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en la estética kantiana
Capítulo iv Analítica y deducción
en la Crítica de la facultad
de juzgar
La experiencia estética parece tener el privilegio de sintetizar, como
iv
inviable.
iv
nida en la pregunta “¿cómo es posible el imperativo categórico?”.
La pregunta se plantea precisamente porque no es evidente la ne-
cesidad de la vinculación de la voluntad humana con el mandato
moral, y en consecuencia es menester encontrar razones válidas en
pro de tal necesidad. Pero, incluso si al respecto supusiéramos una
respuesta satisfactoria, que legitimara la determinación práctica
de las inclinaciones bajo la universal ley moral, incluso entonces,
subsistiría una peligrosa fuente de insatisfacción,
pues en tanto que el espíritu moral (der sittliche Geist) siga emple-
ando la violencia, el instinto natural deberá tener aún fuerza que
oponerle. El enemigo simplemente derribado puede levantarse
de nuevo, pero el reconciliado es de veras dominado3.
también los distintos trabajos de Isaiah Berlin, por ejemplo: Contra la corrien-
te. Ensayos sobre historia de las ideas [1979], fce, México, 1983, o Las raíces del
romanticismo [1999], Taurus, Madrid, 2000.
3 Friedrich Schiller, “Über Anmuth und Würde”, en Schillers Werke. Natio-
nalausgabe, tomo 20, Weimar, 1962, p. 284. Precisamente invocando el concep-
to de naturaleza humana, Schiller reivindica como componente de la misma a
la sensibilidad, fuente de la multiplicidad que se opone a, pero que ha de ser
reconciliada con, la universalidad moral: “No para arrojarla como una carga,
o para despojarse de ella como de una envoltura burda. No. Para unirla en
lo más íntimo con su más alto yo, se ha añadido a su naturaleza espiritual
una sensible”.
canónico que sirviera de guía para establecer la corrección de los
juicios de gusto particulares. No obstante, esta empresa fue obje-
to de ataques desde diversos flancos, que a la postre minaron su
credibilidad, y que pueden resumirse en el famoso adagio latino
de gustibus non est disputandum. A mi juicio, sólo hasta la reflexión
de Hume en su ensayo Of the standard of the taste, se tomaría sufi-
cientemente en serio tal embate, a pesar de que este autor no lo
suscribiera por completo.
4 Así, por ejemplo, cuando afirma: “Parece pues que, en medio de toda la
variedad y capricho del gusto, hay ciertos principios generales de aprobación
•
180 o censura, cuyo influjo en todas las operaciones de la mente puede trazar
un ojo cuidadoso. Algunas formas o cualidades particulares, por causa de
la estructura original del tejido interno, están calculadas para placer, y otras
para displacer; y si ellas fallan en sus efectos en cualquier instancia particular,
ello se debe a algún defecto aparente o imperfección en el órgano” (Hume, Of
the standard, p. 233). Esta afirmación, que podemos atribuir a las convicciones
de Hume, contradice una anterior, que ya he citado en parte, y según la cual
“una persona puede percibir deformidad, donde otro es sensible a la belleza”,
e incluso, “según la disposición de los órganos, el mismo objeto puede ser a
la vez dulce y amargo” (p. 230). No obstante, es necesario recordar que esta
segunda afirmación pertenece al relativismo estético, del que da cuenta críti-
camente el autor en la primera afirmación citada en esta nota.
a argumentaciones con fuerza demostrativa5. Si la argumentación
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producen, “todo sentimiento es correcto” (Hume, Of the standard,
p. 230), y la búsqueda de una unanimidad en los juicios que se
refieren a sentimientos parece en consecuencia absurda. Pero por
otra parte, también se impone como hecho irrefutable el que, pese
a reconocer la igualdad de todos los juicios, solemos otorgar mayor
valor a unos que a otros. En otras palabras, que suponemos que
unos juicios se ajustan mejor que otros a una norma objetiva, no
obstante que indeterminada. A pesar de la anterior comunidad, la
estrategia argumentativa kantiana privilegiará el segundo hecho, y
en consecuencia se orientará a esclarecerlo por la vía trascendental,
estimando a la diversidad como mera contingencia empírica. En el
caso de Hume, tal como ya lo he insinuado, el equilibrio entre los dos
hechos siempre se mantendrá; en consecuencia, para la elucidación
de la norma (standard) no dejará de lado el hecho de la diversidad,
sino que propondrá una serie de tácticas (que podrían coincidir con
las máximas kantianas del sentido común lógico), cuya aplicación
sobre la diversidad apunta a hacer posible la convergencia.
