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discurso hospitalario
08/01/2007- Por Susana Laín
Ese “no” debe ser traducido por la madre, y de las vicisitudes de ese “no” depende
que resulte una estructura neurótica, perversa o psicótica. Así es como, de la
eficacia de ese “no”, resultará para el sujeto un ejercicio posible del amor.
La función del nombre del padre permite que se anude un amor ejercitable. El
nombre del padre introduce al sujeto en un discurso donde esta ley ordena el goce.
La función del nombre del padre pone un límite al elemento repetitivo y orienta la
pulsión hacia una satisfacción posible. En términos de discurso, estamos en el “no”
del discurso del amo como discurso del inconsciente, en el que el goce se ordena
vía ley del nombre del padre.
La ley del nombre del padre no aplasta el deseo; por el contrario, no hay deseo sin
ley. Todo deseo que no esté anudado a la ley se hace inviable, sin dirección, y sin
otro límite que la muerte o el delirio de la psicosis.
El déficit en la operatoria de la función del nombre del padre tiene como resultado
un déficit en la identificación por la que el sujeto conquistaría un límite y una
dirección posibles a la repetición pulsional. Es el segundo tiempo del Edipo en el
que el “no” proferido por el padre va a ordenar de ahí en más el goce fálico, e
implica la entrada en un discurso: el discurso del amo. Es un “no” sembrado por un
Otro al que el sujeto se identifica toda vez que se siente alojado en su deseo. El
padre como hombre, y por su sexuación, es el que está más habilitado para poner
un límite al goce fálico. Pero la madre como mujer, y por su sexuación, es la que
tiene que acoplarse a ese saber decir que no del hombre; o sea, traducir esta
prohibición al niño. Esta función es nombrada por Lacan: “amonedamiento”.
Sin el amonedamiento del nombre del padre por parte de la madre hay déficit en la
castración, no se anuda el deseo a la ley, es el camino a la psicosis, a la perversión,
o bien a una estructura subjetiva que mantiene cierto equilibrio, pero con un orden
que Lacan denomina, en el seminario 21, “orden de hierro”, porque no da lugar al
ejercicio del amor, no habilita en el sujeto un amor ejercitable.
El amor es un imposible; a veces nos va más o menos bien, a veces más o menos
mal, pero el neurótico —a diferencia del psicótico— lo puede ejercitar.
La función del nombre del padre habilita ese espacio del amor, el amor de
transferencia, sólo si en el tratamiento hospitalario el analista amoneda dicha
función. Lacan dice que, si el “no” no articula algo del amor, las leyes, las
prohibiciones, generan “un orden de hierro”. Un orden de hierro implica un amor no
ejercitable, por lo tanto sin chances para el amor de transferencia.
¿Qué significa que el analista amonede la función del nombre del padre? En primer
lugar, que no confunda la ley del nombre del padre con la ley que rige en el
discurso universitario, ley de las instituciones. Los reglamentos del discurso
hospitalario, sin amonedamiento de la ley del nombre del padre, constituyen el “no”
del sometimiento, el “no” burocrático, el “no” del discurso de las instituciones; un
“no” segregativo de todo aquél que no se acomode al ser del buen paciente
hospitalario.
Y, como siempre, las neurosis narcisistas, las locuras histéricas, los pacientes
graves, hacen que pongamos la lupa sobre esta cuestión, porque no se acomodan.
Y es que, en esas estructuras, el déficit en la operatoria de la función del nombre
del padre evidencia ausencia de padre o falta de amonedamiento de dicha función
por parte de la madre. Son cuadros donde esa función fue a parar a la psicóloga, al
psicopedagogo, al gabinete de la escuela, donde el orden es cada vez más de
hierro; porque el orden institucional tiende a ser de hierro. La dificultad en poner
un “no” a un sujeto en acting se debe precisamente a que ya viene muy afectado
por el “no” de despotismos segregativos, un “no” que no anuda a los ideales, que
no articula el deseo a la ley. Entonces, tratándose de una clínica de intentos de
sujetar lo ilimitado, ¿cómo hacer valer la lógica del “no”? ¿Cuándo un límite anuda
el amor, cuándo arrasa al sujeto?
La función del “no” paterno es una operación que, más allá del padre en el Edipo y
el momento de constitución subjetiva, la podemos generalizar para pensar en qué
circunstancias alguien con actos concretos amoneda esa operación. ¿Cómo
amoneda el analista esa operación?
Frente a la angustia y el acting out, dar órdenes, interpretar, educar, es ineficaz.
Desde el seminario 10, La angustia, Lacan señala como dirección posible en la cura
el apostar al “alojamiento en el Otro”. Que advenga en el paciente la certeza de
tener un lugar en el deseo del Otro es el único recurso para que ceda el acting o la
angustia.
La presentación del paciente como grito mudo de angustia, que empuja al acting
out, pone a prueba el deseo del analista. También la agresividad, la violencia en
acting o el amor desencadenado del erotómano, ponen a prueba al analista frente a
lo ilimitado de la pulsión sin medida, sin dirección. Una clínica de intentos de
sujetar lo ilimitado, pone a prueba la función deseo del analista.
Para que el límite con el que opera el análisis anude la angustia, el paciente tiene
que tener señales de que es alojado en el deseo del analista.
De la inautenticidad del deseo del analista al operar con las normas se sospecha, si
la norma es aplicada sin anudamiento al amor; no se trata del amor imaginario,
sino pensado desde la función deseo del analista como un alojamiento al sujeto.
Entonces, el malestar de lo instituido puede pensarse como síntoma del discurso
burocrático de las instituciones, cuando rigen normas corporativas sin anudamiento
a un ejercicio posible del amor. Ahí el rechazo y el malestar son la única
manifestación subjetiva que posibilita el discurso universitario.
En el seminario 18 Lacan formula que el producto, en el matema del discurso
analítico, es la ley del nombre del padre, el S1. Es decir, algo de esa ley tiene que
producirse en el análisis; un “no” que el sujeto conquiste en sí mismo, del cual se
sirva para limitar lo ilimitado; esto es, que el sujeto encuentre su singular manera
de aplicar la función del nombre del padre.
Es el “no” de la ley del nombre del padre, ley con la que opera y a la que apela el
analista en el discurso analítico, en oposición al “no” despótico y cerrado de las
leyes corporativas del discurso universitario.
Para concluir, diré que, como analistas en la institución pública, nunca está de más
preguntarnos desde qué discurso nos alojamos en el hospital, porque los
deslizamientos discursivos son inevitables y permanentes en todos nosotros. Sólo
la pregunta ética nos permite sostener en la institución pública el deseo del
analista; un deseo que es, como el amor, imposible pero ejercitable.