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La esencia del diálogo

Por Tomás Donovan

Te propongo, estimado lector, que pienses en una persona de carne y hueso a la que
consideres un referente o ejemplo como comunicador. Intenta detectar cuáles son los
atributos o características que destacas en dicha persona en tanto comunicador. Por
favor, tomate unos segundos antes de seguir leyendo.

La tendencia, ante esta invitación, es a asociar el concepto de “buen comunicador”, con


el de Orador. La mayoría solemos pensar en un personaje que nos cautiva y atrapa con
la potencia de un mensaje bien articulado y el carisma de los que saben captar la
atención de los demás. El paradigma vigente, pues, suele ser el de la comunicación en
tanto transmisión de información: hay alguien que elabora un mensaje, y lo transporta
de manera magistral al resto: claridad, concisión, precisión y elocuencia son algunos de
los condimentos más vinculados con la noción de comunicación. Un profesor con la
retórica de un sofista, un periodista con estilo y erudición, políticos que improvisan
discursos que movilizan masas y ejecutivos que transmiten pasión y confianza a sus
equipos son ejemplos que representan la concepción habitual del “buen comunicador”.

Es curioso que, en general, nadie piense en un buen comunicador como alguien que,
ante todo, sabe escuchar (discúlpame lector, si pensaste en ello). En todo caso
pensamos en alguien que merece ser escuchado. El modelo hegemónico ilustra un
proceso lineal y unidireccional donde hay un emisor heroico y un receptor pasivo.

Ahora bien, lo cierto es que en contextos empresariales en los que trabajamos con otros
para alcanzar nuestros objetivos, el paradigma del orador pierde poder y consistencia.
En efecto, la clave para lograr acuerdos y alianzas en contextos de trabajo signados por
la colisión de intereses y la matricialidad de funciones no está en el arte de la
persuasión, sino más bien en la capacidad de contemplar e involucrar con curiosidad y
respeto los intereses y puntos de vista de los demás. Francisco Ingouville dice que “las
discusiones no se ganan discutiendo”, en el sentido de que no es cuestión de quién
argumenta con mayor solvencia o elocuencia. La oratoria es indispensable para realizar
presentaciones efectivas, pero no necesariamente para las negociaciones y
conversaciones difíciles del día a día.

Las personas adquirimos credibilidad y respeto cuando nos comunicamos abriéndonos


al mundo de otro, y animándonos a cuestionar la propia visión del mundo. Un mensaje
potente es aquel que está impregnado de la realidad de los demás. Dicen que el arte del
ilusionismo no radica en los poderes misteriosos del mago ni en su carisma como
showman u orador, sino en una percepción híper desarrollada del otro. David Bohm,
célebre físico estadounidense, proponía cambiar la definición de comunicación en tanto
trasmisión de un mensaje (unilateral y estática), hacia una idea de comunicación como
creación conjunta de algo que no existe antes del encuentro entre dos o más personas.
Ésa es la esencia del diálogo, la legitimación auténtica del otro en tanto otro. Lo
contrario es la yuxtaposición egocéntrica y empalagosa de monólogos encubiertos. El
famoso “Si, pero…” interminable. En cuanto al otro se siente observador, la
indiferencia emerge. Martín Buber sostenía que el dialogo no es algo que ocurre en el
sujeto mismo, no es un acontecimiento que va del yo al tú (transmisión), ni tampoco
algo que ocurre en el otro, sino que es algo que ocurre entre ambos. Comparaba la idea
de diálogo con el ajedrez: todo el encanto del juego está en que uno no sabe cuál será la
jugada de su compañero. Me sorprendo por la jugada que hace, y ese estar sorprendido
es la base de todo el juego.

Para ilustrar este abordaje, te propongo, lector, una nueva pregunta: ¿Qué suele pasar
cuando vas al cine a ver una película basada en un libro que leíste y te encantó? La
sensación suele ser de desencanto y desilusión. ¿Por qué sucede esto? En gran medida,
porque cuando leemos un libro, somos coautores de la obra. Ésta se genera, diría
Buber, entre el autor y el lector. Somos nosotros los que asignamos caras a los
personajes, lugares a los paisajes y emociones a los sentimientos. Frente a la película,
en cambio, somos espectadores, receptores pasivos de un mensaje consumado.

En términos de comunicación, la clave está en acercarnos al modelo del libro, esto es,
un escenario en el que el otro tiene un protagonismo central. Y para ello, el rol de la
escucha resulta central. Cuando nos animamos a escuchar genuinamente antes de
hablar obtenemos dos beneficios esenciales: por un lado nos damos cuenta de que el
otro no pensaba como suponíamos que pensaba, y esto nos permite adaptar nuestro
mensaje a la realidad de esa persona singular. Por el otro, una vez que escuchamos, el
otro está mucho más predispuesto a escucharnos a nosotros, lo ayudamos a que sea
curioso. Es como en el subte, para entrar, primero hay que dejar que la gente salga. Si
llegaste a este punto, querido lector, es por haber sido coautor de estas líneas.

Bibliografía:

Bohm, David: Sobre el diálogo, Kairós, 1997, Barcelona.


Buber, Martin: Yo y tú, Editorial Nueva Visión, 1974, Bs.As.
Buber, Martín: Qué es el hombre, Editorial Fondo de cultura económica, 1974, Bs.As.
Ingouville, Francisco: Relaciones Creativas, Grupo Aldea Editores, 2004.

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