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Pertenecer
Luchas de poder y éticas divergentes:
el mundo de los Derechos Humanos frente a la violencia de Estado en Salta
reflexiva sobre las maneras en que el poder se manifiesta y fluye configurando un aparato de
dominación sobre los cuerpos y las mentes de los actores involucrados en los espacios que muy
genéricamente voy a llamar ‘de derechos humanos’. Esas luchas se manifiestan en un campo de
protesta y de intervención activa, en luchas de poder.
Dominación y resistencia
Desde que empecé a transitar un espacio más social en este campo de juego a partir de haber
participado en los actos oficialistas del PJ, conmemorativos de las memorias de marzo pasado,
una situación comenzó, para mí, a evidenciarse como una tensión: la posibilidad de transitar
libremente entre el mundo de los funcionarios y el de los familiares. Cada uno de los familiares,
a muchos de los cuales ya conocía y a los que fui conociendo, se ocupó de advertirme sobre ‘el
uso y la manipulación que ‘los políticos’ intentarían hacer de mi acercamiento’ con una
advertencia explicita y gráfica en su literalidad: ‘no te contamines’, ‘cuidado con tal o cual’…
Por otro lado entre los funcionarios la reacción tenía que ver con reivindicar mi participación en
base a la legitimación que me da ‘ser nieto de un hombre con tan altos valores, etc…’, ‘el único
con quien se puede dialogar o intentar construir algo’, ‘no estar corrupto’, ‘ser un poco ingenuo
pero capaz de aprender’, etc…
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Voy a evidenciar una ambivalencia respecto al trato que los funcionarios me confieren y una
contradicción que observo en el mundo de familiares, para intentar desnaturalizar las relaciones
entre entre ellos y entre ellos y los grupos de familiares, y sobre las cuales apuestan y construyen
sus vidas los grupos ligados a los derechos humanos. No es mi intención emitir juicios
valorativos sino observar los mecanismos de dominación de un sistema que mediante la
abstracción posiciona a los individuos en lugares ya previamente pensados por el poder, ya
mapeados, diría María Lugones (2003). Y me surge la pregunta ¿cómo puedo yo escaparme a ser
pensado desde el poder de abstracción? ¿Puedo actuar de una manera resistente?
La caracteriza central de los grupos de funcionarios es la desconfianza, evidenciada en
constantes intrigas y pactos de silencio. Los funcionarios minorizan a los familiares. Los
minorizan por protegerlos, por preservarlos, ‘para que no sufran’, o porque no tienen
conocimientos expertos que ellos obtuvieron solo al transitar esos espacios en los que se mueven.
Una situación límite me permitió ‘despegarme’ o desnaturalizar situaciones opacas a lo ojos de
un recién llegado: fue cuando decidieron apartarme –en el sentido de no contarme– una serie de
situaciones que surgieron a partir de movimientos judiciales que veníamos trabajando y que
involucraban también al resto de la familia. Me refiero a presiones, visitas, declaraciones,
impugnaciones, etc. en las que resultaban fundamental las estrategias que legitiman a los
familiares en base al dolor y la sangre. La proximidad producto de esta empresa, que se hizo
posible a partir de los actos conmemorativos, desató en mí un proceso emotivo que me sostuvo
en posiciones ambivalentes respecto de mis búsquedas personales y de mi posibilidad de un acto
reflexivo frente a los hechos. Dicho de una manera reduccionista, porque no es la intención
detenerme en un proceso psicoanalítico, sino evidenciar la dominación, mi encuentro con los
funcionarios evocó en mi la fantasía de un encuentro con mi abuelo, de la recuperación del
mundo con él perdido; sumado al deseo de un mandato familiar constituido en veinte años de
silencio y de aislamiento respecto del mundo de los funcionarios. Yo tenía ocho años cuando mi
abuelo desapareció, pasaron treinta más. Tanto los ‘nosotros no entendíamos porqué la familia
había permanecido tanto tiempo en silencio’ hasta ‘tu abuelo tal o cual cosa’ que recibía en los
diálogos con funcionarios de altos niveles políticos en espacios más privados, después de los
actos; contribuyeron a avivar el fuego del encuentro; y también las puertas que en altas esferas de
decisiones judiciales y políticas a nivel del Estado nacional se abrieron al reclamar el ‘nieto de’,
incrementaron la ansiedad y la fantasía. El silencio para preservarme o para ‘no crearle a la
familia falsas expectativas’ –como me explicaron– sobre cuestiones que considero de alta
incumbencia de toda la familia, me permitió la distancia necesaria para cierta exotización. No
significa que pueda oponerme a la cooptación –por lo menos no todavía– pero sí clarificar un
hecho: los funcionarios no son mi abuelo.
El mundo de los familiares me deparó otra cuestión de la que me resultó más fácil distanciarme.
