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Instituto Internacional de Gobernabilidad

El estado como maximizador de rentas del crimen organizado:

El caso del tráfico de drogas en México

Carlos Resa Nestares

Biblioteca de Ideas del Instituto Universitario de Gobernabilidad

Colección de Documentos

Tema 1: Sistema político y gobernabilidad democrática

Documento nº 88

Octubre de 2001

El Instituto Internacional de Gobernabilidad, es un centro público de inves-


tigación y formación, integrado por un consorcio entre la United Nations
University, la Escuela Superior de Administración y Dirección de Empresas
(ESADE), la Universitat Oberta de Catalunya y la Generalitat de Catalunya,
configurando una empresa no lucrativa para la producción de recursos de
conocimiento en el campo de la Gobernabilidad y el Desarrollo Humano.

© 2001 Carlos Resa Nestares e Instituto Internacional de Gobernabilidad.

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El estado como maximizador de rentas del crimen organizado: El caso del tráfico
de drogas en México

Carlos Resa Nestares

IIG Documento de Trabajo nº 88

Octubre de 2001

ABSTRACT

El artículo ofrece una lectura del modelo de organización del tráfico de drogas en Méxi-
co. A través de un intento de comparación con el desarrollo del narcotráfico en Colom-
bia, el autor sostiene la existencia de un “modelo mexicano” de organización, en el que
los traficantes son actores tolerados – aunque no legales – en el sistema político. Esta
situación está sujeta a modelos de coacción que permiten que mientras los agentes del
estado están constreñidos en su intento por maximizar los beneficios por factores de tipo
ambiental el sistema político y la organización internacional del tráfico de drogas, los
narcotraficantes ven limitadas sus posibilidades de maximización solamente por el mar-
co estrecho de los constreñimientos impuestos por los agentes de seguridad. Una situa-
ción como ésta puede tener importantes efectos sobre las condiciones para la goberna-
bilidad democrática en México.

Carlos Resa Nestares


Departamento de Estructura Económica y Economía del Desarrollo
Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales
Universidad Autónoma de Madrid
Crta. Colmenar Viejo, km. 13,5
28049 Madrid (España)
carlos.resa@uam.es

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El estado como maximizador de rentas del crimen organizado: El caso
del tráfico de drogas en México

Carlos Resa Nestares*

“El licenciado Enrique Mora, encargado de los servicios administrativos de la Policía


Judicial Federal (PJF), fue cesado en sus funciones. Se dedicaba a la venta de plazas
para aspirantes a jefes, subjefes y agentes de dicha corporación, cuyos costes iban desde
300.000 hasta dos millones de pesos.” (La Prensa, 12 de mayo de 1983)

“Norberto Jesús Suárez Gómez, ex delegado de la Procuraduría General de la República


(PGR), y José Manuel Díaz, subdelegado de la PJF en Chihuahua, y los 15 agentes fe-
derales que laboraban en esa plaza han sido suspendidos y sujetos a investigación por
supuesta participación en venta de plazas. Díaz había denunciado que Suárez Gómez le
había pedido 500 mil dólares por cambiarlo de adscripción.” (La Jornada, 3 de enero de
2001)

Casi dos décadas separan ambas escenas. Una única diferencia: el precio, que apunta lo
lucrativo que se ha vuelto la profesión de policía en México. Pero existen más coinci-
dencias deslumbrantes. Ambas se producen en el inicio de un periodo presidencial de
especial relevancia. En el primer caso alcanzaba el poder Miguel de la Madrid (1982-
1988), que abandonaría las políticas nacionalistas y estatistas que habían caracterizado
al Partido Revolucionario Institucional (PRI) durante las cuatro décadas anteriores. La
segunda referencia coincide con el inicio de la presidencia de Vicente Fox (2000-), el

*
Carlos Resa Nestares es profesor asociado de Economía Aplicada en la Universidad
Autónoma de Madrid y consultor de la Oficina de las Naciones para el Control de las
Droga y la Prevención del Delito, oficina del Caribe. El presente artículo es la actualiza-
ción de la investigación “Implicaciones de la delincuencia organizada transnacional para
la gobernabilidad democrática y para los procesos de integración regional: un análisis
comparado de los casos de México y España”, financiada por la Secretaría de Relacio-
nes Exteriores del gobierno de México y desarrollada como investigador visitante en El
Colegio de México durante el periodo 1997-1998.

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primer mandatario mexicano que no pertenecía al partido único más longevo del mun-
do. Además, ambas administraciones comenzaron su periodo de gobierno enfatizando la
lucha contra la corrupción como la principal bandera de su gestión. De la Madrid lanzó
el programa de la Revolución Moral encaminado a sanear las actuaciones corruptas de
los funcionarios públicos. Fox, cuya campaña se basó en buena medida en la lucha con-
tra un aparato estatal descompuesto, declaró la corrupción como “el mal de todos los
males” en México. Entre sus primeras medidas destacó el lanzamiento del Programa
Nacional de Combate a la Corrupción y el Acuerdo Nacional para la Transparencia y
el Combate a la Corrupción, apoyado por todos los partidos con representación parla-
mentaria.

Pero no paran ahí las coincidencias. En los años ochenta, quien descubrió el entuerto fue
Manuel Ibarra Herrera, director de la PJF de diciembre de 1982 a 1985, que habló de
“escandalosa venta de plazas” y afirmó haber dado de baja a más de 250 agentes del
organismo por vínculos con el tráfico de drogas en sus primeros tres meses en el puesto.
Años después Ibarra sería acusado en un juicio en Los Ángeles de planear, organizar y
ejecutar al agente de la oficina antidrogas estadounidense Drug Enforcement Adminis-
tration (DEA), Enrique Camarena, en Guadalajara en 1985, junto a los más grandes tra-
ficantes de la época: Rafael Caro Quintero, Ernesto Fonseca Carrillo y Miguel Félix
Gallardo. Asimismo, Ibarra fue quien dio la autorización para que se permitiese aban-
donar el país a Caro Quintero y su firma apareció en varias credenciales policiales que
se encontraron en manos de traficantes (Proceso, 5 de febrero de 1990). Su primo, José
Miguel Aldana Ibarra, antiguo agente de la policía secreta mexicana, que ejerció durante
esos mismos años la dirección de Interpol México, fue detenido en 1990 bajo la acusa-
ción de protección a traficantes (Proceso, 5 de marzo de 1990). Pese a su pasado, Alda-
na es en la actualidad el dirigente de la Confederación Nacional de Seguridad y Justicia,
y en fechas recientes declaró que exigirían al gobierno de Fox modificaciones legales
para evitar que las policías sigan protegiendo a organizaciones criminales (Notimex, 12
de julio de 2000). Aún más, recordando sus tiempos de policía en activo, llegó a afirmar
que durante esa época acabaron con la delincuencia, mientras que ahora, por el contra-
rio, “los delincuentes son los que tienen bajo control a los policías” (Proceso, 3 de sep-
tiembre de 2000).

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En el año 2001, quien informó a la prensa de la venta de plazas fue Alfonso Navarrete
Prida, el subprocurador de la PGR. Según las palabras del policía extorsionado, el ex
delegado de la PGR en el estado fronterizo de Chihuahua, le pidió el dinero para entre-
gárselo a un licenciado apellidado Navarrete Prida. El funcionario extorsionador ratificó
tras ser encarcelado que el destinatario del dinero era Navarrete, quien habría llegado a
obtener hasta 81 millones de dólares durante los cuatro años que estuvo en el puesto
(Proceso, 4 de marzo de 2001). Un coronel del ejército detenido en el también estado
fronterizo de Tamaulipas ratificaría estas denuncias tras ser detenido por dar protección
a traficantes locales (Proceso, 6 de mayo de 2001). Estas acusaciones no impidieron que
Navarrete fuera nombrado secretario de Seguridad Pública del Estado de México, en el
centro del país, tan sólo dos meses después.

La venta de plazas en las agencias mexicanas dedicadas a la persecución del tráfico de


drogas no es sino uno de los múltiples síntomas de “una enorme maquinaria para obte-
ner dinero, una pirámide en cuya base se sitúan los delincuentes comunes, en su segun-
do piso los agentes y jefes policiacos y en la cúspide autoridades políticas” (IMECO
1998:36). Y pasar desde el primer escalafón de delincuentes sin placa a ser criminal con
placa oficial y arma reglamentaria supone un crecimiento exponencial de los beneficios.
Por ello, este acceso está bien regulado y organizado de modo que cumpla con las ex-
pectativas. El periodista Terrence Poppa cuenta que: “Una vez hablé con un investiga-
dor de la PGR. Él había grabado secretamente a otro oficial hablando del sistema de
pago. Dice el tipo, ‘¿entonces es todavía el sistema 1-2-3?’. Y el otro dice, ‘sí, sí, el 1-2-
3’. Y comienza ‘1 millón para el interior, 2 millones para la costa y 3 millones para la
frontera’. Eran dólares estadounidenses. Eso era lo que se pagaba para tomar las plazas
de procurador general y en la policía” (Proceso, 7 de mayo de 2000). La escala va de
acuerdo a la cantidad de droga que pasa por el lugar y que puede dar, por lo tanto, lugar
a extorsión.

Colombianización de México: una tesis incorrecta

Durante los últimos años ha sido frecuente escribir y hablar acerca del proceso de ‘co-
lombianización’ que estaba padeciendo México, en especial para referirse al tráfico de
drogas. Las postrimerías del gobierno de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) compu-
sieron un rompecabezas de asesinatos, una crisis económica de extraordinarias dimen-

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siones y a un alud de corruptelas puestas al descubierto que incrementaron las incerti-
dumbres acerca del proceso de transición política en México. Esta inseguridad, en últi-
ma instancia, generó una avalancha de comparaciones internacionales que permitiese
vislumbrar el futuro en otros escenarios. Del despegue económico que equiparaba a
México al florecimiento trunco de los nuevos países industrializados, los tigres asiáti-
cos, se trasladó el prisma sin solución de continuidad hacia la colombianización de la
vida cotidiana de México.

Quienes ven factible la comparación entre Colombia y México acuden a una serie de
factores comunes que incluyen el floreciente tráfico de drogas, los crecientes niveles de
violencia y la ‘narcotización’ de las relación con la potencia dominante: los Estados
Unidos. Han sido muchos los especialistas que desde diversos terrenos se han adherido
a estas tesis: desde prestigiosos académicos y defensores de los derechos humanos co-
mo Víctor Clark Alfaro, Marco Palacio o Sergio Aguayo Quezada hasta políticos, como
el dirigente del PRI en el Distrito Federal, Manuel Aguilera. Desde Colombia, el ex
fiscal general de la República, Gustavo de Greiff, y el antiguo y mítico jefe de la Policía
Nacional, el general Rosso José Serrano, también han abrazado la comparación. En la
trinchera de enfrente se han situado las instancias oficiales de México, desde la PGR
hasta la Secretaría de Gobernación (Segob), que han negado sistemática la tesis de la
colombianización. Pero sus argumentos han sido espurios, más movidos por su interés
en minimizar el alcance del tráfico de drogas que en establecer un parangón coherente
entre la virulencia del fenómeno en ambos países.

Palacios (1999), ampliando un razonamiento cuya elaboración ha sido débil en la mayor


parte de los casos, afirma que la principal similitud entre México y Colombia es un es-
tado débil del que se aprovechan los traficantes. Si bien la idea del estado débil como
caldo de cultivo para el surgimiento del crimen organizado ha sido recurrente en la lite-
ratura académica (Catanzaro 1992; Chubb 1989), la dificultad para cuantificar o tipificar
la fortaleza de un estado hace derivar la carga de la prueba por la senda de una premisa
tautológica definida a posteriori: una vez constatada la presencia de grupos criminales
poderosos se recurre a la idea del estado débil. En el caso específico de México, sin ir
más lejos, el estado cumple con buena parte de las premisas que se supone definen la
fortaleza del estado, tales como la capacidad y la voluntad de mantener el control social,

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de preservar la estabilidad, de gestionar políticas públicas o de controlar la economía
nacional (Migdal 1988; Dauvergne 1998). Pero, sobre todo, la línea de conexión entre
estado débil y presencia dominante de los traficantes se desvanece cuando se aplica la
perspectiva internacional: otros estados igualmente débiles – en el sentido más tradicio-
nal –, que además han estado muy expuestos a la presencia del tráfico de drogas, no han
sufrido las mismas cotas de descomposición política y social. Los casos más patentes de
la futilidad de esta concomitancia son Perú y Brasil.

Pero más allá de debates teóricos, el naufragio de la comparación entre México y Co-
lombia tiene unas raíces más estructurales y falla por la base al desdibujar, o al menos
ignorar, la naturaleza de la organización interna del tráfico de drogas para concentrarse
exclusivamente en los supuestos efectos comunes, en especial sobre los más evidentes
(Toro 1995). La mayor parte de los análisis sobre la ‘colombianización’ de México con-
sideran de manera secundaria el modo dispar en que se ha organizado un vértice funda-
mental del trafico de drogas, que influye de manera determinante sus efectos. Éste es la
forma en que el tráfico de drogas se relaciona con el poder estatal y, en concreto, con las
organizaciones públicas encargadas de perseguir este delito. En Colombia esta relación
ha estado marcada por la independencia de ambos actores. A partir de esta independen-
cia ambos agentes han establecido patrones de interrelación que han ido desde la coope-
ración corruptora hasta el conflicto exacerbado (Molina 1995; Thoumi 1995; Sarmiento
y Krauthausen 1991). En México, la relación entre traficantes y el estado ha estado ca-
racterizada por la desigual de fuerzas a favor de estos últimos. Los traficantes han esta-
do dominados por los organismos de seguridad, subordinados a su poder. Han sido la
policía y el ejército a los que se encomienda la persecución los encargados de determi-
nar a quiénes y en qué condiciones se permite la participación de agentes sin credencial
oficial en el tráfico de drogas. El mecanismo de regulación del tráfico de drogas supone
que “el gobierno mexicano otorga franquicias para el tráfico de drogas y controla estas
franquicias a través de las establecidas por el gobierno para sus agencias de policía fede-
ral y los militares” (Poppa 2000).

