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El mito del progreso uniforme de la sociedad y su

arquetipo de “modernización”
El presente artículo, al que corresponde tan sólo un papel introductorio,
pertenece a la serie “Acumulación de Capital y Desarrollo Desigual y
Discontinuo de la Economía Mundial”. En las sucesivas ediciones de la
revista iremos publicando el material restante.

De nuevo el infierno, dentro de la civilización. Reaparece la barbarie, pero


naciendo de nuevo de la entraña de la civilización y formando parte de ésta; es,
por tanto, una barbarie leprosa, la barbarie como lepra de la civilización.
K. Marx, "El Salario"

Ante todo, queremos que el lector entienda que cuando empleamos los términos
“capitalismo” o “sociedad burguesa” no nos referimos evidentemente a ningún
arquetipo, a ninguna esencia inmutable o a una estructura material que exista
independientemente de los hombres, de sus relaciones y acciones. La mayor
parte de nuestras afirmaciones se formulan dentro del estado actual de la
sociedad y la economía (considerando su génesis y desarrollo) y, por lo tanto, no
pretenden ser definitivas. Aquí no se trata de enunciar verdades eternas, sino de
describir el fondo común sobre el cual se yergue toda existencia “económica”,
“cultural” o “política” singular. Aunque elaboramos un modelo de funcionamiento
del modo de producción capitalista, no consideramos el modelo como una
realidad sino como un conjunto de abstracciones y de ficciones que nos permiten
esclarecer la situación y el funcionamiento de las formaciones económico-sociales
concretas. El conocimiento del modelo no nos ahorra el paso al análisis histórico
concreto de cada formación económico-social particular, sino que lo prepara y
contiene (ya que, entre otras cosas, este paso constituye la condición principal
de su verificación o falsación).

Hasta nuestros días, la economía y la sociología burguesa han lucubrado distintas


versiones del desarrollo que promueven una noción mítica de la evolución y del
cambio social. Según una ellas, la que nos proponemos criticar en las siguientes
páginas, el progreso de las sociedades sigue un patrón uniforme y todas en su
marcha hacia la civilización urbana e industrial se amoldarían a un arquetipo de
‘modernización’ de validez universal cuyo alcance envuelve una serie de etapas
sucesivas que es indispensable agotar para acceder a las instituciones y formas
sociales propicias a una “sociedad del desarrollo y el progreso democrático”. La
teoría ortodoxa (liberal) sugiere, por ejemplo, que el subdesarrollo es una
condición necesaria para poder evolucionar hacia el desarrollo y el monetarismo
postula que el atraso se debe a la ineptitud de los gobiernos de los países
“subdesarrollados” y a la escasa preparación de un empresariado nacional. Para
estas corrientes y para la sociología funcionalista, en efecto, el desarrollo social
es un proceso lineal que discurre en una dirección precisa. Lo describen como un
fenómeno universal por el que se pasa de una sociedad tradicional o premoderna
a una sociedad industrial avanzada. La sociedad se transforma hasta que
adquiere los tipos de tecnología y de organización social que caracterizan a las
naciones industrializadas, económicamente prósperas y relativamente estables
en lo político, del mundo occidental.
El funcionalismo y la teoría económica ortodoxa, que comparten un punto de
vista estático, conciben la sociedad como una estructura en permanente
equilibrio y, cuando lo pierde, tiene que recuperarlo o encontrar uno nuevo: a
sus representantes les importa en esencia la estructura en equilibrio, no el
cambio social. En efecto, la óptica estática implica la reducción de la realidad a
los principios de equilibrio que soportan el modelo unívoco de la sociedad
“moderna”, separándola de los procesos que han concurrido a su formación y de
las relaciones contradictorias que dislocan sus equilibrios, desintegran sus
estructuras y las movilizan hacia estados críticos o, eventualmente, abren la
posibilidad objetiva de pasar a formas de organización superior: la necesidad de
equilibrio y el “temor al vacío” absorben todos los elementos del modelo y lo
purgan de los factores dinámicos y contradictorios que están presentes en la
realidad. Este modelo, como, ciertamente, ocurre con todos los modelos, parte
de ciertas ficciones, tales como la no existencia de cambio en la sociedad
tradicional-rural (1) y la superposición en ella de situaciones muy distintas, como
las sociedades tribales, las gentilicias, feudales, etc. No tiene, por tanto, nada de
extraño que dicha teoría omita el hecho de que el capitalismo, en el curso de su
desarrollo y expansión mundial, efectúa la hibridación de formaciones sociales
aparentemente alógenas como uno de los mecanismos de incorporación de sus
relaciones de producción en las sociedades económica y técnicamente
retrasadas. Por otra parte, no explica las causas de las modificaciones o
transformaciones que se darán en la sociedad urbana-industrial (presentada
apologéticamente como “el orden social final” (2, así como las de las notorias
divergencias que hay en las formaciones sociales que han tenido lugar en la etapa
industrial. Otro de los aspectos más curiosos del modelo, que también ha
explotado hábilmente la teoría del ‘fin de las ideologías’, es que la lucha, tanto
de clases como ideológica, queda reducida al período transicional. Es inútil añadir
que se entiende a los países subdesarrollados como sumergidos en ese período.
Tienen, en resumen, una representación estática que da una imagen arquetípica
del capitalismo demasiado distanciada de su evolución real.

Toda la “teoría” del desarrollo económico de los diversos autores matriculados en


estas tesis consiste en una aplicación mecánica del modelo británico o
norteamericano a los procesos en que están involucrados los países que han
llegado tardíamente al capitalismo; de hecho, el desarrollo del mundo se reduce
y se homologa a un esquema idealizado del proceso de industrialización
producido en Gran Bretaña y los Estados Unidos. El empleo del referente de
industrialización británico y europeo ha conducido a estas dos corrientes y al
funcionalismo sociológico a plantearse el problema de si existen unas etapas por
las que atraviesa una economía - desde las formas más simples de organización
y producción hasta las complejas organizaciones productivas - hasta acceder al
nivel de los países industrializados modernos. (3)

Dicho referente induce erróneamente a pensar que el paso al sistema industrial


está precedido por varias primeras etapas de desarrollo económico linealmente
alcanzadas: la primera de ellas se caracterizaría por el predominio de la
agricultura; más tarde la economía se desarrollaría, al adquirir mayor
importancia los sectores industriales y de servicios. Estos últimos (entre los que
se incluyen la administración, la defensa, los transportes, el comercio de bienes,
las finanzas, los seguros, la banca y todas aquellas actividades que no implican
la fabricación de bienes) ya habrían existido en todas las sociedades civilizadas
del pasado, pero ahora, es decir, con el tránsito al sistema industrial (o
capitalismo), consiguen especializarse y diferenciarse en mucho mayor medida.
Estamos hablando, por tanto, de una teoría del cambio social en tres etapas.
La primera etapa corresponde a la sociedad tradicional-rural, luego viene una
etapa de transición y finalmente una etapa industrial-urbana. La primera etapa -
o tradicional-rural - se supone que corresponde a una sociedad integrada,
ordenada y sin cambio. En el periodo de transición se producen grandes
transformaciones, lucha de clases, conflictos ideológicos, etc. En la etapa
industrial-urbana, que se supone es la etapa final, única y convergente, se
reordena otra vez la sociedad mediante un nuevo sistema, más complejo, de
división del trabajo, y con ello se instala un nuevo orden, aunque de índole
distinta, como en el período de partida. (4)

Para ellos, en efecto, todas las sociedades, regiones y países del mundo seguirían
el mismo camino y cubrirían gradualmente las mismas etapas. Los países que no
se amoldan a ese modelo son calificados inmediatamente como naciones
retrasadas respecto de los países que primero se han desarrollado. Estos países
son agrupados bajo el nombre genérico de “países subdesarrollados”: la escasez
o falta de capital habría causado en sus economías una depresión crónica, cuya
solución residiría en una gran inversión de capital en ciertos sectores claves que,
junto con la fuerza de trabajo ilimitada, podría producir lo que Walter W. Rostow
denominó el “despegue”.

