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Nietzsche se sitúa en la pretensión contraria a la epistemología; es decir,

Nietzsche considera directamente que tal pretensión es absurda y peligrosa. Su


postura antiantropocentrista lo lleva a afirmar que lo verdadero y el mundo no se
dejan medir por lo que es útil desde el punto de vista humano. Aún más,
Nietzsche desvaloriza todo aquello que era elevado para la especie humana. Así
hace con la verdad, y con el intelecto y la razón.
En Sobre Verdad y Mentira en sentido extramoral, Nietzsche realiza una
fuerte crítica al antropocentrismo. La obra comienza con una fábula en la que se
relata al ser humano del siguiente modo: “En algún rincón del universo
centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un
astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto
más altanero y falaz de la Historia Universal: pero, a fin de cuentas, fue sólo un
minuto”[2].
El intelecto humano no es el eje sobre el que el mundo gira para este
pensador, sino que es un recurso biológico que el ser humano posee para poder
conservar su existencia. El intelecto, como nos enseña el autor en esas líneas, no
es algo supremo y maravilloso, no es lo más importante del universo, sino que
únicamente se trata de un recurso que un ser, de un astro del universo, posee. En
sus palabras se pone de manifiesto que el ser humano sólo es una parte minúscula
del universo, y los atributos que este ser posee están únicamente orientados a que
pueda sobrevivir. Si el ser humano desapareciese su intelecto desaparecería con
el, ya que no tiene ninguna misión ulterior que llevar a cabo.
Este libro, Más Allá del Bien y del Mal -Jenseits von Gut und Böse- (1886) es una muestra
del pensamiento maduro de Nietzsche; hay en él un alejamiento de las obras axiológicas
que se encontraban hasta entonces en la filosofía. En sus nueve secciones, Nietzsche ataca
la obstinación de los filósofos, unas veces cegados por la búsqueda de la verdad, otras,
atados a sus prejuicios, y siempre, sin la suficiente voluntad para elevarse por encima del
“populacho”. El subtítulo del libro, Preludio de una Filosofía del Futuro, aclara que
además de ese ataque a todo el pensamiento que lo antecede, Nietzsche proyecta un posible
espacio de superación, la figura de un hombre que reniega de todo aquello que no va en
consonancia con su arresto, con su vigor:

“El Superhombre es el que vive en constante peligro, el que, por haberse desprendido de los
productos de una cultura decadente, hace de su vida un esfuerzo y una lucha. Si el
Superhombre tiene alguna moral, es la moral del señor, opuesta a la moral del esclavo y del
rebaño y, por lo tanto, opuesta a la moral de la compasión, de la piedad, de la dulzura
femenina y cristiana. La idea del Superhombre, con su moral del dominador y del fuerte, es
ya la primera inversión de los valores pues éstos adquieren una jerarquía contraria cuando
son contemplados desde su punto de vista” [2]

Conforme al espíritu de la filosofía nietzscheana, intentaremos a continuación organizar el


contenido de Más Allá del Bien y del Mal, ateniéndonos a un contraste sencillo, pero
efectivo en términos de entendimiento: qué es lo que niega Nietzsche en esta obra, y qué es
lo que afirma; todo en consonancia con este objetivo: “superar la moral; en un cierto
sentido, superarse a sí misma la moral: esa sería la larga y misteriosa tarea, reservada a las
conciencias más delicadas y más leales, pero también a las más perversas que hay hoy día,
como a vivas piedras del toque del alma”.

Críticas y negaciones

El primer capítulo de este libro se titula Los Prejuicios de los Filósofos, en él cuestiona
Nietzsche las razones que han llevado a los filósofos a buscar obstinadamente la verdad en
todos los tiempos. ¿Cuál es el valor de esta voluntad?, se pregunta el autor y, sobre todo,
¿por qué motivo sacrificar la complejidad de la vida a este interés de descubrir en ella sólo
lo verdadero? Nietzsche entiende que es justamente esta necedad el hecho que más ha
influido en la creencia de que existe una oposición entre los valores, es decir, que todo lo
relacionado con la verdad es bueno, mientras que todo lo que se halla lejos de ella, es malo.