Se contempla en México un modelo en el que “el tráfico de drogas está controlado des-
de arriba por las agencias clave del gobierno, las instituciones políticas y funcionarios
clave dentro de la élite” (Lupsha 1998:xii). Un modelo de corrupción que, en términos

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de Tanzi (1998:565), sería (a) altamente centralizado, en tanto en cuanto el dinero fluye
a través de la escalera vertical que comienza en los traficantes y va recorriendo los dife-
rentes escalones en el aparato estatal; (b) que se inicia en los agentes públicos más que
desde instancias ajenas al mismo; (c) de tipo coercitivo, dado que los traficantes no
pueden evitar los pagos si quieren participar en el mercado; (d) predecible en la misma
medida en la que lo es el sistema político mexicano, donde los sistemas de premios y
castigos – y, sobre todo, las reglas que rigen las transiciones pacíficas – son conocidas
por todos los actores; y, por último, (e) interna, en el sentido de “que es una forma de
colusión que transforma la organización [pública] en un mercado interno de reparto sis-
tematizado de los beneficios de la corrupción” (Bac 1998:102).

El conjunto del sistema se arma alrededor del arquetipo de ‘la plaza’, aunque en los úl-
timos años esta idea haya quedado seriamente erosionada por la acumulación por parte
de los traficantes de varias ‘plazas’ a un tiempo y por la progresiva difuminación de las
tareas que ejercen los vendedores de ‘la plaza’ – agentes de seguridad pública – y quie-
nes ostentan temporalmente la hegemonía sobre ‘la plaza’ porque han comprado su
protección – los traficantes propiamente dichos –. La noción de ‘la plaza’ supone que
los poderes públicos venden al mejor postor la licencia para ejercer el monopolio del
tráfico con drogas – al igual que otros ilícitos – a un traficante o grupo de traficantes
coaligados. La licencia tiene en principio una duración temporal ilimitada, pero la mis-
ma está sujeta a la capacidad de los agentes públicos de revocarla en cualquier momento
a su libre albedrío. Hacia abajo, el traficante puede vender partes más pequeñas – y
también menos lucrativas – del monopolio, como es la distribución al por menor dentro
del ámbito de acción de ‘la plaza’, a organizaciones de menor tamaño a cambio de unas
retribuciones específicas, que pueden ser monetarias o en especie. Es éste ‘el derecho de
piso’ que los traficantes protegidos se arrogan y que conceden con el objetivo de maxi-
mizar los beneficios en una determinada ‘plaza’ a través de una división del trabajo fle-
xible. Esta idea de ‘la plaza’ es totalmente desconocida en el tráfico de drogas en Co-
lombia.

Los traficantes, mientras dura la licencia, deben enviar una cuota fija en dinero a las
autoridades policiales. Pero mientras el mantenimiento del flujo de capitales es condi-
ción necesaria, no es condición suficiente para conservar la licencia. Junto al efectivo,

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los traficantes deben colaborar con la misión principal encomendada por las autoridades
a los organismos de seguridad: minimizar los niveles de conflicto social y político. Esta
exigencia implica, en primer lugar, que los traficantes deben mantener bajo control – y
sobre todo alejada del ojo público – la violencia dentro de las organizaciones de trafi-
cantes y la que ejercen frente a elementos que pueden poner en peligro su posición de
privilegio. Esta reciprocidad implica además que no debe afectarse la integridad perso-
nal de las autoridades ni de personajes de fuerte presencia pública, con la excepción de
los miembros de la oposición. La intención de esta compensación es no despertar rece-
los sociales con respecto a la naturaleza de la complicidad en el tráfico de drogas que
pueda implicar, en última instancia, problemas para mantener la posición de los poli-
cías. Más allá de esta minimización del conflicto innato a un mercado ilegal, los trafi-
cantes también deben cooperar con sus protectores en la resolución de casos especial-
mente relevantes para, de ese modo, afianzar la posición de los protectores. Entre éstos,
destacan aquellos que se relacionan con la oposición política, en cuya represión los tra-
ficantes cooperan proporcionando información y fuerza a los agentes de seguridad.

La sucesión de los traficantes dentro de este esquema está determinada por una serie de
factores que, en su mayor parte les son exógenos a los delincuentes. El principal ele-
mento que determina esta permanencia en el mercado es la permuta de las autoridades
que les protegen. El principio de la política mexicana de ‘no reelección’ y la inexisten-
cia de un carrera administrativa en la burocracia – lo que genera fuertes y frecuentes
cambios en las plantillas de la administración pública como consecuencia de la sucesión
de dirigentes políticos – son factores que juegan en contra de la longevidad y la cristali-
zación de grandes organizaciones de traficantes mexicanos. El traficante Félix Gallardo,
que había gozado de protección durante la administración de De la Madrid, fue detenido
cuatro meses después de la conclusión de su gobierno. Según relata el encargado de su
captura, el comandante Guillermo González Calderoni: “Me llamaron para que hiciese
el trabajo de Félix Gallardo. Sabía claramente quien era. Era el número uno. El número
uno es el jefe de jefes”. En el momento de su detención “trato de sobornarme para se-
guir en libertad. No recuerdo si me daba 5 ó 6 millones de dólares. Le dije que su
arresto era innegociable, que lo iba a entregar a las autoridades mexicanas” (PBS, 16 de
octubre de 2000). La continuación de su protección ya no estaba en tela de juicio porque
el esquema completo – incluyendo los traficantes que participaban en el mismo – había

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cambiado con el cambio de dirigentes políticos. Con esta detención, el nuevo gobierno
de Salinas alcanzaba además otros objetivos primarios a su permanencia en el poder:
adquiría elementos de legitimación ante los Estados Unidos tras el masivo fraude elec-
toral que le llevó a la presidencia y, en el más corto plazo, garantizase la certificación en
la lucha antidrogas de los Estados Unidos.

El propio González Calderoni jugó un papel protagonista en la detención del conjunto


de traficantes que habían perdido la protección con el cambio de gobierno. Aparte de
Félix Gallardo, entre sus capturas de los primeros años de la administración del presi-
dente Salinas figuraron Juan Manuel Pineda Trinidad, considerado como uno de los
siete traficantes más buscados del continente americano; Gilberto Ontiveros Lucero, que
desarrollaba su actividad desde el estado fronterizo de Chihuahua; y Pablo Acosta, que
cayó asesinado por tropas a las órdenes de González Calderoni en la ciudad fronteriza
de Ojinaga (Poppa 1998). Su sustituto en la ‘plaza’ sería Amado Carrillo Fuentes, que
luego construyó el denominado cártel de Juárez con la protección que tuvo durante el
gobierno de Salinas.

Juan García Ábrego, que había jugado el papel de traficante favorito durante la admi-
nistración de Salinas, conseguida por su cercanía con la familia presidencial, fue arres-
tado en circunstancias oscuras – que remiten más a una entrega pactada que una deten-
ción fruto del trabajo de inteligencia – trece meses después de que Salinas abandonase
el gobierno. Este retraso temporal parece más relacionado con la debilidad del nuevo
gobierno de Ernesto Zedillo Ponce de León (1994-2000) para hacer funcionar la cadena
de mando – dada su frágil posición dentro del sistema de partido único – que con una
capacidad propia de García Ábrego para mantenerse fuera de la protección oficial. Du-
rante el periodo que duró la administración de Zedillo, las autoridades en público y la
prensa en general dieron por desarticulado el llamado cártel del Golfo – que dirigía Gar-
cía Ábrego – como consecuencia de la presión policial ejercida durante los primeros
años de la administración de Zedillo y la pujanza de otras organizaciones de traficantes.
Casualmente un mes después de que Fox ganase las elecciones aparecieron las primeras
noticias sobre la existencia del cártel del Golfo por boca de agentes federales. Aparen-
temente, a partir de la derrota electoral del PRI habían comenzado a perder – con ante-
lación – la protección de que habían gozado hasta entonces. Como una crónica anuncia-

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da, en abril de 2001, se detuvo a Gilberto García Mena, considerado como un engrane
fundamental de esta nueva recomposición del cártel del Golfo, y una serie de militares y
policías acusados de otorgarle protección.

Pero la rotación de dirigentes político no es el único elemento que introduce variaciones


sustanciales en el campo de juego de los traficantes de drogas. La presión diplomática
de los Estados Unidos – en su rol de fuerza motriz de la lucha antidrogas en México y
de principal socio comercial – juega un papel notable en la caída de importantes diri-
gentes del tráfico de drogas. La irritación que generó en el gobierno estadounidense el
asesinato del agente de la DEA Camarena en 1985 fue seguida por la detención de los
traficantes Caro Quintero y Fonseca, en lo que fue, sobre todo, un esfuerzo de las auto-
ridades mexicanas por recomponer sus relaciones con su vecino norteamericano. Hasta
ese momento, estos traficantes se habían movido bajo la protección de un sistema bien
institucionalizado de protección que incluía, entre otras garantías, la posesión de cre-
denciales oficiales del servicio secreto mexicano y la detención sucesiva de los que se
habrían podido constituir en sus competidores. La insistente presión de elementos del
congreso de los Estados Unidos para detener a Carrillo Fuentes – que andaba buscando
una salida personal negociada desde hacía tiempo – a cambio de la certificación se tra-
dujo en una constante persecución por todo el mundo, como no se había visto nunca
antes desde Caro Quintero, que concluyó con una trágica operación de cirugía estética
en la Ciudad de México en 1997.

Pero la presión diplomática no es la única medida disruptiva de las relaciones entre tra-
ficantes y sus protectores que viene de Estados Unidos. La exposición de los traficantes
en los medios de comunicación es un predictor notable del declive de los traficantes
mexicanos. Como dice Andrade (1995), “los narcotraficantes, como los malos policías,
le tienen un miedo grandioso a la publicidad”. Los protectores en la policía ven enton-
ces comprometida su relación corruptora, que en última instancia puede poner en peli-
gro sus propios cargos, y se ven sometidos a la presión pública para hacer detenciones.
La presencia continuada de los hermanos Amezcua Contreras en la prensa estadouni-
dense – azuzada por declaraciones e informes de las agencias de seguridad norteameri-
canas –, acusados de ser los principales cabecillas de la producción de metanfetaminas,
se tradujo en la pérdida de la protección y en su posterior detención. La estrella decli-

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nante del traficante Carrillo Fuentes durante la administración de Zedillo vio acelerada
su caída con su presencia constante en los medios de comunicación, en especial tras la
detención del general Jesús Gutiérrez Rebollo, al que se relacionó en él. En el caso más
extremo, la querencia del traficante Pablo Acosta – de Ojinaga, en el estado fronterizo
de Chihuahua – a hablar con los medios estadounidenses sobre la naturaleza de su pro-
tección aceleró su caída en desgracia y su posterior asesinato (Poppa 1998).

Los medios de comunicación han jugado entonces un papel doble en la renovación de


las élites de traficantes. Por una parte, han jugado un rol intensivo en la estrategia anti-
drogas de los organismos antidrogas estadounidenses al ser utilizados como medio de
presión ante las autoridades mexicanos. Los grandes diarios estadounidenses han sido
utilizados por estos organismos – y en ocasiones también por agencias mexicanas – co-
mo el mejor instrumento para hacer avanzar la lucha antidrogas en México en la consi-
deración de que no cuentan con métodos formales de presión más eficaces. En este sen-
tido, los medios han apuntalado la estrategia de los Estados Unidos – o, específicamen-
te, de sus agencias de seguridad – para la cooperación policial en México. Por otra par-
te, los medios de comunicación – sobre todo los mexicanos – han jugado un papel más
conservador: el de ser simples reseñas de la caída en desgracia de algunos traficantes y,
en ocasiones, de sus protectores. Como comentó un alto miembro de la PGR, “cuando
los narcos aparecen en los papeles [la prensa], es que ya están de bajada,” que ya han
perdido su protección (entrevista personal:1997). No obstante, los medios mexicanos
han jugado un papel más importante en la disputa política basada en el tráfico de drogas.
Políticos y operadores clientelares han filtrado informaciones – no siempre ciertas – a la
prensa con el objetivo de desprestigiar a los oponentes políticos con denuncias sobre su
implicación en el tráfico de drogas.

Una excesiva presencia en los medios, que además había sido derivada de la ruptura de
otra de las reglas que rigen la cooperación entre traficantes y policias – su incapacidad
para minimizar el conflicto entre organizaciones de traficantes –, cerró el ciclo vital de
buena parte de los traficantes que se vieron involucrados en el asesinato del cardenal
Juan Posadas Ocampo en Guadalajara en mayo de 1993. Uno de los implicados – Joa-
quín Guzmán Loera – fue detenido en Guatemala tan sólo un mes después de estos
acontecimientos. Guzmán se fugó de la cárcel en enero de 2001 bajo la égida de la in-

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certidumbre acerca de la protección que acompaña a los cambios de gobierno. Dos años
más tardaría en ser arrestado otro de los implicados en el asesinato del cardenal – Héc-
tor Luis Palma – a manos precisamente de Gutiérrez Rebollo. Este retraso tuvo su ori-
gen, al menos en parte, en el hecho de que la detención de Guzmán había colmado las
demandas de represalias de parte de la opinión pública y de la opinión publicada por el
deceso de Posadas.

Esta relación entre traficantes y policías, por lo tanto, no puede encuadrarse dentro de la
expresión ‘el plomo o la plata’ con el que se ha tratado de caracterizar a las relaciones
entre las agencias públicas de seguridad y los traficantes en Sudamérica, en especial en
Colombia. Se constituye en una esfera superior en el que las agencias de seguridad les
aplican a los traficantes una forma de ‘el plomo y la plata’ que se alterna según la con-
veniencia de quienes dominan el aparato estatal. “La leyenda de ‘la plata o el plomo’ no
es sino eso, una historia no confirmada que tiene muy poco que ver con la realidad. Las
cosas en el mundo de la policía son mucho menos elaboradas y se reducen a ‘la plata y
el plomo’, en un ensamblaje irrompible” (Andrade 1999). Dependiendo de las circuns-
tancias más ventajosas para generales, altos policías o políticos, en ocasiones las autori-
dades protegerán a los traficantes – ‘la plata’ –; otras no, otras preferirán ‘el plomo’, ya
sea directamente o dejando a los propios traficantes abandonados para que, del caldo de
cultivo de traficantes y policías, surja un nuevo propietario de ‘la plaza’ en una especie
de selección natural del mercado de las drogas. La variable principal que dirige este
proceso de sucesión es que se mantenga – o incluso aumente – la circulación ascendente
del dinero. Adicionalmente, consegue otro objetivo: alimentar la apariencia ante terce-
ros actores – tanto externos, los Estados Unidos, como internos – de que la lucha contra
el tráfico de drogas no es algo propio del ámbito de la imaginación.

