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REVISTA “NUEVA DOCTRINA PENAL”, ED. DEL PUERTO, BUENOS AIRES, T.

2006/A.

EDITORIAL

24 DE MARZO DE 2006
CONFRONTAR EL PASADO ES LA CLAVE PARA EL FUTURO

Juan E. MÉNDEZ

Tres décadas atrás, el 24 de marzo de 1976, el último golpe de Estado


militar de la historia argentina desató una guerra sucia que duró siete
años. Los años 70 y 80 fueron tiempos peligrosos en el Cono Sur de
América Latina y tan alarmantes como el escenario global después del
11 de septiembre de 2001. Durante esos años, los gobiernos de
Argentina, Chile y Uruguay pelearon sus propias “guerras contra el
terrorismo”, infligiendo a su propia gente las consecuencias de un
sistema indiscriminado de detenciones arbitrarias sin juicio,
desapariciones forzadas de decenas de miles de personas, utilización
de prisiones clandestinas y cooperación ilícita entre fuerzas de
seguridad de varios gobiernos. Este último renglón de la represión
ilegal, conocido como el “Plan Cóndor”, resultó en decenas de
secuestros, torturas y asesinatos a través de las fronteras, práctica
que hoy se llama, eufemísticamente, extraordinary renditions.
El sistema militar del Cono Sur al mismo tiempo profesaba defender
los valores democráticos occidentales, los derechos humanos y la
libertad para justificar los métodos de tortura y detención empleados,
alegando “circunstancias excepcionales”, lenguaje que hoy nos suena
demasiado familiar. El resultado fue una tragedia de sufrimiento
humano que dejó heridas abiertas difíciles de sanar. En el marco de
todo el abuso y la hipocresía, era difícil avizorar un tiempo en el cual la
paz, la democracia y el respeto por los derechos humanos
prevalecerían y en el cual los pasados conflictivos de estos países
podrían ser analizados y debatidos abiertamente.
El trigésimo aniversario del golpe de Estado argentino no sólo es una
ocasión para reflexionar acerca de cómo las políticas de la paranoia
pueden instigar tanta violencia y sufrimiento. También es una
oportunidad para hacer un balance de los desarrollos verdaderamente
extraordinarios de esa región del mundo desde aquellos tiempos
siniestros. Es un tiempo para reflexionar sobre las lecciones
aprendidas en estas tres décadas a fin de prevenir futuros abusos y de
hacer que la democracia afirme sus raíces. Y también es un momento
para pensar sobre la importancia de los esfuerzos de la sociedad civil y
de la voluntad política en la transición democrática en la región.
La asunción de Michelle Bachelet en Chile —una mujer socialista, ex
prisionera política e hija de un hombre asesinado por el régimen de
Pinochet— es el signo más llamativo de cuánto han progresado hacia
la libertad las sociedades del Cono Sur en los últimos treinta años. De
manera similar, la determinación del presidente argentino Néstor
Kirchner de quebrar años de silencio y enfrentar los abusos a los
derechos humanos cometidos por la dictadura militar también resalta
cuánto ha avanzado el Cono Sur.
Por cierto, una transición democrática, una convivencia basada en el
Estado de derecho y políticas económicas sólidas y de prosperidad no
son fáciles de lograr, especialmente en Argentina donde, de hecho, la
brecha entre ricos y pobres se ha ampliado durante los últimos treinta
años. Sin embargo, la característica más saliente de la democracia en
el Cono Sur es que sus pueblos, no obstante la gravedad de la
situación económica y social, han elegido consistentemente los
caminos democráticos en lugar de los atajos autoritarios.
Las razones para elegir sociedades abiertas y el Estado de derecho son
claras: en cada país los líderes políticos y la sociedad civil han hecho
una opción conciente y un esfuerzo serio para enfrentar el pasado y
así construir sociedades libres y justas. En contra de la recomendación
habitual de mirar hacia adelante y olvidar enemistades y crímenes
pasados, Argentina en 1983 y Chile en 1990 establecieron comisiones
de la verdad para investigar y revelar la extensión de los crímenes
cometidos por los regímenes pasados. En los años 80, en un esfuerzo
histórico por atribuir responsabilidad por su participación en la Guerra
Sucia, los tribunales argentinos sometieron a juicio a nueve miembros
de las sucesivas juntas militares, incluyendo a tres ex presidentes. En
un desafortunado retroceso, varios levantamientos de oficiales
sometidos a proceso llevaron al Gobierno a renunciar
vergonzosamente al enjuiciamiento de los responsables y a otorgar
amnistías generales y luego indultos presidenciales.
En los tres países del Cono Sur, no obstante, las víctimas y sus
familiares, con la asistencia de las organizaciones de la sociedad civil,
continuaron reclamando incansablemente por la verdad y la justicia.
Su perseverancia condujo a los tribunales a re-examinar los abusos del
pasado y finalmente a la revocación de fallos que habían convalidado
la impunidad. En 2005, la Corte Suprema argentina declaró que la
seudo-amnistía sancionada bajo presión de militares amotinados era
inconstitucional. A consecuencia de este histórico precedente y de
similares avances jurisprudenciales en Chile, cientos de responsables
hoy enfrentan procesos penales por los crímenes cometidos en
violación a los derechos humanos en Chile y Argentina, muchos de
ellos en prisión preventiva o bajo arresto domiciliario, como los
generales Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla.
Además de la persecución de crímenes de guerra y de lesa humanidad,
tanto Chile como Argentina han establecido mecanismos de reparación
amplios para las víctimas de los abusos y sus familias. También se han
puesto en marcha reformas en los sectores de las fuerzas militares y
policiales. Hasta hace poco, el gobierno uruguayo se había rehusado a
seguir este camino a raíz de las amenazas del aparato militar. Sin
embargo, bajo el reciente liderazgo de Tabaré Vázquez, también
Uruguay ha comenzado a enfrentar su pasado a través del inicio de
investigaciones y de la discusión de programas de reparación para los
familiares de los muertos y los desaparecidos.
Las sociedades del Cono Sur distan de ser democracias perfectas. Con
todo, la elección de confrontar el pasado honestamente ha probado ser
una guía indispensable y valiosa para tratar las violaciones a los
derechos humanos hoy. En este trigésimo aniversario del golpe de
Estado y del inicio de la Guerra Sucia que cercenó tantas vidas en
Argentina, deberíamos hacer una pausa para aplaudir la firme
voluntad política —con poderoso apoyo de la sociedad civil— de
adoptar los mecanismos para la justicia en la transición a fin de llegar
a la verdad, asignar las responsabilidades correspondientes, reparar a
las víctimas y remover a los criminales de puestos de autoridad. Como
los ejemplos de Argentina, Chile y Uruguay ilustran, confrontar el
pasado está lejos de resultar una empresa fácil. No obstante, intentar
esconderlo bajo la alfombra y olvidar es una receta para el desastre,
en especial, en el mundo de hoy posterior al 11 de septiembre de
2001.

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