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arquetipo de “modernización”
El presente artículo, al que corresponde tan sólo un papel introductorio,
pertenece a la serie “Acumulación de Capital y Desarrollo Desigual y
Discontinuo de la Economía Mundial”. En las sucesivas ediciones de la
revista iremos publicando el material restante.
Ante todo, queremos que el lector entienda que cuando empleamos los términos
“capitalismo” o “sociedad burguesa” no nos referimos evidentemente a ningún
arquetipo, a ninguna esencia inmutable o a una estructura material que exista
independientemente de los hombres, de sus relaciones y acciones. La mayor
parte de nuestras afirmaciones se formulan dentro del estado actual de la
sociedad y la economía (considerando su génesis y desarrollo) y, por lo tanto, no
pretenden ser definitivas. Aquí no se trata de enunciar verdades eternas, sino de
describir el fondo común sobre el cual se yergue toda existencia “económica”,
“cultural” o “política” singular. Aunque elaboramos un modelo de funcionamiento
del modo de producción capitalista, no consideramos el modelo como una
realidad sino como un conjunto de abstracciones y de ficciones que nos permiten
esclarecer la situación y el funcionamiento de las formaciones económico-sociales
concretas. El conocimiento del modelo no nos ahorra el paso al análisis histórico
concreto de cada formación económico-social particular, sino que lo prepara y
contiene (ya que, entre otras cosas, este paso constituye la condición principal
de su verificación o falsación).
Para ellos, en efecto, todas las sociedades, regiones y países del mundo seguirían
el mismo camino y cubrirían gradualmente las mismas etapas. Los países que no
se amoldan a ese modelo son calificados inmediatamente como naciones
retrasadas respecto de los países que primero se han desarrollado. Estos países
son agrupados bajo el nombre genérico de “países subdesarrollados”: la escasez
o falta de capital habría causado en sus economías una depresión crónica, cuya
solución residiría en una gran inversión de capital en ciertos sectores claves que,
junto con la fuerza de trabajo ilimitada, podría producir lo que Walter W. Rostow
denominó el “despegue”.
Por eso cada vez que hemos intentado explicar el estado de relativo retraso - o
el avance - del llamado Tercer Mundo, en la medida que también son categorías
y modalidades del desarrollo capitalista, hemos debido considerar las peculiares
formaciones económico-sociales de los países que lo conforman al interior de la
totalidad del capitalismo mundial. El recorrido realizado por estos países parece
seguir cauces “anormales” sólo en virtud de la preponderancia de un enfoque
etnográfico y etnocentrista que ha tomado el curso evolutivo del capitalismo
europeo - y, particularmente, del inglés - como el modelo per se del desarrollo
capitalista. Pero la realidad burguesa es histórica y se resiste a ser reducida a
momentos específicos de su desarrollo, por importantes que éstos sean para la
evolución ulterior. Si incluimos la historia veremos que el desarrollo del
capitalismo tardío ocurre en un contexto en el que el capital ha llegado ya a su
fase imperialista; en un contexto en el que cada formación social, con sus
relaciones y características singulares, está determinada en todos sus aspectos -
políticos, económicos, sociales - por el circuito económico configurado por el
capitalismo imperialista. En este sentido, el capitalismo sólo existe y es
comprensible como totalidad y, en consecuencia, la tesis enunciada por Rosa
Luxemburg y sostenida por Onorato Damen y otros a comienzos del siglo XX
acerca de que los ‘Estados nacionales’ que se han formado luego del ascenso
imperialista son incapaces de vida, halla una confirmación cabal.
La transición del mundo localizado apegado a sus formas vernáculas a una Era
social dinámica, cosmopolita y universalista se asocia, pues, a dos procesos
fundamentales: la aparición de la sociedad capitalista, cuyos gérmenes iniciales
y primeros síntomas se forjaron sobre todo en los Países Bajos, la Liga Hanseática
e Italia, y adquiriría un carácter triunfante en Gran Bretaña con la
primera Revolución Industrial; y las revoluciones burguesas, que irán
impulsando, en lo económico, la evolución hacia una estratificación social de clase
y ya no estamental y, en lo político, la validación de fórmulas de organización del
poder diferentes de las del Antiguo Régimen. Para entender la discontinuidad y
desigualdad que desde entonces caracterizarían el desarrollo económico, técnico
y estatal al propagarse por todo el mundo los principios de la burguesía, resulta
procedente una distinción y diferenciación por periodos y fases de desarrollo no
tanto en virtud de las particulares sociedades y economías nacionales, sino de
las modalidades que reviste en cada uno de tales períodos la estructura del
mundo como globalidad, condición de la que es responsable, ante todo, el
capitalismo.