Pimentel (1999:9), afirma que este sistema de control permite a las autoridades públi-
cas, aparte de su enriquecimiento personal, dedicar recursos “para el desarrollo, la in-
versión y la financiación de campañas electorales”, quizás siguiendo algunas de las
pautas que se han comprobado en el caso colombiano que entroncan con la idea del
bandido bueno como agente de cambio social (Hobsbawn 1959). Sin embargo, es difícil
encontrar pautas de estas coordenadas en el comportamiento de los traficantes mexica-
nos. La mayor parte de las sospechas sobre financiación de las drogas en las campañas

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de los candidatos gubernamentales se han basado únicamente en la imposibilidad de
discernir el origen de una cantidad sustancial de recursos de origen dudoso. Relacionar
estos fondos grises con el tráfico de drogas ha sido, en los más de los casos, un simplifi-
cación no exenta de una intención de lacerar al partido gobernante (Curzio 2000). Las
acusaciones más específicas acerca de esta asistencia ilegal a las campañas electorales
fueron vertidas por traficantes colombianos encarcelados en los Estados Unidos dentro
del proceso que instruyó en Suiza la fiscal Carla del Ponte con el único objetivo de in-
cautar más de cien millones de dólares que en cuentas suizas había ingresado Raúl Sali-
nas de Gortari (The New York Times, 1 de septiembre de 1998). Esta raquítica denuncia
– por lo nimio de la aportación – ha reverdecido de manera recurrente, movida siempre
por la intención de exhibir las debilidades de México o para negar la capacidad del ex
presidente Salinas para intervenir en la política mexicana (El Economista, 17 de enero
de 2001).

Los traficantes, que en teoría tendrían incentivos máximos para invertir en contiendas
electorales dado que de sus resultados depende su participación en este mercado ilegal,
en realidad se mantienen al margen del proceso político. Por una parte, hasta 1992 el
resultado electoral estaba asegurado a favor del candidato del PRI – a través de una
combinación de estatatismo, cooptación de la oposición, represión, clientelismo y frau-
de –, con lo cual no había manera de dilucidar la contienda a favor de un candidato pro-
pio. Por otra, la decisión acerca de la sucesión que ejerce quien deja vacante el cargo
está tan influencia por motivos exclusivamente personales – aquellos candidatos que
garanticen una salida no conflictiva – que no existe espacio para variar esta decisión en
base a aportaciones monetarias. La capacidad de influir en los mecanismos de sucesión,
por lo tanto, es tan reducida que invalida la utilización de este instrumento como medio
para prolongar su ciclo vital. En consecuencia, la conformación del mercado de drogas
que se deriva de cambios políticos es aceptada de manera exógena por los propios trafi-
cantes, que tratan de adaptarse de la mejor manera a esas sucesiones políticas. Su suerte,
en este sentido, no está sujeta a los resultados electorales sino que va unida a personas, a
la evolución de éstas dentro de los canales informales de gobierno – sujeta a altos gra-
dos de incertidumbre y cuya transferencia puede incluir en determinado momento in-
cluir órdenes más o menos expresa para deshacerse de los traficantes bajo su protección
– y al modo en que se produzcan las transiciones de poder. Esta clave es la que ha per-

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mitido a algunos traficantes superar la creciente pluralidad política en México, que no
ha consistido en una renovación completa del aparato burocrático.

El papel de los traficantes como motor de desarrollo en el sistema económico mexicano


es aún más limitado que su propensión a financiar campañas electorales. El único caso
conocido de cooperación para el progreso mexicano de parte de un traficante es el ofre-
cimiento de cooperación que Carrillo Fuentes hizo en enero de 1997 al gobierno mexi-
cano a través de Gutiérrez Rebollo, entonces director del Instituto Nacional para el
Combate a las Drogas (Proceso, 27 de julio de 1997). A diferencia de lo que hicieron
los traficantes colombianos, Carrillo Fuentes no ofrecía su abandono del mercado de las
drogas sino su permanencia a cambio de “colaborar con la eliminación del narcotráfico
desorganizado; no vender droga en México; no actuar con violencia; traer dólares y
ayudar al país, a su economía”. La oferta no prosperó, tal y como había acaecido en
Colombia. Pero en lugar de iniciar la violenta ofensiva que siguió a la negación del go-
bierno colombiano, Carrillo Fuentes falleció en una rocambolesca operación de cirugía
estética y buena parte de sus protectores fueron encarcelados o asesinados. Este hecho
sugiere que el ofrecimiento parecía más un recurso de última instancia para independi-
zar el tráfico de drogas de las agencias gubernamentales en un momento en el que ya su
protección había sido revocada hacía tiempo. Un testigo de cargo de la PGR afirmó en
1995 que Carrillo Fuentes y su coaligado Eduardo González Quirarte “se iban a ir del
país porque no se habían arreglado con las autoridades” (La Jornada, 21 de agosto de
1997).

Si por la vía indirecta de aportaciones al esfuerzo desarrollista del estado la contribución


de los traficantes al progreso de los mexicanos ha sido inexistente, su dinero sólo mar-
ginalmente ha sido aplicado por un ruta directa a proyectos productivos más allá de los
propios que facilitan las labores propias del negocio. Y en el caso de las inversión en
sus propios factores de producción –incluyendo el trabajo –, ésta se han limitado a ini-
ciativas en aquellas actividades en las que el aparato público no podía proporcionarlos,
independientemente de su coste. Por ejemplo, la inversión de los traficantes en seguri-
dad personal ha sido mínima en relación a sus homónimos colombianos. Los escoltas
tanto de los traficantes como de las drogas han sido casi siempre miembros de las poli-
cías y de las fuerzas armadas comprados, alquilados o puestos a su servicio de manera

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temporal. Adrián Carrera Fuentes, relató que, siendo director de la PJF en octubre de
1993, “Carrillo [Fuentes] le pidió que le proporcionara judiciales para que lo protegie-
ran y que le sirvieran de escolta. [Éste le dijo que] sí le iba a comisionar a policías para
que lo escoltaran” (El Universal, 1 de julio de 1998). El mismo mecanismo de presta-
ción de servicios por parte de funcionarios públicos ha servido para la gestación de un
incipiente aparato de justicia privado para resolver las cuentas pendientes entre trafi-
cantes. La presencia de agentes públicos en ejecuciones atribuidas a conflictos entre
traficantes o en el seno de sus organizaciones ha sido una constante de la dinámica del
tráfico de drogas en México. El sicariato colombiano (Prieto 1991) es un fenómeno
totalmente desconocido en México porque han sido los agentes de seguridad pública
quienes han monopolizado este papel de ejecutores en las disputas entre traficantes, que
en la mayor parte, además, han estado también inducidas por luchas entre sus protecto-
res. Además, esta prestación de servicios ha servido como mecanismo para mantener a
los traficantes bajo el control de las administraciones públicas corruptas. Dado que los
traficantes no tienen mecanismos propios de protección – sino que los poseen en régi-
men de arrendamiento temporal –, suspender los derechos correspondientes a su licencia
es una tarea relativamente sencilla.

Esta actuación de los traficantes por defecto – en aquellos asuntos en las que el dominio
de las agencias de seguridad se imposibilita por razones económicas y de otra índole –
es la que explica el hecho de que los organismos de inteligencia de Estados Unidos si-
túen de manera constante la base de las principales organizaciones dedicadas al tráfico
de drogas en ciudades o estados fronterizos de México: Tijuana, Juárez o Matamoros. El
único paso del tránsito por México de las drogas que no se controla directamente desde
las agencias estatales es la introducción de los estupefacientes en los Estados Unidos.
Por razones diplomáticas obvias, estas tareas tienen que llevarlas a cabo agentes comi-
sionados por las agencias de seguridad.

No obstante, la abrumadora presencia operativa de estas organizaciones en las ciudades


fronterizas no está reñida con una estancia cualitativa superior de altos jerarcas de estos
grupos en la Ciudad de México o en sus alrededores desde donde realicen las tareas
verdaderamente importantes para la continuación en el mercado de las drogas: la nego-
ciación con el aparato estatal. La ciudad de Cuernavaca, histórica ciudad a menos de

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cien kilómetros de la Ciudad de México que ha servido durante siglos como lugar de
vacaciones de los notables capitalinos, fue la residencia más común de Carrillo Fuentes
durante los últimos años de su dominio en el tráfico de drogas y lo ha sido desde enton-
ces de un traficante histórico reivindicado tras su salida de la cárcel, Juan José Esparra-
goza Moreno. Allí coincidirían con Jorge Carrillo Olea, gobernador del estado de Mo-
relos – de la que Cuernavaca es capital –, entre 1995 y 1998. Carrillo Olea había sido
comandante del servicio secreto – Dirección Federal de Seguridad (DFS) –, coordinador
de la lucha contra el tráfico de drogas en la PGR y director del reformado servicio se-
creto Centro de Inteligencia y Seguridad Nacional (CISEN). Carrillo Olea se vio obli-
gado a dimitir tras que se detuviera al director de la unidad antisecuestros del Estado de
Morelos mientras se deshacía del cadáver de un secuestrador que al parecer no se había
avenido a los términos fijados por el policía.

Carrillo Olea fue clave a su paso por la PGR en el nombramiento como director de la
PJF de Rodolfo López Aragón, quien reconocería después haber otorgado protección a
Carrillo Fuente. El propio Carrillo Olea ha sido señalado en diversas ocasiones como
protector de traficantes (The New York Times, 22 de febrero de 1997). Manuel Bitar
Tafich, operador financiero de Carrillo Fuentes, confesó después que el traficante le
“comentó que el general Jorge Carrillo Olea era su amigo” (La Jornada, 22 de mayo de
1998). Mientras, un joyero amigo de Carrillo Fuentes, José Tomás Colsa McGregor,
que se acogería al programa de testigos protegidos en México para ser asesinado en
1997, declaró que, durante una fiesta en Cuernavaca, “me pude percatar que el goberna-
dor de Morelos, Jorge Carrillo Olea, iba llegando por la puerta principal, acompañado
por cuatro patrullas del estado; se bajó de su vehículo y le dio un saludo afectuoso y un
abrazo a Carrillo Fuentes” (La Jornada, 28 de diciembre de 1998). Varias casas del tra-
ficante estaban a escasos metros de los hogares del gobernador y del procurador estatal
y también del palacio de gobierno. Estos antecedentes de Carrillo Olea no impidieron
que Rosso Serrano declarase que “sólo cuando estuvo en la Procuraduría Carrillo Olea
mantuvimos una estrecha relación” (La Jornada, 24 de abril de 1996).

Dado que la inversión en México de los traficantes no ha sido por la vía de un gasto
productiva en actividades anexas a su propia actividad, dos han sido los destinos de los
beneficios que los traficantes – y también sus protectores – han obtenido del tráfico de

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drogas en México y ninguno de ellos es conductivo al desarrollo económico: la cons-
trucción y el ahorro en el exterior. Por lo tanto, difícilmente puede considerarse que el
tráfico de drogas y sus beneficiarios hayan contribuido al progreso económico en Méxi-
co. En el caso de la exportación de capitales, por otra parte, los traficantes no han hecho
sino seguir un camino ya trazado por los políticos mexicanos – y también por otros del
subcontinente – para poner a salvo sus beneficios una vez que expira la licencia. En este
punto, ciertamente sí que existe coincidencia entre los traficantes en Colombia, con la
excepción cuantitativa del volumen manejado, muy superior en el caso de estos últimos.

Los traficantes mexicanos no han tenido siquiera alicientes para utilizar los beneficios
de modo que generen un caldo de cultivo que les pueda ser utilizable, a un tiempo, de
fuente constante de mano de obra y de soporte de legitimidad como valuarte de protec-
ción – un santuario de impunidad –. A diferencia de sus homónimos colombianos, los
traficantes mexicanos nunca han tenido una voluntad explícita ni implícita por refrendar
socialmente su riqueza y, colateralmente, afianzar su poder en la sociedad mediante el
establecimiento de una red de complicidades que amparen las prácticas delictivas. Co-
nocedores de que su participación en el mercado de las drogas no depende de su capaci-
dad para erosionar la legitimidad del estado, sino que es en gran parte dependiente de
ésta y de su mantenimiento, los traficantes no se han visto empujados a hacer inversio-
nes que les garanticen mayores niveles de protección a través de la complicidad social.
En consecuencia, las obras sociales realizadas por los traficantes mexicanos han sido
muy escasas.

Ni siquiera los entornos más inmediatos de los traficantes han recibido una parte de las
ganancias obtenidas del comercio de drogas. De Caro Quintero se cuenta que introdujo
energía eléctrica, construyó una escuela y casas para los trabajadores en su ranchería
natal de Las Norias, en el estado de Sinaloa, con menos de cien habitantes (Proceso, 22
de abril de 1985). Nada grandioso para su fortuna pese a que se relatase que algunos
postes de la luz hubo que trasladarlos en helicóptero. Uno de sus familiares también
enredado en el tráfico de drogas, Emilio Payán Quintero, fue más dadivoso y construyó
en su natal Babunica, Sinaloa, una bella plaza con quiosco musical y bancos ilumina-
dos. Algunas de las cuarenta casas con que cuenta el poblado de Santiago de los Caba-
lleros, también en Sinaloa, donde nació otro traficante de la misma época, Ernesto Fon-

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seca Carrillo, ni siquiera cuenta con agua potable y drenaje, pese a que en su pobre ce-
menterio repose una cripta lujosamente decorada que pertenece al traficante (El Univer-
sal, 17 de enero de 1997). Son obras exiguas para el tamaño que se les supone a sus
fortunas. No hay datos que permitan presumir que otros famosos traficantes, como Ca-
rrillo Fuentes, García Ábrego, los hermanos Arellano Félix o Félix Gallardo, realizasen
ni una sola obra de contenido social.

