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DE OTRA PARTE, DERRIDA

Lo que viene a mí, desde hace tiempo, con el nombre de la escritura, de la


deconstrucción, del falogocentrismo, etc., no ha podido no proceder de esa
extraña referencia a alguna otra parte. La infancia, el más allá del Mediterráneo,
la cultura francesa, Europa finalmente. Se trata de pensar a partir de ese paso del
límite. La otra parte, aun cuando está muy cerca, es siempre el más allá de un
límite. Pero, dentro de nosotros, llevamos la otra parte en el corazón. La llevamos
en el cuerpo. Y eso es lo que quiere decir la otra parte. La otra parte aquí. Si la
otra parte estuviese en otra parte, no sería otra parte.

La escritura está acabada. La escritura está acabada. Eso quiere decir que, de
todas formas, desde el momento en que hay inscripción, hay necesariamente
selección y, por consiguiente, borramiento, censura, exclusión; y, diga yo lo que
diga ahora de la escritura, de ese tema, como usted decía, de la escritura, del que
me he ocupado de una forma bastante privilegiada durante toda mi vida, por así
decirlo, en todo caso, desde que escribo, la cuestión de la escritura es la que está
trabajando lo que escribo. Diga yo lo que diga aquí ahora en un tiempo tan breve
y en este decorado un tanto extraño y artificial, eso será selectivo, estará acabado
y, por lo tanto, tan marcado por la exclusión, el silencio, lo no-dicho como por lo
que diré.
Usted está escribiendo, es decir, inscribiendo unas imágenes que, a su vez, va
usted a montar, a “editar” como suele decirse en este país, es decir, a seleccionar,
cortar, pegar. Por lo tanto, estamos, de una forma muy artificial, preparando un
texto que usted va a escribir y firmar y yo soy ahí una especie de material para su
escritura. Entonces, como material para la escritura de esta película, el material
debe hablar un poco de la escritura y de la biografía.

He podido decir, en un contexto muy determinado, que escribía para buscar una
identidad. A mí me ha interesado más bien lo que hace imposible la identidad, la
pérdida de la identidad. Y cuando, en Circonfesión y El monolingüismo del otro,
hablé de una autobiografía imposible, en el sentido clásico del término, porque la
autobiografía en el sentido clásico del término implica al menos que el yo sabe
quién es él, que se identifica antes de escribir, o que supone cierta identidad. La
posibilidad de decir yo en una determinada lengua está ligada, en efecto, a la
posibilidad de escribir en general.

Hay acontecimientos que consisten en decir yo, pero eso no quiere decir que el
yo como tal exista, ni que sea nunca percibido como presente ahí. ¿Quién se ha
encontrado alguna vez con un yo? Yo no. El fantasma identitario del que usted
hablaba antes nace de esa inexistencia del yo. Si el yo existiese, no lo
buscaríamos, no lo escribiríamos. Si se escriben autobiografías es movidos por el
deseo y el fantasma de ese encuentro con un yo que, por fin, sería lo que es.

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Si alguien llegase, si yo llegase, a identificar esa identidad de forma segura,
naturalmente yo no escribiría más, ni marcaría, ni trazaría y, de alguna manera,
no viviría más. No viviría más.

La impaciencia de los peces, lo que pienso es la paciencia y la impaciencia de


esos peces. Éstos no sólo han sido apresados, encarcelados, colocados tras un
cristal, sino que son de la misma especie. Me siento un pez aquí ¿no es cierto?,
obligado a mostrarme ante el cristal, detrás del cristal, ante una mirada. Me hacen
esperar el tiempo, el tiempo, el tiempo que haga falta, el tiempo que haga falta.
Y, con frecuencia, me pregunto: ¿cuál es su experiencia del tiempo? Me la
imagino a veces infernal, una imagen del infierno. Es decir que, cada vez que
estoy ante un animal que me mira, una de las primeras preguntas que me planteo
acerca de la proximidad y de la infinita distancia que nos separa, es el tiempo.
Vivimos en el mismo momento y, sin embargo, ellos tienen una experiencia del
tiempo totalmente intraducible a la mía. Y, además, son como yo, están
sometidos impacientemente a lo que quieran los amos.

