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Chernobyl: Revista Proceso, abril de 2016

Más allá de la imaginación


POR ANNE MARIE MERGIER, 24 ABRIL, 2016

La catástrofe del 26 de abril de 1986 destruyó pueblos, familias, seres humanos… Svetlana Alexievich, periodista
nacida en Ucrania pero criada en Bielorrusia –y recientemente galardonada con el Nobel–, se dio a la tarea de contar
esas historias trágicas, como una gran sinfonía coral del dolor, que reunió en Voces de Chernobyl, libro estremecedor
pensado para que ninguna de esas vidas destrozadas se olvide.

París (Proceso).- A lo largo de tres años, la periodista Svetlana Alexievich fue al encuentro de las víctimas de la
catástrofe nuclear en las zonas más afectadas de Bielorrusia, su “pequeño país perdido en Europa, del que el mundo
no había oído casi hablar y que de repente se convirtió en el diabólico laboratorio de Chernobyl”.
Su libro Voces de Chernobyl, crónica del futuro –publicado en Rusia y en Ucrania en 1997, pero todavía vetado en
Bielorrusia– suena como un coro trágico.
Casi todos los interlocutores de la escritora hablan por primera vez y gracias a ella el eco de sus voces, ampliado
por el Premio Nobel de Literatura que la coronó en 2015, recorre el mundo y desafía el olvido.
Uno de los primeros testimonios de Voces de Chernobyl es el de la misma Alexievich, quien confía su dificultad de
pensar el mundo después de entender que “los radionucleidos diseminados por nuestra tierra vivirán 50 años, 100
años o 200 mil años.
“La noche del 26 de abril… Durante aquella única noche nos trasladamos a otro lugar de la historia”, escribe.
“Realizamos un salto hacia una nueva realidad, y ésta ha resultado hallarse por encima no sólo de nuestro saber,
sino también de nuestra imaginación. Se ha roto el hilo del tiempo. De pronto el pasado se ha visto impotente; no
encontramos en él en qué apoyarnos; en el archivo omnisciente (al menos así nos lo parecía) de la humanidad no
se han hallado las claves para abrir esta puerta. (…)
“Seguramente nos hubiéramos acostumbrado mejor a una situación de guerra atómica, como lo sucedido en
Hiroshima, pues justamente para esta situación nos preparábamos. Pero la catástrofe se produjo en un centro
atómico no militar, y nosotros éramos gente de nuestro tiempo y creíamos, tal como nos habían enseñado, que las
centrales nucleares soviéticas eran las más seguras del mundo, que se podían construir incluso en medio de la Plaza
Roja.
“El átomo militar era Hiroshima y Nagasaki; en cambio, el átomo para la paz era
un foco eléctrico en cada hogar. Nadie podía imaginar aún que ambos átomos, el
de uso militar y el de uso pacífico, eran hermanos gemelos. Eran socios. Nos hemos
hecho más sabios, todo el mundo se ha vuelto más inteligente, pero después de
Chernobyl. Hoy día los bielorrusos, como si se tratara de ‘cajas negras’ vivas, anotan
una información destinada al futuro. Para todos. (…)”
Según cuenta, Svetlana Alexievich entrevistó a más de 500 personas. Necesitaba sumergirse en lo que habían vivido
para medir y traducir la dimensión trágica y radical de su experiencia.
“He escrito este libro durante muchos años. Me he encontrado y he hablado con trabajadores de la central, con
científicos, médicos, soldados, gente evacuada, residentes ilegales en zonas prohibidas… Con personas para las
cuales Chernobyl representa el principal contenido de su vida, cuyo ser íntimo y cuyo entorno, y no sólo la tierra y
el agua, están envenenados con Chernobyl.
“Estas personas contaban y buscaban respuestas. Reflexionábamos juntos. A menudo tenían prisa, temían no llegar
a tiempo y aún no sabían que el precio de su testimonio era su vida.
“‘Apunte usted –me decían–. No hemos comprendido todo lo que hemos visto, pero que queden nuestras palabras.
Alguien las leerá y entenderá. Más tarde. Después de nosotros…’”

Los “tchernovisti”
Después de compartir sus pensamientos con el lector, se eclipsa la escritora y deja la palabra a los tchernovisti
(víctimas de Chernobyl).
Le confía Valentín Komskov, soldado que manejó camiones durante su estadía en Chernobyl:
“De modo que me fui para allá. Me presenté como voluntario (…) Era arriesgado, es verdad. Y peligrosa la radiación,
pero alguien lo tenía que hacer. ¿O no fueron nuestros padres a la guerra?
“Luego regresamos a casa. Me quité de encima todo aquello, toda la ropa que llevaba, y la tiré a la basura. Pero la
gorra se la regalé a mi hijo. Tanto que me la pidió que… No se la quitaba para nada. Al cabo de dos años le
diagnosticaron un tumor en el cerebro… El resto lo acabará de escribir usted. No quiero seguir hablando.”
Eduard Borisovich Korotskov, piloto de helicóptero que voló varias veces a baja altura sobre el agujero gigantesco
en el que yacía el reactor número 4, recuerda:
“He hablado con científicos. Uno decía: ‘Podría hasta lamer este helicóptero suyo y no me pasaría nada’. Y otro:
‘Pero muchachos, ¿qué hacen sin trajes de protección? ¿Quieren dejar la vida aquí? ¡Protéjanse con metal!’
“Cubrimos los asientos con láminas de plomo, recortamos chalecos de plomo. Pero
resulta que el plomo protege de unos rayos y de otros no. A todos se nos pusieron
las caras rojas, quemadas, no podíamos rasurarnos (…)”
Al calor del momento, el piloto no tenía tiempo de reflexionar sobre los peligros que corría:
“Empezamos a pararnos a pensar en aquello… seguramente, pasados unos tres o cuatro años… cuando te cuentan
que si uno se ha puesto enfermo, que si otro… Te enteras de que aquel se ha muerto. De otro que se ha vuelto
loco. Un tercero se ha suicidado. Entonces empezamos a preocuparnos. Pero creo que entenderemos todo esto
dentro de 20 o 30 años”.

“Radiofobia”
Minimizar el impacto de la radiactividad sobre la salud de millones de damnificados fue y sigue siendo una de las
tareas prioritarias tanto de las autoridades soviéticas y postsoviéticas como de los defensores occidentales de la
energía nuclear. Con ese objetivo se ideó el concepto de radiofobia. Salvo el cáncer de tiroides, todas las demás
patologías que afectaron y siguen afectando a los irradiados y a sus descendientes son psicosomáticas, aseguran.
La profesora Nina Konstantinova se rebela contra quienes buscan convencerla de que es hipocondriaca:
“Durante los primeros meses, recuerdo, se llenaron de nuevo los restaurantes, se oía el bullicio de las fiestas. ‘Sólo
se vive una vez’. ‘Si hemos de morir, pues que sea con música’.
“Ahora Chernobyl está cada día con nosotros. Un día murió de pronto una joven embarazada. Sin diagnóstico
alguno. Ni siquiera el forense apuntó un diagnóstico. Una niña se ahorcó. Así nomás. Una niña pequeña. Y el mismo
diagnóstico para todos. Dicen: ‘Chernobyl’.
“Nos echan en cara: ‘Ustedes están enfermos por culpa de su miedo’. Debido al miedo. A la radiofobia. Entonces,
que me expliquen por qué los niños chiquititos se enferman y mueren. Tan pequeños no conocen el miedo, y aún
no lo entienden.
“Recuerdo aquellos días… Me ardía la garganta, y notaba un peso, una extraña
pesadez en todo el cuerpo. ‘Esto es hipocondría’, me dice el médico. ‘Todos se han
vuelto aprensivos porque ha ocurrido lo de Chernobyl.’
“¿Qué hipocondria? Me duele todo. No tengo fuerzas. Mi marido y yo no nos atrevíamos a decírnoslo, pero
empezaron a dejar de respondernos las piernas. Todos los de nuestro alrededor se quejaban; nuestros amigos, toda
la gente. Ibas por la calle y te parecía que de un momento a otro te ibas a caer al suelo. Que te ibas a acostar en el
suelo y dormirte.
Medir el desastre y tener que callarse… Un sentido de culpabilidad invade a Marat Filipovich Kojanov, exingeniero
del Instituto de Energía Nuclear de la Academia de Ciencias de Bielorrusia, cuando vuelve a pensar en las semanas
que siguieron el fatídico 26 de abril de 1986.
“Lo recuerdo como si fuera la guerra. Ya hacia finales de mayo, algo así como un mes después del accidente, nos
empezaron a llegar para su examen productos de la zona, del área de los 30 kilómetros. El instituto trabajaba las
24 horas. Como un organismo militar. En toda la República de Bielorrusia en aquel momento, sólo nosotros
disponíamos de profesionales y de los aparatos necesarios. Nos traían vísceras de animales domésticos y salvajes.
Comprobábamos la leche. Después de las primeras pruebas quedó bien claro que lo que nos llegaba no era carne
sino residuos radiactivos.­ (…)
“Toda la información se convertía en secreto guardado bajo siete sellos, para ‘no provocar pánico’. Y esto durante
las primeras semanas. Justamente los días en que los elementos de corta vida emitían su mayor radiación, y todo
‘irradiaba’. Escribíamos notas de servicio sin parar. Sin parar. No hablar abiertamente de los resultados. Te privaban
de tu título y hasta de la credencial del Partido. (Empieza a ponerse nervioso.) Pero no era el miedo… El miedo no
era la razón, aunque influía, claro. Sino el que éramos hombres de nuestro tiempo, de nuestro país soviético.
Creíamos en él; toda la cuestión está en la fe.
“En nuestra primera expedición a la zona se comprobó que, en el bosque, el umbral era de cinco a seis veces
superior que en campo abierto y en la carretera. Trabajaban los tractores. Los campesinos cultivaban sus huertos.
En algunas aldeas medimos la tiroides a niños y mayores. Resultado: cien, doscientas, trescientas veces por encima
de las dosis toleradas.
“Las tiendas seguían abiertas y, como de costumbre en nuestras tierras, todo lo que se vendía se presentaba junto:
trajes, vestidos y, al lado, salchichas, margarina. Estaban ahí al alcance de todos, a la intemperie, ni siquiera
cubiertos con un plástico. Tomamos un salchichón, un huevo… Los pasamos por los rayos X: no eran alimentos sino
residuos radiactivos.”
En algunos casos la explosión del reactor rompió lazos familiares. Se estremece Nadejda Afanassievna Boukarova,
habitante del poblado de Joiniki, cuando evoca a su hermana:
“Los primeros días… agarré a mi hija y salí corriendo a Minsk, a casa de mi hermana. Y mi hermana, una persona de
mi misma sangre, no me dejó entrar a su casa porque tenía un niño pequeño y lo estaba amamantando. ¿Se
imagina?
“Miro a nuestros hijos: vayan a donde vayan se sienten extraños entre sus compañeros. En los campamentos, donde
mi hija pasó un verano, tenían miedo de tocarla. ‘Erizo de Chernobyl’, ‘luciérnaga’, ‘das luz por la noche’, le decían.
Al llegar la noche la querían sacar a la calle para comprobar si daba o no luz.”