Los cargos policiales, a diferencia de los traficantes, han sido más proclives a las labo-
res de proselitismo social. Ellos sí saben que su permanencia en el cargo o su ascenso
puede estar ligada, al menos en parte, a una presentación positiva. Para ellos mantener
una buena imagen pública, sobre todo cuando ocupan cargos de relevancia, es esencial
al objeto de mantenerse en el puesto y así defender su posición frente a sus protectores
políticos. En ocasiones estas actividades de propaganda personal se realizan como fon-
dos públicos propiamente dichos. Pero estas ayudas también se realizan de manera par-
ticular. Francisco Sahagún Baca, jefe del servicio secreto, la División de Investigación
para la Prevención de la Delincuencia (1976-82), durante el gobierno de López Portillo,
luego juzgado por protección a traficantes, fue durante años el mecenas de varios con-
ventos de religiosas en la Ciudad de México y en su natal Sahuayo, en el estado pacífico
de Michoacán. Inmediatamente después de ocupar su cargo, y pese a que sus antece-
dentes no eran los mejores – un año antes había huido a España por brindar protección
en la fuga de unos traficantes como comandante de la PJF –, Sahagún Baca costeó la
construcción del Asilo de Ancianos de su pueblo natal y más tarde creó una fundación
para su mantenimiento. En Sahuayo también ayudó a construir caminos, regalaba patru-
llas y uniformes a los policías locales y organizada espectáculos festivos gratuitos con
cantantes y cómicos traídos expresamente de la Ciudad de México. Precisamente las
pautas de inversión de Sahagún Baca – ranchos, hoteles, farmacias, restaurantes y resi-
dencias en la Ciudad de México, Guadalajara, Puerto Vallarta, Hermosillo y Sahuayo –
son más coincidentes con las de los traficantes colombianos que las de sus homónimos
mexicanos (Proceso, 24 de julio de 1989).

El único acto que podría conllevar un intento por generar este caldo de legitimidad po-
pular en México para los traficantes lo constituye la presentación bondadosa que de
ellos se hace en los narco-corridos (Astorga 1995, 1997). Pese a la popularidad de que

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gozan, nunca ha estado claro de que los narco-corridos sean el resultado expreso de las
intenciones de los traficantes ni, mucho menos, que exista una determinación clara de
éstos para legitimar su posición social a través de las canciones laudatorias. Pese a que
múltiples referencias al respecto, que los traficantes hayan financiado estas loas han
estado lejos de probarse. Los Tucanes de Tijuana, por ejemplo, a quienes se ha señalado
con frecuencia como un grupo de música norteña financiado por los hermanos Arellano
Félix porque coinciden en la misma ‘plaza’, han dedicado canciones laudatorias a otros
traficantes a los que supuestamente estaban enfrentados e incluso a policías encargados
de su persecución. Si se asumen una posición alternativa – que compositores e intér-
pretes actúan como agentes libres prestando servicios ad hoc a traficantes concretos, y
también a policías –, su financiación no tendría por qué implicar inexcusablemente el
éxito de que gozan. El auge de este estilo ha sido provocado más por los gustos de una
buena parte de la población, que siente admiración espontánea por las pautas de consu-
mo suntuario de los traficantes – lo cual es consustancial al capitalismo (Veblen 1944) –
y por lo que perciben – erróneamente – como una lucha solitaria frente a un estado per-
cibido como injusto, que con una estrategia bien planificada de los traficantes para legi-
timar esta riqueza. De hecho, a los traficantes les ha servido de bien poco esta supuesta
admiración popular una vez que su licencia ha expirado. Pero, además, la presencia de
grupos de música norteña en las fiestas organizadas por los traficantes – generada por la
procedencia común de buena parte de ellos y de la música– no ha significado que los
traficantes no hayan gustado de otros estilos musicales, como el pop, al que han aporta-
do financiación más excelsa.

En el mismo sentido, los traficantes mexicanos nunca han tenido aspiraciones de parti-
cipar en el sistema político, ya sea como actores principales o secundarios, a diferencia
de la diputación suplente que consiguió Pablo Escobar Gaviria o el movimiento político
que, con escaso éxito, alentó y financió Carlos Lehder. Los traficantes mexicanos han
mantenido un perfil bajo para la opinión pública, muy lejos del ámbito de la política, en
buena parte como una exigencia de sus protectores para no comprometer el perímetro de
su relación. En este caso, de existir, el proceso de colombianización se produjo a la in-
versión: los mexicanos se adelantaron a la más reciente generación de traficantes en
Colombia, que han preferido permanecer alejados de las luces y las lentejuelas. El ma-
yor grado de participación pública de los traficantes lo llegó a alcanzar Félix Gallardo,

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que fue entre 1979 y 1982 miembro del consejo de administración de la rama norte del
Banco Mexicano Somex, dirigido por el que luego se convertiría en gobernador del Es-
tado de México, Ramón Beteta (Proceso, 1 de abril de 1985). Félix Gallardo había sido
policía estatal en Sinaloa en los años setenta, escolta personal del gobernador y compa-
dre de su hijo, mientras gustaba de aparecer fotografiado en los apartados de crónica
social de los periódicos.

De igual modo que sucedía con la inversión social, quienes desde las agencias de segu-
ridad han protegido traficantes no han sentido una alergia tan intensa por la vida públi-
ca. José Antonio Zorrilla Pérez, ex director de la DFS, hubiese llegado a diputado en
1985 – estaba registrado como candidato del partido gobernante – si no hubiesen apare-
cido credenciales de ese organismo con su firma en manos de todas las cabezas de el
tráfico de drogas (Proceso, 3 de junio de 1985). Sus aspiraciones políticas no acababan
ahí. Se llegó a afirmar que “era sabido que Zorrilla Pérez deseaba ser presidente de la
República en 1994” (Financial Times, 29 de mayo de 1985). Por lo tanto, en cuanto a
estas labores de legitimación social a través de la política y la sociedad, han sido los
policías los que han seguido el modelo colombiano, no así los traficantes sin credencial.
Y este tránsito ya se presentó desde las primeras décadas del tráfico de drogas en Méxi-
co, con lo cual no puede afirmarse que exista un cambio de patrón que lo acerca a la
colombianización.

Otro elemento de protección para los policías corruptos lo proporcionan los periodistas.
En México existen periodistas dedicados, por una parte, a alabar los ‘logros’ de los po-
licías que les pagan y, por otra, a distorsionar la realidad del tráfico de drogas al objeto
de proteger del escrutinio público su actividad clandestina. Son muy escasos los perio-
distas a sueldo de los traficantes, pero son muchos los periodistas que trabajan en la
sección de sucesos de la prensa – los denominados ‘periodistas de la fuente’ – cuyo sa-
lario depende de las aportaciones que realizan los policías. Para el caso de que los pe-
riodistas – y otros agentes asimilados, como los defensores de los derechos humanos –
traten de cumplir con su labor informativa, se les aplican los métodos habituales, con el
lujo de violencia característica que servirá para aleccionar al resto. No son los trafican-
tes los que por lo general asesinan a periodistas en México sino los agentes de seguridad
corruptos. Nada que ver con el caso colombiano, en el que los traficantes han ejercido

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una notable violencia frente a los representantes de la prensa o han tratado de iniciar sus
propias iniciativas periodísticas (Eliécer 1987).

En el largo plazo, la dependencia que los traficantes han tenido de las decisiones y ac-
tuaciones de las autoridades políticas ha jugado en su contra en los mismos términos en
las que cualquier monopolio inhibe la iniciativa empresarial. Si, como afirma Lupsha
(1995), “alcanzar el vértice de poder del crimen organizado no es cuestión simplemente
de la capacidad empresarial individual y de la capacidad de liderazgo entre las bandas
sino que en realidad es el resultado de una licencia, una franquicia repartida por los fun-
cionarios estatales y federales para el tráfico de drogas a cambio de un fuerte porcentaje
de los beneficios y otros servicios adyacentes”, los incentivos para la inversión en desa-
rrollo organizativo y de producto son escasos. Y así se ha producido en México, a dife-
rencia de lo que sucede y sucedió en Colombia. Los métodos de blanqueo de capitales
que utilizan son muy primarios. Los métodos de producción de marijuana y opio han
quedado obsoletos y son incapaces de competir en el mercado estadounidense con los
traficantes colombianos y sudasiáticos de heroína, ni tampoco con la calidad de la ma-
rijuana canadiense o californiana. El auge del éxtasis en los mercados europeos y nor-
teamericanos ha pasado desapercibido para ellos. Su expresión en México ha sido mí-
nima. Ni en los Estados Unidos, donde la abundante colonia mexicana permitiría una
cobertura para sus movimientos, los traficantes mexicanos han conseguido establecer
relaciones duraderas y bien protegidas. Buena parte de sus distribuidores de cocaína a
mediana escala son estadounidenses. Sólo en un caso puede achacarse a los mexicanos
haber sido originales, en el asunto de las metanfetaminas. Pero su participación en el
mercado es mucho menor de lo que cuentan los medios de comunicación. De hecho,
buena parte de las metanfetaminas que se consumen en las poblaciones fronterizas de
las ciudades fronterizas de México proceden de los Estados Unidos. Ni siquiera el gran
avance que se atribuye a Carrillo Fuentes – la utilización de grandes aviones para el
traslado de cocaína hacia México – puede ser la consecuencia de una agudeza intelec-
tual sin igual sino de las economías de escala: garantizado el tránsito de cualquier canti-
dad de droga, con la demanda cubierta en los Estados Unidos, se reducen los costes me-
diante la utilización de medios de transporte más grandes.

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Pese a algunos informes periodísticos que hablan de la conexiones con traficantes boli-
vianos o peruanos, los mexicanos nunca han sido capaces de generar una conexión
coherente con los productores o los comercializadores en los Andes que pueda hablar de
un control de la oferta, como el que ejercieron los traficantes colombianos con anterio-
ridad sobre las zonas de producción. Tampoco ha aparecido el mínimo interés por ini-
ciar una producción de hojas de coca en México en zonas que podrían ser climática-
mente parecidas a las zonas andinas. Dado que los traficantes colombianos controlan la
oferta, el tráfico de cocaína es totalmente dependiente de la voluntad de éstos para utili-
zar el país como medio de entrada en los Estados Unidos. En definitiva, la estrategia de
los traficantes mexicanos ha sido fundamentalmente reactivas y aprovechando la única
ventaja comparativa que tienen: gozar de un mercado cautivo en el que la entrada está
restringida por el gobierno.

Las agencias de seguridad como medio de maximización de rentas

Los organismos encargados de la persecución del tráfico de drogas están puestos al ser-
vicio de la maximización de los beneficios obtenidos de su actividad en el tráfico de
drogas, que es encauzado hacia altos dirigentes de estos cuerpos y, en ocasiones hacia
quienes les otorgan cobertura desde el ámbito político. Durante años se han construido
una serie de vínculos que permiten llevar a cabo estas tareas con la mayor precisión y
cobertura. La alta institucionalización de la corrupción policial en México en los orga-
nismos de seguridad pública se traduce, con la excepción de las fuerzas armadas, en un
bajo grado de burocratización y altos componentes de informalidad en estos organis-
mos. Esta sistematización de los objetivos y las fuentes permite que, aunque en aparien-
cia son fuertemente dependientes de individuos concretos, sean fácilmente adaptables a
las cambiantes circunstancias y a las transiciones en los puestos de mando. La sucesión
en el esquema de corrupción es casi inmediata. En este sentido, las agencias de seguri-
dad como institución jerarquizada han quedado vaciadas de contenido y las únicas lí-
neas de mando existentes las marcan las líneas de circulación del dinero y la solidaridad
intergrupal frente a acciones de terceros. “En su comportamiento cotidiano la policía
está organizada en redes de vínculos personales” (Martínez de Murguía 1998:46). La
lealtad, por lo tanto, no es hacia el organismo sino hacia los compañeros y jefes – que
fueron quienes los introdujeron en los mecanismos lucrativos de corrupción –, con los

23
cuales comparten una voluntad de solapamiento común. Este modelo de organización
que construye mecanismos paralelos a través de los cuales circula la información y las
órdenes más allá del propio organismo no supone ninguna novedad en el sistema políti-
co mexicano y en buena parte de los estados menos desarrollados. Lo realmente nove-
doso es el aspecto cualitativo, por la inmensidad de la brecha que separa a los objetivos
oficiales de la policía y la actuación real, que estarían en extremos opuestos de un conti-
nuo de la función policial.

En función de las imposiciones propias del sistema político, el objetivo principal de los
agentes de las policías dentro de este esquema es la maximización del beneficio econó-
mico obtenido de la extorsión de los mercados ilegales – y el de las drogas es el más
lucrativo – y de los ciudadanos en general mediante sistemas complejos de circulación
del dinero de abajo hacia arriba. El propósito es explícito entre los componentes de las
agencias: “aquí [en la policía] estamos para obtener todo el dinero que se pueda y si tú
vienes con otras ideas entonces no encajas dentro del grupo, por lo tanto, no sirves co-
mo policía”, dice un encargado de formación (Arteaga y López 1998b). Aplicado al
tráfico de drogas, esta expresa intención se traduce en un reparto de tareas en el cual los
traficantes – sin placa – llevan a cabo las tareas que no están al alcance de la realización
directa por parte de las agencias de seguridad y sus redes de trabajo informal.

El volumen de capital y, sobre todo, trabajo que se requiere para ejercer la autoridad
sobre el mercado de las drogas es vasto. Para ello, las agencias de seguridad se mueven
entre dos vertientes complementarias. Por una parte, la limitación de las plantillas poli-
ciales – agudizada por las prácticas periódicas de expulsión de agentes corruptos que no

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va unida de su presentación ante los organismos de justicia – supone un constreñimiento
superado en base a una gran cantidad de cargos informales que prestan sus servicios
para los policías. Son las denominadas ‘madrinas’, que actúan al servicio de los poli-
cías, quienes a su vez les recompensan personalmente, pero sin credencial oficial para
realizar todo tipo de trabajos relacionados con la tarea policial – las legales y las ilegales
–. Su figura supera el de informante o chivato; serían el punto intermedio entre los cri-
minales sin credencial y las policías, aunque en el tráfico de droga su importancia ha
decaído a medida que el mercado se ha incrementado.

