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EDUARDO CAVIERES FIGUEROA, Sobre la Independencia en Chile.

El fin del Antiguo Régimen y los


orígenes de la representación moderna
En dicha línea se inscriben los trabajos de Gabriel Salazar, Construcción de Estado en Chile y
Mercaderes, Empresarios y Capitalistas, en los que describe la trayectoria seguida por mercaderes
santiaguinos para incrementar su poder político durante las últimas décadas del período colonial
hasta imponer sus intereses particulares al Estado republicano; la obra de Julio Pinto y Verónica
Valdivia, ¿Chilenos todos?, que explica los mecanismos a través de los cuales este Estado organizado
por el patriciado mercantil logró sumar la adhesión de los demás sectores sociales a un orden
autoritario en lo político, liberal en lo económico y conservador en lo cultural, mediante la
construcción de un discurso de identidad nacional; y Ni patriotas ni realistas8, de Leonardo León,
gruesa recopilación documental que muestra la conducta seguida por el bajo pueblo en la década
de 1810, durante una guerra en la que, ante la disolución del sistema colonial, se enfrentaron dos
sectores de la élite para imponer sus intereses en el nuevo orden, y en la que sometieron a los
sectores sociales subordinados a un régimen de reclutamiento forzoso para poblar sus ejércitos.
La obra de Eduardo Cavieres busca explicar las razones y los mecanismos mediante los cuales la
institucionalidad política chilena del siglo XIX se formó y desarrolló en base a una precaria
legitimación en el consentimiento popular, y de qué forma se modelaron las instituciones
republicanas para perpetuar el orden social colonial mediante un discurso semánticamente
consistente con los postulados del liberalismo. Bajo el formato del ensayo histórico, la refl exión de
Cavieres se despliega convocando a varios autores que han tratado el tema de las fórmulas de
representación en la historia de la América española y de Chile, el concepto de ciudadanía y las
consecuencias del advenimiento de los paradigmas de ilustración y liberalismo. Su análisis recorre
desde el secuestro de Fernando VII en 1808 y la búsqueda de un gobierno legítimo para el imperio
durante ausencia del monarca, hasta la consolidación del régimen autoritario chileno en la década
de 1840, pasando por el proceso de independencia y formación de los estados nacionales
hispanoamericanos. En este intervalo, el autor examina la transformación de los sistemas de
participación ciudadana, en la que los viejos mecanismos de representación corporativos del
Antiguo Régimen fueron tensionados para responder al vacío de poder dejado por el monarca
cautivo. Primero, durante la discusión de los criterios para la designación de representantes a la
Cortes de Cádiz; luego, por la defi nición de la cualidad de electores y elegibles y la asimilación de
los principios liberales de nación y ciudadanía; y, fi nalmente, por la violenta colisión entre el
liberalismo consagrado por la Constitución de Cádiz y la conducta absolutista de Fernando VII una
vez restaurado en el trono.
Estas controversias pasaron a América, y Chile, con una dimensión particular, ya que se vieron
sometidas a realidades sociales y políticas distintas a las de la península. Desaparecido el orden
colonial y la fi gura homogeneizadora del monarca, las élites fundadoras de los nuevos estados
debían buscar una fórmula de organización política que atendiera sus intereses particulares, pero
que no pusiera en riesgo su primacía en la sociedad. Dicha combinación tomó la forma de una
república liberal con estrechos márgenes de participación ciudadana o, si se quiere, escasamente
incitadora de la inclusión social. En el caso de Chile, a fines del siglo XVIII había una aristocracia que
combinaba perfectamente rasgos burgueses y aspiraciones nobiliarias: ciertamente sus principales
intereses económicos estaban en el comercio, pero invertía sus benefi cios mercantiles en
propiedades rurales, que garantizaban seguridad y le conferían prestigio, y en controlar el Cabildo
de Santiago, un espacio de acción política que le permitía negociar con las autoridades coloniales y
dictar sus condiciones a otros grupos con intereses distintos de los propios. Lo anterior conduce a
una nueva lectura de los debates en torno al liberalismo y a los sistemas de representación que
tuvieron lugar durante la temprana república, ya que si bien los mercaderes de Santiago,
empeñados en su disputa comercial con los limeños, admitían el liberalismo en su dimensión
económica, no estaban dispuestos a aceptar sus alcances políticos, en cuanto la ampliación de los
derechos ciudadanos, como una forma de evitar el fortalecimiento de las élites regionales. De esta
forma, la consolidación de la República Autoritaria adquiere una explicación más exhaustiva y
compleja que el simple sometimiento de la sociedad a una autoridad fi rme y virtuosa, como había
sido la del rey, que pusiera fi n a las convulsiones provocadas por los intentos de un imponer un
modelo político ajeno a la realidad del país. La refl exión de Cavieres no termina en este punto, ya
que esta particular concepción de Estado liberal perdió todo sentido con el aborto del proyecto
económico de la élite chilena, prematuramente desalojada de las plazas del Pacífi co por los
comerciantes británicos (tema sobradamente conocido por el autor), que además coparon los
circuitos de explotación y transferencia de materias primas, relegándola a atender mercados
marginales, prestarle servicios legales y políticos y contentarse con mantener un estilo de vida
señorial en sus haciendas. De este fallido proyecto económico quedó un Estado liberal no
completamente consolidado, dado que surgió producto de las circunstancias y la conveniencia, más
que de una convicción. De esta forma, los usos y tradiciones corporativas del período colonial se
trasladaron al sistema de representación ciudadana de la República, llevando a que en la práctica
“algunos decidieran más que otros”.
El ensayo Sobre la Independencia de Chile es un intento por conectar los resultados de varias obras
que han abordado el tema de la representación en Hispanoamérica. Como resultado, son pocas las
cuestiones a las que el autor entrega una respuesta o interpretación defi nitiva. Más bien complejiza
preguntas, propone nuevas interrogantes y sugiere líneas de investigación. Con todo, establece con
claridad tres puntos fundamentales que deben tenerse en consideración: el primero es que el tema
de la representación y los sistemas de participación ciudadana fue tan candente hace doscientos
años como lo es en la actualidad, por lo que la resolución de los problemas presentes de la sociedad
civil chilena debe tener en cuenta la experiencia acumulada. Luego, la historia de Chile debe
desechar defi nitivamente la segregación de las historias americanas y española, puesto que en
todas operan los mismos procesos y la misma lógica, por lo que las explicaciones autorreferentes
no pueden ser satisfactorias. Finalmente, la historiografía chilena reciente, que ha abordado el
período colonial tardío, la independencia y la temprana república, ha exagerado en extraer
conclusiones demasiado generales de investigaciones centradas únicamente en la política, la guerra,
actores sociales y aspectos culturales. Por ello, el autor hace una tácita invitación a la mesura
intelectual, sugiriendo que los análisis y conclusiones permanezcan circunscritos a los ámbitos
temáticos en los que fueron concebidos.
En suma, la obra de Eduardo Cavieres se inscribe dentro de las interpretaciones propiciadas por la
conmemoración del bicentenario de la independencia de la América española, sin alcanzar una
explicación global que conecte la crisis del orden colonial con el presente. Sin embargo, los lectores
interesados en conocer las causas profundas de las disyuntivas y confl ictos actuales de las
sociedades hispanoamericanas encontrarán en este libro antecedentes a partir de los cuales
contextualizar históricamente estos dilemas, especialmente los relacionados con la representación
política, para cuyo análisis el autor aporta interesantes consideraciones sobre los conceptos de
“nación” y “ciudadanía”. Para los historiadores especializados, la obra ofrece la oportunidad de
encontrar un texto que tiene como base la producción historiográfi ca chilena e hispanoamericana
de los últimos sesenta años, conjugando el aporte de numerosos autores en una refl exión unitaria
que, más que cerrar temas y discusiones, propone nuevas rutas de investigación y refl exión. En este
sentido llama la atención que en varios pasajes Cavieres advierta sobre la necesidad de descartar
toda continuidad entre el pensamiento ilustrado y el liberalismo de la temprana República, ya que
no todas las posturas liberales surgidas durante y después de la Independencia estuvieron
inspiradas en la Ilustración española, y esta, en cambio, albergó a personajes que más tarde fueron
realistas y luego conservadores. Desde un enfoque político esto no representa gran novedad,
considerando la contribución de Simon Collier en Ideas and politics of chilean Independence9; sin
embargo, y dada la experiencia del autor en la economía y el comercio del período que estudia, el
que su análisis haya prescindido de dichos aspectos para profundizar en este punto y explicar otros
fenómenos de larga duración deja pendientes interrogantes a las que él parecía la persona llamada
a responder. Por lo tanto y bajo la sospecha de que tal omisión no es casual, entendemos que el
autor evitó ofrecer una interpretación global, en benefi cio de una explicación para el problema de
la representación ciudadana.
La Independencia de Chile
En la historiografía que ha abordado el estudio de la Independencia de Chile, existe cierto consenso
de que ella obedeció más bien a factores externos que internos.
Definitivamente, la crisis política que generó en la Península Ibérica el avance de Napoleón, como
también, la resistencia del pueblo español a la misma -tanto en lo militar como en el plano de las
ideas-, fue fundamental en que los criollos se decidiesen a impulsar un Gobierno propio que pudiese
garantizar la conducción de las colonias mientras volvía Fernando VII.
El historiador Sergio Villalobos aclaró hace ya bastante tiempo que los líderes de este proceso, que
significó el establecimiento de la Primera Junta de Gobierno en Santiago (18 de septiembre de
1810), se plantearon tanto en términos de continuismo como de reforma.
Empero, la idea de Independencia, no parece cobrar fuerza sino hasta la llamada dictadura de José
Miguel Carrera, en cuyo Gobierno se impulsaron iniciativas audaces, como la de crear los primeros
símbolos patrios, imprimir el primer periódico cuyo sugerente nombre fue 'La Aurora de Chile', y
hacer un reglamento constitucional con una velada declaración de independencia.
Desde el virreinato peruano, se impulsó la contrarrevolución que tras varios intentos, finalmente,
terminó derrotando a las divididas milicias criollas en Rancagua (1814).
Cristian Guerrero Lira demostró que la demora del virrey Fernando de Abascal en intentar frenar las
acciones revolucionarias de Santiago se debió esencialmente a que había importantes intereses
económicos entre el Virreinato y Chile, que obviamente se verían dañados si había una guerra.
Asimismo pone en duda que el periodo en que la contrarrevolución española retomó el control de
la colonia chilena (1814-1817), estuviese marcado por la represión desmedida, como que ello llevara
a que el sentimiento emancipador se expandiese entre los criollos.
Lo que se sigue resaltando es la acción de Manuel Rodríguez que durante este periodo organizó
montoneras que habrían minado el poder de los realistas. Junto a ello, sin duda fue fundamental la
ayuda que Argentina, de la mano de San Martín, dio a los revolucionarios en la preparación del
Ejército Libertador, que finalmente cruzó los Andes para venir a derrotar al último gobernador
español, Casimiro Marcó del Pont.
Entre los triunfos de Chacabuco (12 de febrero de 1817) y Maipú (5 de abril de 1818), O'Higgins
decidió proclamar la independencia de Chile, cuestión que ocurrió en la ciudad de Talca, el 12 de
febrero de 1817.
El poder popular
Tradicionalmente la Independencia chilena se ha visualizado como una cuestión criolla. Así se
desprende también de lo que escribimos más arriba. Jocelyn Holt es quien más ha subrayado ese
carácter, además de insistir en que la Independencia fue mucho más que un cambio cosmético, sería
un hito relevante en la transición desde una sociedad tradicional a otra más moderna.
Nuevas investigaciones han intentado comprender y dimensionar el rol de los sectores populares
en el proceso de emancipación. Leonardo León estudia el problema a partir de las levas forzosas y
visualiza en la resistencia al reclutamiento, cuestión que en algunos momentos habría amenazado
con hacer zozobrar los intereses de los bandos en pugna, como una de las primeras manifestaciones
políticas de los sectores populares.

Asimismo, el bandidaje -cuestión de la que también hace mención Gabriel Salazar- también aparece
como una manifestación de rechazo a la política de la oligarquía santiaguina de quienes van
sufriendo las consecuencias de las guerras de Independencia en lo social y económico.
Sin duda, la interpretación de Jorge Pinto de la guerra a muerte que se libró en el sur (1819 -1824)
como una resistencia al avance del estado que se estaba construyendo desde Santiago más que
como los últimos esfuerzos de los realistas por detener lo irreversible, está en esa línea.
Organización política
Lograda la independencia quedaba por resolver el problema de qué organización política dar a estos
espacios. Las investigaciones de Gabriel Salazar han dado una significativa luz sobre el periodo 1823-
1830.
Durante este tiempo, ciertos líderes de la clase dirigente se propusieron generar un sistema político
legitimado desde los pueblos, desde la democracia de los cabildos. Políticos como el malogrado
Manuel Rodríguez (asesinado en 1818) o Ramón Freire serían representantes de estos propósitos.
Ellos deberían ser considerados los verdaderos héroes populares del periodo, en tanto Diego
Portales sería el héroe del sistema político oligárquico y excluyente que terminó por erigirse desde
1830.
Mas allá de la certeza de que la emancipación responde más bien a una coyuntura, el historiador
Eduardo Cavieres viene insistiendo en la necesidad de comprender este periodo desde miradas más
amplias, desde la transición que se produce en América desde 1740 hasta más o menos 1850 hacia
un nuevo escenario económico y social.
Cavieres hace su análisis partiendo del impacto que tienen las reformas borbónicas en la decadencia
del virreinato peruano, sobre todo con la creación del virreinato de Buenos Aires.
En el medio, la colonia chilena se hace cada vez más independiente, pero no necesariamente más
homogénea. El desafío es entender cómo los espacios regionales contenidos en ella van a
transformarse en espacios nacionales durante el siglo XIX.
LO DESEADO Y LO EJECUTADO: IDEAS Y ACCIONES, TEMAS Y PROBLEMAS SOBRE LA
INDEPENDENCIA NACIONAL, LAS REPRESENTACIONES Y LA CONSTRUCCIÓN DE ESTADO
Introducción
I. A propósito de un trabajo anterior, en el Prólogo del libro en que se publicó, Pedro Pérez Herrero
e Inmaculada Simón Ruíz señalaban que dicho artículo se refería a los conflictos internos que desde
1808 se habían desatado en Chile debido a la existencia de dos grupos antagónicos que al comienzo
se debatían en torno a la sucesión del Gobernador, después respecto a la Primera Junta de Gobierno
y posteriormente en fuertes conflictos de interés entre la representación local (Cabildo de Santiago)
y la representación nacional: “cuando perdía legitimidad la antigua representación se buscaba una
forma alternativa: el liberalismo era solución, pero no significaba acatarlo”3. Las distancias entre el
pensamiento ilustrado y la acción militar; la falta de un proyecto único entre los grupos patriotas o
progresistas y el surgimiento del divorcio entre diferentes formas de liberalismo y las formas de
pensar cómo debiera ser la transición hacia la definitiva independencia y el surgimiento de un nuevo
orden político, conforman los problemas centrales y los planteamientos básicos de estos
desarrollos.

