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FERROCARRILES ARGENTINOS por Elvio GAndolfo

Estévez es bajo, robusto, compacto. Quien lo ve caminar por las calles del
centro sentado en el asiento de un ómnibus le da alrededor de 35 años. Es la
edad que tiene. Hace 15, 20 años, quiso ser escritor. Soñaba con poner en
marcha historias breves o largas que tomaran impulso lentamente y luego se
desarrollaran sin parar, de un modo natural, hasta llegar a un punto final
inevitable como el destino.

Estévez nunca escribió nada. Pero nunca se sintió frustrado. Porque a partir
de los 18 años empezó a viajar con frecuencia a Buenos Aires, y después de
los primeros cinco o seis viajes, eligió siempre el tren. Los viajes de cuatro
horas y media, incluidos los diez o quince minutos de espera en la estación
de Rosario, que solía pasar esperando hasta el último minuto para subir,
salvo que un viento frío barriera los andenes de la estación Norte,
reemplazaron sin que él lo supiera la necesidad interior que tuvo durante la
adolescencia de narrar, de escribir historias.

Porque en cuanto la locomotora comenzaba a arrastrar lentamente los


vagones y el techo de la estación Norte terminaba y Estévez veía los autos
circular bajo el puente de las vías, y después los baldíos con una lámpara
solitaria y apagada durante el día, las casas progresivamente más bajas, los
barrios pobres, el campo, el propio viaje en tren reemplazaba con ventaja
todo relato posible. O, para expresarlo mejor, era todo relato posible. La
marcha lenta al principio y progresivamente más veloz de la locomotora
hacía que el mundo formado por los vagones de primera, de segunda y
pullman tomara impulso y estuviera lanzado después en una historia que se
desarrollaba repetida, naturalmente, hasta detenerse en un punto de llegada,
la gran estación de Retiro en Buenos Aires, tan inevitable como un destino.

A Estévez le gustaba leer policiales. Como en las policiales, parte del viaje
-o el relato- era pura fórmula: inevitablemente pasaba el vendedor de
gaseosas y sandwiches, impidiendo dormir a todo el mundo con su pregón:
inevitablemente, pero sólo en algunas épocas, pasaba también el mozo del
coche-comedor que anotaba reservas para la cena o el almuerzo;
inevitablemente el tren se detenía en San Nicolás primero y en Miguelete
después (así como en la vida o en las historias hay momentos de calma, de
reflexión pero que nada tienen que ver con el punto final de arribo);
inevitablemente el baño de caballeros del vagón estaba ocupado o roto, o
bastante sucio. Pero también como en toda policial, lo que importaba eran
los detalles que variaban: el compañero o la compañera de asiento primero, y
del coche-comedor después, los ocupantes de los demás vagones, o el clima
que se desplegaba como un telón más allá de las ventanillas: nubes, cielo
azul, lluvia torrencial o mansa.

Desde que a los 18 años comenzó a viajar bastante en tren cuando debía ir a
rendir cuenta de las ventas de prendas de lana a Buenos Aires, después de
conseguir la concesión de la zona centro de Rosario, hasta hoy, en que
cualquiera que lo vea en un ómnibus o en el andén de la estación Norte o
incluso negociando una partida de pulóveres en una boutique del centro le da
35 años, Estévez ha viajado en tren como quien viaja en una historia. Más
aun: a partir de los 25, en que los viajes se hicieron definitivamente regulares
(dos veces por mes), Estévez abandonó progresivamente el gusto o el vicio
de leer policiales, a tal punto una cosa reemplazaba la otra.