“No sé cómo voy a morir”


Iván Alexandrovich Mijalévich, soldado que combatió en Afganistán, confiesa:
“No le tengo miedo a la muerte. A mi propia muerte. Pero no tengo claro cómo voy a morir. Vi morir a un amigo.
Se hizo enorme, se hinchó. Como un tonel. Y mi vecino. También estuvo allí. Un operador de grúa. Se volvió negro
como el carbón y se encogió hasta el tamaño de un niño. No tengo claro cómo voy a morir. Si pudiera elegir mi
muerte pediría que fuera común y corriente. No como las de Chernobyl.- Y, sin embargo, lo que sé de seguro es
que con mi diagnóstico no se dura mucho. Al menos sentir que llega el momento. Y una bala en la frente. He estado
en Afganistán. Allí la cosa es fácil. Una bala y… (…)

“Conservo un recorte de periódico sobre el operador Leonid Toptunov. Era quien estaba de guardia aquella noche
en la central y apretó el botón rojo de emergencia unos minutos antes de la explosión. El botón no funcionó. A
Leonid Toptunov lo trataron en Moscú. ‘Para salvarlo tendríamos que darle un nuevo cuerpo’, decían impotentes
los médicos. Le había quedado solamente un único punto limpio, no irradiado, en la espalda.
“Lo enterraron en el cementerio de Mitinski. Envolvieron el ataúd por dentro con
papel de estaño. Y encima colocaron un metro y medio de planchas de hormigón
con capas de plomo. Su padre iba a verlo allí. Se quedaba allí y lloraba. Y la gente
que pasaba le decía: ‘El cabrón de tu hijo fue quien hizo volar la central’. Cuando no
era más que un operador. Y lo enterraron como a un extraterrestre.”
Larisa Z. es una de las pocas personas que le pidió a Svetlana Alexievich que no la identificara:
“Mi niña… Mi niña no es como los demás. Y cuando crezca me preguntará: ‘¿Por qué no soy como los demás?’
“Cuando nació… No era un bebé, sino una bolsita viva, cosida por todos lados, sin una rendija, sólo con los ojos
abiertos. En la cartilla médica hay un escrito: ‘Niña nacida con una patología compleja múltiple: aplasia del ano,
aplasia de la vulva, aplasia del riñón izquierdo’. Así suena en lenguaje médico, pero en palabras normales es: sin
pipí, sin culito y con un sólo riñón.
“La llevé a operar al día siguiente, al segundo día de haber nacido. Abrió los ojos, hasta pareció sonreír, aunque al
principio pensé que quería llorar. Los niños como ella no viven, se mueren enseguida. Ella no murió porque la
quiero.
“En cuatro años, cuatro operaciones. Es el único niño en Bielorrusia que ha sobrevivido con una patología tan
compleja. La quiero mucho (Se queda callada) (…)
“Ella de momento, aún no comprende, pero un día querrá saber y me preguntará por qué no es como los demás.
“He luchado cuatro años. Con los médicos, con los funcionarios. He tocado a las puertas de los despachos más
importantes. Y sólo al cabo de cuatro años me han entregado un certificado médico confirmando la relación entre
las radiaciones ionizantes ‘en pequeñas dosis’ y su terrible patología. Cuatro años me lo estuvieron negando: ‘Su
niña es un inválido infantil’. ¿Cómo que inválido infantil? Es un inválido de Chernobyl. He estudiado mi árbol
genealógico: nunca hubo nada entre mis antepasados, todos vivían 80 y 90 años.
“Los médicos se justificaban: ‘Nos dieron instrucciones. Casos como éste hemos de diagnosticarlo como dolencia
común. Dentro de 20 o 30 años, cuando se complete el banco de datos, empezaremos a relacionar las
enfermedades con la radiación ionizante. Con las pequeñas dosis. Con lo que comemos y bebemos en nuestra
tierra. Pero, de momento, la ciencia y la medicina saben poco del fenómeno.
“Quería denunciarlos. Llevar a juicio al Estado. Me llamaban loca, se reían de mí, diciéndome que niñas así ya nacían
en la Grecia antigua. Y en la China imperial. Un funcionario me soltó a gritos: ‘¡Mírenla: quiere prebendas de
Chernobyl! ¡El dinero de Chernobyl!’ No sé cómo no perdí el conocimiento en aquel despacho. ¡Cómo no me morí
de un ataque al corazón!… Pero no me está permitido.”
Crimen nuclear
POR ANNE MARIE MERGIER, 24 ABRIL, 2016

“Tratas de sembrar el pánico”, le advirtieron las autoridades bielorrusas al físico nuclear Vasili Nesterenko cuando
intentó convencerlas de la gravedad del accidente en la central de Chernobyl. El científico no se arredró e inició una
larga lucha para informar al mundo sobre las consecuencias de la tragedia en la salud de la población. En un libro
sobre sus memorias, cuenta los entretelones del accidente, exhibe el modus operandi de la maquinaria burocrática
soviética y desmenuza las acciones políticas que agravaron el peor accidente nuclear en la historia.

París (Proceso).- “La catástrofe de Chernobyl me enfrentó a dos situaciones dramáticas: la irresponsabilidad general
y la contaminación de los niños. Eso cambió radicalmente toda mi visión de las cosas.
“El accidente ocurrió el sábado 26 de abril (de 1986). Nos lo ocultaron. Yo dirigía el Instituto de Energía Nuclear de
la Academia de Ciencias de Bielorrusia y me lo ocultaron. El domingo 27, sin saber nada, salí de Minsk en avión para
Moscú como solía hacerlo por cuestiones de trabajo.
“Al día siguiente me fui al Kremlin, pasé por la oficina de mi colega Petrovich y le comenté que quería hablar con el
jefe del departamento. Me contestó: ‘No tenemos tiempo. Chernobyl está en llamas’. Era lunes. Le dije: ‘Petrovich,
déjate de bromas. Ya se acabó el fin de semana. Un poco de seriedad, por favor’. Me contestó: ‘Es verdad, el reactor
está en llamas’.
“Entendí que la cosa iba en serio y enseguida medí la gravedad del acontecimiento. Conocía todos los pormenores
del accidente de Three Mile Island (ocurrido en Estados Unidos el 28 de marzo de 1979). También sabía lo que
había pasado en Cheliabinsk (el grave accidente nuclear registrado el 29 de septiembre de 1957 en el complejo
militar secreto de Maiak, donde los soviéticos perfeccionaban sus bombas atómicas) y estaba perfectamente al
tanto de todos los problemas que se enfrentaron para protegerse de la radiación que había generado.
“Sobra decir que conocía el reactor de Chernobyl. Sabía que no contaba con cúpula de protección”, relata Vasili
Nesterenko en El crimen de Chernobyl, el gulag nuclear, un libro de 700 páginas, profusamente documentado,
sobre los entretelones de la explosión del reactor número 4 y sus múltiples consecuencias, escrito por Wladimir
Tcherkoff, periodista italiano de origen ruso, y publicado en 2006.

“¿Por qué tanta agitación?”


Sigue contando el físico nuclear: “Tomé el teléfono y llamé al presidente de la Academia de Ciencias de Minsk.
Tampoco estaba enterado de lo que había pasado, pero me dijo que había detectado una fuerte radiactividad y que
temía un problema en nuestro instituto. Me di cuenta de que ya se había puesto en marcha la política de silencio.
“Le contesté: ‘No busque el problema en el instituto. Se dio al sur. Mucho más al sur’. No podía decir Chernobyl
porque el teléfono estaba intervenido. ‘Hay un accidente… Se debe informar a las autoridades y evacuar a los
habitantes de las regiones meridionales’. Me respondió: ‘Conoces a Sliounkov. Soy incapaz de convencerlo. Llámalo
tú’.
“Nikolai Sliounkov era el primer secretario del Comité Central del Partido Comunista de Bielorrusia; mejor dicho,
era quien dirigía el país.
“Me fue difícil dar con él. Finalmente tomó mi llamada. Le dije: ‘Nikolai Nikitovich, se trata de una gran desgracia.
Hay que decretar el estado de excepción en el sur, en la frontera (con Ucrania). Es preciso evacuar de inmediato a
los habitantes y lanzar un reparto de yodo en un radio de 300 a 400 kilómetros alrededor de la central’. Me reviró:
‘¿Por qué tanta agitación? Me avisaron. Hay un incendio pero ya está apagado’. Casi grité: ‘¡Es imposible! El grafito
no se apaga así nomás. Seguirá consumiéndose durante meses si no se toman las medidas adecuadas’. Sólo me
dijo: ‘Entonces regrésate y veremos eso mañana’.”
Nesterenko volvió a llamar al Instituto de Energía Nuclear de Minsk y ordenó: “Informen a las escuelas y a todos los
colaboradores del instituto, tienen que avisar a sus familias. Es preciso cerrar todas las ventanas. Limpiarlo todo
con agua. No permitir que salgan los niños. No pueden ir a la escuela. Y sobre todo deben empezar a tomar yodo.
“Regresé a Minsk el mismo lunes. Pasé por mi casa. Le di sus gotas de yodo a
Aliocha, mi hijo. Tomé mi material para medir radiactividad y salí. Ya era noche. En
el camino a la central me detuve en tres ciudades –Khoininski, Narovlia y Braguin–
. En todas la radiactividad era decenas de miles de veces superior a la natural. Y la
central se encuentra a 320 kilómetros de la capital.”
Nesterenko continúa con su relato: “Según todos nuestros parámetros, teníamos que evacuar a la población. Recogí
comida, huevos, una muestra de tierra con yerba y dejé todo en el instituto para su análisis”.
Luego se precipitó a la sede del Comité Central del Partido Comunista. Eran las ocho de la mañana. Quería informar
a las máximas autoridades sobre la radiactividad que había detectado y hacerles ver que la situación se tornaba
cada vez más alarmante. Pero no había nadie.
“Regresé al instituto. Los análisis de las muestras revelaban una fuerte contaminación del suelo y de los alimentos
por radionucleidos. Atravesé toda la ciudad con mi dosímetro. La mugre radiactiva estaba cayendo sobre la capital.
Hacía mucho calor. Y en las calles se vendían pirojki (empanadas) de carne y helados.
“Volví al Comité Central. Sliounkov no me recibió. Decidí entrar por la fuerza en su oficina. Eran las cinco de la tarde.
Yo lo buscaba desde las ocho de la mañana. Finalmente lo vi salir con Guilevich, un poeta nuestro muy famoso que
me dijo: ‘Con Nikolai Nikitovich hablamos hora y media del desarrollo cultural de Bielorrusia’. Le contesté: ‘No
quedará nadie para gozar su cultura bielorrusa si no evacuamos cuanto antes a la población’.
“Me metí en la oficina de Sliounkov y le hablé de lo que había medido, de los análisis…
“–¿Qué dice? Todo está bajo control en la central –afirmó.
“–¡No es verdad! ¡Lo informaron mal! –insistí.
“Percibí una luz de miedo en sus ojos. Llamó al primer ministro (Mijail Vasilich), quien encabezaba la Seguridad Civil
y era el único que podía decretar el estado de excepción.
“–Mijail Vasilich, está conmigo Nesterenko y me dice algo distinto de lo que te dijeron –señaló.
“Oí una voz enojada a través del auricular.­
“–¿Por qué está sembrando pánico? La gente de su instituto recorre la ciudad y siembra pánico. ¡Que se deje de
eso! Dele la orden de que se deje de eso.”

