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Filosofía
del vivir
T rad u cció n de Elisenda Julibert
Octaedro
C o le c ció n C o n viv en cias
13. F ilo s o fía d e l v iv ir
T í t u l o o r ig i n a l: P h ilo s o p h ie d u v iv re , G a l li m a r d , 2011
T r a d u c c i ó n d e E l i s e n d a J u l i b e r t G o n z á le z
C et o u v r a g e a b é n é f i c i é du s o u t i e n d es P r o g r a m m e s d'aide á la p u b l i c a t i o n de
r i n s t i u i t f r a n g a i s / M i n i s t é r e fr a n g a i s d es A ffa ires ét r a n g é r e s et e u r o p é e n e s .
E sta o b ra s e b e n e f i c i ó d e los P r o g r a m a s de a y u d a p a ra la p u b l i c a c i ó n del
I n s t it u í f r a n g a i s / M i n i s t e r i o f r a n c é s de A su n tos E xter io res y E u ro p e o s .
© É d i t i o n s G a l l i m a r d 2011
© D e esta ed ició n :
E d i c i o n e s O C T A E D R O , S.L.
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I l u s t r a c i ó n c u b i e r t a : « C a m i n s » d e Q u i m Lluís
R e a l i z a c i ó n y p r o d u c c i ó n : E d i to r i a l O c t a e d r o
Im p resió n: N o v agrafik
I m p r e s o e n E s p a ñ a - P r in t e d irt S p a in
A Guilhem, H éléne y Laure,
os d ed ico este tem a: vivir.
) SUMARIO
II La evidencia y la retirada 39
Todos hemos asistido alguna vez a una escena típica, fatal, que
se repite imperturbablemente. Pero tal vez no baste con sonreír
ante ella. Los turistas descienden del autocar y de un vistazo ya
advierten qué fotografiar, lo meten en la cámara y listo. Luego
claman, respiran, charlan entre ellos: «¡Qué bonito!». «Bonito»
funciona aquí como la etiqueta de un paquete, es un modo de
liberarse. Ya solo tienen que volver a lo suyo: están aliviados. En
suma, han hecho todo lo necesario para ausentarse del paisaje,
para pasar prudentemente de lado, pero con la mejor voluntad
del mundo. ¿Acaso pueden tan solo sospecharlo? Y sin duda se
han ahorrado la exigencia dramática de estar ahí, de observar
con atención. Pero ¿se trata solo de «observar»? ¿No sería mejor
que permitieran que aquello con lo que han tropezado los arre
batase (que se desprendieran de ellos mismos), que ese milagro
que los abruma de pronto los dejara en suspenso, interm ina
blemente, hasta el vértigo, sin poder sustraerse?
He afirmado que vuelven aliviados. Pero ¿«aliviados» de
qué? Se impone «prudencia» (frente al peligro presentido), pero
¿por qué? Está claro: les alivia haber conseguido evitar afrontar
lo que aparecía ante ellos, captaba toda su atención y los des
bordaba por todas partes. La fotografía se ha convertido en esa
herramienta propicia que les permite eludir eso inabarcable
que emerge ante ellos: mantenerlo a distancia, «a raya». Inten
temos nombrarlo con mayor precisión: les permite eludir el ca
rácter insoportable de lo que no es posible poseer (ni consumir)
en ese detalle del paisaje. Incluso afirmaría que da igual de qué
detalle del paisaje se trate (es tan inútil ir a Venecia para foto
grafiar... como viajar lejos para hallar el «milagro»). Cuando
tropezamos con un campo, un árbol, un recodo de la carretera,
un trozo de tejado... la fotografía sirve de pantalla, y nos prote
ge confortablemente de la necesidad de hacer frente a algo que
emerge de pronto del mundo, a algo común, banal, completa
mente tópico, pero al mismo tiempo tan increíble, cuando nos
detenemos, que no podemos pasarlo por alto, porque parece
que no lo hubiéramos visto nunca antes; algo que efectivamen
te podría hacernos gritar: la última luz, anoche, cuando aban
donamos el bosque. Algo que nos deja desamparados en senti
do estricto, es decir que, de pronto, ante su irrupción, todas las
murallas interiores retroceden de golpe (esas defensas vitales
que sin embargo son imbatibles): al decir que es «bonito» em
pezamos a circunscribirlo y reabsorberlo en la fortaleza.
Sin duda, diremos que las fotografías se toman para «mirar»
(y recordar: luego las encontraremos, etc.). E incluso que efecti
vamente hace falta estar atento, alerta, para escoger las mejores
vistas y encuadrarlas bien. Pero atrapar, querer conservar, es
también una forma de protegerme de lo que me asalta de re
pente, como un paisaje, pues lo que ocurre, por poco que me
detenga a observarlo, no es que empiece a retenerlo, sino que
me estremece inmediatamente, me conmueve de un modo in
soportable. E incluso, estar atento para escoger, encuadrar bien,
es desviarse desde un principio de aquello que el menor detalle
de un paisaje posee de infinito, es decir, de algo imposible de
alm acenar o de seleccionar. Tomar una fotografía es ponerse a
cubierto, interponer algo: liberarse de algo que, como si se tra
tara de un escote, se advierte inmediatamente como irreduc
tible y se impone finalmente desnudo, a la vista, sin reservas.
Frente a ello, fotografiamos para huir, es decir, para evitar «ser
ahí» (d a seiri) por una vez, una vez que es única, delante de un
árbol o delante de un campo. O más bien delante «del árbol»,
«del campo». Se fotografía entonces para recobrar lo habitual,
para volver a lo previsible, lo convenido, y tapar com o sea p o
sible ese lugar por el que el pánico del encuentro, del choque,
podría punzarnos: para evitar seguir expuestos efectivam en
te al peligro de estar ante, delante, «presente», aquí y ahora (o,
cuando fotografiamos un rostro, el efecto se nos escapa). La fo
tografía (la «foto-recuerdo») es el instrumento dispuesto para
esta elusión. Excepto cuando se trata de una obra de arte — en
cuyo caso ocurre lo contrario, por eso es «arte»— la «toma» de
unas vistas sirve de excusa para amortiguar el choque y sus
consecuencias: para reducir la intrusión del afuera, la fractu
ra del presente, para restablecer el deslizamiento constante, de
modo que el interior y el exterior — el «vo»/el «mundo»— vuel
van de nuevo a su sitio, prudentemente, guardando las distan
cias respectivamente, con un m ínimo de inmutabilidad, y si
gan imperturbables.
Asimismo, cuando los estudiantes conectan sus grabado
ras, siempre les advierto: lo hacen ustedes para librarse de estar
presentes y escuchar. Creen que sacarán más provecho de esta
clase (que la retendrán mejor y más cómodamente, etc.); pero
de hecho lo disponen todo de antemano para poder no escu
char jamás, para no estar nunca escuchando verdaderamente.
No escuchan ahora, puesto que saben que podrán volver a es
cuchar cómodamente cuando quieran, a d libitum, tantas ve
ces como deseen: así que es posible escuchar con menos aten
ción en este momento y dejarlo pasar sin remordimientos: han
dispuesto un sistema de seguridad. Pero tampoco escucharán
más tarde, porque si (o cuando) ustedes vuelvan a escuchar, el
discurso se habrá convertido en algo formal, frente a lo cual ya
están protegidos, habituados, y lo escucharán con algo de has
tío e indiferencia (pues el medio es una forma de precaución
para amortiguar el efecto). A las palabras se las lleva el viento,
verba volant. Así es, pero intenten atraparlas al vuelo. Tanto da
si no lo comprenden todo (por lo demás, ¿qué sería «todo»?);
tanto da si se pierden cosas; o si están condenados a olvidar.
Acepten lo efímero e incompleto. En cualquier caso, son menos
lamentables que esa disolución organizada del presente con el
pretexto de preservarlo.
No hay motivo para inquietarse, porque no pretendo volver,
por otras vías, al sempiterno proceso contra la técnica, sino sim
plemente señalar algo que todo el mundo sabe: que la técnica,
al multiplicar la presencia, la atrofia. Al prodigar sus aparatos,
nos protege y nos preserva. Nos preserva del asalto del presente
o de lo que yo llamaría, de un modo menos acertado, su cons
tante «acoso». La técnica se propone garantizarnos cada vez
con mayor eficacia el dominio del «tiempo», al permitirnos no
solo ir más veloces sino también programar con mayor rigor el
futuro, así como conservar más ampliamente el pasado; y sobre
todo nos permite tomarnos la revancha contra la exigüidad del
presente mediante una amplificada simultaneidad. Pero todos
sabemos que el de la técnica es un falso reino: que al permitir
nos hacer tantas cosas al mismo tiempo (pasear, escuchar mú
sica y responder en el portátil a u n tiempo, etc.), nos desvincula
subrepticiamente de un presente exigente. Nos mantiene en
una composibilidad1 pálida que ya no nos permite el encuen
tro con nada: hacer zapping, el verbo que señala esta victoria
anunciada, va en contra de la disponibilidad a la que aspira.
Porque el presente prevalece y es prominente gracias a lo que
tiene de exclusivo. Y aunque resulta banal señalar todo lo que
la técnica nos hace perder (por ejemplo, hasta qué punto esta
mos menos presentes al ver una película en la televisión que al
hacerlo en el cine), merece la pena señalar las consecuencias,
subrayar su evidente banalidad y fijarse en el hecho de que se
trata de un signo que apunta a otra cosa: la presencia, al mismo
tiempo que se nos ofrece inmediatamente (e incluso, ¿acaso no
es lo único realmente inmediato?), es algo que, sin embargo, es
necesario conquistar: algo a lo que es preciso acceder.
1. Término filosófico acuñado por Leibniz, que señala el hecho de que todas las p o
sibilidades o esencias son compatibles entre sí (a diferencia de lo que ocurre con las rea
lidades o existencias). (N. de la t.)
2
3
Pero ¿qué es lo que decidimos? No desviar. Decidimos no apla
zar (a un más adelante falso-huidizo) lo único que abre a un
presente efectivo. Tanto si se trata de los dos cam panarios de
Martinville a la luz de la puesta de sol, asomando en un reco
do del camino —apareciendo y desapareciendo intermitente
mente—, a los que se une incidentalmente el de Vieuxvicq; o
de la muchacha robusta que se dirige a la estación a través del
sendero iluminado por la luz del alba, para llevar la leche a los
viajeros; o simplemente de los tres árboles a la entrada de una
alameda,4 el descubrimiento y el choque son los mismos: de lo
que emerge súbitamente a la presencia surge un «placer espe
cial», nos dice Proust, que relega a todos los demás placeres a
una zona sombría y nos provoca una sensación de desamparo.
A fin de cuentas, decidimos no sustituir en el interior de nues
tros espíritus ese encuentro tal cu al por el «tipo de convención»
que nos formamos día tras día al hacer una especie de univer
sal formado con «los distintos rostros que nos han gustado»,
añade Proust, o «con los placeres de los que hemos disfrutado»;
una convención que al cabo de los años va tejiendo una suerte
de doxa personal que se extiende sobre cualquier cosa, ese pa
rásito del «simulacro», como decía Heráclito, que usamos para
amortiguar la vida.
Sin embargo, para «llegar al meollo» de esta impresión súbi
ta, ¿es necesario, como afirma el autor de En busca d el tiem po
perdido, buscar algo que se encuentra «detrás» (detrás de ese
movimiento o de esa claridad): algo «secreto» cuyo «envoltorio»
5. Por suerte, también en castellano la palabra «presente» tiene los dos sentidos que
menciona el autor. (N. de la t.)
puedo realmente equivocarme en esto? Es la pereza de «ya lo
intentaré luego».
Porque tan pronto como releo la frase que acabo de leer,
vuelvo sobre un sentido ya amortiguado, más o menos orde
nado, asumido, asimilado y así pues neutralizado, en suma,
un sentido al que he empezado a despojar de su extrañeza: lo
encuentro ya manipulado por un principio de costumbre y de
confortable familiaridad. Sin embargo, ¿acaso lo capto mejor?
¿Acaso el hecho de que me resulte menos desconcertante sig
nifica que lo comprendo mejor? Incluso subrayar, marcar con
una cruz en los márgenes o con un rotulador fluorescente, son
apelaciones al más tarde, formas de aplazar (descansar), hui
das: se quiere conservar esa indicación para evitar tener que
volver a encontrar. AI anticiparme a la posibilidad de una re
lectura, me protejo sin remordimientos del descubrimiento y
de su acontecimiento; y acepto, mediante una especie de pacto
tácito conmigo mismo, ser tolerante con la desatención o la au
sencia (e incluso concederle legitimidad): con la disolución del
presente.
6. San Agustín, Confesiones, XI. Véase a este respecto Du «temps». Élém ents d'u ne
philosophie du vivre, Grasset, 2001, cap. IV. [Trad. cast.: D el «tiem po»: elem entos d e una
filosofía de vivir. Madrid: Arena, 2005.)
nidad»—. Pero no es nuestra «a-tención» (en la «cercanía» del
presente)7la que se relaciona con este punto, sino nuestra «in
tención» (in-tentio ), el único modo realmente intensivo, que
nos proyecta completamente hacia Él, convirtiéndonos, y nos
permite reencontrarlo. Será precisa toda la sutileza del análi
sis fenomenológico de HusserI, deudora de la de Agustín, para
extender esa atención fugaz siquiera a las dimensiones de la es
cucha de una melodía, de forma que tal atención se distenderá
entonces entre la «pro-tención» hacia los sonidos inmediata
mente futuros y la «re-tención» de los sonidos que acaban de
desvanecerse y disiparse, como la «cola de un cometa», en el
pasado.8
Sin embargo, tampoco el análisis husserliano de la pro- y la
re-tención permite conferir extensión a la atención, y en con
secuencia solo otorga existencia al presente en la dependencia
con respecto a un objeto temporal (Zeitobjekt ) como la melodía;
pero ¿no está el presente condenado efectivamente a reclamar
siempre el apoyo «objetivo», sin el cual semejante atención pier
de su pertinencia (y el presente su consistencia)? Prueba de ello
es lo que también podemos leer en Bergson. Dado que la aten
ción puede extenderse o contraerse a voluntad, como la aber
tura entre las dos puntas de un compás, Bergson considera que
la atención en el presente podría abarcar, «además de mi últi
ma frase», la precedente e incluso todas las frases anteriores,
es decir que podría ser «extensible indefinidamente»: pero ello
convierte en relativa, cuando no arbitraria, la distinción que
establecemos entre nuestro presente y nuestro pasado, pues el
«presente» ocupa, según Bergson, «exactamente el espacio de
ese trabajo». Bergson desemboca así en la noción de una «aten
ción a la vida» que se prolonga en duración y «abarcaría», en
un «presente indiviso», todo un pasado. Pero como se advertirá,
10. En francés, m ain ten a n t («ahora») evoca el origen latino de la expresión, m anu
tenere. (N. d e la t.)
con la solemnidad del poeta, sino que permito que aparezca: en
la medida en que abordo el tiempo como m om ento. De hecho,
«momento» viene de «movimiento» (m om entum viene de movi-
mentum), pero ya no como algo susceptible de m edirse (en lon
gitud), sino más bien susceptible de cavarse y de llenarse. Pero
¿de qué puede llenarse un momento si no es de presencia? De
lo que puede contener procede su capacidad. Hasta el punto de
que en ocasiones su contenido parece desbordar. Según Proust,
el acontecimiento (del trastorno amoroso) ya no cabe entero en
el momento en que ocurre. Un momento no tiene principio y
fin, sino que atraviesa umbrales y grados en función de su in
tensidad. Se recorta despegándose del fondo, rompe con su e n
torno, se retira de lo ordinario, hace valer su cualidad (hasta
en lo más banal: un «buen momento»), se repliega en su unici
dad: un momento es siempre singular y, en la medida en que lo
constituya un encuentro no sesgado, es decir, una confronta
ción, depende efectivamente de lo voluntario. «El momento de»
(partir, actuar, decidir...): se trata pues de una fórmula impera
tiva. De ahí el rechazo al aplazam ien to que diluye el momento
al anticiparlo y aguardar el siguiente, en vez de permitir que
acoja en su seno la presencia. Pero, por otro lado, acepto la de
mora, lo cual supone una contradicción que equilibra el recha
zo al aplazamiento, y entre esta aceptación y aquel rechazo se
abre la brecha donde vivir.
Con ello hago algo más que aceptar. Contar con la dem ora,
significa que no me limito a mi proyecto, que doy «tiempo al
tiempo», que sé esperar un resultado que ya no me pertene
ce. Me desprendo de la impaciencia de acumular: para poder
«atrapar» (de acuerdo con el célebre y manido carp e dierrí) ¿aca
so no hace falta haber dejado madurar? Lo cual implica que no
me identifico enteramente con mi papel de sujeto con voluntad,
sino que sé reconocer que el proceso está abierto, se me escapa,
en mí mismo y en mi espíritu: que el discurrir inaugurado ya no
depende del «yo»; que interviene una operatividad que «hace su
camino», como se dice, y «me» sustituye discretamente, sin que
sea capaz de darme cuenta ni de sospecharlo, incluso aunque
todo ello se produzca en mí y me concierna a mí (el «sujeto»).
Adecuarse a la demora significa que considero el momento
presente como una inversión. En la jerga de los financieros, un
lenguaje fuerte que se atiene a la efectividad (la preocupación
por el rendimiento), se habla del «retorno de la inversión». Pero
mejor sería hablar de retorno de la inmanencia: al mismo tiem
po que afronto este momento de ahora, este momento que sé
que es único, sin darme cuenta ya estoy invirtiendo y capita
lizando. Luego, un día, «llega algo», como el resultado, «por sí
solo», sponte sua. Ese «algo» que llega produce una abertura,
despliega su efecto: el «choque». El sujeto ya no es un «yo» sino
el proceso inaugurado. Ese «algo» es indefinido pero deíctico a
un tiempo. Es indeterminado en la medida en que es imprevis
to, está fuera de contexto, y no puedo prever su duración; y al
mismo tiempo esta recaída se me impone de pronto, y me con
duce 110 se sabe dónde, aunque de una forma completamente
ostensible, tras habérseme escapado.
Se dice que «llega», pero ¿qué es lo que llega? Cada vez, como
si fuera la única, practico, me entreno, estudio las escalas, me
desvivo: pero los resultados son pobres, los titubeos y la torpeza
persisten. Pasa el tiempo, me olvido; y de pronto una mañana,
al volver al piano, me descubro, asombrosamente, tocando la
sonata sin dificultades, como si me hubiera sido dada: se diría
que el momento «presente» es el producto de un trabajo subte
rráneo que se ha ido elaborando a lo largo de los días. De modo
que lo inquietante ya no es el «pienso» sino de dónde (me) viene
el pensamiento. ¿Qué noche lo ha gestado? Pues hasta mi pen
samiento, el m ismo que según creo gobierna (mi «libertad»)
autárquicamente (estoicamente), es un proceso de transforma
ciones y maduraciones silenciosas cuya coherencia escapa a la
causalidad del Sujeto que «soy» (atinada crítica nietzscheana
al cogito, pues el «sujeto» resulta ser un proceso).11 Anoche bus
caba penosa e infructuosamente las palabras y las ideas. Y al
levantarme hoy la página se escribe sola, se me impone como
11. Friedrich Nietzsche, D er W illezur zur M acht, Stuttgart, Krbner, § 484, p. 338 (cf.
Trad. fr.: Geneviéve Bianquis, L a Volonté de puissance, Gallimard, «Tel», I, § 147-148, pp.
64 -65. [Trad. cast.: En torno a la volu n tad d e poder. Barcelona: Planeta De Agostini, 1986].
si viniera a mi encuentro e irrumpiera: como si me la dictaran
(suele hablarse de «inspiración»).
Volvamos al ejemplo de la lectura, o más bien admitamos
que existen dos relecturas. Al leer evitamos aplazar perezo
samente el presente de la lectura en una segunda lectura que
supuestamente repara la primera ausencia. Pero, cuando ha
transcurrido el tiempo y hemos dejado de lado el libro, o inclu
so lo hemos olvidado, al releerlo no hacemos más que actuali
zar la lectura pasada y recordarla. Pues la relectura saca parti
do inadvertidamente de infinitas ramificaciones que se me es
caparon, y termina imponiendo de forma clara, operativa, sin
interferencias, lo que hasta entonces solo podía discernir con
dificultades. Como si la lectura no hubiese dejado de avanzar
en silencio, y el texto, liberado de lo que lo oprimía o parasitaba
su abordaje, liberara su «potencial». Al cabo de un tiempo de
olvido (un falso olvido: la memoria seguía trabajando inadver
tidamente), descubro el texto de una forma más original y radi
cal que la primera, que lo capta mejor y me asombra con todo
lo que no había leído en él. En esos casos, releer ya no es una
forma de pereza, sino que implica un progreso tan inesperado
como inadvertido.
Más sutil que el arte de hacer (inmediatamente, desvivién
dose) es el de dejarse hacer (confiando en la maduración): es
lo que ocurre cuando el sujeto pone entre paréntesis su in i
ciativa para dejar que el proceso inaugurado se desarrolle
por sí solo y a largo plazo. Sin embargo, cuando el distancia-
miento no es una forma de renuncia (ni ese sustraerse supo
ne refugiarse en la irresponsabilidad, o la inactividad en la
pasividad); y cuando las facultades provocadas son silencia
das para que los factores y las condiciones implicadas puedan
movilizarse más y liberar en consecuencia, en y por su evo
lución, la dificultad encontrada, entonces el enfrentam iento
con esas dificultades resulta heroico pero de poco efecto. La
duración habrá quedado desprovista de ella m isma. De h e
cho ese «para que» que acabo de mencionar es precisamente
lo que conviene corregir, pues está determinado por la finali
dad: en él no puede haber proyecto, y esto es lo que hace tan
delicado el hacer (dejar) que se produzca el acontecimiento
d e su erte qu e sea el momento mismo el que finalmente, de
una forma más impersonal, pueda surgir del efecto, sin que
haya sido previsto.
Ello implica dar crédito a la virtud del desarrollo; y tal vez
esta sea la razón por la que nuestra sociedad contemporánea
suele despreciar un valor como la dem ora (y por la que la edu
cación, por ejemplo, que necesariamente debe servirse de la
demora, se ha convertido en una tarea tan difícil). Una cultura
como la actual, que se anticipa de antemano y en consecuencia
se apresura hacia los objetivos, y que se encuentra subyugada
a la fascinación del «en tiempo real» (la tecnología de la comu
nicación lo permite), ignora la generosa contribución de la de
mora. Pero una civilización (como un individuo) solo es fuerte
en función de la dilación que sea capaz de soportar: de lo que
una generación sea capaz de plantar (como recurso futuro) sin
pretender cosecharlo ella misma (yo no veré la sombra de los
robles que he plantado en la colina). ¿Acaso no ocurre lo mismo
con la política?
12. Lao Zi, Tao Te Ching: Los libros d el Tao. Madrid: Trotta, 2006. (N. d é la t.)
ción política (en Wang Bi) es: en vez de abatir al tirano, dejadle
tiranizar hasta que el exceso termine socavando su propia p o
sición y se hunda solo...
Traduzco «primero», pero lo que dice el chino e x actam en
te es: de forma «inherente», «inmanente», «intrínseca» ( gu ). En
esto consiste, según Lao Zi, la «sutil inteligencia» ( wei ming).
Sin embargo, cabe preguntarse si esta, al llevar tan lejos la idea
de que lo uno se encuentra implicado en lo otro y existe plena
mente por su contrario, no pone en peligro el campo de per
tinencia, el «en sí» (kath'hautó, en griego), de cada uno de los
términos confrontados. ¿Puede tener algún significado el «ser»
cuando ninguna determinación coincide ya consigo misma,
sino que encuentra su origen en su opuesto? Y ello nos llevará
a preguntarnos si los chinos, que jamás pensaron en términos
de «ser» sino de proceso, no están en mejores condiciones para
entender el fenómeno de la vida. Porque la vida es proceso. Y,
en efecto, tal vez habría que llegar hasta ese punto, hasta el
pensamiento de lo procesual, para ver finalmente tambalearse
la firme oposición entre la «presencia» y la «ausencia» que da
sentido al Ser, una oposición a la que Occidente, desde la época
de la Antigua Grecia, se aferra con fuerza, incluso en Heráclito
y su famoso «todo fluye».