Siempre había admirado, por ejemplo, y sobre todo cuando la policial no era
un libro sino una película, el sentido del ritmo: exigía que hubiera detrás de
los hechos y los personajes un compás firme, regular, casi inadvertido que
pudiera, sin romper su estructura básica, acelerarse o disminuir según las
situaciones, como aumenta o disminuye -esta vez en la vida- el latido de un
corazón según los momentos- Y el tren, a diferencia del ritmo totalmente
caótico por momentos y aburrido en otros de un motor de ómnibus, tenía ese
ritmo, cuando las pesadas ruedas metálicas pasaban sobre las junturas de los
rieles y establecían una percusión que se enlentecía en las curvas o en las
paradas, y se aceleraba en los tramos rectos, o llegaba casi a la angustia
cuando en épocas de descuido de los muy viejos ferrocarriles Argentinos el
maquinista debía tomar con suma lentitud un tramo donde las vías habían
quedado debilitadas por una inundación que les había quitado la grava entre
los durmientes, o hacía tiempo que cuadrillas de control no pasaban a ajustar
los gruesos bulones y ver que todo estuviera en orden.
Para Estévez, en realidad, viajar en tren, más que subirse siempre a un
mismo cuento, una misma historia, es subirse cada vez a un capítulo
levemente distinto de una novela. Por eso recuerda pocas veces un viaje
particular. Más bien han quedado fijos en su memoria momentos que no
sabría ubicar con precisión en una época o en un viaje determinado, así
como de todas las novelas policiales que ha leído le han quedado apenas
fugaces detalles de un personaje o un entorno: la casa del lago donde se
cometió un asesinato, un rufián melancólico que tironea nervioso de una
cadenita, una mujer bella que de pronto es quebrada por la fatalidad y deja
caer un boleto de tren sin que el lector sepa con exactitud qué le ha
provocado tanta angustia, al llegar en un sobre anónimo, sin ningún mensaje
que lo acompañe.

Hay sin embargo un viaje que estévez recuerda con precisión, tal vez porque
entonces los detalles fueron más fuertes que la estructura, que el ritmo de las
ruedas contra las junturas, que los rasgos de pura fórmula. Era una época
poco común en cierto sentido: había una dictadura. Y decimos "en cierto
sentido", porque las dictaduras no son tan infrecuentes como pudiera crerse
en el país de Estévez, donde circulan como historias de más o menos
vagones sobre su inmenso territorio los trenes de los Ferrocarriles
Argentinos.

Aunque esa vez Estévez y sus compañeros de vida en aquel país advertían
oscuramente que era una dictadura distinta a las demás: basta con precisar
que el tren en el que Estévez regresaba de Buenos Aires llevaba apenas tres
vagones, cuando la cantidad promedio había sido hasta poco antes de entre
diez y quince. Aquí debemos aclarar algo: Estévez nunca viajó en los
vagones pullman. No porque no pudiera costearlo, dado que la empresa le
pagaba el viaje, sino porque consideraba que aquellos asientos acolchados,
aquel aire acondicionado, aquella pequeña banda de ayudantes que le
llevaban a uno el maletín, le limpiaban el asiento o le preguntaban si estaba
cómodo, no tenían -para Estévez- absolutamente nada que ver con lo que
significaba viajar en tren. "Es algo" pensaba Estévez, esta vez muy
consciente, "Tan desabrido y tonto como viajar en un podrido avión."
De modo que Estévez estaba viajando en un tren muy corto -y por lo tanto
extravagante, poco común- en medio de una dictadura argentina que la gente
palpaba distinta a las demás, en un vagón de primera, que suele tener
asientos un poco más cómodos que los de segunda (aunque menos clima
comunitario) y menos que los de pullman (aunque son más personalizados).

Los dos hechos que hicieron que Estévez terminara por separar ese viaje de
los demás en su memoria son de tipo exactamente opuesto: el primero
inexplicable, el segundo, en cambio, mucho más asimilable a una historia.
Es más: a Estévez nunca le ha costado contar en rueda de amigos o
conocidos el segundo. En cambio nunca narró a nadie el primero, por que
fue para él tan impenetrable que advierte oscuramente que es una historia sin
principio ni destino, una especie de nudo gordiano secreto, relacionado con
lo que hizo memorable a aquella dictadura dentro de la cual -rodeado por la
cual- el tren de Ferrocarriles Argentinos en que iba Estévez desarrollaba su
marcha sobre los rieles.