Un tema “ultrasecreto”
Finalmente Nesterenko fue a ver al primer ministro. Se organizó una reunión con altos funcionarios, entre los que
destacaban el jefe del Estado Mayor de la Protección Civil, el médico en jefe de Salud Pública y el alcalde de la
ciudad.
“Los técnicos del servicio de radioprotección del Instituto de Energía Nuclear habían medido la radiactividad de la
tiroides de habitantes de distintos barrios de la ciudad.
“Es un indicador ideal. Se coloca el dosímetro sobre la tiroides y enseguida se puede saber sus niveles de yodo y,
con base en ello, calcular cuánta radiación absorbió. Los resultados eran tan terribles que el responsable de la Salud
Pública había quedado convencido de la necesidad de preparar 700 kilos de solución de yodo. Habíamos invitado
al alcalde a esa junta porque sólo él podía ordenar la distribución de yodo en la ciudad.
“Todos se veían tan asustados que les dije: ‘Bueno, hay otra solución. Vamos a proceder como lo hacemos con el
cloro. Agreguemos la solución de yodo al agua potable de la ciudad. Así se protegerá automáticamente a toda la
población’.
“El primer ministro era quien debía tomar esa decisión. Me preguntó, malhumorado: ‘¿Qué más quiere decirnos?’.
Le contesté que además del reparto preventivo de yodo, urgía evacuar a la población que se encontraba en un
radio mínimo de 100 kilómetros alrededor de la central y que se debía prohibir la venta de comida al aire libre,
cerrar la parte no cubierta del mercado, cancelar el desfile del primero de mayo. Y seguí con la lista de todas las
medidas apremiantes.
“Me fijé en los mapas desplegados en la mesa y sobre los que se habían trazado flechas para indicar la propagación
de la radiactividad. Les dije que había recorrido estas zonas y que en ellas la radiactividad alcanzaba entre 18 mil y
30 mil microroentgens por hora según el lugar.
“Mientras hablaba el médico de Salud Pública salió para hablar con el asesor del
gobierno en materia de radioprotección. Regresó diciendo: ‘Bueno, señor
académico, Ilin asegura que no pasa nada grave y que tú estás sembrado el pánico’.
En ese instante el primer ministro dijo con una voz que me pareció de acero:
‘Camarada Nesterenko, usted puede hacer lo que se le pegue la gana en su instituto,
pero aquí nos vamos a arreglar sin usted’.”
Nesterenko no se dio por vencido. Regresó a su oficina y escribió un informe detallado sobre la situación que fue
entregado personalmente a Sliounkov. Envió otro informe el 3 de mayo y otro el 7 del mismo mes. Cada vez que
regresaba de Chernobyl, le mandaba al secretario general del Partido Comunista de Bielorrusia un informe para
señalarle las medidas específicas de protección contra la radiación que era preciso tomar.
Todos estos documentos eran encriptados porque el tema era ultrasecreto. Así, Nesterenko mantuvo informadas
a las autoridades hasta que fue despedido en 1989. Todo fue en vano. Juntó todas las copias de sus informes y las
archivó. Sumaban mil páginas.
El científico comenta con amargura: “A un hombre de mente sana le es bastante difícil imaginar tal grado de
irresponsabilidad. Yo pensaba que todo el mundo tomaba en serio el desarrollo de las nuevas tecnologías y que
quienes estaban involucrados en ese campo iban a portarse de manera responsable. Pero lo que se hizo en
Chernobyl es inimaginable.
“¿Por qué a alguien se le ocurrió bloquear las barras de seguridad que fueron concebidas precisamente para
prevenir lo que se dio en Chernobyl? Esas barras estaban ahí para detener el proceso y evitar el desastre.
“‘Con los imbéciles no hay remedio’, asegura un dicho bielorruso… En realidad esa tecnología nuclear es demasiado
adelantada comparada con el nivel actual de madurez de la humanidad.”

“Cuando llegué al infierno”


En la noche del 31 abril al 1 de mayo Valeri Legasov llamó a Netserenko por una línea ultraconfidencial de Seguridad
de Estado. Legassov estaba en la Central de Chernobyl. Le dijo: “Un helicóptero va a llegar por ti. Tenemos que
elaborar juntos un plan para apagar el reactor”.
Legasov encabezó la primera comisión soviética de investigación sobre el accidente de Chernobyl. Se suicidó el 27
de abril de 1988, agobiado por las presiones del Kremlin y de la Agencia Internacional de Energía Nuclear y
angustiado por la deficiente gestión de la situación por las autoridades soviéticas. Antes de poner fin a sus días
grabó su testamento. En ese documento describe las graves fallas de los sistemas de seguridad de Chernobyl, en
particular, y de las instalaciones nucleares soviéticas, en general. El diario Pravda publicó ese documento el 20 de
mayo de 1988.
Cuenta Nesterenko: “Si, como dicen los creyentes, existe el infierno, pues yo llegué al infierno. Estábamos en
suspenso a una altura de más o menos 300 metros. En la cabina la radiactividad alcanzaba niveles alucinantes. Era
el alba y el sol creaba contrastes nítidos. La visibilidad era buena. Tuve la impresión de que el reactor había botado
la mitad de su grafito. Sólo se veían los muros de concreto que brillaban un poco bajo el sol en medio de todo el
humo. Ese humo era monstruoso, era un humo rojo oscuro y se elevaba a una altura de por lo menos 100 metros.
“El helicóptero volaba alrededor del bloque número 4. Teníamos que darle la vuelta, porque volar por encima nos
hubiera matado. Nos alcanzó el humo que se propagaba en forma de abanico. En ese entonces las cabinas de los
helicópteros no estaban protegidas. Pero yo, además, asomé un poco la cabeza para ver mejor; el cesio me quemó
enseguida el rostro. A ese nivel de radiactividad se sienten físicamente las radiaciones.
“Cuando me asomé, Legasov me agarró por el cuello: ‘¿Qué estás haciendo? ¿Te
olvidaste de tu hijo? ¡Sólo tiene 12 años!’. Nuestras familias eran amigas. Nos
quedamos más o menos 15 minutos arriba, viendo el reactor. Al regresar a la base
nos tocó pasar por el proceso de descontaminación: se introduce un tubo en la
tráquea para lavar los pulmones, pues era evidente que habíamos aspirado
partículas radiactivas. Me quedé con quemaduras durante tres años.”
En realidad, hasta su muerte en 2008, Nesterenko sufrió las consecuencias de esa radiactividad. Pero no hay la
mínima alusión a sus problemas personales de salud en las largas pláticas que sostuvo con el periodista Tcherkoff.
Sólo evoca su desgarramiento ante los niños contaminados por radiación.
“El choque que realmente cambió el curso de mi vida fue la contaminación de los niños. Desde el principio insistimos
en evacuarlos de las zonas más peligrosas. Pero eso sólo se hizo a partir del 10 de mayo. Pienso en todas las juntas
nocturnas en la sala de reunión del Comité Central durante las cuales, junto con el presidente de la Academia de
las Ciencias, insistíamos en evacuar a los niños. Nadie nos escuchaba. Una noche inclusive tuve un ataque de nervios
y me puse a llorar porque tenía la impresión de hablar con sordos. Nadie quería hacer nada.
“Estuve en Gomel (segunda ciudad de Bielorrusia, que sigue siendo la que presenta mayores niveles de radiación
del país) y asistí a esa evacuación. Se habían llevado a los niños y a sus padres a la estación de ferrocarriles donde
los esperaban numerosos convoyes. (…) Lo que vi me llevó a pensar que habían sido llevados a la fuerza a la
estación. Arrancaban a los chiquitos de los brazos de sus madres, los tiraban en los vagones y los mandaban a un
destino desconocido, a alguna parte de Ural, como Bashkiria o Udmuria. No se les decía nada a los padres. Los
trenes se llenaban con decenas de miles de niños y se iban. Esa escena me trajo a la mente mis recuerdos de infancia
durante la Segunda Guerra Mundial. Surgieron de repente las imágenes de los alemanes llevándose a mujeres y
niños para proteger su retirada. Ése fue el primer choque.
“Luego vino el segundo. Un día observé una fila de autobuses en la carretera que pasaba detrás de mi casa. Subí a
mi auto para ir al centro médico que estaba cerca. Allí estaban estacionados los autobuses de los cuales bajaban
niños agotados por horas de viaje sin tomar ni comer nada. Se veían realmente exhaustos y apabullados. Saqué mi
dosímetro. Todos estaban irradiados.
“El tercer golpe lo recibí cuando, a solicitud del presidente de la Academia de Ciencias, examiné a niños de las zonas
evacuadas. Estaban alojados en un campo de pioneros relativamente cerca del instituto. Cada niño tenía un juguete
en la mano. Revisamos todo: cuerpos, ropas, juguetes. Todo estaba contaminado. Nos tocó botar todo en la fosa
radiactiva.
“En ese momento pensé que si esa tecnología causaba semejante desgracia a centenares de miles de personas,
pues no tenía derecho de existir.”
La “zona” le cambió la vida
POR ANNE MARIE MERGIER, 24 ABRIL, 2016

París (Proceso).- Igor Fedorovich Kostin acababa de cumplir 36 años cuando descubrió su pasión por la fotografía.
Ingeniero moldavo avecindado en Kiev, diseñaba máquinas y herramientas para las fuerzas armadas soviéticas. Se
casó con la hija de un miembro de la nomenklatura ucraniana y gozaba de una existencia privilegiada.
Y de la noche a la mañana lo dejó todo –esposa, hijo, trabajo, posición social– para dedicarse exclusivamente a la
fotografía.
Su sueño era trabajar en Novosti. No era miembro del Partido Comunista ni tenía experiencia como fotorreportero,
así que debió hacer méritos para entreabrir la puerta de la agencia de noticias soviética.
En su libro Chernobyl, confesiones de un reportero, publicado en 2006, recordó: “Me tomó cinco años de trabajo
duro aprender realmente el oficio. Pero finalmente acabé por entender que cada foto debe ser a la vez bella y llena
de sentido. Una foto debe ser una obra de arte, cualquiera que sea su tema”.
Con el tiempo Kostin se abrió paso en Novosti y fue enviado como corresponsal de guerra a Vietnam, Kampuchea
y Afganistán. Pero no se sentía libre: “Era el único reportero de la agencia que no pertenecía al partido. Estaba
siempre en la mira de los agentes del KGB. No me dejaban hacer mis propias fotos. No me permitían ir al frente. Yo
tenía que tomar las fotos que ellos querían. Me sentía como un peón al servicio de su propaganda”.
El 26 de abril de 1986 estalló el reactor número 4 de la central nuclear de Chernobyl. La llamada telefónica de un
amigo, piloto de helicóptero, en la madrugada de ese día cambió otra vez el curso de su destino.
“En Chernobyl todo se volvió posible. Conquisté mi libertad. Al principio, por supesto, fue duro. Había control y
consignas. Pero en esos años de glasnost y perestroika estábamos cambiando de época. El sistema estaba lleno de
grietas y me las arreglé para aprovecharlas todas. Luego asistí al derrumbe del régimen. Más que la caída del muro
de Berlín, para mí Chernobyl es el verdadero símbolo del fin de la Unión Soviética. Muchos lo pensamos así.”
A partir de 1986 y casi hasta su muerte, en 2015, Kostin dedicó gran parte de su vida a Chernobyl. No podía pasar
mucho tiempo alejado de la “zona”, un área de 30 kilómetros alrededor de la central, altamente contaminada,
rodeada con alambre de púas. Hoy sólo vive y trabaja en ella personal especializado, en particular quienes
construyen el nuevo sarcófago de acero que en 2017 cubrirá el de hormigón armado, construido hace 30 años y
que se está agrietando.
En Bielorrusia no hay archivo fotográfico personal más completo de la catástrofe de Chernobyl que el de Kostin.
Hasta el final de sus días lo fotografió todo, desde las ruinas de la central hasta el nuevo sarcófago en gestación: los
viejos campesinos que cultivan su huerta contaminada, comen sus legumbres contaminadas y esperan la muerte
en la tierra de sus ancestros; recién nacidos sin brazos; un potro con ocho patas; miles de vehículos civiles y militares
que yacen amontonados, contaminados y oxidados en medio de la nada…
En realidad sólo sus estadías frecuentes en el Hospital Número 6 de Moscú –dedicado a los enfermos más
contaminados– y una larga hospitalizacion en un centro especializado de Hiroshima le impedieron ir a Chernobyl
tan a menudo como le hubiera gustado.
Preocupados, los amigos de Kostin decían que Chernobyl lo había embrujado. Los médicos le prohibían volver a la
“zona” y exponerse más a la radiactividad. El fotógrafo no le hacía caso a nadie.
Al final de su libro hace esta extraña confidencia: “Chernobyl cambió mi vida. Me convirtió en otra persona. Hoy
me cuesta trabajo convivir con los demás. No logro comprender lo que les preocupa: su salario, su vida cotidiana,
sus problemitas sentimentales… La verdad, todo eso no es nada comparado con la desgracia que presencié. Esa
catástrofe me transformó moralmente. Me purificó, me limpió. Después de Chernobyl estaba como un recién
nacido…”.
En medio del apocalipsis
POR ANNE MARIE MERGIER, 24 ABRIL, 2016

Se les conoció como los “liquidadores”. Su misión: contener la contaminación radiactiva provocada por la explosión
en la central nuclear de Chernobyl ocurrida el 26 de abril de 1986. Oleg Veklenko era uno de ellos. Llegó al lugar
cuatro días después de la catástrofe. En entrevista con Proceso, Veklenko cuenta cómo 600 mil liquidadores
evacuaron ciudades y aldeas, lavaron infructuosamente con productos químicos vehículos, calles y edificios y
enterraron todo lo que pudieron… hasta pueblos enteros.

