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UNIVERSIDAD SIMÓN BOLÍVAR
DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
DIOS, SER Y REALIDAD
CONTRIBUCIONES A UNA FILOSOFÍA DE LA ULTIMIDAD
Trabajo presentado por
NELSON TEPEDINO
Para optar al ascenso a la categoría de
PROFESOR TITULAR
Sartenejas, junio de 2007
CONTENIDO
Introducción……………………………………………………………………………….5
El Ser, el Dios y los dioses:
El problema de Dios y la divinidad en el “segundo Heidegger”............................23
La experiencia de Dios como experiencia estética fundamental.
Reflexiones a partir del “segundo Heidegger”………………………………………42
Filosofía de la ultimidad y teología fundamental:
La propuesta zubiriana……………………………………………...…………………..58
I. El problema teologal del hombre como objeto de la
teología fundamental………………………………………….............................59
II. La dimensión teologal del hombre como ámbito de la pregunta sobre
Dios………………………………………………………………………………...63
II.1.‐ La situación epocal que determina
la pregunta zubiriana.................................................................................63
II.2.‐ Praxis personificante y realidad:
el hombre como absoluto relativo………………………………………...65
II.3.‐ La vía de a religación: del poder de lo real
a la realidad de Dios……………………………………………………...69
III. Religación, fe y credibilidad: el significado de la
teología fundamental…………………………………………………………….75
Dios en todas las cosas:
Zubiri y el método en teología………………………………………………................81
I. El problema del método en teología………………………………………….82
II. Punto de partida:
la realización humana en el horizonte de la ultimidad……………………….85
III. El lugar teológico zubiriano y su método:
Dios en todas las cosas……………….......................................................................90
III.1.‐El lugar teológico fundamental: todas las cosas…………………..91
III.2.‐Teología de la plenitud del hombre y de la posibilidad………..95
III.3.‐Teología mundanal y laical…………………………………............97
IV. Conclusión: esbozo de una definición programática para una
teología de inspiración zubiriana……………………………………………...100
Discernimiento, existencia y realidad:
Una aproximación filosófica al discernimiento espiritual………………………..102
Experiencia mística y discernimiento:
Una interpretación de la discreción de espíritus en los
Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola………………………………………..116
I. La discreción de espíritus como método de discernimiento………………..117
II. El discernimiento ignaciano…………………………………………...........119
II.1.‐El discernimiento espiritual en el contexto de los
Ejercicios Espirituales…………………………………………………….119
II.2.‐ Los “tres tiempos de elección”……………………………...........122
III. Dios en el sentir:
la hermenéutica de la consolación y la desolación…………………………..123
III.1.‐ Consolación, desolación y
el “discurso de los pensamientos”…………………………………….123
III.2.‐ Los “espíritus”……………………………………………………127
IV. Mística y consolación:
la nuda presencia y la callada voluntad de Dios…………………………….129
El poder desnudo: una lectura de Génesis 2‐3……………………………………...135
Introducción……………………………………………………………………..136
I. El poder de Dios y el poder del hombre……………………………………141
3
I.1.‐ La finalidad política de Gen 2‐3: argumentos desde la
crítica histórica…………………………………………………………..141
I.2.‐ El poder de Dios……………………………………………………143
I.3.‐ El designio de Dios sobre el hombre: el límite
como posibilitación de la vida…………………………………………145
II. La hybris del principio: el poder humano como perversión del
poder de Dios……………………………………………………………………148
II.1.‐ Los elementos del poder: engaño y media verdad,
la tentación del poder total……………………………………………..149
II.2.‐ La vergüenza del poder desnudo………………………………..152
III. Conclusión: poder de Dios y poder del hombre…………………………154
Nota sobre la publicación de los ensayos compilados en este trabajo………….158
4
INTRODUCCIÓN
Jede Philosophie ist Theologie in dem
ursprünglichen und wesentlichen Sinne, daβ das
Begreifen (λόγος) des Seienden im Ganzen nach
dem Grunde des Seyns fragt und dieser Grund θεός,
Gott, genannt wird 1 .
Martin Heidegger
El presente trabajo reúne los ensayos que han aparecido en publicaciones arbi‐
partamento de Filosofía de la Universidad Simón Bolívar y reflejan el resultado de
mis investigaciones en torno a lo que genéricamente podríamos llamar, siguiendo a
Xavier Zubiri, “el problema de Dios”. Es, si se quiere, un trabajo en “filosofía de la
religión”, aunque también, como veremos, es también una reflexión que se mueve en
la frontera entre la filosofía y la teología.
La verdad sea dicha, no quisiera entrar en una estéril discusión de carácter me‐
todológico sobre la pertinencia o no de este esfuerzo en la frontera entre varias disci‐
plinas, ni mucho menos justificar lo que yo creo que se justifica por sí mismo, una vez
este trabajo regreso a lo que fue el inicio de mi carrera académica como filósofo y las
inquietudes que realmente han estado siempre presentes en el fondo de mi investiga‐
1 HEIDEGGER, MARTIN: Schellings Abhandlung über das Wesen der menschlichen Freiheit (1809), Tübingen:
Niemeyer, 1971, pág. 61 (“Toda filosofía es teología en el sentido originario y esencial de que la com‐
prensión (λόγος) del ente como totalidad pregunta por el fundamento del Ser y ese fundamento es
llamado θεός, Dios”.Traducción mía).
ción, motivándolas y orientándolas como un imán que les indica su más íntimo norte.
Mi primer trabajo filosófico publicado es, precisamente, una tesis de doctorado que se
desarrollaba en la frontera que existe entre la literatura, la teología y, por supuesto, la
filosofía, titulada Noche oscura: mística, teología y filosofía. Una lectura filosófica de Juan de
la Cruz 2 , y es un primer acercamiento, de la mano del gran poeta y místico español, a
lo que es el tema fundamental que exploran los textos que el lector encontrará a con‐
tinuación: el de la experiencia de Dios.
Porque ese es, precisamente, el tema que realmente me ha interesado siempre y
el puerto al que, finalmente, me ha conducido de nuevo lo que he escrito en los últi‐
mos años. Mi anterior trabajo de ascenso exploraba el problema de la fundamentación
de la ética en el pensamiento heideggeriano. En él recogía dos ensayos muy extensos 3 ,
cuya conclusión final era que, si bien el “primer Heidegger”, es decir, el Heidegger de
Sein und Zeit, naufragaba en las aguas sin fondo del nihilismo moral y del decisionis‐
mo vacío, el “segundo Heidegger” daba un giro que, por más problemático que fuese,
superaba su nihilismo ontológico ―y en consecuencia moral― al mostrar fenomeno‐
lógicamente la patencia de un fundamento último y misterioso al que no se accede
conceptual ni lógicamente, sino a través de una experiencia 4 (Erfahrung) que es análo‐
2 TEPEDINO, NELSON: Dunkle Nacht. Mystik, negative Theologie und Philosophie. Eine philosophische Lektüre
von San Juan de la Cruz, Berlin‐Frankfurt am Main: Verlag Peter Lang, 1998.
3 TEPEDINO, NELSON: Ética y Dasein. Virtualidades y límites de Sein und Zeit de M. Heidegger para la re‐
flexión filosófica sobre la ética, en Cuadernos Salmantinos de Filosofía, Vol. XXVII, Salamanca: Universidad
Pontificia de Salamanca, 2000, págs 215‐241 y El segundo Heidegger y la ética: del nihilismo a la religación,
en Cuadernos Salmantinos de Filosofía, Vol. XXIX, Salamanca: Universidad Pontificia de Salamanca, 2002,
págs. 211‐244.
4 „Die jetzt gewiesene Erfahrung des nihilistischen Wesen der Metaphysik genügt noch nicht, um das
eigentliche Wesen der Metaphysik wesensgerecht zu denken. Dies verlangt zuvor, daβ wir das Wesen der
Metaphysik aus dem Sein selbst her erfahren“ (“La ya señalada experiencia de la esencia nihilista de la
metafísica no es suficiente para pensar la verdadera esencia de la metafísica de una manera que le haga
justicia. Esto exige primero que experimentemos la esencia de la metafísica desde el ser mismo”). HEIDEGGER,
6
ga, si no igual, a la descrita por toda la tradición mística occidental. A pesar de todo
su conflicto íntimo con el catolicismo (que, a mi modo de ver, lo lleva a retorcer inne‐
cesariamente su pensamiento), Heidegger culmina su obra con un tono marcadamen‐
te religioso, en el cual el fundamento último de la filosofía (y del “pensar” mismo,
como él gusta decir) es precisamente esta experiencia del Ser (Seyn) que se muestra
ocultándose, de manera muy similar a la nada de Eckhart, el rayo de tiniebla del Pseu‐
do‐Dionisio Aeropagita o la noche oscura de San Juan de la Cruz.
Este acercamiento a la ética en Heidegger, pues, me terminó conduciendo de
nuevo al mismo asunto con el que había comenzado: el de la experiencia. Y no de
cualquier experiencia, sino de una que se presenta como última y fundamentante. Na‐
turalmente, el siguiente paso es tratar de explorar lo que con ello se quiere decir, para
valorarlo críticamente y para desplegar mejor sus posibilidades hermenéuticas. Y ese,
precisamente, es el lugar en el que me encuentro ahora. Estos ensayos son parte de
esa inquietud y de un proyecto intelectual mucho más amplio que me encuentro des‐
arrollando en estos momentos. Recogen exploraciones parciales en orden a plantear,
en el futuro, una reflexión propia sobre el asunto. Mi propósito principal es, precisa‐
mente, el de contribuir a rescatar la idea de que la filosofía ―más aún, la existencia
un tiempo que se destaca precisamente por su nihilismo profundo, como el mismo
Heidegger, siguiendo a Nietzsche, constata 5 y que, como muy bien dice Zubiri, se
caracteriza por su radical olvido de realidad.
MARTIN: Nietzsche. Zweiter Band, Pfullingen: Verlag Günther Neske, 19612, pág. 350. La traducción y el
subrayado en cursivas son mías.
5 Ver, por ejemplo, los dos tomos de sus lecciones sobre Nietzsche (Nietzsche, Pfullingen: Verlag Günt‐
her Neske, 19612) o el breve tratado Das Wesen des Nihilismus, en Gesamtausgabe. III Abteilung:
7
Ahora bien, la recuperación de un fundamento último para la existencia puede
parecer un empeño anacrónico, cuando no “reaccionario”, si lo pensamos desde al‐
gunos de los logros fundamentales de la modernidad, como lo son, por ejemplo, y
sobre todo, la autonomía moral del sujeto y la secularización de la vida pública en
aras del pluralismo que debe proteger y promover la sociedad democrática contem‐
poránea. Puede sonar a querer reintroducir, por la puerta trasera, el dogmatismo reli‐
gioso y con él, su pretensión autoritaria. No otra es la vía que se propone actualmente
desde los fundamentalismos de todo color, que ven el mundo desde una perspectiva
oscurantista, según la cual la modernidad del Occidente sería una especie de corrom‐
pido mundo de tinieblas que debe ser “rescatado” por el retorno a la observancia re‐
ligiosa más estricta y ortodoxa. No es ésta, obviamente, mi intención. Se trata, por el
contrario, de plantear el problema de una manera que asuma esos logros ―para mí
irrenunciables― de la modernidad y lo coloque en una perspectiva que sea creíble
para nuestra sensibilidad emancipada, comprometida con la libertad de la persona y
nas.
Pero, por otro lado, que la cuestión se haga presente no es casual. Que la cultu‐
ra y la filosofía modernas y contemporáneas se enfrentan a un problema de funda‐
mentación última que puede incluso comprometer gravemente la supervivencia de
sus mejores logros, es algo que constata, como veremos en los ensayos que siguen, la
misma filosofía radicalmente emancipada e, incluso, anticristiana, del Occidente. Son
Unveröffentlichte Abhandlungen. Band 67. Metaphysik und Nihilismus, Frankfurt am Main: Vittorio
Klostermann, 1999, págs. 175‐256.
8
nialmente la insurgencia del nihilismo que subyace a la cultura occidental. Particu‐
larmente importante me parece su aguda observación sobre el límite que percibe en
quien sin duda alguna es, por otra parte, el más logrado pensador de la autonomía
moral del sujeto: Immanuel Kant. Nietzsche piensa, en un famoso aforismo 6 , que, de‐
finitivamente enterrada la fundamentación de los valores en Dios, Kant da con una
solución muy poco satisfactoria al intentar hacerlo por la vía de la objetividad de la
razón, a través del imperativo categórico. Con ello, lo único que se hace es poner a la
razón en el lugar de Dios. Es claro que la “solución” nietzscheana tampoco resulta
convincente: como para él, al igual que para los otros dos grandes “maestros de la
sospecha”, es un dato obvio que Dios no existe, no queda otro remedio que afrontar
más o menos heroicamente al nihilismo que subyace a toda moral y, saltando valien‐
temente sobre la nada, proclamar unos “nuevos valores” que no tienen otra funda‐
mentación más allá de la voluntad del Übermensch. Sin abundar mucho en el tema, es
bien sabido que Nietzsche al final se empantana en la ambigüedad que supone afir‐
mar que la moral no requiere de fundamentación alguna, para, subrepticiamente,
fundarla justamente en los valores de la “voluntad de poder”, que no son otros sino
aquellos diametralmente opuestos a los de lo que el llama la “moral cristiana” o del
“rebaño”, con lo cual no hace otra cosa que quedar preso de la metafísica que él mis‐
mo dice querer superar.
Una de las razones de mi interés por Heidegger reside precisamente en el
hecho de que su filosofía, en su primera etapa, va a desembocar en el mismo puerto
nihilista al que arriba Nietzsche, para, posteriormente, en lo que él mismo llama la
Kehre, el “giro” de su pensamiento, intentar solventar ese callejón sin salida a través
6 Wie die „wahre Welt“endlich zur Fabel wurde. Geschichte eines Irrthums, en Götzen‐Dämmerung, en
SämtlicheWerke. Kritischen Studienausgabe, Band 6, München: DTV, 1988, pág. 80‐81.
9
del recurso a un fundamento último de los entes que se da al Dasein a través de la ex‐
periencia. Cómo lo hace es objeto de algunos de los ensayos que se presentan a conti‐
nuación, así que no abundaré mucho más en el tema. Pero lo que sí me interesa resal‐
tar es que la constatación de los límites que la modernidad se impone a sí misma al
cerrarse al problema metafísico de una ultimidad que fundamente la existencia
humana y su realización moral no es algo que nace de algunas voces pertenecientes al
“antiguo régimen” o de las quejas de la destronada ortodoxia religiosa, sino del seno
mismo de la filosofía más radicalmente emancipada de la tradición moderna y con‐
temporánea. En otras palabras: el discurrir mismo de la filosofía del Occidente ha
conducido a replantear un problema que se creía “superado” o en vías de hacerlo.
Marx, por ejemplo, supuso que la idea de Dios, en tanto “ideología” religiosa, se eva‐
poraría junto con el Estado y otras “superestructuras” una vez que las condiciones
materiales de producción se revolucionaran y abolieran la alienación capitalista, con
lo cual se revelaría la obsolescencia de todos los aparatos ideológicos de dominación.
Freud, por su parte, ve en la toma de conciencia de que Dios no es sino la objetivación
simbólica de una nostalgia infantil por la figura del padre a la vez fuerte y protector,
el requisito fundamental para una edad adulta de la humanidad, en la que ésta, un
tanto nietzscheanamente, asumiría su desamparo sin tener que recurrir al consuelo de
ficciones semejantes.
Pero, como hemos visto, lejos de haber sucedido nada de eso, el problema de
Dios parece volver por sus fueros continuamente. Ha sido Xavier Zubiri, con la inso‐
bornable lucidez filosófica que lo lleva a preguntar siempre desde la raíz última de las
cosas, quien no sólo se ha percatado de que no podía dejarse el asunto allí, en una
mera asunción ―incuestionada por “obvia”― de la presunta inexistencia de Dios.
Zubiri apuntará que en un contexto como el contemporáneo es necesario plantear
10
primero no el tema de la “existencia” de Dios, sino el de si, en efecto, hay un tal pro‐
blema y si ese problema es, de alguna forma, relevante. Esta aguda observación, que se
hace manifiesta en sus primeros escritos sobre el problema en cuestión y que lo lleva‐
rá después a desarrollar una vía de acceso fenomenológica a la realidad de Dios en su
libro El hombre y Dios, coloca a Zubiri en un lugar fundamental dentro del desarrollo
de la filosofía contemporánea y, a mi modo de ver, lo hace superar a su maestro Hei‐
degger, que queda preso en la oscuridad de su conflicto interno con su propia religio‐
sidad.
Ese acceso fenomenológico a Dios tiene en común con Heidegger, sin embargo,
su radical carácter experiencial. En El hombre y Dios 7 Zubiri no pretenderá “demos‐
trar” ninguna “idea” de Dios, sino más bien “mostrar”, describir lo que él piensa que
más básica, que no es otra que la inteligencia misma, entendida de manera muy pre‐
cisa como impresión de realidad. Dios, para Zubiri, no se nos presenta primero como
tal, sino como un enigma, como una pregunta por ese misterioso poder que “hace que
haya” esa realidad que se nos da a nuestro sentir inteligente. Aún en su “grado míni‐
mo”, es decir, como mero “enigma”, y aún antes de que sea posible cualquier fe reli‐
una ultimidad nuda y oscura en la que el hombre se ve sentiente e inteligentemente en‐
vuelto y como apropiado por su misterio. Pero, naturalmente, no es mi intención aquí
repetir de nuevo lo que el lector se encontrará más adelante. Sencillamente quiero
mostrar, a través de estos dos autores, cómo se va delineando lo que es el interés real
de mi investigación actual, a saber, lo que podríamos llamar una vía fenomenológica del
7 ZUBIRI, XAVIER: El hombre y Dios, Madrid: Alianza Editorial‐Sociedad de Estudios y Publicaciones,
19884.
11
acceso a Dios, muy distinta a las anteriores “pruebas” de su existencia y muy significa‐
tiva en cuanto resurgir de una pregunta que, como vimos, la ciencia y la filosofía de la
modernidad habían prácticamente dado por resuelta, en tanto que obviamente irrele‐
vante.
Esta manera de abordar el problema de Dios no va a ser sólo de interés para la
filosofía, porque no surge por mera casualidad. Como ya dije, esta vía tiene que ver
con las nuevas condiciones culturales que se ven reflejadas en la filosofía y que condi‐
cionan necesariamente la manera en que se presentan y se replantean sus viejos pro‐
blemas. Es, si se quiere, la forma con la cual el tema se pone a la altura de los tiempos.
La vía fenomenológica responde a anhelos muy hondos: como bien señala Zubiri en
su ensayo Nuestra situación intelectual 8 , la positivización niveladora de la ciencia ha sido,
por un lado, clave para el asombroso avance del pensamiento científico y la praxis
técnica de nuestra época, pero, por otro lado y como la expresión zubiriana sugiere, el
precio pagado ha sido muy alto, porque ha supuesto reducir la idea de lo que es real
a lo que es positivo, es decir, hecho empírico. Con esa reducción se opera una nivelación
que “aplana” y estrecha el horizonte de lo que es real para el hombre. Obviamente, la
ciencia, cuando es seria, sabe muy bien que la necesidad que tiene de sólo poder re‐
mitirse a hechos que puedan ser observables, medibles o, al menos, plausibles de ser‐
lo, no implica nunca comprometerse con una metafísica del hecho positivo como úni‐
co criterio acerca de la realidad o no de algo. Es simplemente una interna necesidad
operativa a la que tiene que limitarse para poder ser lo que es. Pero, como sabemos,
esa necesidad metodológica de la ciencia, en el positivismo, se hizo metafísica y,
además, muy popular. Se hizo cultura y ha ejercido un papel fundamental en la cons‐
8 ZUBIRI, XAVIER: Nuestra situación intelectual, en Naturaleza, historia, Dios, Madrid: Alianza Editorial‐
Sociedad de Estudios y Publicaciones, 19879, págs. 27‐57.
12
titución de nuestra visión del mundo. Por eso, la situación del hombre actual es para‐
dójica: la caída de las certezas religiosas y la conquista de la autonomía moral que
acompañan al proceso de secularización de las sociedades modernas lo han puesto,
como bien vio Nietzsche, en el umbral del nihilismo. Pero su mismo ethos a la vez ra‐
cionalista y empírico, hace que para salir del desasosiego que éste le produce no pue‐
da sino exigir experiencia real del fundamento de su existencia, en caso de que lo haya.
Es por eso que no se trata ya de ofrecer “pruebas” de la existencia de Dios o, al me‐
nos, del sentido de la vida, sino de mostrar algo que sea susceptible de responder a
una experiencia íntima y real del hombre. En el caso de Dios como problema, más
que una necesidad de buenas razones para creer, lo que hay es sed de realidad.
Pienso que es a causa de esa situación existencial de la cultura que los filósofos
que estudio han abierto esta vía fenomenológica del acceso a Dios. Y es tan real esta
situación que no solamente los filósofos, sino también algunos de los más notables
teólogos contemporáneos han asumido esta intuición. Es sintomático, por ejemplo,
que en el campo católico, sobre todo a partir de la renovación que significó el Concilio
Vaticano II, lo que antiguamente se llamaba “apologética”, es decir, aquella forma de
bles de la “existencia de Dios” y de la verdad de la revelación cristiana, se transformó
en día hay un intenso debate metodológico acerca de su naturaleza, pero que se suele
entender, en un primer acercamiento, como la reflexión acerca de la credibilidad de la
revelación, sobre las “condiciones de posibilidad” de la fe y sobre su interna razona‐
bilidad. Es un cambio de perspectiva que va en la línea de lo que venimos hablando y
que responde precisamente a la coyuntura existencial y cultural que he descrito más
arriba. Pero cuando eso ocurre, digámoslo así, oficialmente, en los altos niveles del
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magisterio eclesiástico católico, ya hace tiempo que los teólogos más importantes de
Europa, tanto católicos como protestantes, están haciendo teología fundamental. Po‐
dría incluso decirse que la teología de algunos de ellos, como por ejemplo la de Rah‐
ner, es toda ella “teología fundamental”. No es casual que Rahner sea, como Zubiri,
discípulo de Heidegger. Como este último, pero manteniéndose, naturalmente, de‐
ntro de su fe católica, recurren, en primer lugar, a la descripción fenomenológica de la
experiencia radical del hombre a al cual la fe religiosa responde. En Rahner y en otros
teólogos la fe religiosa no se fundamenta en un ciego asentimiento a enunciados
dogmáticos, ni en un “salto” o “apuesta” pascaliana, sino en una experiencia real que
se vive como pregunta por la ultimidad de la existencia y a la cual el Dios de la reve‐
lación cristiana es respuesta creíble. Cierto que su maestro Heidegger optó, como bien
dice Schmidt‐Biggemann 9 , por una “mística sin Dios” a la hora de describir a su ma‐
nera lo que él llama la “experiencia del Ser”, pero la estructura de su intuición tuvo
una gran influencia sobre el discurso teológico contemporáneo, probablemente muy a
su pesar. En gran medida gracias a Heidegger, en el siglo XX la filosofía y la teología
van a reencontrarse así por vías insospechadas, hasta el extremo de que en esta región
liminar que son los “prolegómenos” de la teología fundamental ambas “disciplinas”
parecen confundirse. De allí mi interés en la teología contemporánea, que se verá
reflejada en los ensayos que siguen.
Hay que decir, además, que ese interés no es mero capricho. Estoy convencido
que la teología contemporánea es, en este punto, de gran interés filosófico, e incluso
imprescindible, para quien se interese en el tema que estamos tratando. De hecho,
9 SCHMIDT‐BIGGEMANN, WILHELM: Mystik ohne Gott. Heideggers Beiträge zur Philosophie (Vom Ereignis), en
AMTHOR, WIEBKE; BRITTNACHER, HANS R.; HALLACKER, ANJA (Eds.): Profane Mystik? Andacht und Ekstase
in Literatur und Philosophie des 20. Jahrhunderts, Berlin: Weidler Buchverlag, 2002, págs. 53‐72.
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veremos en uno de los ensayos que siguen, cómo Xavier Zubiri piensa que su trabajo
es esencialmente y a la vez, filosofía y teología, que toda filosofía de la ultimidad es, a su
vez, teología fundamental, porque, como dice la cita de Heidegger que encabeza esta
introducción, y aunque éste último saca conclusiones radicalmente distintas de dicha
afirmación, toda filosofía que pregunte por el fundamento de la realidad es una teo‐
logía, en la medida que preguntar por Dios es preguntar por el fundamento de todo
lo real. Y, por lo mismo, la teología contemporánea puede leerse a su vez como una
filosofía de la ultimidad. Véase como se vea, sin embargo, ambas perspectivas están em‐
peñadas en lo mismo: mostrar que a la pregunta que plantea el enigma sobre el fun‐
damento y el sentido del mundo, hay una respuesta real, que se hace patente al hom‐
bre en una experiencia que no es una simple argumentación, ni una teoría, sino una
realidad que se muestra y se impone al hombre desde y por sí misma, que lo ob‐liga a tomar
una postura frente a ella. Esa postura puede ser la de la fe, la del agnosticismo, la indi‐
ferencia o aún el ateísmo, pero será siempre respuesta frente al problema de la ulti‐
midad de la propia existencia y de la totalidad del mundo mismo.
En virtud de ello, este trabajo tiene una doble vertiente, una filosófica y otra
teológica. Puede leerse como se quiera. Desde el punto de vista filosófico, es un inten‐
to de explorar la pertinencia, las posibilidades hermenéuticas y, sobre todo, la reali‐
dad, de lo que genéricamente he llamado el acceso fenomenológico a Dios. Desde el
punto de vista teológico, es también un ejercicio de teología fundamental, el sentido
mencionado en el párrafo anterior: una contribución al esfuerzo de asentar la re‐
flexión teológica en la solidez de la experiencia humana que se pregunta por su pro‐
cualquier religión también― si no se entiende a sí misma como una respuesta
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razonable y creíble a una pregunta real del hombre. Cosa que, asimismo, vale para la
filosofía.
Conforme a esta intención, los cuatro primeros ensayos que integran esta reco‐
pilación son los más propiamente filosóficos, si bien su dimensión teológica salta a la
vista. En ellos me ocupo del pensamiento de Heidegger y Zubiri. En los ensayos de‐
dicados a Heidegger, lo que más ha interesado es desentrañar, en la medida de lo po‐
sible, cómo entiende la idea de Dios y, sobre todo, cómo se puede caracterizar su idea
de experiencia, que, como hemos visto, es algo central dentro de la fenomenología del
acceso a Dios de la que venimos hablando. Creo poder afirmar que, a pesar de lo os‐
curos que son sus textos de su “segunda época” o Kehre, sí es posible llegar a un mí‐
nimo de claridad conceptual con respecto al asunto. Sin embargo, mi interés no ha
sido ni remotamente meramente “filológico”, sino el de rescatar lo que haya de valio‐
so en sus intuiciones en orden a poder avanzar mejor en la comprensión del asunto
que me interesa, que es el de la experiencia religiosa en cuanto tal. Los artículos sobre
Zubiri exploran, como es lógico, la misma cuestión, para mostrar, por un lado, cómo
despliega este autor su filosofía de la ultimidad a partir de su realismo radical, que lo
lleva a afirmar que el hombre no tiene una experiencia de Dios, sino que él mismo es
experiencia de Dios, y, por el otro, para explorar las consecuencias que la filosofía
zubiriana puede tener para el proyecto de una teología que quiera entenderse como
contemporánea y que la asuma como mediación filosófica para fundamentar su desa‐
rrollo. En este diálogo con Zubiri, por cierto, puede verse cómo supera a su maestro
Heidegger, en la medida que asume diáfanamente su cristianismo y una vocación de
claridad intelectual, sin empantanarse, como este último, en los intrincados vericuetos
del resentimiento y el conflicto con su propia dimensión religiosa, que lo llevan a os‐
curidades innecesarias e, incluso, a otorgarse una importancia exagerada al afirmar
16
que con él estaría planteándose algo absolutamente inédito en la historia del pensa‐
miento occidental, cuando en realidad pareciera no estar sino reformulando, en un
nuevo contexto, cosas que ya la tradición mística, tanto cristiana como de otras reli‐
giones, ha planteado una y otra vez.
Por otro lado, esta experiencia fundamental que Karl Rahner, por ejemplo, ha
elevado a la categoría ―de sabor heideggeriano― de existencial espiritual, y que es
para nuestros autores una suerte de estructura antropológica básica de la existencia
humana, de la que nacen tanto la pregunta por Dios como la posibilidad de la fe en
algún sentido o sin‐sentido para ella, es, también, una experiencia estética. No en el sen‐
tido de que tenga algo que ver con el arte, sino en el mucho más básico de que viene
dada al hombre en su sentir. Esto vale tanto para Heidegger como Zubiri, si bien este
último, en virtud de su voluntad argumentativa, de la que carece su maestro, la
muestra y desarrolla con mucha mayor sistematicidad y claridad. Heidegger, por su
parte, no cesa de relacionar íntimamente su experiencia del Ser con el arte y, sobre
todo, con el lenguaje y la disposición espacio‐temporal del hombre implícita en su
noción de “cuaternidad”. Pero es en su continua referencia a la Stimmung o “temple
de ánimo” como lugar antropológico fundamental para el acceso del Dasein al Ereig‐
nis (acontecer) del Ser donde se ve esto con mayor claridad. En Zubiri, la experiencia
de Dios le es dada al hombre como experiencia de un fundamento absolutamente ab‐
soluto de las cosas, que le viene internamente exigida por el poder que tiene lo real de
hacérsele patente a su inteligencia. Como para Zubiri inteligir es sentir el carácter real
de las cosas, en la impresión del poder de lo real el hombre intelige en su sentir, pero
de manera oblicua, esa presencia nuda de una enigmática ultimidad que hace que haya
radical que viene inscrita, de manera análoga al existencial espiritual de Rahner, en
17
nuestra más íntima constitución humana. No se trata una “idea” a la que el hombre
llegue, sino una αἴσθησις originaria en la que hay un mínimo de “contenidos” con‐
ceptivos y un máximo de presencia real, como diría Steiner. Es la experiencia de la nu‐
da realidad del fundamento absoluto de las cosas, que a mi modo de ver es la misma
experiencia que ha sido descrita por esa corriente oculta del pensamiento occidental
que es la mística cristiana y no sólo por ella, sino también por otras tradiciones reli‐
giosas pertenecientes a otras culturas, de las cuales la que mejor conozco es la del bu‐
dismo zen 10 .
Esa centralidad de la dimensión estética de la experiencia de Dios en los filóso‐
fos y teólogos a los que me he acercado en estos años nos indica que desean subrayar
que están refiriéndose a algo real, y no a espejismos de la razón. Como quiera que ya
en el pasado ya me he ocupado extensamente con la mística cristiana, sabía que en
ella se encuentra desarrollada una reflexión muy extensa y profunda sobre esa di‐
mensión de la existencia religiosa humana que puede servir para mostrar fehaciente‐
mente que nuestros autores no están hablando en las nubes, sino que están descri‐
biendo algo que ha sido básico en la vida de los hombres y mujeres que han vivido
desde la opción de sumergirse en la dimensión de lo absoluto. Asimismo, el rigor fi‐
losófico y fenomenológico de todos estos pensadores nos da herramientas conceptua‐
les y una llave hermenéutica para leer esa tradición y re‐encontrar en ella una dimen‐
sión de nosotros mismos de la que quizás el hombre moderno hoy por hoy apenas
puede sentir una sorda nostalgia, sin que pueda saber muy bien, por carecer precisa‐
mente de lenguaje para ello, cuál es su objeto. Esa tradición, que arranca ya, al menos,
con los Padres de la Iglesia, y que se va desplegando y decantando sobre todo en la
Sobre este tema puede verse HAN, BYUNG‐CHUL: Philosophie des Zen‐Buddhismus, Stuttgart: Reclam,
10
2002.
18
vida monástica, tiene un exponente capital en Ignacio de Loyola, quien no es sola‐
ción cristiana occidental se llama el discernimiento espiritual. La importancia de Ignacio
para el tema que me ocupa recae justamente en la manera en que relaciona dos ele‐
mentos básicos de la tradición espiritual del Occidente que frecuentemente aparece
disociados, a saber, la deliberación ética y la experiencia mística. Lo que Ignacio hace,
en los albores de la modernidad, es recoger el legado de la tradición monástica, que
desde los tiempos de los Padres del Desierto, había ido acumulando un profundo sa‐
ber sobre la relación entre los estados de ánimo y el arte de tomar decisiones de peso
existencial, para sintetizar sus aportes en lo que él llama la discreción de espíritus, que
es una especie de método de lectura e interpretación de la modulación anímica del
hombre en trance de decidir conforme a su más íntima y auténtica vivencia de la pre‐
sencia real de lo divino en su vida. Este énfasis en el estado de ánimo, del temple emo‐
cional o atemperamiento de su sentir, como lo llama Zubiri, hace del método ignaciano
un lugar privilegiado de exploración de cómo se presenta lo que más arriba he llama‐
do la experiencia estética fundamental como una experiencia de Dios real, con implicacio‐
nes existenciales decisivas en la vida del creyente, que llegan hasta el ámbito de la
toma de decisiones que afectan lo que son sus opciones fundamentales. En los dos
ensayos en los que me ocupo del tema podrá verse cómo esta base experiencial de lo
religioso está testificada y sistematizada en el pensamiento ignaciano de una manera
que excede, con mucho, la mera discusión dogmática y teórica sobre la “existencia de
Dios” que ha caracterizado gran parte del discurso sobre el tópico. Es, si se quiere, un
ejemplo, entre otros muchos que podrían tomarse, que muestra cómo ya en el Occi‐
dente, incluso desde su propio nacimiento, la vía fenomenológica del acceso a Dios ha
sido amplia y profundamente desarrollada. Por otra parte, también muestro en di‐
chos ensayos cómo las categorías de los filósofos de la ultimidad de los que me he ocu‐
19
pado nos pueden servir de claves hermenéuticas para traducir dichos textos en nues‐
tra época y recuperar su sentido en un contexto tan radicalmente distinto a aquél en
el que fueron pensados.
El trabajo finaliza con un ensayo de hermenéutica bíblica, en la que me ocupo
de hacer una lectura política de dos capítulos claves del libro del Génesis, los capítu‐
los 2 y 3. Puede parecer el más excéntrico de los artículos que componen la recopila‐
escritos. Obviamente, entre la nuda experiencia de Dios como fundamento absoluta‐
mente absoluto de la realidad y la articulación racional que esta experiencia encuen‐
tra en las religiones históricamente constituidas como respuestas más o menos logra‐
das a este enigma esencial de la existencia, hay un largo trecho, del que no he podido
ocuparme con mayor detalle aún. En realidad, esa es una de las tareas más difíciles y
complejas que están en la agenda tanto de la llamada “filosofía de la religión” como
de la teología fundamental. Pero, así como los textos de los grandes místicos del Oc‐
cidente son una fuente imprescindible y de una riqueza inagotable para el levanta‐
miento del mapa de la experiencia de Dios en la historia, los textos sagrados sobre los
en que esta experiencia se despliega en otros ámbitos y dimensiones de la existencia
humana. Porque, naturalmente, si la experiencia de Dios es, en efecto y como creen
nuestros autores, experiencia del fundamento último del todo de la realidad, no habrá
dimensión de esa misma realidad en la cual, de alguna manera, no se muestre la hue‐
lla de la fundamentalidad absoluta y última sobre la cual reposan. Ya en Ignacio de
Loyola vimos su íntima imbricación con la dimensión moral del hombre. En Gen 2‐3
podremos ver cómo los teólogos de Israel hacen una aguda y profunda lectura que
nos muestra cuáles son las consecuencias que la realidad de Dios y su experiencia por
20
parte del hombre tienen sobre la dimensión política de su existencia. Aunque parezca
mentira, Gen 2‐3, lejos de ser un relato sobre el llamado “pecado original” conceptua‐
do como una especie de “culpa genética”, de un elusivo y misterioso carácter metafí‐
sico, es una honda reflexión antropológica sobre el poder del hombre, leída desde una
teología del poder de Dios entendido como donación de sí mismo. Cuando Zubiri
habla de Dios como la realidad absolutamente absoluta que sin ser ella misma una
está constatando en el lenguaje de su metafísica radical lo que es una de las bases
fundamentales de la visión veterotestamentaria acerca de cuál es el rostro concreto de
ese Dios inscrito en nuestra experiencia. Por ello, la Biblia judeocristiana, así como el
inmenso y magnífico edificio de la teología que se desplegó a partir de ella, refleja el
itinerario de la razón que busca cómo se revela en la experiencia personal e histórica
humana quién y cómo es ese Dios que, como bien saben los místicos y con ellos hasta
el mismísimo Heidegger, se muestra ocultándose.