De todos modos, fue así: ocurrió que una mujer joven, con un niño en brazos,
subió en Retiro equivocada al tren en el que iba Estévez. Ella tenía pasaje
para Córdoba, para un tren que estaba estacionado en otra plataforma. La
mujer se angustió mucho al principio, y su angustia hizo que casi todo el
pasaje del vagón de primera, incluido Estévez, sintiera compasión por ella e
insistiera una y otra vez en que todo se resolvería. Después de todo, el pasaje
a Córdoba salía más caro -el doble- que el de Rosario, y por lo tanto la mujer
tenía pleno derecho económico a viajar en el tren equivocado.

La tensión creció un momento cuando la puerta del vagón se abrió y


aparecieron un par de inspectores que -como suele ocurrir con frecuencia
notable en los Ferrocarriles Argentinos- eran un inspector flaco y un
inspector gordo, y, también como suele ocurrir, el gordo era el que exhibía
más poder; en otras palabras, el que pedía y cortaba los boletos. El pasaje
entero del vagón se irguió un poco, algunos con los ojos clavados en la
mujer con el niño, o en los dos inspectores otros, o pasando de una a los
otros la mayoría. Es más: no bien los inspectores entraron, hubo comedidos
que comenzaron a explicarles el problema, mientras la mujer se limpiaba con
el dorso de la mano las lágrimas que amenazaban con empezar a caer, y el
niño -de dos o tres años- permanecía absorto en un trance infantil de
serenidad absoluta.

Contrariamente a lo que podía esperarse, el inspector gordo resultó


bonachón, comprensivo. Se acercó a la mujer y se informó en detalle de su
problema. Allí empieza lo que Estévez no puede explicarse, tal vez porque él
mismo formó parte de lo que ocurrió más de lo que hubiera deseado y eso le
impide tener la imparcialidad de un observador. A pesar de que el pasaje
entero comprendía y compadecía a la mujer, y de que el inspector también la
comprendía y compadecía, la decisión final, legal, que el pasaje del vagón
no llegó a discutir con la suficiente energía como para impedirla (aunque
hubo veladas críticas en los rincones al inspector, y hasta a la pareja de
inspectores), la decisión final fue que la mujer debía descender en un punto
intermedio del recorrido y de la noche, en un andén vacío y desprovisto de
una población que lo rodeara, instalado allí simplemente, en medio de la
pampa, para que después la mujer hiciera lo que pudiera: conseguir un auto
que la acercara a un punto civilizado, empezar a caminar en medio de la
noche sin destino fijo, o sentarse a llorar. En otras palabras, protagonizar una
de esas historias que Estévez odiaba, sin principio, sin desarrollo claro, sin
final, sin rieles, sin ritmo.

El inspector, después de aclararle a la mujer con su voz comprensiva,


bonachona, que no perdería dinero, porque el pasaje podía ser utilizado en
otro viaje semejante, se dirigió hacia la locomotora para avisar al maquinista
la breve detención. Y unos veinte minutos después, en medio de comentarios
ahora sí soliviantados, hasta violentos, contra las reglas tan estúpidas como
las que obligaban a una mujer con un niño a quedar sola, a la buena de Dios
en medio de la nada, el tren se detuvo brevemente, apenas el tiempo de dejar
que la mujer llegara a la escalerilla metálica y descendiera, para después
seguir su camino.

Estévez, apoyado en el borde un poco sucio de la ventanilla, vio cas¡ en


primer plano a la mujer -que no parecía demasiado asustada- iluminada por
los focos del pequeño andén solitario; sin una sola casa alrededor, probalbe
apostadero para cargar agua o combustible, sin que hubiera al menos una luz
tranquilizadora tras las ventanillas, que indixara la presencia de un
encargado, un guardabarreras, alguien en suma. Después la vio alejarse
lentamente -siguió su imagen con un moroso movimiento de cabeza,
acompañando el del tren- hasta que andén y mujer fueron tragados por la
noche como un pequeño escenario con una sola actriz.

