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Emilce

Espantó, instintivamente, una mosca que se empecinaba en posarse en el


grano que supuraba en su sien derecha. Para Emilce los días eran siempre
iguales. Sentada junto a bultos informes frente a un televisor que escupía
manchas difusas de luz. Algunas veces le parecía que esas imágenes eran las
ventanillas iluminadas de un tren que pasaba a gran velocidad. Otras, le
parecía ver caras conocidas asomando por ellas. Ya no recordaba cuándo
comenzó, pero tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo desde
que había empezado a desaparecer toda la gente. Acomodó la manta a cuadros
roja que tenía sobre las piernas y que esa tarde, por algún motivo desconocido,
era azul, y ayer había sido verde. Entrecerró los ojos y trató de volver hacia
atrás.
Una tarde de sol, sería octubre, tal vez noviembre, salió de su casa para visitar
a Adela, su amiga del alma. Llevaba galletas para la tarde y el tejido. Adela era
una verdadera maestra, le estaba enseñando el punto arroz. Aguja arriba,
lazada arriba, aguja abajo, lazada abajo. ¿O no era así…? Bueno, ya no
importaba. Se cansó de tocar el timbre y golpear la puerta. No salió nadie, le
pareció extraño. Adela no era salidora, y menos cuando sabía que ella iría a
verla. Esperó un rato y decidió volver al otro día. Detrás de las persianas
cerradas, presintió que los vecinos la miraban escondidos. La esquivaban.
¿Guardarían un secreto que ella debía desconocer? Esa noche no pudo dormir:
sentía una fuerte opresión en el pecho, algo estaba pasando. No dejaba de
pensarlo. Al día siguiente, lo mismo. Asustada, fue a la comisaría.
—No se preocupe, habrá ido a visitar a algún pariente. Todavía no puedo
tomarle la denuncia; vuelva en cuarenta y ocho horas —dijo el cabo Rodríguez
con una sonrisa y tomándola del brazo con afecto, la acompañó a la salida.
“Qué buen muchacho… y algunos se quejan de la policía”, pensó Emilce.
A los dos días volvió. Ahora el que no estaba era el cabo Rodríguez. El oficial de
guardia ya no encontraba la manera de explicarle que no había ningún cabo
con ese apellido.
Emilce insistía e insistía, hasta que desde una oficina se escuchó la voz del
comisario:
—El cabo está de vacaciones, vuelva a su casa. Él seguro se está ocupando,
cualquier cosa le avisamos —de alguna forma se la tenían que sacar de encima.
Y ella tuvo esa sensación, que la estaban espantando. Era inútil, lo suyo no
importaba
Mejor vuelvo a casa y le pregunto a mamá, ella seguro que sabe algo. Volvió
sobre sus pasos, caminó lento. El sol calentaba, las calandrias buscaban pareja
y ella buscaba a Adela. Mamá seguro sabe, se repetía una y otra vez. De tanto
pensar en el punto arroz se pasó de la puerta de su casa. Le sorprendió que la
carnicería de don Jorge todavía estuviera cerrada ¡y ya pasaban las diez! Abrió
la puerta que nunca cerraba con llave. “Qué raro que el Boby no venga a
saludarme”, pensó, “debe estar en el fondo aprovechando el sol“. Por lo menos,
el gato dormía enroscado en su sillón.
—Mamá, mamá, ¿dónde estás? —repetía Emilce a medida que pasaba por las
habitaciones. En la cocina se encontró con una figura familiar.
—Clotilde, qué raro vos por acá, te hacía cuidando a los chicos. ¿Sabés dónde
está mamá? No la puedo encontrar a Adela y seguro que ella sabe si fue a
visitar a los parientes de Rosario o a los de Río Cuarto.
—Mamá no está, mamá se fue —dijo Clotilde—. Seguro que Adela viajó —
agregó lacónica, con una mirada fría, de esas que a veces usan las hermanas
mayores cuando están cansadas de ocuparse de todo y no quieren dar
explicaciones.
Enojada con el mundo y con ella misma, Emilce puso la pava para preparar
unos mates, era la mejor forma de ablandar a Clotilde. Cargó la calabaza, mojó
la yerba con un chorrito de agua fría —como le habían enseñado en unas
vacaciones que pasó en Uruguay—. Volcó el agua caliente sobre la bombilla
para no quemar la mezcla, tomó el primero —el del cebador— y se dio vuelta
para darle el segundo a Clotilde, mientras insistía en preguntar a dónde había
ido su madre. Pero Clotilde no estaba. La buscó y no pudo encontrarla.
Y así fue desapareciendo la gente. A veces de a uno, a veces de a más. Mamá,
Clotilde, Don Paco el almacenero, hasta el botellero dejó de pasar. El cabo
Rodríguez nunca la llamó. Adela no apareció, y ella no pudo aprender el punto
arroz. Empezaba a aburrirla hablar solo con Romilda, la menor de las tres. El
mundo se iba vaciando, y nadie decía una palabra al respecto. Las cosas
seguían como si no pasara nada. ¿Era el mundo, eran los demás o era ella? Una
mañana se despertó y no estaba Romilda. El gato tampoco dormía en su sillón.
Una tristeza infinita cubría las noches. La televisión era un telón de fondo, un
ruido que escuchaba como el zumbido de los mosquitos. Pasaba horas
llamando a todos a los gritos: nadie respondía. Solo la arropaban espectros
impersonales. Un mediodía nublado, misteriosamente —cosa de los fantasmas
quizás—, como pasaba solo en las tardes soleadas, apareció frente a la ventana.
En la calle el viento hacía bailar las hojas secas. Luego movió unas nubes y un
rayo de sol descorrió las del alma de Emilce.
Un destello de realidad estalló en su mente. Un breve temblor de párpados y
una chispa iluminó sus ojos. Miró a su alrededor extrañada y comprendió.
"El tiempo derritió todo frente a mí, me introdujo en la tortura de la niebla
profunda. Me abandonaron todos y creo que me fui con ellos. Solo soy este
retazo de oscuridad. Ya nadie existe, ni siquiera yo”, reflexionaba en silencio,
con los ojos llenos de lágrimas, “vivo rodeada de fantasmas celestes, blancos,
rosas, que aparecen y desaparecen, me mueven, me llevan a la ventana o al
jardín, cambian de color la manta, y a veces me dejan ese gusto pegajoso a
puré de calabaza y papa en la boca”. Una hoja seca tapó al solitario rayo de sol,
las imágenes se esfumaron. El destello se apagó. Los ojos también. Volvió el
sopor. Volvió el hilo de saliva a caer de la boca. El rutinario paso del tiempo fue
un inacabable día nublado.
Un atardecer de otoño, le pareció escuchar golpes en la puerta de su cuarto.
“Por fin se acordaron de mí”, pensó, con algo de miedo y una última sonrisa.

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