En África y Asia las cosas habrían de discurrir de otro modo. Allí, los colonizadores
permanecieron rígidamente segregados de las masas y de la organización social
nativa y, por eso, jamás consiguieron imponer plenamente su cultura, su
pensamiento, su cosmovisión, ni su particular idiosincrasia y sensibilidad. Torpe
copia bastarda y caricatural de las instituciones de la metrópoli, el sistema
colonial en África y Asia, con unas pocas excepciones, se limitó a superponerse
a las formas, organizaciones, relaciones e instituciones locales sin alterarlas
esencialmente. El fenómeno más indicativo de ello es que el sistema colonial tuvo
como pilar fundamental enclaves territoriales y administrativos muy bien
armados enderezado a desbrozarle el camino a la metrópoli y a sostener su
empresa de conquista y expoliación comercial de los territorios y poblaciones
subyugados. En verdad, nunca pasaron de ser otra cosa que odiosas fortalezas
militares que debían moverse dificultosamente (y, sobre todo, a un muy alto
costo) en medio de una población y un universo social y cultural que les eran
extraños y, a menudo, violentamente hostiles.
El curso de este movimiento es, sin duda, asíncrono, en cuanto los procesos como
tales y sus efectos no ocurren en completa correspondencia temporal con los
procesos y las causas del desarrollo de las metrópolis. En lo político, es claro que
la ideología racionalista y librepensadora de los independentistas americanos fue
bebida directamente en las fuentes de la Ilustraciónfrancesa; es célebre la
impronta ejercida por la filosofía de J.-J. Rousseau en la primera educación de
Bolívar. (10)
Esa proyección del desarrollo contiene dos elementos esenciales: por un lado,
delinea un curso completamente refractario a todo intento de trazar un itinerario
de desarrollo nacional con su propio ritmo y peculiaridades (incluyendo el que
podría desprenderse del modelo de evolución social etnocéntrico de la sociología
funcionalista) y, por el otro, determina que la noción de contemporaneidad
(cualquiera que ella sea), establecida apenas ayer, sea puesta en crisis
incesantemente por el advenimiento de nuevos aspectos de la sociedad y la
cultura - marcadas ahora, en efecto, por los que parecen ser un pathos y
un ethos distintos - y por la convergencia cada vez más acentuada de las
distintas “historias” locales en una sola historia mundial, es decir, la historia de
un sistema económico que no tiene sexo, edad, etnia, cultura ni ideología precisa
y que puede tomarlas y asimilarlas ecléctica y pragmáticamente para servir
indistintamente sus fines.
Como ejemplo y referente analítico de este fenómeno sería útil llamar la atención
sobre el hecho de que el capitalismo en distintos momentos y lugares ha
vehiculado ideologías, comportamientos, valores e instituciones aparentemente
contrastantes entre sí (e incluso en apariencia contradictorios con el discurso
ortodoxo de la “libre” empresa y el mercado) con vistas a que la organización de
las prácticas sociales (y la voluntad) de sus agentes y fuerzas humanos
respondiera adecuadamente a las necesidades e intereses de los distintos
capitales y burguesías en su lucha competitiva nacional y mundial. No obstante
presentar un formato exteriormente opuesto, tales ideologías han cumplido
siempre perfectamente el mismo objetivo y permitido que poblaciones moldeadas
dentro de atmósferas e influencias culturales, sociales e históricas distintas se
ajustaran a corto y más largo plazo a los esfuerzos y sacrificios humanos
comportados por el desarrollo capitalista. Así, los sentimientos de renunciamiento
a la propia persona y de disolución simbiótica del yo en una ‘entidad suprema y
totalitaria’ - asociados en su origen a una sociedad feudal - cuya observancia
suele ser el rasgo distintivo de la “cultura” laboral nipona y coreana, se han
mostrado tan útiles para el “maduro” capitalismo de grandes corporaciones
monopolistas, que reclamaba la subordinación de la individualidad y la adhesión
absoluta de la persona a la disciplina corporativa y a los portadores jerárquicos
de sus fines, como lo fueron en otro contexto los valores, sentimientos y mitos
individualistas del protestantismo luterano y calvinista para el naciente
capitalismo germánico y anglosajón (11), en una fase histórica en la que el avance
del sistema de libre empresa requería el despliegue de un osado espíritu de
autonomía, iniciativa, ingenio, creatividad, aventura, riesgo y capacidad
inventiva.