La asociación del andén desértico con el teatro, Estévez la recuerda cada vez
que recuerda el viaje, porque motivó en realidad la segunda parte, la
comprensible, la que no tuvo inconvenientes en narrar más tarde. Frente a él,
porque era un asiento doble, iba una mujer delgada, alta, veterana pero aún
bella, con un tapado de piel poco frecuente en aquellos años. Cuando
Estévez dejó de mirar por la ventanilla, en medio del clima curiosamente
solidario que la pequeña tragedia había provocado en el pasaje (aunque de
una solidaridad que de nada sirvió para impedirla), dijo una frase tonta: "qué
barbaridad", "esa mujer sola en medio de la noche", "podrían haber hecho
otra cosa", o algo por el estilo. La mujer, a su vez, se puso a hablar con
Estévez de modo lento, sereno pero interesado, como si lo conociera desde
hacía años.

le contó que -como él- viajaba con frecuencia en tren a Buenos Aires,
aunque desde hacía menos tiempo: apenas dos años. mientras Estévez iba
descubriendo en la conversación que la mujer era mucho más inteligente y
sensible de lo que él había supuesto a partir de su tapado de piel (por un
estúpido prejuicio social ), la mujer le contó que hacía dos años la fábrica de
muebles del marido se había fundido, como se habían fundido tantos cientos
de fábricas de muebles y de todo tipo de objetos en todo el país por aquellos
años, y que ella había tenido "que sacar pecho y encargarse del hogar".
Había desenterrado un título de abogada, había conseguido un empleo en los
tribunales de Buenos Aires, y desde entonces era la que permitía que la
familia siguiera económicamente en pie.

A Estévez le extraño que la mujer no lo dijera con orgullo sino con cierta
pena y tanteó delicadamente el motivo. Lo que le preocupaba a la mujer era
que el marido se sentía resentido con la situación: después de haber sido el
laborioso pater familias que traía cotidianamente el sustento, deambulaba
ahora solo y sin propósito en la vida por los cuartos de la casa, cada vez más
deprimido, tal vez imaginando inexistentes aventuras de su mujer en Buenos
Aires.

Estévez se conmovió por lo que la mujer le contaba, aunque se dio cuenta de


que en buena medida estaba descargando parte de la emoción contenida
cuando ocurrió lo de la otra mujer, la del niño, la del andén en la noche, y
comenzó a hablar con un tono tan lento, personal e íntimo como ella.
Mientras lo hacía, no dejó de tomar en cuenta que la mujer se desabrochaba
poco a poco el tapado, y que un momento después se lo abría, en una mezcla
de reacción objetiva ante el cambio de clima del vagón -de pronto hacía más
calor, tal vez porque había empezado a funcionar la calefacción, que tan mal
suele funcionar en los Ferrocarriles Argentinos-, pero tambien en parte por el
calor mismo del dialogo.

Relajado yo por completo, confidencial, Estévez llegó a decirle a la mujer


que muchos años atrás, cuando muchacho, había pensado en ser escritor, en
narrar historias que atraparan al lector.

La reacción de la mujer fue inesperada, pero en última instancia


comprensible: se irguió bruscamente al oír la confesión, y con ojos brillantes,
acuosos, que le quitaban muchos años de encima a su rostro, le dijo que ella
por su parte siempre ( y recalcó por segunda vez: "siempre") había querido
ser actriz. Pero había vivido desde niña en San Nicolás, que era una ciudad
pequeña, sin llegar a tener la oportunidad de seguir después de sus primeros
escarceos con el teatro liceal, por que decidió dedicarse al estudio de leyes, y
allí estaba, manteniendo a la familia y un tanto deprimida porque el marido
circulaba por las habitaciones vacías, con las manos en los bolsillos.

A esa altura, Estévez disfrutaba plenamente de la situación. Sobre todo


porque en ingún momento se le ocurrió imaginar que la conversación con la
mujer del tapado podía terminar en una relación, apresurada o no, de tipo
sentimental o erótico. A eso lo ayudaba, por su parte, el hecho de que fueran
los dos rodando sobre las ruedas deun tren, rodeados por el ritmo gratuito y
persistente que imprimían las junturas de los rieles a las pesadas ruedas de
metal. Pero sobre todo porque esa historia de la mujer del tapado, sin que él
lo supiera, iba a recordarla siempre en el futuro como la parte explicable del
viaje, no para ocultar sino indisolublemente ligada a la otra, la sumergida, la
inexplicable, la de la mujer que se equivocó de tren -quería ir a Córdoba y se
subió al de Rosario-, que se quedó perdida e intraducible -como tantas otras
cosas de aquella época- en un pequeño, solitario, nocturno andén de los
Ferrocarriles Argentinos.

