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Quien nada espera

Franco Cornaló

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Dedicado a la nada,
causa y destino de esta obra.

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I

Comenzar algo es inútil. Todo lo es. Desde el momento en que pretendemos


deliberadamente deshacernos de las cadenas –que imaginamos fácilmente como unas
piezas enormes, pesadas maquinarias, resonantes artilugios, ruines espectros posados
arbitrariamente sobre nuestras espaldas ejerciendo una presión indefinida– que nos
oprimen, no hacemos más que un vano y osado empeño por rehacer la estructura del
mismísimo cosmos. Todo origen tiene por definición la antípoda que lo sucede. Desde
el momento en que desistimos de una empresa, eludimos lo ineludible. Se alza el
preferiría no hacerlo estoico e inmutable. Asociar la idea de que la labor de un acto –
cualquiera sea– no conlleva consecuencias, aprehensiones cognitivas, ni tan siquiera
una compensación o un castigo, sino un único propósito: ceder, detenerse,
desaparecer, es una simple operación que rara vez preservamos en nuestro accionar.
Así, la irracional idea de emprender una aspiración, iniciar una guerra, comenzar
un amorío, visitar Caracas, México, Ushuaia, o Federación, conocer nuevas personas y
entablar amistades, bajar de peso, subir de peso, participar de un triatlón, ser vegano,
cristiano, budista, amargado, fiestero, homosexual, heterosexual, dejarse la barba,
rasurarse el cuero cabelludo, abrazar la vida hasta los ciento cincuenta años, suicidarse,
tener hijos, no romper espejos, ir a la universidad, trabajar, ser bombero, quiosquero,
astronauta, diputado, tocar un instrumento, robar, mentir, decir la verdad, buscarse a
uno mismo, perderse a uno mismo, ser ayer, hoy, profesar un credo, leer, escribir una
novela; cada iniciativa voltea su cara y se esconde ante el sufrimiento y la conciencia
de un vacuo destino.
Incluso con esos oscuros preceptos, el conocimiento y la sapiencia –o la ineptitud y
la estupidez– sobre este obvio y firme desconsuelo, el hombre (y la humanidad toda)
se empecina, día tras día, en realizar las insulsas iniquidades que lo caracterizan. Una
vez iniciado el proceso y la rebeldía ante el desengaño de la vida, el ser humano,
simplemente, hace cosas; y toda la maraña de sucesiones se lleva a cabo límpidamente
desde hace ya un par de milenios. Por supuesto, hasta llegado el último día perfecto
del firmamento celeste en que la bóveda encontrará finalmente su descanso
planetario, infundida de creencias y devorada por la ebullición de una distante enana
blanca; quizá llegado a ese punto culmine de agonía, despidiéndose de sus congéneres
vecinos silenciosos, sentirá en sus capas el aplomo del agobio humano y por un
segundo la Tierra y la naturaleza toda, será magnánimamente mortal.
Así, bajo esos ineludibles términos de contrato inapelable, uno deroga el intento
de proyección, asume una postura de inquietante burla y abandona la pluma, bolígrafo,
birome, lápiz, tecleo y todo proceso que presuponga el firme contoneo del nacimiento
de una conciencia –ficcional o real–. Si Dios hubiera preponderado su conciencia por
sobre su aburrimiento, lo inevitable hubiera distado mucho de comenzar. Si la energía
liberada en la creación hubiera advertido su opaco y solitario aislamiento final, hubiera

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permanecido abarrotada tras la oscura materia. De igual manera, el escritor es un Dios,
y una novela que desfallece –o que permanece inconclusa– es un universo posible que
no ha sucedido –o que permanece en aguas estancadas y difusas, con personajes de
medio porte, indefinidos y eclécticos visores de un rompecabezas limitado, diálogos
inacabados de seres fantasmagóricos y escenarios de ensueño aún en la más cruda
descripción–. Este mundo puede ser también un vago vestigio.
Con esas cavilaciones revoloteando, capaces de aniquilar toda ilusión, el hombre
de la sombra taciturna abandonó, como quien deja reposar una duda a la espera de
una respuesta que satisfaga su hambre de saber, o más bien como un ligero sueño en
el que dejas de correr –persecución siempre frustrada, pasos que retroceden y bruma
de destino que reflejan la disconformidad y el capricho del presente vivido,
caracterizado en la gelatinosa masa del subconsciente– cuestionándote si tus propios
pies te pertenecen, corrompiendo la vulgaridad de todo horror y despedazando la
pesadilla con cuestiones lógicas. Pero como iba diciendo, abandonó el instrumento con
el que se disponía a sortear unas pocas palabras al azar en un intento frustrado en más
de una ocasión. Finalmente esbozó: Comenzar algo es inútil. Todo lo es.
Y todo lo era, puesto que luego de haber dibujado infantilmente esas líneas, que
integran caracteres de toda forma –conjunta, individual, curvadas y rectas– con los
cuales el ser humano, de oriente a occidente, ha logrado parcialmente transmitir sus
inquietudes desde incluso antes de la concepción misma del instrumento, colocó un
punto final. Esa insignificante y patética mancha microscópica irradiaba la perplejidad.
¿Cómo un ser pensante puede verse limitado luego de veintiocho letras separadas por
mezquinos espacios en blanco –obvia asimilación de su restringida destreza–
ordenadas tiránicamente en siete palabras e impuestas a un significado que
denominan coherente por enajenados puntos de diferente categoría? Pero así era. El
individuo de mirada suspendida se hallaba perplejo, sabía en lo más profundo que se
encontraba incapacitado para continuar su cometido. Podía lanzar una carcajada
aguda, burlarse de su pensamiento, de sí mismo y de la situación frente al papel; y
proseguir con el protocolo, abrazar el cliché (o la estructura tan necesaria como
obligatoria) brindar un marco, un espacio, un tiempo, un nombre, personajes que
interactúan por su propia cuenta como si cobrasen vida propia cual muñeco malévolo,
situaciones, conflictos, disputas, trazaría el camino del héroe punto por punto, vuelcos
en la trama, por qué no agujeros malintencionados en la historia, desarrollo y final (si
es que lo tendría), alguna que otra frase profunda que dé sustento al mazacote, ser
fútilmente recordado por aquellas palabras replegadas por blogs y en boca de
anónimos, dar por terminado el asunto y zanjar su superioridad ante su creación. Por
supuesto, le fue imposible, era inútil. Se escandalizó ante la absurda visión de su
acabada obra flotando –por llamar de alguna forma a la inacción, puesto que un
cuerpo en estado suspendido sin relación de dependencia ni objeto alguno que sirva
para establecer valores relativos, se encuentra existiendo en un plano indeterminado–
en el espacio, en la inexistencia, sin cumplir su función que no es otra que la de ser

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leída por cualquier ente que articule monosílabos, como si el material impreso
superara las inclemencias del tiempo –o del oxígeno que corroe– por sobre el frágil
ecosistema y su ley inapelable de mutación. Aún si su obra, multiplicada y expandida,
almacenada en formatos diversos y expulsada a lo más recóndito de la galaxia,
sobreviviendo y burlándose de la condición humana, evitando el fin inclemente y
accediendo a los datos de otras civilizaciones inimaginables lejos de este pálido punto
azul, tomada en sus manos, tentáculos o miembros, estudiada y reproducida en
nuevas lenguas o modos de comunicación, civilización que deberá enfrentarse
nuevamente a otra sección del cosmos que inevitablemente desaparecería, y
presuponiendo incrédulamente que dicha civilización eligiera estúpidamente priorizar
y rescatar su insignificante mendrugo imbuido de su aura, repitiendo de esta forma el
hilo en infinitas ocasiones. Incluso llegado a este punto, un inconformismo se
apoderaría de su ser, ya que nadie desea la trascendencia de su obra, la sombra
unamunesca, sino su propia trascendencia, la del ego, la envidiosa de los inmortales
dioses preocupados por fruslerías y bagatelas.
Arrugó con el puño la anémica hoja de apenas unas débiles líneas. En cierta forma
misteriosa le resultaba reconfortante. Si todo lo maleable fuera eterno le invadiría un
estado de aburrimiento musitado. El hastío se presentaría bajo diversos apodos y
máscaras y lo visitaría con más frecuencia de la habitual; y en aquellas situaciones
donde cabría una cierta esperanza de distinguir un nuevo sabor, sería el paladar el
encargado de advertirle el amargo neutro del ayer. Por otro lado, podría
acostumbrarse al tedio –que es provocado por fuertes golpes de un gran conjunto de
prestezas y escaso tiempo mortal– como lo había hecho con el resto de las emociones
a lo largo de su vida. Tal vez había asimilado, con la insensibilidad de los años, a
aceptar su soledad como una parte de la voluntad inherente del hombre, y a
disfrutarla como un absoluto. Aunque de joven ya había contemplado que el absoluto
era imposible o más bien inexistente.
Entonces el confort había desaparecido. No tenía sentido atribuir el aburrimiento a
la inmortalidad, puesto que es un don reservado estrictamente para los indignes
mortales de un monótono camino.
Dejó caerse sobre el corto respaldo de la silla de madera y exhaló una bocanada de
aire cansado, como si hubiera dado cierre a su obra magna, que parecía haber retenido
desde el instante en que había concebido la idea de sentarse. Tampoco podía ser
escritor. Arrojó todo al cubo de basura. Sus ideas, un personaje que le era bien
parecido, un alter ego de sí y un reflejo de su persona combinados en un amorfo ser,
un diccionario de nombres –los nombres siempre le parecieron un grave e innecesario
problema, pensaba ridículamente que si hallaba la mixtura perfecta para sus
personajes constituiría mágicamente bajo su brazo una trilogía semejante a dos
pulgares de la biblia– y conservaría la máquina de escribir (que ya no funcionaba)
como símbolo de su empresa malograda.

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Debería de hacer nada –masculló mirando absorto las manchas predispuestas al
azar de la madera y el barniz, y el ventilador acuchillándolo todo en un bamboleo
hipnótico– inmóvil, absorto, aplastando cada pulgada de mi ser bajo la inercia del
colchón. Eso es… sujetarme al ser, abrazar la ataraxia, perder el inevitable tacto,
reemplazarlo por cosquilleos mortales, sentir mis pulmones desligarse y fusionarse con
el aire, destrozar mis pensamientos unos con otros, aniquilar lo ferviente, sumirme en
olvido, tomar el calendario y arrancar sus patéticos días de fastidioso organigrama –
ansiar el fin de semana, odiar el lunes, ansiar el fin de semana, odiar el lunes, toda la
farsa, fin de semana, lunes; ansiar lunes, odiar fin de semana, morir– reemplazar la
existencia del suelo por espuma, o algodón, o mejor aún, no imaginarlo presente en
absoluto; olvidar que las paredes limitan como dentro de un laberinto, que el techo se
escurra y que no haya puertas o ventanas; que realmente no hay mucho más, más allá
de estas sábanas todo es invento, frágil invento, un voluble capricho, una masa amorfa
de sinsentido, no se puede pedir ayuda, no se debe, aun cuando cada célula del cuerpo
la pida a gritos, todos estamos en este cadalso, y es ridículo recriminar un rescate a
reclusos coetáneos que sonríen al colocar su cabeza en el agujero entre la madera, y
alzar sus ojos inclementes hacia el verdugo en señal de aprobación, felicitando la
exquisita labor del día de hoy, un trabajo limpio en verdad, un sol maravilloso, miles de
víctimas sin el menor valor, un desayuno ligero y libre de grasas, un sol radiador,
música festiva de dudoso origen que invita a compartir con alegría, algún que otro
rostro conocido, ¡qué más se podría pedir!, tal vez que la herida sea milimetrada y así
evitar manchar la blusa o pulóver favorito; y la promesa de que sólo tomará una
pequeña proporción de tiempo al ocupado benefactor. Mientras le confesarán algún
chisme de su vecino que lo mira con párpados alterados y sonrisa socarrona, como
advirtiendo que será el próximo en la fila y se encuentra impaciente por contar las
desventuras de su perro, o un chiste sobre lo que dijo un japonés en el baño de un bar.
Pero tú estás próximo también, sólo que por delante se extiende una marejada de cien
o doscientas infelices, ves el filo estridente y la cara tapada de vergüenza del impío.
Pero tú prefieres no sonreír, no tomártelo con calma, ignorar el bronceado, liberarte de
las ataduras, romper los grilletes, pero terminas cediendo, adoptando la estúpida
semblanza de fríos dientes alegres bajo gritos desesperados.
¡Basta! Se sacudió los brazos y surcó sus dedos sobre la desprolija barba de un par
de meses produciendo un sonido como de brazas chamuscadas. Se levantó y tomó un
baño. Era miércoles de alguna semana. No sabía concretamente la hora, pero por la
debilidad del foco y sus pupilas empañadas intentando captar iracundamente luz de
cualquier objeto lo suficientemente iluminado supuso que el sol ya se había ocultado.
Se sentó nuevamente en la silla y sus astillas le picaban la espalda mojada y
transpirada. Estiró sus brazos todo lo que pudo. Era verano. Mosquitos por doquier y
niños de barrio sin remera jugando en la calle a la pelota. Una vez, un fuerte pelotazo a
la pared de su departamento resquebrajó una esquina del vidrio de la ventana e hizo
vibrar las cortinas. Se limitó a observar la pequeña grieta y a recorrer con la vista los

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surcos del cristal. Se sentía fascinado por esa brutalidad, había perdido esa energía o
entusiasmo si es que alguna vez la tuvo. Se recostó casi al borde de la cama –y la
sábanas de varicela blanca y azul que conservaba de hace una veintena de años caía
por el margen, casi desfallecida– pensando en la edad, en los años de vaivén. Se
estremeció. El resquebrajamiento seguía allí, no sentía ninguna necesidad de cambiar
el vidrio junto a la engorrosa tarea que eso conllevaba.
Se paró casi de un salto, decidió salir a caminar, afuera, al exterior, a ese terrible
exterior, sin motivo ni lugar específico. Un minuto antes de su huida, sonó impaciente
el teléfono.
— ¿No vas a venir?
— Sí, estaba por salir para allá.
— ¿Te enteraste?
— No. ¿De qué?
— Murió Martín. Lo atropellaron.
— Ah… no, no sabía. —Permanecieron en silencio unos segundos escuchando la
lenta respiración uno del otro. Había deseado cortar la comunicación en ese
mismo instante pero la voz sonó nuevamente chillona, casi impulsiva, del otro
lado del tubo.
— Mirá que el precio del remis subió otra vez eh, te subís y son cincuenta pesos.
— Bueno.
Se le adelantó. Tras decir esas palabras, colgó. Tomó sus llaves, un cocodrilo negro
de fauces gastadas y dientes desafilados le miraba boquiabierto, a la espera de su
humillante trabajo. Siempre se preguntó cómo tan poca cosa podía llegar a
entrechocar deliberadamente y producir semejante orquesta disonante aún en manos
delicadas. Miró su billetera opaca que dormitaba dentro del bolsillo izquierdo del
pantalón. Cuarenta pesos.
Iba a caminar.