La primera observación atañe a mi asombro por encontrarme aquí, en este lugar


que usted ha elegido, que es un antiguo museo de las colonias, muy bonito y que
me recuerda tal vez que yo soy una especie de producto colonial, o post-colonial,
si prefiere. Diga yo lo que diga, o me ocurra lo que me ocurra, pertenezco a una
determinada historia de las colonias francesas. En cierto modo, todo lo que hago,
lo que escribo, lo que trato de pensar, tiene cierta afinidad de sincronía con el
post-colonialismo.

He crecido en un país, Argelia, donde había que aprender a acostumbrarse, pero


uno no se acostumbra a nada, a acostumbrarse a que todos los lugares y, sobre
todo, los lugares divinos, los lugares de culto, debido a la historia colonial y pre-
colonial reciente, a que todos los lugares de culto fuesen de alguna forma
apropiados, expropiados, reapropiados, desafectados, reafectados. Eso hace que,
por ejemplo, la gran sinagoga a la que, los días de fiestas importantes, mi padre
me llevaba con mi hermano, y que era una antigua mezquita que conservaba
todos los rasgos físicos de una antigua mezquita, se convirtiese en una sinagoga y
sé que, después de la descolonización y de la independencia, se ha vuelto a
convertir en una mezquita. Lugar de paso, temporalidad provisional, desafectada,
lo cual significa difunta, en cierto modo, con ese sabor de ruina precaria, lo cual
no está nada mal para los lugares divinos; como si, de alguna manera, los lugares
fuesen prestados. Como cuando Dios les dice a los judíos: ésta no es vuestra
tierra, ésta es mi tierra, este lugar se os ha prestado. Las sinagogas, las
mezquitas, las iglesias, una por una, naturalmente con la violencia de
expropiación que se puede imaginar, una por una se prestaban, se retiraban y, por
consiguiente, se dejaban asediar por la memoria de otra religión, y de un culto
que hubo de ejercerse en los mismos lugares, los cuales permanecen impasibles
como lugares, pero que han visto pasar, naturalmente, y han oído tantas oraciones
en tantas lenguas, siempre a un dios uno, único.

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Resulta que me encuentro, y probablemente no soy el único, en esa situación de
emigrado o inmigrante, marrano clandestino, invisible, sin papeles y que, desde
esa situación, que no es siquiera una situación, que no es un lugar, que es un no-
lugar, desde ese lugar sin lugar, atraviesa, y no sin amor, lugares como éstos.

- Usted se identifica, hace ya años, con esa figura de marrano, que es ese judío
español del siglo XIV, y que sigue practicando su religión en secreto para
escapar de la persecución, después de haberse convertido al cristianismo.

No conozco, de forma por así decirlo objetiva y científica, mi filiación ni los


orígenes de mi familia. Si me he enamorado de esa palabra, que se ha convertido
para mí en una especie de obsesión y que aparece una y otra vez en todos mis
textos, en la mayor parte de mis textos estos últimos años, es porque remite a
esos orígenes presuntamente judeo-españoles, pero también porque dice algo de
una cultura del secreto.
Y, naturalmente, la cuestión del secreto siempre me ha ocupado,
independientemente de mi cuestión judía en cierto modo, me ha ocupado no sólo
en relación con el inconsciente, con la dimensión política del secreto –ya que el
secreto es aquello que resiste a la política, aquello que resiste a la politización, a
la ciudadanía, a la transparencia, a la fenomenalidad-. En todas partes en donde
se quiere destruir el secreto, la salvaguarda del secreto, hay una amenaza de
totalitarismo. El totalitarismo es, finalmente, el secreto hecho pedazos. Vas a
confesar. Vas a cantar. Vas a decir lo que tienes en las entrañas. Por consiguiente,
la misión secreta, discreta del marrano, es enseñar el secreto, que el secreto debe
mantenerse, respetarse, que se debe respetar el secreto.

