You are on page 1of 4

Código de honor

Eva Mª Flores Ruiz

A finales del siglo XIX, la sociedad patriarcal aún exige del hombre —para
reconocerlo como tal—, su completa sujeción a un implacable código de honor.
Subyace, aquí, la idea de la masculinidad como una esencia eterna y caracterizada por
una serie de atributos que dicho código había convertido en exigencias: racionalidad,
vigilancia, orgullo, rivalidad, coraje, autodominio y virilidad (de la mujer, en cambio, se
exige pureza sexual, fidelidad, emocionalidad, pasividad, modestia y confinamiento).
[Construcción teórica que posteriormente se denominaría diferencialista: ―La diferencia
irreductible entre los sexos es la ultima ratio de sus destinos respectivos y de sus mutuas
relaciones‖. A este enfoque diferencialista se opone, en la actualidad, el constructivista:
―No existe un modelo masculino universal […] la masculinidad no constituye una
esencia, sino una ideología‖ (Badinter)].
Esta rígida estructuración pauta, a partir de esos atributos (racionalidad,
vigilancia…), unos estrictos patrones de comportamiento. La más mínima vacilación en
su cumplimiento implica la pérdida de la honra, y con ella ―el aniquilamiento del ser
individual en cuanto el hombre se halla desposeído de su valer y de su hombría, pero
también el de su ser social en cuanto deja de pertenecer ideal y prácticamente a la
comunidad social en que vive‖ (Correa).
Pero lo más inquietante de estos conceptos de altos vuelos es su fragilidad,
derivada del insólito hecho de que aun constituyendo la base en que la sociedad asienta
la esencia de la virilidad, no se halle en manos del hombre su control. En primer lugar,
porque ―honra es aquella que consiste en otro‖ (Lope de Vega). Es decir, el escrupuloso
acatamiento de unas normas y maneras no garantiza su obtención, porque el honor es el
juicio de valor que los demás se forman de un hombre. En segundo lugar, porque ―sin
culpa el más honrado / [lo] puede perder‖ (Lope de Vega). El mejor ejemplo es la
infidelidad conyugal. Y no es éste un agravio cualquiera, pues ―existe una gradación en
la pérdida de la honra, y […] ésta no se considera absoluta sino en el caso del adulterio
—real o presunto— de la propia mujer‖ (Castro).
En el siglo XIX sigue imperando, pues, ese código de honor que tanto
rentabilizara la ficción áurea. También la decimonónica lo hará porque ahora, como
entonces, la infidelidad femenina arroja al hombre a un callejón sin salida. Esto es, el
hombre burlado carga con la responsabilidad —no haber sabido controlar— y la
mancha —deshonra— de una trasgresión ajena que, de seguir los parámetros
establecidos, lo conducirá a una venganza, o desagravio, con que lavará en sangre esa
mancha que no se puede borrar; una vez pregonada la afrenta es ya imposible satisfacer
―las calidades de la honra, que para ser perfecta no ha de ser ofendida‖ (Lope de Vega).
Todos estos despropósitos que se concitan en el concepto del honor hacen de la
masculinidad una empresa conformada de exigencias inexcusables encaminadas a
obtener unas seguridades que se resbalan entre los dedos. Y de ello se han resentido
innumerables héroes de ficción. En el teatro del Siglo de Oro, por ejemplo, es
convención bien establecida que los maridos increpen al honor mientras ejecutan sus
inexorables mandatos, tanto por las insensatas convenciones que lo conforman como
por el usual conflicto entre sus sentimientos personales y las acciones que dicho código
requiere de ellos: ―¿Quién vio en tantos enojos / matar las manos, y llorar los ojos?‖
(Calderón).
La ficción decimonónica recogerá tal conflicto de valores —entre individualidad
(esfera privada) y expectativa social (esfera pública)— y lo expresará en la desolación
de sus hombres de honor. A Quintanar (La Regenta) frente a Mesía en el campo del
honor se le saltan las lágrimas porque desfallece de tristeza: ―Todo aquello de matarse
era absurdo… Pero no había remedio‖ (Alas). Es la misma conclusión a la que llega
Innstetten (Effi Briest) antes de retar a duelo al que fuera amante de su esposa: ―Nuestro
culto al honor es una idolatría, eso desde luego, pero en tanto el ídolo siga en pie
debemos someternos a él‖ (Fontane). Hasta un hombre como Máximo Manso (El amigo
Manso, Galdós), intelectual recto y aborrecedor de la barbarie, al saber que su discípulo
Peña va a batirse en duelo admite que ―tal es la fuerza del medio social que yo, con todo
el rigor y pureza intolerante de mis ideas, no me habría atrevido a alejar a Peña del
bárbaro terreno ni sugerirle la idea de faltar al emplazamiento. ¿Qué más? Siendo quien
soy, creo que no podría ni sabría eximirme de acudir al llamado campo del honor, si me
viera impulsado a ello por circunstancias excepcionales‖.
En el siglo XIX existía, por otra parte, un diferente rasero con el que se juzgaba
la infidelidad sexual en hombres y mujeres. Y de ahí derivaban leyes que hasta cierto
punto amparaban la violencia masculina dirigida a proteger la fidelidad femenina o,
llegado el caso, a castigar sus desmanes. El adulterio aún recibía en España muy distinto
tratamiento legal en el caso de ser cometido por un hombre o por una mujer. El de la
esposa se consideraba crimen contra el marido, la familia y la sociedad. Por ello, según
establecía el Código Penal de 1822, la mujer adúltera perdía todos sus derechos sobre la
sociedad conyugal y podía ser recluida el tiempo que quisiera el marido, con tal que no
fuera superior a diez años, y lo mismo sucedía con su cómplice. En el Código Civil de
1848 se mantiene la infidelidad conyugal femenina no sólo como delito doméstico sino
también social (Acosta).
Las sucesivas reformas legales no iban a modificar sustancialmente esta
situación, pues el mismo espíritu anima las disposiciones que sobre el adulterio
establece el Código Penal de 1870, cuyo artículo 438 dictamina que el marido que
sorprendiera en adulterio a su mujer y la matara o causara lesiones graves fuera
condenado a un destierro que podía oscilar de seis meses a seis años, quedando exento
de pena si las lesiones eran de otra clase (Scanlon). Las consecuencias de esta
indulgencia legal hacia el hombre eran funestas pues, como señala Pardo Bazán, ―han
aprendido los criminales que eso de «la pasión» es una gran defensa prevenida, y que
por «la pasión» se sale a la calle libre y en paz de Dios, y no se descuidan en revestir de
colores pasionales sus desahogos mujericidas‖.
Y no sólo las leyes amparaban a los hombres en tales casos, sino que la sociedad
tácitamente aprobaba la actitud de aquellos que se tomaban la justicia por su mano.
Hecho que se refleja en las novelas de la época. En Sacramento, por ejemplo, la opinión
pública se halla dividida en dos bandos ante el asesinato de una esposa adúltera, ―siendo
quizá más numeroso el de los que pretendían disculpar al agresor‖ (Picón). Y es que en
el sentir popular el código de honor seguía privando sobre la legislación, lo que en
algunos casos provocaba singulares actitudes. El gobernador de Vetusta, por ejemplo,
no quiere oír hablar del duelo ilegal que se va a celebrar en su jurisdicción porque,
según sus propias palabras, ―su deber de autoridad estaba en abierta contradicción con
su deber de caballero‖ (Alas).
Dichas normas, acordes con el espíritu del código de honor, reflejaban el sentir
popular. Prueba de ello es lo que ocurre en aquellas situaciones en que legislación y
código de honor entran en conflicto. Es, por ejemplo, el caso del duelo, prohibido
legalmente pero legitimado por el honor y, por tanto, tácitamente aprobado por la
comunidad. De ahí, advierte Larra, su resistencia a desaparecer:

Mientras el honor siga entronizado donde se le ha puesto; mientras la opinión


pública valga algo, y mientras la ley no esté de acuerdo con la opinión pública,
el duelo será una consecuencia forzosa de esta contradicción social. Mientras
todo el mundo se ría del que se deje injuriar impunemente, o acuda a un tribunal
para decir: «Me han injuriado», será forzoso que todo agraviado elija entre la
muerte y una posición ridícula en sociedad.

Y, ciertamente, lejos de desaparecer, el duelo había adquirido una relevancia


inusitada. La corriente reglamentística con respecto al duelo, que se remonta a la época
de los Reyes Católicos, se recrudecería en siglo XVIII ante esa inusitada relevancia
social que tal práctica iba adquiriendo. Así, Felipe V promulgaría en 1716 ―una
pragmática –reiterada a la letra por su hijo Fernando VI en 1757– donde se prohibían
terminantemente los duelos y desafíos como «contrarios al derecho natural y ofensivos
al respeto que se debe a mi real autoridad»‖ (Martín Gaite). En cualquier caso, y gracias
al carácter clandestino con que se celebraban estos ajustes de cuentas, burlar la
prohibición era fácil. No tanto afrontar las responsabilidades legales de sus
consecuencias –sobre todo en caso de fallecimiento de alguno de los contendientes–.
Por ello, antes de dirigirse al campo del honor los duelistas firmaban una nota de
suicidio que, en caso de muerte, eximiera de responsabilidad al superviviente.
En los casos de adulterio, el duelo constituía la forma más frecuente en que el
hombre traicionado reconducía su ira; mientras así lo hacía, y la comunidad asentía
complacida, las autoridades miraban hacia otro lado porque, como se explica en El
prontuario del duelo (1902),

en general, toda persona que representa ó ejerce autoridad, es un caballero que se


avergonzaría de perseguir ó castigar á los duelistas; pero aun llegado el caso inverosímil
de que una autoridad tuviese voluntad de perseguir el duelo, jamás se atrevería,
temeroso, con razón, del severo castigo que le impondría la Sociedad menospreciándolo
y considerándolo un mal caballero, al que dejarían aislado los demás que ejercieran
cargos análogos (Murciano).

Tanto legislación como código de honor fomentaban, pues, la disimetría en las


relaciones entre hombres y mujeres. Disimetría dirigida fundamentalmente no tanto a
beneficiar al hombre, aunque tal fuera el resultado, como a proteger el embrión social,
la familia. Y, ciertamente, bien necesitada de protección estaba en el siglo XIX cuando
las convenciones que tradicionalmente habían gobernado identidad y comportamiento
sexual parecían desmoronarse (Showalter).

You might also like