Dado que la información acerca del mercado fluye a través de los delincuentes que ac-
túan con licencia, esta fuerza de trabajo externa se aplica al control de los mismos, es-
pecíficamente a ejercer labores relacionadas con la aplicación de la fuerza y la recauda-
ción de impuestos. Su papel es crucial a la hora de informalizar la policía de modo que
la organización burocrática quede vaciada de contenido a través de la externacionaliza-
ción de tareas, y también a la hora de trabar una relación permanente con los delin-
cuentes. Además, son víctimas fáciles en el caso de que se reclamen cabezas. “En tiem-
pos en que Javier Coello Trejo era subprocurador y Enrique Álvarez del Castillo, procu-
rador general de la república, había comandantes que disponían de hasta cien madrinas a
los cuales pagaban, de ‘su’ bolsa, cuatrocientos dólares al mes, además de tolerarles
numerosos crímenes” (IMECO 1998:57). La tolerancia hacia los crímenes – tanto de las
‘madrinas’ como de los propios subordinados – es un complemento salarial de la retri-
bución policial. Los escoltas de Coello Trejo fueron acusados en 1990 de varios delitos
de violación tumultuaria (Proceso, 12 de febrero de 1990). Esta necesidad de personal
ajeno no ocurre en las fuerzas armadas en las tareas que caen bajo su control, tales como
las zonas de producción o las crecientes tareas de la procuración de justicia. Con “un
promedio mensual de 20,000 soldados del apoyados con un promedio diario de 330 ba-
ses de operaciones” (PGR 1998) y un tercio de su presupuesto dedicado a estas activi-
dades (Toro 1997), no existe escasez de personal humano en estas tareas.

Para minimizar la exposición a elementos distorsionadores del sistema de corrupción,


los policías recurren a redes informales para ejercer un mayor control sobre el recluta-
miento tanto de nuevos agentes como de ‘madrinas’. De controlar este acceso depende,
en buena medida, la capacidad para reproducir el conjunto del sistema. Para ello se re-

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curre a lazos de sangre o de compadrazgo, junto a las propias redes de solidaridad que
se crean entre los policías corruptos. “Existen tres tipos de personas que ingresan a la
policía: las que tienen amigos o familiares en la corporación; las que tienen amigos o
familiares en la institución, que no están directamente involucrados con el área policia-
ca, y aquellas que han sido policías en municipios de otros estados del país” (Arteaga y
López 1998a). Al controlar los canales de ingreso, se consiguen dos objetivos. Por una
parte, se socializa a los posibles involucrados de una manera informal más eficaz,
mientras existen disponibles mecanismos de presión más allá del simple sistema de san-
ciones y premios que corresponde a una organización burocrática, con los cuales tiende
a cruzarse. Por otra, al superponer redes familiares y de extorsión policial se genera una
comunidad de apoyo mutuo y constante. No es casual la repetición de un limitado nú-
mero de apellidos entre agentes y comandantes de la PGR.

El segundo elemento que es consustancial a la tarea de control del mercado de drogas es


la reafirmación del monopolio de la violencia. Los policías no sólo ejercen la violencia
de manera continuada contra quienes no cumplen con los contratos acordados o actúan
sin licencia, sino que la ejecutan con lujo de violencia de un modo aleccionador. Los
policías “tratan de actuar con gran violencia y crueldad contra delincuentes protegidos o
no, sin lo cual esos hampones sin placa podrían suponer que las cosas son muy fáciles y
no hay por qué someterse a las ‘mafias’ policiacas” (IMECO 1998:39). Es decir, la uti-
lización continua de la violencia es el principal medio de regulación del mercado de
drogas por parte de los policías. La aplicación regular y selectiva de la ley, que podría
ser otro instrumento de regulación del mercado – al modo en que lo realizan buena parte
de las agencias de seguridad (Haller 1990) –, es el caso mexicano un factor muy secun-
dario. Las detenciones son una rareza que se reduce a la renovación del mercado cuando
existen órdenes exteriores para que la transición no concluya con la muerte.

Este alto nivel de institucionalización de la corrupción en México no significa que todos


los elementos que participan en las mismas formen parte del esquema de extracción de
beneficios. De hecho, buena parte de la informalización de la actividad policial corrupta
obedece a la existencia de ámbitos no corruptos, con el fin de evitarlos. No obstante, en
los niveles más bajos de la organización prácticamente sólo existe una posibilidad de
que no formen parte del esquema: que no sean miembros de la base operativa, es decir,

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que no tengan responsabilidad en la calle. El motivo es doble: por una parte, la mayor
parte de quienes se incorporan a las agencias de seguridad pública han tenido que hacer
un pago inicial para ser contratados que esperan pagar con creces en las actividades po-
liciales cotidianas y, por otra, los altos mandos les requieren pagos periódicos para
mantener el trabajo. Lo que comenta un instructor en la academia policial a sus alum-
nos: “Extorsionen, pero no lo hagan rápido, porque sospecharían de ustedes. Es tiempo
de que el policía use la inteligencia y robe con profesionalismo. No crean que todo es
para ustedes, sólo una parte les corresponde; lo demás es de las autoridades superiores
de la corporación; ésta es la manera de proceder dentro de nuestra policía” (Arteaga y
López 1998a). Quienes no cumplen con los pagos del producto de la extorsión a sus
jefes son despedidos con rapidez. En sentido inverso, buena parte del éxito para elimi-
nar la corrupción a los servicios de inteligencia de reciente creación, tanto secretos co-
mo policías, ha pasado por eliminar toda actividad operativa de los mismos.

En los niveles altos es más habitual que sus miembros no formen parte del esquema de
corrupción. Pero esta circunstancia no elimina la viabilidad de los mecanismos de extor-
sión aplicados al tráfico de drogas. “Uno cree que la corrupción es un fenómeno aislado,
aunque recurrente. La realidad, por desgracia, es algo más ruda. Aunque hay gente de-
cente, el engranaje es tan poderoso que termina por nulificarlos” (Andrade 1995). En el
caso de quienes se han implicado en llevar a cabo procesos de depuración de la policía,
su actividad se ve limitada por el inexistente acceso a los agentes operativos que se en-
cargasen de cumplir con sus órdenes. Se estima que Carpizo McGregor, en su periodo
como procurador general, apenas controlaba el diez por ciento de los agentes operativos
(Valle 1995). En consecuencia, quienes llevan a cabo estos esfuerzos anti-corrupción
desde arriba dedicaban la mayor parte de su tiempo a protegerse de los funcionarios
corruptos y a tratar de minimizar los efectos de las conductas de éstos dado que no
existen los recursos materiales suficientes para fincarles responsabilidades. Las tácticas
más agresivas – y quizás las únicas – para superar esta limitación se encontraron con
que bordeaban la legalidad y tuvieron efectos incluso contraproducentes. El despido de
casi el veinte por ciento de los agentes de la PGR sin más pruebas que los rumores –
casi siempre ciertos – que acometió Antonio Lozano Gracia mientras ocupó el sillón de
procurador se vio revocado porque los despedidos obtuvieron amparos de la justicia y la
PGR tuvo que readmitirlos.

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Los múltiples programas anti-corrupción – incluso los más bien intencionados – han
fracasado sucesivamente porque han sido incapaces de construir un sistema de premios
y castigos pertinentes a los objetivos de la institución más allá de los intereses persona-
les. Destruir los mecanismos de corrupción se ha demostrado como una tarea monu-
mental. El elemento esencial de este naufragio ha sido la impotencia de algunas autori-
dades virtuosas para construir un sistema de premios que pueda competir en beneficios
con los obtenidos de la extorsión sistemática de las actividades ilegales, para introducir
mecanismos de represión de los comportamientos corruptos dada la generalización de
los elementos implicados en el sistema de extorsión y, sobre todo, para romper los enla-
ces entre los altos jerarcas y sus protectores políticos (Arzt 2000).

Otros procuradores y altos cargos de las agencias públicas de seguridad adoptaron otra
táctica más conservadora a su paso por instituciones con altos grados de corrupción sis-
temática sin verse sometidos al esquema de corrupción: realizaron sus cometidos tratan-
do de significarse lo menos posible para continuar con una fructífera carrera política.
Carpizo lo relata así: “Hubo para quienes la PGR era sólo un paso más en su carrera
política y que prefirieron no luchar contra situaciones de las que se tenían que dar
cuenta que existían, pero hicieron como que no las sabían, para cuidarse políticamente”
(Sueste, 12 de julio de 1999). Esto implica una cooperación puntual o continuada con
los jefes policiales corruptos para sacar adelante casos cuya intervención es inexcusable.
Cuando estos altos cargos se ven sometidos a una enorme presión para resolver casos
concretos recurren a comandantes que, por lo general, tenían éxito, con lo cual reafir-
maban la posición interna de éstos. El resultado de la incapacidad de unos procuradores
y la falta de voluntad de otros ha sido, en palabras de Carpizo que “el poder real estaba
en subprocuradores y en varios de los comandantes más poderosos. Pero también es
obvio que ha habido otros procuradores con la misma filosofía, pero que, además, cuan-
do menos uno puede haber recibido regalos del narcotráfico, y de ello tuve indicios;
desgraciadamente, no pruebas suficientes.” (Sueste, 12 de julio de 1999).

El caso de este procurador al menos y de buena parte de los comandantes es que man-
tienen estrechas relaciones con políticos situados en puestos de influencia. La relación
cuasi-clientelar que mantienen los traficantes de drogas con respecto a sus protectores
policiales se repite en la correspondencia que mantienen estos últimos con respecto a

28
quienes los nombraron desde la esfera política, en un sistema en el que se compra pro-
tección a cambio de dinero y de otras aportaciones no monetarias (Resa 1999). Esta
conexión puede implicar transferencias de dinero exclusivamente, pero con mayor fre-
cuencia se encardinan alrededor de una complicidad en una serie de actividades relacio-
nadas directa o indirectamente con la función policial. El repertorio de beneficios no
monetarios que hacen ascender los policías corruptos a quienes los nombraron abarca,
por una parte, que “tratan de cumplir cabalmente cuando hay consigna desde ‘muy arri-
ba’ para resolver a casos” (IMECO 1998:39). Estas consignas suelen deberse a la espe-
cial resonancia pública de los delincuentes que se pretende detener y cuyo resultado es
normalmente positivo para las autoridades públicas aún a costa de sacrificar a crimina-
les – no sólo traficantes – a quienes venían protegiendo. De este modo cumplen con una
premisa del contrato que une a los policías con quienes los nombraron y los protegen:
cumplen con sus funciones policiales cuando existe una voluntad firme de actuar, de-
mostrando así a sus protectores políticos – en momentos clave – la importancia de su
presencia más allá de la trasferencia de rentas. En multitud de ocasiones, estas órdenes
implicaron actividades ilegales de las fuerzas de seguridad implicadas en los esquemas
de protección contra la oposición política, ya sea dentro o fuera del PRI.

La utilización del tráfico de drogas como medio de financiación de objetivos políticos


oscuros – y de los traficantes como brazo ejecutor – no ha sido inusual en la historia del
tráfico de drogas (McCoy 1991), la particularidad de México es que el estado internali-
zó ambos aspectos de las operaciones de “guerra sucia”: el combate ilegal a la oposición
política – que, dada la particular constitución del sistema político, no podía ser abierta y
frontal – y el tráfico de drogas. En este contexto, las autoridades públicas otorgaron una
protección completa hacia los miembros de las fuerzas de seguridad para que institucio-
nalizasen esquemas de protección a delincuentes para su propio beneficio a cambio de
su docicilidad, complicidad y, sobre todo, eficacia para realizar actividades que garanti-
cen la permanencia en el poder de sus protectores. No por casualidad, buena parte de los
policías más señalados por su activo papel en esquemas de protección a traficantes de
drogas habían sido anteriormente – o en paralelo – como piezas esenciales de las activi-
dades de represión ilegal ejecutadas por parte del gobierno mexicano.

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El general Francisco Quirós Hermosillo fue uno de los miembros fundadores de la Bri-
gada Blanca, un grupo ilegal que actuaba desde el Campo Militar Número 1 y se encar-
gó de las peores atrocidades de la ‘guerra sucia’ contra los grupos guerrilleros de extre-
ma izquierda en los años setenta, sólo fue detenido por delitos de tráfico de drogas en el
año 2000 pese a que las acusaciones en su contra por este delito abarcaban más de una
década. Uno de sus subalternos en aquel entonces, el general Mario Arturo Acosta Cha-
parro, fue igualmente detenido por los mismos delitos (Proceso, 3 de septiembre de
2000). El fundador de la Brigada Blanca como máximo dirigente de la DFS, Miguel
Nassar Haro, fue acusado en Estados Unidos de dirigir una organización dedicada al
robo de coches para su exportación a México (Proceso, 5 de abril de 1982). Otros
miembros destacados de esa Brigada Blanca que luego fueron conectados a un sinnú-
mero de ilícitos – no exclusivamente relacionados con el tráfico de drogas – fueron Ar-
turo Durazo Moreno, que de escolta del presidente José López Portillo (1976-82) pasó a
ser jefe de la policía de la Ciudad de México, donde organizó un fabuloso sistema de
extorsión en todos los niveles de la policía que le granjeó inmensos beneficios; Sahagún
Baca; y José Miyazawa Álvarez, que sería detenido cuando, como jefe de la policía del
estado de Morelos, en el centro de México, dirigía una amplia red de secuestradores.

En este mismo sentido de aplicación limitada – y también tortuosa – de la legalidad co-


mo medio para conformar los deseos de los políticos y así mantener intacto el puesto en
la cadena de mando policial, Aldana Ibarra encarceló en 1983 al dirigente independen-
tista puertorriqueño William Morales, fugado de los Estados Unidos, en la ciudad mexi-
cana de Puebla. Cuando el objetivo de la detención era contentar al gobierno estadouni-
dense, que buscaba a Morales tras fugarse de una cárcel en Nueva York, los medios
resultaban secundarios: fue detenido cuando no había orden de captura en su contra.
Aún más, se le acusaba de intento de homicidio por arma de fuego cuando estaba inca-
pacitado para manejar una pistola por carecer de los dedos de ambas manos, que había
perdido en un atentado (Castillo 1985:156-8).

Dentro de este esquema de connivencia entre políticos y sus agencias de seguridad, la


transición entre traficantes con placa y traficantes sin placa ha sido muy fluida, una
conversión especialmente frecuente de los antiguos guerreros sucios. Rafael Aguilar
Guajardo pasó de ser comandante de la DFS a prominente traficante de drogas en Chi-

30
huahua hasta su asesinato en Cancún en 1993 en lo que se asoció con un ajuste de
cuentas entre traficantes. Otro alto mando de la DFS, Cuauhtémoc Ortiz, sería ejecutado
en la ciudad fronteriza de Ciudad Juárez en 1996 también en lo que se consideró como
un enfrentamiento entre grupos de traficantes de drogas.