¿Qué es un secreto absoluto? Esta pregunta me ha obsesionado tanto como la de


mis presuntos orígenes judeo-españoles. Ambas obsesiones se han cruzado en la
figura del marrano. Poco a poco, he ido identificándome con alguien que tiene
un secreto más grande que él, y al cual ni siquiera él mismo tiene acceso. Como
si yo fuese un marrano de marrano, es decir, un marrano secular, un marrano
que habría perdido incluso el origen judío y español de su marranismo. Una
especie de marrano universal.

- La calle Ulm con música de fondo de Lili Labhasi, no está nada mal.

- Escuela Normal Superior con música de fondo de Lili Labhasi.

Ahí está, he pasado treinta años de mi vida ahí. Entre la época de estudios y la
época de docente, treinta años. Ahí. En esa casa. He enseñado en ese aula, ahí
detrás, también durante veinte años. El aula, ahí detrás. El aula que hace esquina.
Ese aula, antes de enseñar en el bulevar Raspail, enseñé ahí, en ese aula. Todos
los miércoles a las cinco, siempre lo mismo. Enseño, desde hace
aproximadamente treinta años, todos los miércoles a las cinco.

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“Voy a abrir la primera sesión pronunciando sin más contexto y sin frase:
perdón. Una sola palabra, perdón.

¿Un perdón debe ser nombrado, incluso oído, audible, visible, fenoménico en una
palabra o, por el contrario, secreto, silencioso, mudo, callado, indecible,
inaparente, solitario? Dicho de otro modo, ¿debería haber o no una teatralidad,
una escenificación, incluso una posible obscenidad de la escena del perdón?
¿Debe éste presentarse o debe, por el contrario, retirarse?

Vamos a ver qué pasa en el teatro, ya estamos allí; vamos a ver y a oír.

Acto I, escena I: personajes, cuatro hombres. Todos ellos son, de una u otra
forma, hombres de confesión cristiana, y protestantes. Los cuatro personajes
presentes, los recuerdo: Hegel, Mandela, Clinton y Tutu, saben mucho acerca del
perdón, la amnistía, el perjurio, el arrepentimiento, la reconciliación, y los
escucharemos dar testimonio. Pero el telón no se ha levantado todavía. Se oye
una voz en off antes de volver a empezar, y ésta habla en alemán, por supuesto.

Tomo, primero, a Hegel al pie de la letra.

La palabra de la reconciliación, Das Wort der Versöhnung, no la palabra


“reconciliación”, sino la palabra de reconciliación, es decir, la palabra de la
reconciliación, o, si se prefiere, la palabra mediante la cual se entabla la
reconciliación, mediante la cual se brinda la reconciliación tendiendo la mano el
primero. Por consiguiente, la palabra de la reconciliación es el acto, el speech
act, mediante el cual con una palabra, hablando, con una palabra que es una
palabra, se inicia la reconciliación, se brinda la reconciliación, dirigiéndose al
otro. Lo cual quiere decir por lo menos que, antes de esa palabra, había guerra y
sufrimiento, y trauma, herida. Entonces diremos, de acuerdo con el sentido
común mismo, el sentido común más irrefutable, que solo un ser vivo está herido,
puede recibir y experimentar una herida, aun cuando sea una herida así llamada
mortal lo que éste o ésta padezca. Una herida que, en el futuro, acarreará
fatídicamente la muerte. Por lo tanto, lesión, golpe, llaga, trauma, cuchillada,
corte, desolladura, arañazo, mutilación, incisión, escisión, circuncisión; ninguna
herida imaginable alcanza un tejido vivo si no es dejando en él, al menos en ese
mismo momento, una cicatriz. Es más, aunque la herida sea una figura biológica
para hablar de un daño o de un sufrimiento psicológico, o moral o espiritual,
como suele decirse, fantasmático, pues bien, el perdón y la reconciliación sólo
tienen sentido allí donde la herida ha dejado, o ha podido dejar, un recuerdo, una
huella, por consiguiente, una cicatriz que hay que sanar o aliviar, curar.

