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Cuerpo gramatical: Cuerpo, arte, y violencia

José Alejandro Restrepo

“Nada que tuviese que ver con un Corpus; solo algunos


cuerpos.” Barthes

Siempre se ha identificado la violencia como el motor de la historia.


Ciega y muda para Esquilo, la guerra es el padre y rey de todo para
Heráclito.

Walter Benjamin1 sostenía que la violencia ha sido la fundadora y


conservadora del derecho y del poder. Difícilmente podría encontrarse
una cultura que no esté cimentada sobre oscuros antecedentes de
violencias “legítimas” e “ilegítimas”. “Ya que los bienes culturales que
abarca con la mirada, tienen todos y cada uno un origen que no podrá
considerar sin horror (...) Jamás se da un documento de cultura sin que
lo sea a la vez de la barbarie.”2 La violencia ha sido eje fundamental
para las creaciones artísticas: el teatro y la ópera representan en escena
crímenes horripilantes, el cine y la literatura narran violencias que
superan la imaginación, la poesía tiene su origen en la épica, en cantos
guerreros. Para Nietzsche lo que llamamos alta cultura se asienta sobre
una espiritualización de la crueldad.

El cuerpo aparece en una encrucijada, en un cruce de caminos, donde se


encuentran y chocan permanentemente la historia, el mito, el arte y la
violencia. Foucault mostró cómo el cuerpo está impregnado de historia y
cómo la historia destruye los cuerpos. De manera traumática o de forma
sutil siempre es posible leer estos cuerpos gramaticalmente, como
emisores de signos y como superficies de inscripción. Podría
establecerse una “anatomía política” donde se vería cómo estos cuerpos
se ven censurados, encerrados, domesticados, torturados, despresados,
aniquilados, respondiendo a fuerzas históricas y míticas, respondiendo a
cierta racionalidad perversa . Detrás de la barbarie “irracional”, hay
evidentemente toda una serie de razones políticas y económicas y sin
duda una conciencia sobre tácticas anatómico-políticas.

En la historia de Colombia del siglo XX podrían detectarse algunas


técnicas y procedimientos violentos sobre el cuerpo que parecerían
reaparecer con insistencia desde la violencia de los años cincuenta
hasta la violencia más reciente. Este “Eterno Retorno” nos hablaría no
tanto de una historia lineal sino más bien de fenómenos recurrentes y de
figuras que se reinsertan una y otra vez. El historiador Gonzalo Sánchez 3
muestra cómo la violencia de los años 70 recupera aspectos de la
violencia de los años 20 y cómo la de los años 80 parece un retorno de
la de los años 30. El autor ve cómo una gran cantidad de problemas no
resueltos se han venido acumulando y como consecuencia de esto, las
violencias se han potenciado en intensidad y en diversidad (violencia
política, violencia económica, violencia cultural, etc).

¿Es esta violencia un componente estructural o responde a situaciones


solo coyunturales? ¿ La historia la hacen los espectros que se empecinan
en regresar como observaba Marx?: “La tradición de todas las
generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los
vivos....cuando se disponen a crear algo nuevo, los espíritus del pasado
toman prestados los nombres, las consignas de guerra, los ropajes para
representar la escena de la historia universal”. 4 ¿Si la historia (¿el
tiempo?) funciona de esta manera, estaremos condenados a repetirnos
eternamente? ¿O se trata de fuerzas y conflictos históricos, políticos y
económicos que al no resolverse en su momento repiten la Historia?

El indio y la bestia

Al referirse al conflicto colombiano es muy común escuchar los


calificativos de “absurdo” e “irracional”. Se escamotean fácilmente las
razones objetivas y así no solo será difícil encontrar una salida pacífica y
civilizada sino que también se da fácilmente paso a la impunidad (¿no es
la “locura” irresponsable de sus actos?). O nos sumimos en el terreno de
lo ininteligible (¿no es lo “absurdo” imposible de entender?). Es
innegable que la degradación del conflicto llega al terreno de la locura y
de lo monstruoso ¿pero no se trata entonces del monstruo de la razón?,
¿No es preciso encontrar cierta inteligibilidad dentro de la complejidad?
¿No hay acaso causas y responsabilidades (y responsables) históricos?
¿En esta cómoda y piadosa coartada de “todos somos responsables” o
“todos somos culpables” no se escamotean las responsabilidades
reales? Todos y nadie es lo mismo. Refiriéndose a Auschwitz, Agamben 5
señaló la tendencia muy difundida a asumir una genérica culpa colectiva
cada vez que se fracasa en el intento por resolver un problema ético y
como así se escabullen los responsables y los delitos.6