II La evidencia y la retirada
13. Véase S ip a r le rv a snns dirc. Du logos e td 'n u lres ressources, Seuil, 2006, cap. 5.
Porque lo propio del enunciado, del logos (y sobre todo del
principio de no-contradicción, que es su primer axioma), con
siste en asignar a un objeto la característica que le es propia,
suponiéndole propiedades, es decir, determinaciones «especí
ficas» que constituirían su «ser», lo que permite que sea acce
sible al conocimiento e incluso hace posible la ciencia. El Tao
Te C hin gse opone precisamente a todo esto. Pero ¿qué camino
alternativo propone? No es el carácter «fluido» de las cosas lo
que se opone a la definición (de acuerdo con el antiguo argu
mento griego del «movilismo», en Heráclito); ni siquiera el que
malograría lo individual y lo cambiante, ambos inefables, bajo
la estabilidad que el lenguaje impone a las cosas convirtiéndo
las propiamente en «cosas». No, el problema de fondo es más
bien que la determinación (cualquier determinación) capta la
qu ietu d pero no la em ergencia ; que la definición se sitúa en el
después, no en el antes; en el estadio de lo acabado, de lo esté
ril, de lo que ya no es fecundo. En el estadio de lo que ya se ha
desarrollado completamente, desplegado, y se encuentra así en
vías de agotarse (ya no es): la verdadera virtud se burla de la
virtud, del mismo modo que la verdadera elocuencia se burla
de la elocuencia. Por su parte, la definición (codificación) capta
la capacidad de las cosas cuando esta ya se extingue. Lo vivo se
deja entonces percibir y dividir analíticamente en propiedades
o cualidades precisamente porque estas se encuentran ya en
vías de aislamiento y disolución. Sin duda, la definición capta
el «ser» en su coincidencia, pero no el proceso del que emerge
esa capacidad. De ahí que la fuente del proceso, según Lao Zi,
se encuentre siempre en retirada.
Cuando una nación exhibe todo su poder, o cuando se ad
mite que es la más poderosa, cuando se cree que ha alcanza
do el m áxim o poder, que está en su apogeo, el poder ya se ha
debilitado: el proceso de declive ha empezado (como atestigua
invariablemente la historia). Se produce una falta de simulta
neidad entre, por una parte, los signos visibles del efecto y, por
la otra, la fuente del mismo (la «madre» dice el Tao Te Ching).
Porque la manifestación es un resultado y, por lo tanto, algo ob
soleto. Lo efectivo se encuentra en la propensión (mientras que
aquello que es posible reconocer e identificar como tal, el «tal»
de la esencia, según la definición, en su estadio realizado, eti
quetado, ha empezado discretamente a invertirse). Así es como
entiendo otro pasaje del Tao Te Ching:
14. Martin Heidegger, Identilal w u l Differenz, Klett-Colta, p. 28 (cf. Trad. André Pré-
au, Qiiestions I el II, op. cit., p. 273-274). [Trad. cast.: Id en tid a d y D iferencia.Barcelona:
Anthropos, 1988).
verdad, ¿en qué se apoya el racionalismo? Por un lado, sabemos
que la mirada exterior se ahoga en la presencia; por otro lado
— contrapartida que tiene consecuencias en la experiencia sen
sible—, sabemos que la mirada del espíritu —pues también el
espíritu sería «mirada», una metáfora tan antigua en Occidente
como la metafísica— se apoya en la presencia de la idea en sí.
Sin embargo, esto supone aceptar que para contener la ambi
valencia característica de la evidencia basta con desdoblar el
mundo postulando lo inteligible por una parte y lo físico por
otra.
De hecho, incluso la «evidencia» intelectual puede ser una
forma de pereza: veo como evidente en mi espíritu lo que me
parece obvio, pero tal vez se deba solo a que estoy tan familia
rizado que ya no soy capaz de darme cuenta de la arbitrariedad,
a que he perdido la capacidad de cuestionarme las cosas. La
coincidencia, cualquier coincidencia, el simple hecho de que
se produzca una coincidencia, ya sea de la vista o del entendi
miento, impide seguir progresando, trabajando: el acuerdo re
conocido comporta la amenaza del letargo. La «evidencia», sea
cual sea, del espíritu o de la percepción, siempre corre el ries
go de esa comodidad y esa renuncia. Y del mismo modo que la
evidencia de las cosas hace que ya no las veamos, la evidencia
de las ideas hace que ya no las pensemos. Cuando digo: «Es evi
dente», me detengo, depongo las armas y no sigo cuestionando.
Pero deberíamos preguntarnos si esta evidencia lógica a la que
pretendemos apelar para evitar incurrir en prejuicios, no disi
mula un prejuicio todavía más tenaz; o si no estará basada en
una ceguera más profunda.
En consecuencia, se trata de un doble programa en los dos
frentes o por am bos lados. Por una parte, siempre es necesario
reconsiderar de un modo más exigente la condición y el dere
cho de una evidencia lógica, esforzándose por disipar la oscu
ridad en vez de por disimular un acomodo: de ello depende
que pueda seguir sirviendo de punto de pertinencia irrecusa
ble (universal) del pensamiento, y que el conocimiento pueda,
cuando menos, apoyarse, ya que no puede fundarse, en ella.
Puesto que no es necesario renunciar a esta evidencia (de la
coincidencia) en la que se apoya la razón. Por otra parte, toda
vía no hemos acometido un trabajo que, dado su carácter de
safiante, resulta inmediatamente sospechoso: el de sacar a la
luz otra forma de coherencia alternativa, una lógica no lógica,
la de la no-coincidencia o la de la impropiedad que, al escapar
al poder de determinación del logos, sea legítimamente capaz,
junto al conocimiento de los objetos, de dar cabida a ese objeto-
no-objeto («junto a», es decir, sin mala conciencia pero también
sin bravuconería inútil) e iluminar ese carácter efectivo de la
vida. Pues no quiero circunscribir esa no-coincidencia propia
de la vida en lo inefable, ni abandonarla al culto de lo irracional
o al misticismo compensatorio. Pero ¿cómo es posible articu
lar serenamente ambas cosas, dar carta de naturaleza tanto a
una como a la otra, al «saber» de la ciencia y al «pensamien
to» de la vida, considerando que la misma oposición entre ellas
es abstracta? ¿No es cierto que también estos términos están
petrificados?
De modo que habrá que empezar mostrando de qué es ca
paz esta yuxtaposición o este «junto a» (de los dos regímenes
de coherencia): de la coincidencia o de la no-coincidencia, los
dos alias que se ilustran respectivamente en la evidencia y la
retirada. ¿No se trata de la polaridad misma del pensamiento?
Precisamente, el pensar se produce en el espacio que se abre
entre una y otra, en esa tensión, la que existe entre lo «propio»
y su subversión. E incluso podría añadirse que la oposición de
las dos exigencias es la que nos conduce a pensar, la que hace
avanzar al pensamiento. Pero será preciso profundizar riguro
samente en las implicaciones de semejante coexistencia, pues
to que quisiéramos evitar que lo que ha empezado a abrir una
«brecha» en la racionalidad, en forma de «retirada», quede ab
sorbido en el seno de la intersección entre los territorios de la
religión frente a la ciencia.
No obstante, podría objetarse que la coexistencia ya está ad
mitida, e incluso en parte regulada, aunque no legalizada, en
el seno mismo de la filosofía. Y que Descartes ya percibió en su
cogito el punto de emergencia de la evidencia, a partir del que
todo comienza; y que este le permitió desterrar la duda, pues
lo estableció como principio de la filosofía sobre el que cons
truir la ciencia; e incluso que hizo de él la primera regla de su
método, puesto que la idea «se presentaba» tan claramente, es
decir, inmediatamente, al espíritu, y esta coincidencia, al re
sultar completa, servía de fundamento de la verdad (algo que
no obstante no le impidió, como sabemos, meditar en el «uso
de las pasiones», en el Tratado de las pasiones, su gran logro,
ni siquiera le impidió poner en este texto «toda la placidez y la
felicidad de esta vida»,15 como confiesa en un aparte el filósofo
«enmascarado»...).
Sin embargo, conviene señalar que el hecho de que Descar
tes meditase tanto sobre las pasiones, que le gustara distinguir
su diversidad y que pensara que en ellas se encuentra lo que da
encanto e intensidad a la vida, no implica necesariamente que
se desmarcara ni un milímetro de la lógica de lo «propio» y de
su pertinencia. Ni el hecho de que, tanto antes como después
de Descartes, jam ás se haya dejado de pensar que la esencia del
hombre es el «apetito», o que el poder del conatus (o del Trieb o
de la pulsión) es la expresión misma de la vida (ni siquiera el que
se haya concebido a Dios como la vida misma, en Spinoza, o al
ser como la voluntad de poder, algo en lo que desgraciadamen
te incurrió Nietzsche). Incluso cuando se piensa en la impetuo
sidad y en el carácter desbordante de la vida, esta se encuentra
siempre considerada como una especie de «esencia», de modo
que no contradice en absoluto, ni siquiera se distancia (deja de
coincidir ) un poco, de sí misma: la vida no bulle precisamente
en su concepto; el tránsito de un «uno mismo» a su otro no está
comprometido. De modo que aunque Descartes considere la
dualidad del cuerpo y el alma, o busque, por el contrario, a tra
vés de alguna glándula cerebral o de los espíritus animales, un
punto de mediación o de transición entre ambos, jam ás pone
en tela de juicio el principio de identidad, sino que lo confirma
en todo momento: no deja que la vida perturbe su pensamien
to, que trastorne lo más mínimo el método del conocimiento.
5
Convendría preguntar qué nos permite esclarecer la disyun
ción entre la em ergen cia y su realización (una disyunción que
procedería de la disociación del «Ser» y del «devenir», de la re
tirada del Ser que permite el despliegue del devenir, o del «ve
lamiento» y del «desvelamiento»). La respuesta debería con
tribuir por añadidura a dar cuenta de que la impropiedad, o la
n o-coincidencia, constituye el carácter efectivo de la vida y su
renovación. A menos que, por defecto, la coincidencia que con
firmaba la «evidencia», ya no pudiera constituir ese punto de
partida ineludible —ni, como tal, el «fundamento» de la cien
cia—, puesto que se abre siempre más allá de sí misma en su
contrario, a través del cual se pone en fuga: se orienta hacia una
no-coincidencia más esencial en nombre de la cual deberemos
concluir que la ciencia, cuando no sale del pensamiento de lo
«propio», de acuerdo con la célebre frase, «no piensa». Desde el
momento en que un término no puede encerrarse en sí mismo,
coincidir consigo mismo, sino que remite a algo anterior de lo
que depende (pero que se ha retirado de él para permitirle exis
tir hasta el punto de haber quedado «olvidado»), la impropie
dad fundamental de todo enunciado (que se refiera a lo «pro
pio») está asegurada. El momento posterior de coincidencia,
colmado, no es más que la huella (petrificada por la «lógica»)
de esta imposibilidad de fundamento, abismal y vertiginosa in
cluso, que se debe únicam ente a la retirada misma.
La cuestión es entonces a qué desposesión, propiamente
interminable, nos conduce la desapropiación. Cuando desen
trañamos el fundamento de cada determinación para buscar
aquello de lo que depende (algo que se retira simultáneamente
y se ilumina en ella); y cuando admitimos que nada puede fun
darse en sí mismo, o que lo «propio» no es un «sí mismo», sino
aquello de lo que procede (es decir, cada vez que descircunscri
bimos la presencia para interrogarnos sobre su origen), ya no es
posible detener este movimiento de regresión, ni dejar de bus
car el fundamento del fundamento, de caer por esa brecha, de
retroceder en busca de una luz más clara que proyecte asim is
mo una ulterior oscuridad. Ya no queda «evidencia» (ninguna
presencia aislable o «propia») a la que asirse. Incluso, en caso
de que nos detengamos finalmente en un «primer» término
que consideremos el más originario (ese «algo», com pletam en
te indeterminado, del «existe algo» inicial, es gibt), ese primer
término, fatalmente, ya no significará nada: tan solo nombrará
la imposible propiedad en la que descansa todo enunciado.
Heidegger también justifica en muchas ocasiones tanto la
necesidad de pensar lo «propio» como el orden, no de la esen
cia sino del origen, no del fundamento sino de su imposibili
dad. Para conseguirlo señala la necesidad de pasar de la «re
presentación» a la «comprensión» (vorstellen/verstehen ), y de
deshacerse del modo de pensamiento rigurosamente correc
to (a fuerza de aislar) del entendimiento; e incluso apela a la
disolución de la «idea misma de la lógica» en el «torbellino de
una pregunta más originaria». Y todo ello podría servir para
señalar momentáneamente el camino, integrando la contra
dicción y legitimándola de diversos modos, pero sin embargo
no bastaría. Durante una época he seguido el pensamiento de
Heidegger, pero aquí debo abandonarlo. Porque me parece que
Heidegger nos condena, al menos en dos puntos, cuando in
tentamos pensar la desapropiación característica del vivir (que
conduce a oponerse a la identidad impuesta habitualmente al
concepto), es decir, cuando tratamos de evidenciar aún más la
falta de coincidencia propia del concepto-no-concepto.
En primer lugar, no me parece que Heidegger haya consegui
do elucidar la relación entre la no-coincidencia más esencial en
lo que se refiere a la lógica (de lo propio o de la coincidencia) de
la que se desmarca: como no explicitó qué coherencia proponía
frente a la otra, aquella sobre la que se erige el conocimiento,
se vio obligado a justificarlas ambas y a mantenerlas en para
lelo. Y ello supone el riesgo, cuando menos, de verse obligado
a abandonar la ciencia, el estatuto del objeto y de la técnica, y
también el de la política (un asunto en el que, como sabemos,
naufragó su pensamiento); y también supone el riesgo de verse
obligado a regresar bajo mano al qu ia absurdum de la teología,
e incluso de terminar recurriendo una vez más al apofatismo.
Me parece que tampoco consiguió aclarar cómo debía el pen
samiento, no ya renunciar a lo «propio» (al conocimiento), sino
evolucionar activamente de lo propio a lo impropio (y al revés),
y operar en esta diferencia (que da lugar al pensamiento) entre
la coincidencia y su falta (más bien, la descoincidencia ); entre
la inmediatez de la evidencia que nos proporciona la claridad
de un asidero y un apoyo posibles (como tales, indispensables
para la labor de pensar) y el ahondamiento (la profundización)
en la regresión infinita propia de la retirada.
Por lo demás, como Heidegger se replegó en la «pregunta por
el Ser», ¿acaso no terminó abandonando el análisis existencial
que, sin embargo, era la orientación que había considerado ini
cialmente adecuada para acceder al Ser (como se ve en el aná
lisis de la angustia de Ser y tiem po )? Al centrarse exclusivamen
te en la pregunta ontológica, y al reconducir y reducir así toda
descoincidencia a la única relación del Ser y del devenir, en
provecho del Ser, inevitablemente, no pudo evitar caer, una vez
más y a despecho de las negaciones habituales, en las comodi
dades de la regresión y de la hipóstasis; y, al hacerlo, de repente,
la filosofía a b a n d o n ó la vida una vez más.
En efecto, el pensamiento de Heidegger deja una vez más en
la oscuridad esos dos momentos que nos alertaron, a pesar de
incorporarlos y de combinarlos entre sí, tanto el momento de la
culminación como el de la retirada: de la retirada de la emergen
cia en el seno de lo colmado, y también de la retirada de lo col
mado donde aparece aquello que esa culminación de la eviden
cia ya no permitía discernir. En definitiva, el pensamiento hei-
deggeriano se aproxima pero no da cuenta de lo que Lao Zi hizo
aflorar, sin necesidad de explicitarlo, y que es un indicio cuya
pista nos lleva más lejos. Como se ha visto, Lao Zi nos muestra,
por ejemplo, que desde el punto de vista fenomenológico, y sin
superponerle nada (sin aplastarla), la virtud «superior», anterior,
ya se ha retirado de aquella virtud que coincide con sus marcas
tangibles y que es posible definir, una virtud inferior y reduci
da; y así, lo que llamamos propiamente «virtud» ya no es virtud
efectiva, sino tan solo una virtud desvirtuada y codificada. Pero,
¿cómo es posible atenerse a eso simple, a ras de la experiencia,
lo propio de lo vivo o de lo «efectivo», sin dejar que lo sepulte el
aparato ontológico? ¿Cómo evitar desviarse de lo vivo ?
Que el hacerse efectivo sea la retirada de lo que se hace efec
tivo no implica sin embargo que sea posible substancializar ese
«algo» (en definitiva, ahí es donde fracasa la ontología). De h e
cho cualquier pensamiento que retroceda hasta el «Ser» para
situar en él lo efectivo (su «ocultarse» constituye la esencia del
Ser, según Heidegger, etc.) es un callejón sin salida. Asimismo,
tal vez el propio Heidegger, al hacer camino, habría traicionado
la llamada a volver a «las cosas mismas», zur S ach e selbst, que
no deja de plantear la filosofía de una a otra época, con perseve
rancia, al menos desde Aristóteles, por más que Heidegger acu
sase a Husserl de no haberla escuchado. El riesgo de esta trai
ción es que la reflexión queda confinada a unos términos cada
vez más alejados de la experiencia, o que dejan escapar la expe
riencia; y que el filósofo ya solo puede recurrir al juego interno
del lenguaje y de la etimología; y se encuentra, en resumen, al
servicio de su única herramienta, sin ninguna otra sustancia,
de modo que su empresa fallida ya solo puede compensarse
(¿acaso hace falta insistir?) por lo que tiene de vaticinio. Nos
preguntamos, pues, si en realidad Heidegger percibió/concibió
fenomenológicamente (y no metafísicamente) la «retirada».
En definitiva, basta fijarse en el modo como Heidegger dio
cuenta del fenómeno del «claro», Lichtung'6 (un tema sin embar
16. Sobre lodo en Das Ende d erP h ilo so p h ieu n d d ieA u fg ab e des Denkens, en Z u r Sache
des D enkens, Tübingen, Max Niemeyer, p. 72 (trad. fr.: Questions I lIy lV , Gallimard, «Tel»,
p. 295). [Trad. cast.: E l fin a l de la filosofía y ¡a tarea d el pensar. Madrid: Tecnos, 2000.)
go célebre donde los haya). Advertimos el claro del bosque, nos
dice, por contraste con la frondosidad del bosque (Dickung ); pero
estrictamente hablando se trata del «aclaramiento» más que del
«claro» (aunque esta sea la traducción consagrada), puesto que
se refiere no a la ausencia de árboles en una zona dada y cir
cunscrita, sino a una rarefacción que atraviesa completamente
el bosque (los leñadores hablan de despejar el monte bajo para
que los árboles crezcan mejor). No se trata de suprimir, sino de
expurgar, de hacer menos tupida la broza, de despejar en vez
de vaciar. No se desbroza completamente, pero gracias a lo que
se retira vuelven a abrirse perspectivas. De modo que «aclara
miento», recuerda Heidegger, significa «hacer más ligero» (et-
ivas lichten ); y no tiene nada en común, insiste, «ni en la lengua
ni en cuanto a la cosa», con la semántica de licht que significa
«claridad» o «luminosidad». Pero después, de pronto, Heidegger
concede (recapitula) (¿por qué traiciona de pronto la lógica de la
imagen?): «no obstante» ( gleichw ohl ) sigue en pie la posibilidad
«de una conexión de hecho entre las dos», la luz, Licht, puede
«efectivamente» (nam lich ) coincidir con la Lichtung («caer en
ella»: einfallerí), de modo que esta será la única que permitirá la
llegada de la luz que se propagará en el claro.
¿Por qué, de pronto, este giro? Y ¿a qué se debe la concesión?
¿Por qué no atenerse al hecho de que solo interviene el acla
ramiento: de que es la retirada (de los árboles) la que p rop ia
m en te a c la r a ? Al desbrozar y limpiar, al hacer menos frondoso
el bosque, esa simple retirada basta para que se produzca la
aparición. Los árboles destacan más porque al haber despe
jado la m aleza se distinguen los unos de los otros y dialogan
d inám icam ente entre ellos (como muestra tan bien la pintura
china en sus representaciones con el pincel). Al dejar pasar la
ausencia a través de la presencia, al filtrar el vacío, más que
la luz, aunque sin permitirle extenderse, esa retirada permite
efectivamente a lo pleno restante, al evidenciarse, realizar su
pleno efecto (¿acaso ese aclaramiento no se experimenta tam
bién en la penumbra?). La desaparición es la condición de la
aparición, de modo que la presencia no puede aclararse a sí
m isma, obstruye; por eso es precisa la retirada. Pero entonces
¿por qué invocar ad em ás la luz (como hace Heidegger), por qué
hacer del «aclaramiento» una región particular (un lugar pri
vilegiado), la única claridad en la que puede aparecer todo lo
que «es»? ¿Por qué no atenerse a la virtud de la poda y querer
que la luz venga a inundar el claro? La poda m ism a ya es una
forma de aclarar. No es el rayo de luz el que, Lichtstrahl, desde
fuera, trae la claridad, sino que esta surge del simple esclare
cimiento, por rarefacción, de lo opaco. Pues de lo contrario,
como ocurre en Heidegger, se corre el peligro de caer in fin e
en la vieja representación metafísica (que nos apresuramos a
considerar sepultada) de la Luz que esclarece la «idea».
17. Jean Hyppolite, G en ése e l structure d e «La Phenom énologie de Vesprit», París,
Aubier, 1 9 4 6 , 1, p.146. [Trad. cast.: Génesis y estructura d e la «Fenom enología del espíritu».
Barcelona: Península, 1974.]
18. Friedrich Hegel, Phán o m en olo gie des Geistes, cap. IV', «Die Wahrheil der
Gewissheit seiner Selbst», Félix MeinerVerlag, p. 122 y ss. [Trad. cast.: Fenom enología del
espíritu. Madrid: FCE, 2000.)
certeza de que lo propio de cada determinación es en general
revelarse en su contrario. Y por lo tanto es necesario sacar a las
determinaciones de su enclaustramiento y su quietud para que
pueda aparecer su movimiento interno y su «fluidez», Flüssi-
gkeit, o, añade Hegel, su «inquietud». Pues la única propiedad
de lo vivo, cuya forma superior es el su-jeto y ya no la sub-stan-
cia, es que no pueda coincidir jamás plenamente consigo (ser
«igual» a sí mismo, a menos que esté muerto), sino que para
ser él mismo deba pasar a su contrario, contradiciéndose inter
namente y convirtiendo esta negación de sí mismo en la única
identidad posible: entonces será un «sujeto» que, en vez de per
mitir la reificación que le impone la identidad (como ocurría
en Descartes con la res cogitans), permita integrar en su seno el
«proceso» de la vida, un término que a pesar de que en adelante
será antagónico, Hegel funde aquí con el de proceso, en la ex
presión das Leben ais Prozess.
Pero también sabemos hasta qué punto la dialéctica de He
gel traicionó esta intuición de la vida, al introducir la finalidad
de una superación, reabsorbiendo la contradicción en la supe
ración y volviendo así al pensamiento de la coincidencia final
(el Saber absoluto) que vendría a clausurar el proceso. Hegel se
aproximó al concepto de la vida, es decir, a su contenido des-
coincidentey desapropiante, pero no fue capaz de mantenerse
fiel a él; volvió in fin e a la pertinencia que otorga el acuerdo y la
propiedad, volvió al fin a la verdad clásica. Por largo y doloroso
que resulte el desarrollo hegeliano del Espíritu, que prosigue
implacablemente de etapa en etapa y obliga sucesivamente a
abandonar la certidumbre precedente, no es a fin de cuentas
más que un proceso temporal —como la miseria del hombre
en la tierra— cuyo final es la Reconciliación-adecuación. Sin
duda, en Europa un pensamiento de la no coincidencia siem
pre es heroico y supone un esfuerzo sobrehumano. Pero n u n
ca se sobrepone al vértigo y, frente al reino del logos —el de la
determinación-definición—, al no encontrar apoyo más que en
la dramatización y en la escatología religiosas, está abocado a
la carencia y la irracionalidad: acuciado por un «absurdo» que
solo puede salvar, precisamente, el misterio del absurdum . Esto
lo convierte al mismo tiempo en una opción fascinante y ten
tadora. Lo cual nos obliga a volver una vez más a la pregunta
inicial: el pensamiento de la no-coincidencia que permite pen
sar la vida ¿está excluido de la coherencia de la lógica? O ¿cómo
encontrar una forma de sustraerse a la alternativa entre el abis
mo del misterio y la conversión, o el retorno a la lógica de lo
«propio» que traiciona inevitablemente la vida?
F o rz a n d o , lo llam o g ra n d e ,
g ra n d e significa que p a rte ,
que p a rte significa q ue se aleja,
que se aleja significa que v u e lv e (§25).
19. «Es lento p erfeccio n ar el gran Jarrón», traducen poetizando Pierre Leyrisy Fran-
<;ois Houang, Lao-tzeu. La Voie et sa vertu, Seuil, p. 101; o «The Great Vessel takes long
to com plete» [Lleva tiem po term in ar el gran Jarrón], trad. D. C. Lau, retomada por R. G.
H enricks, Lao-tzu, Te-tao ching, Nueva York, B allantine books, 1989, p.102.
impone el efecto, evita pues inmovilizarse en una forma deter
minada, acabada y afianzada en su identidad, que la congela
en su particularidad. Y, así, prevalece en ella la «gran imagen»,
como se dice después (el sentido de «grande» es el mismo): «La
gran imagen no tiene forma...».
