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Estévez es bajo, robusto, compacto. Quien lo ve caminar por las calles del
centro sentado en el asiento de un ómnibus le da alrededor de 35 años. Es la
edad que tiene. Hace 15, 20 años, quiso ser escritor. Soñaba con poner en
marcha historias breves o largas que tomaran impulso lentamente y luego se
desarrollaran sin parar, de un modo natural, hasta llegar a un punto final
inevitable como el destino.
Estévez nunca escribió nada. Pero nunca se sintió frustrado. Porque a partir
de los 18 años empezó a viajar con frecuencia a Buenos Aires, y después de
los primeros cinco o seis viajes, eligió siempre el tren. Los viajes de cuatro
horas y media, incluidos los diez o quince minutos de espera en la estación
de Rosario, que solía pasar esperando hasta el último minuto para subir,
salvo que un viento frío barriera los andenes de la estación Norte,
reemplazaron sin que él lo supiera la necesidad interior que tuvo durante la
adolescencia de narrar, de escribir historias.
A Estévez le gustaba leer policiales. Como en las policiales, parte del viaje
-o el relato- era pura fórmula: inevitablemente pasaba el vendedor de
gaseosas y sandwiches, impidiendo dormir a todo el mundo con su pregón:
inevitablemente, pero sólo en algunas épocas, pasaba también el mozo del
coche-comedor que anotaba reservas para la cena o el almuerzo;
inevitablemente el tren se detenía en San Nicolás primero y en Miguelete
después (así como en la vida o en las historias hay momentos de calma, de
reflexión pero que nada tienen que ver con el punto final de arribo);
inevitablemente el baño de caballeros del vagón estaba ocupado o roto, o
bastante sucio. Pero también como en toda policial, lo que importaba eran
los detalles que variaban: el compañero o la compañera de asiento primero, y
del coche-comedor después, los ocupantes de los demás vagones, o el clima
que se desplegaba como un telón más allá de las ventanillas: nubes, cielo
azul, lluvia torrencial o mansa.
Desde que a los 18 años comenzó a viajar bastante en tren cuando debía ir a
rendir cuenta de las ventas de prendas de lana a Buenos Aires, después de
conseguir la concesión de la zona centro de Rosario, hasta hoy, en que
cualquiera que lo vea en un ómnibus o en el andén de la estación Norte o
incluso negociando una partida de pulóveres en una boutique del centro le da
35 años, Estévez ha viajado en tren como quien viaja en una historia. Más
aun: a partir de los 25, en que los viajes se hicieron definitivamente regulares
(dos veces por mes), Estévez abandonó progresivamente el gusto o el vicio
de leer policiales, a tal punto una cosa reemplazaba la otra.
Siempre había admirado, por ejemplo, y sobre todo cuando la policial no era
un libro sino una película, el sentido del ritmo: exigía que hubiera detrás de
los hechos y los personajes un compás firme, regular, casi inadvertido que
pudiera, sin romper su estructura básica, acelerarse o disminuir según las
situaciones, como aumenta o disminuye -esta vez en la vida- el latido de un
corazón según los momentos- Y el tren, a diferencia del ritmo totalmente
caótico por momentos y aburrido en otros de un motor de ómnibus, tenía ese
ritmo, cuando las pesadas ruedas metálicas pasaban sobre las junturas de los
rieles y establecían una percusión que se enlentecía en las curvas o en las
paradas, y se aceleraba en los tramos rectos, o llegaba casi a la angustia
cuando en épocas de descuido de los muy viejos ferrocarriles Argentinos el
maquinista debía tomar con suma lentitud un tramo donde las vías habían
quedado debilitadas por una inundación que les había quitado la grava entre
los durmientes, o hacía tiempo que cuadrillas de control no pasaban a ajustar
los gruesos bulones y ver que todo estuviera en orden.