II

Iba por Corrientes en dirección a Siburu. Sus pasos eran lentos y torpes como si
portara dos pies de la misma orientación. Le había llamado Adrián, un tipo sobrio en
materia política, un conocido, o más bien un amigo –tal vez podría considerarlo como
tal, se conocieron hace un par de años y se veían regularmente bajo los efectos
intrincados del alcohol–. Habían quedado para tomar un par de cervezas, algo que le
parecía habitual, casi un rito. Cruzarían un saludo, forma básica de entramado humano
que sirve de introducción a una reyerta de palabras posteriores, de extrema discreción
–no el habitual contacto de manos de coito masculino, genérico estrechamiento

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occidental, sino más bien una interjección de miradas cómplices que expresan una
ovación al reencuentro, un ¡oh! ahí estás, o más bien un ¡eh! salvaje–. El saludo
evitado había surgido por error una noche en que ambos, sentados en la Estación de
servicio Guipponi, bebían a gusto, hasta percatarse el uno al otro de su presencia. El
tipo de eterna corbata se acercó al individuo de barba desaliñada y se sentó a su lado
en esas sillas blancas gratuitas, bajo la sombrilla de la luna esmaltada de Quilmes, y
continuó una conversación añejada. A partir de ahí, todo se fusionó en una larga e
interminable sucesión de frases y el adiós se tornó redundante.
No estaba seguro, mientras caminaba bajo el cristalino disparo del último
resplandor solar que se esgrimía impalpable por entre los negocios y los árboles como
un manto naranja desgarrado por las uñas de un gato, de que siquiera se llevaran bien.
Compartían algunas ideas, eso estaba claro, y un cierto apetito beodo. La mezquina
diferencia de edad calaba en ciertos pensamientos. Corbata repetía lúdicamente hasta
perder todo índice de chacota, que si uno deseaba algo –por causas circunstanciales o
del mismo azar– lo podía hacer o conseguir sin importar los impedimentos de todo
tipo. Si uno comentaba sobre un amor imposible, no tenía más que correr a los brazos
de la mujer amada y se solucionaba. Si uno quería aburrirse hasta morir, lo hacía y ya.
Si uno deseaba pisar Marte a piel viva, no tenía nada más que anhelarlo y ya. Si uno
quería garabatear una trilogía de la extensión de dos pulgares de la biblia, no debía
más que hacerlo y ya. Era como una especie de defensa personal ante los sueños
frustrados que oía sin cesar y parecían disgustarle –recordó el cadalso–, o simplemente
era un pequeño burgués. No podría contarle de su desliz inútil, no otra vez.
Dobló por Moreno, y un auto cruzó a toda velocidad rayando los dedos de sus pies.
Se detuvo instintivamente. Miró por detrás encorvando su espalda jorobada, a un
punto fijo, fijo a un foco blanco de la calle que erigía más sombras de las que demolía,
antes eran amarillos y tristes, especuló. Sí, antes eran más humanos y uno podía
figurarse como un monstruo o un sospechoso ser noctámbulo a la espera del encuentro
fatal con las fuerzas de la ley.
Marchó con paso firme. Pero se detuvo otra vez, dubitativo. El vehículo de antes se
oía retozar a lo lejos como un toro –nunca había visto uno– aplanando inocentes
calzados.
¿Cuántos poetas le deben sus súbitas inspiraciones al inventor anónimo de los
melancólicos faroles nocturnos, al de los inertes bancos de plaza y al de la bruma
mortecina del anochecer?
Si existía un Creador cuya reflexión acerca de su obra era casi nula –en relación a
un cierto uso del lenguaje poético de sus progenitores– el balance del tembloroso
respeto yacería simplemente estropeado bajo el bucólico despliegue de versos de un
soñador que recita cómo la luz se filtra sobre hojas ignorantes aún de su destino y de
las palabras de su compositor.
Se ató los zapatos negros y arrugados sobre un pilar de concreto. Se percató de lo
lento que era y lo fervoroso de su alrededor. Todo se va a la mierda, a la mismísima

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mierda –una zona física, palpable, siempre del sector opuesto a las creencias y avidez
personal, donde todo confluye y se contamina–. Se imaginó una sociedad y sistema de
leyes (penales y jurisdiccionales) en ese apestoso sitio, represión y soldados de pulcra
armadura portando finas damas ciegas de túnica balanceada, las hijas de Maat, y
atomizando con ellas (y sus espadas) cabezas curiosas; fosas a las que llamar hogar,
dinero y vicios, traiciones y redes sociales infinitas portadoras de plaga chimentosa; la
mismísima mierda no era muy disímil de cualquier otro lugar, qué aburrido.
Tropezó repentinamente con un joven vestido de prelado. ¿Era su imaginación?
Llevaba el manto sagrado de mangas largas de dos colores.
— Disculpe –alcanzó a decir algo pasmado.
— No hay problema… ¿Tenés fuego?
— No, ya no fumo.
— Qué lástima. No hay mucha gente por acá como para mendigar. Chajarí muere
rápido a estas horas.
— Un cura mendigando, eso es digno de verse.
— Hasta nosotros desde nuestros tronos de oro podemos mendigar de vez en
cuando.
— ¿Fumar no es pecado?
— No sé. ¿Cuándo se inventó el cigarrillo?
— No, me refiero a que es un vicio.
— ¡Ah! no, no lo es. No en mi caso por lo menos. ¿Sabe dónde puedo conseguir
fuego?
— Acá a tres cuadras hay un quiosco. ¿No sos muy joven como para…?
— ¿Fumar? No.
— No… ser párroco.
— No lo soy.
— ¿Y por qué…?
— Gracias de todas formas. Todas las almas torturadas deberían ser socorridas y
santiguadas.
Y sin decir más, desapareció con paso enérgico al doblar la cuadra. Eso fue extraño.
Probablemente era un chiflado, un chico yendo a una fiesta de disfraces tomando su
papel demasiado en serio, o un tipo haciendo un sketch de reacciones a público abierto,
aunque no vi ninguna cámara ni tampoco fue gracioso. También pudo haber sido
alguna alucinación. ¿Qué más da?
Ese estrafalario individuo le recordó a la anciana que había conocido en su niñez,
siempre sujeta a su ventana, viendo pasar la tarde en transitorios e ilusos caminantes
que atajaba, como un pescador profesional, para consultar la hora que tanto parecía
esperar, a lo que siempre respondía sordamente con un “gracias, que Dios te bendiga”;
y al llegar el intervalo acordado, cerraba las persianas para nunca revelar qué hacía el
resto de su noche, hasta volver a resurgir con su caña al mediodía siguiente. También
le recordó al extravagante Don Bucle, llamado así con cariño por los lugareños, que

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contestaba toda tertulia con un “¡Éh!” de un tono particular para referir quizá a un
diálogo que no deseaba profundizar; y un “¿Eeh?” para acallar todo intento de
pregunta que le hiciesen. Y así andaba por la vida, y toda conversación con él ondulaba
entre un “¿Eeh?” y un “¡Éh!”, e ineludiblemente se caía en una espiral lingüística que
resultaba graciosa para todos, menos para él. Nadie conocía su verdadero nombre ni a
qué se dedicaba.
Siguió camino. Exánime, parecía que no iba a llegar nunca, por media hora no le
sucedió ningún otro percance, como un velociraptor de duro hocico averiguando la
dirección de la veterinaria más cercana; o un espartano de reluciente casco y dorada
melena preguntando hacia donde quedaba el cine Grand Libertad.
Ese chico había dicho algo sobre las almas torturadas. Intentó recordar qué pero
no le había prestado la suficiente atención. Su alma –por llamar de alguna manera a
ese presentimiento distante y confuso conglomerado de sensaciones– requería una
vida larga e imperfecta. Se imaginó multifacético, bajo pero no demasiado, de amplias
proporciones, pelo enmarañado y calvo, sudando competente por sus músculos, con
los brazos apoyados en el suelo en bisagras flexiones, y sus piernas confundidas con las
patas de un inodoro, como si se tratase de un único ser rastrero, una silueta blanca y
definida, con la cabeza agacha, ensuciando lo poco que quedaba de su dignidad –si
alguna vez la tuvo– en fin, múltiples vidas apelmazadas en una sola vertiente, en la
desolada Chajarí como en la fantasmagórica Santa María; y este endeble resplandor de
una visión pseudo-humana le fascinó.
Le faltaban sólo dos cuadras y llegaría a Yrigoyen, y con eso vería a Adrián, un
rostro conocido, gestos habituales, en la posición de siempre. Seguirían la charla, que
habían interrumpido la última vez hacía una semana, con total normalidad. Dio vuelta
la manzana y perfiló en otra dirección. Apesadumbrado, advirtió la molestia que lo
carcomía. Sintió que la despedida esquiva de su chascarrillo era propia de la
inmortalidad. Dos seres imperecederos prescindían de un adiós puesto que se verían
llegado el instante de algún milenio. La larga e interminable sucesión de frases
finalizaría en algún momento. Sabrían que su juego perpetuo concluiría al revelar la
silla fría y vacía del otro, y un vaso menos reposando en la mesa de plástico.
Quizá, si uno necesitaba, hasta una lágrima se escurriría, y ya.
Eso es todo. Evitaría su corbata que ya no le parecía tan eterna.

III

Estaba empapado. Repiqueteos sordos y solapados. El caminar inconsistente, la


pesada lluvia ligera, constancia de lo constante. En las desvencijadas veredas se
cristalizaban charcos burlones, y sus grietas le recordaban su ventana irremplazable. La

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lluvia –cortina poética– lo había tomado por sorpresa y había calado en su camisa
celeste, en los pelos enrulados del brazo, en sus poros, en las neuronas, en sus huesos,
en los impacientes glóbulos rojos y en toda su identidad genética que, como individuo
ostensible de inteligencia perteneciente a una raza ramificada, poseía. Parecía
derretirse en busca de un refugio perenne. Alguien, en alguna habitación cálida y
cerrada, había encendido una vela a San Isidro Labrador; y éste había partido, junto a
su azadón y su arado, a manipular los cielos y responder las rogativas de sus fieles.
Como un hereje, con las manos en los bolsillos, alzó su vista a un par de vagas
nubes bajas. Señores, sus cultivos fueron salvados, pensó. Ya no sentía la parte
posterior de su cuerpo, ahora era como un mazacote de caramelo derretido,
intentando desprenderse del suelo. Encontró el porche de una amplia casa lujosa y se
metió dificultosamente debajo, a escasos metros de la entrada. Si alguien abre la
puerta deberé hacerme pasar por un vendedor ambulante o un pariente lejano. Pero
nadie se percató. Un par de remises oscuros deambulaban volviendo a su labor, sus
linternas en movimiento divisaban el enjambre de gotas como una distorsión
electrónica. La lluvia amainó a los pocos minutos, pero largos y centellantes truenos
depositaban su ira en un ambiguo resplandor del horizonte. Remontó vuelo. Todos han
caminado bajo la lluvia por lo menos una vez, ya sea por amor, olvido, fastidio, anhelo
o hastío. Y más que un afligido peregrinar de expiación, la caminata era un lavado al
semblante, ocuparía las horas en secar su pertenencia al mundo y postrarse al flujo del
pensamiento salpicado sin dueño.
Crecí en esta ciudad, el aroma soterrado de su silencio, sus calles rotas y cansadas,
de vetustas casas, embriagadores árboles, y las plazas que me fueron desterradas. Aquí,
las noches universales adoptan el pormenor detalle de la soledad. Y en toda esa
transición endeble de párpados cerrados hay historias mínimas cosechadas en la
penumbra. Pero la tranquila y frágil sensación de pertenencia es juzgada con el devenir
de los años, y cada rincón se alza irreconocible e irreconciliable.
Inocente se erguía un pequeño agujero de espíritus importunados, un bar que no
pertenecía a su confuso catálogo. No atinaba a recordar qué construcción reemplazaba
este tugurio de mala muerte –creía de vez en cuando que los edificios tenían la
particularidad de operar los rescoldos de la memoria y forzar a los transeúntes
despistados a idearlos como una entidad inmutable, de un tinte único, agorando su
eterna presencia y deportando los anteriores recuerdos maquinales–. Dentro, se
encontraba desolado. Nuevamente no era más que un extraño en tierras inexploradas.
Un mutismo se abrió paso. Se acurrucó en una mesa contigua a la lumbrera
ennegrecida por el café y risas ajenas. Su pantalón se destilaba, escurría bajo las patas
de la tabla y enfilaba su camino hasta chocar ciegamente contra una pared. Pidió una
cerveza. Estaba helada, en el exacto punto inexistente. El mozo era alto y de delicado
porte. Un tipo robusto, gordo y de lentes hablaba con una figura invisible detrás de
una columna. Debía ser el dueño, pues un aire de inquebrantable experiencia
atravesaba un iris socarrón y contrastaba con su barbilla canosa imbuida de respeto.

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La bebida navegando el cáliz fue el entremés de una suave melodía. Dóciles gotas
golpeaban ingenuamente el cristal y yacían en lo profundo bajo figuras ambiguas. Era
agradable. Un endiablado sujeto podía llegar y darme un botellazo en la cabeza y le
pediría que se siente a mi lado a compartir penurias. La barra seca y muda, y sus
asientos desiertos inspiraban un incienso melancólico. Todo el terreno era “muy
argentino” como dicen algunos. En el marco amarronado del ventanal, se televisaba
una pareja discutiendo enojosamente bajo la lluvia, como un réquiem de pena pública.
Sonreí. Eran jóvenes. Cada frase desgarradora hacía gala de una promesa pasional de
reencuentro. Y volverían al punto de inicio –nuevamente– en donde aflora la
tempestad irracional y la erupción química del suplicio amatorio.
Tanteó una servilleta de tosca textura y simuló escribir algo con el dedo.

Lluvia
Millar de cristales orquestales,
humillación de obligaciones,
enigma imperante del ser.
Sensación de escalofrío y sobresalto,
estancamiento de aguas melancólicas,
razón y vehículo poético,
palabra gastada y hueca.

Era un poema viejo evocado, nada bueno. Ciertamente la servilleta permanecía en


blanco, no lo había escrito y no había salido de su mente al mundo palpable.
La botella transpiraba y relajaba sus punzados sentidos. El salón atisbaba íconos
abstractos y retratos dolorosos, manchados en claroscuros refinados: una sensual
figura agónica; visiones misceláneas de un rostro atormentado; un sujeto arrojado al
desnudo, a los pies de una ensombrecida cabeza de niño, en terreno agreste. Luces
tenues invitaban al placer de la lectura. Otro taciturno, escondido en la opacidad sin
presencia, como si palpara misteriosamente su insignia, ojeaba una edición arrugada
de El limonero real. Este baluarte era el escenario de ese borroso semejante,
suspendido en el libro, encerrando los símbolos en su abstracción, como un infernal
duque levitante que reprime al monje su sagaz huida hacia tierras sagradas. Un tiempo
inverosímil acompañaba el olvido de su profundo laberinto en el recinto de las letras.
Estos instantes aciagos imbuirían el gusto, la viscosidad del goce de sus lecturas
inconclusas.
Continuaba lloviendo y un fuerte viento azotó la madera. Resguardado detrás del
cortinaje, absorto en un marchito egreso, memoraba la cerrazón del maestro Bukowski.
Su fórmula de brindis terrenal, de escape metafísico. Abstracción. Sagrado instante de
abstracción. Sus miedos y vacilaciones huían despavoridos por los poros exudados y se
evaporaban. Aunque a veces pensemos que éste es otro mundo, aún resulta ser el
mismo respirado y sufrido por Borges y Saer, Sabato, Marechal, Dolina; todas esas
tristes y sensibles mentes.