Hablar sería comenzar a reconciliarse. Aun cuando -y Hegel no lo ignoraba- se


esté declarando el odio o la guerra, o se esté injuriando, insultando o hiriendo;
desde el momento en que se habla, en que hablan unos con otros, se pone en
marcha un proceso de reconciliación. Entonces, ¿cómo volver a empezar y hablar
con todo el mundo a la vez, singular y universalmente? Además, ¿acaso la

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pregunta “¿cómo dirigirse a varios, cómo hacerlo con más de una singularidad?”
podría dibujar la cruz del perdón, la cruz misma del perdón?

Entra entonces en escena Nelson Mandela.

Jean-Luc NANCY:

Conozco a Jacques desde el 69, creo. Se me ocurrió escribir una especie de


pequeño ensayo. Envié ese texto a Jacques, al que no conocía, y recibí una
respuesta que me asombró mucho. En primer lugar, estaba estupefacto porque él
me mostraba que ya había leído los pocos artículos que yo ya había publicado.
Por eso, estaba asombrado, y también emocionado. Me acuerdo de que, en esa
carta, estaba esta frase: “Ya le he leído a usted”, y yo sabía que teníamos que
encontrarnos un día u otro. Te imaginas, entonces yo tenía 29 años, el efecto de
recibir esa carta de alguien que no era lo que es hoy en día, pero que no obstante
ya era alguien, que se estaba imponiendo de verdad.
Estaba eso, y también que la carta contenía al mismo tiempo algunas cosas que
yo ya no sería capaz de citar de memoria, pero estoy muy seguro del contenido,
acerca del placer que le producía encontrar correspondencias en un mundo o una
época en que se sentía solo, que tenía lados oscuros, como diría yo, difíciles;
estaban esos aspectos, y me sorprendió que confesase un sentimiento de soledad.
No sé, quizá fuese en un momento así. Sé perfectamente que también ocurrió en
otros momentos, pero también debió ocurrir en ese momento. Pues estaba eso.
Y, además, tengo de decirlo: sus textos me habían impactado, como a otros, pero
tengo que decir sobre todo que era mucho más que eso, e incluso algo distinto del
efecto producido por un texto extraordinario. Sus textos eran los primeros textos
que me enseñaban en el fondo que había una filosofía que se estaba haciendo.

Resulta que a mí me han hecho un trasplante de corazón e, incluso hoy, no he


escrito nunca nada especial acerca de dicho trasplante: el conjunto de los motivos
del injerto, de la inmunidad, la auto-inmunidad, por lo demás también se podría
decir, entre ambos, de la prótesis —el injerto es una forma de prótesis—. Al
principio, era sobre todo, en efecto, el injerto. El injerto era una palabra, una de
las figuras, uno de los conceptos más importantes de Derrida y todo ese conjunto
corresponde a ese eje que es quizá, en el fondo, el eje principal de su trabajo. Se
lo podría denominar el eje de lo heterogéneo en general, lo heterogéneo que está
en la relación de sí consigo mismo. En el fondo, todo parte de ahí en él, en La
voz y el fenómeno, de la heterogeneidad en el corazón de la heterogeneidad
presuntamente ideal del sí o del sujeto.

Es cierto que la amistad no puede sino comportar una parte silenciosa, una parte
que es verdaderamente independiente de cualquier discurso y, sobre todo, quizá
del discurso filosófico. Porque es seguro que Jacques y yo no hemos
intercambiado demasiadas proposiciones filosóficas desde hace treinta años,
realmente pocas, muy, muy pocas. Tal vez sucede de cuando en cuando, pero

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siempre se acaba enseguida. Es evidente que las cosas, ahí, suceden entre los
textos, no pasan por el habla.

Jacques DERRIDA:

El seminario, este año, consiste en analizar de qué manera los esquemas


cristianos están predominando en el mundo, incluso más allá de las culturas
cristianas, en las culturas japonesa o india. En una cultura en la que está presente
el cristianismo, y a veces de forma predominante, trato de entender qué está
pasando. Mi lenguaje está marcado por un determinado número de sellos
cristianos, por así decirlo. Está sellado. Cristiano significa también judío; a través
del judaísmo, el Islam, lo que denomino las tradiciones “abrahámicas”. Mi
discurso lleva el sello de esa compleja tradición abrahámica. Mi amigo, Jean-Luc
Nancy, está preparando un libro titulado “Deconstrucción del Cristianismo” y sé,
por haber leído algunas páginas, algunos textos breves, que él piensa, como yo,
que de hecho no podemos escapar pura y simplemente de lo que llamamos
cristianismo. Es en nombre del cristianismo como nos deshacemos del
cristianismo. La “muerte de Dios”, por ejemplo, es un tema cristiano. Nada es
más cristiano que eso. Por eso, tal vez lo que está ocurriendo hoy en el mundo,
bajo el nombre de lo que denomino “mundialatinización”, latinización mundial, o
cristianización mundial, si lo prefiere, es una especie de auto-deconstrucción del
cristianismo.

Estas estanterías no estaban ahí. Había, por lo tanto, unas mesas, y era mi único
lugar de trabajo. Además de lo que denomino un poco el almacén, es decir,
algunos textos míos en distintos ejemplares, traducciones, etc., hay varios
grandes corpus filosóficos. Es así, es una estratificación que se ha hecho de
forma empírica. Por ejemplo, Hegel está ahí, Heidegger está ahí, Husserl está ahí.
El sublime se refiere a lo que está justo debajo, a la vez alto y debajo. Hay un
aspecto submarino, subterráneo, subcelestial en este lugar y, al mismo tiempo,
está lo más arriba posible. Por consiguiente, no puedo justificar esa palabra que
me parecía cómoda, por eso lo he llamado mi sublime. Es también el lugar de la
sublimación, el lugar del retiro –

- La escritura...

- de la escritura, en donde me retiro elevándome sin que me cueste demasiado. Es


un escondite. Un escondite sublime.

Tiro para arriba. Eso es, en el fondo, sublime también quiere decir eso, lo que se
reprime hacia arriba también, se puede reprimir hacia abajo, se puede reprimir
hacia arriba. Reprimir para arriba y sublimación es con frecuencia un poco lo
mismo.

- pero usted también reprime para abajo, porque está esa cabaña en el jardín...

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Yo reprimo por todas partes. Reprimo para arriba para abajo, a derecha, a
izquierda, delante y detrás.

Todo esto son papeles.

- Papeles, es decir, ¿cartas o sólo manuscritos?

No, cartas no, manuscritos, ... No sé si quiere entrar.


Demasiado oscuro, ya ve, trabajos de los estudiantes también, o tesis,
manuscritos. No tiro casi nada, por eso, como ya no hay sitio en casa...

Mal de archivos, de lo que estamos hablando es de eso. La idea de que esto, ya en


cierto modo, vive sin mí. De todas formas, esto ya vive sin mí, pertenece a la
experiencia de esa acumulación. Se trata de acumular cosas que no me necesitan.
Yo necesito cosas que no me necesitan. Eso también es el amor, el deseo, una
huella que prescinde de mí, que se acumula destruyéndose. Las cenizas.

En todas partes en donde la inscripción deja una marca en el cuerpo, y una marca
justamente que trabaja, diría yo, con el inconsciente, el cual no es simplemente
una memoria, una rememoración consciente. En todas partes en donde lo que he
denominado la huella lleva más allá de la presencia y de la conciencia, en cierto
modo, ésta nos remite a algo así como una circuncisión.

En ese lugar, que no es cualquiera, que rodea al pene, que es al mismo tiempo un
lugar de deseo, de erección; resulta evidente que la escritura, como escritura del
cuerpo, encuentra ahí su lugar, un acontecimiento en el que el sujeto, di-
simétricamente, recibe la ley. Antes incluso de hablar, de elegir la propia
pertenencia, éste está marcado por la comunidad, y cualesquiera que sean los
movimientos de negación, de emancipación, de liberación que eventualmente
pudiese haber ahí respecto de la comunidad, dicha marca permanece. Así pues,
existen equivalentes: mi hipótesis es que hay equivalentes –pero acerca de dichas
equivalencias habría que hacer largos discursos-, hay equivalentes en cada
cultura. Ahí, se podría hablar de una especie de circuncisión metafórica,
alegórica, trópica. Pero, en todas partes, esto es por lo menos lo que intento
marcar, en donde hay huella, corte, incisión, inscripción, marca en el cuerpo, se
encuentra una figura de la circuncisión. Lo cual quiere decir asimismo que, en
todos los textos de los que hablo, es decir, en todos los textos de marcas, de
fechas, de schibboleth, de huellas, de inscripciones, se apunta hacia la
circuncisión, incluso hacia mi circuncisión.