En conclusión, puedo decir que estos ensayos intentan aportar una compren‐
sión de la filosofía no como mera discusión conceptual de ideas y problemas, sino
como una exploración que busca ir no sólo a las cosas mismas, como decía Husserl,
sino hasta el fondo de ellas mismas. Naturalmente, algo de quijotesco hay en dicho
empeño. Pero vivimos en una época que, al decir de Heidegger y Zubiri, ha llegado a
olvidar el Ser y la Realidad y se ha nivelado en la superficialidad del “hecho duro”,
humanos: la capacidad no meramente de vivir, sino la de vivir con sentido y en la
fruición que da la existencia plena de significado. En este clima epocal pienso que el
compromiso más importante del pensamiento es, precisamente, de retomar su voca‐
ción de fundamento y de profundidad. Aún contra las modas postmodernas que lo redu‐
21
cen a ser un juego de significantes en un vacío de significado o contra quienes lo quie‐
ren constreñir a ser mero comentario a pie de página de cierto cientificismo ramplón e
intolerante. Es, en esa voluntad de ultimidad donde se encuentran y se dan la mano
no solamente la filosofía y la teología, sino la razón y la fe, la ciencia y el arte, y, en
última instancia, el cuerpo y el espíritu. Es así como, desde la filosofía, deberíamos
entender la interdisciplinariedad: como un diálogo en la unidad última y fundante de
todas las cosas.
Caracas, mayo de 2007.
22
EL SER, EL DIOS Y LOS DIOSES:
EL PROBLEMA DE DIOS Y LA DIVINIDAD EN EL ʺSEGUNDO HEIDEGGERʺ.
Es bien conocido el hecho de que la obra del llamado “segundo Heidegger”
muestra un notable tinte “religioso”. Uno de los factores que hacen que se despierte
esa impresión es la aparición, en algunos textos claves de esa época, de unos enigmá‐
ticos “dioses” y de un misterioso “Dios”, que incluso es mencionado siempre como el
Dios, sin que quede muy claro a qué se debe o qué significa la aparentemente impres‐
cindible presencia del artículo. Hay que hacer notar aquí, sin embargo, que el carácter
religioso del pensamiento tardío de Heidegger radica en factores de mucha mayor
profundidad que la mera mención explícita de unas “divinidades” anónimas. En esta
ponencia mostraré que este pensamiento es esencialmente religioso y la comprensión
adecuada de esa característica es la que nos permite barruntar algo acerca de la iden‐
tidad de los extraños “dioses” heideggerianos.
En otras palabras: el carácter religioso de la Kehre no se debe al hecho de que en
los textos de esta etapa se hable de Dios y de los dioses. Más bien habría que decir
que éstos aparecen en virtud de la religiosidad constitutiva y esencial de la filosofía
heideggeriana posterior a Ser y Tiempo. Esta “religiosidad” es tan consustancial a este
pensamiento que quedaría intacta incluso si Heidegger no hubiese mencionado nun‐
ca a “el Dios” y a “los dioses” en sus escritos. Incluso me atrevería a decir que hubiese
sido mucho mejor que no lo hubiese hecho, por razones que veremos a continuación.
Lo religioso del pensamiento del Heidegger posterior a 1934 está en la manera
misma de plantear su famoso “giro”, una vez fracasado el proyecto intelectual inicia‐
do en Ser y Tiempo. Este “fracaso” tiene que ver con el hecho de que Heidegger se da
cuenta, entre otras cosas, de que no le resulta posible acceder al pretendido plantea‐
miento “originario” de la pregunta por el ser debido a la incapacidad de nuestro len‐
guaje para hacerle justicia al problema de la diferencia ontológica 1 , que no es otro sino
el que se presenta cuando nos percatamos que preguntar por el ser de los entes no
puede ser igual a preguntar por otro ente, sea éste entendido como “causa última”,
como “género supremo” y mucho menos como “totalidad de los entes”. En eso con‐
sistía precisamente la dificultad que Heidegger había creído percibir en todo el dis‐
curso metafísico del Occidente y que se había propuesto resolver. Heidegger pensaba
que éste había resbalado más o menos inconscientemente por la pendiente del len‐
guaje y su tendencia a confundir el ser con el ente, al no poder guardarse de la pode‐
rosa tentación de objetivarlo, reificándolo y convirtiéndolo así en una “cosa” más en‐
tre las otras, así fuese entendido como la “cosa que causa las otras cosas”, la “cosa
más general”, la “cosa suprema” o incluso el “conjunto de todas las cosas”. El proyec‐
to de Ser y Tiempo era explorar la posibilidad de un acceso radicalmente diferente y,
como Heidegger gustaba decir, originario, del hombre al ser, para, a partir de ese
nuevo e hipotético punto de partida, deconstruir toda la metafísica del Occidente y
posibilitar así un nuevo comienzo para la filosofía y, con ella, para toda la cultura.
Para ello, nuestro autor realiza una fenomenología radical de la realidad humana
(Dasein), que consiste en un “levantamiento” de las distintas dimensiones que ésta
cobra en su estar volcada sobre su propio ser. Esto último es de gran importancia,
porque el estar sobre sí que caracteriza al Dasein es lo que lo constituye como tal y ese
rasgo distintivo es lo que Heidegger llama técnicamente la existencia del hombre. Exis‐
tir, para Heidegger, constituye la esencia del hombre, y eso no es otra cosa que el
hecho de que el hombre es el único “ente” que está abierto a su propio ser. Apertura
1 El tema de la diferencia ontológica juega un papel fundamental dentro del pensamiento de Heidegger y
es de gran importancia para comprender la Kehre en toda su profundidad. Para una detallada presen‐
25
que es, en primer término, la de tener que apropiarse de sí mismo a través de la crea‐
ción de formas de ser, puesto que esta condición implica una desnudez ontológica
“dado” sin más en su concreción biológica. En segundo lugar, esta apertura (prima‐
riamente “práxica”, en cuanto cuidado (Sorge) y tarea de sí mismo), lo pone frente al
ser en cuanto tal, en tanto que la creación y apropiación del propio ser pasa por la
creación de posibilidades para su realización, a través de una relación de manipula‐
ción y transformación de los entes como fuente y condición de posibilidad de las
mismas. Con ello, el hombre queda también no sólo frente al problema que es su pro‐
pio ser como tarea siempre inconclusa, sino también frente al problema del ser de los
entes.
Con todo esto Heidegger ganaba mucho, especialmente un nuevo horizonte de
comprensión acerca de la pregunta sobre la esencia de lo humano. También dejó en
claro que el acceso del hombre a las cosas no es ni tiene que ser primariamente de ca‐
rácter teórico, ni que la relación fundamental del hombre con las cosas es la de tener
“conciencia” de ellas o la de “conocerlas” en cuanto sujeto. Ganó también la intuición
de que el acceso primario del hombre a las cosas es mas bien de tipo “emocional”, a
través del “estado de ánimo” (Stimmung) como un estar “atemperado” por las cosas,
hacia las cuales, por cierto, no tiene que salir, porque está desde siempre instalado en
ellas y ellas están siempre haciéndosele presentes desde sí mismas, en una unidad
indisoluble de respectividad que Heidegger llama, justamente, mundo. Pero, por otra
parte, el proyecto de Ser y Tiempo dejaba a Heidegger insatisfecho, porque, en el fon‐
do, la existencia concebida como un estar sobre el propio ser no puede evitar, a pesar de
tación de este tópico heideggeriano, puede consultarse ROSALES, ALBERTO: La diferencia ontológica en la
obra de Heidegger, en Texto y contexto, N° 21, Julio‐Septiembre 1993.
26
lo ganado en el análisis, que su argumentación quede cautiva de la idea de una rela‐
ción de tipo sujeto‐objeto entre el hombre y el ser, con lo cual éste seguía siendo víc‐
tima de la reificación y la objetivación que supuestamente era lo que había que super‐
ar con el itinerario intelectual de aquella obra.
Esta dificultad no hizo que Heidegger abandonara su proyecto. Simplemente
decidió llevarlo a cabo de otra manera. Asumir la diferencia ontológica en toda su
radicalidad supone que el ser no pueda ser pensado más como un “referente” sobre el
cual el Dasein se encuentre “volcado” teórica y práxicamente, ni como una “trascen‐
dentalidad” más o menos representable a partir de los entes, sino como lo “totalmen‐
te desacostumbrado” 2 , como una alteridad absoluta que no se deja representar y que
sólo es dado al hombre como una experiencia de carácter distinto al de la pretensión
cognitiva que subyace a toda metafísica. El “olvido del ser” que ha caracterizado a la
metafísica occidental radica en haber supuesto que el acceso del hombre al mismo
tenía que realizarse a través de la representación en su conciencia intencional. Hei‐
degger plantea que la “extrañeza” fundamental del ser radica en que no se puede dar
al hombre como un “contenido”, como una “idea” que pueda ser vista con el “ojo de
la mente” ―como diría Platón―, ni tampoco algo hacia lo cual tengamos que ir en
actitud interrogadora. El mismo Heidegger había definido la existencia, en tanto que
esencia del hombre, como la singular capacidad que éste tiene de preguntar por su
ser y por el ser de las cosas. Ahora, ya no tendrá ni siquiera el hombre que dirigirse al
ser para interrogarlo. Es más bien al revés: es el ser quien interpela al hombre. Es un
acontecer que adviene al hombre y que se apropia de él, revelándose a través del “esta‐
2 HEIDEGGER, MARTIN: Beiträge zur Philosophie (Vom Ereignis), (Gesamtausgabe. III. Abteilung:
Unveröffentlichte Abhandlungen. Vorträge‐Gedachtes. Band 65), Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann,
1989, § 269, pág. 480.
27
do de ánimo fundamental” (Grundstimmung) que se alcanza en un circunspecto y re‐
servado callar que hace posible la reverberación de su presencia. Es decir, pasamos de
una concepción en la cual el hombre juega un papel activo como sujeto intencional
que va hacia el ser para apropiarse de él como idea, a una en la cual es el ser quien
toma la iniciativa y va hacia el hombre y se apropia de éste a través de una suerte de
atemperamiento que modula su estar‐en‐el‐mundo y le revela su verdad fundamental.
Verdad que no es más un contenido de conciencia que haga transparente al ser y le
permita al hombre poseerlo como un objeto susceptible de dominación cognitiva o
técnico‐transformadora, sino una des‐velación de su nuda presencia como el “claro
iluminante” que, sin ser él mismo un ente, hace que haya entes. “Verdad”, aquí, no se
refiere a la verdad como adecuación de un juicio a la cosa, ni a la verdad científica. Se
refiere a algo mucho más primario y básico. Verdad es la patencia del ser, su mero
hacerse presente desde sí mismo para anunciar experiencialmente su presencia ilu‐
minadora. Este desvelarse, sin embargo, no implica una revelación absoluta del ser,
una transparencia total para el “ojo de la mente”. Lo que justamente se muestra es
una tensión inherente a esta experiencia: la presencia revelada y reveladora del ser
como ámbito de posibilitación (Lichtung: claro iluminante), y, simultáneamente, su
esencial opacidad y ocultamiento (Verbergung). En otras palabras: el ser se despliega
haciéndose presente, dándose a la experiencia humana como el fundamento que hace
posible el ente, pero, a la vez, no anuncia de sí sino esa nuda presencia como un mis‐
terio insondable e inmanipulable, irrepresentable en tanto que no es ente y al hombre
no le resulta posible traerlo ante sí como representación, como algo que puede ponerse
ante los ojos. De allí que la metáfora de la luz tenga especial valor para Heidegger:
como ella, el ser ilumina y sabemos que está allí tan sólo en virtud de las cosas. A ella,
sin embargo, como al ser, no la podemos ver y su “naturaleza” esencial nos resulta
siempre escurridiza.
28
Pero este “ser” que consiste en “acontecer” como la revelación del fundamento
oculto de las cosas y que, por lo tanto, se mantiene necesariamente oculto para el
hombre al no poder entrar dentro del campo de lo representable, no es ya más el ser
por el que se preguntaba en Ser y Tiempo. Es algo más. De hecho, Heidegger empieza
a escribir su nombre de una manera distinta, para recalcar su “absoluta extrañeza”,
utilizando la palabra Seyn, proveniente del alemán antiguo y que, como se ve, susti‐
tuye la “i” latina por la “y” griega. El Sein del alemán moderno pasará a referirse al
ser de las cosas en tanto que tales, como aquellas notas que las constituyen como una
realidad singular y concreta y sin la cual dejarían de ser lo que son. Es decir, lo que
podríamos llamar su “entidad” (Seindheit): el “ser” como núcleo representable de las
cosas y, por lo tanto, lo que ha sido hasta ahora el objeto de la metafísica del Occiden‐
te y que se corresponde con el concepto de esencia. El “olvido del Ser” será, entonces,
el escamoteo de la diferencia ontológica entre el “ser” como entidad (Sein) y el “ser”
como acontecer que se apropia del hombre (Seyn: Ereignis) en tanto que fundamento
iluminante pero siempre oculto de su realidad y de las cosas 3 . Para hacer notar esa
3 Wenn wir nach dem »Wesen« fragen in der gewohnten Fragerichtung, dann steht die Frage nach
dem, was ein Seiendes zu dem »macht«, was es ist, somit nach dem, was sein Was‐sein ausmacht, nach
der Seiendheit des Seienden. Wesen ist hier nur das andere Wort für Sein (verstanden als Seiendheit).
Und demgemäβ meint Wesung das Ereignis sofern es sich in dem ihm Zugehörigen, Wahrheit,
ereignet. Geschehnis der Wahrheit des Seyns, das ist Wesung; nicht und nie somit eine noch dem Seyn
wieder zukommende oder gar über ihn an sich bestehende Seins‐weise (...) Sobald das »Sein« nicht
mehr das Vor‐stellbare (ἰδέα) ist und sobald es demnach nicht mehr vom Seienden weg und
»getrennt« von ihm gedacht wird (aus der Sucht, es möglichst rein und unvermischt zu fassen), sobald
das Seyn als das (in einem ursprünglichen Sinne des Zeit‐Raumes) mit dem Seienden Gleichzeitige: als
dessen Grund (nicht Ursache und ratio) erfahren und gedacht wird, gibt es selbst keinen Anlaβ mehr
her, nun auch noch wieder seinem eigenen »Seyn« nach zu fragen, um es so vor‐stellend noch weiter
weg zu stellen “. (“Cuando preguntamos por la “esencia” en la manera tradicional de preguntar, la
pregunta es tanto por aquello que hace que el ente sea lo que es, como por lo que constituye su ser‐esto,
por la entidad del ente. Esencia es aquí tan sólo otra palabra para ser (entendido como entidad). Y,
según eso, esenciar significa el acontecer, en tanto que acontece en lo que a él, Verdad, le pertenece.
Acontecer de la Verdad del Ser, eso es esenciar, no y nunca con ello una forma de ser que le advenga o
29
diferencia, a partir de ahora traduciré el Seyn heideggeriano con el Ser castellano con
mayúscula, mientras que me referiré al Sein como esencia entitativa con el ser caste‐
llano con minúscula.
Pues bien, este Ser como fundamento misterioso que no anuncia de sí sino su
constitutivo misterio y que se hace presente al hombre a través de una experiencia
que bien podríamos llamar “estética” 4 , en tanto que no se da al hombre a través del
logos, ni es representable como idea, sino como algo que le adviene a su sentir y toma
posesión del todo de su realidad, es la clave para entender el problema de la divini‐
dad tal como se plantea en los textos de la Kehre. Pero antes de dejar hablar a Heideg‐
ger, es importante hacer notar que una de las características fundamentales de este
“acontecer apropiador” (Ereignis) en que consiste la experiencia originaria del Ser pa‐
ra el hombre, es un tipo de relación completamente diferente entre ambos. El ser co‐
que esté en sí‐misma por encima de él (…) En tanto que el “ser” no es más lo representable (ἰδέα) y en
tanto que no es pensado lejos y aparte del ente (a causa de la pretensión de aprehenderlo lo más puro y
sin mezcla posible); en tanto que el Ser es experimentado y pensado como lo simultáneo (en un sentido
originario del espacio‐tiempo) con el ente: como su fundamento (no como causa y ratio), no hay nin‐
gún motivo más para preguntar otra vez por su propio “Ser”, para de esta forma ponerlo aún más
lejos, de manera representacional”). HEIDEGGER, MARTIN: Beiträge zur Philosophie (Vom Ereignis),
(Gesamtausgabe. III. Abteilung: Unveröffentlichte Abhandlungen. Vorträge‐Gedachtes. Band 65), Frankfurt am
Main: Vittorio Klostermann, 1989, § 166, págs. 288‐289. Traducción mía.
4 De hecho, el “organon” del acceso del hombre al Ser no es ya para Heidegger la mera “razón”, tal
como la entiende el Occidente, sino el arte y la poesía. Ver para ello: Der Ursprung des Kunstwerkes, en
Holzwege, Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, 1994, págs. 1‐74. Traducción castellana: El origen
de la obra de arte, en HEIDEGGER, MARTIN: Arte y poesía, traducción de Samuel Ramos, México: Fondo de
Cultura Económica, 1978, págs. 37‐123; Hölderlin und das Wesen der Dichtung, en Erläuterungen zu
Hölderlins Dichtung, Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, 1981, págs. 33‐48. Traducción castellana:
Hölderlin y la esencia de la poesía, en HEIDEGGER, MARTIN: Arte y poesía, traducción de Samuel Ramos,
México: Fondo de Cultura Económica, 1978, págs. 125‐148; Bauen Wohnen Denken, en Vorträge und
Aufsätze, Stuttgart: Verlag Günther Neske, 1997, págs. 139‐156. Traducción castellana: Edificar Morar
Pensar, traducción del Prof. Alberto Weibezahn Massiani, en Boletín del Centro de Investigaciones Históri‐
cas y Estéticas, N° 1, Enero de 1964, Facultad de Arquitectura y Urbanismo, Universidad Central de
Venezuela, Caracas; “...dichterisch wohnet der Mensch...”, en Vorträge und Aufsätze, Stuttgart: Verlag
Günther Neske, 1997, págs. 181‐198.
30
mo “esencia representable” supone que es el hombre quien se “apropia” de él a través
de una “idea” expresable a su vez en un “logos”. Con ello, el hombre juega un papel
activo, visual, que se dirige hacia las cosas para poseerlas y dominarlas con el “ojo de
la mente”, lo cual hace posible su manipulación y transformación técnica. En la meta‐
física occidental y, por lo tanto, en el “olvido del Ser”, va presupuesta una “espiritua‐
lidad de la visión” que nace de una necesidad técnica de manipulación y dominio
señorial del mundo: el ser es sustrato de la acción humana. Cuando el Ser, sin embar‐
go, es quien se apodera del hombre, éste tiene que abrirse a una espiritualidad de la
escucha, lo que implica una relación diferente: el Ser ya no es sustrato de la acción
tanto que es éste quien se da gratuita y misteriosamente al hombre, sin que medie su
actuar como sujeto de dominio, sino, por el contrario, una actitud de reserva y silen‐
cio que permita experimentar la reverberación íntima de aquello que lo hace ser y que
le devuelve la experiencia de un profundo arraigo en la realidad. Es por ello que Hei‐
degger habla de esta experiencia como un estar en la “cercanía” del Ser, y esa cercanía
juega un papel central para comprender en qué términos pone Heidegger la pregunta
por lo divino:
In dieser Nähe vollzieht sich, wenn überhaupt, die Entscheidung, ob und wie der Gott
und die Götter sich versagen und die Nacht bleibt, ob und wie der Tag des Heiligen
dammert, ob und wie im Aufgang des Heiligen ein Erscheinen des Gottes und der
Götter neu beginnen kann. Das Heilige aber, das nur erst der Wesensraum der
Gottheit ist, die selbst wiederum nur die Dimension für die Götter und den Gott
gewährt, kommt dann allein ins Scheinen, wenn zuvor und in langer Vorbereitung
das Sein selbst sich gelichtet hat und in seiner Wahrheit erfahren ist (...) Erst aus der
Wahrheit des Seins läβt sich das Wesen des Heiligen denken. Erst aus dem Wesen des
Heiligen ist das Wesen von Gottheit zu denken. Erst im Lichte des Wesens von
Gottheit kann gedacht und gesagt werden, was das Wort »Gott« nennen soll. Oder
müssen wir nicht erst diese Worte alle sorgsam verstehen und hören können, wenn
wir als Menschen, das heiβt als eksistente Wesen, einen Bezug des Gottes zum
Menschen sollen erfahren dürfen? Wie soll denn der Mensch der gegenwärtigen
31
Weltgeschichte auch nur ernst und streng fragen können, ob der Gott sich nahe oder
entziehe, wenn der Mensch es unterläβt, allererst in die Dimension hineinzudenken,
in der jene Frage allein gefragt werden kann? Das aber ist die Dimension des Heiligen,
die sogar schon als Dimension verschlossen bleibt, wenn nicht das Offene des Seins
gelichtet und in seiner Lichtung dem Menschen nahe ist. Vielleicht besteht das
Auszeichnende dieses Weltalters in der Verschlossenheit der Dimension des Heilen.
Vielleicht ist dies das einzige Unheil. 5
Según esto, el problema de Dios y del acceso del hombre a él está supeditado al
problema del Ser. Y este problema, como sabemos, no es uno meramente “intelec‐
tual”, sino histórico: su resolución depende de un acontecimiento, y este acontecer del
Ser, en el cual éste toma posesión del hombre, depende a su vez de que el hombre se
abra a la experiencia que éste le ofrece, que no es otra que la de su íntimo estar arrai‐
5 HEIDEGGER, MARTIN: Brief über den „Humanismus“, en Wegmarken, Frankfurt am Main: Vittorio
Klostermann, 1976, págs. 338‐339; 351‐352. (“En esta cercanía es donde se consuma, si lo hace, la deci‐
sión sobre si acaso el Dios y los dioses se rehúsan y permanece la noche, si acaso alborea el día de lo
sagrado, si puede comenzar de nuevo en ese amanecer de lo sagrado una manifestación de ese Dios y
de los dioses y cómo será. Pero lo sagrado, que es el único espacio esencial de la divinidad, que es
también lo único que permite que se abra la dimensión de los dioses y el Dios, sólo llega a manifestarse
si previamente, y tras largos preparativos, el Ser mismo se ha abierto en su claro y llega a ser experi‐
mentado en su verdad (…) Sólo a partir de la Verdad del Ser se puede pensar la esencia de lo sagrado.
Sólo a partir de la esencia de lo sagrado se puede pensar la esencia de la divinidad. Sólo a la luz de la
esencia de la divinidad puede ser pensado y dicho qué debe nombrar la palabra «Dios». ¿O acaso no
tenemos que empezar por comprender y escuchar cuidadosamente todas estas palabras para poder
experimentar después como hombres, es decir, como seres existentes, una relación de Dios con el
hombre? ¿Y cómo va a poder preguntar el hombre de la actual historia mundial de modo serio y rigu‐
roso si el Dios se acerca o se sustrae cuando él mismo omite adentrarse con su pensar en la única di‐
mensión en que se puede preguntar esa pregunta? Pero ésta es la dimensión de lo sagrado, que per‐
manece cerrada incluso como dimensión si el espacio abierto del Ser no está aclarado y, en su claro
iluminante, no está próximo al hombre. Tal vez lo característico de esta era mundial sea precisamente
que se ha cerrado a la dimensión de lo salvo. Tal vez sea éste el único mal.” Traducción castellana de
Helena Cortés y Arturo Leyte, en H EIDEGGER, MARTIN: Carta sobre el «humanismo», en Hitos, Madrid:
Alianza Editorial, 2000, págs. 278 y 287. He introducido algunos cambios en la traducción. Este texto
proviene de La carta sobre el “humanismo”. En este escrito, Heidegger no distingue entre el “ser” como
Sein y el “Ser” como Seyn. No obstante, esboza los rasgos esenciales de éste último y es a él a quien se
refiere en este famoso texto, por lo cual me permito el uso de la versión con mayúscula para traducir‐
lo.)
32
gado y fundado en él. Sólo en la medida en que el hombre pueda acceder a ésta expe‐
riencia originaria del Ser, será para él posible responder adecuadamente a la pregunta
por “Dios” y “los dioses”. De la misma forma que Ser y Tiempo arrancaba afirmando
que no podía presuponerse lo que entendíamos por “ser” (de hecho, esa presuposi‐
ción estaba en la raíz del “olvido” que caracteriza a toda la metafísica), aquí Heideg‐
ger afirma que no hay por qué presuponer qué es lo que entendemos por “Dios”.
Primero hay que ganar el horizonte del Ser y sólo desde allí puede preguntarse qué es
eso que designamos con los nombres de Dios y los dioses. Con lo cual parecería que
Heidegger le estaría otorgando la prioridad ontológica al Ser sobre Dios. No obstante,
aclara también que tan sólo en la medida que el Ser acontezca y se revele al hombre
será posible que “amanezca” y se le haga presente la dimensión de lo sagrado. Y lo sa‐
grado es, a su vez, el espacio esencial de manifestación de la divinidad, esto es, de los
dioses y del Dios. Para saber qué y quién es Dios, hay primero que abrirse a la desve‐
lación de la Verdad como patencia del Ser. Y, tal como yo lo interpreto, lo sagrado es
nos muestra uno de sus caracteres esenciales, pero no como si fuese una “parte” suya,
sino envolviéndolo todo y mostrándose como algo que le pertenece radicalmente en
propio y, además, que forma parte de su más profunda intimidad. Como una “di‐
mensión” de algo no es simplemente una “parte” o componente suya, sino un “aspec‐
to” del todo y en el cual este todo se expresa, podemos ver con relativa claridad que
lo que Heidegger insinúa es que lo “sagrado” no es nada distinto del Ser: es él mismo
revelándose como tal, mostrándonos ese “aspecto” de su presencia.
La “sacralidad” del Ser es lo que posibilita la epifanía de la “divinidad”, esto
es, de los “dioses” y del “Dios”. Sólo en la medida que estamos abiertos al carácter
sagrado del Ser podemos experimentar la “divinidad”. Parece ser entonces, que la
33
“divinidad” no es sino la personificación de lo sagrado, la revelación concreta de la
dimensión más íntima del Ser. Las “divinidades” serían, entonces, las “epifanías” del
Ser. En las Contribuciones a la filosofía, Heidegger dice de hecho que “el último Dios” es
efecto acontezca la Verdad del Ser. Y lo que este Dios nos trae como “ultimidad”, en‐
tendida en el sentido de “definitividad”, es la “recuperación” del ente por parte del
hombre 6 . Una recuperación que no es sino volver a ganar lo que se había perdido con
la metafísica como “objetivación” del ente, esto es, la experiencia del estar arraigado
en el Ser como fundamento de todas las cosas en tanto que fuente misteriosa que
“hace que haya” entes sin ser él mismo uno de ellos. Lo que supone, a su vez, una
manera diferente de situarse en el mundo y de comportarse consigo mismo y con las
cosas. Significa experimentarse y vivirse como profundamente dependiente y necesi‐
tado de aquello que funda y da realidad a todo. Y eso implica, a su vez, que el hom‐
bre no se entiende a sí mismo como un sujeto que se relaciona con las cosas a través
del dominio y del señorío arbitrario sobre unos “entes” que están allí “ante sus ojos”
tan sólo como sustrato de su acción transformadora, sino como algo que tiene que
“cuidar” y “pastorear”, como el mismo Heidegger gustaba decir.
Lo que la divinidad nos trae, entonces, es la experiencia de nuestra religación a
un fundamento último. Ella es la expresión concreta, personificada, experimentable,
de nuestra dependencia esencial y de nuestra pertenencia y arraigo en el Ser. Y eso
también por un carácter sorprendente de la divinidad: en tanto ella es una manifesta‐
6 „Die Vorbereitung des Erscheinens des letzten Gottes ist das äuβerste Wagnis der Wahrheit des
Seyns, kraft deren allein die Wiederbringung des Seinden dem Menschen glückt“. HEIDEGGER,
MARTIN: Beiträge zur Philosophie, (Gesamtausgabe. III. Abteilung: Unveröffentlichte Abhandlungen. Vorträge‐
Gedachtes. Band 65), Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, 1989, § 256, pág. 411. (“La preparación
34
ción de la sacralidad del Ser, es algo que remite desde sí misma a esa absoluta otre‐
dad, mostrando, precisamente, que “necesita” de él como aquello que se revela por su
intermedio. La divinidad “depende” del Ser porque ella no es sino una “aparición”
hombre está en capacidad de experimentar. Heidegger llega a decir que el Ser es lo
que los dioses necesitan, es lo que ellos “utilizan”, porque la esencia de la divinidad
es, precisamente, mostrarlo, hacerlo presente al hombre como aquello de lo cual de‐
pende 7 . Con ello, además, la misteriosa diferencia entre “el Dios” y “los dioses” pare‐
ce no tener tanta importancia: hablar de “los dioses”, en plural, remite simplemente a
la “riqueza interna” de esa experiencia concreta de estar religado. Al respecto, dice el
mismo Heidegger que la multiplicidad de los dioses no está supeditada a ninguna cifra, sino
a la riqueza interna de los fundamentos y los abismos en el lugar del instante en el cual deste‐
lla y se oculta el guiño insinuante del Dios último 8 .
Heidegger resume todo lo anterior con las siguientes palabras, de una extraña
concisión en medio del usualmente ditirámbico estilo de sus Contribuciones a la filoso‐
fía:
Hier geschieht keine Er‐lösung, d. h. im Gründe Niederwerfung des Menschen,
sondern die Einsetzung des ursprünglicheren Wesens (Da‐seinsgründung) in das Seyn
selbst: die Anerkennung der Zugehörigkeit des Menschen in das Seyn durch den Gott,
de la aparición del último Dios es la hazaña más extrema de la Verdad del Ser y sólo gracias a ella se
logrará felizmente para el hombre la recuperación del ente.” Traducción mía).
7 Op. cit., § 259, pág. 438.
8 „Die Vielheit der Götter ist keiner Zahl unterstellt, sondern dem inneren Reichtum der Gründe und
Abgründe in der Augenblicksstätte des Aufleuchtens und der Verbergung des Winkes des letzten
Gottes“. Op. cit., § 256, pág. 411. Traducción mía.
35
das sich und seiner Gröβe nichts vergebende Eingeständnis des Gottes, des Seyns zu
bedürfen. 9
En definitiva: la “divinidad” pareciera ser la epifanía concreta o el rostro (o
vuelve a su constitutivo estar arraigado en él. Tal como creo entenderlo, Dios es para
Heidegger la personificación de esta experiencia. Una suerte de mediador que nos
remite a algo más fundamental que él, que es el Ser en cuanto tal. Con ello, Dios no
sería él mismo el fundamento último de lo real, sino algo así como su “mensajero”.
Lamentablemente, Heidegger no aborda nunca este tema con suficiente claridad y sus
desarrollos al respecto son exasperantemente escuetos y oscuros. Aunque no lo dice
nunca, uno pudiese pensar que los diferentes dioses que la humanidad ha invocado a
lo largo de la historia son para él la expresión concreta de la experiencia humana de
su religación a un fundamento, si bien el hombre pudiese no haber entendido en qué
consistía realmente esa experiencia en toda su radicalidad, llegando a “entificar”
también a los dioses y a Dios al considerarlos “seres supremos”, con lo cual se les
hacía entrar en el ámbito de lo “objetivo”, perdiendo así su esencial extrañeza y otre‐
dad. El arribo del “último Dios” sería el momento en el cual la experiencia de lo divi‐
no se viviese de acuerdo con la total “desobjetivación” propia del acontecer apropiador
que es la desvelación de la Verdad del Ser. Para ello habría que haber dicho en alguna
parte que este suceso es de tal naturaleza que el hombre requiere concretarlo o perso‐
nificarlo de alguna forma, en orden a hacerlo inteligible para él. Con lo cual sería difí‐
cil evitar caer de nuevo en la tentación de la objetivación y la entificación.
9 Op. cit., § 256, pág. 413. (“Aquí no acontece ninguna redención, lo que en el fondo es lo mismo que
decir sumisión del hombre, sino la instauración del ser más originario (fundación del Da‐sein) en el Ser
36
Ante todo esto, sin embargo, que no es más que una suposición interpretativa,
puede preguntarse qué sentido tenía introducir estos misteriosos “dioses” en la expo‐
sición de la Kehre. Si lo que Heidegger quería decir con ello era, simplemente, que lo
sagrado es una dimensión esencial de la Verdad del Ser, hubiese sido quizás más
adecuado decir que lo que es “divino” es el Ser mismo, en la medida que su “aconte‐
cer” nos religa con él en tanto que fundamento de nuestra existencia. Como bien ha
como arraigado ―religado― a un fundamento último de la realidad. Dado que eso es
exactamente lo que sucede cuando el Ser se revela al hombre, puede afirmarse que el
pensamiento del “segundo Heidegger” es, en sí mismo, profundamente religioso y
que no le hacía falta recurrir a unos oscuros “dioses” para reafirmar ese carácter o dar
cuenta de la sacralidad de esa experiencia. Porque si lo sagrado es “dimensión” del
Ser, significa también que es el mismo Ser quien es divino, en la medida que, como ya
vimos al principio de este ensayo, es inherente a la desvelación de su Verdad que el
hombre experimente en ella tanto su estar fundado como su ser dependiente de él.
Heidegger pudo haber planteado así una suerte de “religión” a‐tea, cosa perfectamen‐
te posible, si se piensa por ejemplo en el budismo, que es una religión sin un Dios
personal.
“Dios” se entiende un fundamento último de lo real que, sin embargo, en tanto que
tal fundamento no puede ser él mismo una realidad más entre otras, sino algo radi‐
calmente distinto pero que sin embargo está presente en todas las cosas en la medida
mismo: el reconocimiento de la pertenencia del hombre al Ser a través del Dios, la confesión del Dios
―que no le quita nada ni a él ni a su grandeza―, de que tiene necesidad del Ser.” Traducción mía).
37
que es lo que “hace que ellas sean” 10 , podría decirse que el Ser del “segundo Heideg‐
ger” se identifica perfectamente con Dios. En otras palabras, por una razón que des‐
conozco, quizás relacionada con sus íntimos conflictos con el catolicismo, Heidegger
no quiso llamar Dios al Ser que se le hace presente en su obra filosófica tardía y ter‐
minó operando una extraña e innecesaria “duplicación” de lo divino al recurrir a
unos “dioses” y a un “Dios” que no hacen sino servir como “mediadores” de una ex‐
periencia que, sin embargo, en otros escritos pareciera ser igualmente inmediata y
directa en tanto revelación del misterio mismo del Ser, sin otra mediación que no sea
la apertura propia del hombre a ese acontecer.
Pero hay algo más, que apoya lo último que he dicho: el Ser de los escritos tar‐
díos de Heidegger se parece mucho al Dios de los místicos de la tradición cristiana
occidental. Recordemos que este misterioso “Ser”, escrito con “y” griega, no es un
“ser”, no es un “ente”. Con lo cual Heidegger ya no sitúa la problemática filosófica en
determinar lo que las cosas “son”, en su “entidad” física, digámoslo así, sino en pen‐
sar la posibilidad de acceder a su fundamento radical, cosa muy distinta. Y ese es un
acceso que es fundamentalmente experiencial y que remite más a una “relación” con‐
creta, vivida, que a un mero ejercicio del intelecto. El Ser, por lo tanto, propiamente
no “es”. Es más bien “nada”, en la medida que no puede identificarse ni confundirse
con ningún ente. A manera de ejemplo, oigamos a Meister Eckhart:
Die Meister sagen, Gott sei ein Sein und ein vernünftiges Sein und erkenne alle Dinge.
Ich aber sage: Gott is weder Sein noch vernünftiges Sein noch erkennt er dies oder
das. Darum ist Gott ledig aller Dinge ―und (eben) darum ist er alle Dinge 11 .
10 Esta es, por cierto, la noción de Dios a la que arriba Xavier Zubiri en su obra El hombre y Dios (Ma‐
drid: Alianza Editorial, 1983), de la que soy deudor en estas páginas.
11 MEISTER ECKEHART: Deutsche Predigte und Traktate. Herausgegeben und übersetzt von Josef Quint,
München: Carl Hanser Verlag, 1985, pág. 306. (“Los maestros dicen que Dios sería un ser y un ser ra‐
38
Y así podemos encontrar en otros muchos escritos de los místicos la idea de
que Dios es “nada” o que el núcleo de la experiencia espiritual es la del “gran vacío”
que subyace y sustenta al todo. Con esta idea paradójica, los místicos no hacen sino
expresar lo mismo que Heidegger cuando éste se refiere a la “diferencia ontológica”:
lo que fundamenta los entes no puede ser él mismo un ente; el ser no encuentra su
fundamento en otro ser, y, por lo tanto, hay que pensarlo como una otredad radical,
una “extrañeza” absoluta que, sin embargo, de alguna manera debe ser accesible al
hombre. Como el Dios de los místicos, el Seyn heideggeriano se da a sí mismo y se
revela graciosamente en un acontecer que no se deja pensar, que no se puede decir y
que, sin embargo empuja a la expresión y a la palabra para poder balbucearlo y
hacerlo comunicable. Y lo que se expresa y comunica en esa experiencia del funda‐
mento fontanal de la existencia no son “contenidos de conciencia”, sino la fuerza im‐
positiva de su nuda presencia que “atempera” el sentir del hombre y le da a saber tan
sólo que es un misterio que se resiste (Verweigerung, es la expresión heideggeriana) a
nuestras pretensiones de transparencia absoluta. Como el Dios de los místicos, el Seyn
heideggeriano tan sólo revela su propio ocultamiento y se deja experimentar así como
la luz, que no es ella misma visible sino a través de su “dejar aparecer” a las cosas,
que no serían visibles sin ella. Una de las metáforas más antiguas de la tradición mís‐
tica occidental, la de Dios como rayo de tinieblas, apunta justo en esta dirección 12 , y lo
mismo puede decirse acerca de la revelación de Dios como noche oscura en los escritos
de san Juan de la Cruz, quien también ve a los “entes” como “huellas” o “mensajeros”
cional y que conocería todas las cosas. Yo sin embargo digo: Dios no es ni ser ni ser racional, ni conoce
esto o aquello. Con ello está Dios vacío de todas las cosas y precisamente por ello es él todas las cosas.”