La falsedad hace parte activa del mundo y habita en la raíz misma de la voluntad humana.
Sin embargo, para los filósofos las falsaciones de la realidad son nocivas, afectan el control
que puede tenerse de las cosas y, en consecuencia, deben evitarse. Lo que deduce Nietzsche
de este asunto es que el conocimiento (ciencia y filosofía) no es otra cosa que la defensa de
aquel prejuicio primario de considerar que lo único positivo es la verdad. En un mundo en
el que la naturaleza supera cualquier deseo de comprensión, y en donde la objetividad es un
discurso contradictorio, lo que debería proponerse no es una voluntad de verdad, sino una
voluntad de poder, un libre arbitrio que elude los fines teleológicos y se concentra en los
inmediatos.
Nadie comprenderá nunca enteramente lo que existe, como tampoco logrará saber lo que
sepa distanciándose de sí mismo a través de una aparente objetividad. En cambio, sí podrá
mandar a su antojo en aquello que encuentra en su vida, identificarse y utilizarlo, sin
importar si coincide o no con una verdad universal. Un hombre que acomoda todos sus
valores al deseo de verdad se auto-coacciona y encierra en el plano de lo dogmático, pues
ya no podrá identificar la no-verdad con algo útil o positivo. Es una especie de traición a sí
mismo, piensa Nietzsche, pues lo mejor es considerar que los valores constantemente están
definiéndose en la vida, que son relativos, y que, más que con la verdad, tienen que ver con
la voluntad de decisión.

Tres campos del conocimiento se han erigido en la historia como portadores de la verdad,
imponiendo con tenacidad sus valores a los hombres: la ciencia, la filosofía y la religión.
Cada uno de estos campos es examinado en distintas partes de su libro por Nietzsche, quien
muestra que todos coinciden en actuar como una enfermedad progresiva, un virus que
aniquila una por una las potencias del hombre, hasta convertirlo en su servidor ciego.
Asimismo, aunque son producto de épocas concretas, desarrollan en sus discursos ideas
universales (del hombre, del mundo, de la verdad) y, por ende, luego de que su forjador
concreto, es decir, el filósofo, el científico o el religioso, mueren, continúan entendiéndose
como absolutas. Este desfase es descrito por Francisco Gomá del siguiente modo:

“Nietzsche había dejado claro que los grupos humanos y las épocas históricas se
determinan por sus respectivos sistemas de valores. Los hombres luego se olvidan de haber
creado estas tablas de valores, las proyectan como válidas para siempre y se rigen por ellas.
El dogmatismo de los valores es el resultado de este engaño. Según que la vida afectiva sea
fuerte o débil, así serán los valores que hacen las veces de ideales orientadores” [3]

La ciencia. Toda ciencia es relativa pues se trata de una forma de simplificación del
mundo; en este sentido, sus valores no deben postularse como universales y mucho menos
defendérselos a ultranza. Durante un largo periodo de la historia humana, al que Nietzsche
llama premoral, “se juzgaba del valor y del no-valor de un acto por sus consecuencias; el
acto, por sí mismo, se tomaba tan escasamente en consideración como su origen”. Sólo con
el advenimiento de otro periodo de la historia, el moral, aparecerá el imperativo “conócete
a ti mismo”, bajo el cual las lógicas de la ciencia ampliarán su dominio.

Lo que se infiere de esto es que, en un primer momento, el conocimiento que sobre el


mundo tuvo el ser humano era sustancialmente práctico, se refería de modo exclusivo al
éxito o fracaso de sus acciones. La ciencia fomentó una nueva manera de entendimiento por
la cual el hombre ya no esperaba al final de sus actos para examinarlos, sino que en su
propio origen encontró teorías, principios e intenciones, fórmulas vinculadas con un
objetivo de unificación del mundo basado en la verdad. El discurso científico indica desde
entonces el camino para interpretar nuestra realidad, dejando a un lado la acción directa que
fue característica de nuestro pasado.

La filosofía. Nietzsche asegura que “todos los filósofos se han imaginado en todos los
tiempos haber fundamentado la moral, pero la moral, por sí misma, era considerada como
una cosa ‘dada’”. El gran precio que se pagó por esta fundamentación fue el menosprecio
de cualquier otra cosa: los instintos, la duda e, incluso, la voluntad han estado ausentes de
la filosofía cuando no se acoplan, más o menos a las normas de la razón. Así, la verdad y la
moral, en toda la historia del pensamiento, se hallan en la razón, y el hombre sabio buscará
siempre acomodar lo mejor posible sus acciones a la razón, pues de este modo resultarán
virtuosas.