De modo que no debería asombrarnos que el pensamiento
chino solo pueda concebir la «vía», el tao, bajo la figura de la
retirada. Pero es una «retirada» que precisamente va acom pa
ñada del «despliegue»: es necesario que la vía se retire para que
sea posible un nuevo advenimiento. Lina palabra «vacía» en
chino, er, que significa al mismo tiempo la concesión y la con
secuencia (pero/de suerte que), denomina la relación entre la
retirada y el despliegue: al mismo tiempo que se oponen, la pri
mera es la condición de la segunda. Solo la retirada permite el
despliegue: la desaparición es la condición de la aparición. Pero
en el pensamiento chino esta idea no se convierte en un enun
ciado que subvierte la razón, conquistado tras una larga lucha
y al precio de un retroceso brutal, sino que las distintas escue
las la presentan como si fuera evidente, y ven en ella su fo n d o
de arm onía. En el confucionismo se dice del Sabio: «La vía del
Sabio se prodiga [se consume] al mismo tiempo que se retira»
(«se oculta», fe i eryin, Zhong Yong, § 12); o se «retira» al mismo
tiempo que «aparece» (yin erxian , Liji, «Biaoji»); es a un tiempo
expansiva y se hurta (sich beku n det und verbirgt, gew ahrt an d
entzieht, dice a su vez Heidegger, como si tradujese).20 Pues la
vía se prodiga hasta en los «simples esposos», dice el clásico
chino, pero en su fondo íntimo, escapa incluso al Sabio.
Que el gran cuadrado no tenga ángulos, que la gran obra
evite advenir, o que la gran imagen no tenga forma, conduce al
Tao Te Ching a concluir lo siguiente sobre la Retirada:
20. M artin Heidegger, VV'ns ist Metaphysik?, op. cit., p. 15 (cf. fr.: Trad. Henry Corbin,
Questions I y 11, op. cit., p. 33). Heidegger había emprendido, en 1943, la traducción al
alemán del Tao Te Ching, con la ayuda de un am igo chino, pero se detuvo a medio ca m i
no... porque aquello se estaba convirtiendo en alem án.
La vía, el tao, se retira, o se oculta (yin), hasta el punto de que
ya no es posible nombrarla, pero esto es lo que le permite no de
jar de extenderse y prodigarse. O, en los términos de Heidegger:
«El Ser se consagra a nosotros, pero de tal forma que se retira al
mismo tiempo de su esencia».21 Ese «algo» del «hay algo» origi
nario, dice Heidegger, el último término de la regresión (de la
Ereignis como «llegar a ser propiamente», tan intraducibie se
gún el propio filósofo como el logos griego o el tao chino), no es
absolutamente nada al margen de la función que le es propia;
pero a él vuelve todo. Del mismo modo, la «vía», el d a o (tao) no
tiene nada de concepto supremo, Oberbegriff,22 no señala ningu
na entidad específica; sino que significa solamente que la retira
da es la que permite «llegar a ser» y «otorga» (shan d a i qie cheng ).
Pero, en definitiva, ¿qué aporta a la comprensión de esta
coherencia el no llamarla «Ser», o no llamarla mínimamente
«algo», es, sino la «vía», el d a o ? Sin duda que, como la retirada
no es en absolu to designable, lo que se retira es asimismo la dis
pensa, de modo que no se da aquí ninguna metafísica que des
mantelar; no es necesario, según el pensamiento chino, forzar
ni siquiera un poco la lengua: la fórmula cae por su propio peso.
Ya no funciona como una paradoja; se opone al pensamiento
fácil, pero se «establece» (jian yan) sin excluir. Ni siquiera ha
bría nada m ás que construir, por poco que fuera, en el pensa
miento (este apenas destaca). ¿Acaso cabe esperar otra revela
ción? Todos los años la fecundidad se retira para que florezca
una nueva primavera ( physis ); y toda efectividad se sustrae de
su efectivación, a medida que esta se fija, para seguir siendo
efectiva. Y asimismo, cuando el pintor deja sus trazos inacaba
dos, la obra se retira en su fundamento invisible para dejarlo
aparecer. Y con ese simple gesto, al detener la mano, lo que saca
a la luz ya no es la vida determinada y definible, coincidente,
sino ese lugar donde la vida está viva, donde la vida silenciosa
descoincide consigo misma para seguir siendo devenir.
21. «Das Sich en tzieh en ist die VVeise, wie Sein west, d.h. ais An-vvesen sich zus-
chickt», D e rS a tz vom G ru nd, Pfullingen, 1957, p. 122.
22. M artin Heidegger, Z eit und Sein, en 7.ur Sache des Denkens, op. cit., p. 22 (cf. trad.
fr.: Q uestions III y IV, op. cit., p. 221). [Trad. cast.: E l ser y el tiempo. Madrid: FCE, 1991.]
III El entre de la vida
23. Véase La F élu re du plaisir. Études sur le «P h iléb e» de Platón, dir. Monique Dix-
saut, Vrin, 1 9 9 9 ,1, p. 245s.
la esencia (ousia ), lo que tiene estatuto ontológico, y se ab an
dona de antemano todo lo que pertenece al orden del devenir,
de la genesis (por ejemplo, la transición entre el deseo y la sa
tisfacción), esta vida ya solo podrá concebirse en función del
resultado, al que aspira el final, pero, por lo mismo, ya no podrá
poseer ningún valor intrínseco.
Desde Nietzsche no ha dejado de señalarse que Platón reem
plazó el devenir de la vida y de lo sensible por el m á s allá de otra
vida, y ya sabemos qué precio pagó la vida. Pero me pregunto si,
en vez de insistir en la denuncia de los efectos del platonismo,
no merece más la pena indagar cómo llegó Platón a semejante
punto de obliteración del pensamiento del transcurrir, en cual
quiera de sus formas, y sobre todo de la vida; a qué se debe ese
rechazo de la genesis, que lo abocó a la peligrosa solución del
salto a lo «teórico» y a la postulación del «ideal». ¿Por qué habría
huido Platón de esta vida para alcanzar la vida tras la muerte,
en el «mundo de las ideas»? Desde mi punto de vista esta hui
da se debe menos a un rechazo del presente de la vida y a la
influencia del supuesto resentimiento socrático, que a la inca
pacidad filosófica, propiamente lógica, para pensar el intersti
cio entre el deseo y la saciedad: más a la falta de herramientas,
pues, que a la convicción. Al menos, eso es lo que me parece
advertir al leer a Platón con mayor suspicacia, analizando sus
carencias en vez de atenerme únicamente a lo que plantea po
sitivamente. Como no supo (pudo) dar un estatuto consistente
al «entre» (m etaxu ) se vio forzado a construir en el «más allá»,
el meta de la metafísica. En ese espacio se encontrará cómodo y
podrá construir. Me temo que todo lo demás, incluidos los céle
bres valores «ascéticos» tan criticados, es solo una consecuen
cia de esta incapacidad.
25. Pascal, Pensées, ed. Brunschvicg, II, § 139. [Trad. cast.: Pensam ientos, trad. Xavier
Zubiri (M adrid: Espasa-Calpe, 2001.]
el fondo», sabe que tal vez ese «en el fondo» es lo ilusorio. De
modo que no finge (cuando quiere la presa: cuando corre tras la
liebre), y el hecho de que la presa resulte finalmente insatisfac
toria no lo contraría: pues el momento siguiente no le sustrae
nada al precedente (del entre de la actividad). El últim o m om en
to no es la verdad. Quien acepta jugar despliega sus capacida
des pero (luego) no se avergüenza del hecho de que el propósito
se descubra «a fin de cuentas» secundario.
Cuando observamos la plenitud en función del entre en que
consiste la actividad, y no en función del resultado esperado,
ya no entendemos en qué medida esa acción —una o c a s i ó n -
sería ilusoria o irrisoria. Lo que nos confunde es, más bien, el
modo en que hemos aprendido a pensar el propósito, que la fi
losofía ha convertido en un asunto hegemónico: el fin del que
todo depende, y no solo un medio de prospección, incluso ficti
cio, de la actividad, en la medida en que nos mantiene en vilo,
en proceso. Abrimos los ojos, pero ¿para ver qué? Aunque pre
tenda desengañarnos, Pascal nos engaña de un modo más sutil
si cabe: nos induce a olvidar retrospectivamente (de acuerdo
con ese tiempo liso, igual, llano, pulido, de la metafísica) que
ese m om ento (de la caza, del placer, de la intensidad) ha exis
tido efectivamente. El momento es imborrable e incomparable
con ningún otro: nada puede existir más que ese momento,
pues la existencia lo ha colmado. Y en este sentido, la codiciada
conclusión no es más que la condición de posibilidad previa, no
la justificación.
Para liberarse de Pascal, se ha calificado su pensamiento de
«pesimismo» cristiano (jansenismo): los señores de Port-Royal
se dejaron obnubilar por la idea de la «desdicha» del hombre y
ya no consiguieron olvidarla nunca, ni ver nada más, ni mirar
hacia otro lado. Pero justamente lo propio del discurso pasca-
liano, y lo que le otorga toda su fuerza, es que no deja en pie ni
siquiera «otro lado». Porque, para él, el «otro lado» es un error:
es huida, elusión, y cae a su vez en la lógica de la «distracción».
De ahí que, a falta de poder construir un contradiscurso, el hu
manismo europeo, desde el momento en que se forja y por poco
serio que sea, vuelva habitualmente a Pascal, bajo mano. Pas-
cal parece tener la llave de algo que nos sigue atormentando
y a lo cual no podemos oponernos (ni siquiera aunque solo lo
miremos de reojo): que el problema que plantea la vida, y el su
frimiento que la acompaña, no se debe tanto a que la felicidad
sea «inalcanzable» (a que hayamos puesto el listón demasiado
alto), sino a que es insoportable; no es que la felicidad sea impo
sible, sino que es aburrida. Pues apenas alcanzamos la anhela
da felicidad nos sentimos hastiados. Como decía Goethe: «Todo
es soportable en este mundo/excepto una serie de días hermo
sos». Y Freud, citando a Goethe, añadía: «Toda persistencia de
una situación deseada por el principio de placer proporciona
tan solo un sentimiento de bienestar bastante tibio. Porque
nuestros dispositivos son tales que solo podemos disfrutar in
tensamente del contraste» y «sólo podemos disfrutar muy poco
de lo que es un estado».26
De modo que lo alarmante no es que el mundo, en función
del «principio de realidad», se niegue a satisfacer nuestro deseo
—por m ás que eso sea lo que nos gustaría creer: que lo negati
vo es lo exterior)—, sino que dada nuestra propia constitución,
la satisfacción se deshace de sí misma cuando se prolonga, por
más que se hubiera deseado la prolongación. Pascal lo llama
«complexión», Freud «constitución»: en los dos casos se trata
del irrenunciable y viejo mito de la naturaleza humana según el
cual lo que la define es el conflicto absoluto entre, por una par
te, nuestra aspiración (al reposo: a lo que es «estado») y, por otra
parte, nuestra necesidad innegable de variación y de contraste.
Pero tal vez no sea necesariamente ese estado —el «reposo»—
lo que disfrutamos, es decir, ese estado que, siempre según la
filosofía, supone una restauración del orden, el cual constitu
ye a su vez una irrenunciable finalidad (la del «principio del
placer»). Tal vez lo que disfrutamos es lo cambiante —inesta
ble— al desplegarse en el entre (de la actividad), y en ese caso el
reposo esperado no es más que un acicate ideal que contribu-
26. Sigm und Freud, D as Unbehagen in d er Kultur, § 2 (trad. fr.: Le M alaise dans la
culture, PUF, «Quadrige», p. 18-19). [Trad. cast.: E l m alestar en la cultura. Madrid: Alian
za, 2010.)
y6( de nuevo por oposición, a la motivación. Desde este punto
de vista, ese carácter que a fin de cuentas se revela tem poral,
en el fondo, importa poco. Podríamos preguntarnos por qué
Freud, normalmente tan radical, cuando cita en nota el pasaje
¿e Goethe (añadir una nota, como se sabe, es ya admitir una
fisura en la continuidad del discurso), se ve obligado a adoptar
una posición moderada. Se diría que no encontró otra m a n e
ra de deshacerse del problema: «No obstante, es posible que la
idea sea un poco exagerada...». ¿A qué se debe este paso hacia
atrá s, esta timidez, cuando apenas se acaba de postular la tesis?
¿Semejante retractación in fin e no equivale a una negación? Y,
sobre todo, ¿por qué ese conciliador «es posible»? Freud se re
tira de puntillas de aquello a lo que se ha acercado demasiado
audazmente: ¿siente vértigo? Se ve abocado, sin ningún recurso
ni defensa alternativas, a lo que parece la única estrategia dis
ponible, prudente, frente a la abrupta tesis de la «desdicha» del
hombre: esquivar.
3
La finalidad es una traba ideológica que coarta a la conciencia
europea hasta el punto de que no solo ha tomado una forma ló
gica (de lo ideológico a lo lógico, ese es el orden de consecuen
cia, no a la inversa), sino que también ha inhibido nuestra im a
ginación. Supongamos que, aun siendo unos incrédulos, nos
preguntamos: ¿cómo es posible concebir la vida de las almas
bienaventuradas que han alcanzado su meta, su telos, junto a
Dios? Incluso en este caso persiste la contradicción entre el de
seo y su satisfacción. Ni siquiera abstrayéndonos de cualquier
limitación y «miseria» de nuestra humana condición, somos
capaces de superar la contradicción de que el deseo, al satisfa
cerse, se transforme en disgusto. Incluso cuando trasladamos
nuestra vida a un futuro beatífico junto a Dios, nos parece que
la privación seguiría engendrando sufrimiento o que, a la in
versa, la satisfacción generaría tedio. De ahí la reiterada difi
cultad para representar el «paraíso». Los teólogos lo han inten
tado una y otra vez, pero no lo consiguen. Porque no es posible
representar la vida de las almas en el más allá redentor sin dar
de bruces con esta alternativa. Puede ocurrir o bien que al as
cender hasta Dios sigan sintiendo el deseo de Dios, pero enton
ces seguirían sintiendo su necesidad, estarán insatisfechos y,
en consecuencia, serán desdichadas; o bien que la presencia
de Dios los colme, pero entonces como esa saciedad supondrá
consecuentemente falta de deseo, deberá transformarse de in
mediato en lasitud. De acuerdo con Agustín: «Si digo que no
serás saciado, ello significa que tendrás hambre; y si digo que
serás saciado, me temo que sentirás repugnancia».27
Ocurre lo mismo incluso con la tesis, originaria, de las pri
meras criaturas espirituales que, saciadas de la contemplación
de Dios, se habrían «distanciado» de él (de acuerdo con la pro
vocadora expresión: «estar saciado de la visión divina», koron
labein tes theórias ):28 cuando los teólogos se atienen a la idea
del reposo y la estabilidad para describir la absoluta perfección
de la vida dichosa, no pueden evitar concebir semejante estado
como algo insoportable. ¿Acaso existiría una saciedad del bien,
satietas boni, semejante a la saciedad del mal? ¿O debemos su
poner, con Gregorio de Nisa, que la única escapatoria posible
a esta dificultad es que, incluso junto a Dios, las almas de los
bienaventurados no dejarán de sentir hambre del Señor y m an
tendrán el apetito (pero entonces cómo es posible que se sien
tan «bienaventurados»)? «Pues lo que deseó se cumplió para
Moisés precisamente porque su deseo permanecía insatisfe
cho» ( Vida d e Moisés, §235). Más exactamente, y sin atenuar la
contundencia de las palabras griegas: quien desea «está col
mado» ( pleróu tai ) del hecho mismo de que su deseo sigue «sin
colmar» (aplerótos ). Naturalmente, Dios sacia a quien lo busca
según su capacidad, y aumenta en proporción a la capacidad de
quien le encuentra, pero ¿qué ocurrirá cuando alcancemos ese
estadio último «donde habremos sido tan colmados que ya no
4
Quisiéramos pues abrir una alternativa, pero ¿por dónde? D es
hacer el nudo que inhibe incluso la posibilidad de concebir
la vida ideal («el paraíso»), pero ¿cómo conseguirlo? Aunque
queramos elaborar un contradiscurso, no sabemos sobre qué
fundarlo, porque los términos están tan interiorizados que for
man parte del telón de fondo de nuestra imaginación. La úni
ca posibilidad lógica para liberarse de las trabas impuestas al
menos desde el platonismo, es mantenerse deliberadamente al
margen tanto del tener que llen ar siem pre como de la satisfac
ción definitiva, o del hambre insaciable y de la decepcionante
saciedad que se han postulado como los dos extremos de la vi
talidad. Es decir, evitar dejarse atrapar (fascinar) por esta al
ternativa para que pueda emerger el «entre» de la transición.
Pues es evidente que el intersticio escapa al espíritu dada su
indeterminación. Pero ¿quién dice que la verdad se encuentra
en la determinación? Incluso ¿quién dice que haya que abordar
la vida en términos de «verdad»?
Existe una fórmula china que al menos nos previene de ese
espejismo del estado de reposo y del carácter maniqueo que sin
duda evidencia. Nos protege de esa luz demasiado cegadora que
irradian las antípodas. Discretamente, nos aleja de esa encru
cijada al iluminar con un rayo oblicuo el entre de la actividad:
31. Zhuang Zi, Z h u a n g Zi. «M aestro ChuangTsé». Barcelona: Kairós, 2007. (N. d é la t.)
Examinemos ahora la conversación entre tres personajes.
Incorporaremos una tercera voz al diálogo inconcluso entre
Sócrates y Calicles, que desde mi punto de vista es uno de los
más violentos del mundo griego. Sócrates sostiene que convie
ne que los toneles estén llenos al máximo porque cuando están
«llenos» nos liberamos; pero para Calicles es mejor que los to
neles estén bien agujereados, porque entonces podemos verter
una y otra vez, y solo ese «verter» nos mantiene animados. Y,
por su parte, el pensador taoísta, limitándose a equilibrar el
planteamiento, desbloquea la alternativa, deshace, o más bien
distiende, el antagonismo. Para lograrlo basta escuchar la alter
nancia que plantea la frase, pues un verbo responde al otro, y
tanto uno como otro se alejan de los extremos: verter sin llenar,
sacar sin agotar. Este planteamiento basta para comprender
algo como la respiración, en su constante intercambio y reno
vación, que sin embargo nunca llega al extremo ni de lo vacío ni
de lo lleno, porque ambos se incluyen mutuamente, y evita los
estados insostenibles a que da lugar la disyunción (o totalmente
vacío o totalmente lleno): la respiración es efectivamente aque
llo que se mantiene entre los dos extremos. Incum be siempre
al momento (no hay un antes y un después). Y en este sentido
ilustra perfectamente la capacidad contemporánea del ser vivo:
como advertimos, es necesario cambiar de paradigma para sa
lir de la parálisis. En consecuencia, la respiración constituye el
argumento más fundamental contra el bloqueo en una u otra
posición: por contraste con la tradición oriental, descubrimos
que la filosofía europea no ha pensado en pensar en ella.
El taoísta nos recomienda evitar la fascinación del radica
lismo, la idea de que la verdad se halla en los extremos (y si la
verdad está íntimamente unida a los extremos, entonces des
confiemos de la verdad). Es decir, nos recomienda no creer in
genuamente que conocer es alcan zar el fin al: ni el del vacío que
requiere llenar desenfrenadamente, ni el de lo lleno tan colma
do como si ya estuviéramos muertos. Conviene evitar el estado
crítico, de un lado o de otro, y elaborar la «reserva» o la retirada
—el fondo sin fondo del ta o — de los dos lados. Si nos quedamos
por debajo del límite, sin «dejar» ni «adherir», es decir sin hun-
1871
dirnos pero sin privarnos, sino despejando el entre de la activi
dad, evitaremos hipostasiar cualquiera de los dos extremos de
la alternativa (responde Zhuang Zi), tanto el hambre ávida del
deseo (Calicles) como la saciedad colmada (Sócrates); y así es
caparemos tanto al sufrimiento de la miseria como al disgusto
que provoca la saciedad.
A partir de esta incitación oblicua, que es más bien un en
vite y que sin embargo no abruma como una tesis, ya no habrá
que temer el cam bio de perspectiva: nos situaremos antes de
unos presupuestos que tal vez la filosofía asumió demasiado
apresuradamente. Debemos dejar de pensar el entre como
algo carente de concepto y que se limita a separar los extre
mos, como si se tratara simplemente de un intervalo que el
pensam iento franquea fácilmente y que se considera de an
tem ano menos intenso. Debemos dejar de considerarlo como
algo relativo, algo cuya indeterminación condena a ser menos,
frente a los dos polos, los únicos determinados (en tanto que
eidé, en griego), que permitirían alcanzar lo absoluto. Tome
mos más bien esos dos extremos de la línea de puntos —pero
que, como sabemos, muy fácilmente se radicalizan—, como
la condición de posibilidad del entre donde finalmente ocurre
todo, especialm ente esa transición constante que es la respi
ración de la vida. La vida y la muerte, cuyo acontecimiento
nos conm ociona, no «son», en realidad, más que una ocasión
para la vida. El paso siguiente será considerar el cambio de
perspectiva donde se valora el entre discreto, en detrimento
del dram atism o estridente de los Extremos, como la silencio
sa evidencia de una de las grandes transformaciones ideoló
gicas contem poráneas. En suma, se trata de comprender que
lo que despeja no es el paso a los extremos, que la verdad no
se halla en los extremos; sin duda esta perspectiva nos alejará
de la metafísica.
En efecto, hem os llegado al tiempo del entre-tien, es decir,
literalmente, un tiempo donde nos mantenemos en el entre,
donde el entre nos mantiene, donde somos conscientes de que
las capacidades se divisan en el entre de las demarcaciones;
donde se desarrolla lo efectivo. De un modo más general, es
en la capacidad de abrir p rop ia d el entre donde se despliega
la vida; y sobre todo entre el futuro y el pasado, que de otro
modo reducen el presente, com o sabemos, a un puro punto
matemático, sin extensión, sin existencia apenas: el presente
no «es», propiamente hablando, sino que se proyecta y se plie
ga abriendo a los dos lados el futuro y el pasado, y desplazán
dolos en una línea de puntos. «Entre-tien» es el concepto que
debe desarrollarse: debe dejar de ser un término técnico para
convertirse en un término ético. Decimos que una viga tran s
versal sostiene [«entre-tient»] la estructura, la mantiene firme
gracias a la tensión que ejerce. Del mismo modo, entre-teñir
significa mantener activo en ese estar entre dos cosas: m a n
tenemos una relación con el mundo (finalmente nos ponemos
manos a la obra), con los otros (hecha a base de palabras), con
la vida (¿acaso se limita a algo físico? Ni siquiera la respiración
es algo meramente físico). Pero no piensen que, como ya no
tenemos edad para proyectos ni aventuras, nos echam os atrás
ante el peligro de los extremos, ni que nos hemos vuelto más
prudentes a fuerza de chocar contra los cristales, y hemos d e
cidido merodear plácidamente por el centro. No, simplemente
hemos comprendido que ceder al vértigo del Final es una for
ma de comodidad.
1901
agradable están unidos, como si dependieran «de una m isma
cabeza», todo el diálogo está encaminado a demostrar, presen
tando nada menos que la teoría de las «ideas», que las e s e n
cias opuestas, así como sus cualidades primeras, son in co m
patibles. Cuanto más me alejo de lo sensible y de lo afectivo,
más me aproximo al Ser y a la claridad, más me elevo al ideal,
y más consciente soy en consecuencia de la incompatibilidad
entre los opuestos. Pero ¿no es esta la razón por la que al fin y
al cabo Platón, que piensa en términos de «Ser», a b a n d o n a la
vida? Pues el plano del Ser es aquel donde es posible estable
cer cómodamente la distinción de las esencias, cada una de las
cuales, dadas sus determinaciones, se pliega y se cierra sobre
su propiedad (el «en-sí-en-cuanto a-sí» de su unicidad); m ie n
tras que, por el contrario, pensar la vida nos obliga a d escen
der a ese fo n d o [fu n dam en to ) d e am big ü ed ad (de oscuridad)
donde lo uno no solo no puede diferenciarse tan claramente de
su contrario, sino que incluso podría proceder de él. Y eso es
precisamente lo que intenta evitar Platón: él quiere ascender
hacia la luz.
De manera que, cuando ávidos de explicaciones lógicas,
nos preguntamos sobre aquello que, en la historia del p en sa
miento, ha supuesto una divergencia radical, a pesar de que
eso mismo sea considerado relativamente indiferente (y no
aflore directa ni especialmente a la superficie del discurso fi
losófico), en torno a lo cual gira el debate para reflexionar, creo
que tendremos ocasión de volver sobre este asunto, pues este
es el meollo de la cuestión: Platón se complació en describir la
mezcla, pero no cuestionó la identidad de las mezclas; ad m i
tió que los opuestos se unen contradictoriamente entre sí, se
solapan, pero no que se disuelvan unos en los otros. En suma,
también en Platón se admite el «entre», en cuanto coexisten
cia simultánea de los contrarios, a un tiempo la pena y la a le
gría, o el placer y el sufrimiento, pero este entre no establece
un diálogo entre los contrarios, que siguen estancados: por
más que en la vida lleguen a embrollarse, en rigor siguen e s
tando separados; en el plano del Ser, al que Platón ha hecho
ascender el pensamiento, es donde se establece y se advier-
1911
te la legítima diferencia (como «separación de las esencias»,
diairesis tón eidón).