Cuando se estudia el proceso de independencia de Chile (y también de América Latina) para muchos
queda la impresión de que tanto la acción de los Padres Fundadores como el mismo proceso
propiamente tal, se desarrollaron fundamentalmente dentro de los campos de batalla y que, por lo
tanto, en lo particular, el proceso de gestación de estos estados nacionales tuvo que ver con una
cuestión bélica y con unos hechos que se iniciaron a partir de posiciones muy moderadas
(autogobierno por y en nombre de Fernando VII con solemnes declaraciones de fidelidad) y que
buscaban ciertas pequeñas reformas y no más allá. Sin embargo, como siempre en la historia,
pensada como dialéctica, ni los reformistas ni los moderados sabían o tenían contemplado que es
lo que venía pasando ni advirtieron la generación de otros movimientos y personajes que estaba de
acuerdo con el primer principio, pero que, precisamente, querían ir un poco más allá, lo que
significaba violentar la situación. Por ello en la historiografía siempre se discurre acerca de
categorías de legitimidad o ilegitimidad y de cómo se dan entre sí esas relaciones: hasta donde
algunos obedecían la legalidad y hasta donde otros la desconocían tratando de alcanzar sus propios
objetivos.

Por ello, a pesar de todas las discusiones acerca de las causas profundas de los procesos de
emancipación americana y hasta donde son válidos los ejemplos de Estados Unidos y su proceso
caracterizado por la discusión de un liberalismo profundo y doctrinario, de la Revolución francesa y
sus consecuencias e impactos, o de las tradiciones constitucionalistas de las provincias respecto a
teorías vigentes sobre el poder, que en ausencia de la autoridad legítima éste se traslada hacia el
pueblo, el problema central es de qué manera surge la nueva autoridad a partir de renovadas
explicaciones relativas a lo que se consideraba como legítimo. De hecho, cuando
contemporáneamente se observaba el funcionamiento de esa institucionalidad y se pensaba que
las cosas no iban bien, no hubo problemas para algunos de aceptar que era posible romper
nuevamente esa legalidad a partir de otras situaciones que igualmente se observaban como
legítimas: detrás de toda teoría del poder, lo que vence siempre y finalmente es la legitimidad sobre
la legalidad.

No obstante, éste es un problema básico que está relacionado con una pregunta fundamental:
¿fueron los procesos de independencia guiados a partir de opiniones concordantes y homogéneas?
Las influencias norteamericanas o francesas han operado, en diversos grados, como elementos muy
definidos a partir de la comprensión o valoración de sus contenidos por parte de los patriotas
americanos, reduciendo, al mismo tiempo, los propios esfuerzos de éstos para poder tener un
pensamiento y una acción propia. Un análisis a partir de causas intelectuales internas, ayudaría a
replantear el problema, pero en unas primeras miradas, se advertiría rápidamente que no hubo un
pensamiento homogéneo. La propia ilustración se presentó a partir de las diversas formas en que
se entendía. Chiaramonte ha subrayado que tanto en sus influencias como en sus efectos, aún
cuando muy positivo en los avances en la conciencia crítica existente, deben reconocerse las
profundas desigualdades y diferencias producidas en términos de la desigualdad de logros;
desigualdad de orientaciones y percepciones y en las diversas formas de supervivencia de etapas
culturales anteriores (barroca/neoclásica). Más preciso aún es su análisis respecto a la ilustración
española, hispanoamericana y católica que, en el fondo, fue una síntesis de un conjunto de
tendencias reformistas y en donde se conjugaban la tradición conciliar del catolicismo, el
episcopalismo y el jansenismo. Se trató de una amalgama de tendencias que lógicamente provocó
una serie de imágenes de conflictos entre la tradición y la modernidad.
Es importante replantear los discursos, porque de modo contrario, nos seguimos quedamos con una
descripción bastante detallada respecto a lo que sucedió en esos años, pero sin profundizar el
análisis. Nos quedamos con la superficie: la voz, la acción, las decisiones que se tomaron desde un
punto de vista militar y no pensamos, necesariamente, respecto a las ideas que estaban más bien
en el trasfondo de todo lo que estaba sucediendo. En esto existe también un gran problema: la
historia la reconocemos por la exteriorización de lo que sucedió, de lo que podemos ver y observar
y no siempre sobre lo que estaba sucediendo detrás de ello, de aquello que no siempre visualizamos,
pero de aquello que en su momento no tiene la capacidad efectiva de tomar decisiones sobre las
cosas. Y en ese sentido, es indudable que lo teórico, en lo contingente, tiene menos peso aparente
que lo práctico. Entonces es más fácil, más aceptable hacer una historia descriptiva de estos
procesos que ir por este otro lado, sumergiéndonos para ver que había detrás o bajo de ella. Así
entonces, y en esencia, ¿qué es lo que caracteriza el proceso de independencia de Chile?
Desde el punto de vista de lo general, rápidamente se podría decir que el proceso de independencia,
desde el 18 de septiembre de 1810, cuando se convoca a la primera Junta Nacional de Gobierno y
que la historiografía tradicional ha subdividido en dos grandes períodos: el primero, 1810-1814, la
Patria Vieja, caracterizada a partir de un personaje muy importante, José Miguel Carrera, militar,
que había estado en las milicias de España, y que, regresando a Chile, toma el control del gobierno
por la fuerza, lo violenta y lo pone en reorientación desde un movimiento reformista a uno
revolucionario. El segundo período, 1814-1818, que contempla la restauración española, por un par
de años, 1814-1816 cuando, a partir del apoyo del virreinato del Perú, las fuerza realistas han
recuperado el poder y lo controlan desde Santiago; y, 18161817 con el Ejército libertador organizado
en Mendoza, que atraviesa la cordillera y derrota a los españoles en Maipú y Chacabuco, victorias
que permiten declarar la independencia el 1 de enero de 1818 y enseguida, proclamarla en abril.
Allí, el gran personaje fue Bernardo O’Higgins, el llamado Padre de la Patria, y ya su imagen nos sitúa
en lo que venimos señalando: le conocemos más por su acción que por sus pensamientos. Dos
palabras sobre aquello: Carrera no era ideólogo, era un militar. No le gustaba lo que estaba
sucediendo, no quería movimientos reformistas, quería independencia y encabezar el movimiento.
Lo hace entre 1811 y 1814 a través de 3 golpes sucesivos de Estado: cada vez que el proceso se le
iba de las manos, un nuevo golpe, una nueva concentración del poder tras lo cual lo que se buscaba
no era lo que se decía (a nombre de Fernando VII) sino una independencia definitiva.
O’Higgins fue una persona un poco más interesante desde el punto de vista de la historia de las
ideas. Fue hijo ilegítimo de uno de los grandes gobernadores de Chile a fines del período colonial,
Don Ambrosio, un irlandés que ingresó al ejército español, con grandes méritos y que no sólo
terminó en la más alta posición en Chile, sino también como Virrey del Perú y fruto de algunos
deslices, o de amores, con una criolla chilena, nació Bernardo. Este vio a su padre en una sola
oportunidad, a los 10 años, en una cuasi entrevista porque ni siquiera conversaron largamente, pero
lo importante fue que su padre, que no lo podía ni quiso reconocer de acuerdo a la legalidad vigente,
se comprometió de hecho a una buena educación. Fue enviado a estudiar en el Colegio natural de
Chillán, con las jerarquías indígenas y los hijos de criollos respetables y desde allí pasó a Lima para
ingresar a los mejores colegios limeños y enseguida seguir su carrera hacia España y particularmente
Inglaterra. Allí, uno de sus amigos e ideólogos más preferidos, con el cual fue muy cercano, fue
Francisco de Miranda y se dice en sus bibliografías que Miranda le encantó no sólo por su largo
anecdotario, que seguramente lo tenía, sobre la revolución francesa y sus viajes por Europa, sino
fundamentalmente por las ideas liberales que el venezolano le había transmitido permitiéndole
conocer a pensadores tan importantes como Voltaire, Rosseau, etc.. Lo cierto es que, influido por
estas nuevas ideas, O’Higgins regresa a Chile en 1802 después de conocer el fallecimiento de su
padre a quién le perturbaron los para él malos pasos de su hijo, pero que le dejó una fortuna
importante a partir de la cual Bernardo no sólo mejora de situación económica sino que incluso le
permite cambiar su apellido de Riquelme por el de O’Higgins. Lograda estas nuevas posiciones, se
dedica también a la política e igualmente abraza el movimiento emancipador. Más que en el caso
de Carrera, habiendo tenido una gran influencia y formación ideológica, se transformó
fundamentalmente en hombre de acción.
Significa, por un lado, que hay que alcanzar las metas combatiendo no sólo con el enemigo externo,
sino también con el enemigo interno; no es casualidad que los dos grandes próceres chilenos de los
que hemos hablado, por distintas causas terminan siendo enemigos irreconciliables y, en ese
sentido, se puede discutir mucho más acerca de lo que caracterizó al gobierno de O’Higgins
distanciando las premuras de las coyunturas respecto a sus principios liberales y las formas de hacer
expedito el término del antiguo régimen y la construcción del nuevo régimen. Hablo
fundamentalmente en términos políticos-.institucionales.
Hay que insistir en que la mayoría de los análisis sobre la Independencia nacional termina en el
análisis y descripción de estos problemas políticos y militares, primero con Carrera y después con
O’Higgins, pero no avanzan más allá. Lo mismo sucede a nivel americano. Una parte importante de
las celebraciones bicentenarios, al menos en lo oficial, coincidieron en rememorar los hechos
acontecidos y evitaron hacer el análisis de los mismos poniéndoles en perspectivas temporales y
tratando de analizarles respecto a sus efectos sobre el presente. Las publicaciones de divulgación
subrayaron igualmente la presencia de estos personajes y de sus actos, pero no tanto su
pensamiento y sus proyectos de nación, por lo tanto, de la construcción de esta nueva sociedad a
partir del actuar de estos Padres de la Patria, lo cual, al quedar muy restringido al ámbito militar,
situación que no se desconoce en sus propios méritos, desdibuja el trasfondo de la situación a la
cual aludía anteriormente.

II. ¿Cuál es ese trasfondo? Buscando momentos e interpretaciones, fue el paso casi natural que
siguió la historiografía considerada como más tradicional al otorgar significados importantes al
análisis constitucional. De hecho, con interesantes contribuciones ya el mismo Carrera dictó un
Reglamento Constitucional en 1813. Lo hizo posteriormente O’Higgins con una llamada primera
Constitución en 1818 y después en 1822. En realidad, el análisis de estas constituciones deja la
situación más o menos en penumbras porque una situación es promulgar una Constitución y otra,
bastante diferente, es ponerla en práctica y ello no se observa en el análisis históricoconstitucional,
pero sí en la historia de las ideas, en el análisis de las diferencias existentes entre los discursos y las
prácticas. El discurso puede ser muy importante e interesante, pero no necesariamente habla de
algo efectivo y de lo que sucede respecto a la institucionalidad en términos de lo que una
constitución pueda efectivamente desarrollar. Podemos ilustrar la situación con el Reglamento
Constitucional de 1813, pensado y redactado en 1811 por don Juan Egaña. En muchos sentidos no
sólo no representaba el sentimiento de todos quienes podríamos llamar el bando patriota, sino
además estaba todavía bastante distante de las realidades concretas del proceso. En el Proyecto de
una declaración de los derechos del pueblo de Chile, en que se entrecruzaban consideraciones sobre
un congreso chileno y un congreso americano, los conceptos e ideas básicas tenían que ver con la
representación, los derechos naturales y sociales y los objetivos primordiales de América, a saber,
su felicidad y la permanencia de esta felicidad. Se proclamaba que:
Deseando últimamente con el más ardiente esfuerzo, que un ejemplo de moderación desengañe al
mundo, y corte el incendio de las presentes disensiones, cuando se reconozca que Chile solo
pretende aquellos derechos sin los cuales no puede existir seguro, tranquilo, y feliz, consagrando a
la nación entera cuanto no se oponga a la suprema necesidad de su existencia; se persuade, y
declara este Pueblo, que por la irresistible fuerza de las circunstancias, y por el derecho natural e
imprescriptible que tienen todos los hombres a su felicidad, se halla en el caso de formar una
Constitución que establezca sólida y permanentemente su Gobierno.
Los principios que deberían guiar esta Constitución igualmente pudieron sorprender a muchos o
hacerlos incomprensibles para otros tantos. El primer principio caracterizaba la deseada
Constitución como justa, liberal y permanente. Le seguían, entre otros, el que el pueblo de Chile
retendría en sí el derecho y ejercicio de todas sus relaciones exteriores hasta formalizarse un
Congreso nacional o al menos de la América del Sud; el que los derechos, regalías y preeminencias
de Fernando VII serían declarados por el Congreso; y la declaración de que “Chile forma una nación
con los pueblos españoles que se reúnan, o declaren solemnemente querer reunirse al Congreso
general constituido de un modo igual y libre”.
Obviamente, destacan dos conceptos centrales: primer gran problema, quién es el pueblo, los
pueblos. ¿Qué significa ello en 1810 o en 1818? Segundo gran problema: ¿Qué significaba ser
liberal? En la extensa exposición que realizó el autor respecto de los principios que consolidan el
pacto social de los habitantes de Chile, texto que se mandó publicar por el gobierno como
Reglamento Constitucional en 1813, no se volvió a tocar la palabra liberal pero la introducción
recogía lo más importante de las nuevas relaciones institucionales que se pensaban ya más
generalizadamente a comienzos del s. XIX: “La Constitución reconoce que todos los hombres nacen
iguales, libres, e independientes: que aunque para vivir en sociedad sacrifican parte de su
independencia natural, y salvaje; pero ellos conservan, y la sociedad protege, su seguridad,
propiedad, y la libertad, e igualdad civil”. Le seguía articulados referentes al orden jurídico y la
seguridad individual, la libertad y la igualdad; la educación, la censura, las Juntas cívicas generales y
gubernativas y otros aspectos.
El título referente a los ciudadanos declaraba por tales a quienes deseando vivir bajo la protección
de las leyes, con garantía de su libertad, propiedad, seguridad, disfrutando de los beneficios
públicos y sociales, contribuyeran con su persona o bienes a las cargas y defensa del Estado y
enseguida pasaba a explicitar quienes podrían ser declarados por el gobierno en tal categoría:
Todo hombre libre, natural o extranjero, que profese la Religión católica, y de razón de su catecismo;
que tenga instrucción en el breve compendio (que formará la República) de las leyes más necesarias
para la vida social; que sepa leer , y escribir; que haya servido a su Patria cumpliendo el mérito cívico
(de que después se hablará) de un modo aprobado por la Censura, y cumplido el término necesario
de disciplina militar; que tenga veinte y un años; y de quien informe la Censura que no ha
desmerecido con algún delito o profanación de las costumbres, o que se haya rehabilitado; tiene
derecho, y debe ser declarado Ciudadano activo, con parte en la Soberanía, y apto para todos los
ministerios del Estado, en que no exija más requisitos la ley.