Sin embargo, a medida que la investigación socio-histórica marxiana ha


profundizado en las condiciones de formación de la sociedad industrial y en las
líneas concretas tomadas por la transición del feudalismo al capitalismo, se ha
evidenciado que el crecimiento equilibrado supuesto como arquetípico en los
países avanzados sólo existía en la imaginación de los creadores del modelo. El
modelo ha sido concebido, en efecto, para que el capitalismo disponga de una
base de sustentación autosuficiente circunscrita a la economía de las naciones
industrialmente avanzadas y para que su evolución sea considerada sólo en
relación con ellas. El sistema como tal supliría por sí mismo sus necesidades y
funciones y, de hecho, al acceder a cierto estadio de desarrollo, en el que
presuntamente conseguiría depurar a la organización social y económica de los
vestigios de la sociedad tradicional, habría introducido todos los contrapesos
capaces de compensar y contrarrestar sus disfunciones y conflictos y, por lo
tanto, de preservar indefinidamente un estado de armonía entre sus diversos
elementos (aún admitiendo la posibilidad y eventualidad de perturbaciones
pasajeras). Las apreciaciones e hipótesis de base incluidas en el modelo, que se
representan el capitalismo como un sistema que se desarrolla desde un núcleo
generador idéntico y prosigue un avance homogéneo hasta alcanzar unas formas
iguales en todos los países - formas a las que se asocia la consecución del
equilibrio - son rotundamente falsas y ocultan las desigualdades y desequilibrios
ocasionados tanto por la estructura material conflictiva y de clase que le es
inherente (cuya negación es, precisamente, una de las condiciones basilares del
modelo) como por la necesaria diferenciación de los lugares, rangos, funciones y
características de las economías nacionales y regionales dentro del circuito
capitalista mundial. En general, puede decirse que una teoría que ignore u omita
- sin que cuente mucho si lo hace de modo inconsciente o deliberado (5) -
condiciones determinantes o sectores y fenómenos relevantes de la realidad no
es digna de llevar el nombre de ‘científica’. Juzgamos que una teoría sólo puede
considerarse tal cuando muestre tanto las raíces de esta diferenciación cuanto
las conexiones funcionales celebradas entre sus partes. La economía mundial es,
ciertamente, un sistema unitario de producción-reproducción y no una simple
yuxtaposición de economías nacionales susceptibles de desarrollarse
independientemente.
Según lo observamos en otras publicaciones (6), el capitalismo engendra de modo
continuo y en grado cada vez mayor no sólo a una masa desapropiada de medios
de producción - el proletariado - no sólo crea la anarquía de la producción, el
desarrollo desproporcionado de los distintos sectores económicos y las crisis
generales dentro de cada economía nacional - y también, cada vez más, en el
plano mundial, a medida que la economía se interrelaciona y se hace más
interdependiente - sino regiones perpetuamente empobrecidas y
superexplotadas de las que extrae más valor del que arroja dentro. Tales
regiones están adscritas estructuralmente a los circuitos metropolitanos de
reproducción del capital y, por la misma razón, están condenadas a vivir a
perpetuidad bajo un estado de atraso y subordinación al capital imperialista que
busca en ellas una fuente de redituabilidad más alta y compensaciones a la caída
de su tasa de ganancia (ocasionadas por la sobreacumulación del capital cada
vez más centralizado y el aumento de la composición orgánica). El capitalismo
nunca hubiese podido existir por mucho tiempo como una economía nacional
cerrada, sólo existe y se desarrolla fundamentalmente por el entrelazamiento de
las diversas economías locales en una sola economía global, cada una de cuyas
partes tiene funciones precisas y diferenciadas en la reproducción del capital. La
composición de dichos circuitos puede variar - y, de hecho, ha variado
significativamente con arreglo a los ciclos sufridos por el capital metropolitano, a
los procesos de cambio e industrialización experimentados por las naciones
menos progresivas y las alternaciones de poder en el sistema imperialista
mundial - pero jamás cambian de naturaleza.

La clave del capitalismo es la unificación de la historia de la humanidad y la


configuración de un sistema de relaciones de producción único que explica el
desarrollo contradictorio de la economía mundial. En efecto, tal como lo prueba
la investigación empírica, el principio en que descansaba el modelo era válido
para GB, pero no lo ha sido para los demás países capitalistas modernos ni
siquiera para algunos de los que hoy se ubican en el centro del sistema económico
mundial. Al partir de un sistema industrial y comercial mundial ya desarrollado,
los referentes y condiciones del desarrollo capitalista tardío se alteraron, no
respondían ya al esquema etapista del progreso técnico y económico, sino a otra
lógica, la que imponía el desenvolvimiento de la acumulación de capital dentro
de los circuitos internacionales de reproducción comandados y dinamizados
desde las metrópolis. El hecho de que al analizar los procesos de desarrollo de
los países industrializados se verifique la coincidencia puramente formal de que
éstos también fueron en algún momento ‘subdesarrollados’, parecería confirmar
la pertinencia del modelo ortodoxo. Muy pocos, en efecto, han escapado a la
ilusión del progreso; la gran mayoría de los teóricos y analistas del desarrollo
capitalista se han dejado tentar por la creencia de que la exposición histórica de
las condiciones que hicieron posible el paso a la “modernidad” en las primeras
metrópolis es también una exposición de las condiciones que, aún en nuestros
días (en los días del imperialismo), consienten homogéneamente el ingreso a una
sociedad del conocimiento y del progreso tecnológico a los recién llegados a la
tierra de promisión del capitalismo. Nada hay más falso, como lo atestigua el
cuadro trazado anteriormente por otras intervenciones y lo corroborará más
tarde el desarrollo del análisis.

Como lo aclarará nuestra exposición, la marcha del capitalismo es contradictoria


y hace que la consideración aislada de las propias nociones de “subdesarrollo” y
de “progreso”, propia del pensamiento abstracto-formal que no admite la
posibilidad de reproducir intelectualmente lo concreto real y se limita entonces a
la mera elaboración de representaciones que sólo captan las conexiones externas
y reflexivas de la materia, sea epistemológicamente improcedente e
históricamente irrelevante. Epistemológicamente (es decir, desde el prisma de la
estructura lógica y conceptual que trata de captar y reproducir la estructura de
lo real), porque se trata tan sólo de dos facetas inseparables del desarrollo
capitalista mundial unificado, continuamente reproducidas por este modo de
producción a escala ampliada y en cuyo seno cada una de las economías locales,
nacionales y regionales ha encontrado un lugar y una función determinados por
su relación con el todo. Porque tienen, a lo sumo, una validez descriptiva, pero
resultan incapaces de explicar cabalmente la condición de los países de la
periferia y las modalidades de evolución de las sociedades dentro del capitalismo
contemporáneo (en realidad, el “subdesarrollo” es a la vez una condición y una
consecuencia necesaria del desarrollo capitalista). Históricamente, porque no hay
sociedades más o menos desarrolladas (o mejores) que otras sino distintos tipos
de sociedades fundamentadas en modos de producción diversos. Lo que distingue
a unas sociedades de otras son los distintos modos de producir y satisfacer sus
necesidades: toda organización y asignación del tiempo de trabajo por la
sociedad implica al mismo tiempo una manera específica de pergeñar, distribuir
y cumplir las múltiples funciones sociales que tienen cabida en su interior.