5 “Es evidente que ninguna de las reglas de composición está fijada por me-
dio de razonamientos a priori, ni puede considerarse como conclusión abstracta
del entendimiento, a partir de la comparación de tendencias y relaciones entre
ideas que son fijas e inmutables” (Hume, Of the standard, p. 231).
6 “Aunque los críticos, como dice Hume, aparentemente puedan sutilizar
(vernünfteln) como cocineros, tienen sin embargo el mismo destino que éstos.
No pueden esperar el fundamento de determinación de su juicio de la fuerza
de los argumentos (Beweisgründe), sino sólo de la reflexión del sujeto sobre
su parte, Hume reserva para la argumentación un papel de “últi-
ma instancia”. En efecto, bien podría ocurrir que buena parte de
las fuentes de discordia –falta de cultivo de la delicadeza del gus-
to, e incluso “desinformación” acerca de características tanto de la
obra como de la producción artística que es preciso tener en cuenta
para emitir juicios– puedan ser reconocidas y atacadas mediante
los dispositivos adecuados. Pero si aún así el desacuerdo persiste,
todavía los argumentos pueden tener alguna función:
Donde estas dudas tengan lugar, los hombres no pueden ha-
cer más que lo que hacen en otros asuntos disputables que son
sometidos al entendimiento: deben producir los mejores argu-
mentos (the best arguments) que su invención les sugiera; deben
reconocer que una norma verdadera y decisiva existe en alguna
parte, a saber existencia real y cuestión de hecho. Y deben tener
indulgencia con aquellos que difieren de ellos en su invocación
de tal norma (Hume, Of the standard, p. 242).
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creación artística. Y aunque del remedio de esta carencia por parte
del crítico de arte no se derive la aprobación estética automática por
parte del receptor, es indudable que en su eventual desaprobación
puede estar incidiendo su ignorancia.
iv
8 Aunque Kant no emplea expresiones tales como “hecho lingüístico” o
“este x es bello”, de ninguna manera me parece arbitrario atribuírselas, al
menos en el sentido en que aquí se usan. Con respecto a lo que llamo “hecho
lingüístico”, de manera particular en los primeros numerales de la Analítica
de lo bello, las reflexiones de Kant apuntan a esclarecer el significado de pa-
labras y expresiones con connotación estética, y que se emplean en el lenguaje
cotidiano. Como ilustración de la anterior afirmación, sirvan los siguientes
ejemplos. Cuando define la tarea de la Analítica, afirma: “Pero lo que es re-
querido para llamar (zu nennen) bello a un objeto, debe descubrirlo el análisis
de los juicios de gusto” (CJ, § 1, Nota, b 4). En el mismo sentido, su definición
de la noción de interés: “Interés se llama (wird...gennant) a la complacencia
que ligamos a la representación de la existencia de un objeto” (CJ, § 2, b 5). A
propósito de “una muy habitual confusión en el significado (Bedeutung) doble
que puede tener la palabra (das Wort) sensación” (CJ, § 3, b 7), Kant considera
oportuno distinguir un uso en sentido objetivo y otro en sentido estético;
“así, esta expresión (dieser Ausdruck) significa (bedeutet) algo completamente
distinto” (b 9) cuando se la emplea en uno u otro sentido. Para evitar confu-
siones, Kant propone entonces denominar (benennen) “con el nombre, por lo
demás usual, de sentimiento (mit dem sonst üblichen Namen des Gefühls), a lo
que en todo tiempo debe permanecer subjetivo, y no puede en modo alguno 185 •
i
Deducción son positivos, no obstante que ésta no se ha realizado. La
Analítica kantiana del juicio de gusto es pues “prejuiciada”: da por
resuelto lo que la Deducción tendría aún por resolver. En tales con-
diciones, la Deducción es superflua y en su dictamen asume como
propio este prejuicio de la Analítica. En mi opinión, y a diferencia
de lo que Kant cree, “descubrir lo que se requiere para llamar bello
a un objeto” no implica que porque llamemos bello a un objeto,
los requisitos para ello ya se hayan cumplido. La experiencia nos
enseña que en muchas ocasiones hemos llamado bello a un objeto,
para después retractarnos de ese juicio. Esto supone que podemos
emitir juicios de gusto, sin que se haya cumplido lo que se requiere
para que tal atribución esté justificada. E incluso podemos ir más
allá, y afirmar que del simple hecho de emitir juicios de gusto,
tampoco puede inferirse, ahora en general, que los requisitos, una
vez determinados, puedan cumplirse alguna vez.
