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Columna Punto Omega

¿Es lícito celebrar el fin del mundo?


Por Samuel Lagunas

En las culturas antiguas algunas de las celebraciones más importantes tuvieron un


componente escatológico, especialmente aquellas relacionadas con el cambio de las
estaciones. Toda transición -todo reinicio del ciclo- dependía estrictamente de la voluntad de
las divinidades. Por eso había que darles regalos, desde objetos consagrados hasta vidas
humanas. El mañana lucía lejano y era probable que no llegara así que en algunas ocasiones
aquello se tornaba dionisiaco. No era todavía el carnaval bajtiniano ni el gang bang
posmoderno pero algo había de ello. Claro; no hay que olvidar que, a pesar de la
incertidumbre, la representación del tiempo era cíclica y, si bien había siempre el riesgo de
desaparecer (preocupación simbolizada en mitos como el del rapto de Perséfone), existían
fórmulas rituales que aseguraban el nuevo comienzo.

Algo diferente ocurrió en civilizaciones que se construyeron en una temporalidad distinta:


lineal. Norman Cohn dice que todo esto empezó con Zaratustra y hay mucho de cierto en
ello. Si la historia se acababa definitivamente no había mucho que celebrar. La fiesta habría
de venir después del caos: sería post-apocalíptica. Antes habría que permanecer con el
corazón en vela. Para el cristianismo la fiesta post-apocalíptica se imagina como la boda del
mesías con su pueblo. Aunque, si lo pensamos bien, para ese cristianismo platonizado todo
lo que hay en el cielo es puro jolgorio; aquí, en la tierra, la carne es mala; luego: ¡que sufra
la canalla! (de ahí los flagelantes que en el siglo XIII hacían su propia fiesta pública
entonando el Dies Irae, dándose de latigazos entre ellos y pregonando el arrepentimiento y
el advenimiento de la última era). Sólo así se entiende también el “nuevo” cine evangélico
apocalíptico. En la espantosa adaptación de la novela homónima de Tim Lahaye Dejados
atrás (Vic Armstrong, 2014) el piloto Rayford Steele (Nicolas Cage) planea pasar una
agradable noche con su amante una vez terminado el vuelo. Pero, ¡oh sorpresa!, eso no
sucederá ya que a mitad del trayecto se desencadena el apocalipsis: gente desaparee, fallan
los sistemas electromagnéticos. A Steele no le queda más que arrepentirse. Algo similar
ocurre en la película El remanente (Casey La Scala, 2014) donde a la mitad de una boda los
eventos que presagian el fin se desencadenan. Aunque mucho más entretenida que Dejados
atrás, El remanente no pasa de ser una pobre imitación, bajo un tamiz dispensacionalista
cristiano, de Cloverfield (Matt Reeves, 2008). Otra fiesta interrumpida por el fin del mundo
la vemos en la dramática y mucho mejor cinta española Fin (Jorge Torregrossa, 2013) donde
un grupo de viejos amigos deciden reunirse en una cabaña para ponerse al día; aquello
simplemente no acaba pues uno a uno comienzan a desaparecer misteriosamente. Sin
embargo, si de fiestas en el cielo se trata no he hallado mejor escenificación que aquella que
nos regala Kusturica en la última secuencia de Underground (1995) donde amigos y
enemigos (que sea post-mortem es lo de menos) se rencuentran en una isla solitaria, beben
juntos sin culpas ni remordimientos, oyen buena música y no cesan de bailar.