Para Estévez, en realidad, viajar en tren, más que subirse siempre a un
mismo cuento, una misma historia, es subirse cada vez a un capítulo
levemente distinto de una novela. Por eso recuerda pocas veces un viaje
particular. Más bien han quedado fijos en su memoria momentos que no
sabría ubicar con precisión en una época o en un viaje determinado, así
como de todas las novelas policiales que ha leído le han quedado apenas
fugaces detalles de un personaje o un entorno: la casa del lago donde se
cometió un asesinato, un rufián melancólico que tironea nervioso de una
cadenita, una mujer bella que de pronto es quebrada por la fatalidad y deja
caer un boleto de tren sin que el lector sepa con exactitud qué le ha
provocado tanta angustia, al llegar en un sobre anónimo, sin ningún mensaje
que lo acompañe.
Hay sin embargo un viaje que estévez recuerda con precisión, tal vez porque
entonces los detalles fueron más fuertes que la estructura, que el ritmo de las
ruedas contra las junturas, que los rasgos de pura fórmula. Era una época
poco común en cierto sentido: había una dictadura. Y decimos "en cierto
sentido", porque las dictaduras no son tan infrecuentes como pudiera crerse
en el país de Estévez, donde circulan como historias de más o menos
vagones sobre su inmenso territorio los trenes de los Ferrocarriles
Argentinos.
Aunque esa vez Estévez y sus compañeros de vida en aquel país advertían
oscuramente que era una dictadura distinta a las demás: basta con precisar
que el tren en el que Estévez regresaba de Buenos Aires llevaba apenas tres
vagones, cuando la cantidad promedio había sido hasta poco antes de entre
diez y quince. Aquí debemos aclarar algo: Estévez nunca viajó en los
vagones pullman. No porque no pudiera costearlo, dado que la empresa le
pagaba el viaje, sino porque consideraba que aquellos asientos acolchados,
aquel aire acondicionado, aquella pequeña banda de ayudantes que le
llevaban a uno el maletín, le limpiaban el asiento o le preguntaban si estaba
cómodo, no tenían -para Estévez- absolutamente nada que ver con lo que
significaba viajar en tren. "Es algo" pensaba Estévez, esta vez muy
consciente, "Tan desabrido y tonto como viajar en un podrido avión."
De modo que Estévez estaba viajando en un tren muy corto -y por lo tanto
extravagante, poco común- en medio de una dictadura argentina que la gente
palpaba distinta a las demás, en un vagón de primera, que suele tener
asientos un poco más cómodos que los de segunda (aunque menos clima
comunitario) y menos que los de pullman (aunque son más personalizados).
Los dos hechos que hicieron que Estévez terminara por separar ese viaje de
los demás en su memoria son de tipo exactamente opuesto: el primero
inexplicable, el segundo, en cambio, mucho más asimilable a una historia.
Es más: a Estévez nunca le ha costado contar en rueda de amigos o
conocidos el segundo. En cambio nunca narró a nadie el primero, por que
fue para él tan impenetrable que advierte oscuramente que es una historia sin
principio ni destino, una especie de nudo gordiano secreto, relacionado con
lo que hizo memorable a aquella dictadura dentro de la cual -rodeado por la
cual- el tren de Ferrocarriles Argentinos en que iba Estévez desarrollaba su
marcha sobre los rieles.
De todos modos, fue así: ocurrió que una mujer joven, con un niño en brazos,
subió en Retiro equivocada al tren en el que iba Estévez. Ella tenía pasaje
para Córdoba, para un tren que estaba estacionado en otra plataforma. La
mujer se angustió mucho al principio, y su angustia hizo que casi todo el
pasaje del vagón de primera, incluido Estévez, sintiera compasión por ella e
insistiera una y otra vez en que todo se resolvería. Después de todo, el pasaje
a Córdoba salía más caro -el doble- que el de Rosario, y por lo tanto la mujer
tenía pleno derecho económico a viajar en el tren equivocado.