Todas las ideas de ‘evolución’ y ‘progreso’ parten invariablemente de un


desconocimiento de la especificidad de cada sociedad. A todas ellas subyace la
noción de que las sociedades marchan impasible e indefectiblemente desde unas
formas de organización y de tecnología más simples e inferiores a unas más altas
y complejas, es decir, de que realizan una evolución marcada por un telos que
viene predeterminado desde el comienzo. Influenciada irresistiblemente por
factores naturales análogos a los motivos de especificación genética en los seres
vivos, la evolución de los fenómenos sociales estaría completamente
determinada por las condiciones iniciales. De ello se sigue esta otra idea: la de
que la última forma social conocida puede tomar verosímilmente sus propios
patrones internos de desarrollo comos pautas y parámetros válidos para medir
el “progreso” de otras sociedades y épocas. Presumiendo poseer la clave para
descifrar el meollo de la historia y de la sociedad, historiadores, sociólogos y
economistas han corrido a aplicarlos extemporánea e indiferentemente a modos
de producción y períodos históricos que diferían esencialmente de las sociedades
de las que partían por sus estructuras, relaciones e instituciones y donde, por
tanto, los fenómenos, hechos y formas sociales que examinaban tenían funciones
y fines - - y, en consecuencia, significados - distintos. En realidad, tales pautas
y parámetros no son comunes, las sociedades que se comparan no tienen una
misma unidad, sus estructuras, necesidades y problemas no se corresponden
absolutamente entre sí y, por lo tanto, cualquier procedimiento que intente
reducirlas a un término unívoco resulta irracional y arbitrario. Sólo hay un punto
de vista desde el cual el concepto de ‘progreso’ puede ser racional: el de la
relación que media entre el presente - y la actualidad de nuestro mundo - y el
futuro, cuando éste se refiere a las satisfacciones, facultades y posibilidades que
pueden - y, a juicio de nuestros contemporáneos, deben - desarrollarse para
potenciar al máximo el ser y la libertad de cada hombre. En efecto, los avances
logrados en la época actual, los mayores conocimientos de que dispone este siglo
y las conquistas realizadas poco o nada importan a nuestros antepasados (y a
los problemas, necesidades y circunstancias que ellos vivieron), sólo cobran
sentido en relación con nuestro futuro, con la resolución patente de nuestros
problemas. Los temas del desarrollo y del progreso solamente tienen sentido
para los hombres y mujeres de una sociedad concreta, pero no lo tienen en
general para toda la humanidad ni en todas las épocas. ¿Qué sentido tiene el
planteamiento de la presunta ‘superioridad’ del desarrollo de las fuerzas
productivas y los medios técnicos de la época capitalista en relación con las
sociedades precedentes? La respuesta es: sencillamente ninguno. Para el siervo
o el noble medieval, para el egipcio antiguo, el esclavo romano, el mandarín de
la dinastía Ming, el campesino mesopotámico o el soldado de la caballería de
Gengis Kan - cuyos problemas y horizontes pertenecían a sociedades con
relaciones, instituciones, necesidades e intereses completamente distintos - tal
comparación resulta absolutamente fútil y desprovista de sentido. Estas cosas
sólo pueden resultar de importancia e interés para nosotros, hombres y mujeres
de la época actual. Pero el capitalismo es egocéntrico y quiere ufanarse de su
poderío y de su fuerza incluso con los muertos.

Por eso cada vez que hemos intentado explicar el estado de relativo retraso - o
el avance - del llamado Tercer Mundo, en la medida que también son categorías
y modalidades del desarrollo capitalista, hemos debido considerar las peculiares
formaciones económico-sociales de los países que lo conforman al interior de la
totalidad del capitalismo mundial. El recorrido realizado por estos países parece
seguir cauces “anormales” sólo en virtud de la preponderancia de un enfoque
etnográfico y etnocentrista que ha tomado el curso evolutivo del capitalismo
europeo - y, particularmente, del inglés - como el modelo per se del desarrollo
capitalista. Pero la realidad burguesa es histórica y se resiste a ser reducida a
momentos específicos de su desarrollo, por importantes que éstos sean para la
evolución ulterior. Si incluimos la historia veremos que el desarrollo del
capitalismo tardío ocurre en un contexto en el que el capital ha llegado ya a su
fase imperialista; en un contexto en el que cada formación social, con sus
relaciones y características singulares, está determinada en todos sus aspectos -
políticos, económicos, sociales - por el circuito económico configurado por el
capitalismo imperialista. En este sentido, el capitalismo sólo existe y es
comprensible como totalidad y, en consecuencia, la tesis enunciada por Rosa
Luxemburg y sostenida por Onorato Damen y otros a comienzos del siglo XX
acerca de que los ‘Estados nacionales’ que se han formado luego del ascenso
imperialista son incapaces de vida, halla una confirmación cabal.

Pero también conviene subrayar que el capitalismo que conocemos hoy es el


resultado de su propia evolución histórica. Es, sin duda, un sistema económico-
social que ha unificado el mundo como totalidad, pero, al mismo tiempo, es un
organismo vivo cambiante y en desarrollo, capaz de moldearse flexiblemente
según los accidentes del terreno, la atmósfera, el ambiente y la cultura en que
debe implantarse, que toma sus formas de las circunstancias históricas (luchas,
costumbres, idiosincrasias, procesos, condiciones y conflictos) en que este mismo
desarrollo tiene lugar. Es más, los agentes de que se sirve y las circunstancias
en que se apoya varían significativamente de una latitud a otra. No hay cabida,
por tanto, para la noción de “capitalismo deformado” - de uso tan corriente entre
sociólogos, economistas e historiadores - y aplicada ritualmente al análisis de
formaciones sociales en las que no se cumplen con exactitud mecánica las
mismas condiciones de génesis y desarrollo conocidas por las economías
centrales, noción a la que, por lo demás, subyace la creencia sin fundamento de
que el capitalismo tiene unas formas y sigue unas vías invariables. El ‘capitalismo’
es, ciertamente, un término unívoco que conviene a todas las formaciones
sociales singulares dotadas de una estructura productiva caracterizada por la
generalización de la producción mercantil, el trabajo asalariado, la concentración
de los medios de producción y la producción de plusvalía, pero no obedece - ni
cumple - en su evolución y desarrollo una predeterminación genética presente
en dicha estructura, tendiendo inexorablemente a una meta o amoldándose a
unas formas y vías de desarrollo precisas. Cuando declaramos haber encontrado
tanto en los casos de avance tecno-económico, cuanto en los de “subdesarrollo”,
la acción de las mismas leyes y fuerzas, nos referimos al carácter intrínsecamente
contradictorio e incluso paradójico de esas leyes en cuanto son las responsables
de la unidad e interdependencia del atraso y del progreso en el desarrollo del
sistema capitalista como totalidad.