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ción los expondrá, e intentará persuadir a quien le contradice, a la
vez que estará dispuesto a escucharlo, y eventualmente a dejarse
persuadir por él. En una palabra, y para dar desarrollo coherente
a la diferencia planteada por el mismo Kant, esta seguridad no
es producto de las razones probatorias del disputar, pero tampoco
impide el discutir (streiten)
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su juicio y las condiciones que, con el sólo hecho de emitirlo, dice
haber aceptado. Por el contrario, al afirmar que la mera enuncia-
ción del juicio de gusto es ya una “prueba” de que sus condiciones
a priori se han cumplido, se incurre en una circularidad lógica que
se evitaría si se concediera todo su peso y significación a la reali-
dad de juicios divergentes.
Ahora bien, hemos visto que la orientación que imponen tales pre-
guntas amenaza con convertir a la experiencia de lo bello en una
empresa epistemológica, pues una eventual respuesta no podría
dar cuenta del placer que acompaña a tal experiencia. Por ello Kant
se aparta tajantemente de esta manera de plantear el problema
del gusto. Con todo, ha de atender a difíciles equilibrios que, en
buena parte explican las dificultades de comprensión que ofrece
su alternativa. En efecto, dado que en los juicios del tipo “este x es
bello” se menciona a un objeto singular –y no a cualquier objeto,
ni a un grupo de ellos– la reflexión estética no puede prescindir
de una mínima referencia objetivista. Pero así mismo, para evitar
la disolución de la experiencia estética en una cognoscitiva, debe
desplazar el centro de atención desde la definición del objeto a sus
efectos en el sujeto. La estrategia argumentativa kantiana parte
entonces de una perspectiva “objetivista” –la belleza en el objeto–,
aunque reformulada de tal forma que induzca a un giro hacia el
gusto.
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cuando no sólo para conocer al objeto, sino para explicarnos su
existencia misma, nos vemos forzados a pensar en un concepto (el
de fin), a partir del cual resultaría comprensible que la forma ex-
hibida por el objeto sea precisamente ésa que vemos. Sucede pues
que, en virtud de que su forma se nos aparece como conforme-a-
fin, determinados objetos nos obligan entonces a remitirnos, como
del efecto a su causa, a la noción de fin. Pero la noción de fin nos
remite a su vez a la de una voluntad que, al querer el fin, ha dis-
puesto que la forma del objeto sea conforme a éste. La doctrina es-
tética de Hutcheson es un buen ejemplo de ello, cuando atribuye a
Dios tanto la uniformidad en la variedad de muchos objetos, como
la existencia de un sentido interno en los hombres que percibe pla-
centeramente dicha forma. En palabras de Kant, la posibilidad de
tales objetos
sólo puede ser explicada y concebida por nosotros, en la me-
dida en que admitamos como fundamento de los mismos una
causalidad según fines, es decir, una voluntad que los hubiese
ordenado así, según la representación de una cierta regla (CJ, §
10, b 33).
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pretensiones del juicio son cognoscitivas: si mi juicio estuviese
orientado a afirmar la perfección del objeto, resultaría entonces
absurdo pretender poder prescindir de la determinación del fin.
Pero aplicada a juicios estéticos, más que contradictoria, la expre-
sión resulta vaga o incompleta. En efecto, bien puedo afirmar que
en la forma de determinado objeto percibo una conformidad-a-fin,
sin que pueda, ni tampoco requiera, determinar el fin; y ello no es
contradictorio. Pero dado que se trata de un juicio estético, aun sin
necesidad de determinar el fin, la fórmula conformidad-a-fin sin fin
no hace referencia todavía a los efectos que un objeto tal causa en
el espectador. Para obviar tal carencia, y manteniéndose dentro
de la tradición inglesa que buscaba anudar de manera indisoluble
la belleza objetiva con el placer subjetivo, Kant acuña como equi-
valente a la fórmula conformidad a fin sin fin, la de conformidad-a-fin
subjetiva en la representación de un objeto, sin fin alguno (ni objetivo ni
subjetivo) (CJ, § 11, b 35).