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En su juventud, parecía que le habían vedado todos esos libros. ¿Cómo podía
suceder? ¿Dónde estaban estos grandes hombres? ¿Cómo podía el mundo ocultar su
grandeza? ¿Cómo los pilares de la habitualidad no se resquebrajaban ante esos gritos
locuaces? ¿Cómo toda esa ficción no calaba en cada hendedura de esta apática
realidad? ¡Oh demonio de perspectiva isométrica! Cada pensamiento debía estallar en
las esquinas, cada hoja colisionar en el rostro simplón de los vecinos, cada línea teñir el
cielo y la barrial vereda, transmutar el sentido estricto de cada cosa natural y alterar el
orden del cosmos; entonces allí donde resonaran, el aburrimiento se tornaría en
absoluto, el trabajo condenado en vívida ataraxia, el terror en insomnio grácil, la
ignorancia por la muerte en infinitud, la nada en constelación.
Dio el último y febril sorbo. No tardaría en llegar a su actual destino de desplome y
nada cambiaría esencialmente. Lo sabía. Allí, encanecido, creía haber hallado el lugar
de pertenencia al que Caronte arrastraba. Ojeó a todos los yacentes. Por supuesto no
pertenecía ahí ni a ningún otro lado. Ignoraba conocerse a fondo. Se levantó. Pagó. Se
encaminó a la tormenta. Me pregunto por qué soy tan diferente en soledad.

IV

— Che boludo, ¿por qué no viniste? Te estuve esperando. ¡Así sos, eh!…
— Perdón, me surgió algo a último segundo.
— ¿Qué? ¿¡Qué cosa!?
— No, nada, después te cuento mejor.
— ¡Uuh! Pero… ¿todo bien?
— Sii, no pasa nada. ¿Vos todo bien?
— ¡Cucha lo que pasó! Anoche estaba sentado afuera y miraba el Facebook, me
saltó una noticia. ¿Viste quién murió?
— Si, Martín, me dijiste ayer...
— ¡No! ¡Martín no! Bueno, sí, pero no. Aparte de Martin...
— ¡Ah! No, ¿quién?
— Gustavo… el de la risa, ¿te acordás?
— ¡Uh! ¿En serio?
— ¡Sí! Se ve que anduvo peleando con no sé quién, y bueno, le pegaron un tiro. Lo
van a velar mañana.
— Qué raro… él es alguien tranquilo.
— Era…
— Era…

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— Sí, pero viste que son cosas que pasan.
— Sí, creo que s---
— ¡Y bueno! Yo estaba afuera viste, y hablaba a veces con el que despacha la
nafta ahí, y me pareció verlo pasar por atrás de las bombas...
— ¿A quién?
— ¡A Gustavo!
— Imposible. Te habrás confundido.
— No sé. Era igual a él. Caminaba igual, tenía la porra… y llevaba la misma ropa de
la escuela.
— ¡Entonces imposible que sea él! Me dijiste que no lo viste hace años. Y dudo
que ande con ropa de escuela...
— ¡Ah! Es verdad, pero era igual a él che…
— Bueno, a veces pasa… creemos ver esas personas cuando ya no están...
— Sí, pero era igual…
— Qué se yo... Bueno, después me contás mejor.
— Dale, si hubieras venido lo veías. ¡Le hubiéramos gritado para que tome una
cerveza con nosotros! jaja Después tomamos otra y te cuento.

Cortó la llamada. Jueves. Dejó el celular en la cama. Se levantó. Buscó ropa en


cajones. Fue al baño. Se desvistió. Se miró al espejo. No se afeitó. Tomó una ducha.
Quedaba poco jabón. Tenía que comprar otro. Embadurnó el pelo en champú. Refregó.
Enjuagó. Embardunó el pelo en crema de enjuague. Refregó. Enjuagó. Minucia de
espuma jabonosa. Axila. Cuello. Vello púbico. Garganta del Diablo en sumidero. Salió
de la bañera. Se secó. Primero las piernas. Luego la cabeza. Esperó. Se puso ropa limpia.
Sintió la barba mojada y lisa. Fue a la cocina. Pensó en Gustavo. Abrió la heladera. No
había mucho. Se hizo un sánguche. Se apoyó en el sillón. Pelo húmedo. Ojeó Adán
Buenosaires. Edición Seix Barral. 2014. Quitó el señalador. Era la tercera vez que lo leía.
Leyó. Un bocado cada tres páginas. De la 176 a la 189. “[…] espiando en la noche lo que
no se atrevían a encontrar.” Volvió a poner el señalador, ahora en la página 189. Apoyó
el libro en la mesa de luz. Estiró un brazo. Se levantó. Descalzo. Ronroneo. Maullidos.
Caricias en el muslo. Se agachó. Balanceó su mano por el suave pelaje. Se irguió.
Calentó agua. Agarró el termo. Puso yerba y yuyos en el mate. Antes tiró la usada en el
tacho. Esperó. Apagó el agua hirviendo. La volcó en el termo. Lo cerró. Soltó un chorro
en la palangana de la cocina. Sirvió unas gotas sobre la yerba. La quemó. Insertó la
bombilla. Continuó cebando el agua. Dio un sorbo. Se quemó la lengua. Tomó otro par.
Lo dejó en la mesa junto al libro. Estiró otro brazo. Estruendo de huesos. Posó la mano
en el mouse. Arrastró el puntero. Dos. Tres. Cuatro clics. Dos carpetas. Puso música.
Eric Clapton. Instrumental. Ajustó el volumen. Tomó el celular. Ojeó Facebook. Nada.
Basura. Batería baja. Volvió a dejar el celular. Abrió el cajón de la mesa de luz. Agarró
el cargador. Lo colocó en el tomacorriente. Estiró el cable. Tomó la punta. La insertó en
la ranura del celular. Un pitido. Lo apoyó de manera que el cable permanezca recto.
Volvió su mirada al mate. Lo agarró. Se sentó otra vez. Tomó uno. Sintió la lengua

14
rasposa. Acomodó la bombilla. Tomó otro. Volvió a empuñar Adán Buenosaires. Lo
abrió. Quitó el señalador de la página 189. Continuó la lectura. Un mate cada dos hojas.
Leyó hasta la 215. “¡Guitarra, violín y flauta, en una noche como aquélla!”. Un total de
trece mates. Colocó el señalador celeste en la página 215. Suspiró. Dejó el libro en la
mesa. Tumbó el mate con la rodilla. Cayó al suelo. Yerba en el piso. Buscó la escoba.
Barrió lentamente. La yerba dejó una mancha húmeda. Fue al tacho de basura, escoba
y palita en mano. Volcó la yerba en el tacho. Abandonó la escoba y la palita en una
esquina. Volvió al piso manchado. Tomó un trapo sucio. Limpió brutamente el suelo. La
mancha salió. Dejó el trapo en un balde. El balde en el baño. La música cesó. Pensó en
el bar de anoche. No recordaba el nombre. ¿Volvería? Miró por la ventana cerrada.
Oscuridad y silencio. Un foco desnudo en la calle. Movió su rostro al vidrio roto.
Caminó hasta el celular. 23% de batería. Miró la hora. Nueve y media. Ningún mensaje
sin leer. Lo bloqueó. No había nada qué hacer. Se calzó. Sujetó las llaves, las del
cocodrilo. Lo sacudió. La volvió a sujetar con el puño. Abrió el ganchito protector con
dificultad. Quitó el cocodrilo. Lo cerró. Tiró el cocodrilo al cesto. Cayó triste. Fue a la
puerta. Metió la llave en el ojo de la cerradura. Sonido. Asió el picaporte. Empujó hacia
abajo. La puerta cedió. Antes sacó la llave del cilindro. Dos pasos. Afuera. Atrajo la
puerta hacia sí, tomada desde el picaporte. Metió la llave otra vez en la ranura. Movió
la mano hacia la derecha. Giró. Mecanismo. Alivio. Quitó la llave. La almacenó en el
bolsillo del pantalón. Dio unos pasos. Pasillo. Poca luz. Advirtió el número de la puerta
vecina. Bajó escaleras. Mano en pasamanos. Pequeño silbido. Contó. Treinta y ocho
escalones. Una bombilla quemada. Dos fisuras. Cruzó otra puerta. Abierta. Más bien
un pequeño portón. Calle. Exterior. Superficie limitada. Se miró los pies y avanzó.
Cabizbajo. Olvidó sus anteojos. Palpó su camisa. Algo rectangular. Tarjeta de banda
magnética. Sesenta y cuatro pisadas. Esquina. Semáforo. Verde. Nadie. Rojo. Cruzó.
Vereda. Asfalto. Vereda. Señalización. Pequeño viento. Casi una inhalación. Edificio,
casa. Edificio, Banco. Entrada lateral. Tres escalones. Tres pasos. Mano izquierda en
barandal. Tarjeta en mano derecha. ¿O era al revés? Led rojo. Elevó el plástico. Otra
ranura. Eléctrica. Delgada. Partículas ferromagnéticas. Contacto. Códigos. Información.
Bajó el plástico. Estruendo. Led verde. Puerta abierta. Empujó. Entró. Puerta cerrada.
Cajero. Propaganda. BNA. Ranura. Lector. Rótulo. Su nombre. Textura braille. Firma
autorizada. Válida hasta 20--. Depositó tarjeta. Se equivocó de lado. La dio vuelta.
Depositó tarjeta. Contraseña. PIN. Números. Oprimió. 3-5-1-0. En orden. Esperó. Pensó
en su nombre. ¿Era él? Era posible. También podía ser Jorge, Felipe, Franco o Hernán.
Nada cambiaría. ¿Hasta dónde seguía siendo él? Automático. Parpadeó. Brazo
descansado. Contacto. Datos. Extracciones. Un puñado de billetes expedidos. Dos mil
pesos. Tres estúpidos yaguaretés. Panteras. Leopardos. Lo que sea. Nunca vio uno.
Máquina expendedora de zoológicos. Otros cinco de una prócer figura femenina.
Recibo. Fecha. Hora. Número de cajero. Dirección. Comprobante. Haber: treinta y
nueve pesos. Bollo de papel. Tacho. Botón rojo. Tarjeta expulsada. Billetes en billetera.
Casi oigo los gruñidos. Tres felinos insultando a cinco damas. Billetera en bolsillo. Jaló

15
puerta. Exterior. Diez minutos. Manos en bolsillo. Bajó por la rampa de discapacitados.
Unas pocas cuadras. Casa. Jadeo. Casa. Auto. Contracciones musculares. Cartel.
Abierto. Negocio. Entró. Nadie. Recorrió góndolas. Velas. Desinfectantes. Rejillas.
Jabón. Tomó uno al azar. Resultado químico. Delicadeza floral. Fue a la exhibidora.
Abrió tomando el mango con un movimiento en “C”. Retuvo la puerta con el hombro.
Aire glaciar en verano. Tomó una Quilmes. Cerró. Fue a la caja. Cartel: “Sr cliente, POR
FAVOR colabore con el CAMBIO.” Recordó la neoliberal deuda externa. Esperó.
Apareció alguien. Saludo. ¿Cuánto es? Setenta y tres pesos. Billetera. Uno de cien se
despidió del resto dando discursos. Intercambio de papeles. Bolsa. Saludo. Puerta.
Vereda. Cerveza. Jabón. Jabón. Cerveza. Roce nocturno. Vaivén. Pestañeó. Algo le
entró en el ojo. Escarbó en el lagrimal. Volvió sobre sus huellas. Pisadas adamantinas
de suelas corroídas. Quince minutos. Volvía para sus pagos. Tierras usurpadas. Un
pequeño silbido. Alguien musitó su nombre en las tinieblas de un porche. Un hombre
parado. Silueta. Trazo negro. Débil cicatriz o verruga solar sobre la boca. Humareda de
cigarrillo. Gabardina de penumbra. Fragmentaria risa nerviosa. Corona enmarañada y
profunda. No hubo respuesta. No reaccionó. No se detuvo. Pupilas rebeldes. Bolsa
chocando con el muslo izquierdo. Paso altivo. Pulsaciones embebidas. Misma celeridad.
Reojo. Permanencia. Apático. Mirada imaginaria. Fiscal. Prosaica. Proselitista.
Monoteísta. Dobló la esquina. Influencia desaparecida. Céfiro afanoso. ¿Seguiría
observando? Semáforo. Casa. Casa. Exterior persistente. Casa. Portón. Fisuras. Escalera.
Fanal roto. Bombilla quemada. Treinta y ocho encumbrares. Pasamanos libre. Pasillo.
Número aledaño. Bolsillo. Llave. Procedimiento repetido. Mecanismo activado.
Cerrazón. Interruptor. Albor ficticio. Iris dilatada. Veinte minutos fuera. Inmutable
interior. Paredes endebles. Llave y bolsa en mesa. Jabón olvidado. 42% de batería.
Cajón. Destapador. Quilmes en mano. Glaciar embazado. Tacto natural. Exiguo
movimiento. Tapita rodando. Izar de botella. Vertical. Noventa grados. Cincuenta
grados. Espuma bullidora. Labios fríos. Treinta grados. Casi horizontal. Nuez de Adán
sobre olas salvajes. Ojos cerrados. Conductos arremetidos. Una larga bienvenida. El fin
del beso. Una bocanada extenuante. La publicidad se despega. Cae al suelo estelar, a
sus pies. Libre. Etiqueta en lágrimas. Bruma desde ventana. Hombro derecho en marco.
Foco desnudo. Mortal. Parpadeante. En el abismo tenebroso, un abrigo negro perdido.
¿Lo miraba a él? Instintivo apagado. Penumbra. Roce de sombras en la distancia.
Rígido. Vertical. Murmullo de la ciudad. Espera. Espera. Espera. Arremete calle abajo
por 3 de Febrero. Misma risita de antaño. ¿Gustavo? Insulsos recuerdos que encarnan
tristes formas. Viejos organismos que esconden el rostro para evitar espectrales
encuentros. No vengas a mí, no después de tantos años. No te acuerdes de mí ahora.
No somos los mismos. Somos seres solitarios. De solitarias penas. Sólo lo siento.
Continúa. Silencio absorto. Bruma dispersa como en sueño. Ojos expectantes. Sorbos
tan largos como visitas del limitado exterior. Botella templada y vacía. Sillón
aterciopelado. Velador abatido. Página 215. Señalador en el húmedo suelo de verano.
“Olas que al llegar

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plañideras muriendo a mis pies…”
Y como adelantándose a futuros párrafos, entre el letargo verde azulado
somnoliento y la clarividencia de la lectura pasada, una lágrima, una sola, resbalaba
sobre su mejilla. Vencido por el sueño. Nubes imitaban su renuncia.
Bramido diligente. Viernes. Sol jovial pernoctando en su cara desabrida. Luz y
colores del espectro en asonancia. Pirámide de tonos rebelados. El despertar de la
consciencia. Todo vivo aún. Reinicio maquinal. Una gotera. Invariable. Batería
completa. Ningún mensaje sin leer. No hay llamadas. Confort. Señalador en resaca.
Libro en gravedad sobre su tórax. Cortinas danzantes como polleras inocentes. Mate
complaciente. Camisa agitada. Barba dolida. Gaznate seco y lengua dormida. Pelo
bochinchero. Colchón frío de ausencia. Mancha y trapo haciendo las pases. Espacio
vacío en librero como un diente de leche rendido. Animada inacción. Foco de lámpara
finito. Tendría que comprar otro.
¿Hasta cuándo?
Sereno y pensativo. Brazo izquierdo o derecho sobre la frente dubitativa.
Dormir sólo nos recuerda cuan vacía es la vida.
El despertar de la consciencia es una fuerza abrumadora, el impulso gravitatorio de
la mortalidad. La embriaguez de los mundos posibles se difumina y somos arrastrados
al estupor del único y mezquino camino: el despertar, malevo despertar del torrente
emocional y sensorial. Nos asevera que has aprobado, nuevamente, y que quizá ésta
sea la última burla.
Al lograr divisar las pequeñas formas de la pasividad, el ser anhela ya hundirse en
el tránsito esquivo de atenuantes vidas. Inequívocamente estás atrapado –por
fortuna– en la condena del yo.
¿Hasta cuándo? – Volvió a repetirse.