Si bien la sociología y la historiografía eurocentrista ubica los orígenes de la


contemporaneidad en el ciclo revolucionario iniciado en 1789 (Revolución
Francesa), enmarcándola más adelante en los cambios estructurales asociados a
la disolución del Antiguo Régimen, entre el comienzo de la modernidad y el
mundo contemporáneo, presuntamente emergido en esa época, se verifica la
unidad de la génesis y desarrollo del capitalismo y de su Estado de derecho. En
efecto, a partir del iluminismo settecentesco tiene lugar una nueva suerte de
racismo y colonialismo al que se liga la imposición de los esquemas institucionales
y culturales de Occidente como paradigmas universales de la “humanidad
progresista”. Al igual que el catolicismo propugnara en el medioevo el sueño de
una cristiandad europea hegemónica, el pensamiento iluminista acepta la
designación de un ‘pueblo elegido’ en la historia, buena plataforma, como lo ha
advertido Amadeo Bórdiga:

de una nueva suerte de racismo y nacionalismo [que] no se puede introducir


sobre bases distintas de aquellas sobre las que se apoyaron las construcciones
mítico-filosófico-científicas tradicionales y conformistas, encerradas todas dentro
del confín de la cultura burguesa. La guía es tomada por el pueblo que por
primera vez ha descubierto en sí la “fuente inmanente” de la moral social y de la
civilización. Erigiéndola en “cultura nacional” ha tomado la facultad de ordenarse
armónicamente a sí mismo sobre la base de leyes naturales y la de irradiar sobre
los pueblos retardatarios estas “conquistas” iluminadoras.

Aun cuando los criterios de periodización y distinción empleados para delimitar


cada una de las épocas o fases de la evolución social y cultural son vinculados
por las diferentes historiografías nacionales a su propia singularidad histórica, el
aspecto determinante del mundo desde la modernidad en adelante es la
unificación de la historia mundial a partir de unos mecanismos de mercado y
producción de valor cuya universalidad (7) consentía y reclamaba integrar a los
pueblos, etnias, categorías económico-sociales y culturas más disímiles de la
Tierra, volviéndolos cada vez más interdependientes y entrelazándolos en un solo
sistema de reproducción económica global. A partir del siglo XV y,
particularmente, del descubrimiento de América, se registra un proceso de
creciente internacionalización de todos los ámbitos de la sociedad y la vida
humana, hasta desembocar en la actual mundialización. No es, por tanto, extraño
que hoy coexistan una multiplicidad de formas sociales y variedades culturales
precapitalistas relativas a las sociedades pre-industriales y tradicionales con las
formas propiamente modernas del capitalismo recién introducido por el proceso
expansivo y hegemónico de las metrópolis.

Aunque la unificación del mundo coincide - y es soportada - por la


universalización del modo de producción capitalista, las formaciones sociales que
nacen y se desarrollan a partir de su expansión no siguen un patrón uniforme ni
repiten un modelo previo de economía y de sociedad. Nada como la
contemporaneidad, en la que han llegado a convivir formaciones económico-
sociales y culturales tan diversas, demuestra la no linealidad del tiempo histórico,
regla que es tan válida para el presente como para el pasado. Ahora bien, no
obstante afirmarse y expandirse a través de un mestizaje e hibridación social,
económico y cultural, que lo hace servirse insensiblemente de las fuerzas y
categorías locales para potenciar al máximo posible sus formas universales, el
capital va desplazando de modo paulatino pero seguro las formas y variedades
sociales tradicionales, con las que se encuentra inevitablemente en un comienzo,
a medida que las fuerzas económicas provenientes de sus ciudadelas avanzadas
y los elementos burgueses que brotan de los implantes capitalistas “nacionales”
introducen y consolidan las suyas, sin que, empero, desaparezcan - y, más bien,
se intensifiquen - los desequilibrios y peculiaridades técnicas, financieras,
sociales, económicas y políticas que las separan (en cuanto periferia) de las
metrópolis imperialistas.

La transición del mundo localizado apegado a sus formas vernáculas a una Era
social dinámica, cosmopolita y universalista se asocia, pues, a dos procesos
fundamentales: la aparición de la sociedad capitalista, cuyos gérmenes iniciales
y primeros síntomas se forjaron sobre todo en los Países Bajos, la Liga Hanseática
e Italia, y adquiriría un carácter triunfante en Gran Bretaña con la
primera Revolución Industrial; y las revoluciones burguesas, que irán
impulsando, en lo económico, la evolución hacia una estratificación social de clase
y ya no estamental y, en lo político, la validación de fórmulas de organización del
poder diferentes de las del Antiguo Régimen. Para entender la discontinuidad y
desigualdad que desde entonces caracterizarían el desarrollo económico, técnico
y estatal al propagarse por todo el mundo los principios de la burguesía, resulta
procedente una distinción y diferenciación por periodos y fases de desarrollo no
tanto en virtud de las particulares sociedades y economías nacionales, sino de
las modalidades que reviste en cada uno de tales períodos la estructura del
mundo como globalidad, condición de la que es responsable, ante todo, el
capitalismo.

Pero incluso la inserción de las sociedades periféricas a la corriente mundial del


capitalismo (y, en general, la de aquellas en las que la formación de la burguesía
no se ajusta a los cánones clásicos de Occidente) tiende a darse - en el contexto
de la internacionalización económica - de un modo completamente diverso al
ocurrido en el centro y sin pasar por las mismas etapas. De hecho, la mayor parte
de las sociedades periféricas o de capitalismo tardío jamás conocieron el
movimiento revolucionario burgués que partiendo del Renacimiento, pasando por
la Reforma Protestante, hasta arribar a la Ilustración y la Revolución francesa,
derrocaron y destruyeron la sociedad y la cultura feudales y crearon desde
abajo las condiciones culturales, psicológicas, sociales y políticas que permitirían
la afirmación hegemónica del capitalismo. En tales latitudes la burguesía nació -
y actuó ya desde el comienzo - como una clase contrarrevolucionaria asociada a
los poderes tradicionales, a los monopolios locales estatalmente garantizados y
al capital monopolista internacional y estuvo y permaneció, por tanto,
directamente enfrentada a las clases subalternas, tanto a las que tenían un origen
precapitalista cuanto a las que resultaban del propio desarrollo del capitalismo.
Antes que alentar el movimiento y las aspiraciones sociales emancipatorias de
estas últimas frente a las castas y estamentos dominantes precapitalistas, su
alianza vital con los elementos latifundistas, burocráticos, clericales e
imperialistas la forzaba a reprimirlos despiadadamente y a privarlos de toda
forma de expresión autónoma. Esta burguesía tenía carácter epifito: carecía de
toda tradición social y cultural que la arraigara profundamente a la vida de la
sociedad, no provenía de un proceso autóctono o no tenía un origen social
independiente y casi siempre aparecía desprovista de una formación ideológica y
política desarrollada en la lucha conjunta de las viejas clases subalternas contra
las estructuras de poder y dominación propias de las formaciones precedentes
que le hubiese conquistado un reconocimiento amplio como clase dirigente de la
nación. Era, pues, una clase sin hegemonía ideológica, sin raigambre social,
ajena a las costumbres y los intereses de la mayoría de la población, cuya vida
y actividad no se habían entrelazado aún a la urdimbre y el proceso vital de la
sociedad, cuyas realizaciones, formas de pensar y de sentir no se habían
comunicado todavía al sentido común y, por lo tanto, era y debía ser, en la
búsqueda de su propio destino y ser históricos, la enemiga acérrima no sólo de
todo movimiento revolucionario, sino de cualquier manifestación independiente
de vida en la sociedad. Frecuentemente, esta burguesía era el producto artificioso
de cálculos y especulaciones financieras concebidas en las metrópolis, de
movimientos comerciales y bancarios ligados a los grupos dominantes
tradicionales interesados en hacer fortuna o en incrementar sus caudales
mediante el fomento de monopolios y empresas locales celosamente protegidas
por las autoridades gubernamentales. Su extrema fragilidad hacía que,
contrariamente a lo sucedido en Europa, el ascendente capitalismo periférico se
valiera oportunistamente de muchas de las categorías y formas sociales
existentes hasta entonces y que sus agentes “nacionales” se ligaran directamente
a intereses e ideologías de clases dominantes no capitalistas. El carácter epifito
e incipiente de su propia formación los obligaba a apoyarse en fuerzas
preburguesas y a acudir con frecuencia a viejos mitos y sentimientos “nacionales”
(raciales y étnicos) con raíces extrañas a su propia formación histórica. Nacida
en un ambiente en el que debía convivir con los elementos y estructuras del
pasado, la burguesía de la periferia capitalista no podía confiarse tan sólo a sus
propias fuerzas en su esfuerzo esencial por consolidar sus posiciones e intereses
en la sociedad y en la esfera política del dominio. Quizá por ello - y más a menudo
de lo que probablemente deseaba - estaba compelida a adoptar las corrientes
culturales del pasado que podían rendirle un servicio tangible en la contención
ideológica y política del emergente proletariado (sin poder desechar por completo
las que le eran adversas), consagrándose, en fin de cuentas, menos a la crítica
y demolición del pasado que a asimilárselo sin más.