Traducción mía.)
39
de lo divino sin ser ellos mismos “divinidades”. También como san Juan de la Cruz,
Heidegger sabe que sólo la poesía en tanto que palabra originaria es capaz de vehicu‐
lar algo de esta experiencia, así sea “oscuramente”, y en sus escritos el arte y la expe‐
riencia estética pasarán a ocupar un lugar preeminente como los espacios propios en
los que puede darse el acontecer de la Verdad.
Todo esto pone en duda la supuesta “novedad absoluta” que Heidegger parece
querer darle a su visión del arribo de un nuevo comienzo para el pensar. Y sobre todo a
la idea de que toda la reflexión metafísica del Occidente anduvo totalmente
desencaminada, vagando por los senderos de una errónea y hasta “sacrílega”
entificación del Ser. Pero en todo caso, la referencia al paralelo entre el Dios oculto de
los místicos y el Seyn heideggeriano puede hacernos ver que nuestro autor, en
realidad, no tenía necesidad de diferenciar tan tajantemente entre el Ser y “el Dios”.
Algo entrevió cuando afirmó que lo sagrado es el Ser modulado en la dimensión de
su propia divinidad, de lo cual podría deducirse fácilmente que “el Dios” no es nada
distinto del Ser en tanto que fundamento oculto y misterioso de las cosas. Pero, por
razones que realmente desconozco, prefirió no realizar esa identificación y forjó un
Dios y unos dioses que no poseen ellos mismos el carácter de radical ultimidad
propio de lo divino y parecen ser más bien “mediadores” de la experiencia originaria
del Ser. Es probable que con ello Heidegger haya querido simplemente proteger el
carácter de absoluta otredad que la “diferencia ontológica” imponía al Ser y de la cual
era excesivamente celoso, en la medida que la idea de Dios ha sido ciertamente
pensada como “ser supremo” y “causa última”, cosa que, a su modo de ver, entifica a
Dios y lo pone dentro de la “historia del error” que es la metafísica que desea superar.
12 PSEUDO DIONISIO AREOPAGITA: Obras completas, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1990.
40
En todo caso, y a favor de Heidegger, habría que decir que la manera en que
piensa al Ser constituye una sugerente vía para replantear en la reflexión filosófica el
problema de Dios, sobre todo si entendemos este problema no como uno exclusivo de
tanto que es la pregunta por el fundamento de las cosas y su sentido último 13 . Lo pa‐
radójico a este respecto, sin embargo, es que esta reflexión se posibilita en la medida
que se asume como realmente pertinente para ello lo que Heidegger desarrolla en
torno al Seyn y su intrínseca sacralidad, más no aquello que dice explícitamente sobre
“el Dios” y “los dioses”. De esta dificultad de la obra del segundo Heidegger pode‐
mos aprender, no obstante, que un pensamiento es profundamente religioso no en
tanto hable de Dios, sino en tanto que nos remita a la pregunta fundamental de la fi‐
losofía y de la existencia misma. Y esto aunque le de otro nombre o no lo mencione en
absoluto.
13 Algo de este Heidegger deja escucharse en la famosa obra de Xavier Zubiri El hombre y Dios, por
ejemplo.
41
LA EXPERIENCIA DE DIOS COMO EXPERIENCIA ESTÉTICA
FUNDAMENTAL.
REFLEXIONES A PARTIR DEL “SEGUNDO HEIDEGGER”
Un gran alivio saber que Dios es luz, el principio de
todas las cosas. Encienda una vela. Mire su luz er‐
guirse. Despierte y mire el mero principio de un
amanecer: su envolvente claridad. Frente al mar, mi‐
re la luz que se refleja en las olas tornándolas espu‐
mas blancas, como azul es su alrededor, y todo atrás,
hasta la línea del horizonte, es verde. Mire la luz que
brilla en los ojos de quien ama. Para nada de esto se
necesita de un minián.
Isaac Chocrón 1
El problema de Dios es uno de los de los temas más propios de la reflexión filo‐
sófica y uno cuya crisis ha sido más notable dentro del ámbito filosófico moderno y
contemporáneo. La progresiva normalización de la Ilustración y de su proyecto laicis‐
ta y emancipador trajo consigo en el plano filosófico la asunción práctica de una suer‐
te de “evaporación” de esta temática. Marx, Nietzsche y Freud, por ejemplo y para
nombrar tan sólo a tres exponentes clásicos de gran peso en el pensamiento contem‐
poráneo, no se dedicaron propiamente a discutir a Dios en tanto que problema, sino
que, presuponiendo la impertinencia del mismo, se dedicaron a una crítica de las
formas establecidas de la religión como instrumento ideológico e institucional de las más
le impedirían acceder a la libertad de conciencia y a la autonomía radical que caracte‐
rizan a la subjetividad emancipada en la que el proyecto moderno e ilustrado veía su
culminación. Que dicho proyecto se ha problematizado es un lugar común que no
1 El vergel, Caracas: Mondadori, 2005, págs. 84‐85.
interesa discutir aquí. Pero una de las cosas más interesantes de dicho proceso de
problematización de lo que en algún momento fueron certezas inamovibles y casi que
religioso y lo divino en grandes representantes del pensamiento del siglo XX, sobre
todo en su segunda mitad. Esa ola de interés por el tema abarca muchos campos de la
actividad intelectual contemporánea: baste con mencionar, en la psicología, los nom‐
bres de Carl Gustav Jung y Viktor Frankl, y el surgimiento de la llamada Historia de
las Religiones, en la que destacan autores hoy en día ya clásicos como Mircea Eliade y
Joseph Campbell. En el caso concreto de la filosofía, es notable que se haya atendido
justamente a lo que pasaron por alto los grandes maestros de la sospecha, a saber, el
pectiva radicalmente diferente a la ya definitivamente obliterada de intentar “probar”
su “existencia” racional o empíricamente. En este sentido, el aporte de Xavier Zubiri
resulta particularmente significativo: ya en 1935, en su célebre escrito En torno al pro‐
blema de Dios 2 , Zubiri advierte que lo más importante es determinar la pertinencia del
problema en cuanto tal, antes que presuponerlo sin crítica alguna como una falso
problema o asumirlo como obvio en su necesidad de manera crasamente dogmática.
También su maestro Heidegger, en la llamada Kehre, hablará sobre “el Dios” y “ los
dioses” y desplegará un pensar de indudable cariz religioso, si bien la oscuridad de
su lenguaje no le permitirá llegar al rigor y la claridad que alcanzará su discípulo es‐
su maestro para elaborar lo que podríamos llamar una teología fundamental, a partir de
la presencia de la pregunta por Dios como inscrita en la experiencia humana.
2 ZUBIRI, XAVIER: Sobre el problema de la filosofía y otros escritos (1932‐1944), Madrid: Alianza Editorial,
2002, págs. 215‐241.
44
Estos tres autores, muy distintos entre sí, naturalmente, presentan un cierto
“aire de familia”, cuyo denominador común es la exploración y mostración fenome‐
nológica de la experiencia humana como lugar básico del preguntar del hombre por
Dios e, incluso, de Dios como experiencia del hombre. En un enfoque como este, cobra
mucha relevancia el tema del sentir humano como lugar de dicha experiencia y con él,
el de la posibilidad real de este sentir para acceder, de alguna manera, a la realidad de
Dios. Frente a los acercamientos más tradicionales, centrados en la discusión acerca
de la posibilidad de un acceso meramente conceptual y conceptivo del hombre a Dios,
estos autores, que considero paradigmáticos, plantean una suerte de estética fundamen‐
tal como el camino más adecuado para abordar el problema que plantea lo divino al
hombre. Así, en Heidegger la Stimmung, el “estado de ánimo”; en Rahner la escucha y
en Zubiri la intelección sentiente se muestran como las instancias que deben ser inter‐
rogadas para medir la posibilidad de una apertura del hombre a Dios. En esta ponen‐
cia voy a limitarme a hablar de las intuiciones que a este respecto se encuentran pre‐
sentes en el llamado “segundo Heidegger” o Heidegger de la Kehre.
La obra del segundo Heidegger es, por decir lo menos, sorprendente y enigmá‐
tica. De manera consciente, Heidegger asume un lenguaje muy alejado de la “claridad
y distinción” conceptual clásicas de la filosofía considerada como argumentación ra‐
cional y se lanza por los derroteros de un lenguaje más “poético” que “filosófico” en
sentido estricto. Las razones para ello distan de ser arbitrarias: tienen que ver con el
objeto mismo de su discurrir y, en cierta forma, es el camino mismo de su pensar el
que lo lleva a internarse en esas extrañas aguas que fluyen a contracorriente de lo que
solemos considerar filosofía en el sentido académico del término. Pero no sólo sor‐
prende el lenguaje en el que esta obra está escrita, sino los temas que en ella aparecen.
45
No se trata de que Heidegger abandone lo que fue la pregunta que abordó en su obra
fundamental Ser y Tiempo. De hecho, el problema tratado sigue siendo, de manera
obsesiva, el mismo, a saber, la pregunta por el Ser y su sentido. Sólo que parece que
en determinado momento Heidegger se percató de que no era posible seguir transi‐
tando un camino intelectual que lo forzaba a seguir objetivando al Ser, manteniendo
su pensamiento cautivo de la misma cárcel que quería superar y que veía conducien‐
do al naufragio —según él— a toda la filosofía del Occidente y que no era otra que la
confusión del Ser con los entes. En cierta forma, la Kehre es fruto de la radical fideli‐
dad de Heidegger a lo que el llamaba la diferencia ontológica: el Ser no es un ente entre
otros, aunque la única manera que tenemos de acceder a él es a través de los entes
que son. No se le puede “poner ante los ojos”, hacerlo representable en un tratado
filosófico, ni siquiera en Ser y Tiempo. Así que hay que ensayar otro camino, que en‐
contramos sugerido en toda la obra posterior a Ser y Tiempo, pero que encuentra su
principal cristalización en un oscuro y difícil libro titulado Beiträge zur Philosophie, que
fue escrito entre 1936 y 1938 y que está compuesto por una colección de fragmentos
de distinta extensión, que son una suerte de aforismos de carácter poético‐filosófico
de muy difícil lectura y comprensión.
En este libro Heidegger renuncia a toda “exposición” del Ser como un objeto.
El planteamiento central de la obra, y con ella de toda la etapa que con él se inicia, es
—dicho muy brevemente— que el Ser no es representable y que no puede ser “apre‐
hendido” intencionalmente por el “sujeto”. El Ser se da él mismo al hombre de mane‐
ra libre y éste no puede hacer otra cosa que abrirse a esta suerte de “revelación”. El
Ser no es un objeto, sino un acontecer, un Ereignis que puede sobrevenir al hombre y
abrir con ello un nuevo comienzo para el pensar y para la cultura que supere la rela‐
ción objetivante e instrumentalizadora con el ser que ha caracterizado a la metafísica
46
occidental desde sus inicios y que encuentra su culminación en la “voluntad de po‐
der” nietzscheana. Lo más interesante, sin embargo, para nuestro tema, es que el dis‐
curso heideggeriano cobra a partir de este momento un carácter esencialmente religio‐
so y estético. No se trata tan sólo de que comience a relacionar el acontecer del Ser que
constituirá el nuevo comienzo del filosofar con unos misteriosos “dioses” y un miste‐
rioso “Dios”, sino de que la estructura misma del discurso apunta en la dirección de
una religación del hombre al Ser como fundamento. Más aún y de manera paradójica,
como lo muestra Wilhelm Schmidt‐Biggeman en su trabajo Mystik ohne Gott. Heideg‐
gers Beiträge zur Philosophie (Vom Ereignis) 3 , toda esta obra puede caracterizarse como
una “mística sin Dios”, en la medida que la “prohibición de representación” heideg‐
geriana es tan radical que incluso “Dios” no puede constituirse en ultimidad y está
supeditado al Ser indecible cuya manifestación es siempre la manifestación de su
ocultamiento y su misterio.
Las consecuencias de este nuevo enfoque saltan a la vista: Heidegger ha renun‐
ciado a la posibilidad de tratar al objeto de la filosofía precisamente como eso, como
“objeto”. No se trata ya de una conciencia o de una razón que pueda apropiarse y
aprehender al Ser y representarlo en un “tratado”. No depende de la iniciativa del
sujeto que el Ser de los entes pueda ser “conocido”. Es exactamente al revés: se trata
de que es el Ser mismo quien le acontece al hombre y se apropia de él. Ya no es el
hombre quien toma la iniciativa, sino el Ser mismo quien lo hace. Pero como este Ser
es esencialmente irrepresentable, no se trata de la revelación de un “contenido” a la
conciencia del hombre, sino de la experiencia de ser tomado totalmente por ese Ser que
3 SCHMIDT‐BIGGEMANN, WILHELM: Mystik ohne Gott. Heideggers Beiträge zur Philosophie (Vom Ereignis), en
AMTHOR, WIEBKE; BRITTNACHER, HANS R.; HALLACKER, ANJA (Eds.): Profane Mystik? Andacht und Ekstase
in Literatur und Philosophie des 20. Jahrhunderts, Berlin: Weidler Buchverlag, 2002, págs. 53‐72.
47
es el fundamento oculto de todos los entes y de sí mismo. De allí que cobre especial
relevancia entender en qué consiste esta experiencia en el pensamiento heideggeriano,
porque, además y como ya lo he dicho, ésta representa el regreso de un tema que pa‐
recía definitivamente desterrado de la racionalidad del Occidente: el problema de
Dios, quien ya no parece ser una “idea” a ser probada sino una realidad a ser experi‐
mentada.
Ahora bien, dada la naturaleza “poética”, casi aforística, del “segundo Heideg‐
ger”, resulta inútil buscar una “definición” clara de esta “experiencia”. Estamos ante
una suerte de “fenomenología radical” que no “demuestra” nada, sino que intenta
“mostrar” el fundamento de todo o, más exactamente, de llevar al lector al límite de
la palabra, para invitarlo a sumergirse en el abismo de una mística del Ser que es apa‐
rentemente inédita. Pero, de alguna forma, una lectura paciente y atenta de las obras
más importantes de este período va arrojando luces acerca de cómo caracteriza Hei‐
degger este acontecer del Ser que constituye el “nuevo comienzo” para el filosofar, y,
más aún, para la humanidad misma. En realidad, la palabra que Heidegger usará no
será principalmente “experiencia” (Erfahrung), sino un complejo de términos que nos
servirán para mostrar eso que quiere describir el ámbito propio del acontecer de la
Verdad del Ser.
Sin duda, éste es uno de los puntos en los cuales se ve con mayor claridad que
la Kehre, más que una ruptura con el camino intentado en Ser y Tiempo, es un cambio
de rumbo, que si bien de naturaleza radical, muestra también la continuidad esencial
del proyecto heideggeriano. Ya en Ser y Tiempo Heidegger había dado un lugar cen‐
tral a la Befindlichkeit, el “encontrarse”, como uno de los existenciarios o dimensiones
propias del Dasein. Toda comprensión (Verstehen) era ya en esa obra algo que acontecía
48
dentro de un estar de alguna manera en la realidad, de un encontrarse y experimentarse
determinado y concreto en medio de las cosas, afectado por los entes, “modulado” si se quiere
por ellos. Más allá de eso: Heidegger habla en Ser y Tiempo de una Grundbefindlichkeit,
un encontrarse fundamental, que es clave para la comprensión del sentido pleno de la
existencia como “ser para la muerte”: el estado de ánimo de la “angustia”. El tema se
repetirá de forma distinta en su texto ¿Qué es metafísica?, donde vuelve a aparecer la
“angustia” como el estado de ánimo que nos abre a la formulación básica de toda me‐
tafísica. Es decir, que ya en el “primer Heidegger” es una determinada manera de
“sentirse” en medio de las cosas lo que nos lleva a formular algo en el lenguaje y a
pensarlo como problema a ser comprendido. Con ello, la metafísica aparece como un
pensar que hunde sus raíces en la experiencia.
Este “encontrarse” implica, evidentemente, un “sentirse”: encontrarnos de tal o
cual manera y poder formular y pensar dichos “estados de ánimo” supone que nos
sentimos a nosotros mismos de esta o de la otra forma. En una de sus lecciones sobre
Nietzsche, dictada entre los años 1936 y 1937 y titulada La voluntad de poder como arte,
Heidegger dirá:
Un sentimiento (Ein Gefühl) es la manera en la que nos encontramos en nuestra rela‐
ción hacia el ente y con ello también en nuestra relación hacia nosotros mismos; la
manera como nos encontramos temperados, primero hacia el ente que no somos noso‐
tros mismos y hacia el ente que somos nosotros mismos. En el sentir (Im Gefühl) se
abre y se mantiene abierto el estado en el que estamos a la vez (abiertos) hacia las co‐
sas, hacia nosotros mismos y hacia los hombres que están junto a nosotros. El sentir es
ese estado abierto para sí mismo, en el que nuestra existencia se balancea. 4
4 „Ein Gefühl ist die Weise, in der wir uns in unserem Bezug zum Seienden und damit auch zugleich in
unserem Bezug zu uns selbst finden; die Weise, wie wir uns zumal zum Seienden, das wir nicht sind,
und zum Seienden, das wir selbst sind, gestimmt finden. Im Gefühl eröffnet sich und hält sich der
Zustand offen, in dem wir jeweils zugleich zu den Dingen, zu uns selbst und zu den Menschen mit uns
49
Ahora bien, ya a partir de una lección impartida en el semestre de invierno
mos también en el párrafo que hemos citado y que será de gran importancia para ca‐
racterizar la experiencia del Ereignis. Se trata de la palabra alemana Stimmung. Allí,
Heidegger hablará del aburrimiento como una Grundstimmung. Stimmung es la sus‐
tantivación del verbo stimmen, que puede traducirse como “determinar”, pero que
hace referencia a algo mucho menos abstracto: templar las cuerdas para afinar o tem‐
perar un instrumento musical, por ejemplo. Gestimmt sein significa estar temperado
de alguna forma, encontrarse en un determinado estado de ánimo.
En los Beiträge tampoco se hablará de Befindlichkeit, sino precisamente de Stim‐
mungen, en concreto de dos tipos: Leit‐ y Grundstimmungen. Hay unos “atempera‐
mientos” del sentir humano, unos “temples de ánimo”, como traduce Alberto Rosa‐
les 6 , que “conducen” (leiten) al hombre hacia una determinada experiencia: el horror,
el temor y el barruntar (Erschrecken, Scheu, Erahnen). Y hay una Grundstimmung o
atemperamiento fundamental, que ya no será el aburrimiento ni la angustia, sino la
Verhaltenheit 7 , expresión alemana muy difícil de traducir y que yo traduciría como un
“cirscunspecto callar”, un hacer silencio que hace posible la donación del Ser al hom‐
bre. Son, pues, estos “temples de ánimo” los “sentimientos” que nos “abren” al Ser.
A través de ellos, el Ser habla al hombre. En alemán, la palabra que designa la voz
stehen. Das Gefühl ist selbst dieser ihm selbst offene Zustand, in dem unser Dasein schwingt.“
HEIDEGGER, MARTIN: Nietzsche I, Stuttgart: Verlag Günther Neske, 1998, pág. 48. Traducción mía.
5 HEIDEGGER, MARTIN: Die Grundbegriffe der Metaphysik. Welt‐Endlichkeit‐Einsamkeit, GA, II. Abteilung:
Vorlesungen 1923‐1944, Band 29/30, Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, 1992.
6 ROSALES, ALBERTO: Heidegger y la pregunta por el ser, en Dikaiosyne, Vol. 6, Mérida‐Venezuela: ULA,
Junio 2001, págs. 13‐46.
50
humana es, precisamente, Stimme, de la misma raíz de las palabras que hemos men‐
cionado. En su Epílogo a “¿Qué es metafísica?, Heidegger hablará de la “muda voz del
Ser” (lautlose Stimme des Seyns) 8 : los temples de ánimo son esa callada voz a través de
la cual escuchamos la verdad del ser.
El hombre puede experimentar por sí mismo el horror que supone la evidencia
del vacío y la nada de una realidad que ha olvidado su carácter fundado y se ha em‐
peñado en construirse sobre la nada del “olvido del ser” propio del Occidente. Pero
ese horror lo puede llevar, si el Ser mismo así lo quiere, a la experiencia de que los
entes le remiten a un fundamento que, sin ser él mismo un ente entre los otros, hace
que haya entes en lugar de nada. En los Beiträge, Heidegger diferenciaba entre Seien‐
des, Sein y Seyn: Ente, ser y Ser. El ser (Sein) hacía referencia a la “entidad” física de las
cosas, su “esencia” eidética, el objeto de la metafísica occidental. Ser (Seyn), con y
griega, sin embargo, remite precisamente al fundamento de los entes, que hace que
ellos sean, sin ser él mismo un ente y que, por ello mismo, no puede mostrar sino su
propio misterio y revelar su ocultamiento esencial. Lo que el silencio de la Verhalten‐
heit revela es, para decirlo zubirianamente, la “nuda presencia” de un fundamento. Y
esa es una experiencia que no puede ser “probada” discursivamente, sino solamente
vivida, en la medida que nos abramos a ella misma. Heidegger aquí no intenta probar
nada, sino en cierta forma nos lleva al límite mismo del pensamiento, a fin de intentar
ponernos en la situación que nos podría llevar a dicha apertura existencial. Eso, por
cierto, es la poesía: un decir originario en el cual la palabra, con toda su pobreza, in‐
7 GANDER, HANS‐HELMUTH: Grund‐ und Leitstimmungen in Heideggers „Beiträge zur Philosophie“, en
Heidegger Studies, Vol. 10, 1994, pág. 23.
8 Wegmarken, pág. 10.
51
tenta conducirnos mistagógicamente a un estado que haga posible esa escucha del Ser
que habla oculto en los entes de su presencia escondida.
También en otro trabajo más extenso 9 mostraba que el Seyn heideggeriano po‐
día identificarse con Dios, entendido éste en su carácter esencial primario de funda‐
mento de todo lo real. Decía allí también que cuando Heidegger habla en los Beiträge
de “el Dios” y “los dioses” había operado una innecesaria duplicación: esos “dioses”
son, de alguna forma “entes” y no son últimos. Es el Seyn quien tiene carácter de ul‐
timidad y es por ello que, en sentido estricto, es él la auténtica divinidad heideggeria‐
na. Pero no me interesa aquí entrar en la polémica acerca de la justeza o no de estas
distinciones oscuras del segundo Heidegger, sino simplemente mostrar cómo para
Heidegger el “problema de Dios” tiene que ver con el sentir humano más fundamen‐
tal y no con meras “ideas” que puedan ser probadas o no. Es un planteamiento radi‐
calmente fenomenológico del asunto.
Por otro lado, sin embargo, no estamos ante nada nuevo. Estamos, en todo ca‐
so, ante algo que había sido olvidado. Heidegger está retomando un complejo temáti‐
notado cuando habla de la “mística sin Dios” de Heidegger. Sin Dios en la medida
que caracterizar al Ser heideggeriano con el dios de cualquier tradición lo saca de al‐
guna manera de su radical ocultamiento que lo protege de la mínima objetivización.
Pero los planteamientos de Heidegger, aún con todo el barroquismo ditirámbico de
su estilo, pueden reconstruirse como una nueva versión de la tradición mística occi‐
9 TEPEDINO, NELSON: El ser, el Dios y los dioses: El problema de Dios y la divinidad en el segundo Heidegger,
en DE LA VEGA BISBAL, MARTA (Ed.): Realidades en clave filosófica. Memorias del V Congreso Sudamericano de
Filosofía, Caracas: USB‐UCAB, 2004, págs. 211‐223.
52
dental, que habla desde la paradoja de un Dios que se revela en el silencio del hombre
orante que se abre a la contemplación del cosmos y experimenta una presencia que no
revela nada de sí que no sea la nuda presencia de su misterio. Esta larga tradición, a
su vez, elabora, durante siglos, arrancando de los Padres del Desierto, una suerte de
hermenéutica de los “estados de ánimo”, que permiten al hombre orante orientarse
en medio de los espejismos que lo llevan a confundir a Dios con las cosas. Será Igna‐
cio de Loyola quien, en los albores de la modernidad, sistematizará ese tesoro de ex‐
periencia en sus Reglas para la discreción de espíritus. Y en los tratados de San Juan de la
Cruz tendremos la más completa descripción filosófico‐teológica del encuentro del
hombre con Dios en la intimidad de su experiencia interior.
Frente al peso de toda esa tradición, para no hablar de sus paralelos en el
Oriente, en especial en el budismo, resulta muy curioso que el pensamiento filosófico
se haya limitado a abordar el tema solamente desde el punto de vista conceptivo, ig‐
norando por completo el testimonio de la experiencia humana o, simple y llanamente,
reduciendo ésta a otra cosa, como hacen Freud, Marx y Nietzsche. Visto así, el valor
del Heidegger de la Kehre está en traer de nuevo a la luz un dato fundamental: el pro‐
blema de la filosofía, que no es otro que el del fundamento último de las cosas, tiene
una dimensión experiencial básica que no puede ser escamoteada. Esto pone al pen‐
samiento frente un hecho: que la pregunta viene dada en el sentir humano y que, por
ello, podemos formularla y pensarla.
Dice Armando Rojas Guardia en alguno de sus poemas, que Dios no es asunto,
ROJAS GUARDIA, ARMANDO: Spiritual, en Hacia la noche viva, Caracas: Fabriart Ediciones, 1989, págs.
10
51‐52.
53
hacerse tema. Yo creo que la filosofía heideggeriana, más allá de los innumerables
problemas en que su autor cae en razón de sus muy humanas ambigüedades, pone el
dedo en la llaga cuando intenta mostrar que todo pensar y toda razón están encarna‐
das en un “estar en el mundo”, y que ese estar no es una cosa abstracta que uno se
“represente”, sino un encontrarse y sentirse a sí mismo de una manera determinada y
concretísima, y que la profundidad y la complejidad de eso que la realidad nos notifi‐
ca en nuestro sentir busca comprenderse y ordenarse en un lenguaje que va constru‐
yendo el mundo humano en el que vivimos. Y, además, que en el sentir mismo nos
vemos remitidos a una oscura intuición de una sólida presencia que subyace a todo y
que nos sostiene. Esa es, en su quintaesencia, la experiencia de Dios.
Pero hay que advertir, sin embargo, dos cosas: primero, que ese sentir no se
reduce ni se identifica con “sensaciones” atomizadas. Es, como he repetido insisten‐
temente, un estar atemperado por el todo de la realidad. Es, si se quiere, la globalidad
evidencia” de su apertura a un fundamento. Segundo, que ese sentir que es la expe‐
riencia de Dios no es, por paradójico que pueda parecer, un sentir a Dios mismo direc‐
tamente, sino algo que se da siempre de manera oblicua en el sentir de las cosas. Evi‐
dentemente, Dios no se “siente”. La experiencia de Dios no es igual a sentir a Dios. Lo
que sentimos es una remisión de las cosas hacia un fundamento, una noticia que ellas
nos dan de su no estar en la nada sino fundadas en un misterio que se oculta. No es
casual que todos los místicos apunten una y otra vez que la experiencia más profunda
de Dios es justamente aquella en la que no se siente “nada” y que sus tratados invier‐
tan muchas páginas en insistir obsesivamente en que todo lo que se siente en la ora‐
ción debe ser dejado atrás porque no podemos confundir ningún sentimiento con
Dios mismo. Es por ello que una primera conclusión a la que debemos llegar, no sólo
54
después de leer a Heidegger, sino después de leer a nuestra propia tradición, es que
la experiencia de Dios es algo que, fundándose en el sentir, lo excede: en la experiencia
viene incurso y exigido un momento ulterior de intelección que busca saber qué y
quién es esa misteriosa presencia que se adivina tras las cosas y, cuando éstas han
desaparecido del horizonte de la percepción —como es el caso de los más altos esta‐
dos místicos—, que se oculta en el fondo del abismo de la nada. Precisamente, para
saber cómo y quién es Dios, entran en juego la Revelación y la fe que tengamos en ella,
con su intrínseca y particular racionalidad.
Es por ello que la experiencia de Dios no es un asunto del mero sentimiento,
opuesto a la “razón”. Eso es puro romanticismo religioso. El sentir del que estamos
hablando aquí no es “emoción”, no es pathos. Por eso hablo de la experiencia de Dios
como una experiencia esencialmente estética, pero bajo ningún respecto como una ex‐
periencia patética. No es una inflamación de los sentidos. Heidegger apunta muy bien
cuando habla de la Verhaltenheit, la Gelassenheit y el Schweigen como los “temples de
ánimo” fundamentales que abren al hombre a la escucha de la voz del misterio. Y los
místicos, especialmente Juan de la Cruz, recurrirán a la metáfora del desierto, la aridez,
y, en fin, de la sequedad del sentido como un espacio privilegiado de encuentro con
Dios. A la experiencia “patética” de Dios la llamará Juan de la Cruz “golosina” y la
presentará como propia de principiantes.
Otra conclusión muy importante que se deriva de esto es que la estética no es la
experiencia de lo artístico, sino la experiencia del todo de lo real en tanto que nos
atempera y nos remite desde el sentir a su problematicidad, a su fundamentalidad y a
su ultimidad. Es un intento de superar también otro de los malentendidos de la mo‐
dernidad: aquél que arrincona lo estético a lo que tiene que ver con las “bellas artes”
55
y la “bohemia” (y con ello hace al arte soberanamente libre, pero también superfluo y
relegado frente a la primacía de lo “útil” y lo “productivo”). La estética es una dimen‐
sión primera de lo humano que abarca todo lo que somos, porque tiene que ver prima‐
riamente no con lo que sabemos, sino con nuestras formas y maneras concretas de ser y
de estar en el mundo. Y más aún, es justamente la dimensión de nuestro ser que posibi‐
lita que podamos vincularnos vital y no meramente de forma conceptual o ideológica
con el misterio de la existencia y su sentido. Hay por eso algo primero y último en la
estética. Y quizás esa sea la explicación más profunda de por qué existe como una
trabazón tan íntima entre la religión y el arte, por qué toda religión parece encarnarse
siempre en formas artísticas y por qué el arte alcanza sus cimas más altas en la expre‐
sión de lo religioso. Visto desde la perspectiva que estamos tratando aquí, ese vínculo
no parece ser accidental, sino esencial.
Pero cuidado: nada de eso significa que la experiencia de Dios como experien‐
cia estética sea una forma de “irracionalismo”: ya he dicho que el sentir remite a un
preguntar que encontrará, eventualmente, su respuesta en la racionalidad de lo reve‐
lado. Y no sólo eso: toda la ciencia humana no es sino una respuesta a la incógnita del
mundo que se nos da en el sentir. La razón no es algo contrapuesto al sentir, sino ra‐
zón en el sentir. Sólo que esta aiesthesis que, en última instancia nos remite a la pre‐
gunta por el fundamento último de ese mundo que nos es dado en la experiencia, no
nos da “contenidos” de conciencia, sino piso vital.
Pero pareciera que la angustia espiritual más profunda del mundo en que vi‐
vimos es justamente la carencia de un piso ontológico en el que apoyarnos. Se trata de
una suerte de nihilismo radical al que nos ha llevado la unilateralidad de una visión
cientificista de la razón y que Heidegger describe con mucha agudeza en sus leccio‐
56
nes sobre Nietzsche. Es por eso que he intentado mostrar en las páginas anteriores
qué es lo que Heidegger dice en esa sorprendente y oscura obra suya propia del “gi‐
ro”. En ella hay mucho del “pensamiento salvaje” propio de Heidegger, como por
ejemplo esa “duplicación” o incluso “triplicación” de lo divino que opera al hablar de
“los dioses”, “el Dios” y el Seyn; o la desmesura o incluso soberbia intelectual que
muestra al presentar su pensamiento como una radical novedad que sirve como pun‐
to de partida para un nuevo comienzo de la totalidad de filosofía occidental vista co‐
mo un “fracaso”. A pesar de eso, este pensador sumergido en las insuficiencias y ca‐
llejones sin salida a que lo lleva su propio radicalismo innecesario (en eso se muestra
también como el más grande sucesor de Nietzsche, otro imprescindible), es muy im‐
portante tomarse en serio las intuiciones brillantes que hay en él y, tal como dice
Habermas que hace Gadamer, “urbanizar” esta agreste provincia del pensamiento y
ver qué es lo que puede dar de sí para hablar filosóficamente de aquellas cosas últi‐
mas de las que últimamente no hemos querido o no nos han dejado hablar y que, sin
embargo, están en la raíz de nuestras más íntimas obsesiones.
57
FILOSOFÍA DE LA ULTIMIDAD Y TEOLOGÍA FUNDAMENTAL:
LA PROPUESTA ZUBIRIANA
I. EL PROBLEMA TEOLOGAL DEL HOMBRE COMO OBJETO DE LA TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
En 1973, Xavier Zubiri sostiene una conferencia en la Pontificia Universidad
vamente, está dedicada a Karl Rahner. El texto ha sido publicado como conclusión del
libro El hombre y Dios 1 , y resulta ser un excelente resumen del contenido de dicha
obra. Zubiri cerrará el texto con el siguiente párrafo:
Si reservamos, como es justo hacerlo, los vocablos teología y teológico para lo que son
Dios, el hombre y el mundo en las religiones todas y en especial en el cristianismo, en‐
tonces habrá que decir que el saber acerca de lo teologal no es teología simpliciter. El
saber acerca de lo teologal es, decía, un saber que acontece en la experiencia funda‐
mental. De ahí que el saber de lo teologal sea teología fundamental. La llamada teología
fundamental cobra así su contenido esencial propio. En medio de las numerosas dis‐
cusiones acerca del concepto y del contenido de la teología fundamental pienso per‐
sonalmente que teología fundamental no es un estudio de los preambula fidei ni una
especie de vago estudio introductorio a la teología propiamente dicha. A mi modo de
ver, teología fundamental es precisa y formalmente el estudio de lo teologal en cuanto
tal 2 .
¿Qué quieren decir estas palabras de Zubiri? Uno de los objetivos de este ensa‐
yo es hacerlas inteligibles al mostrar, precisamente, cuál es la relevancia que la filoso‐
fía zubiriana puede tener para la teología y, sobre todo, para la ya mencionada teolo‐
gía fundamental. Y eso lo haré, además, para mostrar cómo esa relevancia no lo es
sólo ad intra de la teología católica, por así decirlo, sino también y sobre todo en cuan‐
1 ZUBIRI, XAVIER: El hombre y Dios, Madrid: Alianza Editorial‐Sociedad de Estudios y Publicaciones,
19884, págs. 367‐383.
2 ZUBIRI, X: El hombre y Dios, págs. 382‐383.
to puede serlo ad extra, es decir, en cuanto puede servir de instancia para el diálogo
con un mundo que ya no necesita apología de la fe, sino que exige más bien razones y
hechos que sustenten la credibilidad de aquello que creemos los cristianos. Para no
hacer mención de que quizás hoy en día seamos los creyentes quienes mayor necesi‐
dad tenemos de “teología fundamental”.
Llama la atención en este párrafo que Zubiri considera que la teología funda‐
mental es el estudio de lo teologal en cuanto tal. Ya veremos más adelante qué es esto de
“lo teologal”. Por ahora quiero simplemente hacer notar que esa definición difiere
notablemente de algunas definiciones al uso en otros manuales. Veamos algunos
ejemplos. Dice al respecto Rino Fisichella:
¿Qué es lo que entendemos entonces por teología fundamental? Creemos que la res‐
puesta básica puede ser ésta: la teología fundamental es la disciplina teológica que es‐
tudia el acontecimiento de la revelación y su credibilidad. Tras esta expresión aparentemen‐
te sencilla se esconde por el contrario una riqueza de contenidos que parece imposible
imaginar. Todos ellos pueden condensarse en torno a dos centros más específicos: el
acontecimiento global de la revelación y la autojustificación de la Iglesia 3 .
Otro manual es incluso más contrastante:
El objeto primario de la Teología Fundamental es la revelación acogida en la fe. […]
Partimos de la revelación tal como es presentada por la Iglesia: revelación de Dios que
ha tenido lugar en Israel y ha culminado plenamente en Jesucristo 4 .
objeto de la teología fundamental es lo que él llama lo teologal, estos dos autores asu‐
3 FISICHELLA, RINO: La Revelación: evento y credibilidad. Ensayo de teología fundamental, Salamanca: Edicio‐
nes Sígueme, 1989, pág. 44.