Analizando la época de la Violencia en Colombia (1945-1965) como un


“terror concentrado”, Gonzalo Sánchez7 explica cómo no se trata de
unos brotes desordenados y ocasionales de violencia sino de la
manifestación del terror como una práctica estructurada y pensada que
incluye varios niveles:

• - una estrategia y una programación


• - unos agentes específicos
• - unos rituales a seguir
• - una instrumentalización para dar muerte
• - una cronología del terror.
Algunas interpretaciones del fenómeno violento, pseudo-científicas unas
y otras oscuramente moralistas, se convierten ellas mismas en
“monstruos de la razón” cerrando toda posibilidad de entendimiento (y
de esperanza). Unas explican la violencia como un lógico y predecible
comportamiento producto de una feroz herencia genética. Así interpretó
el siquiatra Francisco Socarrás, la sangrienta purga interna de militantes
del frente guerrillero “Ricardo Franco” en Tacueyó en 1986 (más de cien
muertos). Para Socarrás es claro que la explicación para este acto es el
implacable factor hereditario del carácter violento. Esta maldición
genética, según él, hay que buscarla en nuestra herencia caribe y sus
prácticas canibalísticas: “una extraña coincidencia entre el mapa de la
población con influencia caribe y el de la criminalidad contra las
personas. Por lo anterior, mi insistencia en estudiar el canibalismo en
algunas de nuestras tribus precolombinas”.8

Otra dudosa interpretación señala la existencia de un principio


suprahistórico del Mal que cayó sobre todos nosotros sin excepción, un
mal radical, como insinúa Alvaro Medina, curador de la exposición
antológica Arte y Violencia en Colombia desde 1948 al concluir su texto
del catálogo así: “Hoy más de medio siglo después de los
acontecimientos iniciados en 1948, el presente sigue muerto y el futuro
es borroso. De allí ese otro cuadro del mismo autor (Obregón), titulado
Muerte a la bestia humana, deseo que deberíamos apropiarnos todos
para que podamos extirpar la bestia infame que llevamos dentro”.9

En el caso de la historia de Colombia, se pregunta uno si esta(s)


violencia(s) no tienen razón ni límite. Desde el punto de vista del mito, la
violencia obedece a ciertas reglas. Según René Girard, los ritos
sacrificiales y los mecanismos victimarios están presentes desde el
origen de las sociedades humanas y operan según una lógica y unas
normas. Dice Girard: “Medea nos devuelve a la verdad más elemental
de la violencia. Cuando no es satisfecha, la violencia sigue
almacenándose hasta el momento en que se desborda y se esparce por
los alrededores con los efectos más desastrosos”. 10

Pero, ¿qué falla mítica estaremos expiando (si es que de un mito se


trata) y cuánto se necesita para que se satisfaga? ¿No existe la
posibilidad de entender esta violencia desde cierta racionalidad? Aún la
locura de Hamlet tenía su método. Sade no es otra cosa que el
paroxismo de la racionalidad: su lógica rigurosa y poder de persuasión
se ejercitan como violencia de la razón. ¿No es posible aceptar que
existen razones objetivas que iniciaron algo que evidentemente se
desbordó en violencia irracional (como reza el grabado de Goya: El
sueño de la razón produce monstruos)? Por más inhumanas que nos
parezcan, estas manifestaciones de violencia fueron cometidas por
humanos. Existen todo tipo de ejemplos y antecedentes en la historia de
la humanidad. Estamos ante una posibilidad terriblemente humana. De
tal forma que considerar nuestra historia de violencia como única y
particular en su sevicia no sería sino una forma provinciana de verla en
su particularidad y una forma de escamotear sus explicaciones
racionales como proceso histórico-político.

Introducción al libro Cuerpo Gramatical, cuerpo, arte y violencia,


publicado por la Universidad de los Andes, Facultad de Artes y
Humanidades, 2006.

Notes
1
Walter Benjamín, Para una crítica de la violencia, México, Premia
editores, 1982.
2
Walter Benjamín, “Tesis de filosofía de la historia”. En W.B. Discursos
interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1982, p.82
3
Gonzalo Sánchez, Guerra y política en la sociedad colombiana,
Bogotá.,El Ancora Editores,1991, p.219.

Karl Marx, El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Medellín, Editorial


4

Oveja Negra, 1974, p.23.

Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo.


5

Homo Sacer III, Valencia, Pre-Textos, 2000, p.99.