•
196 Formalmente, tanto en los juicios de conocimiento como en los
juicios de gusto se atribuye un predicado a determinado objeto,
lo que significa que a ambos juicios les es inherente la pretensión
de afirmar una relación cuya validez no depende del individuo
que la enuncia, y que por ende se reclama como universal. Pero
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ponemos de un concepto de belleza que pueda ser unánimemente
reconocido como tal. A lo sumo podríamos contar con ideas nor-
males de lo bello (cfr. CJ, § 17), que son generalizaciones empíricas
sin validez universal, y que además enturbian la pureza del juicio
de gusto. Pero, en segundo lugar, el juicio de gusto es “estético”,
lo cual quiere decir que su referencia al objeto en cuanto tal es
apenas indirecta y tangencial: la caracterización del objeto bello
como conformidad a fin sin fin, tan sólo garantiza que no cual-
quier objeto, sino objetos singulares sean causa de placer, aunque
sin que pueda definirse positivamente dicha singularidad. De esta
manera, todo el peso referencial del juicio recae no sobre el objeto,
sino sobre los efectos que tal objeto causa, en términos de placer o
displacer, sobre el sujeto que emite el juicio.
15 Cfr. Jens Kulenkampff, Kant Logik des ästhetischen Urteils, Vittorio Klos-
ya en el sentimiento de lo agradable (das Angenehme). Este senti-
miento es un complejo, cuyo primer momento sería un “placer ante
algo” (Lust an etwas). Se trata del descubrimiento de un objeto no
buscado con interés previo y que nos sorprende placenteramente.
A partir de esta experiencia básica, y mediando la voluntad, surge
una nueva relación con el objeto, determinada ahora por el interés
en la existencia del mismo. La expresión alemana que caracteriza
este segundo elemento del sentimiento de lo agradable es Lust zu
etwas (literalmente “placer hacia algo”), cuya adecuada traducción
castellana sería “ganas de algo”. Así, pues, cuando afirmo que “este
x me es agradable” estoy expresando no sólo el placer que “x” me
ha ocasionado, sino mi deseo consecuente con respecto a “x”, y mi
interés de que exista. Así mismo, el juicio explicita que lo que está
en juego es una inclinación individual, producida o suscitada por
el objeto, y que encontraría su satisfacción en él.
iv
existencia del placer desinteresado, o sea que el placer desinteresa-
do se considere como condición de un uso de juicios de gusto que
estuviera justificado, la investigación de la Analítica ha de superar
el carácter meramente negativo de éste su primer descubrimiento
(el placer desinteresado), orientándose ahora hacia la causa del
mismo. Este es el tema del § 9, cuya pregunta central es “si, en un
juicio de gusto, el sentimiento de placer antecede al enjuiciamiento
del objeto, o éste a aquél”.
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ende no requiere pensar en una voluntad como causa), sino que
la relación placentera entre tal objeto y el sujeto receptor tampoco
requiere para ser explicada del recurso a una armonía preestable-
cida por tal causa inteligente. Con todo, es preciso resaltar que el
objeto no es la causa inmediata del placer, ni el placer es la causa
del juicio. El objeto es causa del libre juego, el placer es la forma
de conciencia del libre juego, y el fundamento del juicio es el libre
juego.
iv
un absurdo lingüístico, ha de ser meramente subjetivo, aunque no
individual ni tampoco conceptual; su nombre es sentido común.
würde der, welcher sie nach dem letztern fället, auf unbedingte Notwen-
digkeit seines Urteils Anspruch machen. Wären sie ohne alles Prinzip, wie
die des bloßen Sinnengeschmacks, so würde man sich gar keine Notwendi-
gkeit derselben in die Gedanken komen lassen. Also müssen sie ein subje-
ktives Prinzip haben, welches nur durch Gefühl und nicht durch Begriffe,
doch aber allgemeingültig bestimme, was gefalle oder mißfalle. Ein solches
Prinzip aber könnte nur als ein Gemeinsinn angesehen werden”.
a otros ser de distinta opinión, aunque la divergencia no nos resulte
satisfactoria, razón por la cual nos decidimos a discutir. La razón
de tal intransigencia no es pues otra que la creencia infundada de
que, por el mero hecho de emitir un juicio de gusto, damos por
hecho cumplido el estar ateniéndonos a una norma dictada por el
sentido común, no obstante que, por definición, no podamos expli-
citar tal norma: “Esta norma indeterminada de un sentido común
es realmente supuesta por nosotros: lo prueba nuestra pretensión a
emitir juicios de gusto” (CJ, § 22, b 67). La intransigencia se origina
entonces en la confusión entre la Analítica –que legítimamente sólo
puede postular como condición que justificaría la pretensión de
universalidad a esa norma indeterminada del sentido común–, y
la Deducción, que todavía no se ha realizado, y cuya misión es la
de demostrar, si ello fuera posible, y además mediante un método
diferente al de la Analítica, que tal norma existe.
iv
y esto es todo acerca de lo cual él [el juez - l.p.] se promete el
acuerdo de cada uno: una pretensión a la que, bajo estas condi-
ciones, tendría derecho, si no faltara a ellas con frecuencia (öfter), y
emitiese por ello juicios de gusto erróneos (CJ, § 8, b 26).
