoso del mundo? Incluso entonces Palm Beach había
sido difícil para los Kennedy y fue sólo con la más absoluta reticencia que

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PAT BOOTH PALM BEACH

la municipalidad había hecho una excepción especial a la estricta norma


que prohibía que cualquier elemento volador aterrizara dentro de los
límites de la ciudad. La pintura roja de la pared de ladrillos de la joya
Mizner se estaba descascarando inadvertidamente y los dos grandes
carteles que decían esperanzados NO PASAR Y CUIDADO CON EL PERRO habían
dejado de ser útiles hacía tiempo.
¿Qué truco del destino había arrojado a los Kennedy y a los Stansfield
juntos, separados por sólo media docena de casas sobre la playa larga y
solitaria? Dos grandes dinastías políticas, una demócrata, una republicana,
vecinos y enemigos, un día quizás embarcados en un combate por el
premio mayor. Era una idea potencial. Los dos adversarios podrían haber
disfrutado el juego del frisbee casi sin dejar sus respectivos jardines del
frente. Dentro de unos años, el boulevard North Ocean podría una vez más
contar con un presidente de los Estados Unidos entre sus residentes y los
paseos casuales en bicicleta estarían estrictamente prohibidos. Lisa se
permitió imaginarlo: las desviaciones del tránsito, los hombres duros y
mezquinos de ojos sospechosos, el aura de latente excitación y peligro. Y
quizá, Dios lo quisiera, sería Bobby. Bobby Stansfield. Su anfitrión para la
comida. Ella iba a ser una invitada de honor en la mansión en donde su
madre se había sentido tan orgullosa de trabajar.
El móvil policial rondaba el lugar y su conductor la controló con
rapidez. Ella estaba acostumbrada a eso. Los demás coches de esa ciudad
pertenecían a la policía y los seis kilómetros de camino del North End eran
probablemente los únicos en la Tierra en los que absolutamente todos
respetaban el límite de velocidad. A la mayoría de los residentes les
gustaba de esa manera. Aquí la gente no cerraba las puertas con llave.
Lisa movió la cabeza en señal de descreimiento, en parte con admiración,
en parte con horror, mientras pensaba en los excesos de la ciudad. Habían
sancionado una ley que obligaba a la gente que trabajaba en la ciudad y
que no vivía allí, como jardineros y personal de limpieza, a llevar tarjetas
de identificación todo el tiempo y a suministrar muestras de huellas
digitales. Eso debía sin duda ser anticonstitucional. Pero a Palm Beach no
le importaba. Palm Beach hacía las cosas a su manera. Incluso ahora,
algún liberal estaba llevando al municipio a la corte para dar explicaciones
por esta ley. Lisa esperaba que éste tuviera los bolsillos profundos: lo iba a
necesitar. También hubo un corredor arrestado y multado por llevar ropas
indecentes. El desdichado sólo se había quitado la camiseta. Quizá si
hubiera sido una mujer… Lisa rió en voz alta ante la idea. Luego la risa se
le murió en la garganta. Estaba atravesando los grandes portones de la
mansión Stansfield.

Lisa no estaba preparada para la sirvienta de blanco uniforme que


abrió la pesada puerta de roble tallado, Por un segundo se quedó allí
parada, inmóvil, mientras los recuerdos agridulces la invadían. Qué bien
había aprendido a amar aquel uniforme. Qué orgullosa se habría sentido
su madre con esa blancura inmaculada, con su simbólico significado.
Todos aquellos años había permanecido en el placard, lavado fielmente de
vez en cuando y vuelto a guardar escrupulosamente planchado. En

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PAT BOOTH PALM BEACH

ocasiones, Mary Ellen lo había sacado y se lo había puesto para mostrarle


a la joven Lisa las glorias de su pasada posición como sirvienta de
confianza en la casa de los Stansfield. ¿La joven que estaba frente a ella
sentía lo mismo respecto a su trabajo? Era improbable. Por empezar, era
negra, y para los negros no era sabio y no proporcionaba beneficios
deleitarse con los sueños de Palm Beach.
Lisa refrenó estos pensamientos. Había otras emociones que manejar
aparte de la nostalgia. La vida debía continuar. Ir en ascenso.
—Creo que el senador Stansfield me espera. Soy Lisa Starr.
La sirvienta inclinó su cabeza hacia atrás e hizo un ruido con la nariz.
El gesto decía: «El senador Stansfield siempre espera a muchachas
bonitas. No te hagas ilusiones.»
—Ellos reciben a todos al lado de la piscina. Sígame, señorita Starr —
fue lo que dijo.
Por fin, Lisa estaba adentro, como un niño en la juguetería de sus
sueños. Con los ojos bien abiertos, trató de grabar todo en su memoria
mientras seguía a la sirvienta a través de la vieja casa a oscuras. Pasaron
a lo largo de los patios de azulejos españoles, que se abrían a ambos
lados, a través de arcadas, a terrazas inmaculadamente cuidadas, con
mucho verde, arbustos, orquídeas salvajes en macetas españolas, y el
sonido del agua que caía de las fuentes inteligentemente ubicadas. Largos
aparadores de roble, oscuros y tallados, que contenían recipientes más
pequeños de azaleas blancas y rosadas, se alineaban contra las paredes.
Una gran naturaleza muerta de frutas y flores pintada en el estilo de la
escuela holandesa estaba iluminada por una antigua lámpara para
cuadros.
Triste, pensó Lisa. Pero de increíble estilo. Mizner puro e inalterado.
Toda la casa olía al Palm Beach de la década del veinte, cuando sus ricos
dueños habían gobernado el mundo, imaginando que lo harían para
siempre.
Delante de ella, las suelas de goma marchaban sobre el lustrado piso
de cerámica tal como su madre lo había hecho una vez; nuevamente Lisa
luchó por refrenar la ola de tristeza que amenazaba con envolverla. Al
final del patio había una gran puerta negra de hierro forjado, con el
picaporte de bronce muy lustrado. A través de las delicadas figuras de su
diseño, Lisa pudo ver el gran parque verde más allá del cual se hallaba el
mar, con sus olas que se desplazaban perezosamente hacia el espigón.
—La dejaré aquí, señorita Starr. Encontrará al senador y a sus amigos
allí, al lado de la piscina.
Mientras ella se acercaba, Bobby Stansfield se levantó de la reposera
de toalla donde se encontraba y se dirigió a saludarla.
—Lisa. Lisa. Justo lo que necesitábamos. —Se volvió hacia sus amigos
—. Aquí la tienen. Les prometí un ángel y ahora les traigo uno. —Su
sonrisa era tan cálida como el sol sobre su piel suave—. Lisa, este es
Jimmy Baker. Sabe todo en el mundo de la política. Eso espero. Pero no
demasiado acerca de lo demás.
Jimmy sonrió con cuidado ante la jocosa presentación, mientras se
ponía de pie para darle la mano a Lisa, con unos ojos que la penetraban
con astucia. ¿Cómo afectaría esa mujer a su muchacho? ¿Representaba

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PAT BOOTH PALM BEACH

una buena o una mala noticia? ¿Un truco barato o una muchacha
respetable? ¿Cómo se la podría usar?
Lisa lo miró de arriba abajo. No le gustó. Si alguna vez ese hombre
decidía afeitarse el pecho, podría entrar en el negocio de los felpudos.
Los otros dos parecían menos importantes, más amables, ansiosos
por agradar.
—Ahora, Lisa, ¿puede tolerar un cóctel margarita? Me temo que
comenzamos sin usted, si puedo restar importancia al hecho. —Echó hacia
atrás la cabeza y se rió. ¿Un niño al que se culpaba de una incursión por
tarro de las galletitas? ¿Un hombre de mundo que no temía divertirse y
necesitaba una pareja para las transgresiones? ¿Un aristócrata de viejo
estilo que sabía un par de cosas cuando de mezclar un cóctel se trataba?
Había algo de las tres cosas en su comentario y en su risa, y Lisa no
estaba del todo segura acerca de cuál ellos era más atractivo.
La llevó hacia el bar.
—El secreto de un margarita verdaderamente bueno es preparárselo
uno mismo —dijo con simulada seriedad—. Por supuesto que los vasos
están en el hielo.
Como un mago, extrajo del freezer dos vasos de cóctel en forma de V,
helados. Vació una pila de sal sobre la superficie de mármol blanco y la
alisó con la palma de la mano antes de pasar el borde de cada uno de los
vasos. Luego tomó una gran jarra y los llenó. Le alcanzó uno a Lisa.
—Dígame qué le parece. —En su rostro había una juguetona
expresión de preocupación.
—Es delicioso —dijo ella—. ¡Qué manera de hacerlo!
Bobby se rió mientras la conducía hacia una mesa ubicada a cierta
distancia del resto de los hombres. Lisa sintió que el alcohol pasaba
directamente, a través de su estómago, hacia la sangre. Era más atractivo
de lo que recordaba, si eso era posible. Parecía más áspero que muscular,
un cuerpo que se veía como si se hubiera puesto en forma por haber sido
utilizado por las cosas más que por el constante ejercicio. Tenía suficiente
vello en el pecho, pero no demasiado. Pies lindos y, gracias a Dios, uñas
de los pies bien cuidadas. Pocos hombres se daban cuenta de lo
importante era eso. El rostro, por supuesto, se ganaba las medallas, pero
eso era muy bien conocido desde los bosques de robles hasta las aguas
del Gulf Stream. Era difícil separar al hombre de lo que él significaba, de lo
que era posible que pudiera significar. Bobby Stansfield no era
simplemente un hombre atractivo que sólo se tiraba al lado de la piscina y
se bronceaba al sol. Era un símbolo. Más segura que el viejo
conservadurismo, la filosofía que él abrazaba había golpeado una vena de
sentimientos que cruzaba el país y, si él lograba utilizarla bien, podría
obtener los mayores dividendos. Esto lo transformaba en una figura con
un desconcertante poder potencial, que actuaba en sinergia con sus
abundantes atractivos físicos. Cualquiera lo habría sentido. Pero Lisa no
era simplemente cualquiera: ella era la hija de Mary Ellen Starr y, si se
podía perdonar el juego de palabras, ella lo veía a través de los ojos de
una star.
—¿Trajo algo para nadar? Si no, estoy seguro de que podemos
arreglarlo. En general, hay muchas cosas de mis hermanas.

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—Seguro. Aquí adentro. —Lisa palmeó la bolsa—. ¿Dónde me cambio?


—Use el vestuario.
Cuando regresó, Bobby estaba tendido en la reposera con los ojos
cerrados, tomando sol.
Parada por encima de él, interfería los rayos del sol. Bobby se sentó,
consciente de su presencia por la repentina oscuridad. Abrió los ojos y los
llenó con la erótica visión de toda una vida. Por primera vez en un siglo, no
supo encontrar palabras.
—¡Dios mío! —por fin pudo abrir la boca.
Lisa se rió, contenta del efecto que no ignoraba que estaba
produciendo.
Durante unos segundos dejó que él se deleitara con su figura, los ojos
desesperados recorriendo su cuerpo grácil. Luego giró sobre sus talones y
corrió hacia el borde de la piscina. En apenas un movimiento, se arqueó
en el aire y, sin salpicar, desapareció en el agua azul.
Ella sabía que él la seguiría, que sería atraído hacia el agua por el
imán de su cuerpo. Lo había visto en la ansiedad de los ojos. Lisa nadó
todo el largo de la piscina antes de salir a la superficie, con los pulmones
más que capaces de proporcionar el oxígeno para la poderosa brazada de
pecho debajo del agua. Cuando emergió de las profundidades, echó hacia
atrás la cabeza, enviando su cabello mojado detrás de los hombros. Con
su mano derecha retiró los mechones de cabello negro de los ojos,
mientras que con la izquierda se sostenía del borde de azulejos azules.
Buscó a Bobby. Había desaparecido.
Por un segundo el corazón dejó de latir. Se había ido. ¿Para servirse
otro trago? ¿Para hablar de política con sus amigos? ¿Para contestar el
teléfono?
Como una nutria, resbalosa, muscular, una forma oscura pasó entre
sus piernas. Estaba muy cerca, con sus manos que trazaban el contorno
de su cuerpo, de sus tobillos, de sus caderas, de la parte exterior de sus
muslos, la fina línea de sus nalgas, su talle. En un segundo de deleite, las
manos seguras rozaron la línea de sus pechos antes de alcanzar su
destino final, las axilas.
Nadar debajo del agua no le había hecho a Lisa perder la respiración,
pero la estaba perdiendo ahora. Mientras la cabeza de Bobby salía al sol, a
escasos centímetros de la de Lisa, con su sonrisa risueña que prometía el
mundo, la levantó, fuerte y travieso, hasta que fue sacada del agua y
obligada a sentarse en la silla que formaban sus hombros, con las rodillas
colgando en el agua, enmarcando la cabeza de Bobby mientras él sonreía.
Allí, contra el cielo azul de la Florida, Bobby se permitió adorar el altar
de una belleza juvenil como la de Lisa, cuya respiración ahora se
aceleraba a través de los labios abiertos. Lo miraba con excitación, con un
brillo en sus ojos ante la contemplación del deseo de él.
Algo sucedería. Ambos lo sabían.
Durante un siglo, saborearon el momento, el primer momento
delicado del viaje hacia la intimidad, cuando todo es nuevo, cuando todo
está sobrecargado con el misterio y el peligro de la pasión.
Los brazos de Bobby se deslizaron hacia arriba para abrazar la parte
superior de las piernas de Lisa. Se impulsó contra ella, forzando aquella

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PAT BOOTH PALM BEACH

deliciosa carne firme contra su cabeza, los labios a centímetros del lugar
que ella ya deseaba que fuera suyo. Nuevamente él la miró, su mentón en
contacto con la tela del traje de baño, su deliciosa presión acariciándola
en la parte más vulnerable de su ser. Una vez más, los ojos azules la
interrogaban, le transmitían seguridad, la tentaban. Luego fue empujada
hacia adelante, mientras sus nalgas perdían su precario asiento en el
borde de la piscina y él la atraía hacia sí en el agua. Se sintió transportada
y Bobby la acompañó, con su cuerpo fuertemente adherido al de ella,
rodeándolo rígidamente con brazos poderosos como sogas.
Como quien que se ahoga y cuya vida se supone que pasa como
película en cámara rápida antes de la destrucción, la mente de Lisa
disparó en un calidoscopio los acontecimientos que la habían conducido a
éste, su más deseado momento. Estaba perdida, girando en el vértice de
la lujuria y del amor. Eso era. Amaba a este hombre que la abrazaba. Lo
amaba física y mentalmente, tal como había sido programada para
hacerlo. Él lo era todo. Su madre, su ambición, su futuro. Y estaba aquí
ahora. Sosteniéndola con firmeza entre sus brazos, debajo de la superficie
de la piscina de los Stansfield, a unos pocos metros de sus amigos.
Durante un momento desesperado, sintió la necesidad de escapar, de
poner en orden sus caóticos pensamientos. Sabía que pronto serían
amantes, pero había que cruzar primero una tierra de nadie.
Como una sirena, se separó de él, deslizándose en busca de la
seguridad del refugio en el que podría recuperar la claridad de sus
pensamientos. Sin mirar atrás, salió de la piscina y corrió hacia el
vestuario.
Estaba oscuro allí. Fresco y oscuro. Un lugar tan bueno como para
tratar de detener emociones que se escapaban. Lisa estaba mojada y se
sacudió de la cabeza a los pies. Todos sus nervios gritaban, necesitaba
algún modo de liberar la insoportable tensión que se apoderaba de su
cuerpo. Se apoyó contra los azulejos blancos de la ducha, agradecida por
el frío contacto contra su piel, por cualquier tipo de contacto. Todo el
tiempo había tratado de tomar las riendas para disminuir la velocidad del
carro del deseo que corría peligrosamente en su interior. Sobre sus muslos
podía sentir la impronta de la urgente fuerza de Bobby, la sensación
paralizante de su cuerpo aplastándose contra ella en las profundas aguas
azules. ¡Dios, cómo lo deseaba! Era enloquecedor desear de esa forma y
tan súbitamente. De pronto, felizmente impactada, se dio cuenta de que
no estaba sola. Con los ojos apretados, sintió las manos sobre ella y su
mente se detuvo mientras el cuerpo se destrozaba. Era un hermoso
sueño, una fantasía maravillosa, mientras él recorría con sus manos todos
los rincones de su cuerpo. Lo sentía latir, expandiéndose, retirándose,
retorciéndose debajo de esos dedos calientes. Todavía ella mantenía sus
ojos cerrados, sin deseos de perturbar la magia del momento que sabía
que ahora vendría. Se oyó a sí misma emitir un bajo gemido de
aceptación, mientras la tela de su traje de baño era retirada de su cuerpo.
En su mano, el pene se movía, con vida, con deseo, buscando la
conquista y la posesión. Con adoración, ella trazó sus contornos desde la
orgullosa y suave cabeza, a lo largo del cuerpo duro como roca, hasta la
abundante jungla de su base. Sus ojos todavía permanecían cerrados

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PAT BOOTH PALM BEACH

mientras se preparaba para recibir el ofrecimiento. De sus labios


entreabiertos salió un tembloroso suspiro de éxtasis, mientras se
preparaba flexionando los poderosos músculos de la pelvis, doblando un
poco las rodillas mientras se apoyaba contra la pared de la ducha.
Las manos de los amantes trabajaron en conjunto para guiar al
invasor hacia su destino. Deteniéndose durante el más breve de los
momentos ante la entrada mojada y ansiosa, se hundió con gratitud en su
correcta morada.
Lisa dejó escapar un grito corto y agudo mientras esa cosa deliciosa
se movía dentro de ella. Como viajero en tierras extrañas, al principio fue
cauto, inseguro, mientras exploraba los alrededores desconocidos, pero
lentamente comenzó a ganar confianza mientras establecía su propio
ritmo.
Sólo ahora ella abrió los ojos.
—¿Cómo sabías que era yo? —le susurró con ternura.
Lisa trató de hablar mientras se mojaba los labios secos en una
lengua levemente húmeda. Sonrió sin decir nada mientras él se empujaba
con delicadeza dentro de ella.
—Te deseé desde el primer momento en que te vi —le dijo Bobby.
—Puedes tenerme. Así. En cualquier momento. En cualquier lugar.
Arrojándose hacia abajo ella lo tomó, desesperada de pasión,
guardando al deseoso prisionero, aplastando su fuerza abundante con el
poder de su propia necesidad.
Con la lengua buscó la de él, hambrienta de su sabor, mientras su
mente deseaba la imposible fusión de sus cuerpos, de sus almas. Le
pareció a Lisa que todas las partes de su ser habían dejado de existir.
Desde su boca hasta su vagina, todo el sentimiento, el deseo, la vida y el
amor estaban concentrados en el punto donde Bobby la había penetrado.
—¿Lo deseas ahí? ¿Así?
Lisa sintió que el pánico corría hacia el campo de batalla en el que se
había transformado su mente.
—Por dios, sí. No te detengas, Bobby. No te atrevas a detenerte.
Todo lo que ella deseaba era su clímax. Más tarde habría tiempo para
cualquier cosa y para todo, pero ahora deseaba su semen adentro de ella.
Nada más importaba, ni la propia satisfacción de su cuerpo, ni la ternura,
ni la comprensión, ni el amor.
Sus manos encontraron las nalgas que empujaban y ella las atrajo en
la desesperación del deseo, forzándolo a que entrara más profundamente
mientras agregaba su propia fuerza. Su espalda se apoyaba contra la
pared, ahora resbalosa con su propio sudor, y soportaba el celestial asalto
mientras rezaba por su dulce final.
Lo vio primero en sus ojos, la mirada lejana, el casi soñador
desapego, la intensificación de la danza de amor en su vientre. Como un
clarín llamando con claridad, hizo llegar la reacción en Lisa. Juntos. Sería
juntos y ellos siempre lo lograrían juntos. Trabados en el amor. Trabados
en sus cuerpos. Ella se puso en puntas de pie, haciendo que él la
alcanzara.
—Oh, Lisa.
—Está bien. Estoy lista. Te deseo, Bobby. ¡Dios, cómo te deseo!

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Entonces la mente de Lisa despegó, vagando, trasladándose, soñando


en un mar de despreocupación, mientras la ola sublime la envolvía.
Temblando con los estremecimientos de su propio orgasmo, trató,
también, de experimentar el de él. Intentó poner orden en su cabeza,
hacer brillar la luz de la sensación por encima del acontecimiento que se
producía en su interior. La estaban limpiando, dejando limpia de su
pasado, mientras Bobby la bañaba con su pasión. Sacudiéndose, saliendo,
forzándose a ir más profundo, gritó triunfante mientras los pies de Lisa
dejaban el suelo, como una mariposa pinchada contra la pared por la
explosión del instrumento de deseo.
Con la cabeza inclinada sobre el pecho agitado, Bobby se dejó llevar
por el estremecimiento.
Con ternura, Lisa acunó su cabeza mientras sentía el triunfo en su
alma. Y allí había, también, otro sentimiento, loco, imposible, pero
absolutamente cierto. Un día ella tendría a ese hombre. Tendría su amor y
su apellido para siempre.

Peter Duke casi no podía creerlo. Debajo de las sábanas de algodón


egipcio, las manos de su esposa estaban sobre él. Durante unos segundos,
se quedó allí, tendido como un tronco, mientras trataba de encontrarle
sentido a todo aquello. Parecía ser hora del desayuno por los destellos de
luz visibles a través de los pliegues de las pesados cortinajes. ¿Pero por
qué? No lo habían hecho durante meses, excepto después de las peleas. El
haberle dado a Jo Anne la orden de irse no demostraba que quizás él fuera
más atractivo a sus ojos. El masoquismo jamás había sido su especialidad.
Entonces Peter Duke sonrió para sí. Muy bien, él tenía su propio show.
Ella debía pensar que la sabía chupar muy bien. Estaba tratando de
volverlo a ganar excitándolo. Quería reírse en voz alta. Eso era demasiado
transparente. Jo Anne lo molestaba. Había esperado más de ella. Quizás
algunos inteligentes movimientos legales y una férrea determinación para
afrontarlo descaradamente, para arrastrar el nombre Duke por la corte e,
incidentalmente, por el fango. Evitar que alcanzara su chequera. La vieja
Jo Anne no se habría perdido ese tipo de movimiento. ¿Pero esto? ¡Vaya!
Cualquiera que fuera el motivo, en realidad, ella no había perdido su
clase y era imposible evitar la comparación con Pamela Whitney, quien
jamás sería una mujer de primera. Sin duda la primera vez con esa futura
novia había sido un completo fracaso. Él había tenido toda la potencia de
un fideo remojado al sereno en leche condensada, y llegó a la conclusión
de que el acto amatorio para una Whitney era casi tan carente de
importancia como olvidarse de llevar el documento de identidad al banco
cuando hay que cobrar un cheque. No, los Whitney creían en otros
encantos. Como el dinero, los genes superiores y todos esos
extraordinarios caballos. La cría de caballos y la cría de niños. Aquélla era
la clase de cosas para la que servían. Pronto habría un clan de Whitney y
Duke, una banda de pequeños estudiantes de la preparatoria que
administraría los negocios, se uniría a los clubes e irritaría a los agentes
de bolsa.
Jo Anne Duke comenzó el trabajo con la experiencia de una

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PAT BOOTH PALM BEACH

profesional. No existía placer en ello, ninguno, pero había indudablemente


un propósito. Después Peter Duke se serenaría un poco, se inclinaría,
estaría marginalmente preparado para ajustarse a sus sugerencias. Esto
era importante si ella iba a evitar el desastre supremo. Ni por un momento
imaginó que eso cambiaría su decisión. Las dinastías y los dólares estaban
en su mira cuando le había hablado de divorcio, y la forma fría y
calculadora en que la había espiado durante los últimos meses
demostraba que todo había sido premeditado. Su objetivo era uno menor.
Después de haberlo conseguido, Peter Duke descansó sobre las
almohadas y observó a su hermosa esposa con ojos sospechosos.
—¿Estuvo bien? —No pudo resistir buscar un cumplido.
—Sólo el más grande —le mintió. Jo Anne extendió una mano y le tocó
el brazo—. Sabes Peter, no deberíamos pelear.
Ella se rió con una risa atractiva y coqueta.
Peter sonrió comprensivo. Era de malos modales patear a alguien en
la boca después de haberle proporcionado tanto placer. Luchó por reprimir
el deseo de decirle que nada había cambiado, que ella estaba todavía en
la calle sin un centavo, que soplarlo a él era soplar en el viento.
—Supongo que no puedo discutir con eso —le dijo Peter.
—Sabes, estuve pensando, Peter. Estuve pensando mucho en todo.
Acerca de nosotros. El divorcio. —Observó en él un destello interesado
mientras esperaba sus palabras. Estaba claro que esperaba un regateo. Si
me das esto, puedes tener eso. A cambio de las joyas, yo…—
Verdaderamente llegué a una extraña conclusión —prosiguió—. Creo que
ha sido todo por mi culpa. Lo eché a perder. Supongo que siempre lo hice.
Quizá sea mi forma de ser. De todos modos, lo que quiero decir es que lo
siento. No voy a pelear en el divorcio y no deseo nada para mí. Soy mejor
que eso, cuidando de mí misma, librando mis propias batallas. No hay
responsabilidades. Una especie de ser del universo, haciendo lo mío.
Los ojos de Peter se entrecerraron. Casi no podía creerlo.
Simplemente debía haber un resquicio. No había comidas sin cargo.
Jo Anne planeó en el silencio.
—Supongo que me doy cuenta de que tienes todas las cartas, pero
jugarlas crearía muchos inconvenientes para ambos. No nos ayudaría a
ninguno de los dos. Quién sabe, quizá pensaras que eso valía algo.
Peter vio el juego. No era una mala movida, pero era creíble. Ella se
iría en silencio y, a cambio, él haría lo decente y suavizaría su camino con
un arreglo generoso. Efectivamente, ella se arrojaba a su compasión. A
Peter Duke le gustó lo que oyó. En el fondo su corazón era un abusador y
no había nada sobre la tierra que él disfrutase más que explotar la
debilidad. Él simularía que se ajustaba a sus planes. Le haría firmar todo
tipo de cosas y luego, cuando llegara el momento de firmar el cheque del
arreglo, se le reiría en la cara, le cerraría la puerta. Y luego cambiaría la
cerradura.
—Eso sería muy decente de tu parte, Jo Anne. Podrías contar con mi
reconocimiento una vez que las cosas se hayan aclarado.
—Oh, Peter, eso es maravilloso —el alivio de Jo Anne brillaba en sus
ojos—. Simplemente maravilloso. Espero que lo veas así. Entonces no
peleemos más. ¿Está bien? Escucha, tengo una idea maravillosa. Vayamos

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a hacer esquí acuático. Como solíamos hacerlo. Hace mucho que no


manejo la lancha y el océano está tranquilo como un estanque. Lo vi hoy
más temprano.
—¡Claro, por qué no! Podría ser divertido —dijo Peter Duke.

—¿Estás listo? —le gritó Jo Anne por encima del zumbido del potente
motor de la Riva.
A través de las tranquilas aguas fuera de la costa del North End, la
respuesta de Peter Duke se oyó muy bien. Sus ojos se movieron en el aire
quieto.
Jo Anne se sentó, tiró fuertemente de la palanca y la gran lancha se
lanzó hacia adelante mientras los motores dejaban escapar un rugido
poderoso.
Peter Duke se levantó de las aguas con facilidad, duro como una roca,
casi sin moverse hacia los lados. Lejos, para los holgazanes adoradores del
sol, era evidente que ese esquiador no era un novato y la impresión se
confirmó cuando él enfiló hacia la estela de la lancha. Con los brazos
completamente extendidos delante de él, se lanzó hacia atrás, con el
cuerpo derecho e inclinado en un ángulo de cuarenta y cinco grados hacia
la superficie del agua. A medida que la velocidad se incrementaba,
golpeaba las olas y por momentos saltaba en el aire, para volver a caer en
las lisas aguas un poco más abajo. Ahora, casi paralelo con el costado del
Riva, aminoró la velocidad de avance, permitiéndose tiempo para un
saludo a Jo Anne, antes de que poner las piernas en posición para dar la
vuelta.
Ésta era la parte que más le gustaba. Debajo de sus pies sentía la
enorme fuerza centrífuga cuando doblaba el esquí contra el agua. Los
músculos de sus antebrazos se volvían trozos de acero mientras la soga
de arrastre venía hacia él y la alta columna de agua salpicaba con
satisfacción desde el borde del esquí cuando él daba la vuelta.
Ahora corrió a través de la popa de la embarcación. Dos estelas para
saltar mientras cruzaba del otro lado. Casi no era consciente de la larga
cabellera de su esposa en el viento, creada por la velocidad de la Riva.
Esto era de lo que se trataba. Un hombre luchando contra los
elementos, utilizando su habilidad y determinación para mantenerse
erguido en una situación en la que las cartas estaban en su contra. En su
vida la lista de logros no era larga, pero era bueno para eso. No había
dudas. Había sido una de las grandes ideas de Jo Anne.
Por un segundo, mientras corría entre brisa marina, se permitió el lujo
de un momento de remordimiento. De alguna manera no podía ver a
Pamela Whitney en el papel de furiosa conductora del carro que Jo Anne
tan bien cumplía. Ella tendría otros encantos, pero conducir la lancha de
esquí no sería uno de ellos. Sin embargo, se iban a separar como amigos.
Quizás él le dejara uno o dos millones en recuerdo de los viejos tiempos.
Por lo menos eso la mantendría lejos de las calles por lo menos, de las
más baratas.
Espera, para allí. Concéntrate. Casi pierdes esa vuelta. Doblando y
girando como un cohete el cuatro de julio, la Riva trazaba locas figuras por

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todo el mar. Peter se sonrió para sí. La buena vieja Jo Anne. Éste era el
espíritu que admiraba en ella. No había nada que le gustara a Jo Anne más
que la competencia. Su poder como conductora contra el de Peter como
esquiador. Era el mejor modo. Apretó los dientes y tensó los músculos
para la batalla.
La boca de Jo Anne, en general sensual y plena, era ahora fina como
un trazo de lápiz dibujado en su rostro. Los ojos, normalmente brillantes,
eran fríos y mortales mientras tomaba el volante recubierto en cuero.
Hacía girar a la embarcación hacia uno y otro lado, marcando la suave
superficie del océano; como un Navy Phantom atrapado en el sistema de
rastreo por calor de un misil, dio una vuelta completamente impredecible,
con un engañoso cambio de velocidad.
Detrás de la lancha, Peter Duke se mantenía serio mientras trataba
de anticipar los movimientos de su esposa. A medida que los minutos
pasaban, los músculos comenzaron a fatigarse por el esfuerzo, y su mente
aminoró la velocidad debido al derroche de energías en la coordinación del
cuerpo. Muy bien, Jo Anne, eso es todo. Suficiente, es suficiente. No nos
dejemos llevar.
Sin embargo, la lancha no se detenía. Sus movimientos se habían
vuelto incluso más frenéticos, mientras que saltaba y rebotaba por encima
de la superficie del mar, en un esfuerzo por sacudirse su carga. Peter Duke
luchó por quedarse con ella, como un pescador decidido a no dejar
escapar su presa, corriendo a través de todo el océano para derrotarlo. Y
de repente todo terminó. Cuando iba a dar una vuelta, Jo Anne redujo la
velocidad. Mientras él salía, ella volvió a levantar la lancha, doblando el
volante hacia la derecha. Game, set, y el partido. Resignado y sin haber
tenido ni un pequeño respiro, Peter Duke se dejó llevar, formando un arco
en el aire, mientras la suave superficie azul se acercaba a su cara.
Hundido. Eso era lo que decían los surfistas. Debajo del agua estaba
fresco y había silencio, en agradable contraste con la contienda de quince
minutos desarrollada en la superficie. Perezosamente Peter Duke fue hacia
arriba.
Cuando llegó a la superficie, la lancha estaba terminando la vuelta,
con la proa en el agua mientras las grandes hélices giraban en el mar a
baja velocidad. A dieciocho, quizás a un poco más de veinte metros de
distancia, la proa enfiló hacia él. Recostado sobre su espalda, pateando
con delicadeza el cálido océano, planeó su saludo.
¿Estabas tratando de matarme allí? Sí, eso estaría bien. Una
respuesta con humor a la pequeña victoria de su esposa. Nueve metros. Jo
Anne era totalmente invisible detrás de la oscura proa de la lancha, con
sus lados de acero en forma de V y las paredes de nogal.
Cuidado, Jo Anne. La lancha debería estar en punto muerto ahora.
Gira un poco para darme espacio. Peter Duke abrió la boca:
—¿Estabas tratando de matar…
Con un colérico rugido, los motores de la Riva volvieron a la vida.
Como una flecha, la proa se encaminó hacia él. No había tiempo para
actuar. Para pensar. La madera brillante le golpeó el hombro y el impacto
pareció hacerle perder las conexiones en su cuerpo. Hacia abajo, abajo, se
fue, con los sentidos doloridos por el adormecedor entumecimiento de un

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oscuro poema recordado. Las fracciones de tiempo se iban, las paletas


afiladas de las hélices rugían en ansiosa anticipación. Era una sensación
divertida. Como si se condujera un automóvil en un camino lleno de pozos.
No había dolor. Simplemente un extraño zumbido en la cabeza mientras
las hélices volvían a acomodar su cuerpo alguna vez prolijo,
desparramando su sangre, los tejidos y las visceras por todo el océano.
Después no había realmente nada, excepto quizás un mínimo sentido de
irritación por la ineficiencia de todo, mientras Peter Duke comenzaba su
no planificado viaje a la eternidad.

—Eterno Padre que nos salvas…


A través del negro velo de encaje, Jo Anne pudo observar que todo
Palm Beach había aparecido para el funeral. Ella jamás había visto a
Bethesda tan compacta. Ni en la boda de los Phipp, la fête de invierno.
Jamás. Pero ahora vinieron todos. Después de todo, un Duke es un Duke.
Por supuesto, a nadie le había gustado realmente Peter, excepto, era de
presumirse, a la grotesca Pamela Whitney, visible por el rabillo de su ojo,
tan erguida como cualquier guardia de honor de la Marina, con el labio
superior tan duro como el pene de un surfista un sábado por la noche,
mientras «sufría su dignidad». ¡Por Dios! Esos dos estaban hechos el uno
para el otro. Podrían haber estado en la cama por el resto de sus vidas
jugando con sus respectivos pedigrís. Una y otra vez ella se hubiera
acostado sobre su espalda pensando en la bandera mientras Peter gruñía
sobre ella produciendo algunos Duke más pequeños para el Social
Register.
—… aquellos que murieron en el mar.
Ella había pedido especialmente esa canción. Suficientemente buena
para el presidente Kennedy. Suficientemente buena para el viejo Peter.
Verdaderamente apropiada.
Miró a su alrededor. Todo estaba saliendo bien. La parte de Jackie
Kennedy. La dolorida viuda. Jo Anne no debía mirar para atrás para saber
que no había un ojo seco en toda la iglesia.
—Himnos alegres de alabanza y victoria…
Aquello era agradable. Sí, había sido su victoria. No cabía otra
palabra. Una victoria arrebatada a tiempo a la agonizante y cavernosa
boca de mandíbulas con halitosis que era la derrota. Peter habría
conseguido su divorcio y ella habría sido sacada de la ciudad por el precio
de un pasaje en autobús. Del paraíso a la calle Queer, ése sería el
resultado del juicio, de acuerdo a las directivas del viejo amigo. Pero ahora
ella sonreía debajo del velo negro en su funeral y quizá más tarde, cuando
nadie mirase, saldría y bailaría sobre su tumba. Todos la habían
subestimado; habían menospreciado su determinación, su crueldad, su
voluntad para hacer lo que fuera a fin de mantener su posición, y ahora
todos tenían que pagar por su descuido. Jo Anne Duke, la respetada,
dolorida viuda, sorprendida por la tragedia. Pura como la nieve, una dama
de blanco cruelmente forzada al negro del luto.
El viejo Ben Carstairs casi sufrió un ataque de apoplejía cuando leyó
el testamento. Había triunfado una prostituta, pero él nada podría hacer.

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El último testamento de Peter había sido hecho varios años antes, en los
días felices posteriores a la luna de miel. Cuando ella preguntó
exactamente cuántos millones había, nadie había podido responder.
Aparentemente dependía de todo tipo de cosas como el cambio en las
valuaciones de las propiedades, las tasas de cambio y cosas por el estilo.
Fue el momento en que Jo Anne se enteró de que era inmensamente rica.
Si no se podía contar, era seguro que se estaba en el territorio de los
megadólares.
Casi sin darle importancia, ella había exigido el expediente de Peter.
—Poco antes de morir, mi esposo me dijo que usted tenía un archivo
privado de su propiedad. Supongo que por el testamento todas sus
posesiones son ahora mías. Quizás usted me lo pudiera conseguir.
Con el rostro tan negro como las nubes de tormenta de una tarde de
verano en Palm Beach, Carstairs había hecho lo que se le pedía. Jo Anne
se había pasado toda una tarde revisándolo, escuchando las cintas,
maravillándose por la eficiencia del trabajo de detective, la calidad del
sonido de las conversaciones telefónicas grabadas. La de Mary d'Erlanger
la había hecho demasiado sensual. No era de extrañar que el pobre viejo
Carstairs se hubiera escandalizado. Mary d'Erlanger tendría que ser
resucitada. No había dudas. Le pareció una verdadera lástima destruirlo,
pero ella sabía cómo aprender de los errores de los otros. Ponerse mal por
cosas como ésas no le había hecho ningún bien a la presidencia de Nixon.
Los ojos de Jo Anne descansaron por un momento sobre la madera
lustrada del féretro y entonces ella pensó en su contenido. ¿Sentía algún
remordimiento? ¿Alguna ternura hacia eso que había sido su esposo? No.
Dar la otra mejilla era para las muchachas que no habían tenido que
chupárselas a unos vagos a cambio de unas pocas monedas para
caramelos. Cuando Peter Duke había usado su poder contra ella, tratando
de arrojarla nuevamente a la alcantarilla de la que con tanto trabajo había
salido, realmente había disfrutado pelarlo como una banana con las
hélices de la Riva. El jamás supo quién era ella, jamás se molestó en
averiguarlo y el descuido lo había transformado en carne de hamburguesa
casi cruda. Había poesía en la justicia.
Las cosas parecían estar tranquilizándose. Era hora de enfrentar a los
de afuera. Los ojos llorosos, las estudiadas palabras de condolencia:
—Si hay algo que pueda hacer, cualquier cosa, por favor no dude…
¿Había sospechas en los ojos de todos los que velaban en los jardines
fuera de la iglesia? Para los paranoicos, sin duda. Pero Jo Anne no era
paranoica. Ella estaba feliz hasta el delirio. «Muerte accidental» había sido
el veredicto y nada más importaba en todo el mundo. Nada en absoluto.
La gente podía murmurar para contentarse, pero si Jo Anne conocía bien a
los habitantes de su ciudad, nadie pelearía con su apellido, Duke, y menos
con su fortuna.
Había sólo una pregunta de importancia. ¿Adonde se dirigía ella
desde aquí? Era una de las mujeres más ricas y más poderosas de los
Estados Unidos, con el orgulloso nombre de una de sus familias más
antiguas. También volvía a estar sola. Una viuda con gloria, con los pies
libres, con sus fantasías libres. ¿Qué diablos hizo ella para un empate?
Durante uno o dos segundos se quedó allí de pie, indiferente ante las

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expresiones de condolencia, considerando su envidiable disyuntiva.


La voz interrumpió sus pensamientos, la mano apretó el brazo con
insistencia.
—Jo Anne, lo siento mucho. Pienso en ti.
Por supuesto, la respuesta simple a la pregunta simple. Era fácil
realmente. ¿Por que diablos no lo había pensado antes? Este hombre era
la respuesta, con su voz suave y sus ojos sensuales. Había sólo una
persona en Palm Beach, incluso en todo el país, que sería posible después
de un Duke. Luego de un intervalo decente, cualquiera que fuera, ella se
casaría con Bobby Stansfield.

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Capítulo 8

Hacía sólo diez minutos que el sol se había puesto antes de la hora de
dormir y, en los controles de un Beechcraft de doble motor, el barón
Bobby Stansfield estaba preocupado. No tenía tiempo de admirar la
belleza del sol sobre las aguas del mar entre Bequia y St. Vincent, mucho
menos para elegir e identificar las extraordinarias casas que, como joyas
incrustadas, salpicaban el rico paisaje de la isla que estaba debajo de él.
Todo lo que le preocupaba era que la pista de aterrizaje en Mustique no
tenía luces y que debía aterrizar antes del anochecer. ¡Diablos! Estaba
cerca. Alcanzó a balancear, disminuyó la velocidad y dobló la palanca
hacia la izquierda mientras se dirigía al banco. Sólo había una oportunidad
para la pista. ¿Por qué demonios no se habían quedado en Barbados?
Ahora podrían estar disfrutando de algunos ponches en Sandy Lane, en
vez de exponerse a sufrir un desastre en las profundidades del mar del
Caribe. Pan Am y sus malditos horarios; el vuelo desde Miami les había
dado el tiempo justo para llegar a Mustique antes de la noche. Siempre
era una apuesta, sin embargo ésta era la más ajustada.
Sentada junto a él, Lisa percibió la tensión sin saber la causa. Bobby
había estado en silencio durante todo el vuelo de cuarenta y cinco minutos
desde el aeropuerto Grantley Adams de Barbados. En un par de ocasiones
había hablado para atraer su atención hacia una hermosa formación de
nubes o hacia un grupo de peces voladores que se divertían en la calidez
del pálido azul del océano, pero a cada rato miraba su reloj y de vez en
cuando fruncía el entrecejo, que marcaba la piel bronceada de su frente.
Lisa estaba muy preocupada. Bobby Stansfield tenía el control del avión y
de su vida. Eso era suficiente. Y si el Señor, con Su Sabiduría, decidía
llevárselos a los dos aquí y ahora, bueno, qué modo de irse, abrazada a un
hombre que ella había aprendido a amar con una intensidad que jamás
había soñado posible. Durante las últimas semanas, el clima de la Florida
había llegado a las más altas temperaturas y registros de humedad: ella y
Bobby habían hecho poco por enfriar las cosas. Desde la primera vez en
que habían hecho el amor en los vestuarios de la casa Stansfield hasta la
noche anterior en un velero, al borde del Gulf Stream, sus cuerpos habían
avivado el horno de la ola de calor de la Florida; el sudor había corrido,
mientras sus mentes chocaban en el baño de vapor del éxtasis. Incluso
ahora Lisa podía sentir que su cuerpo se vapuleaba como una cuerda
tirante en el viento. Toda ella estaba en tensión, vibrando como un tambor
en respuesta a la proximidad de su amante. No era nada menos fantástico
que un viaje mágico de deleite y le rezaba a su Dios para que eso no se
interrumpiera nunca.
Para colmo, él la había invitado a Mustique, la isla privada más
exclusiva del mundo. No se hospedarían en un hotel. Era increíble, casi
totalmente imposible de creer, pero Lisa estaba en camino de encontrarse

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con la princesa Margarita, hermana de la reina de Inglaterra, y en su


propia casa. Ella sabía que los Stansfield se mezclaban con los ricos y
famosos, que en realidad pertenecían a los ricos y famosos, pero eso era
lo máximo. Sin embargo, Lisa no estaba preocupada. Se encontraba tan
alejada del juego social que jamás había tenido la oportunidad de cultivar
el temor propio de los jugadores. Para ella, la realeza extranjera era un
mundo diferente, con exóticos animales que avivaban la curiosidad antes
que el miedo.
En caso de que se inquietara, Bobby había restado importancia al
acontecimiento.
—Verdaderamente no es mala cuando uno llega a conocerla. Es más
aficionada a divertir a hombres jóvenes antes que a muchachas bonitas
como tú. Todos nosotros tenemos que cantar por nuestra comida, a veces
de manera bastante literal, pero es una casa hermosa y una gran
oportunidad para que yo conozca a Mark Havers. Tengo este tipo de
invitaciones de vez en cuando. Todos las tenemos. Lo que sucede es que
no soporta en absoluto estar sola y, si la casa parece que va a estar sola,
comienza a hacer llamados desconcertantes y todos tenemos que ir hacia
allá. ¡Y el estar al lado de la Florida, a menudo significa que recibo el
primer llamado! De todos modos, será divertido. Toda una experiencia. Y
Harvers está tomando posiciones en Inglaterra justo ahora.
Se notaba que eso, había sido el factor importante. Mark Havers era
la estrella de cabellos rubios y lengua afilada del partido conservador y el
gran favorito de la Primera Ministro Margaret Thatcher. Había sido amigo
de la princesa durante muchos años y era un invitado regular a su casa.
Constituía una oportunidad importante para Bobby encontrarse con él y
significaba lo mismo para Havers. Si los sueños de ambos hombres alguna
vez se hacían realidad, entonces se encontrarían en circunstancias muy
diferentes. Una amistad consolidada aquí les serviría a ambos en el futuro.
Había, sin embargo, desde el punto de vista de Lisa, una mosca en la
sopa.
Detrás de los dos amantes, con las piernas extendidas sobre el
asiento contiguo, estaba sentada Jo Anne Duke.
Lisa no podía comprender por qué Jo Anne había sido invitada, pero
era lo suficientemente inocente y estaba tan enamorada como para no
cuestionar los motivos de Bobby. En realidad, las razones parecían
bastante honestas. Cuando Bobby recibió el llamado de la princesa para
alejar su soledad, le había pedido que invitara a gente divertida. Como
sentía pena por la tristeza de Jo Anne y estaba genéticamente atraído por
fortunas de la talla de la que ella ahora poseía, la había constituido en una
invitada obvia. El hecho de que Lisa y ella fueran amigas y compartieran
su fanatismo por la gimnasia favorecía las cosas.
Aunque Jo Anne se veía relajada, en realidad estaba trabajando duro,
con su mente a todo vapor tratando de urdir un plan para atrapar a su
presa. Esta invitación había sido un golpe adicional muy afortunado y todo
lo demás había caído prolijamente en su lugar: el féretro de Peter en la
blanda tierra del cementerio, su estupenda fortuna en su ansioso regazo,
su peligroso expediente en el fuego.
Sólo una cosa había salido mal, y ya estaba comenzando a parecer un

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error de monumentales proporciones. Lo terrible estaba en que ella lo


había provocado, aunque incluso con el beneficio de una mirada
retrospectiva, era difícil suponer cómo podría haber vislumbrado el
desastre. Bobby Stansfield y Lisa Starr estaban ocupados exprimiéndose el
cerebro y, ante el ojo experimentado de Jo Anne, parecía algo mucho más
serio que una relación casual. De modo convencional, eso habría sido casi
irritante. Después de todo, Jo Anne había planeado tener a Lisa para ella.
Sobre Bobby no había tenido ambiciones territoriales. No mientras su
marido deseaba seguirla conservando como esposa. Ahora, sin embargo,
las cosas habían cambiado dramáticamente. Los pedacitos de Peter Duke
todavía estaban alimentando a los peces del North End. Esto ofrecía a
Bobby Stansfield un gran objetivo estampado en el medio de sus visiones.
De alguna manera, ella lo debería tener. Lo habría persuadido para que
viera las cosas desde su punto de vista. Después de todo, los políticos
necesitaban dos elementos, dinero y posición social, y ella tenía
abundancia de los dos. Afortunadamente, Bobby Stansfield tenía una
enorme ambición que le corría por las venas. Estaba programado para
desear, para necesitar, para tomar a cualquiera que lo empujara más
arriba. Jo Anne intentaba ser ese objeto. Por supuesto que él debería ser
reeducado con respecto a Lisa Starr. Debería darse cuenta de lo que ella
era exactamente. Un barco que pasaba en medio de la noche. Nada más
ni nada menos. Para Jo Anne, Lisa era nadie. Una campesina con el cuerpo
de un ángel que podía ser dejada de lado como una muñeca rota,
mientras ella y Bobby marchaban hacia su destino en la Casa Blanca. Ante
esa imagen tan atrayente, Jo Anne estiró sus largas piernas frente a ella y
se tiró hacia atrás acomodándose en el asiento.
Golpeado por las corrientes ascendentes de aire caliente, el
Beechcraft se sacudía e iba hacia atrás mientras Bobby trataba de
enderezarlo para el aterrizaje. Cuando sintió que las ruedas tocaban la
pista, pudo ver que el sol desaparecía en el horizonte. Lo había logrado sin
tiempo extra.
Carreteó hacia el hangar que servía de aduana y de oficina de
inmigración. Cuando apagó los motores y abrió la puerta, un hombre alto,
inseguro y atractivo caminó hacia ellos.
—Hola, Bobby. Bienvenido a Mustique.
El acento inglés era indudablemente de clase alta.
—Por poco no lo consigo. ¿Sabes que debes iluminar esta pista,
Brian?
—Temo que los residentes no quieran. Sospechan que los mantendrá
despiertos toda la noche.
Bobby gruñó. ¡A la mierda con los residentes! Había pasado una
media hora muy peligrosa. Presentó a Lisa y a Jo Anne mientras bajaban a
la pista.
Mientras tomaba el tradicional trago de bienvenida a Mustique, una
mezcla blanca sobre la cual flotaba una flor exótica, trató de reprimir la
irritación con una charla trivial.
—Estas flores blancas son muy raras, Brian. De la misma manera que
ustedes los ingleses buscan los sofisticados segundos sentidos. Blanco
sobre blanco.

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—No hay nada de sofisticado acerca de ese efecto, ron blanco, ron
oscuro, licor de banana, todo está ahí.
—Bravo —dijo Bobby, interrumpiéndolo—. Continuemos con el show
en el camino. Me gustaría tomar una ducha y apuesto que las muchachas
también.
Se subieron a un jeep de color rojo, con el equipaje amontonado
atrás, y el grupo partió hacia la creciente oscuridad. Era un camino
increíblemente lleno de pozos.
—Veo que la Compañía Mustique no administra el asfalto todavía —
dijo Bobby.
—Es un modo efectivo de controlar la velocidad y parece que a los
europeos no les importa demasiado. Probablemente a causa de que ellos
ya están acostumbrados.
—¿Llegaron los Havers? —preguntó Bobby cambiando de tema.
—Sí, llegaron ayer por la mañana. El PM está en forma y Patrick
Lichfield está aquí con una cantidad de gente, de manera que tu fin de
semana en la isla será ajetreado. Mick Jagger y Jerry se quedan con Patrick
durante un par de semanas. Mick construirá aquí, ¿sabes?
Jo Anne se enderezó ante la mención de la estrella de rock. Para Lisa,
Jagger era tan interesante como Bing Crosby, pero a los de la edad de Jo
Anne la música de los Stones los había enloquecido.
—¿Cómo se decidió a invertir aquí?
—Es bastante interesante, en realidad —dijo Brian—. Para cuando se
estaba por separar de Bianca pareció por un momento que se iba a quedar
atrapado en una carga por alimentos debido al divorcio. Bianca había
contratado al grupo Mitchelson. El asesor de negocios de Mick, un tipo
llamado Prince Loewenstein, era amigo de Colin Tennant, que fue
propietario de esta isla, y ellos le consiguieron la residencia de St. Vincent
en diez días. Aparentemente le ahorraron un montón de dinero. Debía
tener una casa de su propiedad para cumplir con los requisitos de la
residencia, de manera que compró un lote en la playa, en L'Ansecoy Bay,
y vivió en una casa de la playa que estaba allí. Ahora está construyéndose
una fantástica, de estilo japonés, con un parque para jugar croquet.
Los aromas de la noche del Caribe llegaban hasta ellos mientras
escudriñaban en la oscuridad. En ocasiones, los focos del automóvil
iluminaban algo: una casilla llena de tractores, una familia nativa
caminando al costado del camino, bancos de arbustos salvajes. Parecía
lejos del paraíso cuidado que Lisa y Jo Anne habían esperado. Eso estaba a
un millón de kilómetros de Palm Beach.
Luego, bastante repentinamente, estaban viajando por un marcado
declive que los condujo a un camino recto, a cuyos lados la tierra caía en
la oscuridad. Sobre la izquierda se veían las luces brillantes de una
espectacular casa pintada de amarillo, que se destacaba por una gran
construcción con forma de pagoda que servía de entrada al camino que
ellos ahora estaban cruzando. Directamente delante de ellos se veían las
luces de otra casa. Construidas a un solo nivel, dos alas simétricas
flanqueaban una terraza central y un patio que conducía a la puerta del
frente.
Lisa advirtió el color rosado del exterior, los insectos que bailaban en

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los rayos de luz de los focos, el débil sonido de una gran banda de música.
De modo que eso era real. La casa de la princesa Margarita. ¡Su casa
durante los próximos tres o cuatro días!
Brian Alexander apagó el motor.
—Llegamos. Les jolies eaux.
—¿Qué significa? —dijo Jo Anne. El francés era algo que no se hablaba
demasiado en las calles del Bronx.
—Hermosas aguas —dijo Lisa.
La sirvienta negra abrió la puerta.
—¿Cómo diablos la llamo? ¿Princesa? —Susurró Lisa con urgencia.
Bobby se rió mientras eran conducidos a la sala de estar, pero no
contestó nada.
Lisa miró a su alrededor. No era en absoluto lo que había esperado.
Linda, antes que formal y grandiosa. Muebles de caña con almohadones,
dos sillas con respaldo de acero inoxidable, el tipo de cosas que se
encuentran en Jefferson Ward, un escritorio de madera clara sobre el que
había dos coloridos loros de porcelana. Las lámparas pertenecían al diseño
estándar de la isla, con pantallas de rafia y bases de coral. A la derecha de
la habitación había una mesa de comedor con ocho sillas. Velas de color
anaranjado salían de candelabros de cristal, complementando sin duda un
cuadro que, lejos de ser valioso, representaba un pez también anaranjado.
Por otra parte, había el tipo de cosas que ella tenía en su propia
habitación: cantidad de libros de edición corriente con bastante uso sobre
los estantes de la biblioteca, una tonelada de casetes de música, un viejo
televisor blanco y negro. La arquitectura de la habitación era infinitamente
superior a su contenido, desde el piso de cemento con su diseño
geométrico, hasta el techo en forma de V de madera pintada de blanco.
Pero la verdadera importancia de la habitación residía, obviamente, en su
vista. Los ojos de Lisa fueron atraídos de manera irresistible, a través de la
ventana francesa, hacia la piscina iluminada en la que el príncipe Andrés
había seducido a Koo. ¿O había sido quizá al revés?
—Bobby, qué gusto verte —la voz era profunda y gruesa, producto de
demasiados cigarrillos, insinuación, quizá, de una trasnochada.
—Maravilloso verla, señora. —Bobby se inclinó hacia adelante para
rozar la mejilla que se le ofrecía. Una vez de cada lado, al estilo europeo—.
Y éstas son mis dos amigas. Jo Anne Duke y Lisa Starr.
Mientras se daban la mano, Lisa trató de analizar su primera
impresión. Pequeña, diminuta, definitivamente cuadrada, ¿podría uno
pensar? La princesa Margarita movió una larga boquilla de caparazón de
tortuga en su mano izquierda mientras las saludaba.
—Bueno, señora, es un gran alivio estar aquí. Llegamos antes de la
caída del sol.
—Estoy feliz de que vinieran. Vamos todos para la casa de Patrick a
cenar. Tiene la casa llena de gente. Mick Jagger y su «dama» y el adorable
David Wogan. No recuerdo si lo viste antes. Los Havers están aquí, pero se
encuentran descansando. Tuvimos una agitada comida en Basil.

Lisa estaba preparada para los arreglos dispuestos para dormir. Había

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sólo cuatro dormitorios y la cohabitación abierta de parejas no casadas


era aparentemente mal vista. Ella debía compartir la habitación con Jo
Anne.
Ya sentía la frialdad en el aire. Desde la comida en el Club de Polo, Jo
Anne había sido menos que amistosa. Todavía iba al gimnasio, pero los
encuentros para comer se habían terminado y, cuando hablaban, lo hacían
con una reserva que no había existido antes. Lisa había estado demasiado
preocupada para pensar mucho en eso. Después de todo, Jo Anne recién
había perdido a su marido, y en las circunstancias más horribles que se
pudieran imaginar. Tenía todo su tiempo ocupado en enamorarse y no se
iba a hacer problemas por otras menudencias. Era muy perturbador que
Bobby hubiera sentido lástima y la hubiera invitado a esa fiesta, aunque
esos detalles eran típicos en él, tan amable, generoso y considerado.
—Creo que nos dieron la maldita habitación de los sirvientes —dijo Jo
Anne, sacándose el cabello que le tapaba los ojos con gesto de irritación.
Lisa sintió un agudo dolor. Ella se había desplazado tan lejos y tan
rápidamente que comentarios como aquéllos realmente la alcanzaban. En
su mundo no había nada malo en ser sirviente. Siempre lo había visto, a
través de los ojos de su madre, como un trabajo maravilloso.
Presumiblemente la gente como Jo Anne, quizás hasta Bobby, tuvieran un
punto de vista diferente. Se sintió en una situación de clandestinidad,
como una intrusa con falsas pretensiones infiltrada en las filas de la
aristocracia. Era ridículo y no era cierto, pero por primera vez en su vida
sintió que tenía algo que esconder, un extraño dejo de vergüenza por algo
de lo que ella siempre se había sentido orgullosa. ¿Era eso lo que esta
gente le hacía a uno? ¿Era ése el primer paso sutil en una campaña de
humillación que la dejaría llena de temores secretos, con su autoestima
destruida mientras luchaba por aparentar ser algo que no era? No había
forma. No para Lisa Starr.
Tomó el exquisito ponche de ron que el mayordomo negro le había
servido y se encaminó hacia el cuarto de baño. Si éste era el cuarto de los
sirvientes, ella se presentaría para el empleo. En toda la casa
predominaba el color anaranjado, mostrando a las claras que era el color
favorito de la princesa Margarita. Las toallas del cuarto de baño, sin
embargo, eran de color verdoso. Lisa dejó escapar un gritito de alegría.
—Oh, Jo Anne, mira esto. La etiqueta de estas toallas dice «Familia
Real». Mira aquí. Toallas de playa «Cannon». «Familia Real». Esto tiene
que ser alguna broma, ¿no es así?
Ella siguió dando vueltas por el cuarto de baño, mostrando su
descubrimiento.
Jo Anne echaba chispas.
—En realidad, Lisa, creo que deberías tratar de tener un poco más de
respeto. Sé que es un poco extraño para ti estar aquí con nosotros, pero
no es un juego, ¿sabes? —La voz de Jo Anne estaba cargada de
superioridad.
—Bueno, vete a la mierda —dijo Lisa y caminó hacia la puerta.
El cuarto de Bobby estaba justo enfrente, cruzando la terraza de
azulejos. Las puertas de ambas habitaciones se abrían hacia la parte
exterior de la casa. Lisa entró sin golpear.

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Él estaba mojado por la ducha, con una toalla anudada en su cintura.


Lisa sintió que sus baterías se recargaban cuando lo vio.
—Hola, senador; aunque ahora debería decirte señor presidente.
Pensé que podrías necesitar ayuda después de la ducha.
Bobby le sonrió con esa sonrisa perezosa y sensual. Colocó un dedo
sobre sus labios y señaló la puerta de comunicación que estaba cerrada.
—Estoy al lado del dormitorio principal —le susurró.
Como confirmación, el sonido desmayado de la voz real podía oírse
entonando en el cuarto de baño Cantando bajo la lluvia.
—Creo que a ella realmente le habría gustado ser cantante en algún
club nocturno —dijo Bobby—. En realidad, de alguna manera ella ya lo es.
Lisa avanzó sonriendo hacia él. Con delicadeza pero con firmeza, lo
empujó sobre la cama.

Mark Havers, con su brillante cabello rubio que se movía en la brisa,


estaba exponiendo su punto de vista con decisión. Movía su gin-tonic para
otorgar énfasis a sus palabras.
—Simplemente creo que es un poco inocente ver a los soviéticos
interesados en la dominación del mundo. La historia nos dice que son
terriblemente inseguros. Tienen tanto miedo de ser atacados que han
adoptado la ofensiva como el mejor método de defensa. Por alardear con
nuestro poder militar, reforzamos ese sentido de inseguridad y los
transformamos en peligrosos animales acorralados. El otro punto en el que
tendemos a alinearnos con ustedes es considerar la presente escalada de
amenaza que ellos representan. Los vemos como una nación con
problemas muy serios, económicos, políticos y militares. No tuvieron
mucho éxito en el Tercer Mundo y, si están atrás de la dominación
mundial, parece que se están alejando de esa posibilidad.
Bobby se recostó en su silla y sonrió con gentileza.
—Bueno, ésa es seguramente la posición europea en este momento
—dijo arrastrando las palabras—. No estoy de acuerdo con nada de eso,
pero usted lo expuso de manera elocuente.
Fue formidablemente amable, con el encanto Stansfield que llenaba
el espacio que dividía a los dos hombres, para competir con el campo de
fuerza de la loción para el cabello Royal Yacht que rodeaba al inglés.
Havers no estaba seguro de si le habían hecho un cumplido o no.
—Por supuesto, desde nuestra posición de ventaja aquí en el Nuevo
Mundo —continuó Bobby—, vemos a los europeos como algo obsesionados
con las llamadas lecciones de la historia. Me inclino a estar de acuerdo con
aquél que afirmó que la historia era puro palabrerío. Se puede leer del
modo que uno elija, como se hace con las estadísticas. Para el
norteamericano medio, su llamado diálogo con los rusos tiene un cierto
gusto a pacificación. Con razón están ansiosos de que Europa no se
transforme en un vaciadero nuclear. El hablar hasta el infinito con los
rusos puede que no sea el mejor modo de evitarlo.
—Mejor mover las mandíbulas que hacer la guerra.
Bobby se inclinó hacia adelante y fijó sus ojos azules en el inglés.
—A veces mover las mandíbulas es la mejor manera de hacer la

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guerra. Como un ejemplo de las lecciones de la historia a las que ustedes


son tan afectos, ¿qué le parece lo de Munich? Hablar con Hitler
difícilmente condujo a la «paz de nuestros tiempos». Él lo tomó como una
señal de debilidad y se dedicó a montar su maquinaria militar.
La sonrisa de complacencia que se había dibujado en los labios de
Havers se desvaneció con rapidez. Este personaje no era fácil de dominar.
Podría haber adoptado la posición simplista de la derecha norteamericana
hacia Rusia, pero por cierto sabía cómo discutir en ese aspecto. Munich
fue siempre un punto doloroso para un conservador inglés. Había estado
lejos de ser su mejor momento. Havers volvió a caer en su segunda
posición.
—Pero nos parece a nosotros que su postura es un tanto paranoica.
Rusia simplemente no tiene los recursos para controlar el mundo y, si
observan los últimos cuarenta años, verán que en realidad sus fronteras
han permanecido sin cambios, con la excepción de Afganistán.
Bobby no pudo resistirlo. El político que había en él fabricó una
sonrisa de refulgente brillo para desplazar la falta de amabilidad de las
palabras que estaba por utilizar.
—Creo que los europeos tienen todas las razones para estar
agradecidos de nuestra llamada paranoia, incluso quizá por nuestra
inocencia. Usted tiene toda la razón cuando dice que los rusos no han
tenido más éxitos. Déjeme decirle por qué: por nuestro medio millón de
hombres en Europa y por nuestro paraguas nuclear, debajo del cual se
refugian ustedes. Y le diré otra cosa. Esas defensas las pagan los
impuestos de los norteamericanos, en un momento en que el déficit del
presupuesto está provocando altas tasas de interés y un desempleo
generalizado. Lo más difícil que debo hacer es explicarle a mis
contribuyentes por qué deben pagar todo ese dinero pata proteger a toda
una carga de extranjeros que hacen demostraciones contra nuestros
misiles, nos vituperan en la prensa y rechazan el pago de una contribución
razonable para su propia defensa.
Havers se atragantó con su bebida.
Al ver el efecto de sus palabras, Bobby se movió rápidamente para
eliminar cualquier hostilidad que podría causar.
—Por supuesto, usted y yo sabemos que nuestros intereses son sus
intereses. Le digo todo esto para que tenga una idea de la opinión pública
de mi país. Como usted sabrá, yo estoy completamente en contra de la
amenaza del Senado de retirar las tropas de Europa a menos que los
europeos contribuyan más a los costos de la defensa. Me doy cuenta,
también, de que Inglaterra no es culpable en esta área. Soy un gran
admirador de su primera ministro; los norteamericanos sabemos que ella
no es suave con el comunismo, que ella lo ve como una amenaza.
Con este cumplido Bobby derramó un bálsamo de alivio sobre los
sentimientos heridos. Había sido una conversación útil, desde el momento
en que es siempre importante llegar a la propia visión así como también lo
es escuchar la de los demás. La Primer Ministro Thatcher tendría un
informe de este intercambio de opiniones. Bobby esperaba que el mismo
Havers dijera que él era un hombre cuyas ideas de derecha no partían sólo
del corazón sino también que habían sido bien reflexionadas.

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La voz de la princesa Margarita interrumpió el debate. Apareció en


medio de las ventanas francesas.
—Vamos. Llegaremos tarde a cenar. La voz entró por el mirador con
techo de paja que estaba al lado de la piscina y donde se hallaban
sentados los dos políticos.

La cena, en lo que a Lisa se refería, no había sido un éxito, y la culpa


había sido de todos. Jo Anne, por ejemplo, rápidamente se estaba
transformando en el «enemigo público número uno». Se había sentado a
la derecha de Bobby y durante toda la cena había estado encima de él,
atacándolo como un enjambre de abejas. Sus dedos infatigables no lo
habían dejado solo ni por un minuto. Mientras se reía por cualquier
comentario, se había acercado siempre para tocarlo, acariciarle la
muñeca, tomarle con entusiamo el brazo para enfatizar algún tema, y, por
lo menos en una ocasión, había dejado que los dedos descansaran en su
nuca. Para Lisa, ella era tan inocente como un zorro en un gallinero y así
sería recibida. Al principio casi no podía creer lo que estaba viendo. Era
completamente inesperado. Pero luego, cuando el descarado coqueteo se
hizo más evidente, se preguntó por qué había sido tan inocente. Era obvio
que Jo Anne tenía todo planeado. Su marido estaba todavía caliente en el
féretro y ella se hallaba empeñada en buscar un reemplazo. Todo tenía
sentido. Bobby Stansfield era uno de los solteros más codiciados del
universo. Para alguien como Jo Anne Duke, sería el premio supremo. Todo
el asunto le había arruinado a Lisa la cena, y una extraña sensación de
celos se había apoderado de sus vísceras. Bobby había sido suyo, era
totalmente suyo. Pero seguramente no lo parecía desde donde ella estaba
sentada. Jo Anne Duke había adquirido la capacidad de tener sangre fría.
Jo Anne Duke, cuyos labios habían llevado a Lisa al borde de la rendición
sexual en las aguas espumosas del jacuzzi. Jo Anne Duke, con el cuerpo
espléndido, la fortuna de Midas, el nombre aristocrático. Era difícil
concebir una rival más peligrosa y con mayor poder. ¡Al diablo! Se había
enamorado por primera y única vez en su vida y ya comenzaba a
vislumbrar una batalla, y una en la cual la artillería pesada estaba en
manos del adversario. Ya era posible ver la dirección en la que iría la
ofensiva del enemigo: las ambiciones políticas de Bobby Stansfield.
—Dígame Jo Anne, ¿apoya a Bobby políticamente? —preguntó la
princesa Margarita desde su puesto a la izquierda de Bobby Stansfield—.
Me dijeron que las campañas políticas en su país son ruinosamente caras.
Debería hacer una contribución a la campaña.
Era claro para Lisa que la princesa deseaba crear una situación
marginalmente difícil para la extraordinariamente atractiva Jo Anne. Su
comentario había colocado a raya a Jo Anne. Si deseaba aparecer como el
alma política de Bobby, podría verse ahora obligada a poner dinero donde
había puesto su boca. Había jugado sin inteligencia, directamente en las
manos de Jo Anne. Al caballo regalado no se le había examinado la boca.
—Me alegra que lo haya mencionado, señora. En realidad, no se lo
dije todavía a Bobby, pero estuve hablando con la Fundación Duke acerca
de hacer algo inteligente para su campaña, eso si él decide postularse, por

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supuesto.
Todos rieron. Excepto Bobby. Los Stansfield no se reían acerca de
cosas tales como contribuciones para campañas. Después de todo, uno no
juega fútbol en la iglesia. Durante un largo momento, él la contempló
como si la viera por primera vez, con una luz enteramente nueva y
ampliamente favorable. Del otro lado de la mesa, Lisa observaba todo lo
que ocurría, y lo que vio la atemorizó. Después de eso, habían comenzado
a hablar con claridad; Jo Anne había mostrado un megadólar como bocado
para la boca voraz y ansiosa de Bobby. Una o dos veces él había captado
los ojos de Lisa y le había sonreído cálidamente. Todo lo que Lisa había
podido ver en aquellos ojos azules eran el signo dólar.
Mick Jagger, a la derecha de Lisa, había proporcionado tanta ayuda
como un pedo en el campo. Por alguna extraordinaria razón que solo él
conocía, se había imaginado que Lisa podría estar interesada en el cricket,
una de sus pasiones. Después de cuarenta minutos de glacial desinterés,
había intentado con el croquet. Hundido. A su izquierda, David Wogan
había sido más útil. Irlandés alegre, conocido por ser el mejor amigo de la
princesa Margarita o MA, como le gustaba llamar a dicha amistad, estaba
en proceso de hacer lo que sus conciudadanos lograban mejor que nadie.
Se estaba emborrachando. Por lo que Lisa pudo inferir, éste no era un
proceso que había comenzado en el curso de la cena, o incluso durante los
tragos que la precedieron. No, el viaje de David a los pies del olvido había
comenzado aparentemente con un Buck Fizz mucho antes de la comida.
Con un susurro, David desplegó el informe confidencial de la
superestrella amante del cricket-croquet.
—De bajos modales, mi querida. —Respiró profundo y eructó
teatralmente, provocando una mirada glacial de parte de la princesa
Margarita. Continuó despreocupado—. No sé por qué P.M. lo soporta.
Probablemente porque su primo era el mejor hombre en su casamiento
con Bianca.
Lisa se rió y aquella risa la alivió un poco, si tal cosa era posible. Al
diablo con eso, nada estaba perdido todavía. Si Jo Anne quería jugar por
Bobby Stansfield, le sacarían tanto dinero que la dejarían luchando por
conseguir aire.
Lisa tomó un trago de vino, suspiró profundamente y trató de
divertirse. Eso debería haber sido el paraíso, codeándose con los
poderosos, quizá, en la casa más bonita de la isla más hermosa del
mundo. Miró a su alrededor. La casa de Patrick Lichfield era una joya.
Pintada de color amarillo, estaba construida en estilo Oliver Messel, como
un teatro, abierta a las brisas del Caribe y con una vista maravillosa. La
casa propiamente dicha estaba construida en diferentes niveles y hasta
aquí se habían completado cuatro, aunque aparentemente Patrick tenía
planes para agregar más. A nivel de la piscina se había construido una
casa que cumplía la función de área de vídeo, con banquetas de
almohadones color beige en forma de media luna, alrededor del sistema
Sony VHS. Más tarde, esa noche todos mirarían una película. Ahora, en el
mirador donde estaban cenando, ella podía observar el paisaje sensual y
sutilmente iluminado, la piscina brillante y el aroma de las granadinas,
mientras escuchaba el susurro de la amable conversación, el tintineo de la

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fina porcelana, el incesante sonido de los grillos.