Frente a una pretendida constitución liberal, una serie de secciones respecto al mérito cívico,
ciudadanos beneméritos de la patria o constitucionales, ciudadanos beneméritos en alto grado;
pero, más aún, en referencias a las castas en que defendiendo el principio de que todos los hombres
son iguales delante de la ley se aceptaba una especie de determinismo histórico en que ésta (la ley)
“se halla impotente muchas veces para corregir la opinión” y ante ello, se declaraba que “no se
permite en el territorio de la República al que de mulato inclusive para atrás se case igualando, o
deteriorando su especie, después de la Constitución. No iguala ni deteriora si casa con India. Se
entiende por mulato que alguno de sus Padres sea negro, o de una casta inferior a la de hijo de
cuarterón y negro”, con lo cual se contravenía los principios generales de libertad e igualdad.
Detrás de estas situaciones, todas muy importantes, y que están en el sustrato de las acciones
políticas y militares propiamente tales, estaba el hoy día tan utilizado concepto de la representación.
¿Qué era y que significaba representación? Creo que allí se encuentra una problemática muy densa
y complicada, con múltiples entradas y salidas para su estudio y comprensión y que exige ir
desmenuzando, en primer lugar, el acepciones, sino además, diferentes formas de ser acogido e
interpretado por los propios contemporáneos de 1810 y años siguientes. Para ser más concreto,
estudiando la situación, Sol Serrano habla sobre el problema de la representación con algunas ideas
muy interesantes, pero que sin negar sus aportes, requieren de mayor discusión. Una de sus ideas
centrales es insistir y subrayar lo que llama la fortaleza de las instituciones coloniales que superan
el derrumbe de la monarquía ¿Qué significa ello? Lo que está diciendo es que el proceso de
independencia, independientemente del problema militar, se pudo subsanar y dirigir a partir de que
las instituciones coloniales eran de tal fuerza que terminaron por salvar el proceso. Ella está
pensando fundamentalmente en el Cabildo colonial, que para el caso chileno, significa pensar
específicamente en el Cabildo santiaguino, el principal. Especificando las diferentes formas que
alcanza la representación y siguiendo los acontecimientos desde 1808 hasta 1814, cuando antes de
la derrota de los patriotas, el escenario institucional débil referente al escenario militar es superado
a partir de tipo de representación alcanzado en la Patria Vieja: la Junta santiaguina se rebeló contra
los Carrera nombrando como General a Bernardo O’Higgins, condenando el despotismo y fijando el
propósito de llamar a un Senado consultivo. En lo concreto, alcanzó a reunir, en dos sesiones, a toda
la representación de la capital, Senado, cabildo secular y eclesiástico, tribunal de justicia, jefes
militares y veteranos y demás tribunales, todo ello para otorgar facultades al Supremo.
Por cierto, ante el transitorio triunfo realista, ello no prosperó. No obstante, Sol Serrano señala que
éste había sido un pequeño triunfo, “antes de la derrota, de la lógica representativa de los pueblos
que transitaba hacia la de los individuos por medio de la proporcionalidad y en contra de la
representación unanimista, ya fuera monárquica o militar. La representación antigua mostraba toda
su fortaleza, su flexibilidad para hacer un tránsito del régimen político. Las instituciones
monárquicas habían realizado el primer tránsito en esos años en que quedaron en evidencia las
lógicas que se enfrentarían en la construcción del Estado nacional”. Por cierto, hay una doble
proyección del problema: hacia atrás, es importante seguir preguntándose hasta donde esta era un
proyecto realmente colectivo y hasta donde habían diferencias profundas entre los mismos sectores
patriotas; hacia delante, se trataba de un proyecto de muy largo plazo. Por lo pronto, y como está
señalado, para Juan Egaña en 1811 y para el posterior Reglamento Constitucional de 1813, la
categoría de ciudadano distaba mucho de ser liberal y de entrar en una categoría moderna de
representación.
Esto está dentro de algo mayor. Como dato historiográfico, hay una larga tradición que se ha venido
rompiendo algo en las últimas décadas y que está dentro de la historia institucional. Con diversos
énfasis, basándose incluso en las instituciones coloniales y, posteriormente en los organismos de
Estado, lo que se acentúa es que los chilenos (lo que daría para una gran discusión), siempre han
sido defensores y garantes del orden institucional y eso es lo que les ha distinguido, no sólo en el
período republicano sino también en el período colonial. Una de las máximas expresiones de ello,
es un libro ya antiguo, pero siempre interesante, de Julio Alemparte, en donde su idea central es
que la cuna de la civilidad chilena e incluso del sistema democrático fue el Cabildo colonial. Lo que
hace Serrano es ver, desde otra perspectiva, esa idea: frente a los hechos de 1808, efectivamente
el Cabildo santiaguino alcanzó un protagonismo inusual. Lo hizo porque era parte importante de la
institucionalidad existente y sobre ello Serrano señala dos ejemplos de elecciones de cabildo en
1809, en Quillota y La Serena, en que frente a reclamos por fraude, la Real Audiencia ordenó repetir
el procedimiento concluyendo que “la impugnación era la forma e competencia de los grupos
locales por el poder comunal. Por lo mismo esa cultura política era jurídica, donde los elementos
procesales eran cruciales”.
Sin embargo, estos dos ejemplos pueden ser válidos, pero no generalizables. Lo fundamental en
esta visión del Cabildo tiene que ver con el nivel en que puede ser visto como el puente de la
representación del pueblo (y de qué pueblo). Efectivamente, en el período colonial, el Cabildo
desarrolló una función concreta de representación, pero se debe precisar el concepto. Una
situación es que podía representar y hacer representaciones. Podía presentar sus reflexiones y sus
inquietudes respecto a la situación del Reino ante el propio Rey, directamente, en forma paralela a
la Real Audiencia y al propio Presidente y Gobernador. Efectivamente hubo muchas
representaciones y, a fines del período colonial, algunas muy interesantes. Otra situación es a
quienes representaba políticamente, incluso en su propia composición. Se trata de una
representación corporativa que, hacia 1814, no está claro si efectivamente había cambiado
consensual y generalizadamente.

Creo que, en este sentido, no se ha roto completamente la tradición historiográfica de visualizar a