- “Acumulo en el desván, mi “sublime”, documentos, iconografía, notas, las


eruditas y las ingenuas, los relatos de sueños o las disertaciones filosóficas, la
transcripción aplicada de tratados enciclopédicos, sociológicos, históricos,
psicoanalíticos, con los que nunca haré nada, sobre las circuncisiones en el
mundo, la judía y la árabe y las demás, y la escisión, con vistas a mi sola
circuncisión, la circuncisión de mí”.

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Deseo que se lea esto, que esto se lea. Ahora, retomo el hilo. Por un lado, la
palabra sublime significa a la vez lo que se encuentra justamente encima y cerca
del cielo y, al mismo tiempo, el lugar de una especie de sublimación hacia el cual
yo subía, al que subían todos mis sueños de escritura y en el que, en efecto, he
acumulado durante décadas material, textos, documentos, con vistas a ese gran
libro sobre la circuncisión que supe, desde el principio, que no escribiría. En todo
caso, que no podría hacer un texto que estuviese a la altura. Por razones
contingentes sin duda, pero también necesarias. El proyecto era tan ilimitado por
un lado, que habría tenido que escribir un libro más grande que el propio
sublime, es decir, en 200 volúmenes y, por otra parte, y ésta es la razón no-
contingente, porque era como un libro sobre el ombligo de mis sueños. Es decir,
un libro que no sólo habría afectado a la raíz del inconsciente, sino que en cierto
modo lo habría exhibido, vuelto del revés, con un movimiento de verdad que yo
sabía desde el principio que, debido a la circuncisión misma, es decir, a esa
marca inconsciente que está hecha con vistas a permanecer, más fuerte que
cualquier toma de conciencia, jamás podría ni tampoco debería exhibir a plena
luz. Por consiguiente, sabía, desde el principio, que se trataba de un proyecto
destinado al fracaso y del cual yo sólo dejaría en cierto modo una especie de
ruina, o de archivo disperso, o de signo, de resplandor que, de lejos, anunciaría lo
que yo podría haber querido hacer si, etc. etc.

“Rápido, las memorias, antes de que ocurra la cosa. Prescindo de muchas cosas
porque me doy mucha prisa. Acoge mis confesiones, mis acciones en las que doy
gracias, Dios mío, por innumerables cosas, incluso cuando las callo. Pero no
prescindiré de nada de aquello que, dentro de mí, concibe mi alma, sobre tu digna
sirvienta, aquella que me concibió para hacer que naciese, y de su carne a la luz
de los tiempos, y de su corazón a la de la eternidad.
Voy a decir los dones, no los suyos, ni los tuyos, en ella. Y, como en él, a toda
prisa, confieso a mi madre, siempre se confiesa al otro. Me confieso quiere decir
confieso a mi madre, confieso hacer que confiese mi madre. Hago que ella hable
en mí, ante mí, de ahí todas las preguntas al lado de su cama, como si yo esperase
de su boca la revelación del pecado por fin, sin creer que todo consista aquí en
dar vueltas en torno a la falta de la madre que yo llevo dentro de mí, de la cual se
esperaba que yo dijese algo por poco que fuese, como hizo San Agustín acerca
del gusto ‘subrepticio’ de Mónica; jamás ¿me oye?, jamás, la falta resultará tan
mítica como mi circuncisión, aunque tuviese que dibujarla”.

Indudablemente deseaba leer este texto tal como lo escribí, y como en el


momento en el que lo escribí, delante de este cuadro. Muy cerca de este cuadro.
“El entierro del Conde de Orgaz”: el título libera ya todo tipo de sueños. Resulta
que, en el 89, fue la primera vez que vine a Toledo, mi madre ya estaba, diría yo,
moribunda –todos los mortales están muriéndose, son moribundos-, pero mi
madre estaba, en el sentido corriente del término, moribunda, desde hacía años,
por lo menos tres. No reconocía ya a los suyos, no me reconocía ni siquiera a mí,
era incapaz de decir mi nombre; y, como usted sabe, el texto que escribí,

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“Circonfesión”, es una especie de velatorio, de vela, de velatorio, de wake, si lo
prefiere, de mi madre, que acompaña a su muerte.

