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REMEMBRANZAS

(Recuerdos de “El Pati de la Llimona”)

Por

MAGDA R. MARTÍN

Rememoro las horas de ocio. Largas horas de tibios atardeceres desde la


primavera hasta ya entrado el otoño. Años antiguos, cuando la pubertad
construía logros de sueños. Años templados, de calma silenciosa, pacífica. La
ocupación constante de nuestros mayores para sobrevivir en aquel tiempo
difícil, no daba lugar a regocijos ni alborotos. La migración forzada, obligaba
a permanecer en ciudades desconocidas. Era necesario adaptarse.

En aquella diáspora que empujó a tantos a trasladarse de un lugar a otro


-unos para olvidar, otros para salvar su vida y otros por no poder retroceder-
había que seguir, la vida era una rifa. A mi familia le tocó en suerte la ciudad
catalana y en aquella vivienda desangelada del barrio gótico de Barcelona,
milagrosamente no destruida por las bombas que habían destrozado edificios
contiguos, comenzaron a fijarse los recuerdos de mi infancia.

Desde uno de los estrechos balcones, la niña de trenzas largas y


rubias, inspeccionaba el cuadrado patio que se divisaba desde la altura de un
tercer piso. El intenso recuerdo abarca una década, desde los cuarenta y cinco
hasta los cincuenta y cinco del siglo XX después, el recuerdo se difumina.
Llegó la adolescencia que traía agarrada de la mano a la juventud. Todo era
nuevo, extraño. Los sucesos se habían llevado escondidos en secreto los
exiguos recuerdos de otras ciudades, de otros momentos, de risas, de playas y
de secanos. Estaba allí, en una ciudad nueva, en un ambiente desconocido sin
saber por qué. Asomada a los balcones, buscaba una belleza caritativa que
permitiera el olvido de una truncada estabilidad perdida entre las páginas de
una vida todavía desconocida para mí. Era una flor trasplantada. Me habían
cambiado de jardín sin consultarme y aquella niña rubia de trenzas largas, se
marchitaba asomada a los balcones.

En esa búsqueda de algo hermoso que me ayudara a plantearme una vida


futura desde una optimista perspectiva, descubrí en el ángulo izquierdo de
aquel patio cuadrado, medio escondido en un rinconcito que se divisaba desde
el pequeño balcón, un árbol, único, solitario, poco frondoso. Me pareció que,
como a mí, le rodeaba la tristeza y desde aquella distancia que nos separaba
comencé a hablarle, a sincerarme con él, nos hicimos amigos. No sabía qué
clase de árbol era hasta que, un día, vi con una alegría inmensa, como entre
sus ramas asomaba un hermoso limón amarillo. ¡El árbol seguía vivo! Aún
con la tristeza que lo rodeaba, con el recuerdo todavía cercano de las bombas
que habían destruido los muros, las ventanas por donde –quién sabe quién-
había disfrutado de su vista, como yo ahora, él estaba allí. Con la savia como
sangre renovada corriendo por sus ramas. Si ya me gustaba asomarme a los
pobres balcones para admirarlo, a partir de entonces, se hizo imprescindible.

Un día, al interactuar con vecinos, unos autóctonos otros no, pude saber
que a aquel patio cuadrado, pequeño, solitario, rodeado de dos edificios
destruidos por las bombas que en aquella actualidad solo tenía como únicos
inquilinos un montón de gatos y ratones que se paseaban por los tejados y sus
interiores desvencijados unos cazando y otros escapando, lo llamaban “el pati
de la llimona” No podía ser otra cosa: “el patio del limonero”

A partir de entonces, comencé a fijarme en aquel reducto extraño desde


la óptica del conjunto. Lo mismo que si aquel “Pati de la Llimona” fuera un
novio que me había presentado a su familia. Debía estudiar cada espacio, cada
hecho, cada color, olor o situación. Se llegaba a él a través de una calleja –
calle San Simplicio, bocacalle de la calle del Regomir donde las fachadas de
cuatro edificios unidos entre sí, formaban el cuadrado del patio, dos de ellos,
en ángulo, eran los que habían sido alcanzados por las bombas, los otros dos,
en el ángulo opuesto, permanecían enteros. En el que se encontraba frente a
una de las fachas derruidas, es donde pasé parte de mi infancia hasta mi
primera juventud.

Contemplaba durante horas aquellas ventanas sin cristales, los muros


derrumbados sobre las habitaciones, ahora vacías, y daba libertad a mi
imaginación para que diera vida a supuestos habitantes de aquel lugar. En uno
de los primeros pisos con menos desperfectos que el resto, una balconada de
piedra bien conservada me hacía soñar con damas de polisón y niñas de rubios
tirabuzones. Ahora solo existía quietud, escombros y suciedad. Las viviendas
eran esqueletos de algo que fue en otro tiempo y, con tristeza, pensaba como
en la vida todo desaparece, todo cambia, todo se olvida.

Nostálgica remembranza de años abriéndome a la vida. Atardeceres


silenciosos, tranquilos, rotos por el chirrido de las golondrinas que volaban en
bandadas, admiradas por mis ojos de niña nueva, de ciudad nueva, de casa
nueva, de esperanzas nuevas… Desde la ventana de la cocina de aquel lugar
alejado en el tiempo que un día fue mi hogar, mientras la madre, ajena a tanto
sueño irrealizable, preparaba la cena, mi mente idealizaba quimeras.

Así, la vida misteriosa pasó. Solo quedó un reguero de sueños que, en


este momento de mi ancianidad, se ha convertido en palabras.

“El Pati de la Llimona” era así. El que yo recuerdo.- MAGDA

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