Hace un par de noches me reconcilie en sueños con un viejo amor. La había


conocido hace muchos años, catorce o quince. Se llamaba Lidia y había ido
a vivir a Rosario desde Chañar Ladeado, un nombre que siempre me fascinó.
Recuerdo que una de las primeras cosas que le pregunté fue si en el pueblo
había o no, en ese entonces o antes, un chañar ladeado que le hubiese dado
nombre. Y que ella ser rió, porque para uno un nombre geográfico o urbano
no designa lo que nombra, sino un lugar o un paisaje, algo más amplio y
abstracto (nunca pienso en Rosario como en una hilera de cuentas o una
virgen, sino como en una ciudad calurosa, sintetizada en los tres o cuatro
lugares que más me importan9. Se llamaba Lidia, y había vivido toda la vida
en una casa grande de Chañar Ladeado, encerrada, y había ido a Rosario
(que para Chañar Ladeado vendría a ser La Gran Ciudad) a estudiar Arte.
Era muy tímida, y me llevaba siete u ocho años.

Fue un amor que se cocinó lento, lentísimo, y nunca llegó a cocinarse del
todo: de allí la culpa o la incomodidad posterior, al menos mía, y la
posibilidad de reconciliarme con ella en sueño, hace dos noches. Íbamos al
cine, a las galerías, al Museo de Bellas Artes, a los parques: la pasábamos
bien. Una noche fuimos a la barranca, cerca del bajorrelieve gigantesco del
Sembrador, donde un camino baja en diagonal, a oscuras. Yo sabía que
bajando, recostándose sobre el pasto de la barranca y mirando hacia arriba se
veía la luz blanca de los focos como un resplandor mágico, que después de
las ocho o la nueve de la noche era muy difícil que es lugar no estuviera
fresco y que el viento del río le acariciaba a uno la cara. Así que nos
recostamos contra el pasto, el viento del río nos dio en la cara, y nos pareció
que el resplandor de arriba era mágico, no de focos de mercurio.

En eso estábamos cuando apareció un guardián o policía que recorría el


parque y nos llamó, nos pidió documentos, nos preguntó qué hacíamos allí,
nos demoró una buena media hora tratando de sacar una coima. Cuando
recorrimos las cuadras de regreso (caminábamos mucho con Lidia)
hablamos con odio del guardián, nos referimos con desprecio a su sucia
mente, que había planteado como única posibilidad que estuviéramos
acariciándonos o haciendo el amor allí, en el camino en diagonal. Era cierto
que había interrumpido un buen momento, con la característica brutalidad de
quien tiene un poco de poder. Pero también era cierto (lo que pensé otra
noche, años más tarde, cuando hacía mucho que no veía a Lidia) que lo más
lógico, rodeados de viento fresco, reclinados contra el pasto y mirando un
reflejo mágico, hubiera sido acariciarnos o hacer el amor. Cada uno a su
modo, aún éramos demasiado jóvenes.

Lidia vivía en pensiones siniestras, con una amiga gorda, morocha y


gigantesca llamada, si mal no recuerdo, Fanny, y que era una especie de
guardiana, de portera de Lidia. Cuando yo pasaba a buscarla, salía la gorda y
hablaba un rato conmigo (más tarde, en las múltiples lecturas, descubriría
que el nombre que más se le aplicaba, no sólo por el significado sino
también por el sonido, era el de “chaperona”). Una de esas pensiones
quedaba en la calle Laprida: un edificio viejo, con escalera de caracol,
pintado de colores estridentes y con extraños dibujos en el interior. Allí vivía
Lidia con Fanny, que estudiaba para ser asistenta social, carrera que ya
entonces, por pura intuición, me parecía la cumbre de la inutilidad, el intento
de solucionar la propia vida jorobando la de otros, en peores condiciones
económicas o físicas.