La estruendosa voz la encontró como una luz que busca a un
prisionero que escapa.
—Dígame, Lucy, ¿cómo conoció a Bobby? Siempre me interesó saber
cómo se conoce la gente.
¿Podía uno decirle a una princesa que se ha equivocado de nombre?
Lisa sintió que la respuesta era negativa, en especial cuando las
probabilidades decían que lo había hecho a propósito.
La princesa Margarita, blandiendo su boquilla de caparazón de
tortuga como si fuera un arma mortal, se inclinó sobre la mesa esperando
la respuesta. «Los labios carnosos, el lápiz labial brillante, el bronceado
color caoba la hacían ver más como una manicura de Miami Beach que
como la hermana de la reina de Inglaterra», pensó Lisa.
—Fui presentada por Jo Anne. —En venganza, Lisa omitió decir
«señora».
Los ojos reales se endurecieron ante el descuido. La princesa
Margarita tomó un sorbo de su whisky, que había aparecido con el café.
—¿Han sido usted y Jo Anne amigas durante mucho tiempo? —El
interrogatorio estaba tomando un tinte de severidad. Detrás de esta
pregunta habría otra y otra, hasta que Lisa se viera forzada a decir algo
embarazoso.
Simulando ser la amiga que ya no era, apareció Jo Anne para ayudar
a Lisa.
—Lisa tiene un gimnasio en West Palm Beach, señora. Nos conocimos
allí.
La risa se oyó como el sonido de una uña rota que se paseaba con
lentitud sobre un micrófono.
—¿Un gimnasio? ¿Gimnasio? ¡Qué cosa tan extraordinaria para hacer!
Y en Palm Beach, también. Pensé que todos allí eran demasiado viejos
para hacer ejercicios.
Lisa respiró profundamente.
En la mesa dos personas trataron de ayudar con esperanzadas
bromas sobre la gimnasia.
—Yo estoy con W. C. Fields. Siempre que siento necesidad de hacer
ejercicios, me acuesto hasta que se me pasa —dijo David Wogan,
viéndose y hablando como si una o dos horas en posición horizontal fueran
exactamente lo que necesitaba.
—El único ejercicio que hago es jugar al ajedrez frente a una ventana
abierta —dijo Patrick Lichfield.
Lisa se sintió agradecida por los intentos, pero sabía que debía evitar
la confrontación. Cualquier debilidad ahora tendría que pagarla más
adelante.
—La gimnasia es algo muy bueno para usted, señora. Debería
intentarlo alguna vez.
Se produjo un siniestro silencio.
Mentalmente Lisa hizo sus maletas. ¿Cómo se conseguía un vuelo
para salir de Mustique? Durante un segundo su destino estuvo haciendo
equilibrio. En esta atmósfera, rodeada de cortesanos, los fieles miembros
de su más reciente «pandilla», una pesada censura de «P.M.» la

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transformaría de golpe en una persona inexistente, condenada a caminar


para siempre junto a los «zombies» sociales, una descastada, una paria.
Si, por alguna razón, no podía irse, tendría que soportar los días más duros
de su vida.
La princesa Margarita dejó que la malicia fluyera de sus ojos mientras
consideraba cómo asestar mejor el coup de grâce.
Lisa le sostuvo una mirada igual, desafiante, sin temor. En la
confrontación de globos oculares, fue la mujer mayor la que tuvo que
desviar la mirada.
—Tengo mejores cosas que hacer con mi tiempo —dijo por fin,
tomando un sorbo del Famous Grouse Scotch.
La victoria era pequeña pero no insignificante. La distracción no tardó
en llegar.
—No me siento bien. En absoluto. En absoluto —murmuró David
Wogan mientras luchaba por ponerse de pie y, antes de que alguien lo
hubiera ayudado, desaparecía tambaleando en la noche. Unos minutos
más tarde, se oyó un grito agudo seguido por el sonido de la vegetación
que se quebraba. Luego, completo silencio.
Les llevó a los hombres diez minutos encontrarlo en la oscuridad,
dormido profundamente y alojado en las ramas de una planta de color
violeta, un merro y medio colina abajo.
De alguna manera y no demasiado pronto en lo que a Lisa se refería,
aquello pareció haber precipitado el fin de la cena.

—Todos se rieron de Cris-tó-bal Co-lón.


Cuando dijo que la Tierra era redonda…
Lisa casi no podía creer lo que estaba viendo y oyendo. Todo había
ido más allá del terreno del humor negro. Y lo más gracioso de todo era
que ella parecía ser la única persona que lo había notado.
Los que formaban el pequeño grupo que rodeaba el piano del Bar
Basil, en la playa Mustique de Britania Bay, no se dieron cuenta de la
broma. Ellos, como el ejecutante real a quien escuchaban con tal atención,
la estaban llevando a cabo.
—Dijeron que la radio de Mar-co-ni era una hipocresía.
Es el mismo viejo grito…
La princesa Margarita estaba absorbiendo sin vergüenza hasta el
último gramo de elegancia al compás de una vieja melodía de Gershwin.
Marcaba con sus labios las sílabas, llenándolas de humor, mientras giraba
los ojos hacia el techo. Su voz era casi desconcertantemente profunda, un
poco como Betty Bacall en un mal día, y tendía a vagar como una hoja en
una calle de Chicago cuando buscaba las notas más altas. El
acompañamiento era el rasgueo de guitarra común, con la mano izquierda
que golpeaba hacia adelante y hacia atrás. Había notas que se perdían y
palabras también, y ambas cosas rara vez coincidían.
Por el rostro del público, sin embargo, esto podría bien haber sido
Rubinstein en pleno o Streisand en lo mejor. Se amontonaban a su
alrededor, intentando balancearse y hamacarse al compás del ritmo
incierto, para atrapar la mirada de la cabaretera real mientras los ojos

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daban vueltas y vueltas para identificar a quién estaba con ella y quién en
su contra.
Sobre el piano negro y deslucido descansaban el vaso de Famous
Grouse, el cenicero que sostenía la larga boquilla y un cigarrillo prendido.
En la mitad de una sílaba, la llorosa canción se interrumpió.
—¡Diablos! Me olvidé de la letra.
La boca de Lisa se abrió. Esto simplemente no podía ser cierto. ¿Podía
esto estar sucediendo en el siglo XX? Luchó por no ponerse a reír.
—Algo acerca de Hershey que inventó la barra de chocolate, creo,
señora.
—Muchas gracias, Patrick. —El tono era acusador. Era el de una
directora irritada porque la clase había sido lenta en responder su
pregunta. ¿Estaban atendiendo de verdad?
Una vez más continuó la agresión a los sonidos.
Durante un segundo Lisa se permitió un visita guiada al grupo que se
agolpaba alrededor del piano. La realeza podría no tener poder real, pero
quedaba claro que, como el Todopoderoso, se movía de formas
misteriosas, realizando maravillas. Un viejo aristócrata fotógrafo, un
irlandés que, se comentaba, había sido una vez vendedor de billetes en un
autobús de Londres, una glamorosa modelo texana y una superestrella de
la canción moderna, un ministro británico y su esposa, una heredera
norteamericana, y el potencial candidato para la nominación republicana
para la presidencia de los Estados Unidos. Había dos agregados
inverosímiles a la fiesta que habían bajado al bar de la playa después de la
suntuosa cena: un oscuro sudamericano llamado Julio, un habitué del bar,
y una algo desaliñada pero agradable pelirroja que había sido presentada
como la contessa Crespoli. Julio y la contessa Crespoli eran «amigos»
íntimos y se apoyaban uno contra otro buscando soporte, como si ninguno
de los dos pudiera mantenerse en posición erguida.
Lisa se encontró con los ojos de Bobby quien, viendo la expresión
divertida de su rostro, le guiñó un ojo. Lisa le sonrió. Gracias a Dios que
alguien aquí todavía tenía sentido del humor. En Fiebre del sábado por la
noche, eso hubiera tirado la casa abajo.
—¿Quién es el último que ríe ahora?
Por el caluroso aplauso, estaba claro que la canción había terminado.
—Le doy mi palabra de que usted canta bien eso, señora —dijo
alguien, con el entusiasmo que se desbordaba de las sílabas.
Entonces Lisa tuvo más que suficiente. Deseaba alejarse de toda esa
gente con sus valores extraños y su raras actitudes. Todos eran marcianos
para ella. Bien intencionados, quizá, pero más allá de su experiencia. Ese
mundo no era su mundo y deseaba salir de él.
Se movió rápidamente en medio de la excitada confusión, provocada
por el acuerdo general en que la siguiente canción fuera Hello, Dolly.
Aparentemente aquello era parte de la atracción en el espectáculo real.
Lisa apuró el paso a lo largo del muelle de madera, casi esperando oír
órdenes emitidas como ladridos cuando enviaran a los perros a perseguir
al disidente del público real. ¿Qué delito había cometido? ¿Lèse majesté?
¿Mandarían un cable para preparar una habitación para ella en la Torre?
Se quitó los zapatos cuando pisó la arena todavía tibia. Eso estaba

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mejor. De eso se trataba. Arena suave, el sonido gentil del Caribe, los
aromas de la cocina nativa desde los pinos que estaban detrás de la playa.
A metros de la costa, media docena de yates se balanceaban con
insistencia. Algunos estaban iluminados como arbolitos de Navidad, con
sus dueños cenando en la popa mientras la tripulación atendía todos sus
caprichos. Otros tenían prendidas las luces mínimas de navegación; sus
pasajeros, por supuesto, estarían cenando en tierra, con Colin Tennant
quizás, o con uno de los muchos Guinness que tenían sus casas allí.
Mustique. Una isla de locas contradicciones. ¿Cuál era verdaderamente la
Isla Mustique? ¿Las montañas de color verde jade, las playas de blanco
perlado, el mar azulino, las conchillas rosadas que estaban esparcidas por
la playa? ¿O la esencia del lugar se resumía de la mejor manera por los
acordes inciertos de una canción, ahora apenas audible en el perfumado
aire nocturno, dando cuerpo a los peores excesos del esnobismo inglés,
contaminando la belleza natural del medio del cual se había apoderado
tan caprichosamente?
Lisa se sentó sobre un trozo de madera y trató de poner en orden sus
pensamientos. ¿Adonde se dirigía? ¿Qué estaba sucediendo realmente?
Hasta esa noche no había habido tiempo ni razones para pensar, ya que
ella se había sumergido en la pasión, en su magnífica obsesión. No había
habido tiempo para poner en duda si su amor era correspondido. Lisa,
inconscientemente, había dado todo por seguro. Ahora, sola con sus
pensamientos en la playa, se atrevió a preguntarse si el oasis de éxtasis
había sido una ilusión construida desde un espejismo que estaba a punto
de desaparecer, dejando atrás nada más que un vacío agridulce. Dos
grandes lágrimas rodaron por sus mejillas ante ese pensamiento tan
horrible.
La voz suave sobre su hombro la devolvió a la realidad.
—Lisa Starr, no tenía idea de que no te gustaba la música.
Ella debió sonreír a través de las lágrimas, pero era la gratitud más
que el humor lo que le permitía hacerlo. Él la había seguido. Se
preocupaba. La amaba.
—Oh, Bobby. ¿Podemos volver ahora a la casa? Solos tú y yo, y
olvidarnos de esta escena.
—Estamos en camino —respondió él y se inclinó hacia adelante con
ternura, lamiéndole las lágrimas.

Lisa miró el cielo tachonado de estrellas y respiró profundamente. La


luna llena derramaba una luz mágica sobre las aguas de la piscina. Bobby
se arrodilló junto a ella sobre los escalones, su mano descansando con
delicadeza sobre los fuertes hombros de la muchacha.
—Supongo que las piscinas son algo especial para nosotros —dijo Lisa
por fin y su risa, suave, juguetona, estaba cargada también de
sugerencias.
Bobby rió entre dientes.
—Nadar a la luz de la luna. Seguro que me transporta.
Lisa dio un golpe suave en su brazo.
—Hablaba de nosotros dos, senador. —Pretendió mostrarse celosa—.

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Sabes, éste es el lugar más hermoso de la isla. Quiero decir aquí, en la


piscina. Es como nadar al borde de un acantilado. La casa realmente no
me interesa, aunque los platos conmemorativos de la familia son bastante
interesantes. Seguro que ella no tiene un decorador para hacerlo. Muebles
de vinilo blanco y picaportes de bronce. ¡Qué asco!
—Creo que no eres una buena cortesana —dijo Bobby—. No
demuestras suficiente reverence.
—¿No se te clava también en la garganta?
—Escucha, cuando se es un político es mejor poder masajear egos.
De todas maneras, la reunión con Havers fue útil. Ésa fue la línea de base.
—¿Somos nosotros la línea de base, Bobby?
Él no contestó. En lugar de ello, se acercó.
Lisa se desplomó en sus brazos, dejando que el agua la hiciera flotar.
Se sentía como un regalo, un hermoso regalo desnudo de esa clase que
era demasiado bueno como para ser envuelto.
Bobby la atrajo hacia él, inclinándose para recibir sus labios abiertos.
La reacción de Bobby contestaba su pregunta. No había necesidad de
palabras. Él sabía, mientras la besaba, que la elección de las palabras no
habría sido fácil. A cierto nivel las evitaba porque sabía cuáles tenía que
usar. Lisa Starr. ¿Qué era ella para él? Una amante, por cierto. Nunca
antes, con toda su enorme experiencia, había disfrutado hacer el amor con
alguien tanto como le sucedía con Lisa. Y luego estaba su mente, pura,
llena de fuerza, sin amarguras por la tristeza de las derrotas de vida, lejos
de ser una extravagante optimista que veía lo mejor en la gente porque
había elegido no quedarse en lo peor. Su vibrante entusiasmo lo había
levantado, había sido un tónico para su saciado paladar. Bajo su influencia
liberadora, él había sentido que la capa de cinismo en la que tan a
menudo se envolvía se había caído. En estos últimos días, él había
comenzado a ver la vida con ojos nuevos, al mirar al mundo a través de
los ojos ansiosos de Lisa. Todo eso era cierto. ¿Pero cuánto valía? ¿Era
amor? Si era así, entonces representaba su primera experiencia. Jamás se
había animado un Stansfield a enamorarse. Era una actitud irresponsable,
que a menudo encerraba en la caja de Pandora algunos trucos que sólo
llegaban a estropear las cosas verdaderamente importantes de la vida.
Por supuesto, su padre había «amado» a su madre, y ella a él. Eso se daba
por descontado. Los maridos y las esposas se aman hasta el divorcio.
Estar «enamorado», sin embargo, era algo completamente diferente, el
mundo de las novelas de Barbara Cartland en las que príncipes hermosos
se enamoraban de sirvientas y abandonaban sus reinos por la pasión. Sí,
eso era parte de la definición. Uno debía estar preparado para sacrificar
algo. Algo importante. Algo como su ambición política. Mientras la lengua
de Lisa se movía deliciosamente en su boca, Bobby sintió un poderoso
cargo de conciencia, al darse cuenta de que lo suyo era el beso de Judas.
Mientras Bobby luchaba con su duda, Lisa sentía que la suya se
derretía. Ella se uniría a este hombre maravilloso, se transformaría en él.
Sus cuerpos ya se habían fusionado, dos líquidos que ardían, unidos en el
mismo recipiente, penetrándose, transpasándose, volcándose uno en otro.
En el matrimonio el mundo vería la prueba innecesaria de la mística y
dulce comunión que unía a las almas y afianzaba sus carnes. Algún día, un

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hijo llegaría como una bendición para consumar la unión, sería la prueba
viviente de la necesidad de ambos de transformarse en uno. El hijo de
Lisa, el hijo de Bobby. El hijo de ambos.
Lisa lo envolvió con sus piernas, aplastándose contra él mientras que,
dichosa, sentía las vibraciones familiares. Todavía exploró la boca bien
conocida, volviendo a trazar los caminos que conocía de antemano, los
pequeños recovecos de placer, la suavidad de su lengua. Ellos harían el
amor aquí, en la piscina, con sus cuerpos livianos como plumas en el agua
caliente, con las almas remontándose por encima de ellos, como testigos
del deseo, la necesidad y la pasión.
Bobby quedó en suspenso ante el salto de ella, sintiendo cómo se
abría a él, mientras se deleitaba en la deliciosa anticipación de la entrada.
Luego, incapaz de prolongar por más tiempo esta sensación, se impulsó
hacia arriba, en las profundidades del ser de Lisa, mientras ella,
agradecida, se cerraba sobre él. Por un segundo permaneció quieto,
mientras su mente recibía los deliciosos mensajes de placer; luego,
cuando todos sus sentidos se aclimataban a la dicha, comenzó a moverse
dentro de ella.
Lisa se echó hacia atrás, con los brazos en el cuello de él y las piernas
abrazando su cintura mientras él empujaba hacia ella. Lisa deseaba
mirarlo a los ojos, ver su rostro. A la luz de la luna lo experimentaría todo,
el amor, la gloria, mientras el fluido que daba vida bañaba su cuerpo.
A medida que él empujaba dentro de ella, Lisa se puso sobre él. Su
cuerpo se movía con el poder de su ritmo, mirándolo todo el tiempo a los
ojos, mientras sus músculos se tensaban alrededor de la fuente del placer.
Fue la mirada de sueño lo que la preparó para recibir la ofrenda, los
párpados que se cerraban, el brillo de los ojos que se nublaba, la
respiración que se hacía más rápida, los labios que se abrían, la lengua
que formaba el grito de éxtasis. Lisa sintió que él hundía los dedos en su
espalda; debajo de sus tobillos sintió que las nalgas se endurecían,
reuniendo la fuerza restante para el estallido que mojaría su alma.
Ella le tomó la cabeza entre las manos, usando sólo sus piernas para
sostenerlo. Ternura y fuerza, la luz del amor ardiendo, la belleza del todo.
Él casi estaba allí.
Sintió que sus piernas se debilitaban y lo miró con intensidad, con los
ojos ávidos, decididos a capturar este momento para la eternidad.
Cualquier cosa que ocurriera, nadie se lo podría arrebatar.
A través del aire quieto de la noche, el grito se elevó hasta el cielo sin
nubes, abandonado, sin forma, inconfundible, mientras los dos amantes
aullaban su pasión a la luna.
.

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Capítulo 9

Para Jo Anne éste había sido un día normal típico de Palm Beach. Se
había levantado temprano, alrededor de las siete, y había desayunado en
la cama. Té, frutas frescas, una tostada liviana, en la fuente decorada con
un pequeño recipiente de Sevres con una flor exótica flotando en él. Más
importante que el desayuno había sido la edición, inmaculadamente
doblada de la «hoja brillante». El diario Palm Beach Daily News, en blanco
y azul, había conseguido ese nombre por la buena calidad del papel
brillante, que era el único factor importante para las relaciones sociales de
Palm Beach y que había sido así desde su fundación en 1894. Había tres
formas básicas de jugar el juego de la «hoja brillante» y Jo Anne estaba
profundamente comprometida con todas ellas. Primero, no había otro
camino hacia la cima de la sociedad de la ciudad que tener una presencia
reiterada y constante en sus columnas. Mil expresiones brillantes
conjuradas por mil flashes atrevidos eran el precio estipulado para la
gloria social. A fin de obtener dicha gloria, lo más importante consistía en
«estar allí». Había que concurrir a infinidad de bailes de caridad, algunos
mucho más grandiosos y prestigiosos que otros. El Baile del Corazón, el de
la Cruz Roja y la gala de la Sociedad Norteamericana del Cáncer eran los
más destacados, y era socialmente irresponsable perderse alguno de
ellos; sin embargo, otros estaban en rápido ascenso: el de la Paternidad
Planificada era un ejemplo y la cena baile de la Galería Norton. Como regla
de oro para los trepadores novatos, las enfermedades estaban por encima
de la cultura: la gala del Instituto de Investigación de la Retina, conocido
como «el Baile del Ojo», por ejemplo, se consideraba como algo más que
un beneficio con alguna orquesta o algún cuerpo de baile.
Sin embargo, estar allí no era suficiente. Uno podía estar allí y en
realidad no «estar» verdaderamente. Lo importante era ser «visto» y eso
significaba la prueba del celuloide. Como fuera, el cronista debía tomar la
fotografía. Ése era el problema número uno. Después, la foto debía ser
seleccionada para aparecer en el diario. Eso significaba ser considerado de
modo favorable por la poderosa editora de sociales, Shannon Donnelly, y
aun por la más poderosa editora, Agnes Ash. En los primeros tiempos,
cuando Peter Duke había presentado a su joven esposa a los
profundamente paranoicos habitantes de Palm Beach, Jo Anne había sido
considerada culpable hasta que se comprobó su inocencia. Aquello era
parte de la trayectoria de Palm Beach. Todos los párvulos sociales,
gigolós, hombres de confianza y falsos aristócratas europeos del
hemisferio occidental habían intentado suerte con los nativos protestantes
y, naturalmente, eran considerados sospechosos. Comenzando desde la
línea más baja, Jo Anne había trabajado sobre los fotógrafos. Uno en
particular había sido identificado como el objetivo. Era un joven crédulo y
sensual, una notable combinación para una muchacha cuya experiencia

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en la vida se había desarrollado exclusivamente en el arte de excitar


hombres. El pobre John Destry había resultado muy fácil de dominar.
Desde el primer beso embriagador detrás del vagón del ferrocarril del
Henry Flagler, en los terrenos del Museo Flagler, mientras la sociedad de
Palm Beach bailaba y se pavoneaba a unos metros de allí, se había
enamorado perdidamente de ella. Jo Anne jugó con él como con un
pececito, manteniendo la cuerda tirante y el anzuelo en su lugar, y por dos
temporadas él no tomó prácticamente otras fotografías que no fueran las
de ella. Los árbitros sociales de las oficinas del Royal Poinciana de la «hoja
brillante» se habían visto más o menos obligados a incluirla contra su
propio juicio y, para cuando la parcialidad de Destry estuvo a la vista y se
los dejó «hacer», los pies de Jo Anne ya estaban más firmes sobre la
escalera. Desde ese momento en adelante, ella consolidó su posición,
vistiéndose con cuidado, nunca desviándose de la corriente principal
cuando estaba en público, manteniendo su maquillaje tan simple y directo
como sus ideas políticas de raigambre republicana y del ala derecha. A
través de los años la política había rendido sus frutos. No importaba que
de tanto en tanto las presidentas de las galas de caridad se bajaran los
calzones para ella. Lo que interesaba era que en público la imagen de Jo
Anne Duke permaneciera tan pura como la ropa interior de una monja.
El siguiente y último paso en la sociedad de Palm Beach parecía de
alguna manera paradójico: en pocos años su imagen abandonaría las
páginas de la Hoja Brillante. En la enrarecida atmósfera de la copa del
árbol donde vivían los Maddock y los Phippse, toda publicidad era mal
vista, incluso dentro de las sagradas páginas del diario de Agnes Ash. Era
extraño, pero, de alguna manera, lo era como en la vida. Uno está al
servicio de su propio aprendizaje, inmerso en la carrera de ratas,
deseando sólo alcanzar una posición en la que pueda levantarse la nariz y
burlarse de los participantes cuyas filas se han abandonado
recientemente.
Como fondo a su análisis profesional de los cambios de fortuna de los
jugadores al juego social de PalmBeach, Jo Anne se había movido
caprichosamente entre «Hoy» y «Buenos días, Estados Unidos». Allí era
donde ella obtenía la mayor parte de la información. Allí y en las páginas
de Town and Country, Vogue y W.
Se había puesto con lentitud un traje simple de Calvin Klein de color
blanco, de corte perfecto, una o dos gotas de Joy, al que había elegido
porque no deseaba oler como las otras habitantes de Palm Beach de su
generación, que parecían estar en ese momento a favor de Opium. Bajó
las escaleras hasta la amplia entrada de mármol, en donde el jefe de
cocina la estaba esperando. En un estudio digno de un libro de cocina,
ambos habían recorrido las distintas listas para la cena de la noche,
soufflé de salmón ahumado, carne a la Wellington, helado de mango. El
jefe de mayordomos se había unido a ellos para elegir el vino. En eso
debía confiar en la experiencia del inglés, un Cortón Charlemagne seco
1973 para el pescado, Latour 1961 con la carne, Krug 1975 con el postre,
o lo que la clase alta inglesa y sus sirvientes preferían llamar budín.
—Dejo los arreglos florales en tus manos —dijo por encima de su
hombro mientras se dirigía hacia el Rolls—. Que los envíen de Everglades

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Flower. Las lilas estaban lindas la semana pasada.


Jo Anne no perdió tiempo en los sagrados recintos de la joyería más
fina del mundo, en el 340 de la Avenida Worth. En treinta minutos, en un
salón privado, ella había gastado trescientos setenta y cinco mil dólares.
El gerente de Cartier, Jill Romeo, no había movido una pestaña
cuando Jo Anne le dijo que usaría el anillo y el brazalete de zafiros y
diamantes. Ella ni siquiera había preguntado por el pago; tampoco había
firmado ningún recibo cuando se puso de pie para retirarse. En lo que a
Cartier concernía, el conocimiento de los clientes lo era todo. Un Duke
podía pagar. Un Duke pagaría. Lo más importante de todo: un Duke
regresaría. Una y otra vez.
Sólo por capricho había decidido detenerse en el salón de manicura
Armonds. Le gustaba que le manosearan los dedos. Una hora más tarde,
con las uñas postizas firmemente pegadas y pintadas de rojo sangre, ella
ya estaba lista para la comida en la Petite Marmite, cangrejos cocinados
en su caparazón y ensalada con un verdadero aderezo francés, con Inger
Anderson y su atractivo esposo, Harry Loy.
A las dos de la tarde ya era hora de disfrutar el momento más
importante del día. De manera que ahora ella estaba cómodamente
sentada en una silla giratoria de plástico rojo, en el salón Domani,
mientras los dedos experimentados de Dino recorrían su largo cabello
rubio. Dino era maravilloso. Pero sobre todo era seguro y comprendía
todo. ¿Qué era lo que hacía que los peluqueros fueran tan comprensivos?
¿El hecho de que podían ver el rostro detrás de una máscara? ¿Que ellos
las atrapaban cuando ellas estaban más relajadas? ¿La intimidad del
cercano contacto corporal? Era difícil determinarlo. Los dedos firmes,
suaves, que se hundían con destreza en los brillantes rizos de Jo Anne, en
ocasiones rozándole una oreja. Dino era un profesional con clase,
totalmente experto. A veces tomaba un mechón de cabellos y lo sostenía
por un segundo mientras observaba el efecto en el espejo antes de dejarlo
caer nuevamente, como naipes descartados en un partido de canasta. Jo
Anne experimentaba el placer de ser tratada como un objeto, no como
una persona verdadera sino como una colección de trocitos que
necesitaban ser reacomodados para producir una apariencia más
agradable. Si cualquier otro hombre en el mundo la hubiera hecho sentir
así, le hubiese buscado la yugular. Con Dino, esto era simplemente bueno.
—No la vi desde el día del funeral. Se ve maravillosa, Jo Anne.
Jo Anne apreciaba eso. Era encantador. Deliciosamente europeo.
Bellissima signora y toda la música.
Dino la había hecho sentir orgullosa en el funeral. Todos estuvieron
de acuerdo en que se veía como la personificación de la viudez, con el
cabello recogido, serio y austero. Pero había algo más. Él había captado el
alegre sentido de libertad, de triunfo, que bullía a través de su alma. Algo
de eso, indudablemente, brillaba en sus ojos. Quizás algo, también, se
pudiera palpar debajo de los dedos rápidos y experimentados. Dino
investigaba. Él conocía bien el show. Sabía que el poquito de viuda
dolorida que había en ella era una pantalla. Las antenas de Jo Anne
sentían el peligro, pero inmediatamente rechazó el pensamiento. Estaba
segura. Lo tenía todo. Las alhajas de trescientos setenta y cinco mil

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dólares de Cartier acariciaban su piel, eran la prueba tangible de su


victoria.
Sonrió con malicia y se permitió que el sabor de la conspiración se
filtrara.
—Uno debe seguir luchando —dijo—. Estoy segura de que Peter lo
habría deseado así.
Como el diablo lo hubiera deseado, le dictaba su pensamiento
profundo. Él debía ser el hombre más infeliz del cielo. Echando chispas y
mascullando su rabia suprema. La visita a Cartier le habría hecho saltar
aquella vena suya en la frente como un muñeco de resorte.
—Si esto es su lucha, entonces estoy pensando que, cuando el tiempo
se calme, usted se verá como un millón de dólares.
Jo Anne se rió.
—¿Sólo como un millón de dólares, Dino? Olvídalo, cariño, eso son
monedas para la familia Duke.
Fue el turno del italiano de reírse, pero de modo más respetuoso. En
este país, y en especial en esta ciudad, nadie se reía demasiado fuerte ni
durante demasiado tiempo del dinero.
—Bueno, ¿qué vamos a hacer con ese pelo hoy?
—Quiero ese corte de Eton. Corto en la nuca, largo y lacio arriba.
¿Sabes cómo es? No es muy Palm Beach, pero a la mierda con eso.
—Seguro, lo conozco. Le quedará bien. Vamos a darle un champú.
A Jo Anne, Dino en persona le lavaba la cabeza. Era uno de los
mensajes sutiles que creaban jerarquías entre los clientes. Y a ellos les
agradaba eso.
De regreso al sillón de corte, Jo Anne estaba totalmente relajada.
Como un esclavo de la antigua Roma, Dino supo lo que ella necesitaba.
Envió sus dedos a la nuca, apretando los músculos de los hombros,
masajeando cualquier tensión que pudiera quedar allí.
Detrás de los ojos cerrados, la mente de Jo Anne seguía trabajando.
Ya estaba deseando que llegara la noche. La conversación telefónica de la
semana anterior todavía estaba en su mente.
—¿Bobby? Habla Jo Anne. Escucha, estuve haciendo algún trabajo en
la campaña de la que hablamos en Mustique. Me pregunto si podrían venir
a cenar una noche para discutirlo. Tengo un par de personas de los Duke
invitados y estuve hablando un poco con ellos. Si pudieras venir y quizá
traer a alguien de tu gente, podríamos llegar a organizarlo. Me temo que
socialmente será una pérdida. Son unos aburridos. Por esa razón no invité
a Lisa. Se sentiría completamente fuera de lugar.
—Suena maravilloso, Jo Anne —había dicho Bobby—. Llevaré a Baker
si puedo. No puedo garantizar si sabrá utilizar los cubiertos, pero
políticamente es mierda caliente.
Esta noche él se sentaría a su derecha en la mesa. Y Jo Anne lo
compraría del mismo modo en que lo hacía con las joyas de Cartier. Pero,
no aparecería como que lo estaba haciendo. El lenguaje sería de negocios,
los sentimientos se expresarían con orgullo. Ella dejaría entrever que sería
muy bueno para la Fundación Duke que se encontrara una manera de
brindar soporte para la campaña Stansfield con un aporte de dinero en
efectivo. La amenaza demócrata, el envilecimiento de los valores

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nacionales, etcétera, etcétera. Sin embargo, al final del día ella tendría
una parte de él y estaría en buena posición para apoderarse del resto. Y
quizá, después de la cena, cuando el brandy Napoleón, 1805, el año de
Trafalgar, hiciera su aparición, Bobby Stansfield estaría con un humor más
dulce. Primero ella dejaría deslizar alguna información acerca de Lisa. Y
luego, ¿quién sabe?
Mientras las manos habían dejado su nuca para tomar las tijeras y el
sonido de las hojas afiladas indicaba que los rizos rubios estaban cayendo
al suelo, Jo Anne mantuvo los ojos cerrados. Se hallaba lejos de estar
dormida, pero no deseaba que ninguna palabra molestara la deliciosa
anticipación de lo que estaba por ocurrir.

Bobby Stansfield sostuvo la copa de brandy entre el dedo pulgar y el


índice y los presionó con delicadeza alrededor del borde. La copa se
inclinó hacia el centro. Bajó la cabeza apreciando el líquido ambarino,
sintiendo el suave y acaramelado aroma. Increíble. Divino. Luego hizo
girar la copa, observando cómo el pesado licor que se pegaba a las
paredes, y sólo entonces se permitió degustarlo.
A través de la mesa, Jo Anne le sonrió mientras veía la alegría escrita
en su rostro. ¡Qué atractivo era! El saco esmoquin tenía un corte perfecto,
el moño de la corbata era pequeño, insinuando que había pertenecido a su
padre, incluso a su abuelo. Los zapatos del mejor cuero eran los
apropiados. Incluso los gemelos, finos, de oro simple, con las iniciales RS
grabadas con modesta elegancia, armonizaban perfectamente. Bobby
Stansfield tenía clase. Se vería maravilloso en el altar.
Jo Anne esperaba el momento. Cuando el brandy golpeara la pared
del estómago.
—Siento mucho que Lisa no esté aquí esta noche —mintió.
Bobby asintió distraídamente. ¡Por Dios, ese brandy era muy bueno!
—Una chica maravillosa, Lisa —afiló el cuchillo Jo Anne.
—Será mejor que lo creas —asintió Bobby con entusiasmo—.
Realmente me hiciste un favor al presentármela.
—Sí, es una dama sorprendente. Realmente me sorprendí mucho al
descubrir que funcionaba para los dos lados.
—¿Qué quieres decir?
—¿Sabes que es bisexual?
—¿Qué? —Bobby dio un salto en su silla—. Estás bromeando —
agregó.
—¿Quieres decir que no sabías? Imaginé que era parte de lo que hay
entre ustedes.
—No sólo que no lo sabía, sino que no lo creo. ¿Quién diablos te dijo
eso?
Jo Anne había esperado esa irritación. Se movió con rapidez para
mostrar la «prueba».
—Es información de primera mano. Lisa trató de seducirme.
Realmente fue bastante embarazoso. Tú sabes, casi sentí que era grosero
rechazarla. —Se rió Jo Anne. La dama liberal. Intrigada, sorprendida, pero
sin impactarse por la debilidad de los demás.

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Bobby casi no podía creer lo que estaba oyendo. Tomó un largo trago
de su copa. El conocedor había dado paso al hombre que necesitaba un
trago.
—¿Cuándo? ¿Dónde? ¿En Mustique? ¿Estás segura de que no te
confundiste?
¡Bravo! Deseaba saber el capítulo y versículo.
—Fue hace algún tiempo. Cuando nos conocimos. Estábamos en el
jacuzzi y simplemente me pidió si quería coger con ella. Me podría haber
volteado con una pluma. Le dije que no eran mis costumbres y que lo
sentía. Me puso las manos entre las piernas. Supongo que tiene bastante
reputación en el gimnasio. Tú sabes, el «estamos hechas para agradar»
llevado un poco más allá.
Nuevamente volvió a reírse, tratando de evitar la sospecha de que
ella estaba desparramando suciedad sobre la muchacha de Bobby.
—No puedo creerlo en absoluto.
—¿Te importa? —le preguntó Jo Anne—. Seguramente que no es un
gran problema. —¿Estaría preparado para la doble sombra?
—Simplemente es una gran sorpresa. Quiero decir que yo estoy muy
cerca de Lisa y jamás me dio esa impresión. Estoy seguro de que me lo
habría confesado si fuera homosexual. —Las palabras de Bobby parecían
no producirse con facilidad, cosa inusual en él. Obviamente se había
quedado sin habla.
—Por Dios, Bobby, suena como si lo tomaras a mal. Jamás pensé de ti
que te llegaras a enamorar, entre toda la gente, de la hija de una
doméstica.
—¿De qué? —balbuceó Bobby.
—¡Cristo! ¿No me digas que tampoco te lo mencionó? —Jo Anne lo
miró con incredulidad—. Debes saber que su madre trabajó como sirvienta
para tus padres.
—¿Quién diablos dice eso?
—Ella, Bobby. Fue una de las primeras cosas que me contó. En
realidad, creo que me lo dijo aquel día de la comida, cuando nos
encontramos contigo en el Café L'Europe. ¿No te acuerdas? Tú estabas allí
con tu madre.
Jo Anne contempló sus uñas mientras hablaba. Eran demasiado
artificiales. Quizá se las hiciera acortar el día siguiente. Cuando volvió a
mirar a Bobby, el cambio en él fue evidente. Estaba derribado en la silla,
su rostro en compleja mezcla de emociones. La mayor parte de las que Jo
Anne había intentado provocar estaban allí: sorpresa, dolor, quizás incluso
un incipiente enojo. Pero había también otras: pena, descreimiento y, en
las comisuras de su boca, determinación. Jo Anne pudo leerlas todas. ¿Y
ahora qué diablos iba a hacer él con esa determinación?
Jo Anne se acercó a él rápidamente, con la antigua botella en su
mano.
—Me parece que necesitas otro trago —dijo, haciendo correr una
lengua húmeda por sus labios.

Caroline Stansfield casi disfrutaba de su edad. No mucha gente la

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recomendaba, pero ella la encontraba reposada. La mayor parte de las


cosas que la había obligado a dejar, ella, de todas formas, ya las había
dejado antes, por elección. El sexo. La bebida y la comida en exceso. El
ejercicio. Incluso no le importaba el deterioro físico. Jamás había sido
vanidosa y la piel tirante, las manchas del hígado y el cabello gris no la
molestaban en absoluto. No ver bien era una perturbación, ya que
interfería con sus tapices, y también lo era la artritis en sus dedos, pero
eran sólo pequeñeces. Por otra parte, las ventajas de la edad avanzada
eran bastante importantes. Siempre había sido la eminencia gris de la
familia y ahora que realmente se veía como tal, su influencia era incluso
más poderosa que lo que lo había sido en su juventud.
—¿Para qué me quieres ver, Bobby? —Su tono de voz sonaba
positivamente matriarcal.
—Deseo uno de tus famosos consejos, madre.
Le sonrió con orgullo a su hijo mayor. No había que confundirse con
su carisma. Aunque era su madre, ella podía ser lo suficientemente
objetiva como para reconocer que él poseía el factor X. El pobre de Fred
jamás lo había tenido y, a pesar de la energía y la astucia con la que
perseveró en su carrera política, jamás pudo llegar a conseguir el objetivo
mayor. Pero Bobby era diferente. Tenía calidad de estrella. Sus amigas del
bridge en el Everglades pensaban que el sol brillaba a su lado. Siempre
estaban contando acerca de un sobrino que lo había oído hablar en
Boston, de un primo que había leído su libro en Saratoga, de un nieto que
había quedado impresionado al verlo en 60 Minutos. En verdad, la
posibilidad de llegar a la presidencia parecía real. Y aun así… había algo
que faltaba. ¿Poseía él el instinto del asesino? ¿O simplemente era
demasiado delicado, tenía un espíritu demasiado sensible? Fred Stansfield
había hecho un gran esfuerzo para doblegar aquellos instintos y, por
cierto, había tenido un éxito parcial, pero la duda permanecía. Sólo el
tiempo lo diría.
Caroline Stansfield acomodó el tapiz que tenía sobre la falda y
esperó.
—Me enamoré, madre.
—¡Qué agradable, querido! —Hundió la aguja en el fondo beige del
tapiz como un guerrero sioux hubiera arrojado su lanza contra un soldado
—. ¿Alguien conocido? —agregó después de un momento.
Bobby sintió que una explosión de irritación recorría todo su ser. Su
madre podía producir esta reacción en él sin mayor esfuerzo. ¿Qué diablos
quería decir con «alguien conocido»? Era demasiado condescendiente,
más aún debido a que ella había ido al centro del problema.
«Nosotros» no conocíamos a Lisa Starr. «Nosotros» no desearíamos
conocer a Lisa Starr. «Nosotros» no cruzaríamos la calle para socorrer a
Lisa Starr si se estuviera quemando.
¡Diablos! No iba a conseguir lo que deseaba.
Bobby deseó que el color no estuviera ardiendo en sus mejillas.
—Su nombre es Lisa Starr. Creo que la viste una vez cuando comiste
conmigo en el Café L'Europe. Es una joven hermosa. Me gusta mucho,
madre.
—¿Quién es ella? —Caroline Stansfield tenía toda una vida de

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experiencia en revolver mierda. «Se va a enojar», pensó, reconociendo los


manchones rojos en las mejillas de su hijo, pero sin darle importancia.
No tenía sentido hacerle creer que no comprendía la pregunta y
reiterar que su nombre era Lisa Starr. Su madre no había querido decir
eso. Bobby trató de minimizar el daño.
—Es de West Palm. Tiene un negocio allí. —Incluso mientras estaba
hablando sabía que, lejos de minimizarlo, lo había complicado.
—¿Sí? —La palabra lo decía todo. West Palm, para un habitante de
Palm Beach, poseía toda clase de significados secretos. Después de todo,
la ciudad que estaba del otro lado del puente debía su existencia a Palm
Beach. Era donde vivían los sirvientes negros. Actualmente se le había
unido un cruda mezcla de chusma vagabunda, jubilados del norte, los
ubicuos abogados y dentistas y Dios sabe quiénes más, pero para Caroline
Stansfield era una ciudad fantasma, habitada por espectros, gente sin
sustancia, sin importancia. Racionalmente, comprendía muy bien que no
era nada destacable que la esposa de un político hubiera nacido en un
lugar así. Los norteamericanos en general no entenderían esto. Pero a
nivel emocional la idea la llenó de horror. Una nuera de West Palm. Era
impensable. Echó su cabeza hacia un costado.
—¿Sí? —volvió a preguntar.
Bobby miró por la ventana buscando inspiración, rescate. Un
esquiador en el agua, un hombre en un bote de remos luchando con lo
que parecía un pez bastante decente, dos o tres gaviotas ocupadas.
Difícilmente la Séptima Caballería.
A su madre no se la iba a poder engatusar. Ella deseaba tener
verdadera información, el número de página del Registro Social, el informe
de negocios de Dun y Bradstreet, las biografías breves de los parientes
más importantes, una descripción del personaje que fuera la oveja negra
de la familia. Hasta aquí una cosa era totalmente clara. Ella no se sentía
impresionada. Aparentemente el rostro de Lisa no se encontraba en el
banco de la memoria de los Stansfield y eso era nefasto. Se había
transformado en el trabajo de su vida conocer a todos los que eran nadie,
los que habían sido nadie.
Caroline Stansfield exploró un último callejón sin salida, sabiendo de
antemano cuál sería la respuesta.
—¿Algo que ver con los Starr de Filadelfia?
—No.
Durante lo que pareció una eternidad, la mujer permaneció en
silencio. Algo estaba claro como el cristal. Esta no era la categoría. Las
palabras eran desalentadoras. Por fin, ella habló, comprobando la eficacia
de sus percepciones.
—¿Qué edad dijiste que tenía?
—No lo dije —dijo Bobby innecesariamente. Hizo una pausa—. Es muy
joven, madre.
—Muy joven y no tiene dinero. —Fue toda una sentencia.
—Es verdad, no tiene dinero y supongo que deberías decir que no es
exactamente de nuestra clase, pero tiene muchas cualidades maravillosas
y yo la amo. Estoy pensando en casarme con ella. Creo que sería muy
importante para mi carrera. Tú sabes, el voto de la clase obrera, los

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jóvenes… —Su discurso fue agonizando. Escasamente podía convencerse


a sí mismo.
—Inventos. —Caroline Stansfield no se molestó en esconder su
desprecio. Bobby estaba hablando tonterías. Casarse con una pobretona,
una muchacha sin familia de West Palm, podría estar bien para un
demócrata, pero para un conservador republicano sería un desastre
político y social, y Bobby lo sabía. Era insultante que tratara de ponerse
una venda en los ojos.
Ella bajó la mirada y clavó la aguja en la tela con renovado vigor,
como si lo hiciera en el corazón de la aventurera que se había atrevido a
efectuar una jugada cualquiera sobre el portador de la dinastía política de
los Stansfield.
—El amor es una cosa. La política es otra. Francamente, la cuestión
del dinero es la objeción más poderosa de todas. Para llegar al Salón Oval
necesitas más dinero que el que tienen los Stansfield. Me costó una
pequeña fortuna mantener a tu padre a flote y no queda el suficiente
dinero para darte el empujón que necesitas. No te engañes. A menos que
no te cases con ella, no lo conseguirás. Date el gusto, pero no cometas el
error de creer que puedes tener la torta y comértela. Simplemente, eso no
es práctico.
La falta de practicidad era para Caroline Stansfield un pecado capital.
Aún más, ella había llegado a un punto importante. A Bobby había que
hablarle de eso. El ya no era un niño y, aunque la escucharía, era cabeza
dura. Tendría que pisar cuidadosamente. Su sexto sentido, mucho mejor
preservado que la vista, le decía que había más.
—¿Algo más que debería saber acerca de ella?
—Existe un pequeño problema. —Dudó Bobby.
Caroline Stansfield observó y esperó, luchando por reprimir el deseo
de decir algo así como: «Vamos, Bobby, despáchate. Eso haría un buen
muchacho». ¿Cuántas veces había utilizado esas palabras cuando estuvo
enfermo de niño?
—Parece que su madre una vez trabajó para nosotros como sirvienta.
Una mucama, creo. No estoy seguro de cuál era su nombre.
Caroline Stansfield luchó contra el impulso de reírse en voz alta. Eso
sería hacer lo incorrecto, pero era difícil resistir la tentación.
Un Stansfield jamás había llegado a presidente y Bobby se vería tan
bien en los escalones del Capitolio prestando juramento. Tenía una voz
maravillosa. En las recepciones de la Casa Blanca todos dirían qué
distinguida se veía ella. Por fin, estaría donde pertenecía. Y ahora, de
pronto, ya no era divertido. El sueño glorioso estaba en peligro de muerte.
¿Casamiento? Con una muchacha sin un centavo, nada menos que de
West Palm e hija de una sirvienta. ¡Sería un desastre! Pero ¿cómo
decírselo a Bobby? Ese era el problema. Ya estaba comenzando a ponerse
nervioso ante la falta de entusiasmo que ella estaba mostrando.
—Bueno, Bobby, ¿de qué forma puedo aconsejarte acerca de la
persona que amas? El amor lo es todo. Debes seguir a tu corazón. —De
algún modo hizo que la palabra amor sonara como una droga peligrosa en
la que sólo consentían los débiles de espíritu y los imbéciles. Por cierto
que Bobby recibió el mensaje.

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PAT BOOTH PALM BEACH

—Lo que quiero saber, madre, es cómo crees que afectaría mi carrera
política.
—¡Ah! Eso es algo completamente diferente. Bueno, ella es pobre y
desconocida. Y muy joven, dices. La hija de una de las sirvientas. Me
pregunto cuál. En fin, no suena como que sea la pareja más interesante
del mundo, por supuesto que políticamente hablando. Pero entonces, ¿eso
importa, Bobby? ¿Realmente deseas llegar más alto que el Senado?
Debería ser suficiente para la mayoría de los hombres. Ya ves, la
presidencia es una vocación. Tú debes desearla, necesitarla y soñar con
ella si alguna vez quieres ser presidente. Y debes soportar todas las
contrariedades y los sacrificios, porque sabes que puedes servir a tu país,
a tus compatriotas norteamericanos. Ése siempre ha sido el camino de los
Stansfield. Pero tú ya estás en servicio, Bobby, ya has hecho suficiente. No
creo que Lisa Starr arruine tu reelección en el Senado y, si te mantienes lo
suficiente, deberías conseguir la presidencia de un buen comité.
Agricultura o, incluso, Relaciones Exteriores.
Los ojos de Bobby traspasaban el suelo mientras Caroline hablaba y,
una por una, ella se aseguró de que sus inteligentes bombas dieran en el
blanco. Nobleza obliga. No preguntes lo que tu país puede hacer por ti.
Cuanto más grande sea el bien, más amplia será la foto. Su significancia
en comparación con los anhelos mezquinos y los deseos personales del
individuo. Ella sabía que Bobby deseaba el Salón Oval de la misma forma
en que deseaba el aire que respiraba. Ella y Fred habían supervisado
personalmente que el deseo estuviera colocado en las profundidades de
su mente. ¿Pero era grande la necesidad? ¿Menos que su necesidad de
Lisa Starr? ¿Más?
—¿Crees que ella sería buena para la nominación presidencial?
—Claro que no. Tú lo sabes, Bobby.
—Sería la sabiduría popular. —Bobby sonó desagradecido a propósito.
A su madre no le importaba. Las apuestas eran demasiado altas para
preocuparse por pequeñeces como ésa. Ella se jugó un triunfo.
—Por cierto, sin embargo, que no deberías preguntarme a mí. ¿Qué
sé yo ahora de política? Estoy vieja y passée. ¿Qué es lo que dice ese
horrible Baker? Debo aclarar que no soporto sus modales, pero tengo un
saludable respeto por su juicio político.
Bobby se sintió triste. Jamás había conocido a nadie con el olfato
político de su madre. Baker corría como segundón. No se había atrevido a
preguntar la opinión de Baker, pues en su corazón sabía exactamente cuál
sería. Habría planteado lo mismo que su madre, con el agregado picante
de los insultos más de moda y los más crudos agregados en las
proporciones correctas.
Como una vieja lechuza sabia, Caroline Stansfield observó cómo
luchaba su hijo con las aristas de la disyuntiva.
—Sería un olvido político —dijo Bobby, casi para sí mismo. En su
interior, las preguntas lo perforaban. ¿Importaba eso? ¿No había en la vida
cosas más importantes? ¿Como Lisa?
—Una de las características de la grandeza es poseer la capacidad de
hacer sacrificios. Somos todos tan insignificantes en relación con el bien
común. Es la cruz que debes cargar en la vida pública.

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PAT BOOTH PALM BEACH

—Te haces entender muy bien, madre. Tendré que pensar mucho en
este asunto.
Caroline Stansfield sonrió con gracia, con aquella sonrisa que iba tan
bien en las funciones de caridad. No era exactamente una creciente
certeza, pero estaba bastante segura de que había ganado. Cambió su
actitud. Lo negativo debe siempre balancearse con lo positivo. Cuando se
saca algo, siempre se debe tratar de reponerlo con algo de valor.
—Espero que no te importe que haya hablado así, Bobby, pero como
tú sabes, siempre expresé mis ideas. Soy demasiado vieja como para
cambiar ahora mis costumbres.
Se rió con aquella risa saltarina que todos los Stansfield habían
llegado a valorar por su particularidad.
—Me parece que la pobre Jo Anne Duke es una persona
maravillosamente atractiva. Tan digna en el funeral. Tan, pero tan
atractiva. Aparentemente Peter Duke le dejó todo, el control de la
fundación, toda su fortuna. Y me dijeron que es muy ambiciosa…
Había echado la semilla. ¿Caería en terreno fértil? El terreno sobre el
que unos minutos antes había provocado con tanta eficacia el incendio de
Lisa Starr.
Bobby pudo reírse. Realmente su madre era incorregible. No pudo
resistir provocarla un poco más.
—Madre, eres maravillosa. Pero puedo decir que no conozco mucho
acerca del pasado de Jo Anne Duke. Los rumores dicen que era algo así
como una modelo en Nueva York cuando Peter Duke la conoció.
—El punto es que a ella la encontraron, querido. Y lo hizo un Duke. Y
lo que es más, le dio su nombre. Eso la convierte en uno de nosotros. De
un solo golpe. Tiene su apellido, controla su dinero y parece que forma
parte. No creo que uno podría pedir mucho más que eso.
Bobby quedó en silencio. La fortuna de los Duke. Y la máquina de los
Stansfield. Una aceitando la otra. Era toda una reflexión. Realmente lo era.
Caroline hizo un movimiento para consolidar su posición; pareció
estar hablando consigo misma.
—Tanto más sensato —murmuró—, tanto más sensato. Pero, por
supuesto —agregó en voz alta—, es el corazón el que importa. Uno
debería siempre hacer lo que el corazón le dicta.
Observó a su hijo con cuidado. ¿Qué le dictaba el corazón? ¿Eran los
genes y la cuidadosa crianza lo suficientemente fuertes como para
socavar el orgullo que sentía por la «nadie» que lo había capturado? Su
instinto le dijo que sí. Sería lo mejor. Porque por los rincones de la mente
sagaz de Caroline Stansfield corría una idea muy desconcertante.

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Capítulo 10

Lisa y Maggie miraron el espejito con tan estudiada intensidad que


parecía que los secretos de la vida misma estaban por ser revelados.
—No hay nada ahí —dijo Lisa. Era difícil para ella poner el sentimiento
en palabras. ¿Alivio? ¿Enfado? ¿Una mezcla de los dos?
No había duda alguna acerca de la respuesta de Maggie.
—Bueno, gracias a Dios por eso.
La satisfacción de Maggie pareció sacar a Lisa de la barrera de la
indecisión.
—Pero jamás se me atrasó antes. En general puedes poner tu reloj en
hora conmigo. Sé que estoy embarazada. Lo puedo sentir. Fue esa vez en
la piscina de Mustique. Simplemente lo sé. Quizás hayamos hecho algo
mal. Déjame mirar nuevamente las instrucciones.
Maggie rió con descreimiento.
—Lisa, hablas como si verdaderamente desearas estar embarazada.
Deberías agradecerle a Dios que esa maldita cosa no dé positivo.
Jamás se había cruzado por la mente práctica de Maggie que alguien
que no estuviera casada o comprometida deseara pertenecer al «club».
Había visto más de una telenovela y sabía que la tradicional respuesta
masculina, al enterarse de que la maternidad estaba latente, era de
sorpresa y horror, seguida rápidamente por la rabia y la irritación, la culpa
y el abuso. En algún lugar de la tercera etapa aparecían las veladas
acusaciones de que alguna mente maquiavélica estaba tratando de
empujarlo al matrimonio. Invariablemente seguía el seco discurso acerca
de deshacerse del bebé y luego de romper la relación. Ésa era la reacción
que la gente común esperaba y por cierto que Maggie pertenecía a ese
grupo.
La expresión en el rostro de Lisa reflejaba indecisión en su corazón y
la respuesta visceral de Maggie había aumentado ese sentimiento.
¿Deseaba estar embarazada? Era casi imposible decirlo. Un hermoso
bebé del hombre que amaba. Su vida cambió por un golpe cruel del
destino. ¿O era una bendición? Sus emociones daban vueltas y vueltas,
mientras la razón intentaba inyectar orden al caos. Algo era cierto: no
había sido a propósito. Ése no era su estilo. Sencillamente no había
considerado la posibilidad. De bebés o de matrimonio. De nada como eso.
En la subyugante intensidad del paseo en el bote del amor hacia la dicha,
tales aspectos mundanos habían sido olvidados en la excitación del
glorioso presente. Pero ahora la realidad se estaba entrometiendo en su
sueño, con sus propias demandas, y Lisa luchaba para encontrarle un
sentido. Pero éste todavía era incierto. El puente se había asomado, pero
no había sido alcanzado. Quizá nunca lo sería.
No le respondió a Maggie. En su lugar, por vigésima vez esa mañana,
las dos revisaron el folleto del Daisy 2. No habían cometido ningún error.

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Un imbécil no podría haberse equivocado. Muestra de la primera orina de


la mañana. No agitar el tubo después de mezclar la orina con los
productos químicos. Leer el resultado sólo en el espejo ubicado en el
soporte suministrado para la prueba. No leer el resultado hasta que hayan
pasado exactamente cuarenta y cinco minutos. Bueno, por supuesto que
ellas no habían obedecido a ese «detalle». Se habían sentado, una junto a
la otra, con los ojos pegados al espejo, esperando que el aro negro
apareciera desde el minuto número uno.
—Quizás aparezca de repente al final del minuto cuarenta y cinco y
no de forma gradual —dijo Maggie.
Incluso mientras hablaba, estaba consciente de que había habido un
sutil cambio en su actitud. Lisa podía hacer cosas como ésas. Lisa había
pensado que un embarazo no necesariamente sería un desastre total y la
mente de Maggie ya estaba comenzando a tratar de acomodarse a una
idea así de extraña. Pero aunque sus emociones habían cambiado, la
razón se hallaba todavía sólida como una roca. A Bobby Stansfield no le
gustaría la idea de que Lisa tuviera un hijo suyo.
Lisa fue la primera que lo vio.
Había excitación en su voz, pero un tipo de excitación cuidadosa y
reservada. La que se experimenta cuando algo de extraordinaria
importancia ocurre y cuyos efectos son inciertos. Posiblemente buenos.
Posiblemente malos.
—Mira, Maggs, se está formando. ¿Lo puedes ver? ¿Lo ves? Allí, eso
negro. Es redondo, ¿no es así? Como un halo. ¡Cristo!
Se volvió para mirar a su amiga con una expresión interrogante,
como si deseara encontrar una guía acerca de cómo debería sentirse.
Maggie estaba muy incómoda. ¿Debía compartir ella sus recelos? Los
portadores de malas ondas en general no tenían buena prensa. A veces,
como ahora, los deberes de la amistad podían crear conflictos. ¿Debía
estar allí transmitiendo confianza y ayuda o esto era una pequeña muestra
de las formas desafortunadas del orden universal?
—¿Le gustará esto a Bobby? —preguntó sin convicción, casi por
compromiso.
Ahora el rostro de Lisa registró un abierto descreimiento. Eso no era
el problema. Eran sus propios sentimientos los que la preocupaban, no los
de Bobby. Ella no había calculado quedar embarazada y ahora lo estaba.
Se veía como un problema.
—Maggie, ¿qué quieres decir? Por supuesto que estará encantado.
Sorprendido, como yo, pero seguro que encantado. Es su bebé, tonta.
La risa se entremezclaba con las palabras. Maggie parecía no
comprender el motivo de esa risa.
—Pero… quiero decir… algunos hombres… sienten, tú sabes… que las
muchachas deberían tener de alguna manera la responsabilidad de tomar
precauciones… y si no… bueno, tú sabes, es casi una manera indirecta de
empujarlos hacia el altar.
Durante un segundo Lisa quedó pensativa. Realmente no se había
enfrentado con eso. No de modo consciente.
—Oh, Maggie, Bobby no es así. Quiero decir que me ama. Nos
amamos. Jamás reaccionaría así. No podría. No Bobby. De todas maneras,

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él sabe que yo jamás pensaría ni remotamente en hacer una cosa así a


propósito.
Maggie respiró profundo.
—Quieres decir que él se va a casar.
—Bueno, supongo que sí. —De pronto Lisa no parecía tan segura—.
No existe alternativa, ¿no? —agregó con calma.
—Alguna gente se deshace de la criatura.
—¡No! —La exclamación se disparó de los labios de Lisa y su fuerza
disipó todas las dudas y los temores que habían estado rondando en los
umbrales de su conciencia. Maggie había mencionado lo que era
impensable y así había clarificado la mente de Lisa—. Esto es simplemente
ridículo. Bobby y yo no somos «alguna gente». Jamás lo fuimos ni lo
seremos. Él es una persona completamente responsable y yo también. Él
siempre hará lo correcto.
Maggie se daba por vencida. Como Custer, ella había pronunciado su
último discurso contra actitudes tales como tener «la cabeza en las
nubes» y ahora era el momento de renunciar a ese papel. Quizá Lisa
tuviera razón. Algo era cierto: Stansfield tendría que ser un imbécil para
rechazarla. La muchacha estaba tan cerca de la perfección como era
posible pensar en la tierra y un hombre de su experiencia lo reconocería.
—Por supuesto que lo hará, Lisa. Esto es tan emocionante. ¡Tú, la
esposa de un senador! ¿Podré ser la dama de honor? —Con cierta falta de
convicción Maggie intentó cambiar el papel de José el dubitativo al de
adalid de las alabanzas.
Pero Lisa casi ni la escuchaba. Estaba sentada, erguida, y se pasaba
la mano por el abdomen plano.
—El bebé de Bobby. Va a crecer aquí. ¡Qué raro! —Un pensamiento
repentino cruzó por su mente—. No hay posibilidad de que haya un error,
¿no es así?
—Se dice que hay un noventa y ocho por ciento de seguridad. —Se rió
Maggie en el más consolador papel de conspiradora.
Arrojando los brazos alrededor del cuello de su amiga, Lisa dejó salir
sus emociones y, como en el tubo, su gonadotropina coriónica, hormona
especial del embarazo que reaccionó con el anticuerpo HCG de la prueba
para formar el aro negro, ella estalló en un mar de lágrimas.

El corazón de Bobby Stansfield estaba destrozado. Frente a él se


hallaba Lisa, de pie, con su hermoso rostro que comenzaba a perder el
color, con sus manos apretadas de tal manera que los nudillos se le
pusieron blancos. Por Dios, cómo la amaba. Él la deseaba ahora mismo,
incluso en ese instante en que sus propias palabras la estaban torturando,
pero estaba la parte de acero Stansfield de su alma, que actuaba
atropellando sus propias emociones. Durante los últimos días, él había
ensayado mentalmente ese momento, pero todavía no estaba preparado
para la realidad. Lisa esperaba un hijo suyo. Había traspasado la puerta
como flotando en el aire y le había dado la noticia con toda la emoción y la
esperanza de una joven que además está profundamente enamorada.
Jamás se le había ocurrido que él no compartiría su alegría. Pero ahora le

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estaba ocurriendo eso. Frente a Bobby, ella se tambaleaba al borde de las


lágrimas.
—Lisa, no quiero que pienses que lo que hubo entre nosotros no fue
importante para mí. Lo fue. Ambos lo sabemos. Eres dulce y maravillosa y
me gustas mucho, pero mucho…
Se acercó a la ventana y, por un segundo, le dio la espalda mientras
luchaba por encontrar las palabras que aliviarían la pena, que lo
excusarían de su terrible culpa.
Lisa lo miraba fijamente, el rostro blanco por el impacto, tratando de
comprender lo que no deseaba oír. Algo había incorrecto en el guión. Ella
no lo había escrito así. ¿Que le gustaba? ¿Que era dulce y maravillosa?
Como la tía favorita de alguien. ¡Por Dios! Le iba a dar con la puerta en las
narices en el preciso instante en que se suponía que la debía recibir en su
corazón.
—Bobby, estoy embarazada, ya te lo dije. Es un hijo tuyo. —Su voz
era pequeña e insegura. Las palabras salían temblorosas de su boca. Era
tanto una súplica como una afirmación. Quizás él no hubiera comprendido
bien lo que le había dicho.
Bobby se volvió para enfrentarla. Abrió las manos en gesto de
derrota.
—Me imaginé que te… —Su voz desapareció tristemente cuando se
dio cuenta de la indecisión que transmitía. ¡Dios, esto era horrible! La
culpa lo estaba capturando, clavándosele en la piel con sus pequeños
dedos filosos.
Lisa se dejó caer sentada en el borde del viejo sofá de chintz, con las
rodillas recogidas hasta su mentón, el rostro demudado, absorto, sin
comprender. No dijo nada mientras observaba cómo el mundo se moría
ante sus ojos. Él había imaginado que ella tomaba píldoras. Que ella había
«tomado precauciones». ¿Qué pensaba que era ahora? Un muchacha en
busca de Palm Beach. Que su embarazo era parte de algún plan
perfectamente estudiado para conseguir a un codiciado senador. Se
suponía que debía de estar exaltado. Se suponía que ella debía de estar
deshaciéndose en sus brazos mientras le susurraba promesas de amor
eterno, como padres del hijo que ella iba a tener. Éste no era Bobby. Su
Bobby. Debería llamar a la policía para que lo arrestaran por tomar la
identidad del hombre que era el padre de su hijo.
Bobby trató con desesperación de encontrar la canilla que, al abrirla,
apagara con su agua helada las llamas de la emoción. Había deseado a
esa muchacha. Pero el amor irresistible de ella se había estrellado contra
el inamovible objeto de su ambición y la poderosa ola estaba por
romperse en un fino rocío sobre el inmenso dique. Era cruel. Debería ser
claro. Era la única forma para ella. Él no la transformaría en su amante. No
se podía casar. Él le pertenecía a los Estados Unidos, a su visión del futuro
de la nación. Lisa Starr sería reemplazada en su vida, pero quizá nunca
completamente reemplazada en su corazón. Como el hijo de Abraham,
ella debía ser sacrificada en el altar de su necesidad mayor, y Bobby rezó
por que ambos, él y ella, pudieran sobrevivir.
—Lisa, me temo que el matrimonio está fuera de toda discusión.
Siempre lo estuvo y fue un error de mi parte no haberlo puesto en claro.

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Dios sabe que no soy un esnob, pero hay cosas en política que no tienen
sentido, y la política es lo primero que está en mi vida. Jo Anne me dijo
que tu madre trabajó aquí, en esta casa. Deseo que tú misma me lo digas.
No es un problema en sí mismo, pero era algo que debería haber sabido.
La prensa me podría lastimar con algo así. Créeme, yo sé el tipo de cosas
que pueden hacer. Y después está toda la cuestión de la familia. Mi madre
y el nombre de los Stansfield. Y tú eres tan joven. Tienes tanto tiempo. Un
día encontrarás a un hombre mejor que yo y mirarás hacia atrás…
Bobby se sobresaltó mientras pronunciaba este desagradable
discurso. Quizá fuera preferible apretar el botón rojo.
—¿Qué? —preguntó Lisa.
Era la cosa más cruel y depravada que jamás hubiera oído y venía de
los labios del hombre que amaba. Era como que le dijera que ella no era lo
suficientemente buena como para ser la madre de su hijo. Había
manchado la línea sanguínea de los Stansfield, la había contaminado con
su inocente criatura. Seguro que él no había querido decir eso.
—¿Qué? —repitió, confundida y paralizada por el impacto.
—Creo que debes saber lo que quiero decir, Lisa.
No podía volver a pasar por todo aquello. Tragó saliva. Debía seguir
adelante.
—Y Jo Anne me dice que existe otro problema, Lisa. Yo no sabía que
eras bisexual. Fue una gran sorpresa. Tanto personal como políticamente,
me temo que eso es una papa caliente, también. Como sabes, tengo una
posición muy firme en contra de la homosexualidad y siempre la he
tenido. Encuentro que es algo muy difícil de manejar. —Por lo menos eso
era algo cierto. De alguna manera todo era cierto. Pero las palabras
provenían de la mente y no del corazón.
¿Una lesbiana? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Quién? No había
respuestas, pero era el comienzo de la furia. Su propio nacimiento. El
renacimiento. Ella alimentaría la emoción, la mimaría, la levantaría para
reemplazar la paralizante irrealidad que se había apoderado de ella.
—Bobby, ¿qué demonios me estás diciendo?
Se puso de pie, con los dedos que hacían presión contra sus palmas,
la sangre que corría en sus oídos. Había un sentimiento casi divertido en
su garganta.
Bobby la observó. En su interior sentía que comenzaba a
desenrollarse. Había realizado la hazaña. La sangre estaba en sus manos.
Cristo, ella era magnífica. La mujer más hermosa que jamás hubiera visto.
Jamás le volverían a pedir que hiciera un sacrificio así. Él se había dado
todo y, paradójicamente, todavía se podía encontrar orgullo. Era la clase
de cosa que separaba a las ovejas de los carneros. Para llegar allí, había
que desearlo mucho. Uno debía estar preparado para pagar el precio.
Había una última cosa que hacer.
—En cuanto al niño, Lisa. Bueno, sabes que mi posición en contra del
aborto es parte fundamental de mis creencias. Pero nos haremos cargo.
No habrá problemas financieros para ninguno de los dos. Te lo prometo.
Como una lata de queroseno derramada sobre un fósforo encendido,
las palabras de Bobby intensificaron el fuego en el alma de Lisa. Ahora ella
lo veía. Veía el esnobismo, veía la canallesca indiferencia hacia ella y

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hacia la verdad, veía la dureza de corazón. Veía la ambición desnuda, la


brutalidad, la parcialidad, el egoísmo. Su estómago se revolvió mientras la
cabeza explotaba de odio.
La furia remontó y rodeó todo su ser, produciendo chispazos
eléctricos mientras atravesaba la atmósfera.
Avanzó un paso hacia él, al tiempo que Bobby retrocedía.
—Cuando abandone esta casa horrorosa, Bobby, ¿sabes lo que haré?
Encontraré el médico más sucio y sin reputación que pueda hallar. Haré
que me arranque esta cosa tuya fuera de mí y que luego la arroje a la
cloaca. Junto con todos mis recuerdos de ti.

Lisa estacionó su bicicleta justo contra una de las inmaculadas


columnas blancas de la fachada de la mansión de los Duke, cuidándose
bien de no raspar la pintura. Pasó por delante del mayordomo de chaqueta
negra y pantalones de rayas como si no existiera. En la entrada de mármol
debajo de la gran araña georgiana de cristal, vaciló unos instantes,
mientras miraba a su alrededor. Subió los escalones de la escalera de
mármol de Carrara de dos en dos. No sería difícil encontrar el dormitorio
de Jo Anne.
Atrás, luchando por alcanzarla, murmurando protestas agitando, con
los brazos sin producir efecto alguno, el mayordomo inglés la seguía.
La segunda puerta que probó la condujo a su destino. Jo Anne estaba
tendida como una reina sobre la enorme cama, llevándose delicadamente
una taza Crown Derby a los labios.
Lisa quedó de pie a los pies de la cama, pálida de furia, su cuerpo
convulsionándose por la cólera. Detrás de ella, el mayordomo llegó a la
puerta.
—Señora, lo siento. No pude detenerla.
Jo Anne dejó a un lado su taza de té. Estaba esperando esto.
Comenzaba a verse como que había ganado. El apellido anterior de la
esposa de Bobby Stansfield sería Duke y no Starr. Atendió bien a la
muchachita. Nadie estaba en su camino. Nadie se iba a atrever a estarlo.
Pero qué lástima que ella no había disfrutado cuando tuvo la oportunidad
en ese maldito jacuzzi. Ya no podría acercarse para experimentar un
cuerpo tan excitante.
—Está bien, Roberts. Creo que será mejor que nos dejes a solas.
Parece como si la señorita Starr tuviera una o dos cosas en mente.
—Tienes razón, tengo algo en mente. Te has puesto en mi camino,
desgraciada. ¿Qué demonios estás tratando de hacerme?
—Mi querida Lisa, no hay necesidad de ser melodramática. Escucha,
cariño, tú te has venido interponiendo desde que pisaste esta ciudad.
¿Quién diablos te crees que eres?
—Yo sé exactamente quién soy y sé exactamente lo que eres tú. Eres
una repulsiva y depravada mentirosa. Le dijiste a Bobby que yo era
lesbiana. Sabes que eso no es verdad.
—¿Verdad? ¿Verdad? Pequeña tonta inocente. ¿Qué diablos me
importa a mí la verdad? De todas maneras, para alguien que no es
lesbiana, sabes besar como si lo fueras.