4 IZQUIERDO URBINA, CÉSAR: Teología Fundamental, Pamplona: EUNSA, 1998, pág. 55.
60
men que el objeto y el punto partida de dicha reflexión es la Revelación cristiana. Fisi‐
chella, sin embargo, agregará algo que no es desdeñable, al afirmar también que ésta
tiene que abordar también el problema de la credibilidad de esa misma Revelación. En
esta línea, Salvador Pié‐Ninot dirá que la Teología Fundamental tiene como identidad
fundar y justificar la pretensión de verdad de la Revelación cristiana como propuesta sensata
de credibilidad y poder así “dar razón de la esperanza” 5 .
Lo “teologal” de Zubiri —como veremos— va precisamente en esa línea de la
sensata credibilidad de la Revelación de la que habla Pié‐Ninot. Pero, a diferencia de
estos tres autores y de muchos otros, Zubiri considera que su objeto primario no es la
Revelación —si bien esto no significa que la excluye—, y más importante aún, que
ésta ni siquiera es su punto de partida, sino algo que no está pre‐supuesto y es más
bien algo fundado en otra cosa que sí tiene carácter de ultimidad 6 y que, por lo tanto,
puede darle a la Revelación ese carácter de sólida credibilidad que haga razonable el
asentimiento a su contenido.
¿Qué es esto, pues, que Zubiri llama lo teologal y que constituye en objeto y
punto de partida de la teología fundamental? Lo primero que hay que decir es que no
es una idea, sino un hecho. Y esto es muy importante, porque la reflexión de Zubiri
sobre el problema de Dios se instala en el paisaje filosófico contemporáneo, donde la
“muerte de Dios” es una realidad desde mucho antes de Nietzsche, desde el momen‐
to en el cual domina la concepción de que sólo es real lo que es hecho, y sólo es hecho
PIÉ‐NINOT, SALVADOR: La teología fundamental, Salamanca: Secretariado Trinitario, 2001, pág. 75.
5
ZUBIRI, XAVIER: El problema filosófico de la historia de las religiones, Madrid: Alianza Editorial‐ Fundación
6
Xavier Zubiri, 1993, págs. 82‐83.
61
lo que está ante los ojos como impresión sensible 7 . En dicha situación, en la cual esa
concepción —propia de la ciencia positivista—, se ha hecho cultura y visión del mun‐
do, y decreta lo que es real o no por medio de lo que pueda probarse empíricamente,
Dios será, cuando mucho, mera idea y una idea que el hombre puede creer si se le
antoja, pero sin que ésta pueda gozar de mayor credibilidad, con lo cual queda redu‐
cida la fe a un asunto “privado” y “subjetivo” digno de respeto cuando mucho, más
no de la solidez que otorga la verdad “científica”. Del lado creyente, quedarán dos
opciones: o la famosa apuesta pascaliana, donde por un cálculo de probabilidades se
muestre que Dios es una buena idea, porque no se pierde nada si se cree en Él aunque
no exista y, si existe, se gana todo 8 ; o la asunción de que la Revelación ofrece desde ella
misma suficiente fuerza probatoria como para mover a la razón a creer. En todo caso,
tanto la impugnación de la realidad de Dios como su aceptación se han visto dentro
de la perspectiva, muy moderna, de la racionalidad de su idea, de la verdad y plausibi‐
lidad de los contenidos de la fe religiosa. Tal perspectiva puede conducir —como de
hecho lo hizo— al dogmatismo autoritario más craso, al fideísmo subjetivista débil y
cerrado sobre sí mismo o, sencillamente, al agnosticismo y la indeferencia frente al
asunto. Todo eso dentro de una atmósfera histórica y cultural en el que el programa
emancipatorio de la Ilustración y la modernidad ha conducido a nuestras sociedades
a ser sociedades secularizadas y pluralistas, donde la fe ya no puede sostenerse por la
mera fuerza de la costumbre o por el hecho de ser un elemento cultural dominante en
un determinado país.
7 ZUBIRI, XAVIER: Ciencia y realidad, en Naturaleza. Historia. Dios, Madrid: Alianza Editorial‐Sociedad de
Estudios y Publicaciones, 19879 págs. 120‐126.
8 PASCAL, BLAISE: Pensamientos, Fragmento N° 418, Madrid: Alianza Editorial, 1981, págs., 126‐130.
62
Lo “teologal” de Zubiri va a ser, precisamente, una nueva vía para intentar
responder a esa situación, en la cual es claro que la fe en Dios requiere de una credibi‐
lidad fundada en algo más que la “autoridad” de la Iglesia o la sola fide. Va a intentar
mostrar que lo teológico, es decir, la palabra racionalmente articulada que sobre Dios
pronuncia la Iglesia en el mundo, se basa en un hecho, y que este hecho es consustan‐
cial al hombre. Para ello, primero mostrará que Dios es, ante todo, un problema inscrito
en la realidad humana. Y un problema que no es meramente intelectual, sino que res‐
ponde a su más íntima experiencia vital. Esto es particularmente importante, puesto
que las razones que esbozaba más arriba han conducido incluso a la “disolución” del
problema de Dios: Dios es, cuando mucho, un “falso problema” 9 . En pocas palabras,
se puede decir que para Zubiri, si hay Revelación, ésta es respuesta a un problema. Y
lo primero que debe hacer una teología que quiera responder a nuestro tiempo será,
entonces, mostrar que el problema al que responde es verdaderamente un problema
real y no una mera apuesta o salto en el vacío.
II. LA DIMENSIÓN TEOLOGAL DEL HOMBRE COMO ÁMBITO DE LA PREGUNTA SOBRE DIOS
II.1.‐ LA SITUACIÓN EPOCAL QUE DETERMINA LA PROPUESTA ZUBIRIANA
La respuesta zubiriana se inscribe así dentro del corazón de la contemporanei‐
dad y sus angustias. No lo hace solo. Su pensamiento está dentro de un movimiento
9 Es por eso sintomático que ninguno de los tres grandes “maestros de la sospecha” (Nietzsche, Marx y
Freud), se tomen la más mínima molestia en argumentar en contra de la “existencia” de Dios. En sus
escritos esto es más bien algo obvio, evidente por sí mismo. Lo que hacen es criticar las estructuras mo‐
rales, sociales, culturales y económicas que usan esa idea “obviamente falsa” (por indemostrable) para
fines de dominación y control de los individuos. A lo sumo, Freud intentará mostrar cómo Dios es una
63
en el cual aparecen como protagonistas otros importantes filósofos del siglo XX. Y
esto no se explica por mera “influencia” literaria, sino quizás por una necesidad in‐
terna del hombre que se ha hecho patente en nuestro tiempo, precisamente en virtud
de la paradójica situación cultural en la que nos encontramos: nunca habíamos sabido
tanto, nunca habíamos dispuesto de tantos medios para la dominación y transforma‐
ción técnica del mundo, nunca nuestra razón se había aventurado tanto en el ejercicio
de su potencial crítico, pero, a la vez, todo ese cúmulo de saber y poder no ha podido
ofrecer al hombre un sentido y un piso sólido para su vivir; nos hemos descubierto
soberanamente libres y esa libertad no encuentra un asidero confiable para discrimi‐
nar y jerarquizar aquello que debe hacer de lo que simplemente puede hacer, no en‐
cuentra cómo darle un sentido a todo ese saber y a ese hacer. El hombre de hoy se en‐
cuentra frente a un vértigo del que da cuenta buena parte de la filosofía y la literatura
suerte de abismo sin fondo intelectual al que lo ha llevado, en un paradójico juego,
una razón que prometía ser suelo firme y que se mostró ella misma tan desfondada
como el hombre mismo. Pero quizás es necesario que el hombre experimente esa in‐
suficiencia radical del titanismo de su razón instrumental y de sus capacidades técni‐
cas: con ese fracaso se le abre también la posibilidad de arribar a la última frontera, a
la soledad sonora que lo pone en el trance de verle la cara de frente a su angustia más
honda y permitir, así, que broten las preguntas fundamentales de su existencia 10 .
“proyección” de una “nostalgia” infantil e inconsciente por la figura paterna y la seguridad que ofrece
al desarraigado hombre moderno.
10 Martin Heidegger da un impresionante testimonio filosófico de esta situación límite del hombre con‐
temporáneo en su famoso escrito titulado Was ist Metaphysik?, (en Wegmarken, Frankfurt am Main: Vit‐
torio Klostermann, 1996, págs. 103‐122), donde se muestra cómo de la angustia final del hombre al
enfrentarse a la nihilidad de su existencia puede surgir un preguntar radical por el sentido de las cosas.
Es muy interesante, por cierto, que Xavier Zubiri haya traducido esa obra al castellano (HEIDEGGER,
MARTIN: ¿Qué es metafísica?, Buenos Aires: Ediciones Siglo XX, 1967). En 1942, por su parte, Xavier Zu‐
biri escribe un brillante ensayo que no ha perdido nada de su actualidad y en el que me ha basado en
64
De esa auténtica sed de fundamento epocal es de dónde surge la reflexión zubi‐
riana, que es, como corresponde al tiempo, una respuesta que apunta a desvelar la
posibilidad de una experiencia, porque esa sed de fundamento no es una sed de
ideas, sino de hechos reales que puedan ser respuestas efectivas para su preguntar radi‐
cal. Más aún: la filosofía zubiriana puede verse como un intento de mostrar no tanto
la efectividad de una respuesta como la realidad de una pregunta, que es lo que haría posi‐
ble que valiese la pena arriesgar una respuesta, cualquiera que ésta fuese.
II.2.‐ PRAXIS PERSONIFICANTE Y REALIDAD: EL HOMBRE COMO ABSOLUTO RELATIVO
Pues bien: lo teologal es, para Zubiri, el ámbito de un problema propio del
hombre, de ese mismo problema ante cuyo vértigo lo deja abandonado su razón téc‐
nica autosuficiente. ¿Cómo llega el hombre a la experiencia de lo teologal? En sentido
estricto, no tiene que llegar, porque ya está siempre instalado en ello: lo teologal es
una dimensión de la realidad humana que se le hace patente en su propia praxis fun‐
damental, que no es otra que la de tener que hacerse a sí mismo. El punto de partida
de Zubiri no será así una idea de Dios, ni siquiera una idea del hombre, sino un estric‐
to análisis de la realidad dinámica de la vida humana tal como ésta se le hace presen‐
estas líneas, titulado Nuestra situación intelectual (en Naturaleza. Historia. Dios, Madrid: Alianza Edito‐
rial‐Sociedad de Estudios y Publicaciones, 19879, págs. 27‐57), en el cual se muestra cómo la positiviza‐
ción niveladora del saber, la desorientación y la ausencia de vida intelectual pueden conducirnos, en la
medida que nos hagamos consciente de ello, a la experiencia de la una superficialidad y de una penulti‐
midad de nuestro vivir que nos haga preguntarnos por la posibilidad de algo último que nos permita
jerarquizar y dar sentido a la realidad y sus posibilidades, así como dar solidez y apoyo a nuestra vida
en el mundo.
65
te. Es una especie de fenomenología de lo humano: por eso Zubiri insiste tanto en que
está describiendo hechos reales del vivir 11 y no exponiendo teorías.
Esta descripción parte del hecho de que el hombre es el único ente que tiene
que darse a sí mismo una forma de ser real: sus tendencias e instintos no le bastan
para dar respuesta “programada” a los estímulos que le afectan, como es el caso de
los animales. Las cosas que le estimulan quedan ante él no como meros estímulos que
disparen una respuesta inmediata capaz de garantizar su sobrevivencia, sino como
cosas reales, es decir, como cosas que son de suyo lo que son. Realidad es, para Zubiri,
no el que las cosas “existan”, sino el carácter que éstas tienen de ser ellas mismas lo
que son y de poseer todas sus notas en propio, en y por sí mismas. Es un carácter de
las cosas mismas, ciertamente, pero sólo el hombre puede “darse cuenta” de ello: sólo
él se relaciona con ellas como reales. Ese carácter del de suyo de las cosas (y de sí mis‐
mo) no es algo que el hombre “piense” o que se le haga presente “en su consciencia”,
sino algo que le es dado inmediatamente en impresión, en su sentir. El hombre es el
único animal que siente el carácter real de las cosas: ser hombre consiste en sentir reali‐
dad. Y ese sentir realidad es lo que Zubiri llama la inteligencia, que no es una “facul‐
tad” sino una actividad: inteligir es actualizar en el sentir el carácter de realidad de las
cosas. Es por ello que Zubiri habla de una inteligencia sentiente, que —dicho sea de
paso— no tiene nada que ver con esa banalidad que llaman la “inteligencia emocio‐
nal”. De hecho, la expresión es redundante, porque no hay inteligir sin sentir y no hay
en el hombre sentir que no sea inteligir, en la medida que la intelección es el mero
sentir el carácter real de las cosas. Más nada, pero nada menos: en la impresión de rea‐
lidad no se trata de “conceptuar” lo que las cosas son, sino de experimentarlas sim‐
11 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, pág. 371.
66
plemente como alteridades que son de suyo lo que son 12 . En virtud de eso, el hombre
no simplemente responde a las cosas, sino que tiene que habérselas con ellas en el
momento que éstas se le hacen presente: ninguna lo “arrastra” a una respuesta. El
hombre tiene más bien que crear una respuesta inteligente, porque no tiene un “pro‐
grama” instintual que le permite “saber” de antemano cómo relacionarse con las co‐
sas. Hay una especie de vacío entre el hombre y las cosas: como éste no tiene una
forma de ser “instintualmente programada”, como la de los animales, que le garantice
su viabilidad, se ve forzado a crear sus propias formas de ser, sus propias maneras de
habérselas consigo mismo y con las cosas. El hombre tiene que irse realizando, y ese
realizarse no es un ejercicio “intelectual”, sino un ir construyendo efectivamente su
propia “figura de realidad” con las cosas en medio de las cuales se encuentra. Las
cosas le ofrecen al hombre posibilidades de ser real 13 , y se va construyendo a sí mismo
de una manera concreta en la medida que se va apropiando esas posibilidades que las
cosas reales le ofrecen o que él mismo va construyendo con ellas.
Por otra parte, el hombre no simplemente se intelige a sí mismo como real, sino
que intelige a una con esto que ese carácter real le pertenece, que es su propia reali‐
dad y que, por lo tanto, que al apropiarse de las posibilidades no está sino, en última
instancia, apropiándose de sí mismo, de una forma concreta de ser real en medio de
las cosas. Ese carácter de ser suyo Zubiri lo llama suidad: el hombre no sólo es real,
sino que es su realidad. Eso es lo que hace al hombre persona: ser suyo. La suidad es la
raíz formal de la personeidad, que es una dimensión esencial del hombre. Y el hombre
12 El desarrollo detallado de todo esto se encuentra, principalmente, en ZUBIRI, XAVIER: Inteligencia sen‐
tiente, Madrid: Alianza Editorial‐Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1980.
13 Sobre este carácter inconcluso de la realidad humana y sobre su tener que hacerse a sí mismo a tra‐
vés de posibilidades, ver ZUBIRI, XAVIER: Sobre el hombre, Madrid: Alianza Editorial‐Sociedad de Estu‐
dios y Publicaciones, 1986, en especial el curso El hombre: realidad moral.
67
es suyo apropiándose de posibilidades que van dibujando y realizando una determi‐
nada y concretísima personalidad 14 . Esa personalidad va constituyendo el ser de la rea‐
lidad humana. Es importante hacer notar que en la filosofía zubiriana el ser no es sino
la mera actualidad de lo real en el mundo, su estar efectiva y actualmente presente en
él. Las cosas reales no son tales porque “sean”, sino que “son” porque son reales: no
hay ser real, sino realidad siendo. Pues bien, la personalidad de un hombre es la figura
concreta en que se actualiza —se hace presente en el mundo— la realidad que ha ido
haciendo de sí mismo por medio de la apropiación de posibilidades. Y eso es lo que
Zubiri llama el Yo de una persona: su propio ser, la manera concreta de hacerse pre‐
sente en la realidad 15 . Con ello vemos también que ese Yo es algo hecho, ganado en
cada acto del hombre, en cada una de sus opciones. Es lo que Zubiri llama el carácter
cobrado del Yo 16 . El hombre va haciéndose a sí mismo con las cosas y en ellas, va reali‐
zándose a partir de las posibilidades que ellas le ofrecen y que él crea a partir de ellas,
va cobrando su realidad frente a las cosas. Estamos sueltos frente a ellas, ellas no nos
arrastran, antes bien, nosotros nos determinamos a nosotros mismos desde y frente a
ellas: somos ab‐solutos con respecto a las cosas, porque ellas no nos determinan fatal‐
mente, sino que nosotros nos determinamos libremente y nos vamos construyendo a
partir de ellas, de tal forma que no nos hacen suyos, sino que con ellas nosotros nos
apropiamos de una figura de realidad y con esto, de nosotros mismos. Somos, pues,
absolutos, pero en la medida que ese carácter lo ganamos desde y con las cosas reales,
somos absolutos relativos 17 .
14 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, págs. 46‐51.
15 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, págs. 52‐59.
16 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, págs. 51‐52.
68
II.3.‐ LA VÍA DE LA RELIGACIÓN: DEL PODER DE LO REAL A LA REALIDAD DE DIOS
Ahora bien, en última instancia el hombre cobra su figura de realidad no sim‐
plemente de cada cosa individual: el hombre hace su Yo en la realidad. En cada cosa
con la que está, en cada posibilidad que se apropia, el hombre hace suya, cómo no,
una determinada manera de ser real. Pero más allá de eso lo hace definiéndose frente
a cada cosa y, en última instancia, frente a la realidad. Vamos haciéndonos absolutos
frente a la realidad en cuanto tal y no simplemente frente a cada cosa individual. En
concreto, eso significa que es desde la realidad desde donde nos vamos haciendo a
nosotros mismos: ella es nuestro apoyo último para ser personas, nuestro fundamento.
Además de esta ultimidad, la realidad en cuanto tal es posibilitante: es la fuente de la
que brotan las posibilidades con las cuales hacemos nuestra vida. Y, finalmente, la
realidad nos impele a realizarnos: no podemos no‐optar, no podemos dejar de apro‐
piarnos posibilidades, estamos obligados, empujados por la misma realidad a reali‐
zarnos, de tal forma que podemos decir que la realidad es también una ultimidad im‐
pelente. La fundamentalidad de lo real consiste entonces en que la realidad es última,
posibilitante e impelente para el hombre 18 . En razón de ello, Zubiri dirá que la realidad
se apodera de nosotros. Las cosas reales no nos arrastran, pero la realidad en ellas nos
“obliga” a determinarnos frente a ellas, a asumirnos de una forma u otra. Eso es lo que
Zubiri llama el poder de lo real: el hecho que la realidad domina sobre nosotros al im‐
ponernos el tener que hacernos a nosotros mismos desde ella. A lo único que estamos
realmente llevados es a hacernos personas, apropiándonos de las posibilidades que
las cosas nos ofrecen. El poder de lo real no es así coacción: no nos obliga a ser de tal o
cual manera, sino que hace que nosotros nos hagamos a nosotros mismos Es poder, pero en
17 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, págs. 51‐52.
18 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, págs. 81‐84.
69
cuanto posibilitante‐impelente de nuestra propia realización 19 . Este apoderamiento del
hombre por la realidad es lo que Zubiri llama, justamente, religación, concepto clave
para el planteamiento de lo teologal en toda su obra:
El hombre no es realidad personal sino estando pendiente del poder de lo real. De
suerte que en virtud del apoderamiento no estamos extrínsecamente sometidos a algo.
No «vamos a» la realidad como tal, sino que por el contrario «venimos de» ella. El
apoderamiento nos implanta en la realidad. Este paradójico apoderamiento, al apode‐
rarse de mí, me hace estar constitutivamente suelto «frente a» aquello mismo que de
mí se ha apoderado. El apoderamiento acontece, pues, ligándonos al poder de lo real
para ser relativamente absolutos. Esta peculiar ligadura es justo religación. Religados al
poder de lo real es como estamos apoyados en él para ser relativamente absolutos.
[…] La persona no está simplemente vinculada a las cosas o dependiente de ellas, sino
que está constitutiva y formalmente religada al poder de lo real 20 .
Esta religación no es un “concepto” abstracto, sino la plasmación conceptual de
una experiencia del hombre: la de estar siempre apoyado en algo último que le da posi‐
bilidades de ser y que lo fuerza a tener que determinar su propia vida. Quizás sea lo
que queremos decir cuando hablamos de la fuerza de las cosas, o aquello de así es la
vida. En todo caso, el hombre vive en la experiencia de estar religado a una ultimidad.
Pero esa experiencia es, en sí misma, problemática. No es una transparente manifes‐
tación en la consciencia de lo que es dicha ultimidad, sino, en principio, un mero sen‐
tir la nuda presencia de ese oscuro fundamento y, por otra parte, ese nudo sentir es una
notificación del mismo: las cosas nos “dan noticia de” y nos remiten a la realidad que
las fundamenta 21 . Por eso Zubiri dice que la inteligencia “no se halla tan sólo «ante» la
realidad que le es dada como ante algo que está presente, sino que está lanzada por la realidad
19 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, págs. 87‐88.
20 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, págs. 92‐93.
21 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, págs. 188‐189.
70
misma «hacia» su radical enigma” 22 . Lo “enigmático” de la realidad está en lo que, en
otros términos y dentro de un contexto muy diferente, Heidegger llamaba la “dife‐
rencia ontológica” 23 : el hombre experimenta que las cosas son reales, pero la realidad
de las cosas es siempre más que cada cosa concreta: no se identifica con ninguna, aun‐
que se haga presente en ellas y sólo a través de ellas. El hombre no puede “poner ante
sus ojos” (vorstellen) “la” realidad en cuanto tal, no la puede “objetivar”, no puede
hacerla “objeto” (Gegenstand) de su razón, y, sin embargo, las cosas (que sí son “obje‐
tivables”), no hacen sino remitirlo hacia ese plus que ella es 24 y que, en la medida que
tiene una como “desnuda” experiencia de la realidad que fundamenta las cosas, pero
no de lo que ese fundamento en efecto sea ni —mucho menos—, de cómo es. De allí su
preguntarse qué es eso a lo que las cosas nos remiten como fundamento último. Aquí
es justamente donde se inscribe “lo teologal”, aquello que Zubiri pone como objeto de
toda Teología Fundamental.
¿Por qué lo hace, sin aún no hemos hablado de Dios? Porque de haberlo, Dios
no es un ser “sobrenatural” o una “idea” que explique el “origen” causal de las cosas,
sino una de las respuestas al enigma de la fundamentalidad de lo real. Eso es lo que
Zubiri llama formalmente Dios. Otra respuesta puede ser, evidentemente, que la reali‐
dad no se fundamenta en nada ulterior, sino en ella misma. Pero, en todo caso, lo in‐
teresante es que Zubiri plantea que, de haber Dios, éste es primariamente la realidad
absolutamente absoluta que fundamenta el poder de lo real, presente en las cosas, y a
ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, pág. 146.
22
Para una detallada presentación de este tópico heideggeriano, puede consultarse ROSALES, ALBERTO:
23
La diferencia ontológica en la obra de Heidegger, en Texto y contexto, N° 21, Julio‐Septiembre 1993.
71
partir del cual cobramos nuestra propia realidad relativamente absoluta. Esto es lo que
expresa lo que yo considero el pasaje central de El hombre y Dios:
El poder de lo real, como determinante de mi relativo ser absoluto, es un poder que se
funda en la realidad misma. Ahora bien, esta realidad no es la de este par de gafas,
porque ser real es «más» que ser este par de gafas. Porque con el par de gafas, aquello
en lo que estoy es en «la» realidad simpliciter; pues es en ella donde me determino en
mi relativo ser absoluto, según vimos ya. De aquí dos consecuencias decisivas: A) La
realidad en la que se funda este poder no son las cosas reales concretas. En otros tér‐
minos: todas las cosas son reales, pero ninguna «la» realidad. Pero «la» realidad es re‐
al porque me determina físicamente haciéndome ser relativamente absoluto. Luego
existe otra realidad en que se funda «la» realidad. Y esta realidad no es una cosa con‐
creta más, porque no es «una» realidad sino el fundamento de «la» realidad. Y como
fundamento de un poder determinante de mi ser relativamente absoluto, será una rea‐
lidad relativamente absoluta. Es justo la realidad de Dios. Sólo porque esta realidad
existe puede haber un poder de lo real que me determina en mi relativo ser absoluto.
B) Pero este poder de lo real lo encuentro en la realidad concreta de cada cosa. Lo cual
significa que la realidad absolutamente absoluta, esto es, Dios, está presente formal‐
mente en las cosas constituyéndolas como reales. La presencia de Dios en las cosas es
primariamente de carácter formal. Dios no está primariamente presente en las cosas
reales como la causa lo está en su efecto, sino que lo está formalmente constituyéndo‐
las como reales […] Y esta presencia consiste en que la realidad de cada cosa está
constituida «en» Dios. Dios no es una realidad que esté ahí además de las cosas reales y
oculta tras ellas, sino que está en las cosas reales mismas de un modo formal. Por tan‐
to, la realidad absolutamente absoluta es ciertamente distinta de cada cosa real, pero
está constituyentemente presente en ésta de un modo formal. Por esto es por lo que
toda cosa real es intrínsecamente ambivalente. Cada cosa, por un lado, es concreta‐
mente su irreductible realidad; pero, por otro lado, está formalmente constituida en la
realidad absolutamente absoluta, en Dios. Sin Dios «en» la cosa, ésta no sería real, no
sería su propia realidad. Y esta unidad es justamente la resolución del enigma de la
realidad. La ambivalencia de la realidad consiste simplemente en este doble momento
de no ser Dios y de estar sin embargo formalmente constituida en Dios. Por esto es
por lo que la cosa es «su» realidad y presencia de «la» realidad; por esto es por lo que
hay en ella el poder de lo real […] Así pues, Dios existe, y está constituyendo formal y
preciosamente la realidad de cada cosa. Es por esto el fundamento de la realidad de
toda cosa y del poder de lo real en ella 25
24 ZUBIRI, X.: Inteligencia sentiente, págs. 113‐123.
72
El núcleo del argumento reside en que la experiencia humana de tener que co‐
brar la realidad de su Yo a partir de la realidad de las cosas lo remite, en tanto que
absoluto relativo, a una ultimidad absolutamente absoluta que sea la fuente de esa realidad
y que, por tanto, no esté fundada en nada más que no sea ella misma. En otras pala‐
bras: el poder de lo real, la fuerza inexorable con que la realidad se apodera de noso‐
tros y nos impele a realizarnos, a apoyarnos en ella, exige que haya una fuente última
de ese apoyo, un fundamento último que, a su vez, no esté requerido de fundamenta‐
ción ulterior. Algo definitivamente absoluto que de a las cosas reales y a nosotros
mismos su carácter de realidad. Este “dar realidad” no debe confundirse con “hacer”
mecánica o causalmente las cosas, sino como un hacer que haya cosas. En el caso huma‐
no, es la experiencia de que Dios —en cuanto fuente de nuestra realidad— nos impele
no a ser tal o cual cosa, sino que es, más bien, “la realidad absolutamente absoluta que
«hace ser» relativamente absoluto” y que “hace que mi realidad humana se haga su Yo en la
vida” 26 .
Dios, entonces, viene a ser una respuesta que el hombre da a una pregunta que
no es meramente “intelectual”, sino una que viene inscrita en su propia experiencia:
¿qué es esto enigmático que me sirve de apoyo y que con su poder me lleva a tener
que realizarme, a tener qué hacer algo de mí mismo? Zubiri mostrará que la puesta en
marcha de la razón humana en el análisis atento de esta experiencia puede ofrecer los
caracteres esenciales que debe tener esta realidad última. Aquí no hago sino mencio‐
nar los más importantes y de forma muy escueta, puesto que exceden las dimensio‐
nes de este ensayo: Dios es, en cuanto fuente del poder de lo real y de las posibilida‐
des que ofrecen las cosas al hombre, posibilidad de posibilidades. Dios no es una “cosa”,
25 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, págs. 147‐149.
26 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, pág. 162.
73
ni una “posibilidad cualquiera” que podamos o no apropiarnos, sino el origen fonta‐
nal de todas ellas 27 . Es, en segundo lugar, una realidad una y única, en la medida que
el carácter real de las cosas es numéricamente el mismo en todas: hay infinidad de
cosas reales, pero todas ellas vehiculan una misma realidad, que remite, evidente‐
mente, a un único fundamento. En tercer lugar, hay que decir que es una realidad
absolutamente concreta. Ya lo hemos visto: no es una “idea”, ni un género supremo,
nos. En cuarto lugar, es una realidad personal y viviente, en la medida que su intrín‐
seco dinamismo interno, su “dar de sí”, (propio de toda realidad), es absoluto y no
puede constituirse en un “hacerse a sí mismo”, sino en un poseer y darse a sí mismo
aquello que ya es plenamente: es suyo absolutamente, es suidad absoluta, persona
absoluta. Y como la razón formal de la vida es auto‐poseerse, Dios es el viviente abso‐
luto: se posee a sí mismo en perfecta suidad. Esta auto‐posesión de su propia realidad
implica una actualidad plena de su propia realidad para sí mismo. Y eso es justamen‐
te lo que es la inteligencia: actualidad de la realidad. Dios es, así, inteligencia absolu‐
ta, en cuanto tiene presente en sí mismo su propia realidad. Como eso es lo que Zubi‐
ri llama “verdad real”, Dios es también verdad absoluta. Y, finalmente, Dios es frui‐
ción de esa realidad suya. Fruición es “reposo activo en la plenitud de la propia reali‐
dad”, lo cual es también la razón formal de la voluntad, del querer. Por ello, Dios es
también fruición plena de sí mismo, voluntad perfectamente realizada. Así Dios es
ultimidad fundamentante, posibilidad de posibilidades, realidad absoluta una, única
y verdadera, además de personal, inteligente, y volente 28 .
27 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, pág. 153.
28 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, pág.167‐170.
74
III. RELIGACIÓN, FE Y CREDIBILIDAD: EL SIGNIFICADO DE LA TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
Naturalmente, las reflexiones de Zubiri exceden en riqueza y detalle lo que
aquí apenas es esbozo. Además, me he limitado a mostrar lo que es lo esencial de la
vía de la religación, de esa fenomenología de la experiencia humana que, articulada
conceptualmente en el discurso zubiriano, pretende describir cómo la inteligencia
humana puesta en marcha (que es lo que para nuestro autor es la razón) puede abrir‐
se al ámbito del enigma vivo de su ultimidad y darle una respuesta positiva, que no
es sino lo que llamamos Dios. Incluso, cómo es posible para la inteligencia hacer pa‐
tentes los caracteres esenciales de su realidad absoluta. Con ello, se llega a ciertas in‐
ferencias importantes en orden a nuestro tema. En primer lugar, ya lo hemos dicho,
nada de esto es mera “idea” abstracta, sino articulación racional a partir de una expe‐
riencia, de una probación física de realidad, como gusta decir Zubiri. Por ello, Dios no es
asunto primario de “fe”, entendida ésta como “creer lo que no se ve” o lo que “no
puede demostrarse” 29 , sino de estricta inteligencia. Si no hay una intelección de la rea‐
lidad de Dios, no tiene ningún sentido la fe. En este sentido, a partir de Zubiri se po‐
dría afirmar que no hay fe sin experiencia de Dios. La fe no es requisito para la expe‐
riencia de Dios, sino que ésta última es su presupuesto y fundamento 30 . Porque, ade‐
más, la fe, para Zubiri, es algo muy preciso: no es “creer” verdades abstractas, sino la
entrega a Dios en cuanto “fondo transcendente de mi persona” 31 , respuesta a la realidad
de Dios que me fundamenta donándome la realidad que me hace ser y me impele a
realizarme. La fe es así vivir desde la solidez y fiabilidad que ofrece el apoyo último
que experimento en lo más íntimo y radical de mí mismo y que además pide el aca‐
29 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, pág. 225.
30 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, pág. 204.
31 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, pág. 216.
75
tamiento a esa suerte de “imperativo metafísico” que es el tener que hacerme cada
vez más real a través de la apropiación de las posibilidades que ese mismo Dios me
ofrece como realidad fontanal de mí mismo y de las cosas 32 . Esa entrega, obviamente,
no es algo contradistinto y separado de la “razón”: ya vimos cómo la experiencia
misma de Dios lleva intrínsecamente en sí misma el momento intelectivo. Y, además,
la entrega de la fe envuelve la actualización en la inteligencia de la verdad real de
Dios en cuanto experiencia de su presencia fundante en el fondo radical de mi perso‐
na y de las cosas. Por eso, la fe es también creencia en la verdad de Dios presente a la
inteligencia y a lo que ésta despliegue en su razón a medida que esta experiencia se
va decantando social e históricamente.
Esto nos lleva a otro punto importante: si esto es así, si primero es la experien‐
cia, y luego la formulación racional de lo que la intelección de esa experiencia va
dando de sí, la Revelación no puede ser un sistema cerrado de “proposiciones” que
haya que creer a ciegas, como si fuesen “dictadas” por un poder “sobrenatural” que
nos obligara por el mero hecho de “sobrepasarnos” o por la “autoridad” del “Depósi‐
to de la Fe”. Si lo “sobrenatural” no es capaz de conectarse con alguna experiencia
radical nuestra, no hay manera de que nos ofrezca solidez y confianza alguna. Lo
mismo pasa con el “Depósito de la Fe”: si éste no es respuesta o explanación de algo
urgentemente vivido como último por el hombre, será también mera superficialidad,
por más “misteriosos” que sean sus enunciados o imponente la “autoridad” que los
proclame. Si las cosas son como Zubiri lo plantea, la Revelación en cuanto “Depósito
de la Fe” (Escritura, Tradición, Magisterio, en el caso del catolicismo), tiene que estar
32 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, pág. 194‐204.
76
gencia humana, tal como la hemos descrito. Y esa experiencia sería ella misma algo
así como la revelación fundamental de lo que Dios es o, al menos, la experiencia “en
oquedad” de la pregunta sin respuesta y “en tanteo” por ese mismo fundamento. A
este respecto, son claras las palabras de Zubiri:
Revelación no significa aquí ninguna especie de dictado externo y solemne; aquí signi‐
fica pura y simplemente —y debe continuar significando a lo largo de toda la historia
de las religiones, incluso de la religión cristiana— una manifestación de la realidad de
Dios. Por consiguiente no se trata de un conjunto de proposiciones que se comunican y
frente a las que el hombre puede ejercer un acto de admisión, sino que se trata de algo
más. Se trata justamente de una manifestación, cuyo carácter manifestante y manifies‐
to no consiste sino en la presencia real y efectiva de Dios como realidad personal en el
fondo de toda persona humana 33 .
La revelación como cuerpo doctrinal no es sino la formulación racional de la
manera concreta en que esta experiencia se ha ido plasmando a lo largo de la historia.
La religación, como experiencia del estar fundado en la realidad absolutamente abso‐
luta, se plasma personal, social e históricamente de manera plural y compleja, en las
religiones de la humanidad. Religión es, para Zubiri, la plasmación formal y temática de
la religación 34 . Por ello, la fe no es un momento posterior a la revelación, como si fuera
la mera aceptación racional de las “verdades de la fe”, sino que es más bien su presu‐
puesto: una religión concreta y su cuerpo doctrinal e institucional será objeto de mi fe
en la medida que yo reconozca en ella la evidencia de la plasmación efectiva profunda de
lo que ya es experiencia en mí, de lo que ya es mi propia fe o, al menos, mi propia
pregunta sobre el problema teologal de mi existencia. Y esa es, precisamente, la pie‐
dra de toque de la credibilidad de la Revelación como religión histórica concreta: que sea
capaz manifestarse como efectivo despliegue racional y simbólico de lo que ya es ex‐
33 ZUBIRI, X.: El problema filosófico de la historia de las religiones, pág. 72.
34 ZUBIRI, X.: El problema filosófico de la historia de las religiones, pág. 86.
77
periencia auténtica del fondo último del hombre. Esa donación de Dios al hombre en
el más íntimo fondo de su realidad es la “revelación primera”, que está fundamen‐
tando la “revelación segunda” de sus credos históricos. Credos que no son, de ningu‐
na forma, prescindibles, porque ya vimos que la experiencia de la religación es en sí
misma pura probación física de realidad, actualización de una “nuda” realidad de la
ultimidad que nos notifica y nos remite hacia la pregunta por lo que ella sea. La ra‐
zón, como puesta en marcha de la intelección que busca saber qué son, en el fondo, las
cosas, estará siempre llamada a responder a dicho enigma en una plasmación concep‐
tual concreta. En otras palabras: la experiencia misma de Dios nos lleva, por su propia
exigencia interna y por el dinamismo intrínseco de la intelección humana, a dar razón
de ella, plasmándola en lenguaje simbólico y conceptual y en comunidad e institucio‐
nalidad concreta.