Nietzsche califica como moral de rebaño esta insistencia en la adaptación y el


amoldamiento; todo lo que podría ser glorioso en el hombre, especialmente, su voluntad, se
reduce aquí a una cuestión de acomodo a la regla universal de la razón. Lo que antes era
útil, ahora resulta perverso; en donde se vio alguna vez germinar el instinto, ahora se le
ataca por improcedente. El filósofo, visto desde esta óptica, ya no toma riesgos en la vida,
simplemente transita por el universo juzgando desde la seguridad de su razón cada acto; es
un ser prudente, que no se arriesga; por tanto, está bien lejos de lo que desea Nietzsche:

“Enseñar al hombre que su porvenir es su voluntad, que es tarea de una voluntad humana
preparar las grandes tentativas y los ensayos generales de disciplina y de educación, para
poner fin a esta espantosa dominación del absurdo y del azar que se ha llamado, hasta el
presente, ‘historia’; la falta de sentido de ‘las mayorías’ no es más que su última forma.
Para realizar esto es preciso un día una nueva especie de filósofos y de jefes cuya imagen
hará parecer sombríos y mezquinos todos los espíritus disimulados, terribles y benévolos
que ha habido hasta el presente en la tierra” (Pág. 69)

Los filósofos no pertenecen a la clase de hombres que espera Nietzsche básicamente porque
no hacen parte de la especie que manda, que tiene autoridad sobre sí misma. En toda la
aplicación y paciencia que otros califican de virtudes, no ve el autor ninguna
independencia, el honor que podría atribuirles una voluntad propia. Nietzsche plantea que
el principio de la filosofía debe ser el escepticismo, no la búsqueda de la verdad, puesto que
sólo el escepticismo “posesiona al individuo”, lo hace entrar en el terrero de su libertad,
desatender inescrupulosamente las reglas, vivir sin fórmulas preconcebidas, y alejarse de la
razón que estropea su voluntad primaria.

La religión. El último campo que contamina la posibilidad de un hombre libre y volente es


la religión. En el capítulo El Espíritu Religioso, Nietzsche esboza las bases de un ateísmo
centrado en el ataque a la naturaleza de la moral judeo-cristiana. En las primeras líneas
escribe lo siguiente: “La fe cristiana es, desde su origen, un sacrificio: sacrificio de toda
independencia, de toda fiereza, de toda libertad de espíritu, y al mismo tiempo servilismo,
insulto a sí mismo, mutilación de sí mismo”. Como se ve, su señalamiento a la religión
como dogma hace ver los principios que los creyentes defienden (fe, piedad, sacrificio)
como modos serviles y autómatas.

Nietzsche considera que la raza alemana está menos dotada para el espíritu religioso que la
de los países del Sur; su origen bárbaro la convierte en un terreno poco fértil para ello. Sin
embargo, con preocupación observa que en Francia y en muchos lugares de Occidente la
religión ha penetrado profundamente y ha impuesto su moral de rebaño, cuyas principales
cualidades son la fe ciega, el dogmatismo metafísico, el alejamiento de lo vital y la baja
estima. José María Valverde precisa lo siguiente:
“El siglo XIX se seguía llamando entonces cristiano a efectos de moral, pero no de fe, y
Nietzsche lo denuncia –hablando de George Eliot, en El Crepúsculo…, dice-: ‘El
cristianismo es una visión de las cosas coherente y total. Si se arranca de él un concepto
capital, la fe en Dios, se despedaza con ello también el todo… El cristianismo presupone
que el ser humano no sabe, no puede saber qué es bueno, qué es malo para él: cree en Dios,
que es el único que lo sabe. La moral cristiana es un mandato: su origen es trascendente,
está más allá de toda crítica, de todo derecho a la crítica; tiene verdad sólo en el caso de que
Dios sea la verdad: depende totalmente de la fe en Dios’” [4]

Este panorama que empalidece la imagen del cristianismo debe hacer que el hombre con
voluntad se aleje de lo religioso, así como, por el afán y el ritmo cotidiano lo hará el
hombre corriente; pero como sea, en la transmutación de los valores propuesta en Más Allá
del Bien y del Mal, dios ya no tiene espacio. ¿Para qué sirve lo religioso, entonces? Dice
Nietzsche lo que viene: para los hombres fuertes e independientes, “la religión es un medio
más para vencer y dominar las resistencias”; para el hombre de origen noble, pero de vida
contemplativa, la religión reserva un espacio de calma y purificación; para los súbditos, les
da “la ocasión de prepararse para dominar y mandar algún día”; finalmente, para “los
hombres ordinarios, es decir, el mayor número”, la religión “les proporciona un
inapreciable contento, les hace aceptar su situación, les proporciona la felicidad y la paz del
corazón, ennoblece su servidumbre, les hace amar a sus semejantes”.