La asociación del andén desértico con el teatro, Estévez la recuerda cada vez
que recuerda el viaje, porque motivó en realidad la segunda parte, la
comprensible, la que no tuvo inconvenientes en narrar más tarde. Frente a él,
porque era un asiento doble, iba una mujer delgada, alta, veterana pero aún
bella, con un tapado de piel poco frecuente en aquellos años. Cuando
Estévez dejó de mirar por la ventanilla, en medio del clima curiosamente
solidario que la pequeña tragedia había provocado en el pasaje (aunque de
una solidaridad que de nada sirvió para impedirla), dijo una frase tonta: "qué
barbaridad", "esa mujer sola en medio de la noche", "podrían haber hecho
otra cosa", o algo por el estilo. La mujer, a su vez, se puso a hablar con
Estévez de modo lento, sereno pero interesado, como si lo conociera desde
hacía años.
le contó que -como él- viajaba con frecuencia en tren a Buenos Aires,
aunque desde hacía menos tiempo: apenas dos años. mientras Estévez iba
descubriendo en la conversación que la mujer era mucho más inteligente y
sensible de lo que él había supuesto a partir de su tapado de piel (por un
estúpido prejuicio social ), la mujer le contó que hacía dos años la fábrica de
muebles del marido se había fundido, como se habían fundido tantos cientos
de fábricas de muebles y de todo tipo de objetos en todo el país por aquellos
años, y que ella había tenido "que sacar pecho y encargarse del hogar".
Había desenterrado un título de abogada, había conseguido un empleo en los
tribunales de Buenos Aires, y desde entonces era la que permitía que la
familia siguiera económicamente en pie.
A Estévez le extraño que la mujer no lo dijera con orgullo sino con cierta
pena y tanteó delicadamente el motivo. Lo que le preocupaba a la mujer era
que el marido se sentía resentido con la situación: después de haber sido el
laborioso pater familias que traía cotidianamente el sustento, deambulaba
ahora solo y sin propósito en la vida por los cuartos de la casa, cada vez más
deprimido, tal vez imaginando inexistentes aventuras de su mujer en Buenos
Aires.
Fue un amor que se cocinó lento, lentísimo, y nunca llegó a cocinarse del
todo: de allí la culpa o la incomodidad posterior, al menos mía, y la
posibilidad de reconciliarme con ella en sueño, hace dos noches. Íbamos al
cine, a las galerías, al Museo de Bellas Artes, a los parques: la pasábamos
bien. Una noche fuimos a la barranca, cerca del bajorrelieve gigantesco del
Sembrador, donde un camino baja en diagonal, a oscuras. Yo sabía que
bajando, recostándose sobre el pasto de la barranca y mirando hacia arriba se
veía la luz blanca de los focos como un resplandor mágico, que después de
las ocho o la nueve de la noche era muy difícil que es lugar no estuviera
fresco y que el viento del río le acariciaba a uno la cara. Así que nos
recostamos contra el pasto, el viento del río nos dio en la cara, y nos pareció
que el resplandor de arriba era mágico, no de focos de mercurio.
Pasaron meses, largos meses, antes de que Lidia y yo nos tocáramos y nos
besáramos. Se había mudado a otra pensión, sin Fanny, más o menos
ubicada por Paraguay y Córdoba (no fue que disimule el sitio sino que
realmente no lo recuerdo con precisión: a veces lo imagino en la calle
España, a veces en Presidente Roca). Era más nueva, más tranquila, con
mucho menos aspecto de pensión. En realidad se trataba de una casa de la
que alquilaban dos piezas. La dueña, en cambio, era tal como uno se imagina
a una dueña de pensión: curiosa, pintarrajeada, con una amabilidad
estridente y cargosa.
Uno de los motivos era la extraña reacción de Lidia, ya desde la primera vez
que franeleamos (como el lector imaginará). Consistía en lo siguiente:
estremecerse y decir, con voz profunda:
Ella (estirándose el vestido hacia abajo): -No sé, no sé qué pasa, pero me
quiero morir. ¿Qué va a ser de nosotros?
Yo: -Bueno, basta, si querés morirte cada vez que nos vemos, mejor que nos
separemos.
Ella: -Me quiero morir. ¿Por qué no dejamos de vernos por un tiempo?