Pero si queremos confrontar a la filosofía con sus decisiones
implícitas, creo que es inevitable plantear una nueva cuestión:
es posible que lo que ha hecho que la filosofía occidental se
erigiera en metafísica haya sido el abrumador peso-elección-
destino de evitar que la mezcla (que mantiene el principio de la
diferencia) se convirtiera en la ambigüedad (que confunde los
opuestos); y que al pensar el Ser (el en-sí, lo idéntico, lo deter
minado) hayamos renunciado a pensar, no tanto lo cambiante
o abigarrado, como, más exactamente, la am bigü edad propia
de la vida (e incluso es posible que la elección de pensar el «Ser»
se deba a la necesidad de evitar pensar la vida, y que por ello se
haya relacionado esta «esencia» de la vida con otra vida, depu
rada y liberada de toda ambigüedad). Pero aquello que la edifi
cación de la metafísica marginó y dejó a la sombra (al limitarse
a sacar a la luz las incompatibilidades entre las esencias y erigir
a partir de ellas el juego lógico de las relaciones), reapareció en
la literatura europea, que lo asumió restableciendo así la equi-
vocidad y ambivalencia malogradas del antiguo mythos.
En Europa, la ambigüedad es la justificación de la litera
tura, al precio de una esquizofrenia cultural que no se ha
analizado suficientemente, puesto que la rivalidad entre «li
teratura» y «filosofía» las ha obligado a desplegar sus respec
tivos recursos hasta la exasperación. ¿Cuál es la razón tácita,
seria, en que se apoya la literatura? La función y la vocación
com pensatoria de la literatura es la repudiada ambigüedad
del logos, m ás que lo singular, lo imaginario, lo narrativo, o lo
emotivo, que a fin de cuentas son solo modalidades para con
tener y salvaguardar la característica ambigüedad de la vida.
Se trata pues de un reparto de papeles, a partir del objeto y
de la pertinencia, pero como la filosofía actual ha moderado
su posición ha quedado eclipsada: por un lado se encuentra
la filosofía que, al establecer las antinomias en el plano del
Ser, fundó la posibilidad del conocimiento, así como la de la
elección moral, y en consecuencia la de la Libertad (el gran
tríptico teórico); y por el otro, la literatura, que al preservar
1921
]a ambigüedad, al hacerse cargo de la penumbra donde los
opuestos dialogan y se encuentran a medio cam ino, pero sin
admitirla abiertamente, en cualquier caso sin teorizarla (¿con
qué herramientas?), «se ocupa» de la vida.
El novelista no distingue tanto la mezcla de los sentimientos
según su pretendido talento de psicólogo, o gracias al escalpelo
del anatomista, sino que más bien deja entrever cóm o un «mis
mo» sentimiento (o sensación o cualidad) puede situarse en el
cutre, de modo que no está claro cuál de las dos orientaciones
rivales pesa más y la alternancia entre una y otra es posible (no
tanto por indeterminación como por reticencia a dejarse de
limitar y aislar como supuestos contrarios). Hasta el punto de
que determinado sentimiento, incluso explícito, no rompe la
afinidad con su opuesto, e incluso jamás se revela m ás próximo
a ningún otro sentimiento que a su opuesto. Un personaje está
«vivo» cuando su sentimiento cobra complejidad (una vezm ásla
mezcla) al dejar entrever (peligrosamente para el pensamiento
claro que se aferra a las antinomias) el fondo donde un término
tiende hacia su contrario, un fondo que mantiene en diálogo a
los contrarios sin permitirles excluirse nunca completamente:
por ejemplo, en. Rojo y negro, nunca se resuelve definitivamente
la tensión entre la ambición, es decir la revancha personal de
un rebelde solitario, y la ternura infinita dispuesta a sacrificar
se por otro (de Julien Sorel con respecto a Madame de Renal).
1951
dero, era pensar la negación como si nombrase lo «otro», pero
no lo contrario, de forma que el «no ser» ya no fuera el contrario
del «ser» sino lo otro del «ser», de modo que no lo contradijese-
lo «otro» se erige entonces en un «género» específico, en plano
de igualdad con los demás géneros y como mediador de su rela
ción, de modo que ya no amenaza su identidad.
De pronto se restablece el principio según el cual los opues
tos, aunque participen de lo «otro», no pueden en ningún
caso com unicarse entre ellos: la exclusión de los contrarios se
mantiene y la antinomia está a salvo. Con ello se restablece la
función de mezcla, e incluso se le otorga finalmente un funda
mento, puesto que en adelante se atiene a la jurisdicción del
dialéctico, que vela para que esa mezcla entre los géneros se
produzca en orden. Y se legitima entonces la justa predicación
y por añadidura un uso regulado del discurso, que evita tanto la
posibilidad de que no podamos decir nada como la de que po
damos decirlo todo, que quedemos atrapados en la tautología o
librados al delirio de una palabra en caída libre: la filosofía se
purga de una vez por todas de la ambigüedad del entre, que po
nía en peligro la metódica distinción de las esencias, o al menos
la relega al mundo de lo impensado.
Lo m ismo hizo Hegel, el otro gran maestro de la dialéctica,
en el otro extremo de la historia del logos: creó una dialéctica
que ya no se contentaba con pensar que lo uno «es» asimis
mo, en alguna medida, lo otro (para fundar la posibilidad de
la predicación); sino que daba cuenta de cómo lo uno «pasa»
necesariam ente a lo otro (con lo que dio a la modernidad la
posibilidad de la Historia como el devenir del Sujeto). También
Hegel se acercó todo lo posible al fuego donde se consumen
las identidades: cuando, distanciándose de una lógica del «en
tendimiento», antinóm ica y disyuntiva, piensa los contrarios
no ya com o si «cayeran uno fuera del otro» sino como si cada
uno «se convirtiera en otro en sí mismo», roza una vez más ese
precipicio donde los opuestos, al abrirse unos sobre otros, se
disolverían; donde el inexpugnable fondo de ambigüedad apa
recería, y al hacerlo Hegel piensa efectivamente la «fluidez» de
la «vida».
Pero una vez más, la dialéctica es la herramienta que perm i
te franquear esa zona turbia sin que nos arrastre y con la m i
rada puesta en su superación: se impide así a lo otro irradiar
en el interior de lo mismo, condicionado por la finalidad. En
efecto, lo mismo experimenta la desapropiación de sí mismo,
al tornarse «desigual» a sí, y lo negativo, en esta oportunidad,
opera en el interior mismo; no obstante, lo otro sirve a lo mismo
V no lo contamina: atravesado de lo mismo (el d ia - del término
«dialéctica»), no lo ensancha ni lo traspasa. De modo que con
Hegel, dado este «otro» tutelado, la dialéctica se salva una vez
más del abismo donde la demarcación resulta imposible, don
de lo uno no se distingue de lo otro sino que se interpenetran:
sin duda es un abismo «tal vez demasiado peligroso» que solo
Nietzsche, cerrándole el paso a la dialéctica, afirmó. Pero ¿es
posible atenerse a ese «tal vez» tan peligroso?
li o i !
embargo, que haya que ir más allá de las antinomias no signifi
ca que haya que reconciliar las diferencias; se trata más bien de
m antener a flor de piel la diferencia, mostrar cómo cada una de
las posibilidades, al mismo tiempo que dialoga con su opuesta
en ese fondo común, se afirma y se desarrolla completamente
al margen: y dada esta separación surge la vida.
A partir de ahí, consideremos la disposición vital que que
ramos, singular y típica. Hagamos de esta concepción nuestra
herram ienta para analizar la vida, para realizar un análisis
distinto: que no separe ni «disocie» más los contrarios, como
exige tradicionalmente el «análisis», sino que despeje un tér
m ino a través del otro (puesto que en su fondo común se di
suelven uno en el otro) manteniéndolos no obstante confron
tados. Consideremos, por ejemplo, la «angustia del audaz», die
Angst des Verwegenen, desde este punto de vista. No es posible
inmovilizarla en una oposición diametral a la «alegría» o al
«placer agradable» (de una «actividad que se desarrolla apaci
blemente», decía Heidegger).3- El bloqueo antitético que aísla
en la esencia propia, lo sustrae a nuestra inteligencia. Pues, «al
m argen de estas oposiciones», la angustia mantiene una secre
ta alianza con su opuesto que se entenderá mejor en su rique
za, no solamente contra, sino también a partir d e ella: que no
sería otra que la «serenidad» y la «placidez de una nostalgia
creativa»...
También podemos pensar en lo que muestra de una forma
elocuente el término griego pharm akon , que significa tanto
«remedio» como «veneno»: esta doble participación remite en
tonces al elemento común, «médium de cualquier disociación
posible».33 Si el p h arm ak on es «ambivalente», dice Derrida, es
para constituir el «medio» —digamos el entre— donde se opo
nen los opuestos, «el movimiento y el juego que los relacionan
entre sí», «invirtiéndolos» y haciéndolos pasar de un lado a otro
(se trata de «la diferancia [la différance ] de la diferencia»): un
32. M artin Heidegger, Was ist Metaphysik?, op.cit., p. 38 (cf. trad. Fr.: Henry Corbin,
Q uestions I et II, op. cit., p. 66).
33. Jacqu es D errida, La D issém inalion, «La Pharniacie de Platón», §5. [Trad. cast.: La
d isem in a ció n . Madrid: Fundam entos, 2007.)
movimiento que deja de lado, «en su sombra y en su indecisa
víspera», «los diferentes y los diferendos que la discriminación
terminará trazando».
11031
que la repulsión provenga de una inversión a partir de la repe
tición-satisfacción, a pesar de que la fantasía del paraíso nos
haya inculcado esa idea, sino de que aflora de pronto, de una
forma escandalosa, su secreto parentesco; porque finalmen
te cae el velo que ocultaba su ambigüedad. La inteligencia de
Sade, en su relato paroxístico, consiste en poner de relieve no
ya ese momento en que experimento simultánea y contradic
toriamente el deseo y la aversión, sino aquel otro en que aque
llo que experimento con mayor violencia, o de una forma más
radical, puede decantarse en un sentido o en otro, el deseo o
la aversión, revelándonos de pronto, en ese tránsito, su desqui
ciante complicidad. ¿Qué queda en esta experiencia de un su
jeto propiamente ético? Por ejemplo, cuando estoy frente a Ella
ya no ocurre que la ame y la deteste, algo que en sí mismo no
entraña mayor problema, salvo el riesgo de la esquizofrenia,
puesto que no cuestiona lo que entiendo a contrario por amar
o detestar; lo que ocurre más bien es que experimento ese mo
mento extraño en que, en el paroxismo de la emoción, puedo
hacer tanto una cosa como la otra, abrazarla o abandonarla. Se
trata de algo que no es posible someter a las categorías psicoló
gicas, como tanto nos gustaría hacer para liberarnos, sino que
deja atisbar una verdad insolente: nos permite percibir, aterro
rizados, un punto posible —limítrofe— de equivalencia entre
los dos opuestos.
De ahí la necesidad de rechazar la radicalización d e la dife
rencia, como hace la ontología clásica (Aristóteles: ir «de dife
rencia en diferencia» hasta la «última diferencia» que nos des
vela la esencia); o la negación d e las diferencias, que las convier
te en equivalencia (la posición escéptica que niega cualquier
posibilidad de comprometerse con la acción o con el pensa
miento). La solución no es ni siquiera relativizar las diferencias
para encontrar un justo medio entre las dos cosas. Se trata más
bien de retroceder en lo indiferenciado de las diferencias has
ta su punto m áxim o de equivalencia y alternancia, de donde
procede su ambigüedad; y, simultáneamente, seguir de cerca el
desarrollo de cada diferencia para no perder eso que, por con
traste, puede aportar de intensidad. Se trata, en suma, de hacer
valer la virtud del entre en los dos sentidos: la del vínculo donde
un término se aproxima al otro (en ese fondo donde se disuelve
su identidad); y la de la separación y la tensión que revaloriza,
por contraste, los opuestos surgidos.
Dicho de otro modo, vivir, en el sentido de favorecer la
vida, implicará dos cosas (ello hace que vivir sea una c u e s
tión estratégica): por una parte, no perder de vista ese punto
de coincidencia de los opuestos, en origen, donde un término
dialoga íntimamente con su contrario, en ese entre originario
de la ambigüedad, lo cual evitará que nos dejemos obnubilar
por uno u otro y olvidemos hasta qué punto son interdepen-
dientes; pero, por otra parte, igualm ente, implicará escoger
(decisión política, decisión moral) desarrollar más un sentido
que otro y comprometerse más en un sentido, aunque sepa
mos que en el fondo el otro no ha desaparecido. Es preciso a
un mismo tiempo neutralizar las incompatibilidades para des
pejar los recursos perdidos en esas disyunciones y activar las
diferencias para ampliar el alcance del campo de lo posible.
Entonces ya no habrá que seguir temiendo la saciedad, que
desemboca en la decepción, pues la vida desarrollará en toda
su diversidad sus valores del mismo modo que despliega sus
variadas fragancias, según el aroma que echemos al fuego, o al
Dios de Heráclito.
9
A diferencia de Heráclito, los chinos no llamaron «Dios» a ese
fon d o de am bigü ed ad del que proceden los opuestos, sino que
lo relacionaron con el tao, la «vía». El Tao Te Ching lo plantea
inicialmente, a propósito de una pareja de opuestos que es la
matriz de todas, desde cualquier punto de vista: la del «hay
algo» (actualizado) y el «no hay nada» (del fondo indiferencia-
do); o la de lo «nombrado» y lo «sin nombre», la del «principio»
(manifiesto) y la «Madre» (del origen), la de la m áxim a «quie
tud» y la máxima «sutileza», o incluso la del estado de «deseo»
y de «no deseo» (§1):
L a s d o s c o s a s tie n en el m i s m o origen pero tienen n om b res
d istin to s;
q u e te n g a n el m i s m o origen es lo que l l a m a m o s lo abism al:
a b i s m a l y m á s a b ism a l,
e s a es la p u e r ta de la m u ltitu d de los a d v e n im ie n to s indefini
d a m e n t e lo g rados [o: de los in d efin id am en te matizados]
A cu erd o y d e sa cu e rd o ,
¿ c u á n ta d ista n cia hay e n tre ellos?
Bien y mal,
¿ c u á n ta d is ta n c ia hay e n tre ellos?
11071
Así, un apólogo pone de manifiesto simultáneamente la ra-
dicalidad de la indiferencia y el buen uso circunstancial de la
diferencia más mínima. En él, se cuenta que un adiestrador
dio a sus monos unas castañas y les dijo: «tres por la mañana
y cuatro por la noche», y entonces todos los monos se miraron
encolerizados. «Bueno, pues cuatro por la mañana y tres por la
noche», dijo, y todos los monos se pusieron contentos. En un
caso y en el otro se respeta la «igualdad» de las dos situaciones,
comenta Zhuang Zi, yasim ism o el adiestrador de monos supo
sacar provecho de la modificación más simple (entre la mañana
y la noche) para transformar la cólera en alegría: supo mante
ner la equivalencia originaria que sirve de decorado de fondo
a la vida, pero al mismo tiempo supo valerse de la menor va
riación para dar una solución a la situación, para permitir que
se desplegase lo posible y volviera a ponerse en juego la vida.
El fondo de la vida es «igual», lo cual nos permite entrever su
equivocidad; pero se extiende —se erige— merced a la división
que podemos desplegar en ella. Hasta el punto de que algo casi
insignificante puede cambiarlo todo; algo ínfimo, un matiz
apenas, puede efectivamente transformar la vida.
> IV Adentrarse en una
' filosofía de la vida
34. Propiedad donde vivió Rousseau de 1736 a 1742, en el valle de C harm ettes (D e
partamento de Saboya), hoy convertida en m useo. (N. de la l.)
11091
el punto de modificar nuestro comportamiento, y hasta nuestra
forma de ser ¿no podrían acaso servir para un libro? ¿Acaso son
tan prescindibles esas influencias? Incluso cuando no solo son
el clima o las estaciones, sino también algunos sonidos, o algu
nos colores, el ruido o el silencio que nos rodean, el reposo o el
movimiento, etc., «todo», a través de nuestros órganos y nues
tros sentidos, «actúa sobre nuestro organismo y sobre nuestra
alma»: incluso cambiar de alimentación nos cambia (¿quién no
lo ha comprobado?). De modo que todo nos ofrece «ocasiones»
«para gobernar desde el origen» esos sentimientos que habi
tualmente «nos dominan». «Ocasiones», nos dice Rousseau,
para instaurar un «régimen exterior» que condicione favorable
mente la econom ía interior de nuestro ser (el concepto es pues
más estratégico que propiamente moral): el pensador apunta a
una gestión organizada del uiuir que puede establecerse ya no
sirviéndose del tradicional aparato de los mandamientos, las
prohibiciones y las prescripciones, sino de la deducción atenta
de los efectos de todo aquello exterior que, inadvertidamente,
puede afectarnos y constituye nuestro ethos. Durante aquella
primavera, al huir de la ciudad al campo, al cambiar las calles
por los silenciosos caminos, la vorágine por la calma, o simple
mente al limitarse a comer los frutos del vergel al salir de casa,
Rousseau está queriendo experimentar estas influencias en sí
mismo.
Rousseau ya tenía el título del libro e incluso el subtítu
lo («La moral sensible o El materialismo del sabio»). Ya había
trasladado al papel un esquema y le parecía que no costaría
nada escribir un libro «de lectura tan agradable como lo sería
la redacción». Pero no trabajó demasiado en él, nos confiesa, y
finalmente no lo escribió. Las «distracciones» se lo habrían im
pedido... Pero ¿por qué precisamente no escribió este libro, si
su realización era tan fácil y útil? Según afirmaba, las observa
ciones en las que se basaba «están más allá de toda discusión».
Entonces ¿por qué abandonó? Me pregunto si la renuncia no se
debe al objeto m ism o del libro, o más bien a su objeto-no-obje
to. Ciertamente las observaciones abundan, las observaciones
están más allá de toda sospecha, basta dejar hablar a la expe-
11 1 0 1
riencia, pero precisamente por ello ¿cómo es posible superar
ese estado de la simple observación a propósito del vivir ?
Pues, una vez se ha echado mano del sensualismo de Loc-
l<e para dar a la idea que orienta esta investigación su arm a
zón filosófica, justificando así el paso de lo «físico» a lo «moral»,
¿cómo construir semejante propuesta de modo que no se limite
a lo anecdótico ni caiga en el extremo opuesto, la sistematiza
ción arbitraria (de hecho, esas observaciones salpican toda la
obra de Rousseau)? Incluso cuando Rousseau evoca ese asun
to principal de la obra es evidente que lo deforma. Cede a la
forma fácil de abordarlo e incurre de nuevo en el discurso de
predicador, tradicionalmente asociado a la moral (que persi
gue «hacernos mejores», se justifica el filósofo, y evitar que «su
cumbamos», etc.); no está a la altura del reto que no obstante
se plantea. Pero ¿cómo concebirlo sin desviarse (por el c a m i
no previamente trazado de los buenos sentimientos)? Y así, esa
obra que se anunciaba tan fácil de escribir se reveló como la
más difícil...
Para captar la dificultad es preciso señalar una distinción
decisiva: entre el «vivir» y «la vida». La vida se deja tratar dis
cursivamente porque se capta en el estadio de la representa
ción, que es también el de la objetivación, y se concibe en di
versos planos. Se le asignan determinaciones que se perciben
desde afuera: principio y fin, nacimiento y muerte. Se desplie
ga en sentidos que podemos separar: el sentido biológico («el
conjunto de las funciones que se oponen a la muerte», decía
Bichat) o el sentido ético; el sentido general o individual (Una
vida es, en muchas novelas, el título genérico de la singulari
dad); el sentido propio o el figurado (la «vida» de un pueblo, la
«vida» literaria). Teniendo en cuenta esta distribución de pla
nos que, como tales, son operables, es posible elaborar saberes
de la vida y cada uno de ellos posee su pertinencia y su objeto.
Pero ¿acaso ocurre lo mismo con el verbo? ¿Qué es aquello que
el sustantivo formaliza, vuelve analizable, pero que sigue sien
do inseparable en el verbo? Vivir no se deja disociar en diversos
planos ni permite exterioridad; en el vivir no disponemos de
distancia. En el «vivir» nos encontramos comprometidos, ais-
lii i |
laciamente y sin referencias, desde siempre, para cualquiera,
desde la noche de los tiempos, y sin que ni siquiera podamos
imaginar que alguna vez haya sido de otro modo. No podemos
concebir no vivir. Porque «vivir», en infinitivo, es ese nominal
anónim o que retira de antemano al pensamiento la posibilidad
de la diferencia, ya sea la de los sujetos o la de la conjugación, y
apela solo a su actividad (tan continua y discreta que ni siquiera
la experimentamos como tal): vivir es ese eterno silencioso, ese
sobrentendido de todo lo que somos que sin embargo no oímos.
¿Cómo atenerse a él?
Tampoco podemos desarrollar sin más un pensamiento del
vivir, como se hace con la vida o con cualquier otra cosa, sino
que primero hay que «entrar» en el vivir. Entrar indica que se
pasa del exterior al interior, y exige un cambio deliberado de
posición; pero además apela a una participación: entrar en los
asuntos de alguien, en sus sentimientos o en sus ideas, indica
que empezamos a abrirnos a ellos y a adheriros implícitamen
te. Entrar indica pues dos desplazamientos: el paso de un plano
especulativo a un compromiso y, al mismo tiempo, el despla
zamiento resuelto del yo-sujeto, sin el cual no es posible el ac
ceso. La necesidad de «entrar» en un pensamiento del vivir da
a entender pues que el pensamiento no se encuentra en plano
de igualdad con la empresa ordinaria del pensamiento, cuyo
trabajo consiste en construir. Por eso, semejante pensamiento
del vivir constituye un objeto incómodo para la escritura, por
que persiste en el estado, no desarrollado, de la observación,
incluso para alguien completamente convencido de que ese
objeto era el más adecuado para orientar la reflexión: el autor
de Eloísa, las Confesiones y las Ensoñaciones (sin olvidar Em ilio :
«Vivir es el oficio que quiero enseñarle»). Y, también por eso,
el pensamiento del vivir ha seguido suponiendo una ruptura,
más contundente en la medida en que no es consciente, con
respecto al proyecto específico de la filosofía. Por su parte, la
filosofía lo abandonó muy pronto hasta el punto de olvidarlo, o
de arrojarlo a una especie de infancia, tachándolo de balbuceo
del pensamiento.
11121
2
11151
vivir está definitivamente m ás allá d el sentido. ¿Por qué nos
cuesta tanto reconocerlo? Sin embargo, vivir no es más m is
terioso que absurdo; pero su justificación solo puede hallarse
en el vivir mismo, o más bien no es posible justificarlo: «vivir»
no tiene por qué justificarse en absoluto. Por eso la filosofía
le da la espalda e incluso se obstina en sepultarlo. Como no
tiene ningún ascendiente sobre el vivir ha construido su m o
num ento de la «vida verdadera».
37. Immanuel Kant, Kritik d er Urteilskraft, § 1 y 54. [Trad. cast.: Critica deI ju icio.
Madrid: Espasa-Calpc, 2007.|
sentido puesto que quiere dar sentido y elaborar algo que no
requiere ni lo uno ni lo otro. Tal vez observa, asombrado, o di
vertido, cómo se desgañifan a su alrededor todos sus colegas
discutiendo, completamente distanciados del vivir.
Por su parte, Montaigne se encuentra completamente solo,
majestuosamente, en ese margen de la filosofía. Y a ello debe el
haber sido único en su género, sin auténtica posteridad. Pues
él no dudó en hacer del «vivir» el principal reto de su proyecto,
que va descubriendo poco a poco y que acaba conformando de
una forma cada vez más clara su obra. En el último ensayo, «So
bre la experiencia», el tema, que ya no tiene nada de un «tema»
(vivir no posee ningún contenido particular), termina por do
m inar todos los demás y los engloba. ¿Acaso existió jamás algo
distinto? Al término de su particular progresión, Montaigne nos
dice simplemente: «Nuestra gran y gloriosa obra maestra: vivir
a propósito» (la virtud del infinitivo). Incluso consiguió que se
escuchara el absoluto en este empleo al que ya no hace falta
añadirle nada: «Hoy no he hecho nada. ¿Cómo que no? ¿Acaso
no habéis vivido?» Este «vivido» nos obliga a cerrar de inmedia
to la boca, pues lo contiene todo, lo responde todo, detenta su
propia justificación (se satisface a sí mismo). Ese «vivido» es en
sí mismo su finalidad. Señala el horizonte de toda plenitud que
el escrupuloso pensamiento quisiera superar en vano. Mon
taigne llega incluso a convertir en su noción más fuerte este
infinitivo que sustantiva, en la noción a la que todas remiten,
pero que no es posible glosar; y cuyo contenido es demasiado
conmovedor, apremiante, pleno, como para poder explicitarse:
«a medida que la posesión del vivir se acorta, necesito hacerla
más profunda y plena».
