Carl
Cuando mi mujer todavia vivia, erefa que cuando ella murie-
1a yo tendrfa més espacio para mi, Sélo su ropa interior ocupa
tres cajones de la eémoda, pensaba, Cuando muriera, podria
ccuparlos yo, uno con mis monedas de cobre, otro con las eajas
ée corillas, y el tercero con los corchos. Tal y como ests ahora,
pensaba, es un eaos total.
Mi mujer murié hace ya mucho. Era una mujer exigente,
‘cue deseanse en paz, por fin me la concedié a mi, Vacié los
‘cajones, las estanterias y los armarios. Retiré todo lo que habia
sido suyo y gané mucho espacio libre, mas de lo que necesita-
ba. Pero lo vacio, vacio esta. Me deshice de un par de arma-
ros, pero sélo conseguf una habitacién més vaefa, en lugar de
os armarios vacfos. Fue una imprudencia por mi parte, pero
ceurri6, como ya he dicho, hace mucho tiempo, y yo era mucho
més joven entonees.
Pues bien, semanas o tal vex meses después de haber
cometido esa imprudente ampliacién del vacio de mi cuarto,
recibf la sorprendente visita de mi segundo hijo, Carl. Venta
2 por un chal de su madre, un chal que por lo visto tenfa pensa-
Go regalarle a su mujer como recuerdo de su infancia. Cuan-
éo supo que me habfa deshecho de él, mont6 en edlera, «Para
tino hay nada sagrado?», me grits. ¥ eso lo deefa él, que es un
ombre de negocios y vive de la compraventa. Me entraron
wmganas de interrumpirle, pero me contuve, al fin y al cabo soy
en parte responsable de su existencia. «Qué tenia de especial
ese chal?», pregunté en tono conciliador. «Mama lo hizo a gan-
chillo mientras me estaba esperando. Le tenia un carifio espe-
cial». «Comprendo, el chal nacié contigo. {ras acaso su hijo
preferido?», «Da la casualidad de que si». «Ab, no, de casual
dad nada», contesté, estaba empezando a perder la paciencia.
Es su vivo retrato, y, como ella, ineapaz de descubrir las leyes
naturales de la existencia. «Bueno, el chal se ha perdido y no
se puede recuperar —dije—, tendras que consolarte pensan-
do que sélo lo perdido se posee eternamente, como dice el
poeta», Desde luego, es una afirmacién bastante tonta, pero
pensé que le gustaria. Me equivoqué, me habia olvidado por
‘un instante de que él es un hombre de negocios. Dio un paso
amenazador hacia mi, solt6 una furiosa pero aburrida retahila
sobre mi insensibilidad, y concluyé diciendo que algunas veces
no entendia que yo fuera su padre. «Ta madre era una mujer
honrada», contesté, pero él no capts el sentido de mis palabras.
{Cémo he podido tener unos hijos tan duros de mollera? «No
necesitas recordérmelo», me dijo. Se habia ido poniendo cada
‘vex. més rojo, de pronto se me ocurrié que tal vez padeciera del
corazén, al fin y al eabo habia cumplido ya sesenta afios, y con
cl fin de evitar una desgracia, le dije que sentia lo del chal y
que si hubiera venido antes, habria podido llevarse todo lo que
habia pertenecido a su madre. Sigo pensando que lo dije en un
tono muy conciliador, pero él se puso atin mas rojo. «No que-
rs decir que lo has tirado todo?», grit6. «Todo», respondi. «Pero
{por qué?». No quise contestarle, asi que dije: «Ta nunca lo
entenderias». «Pero qué falta de humanidad». «Al contrario.
Lo hice como resultado de una decisién bien meditada, y esa
manera de actuar, por asi decirlo, es lo tinico que nos hace
especificamente humanos». Fue por mi parte un puro sofisma,
wr
claro, pero él no parecié escuchar mis palabras. «Entonces
no tengo nada que hacer en esta casa», grité, Habia adquiri-
do la costumbre de gritar, lo que tal ver indicara que su mujer
se estaba quedando sorda. Yo, por mi parte, oigo muy bien, lo
cual a veces resulta molesto. Algunos sonidos son mucho més
fuertes de lo que eran; ademas, han aparecido otros nuevos,
sales como el martillo neumatico y cosas semejantes. Asi que no
:ne importaria estar un poco sordo. «Oigo lo que dices —dije—,
pero no veo que tenga solucién», Entonces se marché por fin, ya
era hora, porque si no yo podria haber perdido la paciencia. Lo
cierto es que tengo mas paciencia ahora que antes, supongo que
se debe a la edad, pues los viejos tenemos que soportar mucho.
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