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Lisa movió la cabeza con incredulidad. No había esperado esta


reacción. Jo Anne lo estaba disfrutando realmente, se estaba regodeando,
preparada para agregar más y más a su humillación. Estaba en medio del
mar, enfrentándose con la fuerza pulseante de la más pura maldad.
—¿Por qué me hiciste eso, Jo Anne? ¿Lo deseas a él para ti? ¿O era
para conseguirme a mí? —La rabia estaba cediendo. Ahora estaba
molesta, desesperadamente herida pero deseando saber la razón,
comprender la maldad que le había destrozado el corazón y arruinado la
vida—. ¿Por qué le mentiste a él y por qué le dijiste lo de mi madre? Yo
deseaba hacerlo. Fue algo terrible.
Jo Anne se recostó en los almohadones mientras la más pura de las
malicias se reflejaba en sus ojos. La muchacha había demostrado
debilidad y ella estaba bien entrenada para destruirla ahora.
—Realmente no comprendes. —el tono de su voz era bajo, pero las
palabras destilaban el veneno del sarcasmo—. Llegas a esta ciudad, todo
brillo en los ojos y la cola empavonado, y esperas que todos se olviden de
dónde vienes y lo que representas. ¿No te das cuenta, Lisa Starr, que no
eres nada, sólo un gran cero sin pasado, presente ni futuro? No vales nada
aquí. Vienes de la parte miserable de la ciudad, tus padres no tenían nada,
y todavía te atreves a entrar en nuestro mundo y pretendes ser una igual.
Bobby Stansfield es un premio aquí, tú sabes. Él es nuestro. O por lo
menos mío. Querida, jamás tuviste una posibilidad. Muy bien, será cierto
que ayudé a que te tiraran por la ventana, pero jamás fuiste otra cosa que
una buena encamada, de manera que no me costó mucho. Tu tumba ya
estaba cavada antes de que nacieras. Deberías haber sido inteligente y
haber elegido padres menos estropeados.
Lisa quedó de pie mientras las ácidas palabras le quemaban el alma.
Una y otra vez sentía al mundo cambiar. Nada podría volver a ser lo
mismo para ella. Se había producido una metamorfosis y ahora ella era
diferente. Lisa Starr había muerto. Lisa Starr se había elevado.
Habló con una voz tranquila, pero el estómago de Jo Anne se revolvió
y unos invisibles dedos congelados bailaron hacia arriba y hacia abajo
entre sus hombros.
—Por lo que acabas de decir, Jo Anne Duke, te enterraré. Te destruiré
a ti y a todo y a todos los que amas, aunque me lleve una vida hacerlo.
Nunca, nunca olvides esto.
Se volvió y abandonó la habitación. Cuando Jo Anne alcanzó su té, los
dedos parecían tener vida propia. La taza Crown Derby y su bonito plato
se estrellaron haciéndose añicos, dejándole a Jo Anne la desencantada
sensación de que su destrucción podría ser un símbolo de la punzante
promesa de venganza de Lisa Starr.

Jo Anne tomó delicadamente un sorbo de cherry helado, dejando que


la aridez de la bebida le mortificara la lengua. Beberlo, era una deliciosa
penitencia, la expiación de placeres más simples y directos. Se quitó de un
golpe los zapatos y levantó sus piernas desnudas sobre el sofá de color
avena, permitiendo que su ojos vagaran alrededor del yate elegantemente
decorado por Jon Bannenberg. Había sido una buena elección contratarlo

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para que hiciera los interiores. No era la elección más original pero, más
que cualquier otro diseñador de barcos en el mundo, conocía cómo
conseguir la delicada combinación de buen gusto y conveniencia tan
necesaria en un barco transoceánico privado. Abajo ella podía percibir el
zumbido seguro de los motores turbo General Motors de 1.280 caballos de
fuerza, mientras que el yate de treinta y seis metros, el Jo Anne, salía de la
amarra hacia las suaves aguas del lago Worth.
Con aire distraído, tomó el control remoto y pulsó uno de los botones.
Le tomó tres intentos llegar a Vivaldi. Justo lo que se necesitaba para
complementar un humor como éste. Una música suavizante pero
revitalizadora. Un regalo para los sentidos de una prostituta que estaba a
punto de atrapar la presa más grande y mejor.
Todo había funcionado con la perfección de un reloj. Era la ejecución
de un virtuoso, una logística impecablemente manejada. Dios, era la
ganadora. Subió un poco los agudos y bajó los graves. El sonido era pleno
y rico. Como ella. En el camarote azul, Bobby Stansfield se estaría
cambiando para la cena. Quizás se pondría el esmoquin que le quedaba
tan bien. Probablemente estaría perfumándose con Eau Sauvage la
fragancia que todos los hombres de su clase parecían preferir. Más tarde
beberían en cubierta el más seco de los martinis, gin Tanqueray, una
aceituna española, y mirarían la espectacular caída del sol sobre el lago
Worth. Todo, había sido dirigido como sobre un escenario, el ritmo
orquestado por la batuta de la directora que no había dejado nada librado
al azar. La cena sería al aire libre, a deux, meciéndose en el Gulf Stream a
la luz plateada de la luna. Hora del búho y la gatita.
El camarero de blanca chaqueta interrumpió sus pensamientos.
—¿Quisiera otro vaso de cherry, señora Duke, o quizás un canapé?
—No, gracias, James. Esperaré al senador. ¿Pudo el fin conseguir los
filetes de pez espada que le pedí?
—Por cierto que sí. Y creo que puedo decirle que la salsa bearnaise es
la mejor que jamás haya probado. Roberts organizó los vinos. Le
Montrachet del 76 con el pescado.
—Maravilloso, James. Asegúrese de mantener sus ojos en la copa del
senador. ¿Cómo vamos con las roturas del servicio de Sévres azul? Creo
que originalmente era para dieciséis personas.
—Ahora alcanza para catorce. No hay problemas. Esta noche puse la
Meissen. Eso es lo que usted ordenó.
—Sí, está bien. ¿Flores?
—Cuatro pájaros del paraíso como centro de mesa. Orquídeas blancas
para la mesa de servir.
Jo Anne simplemente estaba verificando. Todo se hacía como en un
barco. La tropa respondía como autómata a las órdenes del capitán. Eran
cosas como aquéllas las que marcaban la diferencia entre el éxito y el
fracaso. Y esa noche era especial. Lo más especial de todo era el hecho de
que ella se encontraba en el día catorce de su ciclo menstrual y tenía la
intención de sacar el máximo provecho de eso.
Tocó con sus dedos la carpeta de cuero que estaba sobre la mesa de
vidrio frente a ella. No había necesidad de revisarla otra vez. Conocía muy
bien el contenido. Seis procedimientos legales que decían que ninguna

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contribución individual a una campaña política podía ser mayor de mil


dólares. Todo bordeaba los límites de la legalidad, obedeciendo no ya a la
letra sino al espíritu de la ley. Todo el resultado era un poco dudoso, y
podía dar paso a la crítica, sugiriendo que el juego no había sido del todo
limpio. Eso podría costar votos en una campaña muy peleada. El camino
de Jo Anne era uno mejor. Tenía la virtud de la simplicidad y ataba todos
los cabos sueltos. El día de su casamiento con Bobby Stansfield ella le
entregaría un cheque por cinco millones de dólares. El regalo simple de
una amante esposa a su bien amado esposo. De esa forma él podría
gastarlo como deseara. Ninguna ley le prohibía a un hombre rico que se
financiara su propia carrera a la presidencia. Pero es verdad que, aunque
no había algo atado al regalo, también sería un precio. Jo Anne Duke
estaría, en realidad, comprando el nombre Stansfield.
Se puso de pie y caminó hacia la pared de espejos. Un vestido simple
de seda. Un collar de una vuelta de perlas. Zapatos blancos. Sin medias,
sin sostén. Calzones blancos de seda. Nada más. Él podría poseerla donde
y cuando lo desease. Mientras pasara, a Jo Anne no le importaba. Una vez
que el juego hubiera comenzado, ella sería su amante. Podría hacerlo todo
porque lo había hecho todo. La práctica la había transformado en un ser
perfecto.

El pez espada asado había sido de ensueño, con la carne firme pero
no seca. Y el vino blanco lo había acompañado a la perfección. Bobby no
se había detenido en los martinis y tampoco con el vino. El postre, un
helado mousse de chocolate. Ella había arrojado la mosca y, como un
salmón de temporada, él se había elevado para atraparla. En realidad ella
no le había hecho la proposición. Algunas cosas, no muchas, el hombre
debía hacerlas por sí solo. Pero ella le había presentado la proposición. La
diferencia había estado en la semántica. Mientras la luz de la luna
atrapaba la superficie de las aguas cálidas, mientras la suave brisa salada
les rozaba los rostros y el delicioso vino los endulzaba, ella se inclinó a
través de la lustrada mesa de caoba y permitió que se vieran los pechos,
como si estuviera ofreciendo el poder de su enorme fortuna y las delicias
de su cuerpo voluptuoso. Había observado la poderosa batalla que se
libraba en los ojos de Bobby mientras su ambición entraba en guerra con
sus más finos sentimientos, y entonces Jo Anne supo que había ganado. La
verdadera decisión se había tomado unos días antes, cuando Bobby
sacrificó la felicidad en aras de su objetivo supremo.
Ahora él le sonreía a través de la mesa. Tímido, jovial, infinitamente
atractivo, le ofreció una sonrisa Stansfield, universalmente descrita como
juvenil desde la revista People hasta las ásperas páginas del National
Review. Pero también había tristeza en él. Pero el desafío era
inconfundible y atractivo. Lisa se había ido, pero no había sido olvidada.
—Creo que quizá nosotros deberíamos casarnos —dijo por fin.
—Me parece que deberíamos hacerlo —asintió Jo Anne. Se puso de
pie. Era necesario refrendar ese contrato del modo más significativo que
ella conocía.
Tomándolo de la mano, lo llevó hacia abajo, guiándolo a través de las

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aguamarinas de Erté y el alegre juego de diseños originales de Diaghilev,


pasando por los bronces de Epstein ubicados en nichos iluminados por
luces escondidas, hasta llegar al lugar en el que sus mejores tratos
siempre se habían concretado. El dormitorio.

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Capítulo 11

Lisa deseaba estar enferma, tenderse sobre las lustradas tablas de


madera con su pesada carne bailando a su alrededor y escupir hasta que
su alma hubiera salido de ella. Deseaba arrojar sus vísceras, vomitar hasta
quedar vacía, desparramar todo su interior por el gimnasio. Ya eso lo
llamaban náuseas de la mañana. Qué descripción grotescamente
inadecuada para el infierno en la tierra que ella había experimentado
durante las últimas semanas. ¿Por qué las mujeres mantenían eso en
silencio? ¿Temían que si la verdad salía a la luz la raza humana terminaría,
detendría sus pasos al conocerse esta horrorosa experiencia? Con
silenciosa desesperación se obligó a concentrarse en la música. Decían
que los tres primeros meses eran los peores. Bueno, habían pasado casi
doce semanas desde que ella observara con tan desubicada alegría el
famoso aro negro, y ya había experimentado demasiado.
—Y ocho más… uno y dos y tres y cuatro… Vamos un poco más…
trabajen esos cuerpos…
Lisa se obligó más. Quizás el ejercicio hiciera lo que ella había sido
incapaz de hacer. Tres veces había pedido la cita. Tres veces la había
cancelado, mientras luchaba contra la tentación de sacrificar en el altar de
su odio al niño no nacido. Ahora era demasiado tarde. El hijo de Bobby
Stansfield vería la luz del día, después de todo. Concebido en el amor,
nacería en una atmósfera de niebla de la repugnancia, con el cielo
oscurecido por la negra nube de la venganza. A veces, cuando se
despertaba bañada en la oscilante neblina de la náusea, Lisa Starr se
miraba al espejo sintiendo horror por la persona que veía reflejada. En el
aspecto exterior poco había cambiado, pero su mente era de otro planeta.
Había un extraño allí, habitando en su cerebro, una criatura extraterrestre,
desconocida y temible, que alimentaba su hiel. El invasor se estaba
apoderando, como si rediseñara sus recuerdos y volviera a definir sus
creencias, sus ambiciones. Ya los frutos de su trabajo estaban a la vista.
Ante ella, los cuerpos se autoflagelaban, retorciéndose y
esforzándose mientras luchaban por la gloria física. Pero no eran los
mismos cuerpos. No se veían camisetas baratas, mallas rotas, mallas de
baile de colores indefinibles, zapatillas mugrientas. Tampoco había rostros
ojerosos, cortes de cabello baratos, relojes ordinarios. También había
desaparecido el olor rancio a transpiración, junto con los económicos
bolsos de playa y las toallas sucias que sus dueños anteriores esparcían al
borde del salón de ejercicios mientras sudaban sus rutinas. Ahora los
colores eran más brillantes, las telas de los equipos de gimnasia eran de
alta calidad: Barely Legal, Body Electric, Dance France. El aire estaba
cargado de perfumes como Joy, Opium y Giorgio. Los relojes Cartier y
Piaget echaban destellos al ritmo del equipo de sonido Fisher. Un minero
de Kentucky no hubiera notado la diferencia. Para él habría sido un

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espectáculo de tetas y culos. Lo que él no hubiese notado era que este


grupo era diferente porque «tenía clase». En el interior de las tetas la
sangre era azul y los culos eran de pura cepa de Palm Beach.
Lisa los observó mientras orquestaba el esfuerzo del grupo.
Funcionaba hermosamente. Del otro lado del puente, los habitantes de
Palm Beach inundaban la calle Clematis tal cual ella lo había planeado:
unos pocos anuncios astutos en la «hoja brillante», su toque personal y la
palabra de boca en boca que corría como el fuego por la pequeña ciudad.
Ya era algo parecido a una celebridad. Una extraña, por supuesto, y con
grandes posibilidades de seguir siéndolo, pero más que útil para enseñar
algunos números para cuando llegaban invitados a Palm Beach desde el
norte, cuando los sobrinos venían de vacaciones desde Princeton o de la
Universidad de Virginia.
Lisa sonrió con tristeza mientras la sensación de náusea comenzaba a
desaparecer. Lo estaba consiguiendo. Lentamente pero con seguridad, la
primera parte del plan de vida estaba convirtiéndose en realidad. Ya
estaba aprendiendo las reglas de la compleja estructura social, y sus
antenas se habían vuelto más sensitivas ante la mínima insinuación que
podía señalar el camino hacia adelante. Era un negocio aterrador y ningún
libro de etiqueta servía para nada. Se permitían pocos errores y debajo de
la precaria pasarela sobre la que se caminaba, las aguas estaban
infestadas de tiburones con dientes afilados para arrancar de la cabeza a
los pies la piel de quien estaba socialmente desprevenido.
La sangre que antes había corrido por su venas, caliente y llena de
amor, había sido reemplazada por otro líquido, frío e implacable. Era
exactamente lo que se necesitaba para sobrevivir en Palm Beach y para
avanzar allí. Ahora sabía no sólo quiénes eran importantes, sino quienes
no lo eran. Ahora había un grupo de gente al que ella no le hablaba; había
que admitir que no era gran cosa, pero sí un comienzo. La gente de West
Palm, por supuesto, fue la primera en irse. Hubo algunos comentarios
irónicos y ciertas peleas en público, pero finalmente se había marchado, a
pesar de las continuas protestas de la siempre fiel Maggie. El vacío creado
por esta partida había dado paso a la «calidad», con sus risas altisonantes,
sus «bromas», su eterno chismorreo, su elevada autoestima. Lisa los
conocía a todos: la muchacha del nombre gracioso que era realmente una
Vanderbilt de nacimiento, la que estaba casada con un griego pero cuyos
hijos se llamaban Phipps, la mujer mayor con las tetas en punta cuya hija
era una líder en el comité joven del Club de Tenis.
Era un grupo divertido. Al principio, le parecieron marcianos, pero los
estaba conociendo, lo que les gustaba y lo que no. En primer lugar, no les
gustaba ningún signo de debilidad, de consideración, que pudiera insinuar
que uno los necesitaba. Cuando percibían eso, sus labios se torcían
mostrando un aire de superioridad, mientras afilaban sus lenguas para el
trabajo de cortar en rodajas, arte que practicaban sin esfuerzo y con
precisión quirúrgica. En segundo lugar, estaban más que preparados para
los tiempos difíciles, material supermasoquista, felices de soportar el dolor
y los insultos mientras Lisa revolucionaba sus cuerpos quejosos y los
obligaba a «quemar» esos músculos. Aquello había sido inesperado. Por
alguna razón, ella había imaginado que las clases altas no tenían espinas,

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eran débiles e inútiles. Quizá lo fueran, pero en el salón de gimnasia se


comportaban como si sus vidas dependieran de aquello, y ella no podía
dejar de admirar eso.
Ni por un momento, sin embargo, Lisa cometió el error de creer que,
sólo porque ellos le permitían gritarles, era una del grupo. En Palm Beach
a nadie se le daba acceso instantáneo. Llevaba tiempo. Ella estaría a
prueba durante años. Había un único modo de acortar el proceso, aparte
de casarse con la aristocracia de la ciudad. Si ella pudiera de alguna
manera conseguir una representante, una mujer que la viera como su
protegida, que fuera lo suficientemente poderosa socialmente para lograr
que sus amigas fueran las amigas de Lisa. Eso era lo que necesitaba. Lo
había encontrado brevemente en Jo Anne Duke y había terminado en
tragedia. Ahora Jo Anne era una enemiga acérrima que podía hablar mal
de ella en toda oportunidad y los rumores de su inminente matrimonio con
Bobby Stansfield habían reforzado su ya casi invencible posición. Sin una
protectora, Jo Anne la asesinaría en la sociedad de Palm Beach y, si no se
infiltraba entre sus filas, la venganza sería imposible.
Más que nada, Lisa necesitaba amigos de las grandes ligas cuyos
cánones sociales pudieran aniquilar a Jo Anne. ¿Pero quiénes? ¿Y cómo los
conocería? ¿Cómo podría hacerse amiga? Había tantas preguntas sin
respuesta…
—Muy bien, muchachas, despacio, relajación, respiración profunda,
estiren todo.
Lisa miró sus antebrazos. Sólo una fina capa de sudor. Ante ella la
clase se veía como si hubiera estado bajo la ducha. De eso se trataba, y
ella estaba en excelentes condiciones, su piel brillaba con la pátina de la
robusta salud, su cuerpo era una gran máquina… con una pequeña
imperfección. El niño. ¿Cuánto tiempo pasaría para que su cuerpo fuera
una ruina y su musculatura abdominal estuviera desfigurada? El niño del
hombre que le había dicho que ella era inferior, que su línea sanguínea se
merecía una mejor portadora. Bueno, ¡al diablo con ellos! Trabajaría hasta
que largara al pequeño bastardo.

El pastel era desvergonzadamente tradicional, enorme y de varios


pisos, con las iniciales de la feliz pareja entrelazadas en la parte superior.
Aparte del tamaño, quizás demasiado grande para los puristas de Palm
Beach, no era pretensiosa. De blanco nieve, delicadamente decorada y de
proporciones perfectas. Estaba colocada sola, al final de gazebo de color
blanco y rosado que se había levantado en el parque de la mansión Duke
y muchos de los invitados ya la habían admirado tanto como a las
esculturas de hielo que estaban diseminadas estratégicamente por las
mesas del buffet. Había una figura típica entre ellas, una enorme águila
norteamericana, poderosa y predatoria, que volaba por encima del blanco
mantel de damasco, mientras el aire acondicionado de la tienda luchaba
denodadamente en un combate casi perdido por mantenerla viva y su
cuerpo goteaba profusamente sobre el inmaculado mantel. El esturión
tenía su propia mesa y el más fino caviar iraní, en iguales proporciones de
rojo y negro, por fin libre de sus infelices orígenes descansaba sobre

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camas de hielo colocadas en fuentes de plata. Aquí y alrededor del bar de


champán, el Taittinger Rosé 1976, del color de pétalos macerados de
rosas, se servía en elegantes copas de Baccarat y la gente se reunía a su
alrededor.
—¿Puedo traerte un poco de caviar, Aldo? ¿Con algo de huevo y
cebollín picado? —Jo Anne se sirvió una cucharada de esa exquisitez en un
plato de Limoges.
—Sólo un poco de limón. Nada más, gracias. —El elegante viejo
italiano mostró sus colores tradicionalistas. El doctor Aldo Gucci, como la
mercadería que él vendía, estaba interesado sólo en la calidad sin
diluyentes.
Ella miró alrededor del gazebo. Todo era magnífico. La recepción
perfecta después de una boda de cuento de hadas. Incluso los ciudadanos
endurecidos de Palm Beach se habían conmovido por la felicidad que
emergía de las cenizas de la tragedia, aunque hubo más de un comentario
acerca de la velocidad poco delicada del proceso. Otros habían tapado su
sonrisa con las manos ante la ostentación del caviar y de las esculturas de
hielo. De cualquier manera, todos estaban presentes: aristócratas,
políticos, gente de la moda, los desplazados europeos. Palm Beach volvía
a estar en el mapa y nadie estaba muy seguro del porqué. Realmente
nunca había cambiado, pero sí lo había hecho el mundo a su alrededor.
Tanto el dinero como el conservadurismo estaban de moda y Palm Beach
poseía baldes y baldes de ambas cosas.
Del otro lado, Jo Anne vio a Ralph Lauren conversando animadamente
con Laura Ashley. Aquel importante diseñador británico había comprado
hacía poco tiempo una casa en la ciudad. Ralph, se corrían rumores,
estaba planeando una «moda Palm Beach» para su próxima colección.
En otra esquina estaba Ted Kennedy, desplegando su formidable
encanto sobre otra invitada, Beverly Sassoon. Bobby podía despreciarlo,
pero sólo unos cien metros de la playa del North End separaban la casa de
los Kennedy de la de los Stansfield. Habría sido imperdonablemente
grosero no haberle enviado una invitación. En realidad, Jo Anne misma se
sentía algo atraída hacia él, esa áspera autoestima, la habilidad con el
frisbee, los ojos que decían que a su dueño le gustaban mucho más las
mujeres que los hombres. Ante cualquier cosa que se pudiera decir acerca
de los Kennedy y de su política socialista, había que admitir que tenían
estilo. Era un convencionalismo, pero era cierto. La casa del North Ocean
Boulevard, por ejemplo, era un dato. Jo Anne había estado allí una vez con
Peter cuando Rose ofreció una fiesta. Las alfombras estaban raídas, los
muebles dañados irreparablemente por el corrosivo aire marino, la
enorme piscina necesitaba bastante mantenimiento para que no tuviera
algas, musgo o variedad de insectos trepadores. Las ventanas no abrían ni
cerraban bien y toda la casa necesitaba una mano de pintura. Pero los
Kennedy no se preocupaban por cosas como ésas. Estaban por encima, ya
no les interesaba o no estaban conscientes de lo que los demás pensaban.
Y desplegaban un verdadero desinterés patricio hacia el conspicuo
materialismo. A pesar de su riqueza, cuidaban los centavos. En la cocina,
la heladera era tan vieja que, una vez por semana, la mucama debía
descongelarla manualmente. Para ellos, la vasta casa Mizner 1923, en el

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North Ocean Boulevard, era simplemente una casa de playa y la trataban


como tal. Todo eso era admirable.
Jo Anne pasó la mano por su abdomen. Era agradable estar
embarazada. Además de lo que eso implicaba, no había demasiado para
mostrar. En vano había esperado las náuseas de la mañana, los antojos
con la alimentación y todos los demás detalles que parecían figurar de
manera tan relevante en los embarazos de otras mujeres. Daba la
sensación de que ella pasaría sus nueve meses sin problemas ni molestias
de ningún tipo. ¿Qué es lo que había hecho para merecer los premios que
caían en su regazo? Era casi como si el Señor en Su sabiduría hubiera
decidido compensarla por todos los momentos malos que había pasado,
por el frío, por el hambre de los días en Nueva York. Había deseado a
Bobby y también había deseado quedar embarazada como una forma de
incrementar su poder sobre él y ya tenía ambas cosas. ¿Qué más podía
pedir?
Gracias a Dios no había hecho alboroto con el vestido de novia.
Directamente se había decidido por Dior. Elegancia tradicional, líneas
acariciantes, la más fina costura, atención obsesiva a los detalles. Si algo
estaba abultando debajo de la cintura, esta creación no lo mostraba.
Una voz susurrando en su oído interrumpió estos pensamientos.
—Felicitaciones, dulce. La señora Robert Stansfield suena mejor que
la señora Peter Duke. —Mary d'Erlanger sonrió como quien hubiera
formado parte de la charada.
Jo Anne rió abiertamente. ¿Qué diablos importaba esto ya? Había
hecho la carrera en el campo de béisbol. Era la que mejor bateaba. Sólo
quedaba un secreto importante que se había muerto cuando la sangre
subió a la garganta de Peter Duke. Ella ya no tenía que hacer el papel de
la viuda dolorida. Ni siquiera tenía que simular que amaba al hombre con
el que se acababa de casar. Con un glorioso sentimiento de liberación, Jo
Anne Duke Stansfield se dio cuenta de que no le importaba nada.
—El problema es que no me queda nada para el empate.
—Oh, vamos, Jo Anne. Cuento contigo para las cenas en la Casa
Blanca. Ya comencé a leer la revista Time en la peluquería, para saber qué
decirles a todos esos políticos extranjeros.
Jo Anne volvió a reírse. La gente siempre entendía mal. La presidencia
era la carrera de Bobby, no la suya. Nadie parecía darse cuenta de eso. En
realidad, ella estaba interesada en otro juego, el que todos jugaban aquí,
en la ciudad de Palm Beach. Durante años había trepado alto en la escala
social, descalificando a los que quedaban las filas inferiores, mientras
saboteaba el progreso de los buscadores de gloria. Ahora lo llevaba en la
sangre, una adicción cuya cura sería extraordinariamente difícil, tal vez
imposible. No había ninguna duda de ello. Lo que deseaba ahora no era la
fama mundial de la primera dama. Eso podría venir más tarde. Ahora
deseaba la corona de Palm Beach. Quería colocar su gracioso trasero en el
trono sobre el que se sentaba tan delicadamente Marjorie Donahue.
Deseaba arrancar de su encumbrada vara los dedos enjutos y taimados
del viejo pajarraco. Durante demasiado tiempo ella había sido una
princesa, la dulce promesa para el mañana, pero jamás había disfrutado el
hoy. Sin embargo, nada era eterno. Se podía hacer. Ella podría hacer que

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ocurriera. La reina está muerta. Larga vida a la reina.


Con una mirada nostálgica Jo Anne Duke Stansfield dirigió sus ojos
hacia el lugar en el cual Marjorie Donahue había instalado su corte. A su
alrededor había media docena de cortesanos socialmente ambiciosos y
atentos que se deshacían en halagos, sin vergüenza por su servilismo. En
unos minutos, la misma Jo Anne estaría con ellos. Quizá fuera la primera
entre sus iguales, pero todavía nada más que un parásito lameculos.
Marjorie, qué vestido tan terriblemente brillante. ¿Cómo te atreves a
avergonzarme el día de mi casamiento? ¿Dónde diablos lo conseguiste?
Estaría bien para una portera. Pero qué vestido tan terrible. El tipo de cosa
que se compra en una liquidación. Jo Anne deseó fervientemente que se
convirtiera en una mortaja. Se volvió hacia su «amiga».
—Vamos, Mary, será mejor que presentemos nuestros saludos. ¡Mil
dólares por la mentira más aduladora!
Mientras caminaba hacia su superior social, Jo Anne sintió una
irritación que crecía en su interior. Éste era su día. Ella era la estrella. ¿Por
qué demonios estaba haciendo eso? ¿De quién se estaba burlando ese
anticuado vejestorio? Una fortuna química casada con un centro comercial
de megadólares era muy impresionante, en especial cuando venía unida a
una lengua afilada, pero ¿qué derecho tenía para exigir subordinación y
obediencia a una persona como Jo Anne, que se pasaría los próximos
cuarenta años bailando sobre su tumba? Una peligrosa alegría recorrió su
ser cuando se dio cuenta de lo que iba a hacer. Abriría las hostilidades.
Haría el primer disparo de una campaña larga, cruel, pero infinitamente
placentera. Todos se verían obligados a tomar partido, como una ciudad
que se dividía en dos, como las familias de Virginia durante la Guerra Civil.
El momento de la verdad se aproximaba y después nada volvería a
ser igual. Jo Anne podía sentir que el color le subía a las mejillas mientras
se producía en su interior una explosión de confianza en sí misma. ¿Era la
boda? ¿El Taittinger? ¿Las hormonas del embarazo? Imposible
determinarlo. Era algo emocional, no racional, difícilmente inteligente,
pero simbólico de su nuevo poder. Por primera vez poseía las municiones
y los grandes batallones estaban de su lado. Todos los jugadores
importantes, que constituirían sus tropas en el conflicto que se avecinaba,
esperarían el pago y la protección de su general. El dinero de los Duke y el
liderazgo de los Stansfield los proporcionarían y, cuando la estrella de su
marido se elevara en el firmamento de los Estados Unidos, ella seguiría
prevaleciendo en la verdadera batalla en la que su corazón estaba
comprometido. Comenzaría aquí. Ahora. Ella iba a insultar a la reina.
El coro de cortesanos se abrió para permitir que Jo Anne se acercara.
—Jo Anne querida. Qué día maravilloso. Una boda tan brillante. Un día
fantástico para todos nosotros y para Palm Beach.
El labio de Jo Anne se contrajo con muestra de condescendencia
mientras dejaba volar la flecha. Era Pearl Harbor. El elemento crucial era
la sorpresa. Todos los que estuvieron presentes cuando se abrió el fuego
estuvieron de acuerdo más tarde en que Jo Anne había salido victoriosa.
—Mi querida Marjorie, ¿me puedes decir dónde conseguiste ese
vestido absolutamente espantoso? ¿Entre las donaciones a la iglesia o en
aquella tienda de ocasión de West Palm?

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Las opiniones posteriores difirieron en cuanto a la naturaleza de la


expresión de Marjorie du Pont Donahue cuando el misil verbal hizo blanco.
Algunos dijeron que su boca y sus ojos se abrieron. Otros, sin embargo,
contaron una historia diferente. Algunos se inclinaron por la malicia antes
que por la sorpresa. Unos pocos por el humor incrédulo, por lo menos uno
que pudiera llevar a las lágrimas. Como siempre que ocurren
acontecimientos inesperados, los detalles que se informaron no fueron
claros, pero extrañamente casi todos los observadores coincidieron en la
esencia de lo que en realidad se estaba planteando.
—¿Qué dijiste? —fue la respuesta inicial, mientras Marjorie trataba de
ganar tiempo para recomponerse.
Jo Anne sonrió, disfrutando de la confusión.
Marjorie, sin embargo, no había llegado a reina por nada. En un
segundo se dio cuenta de todo. Éste era el palacio de la revolución. Una
cortesana se había vuelto tan poderosa, tan triunfadora, que estaba
haciendo algo para conseguir el título. Ya había sucedido antes, pero
siempre sobrevenía el elemento sorpresa. Jo Anne había sido una favorita.
Se había permitido ser demasiado complaciente se había dejado mecer
demasiado por la adulación, había confiado en sus propios representantes
parlamentarios. Así era como caían los imperios, cuando los antiguos
gobernantes caían en malos hábitos, permitiendo que los filos de sus
espadas perdieran su poder, dejando que disminuyera la fuerza de sus
armas.
Supo inmediatamente que estaba herida de gravedad. Todo eso
estaba pasando ante un gran público y, en el interior de todos, ella
vislumbraba cierto sentimiento de complacencia si la veían caer de cara al
suelo. Se había mantenido abierta, sin anticipar el peligro. Fue amable y
entusiasta y, como respuesta, recibió una clara hostilidad. Podía sentirse
débil y vencida. Cualquier giro hacia atrás ahora sonaría artificial y sin
gracia. Pero tendría que responder.
Las antiguas neuronas trabajaban a alta velocidad mientras
seleccionaba su armamento más potente, su sistema global de
información.
—Mi querida Jo Anne, me sorprende que pienses que yo compro en
West Palm. Ni siquiera he pensado en ese lugar durante años, aunque
últimamente mis amigos me han dicho que debería ir y ver un gimnasio
que tiene una amiga muy íntima de tu marido. Lisa Starr me parece que
se llama.
Sacó el mayor provecho posible de esa «amiga muy íntima».
No era lo mejor que había hecho, pero era útil en las presentes
circunstancias.
Sin embargo, Jo Anne era sorda a insultos e insinuaciones. Volaba
muy alto en un chorro de adrenalina. Ya podía ver la admiración y la
sorpresa en las bocas de los observadores más jóvenes.
—¡Caramba, Marjorie!, ni siquiera deberías pasar cerca del gimnasio
de Lisa Starr. A tu edad caerías redonda al suelo y todos tendríamos que
sacar esos espantosos vestidos negros para el funeral.
Mientras le volvía la espalda y se alejaba, Jo Anne se preguntó si
alguien la seguiría. Mary d'Erlanger estaba todavía a su lado. También

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estaban Pauline Bismarck y una de las muchachas Boardman. La reina no


las perdonaría. Estaban unidas a Jo Anne por la cadera. Las guerras de
Palm Beach habían comenzado.

Lisa aceleró el Ford Mustang modelo 1966 al cruzar el puente


Southern Boulevard. Había sido un obsequio a sí misma. Una pequeña
compensación por el colapso de su futuro. Charlie Stark de Mustang
Paradise lo había elegido en la liquidación de un banco. Había sido un
regateo de seis mil dólares, pero su viejo amigo en realidad lo había
sacado más barato al no tener que pagar otros gastos. Tapizado de cuero
rojo, una inmaculada carrocería de color blanco brillante con finas rayas
negras estratégicamente ubicadas para resaltar el diseño aerodinámico. El
equipo de sonido Sony estaba siempre sintonizado en Country K y
Emmylou Harris le decía que el mundo iba a estar bien en sus sueños.
Bueno, ella era la que tenía suerte. En los sueños de Lisa las cosas se
veían tan desoladas como un invierno nuclear.
Eso había sido así hasta la llamada de la noche anterior.
El acento de la persona que llamaba tenía el tono de una mujer
educada en un buen colegio. De unos treinta años.
—Llamo de parte de la señora Marjorie Donahue, para quien trabajo
como secretaria privada. La señora Donahue me pidió que le dijera que
ella ha oído hablar mucho de usted a sus amigos y que le encantaría
conocerla. ¿Sería esto posible mañana alrededor de las once de la
mañana?
Como la oferta de un padrino, era algo que no podía ser rechazado. Y
Lisa no quería hacerlo. Tenía la apariencia de una orden real, Simplemente
debía ser muy importante. ¿Pero qué significaba? ¿Qué querría con ella la
poderosa señora du Pont Donahue? Difícilmente un curso de instrucción
aeróbica. Cualquier otro podría tomar su clase. Sí, era más lógico, estaría
en el Club de Tenis a las once en punto.
Bajó la velocidad del convertible en la rotonda y atravesó los portones
del club. Era la primera vez que traspasaba los portales de la meca social
de Palm Beach, pero en estos días había muchas «primera vez». Gracias a
Dios las horribles náuseas parecían superadas. No habría sido nada
agradable vomitar en el suelo de uno de los clubes más grandes de Palm
Beach.
Al muchacho que estacionó su automóvil éste le gustó tanto como su
conductora. ¿Pero por qué diablos todos sabían que ella no era un
miembro activo de la clase gobernante de Palm Beach? Lisa podía apostar
cien dólares a que el muchacho no le guiñaría el ojo a una Vanderbilt.
Atravesó las puertas y subió los escalones. Allí encontró el primer escollo.
La mujer de lentes que estaba en la recepción parecía tan simpática como
un doberman muerto de hambre. Al igual que el muchacho del
aparcamiento, la mujer parecía haber recibido la advertencia de que Lisa
no era uno de ellos.
—¿En qué puedo servirla, señora? —El tono no era tan deferente
como las palabras. Había en él un definitivo dejo de irritabilidad y un toque
de burla en el «señora». ¡Caramba! ¿Tenía puesto un cartel indicando que

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PAT BOOTH PALM BEACH

vivía «del otro lado»? ¿Tenía luces de neón en su pecho? ¿Qué problema
había con su camisa de algodón blanco abierta al cuello y la falda de largo
medio que hacía juego? A propósito, se había olvidado de ponerse los
pantalones.
—Tengo una cita con la señora Donahue a las once.
Las palabras «ábrete sésamo» no podrían haber tenido mayor efecto.
En la airada recepcionista hubo un cambio que le cortó la respiración. En
general, cuando algún extraño daba su nombre y asunto, ella buscaba en
algunos trozos de papel desparramados como si pretendiera buscar el
nombre del visitante en alguna lista mística. Este jueguito podía reducir
incluso a la visita más confiada a una pila de servil incertidumbre,
mientras él o ella contemplaban la posibilidad de que cualquier descuido
podría conducir a un rechazo instantáneo.
—Ah, la invitada de la señora Donahue. Por supuesto, por supuesto.
Señorita Starr. La estábamos esperando. Si no le importa aguardar sólo un
minuto aquí, llamaré a la cabaña de la señora Donahue para pedir que
alguien venga a buscarla. —Tomó el teléfono y habló con rapidez.
En lo que le parecieron segundos, Lisa la siguió a través de largos
corredores alfombrados de verde. Luego doblaron a la derecha y salieron
a la piscina olímpica de increíbles aguas azules. Con delicadeza, se
abrieron paso entre los millonarios bañistas mientras éstos se
recuperaban de la fiesta de la noche anterior. La medianoche en Palm
Beach era la hora de Cenicienta, y eso permitía un temprano comienzo por
la mañana siguiente.
Subieron unas escaleras también alfombradas, doblaron a la
izquierda, caminaron a lo largo de un balcón y finalmente llegaron. La
cabaña Donahue, o mejor dicho, las cabañas, constituían un mundo
completamente diferente. Lisa no podía tener idea de los años de luchas
políticas internas que habían permitido que eso fuera así. La esencia de un
club de Palm Beach era que dentro de él todos los miembros fueran
tratados como iguales, mientras que en conjunto podían despreciar a los
extraños. Esto no había sido suficiente para Marjorie Donahue, que
consideraba que la igualdad era enemiga de la propia excelencia. De
manera que cuando le pidió al comité que se le permitiera convertir tres
cabañas en una, se habían rehusado a autorizarla. Durante los años que
siguieron hubo un sangría social hasta que, el treinta por ciento del comité
fue reemplazado por los perros falderos de la Donahue. Ella se había
salido con la suya.
—Si uno no puede conseguir pequeñeces como ésta, entonces no
vale la pena tener alguna influencia en esta ciudad —le gustaba decir.
Jamás se refería a sí misma como la reina.
Lisa casi no podía creerlo. El piso de alfombra sintética había sido
reemplazado por mármol blanco y negro, a cuadros como un tablero de
ajedrez. No era imposible imaginar ese piso, después de la comida, quizá
con peones y alfiles mientras la misma reina dictaba las jugadas y los
cortesanos saltaban de cuadro en cuadro, a medida que aniquilaban al
adversario. Blanco y negro era claramente el tema de la decoración. Había
toldos de esos dos colores, felpudos, tapizados de sofás y de sillas. Sobre
las paredes estaban las pinturas en blanco y negro más maravillosas, en

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las que predominaban rostros retorcidos y escenas de horribles matanzas.


Todas esas figuras le eran a Lisa vagamente familiares.
Marjorie du Pont Donahue estaba tomando sol en la reposera de color
blanco y negro. Era evidente que estaba acostumbrada a hacerlo. Parecía
una pasa de uva, una ciruela seca, negra y horneada por años de
exposición a los rayos ultravioleta. No había ni un milímetro de su cuerpo
cuya elasticidad no hubiera quedado carcomida por el sol, y cualquier
humedad en su piel obviamente provenía de las botellas. Como un cactus,
podría haber vivido sola en el Sahara. Habría sobrevivido sin esfuerzos
después de un naufragio. Por su misma existencia, probaba la falta de
vínculo entre el sol y el cáncer de piel. A su alrededor, tres o cuatro
mujeres corrían como cucarachas, mientras se escurrían y arrastraban
alejándose del sol, escondiéndose debajo de grandes sombreros y
sombrillas estratégicamente colocadas.
Lisa quedó allí de pie y registró toda la escena. Marjorie Donahue
hablaba por un teléfono blanco. Le había hecho una señal a Lisa para que
esperara. Nadie abría la boca mientras la reina estaba hablando.
—Sí, Fran. La conducta más extraordinaria. En todos los años que
llevo en esta ciudad, jamás oí nada parecido. Uno siempre le dio a la pobre
Jo Anne el beneficio de la duda con respecto a su pasado, por el bien de
Peter más que por otra cosa, pero me temo que el casamiento con
Stansfield ha abierto la tapa de una lata de gusanos. ¿Cuál era el nombre
de aquel agradable joven que siempre sostuvo que la había visto «actuar»
en una fiesta de solteros en North? Me temo que fui un poco dura con él.
Ahora pienso que podría haber tenido razón. Estoy segura de que
deberíamos volverlo a poner en nuestra lista de invitados. Debo decirte
que está algo enfadado conmigo. Sí, querida, tienes razón. Ése es el
punto. ¿Qué vamos a hacer al respecto? Bueno, estoy segura de que lo
primero que debemos hacer es cancelar nuestras mesas para el baile que
ella brindará para la Liga contra la Leucemia. Creo que, entre nosotras,
podemos garantizar que la fiesta sea el fiasco del año. Supongo que es un
tanto duro para la gente de la Liga, pero personalmente voy a realizar una
donación anónima para compensarlos. Creo que después de eso ella no va
a conseguir más comités organizadores. Oh, sí, Fran, quiero que tú y tu
gente vengan para la fiesta que brindaré la semana próxima para Eleanor
Peacock. Una persona tan, tan maravillosa, Eleanor, ¿no te parece? Sí,
querida, estoy de acuerdo. Una amiga tan, tan buena.
Mientras hablaba, Marjorie miraba a Lisa, que recibía el mensaje en
voz alta y con claridad. Esta conversación telefónica estaba en parte
dirigida a ella.
—Bien, querida. Maravilloso —prosiguió Marjorie—. Sabía que podía
contar contigo. Eres una amiga maravillosa, Fran. En realidad, cuanto más
lo pienso más me convenzo de que deberían haberte pedido a ti que
organizaras el asunto de la leucemia. Veremos lo que podemos hacer para
el año próximo. Sí, estoy segura de que lo podremos arreglar. No, estarías
perfecta. Un gran placer. Sí, querida. Y asegúrate de hacer correr la voz,
¿lo harás? No quiero que ninguno de nuestros amigos esté en esa fiesta de
Jo Anne. Se me ocurre que cualquiera que aparezca en ese lugar no tendrá
ningún futuro en esta ciudad. Ninguno. Bien, dulce. Adiós, querida.

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Cortó la comunicación con un gesto de triunfo en el rostro.


—Anota a Fran Dudley en la lista de los «definitivamente con
nosotros» —le ladró a la muchacha pálida que tenía en sus manos un
anotador amarillo.
Una vez más los ojos de gusano enfocaron a Lisa.
—Qué amable de su parte haber venido, señorita Starr. Su fama se ha
extendido a través del lago Worth y deseaba conocer a la persona de la
que está hablando todo el mundo. —Hubo un destello en los ojos. Era tan
claro como que el sol golpeaba su torturado cuerpo que Marjorie Donahue
se hallaba motivada por algo más que la simple curiosidad.
A Lisa, el entrenamiento en las calles de West Palm cuando era niña
le había enseñado un par de cosas acerca de la naturaleza humana y
estaba comenzando a comprender. Marjorie Donahue y Jo Anne Stansfield,
por alguna razón todavía desconocida, se habían distanciado. La cabaña
se parecía a una casamata de mando, en la línea de fuego. Los refuerzos
se movilizaban por teléfono, el ayuda de campo tomaba notas. Tenía el
aspecto de una operación importante. De alguna manera esta zorra vieja y
astuta se había enterado de los sentimientos de Lisa con respecto a Jo
Anne. Lo más probable era que supiera también acerca de su reciente
relación con Bobby. ¿Era posible que también supiera lo del hijo? Ella lo
había mantenido en secreto para todos, excepto para Maggie. Pero los
médicos en el Good Sam sabían… y las enfermeras y presumiblemente las
secretarias, quizás el personal de limpieza. A Lisa no le importaba, porque
en su mente se estaba comenzando a formar un cuadro particularmente
maravilloso. En él veía los comienzos de la alianza más hermosa. Una
amistad con Marjorie Donahue basada en la total destrucción de Jo Anne
Stansfield. Era exactamente lo que necesitaba. Con la protección de la
Donahue, tendría un pase con el que podría cruzar las puertas del infierno
sin sentir ningún temor. La protegida de la reina nadaría sin mirar hacia
atrás en las infestadas aguas llenas de predadores de Palm Beach. Era
necesario hacer eso antes de que pudiera incluso contemplar el logro de lo
que se había transformado en la ambición de su vida, su propia venganza
en los Stansfield que la habían herido y humillado tanto.
—Es un gran honor conocerla, señora Donahue —le dijo Lisa mientras
caminaba para tomarle la mano reseca.
Marjorie Donahue movió hacia un lado la cabeza mientras la
estudiaba. Terriblemente atractiva. Una sonrisa abierta. Confiada, aunque
con la suficiente deferencia. Sería una aliada prometedora. Podría hacerse
mucho con esa muchacha. Realmente mucho.
—Me sorprende que nuestros caminos no se hayan cruzado antes,
Lisa. En la boda de los Stansfield ayer, por ejemplo. Parece que tenemos
muchos amigos en común.
Nuevamente Marjorie la miró con ojos inquisitivos mientras intentaba
leer el efecto de sus palabras en los ojos de Lisa. Que ella y Bobby
Stansfield habían tenido una relación lo sabían todos. Cómo había
terminado, no. Estaba lejos de ser imposible, sin embargo, especular sobre
cómo las cosas podrían haberse deteriorado. Una joven con más
entusiasmo que experiencia atrapada en la telaraña del encanto
Stansfield. Una hermosa joven inocente que había subestimado el poder y

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la astucia de una rival maquinadora. Después de todo, Marjorie misma


podía todavía sentir la daga de Jo Anne clavada en su espalda. Esta
muchacha no había tenido ninguna oportunidad.
Lisa comprendió la situación, pero no dijo nada. Habría más cartas
sobre la mesa. Sus ojos comenzaron a brillar mientras imaginaba lo que
podría suceder.
—Sí —continuó Marjorie reflexivamente—. Tantos amigos en común
que asisten a su gimnasio. Yo les digo que están cometiendo
«aerobicidio». —Su risa contagió a la muchacha. Ahora sentía que podía
ocurrir en cualquier momento—. Y posiblemente podamos tener enemigos
compartidos. —Marjorie parecía estar hablando casi consigo misma.
De pronto, el aire se puso denso con el aroma de la conspiración, con
el clima de propósito común. Lisa sabía que le habían hecho una
propuesta. No sería explicada de manera más clara que ésta. Debía
mostrar alguna señal indicando que aceptaba los términos de la alianza.
—Me gustaría pensar que usted ve a la gente de la misma manera
que yo, señora Donahue.
Pero fue la expresión de Lisa, más que sus palabras, lo que le decía a
Marjorie Donahue lo que deseaba oír.
Algo era claro como el cristal. Esta hermosa joven había aprendido a
odiar. Era más que probable que Jo Anne se lo hubiera enseñado.
Era tiempo de tener una pequeña charla antes de que continuara la
maratón telefónica, cuando las tropas fueran convocadas para la batalla.
—Bien, bien, Lisa. Ahora, dígame, ¿qué piensa del palpitante corazón
de Palm Beach? —Estiró un brazo macilento para señalarle los
alrededores, la piscina, el club, la gente que habitaba allí.
Lisa, cuya mente estaba llena de visiones estimulantes de fuego y
azufre cayendo sobre sus enemigos, fue atrapada súbitamente con la
guardia baja.
—Creo que estas pinturas son muy interesantes —pudo por fin decir.
—Se supone que es Goya. Su serie negra, ya sabe, ¿no son
maravillosamente tristes? Bastante loco cuando las pintó. A mí
simplemente me encanta el arte depresivo, ¿y a usted? Es tan
estimulante. Por supuesto que son todas falsas. Todo lo que compro
parece resultar falso. Una de las desventajas de ser terriblemente rica. No
es que me importe ya más. En realidad, es divertido. El otro día vendí un
Renoir que no me gustaba y resultó ser genuino. Durante dos semanas
enteras estuve caminando en el aire. Jamás habría conseguido tal
beneficio de él si no hubiese esperado siempre lo peor.
Lisa se rió por la alegre irreverencia y, al mismo tiempo, se
sorprendió ante la enorme riqueza que la permitía. Era una faceta de
Marjorie Donahue que no había imaginado que existía. Esta vieja era
formidable, pero a la vez parecía divertida.
—Me temo que jamás tuve dinero como para comprar una pintura. —
La forma en que Lisa lo dijo no sonaba como si deseara inspirar lástima.
—Ah, Lisa. Cuando yo tenía su edad, tampoco las compraba. Pero
déjeme decirle algo, mi querida, y recuerde lo que le digo. Usted podrá,
podrá.
Esto le pareció a Lisa, más que una promesa, una predicción. La

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entrevista estaba terminándose, pero no así la relación.


—De todos modos, Lisa, quedé muy complacida por haberla conocido.
Es tal como había imaginado, lo que me lleva a algo más. Me pregunto si
le gustaría venir a mi fiesta para el estreno de la obra de Neil Simon en el
Teatro Poinciana. Todos nos vamos a cenar a Capriccio después. Los
cócteles son a las seis y media en punto, en mi casa. No es de gala.
Aquí lo tenía. El pasaporte al paraíso. Una visa de entrada múltiple
para el santuario interior de Palm Beach. Lisa no tenía que preguntar
dónde vivía. Podía caminar hasta allí con los ojos vendados. Se quedó
pensando en ese «no es de gala» casi con desesperación. Ya había sido
sorprendida en otra ocasión. ¿Dónde diablos en West Palm se alquilaba
una tiara?

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Capítulo 12

Ésta era sólo la segunda vez que Lisa se encontraba con Vernon
Blass, pero ya comenzaba a entusiasmarlo. La primera reunión, en la
fiesta de la Donahue, no había sido un éxito. Durante la sopa fría de
Madras, él se la había comido con los ojos desvergonzadamente, casi sin
molestarse en responder a sus intentos de conversación. Cuando llegó el
mero a la parrilla, se le había declarado con la delicadeza de un taxista de
Nueva York y, en respuesta a su airado y despreciativo rechazo, había
esperado el momento de poder meterle las manos entre las piernas
cuando se preparaban para saborear el helado de naranja. Lisa se sintió
admirada, no tanto por su conducta como por el hecho de que un hombre
de setenta y un años, con las credenciales sociales más impecables,
pudiera rebajarse de esa manera. Después había reflexionado y, había
llegado a la conclusión de que no era tan extraño. Jo Anne Duke, Bobby
Stansfield y ahora Vernon Blass. Comenzaba a darse cuenta de que las
palabras de su madre no se correspondían con la realidad. Ella lo había
impactado, y también a su anfitriona, al responder de una manera que no
era nada tonta. Sin pensarlo dos veces, había vaciado el agua helada y
gelatinosa sobre el regazo del hombre, y ahí había permanecido por varios
segundos, sobre los inmaculados pantalones de color azul marino,
enfriando simbólicamente el desubicado ardor.
Desde aquel momento, su actitud hacia la muchacha había cambiado
ostensiblemente. Ya no la veía como una importación barata y alegre que
venía del otro lado del puente y que podía rascarle la infinita picazón que
lo enloquecía. La joven poseía un espíritu que combinaba con ese cuerpo
peligrosamente atractivo que tanto lo excitaba. Aparentemente y por
alguna extraña razón, ella tenía la más poderosa de las amigas. Mientras
intentaba quitarse el pegajoso postre de entre las piernas, Marjorie du
Pont Donahue se había burlado, usando el humor y el ridículo como armas.
—Lisa Starr, ahora sí sé de dónde viene tu maravilloso nombre —
había atronado del otro lado de la mesa de manera tal que todos los que
estaban en el restaurante pudieran oírlo—. Le estuve diciendo a Vernon
durante años que debería operarse de la próstata. Así podría mantener los
dedos quietos.
Vernon se había unido a la risa general. En parte porque era casi una
acción refleja reírse con las bromas de Marjorie; pero había otra razón:
toda su vida había sido un fanfarrón. Su padre, que había sido
inmensamente importante se lo había enseñado. Rico y mimado, había
sido el clásico hijo único malcriado, y los años habían pasado sin que
hubiera cambiado en absoluto. Había comprado a la mayoría de la gente
que necesitaba, y a los que no necesitaba o que no podía comprar, los
evitaba. Confrontarse con una muchacha como Lisa, que se había atrevido
a pararse ante él, incluso corriendo un riesgo social considerable, era

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refrescante al máximo. Durante el resto de la noche derramó su nada


despreciable encanto sobre ella y al final fue perdonado. En los días que
siguieron, se encontró pensando en ella todo el tiempo, tanto que llamó a
Marjorie Donahue para pedirle que arreglara un encuentro.
Eso era así.
En el palco de Donahue del Polo Club de Palm Beach los tragos de
Pimm fluían libremente y la atmósfera concordaba con la bebida
efervescente y colorida. Lisa se estaba divirtiendo mucho y eso era un
alivio. Habían sido cuatro meses malos. Hacer crecer un niño en base a la
dieta del odio no hace que los días sean felices. Pero hubo
compensaciones y la mayor parte de ellas se debían a Marjorie Donahue.
Desde el encuentro en el Club de Tenis, había hecho un viaje sideral
dentro de la estratosfera social y ahora, como el Mayor Tom, casi había
perdido contacto con la superficie. La cosa había comenzado con el
gimnasio. La reina habló y, como kamikazes, las altas esferas de Palm
Beach habían respondido, sacando abonos a multitudes. Lisa había
mantenido las listas abiertas para poder incorporarlos y ya estaba
negociando un contrato de alquiler para el edificio vecino. Su capital se
incrementaba día a día.
—Lo que hay que recordar acerca de los handicaps del polo es que
son lo opuesto al golf. Cuanto más alto mejor. El tipo bajito que le pega a
la pelota ahora se llama Alonso Montoya. Él es uno de los dos únicos que
tienen diez de handicap en todo el país. —Vernon Blass se inclinaba hacia
Lisa mientras hablaba.
Durante la última media hora le había estado enseñando las
complejidades del polo, señalando la soberbia montura, las jugadas
peligrosas e ilegales, proporcionando biografías de los jugadores
aderezadas con detalles jugosos acerca de sus actividades fuera del
campo de juego.
—Los argentinos son los mejores. No hay ninguna duda. Y fuera del
campo hacen el amor a cualquier cosa que tenga faldas mientras tenga
dinero en el banco. Van a cualquier parte con tal de comer gratis, comen
de todo, a ti, a tu casa, y conquistan a tu mujer y a tu hija cuando vas al
baño.
Lisa rió. Ahora sabía bien cómo era Blass. Era un viejo sucio pero, por
lo menos, divertido. También le gustaba la forma en que se vestía:
sombrero panamá de Lock en St. James's, el traje de lino blanco gastado
pero inmaculado, el moño descolorido con lunares azules, los zapatos
marrones bien brillosos.
—¿Qué me puede decir de esos dos ingleses? Los Wentworth. Creo
que me gusta su aspecto —bromeó Lisa.
—Mi querida Lisa. Prométame, por lo que más quiera, que nunca se
va a acostar con un inglés. No se lavan, les lleva dos minutos si eres
afortunada, y después se sienten tan orgullosos que esperan el aplauso y
una carta de agradecimiento por triplicado para poder enseñársela a los
amigos —agregó espantado.
—Espero que no lo haya comprobado de primera mano, Vernon —dijo
Lisa mientras lo señalaba con el dedo.
—Jamás sucumbí a la tentación —contestó Vernon riendo—. Aunque

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debe saber que recibí ofertas una o dos veces. Tiene algo que ver con
todas esas escuelas privadas, creo.
Lisa miró a su alrededor. La tribuna estaba repleta para la final de la
Copa Mundial Piaget y parecía que el mundo entero estaba presente. ¿Jo
Anne? ¿Bobby? Parecía que había pasado un siglo desde su primera visita
a ese lugar, cuando había jugado como Cenicienta, vestida con harapos
por sugerencia de Jo Anne. ¡Qué inocente había sido! Incluso entonces,
mientras su marido vivía, Jo Anne Duke había estado saboteando cualquier
posible competencia. ¿Había deseado a Bobby por entonces? Mirándolo en
retrospectiva, parecía lejos de ser imposible.
—Vamos, Vernon. Dígame, ¿quién es toda esta gente? ¿Quién es ese
muchacho tan hermoso, el del pendiente?
—Ése es Jim Kimberly. Tiene mi edad, setenta y uno, por cumplir
diecisiete. Su familia fundó el Kimberley-Clark, de manera que cada vez
que usted suena su preciosa naricita en un Kleenex, hace a Jim más rico
en uno o dos centavos. El pobre Jim tuvo algunos problemas últimamente.
Se casó con una mujer muy joven, con la que protagonizó el divorcio
Pulitzer. Ella acaba de dejarlo, aunque no había otro hombre. Se mudó a la
casa de huéspedes, la que pertenece al Rey Hussein, ¡con el ama de
llaves!
—Vamos, vamos, Vernon. No me haga poner el Pimm donde puse el
helado de naranjas.
—Vernon, rata —gritó una mujer grandota y rubia desde el palco
vecino—. Ahora sé por qué no viniste a mi comida. ¿No paras jamás? ¿Por
qué no te retiras con gracia y dejas probar a los más jóvenes?
—¿Quién es ésa? —susurró Lisa mientras Vernon Blass saludaba a la
mujer con la mano, agradeciendo el cumplido.
—Sue Whitmore, la reina del Listerine. Después de que se haya
retirado el maquillaje con uno de los Kleenex de Jim, puede atacar la
halitosis con algunos de los enjuagues bucales de Sue. A veces me
pregunto qué haría el resto de los Estados Unidos sin los habitantes de
esta ciudad.
—Muchas gracias, pero yo no tengo halitosis —se rió Lisa.
—Pruébelo —le dijo Vernon con una sonrisa entre dientes, lanzándose
hacia ella.
—Vernon, ¿otra vez molestando a mi hija adoptiva?
Lisa oyó que una música sonaba en su interior. Todo estaba
acomodándose. Todos los cabos sueltos. Ahora ella era la «hija adoptiva»
de Marjorie Donahue y este alegre viejo lascivo con su editorial y su
magnífica casa en el South Ocean Boulevard, estaba comiendo de su
mano. Sonrió con tristeza mientras pensaba en lo que haría con su nuevo
poder.

Lisa todavía no había mirado la etiqueta con el precio. Ya estaba


aprendiendo que eso tendía a arruinar la diversión, pero el vestido era una
de las cosas más excitantes que jamás hubiera visto. Podía haber sido
hecho para ella, si no fuera por el comprensible fracaso de acomodar sus
pechos, que crecían con rapidez. Durante toda la mañana había dado

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vueltas por los comercios «aceptables» de la avenida Worth junto a


Marjorie. Se había dejado dirigir por mujeres de más de cincuenta años
que trabajaban de vendedoras en los espaciosos salones de mármol de
Martha, mientras se probaba los hermosos vestidos de Valentino y
Gooffrey Beene. Más tarde, en la boutique de Ralph Lauren, que era la
idea de Marjorie acerca de la «diversión joven», se había dejado dirigir por
jóvenes uniformadas mientras éstas hacían todo lo posible por vender la
mercadería.
Desalentada, había entrado en Rive Gauche de Saint Laurent, donde
la conspiración por transformarla en una mujer de cuarenta años había
adquirido proporciones descomunales. Aquí la había dirigido una condesa
francesa cuyos dedos la martirizaron como si fuera mercancía en un
mercado de esclavos romano. El negocio de Krizia en la Esplanade le había
proporcionado un oasis de estilo y originalidad. La ropa era para su edad,
atrevida y provocativa. No tenía etiqueta, ningún pasaporte de aceptación
con el nombre del diseñador; sólo la verdadera avant-garde sabía acerca
de Krizia y cuando se llevaba puesta una de sus creaciones, una se sentía
exclusiva.
Lisa giró frente al gran espejo. En papel, el vestido no decía mucho.
Cientos de discos de plástico blanco minuciosamente cosidos le llegaban
hasta la mitad de la pierna, con un tajo sobre uno de los muslos. Un top
que hacía juego mostraba una porción generosa de pechos bronceados,
descubriendo ocasionalmente los pezones ya oscuros por el embarazo. Se
veía muy bien. Ella se veía bien. Lisa sonrió ante la imagen que se
reflejaba en el espejo. Marjorie trataba infructuosamente de acomodarse
sobre el borde de una pared, añorando los cómodos sofás y el homenaje
deferente de Martha. Sin duda habían pasado una mañana divertida.
Desde que se habían conocido en el Club de Tenis, se habían hecho
amigas. Lisa pronto aprendió cómo era esa tramposa vieja dama de la
sociedad y descubrió la mina de oro de su sentido del humor. Uno no
podía dejar de adularla, pero, si se miraba con detenimiento, había
muchas cosas genuinas para adular. La verdadera esencia de Marjorie
radicaba en que esta mujer era una anarquista en el corazón. Irreverente
por todo y por cualquier cosa, excluía estrictamente a su persona. Eso era
lo que le gustaba. En respuesta a la angustiosa súplica de Lisa para que se
le permitiera verse de su edad, Marjorie Donahue había respondido con
sabiduría mundana que cualquiera que tuviera menos de cuarenta años
debía oírse pero no verse.
—Escucha, cariño —le confió—. Es bastante difícil en esta ciudad
mantener la edad bajo un control razonable, en especial cuando nuestros
sobrinos y sobrinas ya necesitan cirugía facial. Lo último que necesitamos
son quinceañeras con tetas.
Bueno, las tetas de esta quinceañera estaban disponibles para que el
mundo las viera. Gracias a Dios su estómago estaba todavía plano como
una tabla. El pobre niño debía ser como una hoja de papel allí dentro,
aplastado por la pared de hierro de sus músculos abdominales ejercitados
sin cesar. Rezando porque no hubiera hombres en el negocio que la
estuvieran mirando, Lisa salió del cambiador con la velocidad de una
modelo que pisa la pasarela en un espectáculo de Kenzo.

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Cayó directamente en los brazos de Bobby Stansfield.


Ella sólo vio a un hombre y comenzó a pronunciar una disculpa. Se
detuvo cuando encontró los ojos azules y sintió los fuertes brazos en sus
hombros, cuando percibió su aroma familiar, cuando recordó su sabor
embriagador. Eso fue lo primero que sucedió. Aparentemente para ambos.
En realidad, los primeros obstáculos fueron en un hermoso día, la
Filarmónica de Nueva York, la música pura, limpia, cristalina. En las ondas
de sonido se hallaban la esencia de la noche caribeña, el toque suave de
la luna en las aguas claras de una piscina, el grito de alegría y éxtasis por
el nuevo ser que acababan de crear. Luego, como si el director se hubiera
cansado de la hermosa armonía, la música ya no fue más dulce. No se
detuvo de repente. En lugar de eso, fue degenerándose hasta romper en
disonancias y, cuando en su mente Lisa volvió a oír una vez más las
palabras, se apartó de él, empujándolo de su lado, desviando los ojos.
—Lisa.
Se suponía que los políticos nunca se quedaban sin palabras. Estaban
hechos para ser suaves y civilizados en la más difícil de las circunstancias.
El público lo demandaba. Pero Bobby estaba al borde de perder la
compostura. Detrás de él, ahora estaría Jo Anne, que vería a Lisa como si
fuera un agujero en un Renoir. Y él todavía estaba atrapado por el
incontrolable deseo de correr tras ella, de volverla a tomar entre sus
brazos, de decirle que nunca había deseado que todo terminara del modo
en que lo había hecho, de atreverse a tener la esperanza de que el pasado
no había terminado.
Había otro problema. La situación presentaba todo tipo de
dificultades estratégicas. La boutique de Krizia era en realidad un callejón
sin salida que se unía a un lugar más amplio por medio de un corredor
estrecho. A éste daban los dos vestuarios y ése fue el lugar donde él y Lisa
se abrazaron inadvertidamente. Jo Anne estaba pisándole los talones; sólo
se había perdido la emoción del encuentro por unos segundos. A menos
que volvieran atrás, algún tipo de confrontación era inevitable.
Marjorie Donahue se puso de pie con torpeza cuando vio que Lisa
salía de la habitación. Conocedora de las cosas mundanas,
inmediatamente se dio cuenta de que el vestido ya no era el punto. Lisa
estaba blanca como un papel y, uno o dos segundos más tarde, mientras
Bobby Stansfield aparecía detrás de ella como una sombra, ella pudo
comprender qué estaba pasando. Pero su mente no se detuvo allí. Bobby
Stansfield no estaría visitando solo los negocios de la avenida Worth. En
cualquier momento aparecería Jo Anne. En efecto, así fue.
Esa mínima advertencia previa le permitió a Marjorie Donahue la
ventaja sustancial del primer servicio en el juego.
—Pero, si tenemos a los Stansfield de compras —dijo rápidamente—.
Qué agradable verlos juntos por aquí. Pensé que ya no salías más, Jo
Anne. No te volví a ver en las fiestas.
El bloqueo social de Marjorie sobre Jo Anne había sido un sonado
éxito. Las invitaciones se habían secado como las alas de una mosca
debajo de un soplete, en cuanto la reina había hecho correr la voz de que
ella no iría a ninguna fiesta en la cual estuviera presente Jo Anne
Stansfield, y que ella no la invitaría a su casa. En cuestión de días, Jo Anne

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había descubierto su catastrófico error de cálculo. Nadie de importancia se


había puesto de su lado y aquéllos que lo habían hecho pronto se dieron
cuenta de su error. Con inteligencia, Marjorie la había desbordado,
firmando alianzas con los partidarios iniciales de Jo Anne y ofreciéndoles
un perdón a cambio de la renovación de esas alianzas. Había sido una
campaña avasallante en la que no se había demostrado piedad alguna; los
pocos revolucionarios que habían permanecido fieles a Jo Anne eran ahora
unos descastados que perdían el tiempo en la parte marginal de la
sociedad de Palm Beach.
Para Jo Anne resultó algo así como ser asaltada detrás de la iglesia.
Se quedó paralizada mientras el misil verbal llegaba hacia ella y sólo llegó
a mirarlo con incredulidad mientras explotaba encima de su cabeza. Lisa
Starr, al lado de su mayor enemiga, se veía bien como un buen bocado, y
los ojos de su marido registraban el hecho para que lo viera el mundo. Y
Marjorie Donahue escupía su veneno desde una posición de fuerza
intocable. Había pocas cosas en la Tierra que ella necesitara menos.
Gracias a Dios había poca gente, no tenía mucho más para agradecerle.
—Oh, Marjorie, tú sabes cómo es. La política en una ciudad pequeña
parece tan provinciana una vez que se tiene cierta experiencia en lo
grande. Existe todo un mundo allí afuera. Ustedes, los de Palm Beach, se
olvidan de eso.
¡Al demonio! Si sólo pudiera sentir lo que estaba diciendo. Sonaba tan
razonable, pero sin emoción era tan transparente como un barco con
fondo de vidrio encima del Pennekamp Reef.
—Jo Anne, comienza a parecer como si tú y Bobby pensaran en
mudarse. De regreso a Nueva York, quizás. Se supone que tú tuviste una
infancia «colorida» allí. Sería excelente para la carrera política de Bobby.
Jo Anne se volvió hacia Bobby. Era hora de que él se uniera a la
batalla. Después de todo, habían tratado a su esposa como a una
prostituta que destruiría su carrera política. Su respuesta debería ser tan
prolija como para poder sacar las patatas del fuego.
Pero Bobby no estaba escuchando en realidad. Miraba a Lisa como si
fuera un estudiante secundario en su primer espectáculo de desnudos, y
no era simplemente lujuria lo que había en sus ojos. Jo Anne sintió que el
odio y la irritación se instalaban en ella. ¿Qué sucedía con todo el mundo?
¿Se habían vuelto locos? ¿No era ella la que tenía el pote de oro que hacía
que el hombre rico pareciera pobre, la que tenía el cuerpo con una energía
que podía encender a los hombres como una lámpara?
—Oh, no, Marjorie, ni soñamos en irnos. Pero porque uno tenga una o
dos casas en la isla y un barco a veces aquí, no significa que uno
realmente viva aquí. Por supuesto que es diferente para ti. A un viejo tigre
no se le borran las manchas, ¿no? Sin embargo, simplemente no
deseamos caer en la trampa de creer que el sol sale y se pone en Palm
Beach. Eso es todo.
Marjorie Donahue cambió su estocada. Esto era demasiado bueno
como para perdérselo.
—Bobby, iba a presentarte a mi buena amiga Lisa Starr, pero puedo
ver por tu cara que ya la conoces. ¿No es la muchacha más linda que
jamás hayas visto? —Se volvió y le dirigió a Jo Anne una mirada de triunfo.