El magnífico título, tan extraño dada su simplicidad, Ensa
yos —extraño y aun así familiar—, que ha sentado un preceden
te, pero que el audaz plural preserva para siempre de la copia,
es por lo demás el único que permitía anunciar este pensa
miento del vivir, hacerlo aflorar, sin traicionarlo; sin desviarlo
de partida hacia alguna orientación o finalidad que lo señale y
lo petrifique: sin malograrlo. «Ensayo» tiene un sentido abierto,
pero sobre todo da a entender, de acuerdo con el «vivir», que
todo sigue en proceso, que ningún término puede anticiparse,
ni proyectarse ningún fin, y que la prueba prevalece sobre el
resultado. «Ensayo» sustrae de antemano, discretamente pero
con autoridad, el pensamiento (alarmante o tranquilizador) del
j ínal. Pues solo hace «ensayos», nos advierte, «quien es inca
paz de rematar». El «ensayo», dicho de otro modo, apunta a la
emergencia y no a la culminación; nombra, no lo determinante,
sino lo conativo (Conatus fue por lo demás una de las formas de
traducir el título en latín). Se ensaya una posibilidad cada vez,
pero prescindiendo de la fascinación por el límite o del apremio
de la anticipación.
De modo que no hay nada en las «historias más antiguas»,
señala Montaigne, que «no probemos todos los días»: la cotidia
nidad del vivir, como sabemos, es mucho más rica que nuestra
imaginación. «Ensayar» es experimentar, pero descubriendo
poco a poco, probando pero sin forzar, de una forma delibe
rada que sin embargo mantiene algo de improvisado que se
va reflejando a medida que avanzamos, evitando lo definitivo.
Cuando se «ensaya», se decide de pronto lo que conviene, sobre
la marcha, del mismo modo que alguien se prueba un vestido o
prueba un vino, como si cada vez fuera la primera, sin proyec
tar ninguna sombra sobre la prueba ni prejuzgar el resultado:
en las antípodas de cualquier posición escéptica, el «ensayo» es
exploratorio, pero no desengañado, y mantiene la frescura —la
inocencia— del comienzo siempre renovado.
Es posible escribir «a la m anera del ensayo» (como, según
Montaigne, lo hizo La Boétie en su juventud); pero en cual
quier caso «este guiso que cocino» no es m ás que un «registro»
de los «ensayos de mi vida». Pues ¿qué podemos hacer, aparte
de «vivir», cuando no recurrimos al Final? No es posible ex
plicar el vivir, propiamente hablando (toda causalidad se ago
ta enseguida), y aún menos construir a partir de él (a menos
que queramos evitar el vivir mediante una construcción); sino
solamente, como apunta Montaigne, elucidarlo a partir de él
mismo, «registrándolo» en sus mutaciones y sus variaciones.
De lo contrario, al sepultarlo y pervertirlo inscribiéndolo en el
discurso, el vivir escapa fatalmente. De modo que todo lo que
se ha dicho y repetido del lenguaje y del estilo de Montaigne
— que determina su originalidad y que siempre se ha elogiado
como su arte de escribir—, en realidad se debe a las exigencias
de la «investigación» sobre el vivir: una investigación de la que
su autor jam ás se cansó y que constituye, por fin, el hilo con
ductor de un libro posible (sobre el vivir), donde no obstante se
legitima, e incluso se reivindica claramente, su carácter dis
continuo y marginal.
El propio Montaigne nos advertirá de que el lector que pier
da ese hilo es «poco diligente» y que su libro «siempre tiene un
hilo conductor». Pues la única forma de captar ese vivir inabor
dable es la digresión que procede más por «fuga» que por «con
secuencia»: el desenfado propio de lo que no puede ser más
que un com en tario, pero que no cesa de atacar de nuevo por
otro flanco, «dando vueltas» y «arremolinándose aquí y allá»,
burlándose de las costuras. Solo esta escapada constante pue
de evitar que el vivir se le escape. El fricassele, la mezcolanza y
el vagabundeo, y también el llevar el habla gascona al cacareo
de los charlatanes, o prodigar incansablemente las metáforas,
contribuyen menos a cerrar el paso a la escolástica que a m an
tener bien abiertas todas las posibilidades entre las que el vivir
está llamado a renovarse; contribuyen a mantener el vivir en su
«ensayo»; renunciando a todo ornamento, oponiéndose a todo
lo que esclerotiza y predispone; en suma, confiesa Montaigne,
a «dejar correr al río bajo el puente».
Montaigne se dio cuenta de que ningún discurso construi
do, claro, consistente, lógico, puede captar el vivir : ese discurso
solo puede erigir el «Ser» o la «vida verdadera». De modo que
es necesario desprenderse metódicamente de ese discurso
construido, señalar una y otra vez ese vivir desde todos los án
gulos, dando cuenta de sus bruscos cambios y de sus diversas
manifestaciones, y desbaratar así aquello que toda continuidad
oculta fatalmente dada su opacidad: vivir solo puede «decirse a
medias, confusam ente, de forma discordante» (todos estos son
predicados contrarios al logos de la ontología). Muchas veces se
ha dicho que la de Montaigne es una elegancia que destaca por
la negligencia, una forma de indolencia (un poco amanerada)
11201
o que el suyo era un gusto prebarroco. Pero tal vez Montaigne
pensara más bien en la «noria» perpetua de la vida y en la vo
lubilidad de los asuntos mundanos. Sin embargo esto ya es una
tematización excesiva. ¿Es posible que Montaigne temiera fati
garse? Más bien creo que se trata de la única estrategia posible
para sacar a la luz nuestra tácita «posesión del vivir».
Montaigne saca partido de esa edad de oro que tuvo lugar
poco antes de todas las regulaciones modernas, cuando los
u s o s aún no se habían codificado, y, según él mismo confie
sa, no «clava» la lengua sino que la «pliega»; la m ism a época
precartesiana donde, como el dispositivo identitario de un yo-
sujeto — ego sum — aún no está acreditado, puede pintarse tan
to en un matiz como en una «mudanza». Pues ¿cuál es ese yo
que «pinta»? «No pinto el ser, pinto el tránsito», advertía, «no un
tránsito de un año a otro o, como se dice popularmente, cada
siete años, sino de un día a otro, minuto a minuto». Pero aquí la
palabra «tránsito» no nombra banalmente, en una mirada re
trospectiva y nostálgica, el flujo de la «vida» o del «tiempo» a
mayor o menor escala (ese sempiterno topos de lo efímero que
es también un lam ento trillado). Aquí, «tránsito» permite que
reaparezca el vivir en su m om ento mismo o, como dice M on
taigne, en su advenimiento: surgiendo en cuanto im prom ptu,
«ensayado», abandonando su condición implícita y liberándose
de lo que ordinariamente lo enmarca, lo recubre y lo am orti
gua. Montaigne confiesa incluso que pedía que lo levantaran
por la noche para experimentar el momento con mayor inten
sidad. En lo que concierne al vivir ¿acaso podemos sustraernos
jamás al aparte ?
11221
no «aconseja»). A la luz de lo cual, la desconfianza de Montaig
ne (o de Rousseau) frente a la filosofía solo puede ser, com o ya
anuncié, estratégica: para ambos autores se trata de deshacerse
del sistema filosófico para permitir que aparezca ese vivir más
elemental, más originario, que antecede a las construcciones
del pensamiento, y que no obstante no se deja reducir al viejo
mito filosófico (ontológico) de lo subyacente y de la substancia.
Si Montaigne o Rousseau dan la impresión de hablar de ellos
mismos, o de «peinarse», no es porque se interesen en ellos
mismos —a pesar de la doxa ramplona a que ha dado lugar su
obra—, sino porque solo en las redes de semejante «yo» puede
dejarse captar incidental y oblicuamente, al hilo de la evoca
ción, el infra del vivir (pues suele ser silencioso e inadvertido)
que la filosofía oblitera. De modo que, si la empresa no consiste
en este desvelamiento, es decir, en hacer que brote de nuevo el
agua viva de la profundidad de ese pozo y en buscar su arm o
nía, incurriremos inevitablemente en la falsa desenvoltura o en
la efusión simpática, de lo sub-filosófico, completamente incon
sistente, flatu s vocis. Una ramplonería que ni siquiera consigue
evitar Bergson cuando habla in fin e de «revivificación», que
«recalienta» e «ilumina» la vida.38
Pero es hora de preguntarse, tras plantear este distinguo,
quién ha sabido (podido) tratar el vivir (quién ha sabido re
coger, o más bien «registrar», como decía Montaigne) a ras de
una armonía fenoménica que no se quiere traicionar, evitando
que ese infra quede pues sepultado por las construcciones del
Sentido y de la Verdad. Seguramente no ha sido la filosofía, que
convierte todo lo que toca en una esencia —del «Ser» o de la
«vida verdadera»—, del mismo modo que Midas convierte en
oro todo lo que toca, y cuya tarea la acredita la utilidad de cosas
como la producción del conocimiento (que la ha convertido en
la base de la ciencia) o la institución de lo político. Pero tam po
co podrá ser el mensaje religioso, pues aunque haya promovido
la dimensión íntima, la ha orientado hacia la Vida eterna, tanto
enmarcándola en el credo como remitiéndola a una esperanza
38. Henri Bergson, La P e n sé ee tle M ouvanl, op. cit., pp. 1364y 1392.
(zóe aiónios, según san Juan: «Yo soy la vía, la verdad, la vida»)
Cualquiera estará de acuerdo en que «vivir» es lo que más nos
importa, sin embargo... Sin embargo, entre la ciencia y la reli
gión, entre el Progreso de la una y la Salud de la otra y, sobre
todo, en el entrecruzamiento de ambas, por el que la teología se
erige en saber deductivo y la ciencia en mesianismo de un nue
vo género, ¿qué lugar nos ha quedado en Europa para acoger
el vivir? ¿Acaso deberíamos abandonar el vivir a la conciencia
primitiva (la de lo pre-filosófico)l ¿Deberíamos dejar que los sa
beres de la vida lo sepultaran (y en consecuencia lo acallaran)?
No bastará con manifestar desdén (justificado, por lo de
más) hacia el auge del «desarrollo personal», del coaching y
otras cosas similares; ni siquiera con alarmarse (sin duda jus
tificadamente) al ver cómo, en las librerías de toda Europa, los
estantes se llenan de un nuevo vitalismo, de contenido mani
fiestamente estúpido, que reduce el espacio que antes ocupa
ban los libros de filosofía (lo he comprobado en las librerías ge
nerales, tanto en Hamburgo o Milán como en París). Tampoco
basta con constatar que la fe en lo Eterno pierde predicamento,
a pesar de que un día alumbró nuestra aspiración a vivir la vida
verdadera, puesto que cada vez somos más reticentes tanto al
gran Aplazamiento (en el Más Allá) como a la afirmación dog
mática de cualquier gran Relato o mythos único. Frente a esta
transformación, que se produjo silenciosa pero globalmente,
la filosofía se ve llamada una vez más a intervenir. Finalmente
está obligada a salir del bosque, de la comodidad de su histo
ria: a reconsiderar la tradicional división del discurso y de los
papeles, a repensar sobre todo su propia condición de posibili
dad, e incluso de necesidad, o aunque solo sea de utilidad, pues
también ella puede desaparecer... Yo diría que no puede seguir
de brazos cruzados, convencida de encarnar el racionalismo y
desentendiéndose de lo que la amenaza.
De modo que será necesario empezar mostrando estas riva
lidades, y repensando detenidamente las pertinencias. La filo
sofía está invitada pues a ocuparse una vez más de la relación
que m antiene con lo Otro. No solo con sus adversarios meno
res: la sofística y la retórica, que redujo al silencio o metió en
cintura hábilmente; ni siquiera con su gran adversario, la re
ligión, rival ostensible pero también secreta aliada, con quien
las divisiones territoriales se establecieron hace mucho tiempo.
La filosofía debe hacer frente sobre todo a la relación con un
adversario incómodo —puesto que es un otro que no es otro—,
de contornos indefinibles y que nunca le planta cara, o que la fi
losofía cree (o finge creer) haber destronado hace mucho tiem
po y relegado a una suerte de arcaísmo o de buen sentido casi
inútil, un adversario cuyo nombre mismo hemos heredado en
forma de pretencioso y degradado vestigio: la «sabiduría». Sin
embargo la «sabiduría», tan desdeñada hoy como m agnifica
da antaño, no desaparece. ¿De dónde procede su tenacidad y
su capacidad de resistencia? ¿Acaso no se debe su fuerza a que
ha sido la única que sigue ocupándose del vivir que la filosofía
abandonó? ¿No deberá su fuerza precisamente a que lo infra-
filosófico se mezcla con lo pre-filosófico? E incluso cabría decir
que, en el caso de lo que inevitablemente tendremos que llamar
la «sabiduría de Montaigne» (a falta de otro término y como úl
timo recurso), esta depende exclusivamente de lo zn/ra-filosófi-
co: es decir, de lo que habitualmente oculta la construcción del
discurso, y que, no obstante, no tiene nada de «retrasado» (una
supuesta infancia del pensamiento).
Por lo demás, que actualmente el mercado del «desarrollo
personal» —vástago moderno de lo que perm anece im pensa
do— pueda aumentar con tanta facilidad prodigando no-libros,
que el despliegue de su bazar exótico no encuentre obstáculos,
es también un síntoma de que en Europa se ha dejado baldío
el terreno entre la salud y la espiritualidad; y de que el pensa
miento del vivir no ha encontrado en esa tierra la posibilidad de
crecer, o cuando menos de hacerse valer. ¿Acaso Montaigne no
sigue siendo inclasificable? Entonces nos damos cuenta de que
la filosofía no puede evitar exclamarse al volver a ese antiguo
término, tan vago, de «sabiduría», sin noción propia, inconsis
tente y ampuloso, y advertir que ya no es posible desvincularlo
de la perogrullada, pues resulta efectivamente vacío y sin duda
caduco. Pero para prescindir completamente de la «sabiduría»,
la filosofía tendría que sacar a la luz su propia relación con el
11251
infra y preguntarse cómo puede convertirse tanto en una fi
losofía del «vivir» como de la «vida», en Lebensphilosophie, un
térm ino alemán que no diferencia entre ambas cosas. Si no
quiere desaparecer y se aferra a su herramienta, el concepto, la
filosofía deberá empezar por reconsiderar con mayor detalle la
incompatibilidad declarada, e incluso la guerra abierta, según
parece, entre esas dos realidades en las antípodas: el vivir y el
«concepto».
11271
constituye el «elemento» primero, o el medio, no solo de cual
quier conocimiento, sino sobre todo de la menor actividad po
sible. Y, dada su implicación implícita, constituye la vía de ac
ceso, o la abertura inicial, siempre requerida, a través de la que
el vivir se despliega y se efectúa en nosotros (nos sirve pues de
Lebensverstandnis). Vivir solo es posible merced a la adherencia
(al infra) en que soy desde un principio, y que no cuestiono: «sin
la creencia, no podríamos cruzar el umbral de la puerta, ni sen
tarnos a la mesa, o echarnos en la cama».40
Pero lo cierto es que, una vez planteado el término de la
«creencia», Jacobi empieza a dar palos de ciego. Para empezar
¿cómo conviene abordar esa condición previa del infra ? ¿Qué
punto de vista es más adecuado, el de la «sensación» o el del
«sentimiento», el del Empfindung o el del Gefühl? En un caso, se
nos inscribirá de antemano entre los sensualistas; y en el otro
se nos acusará inmediatamente del sentimentalismo espiri
tualista y entusiasta, exaltado, de la Schwarmerei. Como ine
vitablemente se nos inscribirá en uno u otro lado, lo primero
que habrá que hacer es desarticular esta bifurcación impuesta.
Pero ¿hacia dónde dirigirse? Para señalar ese lugar originario
¿estamos obligados a llamarlo «sentimiento del Ser» para evitar
recurrir inevitablemente al orden de la representación y de lo
reflexivo? ¿O bien deberíamos llamarlo, en el lenguaje de Kant,
«apercepción trascendental», para poder señalar su condición
de principio unitario (que precede a priori a los datos de la intui
ción)? El término de «axioma» sería más común, más cómodo,
pero ya se sabe que implica una discursividad demostrativa de
la que hay que desmarcarse, dada su cualidad de indemostra
ble; «presupuesto» ( Voraussetzung ) pertenece demasiado a lo
lógico (a lo «tético»); pero hablar de «imperativo» («de lo Verda
dero», Weisung) ¿no peca acaso de lo contrario, de un exceso de
misticismo? Todas estas palabras, que se han ido fraguando a
lo largo de siglos de racionalismo, traicionan el vivir. Será nece
sario reelaborarlas mal que bien, pulir sus aristas o remitirnos
40. Fried rich H einrich Jacobi, D avid Hum e iiber den G lauben oder ¡dealism u s und
R ealism us, op. cit., p. 191.
a su etimología para forzarlas a desviarse de su uso (de hecho,
para desviarlas de su desviación): será necesario, pues, conse
guir mostrar en la Vernunft, la «razón» triunfante, el vernehm en
de una percepción más originaria, pero sepultada y olvidada
d esd e hace mucho tiempo.
Jacobi oscila entre la filosofía y la religión: puesto que lo que
quiere señalar no es el intersticio ni la raíz común de ambas,
sino lo previo, lo originario o el infra, inevitablemente parece
vacilar. Se trata de un titubeo filosófico que evidencia que no es
filósofo... Efectivamente, se aferra apresuradamente a un clavo
ardiendo, a cualquier cosa que le permita apoyarse o adherirse,
va sea el empirismo radical de unos (Hume y la evidencia sen
sible) o la ontología espiritualista de otros (Leibniz y las «ver
dades primitivas de hecho» de su cogito revisado y corregido).
Pero ¿qué más podía hacer Jacobi? Solo podía intentar torpe
mente sacar a la luz, a través del pensamiento y del lenguaje,
ese infra del vivir, hecho de adhesión más que de conocimiento,
pero que los siglos de filosofía sepultaron bajo el edificio espe
culativo. Porque no es posible salir del balbuceo cuando trata
mos de captar esa actividad constante del vivir que nos permite
simultáneamente, con un solo movimiento, fiarn os del mundo,
antes de cualquiera de nuestras categorizaciones. Al comienzo
de Lo visible y lo invisible, Merleau-Ponty también duda, y bus
ca las palabras adecuadas. Tampoco él puede hacer otra cosa
que aludir a una «fe perceptiva» que «es común al hombre c o
rriente y al filósofo, tan pronto como abren los ojos». Pues esa fe
perceptiva remite «a unos cimientos profundos de "opiniones”
mudas implicadas en nuestra vida». Merleau-Ponty añade al
margen: «Hay que precisar la noción de fe. No se trata de la fe en
el sentido de decisión sino en el sentido de lo que se encuentra
antes de cualquier posición y [?]». Es una nota inacabada o, para
ser más exactos, inacabable, pues ¿cómo proseguir?
Jacobi tal vez se equivocó al querer dar cabida a esta eviden
cia tácita del vivir —esa evidencia que implica el vivir mismo,
de la que tenemos constancia sin argumento posible, que re
sulta «convincente» de antemano— en el seno de una panoplia
filosófica cuya primera ambición evidente (la de la «Ilustra-
ción») es precisamente esclarecerlo todo y erradicar lo implí
cito. ¿No era un propósito contradictorio? Él mismo lo señaló:
semejante «sentimiento» (del vivir) solo puede mencionarse.
Tal vez debería haberse limitado deliberadamente al mero re
gistro y haber escapado a la esclerosis del concepto mediante
la variación continua («ensayada»), es decir, haber recurrido
a la estrategia a la que se atuvo prudentemente Montaigne. La
empresa de Jacobi ¿no estaba condenada de antemano al fraca
so? Aunque hay que admitir que sus embestidas sin ton ni son
tuvieron consecuencias e incluso produjeron un efecto asom
broso: efectivamente resultaron molestas. Fichte prometió en
diversas ocasiones responder a la Carta donde Jacobi discutía
con él, pero jam ás lo hizo: le resultaba tan complicada de refu
tar que prefirió abstenerse de la refutación.
Asimismo, Kant se vio obligado a realizar ese largo rodeo
que es la Crítica d el juicio, una suerte de superación de las dos
anteriores, para protegerse de lo que percibía en Jacobi como
la am enaza del irracionalismo. Más exactamente, con la Críti
ca del ju icio se vio obligado a hacer dos cosas. Por una parte,
concebir un nuevo tipo de racionalidad, que ya no tendiera al
conocimiento (del juicio «reflexionante»); y, por otra parte, uti
lizar de un modo nuevo lo que seguía siendo un concepto, el de
la «finalidad», aunque distinto a todos los demás (porque no era
un concepto del entendimiento), que una vez más permitiera
fundar una nueva (¿la última?) teleología de la Creación. Pero,
de pronto, Kant vuelve al pensamiento de la vida, e incluso de
la «vida verdadera», al trasladar el orden causal de la naturaleza
al «reino de los fines» que emerge de todo lo condicionado y del
que el hombre es «el fin último»: el vivir, en su mero adveni
miento e independencia, en su inocencia, vuelve a escapársele.
Lo mismo ocurre en Hegel, que realiza uno de los mayores es
fuerzos teóricos para plantarle cara a Jacobi, y desemboca en
la tesis central de todo su sistema que debe regular de una vez
por todas la diferencia entre la vida y el concepto: la vida ya no
solo no será exterior al concepto, sino que el concepto mismo
incorporará la estructura de la vida.
11301
6
11311
del concepto, reelabora radicalmente su procedimiento, comí
efectivamente hace Hegel, el asunto no está zanjado de ante
mano: al enfrentarse al relato de toda una historia, Hegel (ei
la F en om en ología del espíritu ) es, desde mi punto de vista, e
primer filósofo que intenta recuperar el pensamiento del vivir i
inscribirlo en el seno de la filosofía.
Ya hemos dicho que vivir consiste en ese pasar a lo opuesto
en descoincidir con uno mismo o hurtarse constantemente a 1¡
identidad: consiste pues en desmantelar el principio de identi
dad en el que se basa a su vez el principio de no contradicción
Pero pensemos la vida entre los siguientes dos polos: entre, po
una parte, lo que Hegel denomina lo unitario (o, en sus térnii
nos, la «infinitud» o la «fluidez» o el «en sí» o el «médium simpli
y universal» o la capacidad de «mantenerse igual a sí mismo»
etc.);41 y, por el otro, frente a este polo, la escisión (es decir 1;
«individualidad», el «para sí», las diversas «partes», las «figu
ras autónomas», etc.). Confrontemos lo plural a lo singular. ¿Di
dónde puede provenir el movimiento de la vida que se pro
duce entre ellos y su alteración constante? Hegel sostiene qui
comprendemos lo que hace que la vida sea vida, que merezc;
ese nombre, en su continua actividad, cuando advertimos qui
cada uno de los términos, cualesquiera sean, en vez de cerrarse
en sí mismos, se revelan «en su contrario» (aber... ebenso sirve
aquí, dada su inversión sistemática, de articulación lógica). Así
el «para sí» de las figuras autónomas es asimismo inmediata
mente el de su opuesto, su «reflexión» en la unidad; y, del mis
mo modo, esta «unidad» es también la «escisión» en las figura.1
que se aíslan.
Si exam inam os más de cerca este movimiento desarrollad'
en etapas («movimiento» que, de acuerdo con la etimología, e^
también «momento»), podemos añadir que si la «fluidez simpk
y universal» es el «en sí» y la diferencia de las «figuras» es 1(
opuesto, ese «en sí» de la fluidez se convierte a su vez, a tra
vés de las diferencias, en el otro. Que un polo se revele perfec-
41. Friedrich Hegel, P henom enologie des Geistes, cap. IV, «Die W ahrheit der Gewis
sh e itse in erS elb st», op. cit., p. 122-125.
11321
tamente en su contrario constituye la auténtica «Revelación»,
y no es posible esperar otra; y que en ese mismo momento se
encuentre llamado a volver a sí mismo para poder convertirse
en él mismo es lo que le im prim e m ovim iento (el movimiento
inherente a la vida). Se desmantela así la unilateralidad en la
que se congelaba el conocimiento (la del «entendimiento»); y
al mismo tiempo se desbordan las fronteras de la esencia, en
claustrada en sus determinaciones, bajo la que el pensamiento
del vivirse había perdido hasta entonces.
Hegel muestra que lo que hace que la vida sea vida, que con
sista en el paso incesante a lo opuesto, es que, en cuanto el pen
samiento separa dos polos, cada uno de ellos no p erm anece en
sí sino que «pone» al mismo tiempo a su opuesto en sí mismo;
y en consecuencia los términos no dejan de intercambiar entre
ellos sus determinaciones, suprimiéndolas al mismo tiempo
que conservándolas, y en este movimiento se produce su supe
ración (es el movimiento de la Auflieben). Así, aunque el primer
momento sea el de las figuras diversas que se sostienen por sí
mismas y se separan de la substancia unitaria, este momento
es simultáneamente la «represión» ( Unterdriickung ) de aquello
de lo que proceden, por ejemplo de ese otro que son también
(aunque tales diferencias «no tengan persistencia en cuanto a
sí en ese médium universal»). Asimismo, un segundo momento
se sigue necesariamente, el del «sometimiento» ( Unterwerfung )
de las diferencias en su opuesto: este «infinito» de la diferencia
reprimida, que se va renovando incesantemente y donde las fi
guras se disuelven en un proceso unitario, alterándose sin tre
gua, es la vida.
