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Texto 1. Botella al mar para el dios de las palabras.

García Márquez
[Discurso ante el I Congreso Internacional de la Lengua Española, 1997]

A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta.
Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: «¡Cuidado!»
El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es
el poder de la palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas
lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios
especial para las palabras.
Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer
milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté
desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas:
nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío
como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o
sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de
publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los
altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas
al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas
tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se
llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y
confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.
La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin
fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras
lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta
experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de
19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este
siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que
sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de
distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados,
mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual
masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que
tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo
deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida
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doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un
cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana
rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don
Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su
puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces no
hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a
rincón, una cerveza que sabe a beso?
Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no
cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en
cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el
siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante
esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática
termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de
las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para
enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos
y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen
corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo
parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas:
váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso
muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser
humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de
límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos,
que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá
revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que
los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?
Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la
esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías
y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y
derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial
de mis 12 años.

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Texto 2. Entrevista concedida por García Márquez a Joaquín Estefanía
El escritor Gabriel García Márquez considera «natural» la reacción de los
gramáticos, lingüistas y académicos a su discurso de Zacatecas ( Botella al mar para
el dios de las palabras , EL PAÍS del pasado martes 8 de abril): «Sería absurdo que
los que guardan la virginidad de la lengua estuvieran contra sí mismos. Pero la
mayoría parece haber hablado sin conocer el texto completo de mi discurso, sino
sólo fragmentos más o menos desfigurados en despachos de agencias. En todo caso
es increíble que a la hora de la verdad hasta los más liberales sean tan
conservadores».
Estos días hemos oído en muchas ocasiones que el escritor colombiano había
pedido suprimir la gramática. Su discurso no lo dice.
«Dije que la gramática debería simplificarse, y este verbo, según el Diccionario
de la Academia, significa 'hacer más sencilla, más fácil o menos complicada una
cosa'. Pasando por alto el hecho de que esa definición dice tres veces lo mismo, es
muy distinto lo que dije que lo que dicen que dije. También dije que humanicemos
las leyes de la gramática. Y humanizar, según el mismo diccionario, tiene dos
acepciones. La primera: 'hacer a alguien o algo humano, familiar o afable'. La
segunda, en pronominal: 'Ablandarse, desenojarse, hacerse benigno'. «¿Dónde está
el pecado?», se pregunta.
El siguiente punto de contestación a las palabras de García Márquez es el
ortográfico. Parte del supuesto de que si a él le hiciesen un examen de gramática, le
reprobarían «en toda línea».
«Además, mi ortografía me la corrigen los correctores de pruebas. Si fuera un
hombre de mala fe diría que ésta es una demostración más de que la gramática no
sirve para nada. Sin embargo la justicia es otra: si cometo pocos errores
gramaticales es porque he aprendido a escribir leyendo al derecho y al revés a los
autores que inventaron la literatura española y a los que siguen inventándola porque
aprendieron con aquellos. No hay otra manera de aprender a escribir».
En toda la conversación, el Nobel de Literatura reivindica su papel de escritor y
como tal, piensa «más en el sufrimiento de la gente que en la pureza del lenguaje».
«Por eso dije y repito que debería jubilarse la ortografía. Me refiero, por
supuesto, a la ortografía vigente, como una consecuencia inmediata de la
humanización general de la gramática. No dije que se elimine la letra hache, sino
las haches rupestres. Es decir, las que nos vienen de la edad de piedra. No muchas
otras, que todavía tienen algún sentido, o alguna función importante, como en la
conformación del sonido che, que por fortuna desapareció como letra
independiente».
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Quizá el mayor escándalo se ha formado con sus propuestas respecto a las bes y
las uves, y con los acentos.
Sobre las primeras, dice: «No faltan los cursis de salón o de radio y televisión que
pronuncian la be y la ve como labiales o labidentales, al igual que en las otras letras
romances. Pero nunca dije que se eliminara una de las dos, sino que señalé el caso con
la esperanza de que se busque algún remedio para otro de los más grandes tormentos
de la escuela. Tampoco dije que se eliminara la ge o la jota. Juan Ramón Jiménez
reemplazó la ge por la jota, cuando sonaba como tal, y no sirvió de nada. Lo que
sugerí es más difícil de hacer pero más necesario: que se firme un tratado de límites
entre las dos para que se sepa dónde va cada una».
En cuanto los acentos, irónico, explica.
«Creo que lo más conservador que he dicho en mi vida fue lo que dije sobre ellos:
pongamos más uso de razón en los acentos escritos . Como están hoy, con perdón de
los señores puristas, no tienen ninguna lógica. Y lo único que se está logrando con
estas leyes marciales es que los estudiantes odien el idioma».