Poitiers, Francia (Proceso).- “Absurda… con la distancia me parece trágicamente absurda”, dice Oleg Veklenko para
definir su vida durante los dos meses que pasó en Chernobyl: mayo y junio de 1986.
También le viene a la mente “una sensación de algo apocalíptico y, a la vez, profundamente irrisorio”.
Precisa: “Apocalíptico era en realidad todo lo que nos rodeaba e irrisorios nuestros esfuerzos para enfrentar el
infierno de la radiación con las manos desnudas…”.
–¿Y lo absurdo?
–¡Todo!
Veklenko habla despacio, en tono sarcástico. “El humor negro es lo que me salva”, comenta este artista que el
accidente nuclear de Chernobyl marcó de por vida, física y emocionalmente.
Pintor, dibujante y fotógrafo, Veklenko era también profesor de la Academia Nacional de Diseño y Artes de Járkov
(segunda ciudad de Ucrania), donde ya enseñaba en 1986.
De la noche a la mañana se convirtió en uno de los 600 mil “liquidadores” –algunas fuentes hablan de 835 mil– que
el Ejército Rojo movilizó en la “guerra contra la radiación”, después de la explosión del reactor número 4 de la
central nuclear de Chernobyl.
“Es imposible saber cuántos estuvimos en Chernobyl –explica–. Los liquidadores eran civiles y soldados movilizados
que llegaron de todas partes de la entonces Unión Soviética y que después de un tiempo –a veces brevísimo cuando
habían sido expuestos a dosis de radiactividad demasiado fuertes– regresaron a su tierra. Se perdió la pista de
muchos, pero se tienen ubicados alrededor de 600 mil, de los cuales 200 mil ya fallecieron como consecuencia de
su estadía en la central nuclear accidentada. La mayoría de los 400 mil restantes sufre todo tipo de enfermedades.
Muchos son inválidos.”
En 1986 Veklenko tenía 35 años y, como todos los soviéticos de su generación, era reservista militar.
“Pertenecía a un regimiento de protección química. El 29 de abril por la noche regresé a casa después del trabajo
y encontré una convocatoria del ejército en mi buzón. Debía acudir urgentemente a una escuela de mi barrio. Mi
esposa no había llegado todavía. Salí pensando que quizás llegaría un poco tarde para cenar. Efectivamente, llegué
con dos meses de atraso… y sin apetito”, explica.
El exliquidador cuenta que la escuela estaba llenísima. Nadie entendía de qué se trataba. De repente todo se
aceleró.
“Nos juntaron. Nos ordenaron deshacernos de nuestra ropa civil y vestir uniformes.
Nos hablaron de un accidente en la central nuclear de Chernobyl y de la necesidad
de ‘refuerzo’. Y sin más explicaciones nos subieron a camiones de transporte de
tropas.”
Treinta años después Veklenko recuerda perfectamente lo que sintió al llegar cerca de la central.
“El despliegue militar era impresionante. Nunca habíamos visto tantos tanques, vehículos blindados, camiones.
Había soldados por doquier y no vimos a un solo campesino. No dábamos crédito. Teníamos la impresión de actuar
en una de esas viejas películas de guerra que veíamos por televisión, pero no entendíamos contra quiénes
estábamos en guerra.”

Ciudad fantasma
Algunos días después Veklenko logró divisar campesinos:
“Empezó la evacuación. Desde nuestro campamento militar veíamos pasar todo el día decenas y decenas de
autobuses en los cuales se amontonaban campesinos con sus modestas pertenencias. Había mucha desesperación
en sus rostros pegados a las ventanas… Les habían dicho que debían alejarse de sus casas tres días, pero muchos
presentían que nunca volverían a la tierra de sus antepasados. Eso me confiaron algunos de ellos tiempo después.
También se sacaba a todo el ganado… Eran verdaderas escenas de éxodo…”
Entre el 27 de abril y el 7 de mayo de 1986 se desalojó a toda la población de dos ciudades –Prípiat y Chernobyl– y
de 70 pueblos y aldeas en un radio de 30 kilómetros alrededor de la central.
“Me tocó ir a Prípiat algunos días después de que se sacara a sus 44 mil habitantes –recuerda Veklenko–. La ciudad
se veía como una cáscara vacía. En ella reinaba un silencio que daba escalofríos. Ninguna voz humana. Ningún canto
de pájaro. El único ruido era el del motor de nuestros vehículos blindados. El único movimiento que recuerdo es el
de la ropa colgada en los balcones que movía el viento.”
Construida en 1970 para acoger al personal de la central nuclear, Prípiat era “una ciudad modelo”. Contaba con
numerosos jardines, centros deportivos y culturales y, sobre todo, tiendas muy bien surtidas, un lujo en la Unión
Soviética.
“Muy pronto tuvimos que vaciar las tiendas y enterrar lo que se vendía en ellas, sobre todo los licores. Todo estaba
contaminado, pero los soldados jóvenes no hacían caso a las advertencias y se robaban el vodka. Por la noche se
emborrachaban con vodka radiactivo.”
El tono irónico del exliquidador se torna amargo.

El reactor número 4
Las primeras horas que pasó en el caos que rodeaba el reactor número 4 de la central también quedaron grabadas
en su memoria:
“Rebasaba la imaginación. El techo y la fachada norte, de hormigón armado, de la unidad 4 que albergaba el reactor
habían sido derribados por la onda expansiva de la explosión. Se veían toneladas de escombros esparcidos por
todas partes, enormes bloques de cemento reventados, un enredo monstruoso de cables eléctricos y de estructuras
metálicas. Todo contaminado por la radiación, obviamente. Olía a quemado, pero era un olor a quemado especial:
fuerte, extraño, que apretaba horriblemente la garganta.
“Helicópteros daban vueltas arriba del cráter cavado por la explosión. Había que sofocar el incendio del reactor.
Todo el mundo estaba alterado. Éramos quizá 2 mil hombres alrededor de la central moviéndonos agitados por
todos lados… Era como un gigantesco hormiguero enloquecido.
“No tardamos en darnos cuenta de que las autoridades militares y los científicos de
alto nivel que habían llegado de Moscú estaban totalmente rebasados por la
situación. Era el primer accidente nuclear de esa magnitud que enfrentaban.”
Veklenko abre su computadora portátil. Busca fotos que logró tomar durante su estadía en Chernobyl, donde tenía
a su cargo el club cultural del ejército.
“Los hombres no podían trabajar mucho tiempo a causa de la radiación. Era primordial distraerlos en sus momentos
de ocio y esa era mi responsabilidad. Al principio sólo disponía de comedias sentimentales de la India para el cine-
club –confía riéndose–. Luego, el servicio cultural del ejército me envió películas patrióticas que consideró mucho
más adecuadas para galvanizar a la tropa.
“Mis jefes también me pidieron tomar fotos en la central misma, pero siempre bajo control del KGB (agencia de
inteligencia soviética). Sin embargo, aproveché el desorden general para tomar mis propias imágenes. Me toco
también hacer “fotos turísticas”, porque altos mandos militares me pedían retratarlos con las ruinas de la unidad 4
como telón de fondo. Querían enviarlas a sus familias.”
En algunas de las imágenes que Veklenko hace desfilar en la pantalla de su computadora se ven soldados con
mangueras que parecen regar todo lo que tienen a su alcance: vehículos, suelo, edificios, ruinas…
“Se regaba el suelo y los escombros con una mezcla de agua, productos químicos y pegamento para ‘fijar’ el polvo
atómico e impedir que fuera dispersado por el viento –explica–. Aún siento el olor tétrico de esa mezcla. Pero había
tanto tráfico de vehículos militares que en pocas horas había que volver a regar… Y así fue a lo largo de los dos
meses que pasé en la central. Se regaba a sabiendas de que era inútil. A los vehículos que salían de la central se les
regaba con una mezcla de agua y detergentes químicos para descontaminarlos. En ese caso también se vio pronto
que seguían siendo bastante radiactivos… pero se seguían obedeciendo las órdenes y se regaba, se regaba…”
Veklenko señala grandes charcos de agua jabonosa en una foto: “No se sabía qué hacer con el agua radiactiva que
se estancaba después de la descontaminación de los vehículos. Entonces se bombeaba y se vertía en los campos a
algunos kilómetros de la central, sin preocuparse lo más mínimo de las aguas subterráneas. Se arrojaron así miles
y miles de metros cúbicos de agua radiactiva. Lo mismo ocurrió con la tierra”.

“Enterrarlo todo”
Un clic y grandes contenedores metálicos aparecen en la pantalla de la computadora:
“En los primeros días que siguieron a la explosión se empezó a rascar la superficie de la tierra, cuya radiactividad
era alarmante. La metíamos en estos contenedores que luego enterrábamos donde se podía. Se calcula que se
enterró así un mínimo de 500 mil metros cúbicos de tierra radiactiva entre abril de 1986 y noviembre de 1988. Por
supuesto a nadie se le ocurrió marcar en un mapa los lugares donde se encontraban esos contenedores. Después
de la tierra se enterraron miles de vehículos imposibles de descontaminar. Y tampoco se señaló en mapas la
ubicación de estos cementerios radiactivos.”
Veklenko contempla en otra foto un bosque extraño:
“No se ve, porque es una foto en blanco y negro, pero toda esa parte de la selva estaba rojiza, totalmente quemada.
Eliminar todos estos árboles planteó un problema complejo. No debíamos quemarlos porque su combustión
hubiera liberado una cantidad enorme de radionucleidos (conjuntos de átomos capaces de emitir radioactividad en
forma de partículas u ondas electromagnéticas).
“Cortar los árboles uno por uno hubiera tomado demasiado tiempo. Entonces se utilizó maquinaria pesada, como
el Caterpillar estadunidense, para destrozarlos. Fue una verdadera masacre de árboles. Luego fue necesario
enterrarlos. Después se procedió a la destrucción de pueblos enteros. Y también se enterraron. Me sentía parte de
un mundo desquiciado.”
En todas las fotos los soldados se ven sin protección contra la radiación. Llevan ropa militar ordinaria y mascarillas
de tela ligera que les tapa la boca y la nariz.
“¿Qué tal nuestra protección?”, pregunta Veklenko más sarcástico que nunca. “Estas mascarillas no servían para
nada. Después de dos horas estaban tan contaminadas que había que botarlas. En realidad absorbían la
contaminación. Pasó tiempo antes de que nos enviaran mascarillas de verdad. De todos modos, cuando llegaron
no pudimos usarlas todo el tiempo, como tenía que ser, porque nos impedían hablar.
“Necesitábamos comunicarnos entre nosotros y los oficiales tenían que dar
órdenes. Por si eso fuera poco, empezó a hacer tanto calor que estas flamantes
mascarillas nos sofocaban.”