Efectivamente, la pretensión de someter la vida a la d ialéc
tica supuso el proceso que conocem os: Kierkegaard replica
que «no es posible un sistema de la existencia». O bien, pode
mos reconocer que, como el despliegue de este movimiento
infinito se produce a partir de sí mismo, puede describir un
curso considerado en su generalidad y su regularidad, que
mimetiza la ley de la naturaleza y del afuera de la concien
cia: en el sistema hegeliano prima la abstracción, a la que
habrá que asignar alguna materialidad para que resulte útil
a la historia. Pero ¿qué permite esclarecer este sistema, me
diante el despliegue de negaciones y de inversiones, del vivii
individual, personal, siempre incoativo, de un sujeto que si
proyecta constantemente delante de sí, y se abre aventurada
mente a otro posible, en suma, que se ensaya sin tregua? ¿QUt
permite esclarecer de lo que hemos denominado desde He
gel (y precisamente contra su sistema) como la impredecibh
«existencia»?
Desde mi punto de vista, la concepción hegeliana de la vid;!
como flujo universal, cuyo «círculo» se satisface sistemática
mente mediante la contraposición de los sucesivos momentos
que «giran sobre su eje», no es lo más rescatable. En cambio, s,
lo es la idea de que la inversión de un polo en su contrario
asimismo una inversión en sí mismo ( Verskehtheit, que signifi
ca tanto contrasentido como absurdo, y no solo Verkehrung), es
decir, la idea de que la contradicción no es una deficiencia sinc
un elemento motor de lo vivo en cuanto tal, das Lebenalsleben
diges. Esa es la lección que conviene recordar, sobre todo en h
que se refiere al sujeto y a su devenir íntimo; una lección tant<
más ventajosa en la medida en que no apunta a la moral.
Porque, al menos si considero la secuencia al margen di
la finalidad a la que Hegel no fue capaz de sustraerse, lo qui
predomina es una superación por alteración que se debe a la
imposibilidad de permanecer ( Unruhe ); y que obliga a avanzar
inventa un nuevo presente dada la insatisfacción que supom
todo estado, que muy pronto se experimenta como mortal. Di
acuerdo con Hegel, pues, vivir se definiría como el rechazo ;
mantenerse en el mismo punto, sea cual sea, o de apoyarse ei
uno mismo. Lo que se nos muestra, radicalizando la contradic
ción, es pues que lo uno debe pasar a lo otro para ser él mis
mo, o «convertirse él mismo en otro». Que la vida se concib;
como ese todo que «se desarrolla» y «disuelve su desarrollo», \
«se conserva en ese movimiento», como concluye Hegel, es h
que describe el vivir en la tenaz capacidad de emergencia qui
extrae de sí mismo: en su envite constante, o su emergencia, in
cluso antes de que se plantee un Sentido, un telos, que proyect(
hacia delante.
11341
Por otra parte, que la vida sea «el reposo de lo mismo como
infinitud absolutamente sin reposo» permite dejar de separar el
reposo y el movimiento en dos mundos o dos reinos opuestos,
como lo hacía hasta entonces la ideología de la modernidad.
Recordemos que Pascal establecía por una parte el m ovim ien
to de la «agitación», y por otra, el «Cielo», el reposo al que aspira
el alma. Pero aquí se cruzan finalmente el movimiento y el re
poso, y «caen uno en el otro» [ineinander fallen ) para producir
una tensión interna, viviente y constantemente dinamizadora.
V esto es fundamentalmente lo que nos aporta Hegel. Porque es
cierto que ningún concepto nos permite pensar el vivir de un
modo satisfactorio. Pero cuando un concepto, cualquier con
cepto, ya no se satisface a sí mismo sino que apela a su otro,
permite finalmente captar algo del vivir en vez de hallarse en
el vacío: porque vivir es precisamente pasar a lo otro. De modo
que, aunque vivir no pueda esclarecerse a partir de un concep
to (lo que podría convencernos de la incapacidad irremediable
del concepto y obligarnos a renunciar a la comprensión filosófi
ca del vivir, condenándonos a una no-filosofía), sí es posible es
clarecer el vivir en el movimiento que origina la contraposición
de dos conceptos que se contradicen, como cuando se frotan
dos piedras; en ese movimiento puede surgir una filo so fía del
vivir.
11351
el entre en vez de la finalidad, la tensión que mantiene el mo
vimiento y no la tentación de un término o sentido proyectadí
(cap. III). Para entrar en una filosofía del vivir sería necesario
simultánea y paralelamente, unir cada término del que nos sir
viéramos a su contrario. Es decir, hacer hablar sin tregua a 1;
contradicción confrontando los opuestos.
La contradicción se renueva en cada nueva etapa. Se trat;
pues de renunciar al aplazamiento para evitar que se malogn
la ocasión, y, al mismo tiempo, de saber diferir para permitii
que madure por sí mismo ese momento favorable (I); o de dai
su oportunidad simultáneamente a la coincidencia y a la des
coin ciden cia, apoyarse en la evidencia pero abrirla asimism<
al abismo sin fondo, y distinguir una propiedad del vivir en esa
desapropiación (II); o incluso de retroceder hasta lo indiferen
c ia d o de las diferencias hasta su máxima ambigüedad, equiva
lencia y permutación, al mismo tiempo que acompañar la me
nor diferen cia en su desarrollo para no perder lo que, por con
traste, esta puede aportar de intensidad (III). Es necesario hacer
dos cosas simultáneamente: evitar llevar la confrontación a la
paradoja; pero mantenerse justo en el punto de tensión donde
un térm ino reclama su contrario para no quedar encerrado en
sí mismo, malogrando así el vivir por efecto de la unilateralidad
y la rigidez que impone el concepto.
Una vez comprendido el movimiento esclarecedor de la con
tradicción, el único que procura una luz interior y que ya no
aguarda la Luz o la Revelación exteriores, podrá captarse el vi
vir en la red que tejen todos estos contrarios. El vivir no es ex
terior al concepto; simplemente desborda toda reducción a un
concepto que lo congela en un único lado. Dicho de otro modo:
cada uno de estos conceptos resulta pertinente siempre que
no perdamos de vista que su contrario también es pertinente;
y que solo de forma siempre singular puede producirse la co
herencia que m antien e vivo. Si observamos los conceptos más
importantes, vemos que la exclusión de su opuesto, que a veces
incluso se ignora, los ha fosilizado. Entonces dudamos de que
la in m an en cia (como la trascendencia ) pueda ser útil, sirva para
pensar, puesto que el antagonismo, fosilizado, ha convertido en
estériles esos conceptos: en el museo de la filosofía la in m an en
cia despierta inmediatamente la sospecha frente a la trascen
dencia. Pero, en vez de mantenerlas en una exclusión mutua, el
vivirse comprende precisamente a partir de la unión de las dos
(infra, I). La n orm alid ad de la vida no es falsa si somos capaces
de abrirla, activarla y compensarla al mismo tiempo, mediante
eso que yo denominaré por oposición a la desviación (II). In
cluso el conocim iento puede recobrar todos sus derechos para
definir nuestra relación de seres vivos con el mundo si dejamos
aparecer frente al vivir la connivencia como el contrario del que
se diferencia sin separarse enteramente (III). Si nos atenemos a
estas líneas de tensión es posible dar comienzo a una represen
tación filosófica del vivir.
Esa es la banalidad de nuestra modernidad, que aún no se
ha agotado: contra toda supuesta trascendencia, un pensa
miento del vivir solo se ha conquistado, o solo se ha arrebatado,
afirmando decididamente su inmanencia (la in m anen cia es el
concepto polémico que liberó la vida). El vivir solo puede abor
darse como tal, o solo puede hacerse consciente de sí, cuando
comprendemos, es decir, cuando dejamos de temer admitir,
que el vivir procede únicamente de sí mismo, no remite a nada
más, ni debe invocar ninguna causa o fundamento exterior; el
vivir no supone la intervención de otro plan, es decir, no su
pone la intervención de ningún «plan» estrictamente hablan
do; o —como se decía en griego, aunque sea tan difícil evitar la
abstracción— tiene su «principio en sí» (enuparchon ). Motivo
que, al menos cuando no se profundiza, cree haber entendido
la filosofía imponiéndose a la religión, y ese proceso deja en
tonces de tener sentido: toda trascendencia que aislemos, o que
separemos, sepulta el vivir y lo oculta.
No obstante, no se deslegitima la trascendencia. Se trata de
una noción irrenunciable, no por nostalgia metafísica, sino
porque el vivir no soporta la univocidad: solo comprende su
autodespliegue en cuanto es también activación y superación.
Cuando la trascendencia no se constituye exteriormente al
proceso desencadenado, que ya no pertenece al orden del plan
sino de la emanación, la inmanencia misma solo puede afir
marse trascendiéndose a sí misma. Ello es evidente en la vida
biológica, que no deja de trascender tanto sus estructuras como
sus resultados: la enfermedad y la degeneración son la pérdida
de esta «audacia» que lleva a dejar siempre atrás. Y, sobre todo
la trascendencia permite calificar el vivir humano —que com o
«existencia» se diferencia de la vida natural— como la capaci
dad de no reposar en sí, de desprenderse de su estado, de supe
rar los límites, de proyectarse, de emerger.
Nietzsche, que tanto se esforzó por liberar la inmanencia
denunciando la ilusión de los otros mundos, tampoco renun
ció a la trascendencia. El abandono del «Más allá» no supone
una renuncia al más allá de uno mismo: luchar y sobreponerse
{uberw inden, en respuesta a la superación, aafh eben , de Hegel).
En Así h a b ló Zaratustra, pone en boca de la vida las siguientes
palabras: «Yo soy lo que está obligado a sobreponerse a sí mis
mo infinitamente».4- Incluso podría decirse que cuanto más
decididos estamos a librarnos de la trascendencia heredada
de la moral decretada, más necesario es imponerse a uno mis
mo la disciplina interior, para activarse a partir de uno mismo,
es decir, de la propia capacidad: todo Nietzsche se sostiene en
esta ecuación. Cuanto menos aceptemos la autoridad, más ne
cesario es crearse exigencias que obligarse a cumplir. Y además
hay que comprender que esta forma de sobreponerse se opo
ne a la finalidad: esta trascendencia solo se despliega de forma
inmanente, o mejor dicho solo despliega su capacidad de in
m anencia (traduciéndose en «fuerza») cuando tiende simple
mente a desvincular la vitalidad de su camino, para llevarla a
transgredir su límite y, mediante esta confrontación, a «subli
marse» (sich sublim ieren es el término nietzscheano): el méri
to del superhombre, del artista del yo, es conseguir realizar su
obra renunciando a la ficción de una finalidad. Lo cual, para
evitar incurrir en una nueva mitología (un peligro en el caso de
Nietzsche) puede (debe) leerse fenomenológicamente y como
una forma de estar ordinaria (no como una experiencia aparte,
42. F ried rich N ietzsche, Also sprach Zarathustra, «Von der Selbstüberwindung».
[Trad. cast.: A s í h a b ló Zaratustra. Madrid: Alianza, 2011.]
por ejemplo la de la angustia).43 Porque el «ir más allá» propio
de esta trascendencia (Heidegger habla de hincius geheri) se e n
cuentra de hecho en la estructura del «ser ahí» del hombre; y
funda su subjetividad al inscribirlo precisamente en esa em er
gencia.44 De modo que ese «hacia» (zu ) de la abertura hacia la
que el hombre se dirige, lejos de conducir a algún lugar exterior
o separado del mundo, da acceso al ser «en medio» del mundo.
11411
sentir de nuevo la desviación abierta no es tanto la norma si
lenciosa y constante de lo normal, como la más ambiciosa de lo
normativo: nos permite captar nítidamente la separación entre
las dos. Porque es precisamente la normalidad corriente de mi
vida la que termina oscureciendo la capacidad normativa. Di
cho de otro modo, la desviación conduce momentáneamente
a poner en peligro la normalidad, juega con fuego para que la
normatividad de lo vital vuelva a ser efectiva; y sobre todo para
intensificar la polaridad que permite un nuevo desplazamien
to, gracias a la negatividad surgida de la situación: de modo que
se produce así, objetiva y coercitivamente (precisamente por
que se trata de un yo-sujeto que puede sentirse desamparado)
una desestructuración y reestructuración interior.
No se trata de buscar la ocasión de disiparse sino de reac
tivarse: la desviación permite arrojar luz y resurgir, como una
opción posible, aquello que la lasitud de la vida establecida ya
no permitía percibir. De modo que lo que está en juego en las
astucias de la Desviación es lo mismo que en las de la Razón
(astucia alude a la estrategia que nos distancia de la moral).
Ambas interpretan como atracción del placer, más seductor
cuanto más prohibido, lo que depende de hecho de una lógica
del vivir, que no obstante ya no encuentra en el Arte ni en la
fiesta motivos de satisfacción: lo que se produce es una reacti
vación de la vitalidad, incluso aunque sea a través del disgusto.
Así pues, se presenta como Deseo lo que es una forma de volver
a poner el tiempo en tensión para sacarlo de su curso aqu ieta
do. Pero es más duro reconocer la economía de esta lógica, que
confesar la extravagancia del placer.
Canguilhem también señaló que, a pesar de la desconfian
za que inevitablemente suscita todo vitalismo, no desaparece:
«vitalidad del vitalismo» escribió el autor. Pues es inevitable
constatar que el m ecanism o contrario, aunque afianza pro
gresivamente sus posiciones, no consigue desterrarlo del todo
(¿de dónde viene entonces esa capacidad de resistencia?). Se
sigue recurriendo al vitalismo, aunque no resulte más convin
cente que cualquier indeterminismo, puesto que apela a no
ciones irremediablemente im precisas e injustificables desde
11421
el punto de vista de la ciencia (el im p etu m facien s o el «princi
pio vital», etc.), e incluso a pesar de que en m uchas ocasiones
se haya puesto al servicio de las ideologías más reaccionarias.
Y si en vez de desembarazarnos del vitalismo seguim os re c u
rriendo a él, no es por lo que aporta de conocim iento sino por
lo que introduce de reapertura n ecesaria o de desenclaustra-
miento: el vitalismo impide que su opuesto (mecanicista) nos
hunda en una parcialidad que consiste, como ya se ha dicho,
en «explicar la vida sin la vida». Frente a la reducción que im
pone la explicación causalista, vivir implica apelar a un c o n
cepto de «exuberancia» —íntim am ente asociado al de d esv ia
ción — que trasciende la norma. Cuando el vitalismo alude al
«encanto» del mal frente a cualquier «terreno que se agota»,
incluso en Nietzsche, se quiere señalar la capacidad de esti
mulación que introduce lo negativo, como si fuera una e sp e
cie de levadura de lo real.46 A la afirmación jovial (generosa) de
los «malos» le corresponde «reavivar» (pues ellos son los «ins
trumentos») lo que la moral puramente reactiva de los «bue
nos» desactiva... Una vez más el vitalismo resulta sospechoso,
no obstante lo cual vale por lo que denuncia, algo que en este
caso alude al vivir colectivo y tiene una dim ensión política:
que la normalidad, sin desviación, termina desem bocando en
una forma de desviación; y que es necesario apelar a su otro
no por afán de tolerancia sino para fomentar el desarrollo.
<)
46. Friedrich Nietzsche, Die Fróliliche Wissenschaft, I, § 4. (Trad. cast.: La gaya cien
cia. Barcelona: Círculo de lectores, 2002.]
como si fuera un fin en sí mismo, como si fuera una actividad
gratuita. Cuando el conocimiento se concibe de ese modo, ya
se ha desgajado de la vida. Se desentiende de lo que yo llamaré,
por oposición, la connivencia, que alude a un saber tácito, n0
demasiado reflexivo ni explicable, el cual establece vínculos te
naces e íntimos. Si lo contrario del conocimiento es la ignoran
cia, aquello que lo contradice es esta connivencia, connivere :
entenderse con un guiño.'
El conocimiento aísla una «naturaleza» y la objetualiza, or
ganiza metódicamente su progresión, elabora herramientas
de abstracción, produce nociones y construye mediaciones,
equipara los espacios, y proyecta un tiempo igual y planifica
do; desarrolla un discurso argumentado que promueve tanto
las condiciones de la ciencia como de lo político. Pero ¿acaso
ese es el único saber? El vivir supone una forma de inteligen
cia o, mejor aún, de «armonía» que se teje cotidianamente sin
pensar apenas —incluso sin pensar apenas en pensar acerca de
ella—, una armonía que, en vez de separar, vincula. De modo
que el conocim iento solo es una de las dos caras, la iluminada,
que no obstante solo es posible gracias a su reverso, al que está
adherida. La otra cara es la de un saber sombrío, que perma
nece integrado en un medio, que no se abstrae del paisaje, ni
se pretende al margen del condicionamiento, que no separa la
teoría de la práctica, ni separa al «yo» del mundo, que se sus
trae a cualquier exposición posible. La otra cara corresponde
al saber del infra: el mismo al que Jacobi denominó, con poca
fortuna, la «creencia».
La connivencia es ese saber del infra y de lo implícito donde
los vínculos no se han quebrado. El bebé que toma el pecho o
descansa en el regazo de su madre prácticamente solo posee
ese saber. Luego, con la escolarización, con el aprendizaje de
la escritura uniformadora y la distribución del saber en disci
plinas, los objetos se perfilan y se aíslan, y se diferencian los
planos entre los cuales la razón debe establecer relaciones: ese
saber de la connivencia queda recubierto a partir del momen
11491
conquistarlo? Si vivir es nuestra inmediatez, y además contiene
toda posibilidad, es el fondo o la fuente, pero no podemos ac
ceder inmediatamente a esa inmediatez, entonces ¿qué medio
(o mediación) puede ayudarnos a conseguirlo? Y asimismo: si
accedem os efectivamente al vivir, ya no será necesario seguir
preguntándose «cómo» vivir. Si considero pues que vivir es un
concepto estratégico, más que un producto de la moral, es por
que vivir tiene que ver con una forma de obtención (captación),
y la consecuencia de algunas condiciones es del orden del re
sultado; porque se trata de sortear una dificultad insalvable; y
porque lo que está en juego no son los «valores», como se suele
decir, sino el éxito o el fracaso, aunque sin duda se trata de un
éxito que no tiene nada que ver con «el éxito en la vida», el eslo
gan más comercial de la subfilosofía.
La primera solución, la más radical, para crear el anhelado
distanciamiento, es la de Platón, la duplicación. Se trata, como
hemos visto, de desgajar la «vida verdadera» del vivir: puesto
que la inmediatez del vivir parece inasible, erigimos un «más
allá», m eta (el m eta de la metafísica) que sea «estable» finalmen
te ( b eb aios ) y haga las veces de «mira» (skopos ). Como el vivir es
inmediatez y, por ello, no disponemos de la distancia necesaria
para conquistarlo, bastará con disociar cómodamente del vivir
la vida verdadera (alethes bios ) y proyectarla en el plano del Ser
o del absoluto, convirtiendo el vivir evanescente de aquí y aho
ra en una mera «imagen» pálida, un reflejo defectuoso. De este
modo, el v iv irse divide violentamente en dos: esta vida de aquí
es «un sueño»; la única vida «lúcida», la única realidad, es la
vida de allá («Allí»). Esta vida de aquí, en su inmediatez, es in-
constante-inconsistencia: es puramente metabólica, se limita a
la fastidiosa repetición de lo mismo, condena a la quietud y no
progresa jam ás. La vida de allí, distante, que nos asigna un ca
m ino infinito que recorrer, es aquella que nos permite avanzar
con entusiasmo, como viajeros impacientes por llegar a puerto
[La república, VI-VI1).
Como sabemos, Platón tuvo que empuñar el hacha para
abrir camino. Pero no lo hizo por hastío vital, como cabría sos
pechar, ni movido por alguna forma de resentimiento oscuro,
o por alguna aversión enfermiza, sino que abordó la tarea de
forma lógica: esto nos confunde y nos obliga a restaurar la «se
paración» (chorism os ) (a reunir el coraje de las grandes opera
ciones quirúrgicas, esas donde dudar es sumamente peligro
so). Sin embargo, ¿no estamos hartos de vivir en la penumbra y
las medias tintas, sin guía, sin saber cómo orientarnos? ¿No es
tamos hartos de contar solo con la moral heredada? Saquemos
la «verdadera vida» del vivir aparente, porque es tan diverso,
ambiguo, contingente, inconsistente, incoativo, incoherente,
que solo puede esbozarse o «ensayarse». Reservemos una «vida
verdadera» cuya unicidad esencial y solidez se deba tan solo al
concepto, del que obtiene la perennidad de lo pensable: solo la
vida verdadera puede fundarse en principios, solo ella puede
«atañer» finalmente al «ser» y romper violentamente con las
apariencias. «Planteemos» esa vida verdadera como el propósi
to de la otra, y así podremos entregarnos al mismo tiempo a la
abstracción, para alejarnos de esta vida de aquí, y a la medita
ción: entonces, la vida aparente será solo un medio de alcanzar
la otra, proyectaremos en el horizonte una vida beatífica a la
que finalmente desearemos acceder.
Pues lo importante no es tanto que sea posible elevarse a esa
vida (¿acaso es posible asimilarse hasta tal punto a lo divino?),
sino que la aproximación, y sobre todo la distancia, estén orga
nizadas: que la finalidad, gracias a ese distanciamiento, sea po
sible. De modo que Platón sacrifica la inmediatez del vivir para
planificar su condición de acceso. El «con vistas a» intelectua-
lista de los griegos (en eka + genitivo) es la gran articulación que
permite estructurar la vida en este sentido, al dividirla. Y así,
todo «lo que es» se divide en dos: por una parte «lo que es en sí
y para sí» y, por otra, lo que «tiende siempre a otra cosa» (Filebo,
53d-e). Pero no solamente lo segundo depende de lo primero,
sino que ni siquiera posee valor o consistencia propias: el vivir,
sumido en el devenir, en la genesis, solo puede salvarse cuando
se inscribe en su finalidad.
La primera frase de la É tica a N icóm aco lo plantea, aunque
a m ínim a, como si se tratara de una banalidad (durante mu
cho tiempo así lo leí yo mismo, sin prestarle atención): «To-
11511
das las artes, todas las indagaciones metódicas del espíritu
lo mismo que todos nuestros actos y todas nuestras determi
naciones morales, tienen, al parecer, siempre por mira algún
bien que deseam os conseguir».48 Más tarde, llega un día en
que nos preguntam os si Aristóteles dudó al menos de todo
lo que él m ismo tuvo que presuponer y decidir para escribir
esas palabras. Las anuncia como quien se limita a resumir la
opinión com ún y como si fueran la base sobre la que cons
truir. Pero me pregunto si, al dar ese paso, sospechaba qué
umbral franqueaba en el vivir, abocándolo desde un princi
pio a la superación. ¿Acaso era consciente de la opción que
tomaba ante la vida, al inscribirla de antem ano en la finalidad
(la del ep h iesth a i griego, el ser que «tiende hacia»)? De pronto,
Aristóteles deja atrás el vivir : lo coloca en la órbita del Bien y lo
condena a la tutela de la moral.
Nada cam bia por más que distingamos entre las diversas
formas de «fin», entre las que consisten en «actividades» y las
que son «obras» distintas de las actividades, o entre las que son
subordinadas y las que las enm arcan y las sepultan, porque en
la cim a siempre se encuentra el fin de los fines, el «bien sobe
rano», a lia s la «felicidad». En cualquier caso, la verdadera vida
se encuentra m ás allá, en el horizonte, en la mira, después-, un
Después del que lo religioso se adueñó muy pronto para amue
blarlo, pero que ya Aristóteles (por poco religioso que fuera)
presupuso en la m ás insignificante de nuestras conductas. En
consecuencia, la verdadera vida está «en otra parte», «ausen
te», y vivimos esperando el cumplimiento del Fin. Pues sin un
fin, como ya decía Aristóteles, todo es «vano» (la palabra fa
tal: m ataios, M etafísica, 994b; Ética a Nicómaco, 1094a). Con
sideremos algo tan simple como pasear. Según Aristóteles es
evidente que el fin del paseo es la salud; de lo contrario, un
paseo sin propósito, que no sirve de nada, «no vale de nada»
(ya en el Gorgias, 468b). La verdadera vida se encuentra en este
Aplazamiento.
48. A ristóteles, M oral, a N icóm aco, trad. Patricio de Azcárate (Madrid: Espasa-
Calpe, 1992). (N. d é la t.)
Pero el vivir solo se experimenta a través de lo contrario:
cuando dejamos de buscar algo detrás: cuando liberamos el
vivir de la finalidad y dejamos que sea contemporáneo de sí
mismo; cuando evitamos el truco de tirar un palo para poder
correr tras él. En resumen, el vivir solo se experimenta cu an
do no se abandona su inmediatez, cuando nos mantenemos en
su «inocencia», es decir, cuando aceptamos su incompletitud:
solo cuando conseguimos pasear, no ya para favorecer la salud
o cualquier otra cosa, sino simplemente para pasear. Incluso
ese «para», aunque se repliegue sobre sí mismo, es excesivo:
solo cuando, al pasear, paseamos (no hay nada que añadir). En
chino, lo describe bien el verbo you, «evolucionar» (por ejemplo
en xiaoyaoyou, la primera palabra clave de Zhuang Zi: evolu
cionar cómodamente, sin destino, al gusto de cada cual). Pero
entonces, ¿cómo es posible evitar que la inmediatez en la que
estamos inmersos engulla el vivir? Pues, del mismo modo que
la quietud, dada su evidencia, ya no se percibe y exige una reti
rada para poder aparecer, el vivir solo se experimenta si somos
capaces de distanciarnos, de una forma u otra, para hacerlo
destacar, emerger, para poder delimitarlo y abordarlo. Y, una
vez más, volvemos a la pregunta estratégica del acceso.