19 Estas máximas quedan por fuera del interés de una investigación tras-
cendental –crítica del gusto–, y son pertinentes tan sólo para la “formación y
cultura del gusto”. Pero ya desde el Prefacio a la primera edición de la CJ ad-
vertía Kant: “Puesto que la investigación de la facultad del gusto, en cuanto
que facultad estética del juicio, no es emprendida aquí para la formación y
cultura del gusto (pues ésta, así como hasta ahora, seguirá en adelante su
curso sin todas estas pesquisas), sino meramente con propósito trascenden-
tal...” (CJ, b ix).
Según Kant, la primera máxima –pensar por sí mismo– caracteriza
al pensar ilustrado, y su práctica garantiza un pensar no pasivo,
libre de prejuicios, no supersticioso. La segunda máxima –pensar
en el lugar de cada uno de los otros– posibilita un pensar amplio, es
decir no limitado, que puede apartarse del propio punto de vista
para reflexionar sobre el propio juicio desde un punto de vista uni-
versal. La tercera máxima, que garantiza un pensar consecuente,
consiste en pensar siempre de acuerdo consigo mismo. Según Kant, se
trata de la más difícil de las máximas, que sólo puede ser realizada
por la unión de las dos anteriores, y “sólo puede ser alcanzada tras
una frecuente observancia (öfteren Befolgung) de éstas convertida en
destreza (Fertigkeit)” (CJ, § 40, b 160).
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renciándolo de otros placeres incomunicables. Una caracterización
positiva, aunque también hipotética, explicaría el origen del juicio
de gusto –junto con la universalidad del placer por él declarada-
do– en un sentido común –también propio del género humano–.
iv
mente el prejuicio que ha infectado a toda la exposición analítica.
Los efectos desestabilizadores que implicaría la duda radical son
anulados de antemano. Por ello, la Deducción no parte de algo cuya
legitimidad esté realmente en suspenso, y más que una investiga-
ción es una reacción defensiva, que bajo la apariencia de aportar
argumentos nuevos repite prejuicios viejos. La Deducción kantiana
es sólo una repetición de la exposición.
El desarrollo de la Deducción
Entre el § 32 y el § 35 –parágrafos que supuestamente inician ya
la Deducción propiamente dicha– encontramos una recapitulación
de las características del juicio de gusto, es decir un resumen de la
Exposición: cuando en él se declara bello a un objeto, se expresa la
pretensión de que la complacencia producida tenga una validez
universal, como si se tratase de un juicio objetivo (§ 32). No obstan-
te, dicho juicio no es determinable por argumentos probatorios –en
ocasiones puede ir incluso en contra de las reglas establecidas por
los cánones académicos–, y se trata siempre de un juicio singular
que no se funda en comparación alguna (§ 33): no es pues un juicio
que pueda legitimar sus pretensiones mediante los mismos proce-
dimientos que emplean los juicios de conocimiento. Si se entiende 209 •
iv
este placer la que, en el ánimo, se percibe como enlazada al mero
enjuiciamiento del objeto” (CJ, § 37, b 150).
lage), que siempre permanecerá. Por tal motivo, en este caso la pregunta es:
“¿Cómo es posible la metafísica como disposición natural?”. Pues bien, a mi
juicio, la situación del gusto se aproxima más a la de la metafísica que a la de
la matemática o a la de la ciencia natural. En efecto, no es la metafísica el úni-
co “campo de batalla de interminables discusiones” (CRP, a viii); también lo
es el gusto, acerca del cual la experiencia nos enseña que pese a su exigencia
de universal acuerdo, “también con bastante frecuencia es rechazado con su
aspiración a validez universal” (CJ, § 8, b 23). En tales circunstancias, no re-
sulta evidente que la pregunta respecto a los juicios de gusto sea la de cómo
son posibles, y acaso resultaría más adecuado asumirlos, con su pretensión
de universalidad, como expresión de una disposición natural.
enjuiciamiento de su forma” (b 150). Así, pues, el objeto en cuanto
pura forma, o conformidad-a-fin subjetiva –que, como hemos visto, en
la Analítica también recibe el nombre de conformidad-a-fin sin fin–,
afecta a la facultad de juzgar en general, sin que medien sentidos ni
conceptos particulares. Esa facultad, sin tales mediaciones, puede
suponerse en todos los hombres. Por tanto,
la concordancia de una representación con estas condiciones de
la facultad de juzgar tiene que poder ser asumida como válida
para cada uno (b 151).