los Cabildos como el órgano tradicional de representación del pueblo. En una especie que dice
Sol Serrano, “La representación en el Reino de Chile: 1808-1814” tratamiento más complicado,
Gabriel Salazar igualmente atribuye al Cabildo santiaguino esta capacidad de representación de
anhelos, sentimientos, intereses, del pueblo, pero especificando qué sector de ese pueblo. Salazar
se refiere a un proceso que se vino gestando particularmente en la segunda mitad del siglo XVIII
cuando el cabildo fue pasando progresivamente desde un sector productor (agricultores, mineros,
manufactureros) hacia un sector mercantil, lo cual tuvo efectos recíprocos entre las relaciones entre
la Metrópolis y sus colonias. Para el período en que ocurrieron los hechos que fracturaron y
posteriormente rompieron con esa unidad, Salazar señala que ese comercio, “ahora en tierra
americana, tendía a desahuciar su unidad política con el Imperio y con el Rey, echando mano a
aquello que el Rey, precisamente, había oprimido y cercenado pero no suprimido: el Derecho de los
Pueblos. Fue así como, por caminos de carambola, ese derecho retornó a la historia empujando por
una nueva sangre: no la de los “pueblos” en tanto que tales, sino la de las burguesías coloniales que
se habían enriquecido cabalgando sobre aquéllos. De este modo, el viejo conflicto entre las dos
soberanías (la universal y la vecinal), entraba a complicarse en Hispanoamérica, porque “los
pueblos” propiamente tales comenzarían a disputar al patriciado mercantil el verdadero uso político
del Derecho de los Pueblos”
En la afirmación anterior se implican varias situaciones: por una parte, igualmente se trata de una
situación que debe discutirse en términos de un proyecto de muy larga duración; por otra parte, en
lo específico del tiempo, las realidades y los conceptos, revive una ya antigua polémica que estuvo
presente en los años 1960 a propósito de dos de las publicaciones más importantes sobre la
independencia, los libros de Hernán Ramirez Necochea y de Sergio Villalobos. Si se siguen las lógicas
de Salazar, la situación comienza a exteriorizarse o transformase ya muy entrada la década de 1820,
más bien en 1828, cuando efectivamente asoma un intento liberal propiamente tal a través de otro
golpe de Estado, de Ramón Freire, que promulga muy rápidamente una Constitución liberal que
tampoco pudo ponerse en vigencia concreta.
Salazar señala que el fracaso de Freire y con ello el fracaso de la representación a partir del Cabildo
colonial se habría debido a los intereses mercantiles de algunos grupos chilenos y sus aliados
extranjeros que estaban en contra de la democratización del proceso y que por lo tanto querían
entrar en una fase de contracción de lo que se había venido logrando15. Como sea, me parece que
habiendo elementos interesantes en esas posiciones, hay que volver a poner en discusión los reales
términos de la representación del Cabildo. Incluso, si el cabildo fuese el órgano más democrático
del período colonial y al cual no se puede restar méritos al papel jugado al convertirse en eje del
proceso de independencia, el cabildo actuaba en términos de una democracia entre iguales y no
más allá que ello. Efectivamente, en el período, especialmente entre 1810 y 1814, ocurrieron
situaciones interesantes en ese cabildo que al menos comenzaron a romper con ese tipo de
representación, aún cuando se puede insistir en si efectivamente existía un solo proyecto político
de representación al interior de todos o de la mayoría de sus miembros.
¿Por qué ese rompimiento? Por razones circunstanciales, pero también porque algunos de esos
miembros, entre ellos el que fuese importante procurador, don José Miguel Infante, fue proclive
hacia ciertas tonalidades de un cierto y aún incierto liberalismo, pero que sí buscó cambios al
concepto de representación y al sistema institucional del viejo orden que buscaba orientar hacia la
creación de un nuevo orden, relación poco utilizada en nuestra historiografía y que es tan usual en
términos de los análisis de la revolución francesa o de los primeros movimientos
13 Gabriel Salazar, Construcción de Estado en Chile, 1800-1837, democracia de los “pueblos”.
Militarismo ciudadano, liberales españoles con énfasis en que en ellos su gran objetivo era el crear
una nueva institucionalidad. Infante es un buen ejemplo de esta falta de un proyecto político único.
En diciembre de 1810, presionó al Cabildo para recabar de la Junta de Gobierno una más decidida
voluntad de convocatoria a elecciones para la pronta reunión de un Congreso Nacional. Entre sus
argumentos manifestaba que el derecho de soberanía se les devolvía a los pueblos con la muerte
civil del Monarca y que se requería de una pronta formación de una Constitución sabia que sirviese
de regla inalterable al nuevo Gobierno.
El Congreso se reunió efectivamente el 4 de julio de 1811 e Infante se convirtió rápidamente en el
más violento y elocuente orador del mismo. Como miembro de la Asamblea subscribió el
Reglamento provisorio para el mejor régimen de gobierno, a nombre de Fernando VII, lo que le valió
su salida del Congreso en la primera asonada de José Miguel Carrera el 4 de septiembre del mismo
año, con una petición a nombre del pueblo, pero firmada sólo por algunos ciudadanos, que llamaban
a la salvación pública a través de drásticas medidas como la expulsión de ciertos diputados como
Infante, Eyzaguirre y otros. En marzo de 1813, a consecuencias de nuevas coyunturas militares,
volvió a ser componente de una nueva Junta de Gobierno16.
Evidentemente hubo grandes diferencias entre los discursos y las prácticas, pero también entre el
mundo de las ideas y el mundo de las acciones concretas. Por ello, reconociendo las diferencias
entre lo que pensaba Infante, o lo que escribía Camilo Henríquez en La Aurora de Chile, es que se
fue pasando desde unas posiciones a otras, de ser realista a patriota, de ser ilustrado a ser liberal,
cuestión difícil de precisar, pero muy importante ya que en pocos trechos temporales se producen
cambios en las orientaciones de los sucesos y, con ello, cambios en las posiciones y en las decisiones.
Se producen confusiones, hombres ilustrados optan indistintamente por ser conservadores o
liberales, más de alguno sigue pensando en alguna forma de monarquía; en la práctica, el acontecer
va estableciendo las nuevas preguntas y cuestionamientos.
III. Desde el punto de vista de lo que fueron dichos aconteceres y, muy rápidamente, apelando a
algunas de las dicotomías ya señaladas, volvamos a pensar en ellos. En 1808, mientras ocurrían los
acontecimientos españoles, en Chile fallecía el Gobernador y, en espera de que desde la Corona
enviase a la nueva autoridad, correspondía nombrar al suplente dentro de Chile. La Real Audiencia
nombró inmediatamente a uno de sus oidores contrariando la legalidad, porque de acuerdo a ella,
el militar de más alta graduación tenía que entrar a suplir el cargo vacante. Ese militar estaba en
Concepción, en la Frontera, pero supo de la situación e hizo valer sus derechos. La Real Audiencia
defendió a su oidor y el Cabildo defendió la legalidad y a García Carrasco que era el militar
contrariado. Asumió finalmente el poder, pero se encontró con un mundo que le dejó
absolutamente desconcertado. Toma posesión de su cargo cuando llegaban las noticias de la
península. ¿Qué podrían pensar los habitantes de Santiago sobre lo que sucedía en España? Los
vecinos más pudientes, que vivían en la periferia de los dominios, enfrentados naturalmente a
situaciones de la política española, que deben decidir entre Carlos IV, Fernando VII, los Bonaparte,
se dividen en cuanto a las opciones a tomar y aquellos que comienzan a pensar en el autogobierno
o que son más ilustrados, se relacionan con el Cabildo y proceden desde allí, pero son parte del
mismo grupo social, se comienzan a enfrentar con la Real Audiencia y con el nuevo gobernador. En
1809 cuando las circunstancias obligan a ir tomando partido y a decidir sobre la posición de Chile
respecto a lo que sucede en España: ¿qué debe hacerse?; ¿seguir a los españoles, jurar las
instituciones españolas, tomar la oportunidad? Detrás de ello está lo fundamental, la vida concreta,
hombres que no tienen experiencia política ni saben por donde irán las cosas; hombres que, en
definitiva, piensan también en decisiones que les permitan defender sus propios privilegios, lo cual
no es nada cuestionable, pero que también forma parte de la historia. En esto de decidir por dónde,
comienzan también a pensar que ellos han tenido la experiencia de este tipo de representación al
cual nos hemos referido y que por lo tanto porqué no tener ellos, a partir de las teorías políticas
que se discuten, una propia Junta de gobierno, a nombre del Rey y mientras dure el cautiverio. Es
ello lo que está surgiendo y lo que se observa en regiones vecinas. Allí si que el Cabildo asume una
capacidad de influencia que no había tenido en el período colonial y ello es una situación que no ha
sido visualizada en profundidad: cómo al interior del Cabildo se van produciendo estas
transformaciones desde una representación del antiguo régimen a una de nuevo orden.
El Cabildo es el que lleva la petición de renuncia a García Carrasco y logra convencer a uno de los
vecinos más pudientes y reconocidos socialmente como lo fue Toro y Zambrano, que había sucedido
a García Carrasco y sobre el cual se comienza a presionar para que llame a una Junta nacional de
gobierno. En septiembre de 1810, un grupo le hace jurar la Junta de Sevilla; otro grupo le convence
llamar a Junta Nacional y le garantiza que será el Presidente de la misma. Así lo hace, pero la noche
anterior a ello, se reúnen algunos de los vecinos más influyentes para apoyar la Junta, pero sin
participación de miembros del cabildo: poder local, frente a la Junta, poder nacional: nuevo
problema de representación. El Cabildo se guarda el derecho de seguir representando las
aspiraciones de los vecinos más importantes del Reino frente a la Junta. Esta se instaura como junta
provisoria, mientras convoque a elecciones para la formación de una Asamblea o Congreso Nacional
con participación de todos los “partidos” del país, de todos los pueblos.
Se instaura la Junta y la convocatoria se retrasa ante las presiones del Cabildo. Infante hace ver que
los pueblos están nombrando por su cuenta a los diputados. ¿Qué sucede? El Cabildo se divide entre
quienes piensan un sistema universal y quienes lo piensan en términos de proporcionalidad. No
todos pueden tener el mismo número de representantes y Santiago debe ser mayor. Existe una idea
de lo que debiera ser, pero hay una realidad que lo impide. Finalmente, el propio Presidente
solicitaba el Cabildo hacer el reglamento de esas elecciones. Se constituye el Primer Congreso
Nacional en donde están presentes todos los bandos y grupos de poder existente. Ya está José
Miguel Carrera actuando y lo liquida en 1812: piensa que hay personas que no deben estar e
instaura una nueva Junta de Gobierno y las elecciones se pierden en el acontecer de los
enfrentamientos internos y externos. En 1814 viene la restauración y la huída de sus patriotas hacia
Mendoza. En 1817 se retoma el gobierno, los vecinos ofrecen el poder a San Martín, lo rechaza y
asume O’higgins como Director Supremo de la Nación.
O’Higgins, que había conocido a Miranda, asume el poder y al año siguiente dicta una Constitución
que le entrega poderes absolutos y que por tanto no tiene un sistema electoral abierto y entra en
una fase de gobierno que hacia 1820 está muy desgastado desde un punto de vista político ya que
está la situación de conflicto en que en la práctica política no se ve transformaciones aún cuando
hay bandos e ideas que significan una fuerte confrontación con el gobierno. A ello se suma algo muy
importante dentro de Chile: el ajusticiamiento de los Carrera en Mendoza y de don Manuel
Rodríguez en le propio Santiago (Tiltil). Se crea un conflicto muy fuerte que no tiene que ver sólo
con enemistades personales, sino también con un problema de fondo: O’Higgins pensaba que tenía
que entrar en vigencia el nuevo Estado, pero piensa que todavía no es el momento y que hacerlo
sería conducir al país a una espacie de Guerra civil y por lo tanto afianza su poder supremo y sólo
en 1822, acosado por estas resistencias, es que accede a promulgar una nueva Constitución que
establece un primer sistema electoral muy dirigido desde el poder central, en particular respecto a
la nominación concreta de los diputados. Esa Asamblea resultante se reúne u provoca en momento
muy crucial. O’Higgins se instala como Presidente de la Asamblea, nombra al Presidente y
Vicepresidente de la misma, se retira y deja su renuncia para que el nuevo sistema comience a
funcionar. Los representantes eran O’higginistas en su mayoría y rechazan su renuncia confrontando
más radicalmente a las oposiciones que logran organizarse y provocan incluso el levantamiento
militar en provincias haciéndole renunciar en 1823.
¿Qué es la resultante de todo aquello? Volvemos al problema de las representaciones. O’Higgins, al
llamar a un senado consultivo en 1822 ve esa potestad como un pequeño triunfo antes de la caída
definitiva. Ante la lógica representativa tradicional, de los pueblos, que va hacia a la de los
individuos, desde las corporaciones del antiguo régimen hacia un sistema electoral del nuevo, lo
que procedía era una transición entre ambos regímenes por medio de la representatividad: elección
por medio de la proporcionalidad y en contra de la representatividad unanimista o corporativa. La
representación unánime, fuese monárquica o militar, fueron las dos representaciones comunes
hasta ese momento. La representación antigua, al momento de 1822 mostraba toda su fortaleza y
flexibilidad para hacer el tránsito del régimen político. Es lo que sucedió con O’Higgins: entiende
que a partir de lo existente puede seguir controlando el poder, pero se equivoca en el sentido de
pensar que el apoyo que se le estaba entregando era el apoyo de viejo régimen. En verdad, no era
el apoyo individual de los nuevos ciudadanos, sino que seguía siendo el apoyo corporativo cuando
éste ya estaba en crisis. Ese equívoco en sentirse legitimado en 1822 lo lleva al desastre, a la
abdicación y al exilio, pero al mismo tiempo lleva al país a un estado de anarquía que quería evitar
manteniendo el poder. Entre 1823 y 1829 se suceden una serie de intentos constitucionales, pero
se termina en el enfrentamiento de 1829 que da paso a la organización definitiva: pero no en forma
liberal, sino conservadora. Estos liberales de 1829 representaban la última expresión del liberalismo
doctrinal que venía surgiendo dentro del proceso de independencia. La Constitución de 1833
reglamentó, pero no profundizó lo que se venía discutiendo sobre ciudadanía, elecciones y régimen
representativo.
¿Qué significado tiene la abdicación de O’Higgins? Significa que en realidad el proceso de
independencia no fue solamente el acontecer político-militar, pero tampoco fue sólo los dos
intentos institucionales, primero con el reglamento constitucional de 1812 y después con la
constitución de 1818 sin que el problema central fuese el de la emergencia de la representación y
esta transición de un sistema de antiguo a nuevo régimen. Eso es lo más importante y en ello hay
que rescatar y precisar la presencia y discursos liberales que si bien es cierto no tuvieron éxito
inmediato, hay que reconocer que nunca dejaron de estar presentes. Que a pesar de los desarrollos
políticos propiamente tal, incluido el financiamiento del estado, la discusión siguió por debajo. La
búsqueda del fin de antiguo régimen y su sistema de representación, la búsqueda del sistema
republicano.
Preguntas y cuestionamientos
Es necesario entrar más detalladamente en los orígenes de la historia electoral en Chile y en
América, incluso a partir de su proto historia. Junto a los elementos descriptivos de la misma, está
la discusión respecto a los sistemas de representación y de que manera ello transforma los cimientos
del antiguo régimen a partir de la lenta construcción del nuevo régimen. Ello lleva nuevamente a
replantear las ideas y teorías acerca de la función política de los cabildos y al cuestionamiento
respecto de que éste fuese la cuna de la democracia. En realidad, los cabildos no eran
representativos de toda la sociedad, sino, además, tenían diferentes asientos, jerarquías y formas
de acceder a él. Lo mismo sucedió respecto a las primeras elecciones “ciudadanas”, o de los
pueblos: la conformación del primer Congreso Nacional de 1811 estuvo precedido, en el corto
tiempo, por largas discusiones sobre cómo y quiénes deberían ser elegidos y, en muchos casos, sus
nombramientos estuvieron más bien determinados por razones ajenas a los propósitos políticos
propiamente tales. Indudablemente, detrás de todo aquello estaban los intereses concretos
(hacendados, comerciantes, burocracias) y estaban igualmente quienes pensaban y quienes querían
dirigir el proceso. En un país unitario, el sostenimiento estatal está en el cabildo de Santiago, pero
más todavía en las exportaciones mineras.
Una vez alcanzada la Independencia, O’Higgins, ¿fue Director Supremo o Dictador? Del mismo
modo, antes y durante el gobierno de don Bernardo, ¿de qué tipo de representación se estaba
discutiendo?, ¿de la de vecinos o de la de ciudadanos? Detrás de ello persistía el pensamiento de
antiguo régimen, pero también crecían los adeptos al pensamiento ilustrado, aún cuando éste no
era homogéneo y se entendía de diversas maneras y con distintas significaciones. Ni los liberales
fueron necesariamente ilustrados ni viceversa. Tampoco ser librecambista significaba ser
necesariamente liberal.
Las posiciones de O’Higgins se movieron entre lo legal y lo legítimo. Sobre Carrera se consideran
mucho más sus acciones dictatoriales, la supresión del primer Congreso, el cambio continuo de
jefaturas, la concentración del poder. A O’Higgins se le reconoce su posición como Director Supremo
y habría que reconocerle el haber sido elegido por las corporaciones, los principales vecinos y
cabildantes. Nuevas posiciones antagónicas: legalmente, estaba bien, legítimamente se cuestiona
su posición. Detrás de ello existía un proceso que se venía constituyendo en el tiempo y por ello
hubo oposiciones y contradicciones y entre ellas las dudas respecto a si efectivamente pudo haber
comenzado un nuevo régimen político con elecciones más amplias y libres.
Si se piensa en situaciones concretas, por ejemplo, en la declaración de Independencia podemos
pensar en que la mayoría estaba de acuerdo en la meta republicana, pero la Proclamación de la
misma no especificó que significaba aquello: “Chile y sus islas adyacentes, forman de hecho y por
derecho un Estado libre, Independiente y Soberano, y quedan para siempre separados de la
Monarquía de España, con plena aptitud de adoptar la forma de gobierno que mas convenga a sus
intereses”. Las opciones quedaban abiertas. ¿Cuándo era el momento para decidir en definitiva? En
los mismos términos, importa mucho la historia de las ideas: Manuel de Salas, Infante, otros,
permiten observar inter-relaciones sociales y políticas, desarrollar análisis de discurso dialéctico,
analizar el cómo se pasa de la ilustración al liberalismo, traspasando límites, transitando desde la
revolución al Estado formalizado. Los hombres también se transformaron, los monárquicos de 1800
fueron los patriotas de 1810 y los ciudadanos de 1830. De hombres moderados pasaron a ser a
hombres radicalmente transformadores y después terminaron siendo nuevos conservadores. Por
cierto, en paralelo, lo mismo sucedió con el mundo de las ideas.
Otro tema, aún cuando muy conectado a todo lo anterior es el de la fiscalidad, la formación de la
fisonomía propiamente tal del Estado; su transitar específico desde sus bases vecinales
(particularmente santiaguinas) a la de los ciudadanos. El Estado es organización políticaeconómica,
realidad concreta que se tiene que construir; arcas fiscales, burocracia (funcionarios públicos,
servicio exterior), registros de población, recursos naturales, espacios. También políticas
económicas, ¿proteccionismo o liberalismo? Primero Estado, como institución política; enseguida la
conformación del Estado-nación. No hubo un proyecto, hubo proyectos y allí todo estaba
complejamente entremezclado: las acciones y las ideas. Todo un campo abierto para seguir
explorando y reflexionando.