Ese conocimiento vino de dos lados diferentes. Por una parte ya había conocido grupos
organizados que conforman redes de trabajo y que tienen anclaje en la universidad, lugar por
donde se inició el contacto, pero también a partir de gente que después de los actos oficiales se
acercaba a contarme historias de mi abuelo, me ofrecían sus números de teléfono, en fin
buscaban una continuidad de ese encuentro y se ligaban a mi desde las historias privadas. En
algunos encuentros posteriores con algunas de esas personas, pude observar la manera en que los
lazos afectivos desarrollados se basan en el dolor, en el desamparo y en el firme propósito de
unirse y organizarse para que el Estado, sin distinción de ninguna clase entre los funcionarios
porque ‘son todos corruptos’ pague de alguna manera el dolor que no pueden resignificar.
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He podido observar desde la compra de dulces y mermeladas caseras entre el grupo, la ayuda
económica a la hija de un matrimonio porque uno de ellos sufrió un proceso de tortura y se salvó,
hasta un escrache preparado contra un policía torturador que declaró recientemente en uno de los
juicios. Muchos diálogos y bromas conducen en el interdiálogo entre los familiares al
surgimiento inevitablemente de la disputa y el enfrentamiento con las políticas de Estado sin
distinción de ningún tipo. La sensación que se tiene es de estar frente a un conjunto de personas
que se visualizan a si mismas como un linaje inscripto en una tradición de lucha: el hijo de, el
nieto de, la esposa de, la viuda de. Y que además se visualizan a si mismos como superiores
moralmente por estar enfrentados al Estado, como si el compromiso de esas víctimas a las que
representan fuera justificación suficiente de la autoridad y del valor que se confieren y que les
confieren. Tener acceso a un juez o fiscal, conseguir mover el expediente, sentirse enojados para
interpelar a una personalidad importante, gritarle a funcionarios, etc. son cuestiones recurrentes
sobre las que tejen status y tratos diferenciales entre si.
Tanto la propia comunidad de familiares, como los funcionarios, muchos de los cuales provienen
de los círculos de familiares y la sociedad en general, otorgan a las victimas y familiares de
desaparecidos un status que pareciera estar más alto que el del resto de la gente. Esa
consagración se basa en la portación de la sangre y en el sufrimiento que tuvieron. Esa estrategia
de reivindicación de la sangre y centralización del dolor ha dado lugar a reiterados usos e
inmovilizaciones de los propios familiares en la lucha por la verdad, las demandas y la
reinserción social. Pero los familiares no son pasivos tampoco. Tienen voluntad, intereses y fines
propios, que a veces pueden coincidir con los de los funcionarios, otras no.
De acuerdo a las valoraciones que los funcionarios hacen de los motivos por lo que los familiares
son importantes en todos los procesos de derechos humanos esta el hecho que pueden incorporar
la mirada de la víctima en los proceso de reclamos y generación de justicia. Por eso se tornan
importante su presencia en marchas o en procesos de indagatoria en los juicios.
No todos los familiares son llamados a participar de la misma manera, más allá que deseen o no
hacerlo. Solo los que por algún motivo han devenido en personas notables y que por tanto
parecerían detentar ‘valores morales’ más altos. Personalmente creo que esta convocatoria a los
familiares refuerza la categoría de víctima a la que me he negado sistemáticamente a ser
considerado. ¿Qué es lo que hace socialmente posible que los familiares nos pensemos y seamos
pensados como más legitimados cuando aludimos a los lazos de sangre para impulsar la
intervención y la acción pública de reclamo en los juicios, las marchas, los escarches o cualquier
proceso que involucre un reclamo a la violencia de Estado? Si lo que se busca es la reinserción
social, o el trabajo de una memoria ejemplar al decir de Jelín, que permitan resignificar el valor
de los hechos del pasado, en son de la recuperación de un espacio vital que se había perdido, a
través de la masacre de la generación de nuestros padres o abuelos, es preciso resistirse a ocupar
el lugar del dolor en el que muchos discursos colocan a los familiares. Para eso se vuelve
necesario desnaturalizar la categoría de ‘familiar’ en la que pueden confluir el dolor de la perdida
y la imposibilidad del duelo, todo lo cual no implica una cuestión de esencia en el psiquismo o
en el cuerpo, sino que es siempre un proceso que resulta de la construcción de una categoría
sociológica y política, por tanto histórica y no esencial.
Siguiendo a Durkheim (1982, en Pita2005), es preciso someter la idea de ‘familiar’ a una
indagatoria que haga posible romper con las cuestiones que oculta al ser el propio concepto parte
de la experiencia cotidiana de las relaciones sociales que lo constituyen. Si todo concepto de uso
popular y cotidiano puede resultar ambiguo, éste que especialmente refiere a las relaciones de
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parentesco, aparece ligado al campo de la sangre y por ese motivo se lo asocia inmediatamente al
mundo de lo natural y esencial. Bourdieu (1994: 126–138) dice que la familia se piensa y es
pensada como el lugar fuera del interés económico, como el lugar de la confianza y el don como
oposición al mercado y el espíritu calculador. Trasladando esta ficción al campo de lo político, el
familiar estaría siempre en situación de ‘desinterés’, más allá del interés único que se haga
justicia sobre las injusticias sufridas, lo cual le proporciona un status diferente por sobre el resto
de las personas. Por esta misma forma de imaginar la familia, el familiar respondería siempre a
una racionalidad afectiva, lo que le permitiría expresar y traducir los lazos familiares al lenguaje
de los sentimientos, de ahí las alusiones constantes a la sangre, al amor, a la confianza, al dolor.