¿Puedo añadir algo, una frase?

Lo que me gustaría subrayar, que se dice en el texto, pero me gustaría subrayarlo,


es que el día en el que descubrí ese cuadro era el aniversario del día en el que, el
año anterior, exactamente el mismo día, mi madre, por así decirlo, había muerto,
sin morir. Lo cuento en otra parte: me avisaron, yo estaba en París, me dijeron
que fuese diciéndome “se ha acabado” y, por lo tanto, cogí el avión, preparado
para el entierro de mi madre. Luego, cuando llegué al hospital, ella había
recobrado el conocimiento, fue una especie de resurrección. Había atravesado la
muerte. Por consiguiente, en cierto modo, el día en el que descubrí este cuadro en
Toledo, era el aniversario de la muerte pasada, de la resurrección de mi madre.
Como si yo volviese de ese viaje sin saber, y es el tiempo mismo de ese texto que
se llama “Circonfesión”, sin saber si su muerte vendría a interrumpir una frase, o
una composición de dicho texto.

Toda escritura está construida sobre unas resistencias. La escritura no existe sino
allí donde hay resistencia, en el mejor y en el peor sentido de la palabra; y donde
resistencia puede significar también represión y supresión. Contengo, confino,
con el gesto mismo que libera. Por lo tanto, puedo liberar unas fuerzas de
escritura inauditas o inéditas, pero incluso dicha liberación no es posible sino allí
donde, en el momento en el que se transgrede o libera, se están construyendo
diques, se están construyendo resistencias. Unas estructuras que van a proteger la
posibilidad de la transgresión. En el momento en el que, de forma indecente, se
hace saltar un límite, se hace saltar una barrera, hay otra que se está
construyendo. Leer es descifrar esto. Es descifrar, en las escrituras más
inventivas, en los acontecimientos de escritura más imprevisibles; leer es
descifrar el cálculo de una protección de sí. No es forzosamente el yo el que,
conscientemente, sabe lo que calcula. El inconsciente calcula, ello calcula. La
escritura calcula.
Tengo que decir, aunque haya escrito y publicado mucho, que sigo sin conseguir
defenderme de una especie de carcajada, o de pudor: “pero, ¿por qué escribes?,
pareces suponer que es interesante, se lo llevas al editor, escribes, por
consiguiente, piensas que las frases que haces son interesantes”. Y ese gesto es
absolutamente obsceno, en cierto modo. El hecho de escribir es injustificable
desde ese punto de vista. Por lo tanto, se pide perdón, como alguien que se pone
en pelotas. “Aquí está, miren, expongo”. Y, naturalmente, se pide perdón de
inmediato. Perdónenme por hacerme el interesante. Por consiguiente, en cuanto
escribo, pido excusas al otro e, incluso, al destinatario, a la destinataria, por el
impudor que implica escribir. Es una primera razón para pedir perdón.
Pero hay otra razón, estructural de alguna forma, fundamental, que a mí me
inquieta siempre, me preocupa siempre mucho y que se debe a la estructura de la
marca y del lenguaje. En cuanto dejo una huella, borro la singularidad del
destinatario. Aunque deje una palabra secreta, escrita en secreto, que le dice a

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alguien: “Ya lo ves, te quiero. A ti. Estas palabras que están destinadas a ti
únicamente”, sé que, en cuanto esté escrito y formulado en una lengua, lengua
traducible; en cuanto la huella se pueda descifrar, ésta perderá la unicidad del
destinatario o de la destinataria. Dicho de otro modo, en cuanto escribo, estoy
negando en cierto modo, o hiero la identidad o la unicidad del destinatario. No
me dirijo ya a esta o a aquella persona. Me dirijo a cualquiera. Por consiguiente,
estoy todo el tiempo en medio de la traición, la escritura es una traición desde
este punto de vista. Puesto que traiciono al escribir, perjuro al escribir, pues bien,
no puedo no estar pidiendo perdón por el perjurio que consiste en escribir, que
consiste en firmar.