Por eso, cuando al principio de este ensayo veíamos que, por ejemplo, Izquier‐
do Urbina ponía como punto de partida de la teología fundamental la revelación tal
como es presentada por la Iglesia 35 , pierde de vista algo muy importante: la credibilidad
que da la experiencia humana como lugar de la revelación primera. La definición de
Fisichella está, por lo menos virtualmente, más abierta al tratamiento de este horizon‐
te, en la medida que habla de la teología fundamental como la disciplina teológica que
estudia el acontecimiento de la revelación y su credibilidad 36 . Si es acontecimiento, el primer
acontecer de la Revelación es el que venimos describiendo y eso, ciertamente, debe
entrar en la consideración teológica.
35 IZQUIERDO URBINA, CÉSAR: Teología Fundamental, pág. 55.
36 FISICHELLA, RINO: La Revelación: evento y credibilidad. Ensayo de teología fundamental, pág. 44.
78
Mucho más explícita es la definición de Pié‐Ninot, quien afirma que la teología
fundamental tiene como identidad fundar y justificar la pretensión de verdad de la
Revelación cristiana como propuesta sensata de credibilidad y poder así “dar razón
de la esperanza 37 . Esto lo acerca mucho a la idea zubiriana de la teología fundamental
como saber acerca de lo teologal, porque puede entenderse perfectamente ese fundar
y justificar la pretensión de verdad de la Revelación cristiana como, por una parte, lo
que hemos mostrado que Zubiri hace: desplegar filosófica y fenomenológicamente la
precisa estructura en la cual el hombre hace experiencia de Dios y cómo es posible
para él encontrar en ella la respuesta al enigma de su ultimidad. Por la otra, la teolo‐
fundamentales de la fe (Escritura, Tradición, Magisterio), son una real y adecuada
plasmación de la respuesta sólida, última y confiable que pretenden ser. Es decir,
mostrar tanto al creyente como al no creyente, la credibilidad de dicha Revelación
histórica para el hombre. Credibilidad que debe responder, además, a una profunda y
adecuada toma de conciencia de la situación real y concreta en la cual el hombre vive
hoy esa experiencia teologal, que es bastante distinta, por poner un ejemplo, a la del
tiempo de los orígenes del cristianismo o de las definiciones dogmáticas más impor‐
tantes. De allí que la teología fundamental debe ser también el lugar privilegiado de
la mirada profunda sobre el mundo en el cual es vivida la fe. En tercer lugar, la teolo‐
gía fundamental, firmemente enraizada en la experiencia teologal de la humanidad
contemporánea, tendría también que ser la “disciplina” que se encargara de discernir
en las “teologías regionales” que se van elaborando en la Iglesia su pertinencia y su
adecuación para el mundo en el que nos toca vivir.
37 PIÉ‐NINOT, SALVADOR: La teología fundamental, pág. 75.
79
Visto de esta forma, Zubiri tiene razón cuando dice que la teología fundamen‐
tal no puede ser una especie de “preámbulo de la fe”, ni un catálogo expositivo de los
“conceptos fundamentales” que tiene que manejar cualquier estudiante de teología,
sino aquello que, como su nombre lo indica, es lo que está en la raíz de toda reflexión
teológica. Por eso puse entre comillas la palabra “disciplina”, porque la teología fun‐
damental más que una “parcela” estaría más bien llamada a ser una suerte de momen‐
to constitutivo de toda teología. Todo pensar teológico debe mostrar que está fundado
no sólo en los “contenidos” de la fe, en las declaraciones de la Iglesia o aún en la re‐
flexión de otros teólogos, sino en la realidad. Porque, como vimos, Dios no es trascen‐
dente a las cosas y al hombre, sino es trascendente en las cosas y en el hombre, como la
realidad absoluta que les dona su realidad, al hacer que las cosas sean y al hacer que
el hombre se haga a sí mismo. Con lo cual hay que decir también que la teología fun‐
damental no está llamada a ser una teología hecha desde las carencias y desde la in‐
digencia del hombre, sino que debe ser pensada desde la “plenitud de su ser, en la pleni‐
que le está ofreciendo efectivamente en su auto‐donación: la posibilidad más radical
de su propia y acabada plenitud. En ese sentido, la teología fundamental cobra extra‐
ordinaria importancia como un pensar acerca de cómo está Dios en el hombre y en el
mundo de hoy y cómo está él dando de sí posibilidades de realización humana para
nosotros en esta realidad y en esta vida que disfrutamos y padecemos.
38 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, pág., 344.
80
DIOS EN TODAS LAS COSAS:
ZUBIRI Y EL MÉTODO EN TEOLOGÍA
I. EL PROBLEMA DEL MÉTODO EN TEOLOGÍA
En un trabajo anterior 1 , mostré algunas virtualidades que la filosofía zubiriana
de la ultimidad implica para la teología fundamental. En estas páginas, desarrollaré
algunas ideas que quedaron apenas esbozadas entonces, pero esta vez lo haré desde
la perspectiva de lo que la metafísica radical de Zubiri podría decirnos acerca del
problema del método en teología.
Método no significa otra cosa que camino. Cuando hablamos de métodos en
nuestro mundo moderno, influenciado profundamente por la visión técnica del mun‐
do, pensamos que estamos refiriéndonos más bien a metodologías, esto es, a herra‐
mientas instrumentales o reglas que nos permitan manipular y dominar la recolec‐
ción, el ordenamiento y la interpretación de “datos” o de “información” en orden a
obtener un cierto resultado significativo para nuestra praxis, sea cual sea ésta. En
ciencia, el método constituye el marco formal universalmente aceptado que permite la
obtención de resultados válidos igualmente universales a la hora de probar o falsear
hipótesis que han sido puestas a prueba. Sin método, no hay ciencia. Sin embargo,
tendríamos una falsa impresión si pensamos que es a eso a lo que nos referimos al
hablar de método teológico. Sería un error creer que alguien nos puede facilitar la “me‐
todología” que nos permitirá “hacer teología”. Al igual que en filosofía, la teología se
1 TEPEDINO, NELSON: Filosofía de la ultimidad y teología fundamental: la propuesta zubiriana, en Cuadernos
Salmantinos de Filosofía, Vol. XXXI, Salamanca: Universidad Pontifica de Salamanca, 2004, págs. 185‐
200..
encuentra frente a un universo plural de “métodos” o maneras de proceder en orden
a la reflexión. Tal parece que hay tantos métodos como filosofías o teologías hay.
Si esto es verdad, el método no es algo fácil de formular, ni siquiera algo que
pueda “tenerse a punto” antes del ejercicio teológico mismo, sino algo que va defi‐
niéndose y cobrando forma a medida que se va desplegando el pensamiento teológi‐
co en su ejercicio. Pero surge una pregunta mucho más radical: si tenemos un método
o, al menos, la preocupación por uno adecuado, es porque tenemos claro qué es el
ejercicio intelectual al cual dicho método va servir, cuál es su objeto propio y, además,
cuál es la finalidad de dicho ejercicio. En el caso que nos ocupa, entonces, tendríamos
que preguntarnos primero qué es la teología, cuál es su objeto propio y, finalmente, para
qué hacer teología, cuál es su sentido.
Pero, al igual que en la filosofía —con la cual, por cierto, está muy emparenta‐
da—, no hay manera de responder a esas preguntas desde afuera o aún antes de iniciar
la marcha de la reflexión teológica. Sencillamente, porque intentar responderla es ya
un ejercicio teológico y filosófico, una toma de postura acerca de la naturaleza del
objeto de la misma y de las condiciones de posibilidad de acceso y conocimiento suyo
por parte del hombre. Así, por ejemplo, si digo que la teología es una reflexión racio‐
nal sobre la Escritura y sólo sobre ella, esa definición me lleva ella misma a tener que
justificarla en una reflexión que ya es, efectivamente, teológica, porque lleva implíci‐
tas una serie de afirmaciones acerca de qué es lo que se puede considerar revelación
de Dios, sus modos de donación al hombre y la capacidad de éste de abrirse a ella.
Así, lo que en muchas obras de introducción a la teología aparece al principio,
en realidad está ocupando ese lugar por razones meramente didácticas: si es una au‐
83
téntica idea de lo teológico habrá sido ganada en el esfuerzo mismo del teólogo por
reflexionar no tanto sobre su disciplina sino desde ella, a medida que la experiencia de
su pensar se ha ido desplegando, en una suerte de acto segundo de la reflexión, donde
marcha. Por eso, la comprensión profunda de lo que sea la teología es más bien un
punto de llegada que uno de partida. Lo que no excluye que, naturalmente, a la hora
de empezar la búsqueda se disponga de una cierta concepción “provisional” de lo
que se está haciendo, que se va poniendo a prueba, enriqueciendo, confirmando o
negando, o simplemente modulando a medida que se va llevando adelante el ejerci‐
cio del pensar teológico. Eso significa, además, que lo dicho se aplica al método de
dicho inquirir, ya que no es algo que se tenga claro desde el principio, sino que tam‐
bién va surgiendo en la medida que se va elaborando la idea de lo teológico, la cual, a
su vez, implica también la búsqueda del objeto propio de dicha reflexión. El discurso
sobre la esencia, el método y el objeto de la teología no es un presupuesto de la re‐
flexión teológica, sino uno de sus momentos constitutivos, que se despliega a todo lo
largo del desarrollo de este pensar y que sólo puede llegar a una formulación comple‐
ta y adecuada una vez que dicho camino ha sido recorrido, al menos en sus líneas
más importantes.
En este sentido, en el trabajo citado mostré cómo la obra de Xavier Zubiri sobre
fía” al margen, al modo de preámbulo, de la teología misma, sino como estricta teolo‐
gía fundamental. En estas líneas, abordaré ese mismo pensamiento desde la perspecti‐
va de sus consecuencias sobre la consideración de lo que es el método teológico y, lo
que es lo mismo, sobre el método, el objeto y los criterios generales acerca de cómo debe‐
84
ría ser una teología que asuma las grandes líneas del pensar zubiriano como media‐
ción filosófica de su caminar.
II. PUNTO DE PARTIDA: LA REALIZACIÓN HUMANA EN EL HORIZONTE DE LA ULTIMIDAD
El pensamiento zubiriano culmina en una filosofía de la ultimidad que se consti‐
tuye en teología fundamental. Ésta, a su vez, no hay que verla como un preámbulo a la
teología, sino como un momento constitutivo de toda teología, en la medida que la re‐
flexión teológica no es sino la articulación racional de la manera en que lo teologal se
manifiesta en una religión concreta, en nuestro caso, la cristiana. Así, desde mi inter‐
pretación de Zubiri, la filosofía no es una “mediación” más para la teología, sino un
elemento constitutivo de la misma. No hay teología sin filosofía y, a su vez, la filoso‐
fía que no se abre al horizonte de la ultimidad es una filosofía incompleta, penúltima,
insuficiente. Cuando hablo, sin embargo, de filosofía, no me refiero a tal o cual filoso‐
fía, ni siquiera a la zubiriana, sino a una determinada mirada o forma de habérselas
intelectualmente con las cosas: búsqueda de la verdad como fundamento último de la
realidad 2 .
En virtud de esto, el camino del pensar de Zubiri sobre lo teologal, que lo con‐
duce a lo propiamente teológico, empieza en lo que podríamos llamar su filosofía del
hombre como animal de realidades. Para Zubiri, este punto de partida es el problema de
la realización del hombre. Y este problema se dibuja desde la “epistemología” radical
de nuestro autor, que concibe al hombre como un ente cuyo rasgo fundamental no es
2 ZUBIRI, XAVIER: Nuestra situación intelectual, en Naturaleza. Historia. Dios, Madrid: Alianza Editorial‐
Sociedad de Estudios y Publicaciones, 19879, págs. 27‐57.
85
el de ser “racional” o “pensante”, ni siquiera como uno que “tiene lenguaje”, sino
como aquel que intelige las cosas como reales. Este inteligir no es “entender”, “hacer
conscientes”, “comprender” o “pensar” las cosas. Todo eso lo hace el hombre, cierta‐
mente, pero son apenas momentos ulteriores del inteligir, que no es sino el mero sen‐
tir que las cosas son reales. Realidad no es lo mismo que “existencia” de las cosas, sino
el hecho de que éstas son de suyo lo que son y poseen sus notas como algo propio. In‐
teligir es, sencillamente, la actualización de dicho carácter en el sentir humano 3 : el
hombre es el único animal para el cual las cosas no se agotan en ser simples estímulos
dan ante él como siendo de suyo lo que son, exigiendo no una respuesta “automáti‐
ca”, sino una manera inteligente de habérselas con ellas. Esto es así porque en la organi‐
zación psicosomática del hombre se ha como debilitado la capacidad de respuesta
instintual en orden a permitir que éste no sea arrastrado por la cosa en tanto que es‐
tímulo, sino más bien a que ésta quede ante él y él ante ella como algo que exige elabo‐
rar una forma adecuada de relacionarse con ella, en la medida que el campo de las res‐
puestas está truncado. Esta atrofia de lo instintual, sin embargo, obliga al hombre a
sustituir esa desventaja con la puesta en marcha de su inteligencia, a fin de esbozar y
timulan”, pero abriéndolo no a la respuesta automática, sino al campo de la creación
de formas de habérselas con ellas 4 .
3 ZUBIRI, XAVIER: Inteligencia sentiente, Madrid: Alianza Editorial‐Sociedad de Estudios y Publicaciones,
1980; Inteligencia y Logos, Madrid: Alianza Editorial‐Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1982; Inteli‐
gencia y razón, Madrid: Alianza Editorial‐Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1982.
4 ZUBIRI, XAVIER: Siete ensayos de antropología filosófica, Bogotá: Universidad Santo Tomás, 1982; Sobre el
hombre, Madrid: Alianza Editorial, 1998.
86
Esto significa que el hombre, al no estar de antemano equipado con un “pro‐
grama” definido y cerrado que garantice sus respuestas y con ellas, su forma de ser
en el mundo, está obligado a crear su propia forma de realidad. En otras palabras, tiene
que hacerse a sí mismo, y esto lo hace a través de la apropiación de posibilidades. Las co‐
sas, en la medida que no “disparan” respuestas que garanticen la viabilidad de la
existencia humana, quedan ante él no como estímulos sino como realidades que
abren el campo de las múltiples formas en las cuales podría relacionarse con ellas en
orden a construir su vida. Y ese es justamente el campo de las posibilidades. El hombre
no se apropia tanto de “cosas”, como una especie de coleccionista, sino más bien de
las posibilidades de ser que van como envueltas en una determinada manera de relacio‐
narse con las realidades concretas en medio de las cuales se encuentra. Al apropiarse
de esas posibilidades, el hombre va dibujando una determinada y muy concreta figura
de realidad, va construyendo su propia forma de ser, va creando su personalidad, lo que
Zubiri llama su Yo.
Al hacerlo, el hombre va realizándose, va determinando su realidad. Y, como vi‐
mos, lo hace desde las cosas reales. Cuando se apropia de las posibilidades que le ofre‐
cen las cosas, lo hace desde una ambigua y problemática situación, porque lo que las
cosas reales le ofrecen no es simplemente tal o cual posibilidad concreta, sino que en ella
viene como “envuelta”, además, la apropiación de la realidad sin más. Al apropiarse
posibilidades, el hombre lo que se está apropiando con ellas es la realidad: el hombre
no tiene tan sólo sed de “cosas”, sino de realidad, de ser cada vez más real, de seguir
siendo real. Y al ir dibujando su propia figura, su propia forma de ser, no lo hace tan
sólo frente a las cosas reales, sino frente al todo de la realidad, con lo cual se evidencia
que está como suelto‐de ese mismo todo, el cual está ante él en función de la construcción
87
de su Yo: es por eso que el hombre es un absoluto 5 . Pero un absoluto relativo, porque
hace su realidad desde las cosas y, en última instancia, desde la realidad. El Yo del
hombre es un Yo “cobrado” a la realidad.
Este carácter cobrado del Yo le abre al hombre a una experiencia fundamental:
descubre que está —física y efectivamente— llevado a hacerse a sí mismo por y desde
la realidad en cuanto tal. La realidad, por un lado, lo lleva a tener que realizarse, pero,
a la vez, es ella misma quien le ofrece las posibilidades con las cuales construir su
propio ser. Ella se muestra así como posibilitante e impelente de la vida humana. Pero
hay más, en cuanto último apoyo de esa realización, ella es también fundamento de esa
vida. Como fundamento último, posibilitante e impelente, la realidad hace que el
hombre tenga la experiencia de estar como “tomado” por un poder que lo hace ser,
que lo ob‐liga a la realidad y a tener que hacerse a sí mismo. Es el poder de lo real, que
lo religa a la realidad y lo pone frente al enigma de esa misma realidad: el hombre se
hace a sí mismo con las cosas, quienes vehiculan para él la realidad que precisa para
poder realizarse, pero esta realidad no es ni puede ser una cosa más entre otras, sino
aquello que hace que ellas sean reales. El enigma está en saber qué es aquello que, a
su vez, constituye la realidad de las cosas y que con su poder nos funda e impele a ser.
Tiene que ser algo que, por un lado, no es “cosa real”, pero por el otro, es plenamente
real, fundado sobre sí mismo y sin necesidad de ulterior fundamento. Es decir, que es
realidad absolutamente absoluta. Eso es, precisamente, lo que para Zubiri es Dios: reali‐
dad absolutamente absoluta, última, posibilitante, e impelente. Esto no es una “idea”
que el hombre formule a manera de hipótesis, sino una experiencia que el hombre
hace. El hombre, apoderado por el poder de lo real en las cosas, se ve remitido por ellas
Todo lo que sigue está basado en ZUBIRI, XAVIER: El hombre y Dios, Madrid: Alianza Editorial‐Sociedad
5
de Estudios y Publicaciones, 19884.
88
a su enigma fundante. Ellas no le “muestran” qué les fundamenta, sino que lo remiten
a él, le dan noticia de la nuda presencia que las hace ser reales. Él mismo se experimenta
viniendo de y siendo llevado por ese misterioso poder a tener que realizarse. Nótese que
no está “coaccionado” a ser de tal o cual manera (los animales, por cierto, sí), sino ob‐
ligado a hacerse a sí mismo en el riesgo de su libertad creadora de formas de ser, de la
misma forma que la fundamentalidad de Dios en las cosas no consiste en que las “haga”
como una causa a su efecto, sino en hacer que sean reales, en donar realidad. Nada más,
pero nada menos: esa es la experiencia de Dios como experiencia de la fundamentalidad
última, posibilitante e impelente a la que nos remite el poder de lo real y a la que estamos reli‐
gados 6 .
Ese Dios al que se llega por la vía de la experiencia de la religación se manifiesta
en una religión. Las religiones son, para Zubiri, la plasmación formal y temática de la reli‐
gación 7 . Más importante aún, la fe religiosa no consiste en la sumisión del intelecto a
las formulaciones dogmáticas y teológicas de una religión cualquiera, sino la entrega
personal a la realidad donante de mi realidad que es Dios. Tener fe religiosa es vivir
desde la experiencia y la aceptación profunda de ese fondo último de nuestra persona
que nos hace ser reales y que nos ofrece la posibilidad radical de nuestra realización;
es realizarse fundadamente. Cuando una persona da su asentimiento racional a las
formulaciones dogmáticas e institucionales de una religión, tendrá fe verdadera si lo
está haciendo porque reconoce en dicha religión lo que de alguna forma ya es expe‐
6 Zubiri mostrará también que la intelección puede llegar por la vía de la experiencia de la religación a
articular algunos de los caracteres esenciales de Dios, a saber, que es, además de realidad absolutamen‐
te absoluta, y en virtud de serlo, un Dios viviente uno y único, verdadero, personal, inteligente y vo‐
lente. Como esto recargaría en exceso mi argumentación, remito al lector a ZUBIRI, X.: El hombre y Dios,
págs.167‐170.
7 ZUBIRI, X.: El problema filosófico de la historia de las religiones, Madrid: Alianza Editorial‐Fundación
Xavier Zubiri, 1993, pág. 86.
89
riencia de la ultimidad en su intimidad o, al menos, promesa de respuesta a su pre‐
guntar fundamental. No al revés. Por eso puede haber personas muy “ortodoxas” que
no tienen fe verdadera, y otras que no “creen” en el dios de tal o cual religión y, sin
embargo y aunque no lo “sepan”, tienen mucha fe, en la medida que viven desde la
ultimidad radical que los habita, aunque la experiencia que tengan de ésta sea “oscu‐
ra”, como decía san Juan de la Cruz.
III. EL LUGAR TEOLÓGICO ZUBIRIANO Y SU MÉTODO: DIOS EN TODAS LAS COSAS
La experiencia de la religación lleva al hombre a un Dios que tiene unos ciertos
caracteres muy importantes para pensar qué es la teología y con ello, cuál es su objeto
y su método, que es lo que nos interesa. Hasta ahora, la fenomenología zubiriana nos
ha mostrado cómo las cosas y el imperativo metafísico que obliga al hombre a tener que
hacerse a sí mismo le dan a éste noticia de la nuda y oscura presencia de un Dios que es
ultimidad fundante y fontanal de la realidad. Este Dios se revela en esa remisión co‐
mo posibilidad de posibilidades, en la medida que lo que él hace es donar lo que hace
que las cosas puedan tener alguna realidad que ofrecer al hombre, en orden a su rea‐
lización personal. Digamos que la vía de la religación nos muestra qué es Dios, pero
no quién y cómo es ese Dios. El quién, es asunto, naturalmente, de la Revelación, tal co‐
mo ésta se plasma, en nuestro caso, en los lugares teológicos más importantes de la
Iglesia: Escritura, Magisterio, Tradición. Ya habrá deducido el lector, sin embargo,
que esa Revelación está sustentada en la “revelación primera” que es la experiencia
de Dios como realidad absolutamente absoluta y sólo podrá recibir el asentimiento de
la fe del creyente en la medida que éste encuentre en ella la expresión plena, racional
y razonable, de la respuesta a la pregunta que se abre en la religación, que Zubiri lla‐
90
ma también la dimensión teologal del hombre. Lo teológico es así un momento segundo
de lo teologal. Por eso Zubiri dirá que la teología fundamental tiene como objeto a lo teo‐
logal 8 . Así que lo que voy a hacer aquí, es, en sentido estricto, un ejercicio de teología
fundamental: intentaré deducir algunos criterios importantes para esbozar lo que pu‐
dieran ser los rasgos de una teología contemporánea y de su método, a partir de todo
lo que llevamos dicho.
A esto podría objetarse que se está intentando normar a la Revelación cristiana,
desde el momento en que “desde afuera” y “antes” de ella se pretende dictar unos
criterios acerca de la realidad divina y nuestro acceso a ella. A eso simplemente res‐
ponderé que hago este ensayo sin pretensiones absolutas, sino más bien como una
suerte de experimento intelectual. Más importante, sin embargo, es mi convicción de
que tenemos que partir de una confianza básica en que la Revelación cristiana de Dios
no se puede oponer a lo que ya vivimos como fundamento de la existencia, bien sea
como la angustia que genera la pregunta por el sentido de nuestra vida, o como el
gozo hondamente experimentado en nuestra intimidad al entrever en ella la presencia
oscura —pero precisa—, de nuestra posible plenitud.
III. 1.‐ EL LUGAR TEOLÓGICO FUNDAMENTAL: TODAS LAS COSAS
Dicho esto, lo primero que hay que decir es dónde está Dios. En cierta forma, ya
lo hemos dicho, pero ahora me ocuparé más explícitamente del asunto, en orden a
pensar a la teología y su método. En este punto, vale la pena escuchar al propio Zubi‐
ri:
8 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, págs. 382‐383.
91
… [el] poder de lo real lo encuentro en la realidad concreta de cada cosa. Lo cual signi‐
fica que la realidad absolutamente absoluta, esto es, Dios, está presente formalmente en
las cosas constituyéndolas como reales. La presencia de Dios en las cosas es prima‐
riamente de carácter formal. Dios no está primariamente presente en las cosas reales
como la causa lo está en su efecto, sino que lo está formalmente constituyéndolas co‐
mo reales […] Y esta presencia consiste en que la realidad de cada cosa está constitui‐
da «en» Dios. Dios no es una realidad que esté ahí además de las cosas reales y oculta
tras ellas, sino que está en las cosas reales mismas de un modo formal. Por tanto, la
realidad absolutamente absoluta es ciertamente distinta de cada cosa real, pero está
constituyentemente presente en ésta de un modo formal. Por esto es por lo que toda
cosa real es intrínsecamente ambivalente. Cada cosa, por un lado, es concretamente su
irreductible realidad; pero, por otro lado, está formalmente constituida en la realidad
absolutamente absoluta, en Dios. Sin Dios «en» la cosa, ésta no sería real, no sería su
propia realidad. Y esta unidad es justamente la resolución del enigma de la realidad.
La ambivalencia de la realidad consiste simplemente en este doble momento de no ser
Dios y de estar sin embargo formalmente constituida en Dios. Por esto es por lo que la
cosa es «su» realidad y presencia de «la» realidad; por esto es por lo que hay en ella el
poder de lo real […] Así pues, Dios existe, y está constituyendo formal y preciosamen‐
te la realidad de cada cosa. Es por esto el fundamento de la realidad de toda cosa y del
poder de lo real en ella 9 .
La respuesta no puede ser más clara: Dios está en todas las cosas. No como una
cosa más, ni como una “causa” de ellas, sino como quien les dona su realidad. Así co‐
mo las cosas nos notifican a Dios, nos dicen algo acerca de él, él está en ellas dicién‐
donos algo sobre ellas: que ellas son don suyo, pero que ellas no son Dios. Él no es
trascendente a ellas, sino en ellas.
Metodológicamente hablando, esto significa que el lugar teológico por excelen‐
cia, el lugar fundamental, es la realidad misma. A Dios no hay que buscarlo fuera de
las cosas, sino en ellas. Toda la Revelación cristiana está —tiene que estar— desvelando
los caracteres últimos de esa presencia. El Dios que se revela en Jesús no puede ser otro:
lo que en la experiencia de la religación es nuda presencia, en la Revelación cristiana
9 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, págs. 147‐149.
92
nos comunica su rostro concreto. De hecho, si esto es así, se nos revela, desde las co‐
sas mismas, la interna y sólida credibilidad de la Encarnación: Dios se revela definiti‐
“afuera” de nuestra realidad, sino asumiendo la realidad concreta de una persona
histórica, para mostrar en esa vida real la forma más plena de su presencia fundante,
sin que por ello el hombre Jesús deje de ser hombre: justamente, en la medida que es
más radicalmente humano, se hace más transparente que Dios está en él de forma
absoluta. Con ello se muestra que la Encarnación no es “ilógica”. Es, ciertamente, un
misterio, pero no una completa “incomprensibilidad”. Tiene, por el contrario, una
tremenda lógica interna: si Dios se revela al hombre en las cosas, su revelación al
hombre, para ser de verdad definitiva y plena, tenía que ser la revelación de su perso‐
na absoluta en una persona relativa como nosotros.
Por otro lado, esto tiene como consecuencia que no hay realidad alguna que no
pueda ser lugar de revelación de Dios. De alguna forma. Incluso las realidades que
más le son contrarias y que parecen negarlo, lo revelan. No hay realidades sagradas y
realidades profanas. Hay una sola realidad en Dios. No hay ámbito de la vida huma‐
na que no sea, entonces, susceptible de ser objeto del inquirir teológico: lo que éste
busca es tratar de ver cómo está Dios presente en cada uno de ellos. Esto es un tre‐
mendo reto para la teología, normalmente entendida como un asunto reducido al
ámbito de lo “eclesial”, cuando no de lo “clerical”. La labor de la teología no es bus‐
car qué ámbitos son “sagrados” y cuáles no, donde “está” Dios y dónde no, porque él
está formalmente en todos. Su tarea es buscar cómo se manifiesta su presencia en cada
uno de ellos y qué nos dice en cada situación concreta.
93
Para ello, la teología no tiene que “salirse” de la realidad para hablar de las
“cosas sagradas”, tampoco su tarea primera es la de “juzgar” desde principios y valo‐
res absolutos (por “sagrados”) las realidades “terrenas” y “mundanas”, sino más bien
la de profundizar en todas las cosas para llegar a su honda raíz y a la forma de estar en
ellas la presencia siempre fundante de Dios. Ese hundirse en la intimidad de las cosas
y las situaciones exige una inmensa responsabilidad, porque para conocer a Dios en
ellas necesitamos conocer las cosas a fondo: lo repito, no podemos “salirnos” de ellas.
Es por eso que son necesarias las llamadas “mediaciones”, y éstas son muchas y de
diversa índole: científicas, filosóficas, literarias, artísticas, etc. Una de las tareas más
importantes de la teología tiene que ver con la adecuada selección y aplicación de las
mediaciones epistemológicas que requiere para ese su ir al fondo de las cosas en busca de
Dios 10 . Sin ellas, hay que decirlo, no hay ni puede haber teología.
10 El asunto es de gran importancia. Ha habido, en el siglo XX, buenas y malas elecciones en lo que a
“mediaciones” se refiere. Notable ha sido el uso de las grandes intuiciones de la filosofía heideggeriana
por parte de Rahner, que permitió una gran renovación de la teología católica. Lo mismo puede decirse
del monumental esfuerzo de conciliación de la ciencia con la fe que intenta Pierre Teilhard de Chardin,
después de siglos de estéril disputa e incomprensión mutua. La teología de la liberación latinoameri‐
cana, a la que nadie le puede negar sus méritos, cometió, sin embargo, un error serio al hacer una mala
elección, al usar el “análisis marxista” como mediación para comprender la realidad de pobreza y sub‐
desarrollo del Continente. Esta afirmación merece una explanación mayor y un estudio detallado, que
le haga justicia a un pensamiento que, por lo demás, también fue renovador y de gran importancia
para la Iglesia. Pero creo que el principal problema del marxismo como instrumental de análisis es que
no da lo que promete: se presenta como un “método científico”, cuando en realidad no pasa de ser una
doctrina, muy cuestionable por cierto en sus fundamentos epistemológicos, antropológicos y metafísi‐
cos. Esa mala elección y la dependencia emocional del marxismo de algunos autores importantes de
esta corriente teológica, explica en gran medida el desconcierto, la perplejidad y a veces la repetición
vacía en que el pensamiento teológico latinoamericano ha quedado después de la caída de los “socia‐
lismos reales” y el fin del autoritarismo sandinista.
94
III. 2.‐ TEOLOGÍA DE LA PLENITUD DEL HOMBRE Y DE LA POSIBILIDAD
Ahora bien, si es cierto que Dios está en todas las cosas, no lo está de la misma
forma. ¿Nos ofrece el análisis zubiriano de la experiencia humana alguna pista para
saber abordar la pregunta por el cómo de esta presencia? La respuesta es positiva: co‐
mo vimos, lo que Dios “hace” estando en las cosas es hacer que las haya. No las causa,
simplemente “hace” que sean reales y, como en un “segundo momento” simultaneo,
se “retira” para dejar que ellas sean, de la misma manera que su estar en nosotros no
implica que sea “causa” de nuestras acciones, sino que lo único que “hace” es darnos
nuestra realidad y con ella “llevarnos” a que tengamos que hacernos a nosotros mis‐
mos, “escondiéndose” y dejándonos ser libres en el concreto cómo y qué de esa auto‐
realización humana. Si está, está como escondido, y además de una forma muy precisa:
como posibilidad de posibilidades. Él mismo no es una posibilidad entre otras que po‐
damos o no apropiarnos, pero es lo que hace que haya posibilidades para apropiarse.
En la visión zubiriana, Dios está como ultimidad posibilitante de la realización
humana, porque él no “hace” más nada que dar de sí la realidad que él plenamente es.
Esto significa, además, que Dios, en cuanto realidad absolutamente absoluta,
sirve de apoyo para que el hombre se constituya como absoluto relativo y es con ello,
horizonte de la plenitud de su figura. Por eso dirá Zubiri:
El hombre no encuentra a Dios primariamente en la dialéctica de las necesidades y las
indigencias. El hombre encuentra a Dios precisamente en la plenitud de su ser y de su
vida. Lo demás es tener un triste concepto de Dios. Es cierto —todos los hombres so‐
mos víctimas de inelegancias— que apelamos a Dios cuando truena. Sí, de eso no está
exento nadie. Pero no es la forma primaria como el hombre va a Dios, y «está» efecti‐
vamente en Dios. No va por la vía de la indigencia sino de la plenitud, de la plenitud
de su ser, en la plenitud de su vida y de su muerte. El hombre no va a Dios en la expe‐
riencia individual, social y (sic) histórica de su indigencia; esto interviene secundaria‐
95
mente. Va Dios y debe ir sobre todo en lo que es más plenario, en la plenitud misma
de la vida, a saber: en hacerse persona 11 .
Las consecuencias de esto para el método teológico son también decisivas:
aquella presencia por la cual inquiere la teología es la presencia de Dios en las cosas re‐
ales como posibilidad última de plenitud de la persona humana. Lo que la teología trata de
hacer es buscar en toda realidad lo que ésta ofrece como posibilidad de humanización
y realización de la persona. Esto significa que no hay realidades intrínseca y absoluta‐
mente “malas”. La fe en el Dios que está en todas las cosas implica la confianza fun‐
damental en que en toda situación, aún la más desesperada, se oculta aunque sea una
mínima posibilidad de realización y humanización. De hecho, si una realidad es ex‐
perimentada como indigencia, como carencia o como mal, lo es en tanto que es nega‐
ción de una plenitud que debería ser posible. Lo que es sustantivo, lo que mide el gra‐
do de negatividad de una realidad o situación es el horizonte de la plenitud última de
las cosas. El teólogo, entonces, no está solamente para la mera “denuncia” del mal o la
carencia, sino para buscar acuciantemente la presencia de Dios que se muestra en
ellas como posibilidad de salida y realización, aun cuando sólo sea como una esperanza.
De allí que no sea el papel de la teología medir la realidad por “utopías” socia‐
les a realizar, ni mucho menos ser un tribunal que se limite a “condenar” lo que niega
a Dios y a proclamar la necesidad de una “revolución” apocalíptica que haga desapa‐
recer lo que existe para instaurar, en una especie de voluntarismo pelagiano, un “or‐
den nuevo” sin carencia ni indigencia alguna. Su papel es, por el contrario, escuchar
humilde pero firmemente la voz de Dios en la realidad de los hombres, para auscultar
en ella ciertamente lo que niega la humanización de las personas, pero en orden a des‐
11 ZUBIRI, X.: El hombre y Dios, pág., 344.
96
cubrir en el fondo de su ambigüedad las posibilidades que están ocultas en ella y que
Allí, en lo que humaniza o es promesa de humanización, está Dios, oculto pero a la
vez manifiesto, cuando estas posibilidades se actualizan y se hacen susceptibles de
apropiación por las personas en trance de humanización. Tener fe no es creer en un
Dios transreal, sino tener confianza en que Dios está en la ambigüedad de nuestra rea‐
lidad ofreciéndose siempre a sí mismo como fuente de posibilidades para el hombre.
De más está decir, entonces, que las mediaciones también serán de vital impor‐
tancia para esta tarea de la teología: la profundización en la hondura de las cosas de
la que hablábamos en el apartado anterior tiene como objetivo, buscar a Dios no sólo
como “razón formal” de la realidad de las cosas, sino sobre todo como posibilidad de
plenitud para el hombre en lo más hondo de las cosas con las que hace su vida, de las situacio‐
nes en las que está incurso y, sobre todo, de su propia intimidad. Sobra decir que hay que
ser muy responsable, entonces, para poder encontrar y aplicar las mediaciones teóri‐
cas y prácticas más adecuadas para acceder a este nivel de lo real: el nivel de la reali‐
dad‐posibilitante.
III. 3.‐ TEOLOGÍA MUNDANAL Y LAICAL
Una teología pensada desde las coordenadas esbozadas está llamada a ser una
teología mundanal, ya que como hemos visto, no hay ámbito de la realidad que le
pueda ser ajeno. No es entonces una teología que se agote en lo “eclesial”, y mucho
menos en lo “clerical”. Esta vocación suya más bien la invita a salir de los lugares teo‐
lógicos que suelen ser terreno conocido de la reflexión de la teología para ir a la explo‐
ración de ámbitos de la realidad a los que quizá no se les ha prestado mucha atención
97
en el pasado. Obviamente, con todo el rigor que sea necesario, y ello exige, como vi‐
mos, asumir con toda seriedad las mediaciones a las que haya lugar y prestar también
atención a las discusiones que dentro de las ciencias y la filosofía se dan en torno a las
dimensiones metodológicas y epistemológicas de cada una de ellas.