Muros antiespías
El exliquidador se ríe mirando la foto de una pancarta escrita en caracteres cirílicos que cuelga en la puerta de
entrada de un edificio.
Traduce: “Vengan a descansar aquí adentro. La radiactividad es 10 veces más baja que en el exterior”.
Pregunta: “¿No le gusta el humor de nuestros oficiales? Afuera la tasa de radiactividad era 2 mil veces superior a la
radiactividad natural y dentro del edificio 200 veces, pero en ambos casos superaba muchísimo la dosis de 50
roentgens (unidades que miden las radiaciones ionizantes), más allá de la cual estaba prohibido exponernos. A estas
alturas, ¿qué más daba 2 mil veces que 200 veces?”.
Veklenko ríe ahora ante la imagen de un grupo de soldados que parecen construir una alta barrera.
“Nos dijeron que había que levantar muros de protección para impedirles el paso a los espías… ¡No es una broma!
Fue textualmente lo que nos dijeron. No lo podíamos creer. Entre nosotros nos preguntábamos qué espía de qué
planeta se iba a arriesgar a semejante concentrado de radiación. Pero nadie se atrevió a preguntar nada a los jefes.
Se obedecían las órdenes. Punto. Por supuesto, se dejó el muro antiespionaje a medio construir.”
Un nuevo clic y la pantalla se cubre con columnas de tanques blindados.
“Tampoco entendimos por qué el Estado Mayor trasladó tantos tanques y tantas armas pesadas alrededor de
Chernobyl.- Los científicos con quienes pude hablar se veían tan asombrados como nosotros. No se explicaban de
qué servía desplegar tanto poder de fuego para enfrentar a la radiación.”­
Cuando se le pregunta si fue en Chernobyl donde se derrumbaron sus convicciones comunistas, Veklenko contesta
enseguida: “Fue la Unión Soviética la que se derrumbó en Chernobyl”.
Después de unos segundos de reflexión, agrega: “En los medios artísticos e intelectuales de las grandes ciudades
de la URSS, como Járkov, nadie se hacía mayor ilusión sobre el comunismo. Pero cuando llegué a Chernobyl
encontré a mucha gente oriunda de regiones apartadas de la Unión Soviética, obreros y también campesinos de
los koljoses (explotaciones agrícolas colectivas).
“La inmensa mayoría eran hombres formidables. Patriotas en el sentido más noble de la palabra. Cuando midieron
la gravedad de la situación entendieron que tenían que sacrificarse y lo hicieron con valor. Más allá de todas las
cosas absurdas e inútiles que nos mandaron a hacer, no se debe olvidar que los liquidadores logaron sofocar el
incendio del reactor. Eso permitió construir un primer sarcófago y limitó temporalmente el peligro.
“Los robots soviéticos se descompusieron en las zonas más contaminadas de la
central donde era imprescindible intervenir. Lo mismo pasó con los robots
franceses, alemanes, japoneses y estadunidenses… Solamente los seres humanos
pudieron hacer lo necesario.”
Nueva sonrisa amarga.
“Hoy fuera y dentro de la antigua Unión Soviética todo el mundo reconoce que los liquidadores salvaron a Europa
de una catástrofe nuclear mayor. Y sin embargo, año tras año va disminuyendo la ayuda médica y material que se
les había prometido.
“El mayor contingente de liquidadores vino de Ucrania, pero los gobiernos que se suceden en el poder en mi país
nos olvidaron por completo. Y lo mismo hace el pueblo ucraniano. Nuestro destino les parece insignificante a todos,
comparado con la crisis política, económica y social por la que atraviesa el país, sin hablar de la guerra con Rusia.”
Inagotable cuando recuerda su experiencia en Chernobyl, Veklenko se muestra muy cauto cuando se le interroga
sobre su salud. Argumenta que no está en Francia para hablar de sus problemas personales. Reconoce sin embargo
que lleva 30 años con una salud quebrantada, que tuvo cáncer, que está bajo control médico… No da más detalles.
Sólo dice con su misma sonrisa cáustica que la vida sigue… y que a pesar de todo vale la pena vivirla.
Un asunto de héroes
POR ANNE MARIE MERGIER, 24 ABRIL, 2016

La misión de los voluntarios era apagar el incendio del reactor número 4 de Chernobyl antes de que se convirtiera
en una bomba atómica 20 veces más potente que la de Hiroshima. Soldados y mineros fueron los héroes de esa
colosal tarea. La misión de Igor Kostin, fotógrafo de Novosti, fue retratar la hazaña. Y así lo hizo. De hecho, fue el
primer reportero gráfico en acudir al lugar del accidente. La radiación veló sus primeras fotos, excepto una, la cual,
sin embargo, fue censurada por las autoridades soviéticas. Hoy esa fotografía es emblemática de la tragedia.

París (Proceso).- Igor Kostin es el autor de la primera fotografía aérea del accidente de Chernobyl. El mismo 26 de
abril, 11 horas después de la explosión, sobrevoló en helicóptero las ruinas del bloque número 4 y el reactor
fundido.
Alcanzó a tomar 20 fotos antes de que la radiación paralizara el mecanismo de su cámara. Sólo una imagen se salvó
y Kostin la transmitió de inmediato a la agencia de prensa Novosti. Fue censurada. Cuando por fin se publicó, dio la
vuelta al mundo. Hoy es una imagen icónica de la tragedia.
En 2006 Kostin recordó los 20 años de la catástrofe con un libro sobrecogedor Chernobyl, confesiones de un
reportero, donde intercala recuerdos personales y más de 100 fotografías tomadas a lo largo de dos décadas en la
central nuclear y sus alrededores.
“El 26 de abril de 1986 el timbre del teléfono me despierta –cuenta en las primeras líneas de su libro–. Reconozco
la voz de un amigo, piloto de helicóptero: ‘Igor, hay un incendio en la central nuclear de Chernobyl. Vamos a ver lo
que pasa. ¿Nos acompañas?’
“Como fotorreportero de la agencia Novosti estoy acostumbrado a ese tipo de llamadas nocturnas. Además, me
encanta tomar fotos aéreas. Nos encontramos en el helipuerto. Unos 150 kilómetros y 45 minutos de vuelo separan
a Kiev de Chernobyl. Sobrevolamos fábricas esparcidas en un llano sin relieve.
“A las 12 del día divisamos la silueta de la central. Apartada de las demás fábricas, se nota como dormida. Es un
complejo de edificaciones un tanto anárquico. Salvo el humo blanco casi traslúcido que sube verticalmente de uno
de los bloques y se pierde en las nubes, no hay huella alguna del accidente.
“Impaciente, me pego a la ventanilla para tratar de entender lo que pasa. Tengo mi
cámara en la mano, al acecho. Al acercarnos a la central percibimos una gran
agitación. Van y vienen un sinnúmero de vehículos militares. Escenas parecidas he
visto muchas en Vietnam y Afganistán, pero toparme de nuevo con semejante
situación en Ucrania, cerca de mi casa y además reporteando un incendio… ¡No lo
puedo creer!
“El helicóptero sigue su ruta. De repente nos damos cuenta de que debajo de nosotros desapareció todo
movimiento, toda señal de vida. Nos quedamos sin palabras. Nos sentimos como en un estado de ingravidez. Vemos
un agujero gigante, como una inmensa tumba abierta. La columna blancuzca de vapor parece precipitarse a toda
velocidad hacia el cielo.
“La central consta de cuatro distintos bloques de concreto, uno por reactor. La onda expansiva de la explosión voló
el techo del cuarto: una placa de hormingón armado de 3 mil toneladas y le dio vuelta como (si fuera) a una crepa.
Apenas se puede distinguir la luz rojiza del corazón fundido del reactor que yace en lo más hondo de las ruinas.
“La temperatura es muy alta, pero seguimos sin ver llamas. Abro la ventanilla para evitar los reflejos del cristal.
Tomo una foto. Una gran bocanada de aire caliente llena la cabina del helicóptero. Enseguida tengo ganas de
aclararme la garganta. Es una sensación nueva y extraña. Me cuesta trabajo tragar saliva. Pienso que se debe a los
vapores tóxicos del incendio. Me aguanto la tos y vuelvo a tomar fotos. Saco unas 20. De repente se bloquea la
cámara. Aprieto el disparador con fuerza. Nada.
“De regreso en Kiev descubro que casi todos los negativos están negros, como si la película hubiera sido expuesta
a la luz. En ese momento no entiendo que se debe a la radiactividad. Sólo se salva una foto. Hago lo imposible para
que salga bien. La mando a la oficina de Novosti en Moscú. No la publican. Censura.”

Los “gatos del techo”


No se desanima el fotógrafo. Por el contrario, decide quedarse y trabajar exclusivamente en Chernobyl. Pasa meses
en ese infierno, en medio de miles de “héroes anónimos”. Se mete en todo sin darle mayor importancia a los
peligros que enfrenta.
“En el verano decido buscar una vivienda cerca de la central para no tener que recorrer 60 kilómetros cada día. Los
soldados me proponen dormir en una primaria abandonada. Tiene un nombre bonito: se llama Skazka (cuento de
hadas). Allí viven los dosimetristas que miden la radiactividad en cada parte de la central. Una de sus misiones más
arriesgadas es subirse al techo del reactor número 3, sobre el cual la explosión proyectó una gran cantidad de
desechos altamente radiactivos.
“Entre nosotros los llamamos los krichnie hoti (los gatos del techo). Dibujan planos
y van trazando un mapa en el que indican con precisión la dosis de radiactividad a
la que están expuestos materiales y soldados en cualquier parte de la central. Los
gatos del techo trabajan periodos de 40 segundos. Van donde nadie va y donde la
radiación es más intensa.
“Un cierto misterio los rodea. Son sólo 18 y trabajan exclusivamente de noche. Como me hospedo con ellos, logro
entablar buenas relaciones con algunos. Les digo que nadie me deja acercarme al reactor número 4. Les enseño mi
credencial de prensa. Les presumo que mis fotos se publicaran en el mundo entero.
“Me escuchan divertidos. Piensan que estoy chiflado, pero me permiten acompañarlos. La noche siguiente les tomo
una foto antes de subirnos al techo. En ella se ve a Sacha Iurchenko, que se encarga de mí en el techo. Conoce
todos los recovecos. Todo está en ruinas, pero él sabe cómo desplazarse entre las piedras, por los túneles y los
huecos de la estructura. Camina lentamente con su dosímetro en la mano. Debe detectar con exactitud los puntos
de contaminación más fuerte. Tan pronto como descubre una ‘mancha’ de radiactividad, determina su contorno y
apunta todo en el mapa.
“Al principio se pretendió utilizar máquinas automáticas o teleguiadas para eliminar los bloques de grafito del techo.
Pero la radiactividad destruyó sus circuitos eléctricos. Entonces una vez más se recurrió a lo único que quedaba: los
hombres. A estos liquidadores los llamamos ‘bio-robots’ o también ‘robots verdes’, por el color de sus uniformes.
“Un bio-robot no puede estar más que 40 segundos en el techo. Justo el tiempo necesario para tirar una o dos
paladas de residuos radiactivos en el inmenso agujero del bloque número 4. A veces la tasa de radiactividad alcanza
10 mil roentgens. Nadie nunca pudo imaginar que era posible trabajar con 10 mil roentgens.
“Suena la alarma. Ocho soldados salen corriendo y se precipitan al techo. Cuarenta segundos más tarde vuelve a
sonar la alarma. Regresan, siempre corriendo. Sacha Iurchenko se sube primero al techo, justo antes de mí. Anda
con su dosímetro buscando dónde puedo tomar fotos sin correr demasiados riesgos. Vuelve corriendo y se esconde
detrás de un muro grueso.
“Ahora me toca a mí. Subo y me invade un extraño sentimiento místico. Tengo la impresión de encontrarme en
otro planeta. Todo está cubierto por el fuel, una mezcla de carburantes radiactivos. Mis manos tiemblan. Ya ni sé
dónde estoy. A pesar de todo logro tomar fotos. Apenas un minuto después siento un golpe en el hombro, y oigo
una voz: ‘¡Apúrate, cabrón, que me estoy tragando la radiación por tu culpa! ¡Regrésate ahora mismo!’
“Sacha me empuja dentro del refugio.
“El umbral máximo de absorción de la radiactividad para el cuerpo humano es de 25 roentgens. Es una norma
militar. Los primeros días nos entregan libretas en las que debemos apuntar nuestra tasa de radiación diaria.
Observo a los dosimetristas y entiendo que se vale mentir. Si alcanzamos 25 roentgens, nos echan. Los gatos del
techo quieren acabar su trabajo. Entonces apuntan cifras 10 veces inferiores a la tasa real de la radiación que
reciben. Guardo su secreto.”
En algunos casos, como el que señala Kostin, fueron los propios dosimetristas los que minimizaban su tasa de
radiación, pero la mayoría de los soldados explican que, por el contrario, fueron sus superiores los que las
falsificaron. Cabe recalcar también que desaparecieron muchos archivos de Chernobyl. Por lo tanto, no se dispone
de datos fidedignos para analizar con precisión el impacto de la radiación. Es el argumento que enarbolan los
defensores de la energía nuclear para restar toda credibilidad a los científicos independientes de la antigua Unión
Soviética y occidentales que alertan sobre las múltiples patologías generadas por la catástrofe de Chernobyl.