Juan Amando
(1) Ya para Marx y Engels resultaba claro que la sociedad feudal no era en
manera alguna un orden absolutamente cerrado y carente de fuerzas dinámicas
a nivel social y técnico. Las corrientes culturales, tecnológicas y sociales
progresivas que están en la base de la formación del capitalismo se originaron
todas en las dinámicas del feudalismo. Sin embargo, este carácter dinámico -
técnica y económicamente innovador - sólo se transparentaría a la “ciencia”
académica burguesa - y aún de modo incompleto - decenas de años después de
la muerte del último de los dos grandes maestros del proletariado. A partir de los
trabajos precursores del francés Marc Bloch sobre el feudalismo y del alemán
Gottl sobre la tecnología usada en el período anterior a la revolución industrial
(en la antigüedad clásica y en la edad media) la investigación profesional de las
sociedades precapitalistas cambiaría notablemente de aspecto. Luego, en todo el
mundo, ha surgido un movimiento renovador que, sublevándose contra los
prejuicios que sembró la Ilustración y trató de confirmar el estudioso belga Henri
Pirenne en la década del 30 del siglo XX, ha continuado en la misma línea de
investigación de Bloch. Entre ellos, los más destacados y discutidos han sido los
franceses Pierre Villar y Georges Duby, los ingleses Maurice Dobb, Rodney Hilton
y Perry Anderson y el ruso Kosminsky.
(3) Hay incluso toda una vertiente de la economía especializada en el estudio del
desarrollo que gravita, a nuestro juicio vanamente, alrededor de darle una
respuesta a esta pregunta.
(4) AA. VV. Sociología. Colección “Grandes Temas”. Editorial Salvat. Barcelona.
España. 1975. La teoría del cambio en tres etapas ha tenido diversas
formulaciones. Entre los antropólogos ha sido frecuente adoptar el modelo del
paso de la sociedad folk a la sociedad urbana, mientras que los politólogos, en
particular los estudiosos de América Latina, se han fijado en el paso de una
presunta “sociedad feudal” (que nunca existió en realidad, salvo en su
imaginación) a lo que denominan una “sociedad democrática” de clases medias.
El modelo más divulgado es el adoptado por los sociólogos: el paso de la sociedad
rural a la sociedad urbana industrial, conocido como “modernización”.
(8)
Desde el fin del siglo XIX, el énfasis del sistema imperialista en la exportación de
mercancías cedió su lugar al de la exportación de capitales. Así, el objetivo del
imperialismo es mantener abierto el mundo a la expansión de capital de las
principales potencias. Después de la segunda guerra mundial, esa situación de
apertura dejó de compaginarse con la supervivencia del colonialismo. Aunque los
individuos y las corporaciones siguieron enriqueciéndose enormemente todavía
por mucho tiempo del colonialismo, desde un punto de vista general este sistema
rendía cada vez menos; de manera que, en parte, el mismo principio de
rentabilidad sugirió un nuevo enfoque del dominio imperial. El imperialismo por
vía indirecta, denominado por algunos ‘neocolonialismo’, pareció mucho más
promisorio que el colonialismo del siglo XIX. En vista de los movimientos
nacional-revolucionarios, el control indirecto puede ser superior al control directo
en la misma forma que el sistema de salarios demostró ser superior al sistema
esclavista y la servidumbre. Así como el monopolio de los medios de producción
es ampliamente suficiente, por sí mismo, para controlar a la clase trabajadora,
así el control monopolista del destino de la economía mundial puede ser suficiente
para determinar el comportamiento de las naciones sujetas a él. En cualquier
caso, naturalmente, la fuerza político-militar está siempre pronta para asegurar
la eficiencia de los métodos de control indirecto; y mientras estos últimos
funcionan bien crean la ilusión de un consentimiento general.
Paul Mattick, Marx y Keynes. Págs. 264-265.
(9) Juzgamos muy a propósito recordar aquí la tesis central sobre la denominada
‘cuestión nacional’ formulada por Rosa Luxemburg a comienzos del siglo XX.