Por otra parte, una visión como ésta ofrece un campo privilegiado para el de‐
sarrollo de una teología seglar y laica. Si su lugar es el mundo, el Sitz im Leben del “lai‐
co” 12 , será justamente no un lugar cualquiera, sino el lugar por antonomasia de la re‐
flexión teológica. Los estilos e historias de vida de los seglares son tan plurales como las
sociedades modernas en las que vivimos, y creo no equivocarme al afirmar que el
potencial de exploración teológica que hay en dicha terra incognita es infinito. Podría
pensarse que un laico que quiera ser teólogo tiene primero que hacer un éxodo desde
su situación mundana hacia una situación intra‐eclesiástica, y que sólo a partir de di‐
cho lugar institucional, tutelado por los clérigos, podría éste realizar su preparación y
servicio teológico a la Iglesia. Pero, si las cosas son como las he esbozado en estas pá‐
ginas, no tendría por qué ser así. No tendría el laico que desee ser teólogo salir del
mundo para clericalizarse, sino más bien profundizar en el mundo desde la formación
que el aprendizaje teológico pueda darle. Ni siquiera tiene por qué suponerse siem‐
pre y en todos los casos el abandono del ámbito y la forma de vida en los cuales se está
inserto. Puede —y creo que es sería justo lo más deseable—, que el teólogo laico tenga
más bien la gran oportunidad de pensar teológicamente esa realidad en la que preci‐
samente vive y en la que se da plenamente su personal, íntima y original experiencia de
Dios.
El “laico” o “seglar” —los llamo así a falta de un vocablo mejor—, es el creyente que está real y abso‐
12
lutamente incardinado en la realidad extra‐clerical y cuya vinculación con la Iglesia no es primaria‐
mente de dependencia de ella como institución, sino de libre comunión como bautizado.
98
En este sentido, esta formación teológica para un sujeto profesional no‐clerical
tiene que pensarse como puesta en marcha del ejercicio teológico desde el principio,
como adquisición de la mirada teológica sobre la propia realidad y no como mera recep‐
sean. Para lograr esto, al menos en Venezuela, urge que la teología deje de ser una
asignatura ordenada solamente a la capacitación de clérigos y agentes de pastoral, y
asuma el reto de construir una comunidad académica autónoma, dirigida al desarro‐
llo de la teología en cuanto tal, sometida al rigor y la seriedad de la academia como
lugar de formación, investigación y diálogo fecundo. Es decir, a generar verdadera
vida intelectual en el ámbito de la teología, en el sentido que Zubiri le dio a esta expre‐
sión en su bello ensayo Sobre nuestra situación intelectual 13 .
El servicio a la Iglesia, y los cambios saludables que puedan generarse dentro
de ella a partir de una experiencia como la sugerida, pueden ser muy valiosos. La sa‐
lida de la Iglesia al mundo de la que habla el Vaticano II 14 y que es su horizonte fun‐
damental, dejará así de ser la salida de los clérigos y de las instituciones confesionales
católicas hacia los ámbitos extra‐eclesiales, para transformarse en la irrupción teológica
de esa misma Iglesia, pero en tanto que radicalmente presente en el mundo a través
de las personas que viven, buscan y encuentran a Dios en su cotidianidad real y
mundanal.
13 ZUBIRI, XAVIER: Nuestra situación intelectual, en Naturaleza. Historia. Dios, Madrid: Alianza Editorial‐
Sociedad de Estudios y Publicaciones, 19879, págs. 27‐57.
14 CONCILIO VATICANO II: Constitución Pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo de hoy, 1‐3.
99
IV. CONCLUSIÓN: ESBOZO DE UNA DEFINICIÓN PROGRAMÁTICA PARA UNA TEOLOGÍA DE
INSPIRACIÓN ZUBIRIANA
Finalizo estas páginas con una breve conclusión que intenta recoger los gran‐
des rasgos de una teología de inspiración zubiriana, a partir de lo que hemos ganado
en los párrafos precedentes. Con ello, espero poder ofrecer una respuesta de carácter
programático a la pregunta que me hacía al principio de este ensayo sobre el objeto, el
método y el sentido de la teología en el mundo contemporáneo.
En primer lugar, y en lo que respecta a su objeto, puede decirse, obviamente,
que es Dios, pero como no hay acceso a él que no pase por la realidad de las cosas, su
método es, a grandes rasgos, el tanteo y la escucha de la noticia que da Dios de sí, pre‐
sente en el fondo de las cosas. En líneas generales, el método de una teología como
des, para ver cómo está Dios presente en ellas, en la forma de las posibilidades que
ofrecen para el hombre en orden a su realización. Tiene, por un lado, que hacer uso
entonces de las mediaciones más adecuadas que ofrecen el amplio abanico del saber y
el actuar humanos, según sea el ámbito de realidad en el cual se quiera profundizar.
Por el otro, naturalmente, esa profundización se hace para actualizar hermenéuticamente
para la Iglesia y el hombre de hoy el legado de las grandes fuentes clásicas de la Reve‐
lación (Escritura, Magisterio, Tradición) y éstas, a su vez, sirven como horizonte desde
el cual se hace la escucha en hondura de todos los ámbitos de la realidad. El teólogo
escucha entonces tanto a las fuentes escritas de la tradición cristiana como a la realidad
misma, para interpretar, por un lado, a estas fuentes escritas y mostrar cuál es su signi‐
ficado para el hombre de hoy y, por el otro, para indagar cómo ese mismo y único Dios
revelado en Cristo está real y efectivamente dando de sí posibilidades al hombre des‐
de la realidad en la que hace su vida. Es decir, que no solamente se trata de interpre‐
100
tar o leer la realidad desde del Depósito de la Fe, sino que la lectura de ésta es tam‐
bién imprescindible para que ese gran legado escrito y vivido litúrgicamente por la
Iglesia cobre un significado real para nosotros 15 .
Con ello, la teología es un pensar lo que el Dios de la Revelación cristiana sig‐
nifica para nosotros hoy, pero es un pensar que sólo puede acceder a su objeto de for‐
ma oblicua, a través de la profundización en la experiencia de la presencia de ese Dios
en el fondo de todas las cosas como donación gratuita de sí mismo. La teología articu‐
para ello piensa a y desde las fuentes de la tradición, para, por un lado, actualizarlas,
es decir, dejar que desvelen su sentido para el hombre contemporáneo, pero, por el
otro, para que ellas también iluminen la oscura y nuda presencia de Dios en el fondo
de la realidad y lo hagan visible para la inteligencia humana en búsqueda de un piso
firme en el cual apoyar su realización.
15 En esta línea del quehacer teológico como actualización del significado de las fuentes de la fe para el
hombre de hoy, vale la pena acercarse a WICKS, JARED: Introducción al método teológico, Estella (Navarra):
Editorial Verbo Divino, 20012.
16 Las formas de la articulación racional de la experiencia teológica no se agotan en el discurso lógico.
Puede plasmarse en diversas formas, que van desde las artes visuales hasta la literatura, pasando por
la misma expresión litúrgica. A esto hace referencia la expresión heideggeriana pensar (das Denken), que
en su segunda etapa, marcadamente religiosa, llega prácticamente a sustituir al vocablo filosofía. Con‐
sidero que la teología puede también considerarse un pensar en el sentido que Heidegger le da a dicho
verbo.
101
DISCERNIMIENTO, EXISTENCIA Y REALIDAD:
UNA APROXIMACIÓN FILOSÓFICA AL DISCERNIMIENTO ESPIRITUAL
El tema del discernimiento es uno de los más interesantes de la teología católi‐
ca. Ya en el Nuevo Testamento, especialmente en las cartas paulinas, nos encontra‐
mos con un tratamiento explícito del asunto, en variados contextos. Toda la tradición
posterior lo seguirá desarrollando, hasta llegar a espiritualidades que están construi‐
das en torno a un método de discernimiento espiritual, como es el caso de la espiri‐
discernimiento parece tener un lugar central en la historia de la espiritualidad católi‐
ca. Sin querer entrar aquí en el problema de la definición más adecuada del discerni‐
miento, podemos entenderlo, de manera muy general como “aquel sentido de orienta‐
ción que permite al individuo en su concreto momento presente encontrar la forma de existen‐
cia (cristiana) que es adecuada para él” 1 . En lenguaje más tradicional, es famosa la de Ig‐
nacio de Loyola, sobre todo por la influencia que ha jugado en la constitución de la
espiritualidad moderna y contemporánea de la Iglesia: “…buscar y hallar la voluntad
divina en la disposición de su vida para la salud del ánima” 2 . José M. Castillo, en un estu‐
dio ya clásico, lo define con una pregunta: “¿Cómo puede y debe un creyente saber lo que
tiene que hacer para proceder rectamente y agradar a Dios en todo momento?” 3 En los mis‐
mos términos lo hace Pablo: “No vivan ya según los criterios del tiempo presente; al contra‐
1 KLINGER, ELMAR: Discreción de espíritus, en Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teológica, Barcelona: Edi‐
torial Herder, 1982, pág. 359.
2 IGNACIO DE LOYOLA: Ejercicios Espirituales, 1ª. Anotación, en Obras Completas, Madrid: BAC, 1982,
pág.8.
3 CASTILLO, JOSÉ MARÍA: El discernimiento cristiano. Por una conciencia crítica, Salamanca: Ediciones Sí‐
gueme, 1989, pág. 9.
rio, cambien su manera de pensar para que así cambie su manera de vivir y lleguen a conocer
la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que es grato, lo que es perfecto” 4 .
Salvo en la primera definición, todas las que he citado hacen referencia al pro‐
blema de buscar y encontrar la “voluntad divina” sobre la propia vida, para poder
actuar conforme a ella en la situación existencial concreta en la que se encuentra el
creyente. La primera, si bien no habla de la “voluntad de Dios”, habla de buscar una
forma de existencia que esté “adecuada” a lo propiamente cristiano en una situación
dada. En este sentido, todas coinciden en entender el discernimiento como un ejerci‐
cio eminentemente práctico, que busca dar orientación específicamente cristiana a la
propia vida en un momento personal e histórico determinado. Precisamente porque
el tema de la “voluntad de Dios” y la posibilidad de “percibirla” es uno de los más
espinosos, complejos y polémicos desde el punto de vista teológico y filosófico, es
notable que la primera definición omita cuidadosamente dicha expresión, limitándose
a referir el discernimiento al ámbito de la existencia concreta e intramundana del su‐
jeto que busca darle un contenido específicamente cristiano a su vida. Resalto esto
para mostrar una dificultad que se me presentó tan pronto comencé a preparar esta
ponencia: lo más rico de la discusión sobre el discernimiento es lo que está, digámoslo
así, del “lado de allá” de la disciplina en la que soy competente, que es la filosofía. Es
decir, que lo más medular y decisivo del tema se juega en el ámbito de lo propiamen‐
te teológico, y lo que más me interesaría discutir va a tener que quedarse como pre‐
gunta a ser pensada en el futuro. Así que me voy a limitar a quedarme del “lado de
acá”, que es, para mí, el de la filosofía, por lo cual no haré referencia en estas breves
páginas a la médula teológica y espiritual del discernimiento. Esta médula tendría, a
4 Rom. 12, 2.
104
mi modo de ver, dos grandes vertientes de desarrollo: primero, la de saber qué es lo
que se puede entender por “voluntad de Dios” y si esta “voluntad divina” es de al‐
guna manera comunicable al hombre, así como también si éste está en capacidad de
“percibir” o “tener experiencia” interna de dicha “voluntad” y, en caso de una res‐
puesta positiva, de saber cómo se efectúa dicha “percepción” y cómo es posible arti‐
cularla en el lenguaje. Segundo, obviamente muy ligado a la primera, la de los crite‐
rios propiamente cristianos que sirven para medir la pertinencia o no de aquello que
se discierne.
Ambas vertientes van mucho más allá de lo que la filosofía pueda dar, si bien
tienen una dimensión filosófica innegable y que debe ser asumida. Esta dimensión
podría ponerse de manifiesto de muchas maneras: por una parte –cosa que me encan‐
taría poder hacer, pero que sobrepasa con mucho las pretensiones de este ensayo‐,
sería una labor muy interesante someter a crítica filosófica los diversos discursos que
sustentan las distintas prácticas o espiritualidades de discernimiento dentro de la
Iglesia. Por otra parte, y eso es justo lo que voy a hacer aquí, la filosofía puede dar un
modesto pero muy importante aporte en lo referente a las condiciones de posibilidad
antropológicas, metafísicas y epistemológicas para la práctica y la teoría del discer‐
nimiento cristiano. Y esto porque si bien el discernimiento es la actividad propia de
una vida que busca dimensionarse desde la fe asumida como verdadera, la filosofía
es la reflexión que busca la razón última de esa misma vida en tanto que realidad in‐
tramundana que es capaz de preguntarse por sí misma y por su sentido. La fe, como
respuesta revelada a ese inquirir constitutivo del hombre, ilumina no una vida ni una
realidad “distintas”, sino la misma y única realidad humana que es objeto del pensar.
La filosofía, digámoslo brevemente, muestra la estructura interna de ese preguntar y
trata de establecer con claridad si éste tiene una densidad real tal que justifique lo
105
razonable de la fe y su pertinencia como posible respuesta verdadera a una inquietud
igualmente auténtica en tanto que humana y real.
En esta línea, veíamos que el discernimiento cristiano, tal como lo define la
tradición, implica varias dimensiones importantes: primero, una necesidad de orienta‐
ción del sujeto, entendida ésta de manera amplia tanto como una orientación del pro‐
pio actuar, como una determinación de la forma adecuada que debe asumir la propia
existencia. Segundo, esa necesidad de orientación responde a una situación concreta
en la que el sujeto se encuentra y que, en tanto exige una tal orientación, es, en sí
misma, problemática. Y, tercero, en la mayoría de los casos esa orientación provendría
de la correcta aprehensión y comprensión de la “voluntad de Dios” sobre el sujeto en
dicha situación concreta o, al menos, de la correcta aplicación de unos “criterios” ade‐
cuados que garanticen no cualquier respuesta, sino la que es “agradable a Dios” o
aquella que pueda considerarse como específicamente cristiana 5 .
Los dos primeros elementos no pertenecen exclusivamente a lo que pudiéra‐
mos llamar la dimensión “religiosa” del hombre, sino que son propios del ser huma‐
no en cuanto tal: todos los hombres se enfrentan a la necesidad de darle forma a su
propia existencia y de tener que decidir cuál es la manera más adecuada de actuar en
cada momento, sean cuales sean los criterios de los que se sirvan para medir dicha
5 En este tercer elemento cabría diferenciar entre un tipo de discernimiento centrado en la
“escucha” de la “voz de Dios” en la intimidad de la persona y otro más “racional”, que apela
más bien a la adecuación de las posibilidades sometidas a examen a unos ciertos “criterios de
discernimiento” que permitan mensurar intelectivamente su pertinencia como específicamen‐
te cristianas. Ambas opciones no son mutuamente excluyentes, pero que un discernimiento
obedezca más a una de ellas dependerá de la respuesta que se de a ciertos problemas muy
densos que tienen que ver con la manera en que se entienda la (o se rechace) la posibilidad de
una “comunicación” de Dios con el sujeto individual.
106
adecuación de sus opciones. Asimismo, todos los seres humanos tienen que hacer
estas opciones en medio de una situación concreta, que es en sí misma infinitamente
compleja y multidimensional: la situación es siempre íntima y personal, así como, a la
vez, social, histórica, económica, cultural, política, etc. Sólo el tercer elemento sería el
propiamente “religioso”, en cuanto presupone la fe en el Dios cristiano y la comuni‐
cabilidad de su voluntad al hombre necesitado de orientación en medio de su singu‐
lar situación. Sin embargo, como muy bien ha mostrado Xavier Zubiri 6 , toda fe reli‐
giosa es respuesta a una pregunta constitucional del hombre que es previa a cualquier
credo (o a la negación de que se pueda creer en algo) y que, por lo tanto, lo posibilita
(o no). Esa “pregunta” es lo que Zubiri llama la “dimensión teologal del hombre”,
asunto sobre el que ya volveremos, pero que, tomado en este sentido, apunta también
a un elemento antropológico universal: el hombre no busca sólo orientarse en su si‐
tuación, sino hacerlo desde una cierta fundamentalidad última y radical que le de
sentido a sus decisiones.
Así, tendríamos que el discernimiento presupone al menos tres dimensiones
del hombre, que son a las que propiamente hay que dirigir la pregunta filosófica acer‐
ca de si ellas abren el campo que hace posible el discernimiento cristiano y en qué
forma, es decir, con cuáles límites y virtualidades: una primera dimensión, que es la
dimensión ética del ser humano; una segunda dimensión que pudiéramos llamar su
dimensión situacional y que comprende tanto lo biográfico‐personal como el complejo
6 Ver ZUBIRI, XAVIER: En torno al problema de Dios, en ZUBIRI, XAVIER: Naturaleza, Historia, Dios, Madrid:
Alianza Editorial‐Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1987, págs. 417‐454; Introducción al problema de
Dios, en ZUBIRI, XAVIER: Naturaleza, Historia, Dios, Madrid: Alianza Editorial‐Sociedad de Estudios y
Publicaciones, 1987, págs. 393‐416; El hombre y Dios, Madrid: Alianza Editorial‐Sociedad de Estudios y
Publicaciones, 1984.
107
“histórico‐cultural” y, por último, una tercera dimensión que llamaremos zubiriana‐
mente la dimensión teologal del hombre.
Con esto, ya tenemos prácticamente esbozado un programa de investigación o
un camino tentativo para comenzar a mostrar filosóficamente cómo el discernimiento
es algo que viene internamente exigido no por la mera adscripción a la fe cristiana,
sino por la misma condición humana. Programa que por cierto valdría la pena abor‐
dar con todo detalle, pero que las limitaciones de esta ponencia me obligan a presen‐
tar de manera esquemática y, por ello, quizás de una forma que puede sonar un poco
“dogmática”.
La primera dimensión, la dimensión ética, es, como se dijo, común a todos los
seres humanos. Cuando digo esto, no me estoy refiriendo a códigos y normas, sino al
hecho de que el ser humano está impelido por su propia constitución ontológica a
darse forma a sí mismo a través de la creación y apropiación de posibilidades 7 , en la
medida que su existencia no está rígidamente clausurada por sus instintos y estos no
le garantizan su viabilidad, sino que, por el contrario, tiene que crear formas de exis‐
tencia propias que aseguren el logro de su propia vida. En otras palabras, el hombre
es constitutivamente libre y esta libertad radical es la raíz de la ética: porque no tiene
el hombre una forma única de ser que le venga instintivamente “programada”, tiene
éste que construirse un ethos, una forma cultural que le permita dar sentido a su vida,
que “cobije” el desamparo 8 y la fragilidad existencial que lo caracterizan y que, para‐
7 En esto sigo el pensamiento de Xavier Zubiri. Remito al lector a su curso El hombre, realidad moral,
publicado en ZUBIRI, XAVIER: Sobre el hombre, Madrid: Alianza Editorial, págs. 343‐440.
8 Martin Heidegger remite a la antigua etimología de la palabra ethos como morada, hogar, cobijo y como
forma de ser, de la cual se derivaría más tarde el sentido más abstracto de costumbres, que, a su vez, de‐
rivaría en el de norma o precepto. Ver HEIDEGGER, MARTIN: Brief über den “Humanismus”, en Wegmarken,
108
dójicamente, constituyen a la vez su más íntima debilidad y la raíz de su propia
grandeza. En este sentido, por ser radicalmente libre, el hombre está obligado a hacer
un discernimiento moral de las opciones que se le presentan en la vida, y las mide se‐
gún su apropiación contribuya al logro o malogro de su propia existencia. Conforme
se va decantando primero en valores vehiculados culturalmente y, a su vez, en códi‐
gos y normas morales que pretenden garantizar que no se pierda lo ganado en el lar‐
go proceso de irse labrando figuras de realidad más o menos viables a lo largo de la
historia. A mayor densidad histórica y cultural, mayor será el peligro de confundir el
discernimiento moral con la adecuación rígida del sujeto a esas normas y códigos, que
no pueden nunca sustituir el momento íntimo de la decisión personal en una situa‐
ción concreta y el riesgo que comporta. Sin embargo, esta brevísima descripción nos
muestra, primero, que el hombre está obligado por su propia constitución existencial
a discernir la pertinencia o no de sus elecciones. Segundo, que este discernimiento no
es aún espiritual, sino moral. Pero, en todo caso, ganamos algo: discernir no es algo que
se presente tan sólo como una necesidad interna de la fe, sino una exigencia de la
existencia humana en cuanto tal y que está fundada en la libertad. No sólo eso, sino
que discernir es ejercer conscientemente la propia libertad y, por ello, es requisito im‐
prescindible de la apropiación responsable de sí mismo.
La segunda dimensión, la dimensión situacional, supone, sencillamente, que la
libertad se ejerce no de manera abstracta sino en la determinadísima concreción de
una situación que es, en sí misma, muy compleja: implica lo que el hombre hace de sí
mismo en su propio decurso vital como individuo, así como también aquellos facto‐
(Gesamtausgabe. I. Abteilung: Veröffentlichte Schriften 1914‐1970, Band 9), Frankfurt am Main: Vittorio
Klostermann, 1996, pág. 356.
109
res que lo han moldeado independientemente de su voluntad, como lo son la cultura
en la que se nace, su familia, el momento histórico en el que se encuentra, los avatares
de la vida, etc. Es lo que algunos llaman sus “condicionamientos”. Además de eso, la
situación es la que exige que se responda a ella a través de la apropiación o no de de‐
terminadas posibilidades hacia las que el sujeto se ve impelido para poder realizarse.
Esta situación no es sólo “externa”, sino también “interna”, y supone muchas cosas
importantes para nuestro tema. Yo quisiera recalcar que nos pone frente a un dato
central para el problema del discernimiento, sea este espiritual o no: impelido por su
propia libertad a tener que optar entre las posibilidades que su realidad le ofrece, el
hombre tiene que saber escuchar y leer esa realidad. Es decir, tiene que saber interpre‐
tar adecuadamente lo que su situación le está planteando para poder discernirla. Y el
dato particular, que es realmente clave para nuestro asunto y es el que además mues‐
tra con mayor fuerza a necesidad del discernimiento, es el hecho de que esa “lectura”
no es una lectura desde “fuera”, no hay un lugar de “objetividad” pura desde el cual
se pueda ver con absoluta transparencia la propia situación, sencillamente porque el
hombre tiene que leerla desde adentro, sin poder salir nunca de ella y determinado
siempre por ella. El discernimiento en situación está inserto siempre dentro de un
auténtico círculo hermenéutico: la situación personal e histórica que quiero discernir
tengo que discernirla desde ella misma, desde los “condicionamientos” que me im‐
pone y me conforman, que son, a su vez, lo que posibilitan que tenga un determinado
“punto de vista”, capaz de revelar algo nuevo para iluminar aquello que quiero dis‐
cernir. Así, discernir es interpretar. Y como toda interpretación, requerirá de un sinfín
de mediaciones que nos permitan ahondar y profundizar en el espesor insondable de
cada situación. En virtud de ello, surgirán muchos “métodos” que nos ayuden a rea‐
lizar la lectura adecuada de la realidad, tanto de la personal como de la histórica en la
que estamos insertos. Las Reglas de Discreción de Espíritus de Ignacio de Loyola, por
110
ejemplo, pueden verse como un decantado de una larga tradición cristiana de méto‐
dos que conciben la vida espiritual como un arte de interpretación de la vida interior,
como una hermenéutica de sí mismo. En el campo profano, lo mismo puede decirse
del psicoanálisis en todas sus corrientes, así como de otras muchas disciplinas de las
ciencias sociales. Esto, por otro lado, supondrá siempre saber que el misterio de la
realidad no se agota nunca y que toda decisión se toma en una zona de sombra y
riesgo propia de este carácter condicionado de la experiencia, quitándole así al dis‐
cernimiento cualquier pretensión de búsqueda neurótica de seguridad absoluta y si‐
tuándolo más bien en el terreno más ambiguo pero más humano de la incertidumbre 9 .
La tercera dimensión es la que nos sitúa propiamente en el campo del “discer‐
nimiento espiritual”, y es la que he llamado, siguiendo a Zubiri, la dimensión teologal
del hombre. Con ella no entramos todavía en el terreno propio de la fe religiosa, mu‐
cho menos en el de la fe cristiana, pero es la condición de posibilidad de ella. Ha
habido en la filosofía contemporánea un interesante movimiento del pensar que, lejos
de rechazar el problema de Dios como un “pseudo‐problema”, a la vez que alejándo‐
se del intento de pretender encontrar “pruebas” o “demostraciones” racionales de la
“existencia” de Dios, ha intentado recuperar este tema tan caro a la filosofía desde
una perspectiva que podríamos llamar a grosso modo de “mostración fenomenológica”
de la apertura del hombre a un fundamento último de su existencia. Pienso en Zubiri,
en el “segundo Heidegger” y en el Rahner más filosófico. En líneas generales, esta
manera de argumentar parte de la idea de que el hombre no “está” “frente” a la reali‐
dad (o al “ser”, según sea el filósofo), como si fuera algo externo a ella, sino más bien
9 Sobre esto, las páginas más lúcidas que he leído son las del breve ensayo de Armando Rojas Guardia
titulado El principio de incertidumbre. Qohelet y la moral provisional, Caracas: Ediciones del Museo Jacobo
Borges, 1996.
111
es el hombre quien está “en” la realidad y ésta, a su vez, está “en” él, en la medida
que se “impone” con su propia fuerza a su sentir. Para Zubiri 10 , ser hombre consiste
en “aprehender sentientemente” el carácter real de las cosas, que se le impone desde
sí mismo de una manera inexorable. En tanto que él mismo es real, el hombre se ve
remitido al hecho de que ese carácter de realidad suyo y de las cosas no le viene de sí
mismo y tampoco de las cosas como entes individuales, sino de “algo” enigmático
que hace que las cosas sean y que, aún más, impele al hombre a ser real, en tanto que
se “apodera” de él al imponerle su propia realidad. Esto, insiste Zubiri, no es algo que
el hombre “piense”, sino algo que le es dado en su sentir, en su estar “atemperado”,
modulado por la fuerza misma de la realidad. Es lo que él llama “religación”: el hom‐
bre está sentientemente “ligado” no sólo a la realidad a secas, sino al poder que hace
que haya realidad y que, como tal, se le impone, haciendo que se pregunte qué o
quién será eso tan enigmático que se “esconde” detrás de todo. Heidegger, por su
parte, expondrá ideas similares, si bien no tan rigurosas como las de Zubiri, en la se‐
gunda etapa de su pensamiento 11 , al mostrar cómo el hombre se constituye como tal
en la experiencia del Ser que se le da a su sentir como fundamento de los entes, reve‐
lando su nuda presencia a la vez que ocultando su más íntima naturaleza, “iluminan‐
do” los entes al “hacer que ellos sean”, pero sin mostrarse él mismo en toda su trans‐
parencia, sino tan sólo en su carácter de fundamento posibilitante del ser de las cosas.
Según Zubiri, esa realidad absoluta, fundamento de todas las cosas reales y, a mi mo‐
do de ver, ese misterioso “Ser” heideggeriano, es precisamente lo que podemos lla‐
Lo que sigue está inspirado principalmente en ZUBIRI, XAVIER: El hombre y Dios, Madrid: Alianza
10
Editorial‐Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1984.
11 Ver, especialmente, HEIDEGGER, MARTIN: Brief über den “Humanismus”, en Wegmarken, (Gesamtausgabe.
I. Abteilung: Veröffentlichte Schriften 1914‐1970, Band 9), Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, 1996
y HEIDEGGER, MARTIN: Beiträge zur Philosophie, (Gesamtausgabe. III. Abteilung: Unveröffentlichte
Abhandlungen. Vorträge‐Gedachtes. Band 65), Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, 1989.
112
mar “Dios” en sentido filosófico. En cuanto tal, nos es dado como problema. No en su
transparencia, como bien apunta Heidegger, sino como el enigma que surge de la ex‐
periencia de que hay “algo” que está “haciendo que haya cosas”. El hombre estaría así
constitutivamente abierto a Dios, es decir, a la fundamentalidad última de la realidad
y de la propia existencia. Esta experiencia estaría en el hombre como pregunta y no
como respuesta, como constitutiva problematicidad. La filosofía nos traería hasta aquí,
porque la fe sería la instancia de la respuesta: el significado de ese enigma y su iden‐
tidad, su “nombre” en sentido bíblico, es precisamente lo que viene por la vía de la
Revelación.
Lo interesante para nuestro tema es que, si eso es así, aquello que el hombre
discierne y que hasta ahora habíamos caracterizado como un discernimiento mera‐
mente “ético”, estaría abierto a una ulterior dimensión más profunda, porque esa rea‐
lidad que ofrece posibilidades a la libertad en orden a la realización del hombre es la
misma realidad que le da la experiencia del enigma de su propia fundamentalidad, es
decir, de la presencia oculta de Dios como donador y posibilitante último de la exis‐
tencia. Eso tendría como consecuencia que la lectura de la realidad en la que consiste
el discernimiento humano se puede abrir desde sí misma a un nivel “espiritual”, que no
es un nivel “más allá” de lo real, sino más bien el nivel de lo “más acá” y de lo “más
profundo” de la realidad en la que el hombre vive. El discernimiento espiritual no es
“otro tipo” de discernimiento “al lado” del discernimiento ético, sino más bien su
profundización y elevación a la luz del misterio de la ultimidad oculta detrás del es‐
cenario que nos problematiza y nos exige respuesta. En el discernimiento espiritual,
el hombre busca descubrir en esas opciones que la realidad le ofrece aquello que ex‐
presa con mayor claridad el carácter posibilitante, humanizador y por lo tanto divino,
113
Este estar poseídos por la problematicidad enigmática de nuestra propia existencia,
nos muestra que Dios es presencia no sólo fundante sino interpelante, y esa interpela‐
ción se da siempre en la realidad y no “fuera” de ella 12 .
ese Dios que se da a conocer veladamente en lo real. Pero la filosofía nos puede mos‐
trar que la fe es una respuesta a un problema inscrito en la condición humana. Asi‐
mismo, la fe otorgará criterios para poder “escuchar” adecuadamente a ese Dios que
se nos da “oscuramente”, como gustaba decir San Juan de la Cruz. Pero la fe no exigi‐
rá nunca que nos “salgamos” de nuestra realidad o de nuestra coyuntura histórica y
personal para poder discernir qué es lo correcto en cada momento. Más bien nos dará
elementos para poder leer adecuadamente el texto de nuestra situación y para poder
ver en ella lo que hay de divino en nuestro presente, es decir, las posibilidades que
ofrece para poder construirnos más humanamente, más realizados a partir de lo que se
nos ofrece desde el fondo último y misterioso de esa situación, por más oscura y des‐
esperada que ésta pueda aparecer a nuestros ojos. Muy importante también es saber
que lo que Dios nos da no es la “solución” de nuestros problemas, ni la certeza última
a nuestra incertidumbre, sino las posibilidades que necesitamos para poner en juego
nuestra libertad y, con ella, para construir creativamente, con todas las mediaciones
12 Esta interpelación, que no es meramente “intelectual” sino intelectiva y que, por lo tanto, nos viene
dada en el sentir, supondrá aprender el arte de la lectura de las infinitas formas en las cuales nos ve‐
mos afectados y “atemperados” por la presencia misteriosa de Dios en lo real. Es por eso que existen
“métodos” de discernimiento espiritual, técnicas para aprender a escuchar, leer y cribar lo que nos
viene dado en esa experiencia. En este sentido, hay que diferenciar el discernimiento espiritual de la
“discreción de espíritus”, que no es sino una de las técnicas desarrolladas para poder realizar un buen
discernimiento, y que no es invento de Ignacio de Loyola, sino de una larga tradición que podría decir‐
se que nace con la misma Iglesia. Sobre esta diferencia entre discernimiento espiritual y discernimiento de
espíritus, así como también sobre la historia del discernimiento en la Iglesia, se puede leer R UIZ JURADO,
MANUEL: El discernimiento espiritual. Teología. Historia. Práctica, Madrid: BAC, 2002.
114
culturales y racionales de las que disponemos, la figura lograda de nuestra humani‐
dad
115
EXPERIENCIA MÍSTICA Y DISCERNIMIENTO:
UNA INTERPRETACIÓN DE LA DISCRECIÓN DE ESPÍRITUS EN LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES
DE IGNACIO DE LOYOLA
I. LA DISCRECIÓN DE ESPÍRITUS COMO MÉTODO DE DISCERNIMIENTO.
En un trabajo anterior 1 mostré que el discernimiento cristiano no puede consi‐
derarse como uno distinto del discernimiento ético, sino más bien como la apertura o
elevación del mismo a un nivel más profundo o propiamente “espiritual”, en el cual
el hombre busca descubrir en las opciones que la realidad le ofrece ―en orden a la
realización de sí mismo―, aquellas que “expresan con mayor claridad el carácter po‐
sibilitante, humanizador y por lo tanto divino, de la realidad en la que estamos o que,
como dirían Heidegger o Zubiri, nos posee” 2 .
En otras palabras: el discernimiento cristiano no se pretende como uno “para‐
lelo” al que todo hombre tiene que hacer a la hora de calibrar la pertinencia o no de
las posibilidades que se le presentan en la vida y entre las cuales está internamente
exigido a escoger, a fin de irse labrando una figura de realidad concreta ―una perso‐
nalidad, en palabras de Zubiri―, sino como el mismo discernimiento, pero en tanto cuali‐
ficado por el carácter específico que brota de la fe vivida por el creyente. En este senti‐
do, se trata de un discernimiento que no sólo se pregunta por la bondad moral de una
opción, sino de uno que va más allá y trata de buscar activamente precisamente aque‐
lla que mejor responda a los criterios propios que nacen de la fe cristiana. Esto es así
principalmente porque no hay dos realidades, una ética y otra cristiana, sino una sola
1 TEPEDINO, NELSON: Discernimiento, existencia y realidad: Una aproximación filosófica al discernimiento espi‐
ritual, en ITER‐Humanitas. Revista de Filosofía y Humanidades, N° 1, Caracas: Facultad de Teología de la
Universidad Católica Andrés Bello‐Instituto de Teología para Religiosos, enero‐junio de 2004, págs. 13‐
22.
2 Op. cit., pág. 11.
realidad en la cual se tiene que realizar necesariamente la búsqueda de aquello que la
tradición llama la “voluntad de Dios”. El discernimiento, sea éste un simple discer‐
nimiento moral o un discernimiento cristiano, es siempre lectura de la misma realidad.
La diferencia estriba en que el discernimiento cristiano presupone el discernimiento
moral, pero lo excede en tanto que busca no sólo diferenciar lo “bueno” de lo “malo”,
sino que, presuponiendo este ejercicio elemental de humanidad, ausculta las opciones
“buenas” que ofrece la realidad para hallar aquellas que de alguna forma “revelan”
más lo que Dios quiere de manera particular para una persona y una situación con‐
cretas.
La pregunta que surge inmediatamente es cómo es posible hacer eso, cuál es el
método que hay que aplicar para poder saber cuál es la manera específicamente cris‐
tiana y, además, particularmente querida por Dios, de responder ante una situación
dada. En general, habría dos posibles respuestas a esta pregunta, no necesariamente
excluyentes. En primer lugar, podríamos considerar el discernimiento cristiano como
una extensión del discernimiento moral, en tanto que se trataría simplemente de cri‐
bar las opciones moralmente aceptables que se me presentan en una situación apli‐
cando unos criterios que me permitan mensurar racionalmente cuáles opciones res‐
ponden mejor a lo que es propiamente una forma cristiana de actuar. Se trataría de un
una situación dada.
Hay otra forma, sin embargo, de discernimiento, muy importante en la tradi‐
ción cristiana, y es precisamente de ella de la que me voy a ocupar en las siguientes
páginas: a saber, la que ha sido llamada tradicionalmente como discernimiento (o dis‐
creción) de espíritus, y que es aquella que no se limita a un análisis fríamente cerebral
118
de las opciones que ofrece una situación y a una aplicación puramente “racional” de
los criterios cristianos que la iluminan, sino que pretende escuchar aquello que Dios
mismo dice en esa misma situación como voluntad específicamente suya sobre ella. El
principal sistematizador de esta forma particular de discernimiento es san Ignacio de
Loyola, en sus famosos Ejercicios Espirituales, más concretamente en sus Reglas para la
discreción de espíritus 3 . No es mi objetivo aquí hacer una detallada exégesis de los tex‐
tos ignacianos, dadas las modestas dimensiones de este ensayo, así que me limitaré a
las líneas principales de esta manera de comprender el discernimiento cristiano y
usaré eventualmente los textos ignacianos como su ejemplificación más lograda, sin
pretender nunca ser exhaustivo.
II. EL DISCERNIMIENTO IGNACIANO
II.1.‐ EL DISCERNIMIENTO ESPIRITUAL EN EL CONTEXTO DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES
Dos son los presupuestos que tiene esta manera de entender el discernimiento
cristiano: primero, que Dios, de alguna manera, “habla” al hombre y le comunica su
voluntad. Segundo, que el hombre está en capacidad de “escuchar” esta “voz” que le
“habla” y le “revela” lo que quiere para él. Como se ve, se trata de afirmaciones muy
problemáticas, que exigen que se muestre con claridad qué es lo que quieren decir y,
sobre todo, si nos pueden decir algo a nosotros, seres humanos de principios del siglo
3 Ignacio sistematiza la sabiduría proveniente de una larga tradición eclesial y procura esbozar las re‐
glas de un método general para el discernimiento. Sobre la historia de esta tradición vale la pena con‐
sultar ARZUBIALDE, SANTIAGO: Ejercicios espirituales de s. Ignacio. Historia y análisis, Bilbao‐Santander:
Mensajero‐Sal Terrae, 1991; MELLONI, JAVIER: La mistagogía de los Ejercicios, Bilbao‐Santander: Mensaje‐
ro‐Sal Terrae, 2001 y RUIZ JURADO, MANUEL: El discernimiento espiritual. Teología. Historia. Práctica, Ma‐
drid: BAC, 2002.