Héroes sin nombre


Sigue el relato de Kostin. “Al final del día, cuando los bio-robots vuelven del techo, se les entrega un diploma, 100
rublos y un certificado de desmovilización. Toman el tren y se regresan a su casa. Es tan peligroso que cada soldado
interviene una sola vez y luego se va. Cinco mil hombres se sucedieron a lo largo del mes de septiembre en ese
techo infernal. Recibí cinco diplomas oficiales. Son cartulinas rojas que huelen a atole, sudor y plomo. Son mi
orgullo.
“En realidad, lo que más me honra en la vida es haber convivido con los gatos del techo y con los liquidadores. Vi
cómo estos hombres desplazaban bloques radiactivos de grafito con las manos desnudas. Es la primera vez en la
historia que se hace algo semejante. Creo que únicamente en la Unión Soviética pudo suceder eso; un país en el
que la vida humana no vale mucho. Prueba de ello: el régimen abandonó a los liquidadores. Nadie nunca llamó a
Vania, a Petia, a Volodia para preguntarles cómo estaban y si necesitaban algo. Peor aún, se cancelaron los subsidios
y las prerrogativas que se les habían otorgado. Quizás se creyó que, al igual que los gatos, los bio-robots tienen
siete vidas.
“Bajaron del techo y se desvanecieron discretamente, con su mirada de gente buena, con sus risas. Cuando los
héroes no tienen nombres, se les trata como si no existieran. Y desaparecen.”
Impedir que el reactor siguiera diseminando radionucleidos en la atmósfera se volvió cada día más urgente.
“En las primeras semanas que siguen a la catástrofe se empieza a construir un sarcófago de hormigón para tapar el
reactor. No se movilizan militares para esa labor. Detrás de las máscaras de seguridad y de las placas de plomo
torpemente convertidas en protectores contra la radiación, descubro a obreros especializados llegados de todas
las repúblicas soviéticas. El paisaje se cubre de grúas que mueven por el aire decenas de bloques de hormigón
armado que quedan suspendidos encima del reactor número 4.
“El ruido familiar de las excavadoras y de los taladros hace pensar en una obra de construcción común y corriente.
Sin embargo, quienes trabajan en el sarcófago de Chernobyl no tienen nombres. No figuran en registro alguno. Sólo
se anota su tasa de radiactividad y se les somete a algunos exámenes médicos. Las estadísticas los ignoran.
“Ellos también son bio-robots y, al igual que a estos hombres, les prometen dinero, una dacha (casa de campo), un
auto, pensión vitalicia para sus familias si aceptan zambullirse en la ‘piscina’ de agua pesada de la central. Es vital
abrir el pestillo de la compuerta de desagüe para sacarla. Voluntarios logran hacer esa proeza. Se les entregan 7
mil rublos. Pero nadie vuelve a mencionar los autos ni las dachas.”

Los mineros de Dnietsk


“Asimismo se envía a mineros por debajo de la central para enfriar el reactor que sigue calentándose. Se teme que
las temperaturas muy altas resquebrajen la plataforma de hormigón que sirve de base a la central. Si se llegara a
agrietar, el reactor se hundiría en el suelo y el grafito fundido se filtraría en las aguas subterráneas. Ello provocaría
una explosión termonuclear y una reacción en cadena equivalente a 20 bombas atómicas de Hiroshima.
“Traen a 400 mineros de Dnietsk, una región montañosa de la parte oriental de Ucrania. Su misión: construir un
túnel para inyectar nitrógeno líquido por debajo de la plataforma. Se calcula que después de evaporarse el
nitrógeno congelará la tierra y el hormigón para formar una especie de almohadilla de protección. Me ofrecen
acompañarlos para sacarles fotos. Me niego. No sé por qué. En aquel momento no me parecía interesante. Hoy me
avergüenzo.
“Estos mineros son admirables. Suben a la superficie sus carritos llenos de tierra.
Bajan cada vez más profundo. Como el calor alcanza los 50 grados centígrados, se
quitan la ropa de protección y las máscaras. Los vemos salir del túnel con el torso
desnudo empujando sus carritos con las manos también desnudas. Se parecen a los
mineros del siglo XIX. Son hombres muy sencillos que sólo piensan en decirle a
Gorbachov: ‘¡Cumplimos nuestra misión!’
“Al final del verano acaban el túnel. En el otoño ya está listo el sarcófago. Me busca el general Tarakanov. Vamos a
izar la bandera de la Unión Soviética en la punta de la alta chimenea que escapó a la explosión. Desde los primeros
días que siguieron al 26 de abril, alzar esa bandera es la obsesión del Partido Comunista.
“Me subo al helicóptero con la tripulación y la ‘preciosa’ bandera roja. Pero al momento de acercarse a la chimenea
fuertes corrientes de aire se llevan el helicóptero. Casi nos estrellamos contra la central. El jefe del equipo decide
regresar a la base. Mientras aterrizamos me dice:
“‘¿Sabes qué, Igor? Nos tocaron cuatro años de guerra en Afganistán y no tenemos una sola foto de nuestro equipo
allá. ¿Nos tomarías una?… Es para nuestras familias’
“Al día siguiente el helicóptero choca con el brazo de una grúa. Mueren todos.
“Finalmente se iza la bandera encima de la chimenea. Para los soldados es tan importante como la que se había
izado en el Reichstag, en Berlín, en 1945”.
El científico que desafió el sistema
POR ANNE MARIE MERGIER, 24 ABRIL, 2016

Físico nuclear y miembro de la élite soviética, Vasili Nesterenko se comprometió en la lucha contra los efectos de la
radiación emitida por el accidente de Chernobyl.- Luchó desde el momento en el que acudió al lugar de la catástrofe,
cuando el reactor aún ardía, y luchó después para alertar sobre los riesgos de la radiación emitida y para advertirle
al mundo que Moscú escondía la información real. Pero luchó prácticamente solo contra el aparato soviético, que
casi logró aplastarlo.

París (Proceso).- Nada predestinaba a Vasili Nesterenko, eminente físico nuclear e integrante de la nomenklatura
soviética, a enfrentarse sucesivamente con las más altas autoridades soviéticas y con Aleksandr Lukashenko,
presidente de Bielorrusia desde 1994.
De origen muy modesto, Nesterenko nació en 1934 en Krasni Kut, Ucrania. Estudió en la Universidad Técnica Estatal
Bauman de Moscú, de la cual egresó con honores en 1958.
A los 29 años ingresó en la Academia de Ciencias de Bielorrusia y se integró al Instituto de Energía Nuclear de esa
institución, que acabó por dirigir. Nombrado constructor general del ejército, en 1972 fue encargado de concebir
una “minicentral nuclear portátil” susceptible de ser desplazada por aire o tierra a fin de surtir de energía a los
misiles móviles SS-20 y SS-25.
Cumplió exitosamente su misión en 1985, consolidando así su posición en la élite científica nuclear soviética.
La explosión del reactor número 4 de la central de Chernobyl, un año más tarde, hizo polvo su brillante carrera, su
posición social y, sobre todo, su fe en el comunismo y en la energía nuclear.
En los primeros días de la catástrofe, Nesterenko se lanzó en cuerpo y alma en la
batalla contra la radiactividad. Intervino primero como experto, midiendo la
contaminación entre Minsk y Chernobyl. Impactado por los resultados, instó a las
autoridades bielorrusas a desalojar de inmediato a la población en un radio de 100
kilómetros alrededor de la central y a tomar medidas de protección contra la
radiación en las demás zonas afectadas. Se tropezó con el tortuguismo de la
burocracia soviética.
Nesterenko fue además “liquidador”. Desde un helicóptero que volaba a baja altura sobre el lugar de la catástrofe
y junto con otros tres liquidadores precipitó contenedores llenos de nitrógeno sobre el corazón ardiente del reactor
número 4 para enfriarlo.
Desde el 28 de abril y hasta el 9 de mayo de 1986, una flotilla de helicópteros se turnó arriba del reactor en llamas,
sobre el cual echaron miles de toneladas de arena, plomo y dolomita hasta apagarlo.
El equipo que lo ayudó y el piloto del helicóptero murieron poco tiempo después a causa de la contaminación
radiactiva y Nesterenko padeció sus consecuencias toda su vida.
A mediados de 1986, indignado por la escasa atención oficial hacía la población, el científico tomo una decisión
muy atrevida en la Unión Soviética: canceló todos los programas de trabajo del Instituto de Energía Nuclear sin
consultar ni avisar a sus superiores. Ordenó a sus investigadores que estudiaran las consecuencias de la catástrofe
de Chernobyl sobre la salud y les pidió elaborar un programa de asistencia médica para sus conciudadanos.
Al mismo tiempo multiplicó sus contactos en el mundo para alertar sobre la gravedad de la explosión del reactor
nuclear. Nesterenko fue, de hecho, uno de los primeros científicos soviéticos en tomar ese riesgo.
Sus colegas de Polonia –país que también resultó contaminado– tomaron en serio sus advertencias. Las autoridades
polacas organizaron una amplia distribución de yodo entre la población afectada, evitando así la epidemia de cáncer
de tiroides que golpeó a Bielorrusia.

