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El cine americano dejó hace mucho tiempo de ser memorable; pero, como
ocurre con las estrellas muertas que han brillado mucho, de vez en cuando aún
arroja fogonazos que mantienen vivo el espejismo de su pujanza. Muchas de
las películas que este año se disputaban los Óscares no eran sino
subproductos urdidos para facilitar la ingeniería social diseñada por el
mundialismo, según la fórmula acuñada por Rousseau: “Corregid las opiniones
de los hombres y sus costumbres se depurarán por sí mismas”. Así, por
ejemplo, entre las películas nominadas hallábamos apologías del
homosexualismo ("Carol") y el transexualismo ("La chica danesa"); pero es
cada vez más raro hallar (fuera del cine estrictamente palomitero) películas que
no deslicen de forma burda o subrepticia una ración más que colmada de
bazofia mundialista.
Entre las películas más aclamadas de este año figuraba, por ejemplo,
"Spotlight", un telefilm ayuno de talento artístico que se pretende una aséptica
denuncia de las prácticas pedófilas entre el clero católico, a través de la
recreación de una investigación periodística en la diócesis de Boston. La
película tiene una apariencia tan “neutral” que ha sido aplaudida desde el
catolicismo zombi; pero está llena de insidias, que incluyen la configuración
seráfica de personajes (¡ni uno sólo de los periodistas profesa ni un miligramo
de inquina a la Iglesia!) y giros argumentales muy calculadamente aviesos,
como la intervención de un “experto” que asegura que una cuarta parte de los
sacerdotes son siempre, por fatalismo estadístico, pederastas. Por lo demás,
"Spotlight" no establece (¡oh sorpresa!) ninguna conexión entre pederastia y
homosexualidad, ni señala que en muchas diócesis americanas hubo obispos
felones que, para hacer camarilla, rechazaban sistemáticamente a todo
seminarista que ofreciese el más mínimo indicio de virilidad.