Acaso sea la religión el punto que con más rigor ataca Nietzsche, pues es el que, en su
opinión, ha contribuido más al envilecimiento de lo que, de otra forma, sería la pura
vitalidad del hombre. Porque el cristianismo ha convertido todo lo soberano, dominador y
libre, en remordimiento de conciencia, culpa y pecado. Esos valores que son producto de
una imposición metafísica, de la poca confianza del hombre en él mismo, es una de las
muestras de su inmadurez; el hombre que todavía siente miedo ante los juicios y las
condenas morales con los que amenazan los religiosos a los creyentes.

El terreno de las afirmaciones

Nietzsche cuestiona todas las grandes verdades que se han tejido en la historia,
principalmente, las que provienen de la ciencia, la filosofía y la religión, así como los
valores que de ellas se desprenden. En contraposición, proclama una transmutación de
dichos valores a través de lo que él denomina la voluntad de poder, esto es, el carácter para
juzgar el mundo y obrar ejerciendo la plena libertad que el hombre posee, alejándose de los
razonamientos a priori, así como de los principios dogmáticos y los castigos de conciencia.
En últimas, la gran afirmación de Nietzsche es la del hombre que es capaz de crear sus
propios valores. Una apreciación de esto, bajo el calificativo de nihilismo moderado la hace
Javier Sádaba:

“…Si Nietzsche condena sólo la moral tal y como ha existido hasta el momento pero no a
toda la moral, es difícil colocarle, sin más, dentro de un nihilismo que no sea
suficientemente cualificado. Es nihilismo porque no acepta hechos morales. Pero es
moderado porque no deduce de ahí que no haya que dar cuenta de la moral. Lo que trata de
decir es que el comportamiento humano es de una determinada manera y que esa
determinada manera es tan compleja que la imprecisión ha de acompañarnos siempre.
Como ha de acompañar a cualquier explicación de la libertad que no se rinda, pongamos
por caso, al determinismo” [5]

Ante todas las grandes verdades y valores que se han levantado a lo largo de los tiempos, el
hombre que propone Nietzsche se muestra escéptico; sabe que todas ellas se construyeron
sobre una base reducida que debe rechazarse por ser dogmática y buscar convertir al
hombre en su siervo. El nuevo hombre “decide que lo que le es perjudicial es malo en sí,
sabe que si las cosas son honradas, es él quien les presta este honor, es él el ‘creador de
valores’. Todo lo que encuentra en su propia persona, todo lo honra. Tal moral es la
glorificación de su individualidad”.

Si la ciencia decía: “esta es la verdad sobre la naturaleza”, el hombre se alzará incrédulo y


sacará sus propias conclusiones de acuerdo a la utilidad que la naturaleza ofrezca a sus
acciones. Si la filosofía afirmaba: “esta es la razón que brinda la virtud y la perfección”, el
hombre reirá irónico, ya que la única virtud posible se halla en el ejercicio de la voluntad de
poder, y esta voluntad se basa en el impulso, en la fuerza, en la afirmación del ser, no en
razones verídicas. Si, por último, la religión predicaba: “esta es la fe que te dará la fortaleza
para sobrellevar tu vida”, el hombre se apartará velozmente y gritará: yo mismo creo mis
valores, y no necesito fe mientras la voluntad me acompañe, porque la esperanza es la
moral de los esclavos, y yo soy un soberano.