Me cuesta describir a Lidia. Para mí es cómodo imaginarla: la veo en dos o


tres momentos que la memoria ha elegido, y eso basta. Pero si quiero
transmitir a otro cómo era ella, la cosa cambia. Podría decir que era un poco
frágil, que inclinaba la cabeza hacia un lado, que tenía cabello Castaño y fino
que le ocultaba la mitad de la cara. Era delgada, y toda su piel tenía una
especie de matiz caoba, pero no de árbol, sino de madera de mueble largo
tiempo encerrado en una habitación aireada.

Pasaron meses, largos meses, antes de que Lidia y yo nos tocáramos y nos
besáramos. Se había mudado a otra pensión, sin Fanny, más o menos
ubicada por Paraguay y Córdoba (no fue que disimule el sitio sino que
realmente no lo recuerdo con precisión: a veces lo imagino en la calle
España, a veces en Presidente Roca). Era más nueva, más tranquila, con
mucho menos aspecto de pensión. En realidad se trataba de una casa de la
que alquilaban dos piezas. La dueña, en cambio, era tal como uno se imagina
a una dueña de pensión: curiosa, pintarrajeada, con una amabilidad
estridente y cargosa.

Ese día estábamos mirando juntos un libro grande de reproducciones, en la


pequeña sala de la casa, sentados en un sillón. Habíamos rozado varias veces
nuestras manos (escribo esto y me río, tal sabor tiene a texto romántico o
mundano de hace dos o tres siglos, y tan cierto es sin embargo) y de pronto
yo o mi cuerpo, que suele ser mucho mas sabio, franqueó el límite
fundamental, y una mano se apoyó sobre la rodilla de Lidia. Más tarde uno
se concentra en zonas que cree más eróticas: los pechos, las nalgas, la
garganta y los hombros, pero nada puede reemplazar el instante quebradizo,
cristalino, en que se toca una rodilla de mujer por primera vez.

Allí empezó la maravillosa época d el que el lenguaje popular ha dado en


llamar, con notable acierto, “franeleo”. Nos metíamos en los recovecos más
inverosímiles con Lidia para acariciarnos obsesivamente, besarnos hasta
perder el aliento y al fin, eso es lo curioso, seguir caminando, o separarnos
hasta el día siguiente.

Uno de los motivos era la extraña reacción de Lidia, ya desde la primera vez
que franeleamos (como el lector imaginará). Consistía en lo siguiente:
estremecerse y decir, con voz profunda:

-No, no, qué hacés. Ah, me quiero morir.

Las variaciones consistían en preguntarse qué sería de nosotros, de qué


servía todo aquello, y fórmulas semejantes. Yo, con la falta de experiencia
del adolescente calenturiento y a la vez analítico, le daba importancia a esas
palabras, las discutía, hasta llegaba a irritarme y dejaba de verla por unos
días, después de diálogos tan absurdos como este:

Yo (acarciándole los pechos como si estuviera amasando pan): -Hmmm, qué


lindo, ahhh.
Ella (con una complicada serie de esguinces que sólo conseguían excitarme
más): -No, no, me quiero morir.

Yo (bajando la intensidad de las caricias, dejándome distraer totalmente por


las palabras): -Por qué, por qué, qué pasa.

Ella (estirándose el vestido hacia abajo): -No sé, no sé qué pasa, pero me
quiero morir. ¿Qué va a ser de nosotros?

Y así sucesivamente, hasta que nos separábamos. Vista desde ahora, la


actitud de Lidia era lo que menos importaba, sobre todo porque descansaba
sólo en lo que decía, no en lo que su cuerpo hacía. En una maravilla de
ignorancia y falta de intuición ninguno de los dos (totalmente neófitos en lo
sexual, salvo lo que habíamos leído en unos manualcitos delirantes que se
vendían en las estaciones de trenes) pasábamos a mayores, y nos
limitábamos a un estricto franeleo (cuando escribo la palabra me resulta
imposible evitar la imagen, pensando en la piel caoba de Lidia, de mí mismo
como un cariñoso ebanista que lustra meticulosa, lujuriosamente un mueble
vivo).