García Márquez opina que los gramáticos y los escritores son oficios distintos. Su
diferente dialéctica es la que ha generado el debate.
«La raíz de esta falsa polémica es que somos los escritores, y no los gramáticos y
lingüistas, quienes tenemos el oficio feliz de enfrentarnos y embarrarnos con el
lenguaje todos los días de nuestras vidas. Somos los que sufrimos con sus camisas de
fuerza y cinturones de castidad. A veces nos asfixiamos, y nos salimos por la tangente
con algo que parece arbitrario, o apelamos a la sabiduría callejera».
«Por ejemplo: he dicho en mi discurso que la palabra condoliente no existe.
Existen el verbo condoler y el sustantivo doliente , que es el que recibe las
condolencias . Pero los que las dan no tienen nombre. Yo lo resolví para mí en El
General en su laberinto con una palabra sin inventar: condolientes . Se me ha
reprochado también que en tres libros he usado la palabra átimo, que es italiana
derivada del latín, pero que no pasó al castellano. Además, en mis últimos seis libros
no he usado un sólo adverbio de modo terminado en mente, porque me parecen feos,
largos y fáciles, y casi siempre que se eluden se encuentran formas bellas y
originales».
El escritor, que está de excelente humor, concluye la conversación de un modo
muy expresivo.
«El deber de los escritores no es conservar el lenguaje sino abrirle camino en la
historia. Los gramáticos revientan de ira con nuestros desatinos pero los del siglo
siguiente los recogen como genialidades de la lengua. De modo que tranquilos todos:
no hay pleito. Nos vemos en el tercer milenio».
Y reitera sus palabras de Zacatecas: «Simplifiquemos la gramática antes de que la
gramática termine por simplificarnos a nosotros».
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Texto 3. Zien años de zoledad. La propuesta ortográfica de García Márquez
alteró el Congreso de Zacatecas, una ciudad enamorada del idioma español
MAITE RICO / ALEX GRIJELMO ENVIADOS ESPECIALES Zacatecas (México)
En Zacatecas, la letra e puede costar 9.000 pesos. Carlos Salmón, un hostelero
simpático y cuentachistes muy aficionado a los toros, tuvo que pagar tal cantidad -
unos mil dólares al cambio- por haber escrito restaurant sobre la puerta de su
restaurante. La culpa de tan dura medida la tiene Federico Sescosse, un ex banquero
que a sus 81 años sigue velando porque la ciudad repela los extranjerismos y no
muestre ni un solo cartel luminoso: farmacias, panaderías, supermercados, cines...,
todos los establecimientos zacatecanos se anuncian con pulcra caligrafía sobre sus
fachadas de piedra. En ningún lugar se lee boite, snack, parking o Emiliano’s bar.
(Sescosse emprendió en 1964, como presidente de la Junta de Monumentos
Coloniales, una cruzada estética que se llamó así: «Campaña de
Despepsicocacolización»). Y es en esta ciudad mexicana tan peculiar, tan defensora
del español, donde Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura, propuso el
pasado lunes la supresión de los acentos, un distinto uso para la zeta y la ce, para la ge
y la jota, la desaparición de la uve y de la hache y el exterminio de la cu y la ce.
Sescosse, descendiente de un abuelo vasco francés, es el primero a quien no le hace
ninguna gracia la propuesta del escritor colombiano. «Eso sería un esfuerzo ingente
para no ganar nada. Sería abandonar el español tradicional que todos conocemos para
hacer una especie de esperanto. Y el esperanto no tuvo éxito porque nadie lo amaba».
Barbarismos
Lo dice quien, de joven, se llevaba la escalera y la brocha a la fachada insumisa y,
arropado por su aureola de banquero y de hombre respetado, encaramaba su cuerpo
grande hasta el letrero, le borraba el barbarismo y se quedaba tan ancho. Y tan ancho
se quedaba que los comerciantes acudieron al gobernador, un tal Rodríguez Elías, para
preguntarle que quién mandaba allí, si él o don Federico. Y el gobernador -al menos
así lo cuenta ahora el acusado de mangonear más de la cuenta- les respondió: «Voy a
demostrar quién manda aquí: se me van ustedes ahoritita a chingar a su madre por esa
puerta». Así que don Federico continuó subiendo a las azoteas para retirar los
luminosos de brandis, tabacos y empepsicocacolizados en general.