Justamente, el dolor aparece, se constituye como un lugar, como una estructura que favorece las
demandas, que se pone en circulación como un valor que legitima y funda autoridad, la autoridad
‘siempre desinteresada’ de los familiares. La idea fundante del dolor como legitimidad de la
demanda de justicia tiene que ver con la idea social del duelo como una cuestión privada que
vendría a reforzar la racionalidad afectiva de los actos desinteresados. En un sentido opuesto,
Durkheim (2003: 599) sostiene que el duelo no es la expresión espontánea de emociones
individuales, o sea una cuestión individual de la sensibilidad privada, sino un deber impuesto por
el grupo que está obligado a lamentarse. El resultado de esta obligación permitiría la posibilidad
de reavivar sentimientos colectivos, fortalecer lazos sociales, en otras palabras contribuir a la
cohesión social logrando adhesión a las figuras que portan la investidura otorgada por el ritual.
Este proceso social deja oculta tras estas figuras –los familiares– maneras de construir poder
entre el parentesco y lo privado y lo social y lo político, con el peligro de borrar las diferencias
entre los actores, situaciones y grupos que pueden practicar estrategias muy diferentes, al
presentarlos a todos como moralmente más válidos legitimados por el dolor. Para desnaturalizar
estos actos y leer la realidad en otra clave se torna imprescindible historizar al familiar.
Es cierto que el mundo de los familiares posibilitó una forma eficiente de protesta contra la
violencia del Estado, pero también es cierto que la participación de muchos familiares en el
Estado es una forma más entre tantas, de construir poder. Una forma que tiene que ver con el
intercambio con el estado y con la validación de los términos de ese intercambio. Un buen
numero de familiares que he tenido posibilidad de conocer en este trayecto, critican a algunos
que han accedido a integrarse a las estructuras del Estado. Fundan su crítica en la imposibilidad
política y ética de trabajar en los mismos espacios de quienes han dado muerte a sus familiares.
Sobre todo, la alusión al dinero o los recursos económicos que desde el Estado pueden disponer
para objetivos en principio iguales, profundiza más el distanciamiento y la valoración negativa.
Mi acercamiento a estos mundos de funcionarios y familiares me permitió pensar sobre estas
cuestiones poniendo en juego mi propia subjetividad.
Pita (2005) ve en el proceso mundos morales enfrentados. Por un lado, dice, existen familiares
que ven en el acercamiento al Estado un agravio de sus propias ideas respecto a la moral, la vida
y la muerte y las actitudes que ‘les deben’ a sus víctimas, imaginando sus relaciones con las
mismas como propias de la familia y de las cosas ‘que no tienen precio’. Además, cualquier
relación contractual con el Estado los colocaría siempre en situaciones de subordinación y no en
relaciones de igualdad imaginadas a partir del especial status que ser ‘familiares de
desaparecidos o víctimas’, les estaría confiriendo ante quien ‘mató a los suyos’. Desde una
posición radicalmente enfrentada, aquellos familiares que han accedido a ‘unirse’ al Estado,
están convencidos que no tienen por que dar explicaciones de los medios que usan para
conseguir la reparación y creen estar actuando con absoluta libertad. No ven la cooptación.
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Coincido con Pita cuando dice que son dos formas distintas de hacer política, que involucran dos
éticas divergentes y diferentes posiciones respecto de la posibilidad o no de intercambio con el
gobierno. Ambas formas, aunque se presenten como opuestas, contribuyen a la generación de
status y autoridad. Son las valoraciones morales divergentes respecto al mundo de la familia, al
gobierno y a los propios vínculos con las víctimas desaparecidas, lo que habilita o impide trazar
relaciones con el gobierno. Considerar esas valoraciones implica comprender lo que los actores
plantean con convencimiento y certeza, las creencias que marcan el modo en que construyen los
significados, imaginan la realidad, y la crean. En el mundo de los familiares y de los funcionarios
esas valoraciones se presenten luego como ‘posiciones políticas’.
Por lo pronto, una forma de resistencia a la cooptación, a la dominación de la abstracción en una
figura como la de ‘familiar’ en donde todos resultemos iguales por el dolor que nos legitimaría y
por la sangre que corre por nuestras venas, es fijar las relaciones en la posibilidad del
surgimiento de vínculos afectivos y efectivos de reconocimiento mutuo de la persona, de la
subjetividad singular; una manera de construir relaciones de modo independiente y autónomo al
de ser ‘nieto de’, o ‘familiar de’. El hecho de ‘pertenecer’ a la categoría de familiares o
funcionarios, o la posibilidad de transitar entre ellas debieran depender de las trayectorias
individuales, historizadas, y no del fantasma del dolor y de la sangre.
Bibliografía