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—Sí, así es —dijo Bobby simplemente, transformando a su esposa en


una enemiga instantánea. Él sabía lo que hacía, y de pronto, no le
importaba. ¡Al diablo con eso! Lisa era, en efecto, la muchacha más bonita
que jamás hubiera visto y a él no le importaba quién lo supiera. Ya estaba
cansado de las ridículas ambiciones sociales de su mujer. Las palabras que
ella había estado profiriendo expresaban sentimientos con los que él
difícilmente estaría de acuerdo. ¿Quién necesitaba a la alta sociedad de
Palm Beach cuando podía ser el dueño de todo el mundo occidental? Pero
Jo Anne había atrapado el virus de Palm Beach y la enfermedad parecía
fatal. Ahora era una niña grande y, hasta cierto punto, a él no le importaba
lo que ella hiciera en tanto no resultara algo embarazoso para él, pero
estaba muerto si iba a ser atrapado en su tela de araña. Tenía cosas más
importantes que hacer. Como mirar a Lisa.
Jo Anne había tenido demasiado. Era eso. Maldita Marjorie. Maldita
Lisa y, más que todos, maldito Bobby. ¡Qué imbécil! La había dejado caer
en el momento en que más ayuda necesitaba. Jamás volvería a tener otra
oportunidad. Y sería inteligente que dejara de practicar esquí acuático.
—Vamos, Bobby, se nos hace tarde. —Podría haber levantado la
bandera blanca. Mientras se retiraba, miró por encima de su hombro—.
Adorable el vestido, Lisa. Pero quizá debieras pensar en reducir un poco
los pechos.
Fuera del edificio de tejas de color terracota de la Esplanade, Jo Anne
ya no pudo contenerse. Habían pasado años desde que fuera humillada de
esa forma y todo el secreto de su enorme éxito en lucha hacia la riqueza
más allá de la avaricia había consistido en evitar tales situaciones. El
hombre con quien se había casado, el hombre con quien era lo
suficientemente feliz como para compartir su cama, su cuerpo y su
poderosa fortuna, se había quedado a un costado, sin levantar siquiera un
dedo mientras su enemiga la había pisoteado. Peor, había mirado a la
muchacha con la que antes se había acostado como si todo lo que deseara
fuera que ella constituyera su futuro y, más aún, en cierta forma lo había
admitido ante Jo Anne.
—Tú, mugriento pedazo de mierda —le gritó—. ¡Cómo te atreves a
tratarme así!
La cabeza de Bobby se echó hacia atrás como si lo hubieran golpeado
en el mentón con un bate de béisbol. ¡Estaban en público! El
entrenamiento político le hizo encender las luces de peligro, mientras se
movía para contener la situación.
—Vamos, Jo Anne. Estás exagerando, cariño —estiró la mano para
tomarla del antebrazo, mientras veía cómo una pareja se detenía,
reconociéndolo.
—¿No es ése el senador Stansfield? —decían unos labios y aun sin
leerlos, Bobby recogió el mensaje.
—No me digas «cariño», mugriento pervertido. Ahórratelo para
cuando te acuestes con esa puta de allí adentro. —La voz de Jo Anne era
ahora alta y estridente. En cualquier momento sería puro grito.
Bobby rezaba mientras pensaba en la información que entraba en los
servicios de noticias. Ya algún vagabundo probablemente estaría
corriendo para buscar un teléfono. Por el rabillo del ojo vio que una

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multitud estaba comenzando a agolparse a su alrededor, como los aros


concéntricos de una perla que crece de un grano de arena. La pareja que
lo había reconocido estaba ahora clavada en el lugar y ambos
contemplaban el delicioso accidente doméstico con el que se habían
encontrado por casualidad.
Bobby se preguntaba si esto podría terminar con una bofetada a Jo
Anne. Podría apagar el fuego antes de que produjera demasiado daño,
pero también podría ser el equivalente de echar queroseno sobre él.
Pegarle a una mujer en público, en especial cuando la mujer era la esposa,
tendía a concluir en un rechazo político.
—Jo Anne, no eres razonable. Discutamos esto en casa. —Una vez
más intentó tomarla del brazo para llevarla hacia las escaleras.
—«Discutirlo en casa». ¿Qué casa? ¿Te refieres a ese mausoleo
miserable al que vienes a dormir a veces?
Las exclamaciones silbaban alrededor como el viento entre los
álamos. La escena constituía un bocadillo para un puñado de turistas y de
gente que estaba de compras, ahora detenidos a dos o tres pasos de la
famosa pareja. Las palabras «senador Stansfield» y «esposa» se podían oír
claramente. Bobby ya se imaginaba leyendo la historia en los diarios:
SENADOR EN FURIOSA PELEA PÚBLICA CON SU ESPOSA. ACUSADO DE ADULTERIO. ESPOSA QUE TRATA AL
SENADOR DE PERVERTIDO. RECIÉN CASADOS QUE DEJAN TODO AL DESCUBIERTO. Fue algo así
como cuando el senador Ted Kennedy dejó plantada a su amiga en el
aeropuerto internacional de West Palm, mientras él y un asistente
ocupaban los dos únicos asientos que quedaban para Nueva York. A la
dama no le gustó y así lo manifestó en público. Al día siguiente, la mitad
del país había devorado la noticia.
Comenzaba a verse como si él hubiera calculado mal. Jo Anne era
inestable. Si se podía comportar así ahora, ¿que podría hacer en una
campaña cuando la prensa supiera cuántas veces ella se cambiaba la ropa
interior? ¿Y qué se sabía de su pasado? Se había sentido tan atraído por el
dinero que lo había ignorado desechando el pedido de Baker de hacer una
investigación profunda. Por supuesto que ciertos rumores habían sugerido
que existían bichos rastreros debajo de la piedra. El comentario más
reciente de Marjorie Donahue acerca de su «infancia colorida» era un claro
ejemplo.
Bobby apuró la extremaunción. La amabilidad forzada era la única
forma de aplacar eso. Más tarde podría organizar algo. Aislar a Jo Anne.
Mantenerla oculta. Él podría comenzar a tener una vida lejos de ella.
Viviría en Washington y dejaría a Jo Anne que jugara sola alguno de sus
jueguitos de Palm Beach.
—Jo Anne, no sabes lo que dices. Sé que no te has estado sintiendo
bien. Cálmate. —Se dio cuenta mientras hablaba de que no había
encontrado el resorte correcto.
—¡Que no me siento bien! ¡Que no me siento bien! —gritó Jo Anne
como un loro que hubiera perdido la razón, de tenerla, mientras buscaba
en su mente las palabras que pudieran hacer más daño—. ¿Cómo alguien
podría sentirse bien con tu apestoso hijo adentro. ¡Maldición! Si el pobre
pequeño bastardo es como tú o como tu asqueroso padre, probablemente
se pasará toda la vida en la penitenciaría del estado como delincuente

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sexual.
Una nube roja se interpuso delante de los ojos de Bobby Stansfield.
Más que nada en el mundo, lo que deseaba era golpearla, pero era lo
suficientemente político como para conocer de antemano el efecto fatal de
eso, y lo suficientemente inteligente como para saber lo que Jo Anne
deseaba que él hiciera. El Daily News diría algo así como: SENADOR GOLPEA A SU
ESPOSA EN EL CENTRO COMERCIAL. Los otros lo disfrazarían un poco, pero el efecto
sería el mismo.
De manera que contuvo la cólera que bullía en su interior, mientras
juraba y perjuraba que iba a borrar a Jo Anne de su vida. No se divorciaría,
pero como pareja ya era historia. Había soñado durante toda su vida con
la presidencia. Lo había dejado todo por ella. Nada ni nadie se interpondría
en su camino.
Con amarga determinación, se alejó de su boqueante mujer y, a
codazos, se abrió paso entre la multitud.

No fue el más fácil de los nacimientos. Durante el examen, las


caderas de Lisa se habían visto más que bien. Las medidas de la cabeza
fetal mostraban que el bebé pasaría por el canal de parto sin problemas,
pero no sucedió así. Desde el comienzo, Scott había demostrado ser un
individuo difícil. Para comenzar, había decidido recibir al mundo de nalgas.
Para completarla, se había trabado en la pelvis de Lisa como un corcho
nuevo en una botella de vino muy joven.
La lucha libre que había seguido dejó a Lisa tan planchada como un
panqueque y, recostada sobre las almohadas en la habitación privada del
hospital Good Samaritan, daba la impresión de haber peleado diez rounds
con el Doctor Muerte. Todo a su alrededor estaba lleno de flores que
competían por el oxígeno y eran solamente la punta de un iceberg. Palm
Beach había vaciado sus comercios de todo lo que tuviera color y
estuviese vivo, y casi no había paciente en el hospital que no se hubiera
beneficiado por el exceso de entusiasmo.
Pero Lisa no se hacía ilusiones. La razón de su popularidad estaba
sentada en una esquina de la sencilla habitación, y parecía un costoso
espantapájaros en el jardín del Edén. Todos los que importaban conocían
el puntaje. Lisa Starr era la protegida y confidente de Marjorie du Pont
Donahue. Algunos incluso usaban las palabras «princesa coronada».
Ignorar el nacimiento de su hijo ilegítimo sería un descuido que podría
convertir la escalera social en un tobogán de agua, para el trepador
descuidado. No pocos habrían aprovechado la oportunidad, y habrían
hecho bien. Para contento de Lisa Marjorie Donahue escribió en una
pequeña libreta negra los nombres de cada uno de los que enviara flores.
—Puede parecer un pequeño detalle, Lisa —le había dicho—. Pero si
te das cuenta a tiempo de que existe falta de respeto, es mucho más fácil
cortarlo desde el brote.
Lisa volvió a reírse, pero había comprendido lo que quería decir. En
esta vida había que ser demasiado cuidadoso si se deseaba llegar a
alguna parte. Había que estar siempre en guardia, constantemente atento
a los detalles, si se deseaba que las cosas le sucedieran a uno.

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Miró al bebé que tenía en brazos y por milésima vez trató de


descubrir qué sentía por él. Era lindo. Muy pequeño. Perfectamente
formado. Delicado, por supuesto. Dependiente y encantador. No podía
pasar por alto los convencionalismos. Esto tenía el sentido de haber
producido algo, de haber hecho algo de valor, pero debería ser más,
mucho más. Quizá fuera demasiado pronto. ¿No lo llaman «depresión
posparto»? Pero ella no se sentía deprimida, sólo fatigada, muy dolorida y
un poco vacía. Sonrió ante este pensamiento. Era verdaderamente
insensato. La clase de cosas que la gente dice en las telenovelas: «¿Cómo
te sientes, Mary Lou?»; «vacía, Craig, tan desesperadamente vacía».
Se permitió pensar en el padre de la criatura. Eso estaba mejor. Tierra
más firme. Emociones verdaderas. El bastardo y su puta esposa. Qué
increíble e histérica coincidencia que Jo Anne estuviera en uno de los
cuartos de ese mismo pasillo, con trabajo de parto. Dos pequeños Bobby
Stansfield asomándose de vainas vecinas, con escasamente un día de
diferencia entre ellos. Era una gran broma de humor negro. Divertida y
nauseabunda al mismo tiempo. El suyo era para todo el mundo un niño sin
padre, mientras que el de Jo Anne sería tan legítimo como la Corte
Suprema, rico al instante y famoso también, ya que comería con cuchara
de plata. El pequeño Scott Star nunca podría usar el apellido Stansfield,
que significaba tanto en el mundo en el que viviría.
Nuevamente Lisa se permitió una sonrisa amarga. En el piso
convulsionado, en donde corrían rápidamente los rumores de las
enfermeras, ella había oído que el cuarto de Jo Anne estaba tan vacío
como el de ella lleno. Ni su marido se había molestado en visitarla. Bobby
Stansfield. Muy bien, él no podía saber de Scott, pero seguramente podría
haberse preocupado por saber de su esposa. En los puntajes de la
paternidad tenía los valores más altos en cuanto a virilidad, pero un gran
cero para lo verdaderamente importante. No era que Jo Anne se mereciera
algo mejor. Había conseguido lo que quería. Ahora tendría que aprender a
que le gustara lo que había tenido. Todo el dinero del mundo y ni un
amigo que le enviara flores. Casada con una superestrella y sin nada de
amor. Con el cuerpo de un ángel pero desprovisto de corazón y de alma.
Era un mundo a la inversa, en donde Dios jugaba con su dado, sacando
con una mano lo que daba con la otra.
—Una moneda por tus pensamientos —dijo Marjorie.
—¡Oh, Marjorie!, ya no entiendo nada. Estaba pensando en Bobby y
en el pequeño Scott, y Jo Anne completamente sola en una de las
habitaciones de este pasillo. Todo parece una gran confusión. Supongo
que lo único bueno es que esta cosita jamás sabrá lo que ocurrió antes de
que naciera.
—Por supuesto que no lo sabrá —dijo Marjorie con un tono de
determinación en su voz.
Miró a Lisa con detenimiento. ¿Era éste el momento que había estado
esperando para hacer su discurso?
—Tú sabes, Lisa, mi querida, que necesitas un marido. En la sociedad,
cualquiera que tiene un hijo debe tener un marido.
—Marjorie, debes de estar bromeando. Para empezar, ¿quién me
querría con un hijo bastardo? Y en segundo lugar, todo el asunto del amor

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me revuelve el estómago de sólo pensarlo.


—No seas tonta, querida. Estoy hablando de matrimonio, no de amor.
Es muy inocente confundir ambas cosas. Estoy segura de que podemos
encontrar a alguien que estaría más que feliz de tenerte, con hijo o sin
hijo. De todas maneras, quienquiera que sea puede decir que el hijo es
suyo. Se hizo antes y puede volver a hacerse. Algún viejo excéntrico con
una cuenta bancaria que haga juego con su ego, eso es lo que
necesitamos.
Lisa no pudo dejar de reír.
—Muy bien, Marjorie, ¿quién? —Sonaba como un juego divertido.
—Estuve pensándolo, mi querida. Bastante, en realidad. Y tengo una
corta lista de uno: Vernon Blass.
—Vernon Blass —repitió Lisa—. Pero, Marjorie, tiene setenta y uno.
Me lo dijo él. Eso probablemente significa que tiene ochenta y cinco para
esta ciudad.
Marjorie no se sintió del todo molesta con la reacción de Lisa. No
había esperado que aceptara de inmediato. Como todas las mejores cosas
de la vida, el asunto llevaría tiempo y una manipulación cuidadosa.
—Uno no puede tenerlo todo en esta vida, querida. Él es de los viejos
de Palm Beach. Del Club Everglades, como lo fue su padre. Y la familia en
el negocio editorial es razonablemente rica, por lo menos es lo que
parece. Nada fantástico, pero solventes. Después está esa preciosa casa
en South Ocean. La empresa más la casa deben valer alrededor de veinte.
Es viudo, que yo sepa no tiene hijos, de manera que te quedas con todo
cuando se vaya. Siempre está alardeando de cuánto le gustas. Sería
perfecto, cariño, una pareja hecha en el cielo. No se puede desperdiciar.
Cuando terminó su pequeño discurso, el entusiasmo se derramaba
por los labios de Marjorie Donahue mientras contemplaba el nivel
instantáneo que su proyectada pareja le daría a Lisa. La señora Vernon
Blass y el pequeño hijo, Scott Blass. Sería la fundación sobre la cual se
podría construir casi todo. Y le daría a ella, Marjorie Donahue, el seguro
más deseable para la vejez, un probable heredero: Lisa podría ser
preparada para heredar su poder, un poder que viviría más allá de la
tumba. La inmortalidad. Una monarquía hereditaria. Cuando se instalara
su senilidad, su corona no sería atrapada por las garras de trepadoras
como Jo Anne Stansfield. Podría morirse con la dignidad de su puesto
intacta, esperando la última trompeta segura de que su reino no sería
destruido después de su partida ya, que, en las manos expertas de Lisa,
sobreviviría incólume como un monumento a su memoria.
Lisa se había quedado en silencio. Por supuesto, todo era
completamente ridículo, lo más ridículo que jamás hubiera escuchado. Dos
palabras, sin embargo, quedaron latentes en su cerebro: Scott Blass.

Mientras el joven Scott Starr gritaba y daba alaridos al mundo en la


habitación colmada de flores de su madre, la pequeña Christie Stansfield
dormía el sueño de los benditos en la monástica suite de Jo Anne. Su
presentación a la tierra de los vivientes había sido bastante distinta de la
de su medio hermano, y su nacimiento, como el embarazo de su madre,

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se había producido sin ningún tipo de complicaciones. Nacida en la paz


más absoluta, su diminuta cara era la imagen de la serenidad.
La escena que se estaba produciendo encima de su cabeza, sin
embargo, estaba en directo contraste con esa tranquilidad. Jo Anne estaba
profundamente enfadada.
—Escucha, Bobby. Sé que no nos llevamos bien. Todos lo saben y en
general yo no pregunto demasiado. Pero creo realmente que cuando me
molesto en hacer que tu hija venga al mundo, podrías aparecer para ver
cómo van las cosas. Francamente, no me interesa en lo más mínimo, pero
podrías pensar en las apariencias por lo menos. Las enfermeras aquí no lo
pueden creer.
Bobby sintió que el odio volvía a crecer en él una vez más. Esta mujer
sabía cómo irritar. ¿Por qué diablos se había enredado con ella? ¿Por que
diablos había tenido que enredarse con el sexo femenino? No eran más
que problemas. Siempre arruinándole la vida. Había mucho que decir
acerca del celibato.
—Supongo que estás enfadado —Jo Anne decidió cambiar el rumbo—
porque no te di un hijo varón. Eso es lo que los Stansfield siempre desean,
¿no es así? Para que cuando fracases haya alguien más que pueda
mantener el sueño vivo.
—Sabes que yo no pienso de esa manera. —Pero sin duda lo hacía.
Obviamente, había deseado un hijo y lo ponía mal que ella hubiera tenido
una niña. Típico, pero enojoso.
Miró con desprecio a su hija que dormía. ¡Una niña! ¡Cielos! Novios y
embarazos. Colegios para niñas y muñecas Barbie. Había que olvidarse del
fútbol y de la pesca, la raqueta y el Senado.
Hubo un largo silencio mientras ambos digerían sus pensamientos
privados. Jo Anne lo interrumpió.
—Y para agregar un insulto a la herida, ¿puedes imaginarte quién
tuvo un hijo a dos o tres puertas en este pasillo?
Bobby no estaba de humor para jugar a las adivinanzas. Movió la
cabeza, sin interés. Jo Anne y sus chismes de Palm Beach. Aunque ello lo
miraba de manera muy extraña. Lo que dijo después iba a ser importante.
—Lisa Starr.
—¿Lisa Starr?
—Lisa Starr.
—¡Oh! —Por alguna razón, que no estaba del todo clara para él,
Bobby volvió a exclamar—. ¡Oh!
Lisa. Lisa, que había estado embarazada con su hijo. Lisa, que había
prometido arrojarlo a la cloaca. Había sido terrible, algo malvado. Una
cosa horrorosa, maligna. A menudo, durante esos últimos meses, había
pensado en eso. Y en Lisa. Un hijo. ¿El hijo de quién? ¿Su propio hijo? No,
imposible. No, absolutamente imposible.
—¿Qué piensas de eso? —Jo Anne lo miró con detenimiento,
reconociendo la confusión. Durante su embarazo, ella se había olvidado de
su derrotada rival. En lo que a ella concernía, Lisa Starr se había caído en
el fin del mundo y había sido tragada por el infinito. Pero durante los
últimos dos días, después de que se enterara del embarazo paralelo de
Lisa, toda clase de dudas molestas habían salido a la superficie. ¿Era

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posible que Lisa hubiera tenido un hijo de Bobby? Los tiempos coincidían.
De acuerdo a cómo estaban las cosas en el presente, sería un desastre
total. Después de todo, ella era la esposa legítima; su hija, la
descendencia legítima de Stansfield, pero esto había que aclararlo bien.
No amaba a su esposo, pero era lo suficiente mujer como para saber lo
que eran los celos.
—No sé qué pensar… Quiero decir, no pienso nada. Estoy contento
por Lisa. ¿Quién es el padre? —Trató de hacer la pregunta con el tono más
neutral posible. Como «¿quién fue a la fiesta de anoche?, ¿les gustó a los
Munn Lyford Cay?».
—Aparentemente nadie sabe. ¿Lo sabes tú, Bobby?
—¿Qué quieres decir? —Bobby trató de parecer irritado.
—Quiero decir si es ése tu bebé, Bobby. Eso es exactamente lo que
quiero decir. ¿Es el pequeño bastardo, tu bastardo? Eso es lo que quiero
decir. Tú la cogiste, después de todo, y acabamos de probar que
funcionas. —La voz de Jo Anne estaba llena de sarcasmo mientras ella
dejaba volar una mano casual en dirección a su hija.
Bobby buscó tiempo. Había todo tipo de formas de reaccionar ante
esto. ¿Su hijo? ¡Maravilloso! No, un desastre. Un hijo ilegítimo. ¡Un hijo! La
caída política, si alguna vez se filtraba la información. Algún mugriento
surfista de West Palm. Con sus manos sobre todo ese cuerpo
esplendoroso. Las palabras de amor en los oídos de Lisa. En los oídos de
su Lisa. La que él tan caprichosamente había rechazado. La que había sido
herida tan terriblemente.
La respuesta, cuando se produjo, fue en voz muy suave.
—No, no es mi hijo, Jo Anne. Podría haberlo sido, pero no lo es. Lisa
estaba embarazada de mí, pero se hizo un aborto. Yo no quería, pero ella
insistió. Eso es lo que sucedió.
Fue la mirada de infinita tristeza lo que hizo que Jo Anne le creyera. Y
ella verdaderamente deseaba creerle.
—Entonces, ¿quién es el padre? —casi gritaba por el placer de su
triunfo—. Algún vaquero con grandes pelotas, sin dinero y sin clase,
supongo. Lisa, la perdedora. ¡Ja!
La cara de Bobby era una máscara.
—Me tengo que ir ahora, Jo Anne. Si quieres, regresaré esta noche.
¿Hay algo que desees?
—Nada.
Mientras cerraba la puerta detrás de él, Bobby sabía exactamente lo
que debía hacer.

Lisa se veía perfecta. Completamente recuperada del parto, el color


había retornado a las mejillas, el brillo a su cabello, a su piel. Miraba hacia
la ventana, mientras la radio pasaba una las canciones de música
folclórica que tanto le gustaba.
Bobby se quedó de pie allí un minuto. Era el tiempo suficiente para
ver la cuna, el camisón rosado de Lisa, el suntuoso arreglo de flores, sus
propias emociones en ebullición.
Por fin ella lo vio.

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Bobby no supo cómo describir su expresión. Sorpresa, incertidumbre.


Confusión también. Pero principalmente, fue la intensidad de su mirada el
rasgo más poderoso. Algo era evidente. Su presencia todavía no le era
indiferente.
Lisa apagó la radio y continuó mirándolo.
—Acabo de enterarme por Jo Anne. Me dijo que estabas aquí. No
sabía… que ibas a tener un bebé… nadie me dijo… —Bobby buscó las
palabras—. Quería saber…
—¿Si es tuyo? —terminó la oración por él, con tono práctico que no
revelaba ninguna emoción.
Bobby extendió las manos. Necesitaba su respuesta. Lisa no dijo
nada.
—¿Puedo verlo?
—Sí.
Tampoco había respuesta desde la cuna con su diminuta carga de
vida. Se volvió nuevamente hacia ella.
—¿Lisa?
Scott comenzó a llorar.
Lisa lo miró. Su voz era fría como el hielo.
—No te preocupes, Bobby. No es tu hijo. Después de lo que hiciste,
jamás habría tenido un hijo tuyo. Jamás. Sabrás quién es el padre muy
pronto. Cuando nos casemos. De manera que no es necesario que te
preocupes, no contaminé los famosos genes de los Stansfield. Me deshice
de lo tuyo tal como te dije. Ahora, hazme un favor y vete al diablo.

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Capítulo 13

—Maggie —gritó Lisa—. ¡Socorro!


Maggie corrió hacia el cuarto de baño. Durante las dos últimas horas
había habido media docena de «crisis», cada una más seria que la última.
¿Qué pasaría esta vez? ¿Una uña rota? ¿Algo de máscara en el ojo? ¿Una
corrida en las medias?
—Muy bien, Lisa Starr, el que arregla los desperfectos está aquí. Se
terminaron tus preocupaciones.
—Como el diablo se terminaron. Este maldito aparato se me trabó.
Estaba trabado. Justamente el que formaba el flequillo. De alguna
manera el cabello y el plástico se habían fundido juntos.
—Seguro que está bien trabado —dijo Maggie después de dos o tres
minutos de trabajo infructuoso con los dedos—. Tendremos que volver a
mojarlo y comenzar de nuevo.
—Pero ya estoy atrasada. El automóvil ha estado esperando durante
horas.
Maggie miró el reloj. Lisa tenía razón. Estaba irremediablemente
atrasada, o por lo menos lo estaría si comenzaba con el cabello
nuevamente desde el principio.
Las dos amigas se miraron y tuvieron el mismo pensamiento.
—¿Lo harás tú o lo hago yo? —dijo Lisa riéndose.
—No tengo coraje —dijo Maggie.
—Cobarde. Muy bien, Maggs, dame las tijeras.
Ambas miraron el espejo para observar el efecto. El rizador eléctrico
culpable, con su carga de cabello, quedó abandonado sobre la mesada
llena de rayones.
—Es extraño —dijo Maggie con inseguridad.
—Un poco —asintió Lisa.
—Quizá lo podríamos tapar con flores. —Maggie estaba lejos de
sentirse segura. Lisa fue más optimista.
—No te preocupes, Maggs. El velo lo cubrirá hasta que sea demasiado
tarde como para que importe.
Habían pasado sólo unas pocas semanas desde que Marjorie Donahue
había plantado la semilla de la idea en la habitación del hospital Good
Sam, y ésta había encontrado tierra fértil. A medida que pasaban los días,
había ido creciendo más y más en el hospitalario ambiente de la mente de
Lisa y, cuanto más pensaba en ello, más sentido tenía. En primer lugar,
estaba Scott. Ya su vida sería lo suficientemente dura como para tener
que luchar como un bastardo sin un centavo. Lisa se había equivocado al
pensar que ningún hombre desearía darle el apellido a su hijo. Vernon
Blass se sintió encantado con la idea y estuvo de acuerdo con el
casamiento desde el momento en que Marjorie Donahue lo había sugerido.
¿La hermosa Lisa Starr sería su esposa? ¿Qué más podría desear un

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hombre de setenta y un años, excepto quizá que tener un fornido bebé


para demostrarle a Palm Beach que todavía había vida en el viejo zorro?
—¿Estás bien, Lisa?
—¿Qué? Oh, sí. Sólo que estaba pensando en todo. ¿Habrá llevado la
señora McTaggart a Scott a la iglesia? Apuesto a que está chillando como
una furia.
—¿No se supone que deberías preocuparte por que aparezca tu
marido?
—Oh, Vernon va a aparecer. Probemos el velo.
Era la décima vez que hacían eso. Se veía igual que las otras veces.
Lisa Starr en el más suave de los enfoques. Una belleza perseguida de
dramática hermosura, pensó Maggie, que estaba por ser sacrificada a un
hombre lo suficientemente viejo como para ser su abuelo. No era la
primera vez desde que se enteró de las noticias del compromiso que había
luchado por reprimir la repulsión. No era demasiado tarde. Todavía no se
había producido. Su amiga estaba todavía intacta, pero en pocas horas
sería nada menos que la señora de Vernon Blass.
—¿Lisa, estás segura de que esto es inteligente? No es demasiado
tarde, tú sabes.
—Ya lo hemos discutido mil veces —la voz de Lisa parecía ahora algo
temblorosa—. No lo vuelvas a hacer ahora, precisamente ahora.
Y sí que habían estado hablando del asunto. A veces, durante horas.
Pero la lógica había sido inamovible. No era simplemente por Scott, era
por Lisa también. Vivía ahora sólo para volver a ser ella misma, y la
venganza era un plato que resultaba mejor si se servía bien frío. El
casamiento con Vernon Blass era un paso hacia conseguir lo otro. Eso era
lo único que importaba.
Vernon Blass era viejo. No viviría para siempre. ¿Otros diez años?
¿Quince? De cualquier manera en que se lo mirase, ella sería la señora de
la fabulosa casa Mizner en South Ocean Boulevard. Geográficamente, no
estaba lejos de West Palm y del bar Roxy, pero en todo lo que importaba
era un planeta diferente. Si no necesariamente iba a ser una viuda alegre,
sería una mujer rica. La editorial Blass tenía reputación y, algún día ella la
controlaría.
—Tienes razón, Lisa —dijo Maggie con una sonrisa pálida—. Supongo
que no me puedo acostumbrar a la idea de perderte. —Extendió una mano
para tocar el brazo de su amiga—. Te ves maravillosa. Lo suficientemente
buena como para que te coman.
—No me vas a perder. Dios, Maggs, —Lisa le sonrió a través del
delicado velo— te necesitaré más que nunca. Hay un nido de víboras allí.
Uno grande y hermoso y tú eres la única amiga verdadera que tengo.
—¿Mejor que Marjorie? —Maggie siempre había sido competitiva.
—Marjorie es Marjorie. Es más una institución que una amiga.
Ambas se rieron. Marjorie era algo así. Un inmenso edificio a punto de
derrumbarse, enorme y pavoroso, que encerraba una burocracia
perversamente eficiente.
—Vamos, vamos. Llévame a mi destino. —Lisa entonó las palabras
con tono teatral, mientras Maggie la conducía a través de la puerta del
diminuto departamento de West Palm que había sido su hogar. Lisa no

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miró hacia atrás. Ella iba hacia adelante.


En el automóvil, mientras cruzaba el puente para encontrarse con su
novio, Lisa no habló demasiado, pero su mente estaba lejos de
permanecer tranquila. Cruzaba el puente para ir a una boda en Palm
Beach. Su propia boda. En la iglesia que todavía estaba caliente por la
boda de los Stansfield. En esa iglesia Bobby, su Bobby, había prometido
amar y honrar a la mujer que ella despreciaba y detestaba. ¿Qué tan
orgullosa habría estado su madre de Vernon Blass? Lisa borró a su familia
de su mente. No era práctico ser sentimental. Ella debería crecer, y crecer
con fuerza. Era demasiado tarde ahora para protegerse de un desengaño,
pero por fin podía ver a través de los ojos inocentes de su madre. Palm
Beach era un paraíso, pero sus habitantes estaban muy lejos de ser
dioses. Todo lo que ella había oído en aquellas noches en el porche de la
casa de su infancia habían sido mitos y cuentos de hadas de la boca de
una soñadora. Ahora Lisa conocía la verdad; pero ¿no había sido la dicha
ignorante de su madre preferible a la locura de su propia sabiduría? Bobby
Stansfield, que había sido su amor y era ahora su odio, significaba todavía,
a su manera, el centro de su universo. Ella había jurado destruirlo, así
como a su esposa, y el sagrado matrimonio al que ella estaba por ingresar
era, nada más y nada menos, que un arma de guerra.
Las altas palmeras reales a los lados del camino le parecían a Maggie
una guardia de honor mientras se dirigían a Palm Beach. ¿O eran los
integrantes erguidos y bien pertrechados de un pelotón de fusilamiento?
No estaba segura. Como si quisiera ganar confianza, deslizó una mano en
la de Lisa y la apretó, pero Lisa estaba lejos, enfrentando a innombrables
dragones, anticipando trampas y celadas que la aguardaban.
Habían llegado a Bethesda.
—Buena suerte, cariño. Te quiero mucho —le dijo Maggie.
—Gracias, Maggie. Siento que voy a necesitarla.

—Por supuesto, todos pensaron que te casaste por mi dinero. Pero


sólo nosotros dos sabemos que en realidad fue por mi cuerpo.
Era la primera vez en el día que Vernon Blass se refería al sexo y Lisa
oyó su propia risa. Desde la lustrada mesa de roble de tres metros de
largo que separaba a marido y mujer, Lisa podía ver el océano más allá
del parque. Las olas estaban bordeadas de blanco. Comenzaba a
levantarse viento.
Vernon Blass la miró pensativamente. La primera noche no sería fácil.
¿Ella era una persona superficial o profunda? Difícil saberlo, conocer los
sentimientos de los demás. ¿Se sabría alguna vez cómo eran? Jugó con la
copa de clarete que estaba ante él. Un vino maravilloso, Haut Brion 1961.
De alguna manera aquí nunca tenía el mismo sabor que en Europa. ¿La
distancia? ¿La humedad? Imposible decirlo. Pero él estaba postergando el
momento que venía esperando. Les había dado a Lisa y a su hijo su
apellido y, cuando muriera, ellos tendrían también todo su dinero. Tendría
que haber algo a cambio. Así era la vida. Quizás ella comprendiera eso,
pero tal vez no. De acuerdo a su experiencia, la gente parecía tener un
insaciable deseo de conseguir algo por nada. ¿Era el hijo de su mujer una

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de esas cosas?
Lisa le sonrió. Con todos sus millones, Vernon Blass no exigiría poco.
Hubiera sido muy tonto soñar lo contrario. Gracias a Dios, ella no había
bebido mucho champán en la recepción ni vino en la cena. Sería
desagradable, pero probablemente rápido.
«Te podrán llamar la señora de Vernon Blass, pero en el fondo eres
una prostituta como las otras», pensó Vernon Blass mientras comenzaba a
pensar en sí mismo para el principal acontecimiento. Ella podría no ser
una de ésas, pero a él lo ayudaba imaginarlo. Percibió los primeros
sentimientos de agitación. Bien. Eso estaba mejor.
—Si terminaste, querida, creo que quizá sería mejor que nos
retiráramos a celebrar nuestra boda. Si eso es lo que prefieres, por
supuesto.
¿Un dolor de cabeza? ¿Demasiada bebida? Lisa no podía ser tan
banal. Con mi cuerpo te venero. Había sido un contrato. Las mentes se
habían encontrado y ella había prometido que los cuerpos también lo
harían. Se obligó a pensar en otra cosa. En los Stansfield, contando su
dinero y soñando con la gloria política y social. Soportar los manoseos de
un cortés anciano era un pequeño precio para llegar a conseguir la ruina
de todo aquello.
—Me encontrarás en mi habitación cuando estés lista —le dijo.
Lisa lo observó cuando se retiraba. La chaqueta del saco de fumar de
color azul oscuro, pantalones de vestir, pantuflas de terciopelo negro con
una cabeza de leopardo bordada con hilos dorados. El caballero perfecto.
Un hombre viejo, generoso y amable. ¿Por qué habrían de negársele sus
derechos conyugales?
Lisa miró a través del parque las palmeras ondulantes, las hojas que
se confundían en la oscuridad. Unas nubes de tormenta se formaban en
un cielo irritable. Pronto tendrían una típica lluvia de Florida, que aliviaría
la tierra caliente, lavaría el polvo, limpiaría el mundo. Reprimió un
escalofrío involuntario. ¿Necesitaría ella también su bálsamo reparador?
Tomó un sorbo largo de brandy Hine, haciendo una mueca de disgusto
ante la fuerza no familiar del licor. Miró el reloj. ¿Cuánto tiempo debería
darle? ¿Por cuánto tiempo podría darse ella decentemente? Nunca podría
ser lo suficiente. Como una víctima de la Inquisición española, Lisa trató
de prepararse para la tortura, de separar su mente del cuerpo, ubicándola
en algún lugar neutral donde las flechas de la fortuna pasarían de largo. A
veces podía hacer eso en el gimnasio: el cuerpo que gemía y se quejaba
pertenecía a otra, mientras el espíritu sufría por encima del físico, perdido
en la maravilla de la trascendencia. Y así el reloj marcó los minutos de una
inocencia que moría mientras ella buscaba escapar a las consecuencias de
la marcha del tiempo.
Estaba de pie. Caminaba dormida hacia la unión no deseada. Cruzó la
habitación. Subió las escaleras. Fue a la habitación que sería la suya.
Durante un segundo, durante una eternidad, se detuvo en la puerta. Hizo
un último inventario de sus emociones y se sorprendió al comprobar que
la lástima era la más importante de todas. Pobre Vernon. Él ya estaría
metido en la cama, con su cabeza sobresaliendo de las sábanas limpias y
blancas. Su papel de «viejo sucio», para consumo estricto del público,

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sería eliminado y, ahora, a punto de confrontarse con las maravillas del


cuerpo de su esposa, él sería debidamente purificado. Nervioso.
Necesitaría ser reafirmado, ser llevado hacia algún tipo de satisfacción
como recompensa por la vida que él había hecho posible para ella. Ella
apagaría las luces para bien de los dos y haría lo que correspondiera para
cumplir su parte en el contrato establecido.
Lisa Blass respiró profundamente y entró en el dormitorio.
Vernon Blass no estaba en la cama. Había alguien más.
La muchacha era muy bonita. Un rostro travieso, sin maquillaje, la
piel suave, un cabello rubio que jamás había probado una tintura. Era
muy, pero muy joven. Estaba sentada allí, tranquila y con compostura, con
las sábanas que le cubrían la parte más baja de su estómago plano y
adolescente, y miraba a Lisa pensativamente. Con una mano, empujó
hacia atrás un mechón de cabellos que le cubría un ojo redondo y azul,
mientras se chupaba un dedo de la otra mano.
Vernon Blass estaba de pie al lado de la cama y no parecía inquieto
en absoluto. Se lo veía completamente asombrado. El pijama era
aceptable, de los comunes de Brooks Brothers, pero su pequeño rostro
redondo había sufrido la más admirable de las transformaciones. Ya no era
la máscara pesada, o incluso el color rosado subido de un lápiz labial. No
era realmente el marfil diluido de la base o el hecho de tener unos aros
baratos. Era su expresión. Era pura. No estaba disimulada. Era el rostro
del mal, y el látigo que tenía en su mano lo enfatizaba.
Lisa se quedó paralizada, mientras trataba de entender la escena que
se desarrollaba ante ella y el aire que había tomado antes de entrar
permanecía aprisionado en sus pulmones, esperando la orden de salida.
No había entrado en esto por error. Todo había sido arreglado para su
beneficio. El gesto en el rostro de Vernon lo decía todo. La mirada
expectante de la jovencita lo confirmaba.
Abrió la boca para decir palabras inexistentes. La muchacha de la
cama la ayudó.
—Bienvenida a su noche de bodas, señora Blass. —La voz era
sensual, provocativa, pero práctica. Sonaba como la de un botones
diciendo: «Bienvenidos al Hawaii Hilton. Esperamos disfruten de su
estancia aquí».
Lisa encontró algunas palabras. No las que realmente deseaba, sino
las que parecían asomar a su lengua.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —Por alguna razón miró a
Vernon mientras hablaba.
La joven giró su cabeza hacia un costado, con una expresión
interrogante en su rostro algo fatigado. Ella también miraba a Vernon. Ése
era el problema con todos esos ricos extravagantes, parecía decir su
mirada. Demasiados jueguitos. Uno nunca sabe cuál es de verdad y cuál
es fantasía. Entonces dio voz a sus pensamientos.
—¿Quieres decir que Vernon no te puso al tanto de todo esto? ¡Es
como una sorpresa! —Vernon Blass se rió. Con una risa desagradable y
rechinante.
La joven observaba todo tratando de asumir el papel de salvadora de
lo que se estaba convirtiendo en una situación que no prometía nada

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bueno. Trató de hacer que su voz fuera animada, sensual. Pero su voz
parecía la de una niña que quería halagar.
—Bueno, señora, la cuestión es que a Vernon le gusta mirar. Será
divertido. Usted y yo, y él mira. —Su voz se fue apagando. No estaba
atrayendo al público—. El látigo no significa nada. Es sólo para el
espectáculo —agregó después de pensarlo.
Finalmente decidió que las acciones hablaban más fuerte que las
palabras. En general su carta de triunfo traía la suerte y seguramente esta
madre rica estaba en el asunto. Con un gesto lánguido retiró las sábanas
para mostrar exactamente lo que se ofrecía.
Durante un segundo de concentrado horror, Lisa observó la escena.
Las largas piernas, las uñas de los pies pintadas de rosado, pequeñas y
delicadas, haciendo juego con los pezones púberes, el perfecto triángulo
rubio con sus labios rosados, tímidos y apenas escondidos. Con
desesperación miró a su marido, pidiéndole, suplicándole una salvación.
Un terrible error. Una intrusa. Una broma mal calculada. El ensayo de
teatro de algún aficionado. Cualquier cosa.
No había otra respuesta en aquellos ojos crueles. Era la verdad. Él
deseaba que ella lo hiciera. Que le hiciera el amor a la muchacha mientras
él miraba, se estremecía y quizás las tocaba un poco con el látigo.
Lisa se apoyó en el marco de la puerta. Salió al pasillo y caminó
rápidamente, comenzando casi a correr. Detrás de ella, con el aplastante
olor de la decadencia, surgió el sonido estremecedor de la risa de su
marido.

Afuera la lluvia caía como una cortina, brindando un doble obstáculo


para la visión. Las lágrimas y la lluvia en su noche de bodas. ¡Demonios!
Lisa insultó en voz alta mientras ponía los cambios del Mustang y trataba
de distinguir el camino. Tenía que salir de aquella casa horrible y alejarse
del tipo perverso repulsivo con el que se había casado. ¿Cómo podía haber
cometido un error tan absoluto y terrible? ¿Por qué diablos no le había
avisado alguien? ¿No se suponía que Palm Beach debía saber todo acerca
de sus habitantes? La rabia y la frustración le recorrían el cuerpo al pensar
en su humillación y en lo que significaba para el futuro. Debería separarse:
el famoso casamiento de Lisa Starr había conseguido el record en el Libro
Guinness. En seis horas, muerto como un vejestorio. El asqueroso
pervertido con ese brillo malvado en el rostro mientras contemplaba cómo
el horror se apoderaba de ella. Había visto maldad en los ojos del hombre
al que le había prometido obedecer y honrar hasta la muerte, en los ojos
del hombre que el mundo ahora pensaba que era el padre de su hijo.
A la izquierda, Lisa vio que la espuma de las olas explotaba contra la
escollera del South Ocean Boulevard. No faltaba mucho para llegar. El
cálido brandy, las palabras de consuelo en la abrigada madriguera de
Marjorie Donahue. Marjorie sabría qué hacer. Se quedaría esa noche con
su amiga y por la mañana las líneas telefónicas arderían mientras los
abogados de la Donahue, eran alertados y Vernon Blass quedaba al
descubierto.
Miró a través de la húmeda oscuridad. Aquí estaba la entrada de la

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casa Donahue. Pero no estaba oscuro; estaba iluminada, viva con la


presencia de gente y llena de automóviles. La luz de la sirena de un
patrullero se encendía y apagaba mientras su conductor, apoyado contra
uno de los costados, hablaba nerviosamente por radio. A la distancia se
oía el ulular de una sirena que se aproximaba. En unos segundos estuvo
ahí. La ambulancia, los paramédicos que saltaban de la parte posterior. La
camilla. Los envases de plasma. Gritos de emergencia. La luz roja de la
ambulancia compitiendo con la luz azul del coche policial. Y la lluvia.
Golpeando con irritación en el repentino mundo del revés de Lisa Blass.
En la casa, el pandemonium continuaba. Lisa tomó el brazo de una
mucama vestida de blanco mientras esta corría a gran velocidad hacia no
se sabía dónde.
—¿Qué sucedió? —le gritó. Pero, por supuesto, ella sabía.
—Oh, señorita Starr, es la señora. Creo que falleció. Fue de repente.
Cuando estaba cenando.
Lisa sintió, que su sangre se congelaba. Marjorie no se podía morir.
No se lo podía permitir. Estaba contra las reglas. Marjorie había estado
siempre por encima de cosas tan mundanas como la vida y la muerte.
Subió de dos en dos los escalones de la gran escalera de caracol,
mientras los paramédicos se agolpaban ante ella. Por favor, dejen que
viva. Por favor, Dios. Dios querido, por favor.
Alguien la había puesto en la cama y Marjorie Donahue estaba
luchando para mantenerse viva. Un lado del rostro se le había caído como
un acantilado erosionado y estaba mortalmente pálida, con una
respiración que le llegaba a bocanadas a través de los labios secos y
azules.
—Parece un ACV. Colócale una sonda endovenosa, Jim, y le daremos
algo de plasma. Está en plena conmoción. Hagamos que los signos vitales
no decaigan. Y dale una dosis de hidrocortisona. De entrada, ciento
veinticinco miligramos.
Lisa permanecía allí de pie, indefensa, mientras los paramédicos
seguían con su trabajo. En segundos el líquido de color paja corría por la
vena del brazo, la banda del tensiómetro atada, el estetoscopio debajo del
pecho izquierdo.
El hombre que parecía estar a cargo se inclinó con un oftalmoscopio.
—Tenemos una oportunidad aquí. Las pupilas están reaccionando.
Pero está sangrando internamente. Papiloedema bilateral. Puede que sea
necesario abrir. Cuanto antes la tengamos en terapia intensiva, mejor.
Lisa sintió que el pánico crecía en su interior. Se iban a llevar a
Marjorie. Le tendrían que permitir a ella ir también, estar con Marjorie en
la ambulancia.
—¿Puedo ir? Soy la nieta —mintió.
En la parte posterior de la ambulancia, camino del hospital Good
Samaritan, Lisa maldijo el esnobismo que no había permitido que Palm
Beach tuviese su propio hospital. La ciudad siempre se había sentido
orgullosa de cosas como ésa; pero en momentos así, cuando los segundos
contaban, parecía una afectación espantosa e insensible.
En la penumbra, el azul del electrocardiógrafo bailaba en el monitor
de la pantalla. Incluso Lisa podía darse cuenta de que era muy irregular,

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con las líneas quebradas a diferentes alturas, como los frenéticos


garabatos de un niño de tres años al que se le diera un lápiz de fibra para
escribir sobre una inmaculada pared blanca.
Lisa se asombró al oír el murmullo borroso.
—¿Eres tú, Lisa? ¿Por qué no estás en tu casa? Me siento como si
alguien me hubiera golpeado en la cabeza cuando estaba cenando.
¿Dónde me llevan?
—Oh, Marjorie. —Lisa acunó la vieja cabeza en sus brazos—. No
hables. No digas nada. Todo va a estar bien. Te lo prometo.
—Tuve un derrame cerebral, querida. Debe ser eso, porque no puedo
sentir mi lado derecho. —A pesar de la debilidad de la voz, Marjorie
hablaba bastante complacida por su habilidad para hacer el diagnóstico.
—Quizá sea algo sin importancia. Pero no debes preocuparte. Todo va
a estar bien.
—Tonterías, cariño. A mí sólo me suceden grandes cosas.
Hubo una pausa, remarcada por la trabajosa respiración de Marjorie.
Lisa buscó con la mirada la ayuda del paramédico. Éste asintió. El mensaje
era inconfundible: háblale mientras todavía sea posible. Fue un intervalo
lúcido; volvería a caer en la inconsciencia.
Lisa retiró el cabello gris de su amiga de la ceja cubierta de sudor.
—No te mueras, Marjorie. Por favor, no te mueras. —suplicó.
—Estoy tan contenta de que estés aquí, Lisa. Me siento segura
contigo. —La voz de Marjorie era ahora un poco más fuerte, pero las
palabras eran borrosas. Una gota de saliva se formó en el borde del lado
paralizado de su boca.
—No hables, Marjorie. Ahorra fuerzas. No tienes que decir nada.
Los conocidos ojos se volvieron hacia arriba para encontrarse con los
suyos. El brillo estaba todavía allí, aunque a Lisa le parecía que se había
formado una película, un velo de niebla como si fuera una lente de
contacto blanda, sobre las claras pupilas.
—Pero tengo que hacerlo. Siempre necesité hablar. Y quiero decirte
algo que jamás te dije. Acércate.
Lisa se inclinó sobre los labios azules. Con una mano evitó que su
cabello cayera sobre el rostro convulsionado de su amiga.
—Te quiero, Lisa. Como habría querido a una hija. Admito que al
comienzo quise usarte. Pero estos últimos meses han sido maravillosos.
Tú me enseñaste a reír de nuevo. Y a tener sueños.
La voz se hizo débil. Ahora parecía que venía de algún lugar más
profundo, que poseía una cualidad no corpórea; era todavía de Marjorie
pero venía de algún lugar lejano.
—Estoy tan contenta de haber venido esta noche.
—¿Qué? ¿Ellos no te llamaron? ¿Viniste a verme por tu cuenta?
Lisa podría haberse mordido la lengua. Marjorie se estaba deslizando
hacia el sueño. Ese comentario se lo había dirigido principalmente a ella
misma. ¡Pero la astuta vieja zorra lo había captado! Estaba medio
paralizada y todavía seguía aguda como un diamante.
—Pasaba. —En medio de una tormenta, a las diez de la noche, de mi
noche de bodas. Oh, bravo, Lisa. Nota sobresaliente en credibilidad.
Nuevamente, los ojos infatigables buscaron los suyos, hurgando en la

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profundidad de su ser, leyéndola como si fuera un libro. Marjorie siempre


había podido hacer eso. Era inútil mentirle y era lo único que la enfadaba.
Eso no podía suceder ahora. Se daría tiempo.
A través de las ventanillas de la ambulancia, pudo ver que habían
cruzado el puente Royal Palm y ya estaban doblando hacia el norte por
Flager Drive. Estarían en la sala de guardia del Good Samaritan en
alrededor de cinco minutos.
—¿Por qué viniste, Lisa? ¿Qué sucedió con Vernon?
—Tuvimos una pelea. No fue nada. No hablemos de eso ahora.
El derrame no había afectado la fabulosa antena de la Donahue. Un
brazo seco y débil alcanzó la carne del brazo fuerte de Lisa y los dedos se
clavaron en ella.
Una vez más Lisa fue atraída hacia su amiga. Esta vez la voz estaba
cargada de sospecha.
—Lisa, dime exactamente qué sucedió. —El tono decía que el tiempo
era precioso y que a ella no la iban a poder engañar.
No tenía sentido resistirse. Lisa le contó la verdad.
—Ah. Veo. Ah.
—Es sencillo —dijo Lisa—. Simplemente pediré el divorcio.
—¡No! —De algún lugar Marjorie juntó fuerzas para gritar esa orden.
Al mismo tiempo trató en vano de sentarse.
La presión en el brazo de Lisa aumentó, hasta que los dedos que
primero habían sido frágiles empezaron a lastimarla.
La voz quebrada era difícil de oír, pero se había vuelto insistente, con
la urgencia trasuntada en las palabras apenas murmuradas.
—Divorcio, no. Divorcio, no, Lisa. Prométeme. Divorcio, no.
Lisa asintió con su cabeza, indefensa. Esto era lo último que deseaba.
El esfuerzo en la mujer enferma estaba creciendo frente a ella, y todo era
por su culpa.
Marjorie Donahue hablaba con el corazón. Su físico estaba destruido,
pero los sentimientos eran tan fuertes como de costumbre. Lisa no podía
recordar cuándo ella había visto a su amiga tan decidida a lograr que le
entendieran un mensaje.
—Demasiado pronto… todo esto… demasiado pronto para ti.
Con su brazo bueno hizo una señal para abarcar la ambulancia, su
derrame cerebral, la arteria rota en su cerebro.
—No puedo protegerte ya más en esta ciudad. Ellos… te matarán sin
mí.
—¿Qué quieres decir, Marjorie? Tú estarás aquí. No vas a ninguna
parte. Tú estarás aquí.
Lisa repitió las palabras como en un encantamiento. Sobre la pantalla,
las líneas azules se dispersaban en forma nerviosa.
—Haz un trato… con Blass. Déjalo, pero no te divorcies… Abandona la
ciudad… Londres, Nueva York… Sin mí ellos son demasiado fuertes para
ti… Jo Anne… la venganza después… más tarde… venganza.
Dos grandes lágrimas rodaron por la mejillas de Lisa, mientras su
mente reconocía el sonido de los cascos del Jinete de la Muerte. Tomó
nuevamente en sus brazos la sabia y vieja cabeza y la acunó, con las
lágrimas que bañaban la piel moribunda.

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—No me dejes, Marjorie. Oh, por favor, no me dejes sola.


Pero el esfuerzo de Marjorie para encontrar la energía que la había
ayudado a impartir sus sabios consejos la había abandonado. Dentro de su
cabeza el dolor se hizo más intenso, pero el aturdimiento se iba
apoderando piadosamente de su mente. Como la fina niebla de la mañana
en las montañas del Blue Ridge. Realmente hermoso. Con la húmeda
suavidad que borroneaba los límites del dolor. Flotaba, volaba. Se dejaba
llevar por la marea. O descansaba en el brazo seguro de Don Donahue, en
la popa del Bonaventure, a la luz de la luna, en los Granadines. Era un
gran alivio volver por fin a casa.
Lisa reconoció el silbido insistente del electrocardiógrafo. Y vio que la
línea azul era plana, tal como debe ser cuando el cuerpo deja de existir.

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Capítulo 14

En el asiento del acompañante del destruido Buick de Maggie, Lisa


era un paquete de emociones contradictorias. Resultaba imposible hablar
mientras el viejo automóvil hacía su camino, como una tortuga, a lo largo
de la costanera hacia el puente Southern Boulevard. El límite de velocidad
era de veinte kilómetros por hora, pero ellas venían a menos que eso.
Hacia adelante, el camino estaba bloqueado como de costumbre por una
carga de turistas que espiaban las mansiones, mirando con intensidad lo
que ellos jamás podrían llegar a vivir. Cierta vez Lisa había sido una de
ellos, pero ¿qué era ella ahora? ¿Estaba por volver a ser una turista?
Seguramente, como los exiliados en la antigüedad, estaba siendo
conducida fuera de allí. O por lo menos estaba saliendo mientras era
posible. Pero, a pesar de su retiro táctico de Palm Beach, ella no se sentía
como una extraña. Había probado del árbol de la sabiduría del bien y del
mal, y había sido amiga de Marjorie du Pont Donahue. Después de
aquellas experiencias no se podía volver atrás.
Sin que la vieran se secó una lágrima: Palm Beach. Era tan poderosa.
Ya no la idealizaba, pero era todavía una fuerza monumental. Había sido
su ambición y su sueño se había encendido en ella y la había tratado con
crueldad y ahora la forzaba a retirarse. Lisa todavía la amaba. Admiraba
su fuerza caprichosa. Por encima de todo era misteriosa, una criatura llena
de dificultades que desafiaba predicciones y no renunciaba a conseguir
sus premios. Todo eso lo había aprendido mientras era derrotada en la
sangrienta batalla. La guerra, sin embargo, estaba lejos de perderse y Lisa
todavía tenía estómago para combatir.
—Allí está la casa de John Lennon —los turistas susurrarían entre sí,
en el coche que iba delante. Eso sería todo lo que sabían mientras
silbaban, abrían la boca y fantaseaban acerca del superhéroe mítico que
había pisado sólo el salón de baile del primer piso. Lisa, sin embargo, era
una socia del club. Podría haberles contado detalles jugosos. Como por
ejemplo que Yoko Ono había comprado la casa Mizner al lado del mar por
ochocientos mil dólares y la puso en venta en el exorbitante precio de
ocho millones. Como el hecho de que a los pocos meses de haber vivido
allí, John Lennon tuvo una relación amorosa con su secretaria y que la
reconciliación con Yoko le dio al mundo la belleza de la canción Mujer.
Como también el hecho de que, aunque la casa tuviera dos piscinas, había
sido construida originalmente como el dormitorio de los sirvientes de la
casa vecina.
Lisa suspiró. Adonde ella iba no sabrían nada sobre Palm Beach. Lo
conocerían de oídas, pero jamás habrían visto los kilómetros de playas
desiertas en el North End de la ciudad, o habrían caminado por la playa
sobre la suave arena, descubriendo exóticas conchas de caracoles,
observando los escurridizos cangrejos, entrando en comunión con el

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siempre cambiante mar, con los pelícanos perezosos que sobrevolaban


por encima de la cabeza. Jamás habrían andado en bicicleta por la senda y
experimentado las esencias de las flores, mientras los esquiadores en el
agua dibujaban graciosas figuras sobre el lago y los yates que se dirigían
al océano se deslizaban majestuosamente por el canal intercostero. Serían
extraños en la formidable limpieza de esa jungla domesticada, la brillante
limpieza de las calles y las casas, la seguridad de una ciudad en la que
cerrar la puerta con llave sería una afectación. Pero sobre todo, no
reconocerían las corrientes subterráneas que se movían debajo de la
superficie de ese paraíso sobre la Tierra, que le otorgaba a Palm Beach
agitación y peligro, que hacía que los viejos fueran jóvenes y los jóvenes
viejos, que provocaba la envidia de ciudades como Beverly Hills y Palm
Springs, en donde el dinero y el éxito eran las únicas entradas que se
necesitaban para el juego.
Lisa se dio vuelta para mirar a su amiga. En algunos aspectos, jamás
la había visto más hermosa. Agobiada pero serena. Sus rasgos finos,
coloreados por el dolor; su carácter, forjado a nuevo en las llamas del
holocausto emocional que la había envuelto. Había pasado una sola
semana desde que su mundo quedó destruido por tercera vez. ¿Cuánto
más podría soportar? Maggie trató de comprender el dolor, pero como
jamás conoció el deseo, eso estaba fuera de su alcance. La comprensión
estaba allí, pero le faltaba la experiencia. Todo lo que sabía era que por
alguna razón esencialmente inexplicable Lisa se iba y que su interés en el
gimnasio, que había significado tanto para ambas, estaba muerto. El día
anterior se lo había traspasado todo a Maggie por una suma nominal.
Debería haber sido para Maggie el amanecer de un nuevo período glorioso
en su vida, pero la alegría estaba empalidecida por la tristeza del adiós
que se avecinaba.
Lisa hizo un esfuerzo para contestar.
—Por quince millones deberán vender muchos objetos en la
subdivisión. La pobre señora Post debe estar retorciéndose en la tumba.
La señora Merriweather Post. Mucho antes que Marjorie Donahue, esa
mujer había llevado alguna vez la corona. El paredón del club de tenis se
asomaba a un lado del camino y Lisa recordó el día en que había sido
convocada para la entrevista que después produjo un efecto tan
dramático en su vida. Si no hubiera existido esa reunión, su hijo no
hubiera tenido nombre y ella no carecería de futuro. El mundo era
extraño.
Marjorie Donahue le había brindado su amistad y ahora la muerte se
la había arrebatado. Pero le había legado lo más valioso de todo, su
consejo, y Lisa lo había seguido al pie de la letra. No se divorciaría de
Blass. En su lugar, lo abandonaría y pasaría los días y las noches rezando
para que el buen Dios acelerara su destrucción. Se exiliaría
voluntariamente de Palm Beach, pero, mientras vagaba por el mundo
como un alma desposeída, usaría el tiempo sabiamente, preparando un
regreso triunfal. Esa idea sería su sustentación en la soledad, mientras
trataba de organizar los intrincados detalles de la compañía editorial que
un día heredaría. Aunque le llevase mucho tiempo, Lisa llegaría a
comprender sus debilidades y sus fuerzas. Tendría olfato para buscar en

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los rincones y escudriñaría en cajones y armarios. Luego, cuando llegara el


momento, tomaría las riendas y cumpliría con sus propósitos. Por el
momento, la casa editorial Blass era para ella una hoja en blanco. Pronto
sería un libro abierto.
Vernon Blass se había sorprendido cuando lo enfrentó, con frialdad y
sin emoción aparente. No había intentando condenar su conducta con una
explosión violenta de abuso furioso o con un acercamiento «más en pena
que en odio». Ella lo había expuesto en un tono práctico.
—No viviré aquí, Vernon —le dijo, obligándose a sí misma a mirarlo
directamente a los ojos de gusano mientras sentía que los pegajosos
dedos de la náusea trepaban por su garganta—. Creo que es lo mejor para
los dos si yo dejo Palm Beach por algún tiempo. Deseo aprender acerca
del negocio editorial. Pensé que podrías arreglar para que yo trabajara en
las oficinas de Nueva York y Londres. Obviamente, pagaré los gastos de
mi vida allí con lo que gane. No sería una carga. Yo estoy bastante
acostumbrada.
Durante unos segundos vio el conflicto en aquel rostro tan odiado.
Había una parte de él que la quería retener allí. Para planear nuevos
ejercicios de humillación y degradación. Al mismo tiempo, él tuvo que
aceptar que la había juzgado erróneamente. La muchacha que vivía del
otro lado del puente y que podría haber aprendido a ejecutar sus trucos no
era en absoluto ese tipo de animal. Había cometido un error de cálculo. La
mujer tenía «pelotas». No jugaría y lo haría pagar caro. El divorcio sería un
inconveniente. Permanecería en los periódicos durante semanas. Era
mejor cortar por lo sano en cuanto fuera posible. Tenerla como empleada
o lo que fuera, lejos del alcance de los negocios de la familia, parecía un
trato bastante prolijo. La farsa del matrimonio podría mantenerse y la
gente estaría incluso impresionada de que la joven esposa fuera una
persona tan seria y trabajadora: «No toma un centavo de mi dinero. Insiste
en vivir como una estudiante en habitaciones que ella paga de su salario.
No es para mí, pero uno debe admirar a la niña.» Aquello quedaría bien en
las fiestas de Palm Beach.
Allí y entonces había acordado escribirle una carta de presentación al
hombre que estaba a cargo de Blass en Nueva York.
También estaba la cuestión del hijo. Del niño que todos creían que
era suyo. El pequeño Scott Blass, de sólo uno o dos meses de edad.
Deseaba mantenerlo con él. Como símbolo. La prueba viviente de su
virilidad. ¿Lisa iba a llevarlo por todo el mundo mientras perseguía sus
oscuros propósitos?
—Creo que Scott y la niñera estarían mucho mejor aquí, conmigo —
dijo.
Unas pocas semanas atrás, sabiendo lo que ella ahora sabía, Lisa no
hubiera aceptado dejar a su hijo en manos de Blass. Era como dejarlo
abandonado a las puertas del infierno. Pero había cambiado de idea. El
niño no conocía a ninguno, no amaba a ninguno. Era simplemente un
conjunto de necesidades físicas. En Europa y Nueva York la distraería de
sus tareas. Scott sería una carga colgada de su cuello tanto más pesada
que su peso en kilos. La niñera de Scott era una joya, dura como las botas
viejas y hasta amable y dependiente. Incluso Vernon Blass le temía a su

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lengua afilada. El niño estaría seguro y rodeado de lujos.


Por supuesto, se suponía que las madres no abandonaban a sus hijos
pequeños. Pero habían ocurrido muchas cosas que tampoco se suponía
que sucederían. No se «suponía» que el cerebro de Marjorie se iba a ir en
sangre. No se «suponía» que Vernon contratara prostitutas para su noche
de bodas. No se «suponía» que Jo Anne le dijera al hombre que amaba que
Lisa era lesbiana. Un frío horrible le corrió por las venas mientras tomaba
la decisión en manos de Blass. Era como dejarlo abandonado a las puertas
del infierno.
—Scott se puede quedar —dijo por fin, mientras su corazón se hundía
en lo más hondo—. Pero Vernon, hay una condición para todo esto. Los
dos sabemos que te está costando barato. Un divorcio te costaría la
reputación y un montón de dinero. Si yo me voy ahora y no me llevo nada,
quiero tu palabra de que heredo todo. —La palabra de Vernon Blass. Era
tan impresionante como su moral. Los testamentos siempre se podrían
cambiar, pero ella debía arriesgarse.
Durante unos minutos, Vernon Blass la observó con cuidado.
—Oí lo que dijiste, Lisa. Tienes mi palabra —contestó, con una
extraña mirada en sus ojos.
De manera que ella partía hacia un mundo extraño con una sola
carta, un baúl Louis Vuitton, una promesa y una oración.
En Southern Boulevard sintió que se despejaban los obstáculos y las
aguas de la soledad inundaron su alma, llenándola de melancolía.
Simbólicamente, una nube oscura se instaló delante del sol, proyectando
una sombra larga sobre el camino donde ellas habían doblado hacia la
izquierda para ir al aeropuerto.
Mientras se volvía hacia Maggie, las puertas se abrieron.
—Oh, Maggs, te voy a extrañar tanto —dijo, mientras las lágrimas
corrían por su rostro—. Parecería que me encaminara hacia la oscuridad.

Nueva York

La primera impresión de Lisa acerca de Steven Cutting fue que era un


marica, y nada que él le dijera y que ella oyera después acerca de él le
daría alguna razón para cambiar de idea. Detrás de un escritorio
demasiado grande, ante una gran ventana panorámica que daba sobre la
avenida Madison, movió su culo flaco en la silla de cuero verde y movió su
lengua en sibilantes.
—Bueno, señora Blass, es realmente un placer conocerla por fin.
Desearía poder decir que sabía todo de usted por Vernon, pero supongo
que fue un noviazgo relámpago y que él la levantó por los aires.
Era una risa entre tonta e irritada. Las connotaciones eran
inconfundibles. Ella había atrapado al pobre viejo Vernon. Se había
aprovechado de un hombre tan viejo como para ser su abuelo. Utilizó su
obvio atractivo sexual para llevar adelante sus sucios propósitos.
Lisa hizo un reconocimiento general: cabello eléctrico de color gris, un
cuerpo breve pero bien ejercitado, lentes de marco ancho, ropas juveniles
para mediana edad. Una personalidad tan abotonada como su blanca

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PAT BOOTH PALM BEACH

camisa, sobre la cual el monograma se sería de color marrón claro. Este


tipo pertenecería a la Union y no a los Knick; veranearía en Newport antes
que en Hamptons y sufriría de hemorroides más que de varices.
Lisa no podía recordar cuándo una persona le había disgustado tanto
de entrada. Pero no debía demostrarlo. Este hombre era vital para ella.
Era el piloto del barco Blass y, aunque Vernon tenía el control técnico, no
pasaría por encima de Cutting. Hacer eso podría significar perderlo, y lo
último que Vernon necesitaba era la responsabilidad de administrar la
compañía.
—Lo que Vernon no mencionó en este telegrama fue el propósito de
su visita. —Juntó la punta de los dedos y le brindó una sonrisa de
superioridad a través de la superficie de cuero rojo del escritorio vacío.
—Estoy muy interesada en el negocio editorial —dijo Lisa—. Pensé
que podría aprovechar la ventaja de que mi marido sea el dueño para
informarme. Supongo que usted es la persona que sabe. —El cumplido fue
en contra de lo que sentía y Lisa no pudo transmitir entusiasmo. Lo miró
con rostro de máscara.
—Déjeme pensar. ¿Qué puedo decirle acerca de Blass que a usted le
interese? —Lisa se cruzó de piernas y cambió de posición en la silla
imitación Chippendale. En general, aquello tenía el efecto de una creciente
confusión masculina. Steven Cutting era claramente inmune a ese tipo de
cosas. Ni siquiera pestañeó—. La editorial Blass es una maravillosa
compañía pequeña. El abuelo de Vernon comenzó con ella a principios de
siglo en Inglaterra y su padre la expandió aquí, en los Estados Unidos.
Ahora, por supuesto, la oficina de Nueva York es la cola que mueve al
perro. La oficina de Londres es en realidad una subsidiaria, y la sucursal
de París está bien por debajo de la línea en términos de importancia. La
verdadera acción está aquí. —Movió una mano expansiva, que indicaba lo
que se suponía que era el centro de la activa maquinaria Blass.
Lisa miró la habitación desnuda. Parecía un domingo en Filadelfia.
—Francamente Vernon, jamás se interesó por la editorial —continuó
Cutting—, y desde la muerte de su padre la compañía ha estado manejada
por profesionales como yo, aunque las tradiciones de la empresa han sido
celosamente guardadas. —Su voz se hizo reverencial cuando dijo esto.
Guardián de la fe. Campeón de la verdadera religión. Pudo hacer quedar a
la palabra «profesional» como algo sucio y, sin embargo, le había dado el
valor de un pequeño entretenimiento.
—¿Y cuáles son esas tradiciones? —Lisa sintió que sabía lo que venía,
por el rápido análisis que había hecho de Steven Cutting. Pero debía
mantenerlo hablando, debía suavizarlo para el discurso que le daría
después.
Steven Cutting se sentó un poco más derecho. A él le encantaba
hablar de esa parte. Reubicó el abrecartas en un ángulo exacto de
noventa grados con los lápices negro, rojo y azul, que eran los únicos
objetos sobre el escritorio. Por lo que Lisa podía ver, lo último que estas
cosas necesitaban era ser realineadas.
—La mayoría de los otros editores, aquí y en Inglaterra, se ha
orientado desagradablemente hacia lo beneficios económicos —dijo
Steven Cutting—. Ellos publicarían el papel higiénico de Hitler si pensaran

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que se vendería bien. En Blass no estamos interesados en nada de eso.


Publicamos libros a causa de que estos deben publicarse y no por ninguna
otra razón. Contamos nuestras ganancias en términos de la calidad de las
revisiones que conseguimos, no del número de libros que vendemos.
Sentimos que éste es el camino de los caballeros. La calidad antes que la
cantidad. No es mucha la gente en este negocio que pueda decir lo
mismo.
—No puedo imaginar a muchos que deseen hacerlo —Lisa no pudo
resistirse a comentar.
Cutting vaciló. Parecía que pronunciaba con desagrado las palabras
que siguieron.
—Ah, bueno, uno no puede esperar que los extraños comprendan
inmediatamente un negocio como Blass. Vernon posee los instintos
correctos. Está sintonizado con nuestra forma de pensar. Su corazón está
en el lugar correcto.
El mensaje era claro: Lisa era una arribista que debería disfrutar su
breve estadía en el centro del escenario mientras pudiera. No pasaría
mucho tiempo antes de que el bueno de Vernon la arrojara a la pila de
basura de donde ella indudablemente había salido.
La rabia bullía en su interior ahora, el vapor escapaba, la tapa de la
pava de Lisa comenzaba a bailar hacia arriba y abajo.
—Lo que la gente encuentra más irritante es que no nos va tan mal
con esta política. Tenemos la total lealtad del autor y pagamos ese
respaldo con interés. Una vez que uno es un autor de Blass, lo sigue
siendo, incluso después de la muerte. Y como nos manejamos sólo con la
calidad, estamos a la cabeza de todos los escritorios de los revisionistas y
nuestros vendedores van a la línea del frente cuando visitan a los libreros.
—Hizo una pausa, deseando fervientemente que el segundo punto fuera
una fracción de cierto que el primero. Además ya era tiempo de resumir—.
La gran ventaja de estar en manos de una familia que uno podría llamar
de ilustrados dueños ausentes es que uno es libre de evitar la censura del
mercado que tanto estorba a nuestros competidores.
Lisa tuvo el cuadro completo. Blass estaba en manos de esnobs,
estaba administrada por esnobs y producía libros escritos por esnobs, que
estaban dirigidos a un público de esnobs. Los competidores debían de
estar gritando camino del banco.
—¿Cuánto control tiene Vernon? —¿Cuánto control tendré yo cuando
herede? Eso fue lo que Lisa quiso decir.
Cuánto dinero vale el negocio, fue como Steven Cutting entendió la
pregunta.
—Vernon posee todavía el sesenta por ciento, pero francamente no
tenemos muchas ganancias por las razones que le mencioné. Los negocios
como éste tienden a valuarse por la cantidad de dinero que producen, de
manera que su parte sería difícil, si no imposible de vender. Pero no creo
que Vernon piense en deshacerse de ella —dijo, sonriendo con
satisfacción.
Lisa le sonrió. Sesenta por ciento era el nueve por ciento más de lo
que ella necesitaba.
—¿Qué clase de libros publican? Sé que hay tres colecciones de

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poesía.
—Sí, hacemos una especialidad de ésos; las tres colecciones están en
Inglaterra. Poesía. También novelas serias. Biografías de figuras de la
literatura. Bastante material de arte, principalmente en París. Usted puede
imaginarse qué tipo de cosas. Todo de máxima calidad y un gusto de
hacer.
«Un gusto de hacer» había adquirido un timbre sonoro. Lisa juzgó que
era tiempo de hacer su jugada.
—La razón para venir aquí fue para pedir un empleo. Aquí, en Nueva
York.
—¿Qué?
—Un trabajo.
Durante un segundo el aturdimiento se apoderó de sus rasgos
delgados y mezquinos. Luego Lisa vio que los labios comenzaban a
moverse.
—Oh querida, no. No. No. Está fuera de toda cuestión. ¿Un trabajo?
Por Dios, no.
Lisa se dio cuenta de que lo había ofendido. Ahora tendría que
soportar una explicación. El rostro ante ella se avivaba con un placer
cruel.
—Nosotros en Blass creemos en el nepotismo, por supuesto, pero no
consideraríamos llevar pasajeros. Nuestro deber es hacia nuestros autores
y hacia el público que compra nuestros libros, no hacia, me atrevería a
decir, esposas aburridas. Luego está la cuestión de la propiedad. No creo
que le quede bien a la imagen de Blass tener a la esposa del dueño
trabajando, incluso simulando trabajar. No puedo creer que Vernon
realmente lo desee, aunque estoy seguro de que usted fue muy
persuasiva.
Lisa se puso de pie. Había tenido suficiente. Este hombre moriría por
lo que había hecho. Con realismo ella notó que por ahora no obtendría lo
que deseaba. Un hombre como Cutting transformaría cada minuto de su
vida en una miseria, si ella por un segundo se ponía bajo su poder. Había
tenido que abandonar Palm Beach.
Lo que seguía era un exilio dentro de los Estados Unidos. Tendría que
meterse en algún lugar tranquilo para esperar y aprender, para aprender y
esperar. Algún lugar como París, donde se hacían los libros de «arte». Eso
sería para comenzar y para terminar, ella se prometió que la sangre azul
de Steven Cutting estaría en las paredes de su aristocrática oficina, sus
vísceras colgando como decoración de Navidad de la araña de cristal
estilo georgiano. Sería echado junto con sus lápices y abrecartas, y tendría
que ir a buscar trabajo entre las filas de editores que él despreciaba.
—Arrégleme un trabajo en la oficina de París —le dijo—. Hágalo hoy.
En realidad, hágalo ahora mismo. Si no lo hace, regresaré a Palm Beach
inmediatamente y me pasaré el resto de mi vida hablándole a Vernon mal
de usted.
Durante unos segundos Steven Cutting se quedó recostado en su
silla, como un pescado, con la boca que se abría y cerraba mientras
buscaba la respuesta apropiada. Pero sabía que debería hacer lo que Lisa
le decía. El riesgo era grande. ¿Quién sabía cuál era el control que ella

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tenía sobre el idiota de Vernon Blass?


Levantó el auricular de al lado de su escritorio.
—Comuníqueme con Michel Dupré, en París —gritó al teléfono.
Lisa sonrió. Estaba comenzando a aprender cómo conseguir por fin lo
que deseaba y eso era maravilloso.