Por eso Zacatecas (250.000 habitantes) se ve tan estética ahora; por eso la pasada
semana a una tienda de Discos y Casettes le obligaron a convertirse en tienda de
Discos y Cintas, y por eso viene un vecino a decirle a don Federico que en un
comercio de la esquina han puesto Pepe’s, boutique y él responde: «Ahora mismo lo
quito». Carlos Salmón, el dueño del restaurante que pagó los 900 pesos por una e, lo
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explica muy bien: «Aquí somos más españoles que ustedes». Y aclara más aún: «Tuve
un despiste y no me di cuenta. Pagué los 900 pesos con gusto, y ahora cambiaré el
letrero».
Ese sentimiento de propiedad por la lengua española lo dejaron bien claro unos
muchachos que entraban a una de las sesiones públicas del I Congreso Internacional
de la Lengua Española, que se ha desarrollado esta semana en la ciudad mexicana. El
corresponsal de Televisión Española Juan Restrepo les preguntó por qué estaban allí.
Y le contestaron: «Es que hemos oído que quieren quitarnos algunas palabras». Su
temor ante unas eventuales medidas de uniformidad del idioma -ni por asomo era ése
el objetivo del congreso- no tenía razón de ser. Nadie les iba a quitar ninguna palabra.
Pero un famosísimo escritor, todo un premio Nobel, sí quería quitarles algunas letras.
Esa propuesta del autor de Cien años de soledad -quien la extendió también a
determinados cambios gramaticales- no dio mucha alegría a los congresistas, porque
acaparó la atención exterior y dejó apenas sin repercusión a ponencias, trabajos,
proyectos, hallazgos, opiniones y acuerdos mucho más tangibles, más científicos y
más estudiados. Un congreso de reflexión y acercamiento se convirtió en un asunto
polémico. El diario Excelsior comenzaba con esta escueta frase una de sus crónicas:
«Los ánimos se alebrestaron».
Francisco Albizúrez, académico guatemalteco que ha participado en el congreso, cree
que la propuesta del escritor colombiano es un tanto irresponsable. «Es un tema que
no se debía tomar a la ligera.García Márquez es un extraordinario novelista, pero no
tiene por qué ser igualmente extraordinario cuando habla de política o de narcotráfico,
o de lingüística. Lo que propone García Márquez supondría una fractura en la cultura
del español».
Santiago de Mora-Figueroa, marqués de Tamarón, presidente del Instituto Cervantes,
destacaba cómo, «curiosamente», el escritor colombiano «criticó la gramática con un
discurso perfecto gramaticalmente». «Hizo un discurso lírico muy poco comparable
con una propuesta práctica, y lo hizo desde la imaginación y la libertad del novelista».
¿Puro lirismo? Varias decenas de lingüistas españoles y latinoamericanos contestarían
con un no rotundo. De hecho, García Márquez no hizo si no recoger una propuesta en
la que diversos especialistas llevan años trabajando: la de simplificar la ortografía
española. Uno de ellos, Raúl Ávila, investigador de El Colegio de México, ha estado
presente en el Congreso de la Lengua. Y suelta de sopetón una frase del académico
español Julio Casares, «libre de toda sospecha»: «La ortografía académica no es
razonable. Cuando una ley puede ser involuntariamente infringida por quien pone
todo su conato en acatarla, la culpa no es del infractor, sino de la ley».

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Sus trabajos con escolares mexicanos le permitieron a Ávila conocer las dificultades de los
niños para aprender las normas ortográficas: las haches puestas al azar, las confusiones
entre la be y la uve, los problemas con las letras ese, ce y zeta y las mezclas de la elle y la i
griega dejaban de manifiesto dos realidades: los escollos estaban fundamentalmente en
aquellos grupos de letras que transcriben un solo fonema y los niños con mayores
problemas procedían de estratos sociales bajos o de zonas rurales.
Simplificar
«La ortografía del español, en cuanto a su relación fonema letra, se basa principalmente en
el dialecto que se impuso históricamente: el castellano», explica Ávila. Pero 300 millones
de hispanohablantes están lejos de esa pronunciación estándar y para ellos la ese, la ce y la
zeta transcriben el fonema /s/. Las 600 horas que un niño castellano dedica en su vida al
aprendizaje de la ortografía aumentan en el caso de, por ejemplo, un niño mexicano. Ávila
está convencido de que sería más interesante dedicar este tiempo a otras cuestiones más
importantes, como enseñar al alumno a expresarse y a redactar.
¿Por qué no simplificar las reglas, máxime en países, como los latinoamericanos, donde hay
grandes bolsas de analfabetismo? «No se trata de imponer el caos», dice Ávila, «sino de
hacer una revisión de las normas ortográficas españolas para hacerlas más lógicas y
sencillas y menos incongruentes».