Pero el statu quo de colusión entre guerra sucia y tráfico de drogas se extendió incluso
más allá del final de la Guerra Fría. El caso más expresivo de esta cooperación es el de
González Calderoni y su doble participación como protector de traficantes y como
agente dedicado a asuntos delicados, incluyendo la propia regeneración de las élites de
traficantes. Entre los detenidos por su fervorosa actividad al principio de la administra-
ción de Salinas estuvieron traficantes y también quienes les protegieron desde el aparato
estatal, como Aldana Ibarra. Pero González Calderoni no era sólo un policía antidrogas.
Su papel era más amplio y abarcaba su participación en actividades ilegales de tipo po-
lítico. Él mismo aceptó su participación en el asesinato de dos miembros del equipo de
la campaña presidencial del opositor Cuauhtémoc Cárdenas por órdenes directas de Sa-
linas (La Jornada, 14 de octubre de 2000). También participó en la detención del pode-
roso jefe del sindicato petrolero mexicano, Joaquín Hernández Galicia. Éste, que había
montado un fabuloso imperio económico a cambio de minimizar la conflictividad labo-
ral de los trabajadores del sector petrolero, se había convertido en un incordio para el
gobierno de Salinas dado su apoyo financiero al candidato opositor y en un escollo para
los planes de reordenación de la producción petrolera estatal que se acometió después.
La barrera la saltó González Calderoni al construir las pruebas – falsas – que diesen
lugar a su detención. El propio Hernández Galicia (2000) lo relata del siguiente modo:
“González Calderoni insistía en que me declarara culpable de los asesinatos del perio-
dista Manuel Buendía, de los líderes petroleros Heriberto Kehoe y Óscar Torres Pancar-
do y de un agente del Ministerio Público que decían había muerto al descubrir un enor-
me contrabando de metralletas en mi casa. Como me negué a reconocer tales mentiras,
Calderoni me dejó con un par de chaparritos que se portaron muy agresivos y me ame-
nazaron con ponerme un aparato que revienta los oídos si no me declaraba culpable.”

Finalmente Hernández Galicia, que conocía de primera mano lo oscuro de los entresijos
de la política mexicana, se declaró culpable y fue encarcelado. Pese a toda la cadena de
ilícitos en que había participado durante su etapa como presidente de los petroleros, fue

31
arrestado por delitos que no había cometido. Por este papel de reorganización del siste-
ma político y de traficantes de droga, González Calderoni sería ampliamente recompen-
sado con inmunidad completa, lo que le dio para amasar una fortuna que, según algunas
fuentes, alcanza los 400 millones de dólares (Proceso, 26 de septiembre de 1994). Hoy
vive bajo el programa de testigos protegidos del gobierno de Estados Unidos tras huir a
Estados Unidos “en las horas siguientes” a una reunión a la que asistieron únicamente el
presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos – Jorge Carpizo McGregor,
quien planteó la acusación –, el presidente Salinas y el entonces procurador general Ig-
nacio Morales Lechuga (Sueste, 12 de julio de 1999).

El elemento dinámico: la historia

El modelo de ‘la plaza’ – que ha sido comprobada para un buen número de ilícitos e
para otros actos de corrupción policial en México – muestra una debilidad esencial en su
aplicación al tráfico de drogas, un movimiento comercial que implica altos niveles de
agregación de recursos humanos y de capital para un funcionamiento coordinado. Es
imposible producir y trasladar una droga hasta los lugares de consumo exclusivamente
con el control de una ‘plaza’, que en la mayor parte de los casos es local. Considerando
este modelo como punto de partida histórico, el tránsito del modelo mexicano de orga-
nización del tráfico de drogas ha consistido en un proceso de creciente centralización
que uniese distintas plazas bajo la premisa de maximización de beneficios de los pro-
tectores. Este modelo de acaparación gradual del ámbito de lo ilícito – ya sea política-
mente inducido o llevado simplemente por el beneficio económico –, que implica en el
caso del tráfico de drogas el proceso de encardinar poderes locales para crear una red
por la que circulase sin trabas las drogas, ha estado estrechamente ligado a la actividad
de las agencias de seguridad pública en México. Este modelo entró en un proceso de
degeneración progresiva a partir de los años noventa como consecuencia de la creciente
incapacidad del gobierno mexicano para afirmar su autoridad autoritaria, también en el
tráfico de drogas.

De nuevo, este activo papel público en la organización del mercado de las drogas pre-
senta un elemento de diferencia con respecto a Colombia, en donde el cometido prota-
gonista de la estructucturación y división del trabajo en el tráfico de drogas la jugaron
iniciativas puramente privadas. Lo que en 1976 la compra de la isla de Normay Cay, en

32
las islas Bahamas, por parte de Lehder significó en términos de salto cualitativo para el
tráfico de cocaína en Colombia – que a través de las economías de escala generadas
pasó de ser un mercado calificado por bajos niveles de organización y casi nula estruc-
turación a una industria capaz de generar beneficios sustanciales a través de un notable
conglomerado empresarial con grandes cotas de refinamiento –, en México lo represen-
taron los movimientos para la centralización de la producción y la exportación de mari-
juana que se aunaron a través de la DFS en esas mismas fechas. A través de este gran
salto adelante se fueron uniendo progresivamente ‘las plazas’ – no sin dificultades –
como las piezas de un rompecabezas hasta construir un sistema que funcionase de ma-
nera centralizada para maximizar los beneficios de sus altos mandos, pero que gozaba
de amplios grados de autonomía en los operativos.

Hasta los años setenta, el tráfico de drogas en México era muy reducido, en buena parte
porque la demanda – interna y externa – era escasa. Ésta se satisfacía a través de cauces
bastante informales (Pérez Monfort 1997). A finales de los años cincuenta “no se había
establecido una pauta para traficar con marijuana, con lo cual cualquiera con algo de
dinero y un coche podía cruzar la frontera y regresar con veinte o treinta kilos casi sin
problemas” (Kamstra 1983:92). El crecimiento de la demanda durante los años sesenta
y setenta alertó a los policías de la excitación de la oferta. Por una parte, el crecimiento
de la demanda en Estados Unidos aumentó los beneficios y, por lo tanto, existían incen-
tivos para las economías de escala desde el punto de vista de la protección: para que el
control de la oferta pasase desde los ámbitos local y estatal al ámbito federal, más sofis-
ticado en cuanto a los elementos de corrupción y más eficaz en la maximización del
beneficio. Estos beneficios dentro de un régimen cleptocrático altamente centralizado
no pasaron desapercibidos para las autoridades. “Los pagos de un traficante a nivel de
‘la plaza’ se transferían a los dirigentes municipales, quienes a su vez entregaban una
parte a los patrones a quienes debían sus puestos. Cuando un traficante tenía un éxito
empresarial importante que se convertía en notoriedad, es probable que recibiese la vi-
sita de los ‘judiciales’ y más tarde de los ‘federales’”, a quienes debería pagar por ope-
rar una franquicia (Lupsha 1991:43-44).

Por otra, la persecución del tráfico de drogas en los Estados Unidos y la presión a Méxi-
co en el mismo sentido fue clave para eliminar a los pequeños traficantes. Cuenta

33
Kramstra (1983:96) que la operación Intercepción – lanzada por la administración Ni-
xon contra el tráfico de drogas y que consistió en cerrar durante un mes la frontera con
México – “sacó del mercado a muchos amateurs. En cuanto se pasó el shock inicial de
la operación los grandes traficantes comenzaron a utilizar barcos y aviones, que eran
unos medios de contrabando que la Operación no podía afectar”. En el mismo sentido,
la presión de los Estados Unidos incentivó a las autoridades mexicanas a arrestar a los
traficantes como un medio de ofrecer resultados que aparentasen la voluntad de comba-
tir este ilícito. Esta presentación se ha mantenido hasta la actualidad, cuando se presen-
tan las varias decenas de miles de detenidos como prueba de eficacia. Con esta estrate-
gia los pequeños traficantes sin protección fueron cayendo – físicamente o encarcelados
– para dejar paso a los grandes traficantes que pudieron y fueron hábiles en la compra
de protección. Sólo unas pocas de las grandes familias de traficantes, establecidas fun-
damentalmente alrededor de las zonas de producción en los estados de Durango, Sinaloa
y Guerrero, sobrevivieron a esta represión por la vía de incorporación al fabuloso meca-
nismo de corrupción dirigido desde las agencias estatales o al retirarse hacia otras acti-
vidades empresariales legales.

Algunos autores consideran que esta posición de subordinación de los traficantes al es-
tado pudo surgir de decisiones tomadas en las altas esferas de gobierno, que, desde fi-
nales de los años setenta, tratan de maximizar los beneficios extraídos del tráfico de
drogas a través de una estrategia bien planificada que baja desde los puestos dominantes
de la Ciudad de México hasta los órganos operativos. La periodista Eliane Shannon
(1988) considera, con bases a testimonios recogidos por la DEA, que esta subordinación
fue el fruto de acciones de altos funcionarios del gobierno para incorporar el tráfico de
drogas al amplio aparato estatal de un modo particular por su condición de ilegalidad. El
abogado y escritor Luis Javier Garrido sugiere que este reparto de papeles en el tráfico
de drogas que implicaba la nacionalización de facto del negocio surgió de la necesidad
de financiación para pagar la deuda externa (La Jornada, 11 de junio de 1993). Más
recientemente, se ha aludido a reuniones secretas entre altos militares y los principales
traficantes del país con el fin de reorganizar el tráfico de drogas (Milenio, 18 de febrero
de 2001). Sin embargo, el proceso pudo haber sido menos conspirativo y, sin embargo,
haber dado lugar a los mismos resultados. La centralización de la represión condujo
indefectiblemente a incorporar el tráfico de drogas como una más de las líneas de extor-

34
sión del sistema económico – tampoco la más importante en términos cuantitativos –
que han caracterizado la política mexicana durante décadas. Los agentes de seguridad
comenzaron a recolectar la extorsión a los traficantes para su beneficio personal y para
mantener – o comprar – sus puestos de trabajo. Las luchas internas dentro de las agen-
cias de seguridad, en las cuales tejer alianzas con los protectores políticos era crucial,
simplemente cerraron el círculo de esta centralización eliminando a algunos policías y
dando preeminencia a otros.

La participación de los servicios secretos en todo este proceso de centralización y sofis-


ticación del tráfico de drogas fue sustancial. El tráfico de drogas no era sino un vértice,
creciente, de una complicidad mutua que establecieron durante décadas las autoridades
políticas con respecto a sus servicios secretos: a cambio de garantizar la paz social a
través de acciones ilegales de guerra sucia, las autoridades hacían la vista gorda a sus
actividades ilícitas en otros ámbitos. “Los grupos regulares o extraordinarios de repre-
sión como la Brigada Blanca fueron compensados por sus acciones con la impunidad
ante otros crímenes” (IMECO 1998:34). Del ‘botín de guerra’, que incluía la apropia-
ción de los bienes de los detenidos por actividades subversivas, se pasó al ‘fondo de
guerra’, que permitía una acumulación ilegal de recursos que intensificase la lucha anti-
guerrillera. Y de la tolerancia a un reducido número de crímenes relacionados con la
propia actuación contra las guerrillas se pasó a formas más generalizas y sistemáticas de
corrupción, que incluyeron una forma de ordenación del tráfico de drogas. Una vez que
las acciones de guerra sucia se acabaron, “los ‘guerreros sucios’ eran capaces de seguir
vendiendo a sus jefes y protectores la idea de que la tolerancia a ciertas actividades cri-
minales era un pago justo para una fuerza operativa capaz de actuar en cualquier mo-
mento contra los enemigos del sistema” (IMECO 1998:35). Pero, además, a partir de los
años ochenta se pasó de esta aportación inmaterial en forma de protección difusa a los
pagos continuados hacia los protectores políticos como elemento principal de complici-
dad entre ambos actores.

La DFS, creada en 1947 y que llevó buena parte del peso de la represión antiguerrillera,
jugó un papel clave en esta centralización de la protección del tráfico de drogas en Mé-
xico y de su protección durante los años setenta (Aguayo 1993). “En Tijuana, la mari-
guana pasaba al otro lado con la complicidad del comandante Daniel Acuña, de la DFS.

35
Por cada envío recibía cinco millones de pesos. En Sonora, Moisés Calvo [de la DFS],
por otros cinco millones, cuidaba sembradíos de mariguana” (Proceso, 15 de abril de
1985). A todos los grandes y medianos traficantes se les otorgaron credenciales del ser-
vicio secreto que les sirviesen de protección frente a otros agentes de la ley que no estu-
viesen incorporados al sistema general. Agentes de la DFS se encargaron de transportar
directamente cocaína desde Colombia (Proceso, 29 de abril de 1985). “El control cen-
tral del narcotráfico, a cargo de la Federal de Seguridad encabezada por José Antonio
Zorrilla Pérez fue exitoso desde 1982 hasta principios de 1985… ese esfuerzo de cen-
tralización criminal logró el control del narcotráfico” (IMECO 1998:50). El final de este
papel protagonista de la DFS en el tráfico de drogas lo puso el descubrimiento a nivel
internacional de sus relaciones con traficantes tras el asesinato de Camarena y por la
progresiva sustitución de las élites políticas del partido único por unos nuevos dirigentes
que no estuvieron directamente implicados en la lucha antiguerrillera y que, por lo tan-
to, no se sentían obligados a su protección. La eclosión de la DFS tras el escándalo sim-
plemente transfirió el esquema hacia otros organismos policiales a los que se incorpora-
ron los agentes tras la clausura de esta agencia.

Fruto de estas relaciones pervertidas que se mantuvieron en el tiempo, ha sido el cons-


tante goteo de detenciones de antiguos funcionarios de este organismo – en sus nuevos
puestos de trabajo – durante las dos siguientes décadas con cargos por tráfico de drogas.
La desaparición de la DFS supuso el desperdigamiento de sus agentes por el resto de
agencias de seguridad pública, en especial a la PJF, y las fuerzas armadas. Otros optaron
por actuar sin placa. El caso más emblemático fue el de Rafael Aguilar Guajardo que,
de activo participante en la ‘guerra sucia’ de los años setenta como comandante de la
región noroeste de la DFS, pasó a ser un afamado traficante hasta su asesinato en 1993.
Algunos alcanzaron cierto éxito en la política. Uno de sus directores, Fernando Gutié-
rrez Barrios, llegó a ser secretario de Gobernación, el número dos in pectore de la jerar-
quía de gobierno mexicano, durante la administración de Salinas. Desde sus nuevas res-
ponsabilidades continuaron ejerciendo las mismas labores de protección que habían
ejercido en este organismo. Desde luego, ningún organismo oficial colombiano, ni aún
los más penetrados por la corrupción, jugaron un papel tan señalado en la organización
del tráfico de drogas.