6
En uno de los libros que tratan de explicar la época de la Violencia en
Colombia de los años cincuenta, se lee lo siguiente: “Todos somos
responsables. Si bien dentro de la moral Católica, no parece existir la
responsabilidad colectiva, más que como agregado cuantitativo de la
responsabilidad individual, y sin querer aminorar la culpa particular al
diluirla entre el conjunto, intentaré mostrar cómo la violencia es un
pecado de todos los Colombianos, aunque hay diferencia de grados”.
Alonso Moncada, Un aspecto de la Violencia, Bogotá, Promotora
Colombiana de Ediciones y Revistas, 1963, p.7.

Gonzalo Sánchez, op.cit, pp.33-35.


7

8
José Francisco Socarrás, “Violencia sin fronteras”, El Tiempo, Enero 22
de 1986. En un articulo anterior (El Tiempo, Septiembre 23 de 1962)
Socarrás en su etnología exhaustiva, argumentaba que la agresividad de
los indígenas Pijaos sobrevivió a la conquista y explica porqué la
violencia es más fuerte en las áreas donde ellos habitan actualmente:
“Pienso que no solamente quedan intactos las belicosidades que se
expresa en formas regresivas de conducta sino también los problemas
que alientan una tal belicosidad (...)Es suficiente leer la guerra de los
Pijaos en Fray Pedro Simón para caer en cuenta de que nuestra violencia
actual de asaltos, genocidios, represiones sangrientas etc. es un calco
de dicha guerra que duró 60 años (...) Estoy convencido de que haremos
más claridad sobre nuestros problemas estudiando la historia nacional
que importando teorías sociológicas a tutiplén”.
9
Arte y Violencia en Colombia desde 1948, Museo de Arte Moderno de
Bogotá, 1 999, p. 111. El obispo Miguel Angel Builes, en una pastoral
para la Cuaresma de 1951 se expresaba así : “¿Por ventura se registran
estos hechos entre los salvajes? ¿O siquiera entre los caníbales?¿ Qué
deidad diabólica cierne sus negras alas sobre Colombia? ¿En qué país
del hemisferio occidental o en el mundo entero se registran semejantes
crueldades obedeciendo a una consigna infernal?”. Citado en, Testis
Fidelis, El basilisco en acción, los crímenes del bandolerismo, Medellín ,
Tipografía Olimpia, 1953, p.109.

René Girard, La violencia y lo sagrado, Barcelona, Anagrama, 1995,


10

p.17.

Copyright © 2009, 2010 Hemispheric Institute of Performance and


Politics

Basura y género. Mear/cagar. Masculino/femenino (Beatriz


Preciado)

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April 15th, 2008 at 12:08 pm (>> TOTAL, Preciado, Beatriz, :: Queer,


Teoría, :: Feminismo)