LA IGLESIA Y LA INDEPENDENCIA DE CHILE. POLÍTICAS DE ESTADO, DOCTRINA Y PATRIMONIO


ECLESIAL
El tema de las relaciones Iglesia-Estado al momento del proceso de independencia nacional
despierta serias preocupaciones respecto a lo que efectivamente ocurrió y a las adhesiones u
oposiciones a los proyectos de la formación de un nuevo proyecto político. En general, sobresalen
el aparente carácter generalizadamente conservador y realista de la jerarquía eclesiástica y el
problema de la defensa de una aparente gran riqueza eclesial. Sobre estos aspectos,
particularmente respecto a la participación política de los cleros secular y regular y a sus actitudes
y convicciones frente a los patriotas, no existe gran literatura historiográfica y tampoco estudios
profundos sobre sus motivos y motivaciones económicas.
Conflictos económicos Estado-Iglesia
El problema de la riqueza fue un problema de larga duración que ya había opuesto al Estado colonial
en relación con la Iglesia, situación que se vino exteriorizando a través de los intentos oficiales por
controlar y utilizar los fondos acumulados por ella, especialmente a partir del sistema de rentas
provenientes desde censos, capellanías y otros. Es bastante conocida la discusión respecto a los
efectos diversos de la promulgación del decreto de amortización del 26 de diciembre de 1804, no
siempre exitoso, en el intento de someter las capellanías y fondos píos a la jurisdicción real. Las
motivaciones y los intereses profundos que se escondían detrás de las miradas estatales a los bienes
del clero permiten observar que, aquello que en un momento surgió bajo motivaciones particulares,
pero que obedecía a un proceso que se venía construyendo desde la década de 1760 con la
expulsión de los jesuitas, terminó por alcanzar otras dimensiones en las relaciones con los Estados
republicanos, que aun siendo conservadores en sus principios generales, compararon sus propias
arcas con las potencialidades económicas que implicaría mantener el patronato sobre la Iglesia.
Evidentemente, aun cuando se dieron desarrollos comunes para toda América Latina, también se
dan situaciones particulares de acuerdo a las circunstancias y ambientes económicos-sociales y
políticos de cada una de las nuevas repúblicas. Tanto en lo político como en lo económico, se puede
entrecruzar las situaciones y por ello utilizar perspectivas de análisis que no separan ambos
aspectos.
Se trata de observar las relaciones Estado-Iglesia pre y post Independencia y en ello es evidente que
no solo se trata de reafirmar el papel jugado por obispos y alta jerarquía eclesiástica o de encontrar
curas realistas o patriotas, sino conformar contextos doctrinarios y políticos que permiten explicar
los diversos comportamientos sobre el particular. En los contextos de la época, conjugando antiguos
pensamientos y materias de fe con coyunturas del momento, debe atenderse la neo-escolástica
teoría pactista desarrollada en los siglos XVI y XVII; el nacionalismo criollo elaborado en la práctica
por los jesuitas a través de la primera mitad del siglo XVIII; y la ilustración que llegaba, a fines de
dicho siglo y comienzos del siguiente, con contenidos referidos a diversos tipos de modernidad.
Desde 1808, todo ello se sintetizaba en las consignas de fidelidad al rey, la religión y la patria, de
modo que el rechazo a Napoleón personificaba la lucha de la cristiandad y de los fieles.
Pero, cuando a ello se adiciona el problema de la legitimidad del poder político, lo cual se tradujo
en el movimiento juntista, la situación no solo se complicó sino que además comenzó a dividir a la
Iglesia según experiencias, regiones, ciudades capitales e individuos propiamente tales. Ocurrió a lo
largo del continente: en La Paz, la junta tuitiva surgió en una ciudad de escasos clérigos. En Quito,
la vida urbana además de ser muy aristocrática era muy religiosa y con muy fuerte presencia de la
Iglesia. En Caracas, pocos clérigos y ninguna referencia católica, en Lima el virrey no tuvo dificultades
para que la sociedad y los religiosos se mantuviesen fieles a las autoridades españolas. En definitiva,
y en la medida en que el proceso fue radicalizándose con fuerte inclinación hacia la independencia
definitiva, cada sociedad fue entendiéndose como caso único. En algunas regiones, los
levantamientos fueron drásticos y en ellos participaron por igual criollos, curas y mestizos. Así
sucedió en Quito como en Huanuco y Cuzco en el Perú; pero en toda América, las fracturas entre
eclesiásticos, entre religiosos y seculares, entre americanos y españoles y, muy fuertemente, entre
el alto y el bajo clero, se hicieron evidentes.
Los obispos, en su mayoría realistas, terminaron por condenar las independencias, pero el clero
secular, masivamente criollo se abanderizó por ellas. Estos clérigos, independientemente de su
número, fueron los motivadores intelectuales de las elites locales y de los diferentes grupos de la
sociedad todavía colonial1. En Chile, si se piensa en términos de las jerarquías, ya a comienzos del
siglo XIX los problemas crecían y, de hecho, ya antes del movimiento juntista, se venía desarrollando
un profundo enfrentamiento entre la Audiencia y el Cabildo eclesiástico que, a su vez, se fue
dividiendo en dos facciones. Se ha señalado que más que enfrentamientos individuales, se trataba
de una lucha de familias contra familias al interior de las instituciones políticas y eclesiásticas2. Entre
las personalidades más importantes durante el período destacó el religioso José Santiago Rodríguez
Zorrilla, nacido en Santiago en 1752, sobrino del obispo Manuel de Alday, quien llegó igualmente a
ser obispo en 1814, nombrado por el Consejo de Regencia al momento de la restauración española.
No obstante, también podemos encontrar situaciones excepcionales en el otro extremo: en 1811,
el franciscano Antonio Orihuela no dudaba en escribir en términos radicales acerca de las diferencias
de rangos y clases inventadas por los tiranos y en llamar al bajo pueblo a despertar y reclamar sus
derechos usurpados. Por cierto, en 1813, Camilo Henríquez y sus proclamas en la Aurora de Chile
constituyeron igualmente fuertes impulsos a la ruptura con España. Sucedió, también, que en la
primera fase del proceso de la constitución de Junta Nacional, hubo unanimidad en la aceptación
de la misma y ello contribuyó a organizar gran cantidad de celebraciones en las cuales las misas
fueron actividad principal. Dada la distancia entre los pueblos y las dificultades en las
comunicaciones, fue un hecho notable que ello sucediera prácticamente en todos los pueblos,
desde Copiapó y Huasco en el norte, hasta Concepción y Laja en el sur3. Obviamente, ello posibilitó
la entrada directa en el debate del clero secular a partir de las prédicas y acciones de los párrocos y,
en la medida en que el proceso fue entrando en tierra derecha, experiencia similar sucedió al
interior de los religiosos seculares. Parte importante de las imágenes existentes acerca de un clero
realista y tradicional se deben más bien a las jefaturas de las órdenes religiosas lo cual en modo
alguno puede generalizarse para todos los frailes y hermanos.