En todos los casos, con más o menos conflictos o adiciones de la cultura


occidental, las corrientes empeñadas en su promoción se concentraron en
integrar cada una de las partes de la sociedad a las nuevas estructuras más que
en cambiar el pasado; y, al final, consiguieron que la sociedad se adaptara,
aunque no siempre de modo pasivo, a su nuevo destino, buscando, ante todo y
principalmente, el acceso a una organización industrial relativamente eficaz, a un
sistema de ciencia y tecnología y a unas instituciones políticas apropiadas a las
circunstancias de un universo social que progresivamente sería modificado por el
urbanismo, el comercialismo a ultranza, el trabajo asalariado, la masificación y
la creciente mecanización del trabajo y de las diversas esferas de la actividad
social. Todo se hizo fundamentalmente desde arriba, a menudo, aunque no
siempre, sin atravesar por una fase previa de luchas y transformaciones
culturales y políticas profundas (salvo las libradas entre las elites, en las que el
populacho, en el mejor de los casos, se limitó a servir de carne de cañón de uno
de los bandos en confrontación), sin movilizar a la sociedad como un todo (con
unas pocas excepciones) y sin contar con los movimientos sociales, los
consensos, la participación, la comprensión y la organización de las masas para
lograr los cambios que se proponía efectuar. En suma, tales sociedades siguieron
un proceso ciego que las transportó de golpe y porrazo desde el orden latifundista
tradicional al capitalismo.
Una de las causas de ello radica quizá en que muchas de estas sociedades
disponían de sistemas de clase y estructuras políticas altamente centralizados -
similares a los que gobernaron a Europa bajo las monarquías absolutistas hace
más de tres siglos o a Prusia bajo Bismarck - desde los cuales se podía organizar
despóticamente el paso al capitalismo industrial, obviando todas las transiciones
y etapas previas que tuvieron que afrontar las sociedades de capitalismo clásico.
Esto no quiere decir que tales sociedades se hayan mantenido inmóviles o sean
menos capitalistas que las metropolitanas; por el contrario, la ausencia de
maduros movimientos de oposición social ha hecho conspicua su facilidad y
carencia de escrúpulos para incorporar los peores rasgos socioeconómicos
burgueses (incluso aquellos que han encontrado mayor resistencia en Occidente
debido, justamente, a la presencia de una clase obrera mucho más consciente
de sus intereses y más poderosa que la existente en el resto del mundo)
mezclándolos con algunas de las formas de dominación y explotación que los
ideólogos del capitalismo estimaban como pertenecientes a un “pasado”
felizmente superado, lo cual, además de brindarles una notable capacidad de
avance en términos capitalistas, les ha permitido realizar sin impedimentos
diferentes tipos de experimentos sociales de explotación y dominio comparables
tan sólo a los que las metrópolis instituyeron en algunos países de ultramar en
tiempos de la administración colonial (como mecanismo de acumulación
originaria) o a los que fueron impuestos tanto por los regimenes fascistas y
nazistas como por la democracia norteamericana en los períodos de crisis
económicas y de cruenta contienda internacional.

Entre las razones del cambio vertiginoso y de la citada capacidad de ascenso de


los países de capitalismo tardío se destaca la de que el punto de partida de su
desarrollo ha sido constituido precisamente por los resultados de tres o cuatro
siglos de evolución y revolución en Occidente. Es, por tanto, claro que este
desarrollo ha sido posible solamente gracias al impulso comunicado desde fuera
por las metrópolis y a las imposiciones de sus clases dominantes, las cuales se
transfiguraron en burguesas y propietarias del capital monopolista sin sufrir los
dolores de la metamorfosis, conservando ciertas formas sociales y tradiciones
mentales y culturales a través de las cuales una cultura folklórica precapitalista
se injertaba en la psicología y la conducta de las generaciones que debieron
operar en los más sofisticados ingenios tecnológicos del capitalismo avanzado. A
consecuencia de ello, es muy factible encontrar que en muchos países de la
periferia (e incluso en naciones que presentan un alto avance tecno-industrial),
los más importantes movimientos históricos responsables del paso a la
modernidad y al capitalismo en los planos social, cultural y científico se
desconozcan casi por completo o hayan tenido repercusión tan sólo entre las
elites intelectuales esclarecidas y aún entre ellas no de modo homogéneo y
positivo, sino en extremo irregular y disímil. Lo anterior explica por qué, en
algunos países, ha llegado a ser usual encontrar que mientras los miembros de
las clases dirigentes y los modernos sectores industriales y urbanos atraviesan
durante su vida por una serie de experiencias análogas a las de cualquier
habitante de las sociedades punteras de la civilización capitalista, un porcentaje
notable de la población todavía vive y piensa como se vivía y pensaba hace más
de 500 años. Es más, los rezagos culturales, ideológicos, sociales y políticos de
las aparentemente vetustas estructuras sociales del pasado aún sobreviven
vigorosamente entre los sectores modernos y los grupos dirigentes de esas
sociedades. Y es menester añadir todavía otra cosa: esas mismas clases
dirigentes utilizan esos rezagos para ejercer un dominio exclusivo y despótico
que las dispensa de efectuar uno de los rituales más comunes en occidente: el
de rendirle periódicamente cuentas a sus súbditos de los resultados de su
dominación.

Pese a que la historia de la periferia del capitalismo reviste aspectos singulares


que permiten hablar de ella como un cuerpo material real dotado de una entidad
propia, las condiciones genéticas de sus formaciones sociales y su evolución
ulterior se inscriben en el movimiento de una historia mundial unificada. Desde
el siglo XV y, con mayor énfasis, a partir de la revolución política en Francia y la
revolución industrial inglesa, la historia de cada uno de los diferentes pueblos y
regiones ha ido enlazándose e interactuando de manera cada vez más estrecha
hasta converger en una sola corriente. En el Nuevo y en el Novísimo continente
(América y Oceanía), donde habrían de surgir poblaciones y etnias nuevas, fruto
de síntesis y sincretismos culturales y socioeconómicos, la percepción de esta
unidad es mucho más intensa que en las latitudes donde existen una antiquísima
cultura y una formación étnica precedentes al capitalismo; en aspectos esenciales
la historia de un buen número de naciones de la periferia no ha sido - y es - en
efecto, más que una prolongación o simple apéndice de la historia Europea.