BASURA Y GÉNERO. MEAR/CAGAR. MASCULINO/FEMENINO


Beatriz Preciado

Más acá de las fronteras nacionales, miles de fronteras de género,


difusas y tentaculares, segmentan cada metro cuadrado del espacio que
nos rodea. Allí donde la arquitectura parece simplemente ponerse al
servicio de las necesidades naturales más básicas (dormir, comer, cagar,
mear…) sus puertas y ventanas, sus muros y aberturas, regulando el
acceso y la mirada, operan silenciosamente como la más discreta y
efectiva de las “tecnologías de género.”(1) Así, por ejemplo, los retretes
públicos, instituciones burguesas generalizadas en las ciudades
europeas a partir del siglo XIX, pensados primero como espacios de
gestión de la basura corporal en los espacios urbanos (2), van a
convertirse progresivamente en cabinas de vigilancia del género. No es
casual que la nueva disciplina fecal impuesta por la naciente burguesía a
finales del siglo XIX sea contemporánea del establecimiento de nuevos
códigos conyugales y domésticos que exigen la redefinición espacial de
los géneros y que serán cómplices de la normalización de la
heterosexualidad y la patologización de la homosexualidad. En el siglo
XX, los retretes se vuelven auténticas células públicas de inspección en
las que se evalúa la adecuación de cada cuerpo con los códigos vigentes
de la masculinidad y la feminidad. En la puerta de cada retrete, como
único signo, una interpelación de género: masculino o femenino, damas
o caballeros, sombrero o pamela, bigote o florecilla, como si hubiera que
entrar al baño a rehacerse el género más que ha deshacerse de la orina
y de la mierda. No se nos pregunta si vamos a cagar o a mear, si
tenemos o no diarrea, nadie se interesa ni por el color ni por la talla de
la mierda. Lo único que importa es el GÉNERO. Tomemos, por ejemplo,
los baños del aeropuerto George Pompidou de Paris, sumidero de
desechos orgánicos internacionales en medio de un circuito de flujos de
globalización del capital. Entremos en los baños de señoras. Una ley no
escrita autoriza a las visitantes casuales del retrete a inspeccionar el
género de cada nuevo cuerpo que decide cruzar el umbral. Una pequeña
multitud de mujeres femeninas, que a menudo comparten uno o varios
espejos y lavamanos, actúan como inspectoras anónimas del género
femenino controlando el acceso de los nuevos visitantes a varios
compartimentos privados en cada uno de los cuales se esconde, entre
decoro e inmundicia, un inodoro. Aquí, el control público de la feminidad
heterosexual se ejerce primero mediante la mirada, y sólo en caso de
duda mediante la palabra. Cualquier ambigüedad de género (pelo
excesivamente corto, falta maquillaje, una pelusilla que sombrea en
forma de bigote, paso demasiado afirmativo…) exigirá un interrogatorio
del usuario potencial que se verá obligado a justificar la coherencia de
su elección de retrete: “Eh, usted. Se ha equivocado de baño, los de
caballeros están a la derecha.” Un cúmulo de signos del género del otro
baño exigirá irremediablemente el abandono del espacio mono-género
so pena de sanción verbal o física. En último término, siempre es posible
alertar a la autoridad pública (a menudo una representación masculina
del gobierno estatal) para desalojar el cuerpo tránsfugo (poco importa
que se trate de un hombre o de una mujer masculina).
Si, superando este examen del género, logramos acceder a una de las
cabinas, nos encontraremos entonces en una habitación de 1×1,50 m2
que intenta reproducir en miniatura la privacidad de un váter doméstico.
La feminidad se produce precisamente por la sustracción de toda
función fisiológica de la mirada pública. Sin embargo, la cabina
proporciona una privacidad únicamente visual. Es así como la
domesticidad extiende sus tentáculos y penetra el espacio público.
Como hace notar Judith Halberstam “el baño es una representación, o
una parodia, del orden doméstico fuera de la casa, en el mundo
exterior” (3).
Cada cuerpo encerrado en una cápsula evacuatoria de paredes opacas
que lo protegen de mostrar su cuerpo en desnudez, de exponer a la
vista pública la forma y el color de sus deyecciones, comparte sin
embargo el sonido de los chorros de lluvia dorada y el olor de las
mierdas que se deslizan en los sanitarios contiguos. Libre. Ocupado. Una
vez cerrada la puerta, un inodoro blanco de entre 40 y 50 centímetros
de alto, como si se tratara de un taburete de cerámica perforado que
conecta nuestro cuerpo defecante a una invisible cloaca universal (en la
que se mezclan los desechos de señoras y caballeros), nos invita a
sentarnos tanto para cagar como para mear. El váter femenino reúne así
dos funciones diferenciadas tanto por su consistencia (sólido/líquido),
como por su punto anatómico de evacuación (conducto urinario/ano),
bajo una misma postura y un mismo gesto: femenino=sentado. Al salir
de la cabina reservada a la excreción, el espejo, reverberación del ojo
público, invita al
retoque de la imagen femenina bajo la mirada reguladora de otras
mujeres.
Crucemos el pasillo y vayamos ahora al baño de caballeros. Clavados a
la pared, a una altura de entre 80 y 90 centímetros del suelo, uno o
varios urinarios se agrupan en un espacio, a menudo destinado
igualmente a los lavabos, accesible a la mirada pública. Dentro de este
espacio, una pieza cerrada, separada categóricamente de la mirada