11541
al futuro y al pasado, todo lo que es, pues, del orden del temor o
de la añoranza, todo lo que, o bien no nos concierne aún, o bien
ya no nos concierne, y de lo que por lo tanto no merece la pena
preocuparse (Marco Aurelio, IX, 6 y pássim). Entonces, queda
únicamente el presente donde se despliega todo acto y donde
debe concentrarse todo. Pues en este instante presente, por
fugitivo que sea, lo tenemos todo: en el menor acontecim ien
to y su concatenación causal, ¿no se encuentra involucrado el
mundo entero? Puesto que la cualidad de un momento no pue
de aumentar con la duración, un instante de felicidad equivale
entonces a la eternidad, de modo que el instante puede y debe
encontrarse en el acto: nunca seremos felices si no lo somos in
mediatamente... No aplazar es la regla de oro. Pero, al llegar a
este punto, el estoico solo es capaz de repetirse: multiplica los
imperativos. Pues no se trata tanto de comprender como de
convencerse: ¿qué más habría que explicar? De lo que se tra
ta es de no ir más lejos (de no necesitarlo), en el desarrollo del
pensamiento, y compensar esta renuncia con el trabajo que de
bemos hacer sobre nosotros, cada día, cada hora, para no dejar
escapar cobardemente ese vivir que se presenta, ni traicionar
su mandato.
Como ya no cabe esperar ningún progreso en la enuncia
ción, bastará con progresar en la «práctica»: en el ejercicio (los
«ejercicios espirituales» sobre los que tanto escribió Pierre Ha-
dot), en la askesis. En efecto, en estos preceptos está en juego
la sabiduría, son formulaciones saturadas (satisfechas) que se
repliegan sobre sí mismas, sin dejar ver ninguna fisura, y que
solo cabe memorizar, formulaciones a las que nada puede a ñ a
dir la filosofía y que ya no esperan ninguna conclusión. Y en
este punto preciso es donde la filosofía se separa de la sabidu
ría: la primera se desarrolla en una historia y busca siempre
decir algo más, persigue ese fascinante reto de encontrar una
verdad; mientras que la sabiduría «carece de historia»: habla lo
mínimo, no quiere hacerse notar y solo cada sabio tiene una
historia propia (pero no es posible crear una «historia de la sa
biduría»). Nos encontramos una vez más condenados a la tri
vialidad, y la filosofía solo puede erigirse a fuerza de sepultarla.
Nos encontramos pues confrontados, o más bien acorralados
por ese «acuérdate de vivir», al que no hay nada que replicar a
tal punto es verdadero, true : tan verdadero que ya no resulta in
teresante. Y esto evidencia que a la filosofía no le interesa cual
qu ier verdad, como pretende, sino solamente un tipo de verdad
de una clase muy particular: la que se presta a contradicción
puede contestarse, es enigmática, se urde como una intriga y
permite especular sobre ella.
Sobre el vivir (su importancia) solo es posible realizar varia
ciones. No se trata de un asunto sino de un «tema»; del mismo
modo que la danza varía sus figuras, este tema pertenece de
pleno derecho a la poesía: «Aprovecha el día...». Y, en el arte de
la variación, Montaigne es un maestro: «Tengo un diccionario
completamente personal...». Lo propio de la expresión metafó
rica es mostrar algo que se nos escapa, no a causa de su miste
rio, sino de su banalidad; Montaigne también recurrió a menu
do a la metáfora. El tiempo precioso del presente, lo «saboreo de
nuevo», me «aferró» a él; o la «placidez» del vivir, la «paladeo» y
la «rumio»: es preciso «aplicarse» y tener una estrategia o, como
también dice Montaigne, hay que «ocuparse» del placer. O de la
«alegría no me limito a coger su espuma; la examino, y obligo a
mi razón a aprovecharla».
Lo que Montaigne practica deliberadamente mediante el
recurso a la tautología («cuando bailo, bailo», «cuando duer
mo, duermo»...) es el hecho de que no es posible ir más lejos
para nombrar el presente, e incluso que conviene evitar que el
discurso al respecto se desarrolle (que se vea arrastrado por su
«curso»); que es necesario, pues, ir contracorriente de su dis-
cursividad para retenerlo en su sitio, que ya no enseña nada
sino que simplemente le impide pasar (del mismo modo que el
tiempo «pasa») y avanzar. Al frustrar nuestra espera, al no decir
nada más en la proposición principal que en la temporal que la
precede y la sitúa, en suma al replegar una vez más una sobre
otra y dejar que se reflejen una en otra, Montaigne indica que
lo único decisivo es la contemporaneidad con uno mismo, así
como evitar la constante tendencia a la anticipación. Pues ¿de
qué sirve el «nombrar» (lo que es tan verdadero que ni siquiera
convence)? ¿Acaso el nombrar puede influir en la propensión
irrevocable a la anticipación? Para que en el curso uniforme del
tiempo se dibuje o se grabe un m om ento, más vale poner en ju e
go directamente el «dis»-«curso», y plantear contra él, m edian
te el dispositivo de la tautología, una medida de contención.
Para que surja esa inmediatez del vivir (para evitar perder
el control sobre lo indistinto en su transición o, por el contra
rio, ponerlo demasiado cómodamente a distancia adscribién
dolo a las especies transfiguradas de la «vida verdadera») ¿qué
recurso nos queda si no introducir en el vivir lo otro, que se
desmarca, o al menos confrontarlo con él? Es decir, aunque
desconfiemos de la duplicación, es posible abrir un acceso m e
diante cualquier negación del vivir que reabra la diferencia y
se convierta al mismo tiempo en una m ediación suya. Eso es
lo que provoca la metáfora (en Montaigne) al «transportar» h a
cia lo otro. También es posible una estrategia más elemental,
de nuevo completamente exterior: para desenterrar el vivir de
su hundimiento en el aquí y ahora, y azuzar la quietud, habrá
que hacerlo surgir de la oposición y del contraste. Los estoicos
hacían surgir el inasible presente mediante un voluntarioso re
chazo (¿hasta la negación?) tanto del futuro como del pasado:
o poniendo de relieve el vivir y oponiéndose a quienes lo dejan
escapar. Montaigne hacía algo parecido a lo que hizo Antifón:
siento la placidez del vivir tanto como los demás, pero no «de
paso y fugazmente»...
O también, de acuerdo con el procedimiento m ás común de
la sabiduría: hacer «relucir» el vivir, como un relámpago, con
trastándolo sobre el fondo de su contrario, la muerte, in umbra
mortis. Como dice Horacio: «Convéncete de que cada nuevo día
será el último», pues en consecuencia «recibirás con gratitud
todo lo que sobrevenga», es decir que todo será un regalo, y «la
hora que no esperabas» será una gratificación (Epístolas, I, 4,
13-14; o Marco Aurelio: «Hay que acometer todo acto en la vida
como si fuera el último», etc., II, 5, 2). En el mismo sentido es
útil la enfermedad (de nuevo en Montaigne): aunque la salud
es, de acuerdo con el planteamiento de los médicos (Leriche)
«la vida en el silencio de los órganos», ello hace que no seamos
11571
conscientes del vivir, mientras que la enfermedad, en cambio
es lo que despierta la inmediatez del vivir y nos permite experi
mentarlo, aunque al precio de la privación o del sufrimiento. El
«buen uso» de las enfermedades, en suma, no aspira a ninguna
construcción ni a la salud.
Hay quien (como Edipo en Colono) no empieza a sentir que
vive hasta el día que se arranca los ojos: ya no se encuentra
abrumado por la inmediatez, sino que prescindir de una de sus
capacidades le permite acceder al sentimiento de los otros, a los
que descubre entonces inmensamente generosos. Del mismo
modo, un enfermo consigue levantarse y acercarse a la venta
na: de pronto le es dada la primavera de la que se ha visto pri
vado, como si se colara por una rendija, por debajo de la fatiga,
y le colm a infinitamente el pecho. Luego, sentado en un ban
co, como un saco, sin moverse apenas, siente de pronto cómo
ese saco pesado se convierte milagrosamente en algo abierto
a aquello (la vitalidad) de lo que hasta entonces se sentía de
masiado lleno como para asimilarlo. Buscando un lugar más
soleado donde reposar, se da cuenta, perplejo, de que nunca
antes había experimentado esa placidez, sin embargo comple
tamente familiar, a pesar de haber conocido tantas primaveras
y veranos. Hasta entonces no había percibido la luz, la misma
que había brillado todos los días de su vida; solo ha empezado a
verla desde que sabe que muy pronto no la verá.
En el arte se han propuesto muchas perfom ances para plan
tear este acceso (a lo cotidiano del vivir que no percibimos): ha
sido necesario desnudarse en público, sumergirse en una pis
cina, para descubrir finalmente un pedazo de cielo, al salir a
la superficie, enm arcado por las altas paredes (James Turrel en
Poitiers), para descubrir ese cielo que está ante nuestros ojos
todos los días pero que no vemos —si es que le prestamos algu
na atención—, cuyo resplandor ni siquiera hubiéramos podido
imaginar, como advierte Lucrecio, un cielo al que la humanidad
solo puede lanzar, desde antaño, una mirada «agotada», fessus
satiate viden di (II, 1038). Este agotamiento no se debe tanto a la
costumbre o al hastío (como interpreta la psicología, cuando
no la moral, nuestros dos recursos fáciles) sino a la incapaci-
11581
dad para alcanzar ese simple «darse» del es gibt. De modo que
estas perfom ances, como cualquier otro dispositivo, aspiran
esencialmente a una cosa: habilitar un m ínim o de mediación
(negación) que atravesar (que sea necesario franquear para o b
tener) de modo que sea posible captar finalmente el «aquí» y el
«ahora» del vivir, de ese vivir que se nos escapa a causa de su
inmediatez.
3
Sin embargo, hay algo desconcertante: ¿no es posible aprehen
der simplemente — in m ediatam en te — ese «aquí» y ese «ahora»?
Incluso ¿acaso no es precisamente eso «vivir»? ¿No se encuen
tra ahí la primera forma de certidumbre? Vivir se desplegaría
en ese saber inmediato de lo inmediato que nos permite fiarnos
del mundo (el mismo que Jacobi nombraba con el dudoso tér
mino de «creencia»). Es nuestra tarea, pues, saber considerarlo
de forma inmediata, al examinarlo, acogiéndolo como viene,
sin alterarlo ni proyectar en él condiciones o concepciones pre
vias, sin interferir ni perturbarlo. Solo aquí, ahora, «vivo», dice
cada «yo» abriendo los ojos (cada vez) en medio de esta presen
cia que se le ofrece y del contacto con ella.
Aquí-ahora, delante de este árbol y bajo este rayo de luz, en
este lugar y a esta hora: sumergiéndome en el resplandor y el
murmullo de las innumerables hojas, y advirtiendo cada vez
con mayor detalle el mínimo dentado o veteado que se insi
núa en cada una de ellas, pero ¿cómo llegar al fondo de esta
plenitud que se despliega tan espléndidamente? Se despliega
sin límites, tanto en el espacio como en el tiempo, y asimismo
es posible hundirse ilimitadamente en su menor detalle: el c o
nocimiento que adquiero en el acto ¿no parece un flujo de im
presiones inagotable? Y al mismo tiempo aparece aquí y pare
ce más «verdadero»: puesto que todavía no he separado nada
de su objeto, ni me he interpuesto en esa realidad, mediante
el trabajo del espíritu, puesto que no he empezado a elaborar.
Mi pensamiento todavía no se ha puesto en marcha para inves
tir un objeto y despedazar lo que experimenta: no lo ha con
cebido aún como un sistema de relaciones, ni distribuido aún
de acuerdo con una multitud de caracteres o de propiedades.
Lo tengo delante de m í y conservo intacta la profusión exenta,
pues yo m ismo estoy inmerso en ese momento concreto, y nada
interviene aún para separarme del ahora: entonces ¿qué nece
sidad tengo de «acceder» a ese paraíso sensible, si ya me ha sido
dado? A m enos que solo existan paraísos perdidos...
A Hegel le debemos el mérito de haber mostrado (en las
primeras páginas de L a fen om en olog ía ) hasta qué punto esta
relación primera, inmaculada (en cuyo interior me creo indu
dablemente colmado, que yo quisiera preservar como sustrato
puesto que es entonces cuando me siento vivir) ya está desga
rrada, desde el interior y fatalmente. Hegel tiene el mérito de
haber mostrado cómo esta experiencia inicial es engañosa por
más firmemente que nos parezca poder aprehenderla; de modo
que somos ingenuos cuando «creemos» vivir en una abertura
inmediata al mundo, confiándonos a lo sensible (esta es su res
puesta a Jacobi). Porque la certidumbre que me invade frente
a este árbol, en este momento del día, bajo este rayo de luz ¿no
acaba dando paso ineluctablemente a lo otro, en el seno mismo
de mi aprehensión? Pienso aquí, pero tan pronto como muevo
la cabeza ese a q u í ya se ha desvanecido: pienso ahora, pero el
a h o ra acaba de pasar; el proceso de negación está planteado
desde el inicio. Retengo en mi mente este árbol, en su singula
ridad, pero «árbol», apenas me lo digo a mí mismo, me obliga
a malograr su singularidad inmediatamente: la mediación del
lenguaje me ha llevado a la generalidad. Y no queda nada de
eso concreto, de ese puro «yo»-aquí que soy y que aún no se ha
desarrollado en conciencia. Lo que «vislumbra» mi espíritu se
«desvanece» (sch a l , dice Hegel), se agota. O lo que queda es su
contrario: un «aquí» de todos los «aquí», que se abstrae de los
dos; o un «ahora» que podemos pronunciar indiferentemente
en cualquier instante. Este «árbol de aquí» puede predicarse de
todos los otros árboles que veo. De modo que, apenas nombro
lo inmediato o el vivir, se desvanece; en cuanto intento captar
esta plenitud, la malogro lamentablemente.
Hay que reconocer que ni este aquí ni este ahora que vis
lumbro, ni siquiera ese yo que soy frente al aquí y el ahora, per
manecen; cada uno de ellos se disocia de sí mismo. De un lado
y del otro, en cuanto los nombro, aunque solo me los nombre
a mí mismo, los veo sumirse en la abstracción. Pero ¿acaso la
inmediatez de la vida no se encuentra en la relación entre ellos,
más que en ellos mismos? Y entonces ¿no puedo atenerme a la
inmediatez de la relación que los vincula, puesto que esa rela
ción es lo único fiable, lo único que me infunde la sensación
de certidumbre, a pesar de la inversión a la que está abocado
cada uno de los términos? Si m e atengo a la unidad de la re
lación misma, en su globalidad, encuentro en ella lo inm edia
to. No debemos dejarnos distraer, pues, de esa impresión que
vivimos, debemos aferramos a ella pertinaz y heroicamente
(como Descartes, pero tomando las medidas opuestas): seguiré
concentrado en ese árbol sin pensar que podría mirar a otro
lado, ni que podría proyectarlo en una multiplicidad de aquí;
no compararé este aquí o este ahora con ningún otro, evitaré
pensar que otro yo verá otras cosas: en suma, me mantendré
sumido en este «puro intuir» {reines Anschauen).
Pero por más profundamente que me deje absorber, aunque
nunca más allá del punto de demarcación, la filosofía constata,
frente a esta certidumbre ingenua, que la diferencia está inevi
tablemente comprometida desde el principio. Aunque solo sea,
inicialmente, entre el «yo», por una parte, y «la cosa», por otra;
solo tengo certidumbre por la cosa, y la cosa solo puede inscri
birse en la certidumbre gracias a mí; de modo que uno y otra,
concluye Hegel, solo son tales gracias a la mediación del otro
(ivermittelt). Hasta el punto de que la mediación se infiltra silen
ciosamente en la certeza que yo creía más inmediata, de una
sola pieza, y la desplaza subrepticiamente hacia su superación.
En esto, Hegel resulta muy convincente: toda inmediatez que
se presenta, inicial, está resquebrajada, está ya socavada por la
escisión, amenazada por un prolongado trabajo de mediacio
nes. Y puesto que la inmediatez, o el vivir, no es algo adquirido
de partida, solo podrá ser un resultado: no depende de lo dado
sino de un efecto. Del mismo modo, Hegel señala el desajuste
que se produce entre eso a lo que apuntamos y la palabra (mei-
nen y sprechen ): «vislumbro» lo más singular y lo más concreto
pero tan pronto como hablo de ello estoy diciendo lo contrario,
a saber, lo más pobre y lo más general. ¿Qué consecuencia se
deriva de ello? ¿Necesariamente debemos llegar a la conclusión
en la que desemboca Hegel (o que traía en la manga)? Hay que
recorrer el largo cam ino (el único posible) del prolongado tra
bajo de mediación señalado desde el inicio entre el yo y el mun
do, y que despliega el lenguaje, a través del cual se conquista la
conciencia, atravesando la negación y el sufrimiento, para des
embocar al final, teleológicamente, en la adecuación donde lo
uno se reconcilia con lo otro (en el «Saber absoluto») que no se
había logrado al comienzo.
Efectivamente, por más que contradiga la creencia común,
la inmediatez del vivir no es del orden de lo previo sino del pro
ceso; es necesario acced er al vivir. Sin embargo, aunque la in
mediatez del vivir sea el resultado de un proceso, ¿acaso debe
obedecer forzosamente a la finalidad? Tal vez puede concebirse
otra forma de progreso distinta al vía crucis de Hegel que se
desarrolla en etapas, en medio de la duda y la desesperación,
hasta que lo inmediato perdido, y tanto tiempo postergado, se
releva como la conclusión de la Historia: la Salvación esperada.
Y sobre todo, tal vez sea posible concebir otras estrategias de
acceso a lo inmediato mediante la palabra. Jean Hyppolite, en
su comentario de Hegel, plantea esta pregunta en una nota que
hace tam balearse de pronto todo el sistema hegeliano: «Uno de
los vicios profundos del hegelianismo tal vez se evidencie en
esta filosofía del lenguaje y en esta concepción de la singula
ridad [...]», pero ¿por qué diablos se limita a apuntarlo en una
nota?
Dicho de otro modo, Hegel tiene razón al otorgar pleno dere
cho a la palabra, por más ruptura o fractura que ello implique,
pues de lo contrario correríamos el riesgo de encerrarnos en un
inefable que sumiría a lo sensible en la confusión, y al yo en la
inconsciencia. Sin embargo, existen alternativas para introdu
cir la mediación de la palabra sin necesidad de embarcarse en
la odisea del logos, donde todas las figuras de la verdad se en
cadenan, fracasan y se integran, hasta alcanzar la apoteosis de
un Universal que ha debido atravesar diversas contradicciones
particulares a ñn de devenir Singular (o atravesar tantas épo
cas diversas para que advenga el Ahora de la identidad). ¿Acaso
pasar por la palabra es necesariamente entregarse a una dis-
cursividad cuya dialéctica determina el apogeo? Me parece que
es posible concebir una mediación de la palabra que proceda a
la inversa, es decir: que no se deje arrastrar por la mediación,
sino que se oponga a esa discursividad y la interrumpa, que
cortocircuite la mediación desencadenada en vez de desplegar
la. Con ello, lo inmediato surgiría no después (in fin e ) sino en el
seno mismo de la mediación o en su entre, a riesgo de hacerla
estallar.
49. VVang Wei, «Lin hu ting», Wang Y o u ch en gjijian zh u , Zhonghua shuju, I, p. 245.
11641
sión entre el «yo» y el «mundo», de una mediación del uno por
el otro, ni de una comparación.
Cómo «aspirar» a un momento cuya plenitud en cuanto in s
tante ya no permita pensar en ningún otro tiempo, o cuya ple
nitud en cuanto paisaje destierre el pensamiento de cualquier
otro lugar: un momento al que ya no perturbe ningún aquí que
no sea actual ni ningún ahora que no sea presente. Pero no aspi
ramos a semejante momento porque sea excepcional, sino pre
cisamente porque es ordinario: el aquí y el ahora se cosechan
en una impresión la afirmación de cuyo carácter efímero des-
tierra lo efímero; o la abertura de cuyo lugar dispensa de toda
localización. Ese aquí contiene tanto aq u í como queramos, y
ese ahora todos los ah ora posibles, no porque los abarquen, o
los subsuman, sino, por así decir, porque los absorben:50
De Karasaki
más el pino que las flores
cubiertos de bruma
11661
improvisación y atraparlos en la emoción, mediante el proceso
de maduración que conduce a este efecto, el único que permite
esta aproximación fresca al mundo («fresca» en el mismo sen
tido en que he hablado de «inocente»): finalmente observamos
las cosas, ante nosotros, como si fuera la primera vez que lo
hacemos. Pues, por una parte, ejercitarse, para el poeta (y cada
cual es potencialmente un poeta) es la ocupación de toda una
vida, es necesario trabajar sin descanso para elevar la capaci
dad receptiva-perceptiva del propio espíritu; y por otra parte,
una impresión debe ser «el movimiento mismo» traducido en el
verso: «No dejéis el espacio de un cabello entre la tablilla donde
escribir y vosotros». Y después, «cuando llegue la hora de guar
dar la tablilla, consideradla como un simple garabato sin valor»
(no os aferréis a eso que ya no es una palabra viva y manteneos
siempre abiertos al lenguaje).52 De modo que si sabemos m an
tenernos siempre «al acecho de las cosas», listos para captarlas,
añade Bashó, las impresiones que ellas provocan «se convier
ten por sí solas en estrofas»; mientras que, a falta de esta prepa
ración para captar la emergencia, nos limitaremos a «hacer un
poema» (es decir, que el esfuerzo será vano, el de las personas
«astutas» que permanecen prisioneras de sus propias ideas y no
saben dar cabida a lo inesperado). Así, es necesario un entrena
miento y una atención para evitar petrificar (abrumar) el aquí y
el ahora: no permitamos que se abotague nuestra sensibilidad,
aunque solo sea a fuerza de permanecer demasiado tiempo en
el mismo sitio, cerca de las mismas personas, en relaciones que
se inmovilizan. En los últimos años de su vida, Bashó cam bia
ba incesantemente de vivienda.
11671
irracionalism o y de los fantasmas con que ha querido recu
brirlo Occidente, descubrimos que se limita a señalar riguro
sam ente (lógicamente) que es la concatenación continua de
nuestros pensam ientos la que, al tejer abstracciones, obsta
culiza la inmediatez donde vivir. Pues, como dice el maestro
a sus discípulos, si empiezo a hablar hablaré sin interrumpir
me, durante una sucesión de kalp a tan innumerables como
los granos de arena del Ganges, y entonces estaré intentando
«reteneros» y volver a atraparos gracias a la sucesión de pala
bras, y ese aplazamiento no terminará nunca: ¿cómo salir de
la «transmigración» (sam sara ), que no es más que otro nom
bre del sempiterno Aplazamiento? Debemos desconfiar del
discurso y evitar tanto embarcarnos en una meditación inter
minable, com o encerrarnos confortablemente en un silencio
que impide todo acceso y que solo la palabra puede activar
(«bajo la palabra»: yanxiá). Todo discurso está abocado a re
brotar siempre un poco más adelante, condenado a fijarse en
precepto y a codificarse como verdad, razón por la cual ha
brá que fomentar un uso antidiscursivo de la palabra y evitar
aqu ietarla.
Será necesario nombrar, pero «nombrar rápidamente». «Haz
una frase», pero que sea decisiva: que no reúna los pensamien
tos de antes y después, que quiebre finalmente el hilo de las
ideas en vez de seguirlo, que haga surgir de pronto sin dudar
(en cuanto dudamos, el Maestro nos golpea), que no permita
distinguir entre el hablante y el oyente («el que acoge»/«el que
es acogido»: ¿quién es quién?), que no lleve ni siquiera a pre
guntarse si se ha comprendido o no. Una frase que no sea ya
un «pensamiento», sino una reacción, que no diga nada sino
que entreabra, que ya no conozca grados ni «trampolines», que
tenga el mismo efecto que una sacudida en el transcurso del in
tercambio, entre los interlocutores en tensión, que un kh át (un
eructo), un cha, una bofetada, o un bastonazo; que no desarro
lle nada conceptual, sino que de pronto deje pasar. En el acto
y no después: que «despierte», o permita acceder, haciéndonos
atravesar de pronto, por efracción, todos los obstáculos acumu
lados por las mediaciones.