Unos maullidos lo sacudieron del coma. Un felpudo felino de mirada inquisidora.


Mi gata se sienta, sobre sí misma, ligera, uniforme, delicadamente delante de mí.
Sus ojos son profundos y desinteresados. –¿Por qué tendemos a incursionar en ojos
ajenos?– Los gatos son testimonios de contradicción, pueden ser Dioses antiguos,
esfinges; pero su suerte está ligada al consumo, bajo viles siglos de domesticación.
Exige, demandante, la comida que dispongo diariamente. Dudo que la haya saboreado
alguna vez, no tiene la menor idea de donde proviene, no sabe cómo funciona la
economía… ¿yo sí?
Dispuso unos granos de colores opacos, artificiales. Delicada y selectiva, engulle
ávidamente cada una de sus víctimas. Agarra uno entre sus enormes dedos, y

17
observándolo farfulle la popular idea de probarlo. ¿Se volvería adicto al igual que ésta
deidad aprisionada, cuyo límite de acción rondaba los metros cuadrados alrededor de
su droga ambrosíaca? Depositó el grano en el embace, se lavó la cara y dejó esparcir
las gotas libremente ensuciando su rostro. Maquinitas de afeitar sin filo diseminadas
en la mugre, agua oxigenada y un deshilachado cepillo. Detestaba escudriñar su figura
en el espejo. Traían consigo desgracias y palabras de vacilación enfrentadas a su rostro,
pero también curiosas sutilezas y desordenados pensares. Lo hizo. Ochos horas desde
la última difusa palabra leída en su sofá y los hondos pozos excavados por encima de
sus mejillas. ¿Qué es lo que temo?
Un tercio… –aquí venían, desafiantes–. Un tercio de vida se encuentra bajo el
rotulo "reservado". Cierras los ojos y ¡puf! un tercio bufonesco se ha desvanecido. Y ese
tercio sirve de caballete para los otros dos, haraganes y dependientes. Y actuará luego
como el caballete del féretro. Mientras dormimos, nuestro cuerpo fragua la
programada limpieza de impurezas, como si el ser humano fuese algo más que un
conjunto de residuos en aparente equilibrio. Quizá, mientras dormimos, nuestro
organismo advierte lo nocivo e intenta, bajo formas diversas, deshacerse de nosotros.
Los ojos lloran la condición. Sangre oxigenada, hormonas, toxinas y anticuerpos,
supuración y revoltijos en la caja de la memoria, almacenamiento de identidad. Sientes,
bajo oníricas exhalaciones, cómo una pierna se entumece pero no parece preocuparte,
y ésta cae al vacío por las noches, al vértice de lo incierto, un vacío generado por el
colchón y el piso. ¡Cuidado! Casi caes de la rama de tus antepasados. Y la columna, ese
rascacielos de vertebras interrogativas, recuerda todavía la inventiva ocasión en que
estiró sus discos para transitar ambiciosamente por encima de la hierba y distanciarse
del refugio natural.
Pero una vez que logramos burlar el retorno ancestral y remontamos nuestro
presente, escapamos una vez más al ardoroso cúmulo de recuerdos. Y aquí se yace,
vidente al espejo de un baño, en alguna parte, siendo alguien sin mucha importancia,
soñados o imaginados, erigidos como entes de ficción, manipulados como piezas de un
juego de mesa, o recreados a la imagen de un Ser superior. Pero se escapa un detalle
substancial en el último punto de este difuso mensaje: ¿Cómo podemos ser imagen y
semejanza de Dios –o esencia divina– si nos contrapone, a la vereda de enfrente, una
sed inquebrantable provocada por la mortal ansiedad?
Esa voz no se aplaca. Sigue replicando como el eco de un pico cavando en una
oscura gruta. Más allá, agua cae en sus manos, y de éstas a su rostro, como queriendo
ahogarla en profundos mares humanitarios. Qué gracioso. Éste miserable evento
también es inútil. Nunca lograré acallarla. Nunca callará. Pero… No… más bien… es… es
una parte de mí… y sí, sí lo hará. Y esa sensación le oprimió aún más su retorcida
mañana. Se alejó de sí mismo. Se abalanzó sobre el inodoro y vomitó. Se apoyó en el
suelo, anémico. Si, dejaría que esa voz jactanciosa inundara su cabeza y el
departamento. Tronaría por sobre la música; jamás se haría ronca ni quedaría afónica.
Se aplomaría escuchándola, y se congraciaría al ser arrojado lo más lejos posible,

18
azotándolo hacia vértigos inimaginables. ¡Qué dicha tener esta voz en su cabeza!
Volviéndolo loco con pormenores y datos que no le encaminarían a ningún sitio. Qué
rápido cambia uno de parecer, cuanto advierte que su consciencia apeligra. ¡Ah!
Necesito una novia. Y ésta repentina confesión le causó aún más gracia.
No iré a trabajar hoy tampoco. Que me despidan otra vez si es lo que quieren, no
me molestaré, hoy faltaré nuevamente. Pero si le molestaba, aunque ese pesar
desapareció con el corretear de las horas. Ese día no aparecería por la biblioteca.
Se lavó los dientes, desafiándose sin miramientos, a sus propios ojos comunes y
marrones. Y en monótono cepillar advirtió en sus órbitas que la simple idea de
convertirse en su padre lo aterraba.
Oyó la reverberación de su voz nuevamente azuzada a la espera del agua caliente.
Contradictoria consigo misma.
Existir es un torrente de sensaciones. Me sorprende como somos capaces de recibir
tales marejadas simultáneas sin despedazarnos en miles de piezas singulares, pero
conectadas entre sí. Entonces cada pieza tendría la función de recibir la catarata de
información, procesarla para sí y absorber el significado de su ocupación y compromiso
con el resto de los componentes. Y así cada uno, consiente de su finalidad, procedería a
mantener el completo funcionamiento. Es decir, una suerte de pluri-consciencia para
cada sentido específico, capaz de percibirlo todo como un absoluto. Qué ridículo, eso es
algo así como el ser humano, en un estado autómata.
Permitió que la humarada hirviente se escapara. Siguió cavilando. El pensar en
todos esos hombres abatidos, sentados en los bancos de las plazas, o incluso en el
pasto, bares, porches, hoteles, o en el seno de su propio hogar con su familia (puesto
que ese estado de duda permanente no ocurría exclusivamente a hombres solitarios y
desdichados, sino más bien a todo aquel que atraviese un simple cuestionario sin
razonamiento debatible, sin herramientas capaces de brindar las ensoñadoras
respuestas arrebatadoras del sueño) que alguna vez sintieron el filo de su propia
existencia, acusando el sinsentido, apreciando sus añoranzas derrochadas, esgrimidas
hoy por jóvenes de fuertes esperanzas, abandonados a la enigmática noche y al temido
insomnio, aferrados a la visión de otras personas –posibles encarnaciones de su propia
condición– de niños jugueteando en el parque, de borrachos asistiendo al consorcio de
la birra, de parejas caminando como un único espécimen de cuatro pies, u otros más
desdichados, aprisionados a sus propios hombros, para eludir la indefectible
desaparición definitiva. Todos ellos le colmaban el corazón de un apesadumbrado
sentimiento.
Se disponía al mate caliente de su autoimpuesto día libre, a no hacer nada más
que seguir envejeciendo.
De repente, creyó prever toda una amalgama de rótulos viejos colgando inertes en
pequeños retratos sobre la pared. Es imposible identificarse a uno mismo en una foto,
pensó al ver una de ellas. Era de sus veinte años, en una comilona con amigos. Cada
momento vivido se funde con cierta astucia huraña escapando a toda evocación.

19
Aquello se vuelve aún más triste cuando no concebimos identificar a otros, sombras ya
extintas, rostros aglutinados. Sí, las fotos son tristes. El recuerdo del color lo es, y los
tersos rostros de inexistencias que allí figuran, ríen en su condición de reidores, ríen al
destino del que no escaparon. El marco de color indefinido aplastado por residuos
solares y por la taquicardia de cada poro donde es reposado el recuerdo, también lo es.
Pero no tenía ningún retrato suyo en la pared, ni de sus amigos o familiares. ¿Qué
se había hecho de toda esa gente? ¿Dónde estaban esos tíos, primos y abuelos? Gladis,
la tía gorda de rolliza sonrisa que preparaba los mejores pasteles, Andrea, la
escandalosa cebadora de mates, el enigmático Renzo, la abuela de voz rasposa que no
podía caminar pero que aún husmeaba los andares de pobres diablos que nadie
conocía, su perrita Sombra siempre bajo la silla; Fernando, el imperecedero asador, la
Sofía y la Magalí, el no tan pequeño Emiliano, la tía Malvina y el melancólico Miguel; y
los demás, el ocasional Negro, Rafael y otra ronda de desconocidos, con quienes no
tenía afinidad, que se entregaban al truco y al retruco en juegos que perduraban entre
el vino y rostros encendidos; todos ellos de campestres orígenes, de aburridas vidas,
congregados en navidades, ocasiones festivas y alborotos coloquios. ¿Qué fue de
ellos? Él se había apartado de la fiesta.
Miró a su alrededor como si fuese la primera vez que lo hacía. Cáscaras
desvencijadas estos viejos muros, vigilantes asiduos, seguidores implacables de
movimientos, arrogantes pilares. ¿Cuántas personas antes de él fueron resguardadas y
mortificadas con su silenciosa intimidad? Hacía cuatro años que vivía bajo esas alas, y
aunque había logrado teñirlo con su presencia, sus faenas y borracheras, odio y amor
en igualdad de condiciones, ira y pasividad, gritos y cordura, música y quietud, la
dualidad presente de un todo, sentía el inquietante peso del remordimiento de los
antiguos hogares abandonados. Había traído consigo los espacios y escenarios de sus
otras vivencias. No olvidaba los balcones perdidos, ciertas esquinas simbólicas, aromas
de tardes, incertidumbres despertadas por ciertos árboles, peatones yendo y viniendo
al paso; y con cada mudanza venida en años, aplastaba una parte de sí, zaherida en
remembranzas de personas que dejó detrás. Unos pocos muebles fueron reubicados
en ese lapso. Recordaba la zona yacente donde ahora habitaba el sillón, y la heladera
que fue trasladada debido al enchufe mal situado. Las pesadas cortinas posaban como
estatuas desmayadas, inamovibles desde hacía dos años, obstructoras del resto del
mundo. Otra capa, más pesada aún, de polvo microscópico bailaba surtida sobre la piel
espesa. Y la grieta risueña en el vidrio, su adorno favorito. ¿Cuánto tenía que ser
golpeado un corazón para sentir la esencia de las cosas? Las palabras son un inútil
recuento en conjunto que en esencia expresan la inutilidad.
Un súbito estornudo retumbó odioso en alguna parte. Más allá de la frontera de la
presunción, del hipotético entorno envolvente de realidad insulsa, rompiendo el
delicado equilibrio del mutismo, barrido cual mota suspendida en un frágil torbellino
generado por una aspiradora, entre éste quimérico equilátero y la posterior suma de
los ángulos de cada rincón; resonando furtivamente como el zumbido disipado en una

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indiferente cañería, haciendo esquiva presencia ante los ojos desaliñados de un
dictador.
Por un momento, el sofá aplanado, los cuadros abstractos, el librero y cada uno de
los ejemplares tendidos, se arruinaron, destituidos de su naturaleza sapiente,
arrojados a otro plano astral, cubierto de bacterias, virus devoradores, y una enferma
dolencia de tímpanos.
El reloj, que parecía haberse detenido, prosiguió su maniobra en un ferviente
intento de recuperar los segundos atrasados. Ese estridente espasmo fue sucedido por
otro, e intercalado por continuas toses que hacían temblar las paredes que ahora
parecían haber sido obradas con el papel más delicado.
Escuchó un ruido como de ligeros pasos en el piso de arriba, de inmediato recordó
la inexistencia de un tercer piso. Entonces su atención se posó sobre la pared oeste, la
del vecino, la del inquilino de al lado, la del reciente número advertido.
Pegó el oído a los poros de la cal y la pintura, y hubiera intentado el método del
vaso receptor de ondas para amplificar el sonido –como lo había visto en varias
películas y telenovelas de bajo presupuesto– pero temía perderse de algo. Un
chasquido, como el de un encendedor –imaginado de color violeta– para incinerar la
punta de un cigarrillo lleno de furia y nada. Aspiraciones, un balbuceo, parecía hablar
por teléfono. Nuevos pasos errantes, ahora conscientes de su procedencia. ¿Quién
hubiera especulado que, como un completo voyerista, malsano e inquieto,
transcurriría ulteriores horas al compás de sonidos imaginados y escenas incompletas
bajo un halo de esquiva teatralidad?
Ese departamento, tan ignorado y misterioso, era ahora el amparo de un alma
catarrienta. La idea de un vecino –al que posiblemente le molestara sus perezosos
ruidos, le disgustara su música o sus ires y venires de hurgado aburrimiento; o
posiblemente lo contrario, alguien impaciente que no podía concebir su vida sin
molestias ajenas, y que al cruzarse por el pasillo le diría cordialmente “¡Oh! Por favor
señor vecino, cuando entre usted en su cuchitril, hágame el favor de gritar y estampillar
algo muy pesado en el muro que nos linda”, o le dejaría esquelas en la puerta
demandando una determinada pieza musical a todo volumen, conciertos o recitales
enteros, o que realice llamadas gratuitas interminables que se prolonguen hasta las
cuatro o seis de la mañana– como decía, la idea de un vecino en ese cuarto
desvencijado era ordinaria y platónica.
No había tenido uno en décadas. Casualmente los cuartos contiguos al suyo de
antiguas dependencias nunca estaban alquilados, o si lo estaban era sólo un hombre
ermitaño que buscaba pasar la noche. Encontramos un refugio al incomprensible
mundo exterior en estas pequeñas bóvedas grises.
Otro estornudo. ¿Se había mudado recientemente o él, en medio de sus
distracciones y comas abundantes, acababa de percatarse de su existencia?
Un espasmo. ¿Cómo sería él físicamente? ¿Bajo, morocho, panzón? ¿Tendría una
pierna ortopédica, peluca en la que ocultar un secreto, o estaría postrado en una silla