pública por una puerta con cerrojo, da acceso a un inodoro semejante al
que amuebla los baños de señoras. A partir de principios del siglo XX, la
única ley arquitectónica común a toda construcción de baños de
caballeros es esta separación de funciones: mear-de-pie-urinario/cagar-
sentado-inodoro. Dicho de otro modo, la producción eficaz de la
masculinidad heterosexual depende de la separación imperativa de
genitalidad y analidad. Podríamos pensar que la arquitectura construye
barreras cuasi naturales respondiendo a una diferencia esencial de
funciones entre hombres y mujeres. En realidad, la arquitectura funciona
como una verdadera prótesis de género que produce y fija las
diferencias entre tales funciones biológicas. El urinario, como una
protuberancia arquitectónica que crece desde la pared y se ajusta al
cuerpo, actúa como una prótesis de la masculinidad facilitando la
postura vertical para mear sin recibir salpicaduras. Mear de pie
públicamente es una de las performances constitutivas de la
masculinidad heterosexual moderna. De este modo, el discreto urinario
no es tanto un instrumento de higiene como una tecnología de género
que participa a la producción de la masculinidad en el espacio público.
Por ello, los urinarios no
están enclaustrados en cabinas opacas, sino en espacios abiertos a la
mirada colectiva, puesto que mear-de-pie-entre-tíos es una actividad
cultural que genera vínculos de sociabilidad compartidos por todos
aquellos, que al hacerlo públicamente, son reconocidos como hombres.
Dos lógicas opuestas dominan los baños de señoras y caballeros.
Mientras el baño de señoras es la reproducción de un espacio doméstico
en medio del espacio público, los baños de caballeros son un pliegue del
espacio público en el que se intensifican las leyes de visibilidad y
posición erecta que tradicionalmente definían el espacio público como
espacio de masculinidad. Mientras el baño de señoras opera como un
mini-panópticon en el que las mujeres vigilan colectivamente su grado
de feminidad heterosexual en el que todo avance sexual resulta una
agresión masculina, el baño de caballeros aparece como un terreno
propicio para la experimentación sexual. En nuestro paisaje urbano, el
baño de caballeros, resto cuasi-arqueológico de una época de
masculinismo mítico en el que el espacio público era privilegio de los
hombres, resulta ser, junto con los clubes automovilísticos, deportivos o
de caza, y ciertos burdeles, uno de los reductos públicos en el que los
hombres pueden librarse a juegos de complicidad sexual bajo la
apariencia de rituales de masculinidad.
Pero precisamente porque los baños son escenarios normativos de
producción de la masculinidad, pueden funcionar también como un
teatro de ansiedad heterosexual. En este contexto, la división espacial
de funciones genitales y anales protege contra una posible tentación
homosexual, o más bien la condena al ámbito de la privacidad. A
diferencia del urinario, en los baños de caballeros, el inodoro, símbolo de
feminidad abjecta/sentada, preserva los momentos de defecación de
sólidos (momentos de apertura anal) de la mirada pública. Como sugiere
Lee Edelman (4), el ano masculino, orificio potencialmente abierto a la
penetración, debe abrirse solamente en espacios cerrados y protegidos
de la mirada de otros hombres, porque de otro modo podría suscitar una
invitación homosexual.
No vamos a los baños a evacuar sino a hacer nuestras necesidades de
género.
No vamos a mear sino a reafirmar los códigos de la masculinidad y la
feminidad en el espacio público. Por eso, escapar al régimen de género
de los baños públicos es desafiar la segregación sexual que la moderna
arquitectura urinaria nos impone desde hace al menos dos siglos,:
público/privado, visible/invisible, decente/obsceno, hombre/mujer,
pene/vagina, de-pie/sentado, ocupado/libre… Una arquitectura que
fabrica los géneros mientras, bajo pretexto de higiene pública, dice
ocuparse simplemente de la gestión de nuestras basuras orgánicas.
BASURA>GÉNERO. Infalible economía productiva que transforma la
basura en género. No nos engañemos: en la máquina capital-
heterosexual no se desperdicia nada. Al contrario, cada momento de
expulsión de un desecho orgánico sirve como ocasión para reproducir el
género. Las inofensivas máquinas que comen nuestra mierda son en
realidad normativas prótesis de género.
(1) Utilizo aquí la expresión de Teresa De Lauretis para definir el
conjunto de instituciones y técnicas, desde el cine hasta el derecho
pasando por los baños públicos, que producen la verdad de la
masculinidad y la feminidad. Ver: Teresa De Lauretis, Technologies of
Gender, Bloomington, Indiana University Press, 1989.

(2) Ver: Dominique Laporte, Histoire de la Merde, Christian Bourgois


Éditeur, Paris, 1978; y Alain Corbin, Le Miasme et la Jonquille,
Flammarion, Paris, 1982.

(3) Judith Halberstam, “Techno-homo: on bathrooms, butches, and sex


with furniture,” in Jenifer Terry and Melodie Calvert Eds., Processed
Lives. Gender and Technology in the Everyday Life, Routledge, London
and New York, 1997, p. 185.

(4) Ver: Lee Edelman, “Men’s Room” en Joel Sanders, Ed. Stud.
Architectures of Masculinity, New York, Princeton Architectural Press,
1996, pp. 152-161.

……………………………………………………

De www.caosmosis.acracia.net

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