Para detener la concatenación infinita, donde el sufrim ien
to se renueva constantemente, tanto el del discurso como el
las existencias, habrá que atreverse a hacer que las palabras
se contradigan. Habrá que decidir cercenar sistemáticamente
todos los posibles: tanto la afirmación como la negación, y la
afirmación y la negación al mismo tiempo; deshacer las alter
nativas y las ataduras; y no tomar partido por algo en vez de por
lo contrario. Conviene dejar que aparezca el vacío inherente
al mundo, aunque no hay que atenerse a esta «Vacuidad» (ni
erigirla inevitablemente en entidad); y aunque conviene de
nunciar a Mára, tampoco hay que entregarse a Buda: «Hay que
combatir tanto a Mára como a Buda» (Linji). Hasta el extremo
de que al no atenernos ni a uno ni a otro, realizamos de pronto
la equivalencia originaria de los opuestos (lo que se denomina
«salir de la dualidad»). El «Despertar» es simplemente la reali
zación (inmediata) de esta equivalencia.
Pero además es necesario entender el «realizar» como
opuesto al conocimiento (razón por la cual la aprehensión re
pentina del zen no es lo mismo que la evidencia de la filosofía
clásica); y para ello es preciso entender el realizar en los dos
sentidos del término: realizar es hacer que ocurra de forma
efectiva algo (realizar al Buda en uno mismo: conseguir su ad
venimiento); pero también es darse cuenta y tomar conciencia
(de que algo es real, tal como es, en el sentido inglés de to rea-
lize, algo que ya denota el chino clásico en relación con la con
ciencia moral: si en Mentid). Así, aunque sepamos que un ser
próximo ha muerto, no siempre conseguimos «darnos cu en
ta», ni por lo tanto «realizar» su muerte. Del mismo modo, esta
«naturaleza de Buda» está desde siempre en mí; solo es preciso
que «capte», aquí y ahora, que es «así» (tath a, zhenru). Pero este
así, precisamente porque es inmediato, es aquello a lo que más
complicado es acceder (y exige rasgar el velo que las mediacio
nes tejen constantemente); y por eso son necesarias estrategias
aparentemente tan oblicuas.
Si quiero contribuir al advenimiento del «aquí» y el «ahora»,
concedía Hegel, evitar caer en la trampa de la división que se
abre inevitablemente entre «apuntar a» y «nombrar», ¿no bas-
11691
taría conformarse con señalar con el dedo y mostrar (auf-zei -
gen)7. Con el gesto señalaría el aq u í (pero el aquí mostrado se
descompone inmediatamente, de nuevo, en una multitud de
lugares: delante y detrás, arriba y abajo, a la derecha y a la iz
quierda, etc.; y, del mismo modo, el ahora que marca mi reloj
se descompone en una infinidad de ahoras (hora, minuto, se
gundo...). Así que jam ás puedo ni siquiera indicar ningún aquí
o ahora. Sin embargo, señalar con el dedo se ha convertido en
el gesto más familiar del zen, puesto que es el más pedagógico.
Cada vez que le hacían una pregunta, el Maestro Jii Zhi («Dedo
que señala») respondía únicamente levantando en silencio un
dedo (pero le cortaba el dedo a quien le imitaba: hay que evitar
que todo se petrifique en una norma): se contentaba con seña
lar la inmediatez del así, de cualquier así.
Y para responder a la pregunta habitual sobre el absoluto
(en los términos convencionales: «¿Qué es el Buda?» o «¿Por qué
Bodhidharma vino del sur de la India a China?», etc.), el Maes
tro zen señala lo primero con lo que topan sus ojos: el «ciprés en
el jardín» (Zhao Zhu); o «tres libras de lino» (Dong Shan: esta
ba pesando el lino). Tan pronto como comprendemos, o mejor
«nos damos cuenta», de que solo existe lo inmediato (el Buda
presente en uno mismo), del que las interminables mediacio
nes del lenguaje nos desvían, todo los que cae en nuestras ma
nos, es decir, cualquier cosa inmediata, puede remitir a la in
mediatez y nombra el absoluto. Y tan pronto como captamos la
equivalencia originaria de las cosas, todo, de forma equivalen
te, puede señalar esa equivalencia.
Sin duda alguna, el zen no capta el absoluto de lo inmediato
en nombre del realismo. Más aún que Hegel, el Maestro zen es
consciente de que este «árbol» que «yo» percibo en el presente
es distinto que el «mismo» árbol que «yo» percibía hace apenas
un instante; y lo m ism o ocurre con el ojo que lo percibe (y con
este «yo» que lo observa): tanto uno como el otro son solo pro
ductos de la función discriminatoria del espíritu que las extrae
y las estabiliza com o entidades (en hipóstasis) haciendo inter
venir la función de articulación del lenguaje. Asimismo, la úni
ca forma de oponer resistencia al lenguaje, de hacer surgir el
«así» al que se reduce toda enseñanza, es decir, de dar lugar al
acceso, consiste en abrir una brecha en el seno de esa ilusión in
terrumpiendo abruptamente su mediación. Por eso, el Maestro
zen recurre a la reactividad, a la que contribuye todo, incluido
el insulto, el kh á t o el bastonazo. Porque en cuanto se recobra la
espontaneidad que subyace a la concatenación causalista, ya ni
siquiera es necesario «apuntar a»: es posible investirlo todo de
su plenitud, incluidos los gestos más cotidianos, comportarse
del modo más ordinario —no tener «nada que hacer» (Linji)—
y situarse en la «vía», tao, en cualquier ocasión. Cuando nada
obstruye la actividad del así, cualquier enunciado circunstan
cial que se nos ocurre puede ser tam bién la respuesta esencial:
como en el haikú, la totalidad del vivirse produce de golpe.
11711
un efecto de perspectiva o de rebote, se ilumina de pronto, se
obtiene y se totaliza. Por alejada que esté en el espacio y en el
tiempo, la impresión del pasado extrae de pronto de su carác
ter soterrado una plenitud donde vivir: gorjeo de las perdices y
perfume de las flores. El retroceso permite el surgimiento; gra
cias a la división, debido a la ausencia, todo es traído de pron
to a la presencia. Aquí no surge la impresión presente, que se
encuentra dispersa en un flujo continuo e imposible de captar.
Lo que se produce es el resurgimiento, la reminiscencia, que
gracias a su irrupción permite el acceso, y sin embargo no se
trata de la memoria. Todo el qu id de Proust es este.
Eso es lo que term ina descubriendo el Narrador al final de En
busca d el tiem po perdido, cuando, en la biblioteca de los Guer-
mantes, la última m añana, espera que termine el fragmento
musical que están interpretando (pues también en Proust se
trata del acceso, en un sentido decisivo y completo): «hemos
llamado a todas las puertas tras las cuales no había nada», du
rante tantos años, «y con la única que nos daría acceso y que
habríamos buscado en vano durante cien años, topamos un
día, sin saberlo, y se abre».53 Ese acceso en el que termina des
embocando el Narrador es un acceso al vivir, e incluso al «único
medio donde es posible vivir», donde aparece de pronto ante él
la impresión pasada surgida de la sensación del aquí y el ahora:
«... tenía tantas ganas de vivir, ahora que renacía en mí, en tres
ocasiones, un auténtico momento del pasado». "1
Porque, tanto si se trata de un momento o de otro, ya que
el Narrador los vive entonces en cascada, del ruido de los ado
quines desiguales de la plaza San Marcos, en Venecia, que re
surgen en los adoquines del patio de un hotel parisino; o de la
ventana abierta al mar, en Balbec, que reaparece en la rigidez
de la servilleta con la que el Narrador se limpia la boca antes
de entrar en el salón (o del sonido de un martillo que golpea la
rueda de un tren en una estación perdida en medio del bosque,
53. M arcel Proust, A la recherche du temps perdu, op. cit., III, Le Temps retrouvé, p.
866. [Trad. cast.: En bu sca d e l tiem po perdido. E l tiem po recobrado. Madrid: Alianza, 2010.]
54. Ib., pp. 871-872.
al amanecer, y que resucita en él el ruido de una cuchara con
tra un plato mientras se prepara la comida), ese resurgimiento
repentino, inopinado, interrumpe en seco las deliberaciones
sin fin de la inteligencia, la concatenación estéril y la facticidad.
Da lugar a un «despertar» que, también en esta oportunidad,
una vez que se produce es definitivo y permite surgir el así. Fi
nalmente la plenitud resulta accesible, y también en este caso
da paso a una alegría inaudita que lo abarca y lo libera todo de
golpe. Pero este descubrimiento no proviene de un argumen
to nuevo o de alguna razón más convincente, sino que, bajo
el efecto de semejante revelación, todas las dificultades que
obstruían el acceso desaparecen, «se retiran como por arte de
magia».
Proust aclara por qué el resurgimiento repentino de una
impresión pasada en la sensación presente nos proporciona
la clave mágica para el acceso deseado, y para ello analiza la
impresión. Existe una concomitancia de presencia y ausencia,
una mediación de la reminiscencia que permite el surgimien
to de la inmediatez de la sensación. A través de lo que vivimos
a lo largo del día, la sensación presente fluye hemorrágicamen-
te y jamás es posible «atraparla», como quisiera el adagio, ni
detener su movimiento. Pues «languidece» inevitablemente:
tanto en la observación del presente, donde los sentidos, sa
turados de inmediatez, no nos permiten discernir nada esen
cial; como en la consideración del pasado que la inteligencia
«diseca» recordando de forma forzada. Pero en el caso del re
surgimiento involuntario de una impresión pasada en el seno
de la sensación presente, se conjuga simultáneamente la úni
ca distancia que permite poner de relieve (y entonces puede
intervenir la imaginación, la única que permite «disfrutar de
la belleza», dice Proust, que en este sentido comparte la tradi
cional teoría de las facultades) y la actu a lid a d de la percepción
sensible, la única que confiere efectividad a la existencia: en
términos proustianos, se produce simultáneamente el «estre
mecimiento» de los sentidos movilizados por el presente, y la
«idealización» de la impresión por decantación e impulso gra
cias al pasado. Solamente la superposición del recuerdo y la
11731
sensación, puede, bajo su doble impulso, producir la emergen
cia excepcional de un m om ento que se salva del flujo continuo
y fastidioso del «tiempo», y permite que estalle de pronto su
desbordante plenitud. Para acced er al momento, efectivamen
te, es necesario que se dé al mismo tiempo algo que atravesar
(la profundidad temporal que da lugar al acontecimiento) y la
posibilidad del reencuentro o del abordaje que se opera en el
acto por un efecto de contraste (que desencadena inopinada
mente la sensación presente).
Una vez desvelado lo que ofrece esa insólita fuente que nos
saluda, ese fenómeno de la memoria involuntaria (la «peque
ña madalena»), todo el problema de Proust consiste en cómo
convertirla en estrategia: es decir, cómo transformar lo que ini
cialmente es solo una «oportunidad maravillosa de la natura
leza», que refleja la sensación a un tiempo en el pasado y en el
presente, en un modo viable y duradero de experiencia. Se trata
de salir del trampantojo que hace coincidir fugitivamente las
dos sensaciones y que, a fin de cuentas, es solo, según Proust,
un «subterfugio». A diferencia de la memoria voluntaria, lo que
hace válido el resurgimiento repentino en términos de verdad
es precisamente su carácter inopinado: escapa a mi voluntad,
es decir, no se produce por intervención de mi espíritu. Pero
entonces ¿cómo es posible hacer de estos resurgimientos algo
más que ocasiones o milagros?
Después de haber recurrido una vez más al viejo precep
to moral, estoico, de captar el fugitivo presente realizando un
laborioso trabajo de atención ¿cómo es posible reivindicar el
dominio y la elección de los medios? Pues ya sabemos que se
ría decepcionante volver a los lugares recordados, a Balbec o a
Venecia, de donde surge de pronto la profusión de impresiones.
Esos lugares no nos revelaron su plenitud cuando estuvimos
allí: cuando carecíamos de la única distancia que puede ha
cerlos emerger: cuando faltaba la separación, la condición de la
mediación necesaria para que emerjan. Y si recordamos esos lu
gares hoy, desde el escritorio, para describirlos, con los ojos ce
rrados, estamos reconstruyendo una concatenación que es for
zosamente abstracta e incapaz de retener en su red nada vivo.
Aunque la intención no sea estetizar, el resultado es inevita
blemente estético y ético al mismo tiempo, pues mezcla indi-
sociablemente el arte y el vivir (y otorga de nuevo sentido a la
vieja fórmula, finalmente recuperable, del «arte de vivir»), Pero
que la literatura sea la única solución, que se erija en vocación,
no se debe tanto a que ella permite pasar, como señala Proust,
de la «impresión» a la «expresión»; y menos aún al hecho de que
sea capaz de fijar y hacer perenne la sensación. No, lo propio de
la literatura, y lo que constituye su tarea decisiva (alcanzar la
revelación), no se encuentra ahí. Su verdadero destino es gene
ralizar (sistematizar), y sobre todo legitimar, esa vía de acceso
a lo inmediato (a lo absoluto) a través de la mediación. En ese
sentido la literatura es estratégica, y proporciona efectivam en
te los medios o las claves. Los siete volúmenes de En busca del
tiem po perdido giran en torno a esta única verdad, revelada in
fine: el resurgimiento de la impresión pasada en la sensación
presente no era más que un indicio que anunciaba esa verdad.
Solo «conocemos» «la belleza de una cosa» a través «de otra»
cosa.55 Lo cual implica admitir que la sensación es por sí misma
obtusa: siempre se está disipando; no nos deja casi nada, o solo
algo superficial, porque no hay nada en ella que permita reco
nocerla y registrarla, porque carecemos de la distancia necesa
ria para abordarla. No es posible captarla ni delimitarla: no es
posible «aislarla», como dice Proust, y su inmediatez resulta es
téril. Pero en cambio, cuando la sensación se transporta a otra
(«metáfora», en sentido propio) aparece finalmente su cualidad
merced a la intervención de la mediación.
Pero, aunque el acceso al vivir que nos descubre la literatura
se encuentra en la mediación de una cosa por (a través de) otra
(es posible erigirla en principio e incluso en principio único,
dado que una solo se revela en la otra; y la impresión solo se
produce efectivamente por medio de una equivalencia, pues
to que reducida al mero presente inmediato resulta inasible),
ya no exige una duplicación platónica, entre la apariencia y el
Ser, que instaure la verdad de lo mismo y funde la identidad de
lo efímero: la metáfora como transferencia de una cosa en otra
basta para hacer surgir la «belleza». La metáfora organiza la re
lación exacta de presencia y ausencia, de otro lugar que permi
te surgir la presencia y colma nuestras aspiraciones. Entonces
ya no es necesario proyectar otro mundo, otro plan, otra vida,
la «vida verdadera»: el mundo se ilumina plenamente, a través
de las mediaciones internas. La metáfora, dicho de otro modo,
reemplaza a la metafísica: basta definir la literatura como el
trabajo que permite establecer relaciones entre los opuestos,
expresándolos uno a través del otro, un trabajo cuyo principio
regulador establece Proust, a pesar de que tal relación, según
él mismo reconoce, pueda ser en sí misma «poco interesante»,
y sus objetos «mediocres». Sin duda, lo que ha hecho que la li
teratura se haya convertido en el discurso postmetafísico de la
modernidad, ha sido más su capacidad de transposición, que
su capacidad para poner de relieve lo singular.
Sin embargo, puesto que Proust no es capaz de llevar has
ta sus últimas consecuencias este principio, incurre ocasio
nalmente, a pesar suyo, en una concepción metafísica: y ello
ocurre más por inercia de la representación —pues el lenguaje
está completamente hecho a la representación— que por la in
fluencia espiritualista de su época, a la que tantas veces apela el
autor. Desde mi punto de vista, las fórmulas idealistas ya no son
más que residuos: el Narrador quiere disfrutar de la «esencia
de las cosas» en su «permanencia», y «escapar» así al presente;
persigue el «alimento celeste» de un ser «extra temporal», etc.
La función m isma de la metáfora se encuentra tergiversada:
«al vincular una cualidad común a dos sensaciones», el escri
tor «libera su esencia común al reunirías para sustraerlas de las
contingencias del tiempo, en una metáfora».56 De modo que la
metáfora procedería de la acción concertada de una «reunión».
Pero ¿no se servía m ás bien de su carácter repentino (y eso
era lo que la hacía seguir siendo inmediata en su mediación)?
Y así, el Narrador olvida el vivir y desemboca lógicamente en
la oposición entre la «vida verdadera» y la vida: «aquello que
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debería ser para nosotros lo más precioso, y que habitualm en
te no llegamos a conocer nunca, nuestra vida verdadera». De
ahí se sigue la discreta alternancia donde la literatura se con
vierte fatalmente en un sustituto: «la verdadera vida, [...] es la
literatura».’
Pero, ¿por qué lo «común», que aparece entre la impresión
pasada y la sensación presente, debería «aislarse», como pre
tende Proust? Esa pretensión conduce inevitablemente a la vo
luntad de abstraer una «esencia», es decir, a la vía habitual de
la metafísica. La «duda» repentina del Narrador, que en última
instancia ya no sabe dónde se encuentra, aunque sea solo du
rante un breve instante —si en Venecia o en París, si en la plaza
San Marcos o en el patio de un hotel—, y que, indeciso, se «tam
balea» entre «los lugares del pasado y los del presente», ¿acaso
no se debe, una vez más, a un fenómeno de a m b ig ü ed a d ? El
vivir se encuentra sumido en una imposibilidad de equivalen
cia y demarcación, que inhibe la posibilidad de hacer valer las
diferencias, mientras se desarrolla a partir de ese fondo del que
mana. De modo que no hay necesidad de suponer alguna sus
tancia o sustrato «que se sustrae del orden del tiempo» ni, en
consecuencia, de reinscribir la fenomenología en la ontología.
Pues el problema del acceso — al aquí y al ahora— coincide con
el de nuestra capacidad per-ceptiva, no obstante lo cual no es
necesario traspasar el velo de las ilusiones sensibles y denun
ciar las apariencias. Se trata de una estrategia que no implica la
conversión a otro orden de la realidad. Como el aquí y el ahora
no pueden aprehenderse directamente hay que abordarlos in
directamente.
Pero la metáfora difiere simultáneamente tanto de la com
paración que es una mediación mediada, que fija el «cómo» y
que se ha desplegado desde Homero y elaborado pacientemen
te, como de lo contrario, de aquello que Proust denomina «la
sucesión cinematográfica de las cosas», que se atiene a los sim
ples datos y suprime la posibilidad de relación y de mediación,
y que se considera por ello inmediatamente realista, aunque
es estéril. Pues la metáfora, dado su funcionamiento, es una
mediación inmediata, y ello la hace ejemplar: permite surgir
abruptamente aquello que está transportando hacia otro sitio;
permite acceder en acto al mismo tiempo que transporta. De
ahí que opere la trans- parencia.
59. Cf. la expresión próxima en el capítu lo «Tiandi», del jia n x ia o y a n , Guo, p. 411.
percibiríamos en absoluto. Y si no tuviéramos párpados y m an
tuviéramos los ojos siempre abiertos, no percibiríamos nada.
Pero, al surgir de la noche, la m añana libera una capacidad
de comienzo que un puro comienzo nunca ha tenido, y reabre
efectivamente las posibilidades. Lo mismo ocurre en nosotros,
como señala Mencio (VI, A, 8): nuestra naturaleza, al amanecer,
al despertar, reacciona intensamente, siguiendo su inclinación
positiva, sin que intervengan aún los intereses particulares que
suscitan los asuntos de la jornada, y que progresivamente oscu
recen la m añana y nos la ocultan.
Anoche, no podía acabar una página y le daba vueltas (en
vano) a mis pensamientos. Ninguna pista me parecía más fír
me que otra y era incapaz de avanzar. ¿No estaba a punto de ex
traviarme? Daba palos de ciego y no veía cómo salir del atolla
dero. Pero a la m añana siguiente, cuando me levanto, la mente
está de pronto despejada, y todo se ha ordenado y se impone
con claridad: transparencia y claridad de las ideas. Entonces
querría escribir en el acto, apropiarme de esos pensamientos
inmediatamente, sin hablar con los otros, sin alterarme, pues
sé que esa nitidez se disipará enseguida. A Rousseau le gustaba
dictarle a su «gobernanta», desde la cama, cuando ella acudía
al am anecer a encender la chimenea. No es solo que, al haber
descansado, el asunto se haya resuelto por sí solo, o que el es
píritu haya continuado trabajando silenciosamente durante
el sueño, sin que lo advirtiéramos, beneficiándose del aplaza
miento, ni de que el sueño haya permitido que se reconstituyan
los recursos de la inteligencia. Se trata simplemente de que la
m añana coincide con la emergencia, da una nueva oportuni
dad al advenim iento, al «despertar», antes de que el día empie
ce a culminar.
El mundo aparece de lo que iras-parece de la noche. ¿De qué
noche? De todas. En una película de Bergman60 que ahonda,
como siempre, en el desgarro de la culpabilidad, y profundi
za apasionadamente en el sufrimiento y el absurdo, la última
escena es el com ienzo de un nuevo día: los comediantes am
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tendiendo una trampa, realizando un cortocircuito de inme
diatez en el seno de la mediación, y provocando repentinamen
te el acceso (puede ser el haikú, la metáfora o un bastonazo); o
a través de ese subterfugio de la memoria involuntaria. En la
brecha que se abre entonces, se esboza una estrategia que nos
permite huir del azar y concebir una ética exenta de las normas
de la moral. Ya no existe la necesidad de duplicar el mundo, de
postular otra realidad. Se ha alzado el velo, la ilusión de la con
catenación se ha desvanecido, sin descubrir nada distinto: lo
inmediato es fiable, incluso se revela inmenso, o más bien ab
soluto, ya no requiere nada distinto, simplemente por el hecho
de que hemos sabido abordarlo.
Recordemos las etapas de este nuevo saber que convierte el
vivir en estrategia. Em pecem os renunciando al aplazam iento,
para permitir que emerja un momento, permitiendo que llegue
(madure) el m omento gracias a la dem ora (I). Procuremos ir de
la culminación a la emergencia, o de la banalidad confortable
de la determ inación a lo efectivo que se ha perdido: impidamos
que el vivir se identifique, coincida, con cualquier propiedad
(II). Optemos por renunciar a los privilegios de la Finalidad
para dar cabida al «entre» del diálogo: el vivir se produce y se
sostiene en este entre, no en los extremos (III). Pensemos el vivir
sin privarnos del concepto, pero situándolo en la brecha que
abre la contradicción conceptual que divide el vivir en su inte
rior, lo libera, y hace posible que se extienda (IV). En fin, evite
mos la ilusión de u na inmediatez primigenia, e interrumpamos
inmediatamente la mediación, para evitar el aplazamiento in
definido (V). Estas son las condiciones del «despertar», que sin
embargo no exigen conversión. Pero se pasa de una cosa a la
otra y la luz interna basta para hacer surgir el absoluto bajo los
rayos oblicuos. R echacem os cualquier luz que proceda de un
Afuera, de arriba, abrumadora, cualquier luz que aplaste e in
movilice el mundo.
Heráclito denom inaba a quienes consiguen despertar, los
«lúcidos», oi egerthentes, y se oponían a los «muchos» que no
«piensan» las cosas «como las encuentran», sino que se obsti
nan en la concatenación de sus pensamientos interiores, y así,
11821
a pesar de «estar presentes, están ausentes»: no han «desperta
do» al aquí y al ahora. Estos individuos que a pesar de estar pre
sentes están ausentes, viven en una mezcla de una cosa y otra:
no están del todo presentes pero tampoco han asumido entera
mente la ausencia. De modo que son incapaces de sacar parti
do de la ausencia que es necesario atravesar para que emerja la
presencia, o del vacío del que surge la plenitud: son incapaces
de hacer emerger la evidencia a través de la retirada. En c a m
bio, los «lúcidos» son los que despliegan los contrastes, hacen
intervenir la división, al mismo tiempo que permiten dialogar a
los opuestos desde el interior de esta fractura, hasta en su fo n d o
de am bigüedad. Devuelven el mundo a su actividad y le per
miten «despertar». También los han llamado (René Char) los
«Matinales». Pues cuando se precipita estratégicamente el vivir
y se lo despoja de su torpeza y de su hundimiento, es posible de
nuevo atravesar, trasponer, la distancia entre los opuestos, que
se iluminan recíprocamente; y surge entonces una transparen
cia que ya no tiene nada que sospechar de la apariencia y que
simplemente nos permite acced er al vivir.
A partir de entonces, ya no soñamos en la «vida verdade
ra», en el más allá, que duplica la vida, ni tememos habérnosla
perdido.
/ Sobre el autor
11851
distanciamiento le ofrece para abordar en profundidad los con
ceptos utilizados en ambas culturas.
Figura singular en el panorama intelectual francés, su lec
tura de la cultura oriental ha conmovido a la comunidad de
sinólogos en su país y ha dado lugar a polémicas como el céle
bre debate con el sinólogo francés Jean-Fran(;ois Billeter. Au
tor prolífíco de casi una treintena de obras, publicadas en más
de veinte países y muchas de ellas traducidas ya al castellano,
Franc,:ois Jullien prosigue su camino en solitario. Para él, la vida
es filosofía — de ahí el título de este libro, Filosofía del vivir—, y
piensa que apenas acaba de empezar a filosofar a pesar de que
lleve en ello más de 30 años.
Obras publicadas