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de ruedas viéndose obligado en alguna situación límite a pedir su ayuda? Afirmando
que sea un hombre. Debía de serlo, puesto que en el pseudo-idioma gutural del que
hacía gala se percibía cierto dejo propio del género masculino.
Un bostezo estrepitoso y el cese de la función. ¿Cuál sería su historia?
Ya no oía nada más que pesados ronquidos espasmódicos. Debía ser un fuerte
resfriado, era un verano caluroso después de todo.
Alguien (o algo) en la galería golpeó la puerta, pero no era la suya. De complexión
robusta o de arietes por brazos, cada golpe reverberaba con más potencia que el
anterior. Parecía tener apuro o una urgencia de carácter nacional en el que miles de
vidas humanas estaban en juego.
— ¡Tincho! –porrazos– ¡Tincho! ¡Levantate, dale! –porrazos– ¡Dale Tincho que hay
que desarmar la chata! –Cada segundo en que detenía su escasa verborrea
imaginaba que posaba su fea fisonomía a la madera en un intento por
atravesarla o percibir un movimiento lóbrego en su interior– ¡Dale Tincho,
levantate che!
Lo creía oculto, silente, de dificultosos movimientos, como un ratón rodeado de
trampas. El hombre sólido se alejó rendido difuminando su caminar por el corredor.
No conocía nada de él. Tampoco deseaba entablar una amistad. Se vio reflejado en
su imprecisión. Como si de un fantasma se tratase, en sus cuatro años de convivencia,
nunca se había relacionado o mantenido una conversación con nadie del lugar. Dudaba
que otro ocupante del edificio lo notase, salvo por algunos encuentros y saludos
obligatorios en escaleras o pasillos, pero aun así, bajo esas circunstancias, podrían
idearlo como alguien ajeno a la residencia. En ese sentido, estas diez paredes
conformaban una enorme e ingrávida Muralla China disyuntora de culturas.
Transcurrida una media hora, una canilla abierta –una ducha– zumbaba. Quizá se
predisponía a salir, y la función ahora presentaba los preparativos. Se colocaría una
camisa o una remera de matices variables. Chirridos de una puerta, quizá la del
armario. Ahora respiraba un perfume asfixiante ¿O era una alucinación olfativa? Sintió
cada acto como la programación lineal de una misa. Pero no escuchó el crujido de la
herrumbrada puerta principal bajo el número, ni el amén final. No se disponía a salir.
Continuó esparciendo su enfermedad cerca de cuatro horas.
Finalmente, terminó por aburrirse de su expectación. Otro espectáculo
volviéndose monótono en tiempo record.
Se percató que había permanecido expectante, con apenas unos pocos
movimientos de pierna y tamborileo de dedos, en su butaca durante esas remotas
horas. Se hacía de noche. Otra vez. La tarde se rendía como un párpado cansado. No
había comido y no sentía deseos de hacerlo. Como si le poseyese un espíritu de cientos
de años, fatigado y corvo, y una ola exhausta le hubiera derribado repentinamente de
su frenético surfeo –nunca había surfeado– sintió el único deseo de acostarse.
Imaginó a su prójimo, disfrazado de gala, saco, pantalón de vestir, conjunto
predominante de negro y blanco, con un bello tono azulado, planes cancelados o

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truncados, recostado en la misma posición que él: extremidades tensas, una por sobre
la otra como en una lucha libre, brazos aflojados casi relajados, como circulando por
una anestesia local, cabeza reposada sobre dos confesantes almohadas, como
terapeutas y consultores.
Quizá no estaba allí en lo absoluto. Los síntomas habían cesado. Había huido por
detrás, a una portentosa salida de emergencias de colosales pilares que resguardaban
su privacidad y mantenían su identidad y escándalos furtivos. Se encontraba ahora en
los níveos cobijos de una señorita, resplandecidos sólo por la inocencia de una
previsible película de terror en segundo plano, de frívola trama adolescente, que
excusa la complicidad mutua de una noche de unión. O teniendo un combate con
cuchillos en las afueras de un bar, empuñando una daga del siglo XIX. Vista arqueada al
enemigo, viendo sus puntos débiles y sintiendo un odio indómito. Forcejea y consigue
que su rival pierda la preciada empuñadura, quien luego quita de su cinturón de cuero,
oprimiendo fuertemente con el guante, el arma suplementaria de cuarenta
centímetros. Y como ansiando desterrar la sangre de su víctima hacia otros dominios,
arremete contra el disciplinario rebenque en desfavorecida ventaja de su contendiente,
y en dos segadas o más, propicia desenlace a un apasionado encuentro de esgrima
criolla sin honor.
La integridad de la ciudad. Todas esas personas. Todas ellas, como un charco de
una encarnizada contienda. ¿Qué estaban haciendo? ¿Hacia dónde se dirigían?
¿Cómo se puede definir la inmensidad, la magnitud del entorno, cada hoja Funesca
y sus misceláneos encuentros, cada olvido como un asesinato sin culpables, cada
sonido del tiempo como un lejano eco que aún no ha sucedido? Me gusta pensar que
nada está allí en realidad, que todo lo creído y conocido no existe más allá de su
inexistencia, que todo emoción es una picazón irritada sin tacto que espera desvanecer.
Que el correr fortuito de instantes es un mal chiste y que sus autores se ocultan en
bastidores prorrogando al último aplauso que se propaga indefinidamente; que aquella
muerte no sea más que la retirada del personaje para el saludo final, abrazado entre
sus compañeros de larga jornada.
Me gusta pensar que algo más sucede mientras soy y no seré. ¿Qué sería de otros
si no sucedieran inalterables en nuestras mentes? Tal vez débiles anuncios y sombras
infortunadas sin suceder. O sólo espasmos pálidos, o grillos que se apagan ante pies
amortiguados en tristeza.
Algo más mientras soy y no seré…

23
VI

Guarumba y Belgrano. Una noche opresiva, de ahogo emocional, de fracaso


inminente. No se movía ni una sola hoja de los árboles que se vejaban apáticos,
parecían enjuiciar con su testimonio solemne a la humanidad por sus terribles
crímenes acaecidos.
Una atmósfera pesada, cargada de electricidad, se dispensaba como neblina y
maquillaba a la ciudad con un aura enigmática. No sabía para qué había salido, pues
contrastando el calor de los días anteriores, un frío ventarrón rugía como una bestia
indomable y se regodeaba como un Dios sin nombre, creador y destructor de todos los
paisajes. Lejos estaba la lluvia y parecía evitar la urbe que evaporaba un olor senil de
cenizas y hollín.
Como un arma de doble filo, se había equipado el único sobretodo arcaico de color
negro que yacía olvidado y afligido en su placar. Sus puntas danzaban dementes como
si intentasen fugarse hacia la libertad de las ráfagas.
Pocos entes asomaban sus dientes a esa hora, del valor de un peón –que avanza
vertical, indistinto como un hoplita, vendado y ciego, sólo una casilla por vez hacia filas
desconocidas– una aguja ponzoñosa o un ridículo sonámbulo. Se podía oír el cambio
de color del monstruoso aparato luminario. Dudó. A sus espaldas, la calle de tierra
amparaba los hogares de un barrio común y las aceras acordonadas por la aureola de
los faroles noctámbulos. Hacia delante, la avenida trazaba quirúrgicamente la ciudad
en dos grandes metrópolis, y una hilera de banderas y faroles reiteraban los símbolos
que condimentaron la cultura clásica.
¿A dónde voy? Tengo la nariz roja y me lloran los ojos por el viento. ¿Qué diablos
estoy haciendo? Dobló hacia la izquierda, cruzó el longevo supermercado de paredes
repintadas que como un templo blandía descuentos y promociones para sus afligidos
feligreses, y cuando casi rozaba la esquina que albergaba el último respingo del silbido
tempestuoso un par de motos rompieron la brisa.
— ¡Eh! ¡Acá hay uno!
Al pisar la primera baldosa sonriente de la arista reparó el significado de ese grito
de batalla. Sus movimientos torpes y su estrafalaria fachada fueron el dulce néctar
consagrado a una telaraña. Advirtiendo lo que se le venía encima prosiguió su marcha
embriagadora cual pieza kamikaze.
De un salto, uno de los ocupantes del diminuto vehículo –posiblemente el rostro
de la operación– alto, flaco, de corto cabello regimentado, agitado como partícipe en
una maratón, le cerró el paso.
— Amigo, ¿no tené hora?
— Ni idea. Pero debe ser las cuatro y media más o menos.
Nuevo cierre de paso como las bisagras de un peaje.
— No, decime bien la hora, dale. ¿No tené reloj o algo?

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— No, no tengo nada. –Una mentira inocente y sonsa en el momento inoportuno,
pero era parte del libreto en procedimientos de robo donde se suponía que el
asaltado resguardara necia y estúpidamente sus bienes materiales por encima
de su propia seguridad y salud.
— Dale amigo. ¿No tené celular?... Dame el celular…
El compañero de parranda, un tipo robusto y serio, de vista entrecerrada –el
cerebro de la operación– quien no se había molestado siquiera en bajar, mantenía el
motor encendido como en los robos de bancos de las películas de acción yanquis,
dispuesto a la huida de la ley. Tenía la mirada sobre él, manos en bolsillos de la
campera, y de pulso férreo.
— Si te mové, te cago un tiro. ¿Entendé?
Su mano se contorsionaba dentro del bolsillo, en un tosco intento por forjar el
pesado cañón de lo que simulaba ser una 9 mm, o una FN Five-seveN de veinte
cartuchos en caso de pugna contra el posible chaleco antibalas de fibras laminadas que
abrigaba el corazón de su camisa de suboficial al mando en una misión encubierta.
¿Era necesaria la aclaración? Pensaba, mientras alzaba los brazos lentamente hacia
el cielo ahora calmo. Inspeccionaban su parda figura como a un terrorista que porta
una bomba en un aeropuerto internacional. Tomaron el celular y la billetera de apenas
cincuenta pesos y un par de papeles sin importancia.
Un coche atravesó iluminando la escena sin siquiera advertir el hurto.
— Vení para acá, ponete más cerca… ¡y bajá los brazos boludo!
Se acercó. Apoyó su mano en el hombro, fingió un sollozo colocando su mano libre
en forma de visera sobre la frente y mocos repentinos parecían surcar felices por su
nariz. Es un buen actor, pensó, casi me convence.
Cuando el auto se perdió en el horizonte se reanudó la diligencia.
— Seguí caminando y no te hagás el vivo… ¡Gracias! ¡Nos vemos! –Su cara se
relució con el escaso botín en mano.
Subió a la parte trasera junto con su compañero y partieron profesionalmente.
— De nada. Espero que no…
El despacho había terminado en menos de tres minutos. Un trabajo limpio. Ahora
caminaba tembleque y sus piernas se aflojaron tras los tres primeros pasos. La saqué
barata. Habrán pensado que era un tipo millonario. Por suerte no se llevaron el
sobretodo, pensó entre risas que fueron borradas al instante. Esos dos habrán pasado
una noche terrible. Otra de las tantas. Vivir para esto, para este tipo de situaciones…
qué triste, qué doloroso, cuánto aburrimiento.
Esa era la premisa de toda historia. Todo arte persigue los rescoldos de estos
preceptos, aun aquellos que lo ignoran son funcionales a la distracción de la tragedia
de la condición humana.
Se sentó, aún estremecido, en el bajo cordón de cemento a esperar alguna idea.
Un pequeño riachuelo a sus pies. Se perdía en la boca fétida de una cloaca y la caída
sonaba como una catarata en un abismo. La fuga provendría de alguna canilla

25
turbulenta que incitaba una revolución de cambio y felicidad, o de algún caño que
estaba harto de vivir. En su nuca, una ermita dedicada al culto del cuerpo y a los gritos
de poros ardientes, un gimnasio. No podía evitarlo. Veía cada rincón como un templo o
capilla consagrados a diversas penurias humanas. Una concesionaria, un santuario a la
vanidad; un kiosco, un tabernáculo de menudencias; por allá un centro cultural, digna
abadía del ego; a una cuadra, una rotisería como una basílica a la voracidad; ¡y más al
fondo un casino! Un claustro de monarcas quemando dinero a la Diosa de la Fortuna.
Si, los seres humanos necesitan todo ese imperio. ¿Acaso nacimos para mantener todo
éste condenado engranaje en funcionamiento?
Y en sus pensamientos que nacían esporádicos y morían prematuros, no se le
ocurría nada específico. No tenía un camino fijo. Ahí, bajo nubes dispersas que
rondaban sobre su cabeza como moscas de pantano, onduló una mueca. Ahora un
claro radiante; se podía ver las estrellas y la tormenta que proseguía hacia Federación.
Supuso que seguiría la vertiente de las avenidas y desembocaría en el desagüe de las
vías del tren por Champagnat. O podría volver al departamento y dormir. Daba igual.
Luego de unos minutos con la mente en blanco mirando fijamente sus zapatos
sucios y mojados, se asió de su rodilla y siguió el trazo planificado.
Pateando las calles iluminadas por el cuarto creciente del infinito astro, le
abordaba una suerte de arrolladora inquietud. Aquellas previstas en el umbral de una
celda en el ínfimo segundo en que se es silenciado por el eco reverberante de una gota
insistente; donde nadie oye chillar a las roedores ni arrullar a las palomas. No vacilaría
ante la aterida gotera; permanecía rígido como un vigilante con los párpados abatidos.
Unos perros tumbados inertes, aburridos de su larga y exprimida existencia. Otros
rondaban buscando emoción, persiguiendo sus colas entre galerías abandonadas.
Infalibles compañeros, fieles seguidores, ninguno lo acompañaría esa noche en el
sudor de la gotera tortuosa.
Desertando el asfalto, deslizaba su cuerpo por las viejas escaleras de madera hacia
la estación de trenes desmantelada. Un coche patrulla hacía su ronda habitual. Un
saludo llano de leve inclinación vertical de sesera. Quizá ese acto minimalista fue
suficiente. Se detuvieron súbitamente. Dieron la vuelta, flanquearon y los faros
incandescentes del furgón enceguecieron el panorama. Desde lo alto de su ventanilla,
un joven con escasa cabellera y un velludo brazo colgante de compadrón actitud lo
inquirió. Ignorando el cordial saludo y rumiando un sonido apabullante de consonantes
ininteligibles, interrogaron su nombre y procedencia como al principal sospechoso de
un escenario homicida, portador de las irremplazables huellas dactilares de su pérfida
mano, en la que aún reposaba la gélida arma criminal aprisionada en sus insepultos
huesos con la que cerró el lúgubre resquicio final a su víctima, mientras lo observaba
agonizante, brindándole un nebuloso placer enfermo de la carne y la sangre
entretejida por temblores suplicantes; y en su tono de voz rezumaba escondida la
verdadera pregunta detectivesca: ¿Y bien? ¿Dónde escondiste al finado?