Es posible que la acción y las prédicas de los franciscanos misioneros durante la llamada guerra a
muerte, en paralelo a los avances del pensamiento liberal, hayan generalizado un pensamiento que
era más bien particular. Efectivamente, estos frailes no solo mantuvieron sus lealtades hacia la
Corona, sino que además fueron los principales propagandistas en contra del gobierno republicano
para mantener a los indígenas de los territorios al sur de la frontera aliados con las últimas fuerzas
realistas. La presencia religiosa y las promesas al Ser supremo revestían especial importancia en sus
acciones4. No obstante ello, la realidad anterior fue bastante más diversa y, en general, el clero tuvo
un papel bastante más activo entre los patriotas que el que le han atribuido el grueso de las
opiniones sobre el particular. Más allá de conocidos eclesiásticos participantes en los principales
actos del proceso de emancipación, hubo igualmente un grupo numeroso de curas y párrocos que
se disociaron, en estos aspectos, de sus obispos y hermanos sacerdotes para utilizar sus posiciones
a favor del nuevo orden político. El clero de Concepción destacó sobre el santiaguino: así como los
párrocos de Talcahuano, Concepción, Cauquenes, Penco, Yumbel y Talcamávida fueron
abiertamente realistas, los de Hualqui, Santa Fe, Quirihue, Coelemu, Ninhue, la Florida y Chanco
fueron abiertamente patriota.
Poder político y la Iglesia Más claridad tenemos respecto al análisis de las políticas de los nuevos
gobiernos, el mantenimiento del poder y autoridad política del Estado sobre la administración
eclesiástica y la búsqueda de formas consensuadas para la utilización de parte de sus bienes sin
llegar a la expropiación definitiva, propósito logrado fundamentalmente a través del reforzamiento
de las obras pías y, muy especialmente, bajo el compromiso, reiterado a través de las primeras
décadas de la República, del financiamiento y desarrollo de la educación pública. En esta situación
no hay que olvidar el proceso paralelo de cómo la propia Iglesia, en particular, las órdenes
conventuales, fueron expropiando sus propios haberes, especialmente bienes inmuebles urbanos y
cómo, en algunos casos, siguieron encontrando fórmulas eficientes para convertir antiguas
dependencias bajo las formas tradicionales del censo en instrumentos de crédito más moderno.
En el conocido Real Decreto de 25 de septiembre de 1798, las cofradías y obras pías de la Iglesia
aparecieron como establecimientos de carácter público cuyos bienes raíces, diferenciados de
aquellos denominados de manos muertas, pasaban a ser objeto de enajenación por parte de la
Corona. En la situación de patronato, la apropiación de recursos eclesiásticos, fuese por la vía de
impuestos ordinarios o fuese por exacción extraordinaria, no había cambiado sustancialmente a
pesar de los crecientes esfuerzos de la Corona para disponer más libremente del mayor número de
recursos, especialmente coloniales, para tener donde echar mano en sus permanentes aflictivas
situaciones. Entre estas necesidades materiales e inmediatas y los proyectos de quienes intentaban
modernizar la sociedad a partir de importantes reformas provocadas desde el Estado, el carácter de
los bienes eclesiásticos se movió entre ideas conservadoras e ilustradas y entre las buenas
intenciones y las urgencias concretas de las arcas fiscales6. Como es bien sabido, por Real
Pragmática del 30 de agosto de 1800 y Real Cédula de 12 de abril de 1802 se decretó la percepción,
a través de la consolidación de vales reales, de una anualidad íntegra de los frutos y ventas
correspondientes a todos los beneficios eclesiásticos, seculares y regulares, de cualquier género o
denominación, dignidades mayores y menores, prebendas, capellanías, beneficios simples, etc., que
vacaren en España, Indias o islas adyacentes, por cualquier modo o causa. La implementación de tal
medida igualmente no estuvo exenta de problemas. Los ministros de Real Hacienda de Chile
señalaron que no era clara la situación con respecto a las capellanías de sangre, abundantes en el
Reino, ya que no eran beneficios eclesiásticos, sino establecimientos piadosos, en que
…para asegurarse los fundadores algunos sufragios perpetuos, y ayudar también a la dotación de
sus parientes que quieran entrar al sacerdocio, vincularon ciertas cantidades de dinero, con nombre
de capellanías y aniversarios que se imponen a censo, o se dan a interés, para que percibiendo su
rédito los poseedores, les apliquen las misas u otros sufragios dispuestos.
Interesante resulta destacar las precisiones sobre las categorías existentes respecto a las entradas
de eclesiásticos. Efectivamente, por ejemplo, hubo diferencias entre los significados de los
conceptos rentas y beneficios. Respecto a los réditos de las Capellanías, no se dudaba que éstas
fuesen rentas y que por ello estaban contempladas en otra contribución, la del subsidio eclesiástico,
otorgada, como tantas otras, por concesión pontificia.
Por la misma razón, no podían considerarse como beneficios eclesiásticos y, por ello, deberían
quedar fuera de la nueva normativa al igual que los ingresos de capellanes de Audiencia, Capitanía
General y cuerpos militares; los de hospitales y conventos de monjas; o los rectores, maestros,
pasantes u otros empleados en colegios de estudios. Definitivamente, la anualidad solo debería
corresponder a dignidades y otras funciones muy específicas de las Catedrales de Santiago y
Concepción y de las sacristías mayores de Coquimbo y Chillán, aun cuando en esos casos también
se daban una serie de excepciones. En una complicada arquitectura construida respecto a las
relaciones Iglesia-Estado, para los altos funcionarios de la economía colonial no resultaba fácil
recoger el espíritu de la Real Cédula, “pues varias veces que la hemos leído deseando comprenderla,
nos ha sucedido casi lo propio que al Contador de diezmos”. Lo que sí estaba claro era que la
anualidad correspondía a una gracia concedida a los reyes de España por la silla apostólica a objeto
de poder hacer frente a las urgencias de Estado y, específicamente, para la extinción de los vales
reales.
Lo básico de toda esta situación, más que un fin doctrinario o una política tendiente a limitar los
alcances caritativos de la acción eclesiástica, estaba relacionado más bien con problemas de carácter
terrenal y material. Por sobre toda consideración, los fines y urgencias de la Corona siempre se
impusieron sobre los verdaderos alcances y significados de las riquezas de la Iglesia. En noviembre
de 1804, cuando se dictó el decreto de deducción en cada obispado de un noveno de todo el valor
de los diezmos, calculado antes de realizar cualquier tipo de rebajas ya existentes, para que entrase
íntegro a las Cajas de Consolidación, el mismo Rey señalaba que,
Los crecidos gastos que ha hecho inexcusable la defensa de mis dominios de España e Indias para
preservarlos de los estragos de la guerra y otros males, obligaron a usar de las gracias que sobre las
rentas eclesiásticas se dignó concederme la Santidad de Pío Séptimo por su Breve dado en Roma a
tres de octubre de mil ochocientos, pero como lejos de disminuirse aquellas urgencias, se han hecho
mayores por las calamidades públicas que después han sobrevenido; deseando proporcionar los
medios más seguros y eficaces para su socorro, y que al mismo tiempo sean los menos gravosos a
la agricultura, industria y comercio de mis vasallos, he venido en preferir, entre otros peculiares a
esta Península, el de que las Rentas Eclesiásticas de Indias concurran como las de España a unos
objetos tan piadosos, por lo que en ellos se interesan la Religión y bien del Estado.
El conjunto de situaciones presentadas originó un extenso trámite tendiente a estimar los reales
valores de los bienes con los cuales podían contar, no sólo las órdenes religiosas, sino también el
clero secular. De los resúmenes presentados a la autoridad en 1806, especialmente con respecto a
los valores que beneficiaban al clero secular, la impresión resultante no corresponde precisamente
a una Iglesia efectivamente rica. Además, la situación no era similar en todas partes. Incluso en
Santiago, no todas las parroquias gozaban de los mismos niveles de réditos. En la parroquia de Santa
Ana, 12 imposiciones no superaban un principal de 4.404 pesos; el cura y vicario de la doctrina de
Colina testimoniaba principales poco superiores a los 2.000 pesos. Hacia la costa, el cura de
Casablanca señalaba “que no ha tenido ni tiene fondo alguno sobre bienes, posesión u otro
emolumento y sólo se mantiene desde su principio de la limosna que graciosamente dan los fieles
de modo que habiendo ésta tiene con que alumbrarse y en falta de ésta (que por lo regular sucede)
no hay de que echar mano para su culto”.
En Valparaíso, las cosas no eran mucho mejores y en Talca el párroco explicaba su situación, “de
suerte que no tiene dotación alguna y solamente se mantiene la decencia de ella con la limosna que
dan los fieles por el rango de sepultura y dos pesos que para el mismo efecto están asignados de las
informaciones matrimoniales”. Diferente pudo ser la situación respecto de algunos
establecimientos de beneficencia, conventos, y, en Partidos ubicados hacia el Norte de la capital.
Los hospitales de San Juan de Dios y de San Francisco de Borja, ambos de Santiago, gozaban de
imposiciones a su favor por unos 20.000 y 85.000 pesos, respectivamente. La esclavonía del
Santísimo de la Catedral de Santiago alcanzaba la suma de 11.050 pesos de principal y los capitales
impuestos en favor del Dean y Cabildo de la misma Iglesia Catedral sumaban 30.313 pesos.
En Aconcagua, la parroquia no tenía capellanía ni obra pía, salvo tres solares que se habían
rematado bajo censo redimible a favor de la fábrica de la Iglesia, pero en el cercano Partido de los
Andes, la situación era mucho mejor: cerca de 30.000 pesos como capital de capellanías impuestas
sobre fincas de diversa extensión, fuera de otros capitales más reducidos cuyos censos pertenecían
a las Monjas Agustinas, al convento de San Francisco de Curimón y a los conventos de Santo
Domingo de Santiago y de Aconcagua. En La Serena, un conjunto de 23 capellanías, sumaban un
total de 5.638 pesos de capital impuestos sobre propiedades diversas. La mayor imposición, por 810
pesos estaba aplicada sobre la Hacienda de Marquesa Alta, en el valle del Elqui, aún cuando a lo
largo del mismo valle, en 90 registros de obras pías con diferentes destinos, se sumaban alrededor
de 60.000 pesos como principal más 105 @ de vino que se pagaban anualmente. La doctrina de
Andacollo, bordeaba los 20.000 pesos de principal, y la vecina de Sotaquí, del Partido de Coquimbo,
tres capellanías a favor del Santísimo Sacramento de la Iglesia Parroquial por unos 2.200 pesos y
unos 30.000 pesos de capital, la mayoría de ellos impuestos a favor de conventos locales.
Cambios económicos experimentados por la Iglesia post colonial Si la Corona privilegió sus
necesidades sobre cualquier otro tipo de razonamiento respecto a las riquezas de la Iglesia, no es
menos cierto que desde las últimas décadas del siglo XVIII, el pensamiento ilustrado de ciertos
hombres de gobierno observaba la acción eclesiástica desde otros puntos de vista. El resumen sobre
censos y réditos, como igualmente la solicitud de razones exactas sobre el producto de las cuartas
episcopales, de las asignaciones de curas párrocos por sínodos u otras causas, el estado de
percepción de diezmos, etc., fue requerido por las nuevas autoridades que asumieron la Junta de
Gobierno y el Congreso Nacional a partir de 1810.
En 1811, a objeto de eliminar los males provocados por una ruinosa costumbre, “que con deshonor
de nuestra santa religión, concurren a mantenerlo en el celibato vicioso, distante de la Iglesia y de
sus pastores, y éstos pendientes de unas mezquinas e indecentes cobranzas, incompatibles con el
decoro de su sagrado ministerio”, se decretó la abolición de derechos de matrimonios, bautizos y
entierros menores, para lo cual, además, se debió eliminar las contribuciones que los regulares
debían hacer a sus prelados por la licencia para salir de los claustros para servir de vice-curas o
tenientes y se suprimieron las contribuciones destinadas a construcción de iglesias:
Debiendo tratarse de ocurrir con preferencia a las necesidades más urgentes, y demandando la
buena economía empezar por hacer los ahorros posibles antes de tocar en arbitrios que desagraden
a los pueblos; siendo más conforme a la buena razón y al orden proveer antes a la defensa de las
iglesias que a su construcción, se acordó que desde el día cesen las contribuciones que se hacían
para estos altos objetos, reservándose para tiempos menos angustiosos hacer cuantas erogaciones
dicta la piedad y los religiosos fines a que están consagrados los ramos que les están aplicados.
No faltaron otras determinaciones. Con fecha 23 de octubre del mismo año, a objeto de limitar el
crecimiento de los fondos pertenecientes a manos muertas se acordó que, desde la fecha, y visto el
antiguo y notorio clamor proveniente de los padres de familia sobre el destino de las dotes
otorgadas a los hijos religiosos una vez fallecidos, todas las asignaciones otorgadas al hábito de
religiosas o por ingreso a conventos, con excepción de las religiosas capuchinas, se devolvieran a las
personas que correspondiera. No obstante, mucho más importante es conocer el pensamiento
profundo que existía entre los nuevos criollos con respecto al papel y estado de la Iglesia dentro de
la nueva organización social.
Ello llevó a que en las relaciones Estado-Iglesia aspectos económicos, políticos y doctrinarios se
conjugaran y quedaran mezclados en las discusiones y decisiones. Así, el proyecto de Constitución
de 1812 dejaba un Título completo dedicado al Estado eclesiástico de la República. Allí se observaba
a los religiosos como ciudadanos, súbditos del gobierno, sujetos a la calificación por su civismo,
mérito y costumbres. La República no debiera permitir eclesiásticos seculares o regulares que
necesitaran distraerse de sus atenciones espirituales y sagradas para su honesta y cómoda
subsistencia, prohibiéndose además a las congregaciones admitir más religiosos de los que pudieran
mantenerse. Además de disposiciones respecto al carácter, idoneidad y costumbres de quien
solicitara el sacerdocio, se reglamentaba sobre el uso de la tercera parte de los diezmos para
mantener al clero y, al mismo tiempo, se suprimían definitivamente los derechos parroquiales de
todo tipo, directos o indirectos.
De acuerdo al artículo 248, con respecto a bienes materiales, se pretendía prohibir: …toda donación
en bienes raíces perpetua o por mucho tiempo a favor del estado y ministerio eclesiástico y monacal,
sea general o personal, aunque se entienda para el culto, casas, iglesias, etc., ya sea onerosa o
remuneratoria, o bajo cualquier título, sin expreso consentimiento de la censura y aprobación del
gobierno, y esta misma solemnidad debe proceder en toda compra o adquisición raíz que por algún
otro contrato o título hagan los cuerpos, casas o iglesias eclesiásticas o religiosas16.
Ideas ilustradas, influencia secularizadora de la Revolución francesa, pensamiento republicano de
los patriotas, lo cierto es que es difícil evaluar las relaciones Iglesia-Estado focalizándola solamente
en términos económicos. Los problemas políticos, tanto en el caso del inicio del proceso de
independencia como en los años 1814-1816 con la restauración hispánica, perturbaron, pero no
contrariaron lo que venía sucediendo en materias eclesiásticas. Con todo, a partir de la República
propiamente tal, algunos problemas se exteriorizaron, entre ellos, la relación gobierno civil-
gobierno eclesiástico. En octubre de 1817, el Senado solicitó de los cuatro Provinciales de los
Conventos de la Capital, algunas precisiones respecto a materias administrativo-políticas:
Siendo de la mayor trascendencia la aprobación de los magisterios y presentaturas postuladas por
el R. P. Rector Provisorio y Vicario Definitorio, que anteceden, e interesándose de una parte el
progreso de las letras, el premio de los méritos y el descanso de los religiosos que lo merecen,
mientras, por la contraria, es preciso fundar la falta de adito y la urgencia que autorizan la epiqueya
para decidir la devolución de la jurisdicción excepcionada; y siendo nuestro ánimo el mantener
intactas e inviolables, así las sagradas constituciones de regulares como las jurisdicciones
respectivas, subviniendo solo por nuestra autoridad delegada a los casos ejecutivos por el mejor
orden de las mismas comunidades religiosas, en la incertidumbre del tiempo que debe durar la
incomunicación con sus Generales y la Silla Apostólica y males que de la falta de provisión resultarían
al estado monacal, los Revdos. Padres Provinciales de las cuatro de esta capital, considerando
detenidamente y consultando con sus teólogos esta importante materia, me informarán por
separado su dictamen sobre si deben o no ser admitidos y aprobados, a cuyo efecto se les pasarán
originales y por su orden.- Cienfuegos.- Barreda.
En una larga exposición, fray Bartolomé Rivas, Vicario Provincial del Convento de la Merced,
señalaba al Gobernador del Obispado de que se trataba de una materia oscura y delicada. Por una
parte, estaban los privilegios de la sociedad regular, exenta de jurisdicción episcopal; por otra, la
legislación municipal de cada una de las órdenes que profesaron sus individuos, que a pesar de ser
sagradas, “hay muchas que las dictó el despotismo y el ansia de hacer a los americanos
absolutamente dependientes de la metrópoli de España y unos miserables contribuyentes que
jamás verían el premio de sus trabajos, sin hacer sacrificios muy distantes de la pobreza religiosa”.
El problema de fondo radicaba en los límites de cada autoridad, no solo de las de carácter civil y
religiosa, sino que de las distintas dignidades de esta última.
También los obispos, que por sí o como delegados de la Silla Apostólica igualmente podían ejercer
autoridad respecto a los regulares. Y estaban además los Generales de las órdenes, la Santa Sede y
el propio Papa. A los Generales de las órdenes les estaba reservado el nombramiento para las visitas
generales; el título para presidir los capítulos provinciales; la confirmación de éstos y de sus actas;
la aprobación y confirmación de los magisterios y presentaturas. Pensando en la Península, el Vicario
no dudaba en señalar que allá todo se vendía y se repetían los vicios y la preelección de los menos
dignos:
Si aquí, por desgracia, sucediese alguna vez algo de esto, los remedios están a la mano: el de la
fuerza, expedito para deshacer los agravios y obligar a los eclesiásticos a cumplir las leyes; y cuando
la delincuencia de los regulares se haga pública por cualquier modo, la jurisdicción episcopal que US
dignamente ejerce, le autoriza para hacerles entrar en sus deberes. Y en todo caso me parece que
la utilidad pública, el decoro de los regulares, el mejor orden de las casas religiosas y el libertar a los
tribunales de recursos tan odiosos como desinteresantes al Estado, exigen, de justicia y conforme a
derecho, que haya en US la autoridad bastante para rever las provisiones y grados que se hagan por
los regulares, a lo menos cuando haya agraviados que se quejen, prefiriendo el adito a US al recurso
de fuerza y protección, que siempre es más gravoso y, sin disputa, menos propio entre los
eclesiásticos18