36
Un factor cuantitativo de primera magnitud para hacer avanzar el tráfico de drogas hacia
escalas más altas de la jerarquía mexicana fue la incorporación de la cocaína al esquema
de extorsión. La cocaína, por los niveles de consumo y precios en los Estados Unidos,
se convirtió desde principios de los años ochenta en el principal motor de esta rueda de
corrupción. La causa inmediata de esta presencia de la cocaína en el repertorio de la
protección fueron los problemas que experimentaron los traficantes colombianos para
introducir la droga en los Estados Unidos por el Caribe. La combinación de una exitosa
estrategia de control policial, junto con las luchas internas de los traficantes colombia-
nos en Florida, escoraron a estos últimos a abrir la puerta de los Estados Unidos por la
vía de México. El modo en que este interés de los colombianos por utilizar el país se
tradujo en su incorporación al sistema de protección es más incierto.

Según Palacios (1999), “en la medida en que la mercancía pasaba en tránsito por territo-
rio mexicano, los colombianos contrataron protección de organizaciones locales”. Sin
embargo, nada hace pensar que ésta fuese la opción inicial de los traficantes colombia-
nos. Su intención, de hecho, era actuar de manera independiente, del mismo modo en
que podían hacerlo en los Estados Unidos, pero incorporando mayores grados de co-
rrupción. No obstante, este proyecto fue frustrado de manera inmediata. El traficante
estadounidense, Max Mermelstein (1990:131-140), asociado a los colombianos, relató
su propia experiencia cuando en 1982 trataron de remitir cocaína hacia los Estados Uni-
dos por la vía de México de manera independiente. Pocos días antes del primer envío,
los policías aparecieron en su hotel, le torturaron junto a sus acompañantes y les libera-
ron tras pedirles disculpas, no sin antes robarles 30.000 dólares que llevaban consigo. El
hecho de que se frustrase la operación es secundario con respecto a la escenografía que
rodeó el suceso. Su liberación tras unos días de secuestro demuestra que la detención no
entraba en los planes de la policía sino que su objetivo era enviar el mensaje de que la
policía mexicana cuenta con todo el poder – violencia e información – para determinar
quién y en qué circunstancias entra en el mercado del tráfico de drogas en México. Ese
mismo año, los cadáveres de más de una decena de colombianos aparecieron en un río
cercano a la Ciudad de México. Según se supo posteriormente, se trataba de traficantes
de cocaína recién instalados que actuaban sin protección policial y que, tras ser locali-
zados por otra policía secreta mexicana, la Dirección de Investigaciones para la Preven-
ción de la Delincuencia, fueron asesinados al negarse a pagar la cuota exigida (Proceso,

37
29 de abril de 1985). Tras la desaparición en 1983 de este organismo, “que fue utilizado
en distintas ocasiones ‘para borrar del mapa’ a enemigos políticos y disidentes del sis-
tema” (Castillo 1985:14), más de 2.000 de sus miembros se insertaron en las diferentes
policías, sobre todo en la PJF, acelerando el proceso de descomposición de los mismos.
Es de suponer que fracasos como los reseñados indujeron a los traficantes colombianos
a insertarse en el mercado a través de los mecanismos habituales de la policía mexicana.

Por lo tanto, el contacto entre los traficantes colombianos deseosos de abrir nuevas vías
para introducir cocaína en México y los contrabandistas mexicanos no parece que se
produjese por la vía de los contrabandistas mexicanos sino por la vía de los propios po-
licías. Una vez manifestado la imposibilidad de realizar el transbordo de manera inde-
pendiente, serían los propios policías los que pusieron en contacto con quienes ya con-
taban con una protección anterior permanente, pero exclusivamente para hacer el trabajo
del superar la frontera. La mayor parte del paso del producto a través de México fue
llevado a cabo directamente por las agencias de seguridad mexicana. Esta teoría es más
coherente con la sorprendente escasez de colombianos que han trabajado sobre el terre-
no en México y la raquítica nómina de conflictos que han generado los colombianos en
sus relaciones con los traficantes mexicanos.

La idea contraria sale de toda lógica comercial, de la cual se han mostrado escasos los
traficantes mexicanos. Si el único interés de los colombianos era encontrar contraban-
distas que se dedicasen simplemente a introducir la mercancía bajo contrato en los Esta-
dos Unidos no hubiesen ido a parar a los traficantes de marijuana de Sinaloa, que conta-
ban con protección previa y bien engrasada, sino que hubiesen contactado con las bien
organizadas redes de contrabandistas de todo tipo de bienes de consumo que han opera-
do en la frontera mexicano-americana desde hace décadas. De hecho, podrían haber
incorporado a estos últimos a sus organizaciones, como ha ocurrido en otros países del
Caribe y Centroamérica sin muchas dificultades, lo cual no ocurrió. Salvo García Ábre-
go, procedente de una familia de contrabandistas bien relacionada con la familia Sali-
nas, lo cual le dio acceso al esquema de protección, el resto de los grandes traficantes
mexicanos salen de un tronco común de traficantes de marijuana cuyos orígenes pueden
situarse en Sinaloa o de las filas de la policía. En ocasiones combinan ambas proceden-
cias. Los traficantes colombianos, por tanto, no pudieron superar el escollo de las auto-

38
ridades mexicanas en su proceso de expansión comercial hacia el Este. No pudieron
escoger sus aliados sino que fueron direccionados hacia los mismos.

La centralización, junto al creciente flujo monetario que suponía el tráfico de drogas con
la incorporación de la cocaína, llevó aparejado un cambio importante en el sistema de
protección. Mientras el dinero en principio sólo circulaba verticalmente hacia arriba,
desde los agentes operativos hacia los superiores, una vez que se ha centralizado el apa-
rato de protección, pasa a circular en ambos sentidos a través de la cadena de mando. Ya
no son los agentes menores los que recaudan los pagos por protección directamente de
quien ostenta ‘la plaza’ sino que son funcionarios altos y medios de la policía los que se
encargan de la recaudación y luego realizan el reparto hacia los que llevan a cabo las
tareas operativas, como la protección de cargamentos.

Esta monopolización efectiva del tráfico de drogas por parte de las agencias estatales de
seguridad mexicanas resulta contradictoria con las premisas de partida que harían facti-
ble una comparación entre México y Colombia. El hecho de que los traficantes colom-
bianos hayan mantenido hasta tiempos recientes una especialización vertical de pro-
ducto concentrada en la distribución y comercialización de cocaína en teoría facilitaría
el proceso de imbricación entre traficantes y agencias estatales al limitar el ámbito de la
relación. Sin embargo, su combate ha sido radical, en especial a partir de la década de
los noventa. En contraste, los traficantes mexicanos han tenido una ubicación más flexi-
ble que tiende a abarcar tanto productos diversos – incluyendo la marihuana, la heroína,
la cocaína y las metanfetaminas – como procesos de naturaleza muy diversa, desde la
producción y la distribución al por menor, que son muy intensivas en mano de obra,
hasta el transporte, más intensivos en capital. Esta divergencia podría en teoría dificultar
la tarea de las agencias públicas por tratar de controlar el flujo de drogas al verse en la
obligación de diversificar esfuerzos y costes de transacción.

En el caso mexicano, la resolución de esta dicotomía ha tendido a resolverse por la vía


de la propia división legal de la persecución del tráfico de drogas. El salto del control
estatal al federal de los años setenta se complementa con una Las fuerzas armadas, en-
cargadas desde los años cuarenta de la erradicación de cultivos, han tendido a ejercer su
influencia extorsionadora sobre la producción de marijuana y de heroína, que es produ-
cida internamente. Por el contrario, la PJF ha tendido a concentrarse en el control del

39
tráfico de cocaína y en la distribución de las otras drogas. Como lo expresó un aliado de
Juan García Ábrego, Óscar López Olivares: “El narcotráfico, y esto debe entenderse, es
un asunto manejado por el gobierno completamente porque desde la protección que se
da a los cultivos de mariguana, todo está debidamente controlado, primero por el ejér-
cito, después por la PJF y hasta por los fumigadores de la Procuraduría” (Figueroa
1996:69). La progresiva militarización de la agencias de seguridad pública y del com-
bate al tráfico de drogas en México y la creciente asunción de tareas antinarcóticos por
parte de las fuerzas armadas ha tendido a generar conflictos en dos ámbitos. Por una
parte, el conflicto a surge de parte de los militares en cuanto a las lealtades que dirigen
los esquemas de corrupción. En tanto en cuanto la presencia de militares ha tendido a
distorsionar las redes verticales de corrupción dentro de las policías, esto se ha traducido
en enconados conflictos por ver quién ejerce la protección sobre los traficantes (Proce-
so, 6 de mayo de 2001). Por otra, ha generado conflictos operativos de gran calado entre
los traficantes protegidos por militares y por policías. El ejemplo más evidente de esta
discordancia fue el asesinato de siete agentes federales a manos de militares en el estado
caribeño de Veracruz. Los militares estaban protegiendo un envío de cocaína desde
Colombia cuando aparecieron los policías federales, que habían sido alertados del vuelo
por agencias estadounidenses (Washington Post, 29 de noviembre de 1991).

La militarización ha sido sólo un vértice de las transformaciones del tráfico de drogas en


México que han tendido a debilitar el esquema centralizado de la protección. Aunque
Smith (1997:134) indica que “las transformaciones del negocio del narcotráfico en Mé-
xico han coincidido con cambios de largo alcance en el sistema político mexicano”, más
que hablar de coincidencias puede hablarse de relaciones causales. La evolución del
sistema político mexicano ha incidido de manera notable sobre las relaciones del tráfico
de drogas en México. Varios factores de evolución del sistema político han contribuido
a erosionar la centralización del proceso de protección del tráfico de drogas que tuvo su
cúspide en los años ochenta y principio de los noventa. El creciente pluralismo político
y el agudizamiento de las contradicciones del sistema corporativista han obligado a las
autoridades políticas a recurrir con mayor frecuente a la violencia como medio de con-
trol social. Allí han estado presentes los policías para ejercer este papel de control social
a cambio de una impunidad creciente en otras áreas de la tarea policial. A medida que se
hace más necesaria su actividad de carácter político – no limitada al ámbito antisubver-

40
sivo sino que se extiende a la contención de los enemigos dentro del sistema político,
cada vez menos dispuestos a disciplinarse –, mayores son las cuotas de impunidad que
se abren para los policías. Al expandirse los cauces de participación política y, sobre
todo, al romperse los lazos de lealtad inquebrantable hacia el presidente, la presencia
individual en el juego político está más unida al dinero que otros factores. La financia-
ción poderosa entonces sustituye a la mera decisión presidencial, que abarcaba hasta la
sucesión de su presidente, como método de regulación principal para la participación en
el juego político. Dado que el dinero parece cada vez más la fuerza motriz de las carre-
ras políticas, las autoridades se sienten más impulsadas a recurrir a sus fuerzas de segu-
ridad como financiadores de su carrera política.

Esta necesidad de fondos se produce en un momento en el que buena parte de las opor-
tunidades para la corrupción habían sido cerradas tras dos décadas de políticas de priva-
tización y liberalización. Las fuerzas de seguridad se han convertido por tanto en uno de
los pocos recursos disponibles para la obtención de recursos con los que participar en
una carrera política que cada vez es más demandante de los mismos. La consecuencia
ha sido un crecimiento disparado de las actividades ilícitas de las policías, ya sea en el
ámbito del tráfico de drogas como en el ámbito de los delitos comunes, desde principios
de los años noventa. En contraste, los límites que a este degradamiento de las fuerzas
policiales podrían haber supuesto la apertura a los medios de comunicación ha sido muy
escasa porque las autoridades y sus protegidos en la policía han encontrado medios –
tanto por el dinero como por la violencia – para minimizar esta presencia pública.

En este sentido, se combinan dos fuerzas convergentes en México. Por una parte, los
mayores requerimientos de fondos procedentes de las fuerzas de seguridad para finan-
ciar la participación en el juego político hacen crecer la tarta, lo cual hace expandir el
ámbito de la delincuencia organizada y de la protección que las agencias de seguridad
hacen de la misma. Por otra, se observa el marchitamiento de las líneas de jerarquía y la
lealtad inquebrantable hacia el presidente que habían caracterizado al sistema político
mexicano, lo cual tiende a hacer más inestable la centralización del tráfico de drogas al
otorgar viabilidad a proyectos alternativos al que une a los proyectos: se abren oportu-
nidades para abrir la tarta. Equiparando los modelos de la mafia italiana y la policía en
México, “la generalización de la corrupción ha disminuido el precio del soborno para

41
los individuos […lo cual] ha generado graves problemas para la estabilidad del modelo
organizativo de la maifa basado en la centralización de los servicios de protección”
(Franzini 1995:59). Según la tipología descrita en Charap y Harm (1999), un régimen
autoritario muy centralizado territorial y funcionalmente dio lugar a una esquema de
corrupción muy centralizado en el que se maximizaban los beneficios del centro. En
contraste, un régimen que ha tendido a medio camino entre una democracia débil y un
reino de taifas, ha generado patrones de corrupción de tipo político y competitiva en
tanto en que se buscan maximizar los beneficios para mantener y mejorar las posiciones
de privilegio dentro del sistema político.

La expresión manifiesta de este cambio de tendencia la constituyen los hermanos Are-


llano Félix, que han sido capaces de sobrevivir en un entorno hostil. Los Arellano Félix
iniciaron su carrera de traficantes al cobijo de su tío Félix Gallardo a mediados de los
años ochenta. Oriundos de Sinaloa, consiguieron comprar la plaza de Tijuana, no sin
antes asesinar, en colaboración con sus policías protectores, a los anteriores poseedores
de la plaza: la familia Machí Ramírez. Sin embargo, cayeron en desgracia desde su par-
ticipación en el asesinato del cardenal Posadas Ocampo en Guadalajara. La presión de
los Estados Unidos para su detención se hizo más acuciante al situarlos en lista de los
más buscados del FBI y de la DEA. Ambas circunstancias hubiesen dado lugar en pe-
riodos anteriores a una rápida detención o asesinato de manos de sus antiguos protecto-
res. Esto no ha ocurrido.