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Capítulo 15

Paris

Michel estaba completamente quieto, con los ojos fuertemente


cerrados, las piernas juntas, estirado sobre las sábanas húmedas y
calientes. Profundamente en su interior, Lisa amaba la parte viva de él.
Firme y duro, se movía contra las paredes de la prisión que ella le había
creado, probando su fuerza, buscando su debilidad, empujando con
insistencia contra la superficie suavemente resbalosa. Eso era. Ella estaba
haciendo todo, egoísta y hasta generosa en el placer que estaba dando y
recibiendo. Las sensaciones deliciosas flotaban en su mente, ¿De dónde
venían? No solamente desde el lugar obvio. A cada lado de las caderas de
su amante, los pies de Lisa apretaron el duro colchón y los tendones de
sus músculos gimieron de placer mientras se esforzaban por levantar y
bajar todo el peso de su cuerpo sobre el rígido invasor. Para Lisa el dolor
de los músculos y la deuda de oxígeno de los tejidos que se «quemaban»
constituían una fuente de éxtasis inseparable del que le suministraba el
extraño que la había penetrado.
Delicadamente se balanceó mientras los cálidos labios calientes en el
centro de su ser acariciaban la piel del intruso, la alimentaban, la
estrujaban, vibraban a su ritmo, gozando con su arrogante confianza. A
veces quedaba suspendida, envolviendo la punta de su cabeza, tratando
de escapar, deseando estar libre, retirarse del oscuro refugio en el que
jugaba a ser un prisionero no deseado. Luego, como el halcón, volaba
hacia abajo, carcelero imperdonable, hasta que el cautivo era obligado a
entrar en los más íntimos recovecos de la dulce prisión, envuelto y
controlado, humillado y utilizado, gloriosamente impotente.
Debajo de ella, mientras simulaba el sueño de la tumba, Michel Dupré
se adueñaba de la alegría física que lo salpicaba. Sin ver nada, los ojos de
su mente, claros y verdaderos, le mostraron la imagen de la dicha. Las
fosas nasales sentían las maravillosas esencias de la pasión desenfrenada.
Dejó que su amante se pusiera sobre él, que lo penetrara, que lo
poseyera. Sobre su estómago duro y plano podía sentir las nalgas
perfectas, que lo obligaban a estar quieto. Amaba la divina humedad que
era la prueba innegable del deseo de Lisa y parecía que su corazón se
había detenido, sintiendo veneración en su alma. Lisa. Su Lisa. La diosa
que en pocos minutos viajaría con él a las puertas del paraíso, en la
estremecedora verdad del orgasmo. ¿Cuántas veces como ésta? ¿Cuántas
veces más?
Por encima de él, Lisa estaba perdida en el éxtasis. Pero la belleza de
la pasión no era todo lo que ella buscaba y encontraba. Aquí, ahora, era
libre de los deseos molestos que dieron forma y moldearon su existencia.
Era un momento de olvido sublime, un oasis de placer en la rendición del

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corazón, en medio del desierto que representaba el exilio, en las arenas


movedizas del dolor y de la angustia con los que ella recordaba al mundo
y al niño que había dejado atrás. Como queriendo borrar las visiones
inquietantes de Palm Beach y del pequeño Scott, aceleró el ritmo, como
una furiosa amazona que castigaba la silla de la montura que cabalgaba
sin esfuerzo.
Lisa podía sentir cómo empezaba. Dentro de ella, el ser extraño
expresaba su necesidad, su ansiosa intención. Creciendo, latiendo, le gritó
pidiéndole piedad, suplicando su liberación del maravilloso tormento.
Cuando comenzó, Lisa se detuvo. Esa era la forma en que ella había
aprendido a disfrutarlo: suave, quieta, sin movimiento que distrajera la
admirable fuerza cuando la vida fluía. No había retorno. El orgasmo ya
tenía existencia propia. Había empezado y nadie podía evitar un final
sublime. Las ruedas daban vueltas y los dos amantes eran ahora simples
espectadores, salidos de sus cuerpos, suspendidos en la nada mientras
observaban el carro de la felicidad en carrera hacia los acantilados del
abandono.
Ella echó hacia atrás la cabeza y abrió la boca, en el momento en que
la capturaba la familiar aunque siempre inesperada sensación Sólo estaba
en su interior, en silencio, aunque portentoso, susurrando los rumores de
la tormenta que se avecinaba. Tan frágil era la unión. Los besos castos de
amantes sin práctica, el contacto vulnerable, peligroso en su caprichosa
sensualidad. Un movimiento descuidado y él perdería el contacto, y el
precioso momento quedaría destruido en la travesía de las emociones
gastadas y el amor no consumado. Pero Lisa mantuvo la precaria postura
y fue recompensada por las deliciosas sacudidas, los centelleos de luz que
anticipaban la tormenta que se avecinaba. En las puertas de su sexo, ella
adoró esas prometedoras vibraciones y sus músculos se estremecieron al
ritmo del portador del regalo que ella estaba por recibir.
El desesperado grito de advertencia de Michel fue innecesario, un
sonido sin significado en el viento de la pasión, expresándole lo que su
cuerpo ya sabía tan bien. El primer ofrecimiento de amor bañó su cuerpo
caliente y atravesó su mente. Vino de abajo, pero se experimentó arriba.
Húmedo y rico, caliente y fértil, suavizando la excitación, dulce semilla de
la masculinidad.
Ante el impulso que corría dentro de ella, Lisa abandonó la lucha por
el control. Era su turno ahora. Las puertas estaban abiertas y el deseo
reprimido estaba libre. Se hundió hacia abajo, bien abajo, dejando que sus
músculos cayeran, empujando la rugiente máquina de placer hacia el
verdadero centro de su cuerpo. El grito largo, solitario, lleno de angustia,
retumbó en la pequeña habitación, cuando ella rugió su felicidad a los
cielos, mientras los miembros pataleaban, los dedos se retorcían asiendo
las sábanas arrugadas, su cabeza se movía de un lado al otro, testimonio
elocuente de la temeraria alegría que la recorría por entero.
Luego, durante largos minutos, hubo silencio. Sólo sus pensamientos
hablaban mientras los dos amantes contemplaban el viaje a las cumbres y
su descenso al valle del otro lado de la montaña. Apoyada sobre él, con su
hombro cruzándole el pecho, las piernas quietas reteniéndolo dentro de
ella como a un rehén, Lisa fue la primera en hablar.

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—Te voy a extrañar, Michel.


—¿Estás decidida a irte?
—Sabes que sí.
—Pero Londres es tan fría y húmeda. La gente es igual al clima.
Odiarás estar allí, lejos de mí.
Cuando se volvió para mirarlo, el francés intentó una pálida sonrisa.
Apenas llegó a dibujarla.
Era cierto que lo iba a extrañar. Más cierto todavía era que él la iba a
extrañar a ella. Michel Dupré. Cuarenta y dos años de encanto francés y
un cuerpo fuerte que la podía distraer de los pensamientos enfermizos.
Sola y perdida en el aeropuerto Charles de Gaulle, vomitada cruelmente
por el país que la vio nacer, había necesitado a alguien como Michel, y
tuvo todas las razones para estar agradecida. Por supuesto que él se había
enamorado de ella en cuanto acomodó el baúl Vuitton en la parte
posterior de su Citröen destartalado.
Más tarde, durante la comida en la Brasserie Lipp del Boulevard St.
Germain, él ya había comenzado a planear el futuro de ambos. Lisa se
había reído entonces de la encantadora confianza, de las insinuaciones
ocasionales del niño pequeño que estaba dentro del hombre, de su
extravagante romanticismo. Durante unas cortas semanas, ella se había
resistido, pero París había hecho funcionar su magia y Lisa necesitaba un
antídoto para vencer la nostalgia del hogar que la carcomía y el doloroso y
triste deseo de venganza que latía y la quemaba por dentro. Ahora eran
amantes, pero ella no lo amaba y sospechaba que Michel lo sabía.
—Pero Londres es el lugar en el que debo estar. Desde allí puedo ver
todas las operaciones de Blass.
—¿No eres feliz conmigo y mis libros de arte?
No, Lisa no era feliz. Lo había sido hacía pocos minutos, pero la
realidad se había entrometido en su sueño, esparciendo la ilusión con sus
vientos imperdonables. París era un lugar de maravilla. Los franceses
estaban orgullosos de su decadente idioma y de su herencia artística, y
despreciaban el desvergonzado materialismo de los norteamericanos y el
egocentrismo de los británicos. Los libros Blass eran realmente
magníficos, ricos sus colores, fino el papel, exorbitante el precio, mínimas
las ventas.
Había usado al francés sin vergüenza. Usó su cuerpo y su mente. Él le
enseñó a ver con el ojo de los franceses, a hablar con el sutil acento de
Aix, a comprender acerca de estilo y, por encima de todo, le había contado
todo lo que sabía y todo lo que sospechaba acerca del negocio editorial.
Michel había sido un hombre de mundo. Se había ensuciado las manos en
la parte comercial del negocio editorial antes de encontrar la seguridad en
el refugio de Blass, y ahora se había retirado del todo de un negocio para
el que su forma de ser, no estaba preparado. En las torres de marfil de la
publicación de libros de arte él se sentía en su casa, alegremente
anacrónico, obsesionado por la calidad y la belleza, felizmente indiferente
a las realidades definidas de ganancias y pérdidas. De vez en cuando, Lisa
se sentía como Judas cuando él imaginaba su futuro en común, porque era
evidente para ella que Michel se había atrevido a soñar. A soñar con un
tiempo en que la muerte liberaría a la esposa de Vernon Blass de su

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extraña relación. En que ella se volvería hacia el hombre que le había


enseñado, que la había amado y hecho feliz.
Pobre Michel. No podía conocerla nunca ni comprender las fuerzas
que la habían moldeado. No podía sospechar que era irrelevante para ella,
un interludio agradable, nada más ni nada menos.
Como enfatizando estos pensamientos subterráneos, Lisa se alejó de
él, estirando sus largas piernas sobre un lado de la cama desecha. Luchó
para reprimir el deseo de decir algo cruel, algo que destruyera la ilusión
que le había permitido crear a ese hombre.
Se pasó una mano impetuosa por el cabello empapado de sudor y
echó hacia atrás la cabeza, sacudiéndose la responsabilidad del amor. En
la ducha, más tarde, ella contemplaría el proceso de disociación.
¿Qué había dicho él? ¿Era feliz con él y sus libros de arte?
Se puso de pie. Peligrosa y sabia en su belleza. El amor lastima. El
amor mata. El amor perdido necesita desesperadamente ser vengado.
—Dije que te extrañaría, Michel —le manifestó a aquellos ojos
enfadados.
Pero mientras lo expresaba, la mente de Lisa ya estaba marchando
por las calles mojadas, evitando los ómnibus de dos pisos de color rojo
sangre y los taxis de forma extraña, abriéndose camino lentamente a
través de las plazas de Bloomsbury, aprendiendo lo que necesitaba saber
de la compañía que un día planeaba poseer.

Londres

Era uno de esos días londinenses en que la fría humedad llega al


cerebro e invade los músculos, impulsando a todos a un pozo profundo de
pesimismo y letargo. Afuera, la lluvia caía silenciosamente sin parar,
decidida a hundir al mundo gris, desde donde ella caía a un lodazal de
desesperanza. En las oficinas de Bedford Square de la casa editorial Blass,
casi todos habían sucumbido a esa sensación de abatimiento, después de
dos semanas de condiciones climáticas horribles, que habían impuesto la
melodía psicológica que ellos bailaban. Lisa no era una excepción. Estaba
sentada de mal humor detrás de un enorme escritorio que llenaba la
pequeña habitación y hacía garabatos en un anotador con un marcador de
fibra, mirando en ocasiones a través de la ventana sucia la pared de
ladrillos rojos que era el único paisaje.
Alrededor de diez veces por día, en situaciones como ésta, pensaba
con nostalgia en el sol de Florida y comparaba la anémica, triste lluvia de
Londres, con la de Palm Beach. Allí la lluvia era una experiencia
limpiadora, un golpe corto y agudo de cálida energía, que ahuyentaba la
humedad de la atmósfera, preparando el escenario para el regreso triunfal
del sol. Aquí la lluvia era un fin en sí misma, un flagelo del espíritu, un
forjador del carácter, un impedimento para conseguir la felicidad. Su
principal logro había sido la creación del displicente ojo de los ingleses.
Para peor, el entorno venenoso que tan insensiblemente había conjurado
era un hábitat excelente para alguno de los virus más desagradables que
el mundo hubiera conocido. Hacía cinco largos años que Lisa había

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abandonado Palm Beach y ella tuvo que reconocer que durante ese
tiempo había adquirido experiencia de todos ellos. Con la regularidad del
reloj, esos virus habían ido apareciendo en los momentos menos
convenientes, dejándola triste, llenando su mente de algodón, poniendo
áspera como papel de lija la parte posterior de su garganta, atorando sus
pulmones con la basura acumulada de esa triste ciudad. Podía jurar que
en ese mismo momento la estaban alimentando una vez más. Debajo del
suéter azul y de la falda tableada de lana, cambiaba de temperatura,
sintiendo frío y calor, a un ritmo que no parecía coincidir con las
excentricidades del sistema de ventilación.
Miró la hora en su reloj Hublot, el mismo que ella debería estar
usando al nadar en las cálidas aguas del Gulf Stream. Las once en punto.
Eso significaba el té y Mavis. Durante un breve instante el espíritu de Lisa
pareció resurgir. El té no era verdaderamente eso. Era un líquido marrón,
de gusto a plástico, que se servía en una taza diseñada específicamente
para quemarse los dedos. Pero en general estaba caliente y poseía una
limitada cantidad de cafeína. Mavis, sin embargo, era lo real, una genuina
dama del té con una filosofía acerca de la tristeza que hacía que las
depresiones inducidas por el clima de todos los días parecieran los altos
emocionales de un maníaco. Basada en el principio de que siempre hay
alguien que está peor que uno y que el ser consciente de eso es el primer
paso a la satisfacción, el efecto de Mavis sobre los trabajadores de Blass
era verdaderamente un tónico infinitamente más valioso que el insípido
líquido que ella ofrecía.
Lisa sonrió cuando oyó el golpe en la puerta. Rezumando melancolía
concentrada de todos sus poros, Mavis entró fatigosamente en la
habitación.
—Buenos días, Mavis —saludó con alegría Lisa, conociendo de
antemano exactamente la respuesta que recibiría.
—No hay nada de bueno —fue la predecible respuesta—. Tres
muertos en un choque de trenes y la muela de mi Len con una infección.
Mavis tenía una forma especial de colocar juntos diferentes tipos de
tragedia y entremezclarlos en el tapiz de la desgracia. Todo era
considerado como personal, ya fuera un terremoto en Chile o la costumbre
de su cocker spaniel de orinar sobre el sofá.
—Oh, querida —dijo Lisa comprensivamente—. Espero que se mejore
de la muela.
—Sospecho que tiene envenenada la sangre. En general es así. Por
supuesto, así piensa el doctor. La sangre no está bien.
Lisa tomó un sorbo de la horrible infusión. Como siempre el capítulo
de Mavis sobre los desastres le levantaba el ánimo.
—Sabes, Mavis, el mes próximo se cumplirán cinco años de que estoy
lejos de mi casa.
Mavis dejó caer su cabeza a un lado y la miró con cierta sospecha.
—Parecen más de diez —le dijo por fin, con el rostro sombrío como
una tormenta—. Fueron cinco años espantosos. Si los próximos son
iguales, podríamos hacer bien en renunciar.
Flemáticamente, se apoyó sobre la mesita rodante en la que traía el
té, considerando las ventaja de una visita guiada a través de los cinco

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años de tragedia. ¿Por dónde comenzar? Tantas cosas malas. Algo la


frenó.
—Oh, bueno. Hay que seguir luchando, eso es lo que digo. Hay que
luchar, aunque a veces no sé por qué nos molestamos.
Lisa rió, pero después de que Mavis se fue, las palabras no se habían
ido. Cinco años espantosos. Cinco años terribles desde aquel día en que le
dijo adiós a Maggie, al pequeño Scott y a Palm Beach.
Contempló con tristeza su escritorio. La agenda abierta le llamó la
atención. ¡Caramba! Casi se olvidaba. Tenía una comida. Charles Villiers.
En Le Caprice a la una. Lisa sintió que su espíritu se levantaba.
Normalmente la idea de la comida con el jefe habría tenido el efecto
contrario. Pero hoy sería una distracción. De todas maneras, había algo
que ella deseaba de él. Y mucho, verdaderamente.

Le Caprice, el restaurante de moda de St. James, era tan bullicioso


como un abejorro ocupado, pero Lisa era indiferente a todo el alboroto que
había a su alrededor. Estaba tratando de vender algo como si toda su vida
dependiese de ello y ya podía sentir que estaba al borde del fracaso.
—Charles, ¿lo has leído? No quiero decir si le diste una lectura rápida,
si no si realmente lo leíste. Te digo que este libro será número uno para
siempre. Te lo juro. Lo sé, de verdad.
Charles Villiers echó hacia atrás la cabeza y produjo una de esas risas
lastimeras que a las secretarias les gustaba copiar. Era una especie de
risotada, pero estaba profundamente involucrada con la nariz y siempre
finalizaba como con un bufido.
—Sí, lo hice realmente. Uno sí puede leer, ya sabes.
Tres años en el negocio editorial de Londres le habían enseñado a
Lisa la importancia del acento de Eton, las señales secretas que podía
transmitir, su nivel nacional como distintivo de privilegio y clase alta, pero
jamás dejó de maravillarse ante él. Era una obra de arte fonética, no había
duda, una mezcla entre una voz nasal aguda y el tipo de sonidos que se
pueden esperar de una persona con tétanos.
La versión de Charles Villiers era para Lisa la estándar, contra la que
todas las demás se podían juzgar. El no tener mentón parecía ser una
ayuda, pero entonces también lo era esa confianza aceitada, el rostro
agresivamente ario, la frente ancha y el cabello corto y enrulado. En
síntesis, los pedacitos de Charles Villiers eran inseparables. Todas las
piezas encajaban: la corbata Turnbull y Asser de pintitas blancas y azules
combinaba con la camisa Harvie y Hudson color crema; el traje de franela
con saco de amplias solapas hacía juego con los brillantes zapatos
abotinados de Lobb, que por lo menos habían dado servicio a una
generación. Los puños angostos; los gemelos delgados, modestos,
gastados por los años que tenían el deslucido distintivo de la familia, los
tiradores de color rojo sangre, las medias negras de lana, todos eran
demostraciones poderosas de todo lo que Charles Villiers valoraba. Así,
uno sabía que cazaban faisanes, preferían para sus vacaciones las
montañas de Escocia a las playas europeas, «mataban» salmones en lugar
de cazarlos. Un pequeño error, como gemelos muy adornados, un pañuelo

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de bolsillo prolijamente doblado o zapatos de Gucci, habría revelado


instantáneamente a un impostor, a un arribista, a una imitación de alumno
de colegio privado. Pero nada arruinaba el efecto aristocrático, ni la loción
para después de afeitarse, ni las vocales mal colocadas, ni la presencia de
calidez, ni una pizca de simpatía.
Era un espécimen perfecto y a Lisa le disgustaba con una intensidad
que rayaba en la paranoia.
Lisa se apoyó en la mesa y dejó que el entusiasmo fluyera de ella.
Tenía a toda costa que ganar eso.
—Bueno, ¿no es simplemente maravilloso? Quiero decir el libro y los
personajes. La muchacha es un genio. Tenemos que tenerla en la lista.
—¿En una lista de Blass, Lisa? Recuerda el tipo de compañía que
tenemos aquí. —No era necesario que se lo recordase. Charles Villiers y
Steven Cutting cantaban al unísono, como habas de la misma vaina.
—No lo aceptarás.
Era una afirmación. Charles Villiers jamás aceptaba nada de lo que
ella sugería. Había sido una esperanza largamente acariciada. Se dejó
caer en la silla. Otra derrota más. Un autor brillante que se desperdiciaba:
Incluso otra oportunidad de oro que se perdía. Era frustrante. ¡Carajo! Este
hombre entendía tan poco. Desde su llegada del refugio seguro de París,
él se había desviado de su camino sólo para hacer que la vida de ella se
volviera miserable.
Había comenzado intentando dirigirla como su superior, con un
chovinismo natural que formaba parte de su ser tanto como la loción para
el cabello Royal Yacht y su pertenencia al club Whites y Turf. Luego, en
una cena en Eaton Square, con su mujer seguramente internada en el
hospital de St. Mary por haber producido estoicamente el cuarto hijo, y
con la frente que le brillaba por la transpiración como consecuencia de
haber bebido demasiados Kümel con hielo, él le había hecho una
proposición. Lisa no midió sus palabras. Le dijo en la cara que lo
encontraba tanto física como moralmente repugnante. Él nunca pudo
perdonarla. No le importaba en absoluto la parte física. Un ex alumno de
Eaton no se basaba en cosas como ésas. Pero para Charles Villiers era
imperdonable sugerir que se había «comportado mal», era tan inaceptable
como ser acusado de ser un «borracho peligroso» o de haber trampeado
en el backgammon. Desde ese momento le había resultado difícil mirarla a
la cara y se había encargado personalmente de que su progreso en Blass
de Londres se hiciera a lo largo de un camino literalmente revestido de
malezas.
A pesar de los obstáculos tan tenazmente colocados en su camino,
Lisa había avanzado. En los primeros días había hecho de todo menos el té
de Mavis. Había leído pruebas hasta que se le caían los ojos, pasó meses
de tedio paralizante en el departamento de contabilidad y soportó la
ineficiencia de los estudiantes de Oxford con pretensiones de editores y de
las debutantes efusivas y seguras, de las que se pensaba que tenían
valiosos «contactos» y un buen entrenamiento social. Con desesperación,
se ofreció voluntariamente para salir a la calle como representante de
ventas y pasó así tres meses desgarradores sumergida en el polvo de las
librerías de algunos condados, intentando la insuperable tarea de vender

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PAT BOOTH PALM BEACH

los horribles libros de Blass a viejos incompetentes que habían soñado que
la venta de libros les proporcionaría la forma de vida de un «caballero».
Trabajó tanto, de una manera tan formidable y eficiente, que incluso
Charles Villiers no pudo evitar ofrecerle un puesto, primero como editora y
luego como socia.
Lisa miró de mal humor todo el restaurante. En tres años muchas
cosas habían cambiado, pero muchas habían permanecido igual. Los
retratos de David Bailey estaban todavía en las paredes: Mick Jagger,
Roman Polanski, ahora héroes míticos, como los Harlows y Russells de
otros tiempos.
Charles Villiers hablaba monótonamente, con palabras que salían de
su boca llena de algodón.
—En realidad es algo trivial… no puede salir de lo común… suficiente
para la gente… publicar este tipo de basura…
Lisa bostezó con rudeza. Se recostó en la silla y se miró las tetas,
mientras éstas empujaban ansiosas contra la blusa de seda.
—Ahora un escritor decente… se basa en el sexo… final pueril…
Pero Lisa no lo escuchaba. Lo había abandonado por la arena caliente
y el sol del mediodía. Y por el desafortunado niño que ella había dejado de
ver durante tanto tiempo.

El golpe de Mavis en la puerta sacó a Lisa de sus recuerdos. Afuera la


lluvia golpeaba contra la ventana, dibujando locas figuras, completamente
indiferente al misterioso viaje mágico de Lisa por los caminos de la
memoria.
—Adelante.
—Telegrama, Lisa. Me parece que alguien se murió.
—Pesimismo terminal, Mavis —bromeó Lisa.
Optimismo terminal, debería haber dicho. El telegrama era breve e
iba al grano. LAMENTAMOS INFORMAR VERNON BLASS FALLECIÓ 7 P.M. HORA LOCAL, 14 DE
DICIEMBRE. FAVOR CONTACTAR OFICINAS BROWN, BAKER, MCKENZIE 305-555-3535. SINCERAS
CONDOLENCIAS.
Se suponía que en momentos así las cosas debían flotar ante los ojos.
Pero no lo hicieron en ese caso. Lisa jamás había visto en su vida tan
claramente. Tenía vista biónica. Debe ser así cuando se toma cocaína. Las
palabras brillaban mientras el mensaje llegaba cómodamente a su
cerebro. Se había acabado. La espera había llegado al final. Su marido
estaba muerto. Podía, por fin, volver a casa.
Mavis, espiando a través del escritorio, pudo ver al instante que su
peor sospecha se confirmaba. Había ocurrido algo de terrible importancia.
Una relación cercana por lo menos, quizás incluso un niño. Se preparó
para la horrible información y también para grabar de modo indeleble el
momento en su memoria, para su posterior regurgitación en el bar. Así la
historia sería bastante buena.
Lisa Blass se levantó de su silla como un boxeador golpeado que
reacciona por reflejo ante la campana. Dio la vuelta a su escritorio a la
velocidad de la luz. En menos de un segundo los rodearon a Mavis fuertes
brazos y sus pies dejaron el suelo, mientras sus oídos parecían aturdirse

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con sonidos de guerra. La respiración se le cortó por la fuerza del abrazo.


—Entonces, alguien murió —pudo por fin articular.
—Sí, sí —fue la alegre respuesta—. Mi marido. Está muerto. Está
muerto. Oh, Mavis, el viejo sucio, el viejo lascivo por fin se murió.
La diferencia horaria encajaba justo con la hora de apertura de las
oficinas legales de Brown y Baker. Qué conveniente que era esto, pensó
mientras esperaba una comunicación internacional. Qué amable de parte
de Vernon morirse a la hora correcta.
—Cuánto lo sentimos… —Lisa interrumpió las tradicionales
respuestas.
—¿Me dejó las acciones de la editorial? —ladró en el teléfono.
—Sí, por supuesto. ¿No sabía? Estaban a la orden conjunta, la de los
dos. Eso significa que no tenemos que esperar para arreglar la
transferencia. El cónyuge sobreviviente toma inmediata posesión.
—¿Puedo votar ahora? ¿En este preciso instante?
—Técnicamente sí, desde el pronunciamiento legal de la muerte. Eso
fue anoche.
—¿Y la casa?
—Usted es la única heredera. Acerca del funeral. Regresará…
Pero Lisa había oído más que suficiente.
—Lo llamaré más tarde —dijo y cortó la comunicación.
¡Oh, Dios, esto sería bueno! Increíblemente bueno.
No golpeó en la puerta de Charles Villiers. Entró directamente. Era
agradable comprobar que parecía irritado por la infracción.
Estaba en una reunión. Una de ésas a las que Lisa no era invitada.
Algo era evidente. Él no se había enterado de la muerte de Blass.
—Hola, muchachos —dijo Lisa tan vivazmente como le fue posible.
La joven de St. Mary's Wantage y el editor de Northfallen Lodge
intercambiaron miradas sutiles. La hija de un conde, que estaba al frente
del departamento de publicidad le sonrió con superioridad.
Lisa dio unas vueltas por la habitación, con una mano apoyada
lánguidamente sobre la cadera. En la vida hay momentos de extraña
belleza. Éste sería uno de ellos.
—Estábamos revisando la lista de primavera —dijo Charles Villiers a
modo de explicación por lo que era claramente una reunión clandestina.
—¡Qué deprimente! —exlamó Lisa.
—¿Qué quieres decir con «deprimente»?
Lisa lo miró. Tuvo la esperanza de que eso fuera como un tiro en el
estómago. Una muerte lenta, dolorosa.
—Quiero decir que es deprimente pensar en una miserable colección
de basura pretenciosa que se regocija con el nombre de «lista de
primavera», eso es lo que quiero decir.
Alrededor de la mesa de reuniones las bocas comenzaron a abrirse.
Una tapa había sido claramente pateada. ¿Lisa Blass bebía? ¿Estaba
drogada?
Recorrió los rostros. Luego sus ojos vagaron por la habitación. Era
demasiado bueno para ser cierto. Detrás del escritorio de Villiers estaba la
gran silla de cuero, que le pertenecía a Villiers, vacía. Él estaba sentado
con los esbirros en la larga mesa de caoba.

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Se dirigió lentamente hacia esa silla, consciente de las miradas


penetrantes sobre sus anchos hombros, su delgada espalda, sus nalgas de
primer premio. Mientras caminaba se volvió para mirarlos por encima del
hombro, con una gloriosa sonrisa que jugaba sobre su rostro radiante.
—Sí —murmuró casi a sí misma—. Pienso que no es mucha la gente
que va a extrañar la lista de primavera, fuera de esta habitación, quiero
decir.
—Lisa, por el amor de Dios, deja de hablar tonterías. ¿Te sientes bien?
—La exasperación era palpable. Charles Villiers estaba profundamente
irritado.
—¿Si me siento bien? —dijo Lisa, con voz incrédula—. Puedo decirte
que hace años que no me sentía tan bien. —Alcanzó el escritorio. Mientras
se sentaba pesadamente en el puesto de director agregó con malicia—.
Creo que la viudez me sienta bien.
Parecía que había transcurrido un siglo desde que cayó la bomba.
Uno por uno, los integrantes de su público comprendieron la noticia. Para
ser justos, Charles Villiers fue el primero. Su rostro empalideció y sus
pensamientos corrían más rápido que las palabras:
—Quieres decir que… Vernon está… —alcanzó a decir.
—Muerto —dijo Lisa alegremente. Puso sus pies sobre el escritorio de
cuero, aquel que Charles Villiers mantenía libre de objetos punzantes para
proteger la superficie—. Sí —repitió reflexivamente—. Muerto como un
cordero. Y los abogados me dicen que soy su nuevo jefe. Así de simple.
Todos estaban allí ahora. Alineados frente al pelotón de fusilamiento.
La lista de primavera no sería el único desastre.
—Y eso me otorga el enorme placer de decirles a todos ustedes que
están despedidos. Todos ustedes.
Lisa dejó escapar un suspiro cargado del más profundo placer,
mientras hacía correr el taco afilado de su zapato sobre la inmaculada
superficie de cuero del escritorio de Charles Villiers.

Durante lo que pareció un siglo el teléfono sonó sin que nadie


contestara. Por favor, Dios, que ella esté allí. Por favor, Dios, que no haya
firmado con nadie más. Anne Liebermann. Pensó en sus ojos molestos
cuando Lisa le dijo que Blass no se ofrecería para Big Apple; pensó en sus
ojos, descreídos cuando Lisa había tratado de decirle que el libro era
verdaderamente un ganador, pero que el jefe de Blass lo había pasado por
alto; pensó en aquellos grandes ojos marrones que habrían subyugado a
los públicos de costa a costa y que parecían un sueño sobre la cubierta de
la revista People. Anne Liebermann, con el potencial de vender más libros
que el mundo ladrillos.
—Habla Anne Liebermann. —contestó por fin una voz suave.
—Soy Lisa Blass, de Editorial Blass.
—Hola. —el tono era neutro.
—Escúcheme, iré al grano. Hubo cambios de gerencia aquí en Blass y
ahora estoy en posición de hacerle una oferta para su libro. ¿Está todavía
disponible?
Hubo una larga pausa y lo que sonó como un suspiro.

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—Me temo que tengo una especie de promesa con Macmillan. Ellos
realmente no han hecho todavía una oferta concreta, pero me
prometieron que la van a hacer.
—Sea como fuere, le doy el doble y usted puede tener un contrato
firmado en el tiempo que me lleve ir en taxi hasta su departamento.
Anne Liebermann, cuyos personajes eran muy decididos, demostró
que había encontrado material de referencia en su interior.
—Acepto —dijo casi antes de que Lisa hubiera terminado de hablar.
—¿Estaría interesada en un trato con tres libros, con derechos en
todo el mundo, estructura a través de Blass en Nueva York?
—¿Estoy oyendo bien? —se rió Anne Liebermann—. Sólo tomé un gin
con agua tónica.
—No se mueva de ahí. Estoy en camino con los contratos y el Moet —
dijo Lisa mientras cortaba de golpe la comunicación.
¿Cómo se suponía que debían andar las cuerdas del corazón de uno?
«Zumbando como balas». Eso era. Habían ido zumbando como balas. Sólo
Dios sabía lo que les sucedería a Anne Liebermann y a Blass cuando
llegaran al primer puesto en la lista de best-sellers del New York Times.
Lisa tomó de su escritorio un borrador de contrato y algunas hojas
con membrete de Blass. Los abogados podrían revisarlo más tarde, pero
ahora simplemente necesitaba algo para escribir.
Durante un segundo, Lisa se quedó de pie, inmóvil, tratando de
detener el alboroto de pensamientos. Desde la habitación de al lado se oía
lo que podría bien ser el sonido de lágrimas y de voces exaltadas. ¡Dios,
los cabrones estaban agitados! En cualquier momento vendrían a
protestar, amenazar, halagar, suplicar, a pedirle que tuviera «mejores»
instintos. En cualquier momento todo el personal aparecería arrastrándose
a su alrededor mientras trataban de lamerle el trasero, tratando
fervientemente de salvar sus departamentos, hipotecas, amantes, novios
y esposas, su orgullo y sus prejuicios. Tratarían primero en forma colectiva
y luego individualmente. Todos, o casi todos, lo intentarían en vano.
Jugaría el papel de Dios con respecto a su futuro y disfrutaría cada minuto
en venganza por los insultos, por todos los años de forzoso sometimiento
a la arrogancia terminal y a la ineficiencia de los aficionados, a la
hipocresía pegajosa y la torpeza trascendental. Pero ahora había otro
llamado que hacer. Disco el 142 de informaciones.
—Pan American, por favor. Reservas —dijo rápidamente. Lisa Blass
podía regresar por fin, a casa.

Salió de lo que los ingleses llamaban «ascensor» como una bala


humana arrojada en los circos de otros tiempos. Sin esfuerzo pasó a
través de las puertas vaivén de las oficinas de Blass en la avenida
Madison. La recepcionista saltó como si hubiera sido disparada de su
asiento.
Lisa vestía unos vaqueros ajustados de color azul, una camiseta con
la inscripción CHUPETES DE LA POBREZA y una chaqueta de martas cibelinas con
grandes bolsillos aplicados. Los zoquetes blancos asomaban en la parte
inferior de los vaqueros y desaparecían en unos mocasines marrones de

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cocodrilo. Su cabello estaba peinado hacia atrás y todo el conjunto


anunciaba a gritos el estilo seguro de Europa. Lisa Blass, por fin, estaba en
casa y ya no era una niña. Había crecido.
Al principio, la recepcionista no la reconoció. La energía de su llegada
y su aspecto llamativo habían sido la razón por la que se había puesto de
pie de un salto.
Ahora se presentaba la verdad. La recepcionista era efusiva pero sus
nervios eran evidentes.
—Oh, señora Blass. No la reconocí. La esperábamos. Qué maravilloso
volver a verla. El señor Cutting canceló todas las entrevistas de la mañana
para estar disponible apenas usted llegara.
Lisa estaba ardiendo, alimentándose con octanos de combustible y
acariciando en su mente el trabajo que estaba por hacer.
—Hágame un favor —le dijo Lisa desagradablemente—, cancele
también todas sus entrevistas de la tarde. En realidad, ya que está, podría
tirar su agenda a la basura. —No esperó para saborear la expresión de
confusión y horror que se formaba en el rostro de la vieja recepcionista.
Conocía el camino. Había estado allí antes.
Steven Cutting se puso de pie cuando Lisa entró repentinamente a su
oficina. Ningún condenado a muerte para la hora de la comida había
tenido peor mañana que el presidente de la Editorial Blass. En un
desesperado intento por producir orden en su mundo amenazado
repentinamente, había acomodado y vuelto a arreglar los lápices hasta
que formaron un triángulo más preciso que trazado con transportador. La
expresión en el rostro de Lisa no hizo nada por calmarle los nervios ya
destruidos.
—Lisa… después de todos estos años… pobre Vernon… —Con las
manos trató de acompañar los que estaba balbuceando.
—Mierda —dijo Lisa en voz alta. Se dejó caer en un sillón y puso una
pierna por encima de uno de los brazos, dejando que el zapato de
cocodrilo colgara de su pie.
—Oh —dijo Steven Cutting.
Lisa se sintió como un francotirador en un salón de exposiciones. Una
muchacha se puede enganchar con esto. Es mucho mejor que el sexo.
Steven Cutting tenía preparado un discurso. Era un poco como la
solicitud de último momento de un condenado que espera su ejecución.
Incluso tenía un sabor vagamente legalista.
—Señora Blass, sería un tonto si no admitiera que cometí un error al
subestimar su contribución a Blass. Tengo razones para lamentarlo. Y
lamentarlo mucho. Espero que usted me dé una oportunidad para
rectificarme, para hacer lo correcto. Sé que podemos trabajar bien juntos
si…
—Ajá —dijo Lisa interrumpiéndolo. Llevó la otra pierna por encima de
la que ya tenía apoyada.
—¿Tiene usted contrato con Blass?
—¿Un contrato? Un contrato con Blass. —Cutting se veía como si
fuera a morir, como si la palabra «contrato» fuera completamente extraña
para él, un verbo, quizás, en swahili—. No. No tengo contrato. En Blass
jamás creímos en los contratos. La palabra de un caballero…

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—Tiene tanto valor como una metáfora —dijo Lisa, completando la


oración de Cutting. Notó que él había utilizado el tiempo pasado cuando se
refería a Blass. El gusano estaba llegando a mitad de camino del filo del
cuchillo. Lisa respiró profundamente. ¿Era ése el perfume del poder
mezclado con su Paloma Picasso?—. Sí —reflexionó—, los acuerdos entre
caballeros no importan mucho cuando el «caballero» en cuestión se está
midiendo el largo de su mortaja en una funeraria de West Palm.
Steven Cutting se irguió como si estuviera frente a un pelotón de
fusilamiento.
—¿Debo entender que usted ha decidido prescindir de mis servicios?
—le preguntó sin necesidad—. Si es así, entonces estoy seguro de que
debería haber alguna compensación. Después de todos estos años.
Era tiempo del golpe de gracia.
—Señor Cutting, en quince minutos quiero que esté en la calle. Y se
va a ir sin nada. Déjeme decirle esto. Si toma algo de aquí, incluyendo sus
lápices de mierda, personalmente lo arrastraré por todas las cortes
judiciales de la Tierra, con la ayuda de Dios.

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Capítulo 16

El pequeño Scott Blass sabía que éste sería un día importante, pero
no estaba muy seguro de la razón. Una persona atemorizante llamada
«mami» venía para interrumpir su mundo acogedor y a él no le
entusiasmaba demasiado la idea. Presionó su nariz contra la defensa de
alambre que rodeaba el aeropuerto y se estremeció involuntariamente, en
parte por anticipación, en parte como reacción ante el aire frío de la
mañana. Su pequeña mano se cobijaba en la de la señora McTaggart.
—Nana, ¿mami es buena? —preguntó inseguro.
—Por supuesto que mami es buena.
La respuesta carecía de convicción y Scott lo percibió. Mami era
buena como lo era el budín de arroz, como lo «verde» era bueno, como
era bueno lavarse el cabello.
La señora McTaggart percibió esto y trató de componer las cosas.
—Todas las mamis son buenas —agregó sin mucha convicción.
—Desearía poder haber ido al colegio hoy.
La escuela Wee Wisdom Montessori en Flager y el tierno cuidado de la
divina señorita Heidi eran infinitamente preferibles a esta pequeña
excursión hacia lo desconocido. Sin embargo, los aviones eran siempre
divertidos.
—¿Está mi mami en uno de ésos?
—No, tesoro. Ése es uno pequeño. Mami viene en uno grande.
Eso acabó con sus expectativas. Quedaba claro que mami era una
persona grande que llegaba en cosas grandes y hacía grandes cosas
también. De lo contrario, ¿por qué tenía puestos sus mejores pantalones
de franela gris y los zapatos negros y la camisa blanca superlimpia?
Suspiró y dijo lo que pensaba:
—Creo que no me va a gustar mami.
—Tonterías, tesoro. A todos les gusta mami.
«Excepto a mí», pensó la señora McTaggart, ajustándose el ancho
cinturón de su inmaculado uniforme. La amable dama escocesa no podía
entender que alguien pudiera tratar a un niño en la forma en que Lisa
había tratado al pequeño Scott. Separarse del marido después de una
semana de matrimonio y dejar al niño en manos de otro sin mantener un
contacto directo durante cinco años parecía un castigo cruel, fuera de lo
común y sin garantías. Durante aquel tiempo, ella misma había aprendido
algunas cosas acerca del papito que hicieron que incluso su flemática
sangre se cuajara. Quizás aquello excusó la partida, pero ciertamente no
explicaba la insensible indiferencia hacia un bebé inocente.
Afortunadamente, ella había estado allí para llenar el hueco y ahora el
niño era suyo en el amor como si ella lo hubiera parido. El padre se había
mantenido lejos del camino de ambos y, en las ocasiones en que había
intentado alguna influencia, había sentido la aguda lengua celta, una

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experiencia tal que, a diferencia de Oliver Twist, ese hombre no había


vuelto a intentar.
De manera que Scott había alcanzado la edad en la que el carácter ya
está formado, según los jesuitas, sin conocer ni al padre ni a la madre y, a
pesar de sus valientes esfuerzos como madre sustituta, las cicatrices
estaban a la vista. La confianza de Scott era impresionante para los de
afuera pero en realidad disimulaba su debilidad. Parecía un líder,
preparado para la aventura, pero en el interior era una pequeña alma muy
frágil, vulnerable y sola, alimentando el gran vacío en su corazón donde su
padre y su madre deberían haber estado. Por eso, Nellie McTaggart no
podría perdonar, ni lo haría, a Lisa Blass. Por eso y por su regreso
repentino e indeseado. Si llegaba ahora e intentaba reclamar lo que tan
malvada y caprichosamente había abandonado, entonces era posible que
Scottie se destruyera en la turbulencia, el caos y la confusión.
La boca de la niñera se endureció perceptiblemente ante este horrible
pensamiento y la sangre de su raza combativa comenzó a templarse ante
la idea del conflicto que se avecinaba. Ella iba a luchar por el pequeño
cuya manita estaba en la de ella. Técnicamente, podría ser una sirvienta,
pero estaba orgullosa de ejercer una antigua profesión cuyo nivel se
venera en las brumas de la mitología. No era simplemente una niñera
inglesa, sino una niñera para Scott. Condes y duques, políticos y jueces de
la Corte Suprema, todos habían sido sólo niños buenos, amables y limpios
cuando se enfrentaban a la gobernante de hierro del cuarto de niños, a
aquélla que los había entrenado y les había enseñado las p y las c.
—Vamos, tesoro. Vamos a esperar al pie de la escalera. Podemos ver
a mami mientras baja.
El regreso de Lisa Blass fue muy diferente a su partida. En primer
lugar, ahora venía con una comitiva. Dos secretarias, prolijas y eficientes,
llevaban sus Canon portátiles así como también el equipaje Vuitton de
mano de Lisa. En la escalerilla, se quedaron detrás y a cada lado, como
una guardia pretoriana, dando marco al acontecimiento.
Luego, estaba la imagen de Lisa que se veía ahora. No era la gran
persona que había imaginado la mente infantil de Scott, pero su cabello
largo echado hacia atrás, su saco de tweed Kenzo de anchas hombreras y
la falda que acentuaba los contornos de su cuerpo, conformaban una
fuerza formidable que producía inmediata atracción.
«Ella pareció —pensó la señora McTaggart—, absolutamente
sorprendida de verlos». Lisa estaba sorprendida, pero no por su presencia.
Cuando dejó bajar su mirada por la angosta escalerilla, un símil
perfectamente formado de Bobby Stansfield la miraba, con los ojos que
seguían el dedo señalador de la niñera.
Lisa había estado preparada para cualquier cosa excepto para
aquello. ¿Scott Starr? ¿Scott Blass? Oh, no. Su hijo era Scott Stansfield.
Cuando la escalerilla la depositó frente a él y el niño avanzó un paso
hacia ella, con los dedos de su niñera que lo empujaban por la espalda,
Lisa encontró que era difícil respirar. Aquellos penetrantes ojos azules, el
cabello color arena, la boca, la forma de las orejas. Dios, ¿cómo podría ella
vivir con esta criatura mientras odiaba al hombre que lo había producido?
—Bienvenida a casa, mami —dijo la voz acusadora de Nellie

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McTaggart—. Besa a tu madre —dio las órdenes teatrales al niño.


La boca Stansfield se dibujó en una línea decidida.
—No quiero —dijo.
—Por supuesto que sí, cariño.
—No.
—No importa. Más tarde habrá tiempo para eso —dijo Lisa,
preguntándose si alguna vez lo habría realmente.
¿Qué era lo que sentía? ¿Se encuadraba la emoción con lo que ella
debería sentir? Para nada. Se sentía impactada por el extraordinario
parecido pero aquello era perturbante. La agitó, pero no la atrajo. Era una
personita. Linda, hermosa incluso, pero no era suya, no era parte de ella,
incluso él parecía saber eso. De alguna manera, era la falta de sentimiento
lo que más la preocupaba, el vacío donde debía estar el amor. Aquello le
recordó el daño que el mundo le había hecho a ella. En lo exterior ella
había sobrevivido intacta, pero en su interior las heridas eran horrendas,
su personalidad estaba retorcida y llena de cicatrices. Para eliminar el
dolor, ella había tenido que renunciar a los sentimientos de ternura,
dejando solamente como emoción la venganza. Intelectualmente, ella
sabía qué daño debía haberle hecho a aquel inocente que la miraba con
ojos acusadores, pero emocionalmente era difícil que le importase.
—Debemos conocernos desde el principio, ¿no te parece? —dijo tanto
para sí como para cualquier otro, pero ya mientras el chófer se adelantaba
para organizar las maletas, ella estaba pensando en otra cosa, en el
enorme préstamo hipotecario sobre las oficinas de la avenida Madison y
en los cuatro millones que había pedido al Citibank con la garantía de las
acciones de Blass. El dinero ya estaba trabajando y en pocos días los más
refinados editores y los autores de mayores ventas habían recibido ofertas
difíciles de rechazar.
Había apretado a fondo el acelerador; era un juego peligroso y de alto
riesgo el que Lisa estaba jugando, pero los largos años de soledad la
habían transformado en una persona ávida de éxito. Quería tenerlo ahora.
Como había soñado el poder que un día heredaría, Lisa eligió como blanco
a los hombres y mujeres que deseaba. El plan había estado allí, sólo se
necesitaba la muerte de Vernon Blass y que él mantuviera su palabra para
que todo se pusiera en acción.
Mientras caminaba hacia el Rolls, con un hijo curioso que la seguía, ya
le estaba hablando por encima del hombro a una de las secretarias.
—Mándales un memo a Ken Farlow en Rights para rematar el libro de
Liebermann en las casas de libros de ediciones económicas, en cuanto la
copia esté editada. Y dile que busco un precio alto. No quiero mierda.
¿Está bien?
—¿Qué haremos con las encuestas de las mini-series de HBO?
—A la mierda con las miniseries, vendamos primero el libro grande.
Perdón, nana.
—Mierda —dijo Scott y se rió.
—Los niños buenos no dicen esas cosas —dijo la niñera tanto para
Lisa como para Scott.
Pero Lisa no había escuchado el reto. Estaba de regreso, dirigiéndose
esta vez por el camino correcto, por la costanera desde el puente

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PAT BOOTH PALM BEACH

Southern Boulevard. Las niñeras y las actividades de los pequeños ya


estaban erradicadas de su mente. Lo que necesitaba hacer era realizar
una masacre con el libro de Liebermann para tener dinero en efectivo para
la nueva cara de Blass. Y luego… Luego habría tiempo para comerse ese
plato frío sobre el cual había puesto su corazón hacía tanto tiempo.

Christie Stansfield había comido demasiado de la torta de chocolate


de su abuela y ahora se sentía un poco descompuesta. Pero ella no iba a
dejar que se notase, porque podría arruinar el acontecimiento que ella
había esperado durante toda la semana. De manera que se sentó allí, con
ese aspecto de ángel que tenía, con los rizos rubios y los ojos azules,
deseando que la divertida sensación de su estómago desapareciese.
Bobby Stansfield miró con afecto a su hija a través del inmaculado
mantel de lino blanco de la mesa de té de su madre. Algunas cosas no
pueden explicarse jamás y, de acuerdo a su visión, su hija era una de
ellas. Cualquiera que fuera la sustancia que corría por la sangre de su
esposa, la bondad humana brillaba por su ausencia, y Bobby era lo
suficientemente realista como para admitir que ninguno de los dos padres
calificaban para el adjetivo «bueno». Por algún extraordinario golpe del
destino, sin embargo, ellos habían producido a Christie, la criatura más
querible que fuera posible imaginar.
Desde los primeros días, Christie había sido bastante diferente de los
otros niños. Tranquila, casi no había llorado de bebé y los dos años, una
edad controlada por el horror que parecía afligir a la mayoría de los
padres, habían sido un soñador interludio de dulce razón y gentil
aprendizaje. A Christie jamás hubo que pedirle que compartiera sus
juguetes. En lugar de eso, había que detenerla para que no siguiera
ofreciéndolos. Todo lo que ella parecía desear era que la gente que la
rodeaba fuera feliz y se desvivía por lograr ese propósito, con la mente
decidida de una genuina hija de Dios. Pero tenía un vicio por el que ahora
estaba sufriendo en secreto. Le gustaba mucho la comida y, en especial,
todo lo que tuviera chocolate. De manera que, aunque su rostro habría
hecho las delicias de un Botticelli, estaba comenzando a ser claro que, por
lo menos durante la adolescencia, la grasa podría ser un problema. Bobby,
que desesperadamente había deseado tener un varón, era, con respecto a
su hija, un converso vuelto a nacer y la amaba con una intensidad que no
había soñado posible. La amaba y eso no la asustaba.
—¿Estás bien, cariño? —le dijo sin necesidad.
—Sí, gracias, papá. Este es un té delicioso —mintió. Se sentía un poco
culpable por la mentirita, pero no deseaba arruinar la calma tradicional del
té semanal de su padre y la abuela. Ella sabía cuánto deseaban disfrutar
de este momento.
—¿Otro trozo de torta, cariño? —Caroline Stansfield no había perdido
su capacidad de dar vueltas instintivamente alrededor de los temas
candentes del momento. La exquisita torta de la confitería del Poinciana,
Toojays, era conocido en todo Palm Beach como la «torta asesina».
—No, gracias, abuela, pero me encantaría otra taza de té.
Caroline Stansfield manipuló la porcelana de Limoges con la práctica

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de quien ha nacido para eso: primero, leche fría, té a través de un colador


georgiano, agua caliente de una fina jarra de plata estilo Jorge III. Luego le
pasó a su nieta la azucarera, el platito y la taza. Sus manos envejecidas
trabajaban con delicadeza y eran el testimonio elocuente de la alta calidad
mental que la edad no había marchitado.
—Creo que necesitamos más agua caliente, Brown.
El decrépito mayordomo apareció de las sombras de la terraza para
cumplir con el pedido de su señora. Después del té, venía el momento
para la política. En general, siempre era el momento.
—¿Cómo va tu apoyo en Dallas?
—Se han esmerado. Todo el trabajo realizado durante años con los
fundamentalistas ha redituado. El problema es que su apoyo es un arma
de doble filo.
—Por ahora eso puede ser cierto —dijo Caroline reflexivamente. Tocó
con los dedos el collar de perlas de doble vuelta que adornaba su cuello
arrugado—. Pero yo siento un nuevo estado de ánimo en todo el país.
Están hambrientos de propósitos, de un renacimiento espiritual. Creo que
los autos y los lavarropas ya tuvieron su cuarto de hora. Los políticos
ignorarán esa necesidad y les costará caro. En diez años no
reconoceremos a este país.
Hizo una pausa, al parecer insegura de si deseaba reconocerlo o no.
Tomó la decisión. Cualquier cosa sería buena en tanto un Stansfield
estuviera al timón.
—Creo que deberías alinearte con los fanáticos, Bobby. Pueden
parecer exaltados hoy, pero de la forma en que van las cosas, los
conservadores de ayer parecen ahora socialistas.
—Estoy de acuerdo, madre.
El estómago de Christie había comenzado la acción. El té no parecía
haber ayudado. Lo que había sido una remota posibilidad estaba
comenzando a ser probable.
—Abuela, por favor, ¿puedo bajar? Debo ir al baño. —Rezó por que
nadie notara lo pálida que estaba.
—Por supuesto, querida.
Caroline Stansfield aprovechó la ausencia de Christie para hablar de
un tema delicado. En cierto modo también tenía que ver con la política.
—Qué niña tan encantadora, Bobby. ¿Cómo está la madre? —Caroline
trataba de no usar el nombre de Jo Anne. Siempre era «tu esposa», «la
madre de Christie» o, en ocasiones, algunas cosas menos agradables.
Bobby se rió, restándole importancia.
—Oh, tú conoces a Jo Anne. Ocupada en el juego social como si su
vida dependiera de ello. Desde que murió Marjorie Donahue, no parece
haberse concentrado en otra cosa. Si gastara en mi carrera política un
gramo de la energía que gasta en fiestas y reuniones de caridad, yo
estaría en casa y ya seco, sin dudas.
El rostro de Caroline había adquirido una expresión taimada.
Observaba atentamente a su hijo. Tan bien parecido. Definitivamente era
material presidenciable. Una buena oportunidad. Mejor que la del pobre
Fred. No hacía mucho tiempo, ella no había estado muy segura de si él lo
deseaba lo suficiente.

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—Supongo que sabes que Lisa Blass está de regreso en la ciudad.


Aparentemente el viejo Vernon le dejó todo. No está mal por cinco años de
trabajo.
Una sombra pasó brevemente por el rostro de Bobby. Lisa Starr. Su
Lisa. Casada con un anciano. Teniendo un hijo de él. Abortando el propio
hijo de Bobby.
En su mente, vio el rostro descompuesto mientras explotaban las
crueles palabras y recordó la amargura y el odio que devoraban su
belleza, el veneno que se derramaba por los ojos. Ya no sabía lo que
sentía por ella, pero jamás la había olvidado y su entrenamiento político le
decía que de alguna manera subterránea él tenía alguna razón para
temerle. En especial ahora que era por fin una mujer rica.
En el baño de la planta baja, Christie Stansfield no se sentía nada
bien. Nadie debía saberlo. Ella lo haría, lo limpiaría y regresaría como si
nada hubiera sucedido. El pastel de chocolate. Siempre era su perdición.
El pastel de chocolate. Ubicó su cabecita firmemente por encima del
inodoro y esperó lo inevitable y, mientras su padre recordaba a la
muchacha a la que había tratado tan mal, la mujer que ahora sería
poderosa en Palm Beach, la niña vomitó su pequeño corazón en las
brillantes aguas del inodoro inmaculado.

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Capítulo 17

Scott Blass holgazaneaba de mal humor sobre el sofá de seda,


mientras observaba a su madre. La expresión de amarga indiferencia era
común en los jóvenes ricos de todo el mundo, pero escondía sentimientos
que estaban lejos de ser los comunes. Las emociones se hallaban en
conflicto y extraordinariamente mezcladas, una masa de alambre de púas
y de rosas, de severidad y de dulzura, de adoración y de odio.
Indiferente al efecto que tenía sobre su hijo de diecisiete años, Lisa
Blass hablaba por teléfono con la personalidad de una líder innata.
Derramaba encanto, energía y deseo, y a Scott le habría gustado poseer
cualquiera de estos elementos. Siempre había sido así desde el momento
en que él recordaba haberla visto por primera vez, oliendo como un dulce
sueño y con el aspecto de una diosa deslumbrante, mientras descendía
por la escalerilla del avión en el aeropuerto internacional de West Palm.
Desde aquel momento hasta el presente, la había amado intensamente,
pero, también hasta el presente, aquel amor no había sido correspondido.
Era el aspecto más frustrante de su existencia. ¿No se suponía que una
madre debía amar a su hijo? Sin cesar, él había buscado la razón de esta
indiferencia y, como no fue capaz de hallarla, había concluido que debía
ser algún problema suyo que las cosas habían llegado a ese estado de
infelicidad, alguna deficiencia horrenda de carácter que lo había
convertido misteriosamente en un ser al que no se le podía brindar ni
amor ni el más mínimo afecto maternal. En todos esos años, algo había
permanecido constante. Jamás había desechado la esperanza, jamás dejó
de intentarlo. En la cama, por la noche, después de hacer surf durante el
día, planeaba la forma de lograr que ella se interesara, se esforzara en
amarlo realmente.
—Deberías conseguirte una tabla de surf, cariño. Es un buen ejercicio
—le dijo. Había tenido seis a la vez. Ahora era campeón del Estado de
Florida.
—Realmente admiro a los hombres que conocen de motores. —Le
había rogado a Charlie Stark que lo llevase como mecánico sin paga al día
siguiente y había trabajado todo el verano en Mustang Paradise hasta
poder reconstruir un modelo 77 desde el principio, en completa oscuridad
y con una mano atada a la espalda.
—Un muchacho criado en las calles de West Palm vale por media
docena de los especímenes patéticos que tú puedes ver por aquí. —
Durante dos años él había rechazado hablar con cualquiera que no tuviera
el acento y las ropas correctas, y se había mezclado exclusivamente con
los muchachos rudos y rústicos de un barrio en donde había bares como el
Roxy y de los barrios que estaban del otro lado del ferrocarril costero.
Pero todo había sido para nada. La indiferencia glacial de su madre,
como las leyes de los persas, no se alteraban. No era que ella fuera

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agresiva con él o que lo ignorara. Siempre estaba preparada con consejos


y aliento. Simplemente parecía no importarle su hijo, y eso lo llevaba a
una frenética frustración.
Su madre estaba haciendo muchas sonrisas en el teléfono, pero Scott
se daba cuenta que a ella no le gustaba lo que oía.
—Bueno, Mort, me podrías voltear con una pluma. No tenía ni idea de
que Anne no estuviera conforme con el contrato. Quiero decir que ella
estará aquí el fin de semana. Ahora mismo está afuera, al lado de la
piscina. Jamás me lo mencionó. Ni una insinuación.
Alguien del otro lado de la línea hablaba mucho.
—No, no, por supuesto que no. Somos todos amigos. Annie y yo
regresamos a los mismos comienzos. Juntas pusimos a Blass en el mapa.
El contrato no es el punto. No desearía obligar en nada a Annie si ella no
está conforme.
Lisa hizo una pausa. Ella había establecido el tema en forma
secundaria. El contrato podía ser ejecutado si se llegaba al caso. Pero
sería la peor de las escenas malas y Anne Liebermann era lo suficiente
prima donna como para hacerle a sus seguidores una cosa así. ¡Maldición!
¿Por qué todos debían ser tan codiciosos? Cinco libros consecutivos en el
primer puesto de venta con el sello de Blass habían convertido a Anne
Liebermann en una multimillonaria, pero aparentemente ella prefería
hacer añicos una relación para conseguir un poquito más. Excepto que un
millón de dólares no era simplemente un poquito más.
Miró al techo buscando inspiración mientras el agente de Nueva York
hacía su discurso. Éste era muy bueno. Valía cada centavo de su quince
por ciento de comisión. Se había tomado la responsabilidad de poner en
línea a las otras editoriales y Lisa sabía que no estaba jodiendo. El lunes
por la mañana Anne Liebermann podría ser la autora de Random House.
Hasta aquí Blass jamás había perdido un autor y había apuntado con éxito
a los de otros editores. Si había que perder la joya de su corona, entonces
quizás otros autores tuvieran ideas. Podría ser el comienzo de una ladera
resbalosa, que hiciera que otros saltaran del vagón. El corazón de Lisa se
heló ante ese pensamiento. No, Anne Liebermann debía ser comprada,
pero esperaba que por menos de un millón de dólares.
—Mira, Mort, cariño. Dame el fin de semana para pensarlo. ¿Puedo
llamarte el lunes por la mañana, a primera hora? Veré qué puedo hacer
para suavizar a Anne. Abriré mi mejor vino. Ah, ah. Sí. Muy bien, Mort. Te
llamo entonces. Adiós, cariño.
Cortó de un golpe la comunicación.
—Maldito sea. ¡Esa desgraciada ladrona codiciosa! ¿Dónde está la
vaca gorda sedienta de dinero?
Los oídos de Scott prestaron atención. Como siempre, su madre lo
hacía poner ambivalente. Estaba contento de que alguien hubiera irritado
a su madre y, al mismo tiempo, le producía una especie de agonía.
—¿Qué sucede, mamá?
Lisa puso los ojos en su atractivo hijo como si fuera la tercera banana
en una escena de frutas.
—Esa maldita Anne Liebermann está tratando de hacer trampas con
el contrato y sacar un montón de dinero de más.

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—¿No puedes hacer que lo cumpla estrictamente? —Parecía una


pregunta razonable. Eso era para lo que estaban hechos los contratos.
—En este juego, si no tienes a un autor contento, tienes que
conseguirlo, sin importar lo que diga el contrato. Tratar de encadenarla a
la máquina de escribir contra su voluntad sería una mala propaganda para
cualquiera. No, simplemente tendré que pagarle lo que desee. Supongo
que lo intentaré y la suavizaré durante el fin de semana.
En los ojos de su madre apareció de repente una mirada distante y
especulativa.
—Quizá tú podrías ayudarme, cariño. Tú sabes, adúlala un poco. Eres
tan bueno para ese tipo de cosas. Creo que en la comida se sintió
bastante atraída hacia ti.
Scott sintió que un fuego explotaba en su interior. Eso no estaba muy
lejos de ser un cumplido. Su madre acababa de decirle que era encantador
e, indirectamente, incluso le había pedido que la ayudase. ¡A ella! Aquello
era en verdad algo importante.
Se puso de pie, tratando desesperadamente de parecer frío.
—Muy bien, mamá. No te preocupes. Veré lo que puedo hacer.
¿Dijiste que estaba en la piscina?

El cuerpo de Anne Liebermann cantaba como el de una soprano y ella


no deseaba que este sentimiento sublime se detuviera nunca. ¡Qué
noches! Dos seguidas y ella que difícilmente había soñado que algo así
fuera posible. En sus libros no era nada común que la heroína fuera
complacida por un surfista rubio y de ojos azules, y no había estado
preparada para la realidad de tal experiencia. La próxima vez quemaría la
máquina de escribir. Sería una facción y no una ficción. Había sólo una
pregunta interesante que formular, y era «¿por qué?» Era rica, famosa,
pero se hacía pocas ilusiones acerca de su aspecto físico, y Scott Blass era
lo suficientemente joven como para ser su hijo. Por el momento, sin
embargo, era de interés académico. El problema ahora era cómo hacerlo
volver a su cama para repetir la acción antes del desayuno.
Miró el techo de madera tallada en busca de inspiración. Pero el
fantasma de Addison Mizner no estaba interesado en ese asunto. En
realidad, todo el cuarto, con su pesado mobiliario, sus sombrías pinturas y
el «sentimiento» andaluz, parecía sexualmente estéril, completamente
desinteresado de temas tan frívolos.
A través de la ventana abierta de su dormitorio, Scott podía ver la
cresta blanca de las olas que se deslizaban con delicadeza hacia la playa.
¡Bravo! El oleaje había comenzado. Más tarde se reuniría con los amigos
en el East Inlet para hacer pruebas en la nueva tabla Impact. Si se le
permitía despegarse de la autora de mayor venta en el mundo.
—Un centavo por tus pensamientos, Scott. —La voz de Anne
Liebermann y sus brillantes ojos marrones eran, de lejos, sus atributos
físicos más atractivos. El resto constituía un área de desastre federal, pero
estaba piadosamente escondido debajo de las sábanas de seda que ella
había subido hasta el cuello. Él tenía ahora una oportunidad.
—Oh, nada. Simplemente miraba el oleaje. Podría ser un día bueno

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allí afuera.
Anne no contestó nada. El pez no había mordido. ¡Maldición! Él no
estaba verdaderamente con ella. No había forma de negarlo. Y después de
dos noches de éxtasis ella se sentía en camino de convertirse en una
adicta. De golpe, el sacarle los vaqueros azules y meterlo debajo de las
sábanas se convirtió en una de las cosas más importantes de su vida.
Como impulsar los derechos de las miniseries por la cadena ABC o
manejar la serialización de Cosmopolitan.
—¿Te gustó lo de la otra noche, Scott? —se oyó a sí misma
coqueteando. Al diablo. ¿Cómo puede la gente todavía creer en el libre
albedrío? Eso era lo último que ella hubiera querido decir.
Scott se volvió para mirarla. ¿Si le gustó? Lo había soportado. Y lo
había hecho por la madre que adoraba, para ahorrarle el dinero que ella
deseaba ahorrar. Había sobrevivido de alguna manera, pero tanto su
espalda como su mente conservaban las cicatrices del sacrificio supremo.
Había cerrado su mente y pensado en su madre, no en su país. Ella había
deseado que él fuera «agradable» con Anne Liebermann y él había sido
«agradable». Sólo deseaba que Dios hiciera que los resultados se filtraran
hacia la línea de base de Blass. Quizás Anne se quedara con Blass y
bajaría su pedido de un millón a quinientos mil. Si era así, cada centavo
del dinero ahorrado habría sido ganado con mucho esfuerzo.
Luchó por reprimir la irritación.
—Oh. Sí. Seguro. Quiero decir, por supuesto que sí. —La mentira no
se oyó muy convincente. ¿Qué demonios deseaba? ¿Un voto de gracia?
¿Una cita para la portada de su próxima novela? Entre la de People? y la
de Newsweek: «Anne Liebermann coge tan bien como escribe». Firmado:
Scott Blass, surfista.
Anne Liebermann trató de creerle, pero por algo había escrito cinco
libros consecutivos que fueron número uno en ventas. Por alguna razón,
Scott Blass se estaba burlando de ella y no estaba muy lejos de sospechar
cuál era esa razón. Se sentó en la cama, cuidando que las sábanas
cubrieran su amplio busto.
—Scott. ¿Te mencionó tu madre que existe la posibilidad de que yo
deje Blass? —Anne jamás había sido tan malcriada cuando era chica, pero
su enorme éxito durante los últimos doce años la habían capacitado para
ganar el tiempo perdido. Fue directa, inteligentemente mundana y
bastante ruda. Lo miró con intensidad para ver cómo reaccionaria ante su
envío veloz de pelota rápida.
El rostro del muchacho lo dijo todo. Scott lo recibió directo al mentón.
Aquello era lo último que hubiera esperado. En el ring, Anne Liebermann
se había abandonado a la pasión. Ahora era como si sus facultades críticas
hubieran sido colocadas temporalmente en hielo. Scott sintió que el color
le quemaba las mejillas y preparó su ferviente negación de lo que Anne
Liebermann ahora sabía que era cierto.
—Oh, no. Ella jamás lo mencionó. ¡Qué terrible! ¿Por qué querría
hacer eso?
Anne Liebermann no se perdió detalle de la confusión. Muy bien,
entonces era eso. Lisa Blass le había dado instrucciones a su hijo para que
la endulzara con algún caramelo sexual. Aquello era muy pesado. Las

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madres generalmente ponen un límite a ese tipo de cosas. O quizás el


joven Scott lo hubiera hecho por su cuenta y Lisa había sido la inspiradora
sin saberlo. Sea cual fuere la situación, una cosa era cierta. Le habían
ofrecido dos noches de dicha para que ella se quedara con Blass. Casi se
rió en voz alta cuando pensó en la situación.
—Oh, puede que no me vaya, Scott. Puede que me quede donde
estoy —dijo con astucia. Giró sus ojos. El enfado inicial de que no fuera
amada por ella misma comenzó a disiparse. En esta vida había poca gente
que se preciaba de ser realista, y ella lo era como para darse cuenta. En
esta tierra uno debía estar preparado para usar lo que se tiene, para
conseguir lo que se desea. Parecía que ella tenía algo. También era cierto
que deseaba algo. Sería un trato directo.
—Es lo que deseo.
—¿Es cierto eso, Scott? Me pregunto cuánto lo deseas.
—Bueno, por supuesto que lo deseo, Anne. Vamos, ¿por qué no habría
de quererlo? —Scott no estaba seguro de que la hubiera convencido. Le
parecía que su plan había sido descubierto. Todavía había esperanza,
parecía su inversión iba a ser incrementada.
—Porque no vienes aquí arriba y lo pruebas, Scott.
El estómago de Scott se revolvió. Oh, no. No antes del desayuno.
Tenía que haber una forma de evitarlo y una que fuera amable.
—No, ahora no, Anne. Nos perderemos el desayuno. Y eso realmente
irrita a mamá. Más tarde, quizá.
Mamá. Incluso ahora, no se podía apartar de ella. Había cogido por
ella y ahora la utilizaba como excusa. Y todo, casi seguro que por nada. Si
enviaba la mercadería, su contribución no sería tomada en cuenta. Como
siempre, sería descontado, pasado por alto, tratado con superioridad,
como algo hermoso pero en definitiva sin valor. Algo para ser admirado,
incluso valorizado, pero definitivamente olvidado. Si sólo hubiera una
manera de ganar los reflectores del centro, de secuestrar el centro del
escenario, de manera tal que su vida pudiera actuarse ante su madre,
ante un público cautivo de uno solo sentado en la primera fila. Era todo lo
que él pedía. Era todo lo que jamás le habían dado.
De pronto Scott se cansó del asunto. Estaba fatigado y tenía hambre.
En el comedor habría tostadas francesas y de pan negro, panceta y
huevos revueltos. Esto debía terminarse. Lo había hecho lo mejor que
podía.
Le brindó a Anne lo que esperaba que fuera una sonrisa cálida,
mientras se dirigía con decisión hacia la puerta.
—Me aseguraré de que te guarden el desayuno. Te veo luego —pudo
decir mientras huía de la escena.

—¡Cómo te atreves a sentarte allí como un querubín regordete y


decirme cómo debo comportarme! Por Dios, Christie, hay un mundo
peligroso allí afuera. Créeme, lo sé. Si no disparas primero, terminas
hecho mierda.
Bobby Stansfield se levantó de la reposera rodeada de una pila de
diarios. Su rostro bronceado se estaba transformando en una guinda

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colorada.
—No te atrevas ni por un momento a hablarle a mi hija de esa
manera —le gritó, avanzando en forma amenazadora hacia Jo Anne—. No
te atrevas. ¿Me oyes? ¿Me oyes?
En un segundo Christie estaba entre los dos. Como arbitro. Como
pacificadora. Siempre cuestionando la violencia, la falta de armonía y el
odio. El cabello rubio caía suelto sobre sus hombros, el flequillo
enmarcaba su rostro redondo y atractivo. Mejillas con pecas, ojos azules,
nariz pequeña, labios generosos y plenos. Tenía el efecto del heno recién
cortado, de los cautivantes cachorritos, de las primeras frutillas del
verano.
—Por favor, no peleen. Fue mi culpa. No quise ser pomposa, mami,
pero me doy cuenta de que lo fui. Lo siento. Perdóname.
Bobby se quedó mudo y paralizado.
—No te disculpes —dijo por fin—. No hay necesidad de disculparse. Oí
lo que dijiste. Tenías toda la razón. Hay más cosas en la vida que trepar
socialmente. No tiene derecho a hablarte de esa manera.
—Lo hace porque es mi madre y porque yo la quiero. —Las lágrimas
asomaron a los ojos de Christie.
Bobby se desinfló como un globo pinchado. Christie siempre hacía
eso. El talento de poner la otra mejilla. ¿De quién lo había heredado? No
había habido un Stansfield como ella y de lo poco o nada que sabía acerca
de la familia de su esposa, no parecía que hubieran tenido a muchos como
Christie tampoco.
—Oh, eso es muy dulce de tu parte, cariño. —Jo Anne sintió que una
emoción extraña de ternura la invadía. En presencia de la bondad, en
general se sentía muy incómoda, lo que era una de las razones por las que
encontraba que era casi imposible vivir con su hija, aunque en ocasiones
movía algo en su interior.
—Siento haber sobreactuado, querida —dijo por fin Bobby, envuelto
en las corrientes de disculpas que parecía, de pronto, haberse apoderado
de los tres.
La atmósfera parecía propicia para la confesión.
—Tienes razón, Christie, no es cristiano de mi parte odiar tanto a Lisa
Blass. Debería poder alzarme por encima de eso, pero está tan satisfecha
consigo misma desde que su compañía ocupa los titulares de los diarios, y
hace tanto maldito dinero, que ya es indecente. Se sienta allí, en esa
enorme casa, y la llena con todos los que uno alguna vez deseó conocer y
nos trata despóticamente al resto de nosotros. La gente de esta ciudad
derramaría sangre para ser invitada a una de sus fiestas. Aparentemente
la semana pasada incluso Michael Jackson estuvo allí, y este fin de
semana tiene al individuo que descubrió cómo curar el sida y a Anne
Liebermann.
Jo Anne habló con melancolía sobre lo desafortunado de todo esto. Se
suponía que Palm Beach no se impresionaba con meritócratas. Era el
único lugar de los Estados Unidos donde se consideraba inapropiado
preguntarle a una persona qué hacía. Cuando la respuesta era «no
mucho», se pensaba en la forma de demostrar que una pregunta de este
tipo no tenía sentido. En realidad, la voz de Jo Anne había tomado un tono

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tal de aflicción que los tres se pusieron a reír.