También dieron sus opiniones los otros conventos santiaguinos y, en el conjunto, la discusión se
orientó hacia los diversos tipos de autoridades y jurisdicciones que estaban presentes en la
administración del clero, particularmente en el caso del clero regular. Finalmente, el 19 de
diciembre de 1818, se aprobó un Reglamento Provisorio para el Gobierno de Regulares, publicado
en la Gaceta Ministerial de Chile con fecha 24 de julio de 1819 y sólo consignado en la sesión del
Senado del 6 de marzo de 1820. De sus 21 artículos, destacan el Nº 9, por el cual no se admitirían
patentes de grados o algunos otros beneficios de gracia o justicia que fuesen expedidos por
comisarios o ministros generales existentes en la península española, “pues la absoluta
independencia del Estado así lo exige”. Los Arts. 10 y 11, expresaban que mientras durase la
incomunicación con la Silla Apostólica, los provinciales gozarían de todas las facultades de sus
Generales y que todas las materias reservadas al Romano Pontífice, a quien debían dirigirse los
Generales de las Órdenes, las viesen los diocesanos. El Art. 15, señalaba que expedido por el
diocesano un decreto de confirmación de religiosos postulados para los grados, éstos deberían
presentarse al Excmo. Señor Supremo Director para que les diese el pase “si no hay algún motivo
político que lo impida. Sin este requisito no podrán ser recibidos de sus grados”. El Art. 18 indicaba
que, mientras el Congreso o el Senado formara una norma más definitiva “que deberá regir en lo
sucesivo conforme a las circunstancias políticas que ocurrieren”, el Reglamento se presentaría por
el Diputado del Senado a Su Santidad o al Nuncio para su confirmación. Las situaciones fueron
avanzando a través de diversos e interrelacionados problemas. En noviembre de 1818, fueron por
el lado económico, aun cuando igualmente hubo aspectos que se referían a las potestades civiles y
religiosas.
Entonces se retomó un tema de ya larga historia y se redujo, finalmente, el interés de los censos y
capellanías, a todos aquellos deudores acreditados desde 1813 en adelante, desde un cinco al tres
por ciento, siempre y cuando fuese cubierto en un plano que no excediera el primer semestre del
año e inmediatamente siguientes, fijándolo definitivamente en un cuatro por ciento. La medida se
complementó con la prohibición, en lo sucesivo, a que se otorgaran esta clase de escrituras, de
modo que los capitalistas deberían hacer los correspondientes reconocimientos sobre fundos
valiosos. Se imponían penas civiles a los escribanos en caso de contravenir tales medidas20. En el
Acta del Senado de fecha 07 de diciembre de 1818, se reconocía la Consulta realizada por el Director
Supremo sobre el modo de exigir el interés de los principales de censos y capellanías, “y si la rebaja
del cinco al tres por ciento debía ser extensiva a los capitales que se daban a interés por las manos
muertas; y discutida la cuestión con la seriedad y circunspección que exige la materia, acordó S.E.
que toda capellanía eclesiástica y laical mandada fundar y que no se haya efectuado por no
satisfacer el quince por ciento de alcabala, se funde precisamente en el término de seis meses con
sólo el gravámen del cuatro por ciento, quedando abolido el derecho del quince… aquellas
capellanías, así eclesiásticas como laicales, que no se hallen fundadas, si sus capitales se hubieran
dado a interés para libertar el quince por ciento, gozarán de la rebaja del dos, y reducción al tres
por ciento, desde el año de 1813 hasta el presente”. Los capitales originados en censos y que
hubiesen sido dados a interés por las comunidades religiosas, de ambos sexos, gozarían de las
mismas rebajas estando asegurados los montos bajo las hipotecas de los bienes. La resolución no
estuvo exenta de discusión. El destacado presbítero Alejo Eyzaguirre reclamó la legitimidad y
juridicidad de la resolución, ante lo cual el Senado realizó una larga exposición mediante la cual trató
de observar que el Estado de Chile no era menos en sus capacidades que el rey de España
ejecutando las que consideraba propias y cómo, a través del siglo XVIII, éste había utilizado sus
privilegios para hacer efectivas rebajas del 5 al 3% en varias ocasiones y sobre determinadas
localidades. En forma muy precisa, antes de concluir que no debía alterarse en nada lo determinado,
el Senado señalaba que,
No por ser los eclesiásticos ministros del altar y consagrados especialmente a Dios, pierden el
carácter de ciudadanos y miembros del cuerpo civil, defendiéndose por las leyes del Estado su
tranquilidad, seguridad y abundancia de comodidades del mismo modo que se defiende a los demás
particulares; y que, si no pueden disfrutar de este beneficio, sin quedar sujetos a las cargas que exige
la sociedad, está en el orden sufran sus imposiciones, no hallándose ni en el Antiguo ni en el Nuevo
Testamento autoridad alguna que los exima de la potestad civil, habiendo dicho Jesucristo que su
reino no era de este mundo y, enseñado, que debía pagarse lo que era del César al César, y lo que
era de Dios a Dios.
En un documento posterior, el Senado profundizó aún más sus ideas al respecto. En primer lugar,
recordando que por cédula del 2 de abril de 1760, inserta en otra de 22 de mayo de 1789, se había
declarado que los réditos de capellanías y obras pías no eran eclesiásticos y que el conocimiento de
demandas pertinentes correspondía a juez secular, “porque el Reino de Jesucristo fue y es espiritual
y no ha dado a sus Ministros derecho alguno sobre los bienes temporales por ser dichos réditos
puramente profanos”. Por otra parte, interesaba al Estado que los propietarios de predios rústicos
y urbanos se pusieran más expeditos en las especulaciones mercantiles y rurales puesto que las
riquezas de un reino estaban en razón directa de la de sus habitantes activos y de los contribuyentes,
y que para las públicas necesidades, el Estado podía echar mano de los bienes de la Iglesia.
Adicionalmente, se argumentaba que si la Corte de España no hubiese desoído la fundada
representación del Procurador del Cabildo de Santiago de 1802 o si las Cortes de Cádiz no hubiesen
descuidado la clamorosa súplica de los Diputados suplentes por Chile leída en 1812, ya se hubiese
llegado a la rebaja del 3%. El problema fundamental seguía siendo la relación entre las esferas de lo
espiritual y de lo material.
La experiencia de la expulsión de los jesuitas en 1767 probaba, por una parte, que la Corona había
sido exitosa en sus propósitos iniciales, pero, por otra, que la fuerza de la medida había sido de tal
envergadura, que había quebrantado más de alguna de las lealtades hacia la monarquía haciendo
difícil repetir la situación, aunque fuese medianamente similar. Por lo demás, igualmente, se
produjo una reacción al interior de la Iglesia en contra de los propios jesuitas, y, por ello, la situación
en las primeras décadas del siglo XIX era seriamente compleja conformando una especie de unidad
entre la historia eclesiástica y la historia intelectual. Si, por una parte, la piedad y las prácticas
populares seguían prácticamente intactas lo que favorecía al clero ultramontano a defenderse y
tener argumentos contra la revolución; por otra, en lo doctrinario, las líneas divisorias eran muy
diferentes y marcadas entre galicanos, jansenistas y católicos ilustrados. Ello no permite generalizar
una misma y única posición del clero durante la lucha por la independencia o respecto al proceso
general de la emancipación.
Desde un punto de vista puramente económico, hay que recordar que una parte importante de los
bienes de los jesuitas fue rematada a precios y condiciones depreciadas que restaron ingresos a las
arcas fiscales. Bajo estas consideraciones, los bienes eclesiásticos fueron considerados como
privativos del Estado, pero con sumo cuidado de no caer en nuevos secuestros o embargos,
situación que, además, significaba no desconocer la suma autoridad de Roma, lo cual podía ser
mucho más comprometedor que los reclamos de cualquier obispo o Superior de las colonias. Se
sabía de la severa reprimenda dada en Madrid al obispo de Cuenca por haberse quejado,
amistosamente ante el confesor del rey, de que “la Iglesia estaba saqueada en sus bienes, ultrajada
en sus Ministros y atropellada en su inmunidad”. Mejor era usar de los bienes eclesiásticos cuando
la ocasión así lo exigiera.
El gobierno republicano alegaba que se le censuraba solo por repetir, con mejores derechos y
motivos, los procedimientos que antes habían seguido las autoridades españolas sin ocasionar
reparos en contra: en los últimos años de la Colonia, así como había sucedido con los conventos de
España, los de Chillán habían sido convertidos en cuarteles, así como el de Recoletos y la Catedral
de Concepción se habían utilizado como cárcel26. Fue justamente esta última situación la que siguió
el gobierno patriota a comienzos de su gestión, pero, en todo caso, tratando de no utilizar fuerza
alguna. Así quedó testimoniado por el Superior de los franciscanos en abril de 1819, diciendo que,
a pesar de los destrozos y el desastroso deterioro de los edificios y enseres,
Sólo en esta Capital ha entregado gustosamente conforme su recolección para la artillería de Chile;
el convento de San Diego para cuartel de granaderos; el Hospicio del Conventillo (sin reserva de su
preciosa Iglesia) para depósito de la pólvora, el Colegio de San Buenaventura (Cañada) con una gran
parte de su huerta para el presidio que existe hasta el día.
Igualmente interesante resulta analizar los intentos realizados en 1819 por unir el Seminario con el
Instituto Nacional. En sesión del 6 de febrero de ese año, el Senado acordó nombrar una comisión
compuesta por el Dr. don Domingo Errázuriz, canónigo de la Catedral, que la presidiría, del Dr. don
Diego Antonio de Elizondo, del Dr. don José Antonio Rodríguez y del Dr. don Gaspar Marín para que
dictaminara sobre la unión de tan importantes instituciones. En verdad, la propuesta del gobierno,
recordando el concordato de 1813 que así lo había proveído, había sido recusada por el propio
Rector del Seminario y esa actitud fue confirmada por la propia comisión que se negó a reunirse por
considerar que dicho Concordato ya no tenía validez y porque las circunstancias habían cambiado
radicalmente. Se daban tres argumentos de fondo: el primero, porque en 1813, la unión había sido
pactada previamente por ambas potestades: la civil y la eclesiástica y porque en el art. 6 de dicho
acuerdo se prevenía que, bajo justa causa, el obispo podía volver a separar su Seminario.
Habiéndose disuelto dicha relación, la Iglesia había reivindicado su libertad para gobernar su colegio
al modo antiguo y no estaba obligada a una nueva sujeción. El segundo argumento se refería a
cuestiones económicas: en 1813 el gobierno se había comprometido a hacer efectivas las rentas
asignadas, situación que no se verificaba en 1818, porque las entradas de los ramos de Balanza y
Temporalidades destinadas a dicho fin estaban siendo utilizadas por el Estado para el socorro de
urgencias de mayor necesidad. El tercer argumento unía los anteriores y declaraba de nulidad el
Concordato de 1813 por haber faltado las formas ordenadas al no haberse nombrado dos canónigos
y dos clérigos que debían asesorar al obispo para determinar y aplicar las rentas del Seminario. No
menos importante era el tener en cuenta las diferencias entre los fines del Instituto Nacional y del
Seminario. Aduciendo otros conceptos tanto administrativos, económicos como doctrinarios,
Errázuriz concluía en que:
Por todo lo expuesto, hemos fijado nuestro dictamen sobre la negativa de la reunión, porque no
concurrió a ella de un modo legítimo la jurisdicción eclesiástica, ni la vez pasada ni en la presente;
porque el Diocesano carece de facultades para consentirla, conforme a las constituciones del
Instituto; porque se trata de echar mano de los bienes eclesiásticos para ella y porque el derecho
de Patronato no alcanza a legitimarla. En todo lo dicho, no ha sido nuestro ánimo faltar en lo menor
a la sumisión y respeto debidos a la Suprema Potestad del Estado, sí sólo exponer con ingenuidad
los fundamentos de nuestra opinión sobre el punto que se nos ha consultado, sirviendo esta
protesta de un testimonio de nuestro reconocimiento al actual Gobierno que nos rige.- Dios guarde
a US. muchos años.-
Los cambios en las relaciones Iglesia y Estado en la época republicana En un extenso documento,
redactado por don José Antonio Rodríguez, que permite observar en profundidad las diferencias
existentes respecto a las nuevas relaciones entre Iglesia y Estado, se fundamentaban opiniones
sobre el liberalismo y la ilustración y los altos fines del nuevo orden: las armas defienden; las luces
dan nombradía.
En definitiva, el gobierno resolvió aplicar al sostén y fomento del Instituto Nacional las obras pías
voluntarias y el producto de las mandas forzosas y dictó un reglamento de quince artículos a través
de los cuales se organizaba la administración de esos recursos imponiendo celebrar, “anualmente
en cada parroquia, en el mes de noviembre, una sencilla y devota función fúnebre con asistencia de
la Justicia y Cabildo. Se exhorta a los párrocos instruyan a sus feligreses y les persuadan este piadoso
objeto, el motivo laudable de su institución y la gratitud cristiana que debe acompañarle”.
Entre intentos ilustrados y secularizadores, y algunas escondidas opiniones en ayuda de los
religiosos, el Estado, fiel a sus principios republicanos con alguna influencia francesa y con simpatías
por el liberalismo español, mantuvo sus consideraciones respecto al clero secular, pero en modo
alguno olvidó al clero regular ni menos a las propiedades y riquezas que se suponían éstos poseían.
Fue Ramón Freire el que finalmente, en 1824, intentó poner fin a la situación que se venía
arrastrando. En palabras oficiales, “Hace muchos años que el bien de la sociedad reclamaba
exigentemente el arreglo de las órdenes regulares y el cumplimiento de las santas promesas que
hicieron a los pueblos cuando éstos las recibieron en su seno”. Haciendo una breve síntesis histórica
de algunos de los principales hitos jurídicos que regulaban las relaciones de los religiosos con el
Estado, el 6 de septiembre de ese año, decretó que los regulares se recogiesen a sus respectivos
conventos para guardar la vida en común y la observancia de sus constituciones. Entre otros
aspectos, se ordenaba el cierre de los claustros con menos de ocho religiosos y la prohibición de
existencia de dos de ellos, de la misma orden, en una misma ciudad. Más importante, los artículos
10 y 11, anticipaban el motivo central de la resolución:
Art.10. Para que los regulares puedan exclusivamente consagrarse a su ministerio y no sean
distraídos en atenciones profanas, el Gobierno les exonera de la administración de los bienes. Art.
11. El Gobierno tomará posesión de todos ellos y suministrará por cada regular sacerdote, la
pensión, de doscientos pesos anuales, ciento cincuenta por los coristas, ciento por los legos, un
hábito a todos en cada 18 meses, y los gastos necesarios al culto, conforme a la minuta que
presentaren los diocesanos.
Seguidamente, con fecha 16 de octubre del mismo año, el Gobierno dictó el decreto
complementario y definitivo de toma de posesión de las temporalidades con el directo enunciado
de dos artículos:
con dos casas en la misma ciudad y de los destinados a cerrar por no tener el mínimo de ocho
religiosos en ejercicio. Aunque tenuemente, de algún modo evoca algunas de las imágenes que
surgen de la acción seguida respecto a la expulsión de los jesuitas en 1767. En este caso, la autoridad
civil correspondiente debía nombrar “un comisionado de probidad, amor al bien público y de
notorias facultades, a quién dará la adjunta instrucción, separada del modo de proceder, para que
precisamente a la hora designada se trasladen a los conventos del lugar, llevando cada uno, a más
de dicha instrucción, una copia del decreto anterior de arreglo de las órdenes regulares, que deberá
leer el comisionado al prelado y conventuales previamente convocados”.
Aunque el caso más común era que en la ciudad respectiva hubiese un solo convento de una Orden,
el Gobernador podía nombrar a uno de los Ministros de la Tesorería del distrito para hacerse cargo
de las diligencias detalladas en la instrucción, al parecer igualmente se rodeó la situación de ciertos
sigilos y precauciones que, o trataban de evitar el ocultamiento de libros y documentación o, quizás,
el de no causar provocaciones del vecindario a favor de los religiosos.
En este mezcla confusa y ambigua de requerimientos económicos fiscales, de defensa
inquebrantable del patronato eclesiástico, de celo por el funcionamiento de una sociedad en primer
lugar formada por ciudadanos patriotas dedicados a cumplir esencialmente con las funciones
encomendadas o para las cuales habían sido formadas, de secularización de la sociedad sin una
filosofía o ánimo secularizante, lo que primaba fundamentalmente era la posibilidad de adquirir más
recursos para el Estado. Por ello mismo, la mayor preocupación de la autoridad fue reglamentar los
sucesivos pasos administrativos que deberían cumplirse desde la realización de inventarios hasta el
registro oficial de éstos en el Ministerio del Interior. No obstante, el celo de los funcionarios
ejecutores habría creado delicadas sensaciones y sensibilidades por parte de los religiosos. La
situación se produjo por las particulares instrucciones que se indicaron a los comisionados
encargados de realizar las diligencias. En primer lugar, ellos deberían previamente prestar
juramento de no entregar información alguna de las órdenes recibidas, incluyendo al escribano o
testigos que le acompañaran, quienes deberían ignorar la razón de la diligencia. Llegando al
convento designado, a una hora determinada, y no antes, en nombre del Superior Gobierno debería
hacer “abrir la portería o puerta principal, que cerrará el comisionado, tomando la llave, y pasará a
la celda del prelado para que haga convocar a todos sus súbditos, sin exceptuar los coristas, legos o
donados, a quienes juntos leerá la suprema resolución del arreglo de las órdenes regulares”.
Inmediatamente se debería iniciar el inventario del dinero, muebles, ornamentos, alhajas de oro y
plata, perlas y piedras preciosas, censos a favor de los conventos y las fincas impuestas, nombre de
los sujetos que los reconocían, haciendas, casas, chácaras, viñas, olivares y demás fundos de
pertenencia, expresión de su administración, arriendo, productos anuales, etc. Terminado el
trámite, el comisionado se haría cargo de los dineros, de las deudas activas por cobrar, de los
principales a censo, de los arriendos y otros, y, en caso de no haber ministro de tesorería o hacienda
en la localidad, asumiría la administración de los bienes remitiendo los dineros percibidos a
Tesorería Provincial bajo el descuentos de un 2% en su favor. Obviamente, los religiosos replicaron.
Los recoletos dominicos señalaban que,
... En la media noche del 23 de septiembre del año próximo pasado, se les leyó en comunidad el
decreto supremo sobre arreglo de las órdenes regulares, con el de entrega al Fisco de sus
propiedades, y una circular sobre el modo de cumplir uno y otro. Acostumbrados a la obediencia
por carácter, por hábito y por voto, debieron resignarse todos los religiosos al cumplimiento que
instantáneamente se exigía....