A mi juicio, son dos las cosas que podemos concluir del razona-
miento anterior. En primer lugar, la circularidad en la prueba de la
existencia del sentido común; en efecto, el Análisis muestra que sin
el supuesto del sentido común, las pretensiones de validez univer-
sal del juicio de gusto, es decir el juicio de gusto mismo, carecerían
de sentido. Sin embargo, con ello no se ha probado la existencia del
sentido común, y es un vicio argumentativo inferir esa existencia
del hecho de que emitamos juicios de gusto. En rigor, y si no exis-
•
212 tiese otro camino para la justificación de la diferencia entre juicios
de gusto y juicios sobre lo agradable, tendríamos que aceptar que
la forma judicativa “este x es bello” es un absurdo lingüístico, y
en consecuencia hacer lo que esté a nuestro alcance por proscri-
birla. Tendríamos pues que tener el valor de dar la razón, en el
campo del gusto, a aquella “especie de nómadas”, los escépticos
(CRP, a ix), que en su momento hicieran de la matrona metafísica
una Hécuba doliente. Pero antes de optar por esta salida extrema,
acaso resulte adecuado persistir en el esfuerzo de una cabal com-
prensión del fenómeno lingüístico en cuestión. Como en la metafí-
sica, despojada ahora de su carácter de ciencia, “la razón humana
iv
emitir juicios de gusto se quiere inferir no sólo la existencia del
sentido común, sino el acuerdo de nuestro juicio singular con el
mismo: puesto que no podemos determinar positivamente el con-
tenido de la normatividad del sentido común –ello equivaldría a te-
ner un concepto universalmente válido de belleza–, consideramos a
nuestro juicio como un ejemplo de la misma. Pero precisamente por-
que le otorgamos una validez ejemplar a nuestro juicio, no estamos
dispuestos a concesiones de ningún tipo frente a juicios distintos.
En tanto que ejemplo de la norma inefable del sentido común, nues-
tro propio juicio se convierte entonces en el parámetro del juicio
correcto. Ya desde la Exposición analítica Kant había declarado que
“en todos los juicios mediante los cuales declaramos algo como
bello, no permitimos a nadie ser de otra opinión” (CJ, § 22).
iv
podría significar que si discuto, es porque estoy seguro de que
mi juicio cuenta con fundamentos cuya validez no es meramente
privada; de lo contrario, no discutiría. La discusión, tal como es
presentada por Kant, excluye la posibilidad de que el otro pueda
llegar a persuadirme de la falsedad de mi juicio, pues para ello él
sólo podría recurrir a argumentos con pretensiones demostrativas
infundadas. Pero si esto es así, ¿cómo podría entonces justificar mi
esperanza de que, en una discusión, el otro se deje persuadir de la
falsedad de su juicio y acepte el mío como verdadero? Tengo que
conceder que todos los argumentos que yo pudiera ofrecer tam-
bién tendrían pretensiones demostrativas infundadas. Una even-
tual rectificación del juicio adverso sería entonces tan arbitraria
como una eventual rectificación de mi propio juicio. Así, pues, si
los contendientes partieran de una concepción del discutir como la
aquí expuesta, es preciso reconocer que toda discusión sería vana.
Y no obstante lo anterior, esta interpretación concuerda con la
perspectiva que supone la Deducción, y es dogmática y argumenta-
tivamente viciosa: discuto porque doy por verdadero que a la base
de mi juicio hay fundamentos, que niego para el juicio contrario.
Y si se me preguntara por la garantía de que tales fundamentos
están a la base de mi juicio, respondo no que “si así no lo creyera”, 215 •
la fuerza de los argumentos, sino sólo de la reflexión del sujeto sobre su pro-
pio estado (de placer o displacer), con exclusión de todo precepto y regla”
(CJ, § 34, b 143).
sea; es decir, que juicios que no concuerdan con el mío podrían
ser verdaderos, no obstante que desde mi perspectiva actual no lo
sean. Discutir implica entonces argumentar, a sabiendas de que
no toda argumentación ha de ser lógicamente demostrativa, ni
empíricamente probatoria. De esta manera, efectivamente conta-
mos con que han de existir fundamentos para el juicio con validez
no meramente privada, y sin ello la discusión carecería de sentido.