De vez en cuando dejábamos que las palabras se impusieran por completo, y


con gesto terminante (creíamos actuar y éramos actuados), decíamos cosas
como estas:

Yo: -Bueno, basta, si querés morirte cada vez que nos vemos, mejor que nos
separemos.

Ella: -Me quiero morir. ¿Por qué no dejamos de vernos por un tiempo?

Entretanto, la seguíamos pasando bien, como antes del momento de la mano


y la rodilla. Recuerdo por ejemplo una leve caminata por toda la zona de la
costa, la estación Rosario Central, unos enormes depósitos de grano medio
en ruinas, herrumbrados, a los que se podía llegar en esa época, los troncos
desgastados de los muelles podridos, la vegetación cubriendo grandes zonas
de esa parte abandonada del puerto por donde Lidia avanzaba con sus pasos
ágiles y el cabello castaño cubriéndole una mitad de la cara. Yo había
llevado una cámara de fotos, pero cuando hice revelar el rollo resultó que
estaban sobreexpuestas. De modo que el único testimonio de ese día que
tuve por un tiempo (ahora se extraviaron o duermen en el fondo de algún
cajón, aquí, en Rosario o en Montevideo) fueron varios negativos, a los que
había que mirar a contraluz para ver la cara de Lidia sonriendo, con un par
de anteojos negros, la cabeza un poco inclinada.

A veces dejábamos de vernos por unas semanas, nos reencontrábamos con


un renovado ardor, hablábamos hasta por los codos, ella trataba de
explicarme por qué se quería morir, aunque ya la frase sonaba bastante hueca,
hasta para ella misma. Y a la larga nos dejamos de ver casi por completo.
Me fui de Rosario por unos meses, regresé, nos encontramos fugazmente. Se
había mudado a otra pensión en las cuadras finales de la calle Entre Ríos,
una de las zonas con aire más liviano de la ciudad. Era una pensión
agradable, con patio, plantas. Lidia había empezado a trabajar hacía un
tiempo en las oficinas de la Facultad de Filosofía y Letras, tenía un nuevo
grupo de amigos. Su pieza era más pequeña que las anteriores, pero el color
de los muebles, la luz que entraba por la ventan, la forma en que ella había
dispersado su personalidad por la habitación, hablaban de una Lidia muy
distinta a la que había llegado de un pueblo con el absurdo nombre de
Chañar Ladeado, hacía muchos años. Lo único que recuerdo con cierto
fastidio es un banquito que se armaba uniendo dos piezas de plástico, y que
parecía cuidadosamente planeado para que uno tuviera las rodillas dobladas
en el ángulo más incómodo posible y se encontrara siempre a punto de caer.
Yo también había cambiado, era otro, más y menos seguro que el
adolescente que se había recostado con ella en una barranca.

Tarde o temprano me enteré de que salía con un muchacho de la facultad, a


quien odié meticulosamente, la seguí viendo de vez en cuando, saludándola,
o quedándome a conversar un rato en su pieza. Vino otra ausencia de
Rosario, viví en otra ciudad, regresé ya con otra muchacha con al que un día
visitamos a Lidia y que la criticó con la clásica crueldad con que las mujeres
se critican entre sí, después de atravesar el patio lleno de plantas de la
pensión, y salir a la calle.

A partir de entonces debo de haberla encontrado sólo en tres o cuatro


ocasiones. Momentos fugaces que me hacían verla tal y como era, no como
yo la había imaginado o conocido en otros tiempos. Recuerdo con precisión
un encuentro en una esquina. Ella se había casado, tenía hijos, y en esa
ocasión me explicó cómo había muerto su suegro, cómo habían heredado
una suma que les había permitido comprar un departamento. Vi o creí ver en
ella cierta avidez, de la que carecía en otros tiempos. Y entretanto, a través
de los meses anteriores y posteriores a ese encuentro, en alguna siesta, en
algún instante en que algunos lugares o algunas personas de Rosario se me
venían a la memoria como transparencias livianas, nítidas, aparecía también
Lidia y yo sentía, en cada ocasión, una leve puntada indefinible, una mezcla
de remordimiento y pena, pero teñida fuertemente de humor, una especie de
sana melancolía, que podía resumir en una frase: ¡Qué estupidez
monumental no habernos acostado juntos, en ese entonces!.