119
XXI, a quienes la idea de un Dios que “habla” nos parece un asunto muy cercano a lo
mítico y para quienes, además, la idea de un Dios que nos dice lo que tenemos que
hacer nos resulta muy chocante, en tanto que hijos del programa emancipador y au‐
tónomo de la Modernidad.
Dios y este “escuchar” del hombre en proceso de discernimiento, a fin de determinar
filosóficamente si es posible interpretarlo de una manera que sea satisfactoria desde la
fe y que, a la vez, responda a la altura de los tiempos en los que vivimos y que, por lo
tanto, respete tanto lo más específicamente nuclear del mensaje cristiano como la li‐
bertad y autonomía moral de la persona, en tanto que conquistas irrenunciables del
hombre moderno y a las que me parece que no es posible ni deseable renunciar o po‐
nerle coto.
Los Ejercicios no son “ejercicios piadosos”. Son todo un método puesto en fun‐
ción de, en palabras de Ignacio, “buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su
vida para la salud del ánima” 4 , lo cual presupone, además, que el ejercitante ha de “pre‐
parar y disponer su ánima para quitar de sí todas las afecciones desordenadas” 5 . Esto no se
hace como una cavilación obsesiva y centrada de manera narcisista sobre la propia
vida y la propia interioridad, sino de forma paralela y constante sobre el telón de
fondo de una contemplación estructurada en distintas meditaciones sobre la vida de
Cristo y otros tópicos puntuales, ordenadas a lo largo de cuatro semanas, que permi‐
ten al ejercitante poner su vida en relación con el misterio de Cristo e iluminar así su
4 IGNACIO DE LOYOLA: Ejercicios Espirituales, 1ª. Anotación, en Obras Completas, Madrid: BAC, 1982,
pág.8.
5 Idem.
120
situación concreta con lo que esta confrontación va dando de sí a medida que va
avanzando el proceso. Los Ejercicios se realizan así como en dos escenarios a la vez:
por un lado, la meditación sobre la vida de Cristo y lo que ésta supone como interpe‐
lación a la propia existencia en trance hacer alguna opción vital. Por el otro, una aten‐
ción muy cuidadosa a lo que Ignacio llama las “mociones” o movimientos que se van
produciendo en la intimidad del ejercitante durante todo el período de tiempo que
duren los Ejercicios. Lo interesante del método ignaciano es que es justamente en esta
atención a los movimientos interiores del ánimo de la persona dónde se busca aquello
que se quiere lograr (la voluntad de Dios), y no tanto en la “reflexión” sobre los “con‐
tenidos” nocionales que pudieran desprenderse de la meditación sobre la vida de
Cristo o sobre cualquier otro de los “temas” que se proponen. En todo caso, se trata
de ver cómo la vida de Cristo me afecta internamente. Y el proceso de discernimiento
va a consistir, precisamente, en la cuidadosa lectura e interpretación de los “estados
de ánimo” que se producen en mí a raíz de la experiencia de oración intensa y de los
ámbitos de vida en la que ésta se realiza. Es allí, y no tanto en una “reflexión” sobre
los “temas” de los Ejercicios, dónde Ignacio busca la “voluntad de Dios” sobre la per‐
sona que hace los Ejercicios.
Así, según la visión ignaciana es en el ámbito de los “estados de ánimo” (mo‐
ciones) dónde se da la experiencia de la “escucha” de la voz de Dios que comunica su
voluntad. Para hallar la “voluntad de Dios”, el ejercitante deberá desplegar una fina
hermenéutica de sí mismo y de su sentir más íntimo, a fin de leer en ella qué es lo que
más le conviene para la salud de su ánima, como dice Ignacio.
121
II.2.‐ LOS “TRES TIEMPOS DE ELECCIÓN”
Para posibilitar esa lectura, Ignacio estructura su método en torno a tres “tiem‐
pos” para hacer “sana y buena elección”: el primero parecería no necesitar de discer‐
nimiento alguno, porque, según Ignacio, la evidencia de que es Dios mismo quien
“mueve y atrae la voluntad” es tan evidente por sí misma que no deja duda alguna de
su procedencia. Es lo que en otros lugares llama la “consolación sin causa preceden‐
riencia de consolaciones y desolaciones, y por experiencia de discreción de varios espíritus” 7 ,
sobre el que volveremos de inmediato, dada su importancia central en mi argumenta‐
ción. Y, finalmente, el tercer tiempo, que es aquél en el cual el sujeto “no es agitado de
varios spíritus y usa de sus potencias naturales líbera y tranquilamente” 8 , y hace su discer‐
nimiento a través de la aplicación de un examen puramente racional. En lo que res‐
pecta a estos “tres tiempos”, sigo la interpretación de Karl Rahner, quien piensa que
no se trata de tres formas o etapas totalmente divorciadas entre ellas, sino que más
bien el “tercer tiempo” viene presupuesto e incurso en los otros dos, así como tam‐
bién que la llamada “consolación sin causa” (primer tiempo) lleva siempre de alguna
manera a un discernimiento posterior del tipo del “segundo tiempo”, con lo cual éste
tendría un lugar capital dentro del método ignaciano, ya que prácticamente todas las
reglas de discreción están en función de este examen de “mociones” 9 .
6 IGNACIO DE LOYOLA: Ejercicios Espirituales, Nros. 175 y 330.
7 Op. cit., N° 176.
8 Op. cit., N° 177.
9 „...die drei Wahlzeiten haben das eine und selbe Wesen und unterscheiden sich nur durch eine
abgestufte Wesensverwirklichung. Die erste Wahlzeit ist der ideale Grenzfall (nach oben) der zweiten
Wahlzeit, die die Rationalität der dritten als ein inneres Element in sich selbst enthält, die dritte
Wahlzeit ist der defiziente Modus der zweiten (und muβ so aufgefaβt werden), der sich selbst nach
oben in die zweite Wahlart zu überholen sucht“. RAHNER, KARL: Die logik der existentiellen Erkenntnis bei
Ignatius von Loyola, en Das dynamische in der Kirche, Freiburg im Breisgau: Herder, 1958, pág. 93. (“…los
122
Por lo tanto, el foco de nuestra atención será este “segundo tiempo”. De hecho,
la definición que da Ignacio del mismo describe perfectamente la esencia de su méto‐
do: adquirir claridad y conocimiento (de la voluntad de Dios) por medio de la experien‐
cia de consolaciones y desolaciones y de la discreción de espíritus 10 . Cinco elementos estruc‐
turan este proceder: dos grandes “mociones” o “estados de ánimo” y tres posibles
“agentes” o “causas” de los mismos. Los dos estados de ánimo son la “consolación” y
la “desolación”, que pueden ser “causados” por el “buen espíritu” o “el mal espíritu”,
pero también pueden tener su origen en el propio sujeto 11 . El método, a grandes
rasgos, consiste en “leer” las consolaciones y las desolaciones, averiguando en cuál de
los dos “espíritus” tienen su origen o a cuál de ellos conducen sus efectos. Procedo a
continuación a esbozar muy brevemente qué es cada uno de estos elementos,
comenzando con los estados de ánimo fundamentales: consolación y desolación.
III. DIOS EN EL SENTIR: LA HERMENÉUTICA DE LA CONSOLACIÓN Y LA DESOLACIÓN
III.1.‐ CONSOLACIÓN, DESOLACIÓN Y EL “DISCURSO DE LOS PENSAMIENTOS”
La “consolación” es definida por el mismo Ignacio de la siguiente manera:
tres tiempos de elección tienen una misma y única esencia, distinguiéndose únicamente por cierta gra‐
dación en la realización de la misma. El primer tiempo de elección es el caso límite, en sentido ascen‐
dente, del segundo modo de elección, que contiene en sí mismo como elemento intrínseco la racionali‐
dad del tercero, y este tercer tiempo es un modo deficiente del segundo ―y así se debe entender―, de
modo que tiende a superarse elevándose a la segunda manera de elección”. Traducción de Alejandro
Ross, en R AHNER, Karl: La lógica del conocimiento existencial en San Ignacio de Loyola, en Lo dinámico en la
Iglesia, Barcelona: Editorial Herder, 1968, pág. 115).
10 IGNACIO DE LOYOLA: Ejercicios Espirituales, N° 176.
123
…llamo consolación quando en el ánima se causa alguna moción interior, con la cual
viene la ánima a inflamarse en amor de su Criador y Señor, y consequenter quando
ninguna cosa criada sobre la haz de la tierra puede amar en sí, sino en el Criador de
todas ellas. Asimismo quando lanza lágrimas motivas a amor de su Señor, agora sea
por el dolor de sus peccados, o de la passión de Christo nuestro Señor, o de otras cosas
derechamente ordenadas en su servicio y alabanza; finalmente, llamo consolación to‐
do aumento de esperanza, fee y caridad y toda leticia interna que llama y atrae a las
cosas celestiales y a la propria salud de su ánima, quietándola y pacificándola en su
Criador y Señor 12 .
En claro contraste, Ignacio define la desolación como sigue:
...llamo desolación todo lo contrario de la tercera regla 13 ; así como escuridad del áni‐
ma, turbación en ella, moción a las cosas baxas y terrenas, inquietud de varias agita‐
ciones y tentaciones, moviendo a infidencia, sin esperanza, sin amor, hallándose toda
perezosa, tibia, triste y como separada de su Criador y Señor. Porque así cómo la con‐
solación es contraria a la desolación, de la misma manera los pensamientos que salen
de la consolación son contrarios a los pensamientos que salen de la desolación 14 .
El método ignaciano consiste, esencialmente, en “leer” estas “mociones” o mo‐
vimientos anímicos. Es esa lectura la que va a ir indicando al ejercitante cuál es la
“voluntad de Dios” sobre él. Ahora bien, ¿quiere esto decir que esos “estados de áni‐
mo” tienen ellos, en sí mismos, un valor cognitivo lo suficientemente claro como para
“revelar” dicha “voluntad”? En sentido estricto, no. La compleja filigrana de las re‐
glas de discreción ignacianas no busca tanto leer un supuesto contenido objetivo en el
estado de ánimo en cuanto tal, sino en su relación con los pensamientos, deseos, afec‐
tos, proyectos, etc. que lo suscita o a los cuales conduce. El arte del discernimiento,
por lo tanto, es también, en gran medida, una reflexión analítica que integra lo racio‐
11 Op. cit., N° 32.
12 Op. cit., N° 316.
13 La anterior que acabamos de citar.
124
nal y lo emocional del hombre en orden a un conocimiento moral cualificado espiri‐
tualmente. Así, en la 5ª regla de la segunda semana, Ignacio da una de las claves cen‐
trales de su método:
...debemos mucho advertir el discurso de los pensamientos; y si el principio, medio y
fin es todo bueno, inclinado a todo bien, señal es de buen ángel; mas si en el discurso
de los pensamientos que trae, acaba en alguna cosa mala o distrativa, o menos buena
que la que el ánima antes tenía propuesta de hacer, o la enflaquece o inquieta o con‐
turba a la ánima, quitándola su paz, tranquilidad y quietud que antes tenía, clara señal
es proceder de mal spíritu, enemigo de nuestro provecho y salud eterna 15 .
En virtud de eso, en la siguiente regla Ignacio recomienda:
...quando el enemigo de natura humana fuere sentido y conoscido de su cola serpenti‐
na y mal fin a que induce, aprovecha a la persona que fue dél tentada, mirar luego en
el discurso de los buenos pensamientos que le truxo, y el principio dellos, y cómo po‐
co a poco procuró hacerla descendir de la suavidad y gozo spiritual en que estaba,
hasta traerla a su intención depravada; para que con la tal experiencia conoscida y no‐
tada, se guarde para adelante de sus acostumbrados engaños 16 .
Con todo ello vemos que el momento central del discernimiento no es el mero
sentir “consolaciones” o “desolaciones”, ya que éstas pueden resultar engañosas: una
consolación no es en sí misma signo de “buen ángel”, y una desolación no lo es nece‐
sariamente de “ángel malo”. Esto se ve con toda claridad en las reglas tercera, cuarta
y séptima de la segunda semana:
3ª regla. La tercera: con causa puede consolar al ánima así el buen ángel como el malo,
por contrarios fines: el buen ángel, por provecho del ánima, para que cresca y suba de
14 Op. cit., N° 317.
15 Op. cit., N° 333.
16 Op. cit., N° 334.
125
bien en mejor; y el mal ángel para el contrario, y adelante para traerla a su dañada in‐
tención y malicia.
4ª regla. La quarta: proprio es del ángel malo, que se forma sub angelo lucis, entrar
con la ánima devota, y salir consigo; es a saber, traer pensamientos buenos y sanctos
conforme a la tal ánima justa, y después, poco a poco, procura de salirse trayendo a la
ánima a sus engaños cubiertos y perversas intenciones.
[...] 7ª regla. La septima: en los que proceden de bien en mejor, el buen ángel toca a la
tal ánima dulce, leve y suavemente, como gota de agua que entra en una esponja; y el
malo toca agudamente y con sonido y inquietud, como quando la gota de agua cae
sobre la piedra; y a los que proceden de mal en peor, tocan los sobredichos spíritus
contrario modo; cuya causa es la disposición del ánima ser a los dichos ángeles con‐
traria o símile; porque quando es contraria, entran con estrépito y con sentidos, per‐
ceptiblemente; y quando es símile, entra con silencio como en propia casa a puerta
abierta 17 .
Todos estos textos nos indican claramente que discernir es examinar la proceden‐
cia y el destino de las “consolaciones” y de las “desolaciones”. De lo que se trata es de
yectos y todo lo que en general Ignacio suele llamar con el nombre de afecciones 18 . De
hecho, lo que el ejercitante busca con los Ejercicios es descrito en los siguientes térmi‐
nos: “...ordenar su vida sin determinarse por affección alguna que desordenada sea 19 . Si los
Ejercicios tienen como objetivo facilitar un método de elección conforme a la voluntad
de Dios, eso que se elige es algo a lo que tiendo y que deseo, una afección. Ese objeto
del deseo puede ser una forma de vida o cualquier otro proyecto o asunto vital, cuya
importancia es tal que no puede sino ser sometido a un proceso que permita calibrar
la pertinencia de su apropiación para una existencia que se entiende a sí misma como
específicamente cristiana.
17 Op. cit., Nros. 331, 332 y 335.
18 MELLONI, JAVIER: La mistagogía de los Ejercicios, Bilbao‐Santander: Mensajero‐Sal Terrae, 2001, págs.
75‐80.
19 IGNACIO DE LOYOLA: Ejercicios Espirituales, N° 21.
126
Así, son estas afecciones, vividas como deseo u opción problemática, las que me
van generando determinado estado de ánimo o “mociones” y me van conduciendo
suave o rudamente hacia un determinado espacio anímico de “desolación” o “conso‐
lación”. De una sabia atención y lectura de esos procesos anímicos, el ejercitante,
acompañado de un orientador cualificado, va obteniendo un saber práctico lo sufi‐
cientemente decantado como para optar por alguna de esas posibilidades que se le
ofrecen. Esta opción, depende, en definitiva, de si los contenidos anímicos con las que
ella me afecta indican una relación de procedencia del buen o mal “espíritu”.
III.2.‐ LOS “ESPÍRITUS”
Esto no significa que Ignacio sea un maniqueo que ve al hombre como un títere
movido por dos “seres” o “dioses” míticos. De hecho, hay mucho del lenguaje y de la
visión propia del tiempo de Ignacio en esta formulación. Estamos ante una forma de
expresión simbólica, que tiene sus propias reglas del juego y que podemos interpretar
más modernamente, si así nos parece conveniente. De hecho, es mucho lo que hoy en
día sabemos sobre la complejidad de la psicología profunda del hombre y una inter‐
pretación en esta línea es mucho lo que puede dar de sí para actualizar el rico legado
de la tradición espiritual cristiana 20 . El término “espíritu” aparece muchas veces y con
significados diferentes en los Ejercicios. En algunos casos, hace referencia a “entida‐
des” angélicas benignas o malignas que “desde fuera” mueven tendencialmente el
ánimo del ejercitante. Con J. Melloni, pienso que, modernamente, sería quizás mejor
pensar que lo mueven desde “adentro”, desde los fondos de su propia interioridad
Un interesante ejemplo de esto lo constituye el libro Der Umgang mit dem Bösen (Münsterschwarzach:
20
Vier‐Türme‐Verlag, 1979), del monje benedictino Anselm Grün, en el cual el autor interpreta los “de‐
monios” de la tradición monástica en términos de “complejos autónomos del inconsciente”, siguiendo
127
psicológica. En todo caso, siempre terminan haciendo referencia a unos movimientos
del estado de ánimo que o bien conducen a la comunión con Dios o a la desunión con
él. Sea cual sea la solución más adecuada al problema de la naturaleza ontológica de
los “espíritus”, lo realmente decisivo es su manifestación en estados de ánimo que
facilitan o entorpecen la experiencia de la cercanía de Dios y de la claridad en la deci‐
sión que se intenta dilucidar 21 .
Con esto, una primera conclusión que podemos sacar es que el “hablar” de
Dios y el escuchar del hombre en el discernimiento no excluyen la necesidad del
examen racional. Y es de hacer notar que dicho examen no recae sobre algo que Dios
mismo “insufle” en el ejercitante, sino sobre la manera en la que el ejercitante se siente
afectado por los proyectos y los objetos de su deseo. Éstos, por cierto, no los “revela”
Dios, sino que es el ejercitante quien los trae y los somete a su consideración. En con‐
secuencia, si Dios “habla” en el proceso del discernimiento, no es para decirnos lo que
tenemos qué hacer. Desde el punto de vista ignaciano, parece ser que se trata más
bien de buscar una cierta confirmación 22 de que la opción escogida de alguna forma
coloca nuestra existencia en un espacio que muestra de manera más cabal que otros la
presencia del misterio de Dios, en la medida que los frutos son un sentirse y hallarse el
todo del hombre radicalmente instalados en él 23 .
los postulados teóricos de la psicología junguiana. Hay traducción castellana bajo el título Nuestras
propias sombras. Tentaciones. Complejos. Limitaciones, Madrid: Narcea S.A. de Ediciones, 1991.
21 MELLONI, JAVIER: Op. cit., págs. 142‐144.
22 IGNACIO DE LOYOLA: Ejercicios Espirituales, N° 183.
23 En el N° 174, Ignacio afirma que los frutos de la elección bien hecha son “notables y muy apacibles”.
128
IV. MÍSTICA Y CONSOLACIÓN: LA NUDA PRESENCIA Y LA CALLADA VOLUNTAD DE DIOS
Ahora bien, ¿en qué consiste el “hablar” de Dios? ¿No sería de esperarse que el
discernimiento consistiera en “escuchar” una voluntad particular de Dios para mí,
algún tipo de “revelación” que me hiciera patente lo que Dios quiere de mí? ¿No
habla de hecho Ignacio de un tipo de consolación, la consolación sin causa preceden‐
te, en la cual, además, “...Dios nuestro Señor así mueve y atrae la voluntad, que sin dubitar
ni poder dubitar, la tal ánima devota sigue a lo que es mostrado” 24 ?
Pues bien, sería un error pensar que esta consolación y lo que es mostrado en ella
implica algún tipo de “revelación” especial. En realidad, ella también está sujeta a un
examen cuidadoso, como muestra la octava regla de segunda semana:
...quando la consolación es sin causa, dado que en ella no haya engaño por ser de solo
Dios nuestro Señor, como está dicho, pero la persona spiritual, a quien Dios da la tal
consolación, debe, con mucha vigilancia y attención, mirar y discernir el propio tiem‐
po de la tal actual consolación, del siguiente en que la ánima queda caliente, y favo‐
rescida con el favor y reliquias de la consolación passada; porque muchas veces en es‐
te segundo tiempo por su propio discurso de habitúdines y consequencias de los con‐
ceptos y juicios, o por el buen espíritu o por el malo forma diversos propósitos y pa‐
resceres, que no son dados inmediatamente de Dios nuestro Señor; y por tanto han
menester ser mucho bien examinados, antes que se les dé entero crédito ni que se
pongan en efecto. 25
Parece, por lo tanto, que los “conceptos y juicios”, los “propósitos y paresce‐
res” no son dados “inmediatamente” por Dios en la consolación, sino que son algo
que se presenta después, y cuyo decurso merece análisis y, precisamente, discerni‐
miento. Rahner piensa que la “consolación sin causa” no es un tipo “especial” de con‐
24 Op. cit., N° 175.
25 Op. cit., N° 336.
129
solación, sino que, en realidad, es el estado de ánimo al que se puede llegar aún
cuando la “moción” ha sido inspirada por algún objeto, de tal manera que ésta puede
poco a poco convirtiendo en lo esencial” 26 .
Lo esencial: esa es la clave para entender el problema del “contenido” y del pa‐
pel de la consolación, sea ésta “con” o “sin causa”. De hecho, comparemos la defini‐
con aquella que parece ser la específica de la consolación sin causa:
...sólo es de Dios nuestro Señor dar consolación a la ánima sin causa precedente; por‐
que es propio del Criador entrar, salir, hacer moción en ella, trayéndola toda en amor
de la su divina majestad. Digo sin causa, sin ningún previo sentimiento o conosci‐
miento de algún obiecto, por el qual venga la tal consolación mediante sus actos de
entendimiento y voluntad. 28
Ambas definiciones, en realidad, son coincidentes, sólo que ésta última pone el
acento en la carencia de un “objeto” del que pudiese sospecharse fuese la “causa” de
un tal estado de ánimo. En ninguno de los dos números citados hay referencia a “con‐
tenido” alguno que pudiese entenderse como “revelación” oracular de la voluntad de
Dios. Todo lo contrario: el “contenido” de esta experiencia es, según el N° 316, una
“moción interior, con la qual viene la ánima a inflamarse en amor de su Criador y Señor, y
consequenter quando ninguna cosa criada sobre la haz de la tierra puede amar en sí,
sino en el Criador de todas ellas”; y según la formulación del N° 330, no implica “sen‐
26 RAHNER, KARL: Die logik der existentiellen Erkenntnis bei Ignatius von Loyola, en Das dynamische in der
Kirche, Freiburg im Breisgau: Herder, 1958, pág. 126. Traducción de Alejandro Ross en RAHNER, KARL:
La lógica del conocimiento existencial en San Ignacio de Loyola, en Lo dinámico en la Iglesia, Barcelona: Edito‐
rial Herder, 1968, pág. 155.
27 Ver nota 12.
130
timiento o conoscimiento de algún obiecto”. Es decir, es una experiencia no‐objetual, cuyo
único contenido es la “nuda presencia” del amor de Dios como trascendencia absolu‐
ta.
Lo que Ignacio describe aquí es lo propio de toda experiencia mística: aquella
que san Juan de la Cruz esbozaba con la paradójica expresión del Pseudo‐Dionisio
rayo de tiniebla 29 y como “noche oscura”, en la cual no se revela “nada”, en la medida
que todo lo “objetual”, todo lo que no es absoluto, no es ni puede ser confundido con
el absoluto mismo de la realidad. En ese sentido, es una experiencia con un grado
máximo de presencia real, pero con un grado mínimo de conocimiento objetivo, en la
medida que todo conocimiento lo es de una mediación relativa y nunca de Dios mis‐
mo. Digamos que es el simple estar del hombre en el pleno estar de Dios 30 . No puede
haber, por ello, ningún “saber infuso” acerca de lo que es materia de elección para el
ejercitante. Es una experiencia, sin embargo, que tiene el inmenso poder de poner al
ejercitante ante la posibilidad de responder al amor absoluto que se manifiesta en ella
con una disponibilidad de sí mismo recíproca e incondicional, en la medida que lo que se
vive allí es justamente que Dios no nos pide nada, sino que nos lo da todo gratuitamente y
en total incondicionalidad. Esto es, naturalmente, una interpelación, en la medida que la
incondicionalidad del amor de Dios nos llama a amar de la misma manera. En cierto
sentido, ésta es la única “voluntad” de Dios que puede “revelarse”: qué él está mo‐
viéndonos a ser donación de nosotros mismos, que él no es sino el completo autoco‐
28 IGNACIO DE LOYOLA: Ejercicios Espirituales, N° 330.
29 SAN JUAN DE LA CRUZ: Llama de amor viva, C. 3, N° 48.
30 Para un desarrollo detallado de este tema, remito a mi tesis doctoral: Dunkle Nacht. Mystik, negative
Theologie und Philosophie. Eine philosophische Lektüre von San Juan de la Cruz, Frankfurt am Main‐Berlin:
Verlag Peter Lang, 1998.
131
municarse gratuitamente y que lo que nos comunica es su propia vida y la realidad
misma de las cosas.
Digamos, entonces, que lo que los Ejercicios buscan es que el ejercitante pueda
situarse en el corazón de esta experiencia de amor absoluto y absolutamente incondi‐
cional, de tal manera que pueda cotejar sus propios proyectos y deseos con ella. Rah‐
ner lo vio y lo expresó muy claramente:
...en esta elección del segundo tiempo se trata únicamente de experimentar mediante
una frecuente confrontación del objeto de la elección y de la experiencia de consola‐
ción primigenia 31 si estos dos fenómenos están interiormente al unísono, si hay reci‐
procidad entre ellos, si la adhesión al objeto de elección en cuestión deja intacta la pu‐
ra disponibilidad para con Dios en la experiencia sobrenatural de la trascendencia e
incluso la apoya o acrecienta, o si más bien la atenúa y la oscurece, si la síntesis entre
ambas actitudes, la pura disponibilidad para con Dios ―realizada en concreto, no
formulada como principio teorético― y la adhesión a este principio determinado y
concreto de elección, se opera con «paz», «tranquilidad» y «quietud», de modo que se
produzca verdadera «alegría» y «gozo» espiritual, es decir, se conserve el gozo de la
trascendencia pura, libre e inmutada, o si, en lugar de operarse dulce, leve y suave‐
mente (n° 335), se produce agudamente y con sonido e inquietud (ibid.) 32
31 La “consolación sin causa”.
32 „…(es) kann (…) sich bie dieser Wahl der zweiten Wahlzeit nur darum handeln, daβ durch eine
häufige Konfrontierung des Wahlgegenstandes und der Urtröstung die Erfahrung gemacht wird, ob
diese beiden Phänomene innerlich zusammenklingen, sich gegenseitig finden, ob der Wille zum
fraglichen Wahlgegenstand jene reine Offenbarung auf Gott in der übernatürlichen
Transzendenzerfahrung unangetastet läβt, ja sogar stützt und vermehrt, oder sie abschwächt,
verdunkelt, ob sich eine Synthese zwischen beiden Haltungen, der reinen Offenheit auf Gott (als
konkret vollzogener, nicht als satzhaft theoretischem Prinzip) und dem Willen zu diesen kategorialen
Wahlgegenstand in „Friede “, „Ruhe″, „Stille″ ergibt und so wahre „Frohlichkeit″ und geistige
„Freude″ entsteht, genauer: als die Freude der reinen, freien, unverstellten Transzendenz bewahrt
bleibt, oder ob statt der Sanftheit, Linde und Milde (n. 335) Schärfe, Lärm und Geräusch entsteht″.
RAHNER, KARL: Die logik der existentiellen Erkenntnis bei Ignatius von Loyola, en Das dynamische in der
Kirche, Freiburg im Breisgau: Herder, 1958, pág. 138. Traducción de Alejandro Ross en RAHNER, KARL:
La lógica del conocimiento existencial en San Ignacio de Loyola, en Lo dinámico en la Iglesia, Barcelona: Edito‐
rial Herder, 1968, pág. 168.
132
En conclusión: el “hablar” de Dios que se intenta auscultar con el método igna‐
ciano no consiste en un “revelar” un objeto concreto de elección al ejercitante. Este
objeto de elección es más bien traído por el ejercitante para ser confrontado íntima‐
mente con la palabra que Dios dirige al hombre siempre y que no es otra que la de su
amor incondicional, la de su nudo estar en el fondo de todas las cosas, dando de sí
realidad al mundo y amor incondicional al hombre. Esta experiencia fundante se da
al ejercitante a su sentir. De lo que va en el proceso de discernimiento ignaciano es de
situar el cómo me encuentro, el cómo me siento con mis propias opciones cuando me
ubico en el corazón de la experiencia más radical que puede darse al sentir humano: la
de ser un absoluto relativo fundado en una realidad absolutamente absoluta que no
hace otra cosa que no sea donar su propia realidad para sostener y apoyar todo lo
creado 33 .
Esto implica que el tiempo del discernimiento no se acaba en una “decisión”
puntual que se realiza en un “retiro”. Quizás el valor del retiro está más bien en la
posibilidad de facilitar un espacio de resonancia que permita al hombre situarse en el
corazón reverberante del silencio, en el que es más factible abrir la sensibilidad a la
trascendencia. Pero esa experiencia no hace sino convertirse en una suerte de magni‐
tud existencial mensurante del cómo me siento con mis propias opciones una vez que
dónde se da la confrontación más profunda, y por eso hay que prestarle mucha aten‐
ción a la idea ignaciana de la confirmación, que no debemos entenderla como un ejerci‐
cio imaginativo, sino como la efectiva aprehensión de la experiencia fundante de la
“consolación” no al margen de la puesta en práctica de lo que ya ha sido elegido, sino
Sobre esta concepción de lo divino, ver ZUBIRI, XAVIER: El hombre y Dios, Madrid: Alianza Editorial‐
33
Sociedad de Estudios y Publicaciones, 19884.
133
en el fondo mismo de su despliegue como vida efectiva, al modo de una suerte de
cantus firmus que subyace a toda mi actividad y que de alguna manera transmite la
íntima certeza sentida de que la vida que se vive, fruto de mi propia libertad creadora,
es justamente lo que está posibilitando gustar y sentir internamente 34 el amor en el que
se apoya mi existencia y la de todas las cosas.
Así, discernir no es esperar pasivamente que Dios tome mi lugar y me diga qué
es lo que tengo que hacer, sino crear y elegir libremente mis opciones y auscultar si
ellas transparentan de manera adecuada para mí y los demás el ser propio de Dios.
con mucho las dimensiones posibles de este breve escrito. En particular, creo que a la
teología espiritual y a la filosofía se le abren muchos caminos interesantes en orden a
tratar de entender la realidad efectiva de la comunicación de Dios como dación suya
al sentir humano. El discernimiento espiritual, no sólo en su versión ignaciana, sino
en una larga tradición que se remonta a los orígenes mismos del cristianismo, ofrece
toda una veta riquísima de exploración intelectual para hacer presente al hombre de
hoy la racionalidad de la fe, no sólo como un sistema de “creencias” más o menos
plausibles y coherentes, sino sobre todo como la posibilidad de abrirse a una experien‐
cia viva y real de Dios y de su palabra en medio de su más íntima cotidianidad.
34 IGNACIO DE LOYOLA: Ejercicios Espirituales, N° 2.
134
EL PODER DESNUDO:
UNA LECTURA DE GÉNESIS 2‐3
INTRODUCCIÓN
El relato de la creación del hombre y de su “caída” que aparece en Génesis 2,
4a‐3, siempre me resultó sumamente oscuro y enigmático. Es sin duda alguna uno de
separan del mundo en el que los escritos de la Biblia fueron concebidos. Una primera
postura de quien comprende y aún simpatiza con los valores del lenguaje mítico,
puede resultar chocante para nuestra sensibilidad. La imagen de Dios que aparente‐
mente muestra es la de un Dios caprichoso y arbitrario, que impone al hombre que ha
creado una prohibición que parece no tener otra finalidad que la de mantenerlo por
debajo de sus mejores posibilidades (conocer el bien y el mal), y evitar así que la cria‐
tura compita con su creador. Asimismo, el hecho de prohibir comer del fruto del ár‐
bol del conocimiento es ya una primera tentación para el inocente Adán, como si Dios
se complaciese en jugar con su natural curiosidad. Y como si esto fuera poco, el hecho
consumado es castigado con la expulsión del Paraíso y con una desproporcionada
“maldición” que estaría en la raíz de todo el sufrimiento que conlleva la vida huma‐
na. Para no hablar, finalmente, del acento discriminatorio hacia la mujer, quien apare‐
ce como supeditada al varón y como supuesta protagonista de la “culpa original”.
Obviamente, tal lectura del texto no se compagina con la fe cristiana ni con
nuestra sensibilidad moderna y emancipada. Si eso es lo que el texto realmente
transmite, sería mejor olvidarlo y mandarlo al museo de los legados literarios de la
humanidad, como testimonio de una arcaica cultura patriarcal del medio oriente y su
única utilidad sería la de ser un invalorable documento histórico. Precisamente esa
aparente incoherencia tan grande entre el corazón de la fe bíblica y este importante
fragmento me hizo siempre sospechar que no era ese el mensaje que el texto vehicu‐
laba y que el problema lo tiene el lector moderno, al carecer de las llaves interpretati‐
vas que permiten abrir el misterio de tan enigmáticos capítulos.
Sin embargo, una lectura más cuidadosa, hecha a la luz de los mejores aportes
de los modernos métodos de crítica histórica y literaria, nos puede ofrecer esas claves.
Se puede descubrir con ellas la infinita riqueza que se esconde en su condensadísima
brevedad. Como los buenos poemas, estos dos capítulos del Génesis no expresan su
mensaje explayándolo en longitud y en claridad expositiva, sino más bien en la bre‐
vedad propia de la dimensión simbólica, que invita a sumergirse en la profundidad y
a abrirse a la polivalencia de lo primordial.
El texto, más que limitarse a narrar la historia de un “pecado original”, es un
magnífico tratado de antropología teológica, que muestra, además, que el uso del
lenguaje simbólico no implica un nivel menor de reflexión racional que el de nuestro
discurso moderno, más abstracto y conceptual. El lenguaje icónico del Génesis, una
vez que el lector se arma de las claves hermenéuticas necesarias, revela una rigurosi‐
dad tal en sus redactores que llega a cuestionar el aparente carácter “mítico” de la
narración, para incluso desplegar ante nosotros un auténtico ejercicio de desmitifica‐
ción de algunos de los materiales de origen mesopotámico que se adoptan y con cu‐
yos presupuestos teológicos se polemiza. Así, por poner sólo un ejemplo, la serpiente
de Gen 3 no es una divinidad (cosa usual en el entorno cultural de la época) sino una
137
criatura de Dios que es hábilmente manejada como símbolo que denota algo más pro‐
pio de la insondable ambigüedad y fragilidad humanas que del mundo de los “dio‐
ses” 1 .
Esta es una de las cosas más fascinantes de este fragmento: su brevedad es en‐
gañosa, lo mismo que su aparente carácter mítico y “arcaico”. Es una rigurosa re‐
flexión teológica, cuyo programa es pensar al hombre desde sus orígenes. No tanto en
un sentido “cronológico”, como si de lo que se tratara es de narrar algo que ocurrió
alguna vez en el pasado y que, cómo no, nos “determina” en sus consecuencias, pero
que se ha quedado irremisiblemente atrás, en la lejanía insondable del tiempo; sino
más bien en el sentido de expresar lo más primordial de lo humano como algo actual
en nosotros mismos y que es respuesta a las preguntas últimas de nuestra propia
condición 2 .
Eso hace que la amplitud de las posibilidades interpretativas de este breve
fragmento del Génesis sea muy grande. En realidad, el texto más bien funciona como
una fuente de luz para iluminar la totalidad de las dimensiones humanas. Es una na‐
rración en la que en cierta forma la creación del hombre no “termina” en Gen 2, 7,
cuando Dios moldea al hombre con el polvo del suelo, ni en Gen 2, 21‐22, cuando crea
a la mujer de su costilla, sino más bien al concluir el capítulo 3, cuando, expulsados
del Paraíso, Dios los viste y los envía al horizonte de su propia historia y de su propia
libertad. Así, todo el texto completo sigue siendo relato de la creación del hombre, no
1 QUESNEL, MICHEL y GRUSON, PHILIPPE (Dirs): La Biblia y su cultura. Antiguo Testamento, Santander:
Editorial Sal Terrae, 2002, pág. 52; NAVARRO, MERCEDES: Barro y aliento. Exégesis y antropología teológica
de Génesis 2‐3, Madrid: Ediciones Paulinas, 1993, pág. 186.
2 RICOEUR, PAUL: Pensar la creación, en LACOQUE, ANDRÉ y RICOEUR, PAUL: Pensar la Biblia. Estudios exe‐
géticos y hermenéuticos, Barcelona: Editorial Herder, 2001, págs. 51‐53.
138
como un hecho puntual, sino como un proceso, en el cual Dios va como modelando, si
bien ya no desde el barro físico, la compleja multidimensionalidad de la realidad
humana.