Rebeldía
En mayo de 1989, Andrei Sajarov (físico soviético galardonado con el premio Nobel de la Paz en 1975) pidió a
Nesterenko copia de todos los informes –que el científico había transmitido a altos responsables de Minsk y Moscú–
sobre el impacto de la radiación. Sajarov, padre de la bomba H soviética e inquebrantable disidente político, quería
aprovechar la perestroika para publicar partes de ese expediente de mil páginas en el periódico Rodnik. Su meta
era desenmascarar a la cúpula del poder soviético que pretendía no haber sido debidamente informada.
Se agudizaron los problemas de Nesterenko. Fue convocado por el Comité Central del Partido Comunista de la
Unión Soviética, que le “recomendó” no publicar nada. El científico ignoró el “consejo”. Se multiplicaron las
amenazas y las advertencias en su contra. El 8 de septiembre de ese mismo año una ambulancia embistió el auto
que manejaba. Unos días más tarde recibió una llamada telefónica anónima. Una voz le advirtió: “Te callas ahora”.
Pero Nesterenko no se calló y siete años más tarde fue víctima de un segundo atentado disfrazado también de
accidente automovilístico, pero “firmado” por llamadas telefónicas anónimas.
En 1990, tras ser destituido, el científico se volvió totalmente autónomo. Creó el Instituto Independiente de
Radioprotección Belrad con cuatro objetivos: capacitar a personal para cumplir misiones de radioprotección,
atender con prioridad a niños contaminados, enseñar a la población afectada cómo protegerse de la radiación y
juntar datos sobre las patologías generadas por el accidente nuclear. El instituto también elaboró mapas precisos
de la contaminación que afectaba y sigue afectando a la tercera parte del territorio bielorruso.
Gracias al apoyo económico de conocidos personajes rusos, entre ellos el campeón de ajedrez Anatoli Karpov, y de
ONG occidentales, Nesterenko creó centros de control de alimentos en las áreas perjudicadas por la radiactividad,
lo que le permitió detectar una contaminación ocho e inclusive 10 veces superior a la señalada por el Ministerio de
Salud.
También adquirió una flotilla de camionetas equipadas con sistemas modernos de medición de radiactividad que
recorrieron durante años las zonas afectadas. Así el Instituto Belrad determinó con precisión la cantidad de
radionucleidos (conjunto de átomos que tiene la propiedad de emitir radioactividad en forma de partículas u ondas
electromagnéticas), entre ellos el cesio-137, almacenado en miles de niños.
El científico inventó además un complemento alimenticio, Vitapect –a base de pectina de manzana (fibras
vegetales), vitaminas y oligoelementos–, que facilita la evacuación directa de la contaminación y consolida la
resistencia del organismo contra los radicales libres. Se inspiró en los tratamientos utilizados para limpiar el
organismo de los trabajadores de la industria pesada intoxicados por plomo o mercurio.
A partir de 1998 Nesterenko constató la eficacia del Vitapect: la contaminación de los niños era 60 veces, y en los
casos más graves 100 veces inferior a la que padecían antes del tratamiento. Los pocos medios económicos de
Belrad, sin embargo, sólo le permitieron atender a 7% de los 500 mil menores afectados por la radiación en
Bielorrusia.

Hostigamiento
Frenó también la acción de Nesterenko el permanente hostigamiento personal, administrativo y financiero al que
fue sometido por las autoridades y, en especial, por el Ministerio de Salud de Bielorrusia. Según denuncias del
Instituto Belrad y de científicos independientes occidentales, ese ministerio estaría bajo la influencia directa del
grupo internacional de cabildeo de la energía nuclear liderado por la Agencia Internacional de Energía Atómica
(AIEA), cuyos intereses se vieron directamente amenazados por el accidente en Chernobyl.
Tan duro fue el acoso gubernamental, que de los 370 pequeños centros locales de control radiológico que
Nesterenko y su equipo abrieron a partir de 1990, sólo quedaron funcionando nueve.
Agobiado por esa guerra implacable, por los efectos cada vez más agudos de la radiación y por su entrega total a
su misión, Nesterenko murió el 28 de agosto de 2008. Su hijo, Alexei, tomo el relevo y encabeza actualmente el
Instituto Belrad.
Pese a todos los intentos para hacerlo renunciar a su labor y minimizar sus logros, Nesterenko –como Yuri
Bandajevski, médico experto en anatomía patológica con quien empezó a colaborar en 1994– jugó un papel capital.
Su trabajo en el terreno le permitió hacer el único estudio epidemiológico de larga duración sobre el impacto de
Chernobyl.
Sus 20 años de investigación lo convirtieron en testigo científico de primer orden de las patologías generadas por
el accidente nuclear en Bielorrusia. Ninguna institución de las Naciones Unidas –la AIEA, la Organización Mundial
de la Salud (OMS) o el Comité Internacional de las Naciones Unidas sobre los Efectos de la Radiación Atómica– tiene
una experiencia tan amplia como la suya, pero todas se empeñan en desautorizar su trabajo calificándolo de
demasiado empírico.
En realidad, las investigaciones de Nesterenko y Bandajevski cuestionan los
parámetros de la industria nuclear civil y militar y de sus aliados políticos, médicos
y científicos. El lobby pronuclear sólo toma en cuenta estudios médicos realizados
en Hiroshima y Nagasaki para establecer la lista –muy restrictiva– de las patologías
ligadas a la radiación nuclear.
Nesterenko, Bandajevski y un número creciente de expertos independientes impugnan esa parcialidad.
Explica Wladimir Tchertkoff, periodista suizo de origen ruso especializado en cuestiones nucleares y autor de un
libro de referencia, El crimen de Chernobyl, y de numerosos documentales sobre el tema:
“No hubo explosión atómica en Chernobyl. Se dieron dos explosiones térmicas separadas por un intervalo de unos
segundos y un incendio que duró 10 días. Enormes cantidades de elementos radiactivos artificiales fueron
expulsados durante estas explosiones y ampliamente dispersados por las lluvias y los vientos. Algunos se demorarán
varios siglos antes de desaparecer: el cesio-137 y el estroncio-90 necesitarán 300 años; el plutonio 241, mil años.
“Estos elementos contaminan el medio ambiente, las plantas, los animales y los seres humanos. Destruyeron la vida
de decenas de miles de liquidadores que ingirieron e inhalaron partículas radiactivas mientras trabajaban en los
alrededores de la central. Y seguirán contaminando a las generaciones futuras, los descendientes de los habitantes
de la región, porque desde 1986 casi todos consumen productos contaminados por radionucleidos.”

Antagonismo
Las investigaciones cruzadas de Nesterenko y Bandajevski demuestran además que una contaminación interna y
continua del organismo humano por una dosis baja de radiactividad genera graves patologías específicas
irreversibles, tesis que no aceptan las autoridades nucleares internacionales.
Insiste Tchertkoff: “Lo que está en juego con el accidente de Chernobyl son los efectos de proximidad de partículas
microscópicas que se van incorporando en los tejidos internos de las personas afectadas. Pero eso no lo quiere
tomar en consideración el consorcio atómico mundial”.
El antagonismo entre defensores y detractores de la energía nuclear se refleja en el balance de la catástrofe que
hace cada campo.
Con base en investigaciones realizadas entre 2003 y 2005 por sus expertos, la AIEA y la OMS aseguraron que de los
600 mil liquidadores que fueron expuestos a radiación nuclear, mil resultaron gravemente contaminados y 50
murieron.
En cuanto a los 5 millones de habitantes expuestos a dosis bajas de radiación en Bielorrusia, Ucrania y Rusia, la AIEA
y la OMS sólo reconocieron que, en el mediano plazo, 4 mil personas podrían morir de cáncer de tiroides
directamente provocado por la catástrofe.
Y concluyó: “No hay un alza claramente demostrada en el número de cánceres de
otro tipo y de leucemia como consecuencia de la radiación en la población más
afectada”. Hasta la fecha ésta sigue siendo la posición oficial.
La cifra de 4 mil “eventuales fallecimientos” debidos al cáncer de tiroides causó tanto escándalo entre los científicos
que denuncian los peligros inherentes a la energía nuclear, que, sin explicación alguna, la OMS la cambió por 16
mil.
En 2010 la Academia de Ciencias de Nueva York publicó un amplio informe sobre el mismo tema. Fue muy crítico
con la AIEA y la OMS. El documento es demoledor para los defensores de la energía nuclear.
Apoyándose en los extensos trabajos de Vasili y Alexei Nesterenko y de Alexei Yablokov, los especialistas
estadunidenses corrigieron los datos de la AIEA. Para empezar, subrayaron que no fueron 600 mil liquidadores los
que intervinieron en Chernobyl, sino por lo menos 830 mil, de los cuales 125 mil ya habían fallecido en esa fecha.
Hoy, seis años después de la publicación del documento de los científicos de Nueva York, se deplora la muerte de
un total de 200 mil liquidadores.
Los expertos también sugieren aumentar el número global de muertes causadas por la catástrofe en Bielorrusia,
Ucrania y Rusia: en lugar de 50 mil, la cifra podría alcanzar los 985 mil. Subrayan que en los tres países la tasa de
cánceres creció 40%.
Mientras que la AIEA y la OMS sólo admiten la leucemia como cáncer ligado al accidente de Chernobyl, los
investigadores de la Academia de Ciencias de Nueva York mencionan un notorio recrudecimiento de cánceres de
pulmón, estómago, médula espinal, seno, intestino, recto y del sistema linfático.
Establecen además una larga lista de patologías no cancerosas que atribuyen a la radiactividad: alteraciones de los
sistemas digestivo, linfático, muscular, cutáneo, uro-genital e inmunológico. Señalan aberraciones cromosómicas,
deformaciones congénitas y envejecimiento prematuro.
Finalmente recuerdan que la lluvia radiactiva fue detectada no sólo en Europa, sino también en Estados Unidos y
África ,y señalan que científicos encontraron radiación de Chernobyl en sedimentos del río Nilo.
El precio de la verdad
POR ANNE MARIE MERGIER, 24 ABRIL, 2016

La explosión de Chernobyl, en 1986, siguió destrozando vidas humanas muchos años después de ocurrida. Y no sólo
entre los irradiados, sino entre la gente que los atendió y protegió, en hospitales, centros de investigación y oficinas.
Yuri Bandajevski fue uno de esos héroes, pero recibió cárcel y tortura en vez de monumentos y retribuciones. El
gobierno de Bielorrusia se ensañó con el científico porque osó evidenciar la inmensa corrupción que impidió un
cuidado efectivo a los niños afectados. Apenas en 2006 recobró la libertad.

PARÍS (Proceso).- “La verdad debe ser escuchada. Tal es la principal misión de los hombres que no son indiferentes
al destino de la humanidad”. Ser fiel al lema de su vida estuvo a punto de costarle la razón e inclusive la vida a Yuri
Bandajevski.
En 1986 el hoy profesor de medicina bielorruso vivía en Grodno, a 650 kilómetros de Chernobyl, en la región
occidental de Bielorrusia. Tenía 29 años y terminaba sus estudios de medicina con una especialidad en anatomía
patológica cuando ocurrió la explosión del reactor número 4 de la central nuclear de Chernobyl.
Medir las consecuencias de la catástrofe sobre la salud humana y asistir médicamente a la población se convirtió
de inmediato en su obsesión. Junto con su esposa, Galina, también doctora, elaboró un ambicioso programa de
estudio sobre el impacto de la radiación en los sistemas y órganos vitales del cuerpo humano y lo propuso al
presidente de la Academia de Ciencias y al Ministro de Salud Pública de su país. El primero se entusiasmó y el
segundo se dijo interesado.
En 1990 Bandajevski, recién doctorado en ciencias, fue nombrado rector del Instituto de Medicina de Gomel. La
Academia de Ciencias le dio carta blanca para llevar a cabo sus investigaciones sobre las consecuencias de la
radiación, mientras el Ministerio de Salud Pública le otorgó un presupuesto bastante reducido.
Esa promoción profesional planteó un verdadero dilema a la pareja Bandajevski porque Gomel, a 180 kilómetros
de Chernobyl, estaba en una de las regiones más contaminadas de Bielorrusia. Yuri y Galina tuvieron que elegir
entre su salud y la ciencia. Optaron por la segunda.