Pero esto no significa que, indiscutiblemente, mi juicio esté basado
en ellos. La discusión sólo puede ser considerada como genuina si,
pese a nuestra convicción actual, estamos abiertos a la posibilidad
de que la contra-argumentación nos lleve a cambiar dicha convic-
ción. Sin una disposición tal, es decir, si la esperanza de llegar a
convenir mutuamente consistiera en la esperanza de un acuerdo
sólo posible mediante la aceptación del propio juicio, entonces es-
taríamos llamando discusión a lo que en realidad es un diálogo de
sordos. Sin embargo, ése parece ser precisamente el supuesto del
texto que la Deducción consagra a nuestro asunto:
El juicio de otros que fuese desfavorable para nosotros puede
hacernos sospechar (bedenklich machen), y por cierto con derecho,
del nuestro; pero jamás nos convencerá (überzeugen) de la inco-
rrección del mismo. Así, pues, no existe ningún argumento em-
pírico para imponer a alguien el juicio de gusto (CJ, § 33, b 141).
iv
Kant respondería que esta pregunta carece de cualquier relevancia
trascendental, y que por ello no pertenece a una crítica del gusto.
No obstante, al menos habría que conceder entonces que la inves-
tigación trascendental presupone como objeto de investigación a
un gusto plenamente formado, sin el cual, simplemente no habría
objeto de investigación. Pero entonces la pregunta es precisamen-
te si tal objeto existe. El joven poeta del parágrafo 32 así lo cree
inicialmente, y así lo sigue creyendo cuando, después de ejercitar-
se, rectifica su primer juicio. Sus propias transformaciones nada
restarán a la seguridad que exhibirá en cada una de las sucesivas
y mutuamente contradictorias afirmaciones. Sin embargo, ¿qué
le garantiza que su último juicio no sea susceptible de ulteriores
rectificaciones?
iv
zafio, y recaiga de nuevo en la rudeza de los primeros intentos
(CJ, § 32, b 139).
Así, pues, el hecho de que el cultivo del gusto sea un asunto an-
terior y externo al ámbito propio de la crítica trascendental del
gusto, no debería llevarnos a ignorar los condicionamientos que
aquél ejerce sobre ésta. El gusto sobre el que recae la crítica, en
sentido trascendental, no es tosco, rudimentario ni primitivo, sino
cultivado. Pero el gusto cultivado es, como acabamos de verlo, un
gusto moldeado según el ejemplo del paradigma clásico. En rigor,
mal podría esperarse una legitimación de las pretensiones de uni-
versalidad de un juicio que bien puede ocultar, pero no negar, la
particularidad de los modelos en que se ha formado.
iv
estético serían ejemplos de lo que la argumentación trascendental
ha determinado a priori como moral, o como buen gusto. Y desde
el punto de vista histórico propio de esta filosofía, cristianismo y
clasicismo serían vistos como sistemas propedéuticos que, aunque
sin conocimiento satisfactorio de causa –es decir, sin fundamen-
tación trascendental–, se habrían no obstante anticipado a la re-
flexión filosófica28.
Dios, sino que las consideraremos como mandamientos divinos porque estamos in-
ternamente obligados a ellas” (CRP, b 847).
28 La relación es equivalente a la que establece Lessing entre ilustración,
educación y revelación: “La educación no le da nada al hombre que éste no
pueda alcanzar por sí mismo; le da aquello que por sí mismo podría tener,
sólo que más rápida y fácilmente. Así mismo, tampoco la revelación le da
al género humano nada que no pueda alcanzar también la razón humana
abandonada a sí misma, sino que le dio y le da las más importantes de estas
cosas, sólo que con anticipación”. g.e. Lessing, Die Erziehung des Menschen-
geschlechts [1780], § 4, en Lessings Werke, tomo 2, Aufbau-Verlag, Berlín y Wei-
mar, 1988, p. 290.
tinto al gusto formado sobre el modelo sería calificado como mal
gusto, o gusto tosco, o no suficientemente cultivado. Pero sucede
que no sólo la adopción del modelo resulta injustificada, sino que
contradice la espontaneidad y libertad que se atribuye al juicio
de gusto. Kant cree escapar a esta objeción distinguiendo entre
sucesión (Nachfolge) e imitación (Nachahmung)29, pero la sucesión
implica asumir como propia una tradición, así el objetivo no sea
simplemente el de repetirla. Así, pues, aunque la forma del juicio de
gusto no tolera la limitación de su validez al sujeto que juzga30, sería
preciso que éste se reconociese como miembro de una determinada
comunidad cultural, de tal forma que el juicio de gusto rezaría “este
x es bello para nosotros”. Y aunque ésta es una consecuencia que
naturalmente repugnaría a Kant, no veo manera de eludirla.