La solución estaría, explica, en «fonologizar la escritura», es decir, atribuir una letra para
cada sonido y un sonido para cada letra. Ávila ha propuesto, de hecho, un «alfabeto
internacional hispánico» basado en las diferentes formas de hablar español y que las integra
a todas, que coexistiría con el extenso, que conocemos todos ahora, empleado para
ordenaciones o transcripciones de extranjerismos. El nuevo alfabeto consta de 25 letras.
Quedan excluidas la ce, la hache, la cu, la uve, la uve doble y la equis y se incluye la letra
sh. ¿Y qué ocurre con los homónimos, como vaca y baca? El contexto determina el
significado.
La búsqueda de correspondencia entre sonidos y letras se remonta hasta Alfonso X El
Sabio, en el siglo XIII; continúa con Nebrija y su Gramática castellana en el siglo XVI y
cobra fuerza en el siglo XIX con el lingüista venezolano Andrés Bello.
Gutierre Tibón, mexicano de origen italiano, piensa también que la reducción del alfabeto
facilitaría la enseñanza de la lectura y la escritura. Y él aboga por la abolición de las letras
hache, ca, uve doble e i griega. Puesto que en el año 2000 el 90% de los hispanohablantes
serán latinoamericanos, ha dicho, Madrid «debe adaptar la gramática castellana a las nuevas
circunstancias».
Los argumentos en contra de estas propuestas brotan como hongos después de la tormenta.
El principal es que la adaptación de la ortografía a las distintas pronunciaciones locales
acabaría dificultando la comunicación escrita entre los hispanohablantes. «Si un idioma que
se habla en 20 países se empieza a modificar, se va a adaptar de una manera diferente en
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cada país. Unos dirán que no quieren la hache pero sí la uve, y otros dirán que quieren
mantener la ge y la jota pero no la cu», comenta el académico mexicano Guido Gómez de
Silva. «Este planteamiento tiene la ventaja de que los niños aprenderían más rápidamente.
Pero luego no sabrían leer los millones de libros que ya están editados con las letras
actuales. Y a los que ya estamos acostumbrados a ellas nos resultaría imposible soportar la
lectura con esas grafías tan extrañas».
Eso fue lo primero que se cruzó por la cabeza del escritor colombiano Álvaro Mutis cuando
oyó el «jubilemos la ortografía» lanzado por su compatriota García Márquez en la
inauguración del Congreso de la Lengua. «Lo único que pensé fue en la infinita dificultad
de hablar como él propone. Pero me pareció muy simpático y muy típico de él pretender una
libertad imposible. El idioma que sugiere García Márquez me parece más difícil que el
español que hablamos todos los días».
Octavio Paz, desde luego, no está por la labor. El poeta mexicano, premio Nobel y ausente
de Zacatecas por su delicado estado de salud, lo explicaba al diario Reforma: «Sería como si
quisiéramos imponer la fonética del siglo XIX al habla del siglo XX. El habla evoluciona
sola, no tiene por qué proclamar ni declarar la libertad de la palabra ni su servidumbre.
Muchas de las expresiones que García Márquez propuso para sustituir a las conjugaciones
actuales son arcaicas. Tampoco estoy de acuerdo con la supresión de la hache. Si queremos
saber adónde vamos, hay que saber de dónde venimos».
Las reglas
¡Ay, las etimologías! Éste es otro de los argumentos esgrimidos por los enemigos de andar
tocando el alfabeto. «No se hicieron por capricho las reglas ortográficas, tienen una razón
de ser. Las palabras tienen un sentido etimológico», decía otro Nobel, el gallego Camilo
José Cela. «Cuando era catedrático, a los alumnos que tenían una sola falta de ortografía les
suspendía. En eso hay que ser inexorables».
Raúl Ávila contraataca, esta vez con una frase de Andrés Bello: «Conservar letras inútiles
por amor a las etimologías me parece lo mismo que conservar escombros en un edificio
nuevo para que nos hagan recordar el antiguo».Es lo que le ocurre al filólogo José Antonio
Millán con la hache. «Higuera, hierro... qué quieres que te diga, yo le tengo cariño. Es como
unos zapatos viejos, que no valen para nada pero que no te animas a tirarlos porque te
recuerdan por dónde has caminado con ellos», explica este colaborador del Instituto
Cervantes.
El Congreso de Lengua de Zacatecas se abrió con la propuesta de un Nobel de Literatura
para jubilar la ortografía. Y concluyó con la sombra de Fernando Pessoa que un ingeniero,
Daniel Martín Mayorga, sacó a pasear. «Decía Pessoa que la ortografía también es gente. Y
García Márquez, como algunas empresas, quiere jubilar a la gente antes de tiempo».

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