A partir de perder su protección, los Arellano Félix entraron en los patrones más habi-
tuales de comportamiento de los traficantes colombianos. Por una parte, trataron de
comprar la voluntad de quienes estaban encargados de las agencias de seguridad en Ti-
juana, pero no entrando en el esquema de protección completa sino comprando sólo la
parte correspondiente a su área de actuación. Tuvieron cierto éxito a la hora establecer
fuertes vínculos con las agencias policiales del estado de Baja California y municipal de
Tijuana. Pero no hallaron la misma respuesta en la PJF, para la cual ya habían caído en
desgracia. Un general que, en su nombre, trató de comprar al delegado de la PJF en Ti-
juana acabó encarcelado. Por otra parte, comenzaron con la sucesión de asesinatos de
miembros de las fuerzas de seguridad que los perseguían. Desde 1996 cuatro delegados
de la PJF en Tijuana, tres comandantes y numerosos agentes de este mismo organismo

42
han sido asesinados en Tijuana y la Ciudad de México por colaboradores de los Arella-
no Félix. También fueron objeto de su persecución los medios de comunicación que
desvelaban secretos del grupo. El director del semanario tijuanense Zeta, Jesús Blancor-
nelas, sufrió un atentado en el que murió su escolta.

Los Arellano Félix, por lo tanto, generan un cambio de patrón con respecto a los habi-
tuales situaciones de México. Su servicio de protección, una vez desguarnecidos de la
protección oficial, ya no está compuesto por el habitual séquito de policías que los líde-
res policiales ponen a disposición de los traficantes protegidos y que se encargan de su
protección personal y de ejercer la violencia contra traficantes libres. Para reemplazarlo,
los Arellano Félix contrataron un ejército de jóvenes extremadamente violentos que se
encargaban de ejecutar a los enemigos dentro y fuera de la policía, dentro y fuera de la
organización, al estilo más puro del sicariato colombiano. Pero a diferencia de Colom-
bia, la procedencia social de los sicarios no eran los suburbios empobrecidos de las
grandes ciudades, sino que su extracción social era la clase alta. Son hijos de familiares
adineradas de Tijuana, que encontraron un pasatiempo divertido y bien remunerado en
su participación como brazos ejecutores de los Arellano Félix a principios de los años
noventa. Son los narco juniors.

Frente a ellos, las agencias de seguridad aplicaron técnicas propias de la “guerra sucia”,
incluyendo detenciones ilegales, secuestros, chantajes y asesinatos. Entre los asesinados
se encuentran varios abogados de la organización comandada por los Arellano Félix,
que han desaparecido o han sido asesinado a manos de policías federales y cuerpos mi-
litares. También han sido exterminados elementos centrales de la organización al objeto
de obtener información sobre la organización. Entre los desaparecidos se encuentra
Alejandro Enrique Hodoyán Palacios, quien fue detenido por un comando castrense a
las órdenes de Gutiérrez Rebollo en 1996 en Guadalajara. En prisiones militares de esa
ciudad y de la Ciudad de México fue torturado durante seis meses hasta que se le entre-
gó a la DEA. Desde marzo de 1997, Hodoyán está desaparecido tras ser arrestado de
nuevo por fuerzas castrenses (Human Rights Watch 1999). Tampoco quedaron fuera de
esta represión ejercida por las agencias federales los miembros de las agencias de segu-
ridad que estaban comprometidas con los Arellano Félix. Varios directores de la Policía

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Municipal de Tijuana y agentes destacados de la Policía Estatal de Baja California han
sido asesinados por agentes o ex agentes de la PJF.

Pese a que no han conseguido eliminarlos, el esfuerzo de las agencias de seguridad fe-
derales no ha sido en balde. Buena parte de los colaboradores más cercanos de los Are-
llano Félix han sido detenidos y asesinados. Su poder ha quedado minado, su libertad de
acción en Tijuana minimizada y reducida a territorios minúsculos. Su radio de acción se
ha reducido al transporte de marijuana hacia los Estados Unidos, e incluso en este ám-
bito están sufriendo constantes detenciones por parte del ejército y de la policía federal
(Zeta, 2 de marzo de 2001). Desde 1999, agotados por el acoso policial y por las san-
grías que han afectado a los Arellano Félix, la plaza parece estar en poder de un antiguo
miembro de la PJF, que cuenta con el apoyo de sus antiguos compañeros en esa agencia
y entre los militares (La Jornada, 21 de febrero de 2000).

La permanencia en el tiempo de los hermanos Arellano Félix más allá del tiempo asig-
nado por la caducidad de su licencia es explicable en términos de los cambios del siste-
ma político. Por una parte, el estado de Baja California ha estado gobernado durante la
última década por el partido conservador de oposición, Partido de Acción Nacional, lo
cual supone un corte a la estricta línea de mando que anteriormente surgía del presidente
y cruzaba todos los sectores burocráticos del país. La actuación de las policías munici-
pal y estatal como protectores de los Arellano Félix sólo ha sido posible por la posibili-
dad de un ámbito no sujeto a la presión del gobierno federal. En 1994, un comandante
de la PJF caería en un tiroteo tras una persecución de uno de los hermanos Arellano
Félix, que iba protegido por miembros de las policías estatal y municipal. Por otra, la
presidencia débil de Zedillo, en conjunción con la liberalización política, ha abierto
multitud de ámbitos de poder que han sido capaces de sobrevivir sin estar sometidos a la
voluntad explícita del presidente, permitiendo la corrupción en los términos típicos que
se conocen en Colombia. Por último, y en este caso menos importante, el dinero que
proporcionó la droga durante los años que vivieron bajo protección les permitió cons-
truir una organización que pudo resistir con éxito los embates de quienes antes les pro-
tegían.

En consecuencia, el tráfico de drogas ha adquirido durante la última década una forma


más conflictiva y más descentralizada. Toro (1997) atribuye la descentralización pro-

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gresiva del tráfico de drogas en México a la exitosa campaña contra las drogas del go-
bierno mexicano. Si bien las autoridades han jugado un papel central en estos cambios,
su intervención no ha sido por la vía de la eficacia policial. La evolución del tráfico de
drogas ha seguido las pautas que se marcaban desde la creciente apertura del sistema
político. Esta dependencia se resuelve la dicotomía de explicaciones sobre el crimen
organizado de México que Bailey y Godson (2000) dividen entre la visión centralizada-
sistémica y la perspectiva fragmentada-contestada. La primera se corresponde a la si-
tuación acontecida hasta finales de los años ochenta y a partir de entonces, con la pro-
gresiva erosión del poder presidencial, la dependencia se resuelve con un tráfico de dro-
gas más fragmentado.

Conclusión y perspectiva de futuro

Hasta muy recientemente, el análisis académico – y periodístico – del tráfico de drogas


en México ha estado dominado por la combinación de dos factores. De una parte, se
resalta el papel que los Estados Unidos juega a la hora de organizar el tráfico de drogas
tanto por la vía de ser la principal fuente de la demanda como por la presión diplomática
que ejerce sobre las autoridades mexicanas. Por otra parte, se refieren las notables cotas
de corrupción de las autoridades encargadas de la persecución de las drogas y la gran
penetración de las estructuras de poder que han conseguido los traficantes de drogas.
Otros elementos menores también señalados como origen del tráfico de droga son la
pobreza o la falta de capacitación y de medios de las agencias de seguridad. Conjunta-
mente, todos recuerdan a las imágenes del pasado: las vividas en Colombia. Esto ha
permitido a muchos expertos hacer viable la idea de la colombianización de México. Sin
embargo, pocos se han detenido a analizar los elementos esenciales que ordenan el tráfi-
co de drogas en ambos países.

El modelo de organización del tráfico de drogas aquí descrito no se ha dado, ni de lejos,


en el caso de Colombia. Ya Chabat (1996:389) analizó esta dicotomía entre un ‘modelo
colombiano’, caracterizado porque “traficantes actúan fuera del sistema establecido y se
enfrentan al estado de manera abierto, en algunos casos asociándose con actores exter-
nos al sistema”, y un ‘modelo mexicano’, en el que “traficantes son actores tolerados –
aunque no legales – en el sistema político puesto que no desafían al estado”. En su ta-
xonomía, sin embargo, Chabat pasa por alto que la tolerancia – bien retribuida, sin duda

45
– hacia los traficantes no es sólo propia de un modelo de corrupción colusiva en el que
ambos actores ganan en un juego en el que no hay perdedores sino que en el modelo se
insertan modelos de coacción que hacen que mientras uno de los actores – los agentes
del estado – están constreñidos en su intento por maximizar los beneficios exclusiva-
mente por factores de tipo ambiental – el sistema político y la organización internacio-
nal del tráfico de drogas –, el otro actor – los traficantes – únicamente ejerza sus posibi-
lidades de maximización de los beneficios en el marco estrecho de los constreñimientos
impuestos por los agentes de seguridad.

Las dos analogías más comunes en el estudio del crimen organizado han sido la de con-
siderar a estos grupos como un gobierno (Schelling 1984; Gambetta 1993) o como una
empresa (Reuter 1983; Naylor 1997). Franzini (1995) conjuga ambos enfoques al dis-
tinguir entre una mafia en sentido estricto y una mafia en sentido amplio. La primera
sería la estructura de gobierno que ofrece servicios de protección a las empresas ilega-
les, una protección frente a la irrupción tanto de otros grupos criminales como del esta-
do, mientras la segunda está compuesta por un grupo de grupos más o menos coordina-
dos que operan en los mercados ilegales. Los traficantes colombianos se han ajustado
casi perfectamente a este esquema. Por una parte, existían una serie de empresarios muy
activos y con iniciativa junto que actuaban de manera independiente. Por otra, los cono-
cidos cárteles, que nunca actuaron como un cártel en el sentido económico – “ni siquie-
ra ‘el Cártel de Medellín’ en su apogeo trato de controlar el precio de la cocaína restrin-
giendo su oferta” (Naylor 1995:40) –, se constituyeron en una estructura de gobierno
dedicada a prestar protección a sus miembros frente al estado y frente a los grupos sub-
versivos. La particularidad del caso mexicano, y en lo que se diferencia de Colombia, es
que la estructura de gobierno que organiza el mercado es el propio estado. Como expli-
có el comandante González Calderoni, “sin protección [del gobierno], ninguna organi-
zación puede sobrevivir. Es así de simple.”

El estado mexicano, a través de sus agencias de seguridad, actúa en el mercado directa-


mente o indirectamente, comisionando los trabajos muy intensivos en trabajo, como el
cultivo de marihuana y opiáceos, o muy arriesgados en términos diplomáticos, como es
el contrabando fronterizo. Desde el punto de la productividad de las empresas que ac-
túan en el mercado – los traficantes – esta estructura es económicamente ineficiente.

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Los criminales tienen escasos incentivos para construir estructuras permanentes e im-
prenetrables, en el conocimiento de que la fuerza del estado es mayor y determinará la
salida del grupo a su antojo. Así pues, la imagen pregonada por las agencias de seguri-
dad estadounidenses de que los traficantes mexicanos han sustituido a los colombianos
como principal amenaza está fuera de lugar.

La principal función de las estructuras de gobierno del crimen organizado – ya sea una
superestructura en casos normales o el gobierno en México – es dirimir disputas con
respecto a los frágiles derechos de propiedad. Dado que no existe la posibilidad de recu-
rrir al estado para dirimir conflictos de propiedad, dos son los factores que dirimen la
validez de estos derechos: la posesión y la violencia. En cuanto a la violencia, las agen-
cias de seguridad mexicana han demostrado a lo largo de la historia un poder de fuego
muy superior al de los traficantes, hasta el punto de que han copado su servicio de pro-
tección personal. Y en cuanto a la posesión de la droga, son policías y militares los en-
cargados de proteger los lugares de producción, el tránsito de la droga y su almacenaje.
Conjuntando ambas variables, es obvio que son las agencias de seguridad las que tienen
la propiedad de la mercancía en México y, por lo tanto, el poder máximo. Los benefi-
cios del negocio se reparten de manera acorde. El antiguo director del Instituto Nacional
para el Combate a las Drogas, Francisco Molina Ruiz, estimó que “los cárteles mexica-
nos destinan alrededor del 60 por ciento de sus utilidades [beneficios] para sobornar
autoridades” (Proceso, 23 de febrero de 1997). Si se hablase de una empresa legal,
aquellos que obtienen ese porcentaje de los beneficios serían los propietarios mayorita-
rios, incluso en el caso de que existiese una alta fragmentación de la corrupción, que no
es el caso en México.

El futuro es previsible que ponga de manifiesto estas carencias. Las circunstancias del
tráfico internacional de cocaína se ha puesto a jugar a favor del nuevo gobierno de Fox.
El constante crecimiento del consumo en Europa y el superación de la crisis del crack
en los Estados Unidos han supuesto un cambio paulatino de la dirección del tráfico. La
carencia de iniciativa de los traficantes mexicanos los hace irrelevantes en la exporta-
ciones de cocaína hacia Europa. Y en lo que se refiere a las exportaciones a los Estados
Unidos, el comercio de cocaína parece regresar a los cauces caribeñas por razones ex-
clusivamente de mercado: la comisión a pagar en México por introducirla en el país

47
norteamericano, engordada por los pagos para una protección cada vez más predatoria
debido a la fragmentación del cobijo, ha resultado cada vez más prohibitiva para los
traficantes colombianos, que han redescubierto rutas más económicas en el Caribe
(UNDCP Caribbean 2000). Bajo estas circunstancias, los incentivos económicos para
mantener el conglomerado de protección oficial a los traficantes disminuye. De la fuer-
za que sean capaces de ejercer los nuevos dirigentes para ‘des-corruptizar’ los órganos
de procuración de justicia y de la capacidad – o incapacidad – de sus elementos más
relevantes para permanecer en el nuevo sistema o para sustituir rentas en otros ámbitos
del negocio criminal dependerá la capacidad de éxito del gobierno mexicano en una
lucha contra las drogas que parece, de manera más clara que nunca, dirigida más por las
intenciones que por la pura retórica.

Por el momento, las grandes alijos, detenciones y asesinatos parecen obedecer más a las
pautas de renovación de las élites de los traficantes que siguen a los cambios de un go-
bierno que a la propia dinámica de eliminación de la corrupción, que debería pasar por
un amplio periodo de casi inactividad de los organismos públicos en el sentido represi-
vo. Sólo cuando esta estrategia tenga éxito y los traficantes vivan fuera de la cobertura
del estado podrá hablar de una colombianización efectiva del tráfico de drogas en Méxi-
co.

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