Empecé a imaginar que en algún día de lluvia la encontraba, la invitaba a


tomar un café, aceptaba. Entrábamos a un bar semivacío, ella dejaba unos
bolsos o paquetes sobre una de las sillas, hablábamos del tiempo, de pronto
retrocedíamos y yo lograba transmitirle esa sensación indefinida que me
había asaltado tantas veces. Nos reíamos los dos, nos despedíamos,
sintiéndonos mutuamente aliviados, en una curiosa reconciliación.

Un amigo tiene la teoría de que lo que ocurre en la imaginación es irrepetible,


porque forma parte de la realidad y la realidad no se repite, al menos en el
breve lapso de una vida humana. Lo recuerdo a raíz del sueño que mencioné
al principio. Hace por lo menos cinco años que no veo a Lidia. Hace dos
noches soñé con ella, me reconcilié, y esa reconciliación tuvo, al
despertarme, el peso de un hecho real, incluso más real que si nos
hubiéramos encontrado en un bar, para charlar, reírnos y despedirnos.

En el sueño yo estaba encima de una amplia extensión de agua, bordeada a


mucha distancia por árboles verdes. El agua misma estaba cubierta por una
capa de hojitas minúsculas de un verde intenso, que unidas en una superficie
uniforme formaban una película como de pintura sobre el agua inmóvil. Me
encontraba encima del agua, no sé si parado o sentado, y de pronto era
consciente de un movimiento submarino. Algo enorme se desplazaba por
debajo de la capa de hojitas, algo que abarcaba cinco o seis metros, y de una
longitud indefinida, como si la parte superior de un portaaviones vivo
estuviera pasando bajo el agua. Eso despertaba en mí una sensación de
liberación, la misma que me provocan los buenos travellings en el cine (el
cine ha sido siempre para mí movimiento, cabalgatas, persecuciones a pie, a
caballo o en automóvil). La única manifestación de esa cosa enorme que se
movía debajo del agua eran dos pequeñas antenas, no sé si metálicas u
orgánicas, que aparecían moviéndose, cada vez más rápidas, a uno o dos
metros de mí, a cada lado, quebrando apenas la superficie de hojitas. Las dos
protuberancias y la cosa enorme de abajo aumentaban su velocidad, toda la
sábana vegetal oscilaba un poco. De pronto me invadía la sensación de que
todo el paisaje entraba en un movimiento cada vez más veloz.
Bruscamente era yo quien me movía sobre la superficie del agua, con el
movimiento de quien va en un esquí acuático. Me sentía cada vez más feliz.
Ahora Lidia estaba detrás de mí, como si fuera adherida a los mismos esquís,
aferrándome la cintura. La velocidad me impedía darme vuelta del todo,
nuestras manos entraban en un tenue contacto (yo no las tenía ocupadas con
nada, creo: los detalles de los sueños se borran con tanta rapidez). Ese
contacto con los dedos color caoba de Lidia me comunicaba una felicidad
distinta a la del movimiento, aunque se mezclara con ella. Al darme vuelta
hasta donde me lo permitían el agua, la capa vegetal, el movimiento, pude
ver la cara de Lidia sonriendo, el pelo castaño sacudido por el viento, y le
pregunté cómo estaba. Alcanzó a decir que bien, a preguntarme cómo me
sentía yo, en el momento impreciso en que la apertura infinita de la
superficie verde se iba convirtiendo en la cama, la habitación donde estaba
soñando, despertando con un suave movimiento de los dedos que en el sueño
tocaban levemente los de Lidia para que, muchos años después de habernos
conocido, me sintiera definitivamente reconciliado con ella, admitiera que la
había dejado atrás, aunque unidos los dos por un movimiento veloz hacia
delante, libre de la sensación de melancolía, sabiendo que ella nunca más
repetiría: “¿Qué va a ser de nosotros? Me quiero morir”.

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