En virtud precisamente esa profundidad y polivalencia del texto, creo que es
lícito centrarse en un sólo aspecto parcial de lo humano, sobre todo en orden a escri‐
bir un ensayo de las modestísimas dimensiones de éste. Quizá influenciado por el
hecho de que los venezolanos nos hemos visto en los últimos años confrontados con
el “rostro feo” del poder y sus peligros, me ha parecido bien indagar en este sabio
fragmento del Génesis acerca de esa realidad irrenunciable de lo humano que es el
poder. En este sentido, lo que quiero en estas páginas es indagar qué podemos
aprender de esta narración primordial sobre este tema tan difícil, para tratar de darle
luz a lo que estamos viviendo con tanta angustia y oscuridad. La elección del tema,
como veremos, no es casual. Contrariamente a lo que siempre se ha pensado, el “pe‐
cado” del origen no está tan relacionado con el “sexo” como con la problemática de
los otros hombres―). Y donde hay relaciones humanas, hay también, necesariamente,
relaciones de poder, como bien ha visto la filosofía contemporánea 3 . Obviamente, con
esto no pretendo decir que éste sea el tema principal del fragmento, ni aún la clave de
veremos, no está dicho aspecto ausente de la narración misma, ni es marginal su sig‐
nificado. Por ello, lo que haré será resaltarlo, a fin de ver qué podemos aprender acer‐
3
FOUCAULT, MICHEL: Das Subjekt und die Macht, en DREYFUS, HUBERT y RABINOW, PAUL (Eds.): Michel
Foucault. Jenseits von Strukturalismus und Hermeneutik, Weinheim: Beltz Athenäum Verlag, 19942, págs.
241‐261.
139
ca de su papel en el ámbito de los orígenes de lo humano y, por otra parte, de cómo
es su carácter original y originario en el fondo de nuestra más íntima condición.
Debo advertir, sin embargo, que no soy exegeta ni mucho menos. Así que me
apoyaré en los comentarios exegéticos de los especialistas que he podido consultar.
Mi interés, además, no es exegético‐literario, sino de interpretación. Lo que trato de
hacer aquí es un ejercicio de aplicación del texto bíblico, a partir de lo que éste puede
dar de sí mismo según lo que los especialistas han establecido como su sentido origi‐
nal y propio.
Voy a centrarme, especialmente, en el Cap. 3. Allí es dónde se ve con mayor
evidencia las referencias al poder como dimensión propia pero problemática de lo
humano. Obviamente, tendré que remitirme constantemente al Cap. 2, ya que, como
indiqué, todo el relato debe considerarse como la narración condensada de un proce‐
so, a saber, el proceso de creación, no sólo del hombre como un ser físico y material
―como una cosa que se “modela” y ya se da por “terminado”―, sino sobre todo de
la condición humana. Es decir, como la creación de una manera de ser y de estar en el
mundo, a la que Dios tiene que ir capacitando para que asuma su propia especificidad
frente al resto de la Creación (la libertad) y que, a su vez, tiene que ir aprendiendo a
asumirse como tal. Así que me remitiré a Gen 2 para ir ofreciendo las claves que per‐
miten entender de dónde viene el proceso que alcanza su culminación dramática en
Gen 3.
140
I. EL PODER DE DIOS Y EL PRIMER HOMBRE
I.1.‐ LA FINALIDAD POLÍTICA DE GEN 2‐3: ARGUMENTOS DESDE LA CRÍTICA HISTÓRICA
Que el fragmento en cuestión puede tener que ver, en efecto, con el tema que
me he planteado explorar, es algo que puede sospecharse desde la cuestión de la da‐
tación y la intención de la redacción final del Génesis y, más allá de él, de todo el Pen‐
tateuco. Con respecto a éste último, parece ser que el mayor consenso apunta en la
dirección de considerarlo un libro de “compromiso”, en el cual se recogen innumera‐
bles tradiciones y códigos legales y cultuales, en orden a la reconstrucción de la co‐
munidad postexílica de Israel. El Pentateuco es un documento fundacional, algo así
como una “constitución”, que busca, por una parte, sentar las bases de la nación, pero
que lo hace, por la otra, a través de una honda reflexión acerca las causas que condu‐
jeron a la ruina del primer proyecto nacional del pueblo judío, cuyas expresiones más
claras fueron el fracaso de la monarquía, la posterior división en dos reinos de la uni‐
dad nacional y el posterior drama de la ocupación y el destierro a manos de las gran‐
des potencias de la región 4 .
En cuanto a nuestro texto en particular (Gen 2‐3), se trata de una tradición muy
antigua, anterior en varios siglos a Gen 1, que es un documento sacerdotal, proba‐
blemente del período del exilio 5 . Estamos muy probablemente ante un relato del siglo
IX a. C., proveniente de un autor (o tradición) conocido como el yahvista (J), cuya in‐
tención parece ser la crítica profunda a la monarquía davídico‐salomónica. Esto no
4
SKA, JEAN LOUIS: Introducción a la lectura del Pentateuco. Claves para la interpretación de los cinco primeros
libros de la Biblia, Estella (Navarra): Editorial Verbo Divino, 2001, pág. 313.
141
quiere decir que la forma actual del texto sea de esa misma época, pero es muy intere‐
sante que el redactor final del Génesis lo haya incluido muchos siglos después, justa‐
mente para dar cuenta de lo que está en la base de todo lo grande, pero también de
toda la miseria de Israel y su historia. El texto parece ser una reflexión que remonta a
los orígenes, es decir, a lo que es más nuclear de la condición humana, las “causas”
del fracaso del proyecto nacional del pueblo elegido. Esto se refleja en el hecho de que
parece asumir la forma de un “relato de apropiación”, que son historias muy críticas
acerca de lo que lleva a un rey o a una persona poderosa a apropiarse injustamente de
lo que es del más débil o del que le es leal, al abusar de su poder y no respetar los lí‐
misma estructura de narraciones como la de David y Betsabé (2 Sam 11‐12, 24) 6 . Si
esto es así, el relato de Gen 2‐3 sería una indagación teológica acerca de las razones
últimas y profundas de aquello que reside en el fondo del hombre y lo lleva a torcer
el destino de una nación entera. Obviamente, al situarse en el contexto de los oríge‐
nes, esto que brota del corazón humano será susceptible de contaminar todos los ám‐
bitos posibles de relación humana. Pero la realidad política, como espacio común que
hace posible la felicidad individual de las personas, ha cobrado una significación es‐
pecial a los ojos de los redactores y compiladores del Génesis, lo que hace que la in‐
del poder del gobernante y su eventual corrupción. Esto, por cierto, contrasta con la
lectura más “metafísica” que se ha hecho de esta narración durante siglos.
5
QUESNEL, MICHEL y GRUSON, PHILIPPE (Dirs): La Biblia y su cultura. Antiguo Testamento, Santander:
Editorial Sal Terrae, 2002, pág. 41.
6
NICLÓS, JOSÉ VICENTE: Génesis 3 como relato de apropiación, en Estudios Bíblicos, N° 53, 1995, págs. 181‐
200.
142
Dicho esto, tratemos de ver entonces cómo se nos muestra esta realidad última
del mal en el hombre y su relación con el problema del poder.
I.2.‐ EL PODER DE DIOS
Lo primero que hay que hacer, entonces, es ver cómo aparece esbozado el po‐
der propio de Dios en esta narración. La razón de esto es que en ella el hombre está
siempre como supeditado a la acción de Dios, quien aparece generalmente como suje‐
to de todas las acciones. Es decir, que quien tiene el poder es siempre Dios. Pero, por
otra parte, en la narración se va dando un movimiento en el cual Dios parece irse “re‐
tirando” en su papel ejecutor y el hombre, por su parte, va poco a poco asumiendo su
rol como sujeto. Es decir, va asumiendo poder sobre sí mismo y sobre la alteridad de
lo creado 7 . Es justo en ese proceso donde se produce la “desviación” que complica las
cosas para el ser humano.
¿Cómo ejerce, pues, Dios su poder? En primer lugar, como un artesano que
amorosamente moldea al hombre con el polvo de la tierra y con el agua que la riega 8 .
Por eso el hombre es adam, una criatura terrena, “terrosa”, constituida de la más pura
horizontalidad material del mundo. Pero es un ser al que Dios le da un regalo muy
especial: comparte con él su mismo aliento de vida. Según la bellísima imagen del
relato, “insufló en sus narices el aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente”. Cuan‐
do Yahvé cree los animales en 2, 19, éstos serán “vivientes”, pero no habrán recibido
el mismo aliento de Dios. La vida del hombre es así, en su esencia más íntima, mate‐
7
Debo esta idea del carácter procesual del texto a NAVARRO, MERCEDES: Barro y aliento. Exégesis y antro‐
pología teológica de Génesis 2‐3, Madrid: Ediciones Paulinas, 1993.
8
Gen 2, 7.
143
ria animada por el “espíritu” de Dios, el único ser con el cual Yahvé ha decidido li‐
bremente compartir su vida divina. Es una manera muy plástica de decir lo que Gen
1,26 expresa de manera más abstracta del hombre, al designarlo como “imagen y se‐
mejanza” de Dios. La riquísima imaginería del versículo apunta en varias direcciones.
En primer lugar, el hombre es esencialmente apertura. El papel de los “huecos”, como
los llama Mercedes Navarro 9 , es indicar esa relacionalidad que nace de la dependen‐
cia del hombre como ser creado cuya vida es donada por Dios. La mujer nacerá de su
propia carne y dejará en él un “vacío”, que Dios también llenará (Gen 2, 21). Ambos
ejemplos nos dan una imagen del hombre como esencialmente relacional y remitido a
la alteridad: religado a la tierra de la que está hecho, a la vida de su Creador y a la de
sus semejantes, sin los cuales no puede ser en plenitud. Para nuestro asunto, lo im‐
portante es que hemos ganado un primer rasgo de la manera en que Dios ejerce su
poder: construyendo, creando vida y, sobre todo, donándola gratuitamente al ser
humano. El poder de Dios es constructivo por la vía de la donación de sí mismo.
Asimismo, es un poder solícito, que se ejerce en función de hacer posible la vi‐
da plena del ser humano. Ya desde el inicio del capítulo 2, el carácter “vacío” del
mundo recién creado se expresa desde el horizonte de la ausencia del hombre: “...no
había hombre que labrara el suelo”, indicando que el designio profundo de Dios es la
creación de un ser semejante a él, co‐creador, al cual se le dará en herencia ese mundo
material que Dios ha hecho con sus manos. Una vez animado, Yahvé planta un jardín
y pone al hombre en él, para que lo “labrase y cuidase”. En el jardín hay abundancia de
frutos y todo lo necesario para la vida. A mi modo de ver, es significativo que no hay
prohibición de comer del árbol de la vida, que es el árbol de la vida eterna, común a
9
NAVARRO, MERCEDES: Barro y aliento. Exégesis y antropología teológica de Génesis 2‐3, Madrid: Ediciones
Paulinas, 1993, págs. 113‐117.
144
la mitología de la época y que, como ya vimos, podríamos interpretar como otra figu‐
ra de la “vida divina”, de la cual el hombre es pleno partícipe 10 . Esta solicitud de Dios
se ve, igualmente, en la creación de los vivientes, como “ayudas” para el hombre en
orden a que no esté solo (Gen 2, 18 y ss.), ya que, como vimos, éste consiste en apertu‐
ra y relacionalidad. Esta solicitud llega a su colmo cuando crea a la mujer. Que, como
bien apunta Mercedes Navarro, no es tanto el momento de creación de la mujer en
cuanto tal, sino el preciso instante en el cual Dios completa al ser humano al crear la
diferencia sexual como expresión misteriosa de la necesidad radical de alteridad que
está inscrita en el hombre. Hasta ese momento, el hombre era un ser asexuado, gené‐
rico (hâ âdâm) y solitario, pero ahora es varón (´îsh) y mujer (´îsshâh) 11 . Un rasgo incluso
de ternura divina puede verse reflejado en el hecho de que Dios envía un sueño pro‐
fundo al hombre mientras, como un cirujano, extrae a la mujer de su propio costado,
quizás para protegerlo de la irrupción de su propio poder sobre su frágil carne. Una
bella imagen, por cierto, del dolor que va inmerso en toda diferenciación y en todo
crecimiento, que siempre tiene algo de pérdida y de muerte a lo anterior.
I.3.‐ EL DESIGNIO DE DIOS SOBRE EL HOMBRE: EL LÍMITE COMO POSIBILITACIÓN DE LA
VIDA
Hasta ahora hemos visto un Dios que libremente se dona a sí mismo para cons‐
tituir la realidad del hombre y del mundo como fuente de posibilidades de vida para
él. Hay, sin embargo, otra forma de poder que Dios ejerce en la narración, a saber, la
de imponerle un “mandamiento”, una Ley. Que el hombre necesite leyes y normas es
10
QUESNEL, MICHEL y GRUSON, PHILIPPE (Dirs): La Biblia y su cultura. Antiguo Testamento, Santander:
Editorial Sal Terrae, 2002, pág. 48.
11
NAVARRO, MERCEDES: Barro y aliento. Exégesis y antropología teológica de Génesis 2‐3, Madrid: Ediciones
Paulinas, 1993, págs. 131 y ss.
145
un asunto antropológicamente muy profundo y muy rico, en el que no voy a entrar
aquí, por razones de brevedad. Pero si la vida que el hombre comparte es la vida di‐
vina, que no es otra cosa que el amor, y el amor necesita constitucionalmente de la
libertad, es fácil deducir que el hombre en cuanto imagen de Dios tiene que ser libre.
Eso es quizás lo que quiere decir que los animales no comparten el aliento divino:
ellos no aman, no eligen, su vida está clausurada en su instinto.
No olvidemos, sin embargo, que el hombre va a ir adquiriendo su carácter de
sujeto gradualmente. La libertad presupone otra cosa: que tiene forzosamente que
aprenderse, que sólo en la medida que la ejerzo voy haciéndome libre. Dios no hubie‐
principio. Tuvo que hacerlo radicalmente indigente, radicalmente vacío de plenitud,
porque ésta sólo se alcanza a través de la apropiación consciente de sí mismo. Por eso,
el primer hombre está desnudo y no siente vergüenza 12 . Quizás sería mejor decir que
no se da cuenta, como lo indica la pregunta que le dirigirá Dios después de haber co‐
mido el fruto prohibido: “¿Quién te ha hecho ver que estabas desnudo?” 13 . La desnudez
del primer hombre es un poderoso símbolo, que, a mi modo de ver, habla de esa ca‐
rencia radical que nos constituye: para que podamos ser verdaderos creadores, Dios
ha tenido que hacernos sin forma de ser previa y programada, a fin de que podamos
crearnos a nosotros mismos. Pero, como todo artista sabe, y el Dios alfarero es la me‐
táfora inicial de esta narración, no hay obra de arte sin forma. Y la forma se funda en
el límite. El límite tiene una vertiente negativa: es algo que coarta la expansión indefi‐
nida. Pero la vertiente positiva es la más importante: el límite posibilita que la materia
cobre forma y tenga sentido y se constituye en la base a partir de la cual es posible
12
Gen 2, 25.
13
Gen 3, 11.
146
transformar y ordenar algo. Así que el Dios alfarero no abandona el hombre a la des‐
nudez de su inconsciencia primigenia: le da una Ley, y se la da, en primer lugar, co‐
mo un mandamiento positivo, orientado a hacer posible su vida. Lo pone en el jardín,
como vimos, para que lo labre y cuide. Y le manda que coma de todos los árboles del
jardín. Sólo en un segundo momento aparece la Ley‐límite, la prohibición: “más del
árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él morirás sin
remedio” 14 .
¿Es arbitraria la prohibición de Dios, como parece a primera vista? No, si pen‐
samos en el significado de este misterioso árbol. Conocer el bien y el mal es una expre‐
sión hebrea que no denota exactamente lo que nos suena a nosotros. No se trata del
discernimiento moral propio del ser humano. De ser así, Dios nos estaría negando
ser libres. Es una forma de hablar que designa más bien algo así como lo que en caste‐
llano se manifiesta con la expresión “estar más allá del bien y del mal”, es decir, un
conocimiento individual que se pretende absoluto y por encima de cualquier límite
ético o cognitivo 15 . En realidad, es una expresión que designa el ponerse en lugar de
su Creador, a la tierra de la que proviene y a los semejantes de cuya carne procede y
cuyo futuro depende de sus decisiones. Como bien señala J. V. Niclós, es un conocer
“político”, que tiene implícita la pretensión de arrogarse el poder absoluto, que no
respeta límite alguno al haber roto todo carácter relativo, relacional 16 . De allí que la
14
Gen 2, 17.
15
QUESNEL, MICHEL y GRUSON, PHILIPPE (Dirs): La Biblia y su cultura. Antiguo Testamento, Santander:
Editorial Sal Terrae, 2002, pág. 49.
16
NICLÓS, JOSÉ VICENTE: Génesis 3 como relato de apropiación, en Estudios Bíblicos, N° 53, 1995, págs. 194‐
195.
147
advertencia divina acerca de la muerte que le sobrevendrá al hombre que coma de ese
fruto no es tanto el anuncio de un castigo como el anuncio de las consecuencias propias
de una tal acción: des‐ligarse, des‐conocer los límites, la relatividad, la fragilidad y la depen‐
dencia que nos hace humanos es algo que trae muerte y desgracia, porque es ruptura de lo
esencial: nuestro carácter relacional, nuestra apertura al amor y la consideración hacia el otro.
La “prohibición” es, vista desde esa perspectiva, otra cara de la solicitud de Dios, que
va preparando así al hombre para que asuma el riesgo de su libertad.
II. LA HYBRIS DEL PRINCIPIO: EL PODER HUMANO COMO PERVERSIÓN DEL PODER DE DIOS
El mandamiento negativo, la prohibición de Dios, como hemos visto, está lejos
de ser una arbitrariedad. Es más bien la comunicación que hace Dios al hombre de las
justas dimensiones de su realidad y de su llamado a ser co‐creador con él. En el epi‐
sodio de la serpiente y la mujer, el ser humano va a confrontarse experiencialmente con
esa realidad humana. Hay quizás una profunda sabiduría en el pregón pascual cuan‐
do se habla de este momento crucial como una felix culpa. Porque el ser humano no
de memoria, sino en el fragor de sus propias decisiones y en el juego de espejismos de
su propio ego, que va ajustando su propia estatura a medida que va recibiendo los
embates inexorables de la realidad. El hombre tiene que saborear su fragilidad para
aprender a lidiar con ella. Tiene que comer ese fruto y beber ese cáliz hasta el fondo.
Veremos a continuación cómo se da este importante paso en el proceso de humaniza‐
ción y cómo aparece el poder no ya cuando lo ejerce Dios, sino cuando lo manipula el
hombre.
148
II.1.‐ LOS ELEMENTOS DEL PODER: ENGAÑO Y MEDIA VERDAD, LA TENTACIÓN DEL PODER
TOTAL
En este sentido, Mercedes Navarro apunta que el papel de la serpiente es am‐
biguo y no del todo divorciado de la iniciativa divina. No olvidemos que en el pen‐
samiento bíblico siempre se afirmará la soberanía divina a través del recurso, entre
otros, de mostrar a Dios como “permitiendo” que el “mal” acontezca, muchas veces
Job (Job 1, 12). La serpiente, como bien apunta Navarro, más bien “ayuda a Dios en su
tarea de diferenciación del ser humano” 17 .
¿Cómo lo hace? En la fina tentación de la serpiente escucharemos la voz no de
una entidad metafísica del mal, sino algo muy humano, algo “animal”: la serpiente es
un viviente, pero recordemos que lo animal es lo que está vivo sin compartir el espíri‐
municarse. Por allí va la tentación de la serpiente. En esa tentación, y en lo que viene
de desconocer el límite. Y veremos también cómo se despliega el poder en el hombre
a la luz de la palabra tentadora de la serpiente.
En primer lugar, es muy importante ver cómo se da la tentación de la serpien‐
te. Hasta ahora, la palabra que se ha dirigido al hombre ha sido una palabra verdade‐
ra, confiable, que cumple lo que dice y que se ajusta a los límites de la realidad. Dios
es fiable. La serpiente entra en escena con una pregunta capciosa que, además, de‐
forma la verdad de la palabra de Dios con una media mentira: “¿Cómo es que Dios os
149
ha dicho: No coman de ninguno de los árboles del jardín? 18 La actitud de la serpiente es
apropiación que ya hemos mencionado 19 y que consiste en sembrar la desconfianza
frente al otro, rompiendo así la diafanidad de una relación y contaminando lo que era
clara confianza con oscuras dudas imposibles de probar. El germen de la duda es in‐
troducido de manera muy sutil por la serpiente: no está tanto en el “contenido” de la
pregunta, a todas luces falso, como en lo que hace resaltar. Si Dios había dado un
mandamiento positivo (comer de todos los árboles), dentro del cual se hacía una res‐
tricción que apuntaba en orden a advertir de las consecuencias de transgredir una
limitación secundaria (no comer del árbol del conocimiento del bien y el mal), la ser‐
piente hace relucir tan sólo el aspecto negativo del mandamiento. Con ello, ha operado
en el hombre la sospecha de que la relación de Dios con él es una relación de coacción
arbitraria. Primer elemento: el rumor, la manipulación de la verdad del otro, en orden
a socavar la confianza, elemento básico de las relaciones humanas.
El ser humano responde también deformando la palabra divina. Si bien Eva
“corrige” a la serpiente al decirle que está equivocada, le dice también que Dios le ha
prohibido “tocar” el árbol, cosa que nunca dijo. Pero el detalle más importante está en
el hecho de que termina comprando el discurso de la serpiente cuando afirma que no
pueden comer el fruto “so pena de muerte”. Es decir, lo que era una advertencia amo‐
rosa y solícita de Dios sobre los propios límites y la propia fragilidad se ha convertido
en una coacción restrictiva y vertical, por no decir arbitraria, situando así la mujer el
17
NAVARRO, MERCEDES: Barro y aliento. Exégesis y antropología teológica de Génesis 2‐3, Madrid: Ediciones
Paulinas, 1993, pág. 185.
18
Gen 3, 1.
19
NICLÓS, JOSÉ VICENTE: Génesis 3 como relato de apropiación, en Estudios Bíblicos, N° 53, 1995, pág. 199.
150
discurso de Dios en el mismo terreno en el que lo pone la serpiente: el del manda‐
miento negativo.
La serpiente entra aquí con toda su astucia profundizando la murmuración, es‐
ta vez ya con la mentira descarada y con una frase que terminará por destruir la con‐
fianza en Dios, culminando así la labor de zapa que había comenzado al introducir
sutilmente la duda en el versículo anterior. La mentira, que acusa a Dios de mentiro‐
so, es decirles que no morirán si comen del fruto prohibido. El colmo de la murmura‐
ción es la asignación de una intención oculta y doble en Dios: él les prohíbe comer del
fruto porque no quiere competencia, “sabe muy bien que el día en que coman de él se les
abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y del mal” 20 . Esta mentira, ade‐
más, lleva en sí misma el núcleo de la tentación: comer del fruto los va a poner por
encima del bien y del mal, los va a librar de su limitación, les va a dar el poder absoluto
del que disfrutan los dioses. El contenido real de la tentación, el núcleo del “mal”, no
es una entidad metafísica, ni la trasgresión de un mandamiento arbitrario, sino una
pretensión “política”: romper con el carácter relativo del poder que Dios le da al hom‐
bre como misión y del cual no dispone, sino que participa, y pretenderse absoluto.
Eso, naturalmente, es sencillamente imposible, porque el hombre no puede eliminar vo‐
luntariamente su carácter creatural. Y eso es justamente lo que se va a constatar en lo
que sucede después de comer el fruto, en las consecuencias que la pareja humana se va
a ver obligada a enfrentar y que corroboran con la patencia dura de la realidad: que la
serpiente mentía en lo que prometía.
20
Gen 3, 5.
151
Pero antes de que se revele la mentira, la mujer cae en la tentación. Y lo que la
tienta no es tanto que el fruto sea “bueno para comer y apetecible a la vista” 21 , calidad que
ya en Gen 2, 9 se mostraba como buena en tanto que compartida por los frutos de to‐
dos los árboles del jardín, sino sobre todo porque aparece como “excelente para obtener
sabiduría” 22 . Ya sabemos de qué sabiduría se trata: el conocimiento total, que pondría
al hombre más allá de su contingencia y le permitiría, teóricamente, hacer lo que qui‐
siese, aún por encima de los límites que Dios le ha señalado. Eso es lo que tienta, y a
eso es a lo que cede la mujer. Nótese que la sospecha que veladamente sugiere la ser‐
piente tiene implícita la idea de un Dios que oculta lo que sabe por razones interesa‐
das. Un Dios mentiroso, que no es sino el reflejo de lo que en realidad constituye la
verdad propia no de Dios, sino precisamente de la serpiente. Se introduce una noción
de Dios donde su poder es el de un “saber total” que oculta y miente para salvaguar‐
dar sus intereses de dominio, un Dios cuyo ejercicio del poder es autocentrado y
puesto en servicio de sí mismo. Obviamente, todo lo contrario de lo que hemos visto
como dinamismo autodonante y descentrado del poder de Dios.
II.2.‐ LA VERGÜENZA DEL PODER DESNUDO
Consumada la desobediencia, se revela la verdad íntima del poder prometido
por la serpiente, que no es otra cosa que su propia mentira. Lejos de hacerse como
dioses, de adquirir un saber total, la pareja primordial “abre sus ojos” y descubre que
está desnuda. El espejismo de la inflación de sí mismos muestra su imposibilidad y lo
único que queda desvelado es la carencia radical de la que está hecho el hombre, su
propia desnudez. Esto no sucede en virtud de algún carácter mágico en la fruta, sino
21
Gen 3, 6.
22
Idem.
152
porque la omnipotencia prometida no se hace realidad y queda desvelada la fragili‐
dad de lo humano, despojado ahora de la confianza básica en la palabra de Dios que
lo mantenía íntimamente ligado a él y que ha sido intercambiada por las promesas de
la serpiente, que se muestran ahora como nulas baratijas. La serpiente logró conven‐
cer al hombre de que Dios lo engañaba y era su adversario, haciéndole centrar su
atención sólo en lo que había de negación en su mandato, pero llevándolo a olvidar
que lo más importante era que había puesto ante él todo el resto del jardín como posi‐
bilidad de libre apropiación en orden a su propio goce y crecimiento. Eso es lo que
produce la vergüenza, que no es vergüenza del otro, sino vergüenza de sí mismo.
Otra emoción que aparece ahora es el miedo, que testifica el hondo carácter de
la ruptura que ha provocado la caída de la confianza en Dios. Adán le dice a Dios que
se esconde porque está desnudo: ha cobrado conciencia dolorosamente de su propia
pequeñez y relatividad frente a lo absoluto de Dios. La confianza se ha trastocado en
miedo y el miedo hace que la pareja humana sea incapaz de asumir su responsabili‐
dad: Adán le echará la culpa a la mujer y ésta, a su vez, a la serpiente. Eso, además, es
una dramática muestra de que no sólo se rompió la confianza fundante entre Dios y
el hombre, sino entre los dos miembros de la primera comunidad humana.
Así se ha revelado, paradójicamente a través de la mentira, la verdad del hom‐
bre: de la promesa de ser lo que no se es, de pretenderse más allá de todo límite y del
respeto a la confianza que supone el carácter relacional del hombre, se ha pasado a
una muy dolorosa toma de conciencia de los propios límites. Es en estos términos
como podemos leer los versículos siguientes: las palabras de Dios no son un “casti‐
go”, sino una descripción de la experiencia que el hombre ha hecho ahora de la ver‐
dad íntima de su propia condición. Por eso coincido con Mercedes Navarro, cuando
153
ve en todo este episodio una imagen del proceso con el que Dios mismo va llevando
pedagógicamente al hombre a asumirse a sí mismo y a hacer consciente su propia
realidad y los riesgos propios de su libertad. Las “maldiciones” que aparecen en Gen
3, 14‐19 son más bien una descripción irónica de aquello que el hombre hizo conscien‐
te al constatar la falsedad de la promesa de pretenderse absoluto: lejos de estar por
encima del bien y del mal, el hombre tiene que lidiar con una existencia llena de dolor
y limitación, arraigado a la tierra y luchando agónicamente por realizarse a sí mismo
a pesar de su propia fragilidad. Dios, sin embargo, sigue donando vida: a pesar de
todo, los equipa básicamente para la expulsión que seguirá y los viste con túnicas
confeccionadas por él mismo. Con ello, es él quien da el primer paso para la recupe‐
ración de la confianza, suavizando la dureza de la desnudez humana.
III. CONCLUSIÓN: PODER DE DIOS Y PODER DEL HOMBRE
Este apretado recorrido nos muestra las dos caras del poder, tal como las ha
experimentado y descrito el narrador. Por un lado, el poder de Dios, que es una di‐
námica de autocomunicación y autodonación que consiste en donar realidad y com‐
partir su vida más íntima con el hombre. Para hacer del hombre un creador, le da to‐
do lo que necesita: tierra para cultivar, árboles para comer, animales para domesticar,
e incluso el regalo de la alteridad para que pueda compartir lo más propio de Dios,
que es el amor y la comunión. Dios no se reserva nada. Ni siquiera el árbol del cono‐
cimiento del bien y del mal, que no es algo que él necesite, porque ya lo tiene. Pero es
un árbol que está plantado en el jardín desde el momento en que Dios hace al hombre
libre, porque la libertad consiste precisamente en ese misterioso carácter del hombre
de poder imaginarse a sí mismo más allá de sus propios límites. Sin ese árbol como
154
posibilidad real, la libertad sería sólo una ilusión. Dios, así, ni siquiera se reserva eso:
no tutelará al hombre, porque sólo así podrá tener una relación realmente consistente
con él, una en la que el hombre se relacione con él a través de la libre elección. El po‐
der de Dios es así un poder cuya esencia no es la coacción ni el tutelaje, sino la dona‐
ción y la capacitación del otro para que responda libremente al amor.
El poder del que el hombre dispone no tendría por qué ser diferente: está lla‐
mado a ser creador, dentro de los límites que impone su propio carácter creatural,
ligado al mundo y a los otros y religado en ellos a Dios. Es muy interesante que la
primera tentación del hombre, y por consiguiente su primer pecado, es la de querer
ser como Dios, pero no en lo que es esencial de Dios (su carácter de absoluta donación
de sí), sino en lo parcial de la mera omnipotencia. Si hubo un “pecado original”, éste
fue el de querer detentar el poder absoluto, sin respetar el límite que la realidad me
impone y que me imponen los otros en tanto iguales que yo. Un pecado que se basa,
verdad, ocultando lo que me interesa y revelando el resto tan sólo como me interesa y
me conviene, para garantizar así un plus de conocimiento que me pone por encima
del otro y me permite manejarlo y manejar la relación con él a mi antojo. Este poder
que no respeta límite alguno y que mediatiza al otro en función de mis intereses, obje‐
tivándolo y despojándolo así de la dignidad divina de la libertad, implica la asunción
ficticia de mi propia realidad limitada como si fuese absoluta y como si pudiese eri‐
girse en totalidad de lo real. Eso es imposible y significa vivir en la mentira para quien
lo ejerce y en hacer que los otros vivan bajo el poder de esa falsedad, con todas las
consecuencias destructivas que tiene. La primera de ellas, es, naturalmente, la corro‐
sión de la confianza básica que hace posible las relaciones humanas sanas, equilibra‐
das y libres.
155
No hay que ser muy agudo para concluir que el redactor del Génesis tuvo
buenas razones para incluir este texto: en él refleja la noción fundamental del fracaso
de Israel como nación. Si el poder político, en este caso la monarquía, se erige como
absoluto, si basa su dominio en la manipulación de la verdad y si en lugar de servir a
la nación actúa desde sus intereses, las consecuencias serán la ruptura de la confianza
básica entre los ciudadanos y la posterior ruina del país. Esta crítica tan aguda, sin
embargo, no se ha hecho de cara al pasado, sino de cara al futuro. Lo que nos dice es
que la tentación y el pecado que llevaron a la ruina a una nación, están presentes en la
condición humana misma. En esto coincide con la gran intuición de los griegos: la
ruina del hombre es su hybris, su desmesura, su incapacidad para conformarse con los
límites de su propia condición, a la par que para reconocer lo que son sus mejores y
más hondas posibilidades.
Paradójicamente, el texto parece también recalcar que el Dios que es Señor de
la Historia se sirvió de esa misma “caída” para hacer posible la incorporación, a través
de la experiencia dura y dolorosa de la ruptura primordial, de la conciencia de la pro‐
pia condición, como punto de partida de un ejercicio realista y adulto de la propia
libertad. En otras palabras, la caída, por más traumática que sea, es oportunidad de
aprendizaje, y Dios siempre está allí para revestir la desnudez frágil del hombre y
ponerlo otra vez en camino. El redactor, entonces, estaría abriendo un espacio a la
esperanza: podemos aprender a ser sensatos y a manejar nuestras relaciones confor‐
me a nuestra justa medida humana. Si tomamos conciencia, y hacemos carne propia
personas y como nación, de una manera distinta, que no nos convoque de nuevo fa‐
156
talmente a vivir bajo el signo de la mentira y de la tentación totalitaria. Porque el po‐
der, siempre que se pretenda absoluto, es siempre un poder desnudo.
157
Nota sobre la publicación de los ensayos compilados en este trabajo
No he seguido un orden cronológico a la hora de ordenar los ensayos que
componen este trabajo. Para mostrar mejor la interna unidad de los mismos, he
optado por un orden temático, que de alguna forma facilite la comprensión de las
obsesiones y búsquedas que laten por debajo de su mera literalidad y que consti‐
tuyen el nervio de lo que ha sido y es mi propio proyecto intelectual. De más está
decir que ésta es aún una obra en curso y que, bajo ninguna circunstancia, debe
entenderse esta recopilación como un cierre definitivo. En realidad, todos estos son
trabajos preparatorios de algo que quisiera, con el tiempo, que cobrara forma de
manera más sistemática. En todo caso, son una instantánea de un periodo en mi
labor filosófica, que presento para cumplir la formalidad de mi ascenso académico.
A continuación, paso revista a los datos de publicación de los ensayos aquí reuni‐
dos:
El Ser, el Dios y los dioses: El problema de Dios y la divinidad en el “segundo Heidegger”:
apareció publicado en el libro Realidades en clave filosófica, que reúne las ponencias
del V Congreso Suramericano de Filosofía, el cual tuvo lugar en la Universidad Católi‐
ca Andrés Bello del 8 al 11 de octubre de 2002. El libro fue editado en 2004 por la
Universidad Simón Bolívar y la Universidad Católica Andrés Bello, bajo el cuidado
de la Prof. Marta De La Vega. El ensayo se encuentra en las páginas 211‐223.
La experiencia de Dios como experiencia estética fundamental. Reflexiones a partir del “se‐
gundo Heidegger”: apareció publicado en el N° 5 (enero‐junio de 2006) de ITER‐
Humanitas. Revista de Filosofía y Humanidades, editada por el Instituto de Teología
para Religiosos (ITER) y la Facultad de Teología de la Universidad Católica Andrés
Bello (UCAB). El ensayo se encuentra en las páginas 27‐38.
Filosofía de la ultimidad y teología fundamental: La propuesta zubiriana: apareció publi‐
cado en el Vol. XXXI (2004) de los Cuadernos Salmantinos de Filosofía, editados por la
Universidad Pontificia de Salamanca (España). El ensayo se encuentra en las pági‐
nas 185‐200.
Dios en todas las cosas: Zubiri y el método en teología: apareció publicado en el N° 34
(mayo‐agosto de 2004) de ITER‐Revista de Teología, editada por el Instituto de Teo‐
158
logía para Religiosos (ITER) y la Facultad de Teología de la Universidad Católica
Andrés Bello (UCAB). El ensayo se encuentra en las páginas 95‐111.
Discernimiento, existencia y realidad: Una aproximación filosófica al discernimiento espiri‐
tual: apareció publicado en el N° 1 (enero‐junio 2004) de ITER‐Humanitas. Revista de
Filosofía y Humanidades, editada por el Instituto de Teología para Religiosos (ITER)
y la Facultad de Teología de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB). El en‐
sayo se encuentra en las páginas 13‐22.
Experiencia mística y discernimiento: Una interpretación de la discreción de espíritus en
los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola: inédito. Ha sido arbitrado y aceptado
para su publicación en el número 44 de ITER‐Revista de Teología, editada por el Ins‐
tituto de Teología para Religiosos (ITER) y la Facultad de Teología de la Universi‐
dad Católica Andrés Bello (UCAB), prevista para el trimestre septiembre‐
diciembre de 2007.
El poder desnudo: una lectura de Génesis 2‐3: apareció publicado en el N° 7 (enero de
2005) de ConcienciActiva 21. Revista de ética y valores en un mundo globalizado, editada
por la Fundación ConcienciActiva de Caracas, Venezuela. El artículo se encuentra
en las páginas 133‐163.
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