—Oh, mami, eres incorregible. ¿Qué importa? Y qué hay si ella es una
latosa social. Si la hace feliz, no existe daño alguno.
Bobby no pudo resistir hacer su contribución.
—Lisa pone nervioso a todo Palm Beach. No puede controlarlo y no lo
puede ignorar porque ella tiene una ventaja que se venera por encima de
todas las cosas. Dinero.
Jo Anne sintió que la irritación comenzaba a fluir una vez más.
—Bueno, todo lo que puedo decir es que es una perra desagradecida.
Una vez fue mi amiga y ella se puso del lado de aquella ridícula bolsa de
huesos que era Marjorie Donahue para luchar contra mí. Es todo culpa de
tu padre. Él se la presentó a todo el mundo y ahora ella ni siquiera le
habla.
Christie estaba decidida a mantener viva la llama del buen humor,
mientras la venenosa respiración de Jo Anne amenazaba con extinguirlo.
—Ah, ahora sí tengo el cuadro completo. Ella tuvo un amorío con
papá y tú estás celosa después de todos estos años. ¿No es así? Seguro
que debe haber habido algo bueno en ella si fue novia de papá. —Christie
trataba desesperadamente de mantener la conversación.
—No seas ridícula, Christie. ¿Cómo podría estar celosa de una nadie
como Lisa Blass? Enganchó a ese viejo miope de Vernon y después de una
semana de la boda se marchó. Te digo, si me quieres no te mezcles con
esa perra o con alguien que se trate con ella.
—Nunca sería desleal contigo, mamá.
—No lo seas —dijo Jo Anne en forma desagradable.
—Francamente —dijo Bobby, regresando a su reposera para
recuperar su trago—, admiro lo que Lisa Blass ha hecho. Convirtió a Blass
en la mina de oro que es hoy. Inventó a Anne Liebermann, cuyos libros
parece que tú lees con tanta avidez, y devolvió a aquella casa magnífica
su gloria de otros tiempos.
Luego tomó un largo sorbo de su Dewar con agua, confiado en que
sus comentarios hubieran dado en la tecla.
En muchos aspectos, el tiempo había sido amable con Bobby. La
presidencia lo había eludido hasta ahora, aunque, como Ted Kennedy,
constantemente se lo mencionaba como posible candidato: pero en el
Senado era una figura formidable, con una superioridad que lo había
conducido a la presidencia del Comité de Relaciones Exteriores. En tal
augusta institución, él era una gran fuerza, una luz-guía en el círculo
interno. Era el mejor, el hombre cuyos gestos de asentimiento y sus
guiños podían suavizar el camino de las leyes más controvertidas; como
resultado de eso, él recorría los corredores del poder con paso medido y
confiado, el oído del presidente jamás lejos del teléfono, los hombres más
poderosos de los medios de comunicación pendientes de sus palabras,
fascinados ante las conversaciones a solas que podían tener con él en
alguna fiesta. No era el rey pero era el que hacía reyes, y eso era casi, casi
suficiente.
No había lugar en el que no fuera bienvenido, ningún rincón del
mundo donde no hubiera brazos abiertos para recibirlo. Con una gran
excepción. La Villa Gloria en South Ocean Boulevard. Lisa Starr, Lisa Blass,

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no lo había perdonado, y eso causaba resentimiento. Era fácil culpar a Jo


Anne de tener un mal sentimiento, pero él sabía en lo más profundo de su
corazón que era injusto. Era él quien la había insultado y arrojado
cruelmente de su lado, cuando ella lo había honrado y amado. Fue él
quien la llamó lesbiana basándose en la palabra de su esposa y quien le
había dicho que los Stansfield no se casaban con basura de la calle. Para
algunos, los años habrían suavizado los gastados recuerdos, pero para
alguien con el espíritu y la autoestima de Lisa, las heridas seguirían
estando vivas, con dolor todavía, y jamás cicatrizarían en esa húmeda
atmósfera de odio. Lisa había estado en sus brazos a la luz de la luna y
había aprendido el lenguaje de la pasión, había sido una estudiante
ansiosa, una alumna inteligente que había sobrepasado al maestro en la
creativa innovación de su forma de hacer el amor. Incluso ahora, después
de todos estos años, el cuerpo perfecto estaba vivo en su mente: sus
curvas, sus lugares secretos abiertos para él, su aroma maravilloso, su
textura tentadora. Jamás antes o desde entonces él había tenido una
amante así, y jamás volvería a tenerla.
Fue vagamente consciente del retiro malhumorado de Jo Anne, de los
dos portazos que se oyeron. Al diablo con ella. La muy desgraciada. Todas
sus astutas manipulaciones habían fracasado y nunca le había brindado
felicidad y satisfacción. Nadie podía ganarle en el juego de la escalada
social. Siempre había alguien un poco más alto que uno.
Pero había una cosa que Jo Anne sí había hecho por él, y esto le había
cambiado la vida. Christie. Amable, maravillosa, la hermosa Christie.
Cuando estaba a su lado no podía ser objetivo. Era la Mona Lisa, más
hermosa que la modelo mejor pagada o que la actriz de cine de mayor
éxito. Para él, su hija lo tenía todo. Miss Estados Unidos. El tipo de
muchacha por la que los soldados morirían en tierras extrañas. La
corporización de todo lo que era saludable y maravilloso en este país.
Christie no bebía. No se drogaba. Era un miembro activo de la iglesia.
Honraba y amaba a sus padres. Estudiaba mucho en el colegio. Christie no
perdía el tiempo.
Se sonrió con pesar cuando pensó en eso. Los padres siempre tenían
ese problema tarde o temprano. Deseaba fervientemente poder evitar el
papel de padre posesivo, pero no estaba seguro de poder conseguirlo.
Sólo pensar en los futuros novios de Christie lo ponía ansioso como el
demonio. Por favor, Dios, que ése alguien fuera bueno con ella. Se lo
merecía, pero en esta vida uno no siempre tiene lo que se merece. Dejó
de pensar en eso. No había sucedido. Todavía.
—Vamos Chris, tiremos algunos frisbees en la playa. Siento que me
pica mi muñeca lanzadora.
Los dos parecían más hermanos que padre e hija mientras corrían por
el parque hacia las arenas que se enfriaban en la temprana tarde de la
playa.

Ninguno de ellos, excepto Anne Liebermann, había deseado ir


realmente, pero ella se había mostrado obstinada. De manera que fueron
y allí estaban ahora.

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Era Palm Beach en delito flagrante.


La enorme casa de El Bravo Way estaba bulliciosa como el sonido
retumbante de una batería, latiendo, brillando y agitándose con la
majestuosa y rugiente fiesta que se llevaba a cabo en sus entrañas. Lisa le
había prometido que la fiesta de Von Preussen sería de lo mejor y no se
había equivocado. Los acomodadores de autos abrían la escena. Por lo
común llevaban prolijos uniformes, chaquetas rojas, camisas blancas
abiertas al cuello, pantalones y zapatos negros. No era así esta noche.
Tenían el torso desnudo, brillante del aceite, resplandeciente a la luz de
las antorchas que llevaban en las manos. Vestían unas faldas tableadas,
cortas y blancas, que terminaban por encima de la rodilla. Nada más, con
excepción de las botas que llegaban a los tobillos, atadas con tiras de
cuero. Había dos por cada limusina. Uno para sostener la luz y el otro para
estacionar. Todos estaban obligados a no olvidar que las invitaciones con
membrete de oro, extravagantemente grabadas con el copete del barón
Von Preussen, habían mencionado que el tema de la fiesta debía ser la
«Roma antigua».
—Te dije que sería maravilloso. —rugió Anne Liebermann—. Conocí a
Heine Von Preussen en Venecia, en una bienal. Está completamente loco.
Maravillosamente loco. Verdaderamente, Lisa, no deberías estar tan seria.
Es lo que esta ciudad necesita, un poco de excentricidad.
Lisa se rió con amabilidad. Si Anne Liebermann estaba feliz, entonces
ella también lo estaba. Si unos pocos descendientes de los fabricantes de
la guerra alemanes deseaban partir con algunas de sus ganancias mal
habidas y, en el proceso, entretenían a su autora-estrella, entonces ella
trataría de pasar la velada sin que se notara lo que sentía en su interior.
Los pensamientos de Scott corrían por líneas paralelas. Conocía a
algunos de estos tipos. Un par de ellos eran amigos del surf y le parecía
que todo el asunto era una broma horrible. Lo de las faldas era malo, pero
la piel aceitada era un bostezo en tecnicolor. Por supuesto que se suponía
que debía ser una broma adorable, pero el origen tenía que ver con los
traseros. Von Preussen era marica y ésa era la razón por la que los
acomodadores de autos se vestían como él. Fue la gota que colmó el vaso
que Anne Liebermann encontrara toda esa asquerosa fantasía como
«maravillosamente loca». Trató de controlar su carácter. Después de todo,
había perdido puntos al elegir el desayuno en vez que a su pareja en la
cama. Sería una vergüenza haber gastado dos horribles noches.
La muchacha que había vendido los derechos subsidiarios para Blass
daba vueltas sumida en la incertidumbre. Su intuición le decía que había
algo siniestro, algo profundamente deshonroso en lo que estaba a punto
de experimentar. Sin embargo, no era inmune a la vista de la carne joven
pero madura y que estaba a punto de ser invitada a disfrutar en
decadente posibilidad de consumo. También estaba el factor Liebermann.
Podría ser una fiesta privada, pero para los empleados de Blass la vida era
el trabajo y, por lo tanto, ésta era también una reunión de negocios.
Liebermann estaba coqueteando con otro editor: debía estar de buen
humor.
—Estoy de acuerdo, Anne. Creo que va a ser divertido.
Un famoso cirujano plástico de Brasil y su esposa, que hacía las veces

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de anuncio publicitario por su capacidad para evitar el avance del tiempo,


el ganador del Premio Nobel que descubrió la vacuna contra el sida y su
incrédula mujer norteamericana; un novelista de moda que Lisa acababa
de robárselo a Knopf, el tipo que compró los derechos de miniserie para la
ABC y su amiga charlatana y vistosa, todos estaban reunidos ante una
ancha puerta de roble que se abría debajo de las columnas de mármol
blanco del gran pórtico.
—Tengo el presentimiento —le dijo Lisa a Anne— de que no has visto
nada todavía.
Del otro lado de la puerta había cuatro muchachos jóvenes muy
hermosos. En la casa de Von Preussen eso no debía sorprender. La
sorpresa era que éstos hacían que los muchachos del aparcamiento se
vieran demasiado vestidos. No tenían puesto absolutamente nada excepto
una tira en forma de G y una delgada película de talco blanco que se
extendía por los delicados rasgos «romanos». Cada uno de ellos estaba
muy quieto, imitando la pose de una escultura, sosteniendo además en las
manos una correa corta que los unía a cuatro elegantes leopardos de
dientes afilados. Los invitados eran así introducidos en un túnel perverso,
lleno de peligro, antes de ser depositados frente a su anfitrión.
Heine Von Preussen no estaba sorprendido por lo que lo rodeaba. Alto
y delgado, parecía revolotear por encima como un mago del mundo de los
sueños infantiles. Tenía alrededor de treinta años, quizá cincuenta,
posiblemente veinte. Su rostro era femenino, con ojos grandes y vidriosos,
y una fina boca en donde los dientes blancos resplandecían con una luz
divina. Quedaba perfectamente en claro que la preocupación de su vida
había sido evitar el sol, y su piel de alabastro, suave y delicada, imitaba la
porcelana de una figura Meissen. Aunque medía un metro ochenta, todos
sus gestos insinuaban los de una persona pequeña y delicada, como
también lo hacían sus hombros anchos y el obsceno bulto de su pequeño
abdomen que sobresalía debajo de la toga apretada. Los pies exquisitos,
con las uñas pintadas de rojo, asomaban debajo del algodón egipcio: los
dedos frágiles bailaban en el aire mientras la voz chillona gorjeaba la
bienvenida.
Lisa abrió el camino, guiando a su rebaño hacia el anfitrión.
—Creí que esto debía ser romano —dijo Anne Liebermann en voz alta
—. ¿Por qué estoy descubriendo vibraciones griegas?
—Mire el Caravaggio a la derecha —dijo Scott al virólogo.
—Buenas noches, barón —dijo Lisa Blass.
Los ojos de Heine Preussen se burlaron de su hostilidad. Él había
estado en Palm Beach durante suficiente tiempo como para conocer el
puntaje. Los locales no comprendían partidos como éste. O, si lo hacían,
entonces no los aprobaban. Muy bien, de manera que unos pocos jóvenes
como los Loy Anderson, que todos los años hacían una locura, los Jóvenes
Amigos del Baile de la Cruz Roja en el Museo Henry Morrison Flagler,
sabían cómo divertirse, pero los europeos hacían mejor este tipo de cosas,
y los homosexuales europeos eran, por cierto, los mejores de todos.
—Lisa Blass. Qué amable de tu parte venir a mi fiesta. —Hizo una
reverencia graciosa desde la cintura y sostuvo la mano de Lisa en el lugar
correcto mientras acercaba los labios pintados del mismo rojo que hacía

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juego con las uñas de los pies.


Lisa hizo las presentaciones con tono formal. Ninguno del grupo, a
pesar de las demandas de Anne Liebermann, había hecho el esfuerzo de
vestirse de acuerdo con el tema. En la multitud que había detrás del
barón, ella pudo ver que ellos estarían en minoría, tal como lo había
deseado.
—Si hay algo que desees y no lo tienes a tu alcance, entonces
prométeme que me lo pedirás. —El barón acompañó sus palabras con el
movimiento de sus manos y sus ojos conocedores. El mensaje en código
no estaba lejos de la superficie. Había sustancias disponibles. Y,
posiblemente, gente también—. Primero, debes beber de la fuente de la
vida. —Sus palabras quedaron flotando en el aire impregnado de jazmines
cuando dio un paso hacia atrás para dejarlos pasar.
La «fuente de la vida» tenía un metro ochenta de altura. Era una
verdadera fuente en la que querubines de piedra orinaban sin cesar en
una gran pileta de mármol, sobre su superficie flotaban las más finas y
delicadas flores exóticas rosadas. Una y otra vez el líquido reciclado era
reemplazado por un lacayo empolvado, maquillado y con coleta blanca,
que tenía guantes blancos y lunares al mejor estilo de Versalles. El líquido,
según podía verse por las etiquetas de las botellas gigantes, era champán
rosado Pol Roger 1975. El trabajo del sirviente consistía en llenar sin
detenerse las heladas copas de champán de las «aguas» de la fuente.
Scott reprimió el deseo de pedir una Bud. Lisa se quedó sin aliento
ante la vulgaridad de la ostentación. Anne Liebermann aulló de placer. El
ganador del Premio Nobel comenzó a ver cómo podría divertirse y se
prometió a sí mismo no comunicar a nadie que había ganado el premio.
Sería atropellado en un lugar como éste.
Aparentemente no había nadie más recibiendo. Los dos que estaban
de pie esperándolos ahora formaban una pareja un tanto despareja. La
mujer, era alta y majestuosa, parecía de la realeza, aunque de una realeza
menor. Se la veía como una estampa, luciendo una tiara de piedras del
tamaño de las joyas de la corona, guantes blancos largos, un vestido
clásico también blanco, línea imperio, y una mirada de dignidad
largamente sufrida en su agradable, aunque lejos de ser hermoso, rostro.
A su lado, se hallaba, sonriendo, un vietnamita con toga de la mitad de su
estatura.
El viejo salón de baile se había ampliado por un gazebo gigante
blanca y dorada, y era difícil decir dónde terminaba la casa y comenzaba
el jardín, porque además los marcos de ventanas y puertas habían sido
retirados para amplificar la sensación del tema de la fiesta.
Ahora parecía que se encontraban en medio de un bullicioso y
extremadamente activo mercado de esclavos. Contra las paredes había
carros de heno, con ruedas de madera, cada uno cuidado por una pareja
de fuertes centuriones con indumentaria de época. Ahí estaba
desparramada la más extraordinaria mezcla de seres que Lisa jamás había
visto, muchos de ellos con pesadas cadenas. Había alegres duendes,
damas voluminosas, doncellas escasamente vestidas de decididos
encantos y chicos negros y caraduras, que parecían, y casi seguro eran,
los vendedores ambulantes negros de las zonas más pobres de West Palm.

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PAT BOOTH PALM BEACH

De vez en cuando, un viejo locuaz se subía a un taburete y conducía un


remate de ficción, en el que los invitados de Von Preussen simulaban
comprar esclavos haciendo ofertas. Quedó perfectamente claro para Lisa
que el entusiasmo con el que se conducían las "ventas" tenía mucho que
ver con el exceso de las fantasías.
El remate que se estaba desarrollando era un ejemplo. Un niño negro,
con una cadena alrededor de su pierna huesuda, estaba de pie en el
centro del escenario, en los garfios protectores de los brazos del
rematador, sonriendo con amplitud a las descriptivas extravagancias que
se le atribuían.
—Un muchachito encantador para tener en la casa… disponible al
instante para satisfacer todos los caprichos, y con esto quiero decir
absolutamente todos los caprichos, queridos ciudadanos. Ahora sólo pido
diez piezas de oro. Eso es porque es muy joven. Pero los jóvenes pueden
entrenarse, ¿no es así? Pueden aprender a hacer exactamente lo que uno
quiere, ¿no es cierto? Ahora, ¿quién comprará a este amable niño…?
Aparentemente varias personas. Lisa reconoció a uno de los mejores
corredores de bienes raíces de Palm Beach entre los oferentes, embarcado
en un combate con un industrial alemán, grande y grasoso, cuya fortuna
aparentemente provenía del jabón.
—¿Les gustaría revisarlo, queridos ciudadanos? ¿Ver de qué está
hecho? —Con alaridos de placer los contendientes dieron un salto hacia
adelante para probar la carne y, por un segundo, Lisa se permitió
preguntarse si realmente habría sido así en aquellos lejanos días antes de
que el imperio, con su fuerza minada por el hedonismo, cayera presa de
las hordas saqueadoras del norte. Si fue así, ¿había una lección que
aprender de la historia? ¿Trataba esta fiesta de decirle al mundo algo
acerca de los últimos días de la civilización occidental? Casi valía la pena
pensarlo.
El baile parecía ser un espectáculo secundario con respecto a la
principal atracción, el remate de esclavos, pero aquí también se había
invertido mucho dinero para ser creativos. La pista de baile era la piscina.
Eso por sí mismo estaba lejos de ser lo más original del mundo; en muchas
fiestas de Palm Beach, se tapaba la piscina para bailar. Era un
procedimiento estándar, en especial, para una ciudad en la cual el espacio
era muy valorado. A la casa de Von Preussen, sin embargo, no le faltaba
espacio y se había elegido la piscina por razones nada comunes. La pista
de baile no era de madera, sino de acrílico transparente y se elevaba unos
centímetros por encima de la superficie de la piscina de treinta metros de
largo, dejando suficiente lugar para que la gente nadara debajo, mientras
podían observar los bailarines que estaban por encima. Debajo de los pies
que bailaban flotaban enormes lilas de agua y ninfas de agua parecidas a
sílfides, tanto masculinas como femeninas, con sus diáfanas túnicas que
fracasaban por completo al intentar esconder su estratégicamente
revelada desnudez, hacían piruetas en el agua de treinta grados de
temperatura. Varios invitados valientes ya se había unido a ellos y ahora
sus rostros presionaban sobre la superficie inferior de la pista de baile, con
sus rasgos aplastados contra el acrílico, y gritaban comentarios subidos de
tono a las togas de los alegres bailarines, mientras éstos se balanceaban y

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mecían al ritmo seguro de la banda de Mike Carney.


Lisa, que no deseaba comprar ningún esclavo o suministrar un
espectáculo a los mirones de la piscina, pudo llevarse a todos a una mesa
desde donde se podían ver ambos espectáculos sin involucrarse en ellos.
—Bueno, Anne, deseabas ver la parte más vulnerable de Palm Beach.
Es ésta.
—Cariño, es maravilloso. —Anne estiró un brazo abarcando la escena
—. Simplemente maravilloso. Olvídate por completo de Fellini.
Lisa levantó una ceja. Anne Liebermann se estaba comportando de
manera no habitual, como una niña, y esto no era agradable. En general, a
ella le gustaba mostrarse dura y con garra, sazonando su conversación
con palabras procaces y referencias a prácticas sexuales bizarras y fuera
de lo común. Ahora, sin embargo, sonreía tontamente y se reía como una
adolescente en su primera cita.
Lisa ya había identificado la causa. Scott. Anne Liebermann estaba
capturada por su hijo como por una urticaria violenta. La peor parte era
que Lisa tenía la sospecha de que ella misma podría haber sido la causa.
Le había pedido a Scott que fuera amable con Anne Liebermann y parecía
que él se lo había tomado muy en serio. ¿Cuál era el nombre del rey que
le había pedido a sus caballeros que se deshicieran de un sacerdote
buscapleitos? Él no había esperado que lo tomaran al pie de la letra. ¿O sí?
Después de todo, al final había pedido que lo castigaran. ¿Debería ella
aceptar también la responsabilidad? El muchacho la adoraba. Ésa era su
tragedia. Y, por alguna razón que jamás había entendido, ella parecía
incapaz de retribuir su afecto. Esa era su propia tragedia. Una y otra vez
había tratado de amarlo. La materia prima estaba toda allí. Él era casi
demasiado bueno para ser verdadero. Un símil de Stansfield y un sueño
para contemplar. Scott era espléndido y vulnerable, encantador pero
inseguro, todas las cualidades por las que una madre debería sentirse
atraída.
En vano, sin embargo, Lisa había buscado el destello del instinto
maternal. Allí donde debía haber amor, había oscuridad, frialdad donde
debería haber calor. Su indiferencia hacia su propio hijo era más que una
debilidad: rayaba en los límites de la enfermedad. Ella sabía, también, que
no tendría cura, que no había ninguna terapia que pudiera hacer algo con
el vacío que había en su alma. Quizá si él no se hubiera parecido tanto a
Bobby. Todos los días, aquellos ojos azules de acero le recordaban el amor
de otros tiempos y la siempre presente necesidad de vengarse del padre y
de su horrorosa mujer.
Se obligó a sí misma a prescindir de este incómodo recuerdo. Quizás
le hubiera pedido a su hijo que hiciera demasiado, pero, por lo menos,
Anne Liebermann estaba pasando el mejor fin de semana de su vida.
A la luz de las velas, Lisa observó con interés cómo los dedos cortos
de Anne Liebermann acariciaban a su hijo, al que le sobresalía el mentón
cuadrado por los hombros del inmaculado esmoquin. Sin duda, debajo de
la mesa, su ancho muslo se estaría frotando con insistencia contra el de
él.
—Lisa, creo que tu hijo es la cosa más deliciosa que jamás haya visto.
¿Sabes que lo vi en el surf hoy? Es la mejor cosa del mundo. Me senté en

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la playa paralizada. Literalmente fue así.


Todos se rieron, excepto Scott. Se habían referido a él como «cosa».
Dios, esa mujer era horrible.
Para el novelista que había trabajado con Knopf fue demasiado. La
mayor parte de las cosas que Anne decía eran demasiado para él.
—Realmente deberías tener más respeto por el idioma, Anne —dijo—.
Literalmente paralizada significa que estás empalizada de lado a lado.
—Elijo mis palabras con extremado cuidado —gritó Anne Liebermann,
girando los ojos en un juego de lujuria, al tiempo que dejaba caer un gran
bocado de caviar y de tostada liviana en la boca.
Se esperaba que todos recibieran el mensaje. Y todos lo hicieron.
Hubo una embarazosa risa general a la que Scott y Lisa no se unieron.
Anne siguió hablando efusivamente, capitalizando la luz de un foco que
descendía sobre su rostro resplandeciente.
—En realidad, Lisa, tuve una idea maravillosa para un nuevo libro. El
surf. Así de simple. El surf y los surfistas. ¿Qué te parece?
—Creo que deberíamos saber si va a ser un libro de Blass —dijo Lisa
con ironía.
—Cariño, por supuesto que va a ser un libro de Blass y Scott puede
ayudarme a hacer el trabajo de investigación. Creo que va a necesitar una
terrible cantidad de información.
Con la mano masajeó la de Scott sobre el mantel blanco, a la vista de
todos los que estaban presentes. Con un esfuerzo sobrehumano, él pudo
dejar la mano en la mesa. El triunfo que se reflejaba en el rostro de su
madre era recompensa suficiente. No había nada que él no estuviera
dispuesto a hacer por ver eso.
Lisa deseaba poner los puntos sobre las «íes».
—Es un trato, Anne. Scott es tu investigador y Blass tu editor. Será
mejor que se lo comuniques a tu agente.
Se volvió hacia su hijo. Era hora de un terrón de azúcar. Él le había
hecho ganar a Blass un millón de dólares.
—Deberíamos darte una comisión, cariño. Por ayudar a nuestras
autoras a soñar sus ideas.
Sin embargo, un dolor agudo de culpa la atravesó como un cuchillo
cuando vio la devoción de esclavo que se reflejaba en los ojos de Scott.

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Capítulo 18

En la Galería de Arte Norton, fundada casi de manera exclusiva con


dinero de Palm Beach, pero situada infelizmente en el lado incorrecto del
lago Worth, el este y oeste se encontraban en ansiosa unión. Ambos, por
dentro y por fuera, mostraban la clase de abolengo y el exterior neoclásico
encerraba una de las más finas colecciones de arte moderno, fuera de los
centros de arte más importantes tales como Nueva York, Malibu y
Houston. Las casas deslucidas que la rodeaban proporcionaban un
contraste completo. La expansión bulliciosa y pujante de West Palm
Beach, por alguna razón, se había extendido casi completamente hacia el
norte y las miserables y destruidas construcciones de apartamentos y los
depósitos de las fábricas todavía se agrupaban con codicia alrededor de
Norton como un andamiaje herrumbroso rodeando a una joya
arquitectónica lista para ser renovada. En la entrada, los nombres de sus
benefactores se publicitaban de manera ostensible sobre los lustrados
paneles de madera, en una lista que podría haber sido extraída casi sin
cambios de las brillantes páginas de sociales del Palm Beach Daily News.
Era uno de los muy pocos lugares de la Tierra en donde los nombres de
Blass y Stansfield intentaban una coexistencia inestable, su cercanía en
dramático contraste con insalvable golfo que en realidad los separaba.
Aunque prefería la confianza recargada de la colección de Gilbert y
George de la galería, Scott tuvo que estar de acuerdo con su madre en
que la de Picasso era magnífica.
—Algunos todavía se ríen despectivamente de Picasso y dicen que fue
un ladrón comerciante, pero mira la fecha de esto: 1924. Eso es tres años
antes del Braque que está al lado y el tema y el tratamiento son casi
idénticos en ambas pinturas. Una textura sorprendente. Colores
maravillosamente ricos.
Lisa habló con la autoridad de un experto. En Europa ella no había
manejado el negocio editorial. Todo había comenzado en París con la guía
adorable y la penetrante perceptiva de Michel Dupré. En Londres ella
había sido su propia maestra, pero después de París, la base había estado
allí. Lisa había atacado todos los museos de Europa como una leona
hambrienta, devorando ávidamente el contenido del Prado, del Hermitage
de Leningrado y las galerías de arte de Florencia. La Norton no podía
esperar competir con éstas, pero contenía pinturas que no desentonarían
en los museos más importantes. Este Picasso era un ejemplo.
Lisa movió con elegancia los dedos para acompañar lo que estaba
diciendo y Scott la miró con veneración. Ninguna pintura se podía
comparar con su madre. Ningún artista se habría animado a lograr algo
parecido. Incluso si alguien hubiera capturado el exterior, se habría
perdido la incansable energía que fluía desde el interior, el propósito de
acero que la envolvía como un aura de hielo. Era la motivación lo que

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hacía al misterio. ¿Qué era lo que proporcionaba la fuerza para su


dinamismo, el impulso hacia el supremo empeño que aplastaba obstáculos
en su camino y prohibía toda oposición a su propósito? Jamás había
encontrado la respuesta a una pregunta tan fascinante, aunque se había
pasado la vida tratando de hallarla. De alguna manera, sin embargo, sabía
que en la respuesta encontraría la clave de su propia ambición. Una vez
que conociera el secreto de las necesidades de su madre, entonces sus
propios deseos serían impulsados a actuar. Una vez que él supiera cómo,
se transformaría en el campeón de su madre, haría que sus sueños fueran
los propios y convertiría sus fantasías en realidad. Él, Scott, podría darle
calor para siempre bajo los cálidos rayos de la gratitud. En ese amanecer
de la nueva luz, él volvería a nacer, como hijo amado y deseado. La
reunión de madre e hijo prometía una eternidad de dicha.
Lisa se adelantó para admirar un delicado Matisse y él se retrasó en
una inusual cabeza esculpida por Picasso. Una voz de mujer, penetrante
como un pico de hielo, interrumpió sus pensamientos.
—¿De nuevo de esta parte del puente, Lisa? ¿No puedes arrastrarte
lejos de los callejones? —dijo una voz despreciativa—. Asombroso lo que el
casamiento con un viejo puede conseguir. Pero sabes lo que dicen. El
dinero no implica la felicidad. Y jamás transforma a una prostituta en una
dama.
Desde los dos metros de distancia, Scott sintió el impacto de olas que
rompían sobre él. No podía creer lo que estaba escuchando. ¿Era la broma
delirante de una vieja amiga? El tono de voz, cruel y arrogante, decía que
no había forma, y la personalidad de la que hablaba lo confirmaba. Era Jo
Anne Stansfield, la esposa del senador Stansfield, patrona de las artes,
con buen aspecto para comérsela y escupiendo veneno a través de labios
apretados.
La respuesta inicial de Scott fue avanzar hacia ella y golpearla, pero,
en lugar de eso, se quedó en el lugar, sintiendo que una fuerza más
poderosa que la emoción lo congelaba, como a la mujer de Lot. En el
interior de sus entrañas los gatos que maullaban de curiosidad se habían
soltado. Sabía por instinto que ahora se enteraría de algo que sería de
vital importancia. Era una sensación extraña, una intuición urticante, el
despertar de una conciencia que lo llevaba hasta el mismo borde del
conocimiento fundamental. Jo Anne Stansfield y su marido Bobby. A su
madre no le gustaban estas dos personas en absoluto, pero él no tenía ni
una pista del porqué. Ella siempre evitaba fiestas en las que sabía que
ellos estarían presentes y jamás los había invitado a su casa, incluso
cuando el acontecimiento estaba ligado a la caridad y la lista de invitados
era elegida al azar. A veces se había preguntado acerca de esto, pero
había llegado a la conclusión de que carecía de importancia. Alguna gente
gusta y otra no. Era tan simple como eso. Hasta ahora.
Como un niño pegado al ojo de la cerradura, Scott observó con horror
la escena que se desarrollaba ante sus ojos.
Tambaleándose por la sorpresa inicial de la emboscada verbal, Lisa se
había puesto pálida, pero rápidamente se recuperó y ya el color regresaba
a las mejillas. Volvió el rostro hacia su adversaria, que era un tigre al
acecho, el cazado que estaba por convertirse en el cazador.

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—Tú misma eres un maravilloso ejemplo de lo que dices, Jo Anne. A


diferencia tuya, sin embargo, no tengo la menor intención de olvidarme de
mis orígenes. Estoy orgullosa de ellos.
Lisa permanecía perfectamente erguida, con la cabeza echada hacia
atrás en desafío, como si fuera a contraatacar. Orgullosa y valiente, no
salió, sin embargo, ilesa, y Scott pudo ver que el ataque había dejado sus
huellas. Nunca antes había visto a su madre en un combate como ése. Era
una imagen rara y asombrosa, pero había que soportarla. Aún no se había
acercado, inconscientemente seguro de que lo que había presenciado era
el preludio necesario para una intervención poderosa y más efectiva en el
futuro. Por primera vez los fantasmas de su madre eran visibles. Él debía
llegar a conocerlos.
Mirando directamente a Jo Anne a los ojos, Lisa le tiró su segundo
barril.
—Lo único que cambió en ti, Jo Anne, es que con los años tus
honorarios han aumentado. El servicio no ha cambiado en absoluto.
—¿Qué? ¿Qué estás diciendo? —Jo Anne gritó con descreimiento—.
¿Me estás llamando prostituta? ¿Te atreves a llamarme a mí prostituta?
En alguna nave astral de la indiferencia, Scott observaba y esperaba.
—Escucha, Jo Anne, todo el mundo sabe lo de la faja. La has estado
usando durante años.
En el rostro de Lisa se dibujó una sonrisa de triunfo. El escarnio se
había terminado y ella tenía la victoria. Era tiempo de retirarse, no de
retroceder. Frente a ella, Jo Anne se veía como si estuviera al borde de
una horrible explosión que amenazaba con cubrir todas las colecciones de
arte de Norton con sus tejidos corporales.
Lisa se dio vuelta y caminó hacia su hijo, con paso medido, mientras
el furioso aullido saltaba detrás de ella.
—Eres una nadie que viene de ningún lugar, Lisa Starr. Nadie de
ningún lugar.
Por encima del hombro Scott vio una escena asombrosa. Jo Anne
Stansfield, con el rostro contorsionado por un terrible odio, había caído de
rodillas, como en oración por el rayo que voltearía a su enemiga. Allí, en el
medio de la galería vacía, estaba cerrada a todo menos al odio, emoción
pura y no simulada que ahora brillaba a espaldas de su madre. Era
imposible describir la magnitud de su fuerza.
Cuando Lisa tomó su mano, Scott pudo sentir que estaba temblando.
Nadie podía permanecer incólume ante tal agresión fenomenal y
descarnada.
—Vamos, cariño, salgamos. —La voz era casi coloquial. Pero a medida
que era conducido por ella, el tono fue cambiando. Aunque pequeño y
quieto, su poder igualaba a la furia apasionada de Jo Anne Stansfield.
—Ruego a Dios que un día Él me libre de esta horrorosa mujer. —A
Scott le pareció que su madre le hablaba por primera vez.

En Palm Beach, el corazón de cualquier casa estaba dividido en dos.


El comedor, por supuesto. Y la piscina. La mansión Blass, como muchas
otras del South Ocean Boulevard, se vanagloriaba de poseer dos piscinas.

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Una, de agua salada, al lado de la cabaña de la playa, del lado sur del
camino por encima del mar, era considerada una piscina «casual», para
los niños y los juegos, los flotadores y los botes. Sin embargo, en la piscina
ubicada detrás de la casa, protegida de la brisa marina y escondida entre
limoneros, bananos y parrales rosados, «elegancia formal» era el nombre
del juego y no se permitía que nada interfiriese con la tranquila serenidad
y la formidable prolijidad de este ordenado escenario.
La piscina tenía treinta metros de largo y era de transparentes aguas
azules, sólo turbadas por el poderoso sistema de filtrado; estaba lo
suficientemente limpia como para beber de ella. El borde de su superficie
rectangular estaba revestido por cerámicas de intrincado diseño morisco y
los ojos eran atraídos hacia la terraza de columnas dóricas que se
levantaba en el extremo de la piscina. Aquí, a la sombra, había cuatro
reposeras, alineadas con exactitud militar, sobre el piso de mármol de
Carrara blanco. En la de uno de los extremos, hojeando sin ganas las
páginas del Surfer Magazine, estaba tendido Scott Blass. De vez en
cuando miraba hacia arriba, con una expresión de concentrada
preocupación en el rostro, con ojos que miraban sin ver, recorriendo las
filas de árboles cítricos del frente de los jardines a lo largo del lado oeste
de la piscina, vagando sin propósito sobre los rojos de los geranios que se
encontraban en grandes macetas de piedra, las estatuas de querubines y
serafines estratégicamente ubicadas, las diminutas flores blancas de los
jazmines.
¿Cómo podía hacer? Desde el día en que estuvieron en la galería de
arte, cuando se enteró del secreto odio de su madre, el problema venía
rondando en su mente. Una ventana de oportunidades se había abierto
ante él pero, a pesar de que lo había tratado, no había podido encontrar
una forma de solucionarlo. Tenía que encontrar el modo de hacerles daño
a los Stansfield. Herirlos, y de mala manera. Ellos se habían revelado como
los enemigos de su madre y, como que la noche seguía al día, también
eran sus enemigos. Scott había asumido sin esfuerzo el rol de vengador.
Este sería el camino hacia el corazón de su madre, la combinación que
abriría la cerradura de las puertas del paraíso. Había planeado y buscado
la forma de tocar esas puertas. Sin embargo, los Stansfield eran
inaccesibles. Ricos y poderosos, protegidos por guardias y dispositivos
electrónicos, por ejércitos de abogados, por amigos y conocidos, por una
compleja red de parientes, influencias y prestigio político y social. Había
buscado en vano el talón de Aquiles; había pasado horas en la biblioteca
con copias de revistas, buscando señales de debilidad, esqueletos cuya
existencia pudiera explotar. No había encontrado nada. Había una hija que
tendría su misma edad y parecía que los Stansfield eran la perfecta
caricatura del señor y la señora Estados Unidos. Ella había sido una Duke y
él un Stansfield, una familia cuyos dedos nunca habían estado lejos de los
engranajes que controlaban la dirección de la maquinaria política y social
del país. Dinero y poder. Poder y dinero. La pared que los rodeaba parecía
inexpugnable.
Una voz alegre interrumpió sus pensamientos.
—De manera que ésta es la forma en que viven los ricos holgazanes.
Scott se incorporó.

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—Hola, Dave. Llegaste justo a tiempo. El Departamento de Salud está


por ordenar la clausura de esta piscina. Está muy sucia.
Las bromas eran buenas, pero en realidad Scott se sintió un poco
culpable cuando Dave vino a limpiar la piscina. No era únicamente que
tuvieran la misma edad y que fueran buenos amigos, surfistas que
compartían las mismas olas en la playa del North End incluso cuando la
temperatura bajaba a menos de diez grados en los fríos períodos del
invierno. Era más que eso. Era la culpa que los ricos sentían cuando su
dinero era arrojado en la cara de los pobres. La piscina de Villa Gloria era
el símbolo supremo de la riqueza. Se la veía como perteneciente a algún
rico romano, posiblemente al mismo emperador.
Dave era sin dudas un miembro con credencial de la fraternidad de
los pobres. No había discusión. La verdad del asunto era que las visitas
que hacía Dave tres veces por semana eran completamente innecesarias.
Los productos químicos se alimentaban de manera automática y existía un
continuo monitoreo del pH del agua. Eso combinado con el eficiente filtro
hacía que Dave tuviera en realidad muy poco que hacer. Sin embargo, en
Palm Beach, había que llamar a C & P para que cuidasen la piscina, a
Boyton para mantener los jardines y a Cassidy para el servicio del aire
climatizado. Todo el mundo los tenía. Después de todo, era una ciudad
muy, pero muy tradicional.
—Ábreme una Bud.
Dave, alias Dave el Delirante, era una versión más áspera y marginal
del mismo Scott. Su cabello se veía como si hubiera pasado uno o dos
años sumergido en lavandina; también parecía que algo de ésta hubiera
chorreado sobre los desflecados y alguna vez azules pantalones cortos.
Sus piernas tenía un fino vello rubio y sus pies estaban encerrados en
unas botas a los tobillos Dexter, que usaba sin medias. La limpia camiseta
que tenía puesta lucía la leyenda MANTENIMIENTO DE PISCINAS C&P.
Scott penetró en el cavernoso interior de la heladera de la cabaña.
Habló por encima del hombro.
—Muy bien, Delirante, ¿cómo está el negocio? Y no hablo del cloro,
los filtros y toda esa basura.
Los amigos de Dave creían a medias que el trabajo del empleado de
la piscina tenía «compensaciones" detrás de las aburridas dueñas de casa
y de sus hijas colegialas. Era sólo una fantasía, en especial en Palm Beach.
Dave se rió disimuladamente. Scott podría tener una madre rica, pero
era un tipo común. Su mano extendida alcanzó la Beck fría, notando,
impasible, que en la casa Blass no se manejaban con nada mundano como
una Bud.
Hizo un inventario de las supuestas seducciones, que constituían una
verdad a medias, la imaginaria realización de los coqueteos soñados. Muy
Bien. Bueno. Hubo uno jugoso y fue tan real como un tiburón en aguas no
profundas, en un duro día de verano.
—Eh, Scott. ¿Estás listo para esto? Tengo una historia para ti.
—¿Las dos hermanas de El Vedado? ¿Las de los aparatos en los
dientes? Dave, eres realmente obsceno, ya sabes. ¿Se te vinieron encima?
¿Las dos?
—No, mejor que eso. No es algo que hice sino algo que vi.

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Se inclinó, tomó una muestra de agua inmaculada en su aparato de


pruebas y dejó caer unas gotas de ácido clorhídrico.
Scott sonrió anticipadamente. Eso estaba bueno. Dave era un
personaje. Pobre como rata de iglesia, pero con las antenas calientes y un
caballo resistente los sábados por la noche. En general, lo ayudaba a
limpiar la piscina, una de las cosas que molestaba a su madre.
—Sí, Scottie. ¿Oíste hablar de los Stansfield?
La mente de Scott se detuvo. Luego, arrancó de nuevo.
—Seguro. Todos los conocen. Hacia el North Ocean, al lado de la casa
de los Kennedy.
—Bueno, yo les cuido la piscina.
—Ya lo sé. —El tono de voz de Scott era agudo e inapropiado. Había
un reproche velado al hecho de que Dave no lo hubiera mencionado antes.
Se contuvo. Con cuidado. Esta conversación había comenzado liviana. Si
deseaba aprovechar todas sus oportunidades, debería mantenerla así.
—Siento tanto no haberlo mencionado antes. —Dave se rió y Scott se
unió a él.
—No, continúa, Dave. Seguro que conozco a los Stansfield.
—Bueno, hace poco que comencé a trabajar allí, pero déjame decirte
que la esposa es realmente algo. Quiero decir, verdaderamente limpita.
Como el cuerpo y su perfume. Tú sabes. Simplemente asombroso.
—¿Quieres decir que lo hiciste? ¿Con la esposa del senador? ¡No te
creo! —Scott siguió hablando con entusiasmo. Ésa era la forma de hacer
que Dave hablara abiertamente.
—Escúchame, niño. Nadie llega a hacerlo con Jo Anne Stansfield.
Quiero decir ningún tipo, de todas maneras.
Dave había asumido la inescrutabilidad de un político hablando de
sus propuestas para el recorte de presupuesto.
—¿Qué quieres decir, Dave? Vamos. Habla claro.
—Quiero decir que a ella le gustan las minas. Pero minas pesadas.
Hay una diferente todos los días. Chicas hermosas que ni siquiera me ven
¡A mí! ¿Puedes creer eso?
—¿Es una lesbiana? ¿Cómo diablos lo sabes?
—Vi cómo besaba a una de ellas en la cabaña. —La mirada en el
rostro de Dave era de puro triunfo.
—No es verdad.
—Te lo juro.
—¡Mierda! —Scott casi no podía creer lo que escuchaba.
Sus pensamientos ya estaban volando. La enemiga de su madre era
lesbiana. Estaba casada con un senador de la derecha con enormes
ambiciones políticas. Eso era dinamita. Podría reventar sus vidas con esto.
¿El National Enquirer en el Lago Worth? ¿Una de las grandes
columnas de noticias? No, ésa no era la forma. ¿Dónde estaba la prueba?
El testimonio de un cuidador de piscinas. Y Dave se negaría a revelarlo
públicamente más que un jesuita, por temor a perder el trabajo. El dinero
de los Duke y la influencia de los Stansfield harían que fuera el vuelo de
un kamikaze para cualquier periodista lo suficientemente valiente o
estúpido para poner el rumor sobre el papel. Debía entrar en la casa de los
Stansfield. Una vez en los bastiones del mundo Stansfield, él inventaría un

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modo de hacerlo volar por los aires. Eso ya comenzaba a verse como el
descubrimiento del caballo de Troya. ¿Cómo manejarlo?
—Dave. ¿Te gusta apostar, no es así? —Dave respondería a un
desafío como éste.
—Escucho.
—Mil dólares dicen que yo puedo hacerlo con ella.
—¿Qué? —Dave sonó incrédulo y divertido a la vez.
—Lo que oíste.
—¿Mil contra qué?
—Tus cien dicen que yo no puedo.
—Diez a uno. Debes estar bromeando. Es dinero en el banco. Estás
loco. De todas maneras, ¿cómo llegas a ella?
—Tomo tu lugar por unas semanas. Vienes aquí primero y me prestas
la camioneta. Nadie lo sabría. Puedo limpiar la piscina tan bien como tú.
Ya tuve suficiente práctica limpiando ésta.
—Ralph me mataría si lo descubriera. —Dave pareció dudar.
Necesitaba el trabajo.
—Vamos, no lo va a descubrir. Ustedes siempre están cambiando.
Como ese viejo imbécil que viene aquí cuando estás de vacaciones.
Simplemente digo que estás enfermo o algo por el estilo.
—¿Qué estás tratando de probar, Scott? —La expresión de Dave era
inquisitiva. No era propio de Scott estar tirando su dinero. O tampoco
estar jugando el papel de supermacho. Él tenía entre manos más que eso.
Pero mil dólares arreglarían la bicicleta y dejarían lo suficiente para un
viaje a las islas con Karen. Una cosa era segura: si Scott perdía, pagaría. Y
parecía que iba a ser así. Era tentador. Lo suficientemente tentador como
para no preocuparse mucho por los motivos.
—Tengo mis razones —contestó Scott enigmáticamente.
—Bueno, trato hecho. —Dave extendió la mano para confirmarlo.
Scott se la tomó.
—¿Cuáles son tus días la semana que viene?
—Lunes, miércoles y viernes. En general, llego allí temprano por la
tarde.
—Nos encontramos aquí en cualquier momento, ¿está bien? —Scott
tomó el palo con la red—. Vamos, Dave, te ayudaré a limpiar esta puta
piscina.
En sus fosas nasales podía sentir el aroma de la victoria.

Scott atacó la ola como si lo acabara de insultar. Se lanzó hacia abajo,


el borde de la tabla cortando sin piedad la suave superficie del agua,
partiéndola en pedazos. Con las gotas en su cabello, el rugido del oleaje
en los oídos y la exaltación en el alma, éste era un buen día en la playa
del North End. La cresta de las olas llegaba lisa y fuerte, rompiendo en
orden, y el agua entre las cabeceras blancas de las olas estaba lisa como
la palma de la mano. La tabla lo hacía todo bien. Equilibrio perfecto,
ajustado y liviano, tirante como un tambor. Durante toda la mañana
estuvo practicando y ahora deseaba hacer algunos saltos antes del
almuerzo. Apretó los dientes y colocó sus poderosas piernas contra la

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áspera superficie de la tabla Impact mientras montaba la ola hacia su


borde. El mecanismo de los movimientos era el tradicional, pero
necesitaba perfeccionar el estilo. Había perdido puntos por eso hacía unas
semanas en Daytona.
Esa ola era perfecta. De un metro veinte a un metro y medio, mucho
poder en la cara limpia y baldes de profundidad. Scott empujó para ganar
velocidad. Ése era el secreto de un buen salto. El borde de la ola corría
hacia él, así que extendió el despegue vertical mediante un desequilibrio
en el peso. De pronto, el mundo al revés. Mantente. Mantente hacia abajo.
Que no suban las manos. No toques las bandas. Eso era para los
embusteros. El mundo se estaba enderezando solo. La posición parecía
buena para volver a penetrar la ola. Excepto… ¡Maldición! ¡Esa estúpida!
La muchacha estaba justo en su camino. Se había zambullido en el medio
de su propia ola. La que él acababa de dominar, poseer, crear. El fiero
sentido de posesión de los surfistas con respecto al agua no tenía
posibilidad de expresarse más que en eso. Para evitar la catástrofe, Scott
empujó hacia abajo tanto cuanto pudo y saltó hacia un lado en medio del
bullir de las aguas blancas. Mientras iba hacia abajo en la oscuridad, su
mente volvía a repetir el salto perfecto y malogrado. Él había estado allí.
Había estado muy bien. Hasta que una estúpida…
En el oscuro anonimato debajo de las olas, Scott planeó su venganza.
La muchacha estaba por recibir unos golpes verbales que jamás podría
olvidar. Su cabeza dorada emergió a la superficie donde brillaba el sol y se
sacudió con enfado de un lado al otro, enviando una cascada de
diamantes brillantes en el aire húmedo. Allí estaba. Quieta en el agua y
con el aspecto de una aristócrata condenada que espera el filoso beso de
la hoja de la guillotina. Los brazos potentes devoraron unos metros de mar
hacia la playa, mientras su lengua ensayaba las sílabas que pronunciaría
por el abuso.
Caminó en el agua hacia ella y ambos hablaron a la vez:
—Mira, lo siento mucho. Fue mi culpa. Yo no…
—Tú, maldita aficionada. Estabas montando mi…
Por alguna razón ambos se detuvieron, pero ninguno de los dos supo
qué era.
Para Scott era como si hubiera caminado hacia un espejo. La
muchacha era él. Era casi tan simple como eso. Era inútil insultarse a sí
mismo. Completamente insatisfactorio. Oyó cómo las palabras se le
morían en la garganta. La muchacha estaba allí parada, con el agua que le
chorreaba del cuerpo mojado, el cabello húmedo pegado contra el rostro
alegre. Ella le había robado el color de su cabello, la nariz, los ojos azules,
la boca. ¿Cómo se llamaba eso? Cuando uno encontraba a su doble. Sus
ojos se dirigieron hacia abajo: bajo el sostén irrelevante, asomaban las
jóvenes tetas. Pequeñas pero perfectas. El abdomen, un poco relleno, las
caderas adolescentes un poco anchas. Pero todo era duro y firme. Era el
cuerpo de una líder, la que movía la batuta, el tipo de muchacha que hacía
que los muchachos del equipo de fútbol sufrieran ataques de frustración
sexual. Ridículo. Era increíblemente bonita. Cuando quisiera podía
interrumpir su ola. Eres mi invitada, surfista aficionada. Incluso puedes
probar en mi tabla.

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—Perdón —Scott se oyó a sí mismo tartamudear—. Supongo que


sobreactué. —Movió la mano en gesto de disculpa.
Christie Stansfield siempre había creído en los ángeles, pero jamás
había esperado encontrarse con uno en la playa del North End. El
muchacho era enloquecedoramente atractivo. El cabello desparejo estaba
matizado por la arena y el agua de mar, lleno de rizos y quemado por los
rayos del sol, y pedía a gritos el contacto de los dedos, el cuidado de una
mano. Y el rostro, abierto, bien abierto a la emoción, al enfado, a la
repentina e inexplicable vergüenza, insinuando un desesperado deseo por
el calor de la intimidad. Los hombros anchos se afinaban hacia una cintura
musculosa y fina. Piernas largas, bien largas, y la innegable excitación
entre ellas, escondida de las miradas por unas improvisadas bermudas
hechas jirones.
—No. No. Lo que hice fue imperdonable. Tienes toda la razón para
enfadarte.
De alguna manera el enfado del muchacho era algo maravilloso.
Paradójicamente, Christie lo deseaba y con una intensidad vigorosa que su
charla trivial amenazaba reemplazar.
Scott se agachó para escapar a la intensa mirada de la muchacha y
atrajo la tabla hacia él mediante el cordón atado a su tobillo.
—¿Encontraste buenas olas esta mañana? —trató de sonar distraído.
—Soy una principiante. Para mí son todas buenas. Todas buenas, pero
¡completamente imposibles!
La risa fue realmente cristalina. Abierta al principio y luego
cerrándose más fuertemente al final, como si ella no tuviera realmente
derecho a reírse de temas tan serios. Scott le sonrió transmitiéndole
confianza. Era una chica simpática. Una dulce excitación. Lejos, muy lejos
de las muchachas de West Palm, con sus bocas sucias y sus cuerpos
inteligentes. Pocos años, también, respecto de la variedad de Palm Beach
con su orgullo y su preciosamente cuidada piel blanca.
—¿Quieres una cerveza? —Scott, sin darse cuenta, seguía hablando
como los surfistas. Por el rubor que provocó en las mejillas redondeadas,
comprendió que no lo estaba haciendo tan mal.
—Si tienes una de más. Gracias.
Juntos caminaron por la arena hacia la conservadora de hielo,
arrastrando las tablas por las aletas.
—Me llamo Scott.
—Hola, soy Christie.
—Lindo nombre.
—Gracias.
Scott se volvió para mirarla. Las dos manchas rojas se estaban
expandiendo de manera agradable. Los ojos estaban bajos.
Él se tiró sobre la arena caliente en forma lánguida y abandonada,
dejando escapar un suspiro de satisfacción, de relajación ostentosa.
Apoyado sobre uno de los codos, buscó dentro de la conservadora una
cerveza fría, observando mientras tanto con cuidado a la muchacha.
Christie se sentó con las piernas cruzadas frente a él, vagamente
consciente, sin propósito, aunque comprometida sin remedio. Era un
levante puro y simple. Christie Stansfield, levantada por un surfista justo

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detrás de su casa, a punto de tomar una Budweiser con un dios griego


cuyo acento no podía ser otro que el de una divinidad. Reprimió aquel
pensamiento no caritativo. ¿A quién le importaban cosas como ésas? Ella
siempre trataba de reeducar a sus padres precisamente en aquel punto.
No era que hubiera tenido demasiado éxito.
Sintió que aquellos ojos inquietantes recorrían la parte superior de su
bikini, los sintió recorrer la carne caliente alrededor de sus pezones. Era
una sensación deliciosa pero extraordinariamente ilícita; el aroma de la
fruta prohibida se extendía en forma tentadora por su mente mientras
sentía que sus pechos se endurecían. De pronto sintió seca su garganta y
deseó tragar con desesperación. Pero él la miraba directo a los ojos,
abandonando por un momento sus pechos. Conocería todo acerca de las
hormonas que saltaban en su interior. ¿Y entonces, qué es lo que haría?
¿La atraería encima de él allí mismo y sentiría el sabor de su lengua, sin
invitar y sin necesidad de invitación?
Scott vio que se separaban los labios y que la respiración se
aceleraba, a medida que el momento erótico se producía. Dos gotas de
sudor se ubicaron con encanto entre la nariz y el labio superior, humedad
que él podía secar con el dedo, con la lengua. Jamás hubiera sospechado
que eso ocurriría tan rápidamente. ¿Era narcisismo? ¿Se sentía atraído
hacia un rostro que se parecía al suyo? Sea como fuere, en su estómago
comenzó el familiar movimiento, como si se soltaran mariposas enjauladas
y los primeros movimientos inseguros anunciaran el despertar del deseo.
—Christie —dijo reflexivamente—. Christie. Me gusta mucho ese
nombre. —A propósito hizo que las sílabas sonaran como una caricia.
Extendió una mano y por un segundo la dejó descansar en la piel
suave de la rodilla de la muchacha.
—¿Cuál es tu segundo nombre?
—Stansfield —fue la respuesta que se produjo en un murmullo.

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Capítulo 19

Había algo definitivamente tentador en él desde atrás. Algo muy


femenino, un fuerte parecido con alguien. ¿Quién era ese tipo?
Jo Anne se apoyó sobre los codos para mejorar su visión. Sus pechos
abundantes sobresalieron, casi dejando al descubierto los oscuros
pezones. Había estado tomando sol con las tiras del bikini sin atar. Desde
atrás, él casi podría haber parecido una muchacha y, por cierto, muy
bonita. Cabello rubio, largo y rizos en la espalda que realmente parecían
bucles. Una contextura delgada y un culo digno de las muchachas que
hacían gimnasia aeróbica. Trató de recordar el rostro. Era algo familiar,
pero al mismo tiempo sabía que no lo había visto antes. Bueno,
definitivamente constituía una mejora intrigante y dramática con respecto
a los estúpidos sin rostro que en general venían a limpiar la piscina, con
miradas sentimentales y poses de macho.
Era la forma en que se movía lo que a ella más le gustaba: con
delicadeza, como si fuera consciente de su cuerpo y de las perfectas
proporciones, pero al mismo tiempo con un poco de vergüenza por ello.
Casi como si no deseara causar ningún daño, inflamar ninguna pasión,
aunque estaba más que consciente de que eso era lo que intentaba hacer.
Con mucha gracia, pero natural. Sin poses. Simplemente formas que
parecían buenas para el trabajo manual, justo ahora que estaba tratando
de sacar unas hojas del fondo de la piscina. JoAnne observó los músculos
de los antebrazos y de los hombros anchos.
Trabajaba cerca de donde ella estaba tendida. Jo Anne tenía
suficiente interés como para iniciar una conversación. Seguro que
hablaría. Los jóvenes lindos siempre lo hacen.
—¿Qué le sucedió al muchacho de siempre? —le dijo a la bronceada
espalda. Como si a ella le importara.
—Oh, se enfermó, señora.
Scott se volvió para mirarla. Estaba funcionando como un sueño. Poco
tiempo atrás había tenido tantas oportunidades de llegar a los Stansfield
como de ser seleccionado para un viaje espacial, pero ahora era casi un
invitado. Dos increíbles coincidencias se habían sucedido una detrás de la
otra: Dave era el muchacho de la piscina y a Christie Stansfield le gustaba
observar a los surfistas en la playa. Ninguna de las dos tenía importancia.
Después de todo, Palm Beach era una ciudad pequeña. Pero, de acuerdo
con su plan, esos dos acontecimientos bien podrían haber sido concebidos
en el cielo, o mejor en el infierno. La madre y la hija. Ahora las dos eran
accesibles a él y Christie ya había mostrado las primeras señales de ser
una ciruela madura para la cosecha. En ese mismo momento y todos los
días de la semana ella no estaba. Se encontraba vendiendo sweaters a los
yuppies en la Esplanade. Era el turno de la mamá.
A simple vista, algo resultaba obvio: la mamá de Christie Stansfield lo

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tenía todo. Lo tenía y claramente trabajaba mucho para mantenerlo. Las


tetas eran mucho más grandes que las de su hija y, por la forma en que
los pezones se rozaban contra la tela del sostén sin atar, estaba claro que
normalmente necesitaban algo de soporte. Pero las piernas se veían
poderosas, los muslos musculosos y el trasero firme, desde la generosa
proporción de aquello que estaba a la vista, alrededor de la mínima bikini.
¿El rostro? Los años habían dejado sus arrugas alrededor de los ojos duros
como el acero y la boca un poco cruel tenía una determinación malvada,
pero todavía era un rostro hermoso, aunque a un millón de kilómetros de
la expresión angelical de Christie, con los ojos llenos de inocencia y pureza
prerrafaélica.
¿Cómo debería actuar? Como la más suave de las campanas suaves,
eso era seguro. Ésta era una cazadora. No desearía que la cazaran. Le
volvió la espalda. Con deferencia. Humildad. El pobre empleado de la
piscina, que sabía comportarse en presencia de los mejores.
Jo Anne lo miraba con ojos especulativos. Muy bien, hasta aquí no te
has ahorcado. ¿Qué tal estaría darle un poco más de cuerda?
—Parece que haces algo de surf. ¿Eres una de esas pestes que
siempre desobedecen los carteles de aparcamiento en el North End?
El tono de Jo Anne era burlón, con una insinuación de coqueteo que
suavizaba el contenido abrasivo de la pregunta. La relación entre los
surfistas, que provenían casi todos del otro lado del lago, y la ciudad de
Palm Beach había sido desastrosa durante años. Los habitantes de Palm
Beach, que rara vez visitaban la playa, pensaban sin embargo en ella,
cuando se molestaban en pensar en algo, como en su propiedad privada.
A pesar de que se suponía que todas las playas de los Estados Unidos
hasta la plataforma continental debían estar abiertas al público, los
habitantes del North End se pasaban las mayor parte de su tiempo
desalentando la presencia de extraños. Eso ellos lo conseguían de dos
maneras básicas. Una era prohibiendo el aparcamiento sobre cualquiera
de los caminos ubicados a cinco kilómetros de los espigones del North
End. La otra era hacer cumplir rigurosamente las leyes que prohibían el
libre paso. Sin desanimarse, los surfistas caminaban kilómetros desde la
playa pública en el centro de la ciudad o alegremente ignoraban los
carteles de propiedad privada y de no estacionar que una gran porción de
habitantes de West Palm Beach consideraba, de todas formas,
anticonstitucional.
Una vez más Scott se volvió hacia ella. Colocó una mano en la cadera
y sonrió con lo que esperaba fuera una sonrisa infantil.
—Sí, señora. Quiero decir que yo hago algo de surf, pero
principalmente en Deerfield o camino de Júpiter. ¿Alguna vez probó? —
agregó con osadía.
—¿Se me ve como que hice algo así?
Jo Anne sonrió por lo atrevido de la pregunta. Éste tenía encanto. Y
mucho. Era realmente dulce. Casi coqueto. ¿A quién demonios le hacía
acordar?
—Bueno, a usted se la ve muy bien, señora. Si no le importa que yo lo
diga. —Hizo correr una mano nerviosa por el cabello. Se lo había lavado la
noche anterior.

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Jo Anne lo miró, levantando una mano para hacer pantalla a los ojos
contra el sol de la tarde temprana. Scott se proyectaba sobre ella, su
silueta estaba dibujada contra el cielo azul claro. Luego, en un impulso
que ni ella misma comprendió, se enderezó sobre la reposera, permitiendo
que ambos pechos cayeran libremente, totalmente expuestos a la mirada
del muchacho.
Cualquiera que fuera el efecto que el gesto tuvo sobre él, difícil de
juzgar por el brillante sol, el efecto sobre ella misma fue dramático.
El pensar que esos ojos recorrían libremente el torso repentinamente
desnudo fue, por alguna razón extraordinaria, una experiencia
profundamente erótica. Jo Anne casi no pudo creer lo que estaba
sucediendo. Hacía años que ella no se excitaba con un miembro del sexo
opuesto. Inclusive ni podía recordar la ocasión. ¿Había habido una alguna
vez? Las mujeres eran diferentes, suaves, de aroma dulce, gentiles y
serviciales, lindas y limpias. Infinitamente atractivas. ¿Un hombre? Era
ridículo. Pero también era innegablemente real.
Por encima de ella, Scott tragó con fuerza. Se había equivocado
bastante en cuanto a las tetas. Los fuertes pectorales las habían llevado
hacia arriba, ganando sin esfuerzo la batalla contra la gravedad. Ahora los
dos globos, brillando con una fina película de lo que olía como el exclusivo
gel bronceador Bain de Soleil de Charles of the Ritz, aprisionaban su
mirada y le secaban la boca. La pelota había sido devuelta a la línea de
base de su cancha de tenis y venía con muchísimo efecto.
Las cosas se estaban moviendo más rápidamente de lo que él se
había atrevido a soñar, pero extrañamente, a medida que el objetivo se
acercaba, las apuestas eran cada vez más altas. Un movimiento en falso,
un gesto no calculado y el momento se evaporaría. Era el problema más
viejo del mundo y ya con sus pocos años Scott lo había experimentado:
cómo cruzar el límite de la intimidad. ¿Habría más charla? ¿Debería
haberla? Entonces, sin saber qué hacer, Scott no hizo nada. Simplemente
se quedó de pie mirando las cosas que se suponía debía mirar.
La realidad de la situación era suficiente para Jo Anne. Toda su vida
no había sido otra cosa que una aventurera sexual, una viajera del placer
que tomaba el momento cuando estaba a su alcance. En el negocio
algunos eran así; sólo debían ver una mercadería a buen precio o alguna
moneda de valor para entonces moverse como el rayo. Bueno, los cuerpos
eran para Jo Anne el equivalente de las piernas de cerdos, de metales
preciosos y de futuras tasas de interés. Y cuando el momento era el
correcto, ella negociaba. Ahora mismo la situación decía que se estaba
enfrentando con una excelente oportunidad de compra. Entonces, en el
preciso instante en que Scott sintió que era un simple espectador de los
acontecimientos, Jo Anne Duke Stansfield se movió impaciente. Ese
muchacho era lo suficientemente joven como para ser su hijo. ¡Bien!
¡Bravo!
Con todo el tiempo del mundo, se puso de pie, moviéndose lenta,
lánguidamente. Si deseaba que esa cosa le brindara placer, no debía
asustarlo. El truco consistía en encontrar la mezcla correcta de firmeza y
femineidad. Desde los días en Big Apple, ella recordaba que había una
línea delgada entre romper las pelotas y la pasividad. Uno debía

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conducirlos, no forzarlos a que comieran.


Scott, en el papel no usual de conejo hipnotizado, dejó que sucediera.
El cuerpo de la mujer estaba ahora erguido y cumplía con la promesa del
que había estado tendido. Jo Anne hizo que la descripción de Dave sonara
como los divagues de un ciego. Ante sus ojos pudo ver realmente que sus
tetas se endurecían, que la humedad aparecía como por arte de magia
mientras su lengua trazaba los contornos del labio superior.
Reaccionando, la banda que había en su interior comenzó a afinar los
instrumentos. Estaban los insectos bailarines en la boca de su estómago,
el chorro de la sustancia que hacía que su corazón se acelerara. Ahora su
plan estaba en el quemador posterior, crudamente desplazado de la parte
frontal de su mente por la total intrusión del deseo. Esa mujer lo iba a
utilizar. Más tarde lo escupiría, lo echaría, hasta que le cayera bien repetir
la acción. Estaba por ser sacado como un corcho de una botella de vino de
Algeria, cruda, torpemente y sin ningún tipo de ceremonia.
Jo Anne caminó hacia la derecha, colocando su rostro muy cerca del
suyo. Durante su breve caminata, ella ya había visto la dureza, se movía
dentro de los apretados vaqueros y que las pupilas se dilataban en los
profundos ojos azules que le recordaban los de alguien. Por lo que pareció
un siglo, ella permaneció sin moverse, respirando el aroma masculino al
que ya no estaba acostumbrada, permitiendo que trabajara en sus
hormonas y liberara su mente. Tan diferente. Una variedad del género
masculino. Con todo el tiempo del mundo, ella llevó la palma de la mano
hacia abajo y la posó en los ya no lisos pantalones, disfrutando del calor
que recibía y de los impacientes movimientos del muchacho. Era todo tan
deliciosamente fuera de lo común. Quizás ella hubiera extrañado eso
durante demasiado tiempo. La sonrisa que se le dibujó en los labios decía
que así era.
—Préstame tu cuerpo, juguetito. Lo necesito por un rato. Después te
lo devuelvo.

Christie Stansfield se había aventurado y preocupado durante toda la


mañana, pero ahora ya no le importaba. Estaba allí afuera, bailando,
sintiendo, siendo. Caminaba como sobre una nube de algodón. En su nariz
había calor animal, en su alma, los empinados bancos del fuego del amor.
Esta malla de ejercicios era una obra de arte, pero de Londres, no de West
Palm. Como siempre, los ingleses se habían extralimitado, produciendo lo
que hoy hacía impacto para mañana hacer la norma, y esta pura creación
de color rosado parecía más el atuendo de una esclava que una de las
viejas mallas.
Durante los cinco minutos de relación social que siempre precedía al
ejercicio, las otras muchachas mostraron su envidia mediante bromas
sutiles y ocasionales chispazos de pura malicia en sus ojos envidiosos.
—Christie, corazón, te ves como salida de una película prohibida para
menores. Tienes coraje…
—Oh, Christie, desearía tener cara para aparecer con eso…
Pero a Christie no le importaba lo que ellas pensaban. Ella estaba
vestida para una sola persona: el hermoso muchacho de ojos preocupados

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que había salido del mar. Scott Blass. Se reuniría con ella aquí. En minutos
él sería el juez. Y él era un hombre.
Ahora la adrenalina la hacía sentir como una joven enamorada y con
un pulso en descanso de cincuenta. Christie echó su cabeza a un costado
y se miró en los espejos de la pared con el narcisismo propio de los muy
jóvenes, le gustó lo que veía.
Estaba todo allí, dorado y firme; la piel bronceada brillaba a través de
la delgada película de sudor, enmarcada por las atrevidas piezas en forma
de tiras del traje de ejercicios. Había músculos en la espalda fuerte, en los
brazos y muslos, pero todos estaban redondeados por la carne joven,
intensamente femenina, universal-mente seductora. Sus pechos no eran
grandes, pero permanecían inmóviles mientras su cuerpo pasaba por la
rutina, y el sostén empapado descubría el secreto de los pezones cónicos
de color rosado salmón, típicos de una adolescencia tardía. Su abdomen
se revelaba desde cualquier ángulo: la parte superior del traje se unía a la
inferior por cuatro tiras simples de tela que dejaba aberturas adelante,
atrás y a los costados. Si se le podía hacer alguna crítica, Christie suponía
que era por las caderas. Un poco generosas, algo así como voluptuosas,
pero bien delineadas, y como parte de toda la figura eran más que
pasables. De todas maneras, estaban mejorando día a día. En especial la
cola. Ahora estaba firme y dura. Sería su regalo para Scott. Un juguete,
recién salido de fábrica, sin marca de ningún hombre. Él podría poseerlo.
Cuando llegara a buscarla, podría verlo primero, levantándose y
estirándose debajo de la tela delgada, sus nalgas divididas por la fina tira
rosada que se metía profundamente en la raya, sin llegar a cubrir casi sus
lugares más secretos. Incluso si él llegaba tarde, la clase todavía estaría
en movimiento. Christie había pensado en eso. Quizá después de todo
había una pequeña parte de su madre en ella.
La voz de Maggie interrumpió el sueño de la viajera.
—Hazlo suave. Sigue el ritmo. Concéntrate en el tiempo. Piérdete en
él. Deja que el cuerpo dirija a la mente. Eso es. Eso es.
Christie trató de hacer como le decían y aquietar sus locos
pensamientos.
—Yo soy mi cuerpo. Mi cuerpo es todo lo que soy —trató de decirse.
Ésa era la filosofía. Ésa era la forma en que se suponía que uno debía
actuar. Levantó y bajó su larga pierna hacia un costado y trató de
perderse en la deliciosa sensación de estiramiento y esfuerzo, de retorcer
y relajar mientras los poderosos músculos de los glúteos orquestaban esos
movimientos de perro haciendo sus necesidades. La columna derecha, la
cabeza baja. Levanten despacio, bajen lentamente. ¿La vería Scott desde
atrás? Imaginó que tenía los ojos en ella. La noche anterior, en el bar, la
había mirado de esa manera y ahora ella podía imaginarse aquellos
peligrosos ojos. Era tan agradable. ¿Qué había hecho el mundo antes de
que inventaran los ejercicios? ¿Y alguien se había enamorado alguna vez
así?
El ritmo ahora era reiterativo. Durante diez minutos había simulado
ser una melodía, pero finalmente su propósito quedó al descubierto. Era
como un metrónomo, no más melodía que el sonido de un reloj, y su
objetivo era conducir el movimiento de los cuerpos. Ni más ni menos. El

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volumen subió y desde los diez o veinte altavoces del estudio del edificio
rosado, Phillips Point, el golpeteo grababa su mensaje en aquellas partes
del cerebro que estaban debajo de la conciencia, debajo de la inteligencia,
debajo del sentimiento. El mensaje fundamental no podía desobedecerse.
Oírlo era obedecerlo como si se fusionase la clase en un única entidad,
más allá del dolor, de la existencia individual. Y allí estaba. En puntas de
pie a los bordes del golpe insistente y ganando fuerzas segundo a
segundo, estaban las notas del clarín del himno nacional. Ése era otro
ingrediente vital. Ahora todos eran uno, una nación, un cuerpo, un atado
de propósitos. La alegría a través de la fuerza. El poder a través de la
belleza. La felicidad a través de lo físico en la luz temprana del amanecer.
Sola, en aquella habitación que latía, Maggie permanecía inoculada
contra la fiebre de la música salvaje y abandonada. Veinte años de
ejercicio le habían dado la libertad y, a veces, como hoy, ella deseaba la
esclavitud que se apoderaba de la clase. Podía ver el éxtasis en los rostros
manchados de sudor, podía imaginar la pureza del placer que
experimentaban desde el pico del esfuerzo. Pero para ella, todo eso había
terminado. Estaba tan por delante de ellos que había pasado del otro lado,
y el cuerpo que encerraba su espíritu era la prueba de aquel viaje. No
habría sido cierto que ella se veía bien. Verse bien era algo que se había
escapado siempre de Maggie. Lo que sí era verdad era que se la veía
extraordinaria, con un cuerpo construido como un puente suspendido, un
sistema complejo de levadores y postes, de cables de acero y de enormes
soportes de cemento. Se veía como que podía realizar cualquier tarea que
el maestro de mayor inventiva pudiera soñar. Había soportado y
soportaría. Cuando ella y Lisa habían comenzado en el viejo gimnasio de
Clematis, Maggie jamás soñó con transformarse en lo que era hoy. Lisa se
había marchado, pero Maggie no había perdido la fe, y en el boom de la
gimnasia durante los años que siguieron, había adoptado todas las modas
y también había comenzado las propias. Ahora, el gimnasio tenía
reputación a nivel nacional. Y con ella ocurría lo mismo. Ahora, en su
clase, había una joven Christie Stansfield. La hija de Bobby. La que debería
haber tenido a Lisa por madre.
Lisa Starr. Lisa Blass. Su Lisa. Una superestrella ahora, brillando en el
firmamento de la más alta sociedad como Maggie siempre había sabido
que ocurriría. Habían crecido separadas, pero Maggie todavía la quería
profundamente. Su recuerdo. Su espíritu valiente. Su infinito anhelo de
vivir. Se veían en ocasiones, en las grandes fiestas, y ambas simulaban
que nada había cambiado, aunque sabían que no era así. Había una Lisa
diferente ahora y, probablemente, una Maggie diferente también. Pero,
principalmente, una Lisa diferente. El encanto estaba allí, así como la
increíble belleza, pero la calidez se había ido, evaporada por el frío
amargo de demasiado dolor en el corazón. El hielo había llegado al alma
de Lisa y había aniquilado la parte de ella que Maggie más había amado.
Maggie se obligó a regresar al aquí y ahora. Ante ella, los integrantes
de la clase estaban doloridos, perdidos en el dolor delicioso, con sus
rostros empapados y sus cuerpos hirviendo que clamaban por el alivio que
otra parte de ellos no deseaba. Debería entrar en comunión con ellos
mientras se complacían en el sacramento del amor físico. Debería estar

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con ellos, mientras sufrían en nombre de la belleza.