iv
Si ensancháramos de esta manera el hecho cuya significación hay
que precisar, y cuyas condiciones de posibilidad hay que esta-
blecer, entonces, en primer lugar, se evitaría automáticamente la
confusión kantiana entre la Analítica como Exposición del juicio de
gusto y la Deducción de los mismos. En efecto, la Exposición, o si se
quiere la Analítica de los juicios de gusto, se limitaría al estableci-
miento de las condiciones bajo las cuales el juicio de gusto tendría
legitimidad en sus pretensiones de validez universal, pero el peso
que entonces atribuiríamos al disenso nos disuadiría de dar por
hecho, a partir del mero enunciar juicios de gusto, lo que tan sólo
es una formulación de las condiciones de validez universal. Que
en general tales condiciones existan, sería, al menos en principio,
objeto de una investigación nítidamente separada en su método
de la anterior. Tal investigación recibiría el nombre de Deducción
del juicio de gusto.
iv
La complejidad de los anteriores interrogantes exige un comen-
tario más o menos detallado. En primer lugar, con toda claridad,
Kant contempla dos posibilidades de interpretación acerca de lo
que haya de entenderse por la necesidad del sentido común: según
la primera, el sentido común sería de hecho un principio constitutivo
de la posibilidad de la experiencia, incluida allí la de la belleza,
y entonces el gusto sería una facultad originaria y natural, cuya
existencia quedaría probada por el mero hecho de que emitimos
juicios de gusto. Como hemos visto, ésta es la interpretación que
atraviesa toda la CJ, y en virtud de ella Kant pretende que la Ana-
lítica cumpla simultáneamente con las funciones de exposición y
de legitimación.
iv
A mi parecer, de sus alcances y radicalidad podrían ser buenos
ejemplos, en ámbitos extra-estéticos, la duda hiperbólica cartesia-
na, o la teoría baconiana de los ídolos. La aplicación de esta máxi-
ma en el campo del gusto implica el esfuerzo de desterrar todo
influjo exterior, sean prejuicios interiorizados, autoridad externa,
consensos a la moda, o tradición. Obliga al espectador al intento de
producir un juicio propio y autónomo, y ello conlleva la máxima
relativización posible de los juicios de los otros.
iv
estar incidiendo en él, y que por ende minarían su pretensión de
valer para los otros.
Así, pues, del ejercicio de esta máxima así entendida, bien podría
derivarse la obligación de una tematización explícita de la tradi-
ción clásica, que entonces dejaría de operar como supuesto tácito.
En efecto, aunque el rechazo kantiano de las preceptivas o artes
poéticas se justifica en tanto que pretensión de argumentación de-
mostrativa en el campo del gusto, no por ello el paradigma clásico, en
tanto que modelo icónico, es rechazado. Por el contrario, se lo asume,
iv
si bien precisamente en virtud de su carácter icónico y no concep-
tual tal asunción pasa desapercibida. La perspectiva propia de la
segunda máxima permite entonces revalorar las artes poéticas, y
en general los estudios sobre estilos artísticos pertenecientes o no
a la propia tradición cultural, no ya como criterio probatorio para
zanjar disputas, sino como reflexiones que permiten comprender
mejor determinado tipo de producciones artísticas.
iv
podemos estar seguros de haber comprendido a cabalidad el juicio
de los otros, y mucho menos podemos pretender haber agotado su
repertorio. Pero tenemos derecho a preferir un juicio que reposa
sobre la consideración de otros puntos de vista, incluso si los con-
tradice.
iv
En sus albores modernos, la reflexión estética quiso persuadir a un
público específico, las capas altas de la sociedad, de que el placer,
desligado de la utilidad moral era reprobable y propio de estratos
sociales incivilizados. Junto con Platón, esta estética supo recono-
cer las potencialidades de la producción poética sobre el mundo de
las emociones; pero a diferencia de Platón, estimó que los efectos
de aquella sobre éste podían ser positivos para la formación moral.
La clave de su efectividad radicaba en el placer inherente a la ex-
periencia de lo bello, que hacía menos amargo el aprendizaje de la
virtud. Ahora bien, el paso de los criterios de “distinción” social a
los de la utilidad moral permitió la fundación de un canon estético
más objetivo y menos arbitrario. Traducido a términos lógicos, esto
significaba que sólo el placer vinculado a la utilidad moral podía
reclamar un reconocimiento no meramente individual.