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MAYA
La filosofía maya es la huella de una cosmogonía que no situó jamás al ser humano
en el centro –ni en la periferia– de las construcciones de la naturaleza del Universo,
pero lo consideró capaz de descifrar esa arquitectura para acomodar su vida –su
cultura, su civilización– a los ritmos de la existencia.
Confundimos espiritualidad con religión, y religión con guerra entre confesiones que
enarbolan la apolillada bandera de la razón concreta aplicada a lo inconcretable. Y
cuando nada explica, hablamos de esoterismo: que es aquello aprendido para no
hablarlo. Por eso a veces decimos –orgullosos del positivismo agusanado y
agónico– que “el sentimiento espiritual y mística maya es el núcleo esotérico donde
gravitan todas las actividades de su cultura y civilización”.
Nada más lejos de la verdad, aunque millares hoy busquen en profecías y cuentos
el consuelo ante la destrucción de su propia ideología de dominación de la
naturaleza y congéneres. Esas ciudades vacías hundidas en las selvas del Yucatán,
sus monumentos, templos, inscripciones y su misma soledad plantean no el desafío
de descifrar el pasado, sino la aventura de asomarse al porvenir.
Tres veces– pensaban los mayas– fue ocupada la Tierra: la primera por seres
elementales, la segunda por un pueblo oscuro y extraño, la tercera por nosotros, los
humanos. Nunca dijeron que no habría una cuarta población; sostuvieron, al
contrario, que se trataba de interpretaciones para explicar flujos energéticos y
realidades matemáticas.