En una larga exposición histórica y comparativa de lo que sucedía contemporáneamente en España


y observando los méritos y derechos que les correspondían para mantener sus regulaciones y sus
propiedades, así como su labor concreta en beneficio de los pobres, apreciaban que a excepción de
la hacienda de Peldehue, se les hubiese restituido la administración de otras propiedades las cuales,
en poco tiempo, se habían devaluado: “Creímos también que lo que reasumíamos, no había sufrido
ni menoscabos ni alteraciones, y que con ello podríamos subsistir. Pocos meses de experiencia nos
han desengañado; es físicamente imposible que el gasto anual se llene con lo que producen los
fundos devueltos”. Se ejemplificaba con el caso de Apoquindo, más aparente que productivo,
gravado con fuertes réditos anuales y con los predios urbanos cuyos costos de mantenimiento se
elevaban a un tercio de sus alquileres. En definitiva, agregaban,: Esa demostración que la caja de
descuentos presentó al Supremo Gobierno y apoyó con sensibilidad, es un desengaño al precipitado
juicio de algunos que nos creían opulentos. La frugalidad, la economía mas rigurosa nos ha
sostenido, y como siempre iba el gasto a la par de las entradas, no hemos podido aumentar la
comunidad con nuevos coristas, ni trabajar altares, sagrario ni utensilios; ni concluir la fundación del
convento de Apoquindo que espera dos claustros para coristas y sacerdotes, refectorio, ropería y
hasta cocina; ni aún hemos alcanzado a tener sobrante para construir en el convento de esta capital
un claustro de enfermería, cuya falta se hace sentir diariamente. Pero sin contar con lo que resta
por hacer y olvidando la bien sabida máxima, que lo que no adelanta retrocede, nosotros miramos
ya difícil la conservación.
Los recoletos solicitaban, por conveniencia misma del Estado, la libre disposición de sus propiedades
rústicas y urbanas, más provechosas al público y mejor administradas en su propio poder y porque
una parte importante de sus productos se repartían en permanentes limosnas de vergonzantes y en
el sustento diario para cerca de doscientos pobres. Terminaban señalando que, “los políticos más
pensadores han levantado su voz para que no haya eclesiástico que no sea propietario, porque así
ninguno habrá que no sea buen ciudadano. El Estado no nos ha dado esos fundos, y sólo tiene a
ellos el alto derecho, que da la sociedad sobre las propiedades de cada uno de los asociados, para
que le contribuyan en justa proporción de sus haberes”.
Los religiosos de Santo Domingo, san agustinos y mercedarios representaron sus inquietudes en
conjunto e insistieron en el argumento de erradas ideas acerca de los verdaderos niveles de riqueza
de los regulares. Del estado oficial acerca de lo que producían las propiedades de las tres religiones
y de lo que el Estado debía invertir en sus asignaciones no resultaba sobrante, sino más bien déficit:
“Aún dentro de esta Provincia ya se palpan errados los cálculos de la soñada riqueza, como ha
sucedido en Valparaíso, donde se contaba con dos millones, después con millón y medio, y ahora se
cree que todo no alcance a doscientos mil pesos; y éstos bajarán todavía la mitad o un tercio”. A
diferencia de experiencias en otros países, los regulares consideraban que en el caso de Chile sus
imaginadas riquezas, lejos de producir un desahogo al Estado, agravarían sus problemas. A
diferencia también de lo que se suponía, …aquí los bienes no habían sido donados por el Gobierno,
sino por la piedad de los fieles, y aumentados por el trabajo y ahorros de las comunidades. El número
de éstas es aquí muy reducido, como lo son las rentas de su sustento; aquí no se han opuesto, y sí
secundado la libertad proclamada; aquí no es aplicable el pretexto de mano muerta o de
amortización eclesiástica, porque casi no hay fundo que no esté usufructuado por seculares; que no
esté sujeto a todas las sisas, gravámenes y contribuciones, a empréstitos forzosos y voluntarios, a
prorratas y alojamientos de tropas, sin que quede convento que no haya servido y sirva de cuartel.
En un análisis bastante cuidadoso, los regulares establecían el interés que debía guiar al Estado por
hacer más productivos sus fundos y que ello solo se podía lograr cuando éstos estuviesen en manos
más industriosas, unidas y activas. El quitar las propiedades a quienes las habían fomentado sería
seguir la suerte de los millones de secuestros que, a ese momento, no producían al fisco y formaban
partidas mínimas dentro de sus ingresos. Por el contrario, los bienes en manos de los regulares
estaban en provecho de los ciudadanos y de los pobres, esparciendo sus frutos temporales y
espirituales a lo largo de la República: “En vano se ostentan aquellos axiomas políticos, de que la
salud del pueblo es la suprema ley, que la Patria está necesitada y que los bienes de los regulares
deben socorrerla porque son de la nación.
Es verdad, todo cuanto somos y tenemos es de la Patria; pero es bajo la garantía de que han de
concurrir todos en igualdad proporcional de facultade. En medio de discusiones sobre la legitimidad
de la propiedad de los regulares, de su uso social, de los verdaderos alcances y beneficios fiscales,
también en medio de sucesivos conflictos políticos, en abril de 1825, una comisión encargada de
enajenar esos bienes, enfrentada a fuertes embarazos y al hecho de haberse promovido graves y
difíciles cuestiones, obstaculizándose el urgente socorro a las necesidades del Estado, desde el
Congreso promovió un proyecto de ley mediante el cual se autorizaba al gobierno para vender los
inmuebles de regulares hasta por el valor de 150.000 pesos prefiriéndose los urbanos existentes en
Santiago, y en orden complementarios los de la ciudad de Valparaíso, terrenos de Aconcagua y
chacra de la Merced perteneciente al Convento Grande de la Merced de la capital del país. No es el
caso, en este trabajo, el hacer un análisis particular de los bienes, valores u otros ingresos
eclesiásticos que permitan medir con cierta precisión los niveles de riqueza existente.
Efectivamente, hubo problemas de diversa
índole que no permitieron al Estado lograr lo que pensaba o aspiraba alcanzar. En definitiva, los
objetivos estuvieron lejos de las realidades y no fueron alcanzados en los niveles esperados. En
medio de crecientes dificultades políticas y económicas, el Congreso de Plenipotenciarios, en sesión
del 7 de mayo de 1830, acordó que se devolvieran las propiedades confiscadas en 1824 a los
recoletos dominicos y esta decisión abrió las puertas para una consecuente revisión de lo que
acontecía con las otras órdenes religiosas.
Llama la atención que fuesen las Municipalidades de Concepción y de Santiago quienes se
decidiesen a solicitar el término de las confiscaciones de regulares y que la autoridad superior se
apoyara precisamente en esas instituciones para determinar el reintegro de los bienes. En
circunstancias políticas muy inestables, en septiembre del mismo año de 1830, apoyado en datos
oficiales de la Tesorería General de la nación, el Congreso consideró que el erario se hallaba
notablemente reagravado debido a que el producto de los bienes enajenados se había consumido
y los réditos que pagaban los censuarios y arrendatarios no alcanzaban a compensar las congruas
de los secularizados ni las asignaciones mensuales de los claustros. En consecuencia, se hacía
preferible retornar los bienes a los regulares, “para que los pueblos reporten utilidad en la
enseñanza, y para que los religiosos secularizados puedan asegurar su subsistencia”.
Conclusiones Son muchas las consideraciones que se pueden deducir de la compleja relación entre
Estado e Iglesia en las décadas de transición desde el mundo colonial hasta el surgimiento del nuevo
orden institucional republicano. Desde las posiciones propiamente pragmáticas del Estado,
independientemente de sus verdaderos fundamentos ideológicos o religiosos, la Iglesia significó,
crecientemente, un medio importante y, aparentemente cómodo, de obtención de recursos. No
está claro, al menos en el caso chileno, cuál era efectivamente la cuantía de los recursos existentes,
especialmente de aquellos en manos del clero regular. Por ello mismo, el proceso aquí descrito
revela más el problema del dominio sobre los bienes temporales que una determinación
relativamente bien pensada sobre el carácter de la religión en un mundo que entraba por los
caminos de la ilustración. En todo caso, la Iglesia era más y poseía mayor capacidad de reacción.
Se puede ejemplificar la situación, en términos concretos, en el desarrollo seguido en parte
importante de las propiedades de los mercedarios en Valparaíso. La orden, la primera en
establecerse en el país, en 1715 fundó el convento de Valparaíso uniéndolo a los demás dispersos a
través del país y, a pesar de la visión generalizada de que éstos eran pobres y ruinosos, sus tierras
en esta última ciudad fueron bastante extensas. Las propiedades se originaron en el siglo XVI, se
vendieron y fueron rematadas en 1707 en don Blas de los Reyes quien las subdividió en dos
porciones, dejando una para sí y la otra, que ocupaba parte importante del llamado barrio del
Almendral, prácticamente la mitad del espacio plano de la ciudad, para Juan Vásquez de
Covarrubias, párroco de la ciudad, quien, a su vez, volvió a vender las tierras al convento en 1714
aumentadas en unas cuantas casas por él construidas. El poco adelantamiento material de las obras
conventuales y los continuos daños provocados por temblores y terremotos, propiciaron que desde
1772 se comenzara a enajenar algunos lotes de terreno y que, en otros casos, se comenzara a formar
un grupo de arrendatarios de cuartos o de pequeñas extensiones de habitación y cultivos menores.
Al paso del siglo XVIII al XIX, estos arrendatarios habían superado el centenar.
Las rentas y los censos sobre las propiedades configuraron parte principal de las entradas del
monasterio. Como se ha dicho, el momento de mayor conflicto con la Iglesia se produjo en 1824
bajo el gobierno de Ramón Freire, quien no solo reglamentó parte importante de la vida eclesiástica,
especialmente la perteneciente al clero regular, sino también enajenó de hecho sus propiedades,
tomando posesión de los bienes. En el caso de Valparaíso, fueron otras las propiedades de su
dominio que se embargaron, pero, a pesar de la ya señalada devolución de temporalidades de 1830,
bajo la exigencia de apertura de escuelas, para cumplir con ello, para poder reconstruir su Iglesia y
otras dependencias, y posiblemente para evitar nuevas situaciones semejantes, los mercedarios, de
su propia cuenta, iniciaron un proceso de autoexpropiación del Almendral. Para considerar la
cuantía de la enajenación, debe señalarse que, entre 1835 y 1842, la orden vendió 194 propiedades,
la mayoría de ellas a sus propios arrendatarios y, gran parte de ellas, a censo. En efecto, se vendieron
203 sitios; los compradores efectivos fueron 170 (algunos compraron dos sitios), de ellos 101 eran
arrendatarios anteriores.
En todo caso, como buen liberal, con sus propias y conocidas actitudes hacia la Iglesia, muy
posteriormente, Vicuña Mackenna señalaba que,
Pero, aún así, después de haberlo enajenado todo para reconstruir por tres veces su claustro y su
Iglesia, posee todavía la Comunidad a título de censo, no menos de 196 solares feudatarios, sin
contar las propiedades de los cerros, todo lo cual produce hoy día una renta tres veces superior al
precio definitivo de la compra.
Entre influencias ideológicas y necesidades urgentes de las siempre débiles arcas fiscales, reales o
republicanas, la Iglesia, y preferentemente las órdenes religiosas, se vieron progresivamente
enfrentadas a despertar sospechas y grandes expectativas acerca de sus riquezas. En el caso de
Chile, con ciertas y relativas precauciones acerca de sus aparentes riquezas, la única primera
consideración es que ella estaba lejos de lograr los niveles alcanzados por las Iglesias de los
principales centros virreinales y que, por ello, sigue en discusión los verdaderos alcances de sus
significaciones sociales y evangélicas propiamente tales. No debe olvidarse, además, que toda esta
historia transcurre en un período de adecuación del patronato y de falta de relaciones oficiales
directas entre los nuevos Estados y Roma, aspecto mejor tratado en la historiografía pertinente.

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