26
Respondió escuetamente a su misiva verbal. Se miraron como parte de un
procedimiento habitual. El núbil ser abrió la puerta de la camioneta y al cerrarla la
golpeó con cierta mueca burlona. Algo no iba bien, e ignoraba que era. Balizas
intermitentes azul y blanca. La persiana cerrada de un almacén cercano. Rostros
curiosos enfocados por celulares en la pasarela de madera pintarrajeada. Y el viento
que bufaba nuevamente como antagonista portador de cuitas.
— ¿De qué trabajas?
— Bibliotecario… –Expresó con seguridad, aunque el desempleo atestiguara sus
débiles expresiones.
— ¿Qué haces caminando por acá?
— Camino…
— Ajá… ¿Y qué hace un bibliotecario caminando a esta hora?
Manteniendo el atisbo superior, ningún argumento parecía complacerles. Hubiera
querido gritarles con los ojos desorbitados de sus cuencas: ¡Sí! Paseo y admiro la
sublime serenidad de la ciudad, el misterio que rodea a esta estúpida existencia y no
me detendré a no ser que encuentre alguna justificación. Trato de comprender, en mis
límites, cada árbol que no escapa, cada duda, cada luz que me subyuga, cada gesto
deliberado, cada silencio arrollador, cada naturaleza humana, y a la vez trato de
comprender también porqué lo hago, porqué me hundo en esta repugnancia de la que
cada vez es más difícil librarse.
Inútil. Le solicitaron DNI. Preguntó por la ley que respaldaba esa orden.
Mencionaron rápidamente un artículo de dudosa existencia. Manifestó que no portaba
el documento como muchos otros, y que no tenían permiso para requerirlo. Insistieron
en el asunto. El atolondrado inmaduro colocando sus índices dentro del chaleco azul
marino de su uniforme, e inclinando su mentón en señal de desacuerdo arguyó con un
semitono profesional:
— Estamos para controlar a las personas.
— No. Están para proteger y asegurar el bienestar de los ciudadanos.
No pareció agradarle la discrepancia. Trasladó su mano al rostro libre de arrugas y
estrujó su frente. Entre risas trató de aclarar el concepto errado. Explicó que
patrullaban buscando actividades sospechosas. Por un segundo especuló que con su
paradojal presencia estaban cuidando de ellos mismos.
— Estás un poquito perdido en el asunto. Pareces una persona de bien. Yo te
explico las reglas. Nosotros podemos llevarte y retenerte por veinticuatro
horas hasta averiguar si tenés antecedentes penales.
Su comentario le causó gracia. Catalogarlo arbitrariamente dentro de un estrato
social era algo pedante.
— No, no pueden. No estamos en los 70. A menos que… quieran hacerme
entender que retrocedimos unas décadas y volvimos a una dictadura.
Obligaron a silenciarlo gritándole en tono imperativo. Su compañero, que había
permanecido en completo mutismo hasta el momento, ratificó:

27
— A tu edad tenés la obligación de respetar a los demás, informarte todos los días
qué pasa y entender que no podes jugar con la libertad.
— Yo soy libre ¡Ustedes juegan con la libertad! Rondan, llevando el estandarte de
la moral sobre sus hombros y se divierten asustando, amenazando con privar
uno de los derechos más preciados. ¡Pero claro! ¡Yo soy un ciudadano de bien!
Y a veces se olvidan de algo básico, ustedes también son ciudadanos y se
encuentran al mismo nivel que nosotros.
No sabía lo que decía. Como si fuese un condenado, cada uno le tomó
arbitrariamente de los brazos, lo esposaron y forzaron a subir al furgón. Cadalso.
En el trayecto, esquivando su propio reflejo, mientras el reloj de arena
resplandeciente anclado a su pecho le acometía la intranquila firmeza del finito aluvión
de polvo descendiente, observaba las mismas calles por las que había transitado,
ahora más profundas y severas.
¡Ah! Las maravillas del neoliberalismo. En el momento perentorio en que anhelaba
la sólida alineación de un sistema al servicio del ser humano, traslucía su endeble
conformación: la estulticia esgrimida al público; una puerta inherente que se cierra
ante la solemnidad; el odio irracional hacia lo melifluo. ¡Qué cínicos son los sistemas!
Entregados al burdo sentido común que inhuman las bifurcaciones del pensamiento.
Son, contradictoriamente, la anatema del amor servicial. ¿Cómo podría confiarles mi
libertad o siquiera la sombra benevolente de ella?
Vigilado por el retrovisor, advirtió que sus ojos –como tantos otros y quizá también
los suyos– codiciaban emoción. Escudriñaban en su búsqueda, aburridos de su larga y
exprimida existencia.
Al cumplir la condena de doce horas arrebatadas, bajo un historial impecable y
monótono y el rostro empapado por la única gotera de la espera, pateó las calles
nuevamente, ahora cubierta de charcos y rociadas por el candor de un sol muerto. La
ciudad no había podido evadir la tormenta, y él no estuvo ahí.
Había perdido algo. Tampoco sabía para qué había salido de allí.

VII

Playa. Las olas eternas rechazan todo vestigio de humanidad. La playa no fue
concebida para el goce del hombre. Y en eso, recordó el golpe profano a su puerta, la
visita de Adrián, su insistencia de arrastrarlo a un hermoso día radiante, y el “dale
boludo, te va a hacer bien salir un poco, espabilarte, ver gente”, se vio aceptando y
encallando como una botella náufraga sobre la arena marítima conteniendo un
mensaje en blanco.

28
“¡Camping Santa Ana le ofrece a sus visitantes una zona para campamento, con
iluminación, parrillas, servicio de seguridad, baños, piletas de lavado y agua corriente!
¡Comedor las 24 Hs y servicio de alojamiento en bungalows!”
Venga y satisfaga sus más salvajes instintos en la arena, sea participe de un desfile
ensordecedor de semejantes en formación rigurosa, de pomposidad exuberante y, en la
incandescencia de un orgulloso sol de verano, la sensualidad irónica de borrachos y
sirenas ciñéndose en un mismo panorama terrenal, al ritmo palpitante de lanchas y
motores, risas y soledades, sombras de lo que alguna vez fueron luciérnagas y
ostentosas mansiones que sirven de falda presuntuosa, de velo que fracciona
miserables y mezquinos. Todo este paisaje de fogosos encuentros y de homogénea
multitud de amplio matiz general, denodado por el triunfo de la posverdad. ¡Venga y
diviértase, que para lo demás está la muerte!
Este slogan reverberaba en sus venas mientras era azotado por el compás del agua,
una cerveza caía en su mano, y en amplios y casi desesperados andares recorría los
cansinos centímetros distendidos, de su cintura a su embotellada reflexión, y le
atenuaba su aspereza.
A la distancia se alzaba, como un mundo lejano y abstracto de leyes y estatutos
análogos al de este estrato de la realidad, un conjunto intrincado de árboles que se
agitaban en un vaivén silencioso, digno carril consagrado a querubines de flecos de oro
con clarines candorosos, pronunciadores de lo impronunciable, iracundos y obcecados
con la ceremonia de la nueva llegada del mesías, quien vendría esta vez con un diario
digital por tablilla de piedra oxidada, repleto de vaticinios incumplidos.
Voy por mi segunda cerveza. Mis pies chatos, mojados. Cada dedo, fusionado en la
tierra humedecida, fricciona la textura de los granos intentando absorber los minerales
y nutrientes; y ascender a la superficie, evolucionado, como un renacido e incansable
Lázaro que resucita con cada mención ficcional y engrandece así su hastío por las cosas
mundanas, ávido de un plano espiritual que permanece distante a la vuelta de la
esquina; y en este caso, una aleta, un anca, o una membrana interdigital que se
desprende de sus gloriosos días en tierra para adentrarse en la ingeniería y el arte
submarino, quizá para nunca regresar a su origen –como es bien sabido que no se
regresa jamás al mismo sitio– y socavar una nueva vida, una más profunda y
desafiante de suspensión.
Y mientras sucedía ésta aberración natural, simultáneamente, el viento ceremonial
arrollaba la música festiva hacia ese limítrofe bosque querúbico, donde la fría luz de la
estrella mayor es rechazada ante la impermeabilidad frondosa, donde los sueños,
fobias y aspiraciones mortales se encarnan coléricamente, amalgamados cual tierra
mitológica; dentro convive el presente en un pretérito estancamiento. En esa comuna,
cadenas resonantes aprisionando un cuello bestial, gruñidos sin procedencia, ahora
como jabalí, ahora como perro, cuatro garras se hunden en la espesura y corren hacia
un oscuro precipicio, aullando y arruando al mismo tiempo; ignorando al resto, un
punto pálido, a veces estacionado como una tranquila noche sin reposo, a veces

29
sorteando el lejano e indistinto horizonte, una luz imperceptible acompañado de un
escalofrío irracional, mala por naturaleza puesto que todo misterio que no tolera
mostrar sus cartas es indicio de manos macabras, ronda a ciegos y videntes por igual;
en los senderos, riendas de dolor escudriñan alguna iglesia, como ícono del castigo
ante el pecado, la mulánima ronda su circuito sin detener su aliento, sin advertir a
quienes se esconden detrás de los árboles o dentro de ellos, sudando el combustible
de la ardorosa inmoralidad; junto a esa cortina de polvo y azufre quemado, a un lado
del camino, entre piñas y ramas caídas, la pena de una pérdida, un rostro fatigado en
lágrimas, de blancura turbación, busca incansable aún a sus pequeños espectros, sin
reconocer que las ánimas en ese estado nunca cruzan su alevoso porte con sus seres
queridos; mientras, reposando sobre un tronco hueco, un ser arrogante y oportuno,
harto de altares y velas a su nombre, de dudosos pedidos e imploraciones que van más
allá de su potencial, de amuletos e imágenes de diversidad cadavéricas que no reflejan
su verdadera figura, pero hábil para ofrecer una odiosa esperanza a la tan temida
desesperación, y sin escrúpulos al exigir su recompensa, utiliza su ingenio de orador
ante almas de penosa fe que se atreven a adentrarse por esos lares; y demasiado
cercano a ésta entidad, aunque intente evitarlo, un laburador guapo de rojas ataduras,
un brazo siempre recto, y el otro portador de caza –representación del respeto, el
temor y la asimilación aborigen al gringo amo que escribió la historia– de ley, de
bigotes y cabellera alumbrados por una aureola carmesí, de buena postura se para
junto a santos y demonios, admirando su rostro en tiendas y estampitas, ¡canejo!
alejado del daño, de expresión plácida y serena como un torero español, arroja
miradas inexpresivas como facones sin filo a sus aparceros; y no demasiado lejos de allí,
Mandinga, de mil formas y nombres, de negro corazón, afligido de parodias y comedia
barata, eterno buscador de inocentes –en el amplio sentido de la palabra– de fácil
tentación, para ultimar tratos sin lógica y colmar sus aquelarres repletos de acólitos y
esbirros. En este caldo regional, estos quiméricos personajes coexisten unos con otros,
se relacionan en la espesura y unidos por el temor, esconden sus fauces, cuernos y
cuerpos traslúcidos ante el ritmo orgiástico de notas repetidas y distorsionadas,
bulliciosos bailes, luz eléctrica y comunicación satelital; desinteresados ya del pánico,
la siesta de los niños y el pretexto de los adultos, de la atención de las ancianas, de ser
el centro de las historias en noches de confidencia y escalofríos, desentendidos de
aquellas almas mortales curadas de espanto.
Doy otro sorbo, algo camina, se arrastra entre mis pies bajo la ligera viscosidad de
la marea baja.
¿Esto es libertad? ¿Esto es lo que denominan paraíso? Sol, calor, tostadores de pan
blanco, un árabe herido mortalmente apartado en unas rocas remotas, conservadoras,
sombrillas, bronceadores, toallas húmedas de arena, señales de baño, insecticidas,
carbón, humo de asados caducados en cenizas, hojas secas machacadas, desfile fútil de
caños de escape que compiten por el título al más ruidoso pedazo de chatarra. ¿Cómo
he llegado aquí? Pantalones largos y remera a rayas de tonos cálidos. Parezco un idiota,

30
suspendido como dentro de una pintura surrealista. Pero ¿cuál sería el título? ¿”Lo
ridículo”? ¿”La ridiculez”? Se sentía verdaderamente dentro de una obra de arte,
derritiéndose en acuarela, anémico como si hubiese perdido la tonalidad tras días de
ser abrasado por soles nacientes. Pero una manzana no cubre mi rostro ni deja
entrever mi visión, hombres con bombines, dispuestos a ignorar la gravitación, firmes
como iridiscentes rayos de incandescencia, cubren el panorama; mientras grandes
chimeneas de ondulante petulancia perfuman de muerte una Venus –de las tantas
conocidas y admiradas– cercenada en medio de un paisaje de congregación angelical
de ambiguos estratos, orquestando algún concerto de Rachmaninov o quizá del Gran
Bach; y rostros inexplicables sonríen, hastiados de su suerte de lienzo, mancha
substancial de la condición humana y reflejo inmaterial de vidrio transparente,
naturaleza inorgánica y relojes derretidos, junto a dos amantes que se besan –
¿apasionadamente?– en un rictus asfixiante de paño blanco.
Ahora, en ese océano fantasmagórico yace un inerte idiota, de remera rayada. Una
distribución irregular de mujeres hermosas posan sistemáticamente a su espalda como
arte rococó, congraciadas, ávidas de vida, reflejos de divinidad en trazos de colores
cálidos. Todas ellas inaccesibles.
No he visto a Adrián desde hace un par de horas. Vinimos en su auto. No tengo
opción, tendré que buscarlo luego. Debe estar en la cantina o intentando seducir
alguna señorita enalteciendo desesperadamente sus débiles brazos.
Al registrar de frente la línea de costura difusa entre el azulado cielo despejado y la
concentración eclipsante de onzas, pensó en todos aquellos ahogados, como
incipientes sacrificios, que había reclamado uno de los brazos de la personificación del
río Uruguay. Intentó, sin mucha suerte, recrear los últimos minutos de desesperación
de manos sin socorrer, y la posterior tristeza familiar.
Con aplomo, pues sus aletas no fueron forjadas por manos celestes, sus hibridas
deformaciones resurgían del montículo acuático.
El sol chamuscando su nuca, una lata vacía colgando de su brazo como una mísera
extensión, conglomerado de personas jugando a la pelota, niños que remontarán estos
años como la mejor época de su vida, y una sensación aún inexistente de desconcierto
de espera paciente tratará de redimir un pasado de retazos imprecisos de aguas que
no serán las mismas.
Caminó torpemente como si tuviese ancas de rana. Finalmente salió. El pantalón
se adhirió a su piel y goteaba como una tormenta portátil. Se dirigió al tacho de basura
más cercano, reflexionó por un momento y tiró la cerveza en la sección de “plástico,
papel y cartón”, la de “orgánicos” estaba tirada en el pasto y holgazanes hormigas
atiborraban su pensamiento recorriendo la zona y robando limosnas; y la “inorgánica”
desaparecida, como si el cubo entero hubiera sido degradado en un santiamén por
jugos gástricos de una hambrienta tierra.
Caminó por el sendero de piedras y arenilla zigzagueante. Atravesó el pequeño
bosque y le pareció escuchar unos ladridos de perros riñendo, un arrastrar de cadenas

31
y un furibundo relinchar. Un lejano y débil albor artificial de una cabaña, y un hombre
embebido de barba desaliñada, pernoctando sobre una plancha de hojas muertas a la
sombra de un sombrero de paja. Lo observó desconcertado como si se viera a sí mismo,
como si hubiese sido su propia imagen. Ambos tenían los labios secos y un pesado
respirar.
Prosiguió por el agreste sendero y sintió el dolor lumbar que lo había abandonado
semanas atrás. Se sentó en un asiento de madera a ejercer lo que últimamente se
había convertido en su más grande afición: contemplar. Trató de captar el viento, que
no lo había abandonado ni un minuto, en lo vasto, en las ideas batidas en su mente,
hasta evocarlas en forma prosaica sobre un columpio infantil que más tarde holgaría.
Sus sentidos estaban opacados. Casi siempre lo estaban. Y en el andar fortuito de las
horas venideras intentó contraer un impulso: huir.
Huiré. Huiré lo más lejos posible. Me alejaré de aquí y me precipitaré donde sea.
Y con esa aterradora decisión, que lo había infundido la suma completa de las
cuotas de antiguas tardes y vigilias en las que segregaba un pestilente deseo mortal,
fue a comprar otra cerveza, mientras rememoraba cómo había sido su primer
encuentro con esa sustancia salvadora. No conseguía acordarse.
Huían las luces en el anochecido atardecer. Adrián Castella echaba una ojeada al
último rastro de damas bañadas por un alba anaranjado al servicio de su morbo.
Refunfuñó, se deshizo de un trocito de rama con el que estaba jugueteando, se
encaminó al auto y en el trayecto se acordó de su amigo en el momento exacto que lo
vio amansado en un columpio cercano entre latas desplomadas y una oleada de
playeros que se retiraban a sus hogares.
— ¡Antonio! ¡Te perdiste che! ¿Dónde te metiste? Te estaba buscando por todos
lados.
— ¡Jaja! Creo que nunca me moví de acá.
— ¡Fo! ¡Vos sí que te divertís, eh! No sabes todo lo que te perdiste... Yo ya me
estoy por ir ¿Vos que vas a hacer?
— Te voy a invitar una cerveza.
Aceptó la enjundia con su entusiasmo característico prometiendo restituir la
invitación. Caminaron un poco, hacia la despensa, y nunca imaginaron que esa
sería su última vez.