—Vengan conmigo. Acompáñenme todo el camino. Déjense llevar.
Transfórmense en cuerpos.
En estos días, el ejercicio se estaba transformando en algo metafísico.
De repente, en medio de la frenética actividad, Christie experimentó
la quietud del ojo del huracán. Scott estaba apoyado en el marco de la
puerta, los ojos ociosos sobre la masa de carne femenina, con la boca
abierta en una media sonrisa ¿de superioridad?, ¿de vergüenza? Era difícil
saberlo. Se veía como si hubiera venido directamente de la playa. Tenía
sal en todo el cuerpo y la sucia camiseta gris con los sueltos pantalones
blancos de lona habían pasado obviamente largas semanas en la parte
trasera del Le Baron que siempre conducía. Todo era parte de él. La
actitud de «al diablo con todos» levantaba la temperatura de los sueños
adolescentes de Christie. Mientras lo observaba, los ojos de Scott se
encontraron con los de ella, y el rubor de sus ya calientes mejillas se
intensificó, al sentir la realidad de lo que hacía apenas minutos había sido
fantasía. Intentó una sonrisa. No fue retribuida, pero Scott asintió con la
cabeza.
—Termina con lo tuyo —parecía decirle—. Estás haciendo algo
importante. No dejes que te distraiga. No pensaría dos veces en ti si
estuviera montando una ola.
Christie dejó caer la cabeza en señal de reconocimiento. Por supuesto
que él tenía razón. Trató de concentrarse en su trabajo.
—Muy bien, muchachas. De espaldas ahora. Trabajemos esas colas.
Christie rugió en su interior. Oh, Dios. ¿Por qué justo este ejercicio
tenía que venir ahora? Arqueó la espalda y empujó la pelvis al aire, la tira
rosada pegada en su vagina abierta, los vellos rubios apenas escondidos
por la fina tela.
—Vamos ahora, arriba y abajo, doble tiempo ahora, y uno y dos y uno
y dos…
Cerró los ojos para disimular su vergüenza y trató de olvidar dónde
estaba y quién estaba allí. Pero el movimiento se lo recordaba. Ella le
estaba haciendo el amor en el aire. No había otra interpretación de la
acción. Lo único que faltaba era Scott encima de ella y, por más que trató,
no pudo sacarse aquel asombroso pensamiento de la cabeza.
En su interior, este divertido sentimiento creció más y más. Cuanto
más lo rechazaba, más fuerte volvía. Debería detenerse, pero no podía
hacerlo. Tan desesperadamente caliente.
—Empujen hacia arriba. Búsquenlo. Háganlo trabajar para ustedes.
Christie obedecía y sus glúteos se contraían y relajaban en forma
alternada, produciéndole una extraña sensación de cosquilleo en el
interior de los muslos. Oh, no. Ahora, no. No aquí. Eso simplemente sería
imposible.
Abrió los ojos. ¿Podría la realidad detener su acción?
Scott se había movido. Ya no estaba en la entrada, sino a un costado
del gimnasio, cerca de ella y tenía en los ojos una extraña mirada lejana
mientras observaba con intensidad el desnudo cuerpo que se empujaba y
alejaba de él.
Ella sacó la lengua nerviosamente sobre los labios e intentó una

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media sonrisa que no fue posible.


¿Cuál fue el momento exacto en que lo vio? Allí, enmarcado entre sus
muslos, sentado en el fondo de la profunda V de su entrepierna y a
escasos tres metros de distancia, estaba a la vista lo que la llevó a la
cima. En el interior de los arrugados pantalones blancos, Scott Blass
estaba duro como una roca.
Christie dejó escapar una exclamación de sorpresa ante lo que le
estaba sucediendo. Tuvo tiempo de cerrar los ojos y, entonces perdió la
coordinación. Se le congelaron las piernas, se le trabó la espalda y su
mente se detuvo.
—Oh, cariño —oyó que alguien, que podría fácilmente ser ella misma,
exclamaba.
Se sentó, dejando que sus nalgas golpearan ruidosamente las tablas
del piso, en un intento de disfrazar lo obvio, pero lo que sucedía en su
interior era irrefrenable. Tenía vida propia ahora. No le haría caso a nadie.
En el subsuelo de terciopelo se dominaba, viviendo su terrible momento
en plenitud, cantando su hermosa y loca canción. Cautiva por la
estremecedora locura que no podía controlar, Christie se sintió en una
nube de extraño éxtasis, mientras invitaba a su transitorio visitante.
Invisible, secreto, vivía su breve momento de tiempo cósmico, egoísta,
impenitente, desvergonzado. Y luego, por fin, se fue, sin dejar nada detrás
sino la huella del recuerdo… y, más exigente, el creciente legado de
húmedo deseo en la tela rosada que cubría su centro palpitante de la vista
del mundo.
Cuando abrió los ojos, Scott la miraba directamente. Era el primer
secreto que habían compartido. Y no sería el último.

Durante tres cuartos de siglo el Paramount había sido una de las


atracciones de Palm Beach. Primero teatro y luego, durante años, el único
cine de la ciudad, se había deteriorado entre los años sesenta y setenta.
Pero ahora había regresado, restituido a sus pasadas glorias. A la luz de su
centelleante pantalla, era imposible perderse la devoción que bañaba los
ojos de Christie Stansfield. Como un millón de muchachas lo habían hecho
antes, ella pasó una mano a través del lujoso asiento y se acurrucó
delicadamente en Scott. Tres cortas semanas al borde del éxtasis no
habían servido sino para destruir su resolución y ella sabía que estaba por
caer. Quizás esa noche. Quizá mañana. No estaba enamorada, estaba
obsesionada. Era una gran pasión, el precipitado interés romántico de la
adolescencia, vibrante, magnífico, asombroso por la fuerza y el poder. Una
por una, las luces que habían guiado su vida eran absorbidas por la
intensidad de una visión brillante, el encuentro del cuerpo y el alma en la
danza anhelante de carne a la que ella tanto se había resistido. Quizá más
tarde. En la playa iluminada donde él había prometido llevarla después de
la película. Lo que fuera. Ya la capa de su firme moral personal, siempre
llevada con orgullo para que el mundo la viera, se estaba gastando. Pronto
esa capa no la protegería de ella misma y entonces estaría libre, libre de
sentir, de disfrutar, de desear y de necesitar.
Contempló el rostro hermoso y rechazó la imagen de crueldad que

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estaba allí; prefería tomarlo como la caprichosa fuerza del joven en el


corazón. Scott cuidaría de ella en su momento de debilidad. Él sabría qué
hacer. No la defraudaría. ¡Por Dios, ella lo adoraba! Jamás antes había
visto algo así, jamás en su mundo amable y correcto donde todo era
predecible y seguro. Scott, como una criatura maravillosa de la Atlántida
perdida, había llegado a ella desde el mar, con su risa fácil y su osadía.
Todas las emociones estaban vivas, vibrantes, dispuestas al estímulo.
Primero, por supuesto, estaba el surf y la adicción a la excelencia que lo
acompañaba. Christie, rodeada siempre de amigos que trabajaban mucho
en su afectación al aburrimiento, encontró que ese entusiasmo era el
atractivo más grande de todos. Eso y el cuerpo que iba con él, el
caparazón divino que era el instrumento de su poder sobre el mar.
Pero había mucho más. Los amigos rudos de tierra firme e incluso los
lugares más ordinarios a los que la llevaba cuando la sedosa Palm Beach
dormía. En los bares rústicos de Old Okeechobee y en los reductos de
prostitutas de Riviera Beach, Christie abrió los ojos por primera vez a la
latente realidad del estilo de vida de la otra mitad. Había sido sumergida
en medio del infierno de Dante, pero con Scott a su lado se había sentido
segura como en los lustrados bancos de Bethesda. Él los conocía a todos y
no era como algún extraño rico medianamente tolerado. Era uno de ellos,
cómodo con sus bromas, feliz con sus gestos, compartiendo sin esfuerzo
acentos y prejuicios. Y cuando en la oscuridad de la noche los humores se
exacerbaban, las mentes se doblegaban y manos no inteligentes la
alcanzaban a ella, los puños de Scott se cerraban y su mandíbula se
crispaba mientras que las criaturas del filo de la realidad veían el error de
sus modales. Ella se había sentido como una princesa medieval en los
brazos de su gladiador, deliciosamente segura en medio del peligro, como
observando caer la nieve contra la ventana, mientras se sentaba
acurrucada al lado de un gran fuego.
Hacía varios días que había descubierto quién era y para ese
entonces ella ya había mordido el anzuelo. Scott Blass. El hijo de Lisa
Blass. El hijo de la enemiga de su madre. Hubo una breve disyuntiva
moral. ¿Era desleal salir con él? ¿Debería ella consentir en la venganza de
su madre contra la vieja pasión de su padre? Los ojos azules que se
parecían tanto a los suyos la hicieron tomar la decisión. Los pecados de
los padres y de las madres no deberían nunca recaer en los hijos. De todas
maneras, Scott no parecía haber heredado el odio. Él sabía que era una
Stansfield y no estaba ni impresionado ni enfadado. Ella, sin embargo,
había hecho una concesión al pragmatismo. Había evitado decirle a su
madre la identidad de su cita persistente. Jo Anne, constantemente
concentrada en sí misma y globalmente desinteresada en el hacer de los
demás, no se había molestado en preguntar.
En la vereda del Paramount, Scott la volvió a tomar de la mano. No
habló. No era necesario que lo hiciese. En la cálida quietud de la noche
perfumada, caminaron por la avenida Seminole hacia la playa. Se quitaron
los zapatos cuando llegaron a la arena y miraron la luna. El firme mentón
de Christie obedeció la orden del dedo índice de Scott, con los ojos
cautivos en los de él a la luz de la luna, y la respiración cálida e insegura
de ella le bañó el rostro con su fresca fragancia. Ella sintió que sus labios

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se abrían, secos como las hojas de las palmeras que estaban encima de
ellos. Pronto la besaría y le transmitiría su humedad, brindando fertilidad
al desierto de su deseo. ¿Qué había en los ojos de este muchacho que ella
había aprendido a amar tanto? ¿Era tristeza, una soledad melancólica
mezclada con el ansia de deseo? Si era así, ella deseaba satisfacer todos
sus requerimientos. Ella deseaba hacerlo todo y llenar el vacío de su alma,
del que sus ojos hablaban en forma tan elocuente, desvanecer la soledad,
saciar el apetito físico con el generoso regalo de su propio cuerpo.
Christie le abrazó la cintura y lo atrajo hacia ella, sintiendo su
asombrosa dureza, empujándose sin vergüenza contra él. Pero él todavía
no la besaba. La observaba, mientras extrañas emociones surgían como
un oleaje salvaje detrás de las cortinas de sus ojos. ¿Por qué dudaba?
Entonces él se movió hacia abajo, con ternura, lenta,
irresistiblemente. Christie cerró los ojos y se oyó a sí misma gemir
mientras se preparaba para recibirlo. Con toda su fuerza, ella se concentró
en los labios. Aquél sería el primer contacto, la primera sensación que
vendría de él.
Los labios de Scott llegaron a los de ella extraños, inseguros,
curiosos, amables, atentos y tentativos. Al principio parecía que habían
sobrevolado en el espacio, como un pájaro zumbón ante la boca abierta de
una flor. Luego, secos y calientes, se frotaron. Por la piel de Christie las
sensaciones actuaba sobre ella, clavándose, acariciándola con su gloriosa
sutileza y poder. Podía sentirlas en la dureza de sus pezones, subiendo
sobre la piel tirante de sus glúteos abundantes, y suaves, cálidas y
líquidas entre las piernas. Y luego la lengua de Scott se apoderó de su
boca. Sabia y llena de voluntad, la invadió con un contacto seguro e
infinitamente conocedor, y el largo suspiro tembloroso que arrancó de ella
fue el testimonio elocuente de su capacidad. Chtistie abrió los ojos y las
estrellas corrieron, mientras Scott, ya no más gentil, se movió con la
impaciencia de la lujuria adolescente, con la boca lanzada hacia ella,
devorándola, saboreándola, mientras trataba de arrastrar sus labios,
lengua, dientes hacia el corazón del huracán de pasión.
Christie luchó con él. Scott deseaba su boca. Ella deseaba con
desesperación que él la poseyera. Él deseaba su gusto. El gusto era suyo.
Las manos de Scott se movieron con urgencia detrás de su espalda
hasta que encontró la piel que buscaba. Le subió la remera blanca desde
la cintura de sus vaqueros y con los dedos recorrió la espalda caliente de
Christie, buscando la tira de un sostén que no estaba allí.
Lentamente cayó sobre la arena, arrodillándose, como si estuviera en
la iglesia, ante ella. Luego, con firmeza, la atrajo a ella también. Con un
gesto de reverencia, sus manos levantaron la suave tela de algodón,
dejándola descubierta, expuesta, empujándola a la tierra sin dueño de la
desnudez, lugar desde donde no había retorno.
Scott contempló su regalo. Orgulloso, casi desafiante. Christie lo miró,
tratando de transmitirle que ella le pertenecía, que no lucharía con él, que
su voluntad estaba entremezclada con la de él, así como sus labios lo
habían estado unos minutos antes. La fuerza de su emoción ya era
demasiado grande para tener miedo, pero la incertidumbre sobrevoló
inquieta en el sosegado aire de la noche. Sus pechos eran pequeños.

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Perfectos, firmes, pero lejos de ser grandes. ¿Le importaría a Scott? Dios
Todopoderoso, ¿podría ver él que estaban latiendo?
En respuesta a la pregunta no formulada, Scott se inclinó hacia
adelante. Tomó cada uno de sus pechos calientes y tensos en las palmas
de sus manos y, por lo que pareció un siglo, entró en comunión con su
urgente plenitud como si el deseo que corría por ellos fuera algo palpable,
duro y vivo con la energía de la pasión.
Luego se acercó a ellos, buscando con la lengua ansiosa cada pezón,
la suave inocencia, y Christie sintió que su corazón se detenía cuando esa
boca la encerró. Con los dedos buscó la nuca de Scott y lo retuvo cerca
como un niño amamantándose de su propio cuerpo joven, coincidiendo su
deseo con la afiebrada intensidad del propio. Recorrió la cabeza rubia con
los dedos, estrella de sus sueños y corona de gloria de su amante y,
debajo, dentro de ella, la cascada de necesidad rugía y echaba espuma.
Christie oyó la voz de su amor, escalofriante y maravilloso, cuando le dijo
lo que estaba a punto de suceder. No estaba preparada para ello. Casi no
podía creerlo. Pero era un hecho. En el interior de sus muslos, un tren
rápido gritaba su aproximación y, en la parte inferior de su vientre, la
avalancha anunciaba su avance. Su mente era una simple espectadora del
glorioso accidente que estaba por ocurrir mientras la fuerza irresistible y el
objeto inmóvil se preparaban para su inquietante unión. Era hora de
gritarle a las estrellas, al cielo y a las arenas de la playa desierta la mística
intensidad de su experiencia.
Scott oyó los mensajes de su cuerpo cuando dentro de su boca el una
vez pequeño pezón corcoveaba como un potrillo asustado, llenándole con
su repentinamente comprometida y dulce inocencia. Él sabía lo que
sucedería y lo deseaba. A través de la tormenta tropical del orgasmo de
Christie se mantuvo sobre ella, con los brazos a su alrededor mientras
temblaba de satisfacción. Húmedo y violento, vibrando con su cruda
energía, el orgasmo de Christie siguió y siguió. Por el caos torrencial de
sentimientos, ella supo una sola cosa: estaba vacía y deseaba que la
llenaran.
Después del orgasmo, Christie sintió los primeros pálpitos imposibles
de pánico. ¿Lo había asustado? ¿Su falta de experiencia en el control había
destruido su deseo? Era necesario saberlo. Debía apurar el momento que
todas las células de su cuerpo tan fervientemente deseaban. Sus manos
atrevidas llegaron hasta él, ya no era más inocente. Sus dedos torpes
encontraron la dureza, encontraron la forma de dejarla al descubierto,
encontraron la visión que había soñado. La sintió maravillada y deseaba
que la poseyera. Con sus dedos le transmitió su desenfrenado deseo.
Christie se recostó en la arena y bajó el cierre de su vaquero. Este
descendió hasta las caderas, llevándose también con el movimiento las
medias y dejando al descubierto el rubio secreto brillando a la luz pálida
de la luna. En ese momento de total abandono sobrevino el instante de
conciencia. La pequeña Christie Stansfield. Dulce y de formas
redondeadas. Bonita y pura. El sueño de todos los norteamericanos.
Tendida sobre la arena, demolida por la lujuria. Gritando, ordenando ser
penetrada, ser saciada con el deseo del muchacho.
Por encima de ella el cuerpo de Scott tapaba el firmamento. Y

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después, de golpe, Christie vio lo que no debía estar allí. En los ojos,
alrededor de la boca, estaba el trazo de una emoción inapropiada. Por un
segundo ella la vio, ¿era triunfo?, ¿victoria cruel?, ¿la llama chispeante del
odio? Enseguida desapareció, pero en su mente las campanas hacían
sonar la alarma y las fuerzas de la razón se movilizaron para explicar la
intuición. Entonces, allí estaba. El conocimiento. Eso estaba mal. Profunda
y fundamentalmente mal. Algo que ella y él lamentarían para siempre. Un
delito contra el océano, el aire fragante, contra el cielo tachonado de
estrellas.
Pero era demasiado tarde. Ya había un dolor quemante, la sensación
de la sangre caliente en sus muslos y el ulular de sirena del deseo físico
que embotaba todo pensamiento, todo sentido, toda prudencia. En ese
momento, mientras sabía que estaba pecando contra Dios, Christie
Stansfield se apretó a su amante y empujó sus caderas fuera de la arena,
obligándolo a entrar profundamente en su cuerpo y, más profundamente,
en su mente.

Jo Anne estaba estirada como un gato soñoliento pero feliz sobre la


blanca reposera de mimbre. Tres veces por semana, durante las últimas
tres, había vivido un sueño hermoso y hoy volvería a soñarlo. El joven
muchacho lo tenía todo. No era demasiado orgulloso para aprender, era
obediente, tenía fibra. Durante dos horas dichosas, los lunes, miércoles y
viernes, le había hecho el amor con la exactitud de un reloj, a la tarde
temprano. Había sido claro como un silbato, no había tratado de negociar
por pan y ni siquiera se había molestado en preguntarle el nombre. Eso, y
un pene que desafiaba la gravedad en el cuerpo de un Adonis, lo
convertían realmente en un ser muy especial.
Ahora, por alguna razón, iba a haber un cambio en la rutina
establecida. Vendría a «hacer la piscina» el sábado, y a las tres y media
en lugar de las dos de la tarde. Había hecho hincapié al decírselo y Jo Anne
lo entendió perfectamente. A lo mejor tenía una cita más temprano en la
playa. Bueno, mientras estuviera con toda la fuerza y preparado para la
acción, ¿a quién le importaba?
Jo Anne hojeó malhumorada la revista House and Garden y tomó un
trago. Las doce. Faltaban tres horas y media. La paciencia nunca había
sido su característica más sobresaliente. Buscó a su alrededor a alguien a
quien irritar. Christie, que se veía pensativa en un rincón sombreado,
estaría bien. ¡Maldición! Casi lo había olvidado. De alguna manera, debía
deshacerse de Christie. Por lo general, estaba bien segura en la avenida
Worth, pero los fines de semana, si el tiempo era bueno, ella se quedaba
descansando en la piscina.
—¿Qué diablos te sucede estos días, Christie? O eres maniática o
estás en las profundidades de la desesperación. No me digas que estás
enamorada o algo aburrido como eso.
La risa de Christie carecía totalmente de alegría. Scott no había
llamado durante veinticuatro horas y había sido un día realmente muy
malo. El comentario de su madre no había ayudado. Pero rara vez lo
hacían. No era culpa de Jo Anne y Christie estaba segura de que no había

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querido ser grosera. Era simplemente que tenía la infeliz costumbre de


sembrar pequeñas semillas de desagrado cada vez que abría la boca.
Hundió los hombros debajo de la quieta superficie de la piscina
mientras planeaba la respuesta.
—Quizá lo sea —dijo misteriosamente. ¡Cristo! ¡Cómo había podido
mentir así!. Si el amor era un enfermedad, entonces ella estaba tocando el
timbre en las puertas del cielo. Jamás había conocido algo igual a ese
paseo en montaña rusa. Scott Blass era una explosión nuclear de
maravilla pura que había atomizado su mundo del pasado y la había
dejado oscilando frenéticamente entre los suntuosos deleites del cielo y
las quemantes dagas del más terrible infierno.
—Bueno, si es así, entonces te sugiero que lo disfrutes y que no te
olvides de tomar la píldora. No puedo imaginar por qué tienes que verte
tan triste.
El surfista no la había puesto triste. Sólo un poco irritada porque no
podía estar un poco más temprano que las tres y treinta.
Christie gruñó en su interior. Ese era todo el interés de una madre por
su bien amada hija. Pero tenía cosas más importantes en su cabeza que la
falta de afecto maternal. Había sólo una persona en esta tierra cuyo
afecto, en este momento, ella imploraba y que no había levantado el
teléfono para decirle que también él la amaba. Una comunión de amor en
la arena seguida por el silencio de una tumba. Eso la estaba
enloqueciendo.
La voz del mayordomo, fríamente formal, vino en su rescate.
—Señorita Christie. Hay una llamada para usted. Un caballero que no
quiere dar su nombre. ¿Desea atender?
Christie salió de la piscina. El mayordomo le pasó el teléfono
inalámbrico como si fuera la posta en una carrera de relevos.
—Hola. —Christie jadeó las palabras. Su corazón rezó por que no
fuera un llamado cualquiera.
—Christie, habla Scott. ¿Puedes hablar?
—Casi. Oh, estoy tan contenta de que llames.
—Escucha, necesito verte.
—Yo necesito verte a ti.
—¿Qué te parece esta tarde?
—Maravilloso. ¿Dónde? ¿Cuándo?
—¿Nos podemos encontrar en tu cabaña? Después de las cuatro. No
antes.
—Supongo que sí. ¡Qué lugar divertido! Sí, seguro, está bien. Es tanto
lo que deseo verte.
—Muy bien. Mira, estoy apurado, pero te veo luego. Después de las
cuatro. Recuérdalo.
Christie cortó la comunicación mientras su corazón remontaba vuelo.
La voz de su madre no pudo aplacar su espíritu volador.
—Quiero suponer que era el Capitán Maravilla —dijo con todo el
sarcasmo que pudo demostrar.
—Será mejor que lo creas —dijo alegremente Christie.
Después hubo sólo silencio, mientras madre e hija se encerraban en
sus propios mundos privados. Tanta anticipación para disfrutar. La espera

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para las tres y treinta. La espera para las cuatro.

Christie no estaba segura de si ella realmente deseaba morirse, pero


la vida le había fallado y la muerte no podía ser peor. Contempló la
imagen de Scott en su tabla de surf, sobre una ola en el North End, como
si fuera una película. Ella lo amaba tanto entonces. Y ahora, a pesar del
horror del que había sido testigo, a pesar de la increíble, premeditada
crueldad de lo que le había hecho, ella todavía lo amaba. Alcanzó el frasco
y volcó otra píldora de color negro y amarillo en su boca. ¿Cuántas eran?
¿Diez? ¿Quince? Había perdido la cuenta, el frasco se veía borroso entre
las lágrimas. La película imaginaria ya se estaba mojando con la pena y
aparecía en su mente una vez más. La puerta abierta. Pronunciando su
nombre. Oyendo algo. Viéndolo. Él había dicho simplemente después de
las cuatro. Deseaba que ella estuviera allí. Deseaba que ella fuera la única
espectadora, mientras rompía su corazón y la expulsaba de su vida. Jamás
antes había contemplado tanta maldad. Parecía que la fuerza desnuda del
mal se hubiera soltado, que la estuviera envolviendo, contaminándola con
su terrible hedor. Se había quedado allí de pie, incapaz de creer lo que sus
ojos veían. La espalda de su madre miraba hacia ella, las manos de Scott
estaban sobre sus nalgas desnudas. Por encima de los hombros de Jo
Anne, con los ojos que quemaban con una asombrosa mezcla de odio y de
triunfo cruel, el rostro de Scott la había enfrentado con altivez. Durante
largos segundos soportó la espantosa escena mientras trataba de
comprenderla. Pero la expresión de Scott lo decía todo y eso era más,
mucho más que lo que ella podía soportar.
Dejando escapar un grito de angustia, había salido corriendo. Corrió
por la casa mientras aparecían las lágrimas y su mente desenfrenada
trataba, sin lograrlo, de manejar el horror. El frasco de píldoras del armario
de su madre. Una lata de soda de la heladera. La fotografía del cuarto. Las
llaves del automóvil en la mesa del vestíbulo. ¿Se necesitaba algo más
para un viaje a la eternidad?
Con los ojos nublados había salido por los portones de la entrada
principal y había doblado hacia el North Inlet. El mar deslumbrante estaba
calmo, burlándose de su tristeza con su azul tranquilidad, insinuando la
paz que ahora ella intentaba encontrar. Necesitaría una calle silenciosa.
Aquí, fuera de una casa arrasada por la tormenta, por fin encontró el
lugar que sería su trampolín hacia un mundo mejor. Encontrarían a
Christie Stansfield dormida para siempre y nadie sabría lo que la había
hecho morir. Hasta eso les daría, ya que incluso ahora ella no deseaba
causarles daño ni a la madre que amaba ni al muchacho que idealizaba.
Ninguna nota. Nada que diera vuelta a sus vidas en las manos de un padre
vengativo.
—Oh, papá —dijo en voz alta al vacío—. Te quiero tanto. No estés
triste por mí.
El frasco ahora estaba vacío, pero el sueño no venía. ¿Había tomado
lo suficiente? No había modo de saberlo. Era una apuesta gigante y una
que a ella no le importaba ganar o perder. Incluso no sabía qué se ganaría
ni qué había para perder. Sólo sabía que las cosas ya no serían iguales.

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Y luego, una vocecita le habló. Firme, insistente, le enviaba mensajes


a sus manos y a sus pies. En respuesta, movió la llave de contacto y
encendió el motor. En respuesta, con el pie empujó el acelerador y con los
dedos encontró la palanca de cambios. Debía hacerlo. Lo tenía que salvar
del mal que tenía en el alma. Lo debía proteger de la culpa que
seguramente seguiría por su hazaña. Era algo atávico. Ella se moría pero
era Scott quien necesitaba ayuda. Él había estado poseído, su mente y
cuerpo maravillosos secuestrados por un invasor extraterrestre.
Necesitaba desesperadamente salvarse de sí mismo. Y no había nadie
más en el mundo que ella para ayudarlo.
Paradójicamente, cuando tomó la resolución, una tormenta de polvo
de sueño sopló hacia ella y se sintió adormecida cuando sus partículas la
tocaron. La llamaba en el momento en que había detenido sus oídos para
escuchar la deseada voz y ahora debía luchar contra eso. Abrió las
ventanillas, encendió la ventilación y la radio para que se estimulara su
mente ahora aletargada. ¿Cuántas veces había conducido por esa
costanera? Agradeció a Dios por ello, ya que tenía que negociar
permanentemente con el sueño. ¿Estaría Scott allí? A lo mejor su madre lo
había echado en la furia de su vergüenza. Si no estaba, ella esperaría.
Esperaría afuera de la puerta de la casa, en el jardín de los Blass donde
Scott vivía. Quizá la encontrase. Dormida sobre el pasto. Muerta. La
muerte sería el impacto que exorcizaría los demonios y permitiría que la
bondad se adueñara una vez más de él.
Casi se olvida de doblar en Barton y por poco sigue de largo frente a
la puerta de los Blass, pero el chorro de adrenalina contraatacó el avance
del sueño cuando ella vio al Le Barón estacionado en la entrada.

Scott se dejó caer en un gran sillón y trató de controlar sus


emociones. Lo había hecho. Su horrendo plan había funcionado. Había
asestado un golpe contra los Stansfield del que sería difícil recuperarse. La
madre y la hija habían compartido su cuerpo, una por deporte, la otra con
la estremecedora intensidad del primer amor. Christie jamás perdonaría a
Jo Anne. Tampoco lo haría su padre cuando se enterara. Lo menos que
podía suceder era un divorcio. Casi seguro habría violencia. Había
sembrado confusión entre los enemigos de su madre y los había arrojado
a un pozo. Por todo eso, ella debería estar agradecida. Por todo eso, ella
debería darse cuenta de que él existía. Por todo eso, ella debería amarlo.
Tomó largamente de su scotch. Ése era el momento de triunfo. Pero
no lo sentía así. Una y otra vez, el rostro descompuesto aparecía ante sus
ojos, persiguiéndolo en la belleza de su tristeza. Christie había sido tan
buena. Ella se había entregado a él, valorándolo, creyendo en él
profundamente, latiendo de amor. Sin vergüenza, él había encendido su
pasión y avivado las llamas de su devoción. Juntos se habían reído y
divertido. Le había enseñado y la había halagado. Y luego, a la luz de la
luna, en aquella playa, había tomado su virginidad y había cerrado su
alma. ¿Para hacer qué? Para ganar el amor de una madre que era una
extraña. Por venganza, contra una inocente que no tenía nada que ver con
algo malo que había sucedido en el pasado. El whisky circulaba por su

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mente pero no ahogaba las voces susurrantes de la culpa. Había irrumpido


en su mundo silencioso, ordenado, como un asesino psicópata, y había
causado estragos en ella y en aquéllos que amaba. No había nada bueno
en todo eso. No había nada bueno en él.
Fuera de la ventana la oscuridad crecía y las luces de la casa principal
se encendían una por una. Pronto sería la hora para los bares.
¿Lauderdale? ¿Boca? Pero serían los bares sin Christie. Sin la fresca carita
de ángel para mostrar. Para lucirse. Incluso cuando la estaba hiriendo, no
podía dejar de gustarle. Había algo en ella, algo vulnerable y aun tan
fuerte, confiado y extrañamente familiar.
El timbre de la puerta sonó insistentemente.
Ella era la última persona que esperaba ver.
Su rostro manchado por las lágrimas estaba mortalmente pálido y las
gotas de sudor bañaban la alguna vez orgullosa frente. Los ojos estaban
cubiertos por los párpados pesados que impulsaban las fuerzas del sueño
y, mientras abría la puerta, ella se tropezó en la entrada. La voz de
Christie era borrosa y Scott casi no pudo entender lo que decía.
—Scott. Ayúdame… Tomé pastillas. —Fueron sus últimas palabras.
Dio un paso hacia adelante, y cayó inconsciente en sus brazos.

En la sala de guardia de paredes blancas del Good Sam, la atmósfera


estaba cargada con la emoción del pánico controlado. Todo era acción y
silencio. Las enfermeras de uniformes blancos y los médicos estaban en su
propio mundo de bolsas de suero intravenoso y de equipos de
resucitación, sacerdotes de su propia religión científica que murmuraban
la jerga de su oficio, indiferentes a la desesperación en el corazón de Scott
y a sus salvajes lágrimas. Salina normal, tubos de Ryle, diurético alcalino,
eso era lo que les importaba y no Christie, completamente sola en la
oscuridad del coma. Scott daba vueltas inútilmente al borde de la lucha
entre la vida y la muerte, desesperadamente afectado. A nadie parecía
importarle que él estuviera allí. Estaban demasiado ocupados. Y así, él
observaba la batalla, indefenso, mientras los expertos luchaban para
salvarle la vida a Christie.
Más temprano, cuando había llegado corriendo a través de las
puertas vaivén con Christie en los brazos, tuvo un breve papel. Ellos lo
habían escuchado y habían tratado de armar una historia coherente
acerca de lo que había sucedido. En los fríos ojos de aquella gente, Scott
pudo ver que ya antes habían hecho eso. Suicidio juvenil. La epidemia
norteamericana. Ése debería ser el novio. La muchacha inconsciente sería
su amante. La que sería su amante. Su ex amante. Las posibilidades eran
infinitas, pero habían estado interesados en sólo tres cosas. ¿Qué tipo y
cuántas pastillas había ingerido? ¿Cuándo las había ingerido? ¿Durante
cuánto tiempo había estado inconsciente? Mientras Scott había tratado de
decirles algo, ellos estuvieron pendientes de cada palabra, pero en cuanto
descubrieron que no sabía la respuesta a la primera, que era vital, lo
habían descartado como un periódico viejo.
El médico joven, atormentado y despeinado, pensaba en voz alta.
—Ahora tenemos arritmias en el electrocardiograma. ¿Podrían ser

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estos triciclos? —Nadie respondió—. ¿Tomaba antidepresivos? Por el amor


de Dios, que alguien le pregunte al novio. ¿Tenía acceso a antidepresivos?
La exasperación se transmitió al equipo.
—Una muestra del contenido del estómago está camino del
laboratorio. En diez minutos tendremos la respuesta.
—Diez minutos y estará volando en el viento. Tengo taquicardia
ventricular aquí. Pon lidocaína en la vena, Sue, cincuenta miligramos, y
prepara otra jeringa en caso de que lleguemos a necesitar. Tenemos el
bicarbonato de sodio pronto. Muy bien. ¿Qué dijo el novio acerca de los
antidepresivos?
El novio, en su agonía de ignorancia, no tenía nada que decir. Christie
no había estado deprimida hasta que él la había estrujado como una hoja
de papel. Quizá Jo Anne tomara ese tipo de medicación. Era más que
imposible que el senador Stansfield lo hiciera.
—Simplemente no lo sé. Dios. No lo sé —pudo decir desesperado
frente a unos ojos acusadores e inquisitivos—. ¿Cómo está ella? ¿Estará
bien? —suplicó a un par de oídos sordos. Él volvía a ser el hombre
invisible. Ahora podía lamentarse su remordimiento a solas.
—Vuelve a darle un golpe. Esto no funciona. Dame un BP.
—Estoy teniendo setenta sobre cincuenta.
—Mierda, creo que esta se va. Ponla en el ventilador. Vamos, cambia,
cambia. ¿Está listo el convertidor DC? Pásame gel para electrodos, Sue.
Tom, observa la lectura del ECG como un halcón. En el momento en que
escuchamos un golpe ventricular, le damos un chorro de jugo. ¿Bien?
—Ahora no puedo oír la diastole. Los BP desaparecen.
El corazón de Scott se sentía como si estuviera peor que el de
Christie. No comprendía la mayor parte de las cosas que se decían, pero
no había duda de que era una emergencia. Alguien empujaba un tubo por
la garganta de Christie, otra mano se movía frenéticamente en la manija
que controlaba el flujo de aire y una enfermera daba vueltas a la manivela
que levantaba la cama.
—No te vayas, nena. Espera ahí. Puedes hacerlo. —El doctor volvía a
murmurar, esperando que la lidocaína hiciera efecto, calmara el corazón
descontrolado. A menos que pudiera volver a tener una acción pareja, la
presión de la sangre en las arterias caería y el músculo vital del corazón se
quedaría sin oxígeno.
—Es tan joven —dijo alguien.
—¿Estamos todos enchufados?
—Maldición, ahora tengo VF. Está en todas partes.
—No se registran BP.
—Muy bien, gente, vamos por él. Contrashock DC. Cuatrocientos vatios
por segundo.
Con mudo horror Scott observaba mientras Christie coqueteaba con
la muerte. Se moría. Muerta. Él la había matado. Y eso lo convertía en la
criatura más repulsiva del mundo. Por favor, Dios, déjala vivir. Mientras las
lágrimas rodaban por sus mejillas, cayó de rodillas en oración, al tiempo
que a su alrededor los médicos y las enfermeras corrían de un lado a otro.
—Por favor, Dios. Por favor, Dios —se oyó decir en voz alta a las
paredes blancas que no comprendían, mientras el médico se inclinaba

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sobre los pechos orgullosos y pálidos de Christie con los electrodos.


—Listo todo el mundo. Hacia atrás.
Scott casi no era consciente del cuerpo de Christie que se erguía y
volvía a caer bajo la corriente del desfibrilador. Él le estaba hablando a
Dios. Suplicándole, prometiéndole, negociando.
—¿Qué tienes para nosotros, Tom? ¿Todavía VF?
—Sí.
—Vamos otra vez.
Nuevamente se inclinó hacia adelante. Nuevamente el pequeño
cuerpo de Christie se estremeció por el impacto.
—Eso está mejor. Veo ritmo sinodal. Está volviendo. Brillante.
¡Brillante!
—¿Tenemos presión?
—Hay unos pocos milímetros de mercurio ahora. Sí, la presión está
volviendo.
—Diablos. Casi se va. Estuvo muy cerca.
—Todos los signos vitales se estabilizan ahora. Los BP vuelven bien. El
ritmo parece sólido. Bradicardia de cincuenta.
Temblando, Scott se puso de pie. La atmósfera había cambiado. La
habitación estaba más tranquila. Los cascos del Jinete de la Muerte se
habían alejado. Por el momento sus oraciones habían sido contestadas,
pero iba a ser una noche larga.

Lo habían echado hacia la medianoche con el consuelo de que


Christie lograría recuperarse, pero todas las bocas le habían dicho que no
cuando suplicó que le permitieran verla. No deseaban su necesidad
desesperada de perdón y ya comenzaban a surgir todo tipo de
interpretaciones. Era la hija de un Stansfield, mientras que el muchacho
parecía un barato vagabundo de la playa. La madre estaba en camino.
Alguien trataba de contactar al senador en Ohio. Era mucho mejor que ese
extra fuera barrido antes de que llegaran los actores principales. En el
apuro, nadie se había molestado en preguntar su nombre.
En las sucias calles de West Palm, Scott fue abandonado solo con su
alivio, solo con su culpa, solo con su odio a sí mismo. Caminó por las
playas del lago y trató de comprender lo que le había sucedido, lo que él
había dejado que le sucediera. No había respuestas a las preguntas
febriles Había interpretado el papel de monstruo con la facilidad de un
artista que puede cambiar de personaje con rapidez. La motivación había
sido suficiente. Para agradar a su madre. Para ganar su amor. Pero ahora,
en la fría realidad de la noche cálida, la fuerza de la acción se veía triste,
patética. Siempre había creído que no merecía amor, pero Christie lo
había amado. Lo había amado lo suficiente como para morir si no lo podía
tener.
Quizás en todo eso hubiera otra explicación que ahora apenas
percibía. Quizás el problema fuera su madre. ¿Era el vacío en el corazón
de ella lo que había causado tanto odio, tanta inseguridad y tanto dolor?
Ese pensamiento era casi demasiado fuerte para soportarlo.
Scott deseaba desesperadamente escapar de la guerra que se libraba

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en su interior y esconderse de las infelices emociones que lo perseguían.


Había un método para hacer eso.
El bar Roxy. En el impetuoso nuevo mundo de la comercial West Palm
Beach, donde los edificios ahora luchaban entre sí por un trozo de cielo
que rascar, pocas cosas permanecían igual, como el Roxy y su dueño
saturado de bebida, Willie Boy Willis. Willie, que había conocido a su
madre y a su familia antes de que se casara con su padre, el Willie
monosilábico de aspecto extraño y de boca cosida. Él sería un buen socio
para unas pocas horas de olvido.
En el oscuro interior del Roxy, la bienvenida de Willie Boy fue cálida.
Como siempre, habitaba la tierra de nadie entre la borrachera y la
sobriedad, que parecía ser la característica del alcohólico genuino. Con la
sonrisa torcida y el rostro mugriento, divertido y atontado por tantos años
de licor, trató de encontrar el sentido de la presencia de Scott.
—Hola, Scottie, muchacho. ¿Qué te trae por aquí? No te vi en meses.
¿Te olvidaste de los viejos amigos?
Era un saludo amistoso. En resumen, Willie Boy era un alma amistosa.
Aunque a veces, hacia la hora de cierre, podía volverse mezquino. Esta
noche, sin embargo, Scott no estaba de humor para la caridad. Ya un odio
terrible, dirigido hacia sí mismo, estaba naciendo en su interior. Había más
que suficiente para repartir.
—Yo no me olvidé de nadie —dijo—. Golpéame con un gran Jack
Daniel, y, Willie, quiero decir bien grande.
Willie Boy lo dejó pasar. Scott no era, por lo general, tan quisquilloso.
Era muy sociable. Pero todos tenían derecho a estar de mal humor de vez
en cuando.
Tomó la botella de bourbon y sirvió una medida generosa en un vaso
que se hallaba muy lejos de estar limpio.
—Dije bien grande, Willie. —La voz de Scott era tensa. Había
soportado lo máximo. El dolor necesitaba anestesia. Ahora.
Willie Boy sintió que la irritación estallaba. Scott la estaba empujando.
En general iba al Roxy con algunos surfistas. Hablaba y bromeaba
groseramente como cualquier muchacho. Pero hoy, parecía puro Palm
Beach. Todo culo apretado. Como algún estirado chico rico. Siguió
sirviendo, pero no pudo resistir la ironía.
—Un trago grande para un hombre grande. ¿Eh, Scottie?
—¿Qué se supone que quiere decir eso? —Cualquier cosa que le
evitara pensar en él. Cualquier distracción. La bebida. Una pelea.
Cualquier cosa.
—Significa lo que tú quieras que signifique.
Willie lanzó una sonrisa irónica a través de la lustrada barra. Él había
intercambiado líneas como ésta un millón de veces. Varias veces por
semana había peleas en el Roxy. En algunas uno ganaba. En otras no. Con
Jack Kent y con Tommy Starr el truco siempre había sido la disculpa. No
habría ninguna necesidad de eso esta noche.
—Significa que tú hablas un montón de boludeces, hombre —dijo
desagradablemente Scott, tomando un largo trago de bourbon.
Los entrecerrados ojos de Willie Boy se cerraron aún más. El inútil. El
pequeño inútil estirado. Debería abofetearlo por todo el salón. Pero se lo

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veía bien formado y, obviamente, él no estaba en buena forma. Y luego,


de repente, la gota final colmó el vaso del fatigado Willie Boy Willis.
Siempre había sido un perdedor, un borracho. Un prisionero en el sótano
de la vida, condenado a mantener su existencia entre el polvo, el sudor y
la cerveza. La gente entraba por la puerta y lo orinaba en su tristeza.
Hombres como Jack Kent, que lo habían tratado como la escoria que él
sabía que era. Hombres como Tommy Starr, que había sido demasiado
gentil como para decirle lo que era, pero que había permitido que la
verdad brillara en sus ojos. Mujeres como Lisa Starr, que le habían hecho
creer que él era su amigo hasta que cruzaron el puente hacia la gloria. Y
ahora esto. Este estudiante culo sucio, presentándose como un gran
hombre y tratando de empujar a Willie Boy Willis como su abuelo lo había
hecho en otros tiempos. Bueno, no debería haberlo hecho. Había razones
por las que se lamentaría. Dos grandes razones. Que no era los puños.
La sonrisa dividió el rostro de Willie Boy de oreja a oreja. La mayor
parte de su entendimiento se había ido ahora, destruido en pedazos por la
bebida. Sin embargo, había un par de cosas que sabía. Un par de
pequeñas bombas que estaban por estallar en los restos de su cerebro. No
durarían para siempre. Quizás las olvidara. Quizá se derritieran cuando se
fuera el hígado. Siempre había pensado que el papel del cantinero era
como el del sacerdote. Uno oye todo y no habla nada. Pero aquello era
tonto. Nadie le agradece a uno por guardar una confidencia. Lo desprecian
por eso y lo tratan como mierda. Como el joven Scott lo hacía ahora.
Se recostó sobre la barra.
—¿Cómo está ese loco padre tuyo?
Scott movió la mano, descartándolo. Willie Boy estaba claramente
tocado. Su cerebro era un tarro de pepinos. Incluso no sería divertido
luchar con él.
—Oh, olvídalo, Willie Boy. Mi viejo ya hace años que murió. Déjalo en
paz.
—No.
Scott lo miró. Había algo de triunfo en el tono de voz de Willie Boy.
Coincidía con la sonrisa triunfante que ahora veía en su rostro.
—Vamos, Willie. Bebe y cállate. No me siento bien para toda esta
pavada.
Cuando Scott habló había un dejo de incertidumbre en su voz. Vernon
Blass era sólo un nombre para él. Se sentía vagamente orgulloso de ser un
Blass y a menudo se había preguntado acerca de su padre pero, de alguna
manera, no había sido importante tener a uno al lado. Fue su madre la que
dominó su mundo como un coloso. De las fotografías y las historias, pudo
componer un retrato de un mancillado habitante de Palm Beach que,
como hombre, había sido peor que algunos pero mejor que otros. En un
sentido, sin embargo, su padre había demostrado ser un total ganador y
era lo único que importaba: se había casado con Lisa Starr.
La sonrisa de Willie ahora era astuta. Socarrona y malvada. Se lo
estaba buscando. Lo podía sentir en su interior. Enderezaría lo que estaba
torcido.
Lisa Starr, que había sido su amiga hasta que cruzó el puente. Lisa
Blass, reina de la editorial de mayor éxito del mundo. Lisa rica, la rica Lisa.

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Nunca bajó al Roxy. Los viejos amigos abandonados, los viejos recuerdos
convenientemente olvidados. Ninguna ayuda. Nada. Pero él conocía su
secreto, él sabía el secreto que ella no conocía. Durante toda su miserable
vida había guardado un secreto, y ¿para qué? ¿Para que lo golpearan? Sí,
eso les quedaría bien. Todo el puto lote de ellos. Había sido leal. Había
cumplido su promesa a Tommy Starr. ¿Y para qué? Ahora este muchachito
rico podía venir aquí y mandonearlo. Willie, que lo sabía todo. Que conocía
toda la apestosa y putrefacta verdad.
—No estoy bromeando, Scott. Sólo me preguntaba si ese bourbon te
daría la fuerza como para oír algo de verdad. En realidad acerca de tu
padre y de tu mamá.
—¿Qué verdad? —De pronto el fuego en su estómago no era sólo
producto del alcohol.
Del otro lado de la barra lustrada había maldad en los ojos
empapados de licor.
—Bueno, por algo no tienes el derecho a llamarte Blass.
Willie hizo una breve pausa antes de continuar. Apoyó las dos manos
deformes sobre la madera brillosa, para controlar el efecto de sus
palabras. En una niebla que lo envolvía, el rostro de Scott parecía ir y
venir. Una cosa estaba en claro mientras entraba y salía de foco. Se había
puesto pálido.
A través de su mente retorcida, Willie trató de dilucidar si lo que
estaba por hacer era lo aconsejable. Podía todavía ser una broma.
Simplemente eso. El alcohol que hablaba. Pero su lengua ya estaba fuera
de control. Al diablo con ello. A la mierda todos. Todos siempre lo habían
molestado a él. Jamás se fijaron en el pobre Willie Boy. Pero tarde, por la
noche, cuando la Bud los había soltado, no quedaba mucho que pudieran
guardar. Como esa noche con Tommy, cuando se emborrachó y trató de
hablar de misterios, con lágrimas que corrían por el gran rostro sucio.
Luego estuvo Lisa. Todas esas veces en su pequeño departamento,
cuando a ella le gustaba que le contara cuentos de los tiempos felices. Se
había enterado de que estaba embarazada, que era un hijo de Stansfield
el que ahora estaba frente a él, del otro lado de la barra. Estaba sobrio
cuando Lisa le habló de su amor por Bobby Stansfield. Lo suficientemente
sobrio como para mantener la boca cerrada sobre el secreto de Tommy
Starr. Muy bien, entonces él la había desilusionado. Los tipos como él
jamás se casan con chicas como tú. Ese tipo de cosas. Sin embargo, no
había esperado que su relación funcionara, y en efecto así fue. Cuando
Stansfield la arrojó a la calle, ella fue por Blass de rebote y desde aquel
momento hasta éste, West Palm, Willie Boy y el bar Roxy habían estado
ausentes de su vida como si jamás hubieran existido.
—Sí, Scott. Tu apellido es Stansfield. Eres el hijo del senador. Ja. ¿No
es bueno? Eres un rico bastardo. Tu mamá estaba caliente con él y cuando
él no quiso saber nada, fue y se casó con el viejo Blass. Me lo contó ella
misma. ¿Nunca te dejó conocer el secreto?
Scott sintió que toda la habitación se le venía encima. Como un indio
alrededor del campamento de un cowboy, parecía ir y venir, dando
vueltas, arrastrándose al borde de las visiones, en la periferia de los
sonidos. ¿Qué era lo que Willie estaba diciendo? Estaba borracho. Pero

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había sido amigo de su madre. A menudo, ella le había hablado de él, de


su amistad con este vínculo viviente del pasado con aquéllos que ella
había amado y perdido. No es el tipo de cosas que uno inventa, bebido o
sobrio, loco o cuerdo. Y explicaba las cosas que de otra manera serían
inexplicables. Su hermosa madre en los brazos de un hombre lo
suficientemente viejo como para ser su abuelo. El odio por los Stansfield y,
en particular, por Jo Anne. Aquello podría tener su origen en los celos, en
el despecho. Su propio aspecto. Rubio y de ojos azules como los del
senador Stansfield. Como los ojos azules de Christie…
Dio un paso hacia atrás mientras el mundo comenzaba a rugir en el
interior de su cabeza. Christie Stansfield. Sobre la arena. Christie
Stansfield. Christie Stansfield, bajo el efecto de la descarga eléctrica,
mientras trataban de hacer latir el corazón que se había detenido. Christie
Stansfield, que se parecía tanto a él y que lo amaba de una forma tan
extraña y apremiante. Se llevó una mano a la boca, mientras la sangre
desaparecía de sus mejillas y su boca buscaba las palabras que pudieran
expresar el horroroso sentimiento que lo embargaba. Cuando la conoció
estaba enojado, pero inmediatamente le había gustado. Sólo la terrible
misión lo había enceguecido ante la verdad que estaba tratando de salir a
la luz.
Dio otro paso hacia atrás, separándose del mensajero que estaba
reduciendo a polvo lo que quedaba de su universo.
Sin embargo, increíblemente, Willie Boy no había terminado. Su rostro
estaba enrojecido por la magnitud de lo que hacía, la adrenalina borrando
por un momento los adormecedores efectos del alcohol. Tenía una voz
casi clara y suave como la seda cuando se embarcó en la segunda mitad
de su paseo en la montaña rusa del horror.
—Lo más extraño es algo que incluso tu madre no sabía. Mary Ellen lo
mantuvo en secreto para todos excepto para el pobre Tommy. Cuando se
casó con él, ella ya estaba embarazada de Lisa entonces. ¿Y sabes quién
era el verdadero padre? El viejo Stansfield. Mary Ellen trabajaba en la casa
y él la metió en el peor de los problemas. Lo mejor que Tommy pudo hacer
fue hacerse cargo. Seguro que yo nunca lo hubiese hecho. Pero él me lo
dijo esa noche y no pudo contener las lágrimas. Jamás lo había visto llorar.
La deseaba tanto que la hubiese hecho suya de cualquier forma. La amaba
mucho.
Sin comprender al principio, luego con un asomo de la conciencia
paralizado por el terror y el dolor, los ojos de Scott se clavaron en el
portador de esas noticias.
Caminó hacia atrás, tropezándose con la pata de una silla, con los
pies de los parroquianos. Con las manos detrás buscó la puerta de calle y
todavía sus ojos apenados quedaron atrapados en los de Willie. Hermanos
y hermanas. Familias felices.
Y mientras Willie Boy miraba, ahora sobrio por la enormidad de sus
acciones, la noche de West Palm se tragó a Scott.

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Capítulo 20

Toda su vida Jo Anne había soñado llegar allí, pero ahora que lo había
conseguido, no podía evitar preguntarse si el arduo viaje había valido la
pena. La vista desde el trono había sido mucho mejor en la fantasía que lo
que era en la realidad, y el Jupiter Island Garden Club Bazaar, quizá el más
exquisito mercado de pulgas del mundo, era el ejemplo que lo probaba.
Hobe Sound. El lugar más grandioso del mundo. Más grandioso que
Newport, sin ningún esfuerzo, superior a Scottsdale, la meca social que
relegaba a los mercados de ciudad tales como Beverly Hills y Palm Springs
al nivel de llorones perdedores. Hobe Sound, cobijada contra las blancas
arenas del arrogante Atlántico, era el bastión más secreto del dinero más
añejo, donde gobernaba la privacidad y donde la aristocracia
norteamericana se escondía del mundo de la televisión y de los diarios,
que los meros mortales que ellos despreciaban buscaban con tanta
desesperación.
Era un lugar para las contradicciones. Aunque se llamaba Hobe
Sound, no lo era en realidad ruidoso en absoluto. Era la ciudad de Jupiter
Island o, mejor aún, su parte residencial. El verdadero Hobe Sound estaba
del otro lado del puente monitoreado electrónicamente, un ruinoso lugar
donde vivía el resto de Florida, y en el que los poderosos iban a recoger su
correspondencia: una molestia menor comparada con tener aquellas
horribles camionetas del correo zumbando alrededor para recordarles el
mundo verdadero del cual «la Isla» era su escape. Arena, mar y
aislamiento para las doscientas familias de la «vieja guardia» que pasaban
su invierno aquí desde Año Nuevo hasta marzo, escondidas en las
cuatrocientas mansiones que ellos preferían llamar «lugares». Mellon,
Adams, Roosevelts se cobijaban en el refinado y reverente silencio de los
perfumados pinos australianos; los Scranton, Searl y Olin saltaban con
decoro alrededor de las piscinas rectangulares y con forma de riñón del
Jupiter Island Club, un lugar tan exclusivo de clase alta que podía
atreverse a cualquier valiente confrontación; los Pierrepont, Fields y
Weyerhaeuser miraban serenamente en los esmerados parques a los
jardineros de caras amargas mientras éstos barrían caminos sin polvo y
atendían orquídeas inmaculadas; Los Payson, Lamont y Coles bebían
scotch mientras regañaban a los sirvientes y se quejaban de la conducta
insatisfactoria de nietos y políticos demócratas.
—¿Puedo traerte algún trago, Jo Anne? ¿Limonada, quizás?
Laura Hornblower se mostraba solícita. Después de todo, estaba a
cargo de la atención de los invitados reales. El reino de Palm Beach había
enviado a su monarca reinante en visita de estado al más pequeño, pero
enormemente prestigioso Hobe Sound, y como ayuda de campo del
autocrático pero iluminado déspota que lo gobernaba, Laura estaba
trabajando mucho.

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Jo Anne se veía sin entusiasmo. Once de la mañana y lo que en


realidad necesitaba era un trago de algo mucho más fuerte. Allí, en
síntesis, estaba la diferencia entre las dos ciudades. Hobe Sound: té,
levantarse temprano, ascetas espartanos y especialistas en ambientes
cerrados. Palm Beach: licor, trasnochadas, que era lo menos frecuente de
Hobe Sound, hedonistas y gente que lograba cosas.
—Sí, maravilloso. Gracias. —Jo Anne gruñó en su interior. El poder
trajo la responsabilidad, por lo menos, como ahora, cuando había mucha
visibilidad. Dios, ¿cómo demonios iba ella a pasar por todo esto sin un
verdadero trago?
El sol golpeaba con una intensidad fuera de temporada sobre la
raleada multitud, mientras ellos se paseaban sospechosamente por los
mostradores. Había más dinero aquí que en una nación latinoamericana
de tamaño medio, pero todavía estaban detrás de un negocio barato:
sábanas de percal por cincuenta centavos, una vieja silla de mimbre por
dos dólares, una mesa de hierro forjado a quince dólares. No regateaban,
pero tocaban y sentían, gozando el pretexto de estar buscando una
ganga, haciendo creer que eran gente común. Después, durante la tarde,
colocarían los recibos de las cosas que habían comprado en la cubierta de
un disco de larga duración o en una caja de camisa y, a su debido tiempo,
los mugrientos papeles irían a Nueva York, a las oficinas de Pricem,
Waterhouse donde, sobre lustrados escritorios de caoba, se convertirían
en deducciones de impuestos. Deducir quinientos mil dólares para la
donación a la Biblioteca de Derecho, de la Universidad de Virginia.
Cincuenta centavos por las sábanas usadas. Era un afectación, por
supuesto, pero significaba todo.
La parsimonia, el terror a la ostentación, todo era parte del idioma
secreto mediante el que esta gente especial se comunicaba. Los lectores
del National Enquirer, educados sobre una dieta básica de gente
«chatarra», actores y celebridades, pensaban que la característica de la
riqueza era gastar dinero en extravagancias. Pero no tenían ninguna idea
de cómo se comportaban los verdaderos ricos. Cualquiera de estos
plutócratas de Hobe Sound podría haber comprado a Elizabeth Taylor con
el interés sobre el interés del interés, y todavía se extenderían entre ellos
un cheque por un dólar cincuenta, si eso era lo que habían perdido o
ganado jugando al bridge o a la canasta. Ahorraban papel plateado y
envoltorios de Navidad, y manejaban limpios pero viejos Ford Wbodies,
dejando los Rolls-Royce de color azul marino y los negros Bentleys en sus
garajes espaciosos. Nadie diseñaba sus casas, sus yates eran antiguos, su
comida era simple y su confianza, infinita.
Jo Anne miró malhumorada hacia el mostrador más cercano. Sabía
que debía comprar algo. Nada caro. Eso no sería bueno. Aquí, los
habitantes de Palm Beach tenían mala reputación para las extravagancias
inaceptables. Pero algo debería haber. Después de todo, unos ojos de
gusano cuidaban la caja, los ojos que lo veían todo de la persona más
poderosa de Hobe Sound, gobernadora indisputable y arbitro social,
Permelia Pryor Reed en persona. Permelia Reed era la dueña del Jupiter
Island Club y decidía exactamente a quién se le permitía traspasar las
veneradas puertas. Gobernaba la pequeña comunidad con mano de hierro,

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manteniéndola pequeña, selecta y de clase alta, y nadie que aspirase a


ser sino un ermitaño podía permitirse el lujo de ignorarla. Una vez se
corrió el rumor de que una muchacha poco inteligente se había puesto un
bikini muy breve en el club y los diminutos ojos de la reina cayeron sobre
ella. Mandaron a un camarero con un suéter rosado para que cubriera su
desnudez. De allí en más, siguió la historia, la mala conducta en Hobe
Sound era recompensada con el regalo de tal prenda, poderoso símbolo de
muerte social, tal como la pluma blanca había sido de cobardía. Nadie que
hubiera recibido el temido suéter habría permanecido en Hobe Sound para
vivir la vida de un «resucitado» social.
Jo Anne se preguntó acerca de un juego hermosamente tallado en
madera marrón de perchas para sacos, que tenían las iniciales G.D.H. Eso
estaría bien, pero un poco voluminoso.
—¿No son una maravilla, señora Stansfield? No soporto las modernas,
¿y usted?
Una socia del Jupiter Island Garden Club manejaba el mostrador. ¿No
era divertido ser vendedora o representante de ventas, como se suponía
que se llamaban hoy en día? Se vendía para fines de caridad, por
supuesto. Este año, para el Centro de Naturaleza de Hobe Sound.
Jo Anne murmuró su consentimiento mientras la mujer de sangre azul
calculaba con cuidado el cambio para un billete de cinco dólares. Jo Anne
lo tomó religiosamente. Dios, incluso en los días de Nueva York ella habría
dicho «guárdese el cambio». Ahora, por las apariencias, se preguntaba si
debería contarlo.
Laura estaba de regreso con la limonada caliente.
—¿Quisieras comer algo? Puedo recomendarte los buñuelos de
espinaca. Los hice yo misma.
—No, gracias, Laura —dijo Jo Anne parcamente. Todo eso se estaba
transformando en una pesadilla. Gracias a Dios que el Sotheby de los
mercados de pulgas sólo funcionaba una vez cada dos años. En todos esos
años de trepar con esfuerzo hacia la cima, Jo Anne no se había dado
cuenta de que llegaría a eso, elegir cosas entre los tesoros de los sótanos
de los ricos, para recolectar fondos de caridad que podrían fácilmente
haberse conseguido con un suculento cheque. ¿Cuántas noches calientes
se había pasado en vela deseando que le pidieran unirse al sector de Palm
Beach del Garden Club of America, símbolo supremo de «logro» social?
Ahora ella era la que lo dirigía y había descubierto el tedio de sus
funciones. Aquí estaba, sudando debajo de la carpa del Christ Memorial
Parish House, jugando charadas con viejos quisquillosos cuyos balances
bancarios sólo se igualaban con la longitud de sus linajes.
—Oh, Jo Anne, estoy tan contenta de que hayas venido. Es adorable
ver un rostro de Palm Beach. —Los tonos untuosos, cargados de adulación
y de humillante amistad, no pertenecían a nadie más que a Eleanor
Peacock.
Jo Anne se volvió para mirar a su enemiga del pasado. Mordió fuerte
en el pastel de hielo de la venganza.
—Eleanor, querida. ¿Qué haces aquí? ¿Comprando alguna ganga?
Supongo que la calidad de la basura es un poco mejor que las baratijas de
West Palm.

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Tal como había hecho miles de veces, Eleanor Peacock tragó el


insulto con gracia. Jamás le había perdonado su intento de asesinato social
en la fiesta de la Paternidad Planificada. Marjorie Donahue la había
borrado de la faz de la tierra. Más tarde, durante el tan breve período de
rehabilitación en la época de las guerras entre Jo Anne y Marjorie, ella
había renacido, sólo para ser descartada una vez más a causa de la
muerte de la Donahue. Mientras Jo Anne se había movido para llenar el
vacío de poder, el capital social de Eleanor había completado su paseo de
montaña rusa al llegar al fondo. Luego, cuando menos lo había esperado y
cuando estaba a punto de persuadir al pobre Arch para que dejara su
trabajo y se mudaran a Connecticut, la nueva reina le había ofrecido un
trato sobre entendido. No había sido uno muy bueno, pero era una especie
de salvación. Jo Anne estaba aparentemente preparada para permitir que
sobreviviera. A cambio, debía sufrir todos los insultos e indignidades que
una mente cruel e inteligente podía soñar. Y ella nunca, nunca debía
contestar.
—Oh, Jo Anne, eres muy dura —se rió Eleanor, la sonrisa falsa como
pegada incómodamente en todo su rostro. Se preparó a aceptar algunos
golpes verbales más hasta que el gato se fatigara de jugar con el ratón.
Casi se había acostumbrado, pero no del todo. Negociar su orgullo por la
supervivencia social de Palm Beach. No había hora del día, por supuesto,
en que ella no bombardeara al Todopoderoso con oraciones para que un
rayo cayera sobre esa odiada persona, pero hasta ahora se había dado
más o menos por vencida con respecto a la esperanza de una intervención
divina.
—Bueno, supongo que es bueno tener un aliado de Palm Beach aquí,
incluso si ese aliado eres tú, Eleanor. Estos viejos de oro me ponen los
nervios de punta. Este lugar es Costa Geriátrica. Me pregunto cuándo
quedará bien que me retire.
Retirarme. Sí, eso es. Escapar. Escapar de estos viejos arrugados y
medio muertos. Escapar de la responsabilidad, de la conversación gentil,
de la hipocresía, de Hobe Sound. Jo Anne estaba harta de todo. Harta de
ser la reina, de todos los esnobs, de todo el dinero. De todo. Sintió de
golpe el sobrecogedor deseo de borrarlo todo, de viajar al rincón más
lejano de la Tierra donde la gente hiciera algo diferente, a través de cosas
también diferentes. ¿Pero dónde? ¿Cómo? La respuesta, nacida del pánico
del encierro, apareció con la claridad de una tranquila vocecita. Había otro
mundo. Un mundo peligroso, excitante y subyugante.
Iría hacia el sur de Dixie, hacia el lugar en que Riviera Beach se junta
con los suburbios de West Palm. Era una zona de sucios bares ruinosos y
de negocios deteriorados. Era el lugar en que paraban las prostitutas
negras.

Los suburbios de West Palm eran como un caldero hirviente y el aire


parecía chocolate caliente, dulce, espeso y pegajoso como el infierno.
Arropaba el cuerpo de Jo Anne, envolviéndola en un calor húmedo
mientras extraía abundante líquido de sus propios poros. Al volante de su
descapotable, se entregó a la deliciosa experiencia. No era que no tuviera

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otra alternativa. Al toque de un botón, la capota la habría cubierto. Otro


toque y el frío aire acondicionado habría hecho volver todo a lo normal.
Pero Jo Anne se deleitaba en la sensualidad del propio calor de su cuerpo.
La larga falda tableada, desabotonada ahora hasta mitad del muslo, ya
estaba bañada en sudor, y la camisa de seda de color crema se le pegaba
al pecho, proporcionando un estimulante roce a sus endurecidos pezones.
Con la lengua recorrió el labio superior, eliminando las gotas saladas de
humedad. Eso era hermoso. Hora del baño turco. Debía estar perdiendo
kilos. Eso era. Eso era lo que hacía. El Hobe Sound Garden Club Bazaar
parecía estar ya a un millón de kilómetros.
Ahora, estaba por borrarlo de la forma más peligrosa y excitante que
se podía pensar. Jo Anne se rió en voz alta. Ella jamás debería haberse
desviado de la senda recta, jamás debió haber intentado el desastroso
cambio de mujeres por hombres: la escena con Christie y el rubiecito de
ojos azules había sido el peor de todos los viajes. Jamás había entendido a
su hija, pero intentar suicidarse porque encontró a su madre en la cama
con alguien un poco más joven era llevar la rectitud demasiado lejos. Sin
embargo, había mucho por lo que debía estar agradecida. En primer lugar,
ella había sobrevivido, aparentemente como nueva. Además, no había
dicho nada. Eso por lo menos era predecible. De todos modos, era un
alivio. Bobby Stansfield no habría entendido las necesidades de una mujer
y los consecuentes medios para satisfacerlas.
Una y otra vez, Jo Anne había tratado de comprender la extraña
motivación de su hija, a pesar de que la especulación acerca de los
pensamientos de los otros no era su especialidad. Christie mantuvo la
boca cerrada, tanto en el hospital como después, en su casa. Había
tratado de explicar el intento de suicidio como un «error terrible», una
reacción desmesurada al impacto de su experiencia, y había perdonado e
incluso comprendido a Jo Anne.
—No te preocupes, mamá. No le diré a papá. Pero por favor,
prométeme que no le serás infiel de nuevo.
Como las palabras eran gratuitas, Jo Anne había prometido.
—Te lo juro, cariño. Con mi vida te lo juro.
¿Se consideraba esta pequeña expedición como una infidelidad
marital?
El lado salvaje obligaba a tomar sus propias precauciones. Jo Anne
había escondido en el baúl de su automóvil cualquier cosa que la pudiera
identificar. La tarjeta Platino de American Express, el «Club de los Mil» del
Chase Manhattan, chequeras, la licencia de conducir. El chantaje era algo
que ella no necesitaba justo ahora. También había guardado las alhajas,
una pulsera con incrustaciones de diamantes de Van Cleef, un prendedor
de rubíes y diamantes con forma de herradura y aros que tenían la forma
de dos gotas de diamantes.
Se miró en el espejo retrovisor. Maldición. Casi lo olvidaba. Las dos
peinetas de ébano con diamantes de Cartier. Con éstas, la mayoría de los
habitantes de esa parte del South Dixie hubiera podido «jubilarse» de sus
actividades delictivas. Con impaciencia se las quitó y las guardó, sin
ceremonia, en la guantera, dejando que el cabello le cayera libremente
sobre los hombros, un simbólico aflojamiento de las represiones y el

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abrazo del abandono.