Por ser el territorio de la primera economía capitalista que tendía a la articulación


de la producción y el intercambio mundial, Europa ha desempeñado en muchos
respectos, por decirlo de alguna manera, el papel de ‘civilización-madre’
portadora de los paradigmas político-institucionales, económico-sociales y
conceptuales del mundo moderno, seguidos, copiados y, a menudo, imitados de
manera simiesca por sus contemporáneos de la periferia. Cuando menos esto es
válido casi por completo para América y Oceanía, donde o no existía más que
una cultura tribal primitiva (caso de Australia y Nueva Zelanda) o donde las
civilizaciones precolombinas (caso de indoamérica) ya habían decaído o estaban
desintegrándose y la conquista y la colonia pudieron presentar sin obstáculos ni
resistencia seria la civilización de la metrópoli como el único modelo a seguir
(aunque, dadas las relaciones establecidas en la economía mundial, dicho modelo
fuera en muchos aspectos inaplicable).

En África y Asia las cosas habrían de discurrir de otro modo. Allí, los colonizadores
permanecieron rígidamente segregados de las masas y de la organización social
nativa y, por eso, jamás consiguieron imponer plenamente su cultura, su
pensamiento, su cosmovisión, ni su particular idiosincrasia y sensibilidad. Torpe
copia bastarda y caricatural de las instituciones de la metrópoli, el sistema
colonial en África y Asia, con unas pocas excepciones, se limitó a superponerse
a las formas, organizaciones, relaciones e instituciones locales sin alterarlas
esencialmente. El fenómeno más indicativo de ello es que el sistema colonial tuvo
como pilar fundamental enclaves territoriales y administrativos muy bien
armados enderezado a desbrozarle el camino a la metrópoli y a sostener su
empresa de conquista y expoliación comercial de los territorios y poblaciones
subyugados. En verdad, nunca pasaron de ser otra cosa que odiosas fortalezas
militares que debían moverse dificultosamente (y, sobre todo, a un muy alto
costo) en medio de una población y un universo social y cultural que les eran
extraños y, a menudo, violentamente hostiles.

Pero, a la postre, también en esas regiones el capitalismo, aunque con un corte


“nacional” más aceptable a los ojos de la población indígena, terminaría
abriéndose paso. Basándose en la vieja burguesía compradora de la que en el
pasado el colonialismo se había servido para adelantar su obra y en los más
eficaces métodos neocolonialistas practicados por el capitalismo internacional
desde la segunda post-guerra - que integraba a los propietarios locales del
excedente económico en el mercado mundial y en sus circuitos financieros e
industriales sin imponerles un duro régimen de subyugación nacional y étnica (8) -
las clases dirigentes de estos países emprendieron su propia búsqueda “original”
del desarrollo dirigiéndola hacia el florecimiento de su potencial económico,
científico, técnico, político y militar a través del acrecentamiento del capitalismo.
De hecho, varios siglos de colonialismo y la necesidad de adaptar funcionalmente
algunas de las formas económico-sociales vernáculas a sus propias necesidades
de reproducción habían tejido previamente un sistema mercantil de relaciones
sociales (creación del mercado interno), propiciando internamente la
dependencia general del mercado y la acumulación originaria de capital, con lo
que, después de la descolonización de los años 50’s, esas regiones, bajo lideratos
nacionalistas y un formidable fomento estatal, no podían más que tomar
indefectiblemente la senda del capitalismo como “única forma de supervivencia
nacional”. La nueva orientación subrayaría el papel de la llamada ‘burguesía
nacional’ y la necesidad de una política de protección arancelaria y de todo tipo
de industrias en los países subdesarrollados. En realidad, tal ‘burguesía nacional’
no tenía lugar ya en un contexto imperialista; la clase dirigente en su totalidad,
incluyendo el liderato nacionalista, habría de transfigurarse igualmente en una
‘burguesía consular’, compradora, meramente representante de los intereses de
las empresas multinacionales de los países avanzados. (9)

América y Oceanía serán, en cambio, más dúctiles a los paradigmas imperiales.


Bastará recordar que, desde sus propios fundamentos, la cultura y las
formaciones sociales y políticas de tales continentes estuvieron constituidas de
elementos agregados por la civilización europea, lo cual se enlaza ya de suyo con
el hecho de que las diversas peculiaridades políticas y culturales nacionales y
regionales aparecen mucho más efectivamente subordinadas a las metas y
demandas del capital metropolitano.

El curso de este movimiento es, sin duda, asíncrono, en cuanto los procesos como
tales y sus efectos no ocurren en completa correspondencia temporal con los
procesos y las causas del desarrollo de las metrópolis. En lo político, es claro que
la ideología racionalista y librepensadora de los independentistas americanos fue
bebida directamente en las fuentes de la Ilustraciónfrancesa; es célebre la
impronta ejercida por la filosofía de J.-J. Rousseau en la primera educación de
Bolívar. (10)

La declaración de derechos humanos que sirvió de plataforma a los rebeldes


americanos se inspiró en la expedida por los revolucionarios franceses en 1789.
Las concepciones constitucionales debatidas tras la instauración de las primeras
repúblicas americanas gravitaron todas alrededor de las tesis formuladas por “El
Espíritu de las Leyes” de Montesquieu. En cuanto a la modernización económica
y social, se tomó como modelo la revolución industrial inglesa. Como
consecuencia de ello, el librecambismo fue adoptado como evangelio
incuestionable por la burguesía comerciante local, subsidiaria de las casas
matrices británicas. Las exigencias de la revolución industrial y política eran el
fruto de la expansión capitalista de las metrópolis europeas y puede decirse que
nada de lo que se hizo en estos dos campos fue conseguido en función de
exigencias y capacidades locales, sino como parte del desenvolvimiento del
capitalismo y, especialmente, de Inglaterra y Francia, las dos naciones que por
entonces encabezaban el mercado mundial. Incluso fenómenos antropológicos y
culturales como el mestizaje y la importación del negro (cuyas consecuencias
fueron singulares síntesis raciales y sincretismos culturales) también tienen
explicación en el mercado mundial y la primera división internacional del trabajo
conocida por el capitalismo. El mismo apogeo del urbanismo y de la civilización
en los siglos posteriores se conecta genéticamente con su inserción en el circuito
internacional de negocios y de reproducción del capitalismo central. A estas
corrientes fundamentales se mezclaron, naturalmente, las modalidades
culturales e históricas típicas de cada región periférica (tradiciones, costumbres,
disputas políticas, migraciones, guerras, etc.) y los condicionamientos naturales
propios del lugar (características oro-hidrográficas y climáticas).

De cualquier modo, lo evidente es que el cambio de las estructuras, siempre lento


y por debajo de la aceleración del tiempo histórico en determinadas coyunturas,
se sitúa en un proceso de transición desde sociedades menos móviles e
innovadoras (o directamente pétreas como las fundadas en sistemas de “castas”)
a la sociedad capitalista, cuyas fuerzas internas movilizan a las sociedades a un
estado de perpetua innovación de las ideas, las estructuras económico-sociales,
la técnica, la ciencia, las costumbres, las instituciones con tal vigor y profundidad
que, de hecho, tiende a borrar todo rastro del pasado con una rapidez quizá
mucho mayor de la que suele aceptarse por las distintas teorías que pretenden
definir el mundo actual.