VIII

Me entretenían los crucigramas. Revistas del cable –por supuesto no tenía


televisor– y recortes de noticias pasadas se aglomeraban sobre la mesada ruin de la
cocina. El juego del azar y autopistas bifurcadas creadas por el entrelazamiento de

32
palabras, distraía mi atención y actuaba como un gran domo cubriendo el espectáculo
exterior de discusiones dionisiacas. Tomaba un lápiz y arañaba las cuadrículas vacías
ansiosas de grafito. Confieso que en un principio me desquiciaba ese mundo indeleble
de información requerida. No importaba si hacía trampa viendo las respuestas en la
contratapa. No era la crueldad del vencedor y la agonía del vencido lo que succionaba
sus horas, como tampoco lo eran la dificultad de las consignas o el intelecto
malgastado. El ínfimo misterio yacía en el vocabulario místico del idioma impuesto. La
curvatura lineal o la línea curvada de símbolos caóticos. A veces, mi visión se nublaba,
y esas letras empezaban a moverse y a cuestionar su posición, como si intentasen
escapar de su laberinto carcelario creado con tinta y papel. Se originaba un altercado
salvaje por pertenecer a un estrato u otro.
Irrisorio era suponer que en algo tan pequeño y cadente, residían complejidades
superiores a la superflua búsqueda de la correcta respuesta a esa incógnita: “Criatura
del folklore ruso, cuerpo de pájaro y cabeza de mujer. Ocho letras: Alkonost. Material
plástico empleado en la industria cinematográfica para la fabricación de películas.
Nueve letras: Celuloide.” Pero, laboriosamente, en aquellas incómodas inclinaciones en
la mesa sobre del sofá, en donde el dolor físico no hacía más que articularse solapado,
inventé una fantasía en la que la prodigiosa resolución de los casilleros horizontales
escondía una sensación colosal, intensamente más pura que la del amor más laudable.
Mientras que las trincheras verticales se encontraban conectadas con el conocimiento
eterno y otorgaban al jugador la sagrada idea de crear sus propias leyes olímpicas.
Impulsado por una sinécdoque fantasmagórica, rellenaba cada cuadro con el
carácter correspondiente sobre temas erráticos entre sí, pero que calumniaban un
destino único. Las consignas, hechas por una mano artista y arcana, o por un sujeto
barbudo y aburrido enclaustrado en una oficina editorial. “Compositor ruso, período
Romanticismo. Diez letras: Chaikovski. Género musical y teatral proveniente de España.
Ocho letras: zarzuela. Infusión hecha con las hojas de una planta originaria de
Latinoamérica. Cuatro letras: mate.”
Aun siendo un juego, me entristecían esos familiares casilleros en blanco. Salas
repletas de nada, de una nada absoluta estigmatizada por unas pocas líneas que
contorsionaban el límite cuestionable, pero dentro de ese cubículo, la nada sin masa
llegaba a ser algo, un pozo momentáneo que requería un símbolo, la grafía a las
puertas de la existencia. Y él era el dueño de la llave. La mayoría de las veces, una sóla
palabra –o más bien la ausencia de ella– se alzaba por sobre las demás, como un trazo
de carbón sobre yeso, enigmática, cimentando un muro divisorio entre ellas y yo.
Entonces era cuando más necesitaba seguir jugando, cuando los minutos desaparecían
y se perdían en mi condición de hombre finito, cuando esa única casilla emergía como
un islote en medio de un mar fangoso, y la enloquecedora resolución que buscaba
afloraba astuta, como un difunto que lleva días en un velorio y que comienza a
manifestar diferentes rostros, todos de una misma expresión de amenazadora
premonición, de mortífera verdad; entonces soltaba el lápiz. Lo apoyaba suave, como

33
quien teme provocar una catástrofe, sobre ese microcosmos y volvía a este cínico
encierro tridimensional, límite cuestionable, topándome con las mismas paredes y las
cosas pincelaban un contorno sombreado en su lucha por no desaparecer junto
conmigo de este plano. La sala repleta de nada. El sofá.
Permaneció atontado, como si hubiese presenciado la sacudida de un despegue
espacial, y al mover su cuerpo sintió el mínimo precio de la vejez.
Llovía, otra vez. Se había cortado la luz, nada que una vela solitaria no pueda
enmendar. Las gotas unísonas se disfrazaban de ominosas pisadas en el pasillo. Y
contrastando con el paisaje cientificista y racional de ese pequeño universo
geométrico en el que se había enfrascado, pudo advertir por el rabo del ojo la huida de
una sombra escurridiza por debajo de la rendija de la puerta, como pintarrajeada en la
oscuridad por una mano torpe, oculta como un relámpago entre nubes borrascosas.
Esa sombra, que emanaba una fidelidad diaria sobre la puerta, retumbaba de
consistencia en medio de la habitación, en eco en el pasillo y en ilusión detrás de las
paredes.
Recordó una noche de su juventud en que leía a Stephen King. Percibiendo la
tormentosa Maine paralela, y su frágil corazón, lloré por él, por todos los que temían
como él, por su coraje y aburrimiento, por su prolífera verborrea y por la bondad de sus
líneas.
Fuera eran las 4:11, hora trágica en alguna parte, puesto que mientras transcurre
la habitualidad, alguien abandona el miedo y es entregado a las póstumas garras del
olvido; mientras el segundero cumple su cometido, incluso cuando se ignore o niegue
su parcial importancia, aun cuando alguien se entrega al placer o intenta doblegar su
dimensión.
Mientras, Antonio observó cómo un refusilo iluminaba parcialmente las cortinas
polvorientas, el sonido blanco del ventilador se convertía en un torrente imperceptible,
y las pisadas resonaban aún en su descalabrado sistema auditivo, permitiendo que el
ritmo cardíaco se acelere y los nervios se contraigan como músculos desgarrados; el
horror se metamorfosea como una cucaracha que ha perdido su humanidad. Y tú, aun
pensando incrédulamente que sólo ha transcurrido un minuto o con suerte medio de
él desde que la hora fue presentada, tu mente ha maquinado –a desmesurada
velocidad– el lugar inevitable, los seis pies bajo tierra, y el nauseabundo olor que tu
cadavérico rostro retuerce al no poder respirarlo en tu aposento diminuto, de
perpetuo alquiler, sin nada más que hacer que yacer inerte y sin vida, en despotricados
intentos por mover tus cuerdas desvencijadas, sin producir sonido alguno, y el
aburrimiento aflora por encima de toda atonía, entonces te invade esa suerte de no
poder siquiera idearte bajo flores, cemento que de igual forma se consume
infinitesimalmente; y por supuesto te tranquilizas ante el hecho de que una sombra,
en cuestión de milésimas de segundos, ha flanqueado el pasillo, ha encallado a tu
puerta para luego perderse como un rumor vago; significa que aún permaneces, no te
has ido, y agradeces todo intento de terror que aflore tu piel, convierta tus pelos en

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aleteo de gallina, dé un vuelco tus latidos, y un suspiro ahogado se presente
inquebrantable dejando el gusto agradable y conocido, la sensación de vida y la lógica
engañada de un suceso que no logras descifrar.
4:13, o quizá 4:14, y el silencio de siempre se apodera nuevamente del vestíbulo.
Observó afuera –siempre sentado, no había necesidad alguna de cambiar de
posición– haciendo a un lado el cortinaje. En la ventana vio los ojos aturdidos y
olvidados de su madre y este hecho sempiterno no lo estremeció. Era alguna especie
de señal, o eso creía al menos. ¿Indicio de qué? Súbitamente –intercalado al cierre
repentino de esas telas protectoras de los conductos visuales que llamamos párpados
en ese ejercicio mismo que ocurre en una fracción de segundo, acción que nos
recuerda al suplicio final de la vida– desaparecieron del cristal, observándose ahora
sólo el escenario de fondo que proyectaba este recuerdo. Las mismas calles
desprovistas que velaban por el pardo edificio descascarado de ladrillos mudos.
Y en medio de la tormenta que comenzaba a vacilar, escuchó el espasmo de su
vecino que ya formaba parte de su vida y del que no podía apartar de su cotidianeidad.
Pensó lo familiar y cercano que se había vuelto con el paso del tiempo su
imprescindible cuasi-presencia. Y nada había cambiado entre ellos al cruzarse
fortuitamente hacía un par de semanas en el corredor que une sus existencias. Era un
hombre común a todos los demás, joven, venía de Corrientes y padecía una fuerte
alergia; y aunque el halo de misticismo que lo rodeaba había desaparecido al contacto,
se sentía complacido de que su efigie haya brincado del anonimato.
A las seis de la mañana, las últimas gotas de mate lindaban con las últimas gotas
de lluvia. Amanecía arrolladoramente limpiando los desperdicios de la noche. Algunos
grillos persistían aún flamantes aunque la hora del silencio se aproximaba.
Se despertaba lo que parecía iba a ser una mañana nublada y desprovista de
ansiedad. No pudo dormir. Los pies le pesaban y sentía un calambre –propio del
insomnio– en uno de ellos.
La luz fluorescente derrochada en los árboles disentidos del grisáceo éter, unas
últimas gotas retrasadas, y el gorjeo de algunos pájaros, creaban algo bello e
inquietante. Otro día le había sucedido al anterior, y poco más que un puñado de
sensaciones quedaban impregnadas en su mente. ¿Cuantas mañanas así
rememoraría? ¿Cuántas olvidaría y volvería a reemplazar? Esto asaltaba sus neuronas
como pirañas a un trozo fresco de pensamiento, desprovistas de agilidad, entregadas
al placer de especular en la nada general circundante.
Dejó que un frío viento le golpeara la cara al momento de sorber su último mate
infinito, ya lavado y exprimido, y rescoldos de yerba sortearon las rendijas de sus
dientes –que vieron mejores épocas– para dar de lleno en su garganta. Ni siquiera se
inmutó ante ello y marchó por el pasillo ahora iluminado por la debilidad de un triste
resplandor. No había marcas, ni huellas, nada. Por supuesto que, decir que “nada”
había en el pasillo era un paralogismo, podía distinguir que la pintura ocre cuarteada,
las baldosas blancas –hartas de ser barridas por los lampiños focos– se encontraban

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estancados en la memoria, sin cambios aparentes, e ignoraban el furtivo todo que lo
transitaba, de este o aquel inquilino, o sombra extranjera de cínico caminar. Pero
descubrió, sin mayor interés, que su picaporte conservaba una ligera mancha marrón
verduzca entumecida que no le pertenecía. La quitó con la mano y dejó que los
gérmenes peregrinaran por su piel.
Es triste saber lo rápido que pierde uno el interés, pensó repentinamente al tiempo
que perdía el interés en esa cavilación.
Abandonando la escena, se arrojó al colchón y esperó a la rendición del día y del
sueño. Soñaría algún adefesio. Diez minutos después, una comisura de baba transitaba
por su almohada como una vía de tren. No soñó nada, o eso creyó. Si lo había hecho, lo
olvidó al instante, en el previo instante en que lo hubo soñado, al despertar seis horas
después de un instante. Algo dentro suyo le había dicho que nada había vivido. ¿Un
sueño no es más que un instante? Dio vuelta su rostro onírico para tapar el hemisferio
de sus estúpidas reflexiones.

IX

Dos noches después, Antonio soñaría con un peatón. En lo que parecía ser la
céntrica calle Urquiza, distorsionada e inverosímil conjunto de asfalto, un accidente
había ocurrido. Por la condición desértica del lugar, característica habitual en horas
trasnochadas, supo que era un día entre semana. No entendía bien lo que sucedía,
sólo veía un cuerpo sangrante y suplicante a pocos metros, unas estampas de llantas
en la vereda y una punzada en su ánimo. Se acercó y acuclillándose le tomó la mano.
No lo conocía, y sintió un simple alivio egoísta en su pecho. Al socorrerlo, una curiosa
multitud súbita se abrió paso y los rodearon. ¡Llamen una ambulancia, hay un herido!...
¡Uh! pobre tipo… ¿Qué pasó?... Parece que lo chocaron… ¿Está vivo?... Hola, hubo un
accidente en calle Urquiza y Alberdi, mande una ambulancia, por favor… ¿Alguien vio
algo?... Qué raro siendo tan tarde… Yo no escuché nada… ¿Vos viste algo?... Yo estaba
en el balcón, no vi nada… déjenlo, den lugar para que respire…
Él se limitó a mirar unas pupilas blancuzcas y a sentir la mano estrujada que perdía
fuerzas. Había transcurrido lo que se sentía como diez minutos y la ambulancia no
llegaba.
¿Por qué soñar con la muerte de un desconocido? ¿Qué sentido tenía? ¿Por qué
crear a alguien que se iba sin más? ¿Por qué llorar por él? ¿Por qué no conocerlo en
otras circunstancias? No hay suficiente tiempo para comprendernos.
Se despertó a causa del calor agobiante. La electricidad seguía sin aparecer.
Reconstruyó el sueño entre sábanas sudadas. Podía estar sucediendo en alguna
realidad, estaba seguro de eso. Se pasó unas horas en la cama escuchando unas