Jo Anne no estaba segura de cómo y dónde lo conseguiría, pero sabía
exactamente lo que deseaba. Deseaba lo más bajo de lo bajo. Una
muchacha sucia de algún callejón. Alguien rústico, sin modales, sin gracia.
Nada, excepto un cuerpo caliente.
El pensamiento la excitaba. El carril del recuerdo era intransitable
ahora, lleno de malezas, pero la idea poseía el poder de inyectar nueva
gasolina. Jo Anne, que había vendido su cuerpo, estaba por transformarse
en una compradora por primera vez. Sí, era una idea verdaderamente
buena. Regatear en algún aparcamiento el precio del cuerpo de una
muchacha. Luego, una vez que hubiera entregado los dólares, el delicioso
estremecimiento de saber que durante un breve rato lo poseería, que
sería suyo para hacer lo que quisiera.
Tenía una idea vaga del lugar hacia donde se dirigía. El bar Port o'
Cali parecía ser el sitio que buscaba. Varias veces, mientras los Rolls
habían pasado por North Dixie hacia las cenas de Hobe Sound, ella había
notado la presencia de prostitutas negras de culo parado, que vagaban
por las veredas cantando en voz alta su negocio, en medio del calor
húmedo de la noche temprana. Era un poco temprano, pero al que
madruga Dios lo ayuda, ¿no era así?
La pintura del cartel del bar había conocido días mejores, y también,
presumiblemente, el bar. Jo Anne pasó por delante, observando la puerta
abierta, el contorno de una maquinita, la luz verde que brillaba en el
interior. Respiró profundo. Dios, ¿cómo iba a tener el coraje de entrar en
un lugar así y, menos aún, hacer un negocio ahí dentro?
Ante la protesta de bocinas de un par de automovilistas, dobló en U y
volvió para atrás, atraída por el peligro como un insecto a la luz. Atraída
hacia el peligro y la promesa del placer diferente.
Dobló el volante y envió al Mercedes directo al estacionamiento. De
inmediato las vio. Las tres estaban hablando y se apoyaban contra las
paredes de pintura descascarada. La ropa que tenían puesta lo decía todo;
sus ojos vagabundos y holgazanes confirmaban el resto. Las dos de la
derecha no decían nada, llenas de manchas, basuras desechadas,
miserables y golpeadas por la «buena vida».
Mentes flojas, colas flojas, sueños desteñidos, vaqueros desteñidos.
Pero la tercera era realmente algo. Mientras estacionaba, Jo Anne las
estudió a todas. Ésta era muy joven. Quince. Quizás un poco más. Quizás
un poco menos. Todo estaba a la vista y bien ajustado. El culo alto en la
parte superior de unas piernas delgaduchas. Las tetas, burlando la
gravedad, marcaban el más agudo de los ángulos con el torso delgado,
contraste viviente a las montañas sin tono muscular que pertenecían a las
otras dos colegas. Era un rostro alerta, caradura y vivaz; los grandes ojos
marrones, lejos de parecer fatigados, se hallaban preparados para todas
las aventuras que la vida alrededor del Port o' Cali prometía. Su cabello
había sido planchado sin piedad y se lo había peinado hacia atrás para dar
apariencia de más edad, cosa que el resto de su cuerpo y conducta
negaban. Tenía una falda demasiado corta que se veía como un cinturón
ancho, sin medias que escondieran las piernas marrón chocolate, botas al
tobillo y una cartera de plástico al hombro. Atravesadas en la parte

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delantera de su remera, unas grandes letras, moviéndose inseguras sobre


los pezones, formaban la palabra AQUÍ. Cuando distraídamente se dio vuelta
para ver quién había llegado en el descapotable, Jo Anne pudo ver que en
la espalda de la remera estaba escrita, con letras mayúsculas, la palabra
ESTOY. Jo Anne se rió en voz alta.
La chispa de interés en el valioso automóvil no desapareció
completamente cuando se dieron cuenta del sexo de la persona que lo
conducía. En los ojos muertos de las otras dos, sin embargo, Jo Anne
descubrió tanto interés como por un cuerpo flotando en el Hudson
encontrado por la policía de Nueva York.
Jo Anne estaba a un metro y medio de las tres muchachas. Ni siquiera
era necesario que saliera del automóvil.
—Hola —dijo.
Las viejas prostitutas ni pestañearon ni contestaron. Siguiendo a sus
«mayores», la más joven tampoco habló. Pero miró mucho.
—Me pregunto si me podrían ayudar.
Jo Anne no se acobardó. Conocía la escena. Y ésta era prometedora.
—¿Y cómo vamos a ayudar a una puta blanca rica como tú, dulce?
¿Perdiste algo?
La gorda con peluca de la izquierda mostró unos dientes en mal
estado e insinuó una peor respiración mientras hablaba. La putita seguía
mirando, con una expresión marginalmente de enfado en su boca
abundante, con el pulgar metido en el borde de su falda-cinturón.
—Bueno, esperaba que me ayudaran a gastar algún dinero. —Jo Anne
hizo que su voz sonara provocativa. No era difícil. Las palmas de sus
manos ya estaban húmedas. El resto de su cuerpo estaba llegando
rápidamente a ese estado.
En cuatro de los ojos aparecieron los comienzos de comprensión. En
los de la más joven se vio la sorpresa.
El sonido de la que habló al principio no era agradable.
Aparentemente no tenía por qué serlo.
—Tratas de conseguir pollitas, dulce. Este no es el lugar correcto.
Incluso te equivocaste de estado. Mejor prueba en Nueva York o Los
Ángeles, o uno de esos asquerosos lugares donde tocan todo ese jazz.
Jo Anne miró con intensidad a la que deseaba, ignorando las palabras
de desaliento de la bolsa de mierda que había hablado. Por fin había
llegado allí y la diversión estaba ocupando el lugar de la sorpresa en aquel
hermoso rostro.
—Tengo trescientos dólares para gastar —dijo rápidamente Jo Anne,
antes de que las posiciones se atrincheraran demasiado.
Tenía ahora el centro de la escena. Tal como quería. Tres billetes de
los grandes era la forma, la mejor forma de llegar a lo máximo en ese
mercado, y el dinero era el idioma de voz cantante.
La que hablaba del trío lo descartó con un gesto de la mano y, cuando
por fin habló, había un enfado evidente en la voz. En esta parte del bosque
una no hace escenas de lesbianismo si desea permanecer limpia. Los
hombres que cuidan de una no comprenden esas cosas. Era un viaje para
perder los clientes. ¿Pero trescientos dólares? Cristo, la tipa lo debía
desear mucho.

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—Sigue tu camino, dulce. No queremos tus apestosos dólares —dijo


por fin.
—Eh, espera un minuto. —«Con exactitud de reloj», pensó Jo Anne.
«Su objetivo había hablado»—. ¿Qué quieres hacer por trescientos
dólares?
La joven deseaba una respuesta a la pregunta. Comprendía lo del
dinero, pero no tenía idea de lo que se esperaba de ella a cambio. ¿Un
beso? ¿Algo más?
—Podríamos pensarlo mientras vamos. Hay dinero aquí.
—No te mezcles, Mona. No sabes nada, cariño. Eso no es bueno. A
Clive no le gustan estas cosas. Te vas a meter en muchos problemas. ¿No
es cierto, Suzie?
Suzie, no acostumbrada al papel de juez y claramente no dada a
hablar mucho, asintió vigorosamente demostrando estar de acuerdo.
Las dos putas lastimadas estaban unidas. Venderse a tipas
simplemente no se hacía. Era un poco como convertirse al catolicismo en
la isla o usar zapatos con suela de goma a bordo de un yate. Y Clive,
quienquiera que fuese, compartía la idea de que tal conducta era
definitivamente faux-pas. Jo Anne se rió para sí. Era un mundo al revés y
las reglas eran diferentes, pero aun así, cualquiera que fueran éstas,
debían obedecerse.
Jo Anne ahora se dirigió directamente a la muchacha. Se encontraba
a mitad de camino. A mitad de camino del paraíso.
—Escucha. ¿Por qué no vienes aquí y podemos discutirlo, tú y yo? Por
sólo escucharme te ganas cincuenta. No hay nada malo en eso.
La muchacha dejó escapar una risa de placer, caliente y divertida,
desde el fondo de la garganta. La vida era todavía una diversión para ella.
Era lo suficientemente joven. Y lo suficientemente niña como para
arriesgarse y despreciar la amenaza sin nombre, ya que representaba un
futuro.
No lo dudó y, sin mirar incluso a sus colegas que habían estado tan
sueltas con sus consejos, firmó el contrato no escrito, cruzando el espacio
de la puerta abierta del automóvil de Jo Anne.
Cuando sus graciosas nalgas tocaron el suave cuero blanco, la pollera
cinturón cesó en su hipocresía. Había metros de muslos largos y negros y
calzones de impactante rosado. El aroma de un perfume barato y, debajo
de él, el sutil y más potente perfume de una niña caliente.
Jo Anne no perdió tiempo. Los motores ya estaban funcionando en su
interior. Hizo lo mismo con el del coche y salió del aparcamiento antes de
que alguien pudiera cambiar de parecer.
En la autopista, se volvió para mirar su presa; su mano derecha se vio
atraída por el magnetismo de la piel expuesta a su lado. Con la lengua
recorrió los labios que se le habían resecado y trató de tragar saliva
mientras sentía el calor ansioso debajo de su mano. Su voz, cuando pudo
hablar, temblaba de anticipación.
—¿Adónde?
Los abundantes labios la apuntaron:
—No hice esto antes —dijo la muchacha.
Jo Anne trató de transmitirle seguridad con su sonrisa. Había oído eso

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antes. Los tonos habían sido más aristocráticos, pero la emoción no era
nueva. Tampoco la respuesta.
—Confía en mí. Es todo un mundo nuevo.
A la negrita le gustó lo de los mundos nuevos, pero más las otras
cosas.
—¿Tienes los dólares?
Jo Anne sonrió con pesar. Casi se olvidaba. Este era un viaje diferente.
El negocio del sexo. ¿Se sentía la muchacha como Jo Anne se había
sentido en todos aquellos cuartos de hotel? ¿Sintieron todos esos tipos
como ella sentía ahora? Sintió un dejo de molestia al pensar que todo eso
no se hiciera por amor. Entonces rió. No, la realidad era la calentura. Ella
había alquilado un cuerpo. Durante media hora o más sería suyo. No había
necesidad de ninguna rutina de seducción. Los dólares pasaban por alto
toda esa mierda.
—Saca trescientos dólares de mi cartera y te doy las instrucciones. —
Había una nueva dureza en el tono de voz—. Quiero hacer esto en la ruta
—parecía decir—. ¿Qué edad tienes? Dime la verdad. No tiene
importancia.
Los líquidos ojos marrones se hicieron cuidadosos, pero los
trescientos dólares en los dedos borraron toda precaución.
—Catorce —dijo, mientras se movía un poco, debajo de la mano que
daba vueltas sobre su pierna—. ¿Eso es muy poco? —La pregunta era
provocativa, incluso osada.
—No, no es muy poco. —Pero sería la más joven que le había tocado.
En alrededor de tres años. Era un toque agradable. Catorce, negra y, en lo
que a mujeres concernía, virgen. ¿Por qué diablos no había ella pensado
antes en esto?
—Dobla a la derecha del semáforo y entra en el aparcamiento de la
izquierda. Tengo el uso de una habitación en el motel Sea Grass.
Jo Anne hizo como le decía, renunciando a dejar la mano sobre la
pierna de la joven con remordimiento mientras doblaba a la derecha.
No hablaron mientras subían las escaleras del motel destartalado. Jo
Anne ya podía imaginarse la habitación. Sería una copia de un millón de
habitaciones de ese tipo que estaban en todos los Estados Unidos:
plástico, marcas de cigarrillo, dacrón, rayón, o cualquier otro material
sintético. Alguien se habría limpiado los zapatos en las cortinas; habría un
círculo alrededor de la bañera, un monstruoso aparato de televisión con
selector de sólo cuatro canales, una magra almohada rellena de espuma
de nailon, una lámpara estándar. Pero ante ella caminaba el apretado y
alto trasero que había alquilado. Eso era más que suficiente para hacer
aumentar los latidos del corazón y dejar murmurando al estómago.
El cuarto estuvo a la altura de lo que se prometía. No había
concesiones a la estética. Ninguna en absoluto, desde el cascado papelero
de lata hasta el espejo con marco de plástico rosado que podía captar la
acción de la cama de una plaza.
Pero el atractivo se incrementaba por lo miserable del entorno. La
pequeña prostituta arrojó la cartera sobre la cama y trató de parecer
como que tenía el control. Volviendo el rostro hacia su clienta, intentó
hablar con tono de negocios.

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—Muy bien, ¿cómo lo quieres? —La verdad era que no sabía nada.
—Todo lo que dice el libro —dijo simplemente Jo Anne—. Pero
empezamos aquí. De pie.
Cruzó los tres pasos que la separaban de la joven.
—Quédate quieta. No hagas nada.
La muchacha la observaba. Los ojos eran inseguros, pero había
interés, casi cierta fascinación. Era como si estuviera hipnotizada, sin
voluntad, mientras se preparaba para rendirse al poder superior de Jo
Anne.
Sin quitar los ojos del rostro de la joven negra, Jo Anne le levantó con
delicadeza la falda. Sólo cuando los calzones quedaron completamente al
descubierto, miró hacia abajo para disfrutar lo que había revelado.
Un suspiro escapó por sus labios entreabiertos. Los calzones, casi de
rojo fluorescente, eran demasiado pequeños. Parecía como que había sido
rociada por pintura y el tenso montículo del sexo de la adolescente
empujaba ansiosamente contra el fino material. Unas tiras corrían hacia la
parte posterior, pegadas sobre las deliciosas nalgas de color marrón,
mientras se zambullían profundamente en el subyugante misterio que
acechaba entre la carne firme de los muslos.
Los dedos de Jo Anne encontraron el borde del ajustado elástico y
lentamente, centímetro a centímetro, los bajó.
Ahora, Jo Anne se arrodilló, su rostro a nivel del lugar en que ella
deseaba que estuviera. Irradiándose de sus mejillas, el calor la recorría.
Esta joven era demasiado nueva para que el juego pudiera controlarse. Su
interruptor había sido encendido. El motor estaba en marcha. Jo Anne
podía sentirlo y olerlo.
—Sólo relájate, dulce —murmuró más para sí que para la muchacha.
La ropa interior ya no estaba en su lugar ahora, sino colgada en sus
curvos muslos, lasciva hamaca que se rozaba contra la piel del mentón de
Jo Anne mientras sus ojos devoraban lo que había dejado al descubierto.
Labios rosados junto a sus labios, el perfume demandante próximo a sus
fosas nasales, el alma cálida de la muchacha pidiendo ser poseída,
temblando en anticipación frente a la ansiosa boca.
Jo Anne oyó un gemido, la señal que la autorizaba a proceder.
Durante un hermoso segundo, ella dudó, mientras alimentaba el momento
con cada gramo de potencial placer. Luego se movió hacia adelante.
Jo Anne no oyó que se abría la puerta. Pero mientras sus labios se
frotaban tiernamente contra los labios que tenía ante ella, sintió que
inmediatamente el pánico la recorría. La humedad resbalosa contra su
boca coincidía con la explosión de furia.
—¡Muchacha mala! ¿Qué haces? ¿Qué haces, muchacha mala?
Un golpe la sorprendió de pleno en el lado izquierdo del rostro,
mientras en sus oídos sonaba el eco de su fuerza. Cayó hacia un costado,
golpeándose con el extremo de la cama.
Su casi amante, con los calzones rosados bajados por sus piernas de
manera acusadora, estaba congelada del susto, con una mirada de temor
visceral que le deformaba su rostro antes hermoso. En la puerta había
más de cien kilos de músculos negros llenos de odio, con el disgusto
brillando en los ojos y la muerte rumoreando en su corazón.

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—Clive, no quise hacer ningún daño. Clive…


De alguna manera, la muchacha y la mujer sabían que todo estaría
bien si pudieran hacer que el hombre hablara. Pero Clive no estaba para
hablar. Había visto su propio horror privado y, en sus ojos drogados y
enfermizos, el vacío decía que su chica lo había engañado. No con un tipo.
Ellos no contaban. Ellos significaban ingresos. Su ingreso. ¡Pero con una
tipa! Con una basura blanca. Con una puta blanca barata. Con una
pervertida.
La navaja ya estaba brillando en la palma de su mano.
Ése era el proxeneta. Él que se llamaba Clive. Clive, el que no
aprobaba lo que ella había acordado hacer. En los ojos enloquecidos, Jo
Anne pudo ver lo que estaba por ocurrir. Iba a lastimarla. Iba a ser
castigada. Después de todos los largos, largos años, la retribución había
llegado finalmente. Todo lo que podía vislumbrar era dolor, el dolor y la
vejación que vendrían después. La desfiguración. A los pies de la cama
observaba a los actores del drama. Tres de ellos, ella incluida,
desplegando su breve momento sobre el escenario.
Literalmente, se encontraba fuera de sí, cabalgando en la frenética
ola de adrenalina, suspendida en el tiempo y en el espacio por el pánico
más puro. ¿Cómo podía detener lo que debía ser? Alguna palabra
inteligente, algún gesto sutil detendrían este loco juego. Ella se tiraría de
espaldas y reiría, y el horror desaparecería cuando todos se relajaran por
la broma. Todo era realmente divertido. Espeluznante pero divertido. Sin
embargo, mientras se permitía hacer renacer la esperanza, Jo Anne sabía
que no tenía fundamento. Nacida de la sed de vida, moriría en un desierto
de destrucción.
Clive caminó hacia ella y el cuchillo se apoyó contra su estómago,
frunciendo la tela de la camisa mientras derramaba todo su odio contra
ella.
Su lengua acartonada, sin humedad, trató de formar una palabra de
protesta.
—No —murmuró.
—Sí —respondió él.
Se atrevió a mirar los dedos apretados mientras veía que se marcaba
el músculo del fuerte antebrazo. Sintió náuseas en la boca del estómago.
Y, mientras los dedos del pánico le recorrían la columna, Jo Anne quedó
congelada, como si a través de esa parálisis ella pudiera estar segura.
Como un cordero de sacrificio miró a los ojos del hombre que tenía el
cuchillo, pero eran fríos como la nieve del invierno, muertos como la
oscuridad del bosque. En aquel segundo cósmico entraron en comunión,
compartiendo la intimidad de los malditos mientras sus almas se tocaban
en el borde del terror.
En vano Jo Anne trató de entrar en contacto con los inexpresivos ojos;
ellos no respondieron. No había nadie allí.
En su mente desarticulada los pensamientos se apilaban sobre sí
mismos, frenéticos, mientras caían ante la luz de la conciencia.
Presentándose en fragmentos, constituían el rompecabezas de la vida. Las
calles de Nueva York, la lucha, los ricos del mundo que cayeron en su
regazo. La cabeza del pobre Peter y su nube de vapor rojo, la esposa del

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senador tan fría y elegante sobre el estrado. Comida rápida, comida lenta,
trucos baratos, trucos caros y, siempre, por siempre presentes, los
acordes sedosos de la música sensual como fondo, la que habían estado
tocando un rato antes.
Debía estar agradecida por la confusión de los pensamientos. En la
piadosa niebla de la irrealidad no habría dolor. Eso era un alivio. El dolor
sería para más tarde. Pero, por las apariencias, ella debería gritar. En una
situación como ésa, cualquier persona respetable ciertamente haría eso.
Y así, con una lánguida falta de entusiasmo, Jo Anne Duke Stansfield
comenzó a gritar cuando el cuchillo entró como una aleta de un tiburón.
Nadó hacia el norte. Con pereza, sin esfuerzo a través del mar tranquilo de
la parte inferior del estómago. Detrás de él estaba la clara línea roja, al
principio delgada y limpia, luego cada vez más ancha, hasta convertirse
en un torrente desprolijo. Nadaría hacia su rostro, entre las montañas
gemelas de sus pechos, por su hermoso cuello y cruzando el promontorio
de su mentón. Luego, por lo menos, terminaría el terrible ruido que
alguien estaba haciendo. Pero la paz llegaba antes de lo que se pensaba.
Una maravillosa paz de sueños. Simplemente lo que necesitaba una niña
al final de una vida demasiado larga. Y así, con una sensación de divertida
sorpresa por la facilidad con que sucedía todo, Jo Anne se fue, cuando, con
gracia, cayó de narices en la nada.

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Capítulo 21

Era un típico día de perros en la Florida, el cielo irritable amenazaba


con todo tipo de inconvenientes y Bobby Stansfield se sentía
completamente a tono. Habían sido seis meses desastrosos. El intento de
suicidio de Christie, seguido por el brutal asesinato de Jo Anne. El primero
lo había afectado emocionalmente incluso más que el segundo, pero fue la
muerte de Jo Anne la que amenazaba con cambiarle la vida. Incluso ahora
los medios de comunicación no lo dejarían en paz. Todavía estaban
agrupados en el camino de entrada, con sus cámaras y anotadores. Si
bien siempre había sido una celebridad, el final desordenado de su esposa
lo había precipitado a las filas de los famosos, posición que, para un
Stansfield, era tan bienvenida como el ataque de un grupo de presidiarios.
Sus brillantes proyectos políticos parecían totalmente arruinados y Jo Anne
había sido la culpable. Por eso, más que por la casi fortuita y totalmente
bizarra infidelidad, jamás la perdonaría.
Miró malhumorado el mar enfurecido y a los pelícanos acróbatas que
volaban en el viento. ¿Existía alguna manera de salvarlo? Una y otra vez
había revisado las opciones. Después de todo, Teddy se había recuperado
de lo de Chappaquiddick y Nixon había hecho más bises que Frank
Sinatra. Debía haber una forma.
Se volvió y su corazón se iluminó como un rayo de luz que surcaba el
cielo gris pizarra.
No había perdido a Christie. Allí estaba, acurrucada sobre el sofá, una
buena acción en un mundo travieso. Desde el momento en que ella se
había recuperado de su propia tortura, se había erigido en una torre de
fuerza para la suya. La pérdida de la madre, encima de la misteriosa
secuencia de acontecimientos que habían causado su propia pena, habría
hundido a otros mortales, pero Christie había capeado la tormenta. Ahora
estaban sólo ellos dos. Solos contra el mundo. Bobby sabía que nunca la
comprendería. Ella era tan distinta a él y a años luz de cualquier cosa que
remotamente la hiciera parecer a su madre. Lo que la había impulsado a
la depresión emocional nunca se había revelado, a pesar de las
intimidantes preguntas de un estúpido político. Bobby sólo sabía que ella
había amado a alguien y que la había defraudado. Nada más que eso. En
ocasiones, por la mirada lejana, melancólica, era evidente no lo había
olvidado.
—Sabes, papá, no debes darte por vencido. Sé que ya lo dije antes,
pero es verdad. Los Stansfield no se rinden, ¿no es cierto? Creo que tengo
eso grabado en mi corazón.
Bobby se rió. Se suponía que era cierto. Siempre lo había creído así. Y
su madre todavía lo decía. Salvo que hacía unos días, ella lo había
animado con lo que parecía un discurso de aliento:
—Las cosas cambian, querido. La hora necesita del hombre. Mira a De

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Gaulle. Mira a Churchill. Cuando el mundo se desliza tranquilamente,


eligen al hombre sin conexiones de la mafia que tiene los mejores dientes.
Pero eso es un lujo, querido. Cuando las cosas se ponen difíciles, eligen al
hombre con las pelotas más grandes. No le van a prestar atención al
horrible asunto con Jo Anne si los tiempos se ponen difíciles. Ése será tu
momento. No ha terminado todavía.
Nuevamente Bobby rió en voz alta cuando pensó en la crudeza tan
poco característica de su madre. En toda su vida él no había escuchado
hablar a su madre de ese modo, pero las palabras habían tenido el efecto
deseado. El mensaje había sido claro. Hay un tiempo para la gentileza y la
casta, pero cuando se enciende el ventilador, un hombre debe aprender a
palear mierda.
—Es cierto, Christie. No me rendiré. —La sonrisa iluminó el rostro
atractivo, haciendo sombra sobre la seductora nariz quebrada. Ante su
público sintió que volvía a crecer aquella confianza familiar. Caminó hacia
el sofá y se sentó junto a su hija—. Pero si tú fueras mi jefe de campaña,
¿qué diablos me aconsejarías que hiciera?
—Sé exactamente qué deberías hacer.
—Dime.
—Deberías volver a casarte.
—Mi querida hija… y ¿con quién crees que debería casarme?
—Con Lisa Blass.
Como una aguja al rojo vivo, el pensamiento atravesó el cerebro de
Bobby Stansfield: Lisa Blass. Lisa, a quien nunca había podido olvidar.
Lisa, que a través de los años jamás lo había perdonado. Lisa, de cuerpo
duro y piel suave. De dulzura amable y venganza fría. Lisa Starr. Había
llevado en su vientre a su hijo y lo había descartado, como él lo había
hecho con ella. Una muchacha de los barrios pobres que se había elevado
hasta un lugar de prominencia que pocas mujeres logran alcanzar.
¿Cuántas veces la recordó, deseó su paciencia y comprensión, la
excitación cautivante de su contacto? En lugar de ella, él había elegido a
Jo Anne Duke. Se había casado con una prostituta por sus millones para
dar impulso a sus propias ambiciones. Fue una elección que jamás había
dejado de lamentar y por la cual nunca se había imaginado que podría ser
perdonado.
—Christie, ¿sabes lo que estás diciendo? Lisa Blass me odia. Tú no lo
sabes, pero entonces ¿cómo podrías saberlo? No fui bueno con ella, me
temo. La traté mal. No lo deseaba, pero lo hice y, por años, ella me ha
odiado a mí y a tu madre. Me gustaba mucho…
Bobby vio que una nube se detenía sobre el rostro de Christie.
¿Tristeza? El tipo de mirada que uno tenía cuando comenzaba a
comprender algo que por mucho tiempo lo había preocupado.
—¿Alguna vez trató de hacerte daño? Quiero decir, supongo que con
esa empresa suya ella podría quizás hacerlo. ¿Recuerdas aquel horrible
libro que escribieron sobre nosotros? ¿El que te enviaron hace unos años?
Nadie lo publicaba, pero ella podría haberlo hecho si hubiese deseado
lastimarnos.
—Bueno, eso es cierto. —contestó Bobby pensativo—. Pero siempre
nos ha evitado como una plaga y en esta ciudad sabes lo difícil que es eso.

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—¿La amaste?
—¿Qué es esto? ¿Tercer grado? —Nuevamente la risa. La que
enloquecía a las multitudes. Luego continuó más reflexivamente—. Sí. Sí,
realmente la amé. Mucho. Es una persona maravillosa. Era una persona
maravillosa.
—Mamá era más difícil de amar. —La afirmación de Christie era
práctica.
—Sí. Creo que todos lo encontramos así.
Bobby se volvió hacia su hija. Las lágrimas volvían a estar allí. Jo Anne
fue difícil de amar, pero Christie lo había conseguido. Christie, que estaba
tan llena de amor, lo tenía para todos. Christie, que había derramado amor
sobre alguien que jamás había aparecido en la casa para ser presentado a
los padres. Ese tipo merecía el mismo destino del maníaco que había
asesinado a Jo Anne. Él, Bobby, se habría ofrecido como voluntario para
administrar el veneno y se habría tomado todo el día para observar las
expresiones faciales del tipo mientras luchaba contra el sueño que lo
mataría.
—Ella tiene un hijo, ahora. Nunca lo vi, pero debe de tener tu edad.
Blass se debe llamar. No puedo recordar su primer nombre.
—Scott. Scott Blass.
—¿Sabes lo que creo que necesitamos? Un fantástico margarita. —
Bobby se puso de pie—. Vamos, Christie, me prepararé uno. Solía ser
famoso por ellos. Déjame ver si todavía lo soy.
Christie sonrió a través de la máscara de lágrimas. Su padre podía ser
así, con el contagioso entusiasmo de un niño pequeño en el cuerpo de un
famoso político. Pero ella no iba a dejar que se le escapara del anzuelo. No
totalmente.
—Creo que todavía la amas, papá. Deberías encontrarte con ella. Ver
qué sucede. A mí no me importaría. Recuérdalo, yo lo sugerí. Ha habido
tanta tristeza, tanta amargura.
En el rostro de Bobby se reflejó el único aspecto que podría
considerar: la recompensa para su hija.

Lisa hojeaba de mal humor las listas de libros de mayores ventas del
New York Times. Ésta debería ser la mejor parte de la semana. Todos
estaban allí. Eran todos libros Blass. Los que ella había alimentado, los que
había inventado, los que había comprado. Pero no había alegría en eso. Ni
excitación. Ni entusiasmo. Nada. Sólo el vacío. Habían pasado seis meses
desde que Scott se había ido. Se había marchado como un ladrón en la
noche, escondiéndose sin razón aparente y, desde su partida, sólo había
existido el sonido de su silencio. La tierra se lo había devorado. Había
desaparecido sin dejar huellas.
¿Cuántas veces había tratado de comprender la razón de su partida?
Era como si tratara de lastimarla por algo terrible que ella hubiese hecho.
¿Pero qué había hecho? Nada había cambiado. La nota había sido de poca
ayuda.
Podía recordarla de memoria, pero no comprenderla: «Madre, me
marcho y no regresaré. Por favor, no intentes encontrarme. Toda mi vida

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traté de hacer que me amaras, pero ahora comprendo por qué nunca
pudiste. Casi me destruye y a otros también. Entonces si no puedo ser
parte de tu amor, no deseo tener nada que ver con tu odio. Confié mucho
en ti, pero tú me mentiste. Y no eras todo lo que fingiste ser. De manera
que me voy para aprender a vivir por mí mismo y tratar de aprender que
lo que sucedió no fue mi culpa, sino la tuya. Tú me enviaste lejos, hace
mucho, mucho tiempo.»
¿Amor? ¿Odio? No significaban nada. De todas maneras nada que él
pudiera saber o que pudiera preocuparlo. Sí, ella había sido la amiga del
odio. La había sostenido a través de los años de lucha y había sido la
madre del fenomenal éxito que gritaba por sí solo desde las páginas del
New York Times. Pero ahora, como una bala servida, la emoción estaba
gastada y, con la horrible muerte de Jo Anne, todo se había precipitado a
tierra.
—¿Cómo viene el libro de surf de Anne Liebermann? —preguntó
Maggie. Levantarle el ánimo a Lisa se estaba convirtiendo en una
ocupación de jornada completa.
—Maravilloso —dijo Lisa sin entusiasmo—. La sinopsis y el capítulo de
introducción son simplemente maravillosos. Tiene que ser otro número
uno. Sin problemas. Oh, sí —agregó con fatiga—. Todavía está recogiendo
el dinero con el rastrillo. Blass sigue a la cabeza. —Hizo una pausa cuando
un pensamiento agridulce le cruzó por la mente—. Me pregunto qué habría
pensado de ello el pobre Scottie. —La voz se le quebró allí.
—Fue idea suya, ¿no?
—Fue la jodida idea de Anne Liebermann. O debería decir que fue la
idea de coger que tenía Anne Liebermann. ¿Sabes que Scott dormía con
ella?
—¡Santo Dios! ¿En serio? ¡Que cosa más extraordinaria!
—Él no deseaba hacerlo, Maggie. Lo hizo por mí. Liebermann quería
interrumpir su contrato. Él le habló dulcemente de quedarse con Blass. Él
le pagó con amabilidad.
—Oh, Lisa, no seas ridícula.
—No soy para nada ridícula, Maggie. —Lisa se puso de pie
súbitamente, arrojando el diario al suelo con gesto impaciente. Después
de todos estos años Maggie todavía la trataba como si fuera una criatura
de menos de veinte años. La gente parecía creer que ella era la antigua
Lisa, pero no lo era. Las cosas habían cambiado. Era irritante que la gente
no lo reconociera. En especial los viejos amigos.
Durante unos segundos hubo silencio. Era lo que daba nacimiento a
las cosas.
—Deseaba con tanta desesperación que yo me diera cuenta de su
presencia. Jamás pude. Traté pero no pude. No había nada allí antes. Pero
lo hay ahora. —Se volvió para enfrentar a su vieja amiga, con el hermoso
rostro de repente distorsionado por las lágrimas—. Quiero que regrese,
Maggs. —Extendió las manos en un gesto de impotencia y movió la cabeza
de un lado hacia el otro—. Era tan parecido a Bobby. Es ridículo. Cada vez
que lo miraba, todo el dolor y la rabia bullían en mi interior. Pobre Scott.
Jamás tuvo idea. No podía decirle. Incluso ahora no lo sabe.
—Quizá si él supiera…

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—Se fue, Maggs. Simplemente se fue. Y es mi culpa. Tanto odio.


Estaba en todos lados. —Lisa hablaba consigo misma ahora—. Lo llevé
conmigo. Lo pude oler. Lo exhalé y me hizo tan fuerte. Tan
condenadamente fuerte. Fue como un pacto con el diablo. Podía tenerlo
todo, incluso la venganza, si rendía mi alma.
—Puedes volver a tenerla, Lisa. Puedes recuperar todo. Recuperar a
todos.
—No. Es demasiado tarde, Maggie. Se han ido todos. Todos. Y no
queda nada excepto yo. Y todo esto…
Lisa estiró una mano con desesperación hacia el techo alto de la
habitación, hacia la soberbia colección de Jade, hacia la milagrosa
escultura de Rodin comprada ilegalmente en un remate. Pero ella
significaba más que eso. Ella era la sobreviviente. Lo había heredado todo.
Palm Beach. Ahora, lo que más había deseado era suyo, para inclinarse
según su voluntad, para humillar sí lo deseaba, para poseer y mantener.
Su única rival no sólo estaba muerta, sino desesperadamente
desacreditada por la forma de su muerte. El campo estaba libre para la
abadesa social que administraba el imperio editorial de mayor éxito de los
Estados Unidos y aún le quedaban tiempo y capacidad para seguir el juego
de Palm Beach. Había ganado una victoria pírrica y el gusto de las cenizas
en su boca le estaba revolviendo el estómago. ¿Qué habría dicho Marjorie?
La querida, inteligente Marjorie, que había escondido su bondad y
compasión debajo de una máscara de ambición social.
—Llámalo a Bobby, Lisa. Debe estar solo. Como tú. Sucedió hace
tanto tiempo. Dile que ya terminó. Compréndelo. Compréndete.
La voz de Maggie hizo eco a sus pensamientos.
Entonces, Lisa supo que lo haría.
Fue como una revelación. Tan obvia y al mismo tiempo, una idea que
no venía de la conciencia. En las profundidades de su psiquis, sin
embargo, la necesidad estaba allí. Sin Bobby no podría haber un nuevo
comienzo.
De pronto, y con la desesperación de un alma enferma, Lisa comenzó
a desear el amanecer de un nuevo día.

Christie quedó petrificada, como si las palabras zumbaran alrededor


de su cabeza como abejas furiosas. Por momentos, alguna de ellas saldría
de la horda bullente y volaría directo hacia su oído, en viaje de ida a la
conciencia: «medio hermana», «hermano», «perdón», «esa noche en la
playa.»
Descreída, ella negó con la cabeza, dejando caer gotas de lluvia de la
avenida Madison sobre el piso del diminuto departamento. Pero incluso
cuando Christie se tambaleó con el impacto de la revelación, su
enloquecido rechazo por aceptar la verdad de las palabras de Scott ya
comenzaba a debilitarse.
—¿Quieres decir que somos hermanos? ¿Que tu papá es mi papá
también? —dijo su voz de autómata.
Scott, con la cabeza hundida entre sus manos, asintió desolado.
Completamente desplomado sobre el sucio sofá, se lo veía como si se

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hubiera rendido en la lucha. No era simplemente la barba, las uñas


mugrientas, el cabello enmarañado. Ésos eran los convencionalismos de la
derrota. Todo su cuerpo hablaba el lenguaje de la desesperación. Scott se
veía como un hombre de cartón al que habían dejado en la lluvia.
Incluso, ahora cuando trataba de digerir el hecho de que el hombre
que ella había amado tanto, que la había herido tan profundamente, era
su propio hermano, el gran corazón de Christie se volvía a abrir. Estaba
lleno de alivio y de compasión.
—Estoy contenta, Scott. ¿Me oyes? Estoy contenta de que seas mi
hermano.
Y mientras lo decía, lo sentía. Había perdido un amante, pero ahora
ya no estaba sola. De pronto podía comprender las emociones, que,
anteriormente, habían sido inexplicables. Tenía un hermano, un querido,
maravilloso, loco y triste hermano con quien caminar por la vida. Un
hermano que se uniría a ella para enfrentar con orgullo a este ridículo
mundo.
A través de los dedos separados, Scott la miró con descreimiento.
—Christie, ¿qué diablos quieres decir?
—Quiero decir que todo está bien, Scott. —La cálida sonrisa invadía
todo su rostro mientras trataba de explicarle—. Te perdono y nos podemos
volver a amar. Cuando era pequeña, solía rezarle a Dios para que me
diera un hermano. Simplemente llegó un poco tarde.
—Entonces, ¿no me odias, incluso después de lo que hice? —
Necesitaba más confianza. Jamás se le hubiera ocurrido que Christie
reaccionaría así. Él sólo se había centrado en la tragedia y, como
resultado, no había podido tener esperanzas. Durante esos horribles seis
meses, casi no había dejado el apartamento que había sido su escondite.
Sin cesar había examinado su conciencia mientras trataba de expurgar el
mal de su alma, pero no había solución. Siempre había llegado a la misma
conclusión. Él era una cosa retorcida, una malformación, un accidente
genético que había expresado su herencia en la más diabólica de las
formas. Hijo de una relación incestuosa, había mancillado y mutilado la
felicidad de su propia sangre. Había visto detenerse el corazón de su
propia hermana como resultado directo de su malvado complot de amor.
La había poseído en la arena. La había odiado, cuando su naturaleza
demandaba que debería amar, y la había desflorado con sus
contaminados genes. Y al final, cuando se enfrentó con la enormidad de su
acto, ni siquiera había tenido el coraje de matarse. De cualquier manera
en que se lo mirase, no había nada bueno en él.
Christie se acercó. Sentándose junto a él, lo abrazó y, allí, sobre el
sofá, él cayó agradecido en sus brazos mientras ella acunaba su cabeza
brindándole consuelo.
—Oh, Scott. Pobre Scott. Pobre bebé. Has pasado por momentos
terribles. Pobre bebé. Mi pobre bebé. —Mientras él lloraba, ella lo mecía
con delicadeza, permitiendo que la pena atravesara la montaña de troncos
que bloqueaba su dolor. Durante largos minutos los hermanos no
hablaron.
Finalmente, Scott interrumpió el silencio.
—Oh, Christie. No sabía cómo reaccionarías. Me sentí culpable. Debía

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decirle a alguien. Debía decírtelo. Cuando te escribí, pensé que quizá no


me contestarías. O quizá que no abrirías la carta. Estaba tan avergonzado.
Christie lo atrajo hacia ella, sosteniéndolo fuertemente, sintiendo las
lágrimas de su hermano sobre su bronceado antebrazo.
—Ya todo terminó, Scottie. Ya está. Lo hiciste porque algo te había
lastimado mucho. Lo sé. Te perdono. Escúchame. Te perdono.
Entonces le levantó la cara hacia ella e hizo que sonriera de manera
insegura, animándolo con su propia sonrisa. Había más para decir. Debía
decirlo todo. Aclararlo todo, la basura, el peso del pasado. Sólo si se
confrontaban directamente, los fantasmas descansarían en paz.
—Supongo que debo comenzar desde el principio. Cuando nos
conocimos en la playa. Fue tan inmediato. Tan increíblemente natural.
Todas las emociones estaban mezcladas, pero tan cercanas. Eran muy
fuertes, supongo. Muy bien, de manera que ahora sabemos de qué se
trata, pero había algo por lo que yo lo sabía entonces. Cuando me hiciste
el amor. Antes… de repente se veía terriblemente mal. Maravilloso, pero
mal al mismo tiempo. Había una parte mía que no quería… pero
simplemente no pudo resistirse. ¿Sabes a qué me refiero? No lo lamento.
Lo recuerdo y ha sido el mejor momento de mi vida. Amé hacer el amor
contigo porque te amaba, Scott. Y todavía te amo ahora. ¿Me oyes?
Ella tomó el dolorido rostro bañado en lágrimas, lo volvió hacia sí y le
secó la humedad con los dedos, tratando de aliviar el dolor, como si
aquellas palabras eliminaran la pena.
—Pero fui tan cruel, tan malo contigo, Christie. ¿Cómo puedes
perdonarme eso?
—Tú fuiste la víctima, Scott, no yo. Yo simplemente fui alguien que
pasaba, atraída por el destino. Todo ese odio. Alguien debía caer atrapado
en ese fuego. Es sorprendente lo de tu madre, y mamá y papá. ¿Por qué
deseaba ella herirlos tanto? ¿Y por qué ella no te amaba? No puedo
entenderlo. Parece tan increíble.
—Es absolutamente increíble, Christie. Me temo que has oído la mitad
de la historia. —Scott se sentó y tomó la mano de su hermana—. Todavía
no sé si creerlo o no, pero Willie Willis dice que mi madre y tu padre son
medio hermanos también.
—¿Qué? —El rostro de Christie pudo mezclar incredulidad y humor en
proporciones iguales. Si Scott podía bromear en un momento como éste,
entonces aquello era un progreso, pero parecía tener un sentido macabro
de lo que era divertido.
—Lo sé, es demente, ¿no? Absolutamente. De todas maneras, me dijo
que mi abuela trabajó en la casa de tu abuelo. Tuvieron un romance y mi
mamá fue el resultado. Eso fue lo que dijo. Incluso mamá no lo sabe.
Nadie lo sabía. Si fuera verdad, significaría que mi mamá y tu papá son el
espejo de nosotros. La historia que se repite.
—¿Podría haberlo inventado? ¿Para herirte por alguna razón?
—Supongo que es posible. Parece que cualquier cosa fuera posible.
Simplemente sé que tenía razón con respecto a nosotros. Quiero decir,
que nos vemos muy parecidos.
Como el sol brillando a través de las nubes de un cielo plomizo, la risa
de ambos llenó la habitación. Por fin eran socios. Conspiradores contra la

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vida, la que daba las cartas sucias.


Era verdad. No sólo se veían como hermanos, sino que podrían haber
sido tomados por gemelos.
—Pero ¿cómo lo podemos descubrir? Deberíamos saber la verdad,
supongo. Sobre ellos quiero decir, no nosotros. Yo deseo que seamos
hermanos, aunque no lo seamos.
—Dios sabe cómo podremos descubrirlo. ¿Pero importa? Quizá
podamos ahorrarles eso. Después de todo, sus vidas están en cierto
sentido arruinadas. Quizá sería mejor que no lo sepan.
—Tienes razón, Scott. Es mejor enterrarlo, si existe algo para
enterrar. Dios, es asombroso. Todo ese veneno cuando la sangre grita por
amor y no por guerra. Qué desperdicio increíble.
—¿Qué haremos ahora? —Scott se sintió limpio, limpio de emoción. Si
había sentimientos que experimentar, escasamente sabía cuáles eran.
—Es fácil —dijo Christie con vivacidad—. Vamos a casa.

Lisa Blass volvía a ser una niña. Insegura, emocionada, asomándose


de nuevo a un mundo demasiado grande. Por centésima vez miró con
impaciencia las aparentemente quietas manecillas del Piaget. Hoy la hora
se movía al paso de un caracol.
La ropa había constituido un problema. Lo que debía pensar había
sido un problema. En pocos minutos, cómo comportarse sería un
problema.
El destino se había superado en el papel de prestidigitador. Incitada
por Maggie en su pedido de un nuevo comienzo, Lisa se había dirigido al
teléfono cuando éste comenzó a sonar. La voz de Bobby Stansfield había
sido tentativa, insegura, vacía de confianza, pero había sido su voz. Él
había tartamudeado varias veces mientras intentaba darle el mensaje que
ella estaba a punto de brindarle a él, y su corazón había regresado al
momento en que la vida había tenido vida, antes de que la risa hubiera
muerto.
Había parecido demasiado simple cuando las palabras entrecortadas
cavaron en la tumba del odio.
—Tantos años… tanta pena. Significaría mucho… volver a verte…
Precipitadamente se había lanzado de cabeza a través del puente de
las almas, con los pies que volaban y devoraban los años que los habían
separado.
—Sí —había dicho—. Sí, me gustaría volver a verte, Bobby.
Ahora Lisa estaba tremendamente nerviosa. Por más que se lo
preguntaba, no sabía si deseaba el encuentro con Bobby o no. Ayer
aquello había parecido la idea más maravillosa del mundo. Pero hoy era
diferente. Por un lado, parecía que todo había cambiado; por otro, no. Ella
y Bobby eran los mismos. ¿Podía la desaparición de Scott y el
extraordinario asesinato de Jo Anne poner al mundo de cabeza? Era
imposible decidir e imposible desenredar el torbellino de emociones que
arrasaban como un tornado en su corazón. ¿Era posible que ella todavía
deseara la destrucción de Bobby, y que esta decisión de encontrarlo fuera
el preludio de otra batalla en esta guerra? A medida que el reloj marcaba

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los minutos hacia la hora en que ella lo vería una vez más, su nivel de
ansiedad se elevó casi hasta el cielo. Si no sabía lo que quería, ¿cómo
podría saber cómo comportarse? Si no sabía cómo sentir, ¿cómo podría
saber cómo pensar?
Para cubrir su confusión había telefoneado para cambiar la hora de la
reunión. El té era tan neutral. Tan inglés. Tan seguro. A las cuatro en
punto el mayordomo lo conduciría.
—El senador Stansfield, señora.
Y ella extendería una mano fría y diría: «Bobby, ha pasado mucho
tiempo» o algún comentario apropiado. Sofisticado. Formidablemente
autocontrolado. Convenientemente distante.
El golpe del mayordomo sobre la puerta fue cortés.
—Adelante.
—El senador Stansfield, señora.
Por un momento Bobby se quedó de pie en el marco de la puerta.
Tenía una sonrisa fácil y abierta, con arrugas bien definidas ahora por el
uso constante. Bobby Stansfield, fuerte, inspirador de confianza,
prometiendo el mundo, demandando atención, irradiando su carisma.
Entonces Lisa sintió que se derretía en su interior y su alma comenzaba a
abrirse en el bloque de hielo que la había rodeado por tanto tiempo.
—Oh, Bobby —pudo decir, casi sin aliento.
Ella no había estado preparada para esto y el impacto fue tan real
como sí hubiera sido toda una sorpresa. Fue como si estuviera fuera de sí,
una persona separada de su ser, observando con interés cómo se
comportaría. Las sensaciones físicas podrían entenderse fácilmente, la
corriente química de miedo, excitación, casi odio, el extraño sentimiento
de que algo de enorme importancia estaba sucediendo, algo que lo
cambiaría todo para siempre, la sensación de que nada sería igual
después de ese momento. Quizás como un accidente automovilístico. Sin
dolor. Sólo el conocimiento de que uno está en un momento de cambio, de
que las cosas podrían ir en cualquier dirección, de que estaban fuera del
control de nuestras manos. Incapaz de controlar los acontecimientos, el
cuerpo se transformó automáticamente en espectador, como si pasara las
riendas a un destino infinitamente más poderoso. El intelecto estaba
triste, indefenso, en un momento como éste, y aún como siempre,
continuaba sus intentos endebles y condenados por explicar y predecir.
¿Era el Bobby verdadero el que causaba esta confusión? ¿O ella
reaccionaba ante un recuerdo? Si era así, ¿podía el simple recuerdo
poseer tal fuerza? ¿No debía ser entonces la misma realidad?
Estaban juntos ahora, uno al lado del otro, y durante un largo
momento se aferraron al pasado, al presente, a lo que podría haber sido.
Había lágrimas en los ojos de Lisa y en lo más hondo de su interior Lisa
sintió que comenzaba a derretirse. ¿Había sido todo por nada? La lucha. La
pasión. El anhelo de venganza. ¿Había sido el tigre en el cual ella había
cabalgado todos esos años otra criatura disfrazada? En los bosques de la
noche, ¿había sido todo el tiempo amor, no odio, lo que ardía con tanto
brillo? Parecía imposible. Era tan obvio.
Quedaron mirándose.
Bobby vio los ojos llorosos, la curva perfecta del tan bien recordado

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mentón. ¿Cuántos sueños? Tantas visiones, pero nada comparadas con la


belleza brutal de la realidad: la suavidad de la piel en el cuello
redondeado, las líneas esculpidas de los fuertes hombros, la boca que
ninguna otra mujer tenía derecho a imitar. La magia salía de ella y lo
envolvía, hechizándole la mente que siempre había estado abierta al
encanto de Lisa. Con la ayuda de Dios él la mantendría a su lado ahora y,
para enfatizar su determinación, la tomó en sus brazos una vez más,
hundió su cabeza en el cabello cálido mientras le murmuraba con
delicadeza;
—Lisa, mi Lisa.
Pero había una parte de ella que todavía luchaba contra él.
Costumbre. El recuerdo inolvidable de su crueldad. Con gentileza pero
firmemente ella lo empujó, mirándolo a los ojos. El tiempo había sido
amable con él, pero había un legado de tristeza pintado en los rincones de
la atractiva cara. Él había sufrido también.
—Quise contactarme contigo cuando Jo Anne… —Lisa extendió sus
manos para significar la imposibilidad de aquello. Había tantas cosas que
decir. Pero no había lugar por donde comenzar.
—Lo sé. Lo sé.
—La odiaba tanto. Ahora parece todo sin sentido.
—Y tampoco me perdonaste a mí.
—No, nunca. Ahora no estoy segura de que había algo que perdonar.
—¿El hijo que podríamos haber tenido juntos?
Lisa le sonrió. Parecía ser el momento exacto. Scott se había ido, pero
él estaba allí. Durante demasiado tiempo había negado la realidad.
Aquella negación lo había llevado lejos. Quizá la verdad lo hiciera regresar.
—Tenemos un hijo, Bobby.
Ella observó que la incredulidad crecía en aquellos ojos tan conocidos.
—Mi hijo, Scott, es tu hijo también. No deseaba que lo supieses.
Jamás. Incluso él no lo sabe.
—Pero tú dijiste que… Vernon Blass… Quieres decir que esa vez en el
hospital, cuando nació Christie…
—Sí. Sí. Por supuesto que el niño era tuyo. No podía matarlo. Por Dios,
pensar que lo quise hacer. Matarlo porque no podía matarte a ti. Pero
nunca quise darte la satisfacción de que supieras que tenías un hijo mío.
Un hijo.
Bobby extendió una mano para tocarla, para apagar las llamas de
amargura que rodeaban aquellas palabras.
—Oh, Lisa. Lo siento. No sabía.
—¿Qué sientes ahora?
Bobby la miró, miró a aquella mujer profundamente herida que lo
había amado tanto y que sabía exactamente lo que él sentía.
—Te amo, Lisa —dijo simplemente.
—Entonces, bésame —le dijo Lisa. Y sonrió.
Al principio sus bocas estaban secas, tensas y nerviosas, como si
fuera la primera vez, mientras vacilaban con miedo, miedo de que el
momento pasara antes de que la flor de la pasión llegara a crecer. Pero la
escalada del deseo, tanto tiempo negado, tanto tiempo dormido, tenía un
momento propio. Sin esfuerzo, corría y rugía como si buscara expresión,

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cargando todo en su camino como si consumiera conciencia y devorara


precaución. Uno junto a otro, el deseo corría con ternura en una salvaje
conspiración de almas, Bobby y Lisa, juntos, sus corazones latiendo uno
contra el otro mientras sus brazos sellaban con fuerza el compromiso.
Durante largos minutos, recordaron los gustos de sus bocas, aplastándose
uno contra el otro de manera tal que nada ni nadie pudiera separarlos.
Lisa pudo sentir su masculinidad y lo amó por ello. Lo amaba, como lo
había hecho hacía tantos años. Ellos estaban ahora más allá de las
palabras, en la tierra donde vivían las emociones. No había necesidad de
analizar, de explicar. Sólo necesitaban sentir y ser sentidos. Una vez más
eran amantes.

Los sonidos estridentes del transitado aeropuerto obligaron a Scott a


gritar en el teléfono. Pegada junto a él en la cabina telefónica, Christie
trataba de seguir el diálogo mirándole la cara.
—Soy yo, Scott. ¿Puedes oírme? Hay un ruido infernal aquí. —Aplastó
su mano contra la otra oreja en un intento inútil por apagar el ruido de
fondo.
Christie podía imaginar la respuesta. De alguien como Lisa Blass,
sería posiblemente tanto odio como cualquier otro sentimiento. Rabia por
haberla dejado. Rabia por haber estado preocupada. Rabia por haber
fracasado como madre.
—Estoy bien, mamá. Te llamo para decirte que vuelvo a casa. —Scott
trataba de entender lo que Lisa decía del otro lado de la línea—. Podemos
discutir todo eso cuando llegue, mamá. Es imposible ahora. Casi no puedo
oír lo que dices.
Christie le estrujó el brazo para transmitirle aliento. Ella sabía todo
acerca de los padres poderosos. No era fácil ser hijo.
—¡Qué!. ¿Qué? ¡Oh, mi Dios!
Christie vio que Scott se ponía tieso, vio que el color desaparecía de
su rostro, vio que los tentáculos del impacto se apoderaban de su cuerpo.
—¿Qué sucede, Scott? ¿Qué es?
Scott colocó su mano sobre el auricular. Cuando habló, le temblaba la
voz.
—Se van a casar, Christie. Dios Todopoderoso, se van a casar.
—¿Quiénes? ¿A quiénes te refieres?
—Mi madre y tu padre.
—Oh, no. Oh, no. No pueden hacerlo.
En el aeropuerto inundado de gente, los dos hermanos se miraron con
horror mientras imaginaban aquella unión imposible.

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Capítulo 22

Christie y Scott estaban sentados uno junto al otro en la arena,


mirando de mal humor el mar suave como el terciopelo. A veces era como
estar en la playa del North End, sin olas, con el agua azul del Caribe, la
pesadilla del surfista, el sueño de un amante en la playa.
Scott tomó un puñado de arena y dejó que cayera lentamente entre
sus dedos. Era un gesto simbólico: las arenas del tiempo que corrían.
—Si Willie Boy decía la verdad, no podemos dejar que se casen. Es así
de simple. Ellos tendrían más hijos como yo, todos jodidos. Dios sabe qué
problemas traerían. Simplemente no podemos dejar que lo hagan.
—Pero, Scottie, no sabemos si es cierto. El viejo borracho podría
mentir. O podría haberse equivocado. O quizás el marido de tu abuela, ese
Tom Starr, fuera un paranoico. Quizás él estuviera celoso. Tú sabes cuánto
deben haber bebido juntos y tú dices que ese Willie está borracho desde
que amanece hasta que el sol se pone.
—Sí, supongo que todo eso es probable —dijo Scott con dudas—. Y
supongo que es muy posible que la misma abuela deseara creer que
estaba embarazada de uno de los poderosos Stansfield. Mamá dijo que
ella siempre hablaba acerca de lo maravillosa que era tu familia y de que
Palm Beach era el mejor y más hermoso lugar del mundo. Quizá se
hablara a sí misma para convencerse de que mamá era una Stansfield, a
causa de que era más importante que ser una Starr. —Hizo una pausa—.
Pero ése es todo el problema. No sabemos si es cierto y no podemos
saberlo. Creo que no podemos arriesgarnos.
El rostro de Christie reflejaba la pesada atmósfera de la melancolía.
—Pero, Scott, no podemos tirarles la felicidad por la ventana. Ellos
sufrieron tanto. La mayor parte de sus vidas estuvieron arruinadas de una
manera o de otra. Es su última oportunidad de que todo esté bien. En el
último análisis, ¿importa si están emparentados de esa forma? Quiero
decir si ellos no sabían nada… y si ellos tienen hijos, entonces serían como
tú, y seguro que eso no es un gran desastre.
Scott le sonrió. Era su hermana y, según él, la persona más buena y
más inteligente de la Tierra. Eso era una de las cosas que Willie Boy había
hecho bien. Ellos estaban en esto juntos. Decidieran lo que decidiesen,
sería una decisión de familia.
—No podemos dejar que lo hagan, Christie. Sería muy irresponsable.
—Oh, Dios, y la boda es mañana. Todos han sido invitados. Imagina el
caos si se cancela. Honestamente pienso que papá se moriría. A él le
importa tanto lo que piensa la gente. Es el político que hay en él. Y tu
mamá, después de todo el odio. Ahora, por fin, ella puede racionalizarlo,
exorcizarlo, y tener la oportunidad de volver a vivir, y nosotros tiramos del
enchufe en todo esto.
—¿Existe alguna otra forma de que podamos averiguar algo más?

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—Fue hace tanto tiempo. Están todos muertos. Traté de recordar todo
lo que la gente me contó, pero eso no pesa demasiado. Quiero decir, si me
llevó todo este tiempo descubrir que Vernon Blass no era mi padre,
¿cuántas otras cosas me habrán ocultado?
Christie no contestó nada. Era cierto. Qué poco sabían los hijos de los
pecados de los padres.
—Tommy Starr, Jack Kent y Mary Ellen estaban todos muertos antes
de que yo naciera. Lo único que tengo para basarme es lo que mamá me
contó, que no es mucho, y que parece que mucho de eso es pura basura.
—Recuerdo a la abuela diciendo una vez que el abuelo era demasiado
amistoso con las sirvientas. Pensé que ella quería decir que no era
bastante distante. Supongo que podría haber significado un poco más.
—¿Es eso una prueba irrebatible? Lo que necesitamos es algo así
como un certificado de nacimiento.
—Sí, pero eso nos lleva indefectiblemente a decir «Starr», ¿no es así?
En aquellos días uno no hacía propaganda con una cosa así. La única
prueba absolutamente cierta sería un análisis de sangre. De lo que logro
recordar de biología, a veces se puede probar que la gente no está
emparentada, pero no se puede probar con certeza que sí lo está.
Scott rió.
—Oh, Christie, eso está bien. Puedo oír la conversación. Mamá,
¿puedo pedirte un poco de sangre? Senador, ¿podría permitirme un poco
de la suya? Me gustaría hacer algunos análisis. Sólo de interés general.
Probablemente harían los arreglos para meterme en un manicomio.
De pronto se miraron.
—Análisis de sangre —dijeron ambos al unísono.
Era una ley federal. Nadie podía casarse sin hacerse un análisis de
sangre. Se suponía que era para evitar la sífilis, pero ahora sabían que en
algún lugar, probablemente en ese preciso instante, las muestras de
sangre de Lisa y de Bobby estarían inocentemente colocadas en unos
tubos de ensayo sobre el mostrador de fórmica de algún laboratorio de
West Palm.
—Si pudiera descubrir dónde las enviaron, podría llamar al
laboratorio, fingiendo ser el senador, y pedir que hicieran una prueba de
grupo sobre cada muestra. La gente siempre está interesada en su grupo
sanguíneo. Sería un pedido razonable. Son grupos de sangre los que
necesitamos, ¿no es así?
Christie difícilmente podía contener su emoción.
—Sí, eso es. Como cuando uno trata de probar la paternidad. Podría
ser que mi papá y tu mamá pudieran tener grupos de sangre
incompatibles al tener el mismo padre. Dios sabe cuáles son las
posibilidades, pero vale la pena intentar. Si está bien, dejaremos que todo
siga adelante y, si todavía es dudoso, entonces detendremos todo.
Scott se puso de pie.
—¡Bravo! Eso es lo que haremos.
—¿Cómo sabrás el nombre del laboratorio? —preguntó Christie.
—Simplemente le preguntaré a mamá. A ella no le van a llamar la
atención por qué lo quiero saber. Siempre está demasiado preocupada
como para ocuparse de cosas como ésa.

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—Oh, Scott, buena suerte. Reza mucho.


Christie se puso en puntas de pie para despedirlo con un beso.
Cuando lo hizo sintió el calor de la arena de la playa del North End que le
corría por los dedos, poderoso recuerdo de las emociones que la habían
capturado y habían soplado sobre dos familias destruidas. ¿Podrían los
sobrevivientes del naufragio llegar a salvo hasta el refugio? De ellos
dependía.

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Epílogo

Ya era hora, y Lisa y Bobby lo sabían. La confirmación estaba en el


rostro del padre Bradley. Respiró profundamente.
—Bueno, ahora, senador, Lisa. Creo que debemos colocar las cosas
en su lugar, y luego podemos tener todo ese champán —Se rió
nerviosamente, sin estar el ciento por ciento seguro de que había dado
con la nota indicada.
Bobby y Lisa, sin embargo, no estaban escuchando su charla trivial. Él
estaba allí como un símbolo. Como el representante de Dios. Estaba allí
para hacer el trabajo que ellos tan fervientemente deseaban.
Lisa casi podía oír las palabras que estaba por decir. Daban vueltas
en su cabeza como bolitas brillantes que enviaban rayos de felicidad
mientras se agolpaban en su alma.
—¿Elizabeth Starr Blass, toma a Robert Edward Stansfield como
marido?
—Sí —sonaba ridículamente inapropiado pero maravilloso al mismo
tiempo. Deberían ser más. Oraciones más sonoras, que dieran detalles de
la estructura de este compromiso: «Siempre quise a este hombre
maravilloso. Nada en esta tierra me daría más placer que convertirme en
su esposa…» Algo por el estilo, y entonces Bobby respondería de una
manera similar. Sería como un acto creativo al comienzo de la vida en
común. El intercambio de poesía mientras ellos hacían saber todo sobre su
amor ante el ejército de amigos.
Uno junto al otro subieron los escalones detrás del Padre Bradley y
tomaron sus lugares en la plataforma elevada, a la vista de toda la gente
reunida. El rector se volvió para enfrentarlos, con lo que esperaba fuera
una sonrisa inspiradora de confianza en los labios. Según su experiencia,
no había nadie en el mundo que no estuviera algo nervioso en ese minuto.
Abrió el libro de oraciones sin desviar sus ojos de Lisa y de Bobby.
En el viejo salón de baile, la emoción era casi visible. Sonaba en el
aire, lanzándose de aquí para allá con caprichoso abandono, contagiando
a los jugadores y a los espectadores con su violencia dramática.
Maggie, magnífica y sobria de saco y falda, fue arrastrada por la
corriente. Su instinto debió haber funcionado mal. Después de todo, iba a
salir bien. Se podía ver en el rostro de Lisa. No era sólo su mirada, era su
«sentimiento». Era como si el barco más majestuoso hubiera, por fin,
doblado el Cabo. Golpeado y amenazado por la tormenta, había
sobrevivido a los elementos y, puesto a prueba en el mar agitado, había
emergido, más fuerte y más sereno, a las calmas aguas de la otra orilla.
Había un brillo en Lisa, una confianza gloriosa, una paz profunda que
Maggie no había visto antes, y su corazón se dirigió hacia su amiga.
Y todavía, y todavía… existía la impresión de que la amenaza no
había pasado. Por más que lo intentara, Maggie no pudo descubrir la

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dirección del peligro, no pudo conocer su naturaleza ni su causa, pero


rozando de los bordes de la intuición, la sensación era innegable. Flotaba
lentamente, con un enfermizo aroma de decadencia que inquietaba a los
que lo olían, sutil aunque insistente, presente aunque invisible.
Pero nada podía salir mal. Estaba Bobby, irradiando buen humor,
ansioso y deseoso de concretar ese compromiso que se debería haber
producido tantos años atrás. No existía impedimento para la dicha que
vendría hacia él. Caroline Stansfield, también, se veía preocupada pero
bajo control. Cualquier madre se podría sentir ansiosa en el casamiento de
su hijo mayor. Una vez, antes, había sido la enemiga de Lisa, pero ya no lo
era. Aunque vieja y encorvada, su mente era todavía vigorosa, y en la
corta conversación que Maggie había mantenido con ella no había habido
ninguna señal de oposición al matrimonio.
Una vez más se volvió para mirar a Scott e inmediatamente se dio
cuenta de que las inquietantes vibraciones provenían de él. De Scott y de
Christie. No era simplemente que se los veía nerviosos, los nervios de
todos estaban tensos. Era algo más. Era la palidez de ambos y la total
ausencia de ese aire de frialdad lánguida que era natural en Scott. Todos
sus gestos parecían anormalmente nerviosos y forzados, casi como si
alguien hubiera reemplazado la sangre roja de sus venas por una fuerte
solución de cafeína. Se lo veía muy incómodo con ropas formales, pero era
más, mucho más que eso. ¿Y por qué sus ojos furtivos se mantenían fijos
en el teléfono que estaba sobre la mesa a su lado, como a punto de
lanzarse sobre el aparato?
Christie podía realmente oír el martilleo de su corazón. Jamás había
soñado que eso terminaría así. Un problema terrible había reemplazado a
otro. Primero, las muestras de sangre se habían perdido y durante toda la
noche había permanecido despierta, sabiendo que Scott estaría saltando y
dando vueltas en la suya. Ellos habían bombardeado al Todopoderoso con
sus oraciones, pidiendo que se encontraran las muestras, que las
encontraran en una heladera y no en algún lugar cálido del laboratorio,
con la temperatura que las habría vuelto inservibles para el análisis. A las
diez de la mañana, los tubos de ensayo habían sido localizados, sólo a dos
horas de diferencia con la ceremonia, que podría resultar en un desastre.
Incluso entonces había intervenido el destino. Un múltiple accidente de
tránsito había debilitado los recursos del laboratorio del Good Sam, donde,
como un favor especial, serían procesadas las muestras Stansfield/Blass.
Los cirujanos pedían transfusiones de sangre y los técnicos tuvieron que
poner el pedido de análisis en espera. No había nada que hacer sino
esperar, observar, escuchar.
—Queridos amigos. Estamos aquí reunidos en esta muy feliz ocasión
para ser testigos de la unión en santo matrimonio de Robert y Lisa…
La mente de Scott estaba paralizada. Aunque oía las palabras que
indicaban el comienzo de la ceremonia, no existía nada en su mundo más
que el teléfono. El aparato se había adueñado de la habitación, era algo
que vivía y latía, más vivo que los actores de este drama humano. Pronto
le hablaría a él. Del otro lado de la habitación vio a Christie, preocupada,
con ojos inquisitivos. Alguien, que podría o no haber sido él, le sonrió con
tristeza.

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PAT BOOTH PALM BEACH

El padre Bradley había dicho unas pocas palabras como preparación


antes del principal acontecimiento.
—Es realmente maravilloso cuando el Señor busca bendecir a dos de
sus más valiosos servidores con el eterno regalo de la felicidad…
La congregación estaba en silencio ahora. Sentados, podían disfrutar
las trivialidades a modo de preludio de la ceremonia en sí.
Lisa pensó en esa noche cuando ella y Bobby hicieran el amor, como
lo habían hecho hacía tanto tiempo. Las páginas del tiempo, goteando
quietas con la sangre de sus heridas emocionales, por fin, se limpiarían.
El corazón de Bobby estaba lleno de orgullo. Era verdad. El Señor lo
había bendecido y continuaría haciéndolo. Con Lisa a su lado él podría
reanudar la marcha hacia la grandeza. Más y más alto en el firmamento
de los Estados Unidos.
El sonido del teléfono retumbó para todos en la habitación como el
estallido de una explosión nuclear.
El corazón trepidante de Christie pareció detenerse.
—Oh, no —dijo el padre Bradley. Seguramente alguien debería haber
pensado en desconectar el teléfono.
Bobby, pensando exactamente lo mismo, reprimió la irritación.
—¡Número equivocado! —exclamó ante la risa general.
Lisa no se quedó atrás.
—Es posible que sea de mi oficina. Uno de los autores tiene un
bloqueo y necesita hablar de eso.
La mano de Scott se lanzó poderosa y precisa como una culebra,
mientras todos los que colmaban el salón, molestos por la inoportuna
interrupción, tenían una máscara de humor.
Ochocientos ojos se volvieron para mirarlo, ochocientos oídos se
dispusieron a escucharlo.
—Sí —dijo Scott—. Sí, soy yo. Ah. Veo. ¿Qué significa eso
precisamente? Ah. ¿Está seguro? ¿No existe posibilidad de error?
¿Ninguno? No. Ya veo. Gracias. Gracias.
—¿Quién diablos era? —preguntó Caroline Stansfield, quisquillosa.
¿Por qué Scott se veía como si hubiera visto un fantasma?
El sonido del auricular cortando la comunicación produjo un
estremecimiento en las cuatrocientas mentes.
La voz de Christie, bastante alta, dijo simplemente:
—Scott.
Durante un segundo de omnipotencia, Scott mantuvo el secreto.
—¿Sabes lo que pienso? —dijo por fin—. Creo que deberíamos seguir
adelante con esta boda.

***

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PAT BOOTH PALM BEACH

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

PAT BOOTH
Pat Booth aparecía en las portadas de revistas como Vogue o Harpers & Queen. Diva de
los sesenta, fue musa de fotógrafos como Norman Parkinson y David Bailey, a la vez que
abrió un par de boutiques en la londinense King's Road. Su figura esbelta y
su mirada triste causaban sensación en un público deseoso de tener mitos en
los que plasmar sus ideales. Y Pat se convirtió en uno.
Fruto de la relación entre un boxeador londinense y una mujer
emprendedora con un negocio propio, nació Pat, que en los años setenta
decidió dejar de subirse a las pasarelas para convertirse en fotógrafa
profesional. Retrató a grandes celebridades del momento como David Bowie
o Bianca Jagger, pasando por personalidades del mundo de la realeza como
la reina madre de Inglaterra.
No fue una niña mona que decidió dedicarse a la fotografía: algunos de sus retratos
fueron expuestos en la National Portrait Gallery de Londres, otros tantos trabajos fotográfico-
periodísticos aparecieron en el diario The Sunday Times o en la revista Cosmopolitan, y ella
misma publicó un libro titulado Master photographers.
Pero lo que realmente determinó su pluridisciplinar carrera fue la escritura, que se
convirtió en su negocio más lucrativo. Pat Booth, que falleció de cáncer en el 2009, escribió
novelas peculiares sobre una temática muy concreta: el sexo y las compras.
Las protagonistas de sus libros adquirían grandes similitudes con su propio yo: eran
mujeres testarudas, a menudo modelos, que siempre conseguían lo que querían. Algunos de
los más conocidos son: The lady and the champ, Palm Beach, Beverly Hills y The sisters
(basado en la vida de la actriz Joan Collins y la de su hermana, escritora y también actriz,
Jackie), del que vendió millones de copias. Novelas atrevidas y provocativas con un toque
erótico que conseguían atraer al público una y otra vez.
La propia Booth reconoció tras saltar a terreno americano con la editorial Crown (que le
pagó una suculenta cantidad de dinero) que sus libros no eran grandes obras, pero que sí eran
una buena lectura para llevarse a la playa.
Como estrella mediática se le adjudicaron romances con famosos, como el actor
Timothy Dalton, el boxeador John Conte o el fotógrafo James Wedge. Finalmente, se casó en
1976 con el psiquiatra Garth Wood, que murió en el 2001. Booth volvió a casarse en el 2008,
con el empresario Frank Lowe.

PALM BEACH
Ellos viven en Palm Beach, un lugar con reglas propias. Las eróticas clases de aerobic
que Lisa Starr da a los ricos la lanzan al éxito. Cae entonces en las garras de Jo-Anne Duke,
una mujer inmensamente rica que intentará explotar no sólo la ambición sino también el
cuerpo de la joven.
El senador Stansfield, un carismático político, cautiva a la bella Lisa. Sin embargo él
tiene sus propios planes, y a causa de las maquinaciones de Jo-Anne, Lisa se verá involucrada
en una peligrosa intriga.

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PAT BOOTH PALM BEACH

En Palm Beach, detrás del placer, el poder y el amor se ocultan la crueldad y la tragedia.

Pat Booth, autora de Malibú, consigue reflejar un mundo singular, en el que la posición
social no está determinada por lo que cada uno tenga sino por lo lejos que sea capaz de llegar.

***
Título original: Palm Beach
Edición original: Crown Publishers, Inc.
Traducción: Silvia Sassone
Diseño de tapa: Raquel Cañé
© 1985 Pat Booth
© 1999 Ediciones B Argentina S.A.
ISBN 950-15-2015-3
Impreso en la Argentina / Printed in Argentine

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