Esa proyección del desarrollo contiene dos elementos esenciales: por un lado,
delinea un curso completamente refractario a todo intento de trazar un itinerario
de desarrollo nacional con su propio ritmo y peculiaridades (incluyendo el que
podría desprenderse del modelo de evolución social etnocéntrico de la sociología
funcionalista) y, por el otro, determina que la noción de contemporaneidad
(cualquiera que ella sea), establecida apenas ayer, sea puesta en crisis
incesantemente por el advenimiento de nuevos aspectos de la sociedad y la
cultura - marcadas ahora, en efecto, por los que parecen ser un pathos y
un ethos distintos - y por la convergencia cada vez más acentuada de las
distintas “historias” locales en una sola historia mundial, es decir, la historia de
un sistema económico que no tiene sexo, edad, etnia, cultura ni ideología precisa
y que puede tomarlas y asimilarlas ecléctica y pragmáticamente para servir
indistintamente sus fines.

Como ejemplo y referente analítico de este fenómeno sería útil llamar la atención
sobre el hecho de que el capitalismo en distintos momentos y lugares ha
vehiculado ideologías, comportamientos, valores e instituciones aparentemente
contrastantes entre sí (e incluso en apariencia contradictorios con el discurso
ortodoxo de la “libre” empresa y el mercado) con vistas a que la organización de
las prácticas sociales (y la voluntad) de sus agentes y fuerzas humanos
respondiera adecuadamente a las necesidades e intereses de los distintos
capitales y burguesías en su lucha competitiva nacional y mundial. No obstante
presentar un formato exteriormente opuesto, tales ideologías han cumplido
siempre perfectamente el mismo objetivo y permitido que poblaciones moldeadas
dentro de atmósferas e influencias culturales, sociales e históricas distintas se
ajustaran a corto y más largo plazo a los esfuerzos y sacrificios humanos
comportados por el desarrollo capitalista. Así, los sentimientos de renunciamiento
a la propia persona y de disolución simbiótica del yo en una ‘entidad suprema y
totalitaria’ - asociados en su origen a una sociedad feudal - cuya observancia
suele ser el rasgo distintivo de la “cultura” laboral nipona y coreana, se han
mostrado tan útiles para el “maduro” capitalismo de grandes corporaciones
monopolistas, que reclamaba la subordinación de la individualidad y la adhesión
absoluta de la persona a la disciplina corporativa y a los portadores jerárquicos
de sus fines, como lo fueron en otro contexto los valores, sentimientos y mitos
individualistas del protestantismo luterano y calvinista para el naciente
capitalismo germánico y anglosajón (11), en una fase histórica en la que el avance
del sistema de libre empresa requería el despliegue de un osado espíritu de
autonomía, iniciativa, ingenio, creatividad, aventura, riesgo y capacidad
inventiva.

Este último rasgo guarda relación con la tendencia hacia la universalización de la


civilización capitalista construida primero en Occidente: su supremacía no es
tanto la de una cultura sustantiva, sino la de un sistema económico mucho más
dinámico y progresivo que todos los anteriores, que al dar lugar a una civilización
material incomparablemente potente y a unas instituciones provistas de una
adaptabilidad y capacidad de cambio extraordinarias, provoca, al mismo tiempo,
la disolución de las categorías socioeconómicas alógenas y, por la misma razón,
puede hacer una utilización mucho más eficiente de las particularidades
culturales y del comportamiento de las latitudes en que se implanta en el sentido
de unas formas económicas e institucionales y de unos objetivos sociales que
aproximan cada vez más a las sociedades a una uniformidad total. No es la
supuesta supremacía de la cultura occidental lo que, sobre todo, ha contado para
el triunfo del capitalismo, sino, en realidad, la supremacía de la tecnología y del
poder material acumulado por el capital frente a otros tipos de sociedades menos
dinámicas o directamente inmóviles y la proyección de su modelo de sociedad
como paradigma de modernización, lo cual lleva consigo necesariamente el
desarrollo de relaciones desiguales y conflictivas con las distintas culturas y
civilizaciones de los países periféricos, en los que sólo tardíamente se ha accedido
a un desarrollo capitalista y esencialmente como fruto de la expansión de las
zonas céntricas. En este contexto es más fácil explicar por qué la presencia de
otras civilizaciones (la India, la China, la japonesa, la árabe), cuyas actitudes
varían según el caso y los diferentes momentos históricos frente a la tendencia
uniformizadora de Occidente y reivindicadoras de su propia identidad, así como
los elementos de permanencia de la modernidad, conviven animosamente con
las fuerzas y tendencias innovadoras que conducen sin pausa a una cambiante
noción de contemporaneidad de la que son portadores los centros del capitalismo.

Pese a que, de cualquier modo, el desarrollo del capitalismo sigue siendo


presentado como una lucha entre el “modernismo” y el tradicionalismo, según
un mito ideológico que se filtra a la interpretación histórica desde tiempos de
la Ilustración, en el marco de la investigación histórica no es posible demostrar
que media una contradicción antagónica entre las formaciones sociales
tradicionales (feudalismo, sistema tributario, esclavitud, sociedad de castas, etc.)
y capitalismo o entre los intereses terratenientes y los de la burguesía. De hecho,
en contraste con lo que ha sucedido en los países centrales - aunque no en su
totalidad (y nos referimos aquí, principalmente, a Alemania y Japón) - estas dos
clases han encontrado en casi todos los países atrasados un fuerte motivo de
alianza o, cuando menos, de coexistencia, en torno a la renta de la tierra, la
defensa de la propiedad privada y el interés conjunto en extorsionar la máxima
cuota de plustrabajo de las clases subalternas (dicha alianza se celebra también
a través del sistema financiero, las grandes plantaciones agroindustriales y el
comercio). Es frecuente hallar alrededor del mundo que a través de formas y
convenciones exteriormente feudales (e incluso esclavistas, como, en efecto,
ocurre en las plantaciones del sur de Estados Unidos y en las Antillas durante los
siglos XVIII y XIX) se desenvuelve, por cierto tiempo, un contenido capitalista.
Tampoco hay nada que demuestre que este sistema económico-social deba
reproducirse en los países más atrasados pasando por las mismas etapas que en
los países centrales. Al mismo tiempo, se entiende que, desde el momento que
los más recientes y atrasados países capitalistas - aún poseyendo sus propias
peculiaridades históricas y niveles de desarrollo disímiles - no son un mundo
independiente de las metrópolis sino parte del mismo sistema económico y que
la situación particular de estos países debe ser estudiada en dependencia de los
mecanismos internacionales de reproducción del capital, la tentativa de exponer
una economía política propia del subdesarrollo está condenada al fracaso. Los
destinos de todas las naciones están inextricablemente entretejidos; la situación
mundial es la que finalmente determina el futuro de cada una y de todas las
naciones.

Juan Amando

(1) Ya para Marx y Engels resultaba claro que la sociedad feudal no era en
manera alguna un orden absolutamente cerrado y carente de fuerzas dinámicas
a nivel social y técnico. Las corrientes culturales, tecnológicas y sociales
progresivas que están en la base de la formación del capitalismo se originaron
todas en las dinámicas del feudalismo. Sin embargo, este carácter dinámico -
técnica y económicamente innovador - sólo se transparentaría a la “ciencia”
académica burguesa - y aún de modo incompleto - decenas de años después de
la muerte del último de los dos grandes maestros del proletariado. A partir de los
trabajos precursores del francés Marc Bloch sobre el feudalismo y del alemán
Gottl sobre la tecnología usada en el período anterior a la revolución industrial
(en la antigüedad clásica y en la edad media) la investigación profesional de las
sociedades precapitalistas cambiaría notablemente de aspecto. Luego, en todo el
mundo, ha surgido un movimiento renovador que, sublevándose contra los
prejuicios que sembró la Ilustración y trató de confirmar el estudioso belga Henri
Pirenne en la década del 30 del siglo XX, ha continuado en la misma línea de
investigación de Bloch. Entre ellos, los más destacados y discutidos han sido los
franceses Pierre Villar y Georges Duby, los ingleses Maurice Dobb, Rodney Hilton
y Perry Anderson y el ruso Kosminsky.