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sirenas remotas, ahora cercanas, distantes y ahora estrelladas en sus oídos, en un
estampido vaivén de emergencia. Una ambulancia. Dos ambulancias. Un coche de
policía. Bomberos. Un par de alarmas. Algún grito en lo lejano. El mundo se había
acelerado. Parecía que nadie podía controlar el nuevo límite de velocidad. Por la tarde
se enteró, por boca de la señora de la limpieza en sus raros tropiezos casuales en las
escaleras, del suicidio de un tal Esteban –no recordaba el apellido–, de una vieja que
había fallecido de un infarto agudo de miocardio en la entrada de su casa, de otro tipo
finado de muerte súbita, y de una chica que apuñaló a su novio mientras dormía,
porque creía presuntamente que lo engañaba. Además de un par de robos y del
extraño corte de energía que parecía no tener fin. El servicio fúnebre tendría mucho
trabajo.
No es que le gustara precisamente enterarse de esas desgracias, pero las personas
parecían más charlatanas que de costumbre cuando ocurrían este tipo de tragedias –y
más aún si sucedían simultáneamente en un ajetreado día– que propiciaban un
desenfreno de chismorreo, como si al contarlo a todo el mundo y en repeticiones
itinerantes, terminaran por convertir los infortunios en leyendas de carácter oral.
Intercambiaron un par de frases habituales al estilo “¿Adónde vamos a ir a parar? o “la
gente está loca” o el clásico “hoy estamos, mañana no” que sirven para poner punto
final a una escasa reflexión.
Una vez afuera, vio pasar algunos transeúntes nerviosos mientras fumaban
enojosos cigarrillos. Apoyó su aquejada espalda en la pared, que no era visible desde
su ventana, y pensó en la posibilidad de que ese tal Esteban era, tal vez, el mismo
amigo de su juventud.
Volvió a subir, y apenas lo hizo, bajó. Se preguntó a sí mismo si quería salir a la
calle, afuera, donde se suponía acontecían las historias. Libremente enjaulado, detrás
de débiles barrotes enmohecidos, se alzaba delante la suerte de los posibles descuidos.
Posibles rumbos no deseados. Se tomaría un remis, sortearía la ciudad y desaparecería
en la noche, bajo pórticos negros y azules, adoleciendo las coyunturas al regresar, pero
¿regresar a dónde? Tuvo la ridícula idea de empaparse el cráneo bajo una rupestre
lluvia, como lo había hecho la vez pasada y con suerte sus pasos lo guiarían al mismo
bar sin nombre. Pero algo sucedió, o peor aún, la falta de algo. Caminó. Estoy y no
estoy, todo me parece gris, sin matices, tal y como es. Sentir la totalidad del cuerpo sin
voluntad, cada facción, cada pequeño ápice de la existencia es un festín. Pero sin
embargo, algunas piezas se pierden y fluyen gran parte del tiempo.
Un par de cuadras y le dolían las extremidades. Estaba despejado.
Con toda esa carga, tener un nombre es aburrido, ser alguien también lo es. Cada
cosa que existe no puede decidir serlo. Por eso estoy aquí y no estaré; no tomé el remis
y siento el desequilibrio de todo el cuerpo, parado, en espiral, arrastrando su
inmundicia.
Si, una trama puede ser constante, un personaje que odia caminar bajo el sol y los
elementos básicamente se repiten: un oficio, una memoria, un fantasma; el contorno

37
es dibujado con la bruma del brillo. Si el personaje debe ser definido es una mujer o un
hombre idéntico al resto, un estigma, un credo, un recuerdo doloroso, una herida, una
nariz indefinida, una voz imprecisa, un gesto uniforme, un deseo reprimido, un pasado
inconexo, un presente involuntario; la mortal tarea de representarse en indefinición.
Todo puede continuar sin precisión, bajo el celaje de la humanidad. Unas pocas canas,
un bolso descansando en la espalda, monedas inútiles resonando en un bolsillo, un
universo que se expande aislado en el precipicio. ¿Puede uno tener clara idea de algo?
No. Esa noche, lo triste era bello, la oscuridad era bella, la insipiencia y lo
irresoluble era bello; la desventura y la condición trágica del hombre era bella; la
finitud y el desatino, el exceso de libertad ilimitado era bello; la vejez, el frágil destino
humano, las estrellas, la cerveza, el azar y la incongruencia, los átomos, el pequeño y
perenne instante de felicidad, el juego de sombras, las solemnes creencias y los
arrebatos de amor.
En turbulencia, Antonio devino en presente, en vacío, en una vaga imprecisión y en
un efímero esplendor. Advirtió un escape. Todo era trazado por inconstancias. Ver la
luz hasta convertirla en mancha mohosa, abandonarse al fluir de pensamientos,
dejarse invadir por las inconexiones del plano astral de la inconsciencia, abatirse por
contradictorias voces, ecos, anuncios efímeros de quienes somos y que hacemos. Una
vida abatida en infortunios contrastes.
La ciudad en penuria. Opacada como en un cuento de terror. Barrios enteros
abrasados por las tinieblas. Casi se podía oír la angustia de un tango en el aire.
Aquí y allá, manchas marrones imitaban su descontento. Detuvo su andar
inconsciente en la Guipponi a oscuras. Le sorprendió que estuviera abierta. Allí fueron
a depositarse sus últimos pesos. Sin trabajo no había dinero, sin dinero no había
dignidad, sin dignidad no había decencia, sin decencia no había trabajo, y sin dignidad
viviría. Compró una Quilmes tibia y se sentó en penumbras en la sección de siempre.
Habían cambiado los muebles y con ello los asientos, que ahora eran de plástico. Con
un suspiro advirtió la silla fría a su lado y un vaso menos en la mesa.
Qué extraño era todo.
Grillos. Parecían aliviarle las tensiones del mundo. Esos minúsculos que fueron
odiados en su insulsa infancia, serían en adelante los monótonos semblantes de
noches desvencijadas. ¡Oh! Compañeros, la noche perdería gran parte de su encanto
misterioso sin su aleteo incansable. Ustedes no son parte del escenario, son el
escenario mismo, actores principales y guionistas del ocaso. Capturan la soledad, las
lágrimas y acompañan el desencuentro. No adivino la tortura de ser la mismísima
noche y no su mero expectante. A todos, gracias. No sé qué sería de mí entonces.
El pavimento se aplastaba tras de sí, las casas eran una catarata de mundos y lunas
absurdas. Un millar de hojas bamboleantes al viento nocturno. El brillo de estrellas que
ya no pervivían sobre velas hogareñas. Escuelas cerradas. Oficinas vacías. Parques
desmantelados de toboganes y risas ingenuas. Bancos de plazas húmedos. El mástil y la
bandera de Argentina, ceremoniosa y oxigenada entre la ennegrecida mutilación.

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Incluso el basural había dejado de funcionar. Gente de todas las edades salía de sus
casas y permanecía en sus pórticos expectantes, impacientes por regresar a luz de las
pantallas. En la oscuridad, las ambiciones humanas se perdían por completo. Nadie
sabía qué hacer. Dios estaba viejo, no podía ordenar sus pensamientos, no comandaba
sus sueños y abandonaba sus primitivos proyectos.
En la esquina, a pesar del apagón total, lo acompañaba la última advertencia, el
resquicio entre la pendular avenida, del pequeño e inseguro hombrecito sin lágrimas;
éste camina, se detiene, intenta ser algo más que dos colores de ligera comprensión,
dos estados de idiosincrasia espectral. Detenerse, caminar, ¿dónde va tan deprisa? Su
silueta le parecía ridícula. La especie humana es un mensaje en desatino. Ese pobre ser
encajonado no escapará jamás de su prisión de luz. Seguirá ahí, aun cuando sea tarde.
Lo observa, no hay manchas, es un hombre que no duerme, que no espera, no siente –
¿sin dolor?– ni piensa grandes cosas. Minuto a minuto callejea un sendero sin grietas
hasta desfallecer, dúctil, sin saludos e impericias –¿sin miedos?– que lo distraigan.
Piensa que observándolo fijamente, en transparencia, en perpetua perseverancia,
finalmente derrumbará la jerarquía que lo domina, será capaz de destruir el idioma
superfluo; y la necesidad maquinal yacerá inerte bajo arrugas y costras de insensata
necesidad de salvación.
Espera en vano. No hay suficiente tiempo; él ni siquiera te presiente. Entonces
recuerda lo triste. Estaban solos, suspendidos cada quien a su manera, en errante
fastidio, en oficios y engaños. ¿Esto no acabaría nunca? De súbito arrebato, como
suaves golpes de felicidad, se desvanece la figura para reaparecer, insignificante,
envuelta en realidad. Esto se acabaría. Como el amor, como el interés, finito como un
estallido.
Sus pasos se abandonaron. Sin palabras tiernas o de bruma. Ambos marcharon
insulsos, divagaciones al azar, y así continuaría, todo continuaría, con aletargos sin
sentido, ardientes de vida.
Ampelmännchen. No hay oxímoron en ello. Antonio y él son uno, una sola y
desdibujada rutina, una y otra noche de grandes inquietudes, de ficciones solitarias.
Atrás quedaba la tarde, las comedias y las melancólicas prisas, de frías pupilas
amenazantes. Delante, la insostenible pereza, un sendero ficticio, desgastado, sin
esperas, sin chispa, de dominio público, rojo erguido, verdes pisadas.

La luz persistía en su desaparición. Como si el universo mismo hubiese entrado en


su última etapa de muerte térmica, la oscuridad violácea del verano era perpetua e
incluso la radiación diurna se asemejaba a un cementerio absolutamente frío y

39
solitario. El apagón había suscitado un sentimiento nuevo, una mezcla de fuegos
artificiales que había extinto las esperanzas. Para Antonio, Chajarí parecía
desvanecerse en una gran mancha fosilizada entre flores monstruosas. Pronto
desaparecería la sensación de tregua aniquiladora entre el cansancio y la felicidad.
Ya la lluvia no acontecía. Ya las tempestades que alimentaban las pasiones era
niebla disipada. Ya las personas amadas eran mentiras dispersas en el olvido.
Y en el medio del abandono, una carta fantasmagórica, de las tantas que
acontecían, susurraba en el aire en triste y solitario desencuentro.
“Querido amigo, ahora quizá las noches te parezcan eternas, teñidas de alas y
colmillos acechantes, bajo nubes escurridizas y desinteresadas. Pero créeme, cada una
de ellas es sublime. Sólo en el ímpetu de las nubes tormentosas que antes
presenciábamos podía yacer un espíritu superior, la base implacable de una divinidad.
Pero no aquí. Aquí su transparencia es evidente, fiel compañero, no malgastes tus
oraciones.
¿Me preguntas donde estoy y cómo es aquí donde me encuentro? Bueno, aún
puedo describirte tan sólo una ínfima sensación marchita del arrollador crisol de
antaño. Tus sentidos son aniquilados, como dentro de un desgarro apasionado; como
un cuerpo carroñero buscando anhelados sueños deshechos en sueños. Nuestros ojos,
fastidiados de la penumbra, atribuyen un solaz vertiente de retratos deformes,
acechantes en la lejanía. Pero temo decirte que no logro advertir objetos animados en
torno a este umbral. Es risible que algo aquí perviva. Tampoco llega la luz claro está.
Entonces, ahora te estás preguntando ¿Qué hago en este lugar? Eso es obvio y lo sabes.
Ecos sordos viajan por el viento y aterrizan en nuestros oídos desconcertados. Siento
como si esa acústica por fin nos correspondiese en medio de tantos espacios que
escapaban a nuestra unión. Es quizá la cordura ecuánime de nuestro ser siendo
miserablemente mancillada, como un rumor en las montañas. Por supuesto, no hay
montañas aquí. Tampoco valles, ni lugar para elegías, ni mucho menos para tragedias.
Me pregunto si ya comprendiste la nefasta noticia.
¿Qué cómo se lo que te preguntarás? Doy vueltas en el asunto, sé que no tiene
sentido, digo palabras que no escucharás ni leerás jamás. Entonces ¿Para qué todo
esto? No lo sé. Aun así temo decirlo de una buena vez. Nuestro espíritu ansiaba
continuar camino por entre las torres de concreto que tiempo atrás solían ser
amigables, y seguir jugando a pesar de la siesta. Conforme, creo que hemos disfrutado
lo suficiente; dicen que la muerte le concede a uno la solemnidad que perdió en vida.
Los años nos corrían cada vez con mayor rapidez.
Tiempo. Interesante palabra. No tiene sentido utilizarla. De niño nos amilanaba el
sol; nuestros días transcurrirían luego, si la memoria no me engaña, al fraternal
contacto nocturno de la ciudad, pateando sus calles. Y poco a poco, lo que de nosotros,
lo que de Antonio, quedó no sería más que un rastro, y en los años que vendrían,
apenas un rumor.

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Ahora observo el vetusto árbol de nuestra infancia y es sólo una incipiente mancha
de tentación al suicidio. Pero claro, eso es absurdo. No podemos suicidarnos. Aun
cuando el objeto de amor sea de doble filo, una inocencia fiel nos anima a perseguirlo.
En mi condición me resulta inútil querer explicarte lo que vendrá inalienablemente.
Incluso en esta nada se percibe la posibilidad de un llanto. Las leyes implacables de la
naturaleza son indiferentes a nuestros anhelos de eternidad y a nuestro codicioso
modo de percibir el mundo. Eso ya lo sabes por supuesto. Bueno, eso, en otras palabras,
es el llanto.
Aun me fragmentan vagos recuerdos. Recuerdos de un límite infranqueable: el foco
ulterior de la antesala repiqueteaba una famosa balada. Nos insultaba, y vacilantes, no
atinábamos a mover nuestras arrugadas carnes y mandarlo al diablo, porque sabíamos
perfectamente que estábamos a su merced. Pero lo vigilábamos, admirando su
concepción y su vibrante contorno. Ese único farol absorto todavía continúa su cántico
zumbante. Zum, tac, zum. Es sorprendente como en esta nada aglutinante se pueden
manifestar descripciones semejantes de insignificantes recuerdos.
Una ventana amiga fue testigo de nuestro esfuerzo. Una prominente sombra
deambulaba camuflándose. Al principio anhelábamos su ayuda. Luego la renunciamos
en esa ilusión de perpetua juventud y adoptamos la ataraxia más acérrima. Ese
espectador impoluto abandonó su asiento en medio de la función, como si se aburriera
al anticipar el trágico final. Cómo lamentamos, en ese instante, no haber azotado un
grito de desesperanza. Con la ausencia de fosforescencia de la ciudad, un lazo de
comunicación divina se interrumpió. Ese misterioso individuo, ese vigilante apócrifo,
suponía una ilusa salvación. Pero no podía ayudarnos.
Querido y arrogante amigo, en nuestra postración rebelde, temblaba la idea de no
ser especial. De no valer mucho. Pero el valor es una imagen truncada. Con infundada
serenidad, lamento no poder transmitirte algo que nos ayude. Pero espero que no te
canses del amor, ni de la soledad como bien lo hicimos. Busca tu propia fórmula
atormentadora. Ésa será nuestra salvación.
Allí donde estás, una doble manta inquietante dibuja la cerrazón del cielo. En éstas,
tus últimas horas, se caerá el velo que nos resguarda y entonces seré el emisario de mis
propios vaticinios. Este es nuestro epitafio. Nuestra elegía agónica. Así que adiós al
césped, a la lluvia, al asfalto roto, no te preocupes, nadie puede entender la existencia,
su utilidad o la inexistencia. Ninguna esencia mortal está preparada para tal carga. Así
que, adiós al foco, a la aurora, a la noche, a Adrián, y a los libros. ¡Ah! Lo bello y lo
sublime se mezclan en el abismo. El aburrimiento, la pereza de las piedras, la ataraxia
de una hormiga obrera, la inutilidad de ser. Amábamos el verano y el invierno,
amábamos lo fácil y lo complejo, la ambigüedad y lo definido. Amábamos a Natalia. Y
amábamos sin saber que serían nuestros últimos amores.
Y el velo cerró el posterior retorno del eco de unos pasos sin tacto.
Tranquilo Antonio. Tranquilo. No te apresures cobarde yo. No hay puertas o
escaleras; ni círculos u opacas habitaciones aterciopeladas. No hay bienvenidas o

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castigos; no hay otros, ni guardias o absurdas torturas. Sólo un suave estupor y una
frágil imitación de sosiego.

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