Estas afirmaciones, como se mencionó al principio, no las pensó nunca Nietzsche para las
grandes masas. Sabía el filósofo alemán que sus palabras serían comprendidas por muy
pocos, porque cuesta bastante ponerlas en funcionamiento; ser vasallo es muy sencillo,
consiste en tener a un dios que soluciona nuestros problemas morales, un científico que nos
explica las condiciones del universo, y una razón que evita los males de conciencia. En
cambio, ser un individuo con voluntad de poder, es elevarse sobre el tipo de sujeto común
para pertenecer a cierta aristocracia, cuya jerarquía se explica por la fortaleza de su carácter.
Las condiciones, pues, del nuevo hombre, del Superhombre, incluyen:

La nobleza. En el capítulo ¿Qué es lo Noble?, Nietzsche resalta que “hay hechos sagrados
a los que las masas no tienen acceso sino quitándose los zapatos y que no deben tocar con
sus manos impuras”. Si se repasa atentamente la historia de la humanidad muy rápido se
advierte que los grandes hechos, aquellos que han sublimado al hombre, y han hecho
honrosa su existencia, son el resultado de una voluntad individual: el arte, especialmente,
da pruebas de ello. Por tal razón, el nuevo hombre debe pertenecer a aquella nobleza a la
que se accede apartándose de los otros seres en los que no se expresan “estados sublimes y
altivos”, de su moral esclava y de rebaño que los automatiza y enferma. Dice Nietzsche al
respecto:

“Lo que distingue, por el contrario, a una buena y sana aristocracia es que no tienen el
sentimiento de ser una función (ya sea la realeza, ya sea la comunidad), sino como el
sentido y la más alta justificación de la sociedad; es que ella acepta, en consecuencia, con
un corazón ligero, el sacrificio de una multitud de hombres que, a causa de ella, deben ser
reducidos y disminuidos al estado de hombres incompletos, de esclavos y de instrumentos.
Esta aristocracia tendría una ley fundamental: a saber, que la sociedad no debe existir para
la sociedad, sino solamente como una subestructura y un andamiaje, gracias al cual otros
seres elegidos podrán elevarse hacia una tarea más noble y llegar, en general, a una
existencia superior” (Pág. 116)

No harán parte nunca de esta alta jerarquía, destinada al ennoblecimiento de nuestra


especie, ni los hombres de moral de rebaño, ni las mujeres (a quienes Nietzsche las concibe
como una propiedad, “como un objeto que se puede encerrar, como algo predestinado a la
domesticidad”, cuya única función es “echar al mundo hijos sanos") ni, en fin, todos
aquellos que no actúen más que impelidos por su voluntad, determinando los beneficios de
sus acciones, su nobleza y orgullo.

La soledad. Pero no sólo porque el Superhombre corresponde a una aristocracia, se infiere


que muy pocos pueden personificarlo. La otra gran exigencia que hace Nietzsche a los
nuevos hombres es la soledad. Ya en la sección segunda de su libro –El Espíritu Libre-, el
autor precisa que “ser independiente es cosa de una pequeña minoría, es el privilegio de los
fuertes”, mas, “el que trata de serlo, aun con derecho a ello, pero sin estar obligado a ello,
prueba por lo mismo que no es solamente fuerte, sino también audaz en grado temerario”.
Nadie podrá juzgar el mundo en su nombre; el hombre solitario asume esta aventura que es
la de vivir por su propia cuenta, alejarse irremediablemente de los otros seres, frente a los
cuales tal vez permanezca ya para siempre incomunicado.

“Nuestras visiones más elevadas deben forzosamente parecer locuras –dice Nietzsche-, y a
veces hasta crímenes, cuando, de una manera ilícita, llegan a las orejas de los que allí no
están destinados ni predestinados”. Un mundo en el que las verdades se derrumban, en el
que los valores universales retroceden hasta no poder distinguir, como antes, lo bueno de lo
malo, convierte la vida del nuevo hombre, en una exigencia de creación y fortaleza, la cual,
necesariamente, lo alejará de los otros, pues ya ninguno logrará comprender sus palabras
con acierto, pegado todavía a las seguridades de su moral.

Escribirá Nietzsche que “el más grande será el que sepa estar más solo, más oculto, más
apartado; el hombre que viva más allá del bien y del mal; el dueño de sus virtudes; el que
esté dotado de una voluntad exuberante: he aquí lo que debe ser llamado ‘grandeza’; es a la
vez la diversidad y el todo, la extensión y la plenitud”. La soledad, aunque involucra el
egoísmo, el sacrificio de los otros ofrecido para que sólo uno alcance la plenitud, es
también la virtud del hombre que se afirma en nombre de la especie. En el Superhombre, la
soledad se convierte en “una inclinación sublime y una necesidad de limpieza”, virtud que
“adivina lo que vale el contacto de los hombres ‘en sociedad’, contacto inevitablemente
sucio”.