Y es que al mal tiempo también puede dársele buena cara. Tal es la premisa de la divertida
cinta inglesa Una noche en el fin del mundo (Edgar Wright, 2013) donde un grupo de amigos
regresa a su pueblo natal para cumplir una misión adolescente fallida: recorrer doce pubs en
una sola noche. A medida que avanza su etílico maratón descubren que el pueblo ha sufrido
unos ligeros cambios; el principal: un grupo de alienígenas ha remplazado a todos sus
habitantes por humanoides de sangre azul. El narcisismo y la terquedad del personaje central
Gary King (Simon Pegg) acaba por fastidiar al líder invasor y echar por la borda su proyecto
eugenésico de mejoramiento de la raza humana. La humanidad colapsa, desde luego, pero
Una noche en el fin del mundo recuerda al espectador que lo que nos hace humanos,
precisamente, es el constante fracaso individual y colectivo: civilizatorio: una conclusión
muy cercana al pesimismo de la apocalíptica judía del siglo II pero en un tono totalmente
antagónico: si fracasamos, hay que celebrar ese fracaso.

Y es que el fin del mundo, desde cualquier abordaje, no parece ser el mejor momento para
estar solo. Ése es el argumento central de Buscando un amigo para el fin del mundo (Lorene
Scafaria, 2012) donde Dodge (Steve Carell) lo único que desea es encontrar a su novia de la
secundaria y pasar con ella las últimas horas de la humanidad. En el camino se topará con
alguien mejor, Penny (Keria Knightley), cuya mano acabará agarrando en el momento último
del planeta. Happy ending, no como el angustioso y deprimente último plano de Melancolía
(Lars von Trier, 2012) donde la compañía no logra que las hermanas Justine (Kirsten Dunst)
y Claire (Charlotte Gainsbourg) logren superar sus respectivas soledades a la hora del choque
de planetas. Qué amargo. Cambiemos el sabor con aquel hilarante diálogo de la cinta Juan
de los muertos (Alejandro Brugués, 2011) donde Lázaro se ofrece para cumplir el último
deseo antes de que Juan se convierta en zombi. Qué importa que sea sexo oral si son amigos
y no hay forma de abandonar la isla infestada. Todo se hace por un amigo en medio del
apocalipsis, ésa es también la moraleja de la comedia Este es el fin (Seth Rogen, 2012):
sacrificarte, ya habrá una recompensa después: otra fiesta, claro.

Leopoldo Lugones, en cambio, en su maravilloso cuento “La estatua de sal” nos invita al
recato, al silencioso desgarro del alma que deja la contemplación de la catástrofe. El relato,
con ecos de aquel otro de Poe “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”, narra el diálogo
del monje Sosistrato con la rediviva esposa de Lot quien fue la única que osó ver de frente
las bolas de fuego cercenando su ciudad. Sosistrato insiste en saber qué es lo que vieron los
ojos de la desdichada, pero ella se rehúsa hasta que, como en un murmullo, le anuncia el
terrible secreto: el apocalipsis en tanto revelación. Sosistrato, como quien dice, no la cuenta,
y cae muerto al enterarse de la verdad. El encuentro con la catástrofe acabó por aniquilarlo.
Mucho más halagüeño es el desenlace de otro relato no menos espléndido titulado
“Demonzilla” escrito por el mexicano Rodolfo JM. En él, dos demonios se encuentran para
lo que indica será la última batalla en el planeta. Sin embargo, en vez de atacarse con fuego
y hechizos sobrehumanos “los monstruos se abalanzaron el uno contra el otro y se fundieron
en un abrazo” (180). Fue una supernova. La civilización colapsa y los personajes del relato
se descubren en una Patmos -sí, la isla donde Juan escribió el Apocalipsis- totalmente nueva
a donde llegan viajeros de otros lugares: “traen consigo historias, hablan de criaturas
prodigiosas y lugares increíbles, hablan de un mundo nuevo floreciendo en todas partes.
Mejores noticias no podríamos tener” (181).

¿Es lícito celebrar el fin del mundo? Que cada quien haga lo que le plazca, el apocalipsis es,
todavía, un tiempo de libertad.

JM, Rodolfo. “Demonzilla”. Tierras insólitas. Antología de cuento fantástico. Selección de


Luis Jorge Boone. México: Almadía, 2013 pp. 173-181.

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