Contaminación interna
De 1990 a 1999 el Instituto de Medicina de Gomel destacó por la calidad de su trabajo.
Bandajevski fue galardonado con premios internacionales al tiempo que revistas especializadas publicaban los
resultados de sus investigaciones pero fue en Bielorrusia donde obtuvo mayor éxito. A pesar de presiones políticas
cada vez más fuertes y de los escasos recursos económicos, el instituto no tardó en contar con 25 cátedras, 200
profesores y mil 500 estudiantes.
En 1994 Bandajevski empezó a colaborar con el físico nuclear Vasili Nesterenko, que lo ayudó a medir la tasa de
radiactividad generada por el cesio-137 en órganos humanos. Inventó especialmente para él un gamarradiómetro.
Este instrumento aceleró en forma espectacular las investigaciones de la pareja Bandajevski.
Durante su práctica como pediatra y cardióloga en Gomel, Galina había constatado una altísima tasa de
enfermedades cardiovasculares entre la población infantil de la ciudad, además de un número alarmante de casos
de cataratas, envejecimiento precoz, debilitamiento del sistema inmunológico y deformaciones congénitas.
Alertó a su esposo, quien comparó la carga de radiactividad por cesio-137 detectada en el organismo de los niños
con los problemas cardiacos que padecían.
Después de numerosos análisis realizados primero con menores de edad y después con adultos, el médico llegó a
la conclusión de que el cesio-137 se concentraba esencialmente en el corazón, los riñones, los órganos endócrinos
y el sistema inmunológico.
Luego estableció el vínculo causal entre la comida contaminada ingerida por los niños y los síntomas patológicos
que presentaban. Multiplicó observaciones e investigaciones hasta demostrar el peligro de las bajas dosis de
contaminación radiactiva para la salud humana. Ello le permitió evidenciar una clara diferencia entre la
contaminación nuclear externa provocada por los bombardeos en Hiroshima y Nagasaki, y una contaminación
interna continua que nunca había sido prevista ni mucho menos estudiada por la comunidad científica y médica del
planeta.
Este descubrimiento desató fuertes polémicas entre expertos en el mundo y sigue siendo cuestionado por el
poderoso lobby nuclear encabezado por la Agencia Internacional para la Energía Atómica, pero tiene hoy cada vez
más defensores.
Junto con el equipo de trabajo de Nesterenko, Bandajevski elaboró una lista de medidas preventivas para la
población contaminada y concibió una dieta especial que permite eliminar parcialmente el cesio-137 del organismo
de los niños. Sin esa descontaminación, los daños físicos generados por los radionucleidos ingeridos son
irreversibles. Cabe recordar que la radiación emitida por el cesio-137 disminuye después de 30 años, pero se
demora 300 en desaparecer por completo.
La conclusión lógica que Bandajevski sacó de sus nueve años de trabajo fue la imperiosa necesidad de lanzar una
amplia campaña para concientizar a la población de las regiones irradiadas. En enero de 1999 participó en varios
programas de televisión en los que dio a conocer los resultados de sus investigaciones y sus recomendaciones.-
El impacto en la opinión pública fue considerable y sembró inquietud en el Ministerio de Salud Pública, que se
empeñaba en minimizar los efectos del accidente de Chernobyl.

Venganza política
En abril del mismo año el Parlamento bielorruso pidió a Bandajevski que evaluara la política de salud del gobierno
y el uso de los fondos estatales destinados a atender médicamente a la población afectada por la contaminación.
Junto con Nesterenko y Aleksander Stojarov, otro destacado científico, el médico hizo una “radiografía” de las
actividades del Ministerio. La conclusión fue demoledora.-
El Ministerio de la Salud Pública manipuló el informe antes de que fuera presentado al Parlamento. Los científicos
replicaron enviando el documento original al Consejo de Seguridad, que sancionó al Ministerio: le quitó el control
del presupuesto.
En lugar de darse por satisfecho, como lo hicieron Nesterenko y Stojarov –quienes conocían de sobra el peligro de
enfrentarse con los hombres del poder– y sin escuchar las advertencias de su esposa, Bandajevski se dirigió
personalmente con Aleksandr Lukashenko, el todopoderoso presidente de Bielorrusia. Le detalló las cuentas para
demostrarle que de los 17 mil millones de rublos entregados al Ministerio de Salud Pública, sólo mil millones habían
sido utilizados para los fines acordados e hizo añicos la política de salud oficial.
Años después y según explicó su esposa en entrevistas con la prensa internacional, Bandajevski vivía totalmente
sumergido en su mundo médico y científico sin preocuparse por el entorno político. Le aterraba constatar las
trágicas consecuencias de la radiación sobre miles de sus compatriotas y sólo le interesaba salvarlos o aliviarlos.
Constatar el robo de los fondos que les estaban destinados lo tenía enfurecido. Pensó que la verdad habría de
triunfar. Estaba equivocado.
La noche del 13 de julio de 1999, 15 policías irrumpieron en su residencia. La catearon de arriba a abajo. Hicieron
lo mismo con su laboratorio. Confiscaron su computadora, sus libros, sus archivos. Lo esposaron y lo llevaron preso
“conforme al decreto presidencial contra el terrorismo”, según explicaron.
Fue el principio del descenso al infierno de Bandajevski.
Galina contó a Vladimir Tcherkoff, periodista italiano de origen ruso, autor de El crimen de Chernobyl, un libro de
referencia publicado en 2006: “El cateo duró de las 11 de la noche a las cuatro de la mañana. Luego se llevaron a
Yuri y lo encerraron en una celda en la que lo mantuvieron incomunicado hasta el 4 de agosto. Dormía en el piso.
Comía una vez al día. Perdió 20 kilos en tres semanas. Sólo pudo ver a un abogado después de 22 días. Pude
entreverlo cuando lo trasladaron a otro lugar de detención. Tenía una barba casi blanca y se veía como alucinado.
Yo estaba con mis dos hijas. Nos gritó: ‘¡No me abandonen como lo hicieron todos los demás!’. No nos permitieron
acercarnos. Yuri sólo pudo gritar esa frase y en seguida lo subieron al furgón”.
Bandajevski fue encarcelado en la ciudad de Moguilev, a 120 kilómetros de Gomel. Estuvo a punto de morir de una
hemorragia interna. Fue hospitalizado y luego trasladado a una cárcel de Minsk.
Galina sigue el relato:
“Sólo me autorizaron a visitarlo 50 días después de su detención. Vestía el uniforme negro de la cárcel. Estaba
demasiado grande para él. Quién sabe por qué un sacerdote estaba presente en nuestro encuentro. Vi que Yuri no
lograba orientarse en el espacio. No entendía nada, ni por qué estaba yo con él ni por qué estaba el cura. No logré
conversar con él. Se la pasaba llorando. Tenía un pañuelo que dobló y desdobló por lo menos 20 veces…”
La noticia de la detención del prestigiado científico y del trato inhumano al que estaba sometido provocó un
verdadero escándalo mundial. Encabezadas por Amnistía Internacional, numerosas organizaciones de defensa de
los derechos humanos se movilizaron para exigir su liberación.
Fue tan fuerte la presión sobre Luka-shenko que el 27 de diciembre de 1999, después de cinco meses y medio de
cárcel preventiva, Bandajevski fue autorizado a esperar su juicio en libertad condicional.
“Cuando salió estaba aniquilado, aterrorizado. Cien veces al día preguntaba: ‘¿Me van a volver a meter a la cárcel?’
Estaba convencido de que lo espiaban día y noche. En casa hablaba bajito. Si tenía algo importante que comunicar,
se apartaba en un rincón y lo escribía en un papel”, contó su esposa.
El médico tardó varios meses en reponerse, pero logró recuperar fuerza para preparar su defensa. Ya no estaba
acusado de organizar un complot terrorista sino de corrupción. Su más cercano colaborador, Vladimir Rovkov,
vicedirector del Instituto de Medicina, afirmaba que Bandajevski había “cobrado” un total de 25 mil dólares para
matricular estudiantes en el centro docente. Rovkov se retractó. Fue encarcelado junto con su exjefe y acusado del
mismo delito.

“Caricatura de juicio”
El juicio contra Bandajevski se llevó a cabo en Gomel. Empezó el 19 de febrero de 2001 y acabó el 18 de julio
siguiente con una sentencia de ocho años de cárcel para el famoso científico, que no fue autorizado a apelar.
La Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) y Amnistía Internacional denunciaron “una
caricatura de juicio” que había violado ocho artículos del código penal bielorruso. En vano.
Bandajevski pensaba que no existía peor trato que el que había sufrido durante su detención preventiva. No tardó
en darse cuenta de que estaba equivocado.
Pasó primero un año encerrado en una celda insalubre invadida por ratas y en medio de otros 80 presos, entre los
cuales destacaban homicidas y peligrosos delincuentes. El distinguido profesor de medicina estuvo a punto de
enloquecer.
Se intensificó la campaña de solidaridad internacional que movilizó, además de organizaciones civiles, al Parlamento
Europeo, la OSCE, organizaciones médicas y científicas internacionales. Se creó el Comité Bandajevski para el
Derecho a la Verdad y a la Justicia, cuyo activismo tuvo efecto.
El 5 de junio de 2002 el célebre preso fue trasladado a una celda más “decente” que compartía con otros dos
presos. Disponía de un televisor, de una mesa de trabajo y una computadora.
Según explica Tcherkoff, ese cambio era en realidad una trampa del régimen. Por lo menos uno de los compañeros
de celda de Bandajevski era un agente del KGB. Se multiplicaron las presiones y las manipulaciones psicológicas,
incluyendo el uso de psicotrópicos, para obligarlo a confesar su delito. Se degradó aún más su estado físico y mental.
Pero no cedió.
En septiembre de 2002 Galina alertó al Comité de los Derechos Humanos de la ONU:
“No reconocí a mi marido cuando lo volví a ver después de tres meses sin haber tenido derecho a visitarlo. Era otro
hombre. Aplastado, indiferente a todo lo que lo rodeaba. De sus ojos vacíos y de su mirada apagada emanaba un
enorme sufrimiento. Era un hombre con una identidad desdoblada, una psique destrozada.
“Me pidió el divorcio al tiempo que me decía que no debía creer todo lo que me
decía y lo que hacía en ese momento. Me rogó tomar en cuenta la situación en la
que se encontraba y todo lo que se complotaba a su alrededor. Vi que sufría y que
no podía expresar claramente sus pensamientos. Me dijo que sus ideas se
enredaban en su cabeza, que daban vuelta y vuelta como un disco rayado. Acabó
confesando: ‘No entiendo lo que me está pasando. Me siento incapaz de verme a
mí mismo con lucidez’.”
El 9 de septiembre de 2003 Bandajevski sufrió un infarto. Tres meses más tarde estuvo a punto de morir de
peritonitis. Entre dos hospitalizaciones se agudizaron aún más las presiones para obligarlo a reconocer su
culpabilidad. No cedió.
La presión internacional creció. Después de cumplir la mitad de su condena, el médico, agotado, pidió tener el
“beneficio” del régimen de “exilio interior”, conforme al derecho penitenciario bielorruso.
El 29 de mayo de 2004 las autoridades judiciales lo trasladaron a una explotación agrícola colectiva ubicada a 200
kilómetros de Minsk en la que debía desem-peñarse como celador. En realidad, el científico vivió en una modesta
casa de madera en la que pudo trabajar y recibir visitas hasta su liberación anticipada, el 6 de enero de 2006.
Fue la Unión Europea (UE) la que hizo capitular a Lukashenko. La ambición del hombre fuerte de Bielorrusia era la
integración de su país a esa instancia.

La Comisión Europea aprovechó la situación para exigir la liberación de Bandajevski antes de iniciar pláticas sobre
el tema. Lo logró.
Después de vivir un año y medio en Francia, una temporada en Alemania y otra en los países bálticos, el médico
decidió instalarse en Ucrania en 2013.
Estaba trabajando en la creación de un centro de salud para niños contaminados y un laboratorio de investigación
sobre radiactividad en Ivankiv, en los alrededores de Kiev, en parte financiado por la UE, cuando se tensaron las
relaciones entre Ucrania y Rusia. La guerra entre los dos países paralizó el proyecto. Sólo funciona el centro médico.
La UE suspendió su ayuda económica para la unidad de investigación.
Bandajevski lleva 15 años sin poder dedicarse a las dos únicas actividades que dan sentido a su existencia: sus
investigaciones sobre las radiopatologías inducidas y el desarrollo de una atención médica específica para los niños,
las víctimas más vulnerables.
Profundamente marcado por todo lo que vivió, el eminente profesor no se da por vencido. Espera ahora la paz
entre Ucrania y Rusia.

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