El utilitarismo. De algún modo, la moral del hombre que afirma Nietzsche es utilitaria. En
ella, los valores ya no responden a las tradicionales dicotomías de bueno y malo, y tampoco
preceden las acciones de los individuos, sino que se examinan a la luz de las consecuencias
que les traen, es decir, según el beneficio que les procure. Nadie buscará nunca lo que
reduzca su voluntad de poder, su espacio de elección y libertad; como tampoco nadie dejará
de aprovechar todo lo que le sea productivo en algún sentido. Así, la moral propuesta por
Nietzsche es relativa, está cambiando constantemente a medida que el hombre la reinventa.

Mientras que los sabios y filósofos sin voluntad de poder aman las cosas por su belleza, por
su naturaleza per se, el Superhombre no encuentra ninguna otra condición que la de
utilidad, la de ennoblecimiento. Esto no quiere decir, por supuesto, que los nuevos hombres
no puedan ser amantes del arte o la contemplación, sino que, en todo caso, nunca la belleza
los anonadará, porque su fuerza es superior a aquella, sabe mandarla, utilizarla, incluso,
destruirla sin temor si llegase el momento. Como el judío, al que Nietzsche califica como
alguien que saca provecho de todo, de ese modo debe actuar siempre el Superhombre.

Algunos críticos, entre ellos Martin Buber, han visto en esta condición práctica de la
filosofía nietzscheana un lugar peligroso para el hombre. Tanta voluntad desencadenada
quién sabe a dónde podrá llevarnos; la fuerza del que se impone y su egoísmo, plantea un
mundo en el que el hombre es lobo para el hombre. En ¿Qué es el Hombre? Buber escribe
lo que sigue:

“Mientras el poder de un hombre, es decir, su capacidad de realizar lo que lleva in mente se


halle vinculado a esta meta, a la obra, a la vocación, su poder, considerado en sí mismo, no
es ni bueno ni malo, sino un instrumento adecuado o inadecuado. Pero una vez que se
rompe o se afloja la vinculación a la meta, una vez que este hombre entiende el poder no
como capacidad de hacer algo sino como posición, es decir, el poder en sí y por sí, sin duda
que entonces su poder, abstraído, que satisface a sí mismo, es malo; es el poder que se
sustrae a la responsabilidad, el poder que traiciona al espíritu, el poder en sí” [6]

En el fondo, esta crítica a Nietzsche pierde sus asideros ante aquella precisión que citamos
más arriba en la que el filósofo alemán sitúa a la aristocracia de los nuevos hombres, no
como una “realeza” que se satisface en su posición, sino como una necesidad de la especie
que comprende que la labor de su ennoblecimiento sólo puede recaer en la mano de unos
pocos elegidos. Ya no hay espacio aquí para mostrar los vínculos que hay entre el
pensamiento de Nietzsche y el de Darwin, pero sería justo hacer notar que al componente
de lucha por la existencia darwiniano le suma Nietzsche los valores del Superhombre: no es
sólo la voluntad (el instinto) de supervivencia de la especie, es también su “ascensión,
victoria y triunfo”.
_______________________

Más Allá del Bien y del Mal representa una de las páginas más interesantes y vitales de la
filosofía axiológica. Los libros de Nietzsche no son únicamente teoría; son, ante todo, un
llamado a la acción, al acrecentamiento de nuestra voluntad. Sus palabras deben atenderse
muy pronto porque vivimos en una época dominada por el servilismo, la ceguera y el
menosprecio de nosotros mismos.

NOTAS:

[1] DUPUY, Maurice (1976) La Filosofía Alemana. Barcelona: Ed. Oikos-Tau. p. 79-80.
[2] FERRATER MORA, José (2004) Diccionario de Filosofía (Vol. III). Barcelona: Ed. Ariel. p. 2557.
[3] CAMPS, Victoria (Comp.) (2003) Historia de la Ética (Vol. III). Barcelona: Ed. Crítica. p. 299.
[4] VALVERDE, José María (1999) Vida y Muerte de las Ideas. Barcelona: Ed. Ariel. p. 269-270.
[5] CAMPS, V. Op. cit., p. 191.
[6] BUBER, Martin (1988) ¿Qué es el Hombre? México: Fondo de Cultura Económica. p. 66.

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