(2) Se excluye interesadamente, en efecto, la posibilidad de otro modo de


producción y de otra forma de sociedad industrial.

(3) Hay incluso toda una vertiente de la economía especializada en el estudio del
desarrollo que gravita, a nuestro juicio vanamente, alrededor de darle una
respuesta a esta pregunta.

(4) AA. VV. Sociología. Colección “Grandes Temas”. Editorial Salvat. Barcelona.
España. 1975. La teoría del cambio en tres etapas ha tenido diversas
formulaciones. Entre los antropólogos ha sido frecuente adoptar el modelo del
paso de la sociedad folk a la sociedad urbana, mientras que los politólogos, en
particular los estudiosos de América Latina, se han fijado en el paso de una
presunta “sociedad feudal” (que nunca existió en realidad, salvo en su
imaginación) a lo que denominan una “sociedad democrática” de clases medias.
El modelo más divulgado es el adoptado por los sociólogos: el paso de la sociedad
rural a la sociedad urbana industrial, conocido como “modernización”.

(5) Corresponde a la epistemología explicar las causas o razones de esa


“ignorancia” u omisión.
(6) Hacemos referencia en sustancia a la revista internacionalista Prometeo,
publicada en Italia.

(7) Aludimos aquí concretamente a lo que en lenguaje marxista se denomina


‘carácter social del trabajo’.

(8)

Desde el fin del siglo XIX, el énfasis del sistema imperialista en la exportación de
mercancías cedió su lugar al de la exportación de capitales. Así, el objetivo del
imperialismo es mantener abierto el mundo a la expansión de capital de las
principales potencias. Después de la segunda guerra mundial, esa situación de
apertura dejó de compaginarse con la supervivencia del colonialismo. Aunque los
individuos y las corporaciones siguieron enriqueciéndose enormemente todavía
por mucho tiempo del colonialismo, desde un punto de vista general este sistema
rendía cada vez menos; de manera que, en parte, el mismo principio de
rentabilidad sugirió un nuevo enfoque del dominio imperial. El imperialismo por
vía indirecta, denominado por algunos ‘neocolonialismo’, pareció mucho más
promisorio que el colonialismo del siglo XIX. En vista de los movimientos
nacional-revolucionarios, el control indirecto puede ser superior al control directo
en la misma forma que el sistema de salarios demostró ser superior al sistema
esclavista y la servidumbre. Así como el monopolio de los medios de producción
es ampliamente suficiente, por sí mismo, para controlar a la clase trabajadora,
así el control monopolista del destino de la economía mundial puede ser suficiente
para determinar el comportamiento de las naciones sujetas a él. En cualquier
caso, naturalmente, la fuerza político-militar está siempre pronta para asegurar
la eficiencia de los métodos de control indirecto; y mientras estos últimos
funcionan bien crean la ilusión de un consentimiento general.
Paul Mattick, Marx y Keynes. Págs. 264-265.

(9) Juzgamos muy a propósito recordar aquí la tesis central sobre la denominada
‘cuestión nacional’ formulada por Rosa Luxemburg a comienzos del siglo XX.

Mientras la ideología nacional ha acompañado los procesos de unificación


burgueses, la liquidación de los restos feudales-absolutistas en el camino del
desarrollo capitalista (unidad política y económica de los Estados), ello no sólo
era objetivamente favorable al proletariado, sino que lo obligaba a una forma de
lucha de clases en la que el objetivo del nuevo ordenamiento nacional debía jugar
un papel decisivo. Esta situación se ha transformado radicalmente al sobrevenir
la fase imperialista. El capitalismo ha alcanzado un estadio de su desarrollo en el
que él ha devenido un fenómeno internacional, un todo no divisible, reconocible
sólo en todas sus interrelaciones y a la que ningún Estado particular puede
sustraerse.

(10) Rara avis en el concierto de la Ilustración, Rousseau se encontraba a medio


camino entre la Ilustración, con su énfasis en la razón y los derechos del
individuo, y el romanticismo, que propugnaba la experiencia subjetiva intensa
frente al pensamiento racional.

(11) En su angustiosa lucha por sobrevivir en medio de un mundo capitalista


desarrollado ya al máximo y por acumular capital y mantener tasas de ganancias
altas pese a las fuertes presiones concurrenciales del extranjero, la clase
dirigente de naciones como Japón y Corea, apoyándose en los referentes
culturales más profundos y recientes, optó por fomentar entre los obreros una
ideología que exaltara el sacrificio de los propios intereses de clase en aras de
una presunta comunidad superior a sus miembros. Por estar ligado el destino de
la nación - y aún su misma existencia - al desarrollo industrial y técnico del
capitalismo, en la esperanza de que su avance pondría la economía de estos
países en situación de encarar el reto imperialista de Europa y América, los
ideales individualistas de occidente y los intereses de clase debían ser
abandonados y depuestos en interés de los factores que aseguraran la emulación
económica de las principales metrópolis y también, por consiguiente, su éxito en
la contienda mundial. Siguiendo esta línea, se han preservado y cultivado
esmeradamente entre la población trabajadora unos sentimientos y una ideología
(sustitutivos de los que eran propios del contexto feudal) que hacen que todo
cuanto venga de sus jefes corporativos y líderes industriales sea aprobado o
aceptado con la misma obsecuencia y mansedumbre servil que durante el
feudalismo japonés se acataba la autoridad de los shogunes, cuya persona se
estimaba infalible y sagrada. A estos trabajadores de diferente nivel se les inculca
férreamente desde la infancia la observancia de una versión más popular y
actualizada del rígido código moral que en la Edad Media se conoció con el
nombre de bushido y que originalmente estaba destinado a regir la conducta de
la casta intermedia de los samurai (código equiparable, a su vez, en todos los
respectos a las reglas de las órdenes de caballería y las meznadas que
prevalecieron en la Europa medieval). De hecho, en las fábricas y empresas
niponas y coreanas, obreros y empleados se hallan obligados por lazos de lealtad
con sus jefes y son dirigidos por éstos con base en la presunción de que los
distintos escalones de la línea jerárquica aceptarán virtudes tales como la
rectitud, la perseverancia, la frugalidad, el coraje, la cortesía, la veracidad y, en
especial, la lealtad hacia sus “superiores naturales” (entre las prerrogativas de
estos últimos se encuentra, obviamente, la de definir todos los conceptos recién
enunciados). Se educa a la población y se le induce a interiorizar la idea de que
sólo a través del ejercicio de estas “virtudes” puede un trabajador conservar su
propio sentido del honor personal y social. De esta manera, la conservación
meticulosa de una vieja ideología - perteneciente a una cultura anterior a la
denominada “modernidad” - y sus sentimientos e ideales sociales aparentemente
“anacrónicos” han propiciado la introducción de las actitudes y conductas sociales
más apropiadas para el desenvolvimiento de las ultramodernas, poderosas,
entrelazadas y centralizadas organizaciones corporativas que controlan
monopólicamente la industria y la economía en el Japón y Corea (los keiretsu y
los chaebol).

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