Y ella, la fotografía, cuando no es fotografía, es hipnosis. En general, son


sesiones de foto normal, dos o tres segundos; aquí puede durar un minuto.
Interminable. No sé qué hacer.

“La voz de uno de los cinco maestros que Robert Castel acaba de invocar, [...]
en una grabación de 1906”.

Si esto o aquello sucede, por ejemplo, el don, la hospitalidad pura, esto no puede
suceder ni, por consiguiente, tornarse posible más que como imposible. Si hay la
decisión de la responsabilidad, ésta debe pasar por la prueba de la aporía y de lo
indecidible, es decir, de ese momento que no es sólo una fase; es un momento en
cierto modo interminable, por la prueba de esa imposibilidad de decidir o de
disponer de una norma o de una regla previa que permita decidir. En cierto modo,
es preciso que, más allá de cualquier “es preciso” identificable, yo no sepa donde
ir, ni lo que debo hacer, lo que debo decidir, para que una decisión, allí donde
parece imposible, sea posible. Y, por consiguiente, una responsabilidad. Lo cual
quiere decir también que si hay decisión y responsabilidad, ambas deben
atravesar el desierto absoluto. Por otra parte, es con frecuencia en esa
perplejidad, esa imposibilidad de decidirse, de encontrar el camino, donde ocurre
que se pierden algunos viajeros y una de las grandes figuras de la hospitalidad en
la cultura nómada, pre-islámica, es el relato del viajero que, habiendo perdido su
camino, llega cerca de las tiendas donde el nómada ha de acogerlo, tiene como
deber, obligación, acogerlo al menos durante tres días. Por consiguiente, el oasis,
la aporía, el no-camino, la hospitalidad: todo ello forma una misma configuración
de la cultura.

He tenido la experiencia de lo que habrá podido ser, en cierto modo, lo contrario


de la hospitalidad por parte del país y de la policía que me detuvieron, por parte
de los guardianes de la prisión que amenazaban con pegarme, etc. Es lo contrario
de la hospitalidad y, sin embargo, en la cárcel misma, a pesar del poco tiempo
que permanecí en ella, tuve dos veces la experiencia de una hospitalidad cuyo
recuerdo sigue siendo para mí muy preciado, muy querido. Me encarcelaron
hacia la una de la madrugada. A las cuatro o las cinco de la mañana, arrojaron en
esa celda a otro prisionero. Un gitano, un cíngaro húngaro, con el cual tejí de
inmediato unos lazos de intensa amistad durante algunas horas. Me inició en unas

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cuantas cosas, propuso ocuparse él de lavar las paredes, porque había que lavar
las paredes. Había que hacer una serie de cosas que los guardianes de la prisión
nos ordenaban hacer. Por consiguiente, para decir las cosas muy rápidamente,
durante las horas que pasé con ese hombre, en esa pequeña prisión, tuve una
experiencia de amistad y de hospitalidad tales que, en esa pequeña celda, ese
hombre –que conocía la cárcel mejor que yo- me recibió en ella. Empezaba a
soñar con que dicha prisión me resultaría hospitalaria. Y además, a pesar una vez
más de la violencia, el sufrimiento, porque ese momento fue sin embargo
extremadamente cruel, había algo en mí –esto lo he dicho en alguna parte, ya no
sé donde-, algo en mí que repetía esa escena, que vivía esa escena como una
repetición. Como si la hubiese deseado, como si la hubiese anticipado, como si
me dejase acoger por algo que, en el fondo, ya había tenido lugar, y que yo
volvía a empezar. Y esa repetición era como cierto deseo que proviene de la
hospitalidad. Se me acogía en un lugar que ya estaba preparado dentro de mí. En
el fondo, como si yo hubiese hecho de todo para que me encarcelasen. Por otra
parte, al reconstruir el encadenamiento que me condujo a esa prisión, todo sucede
como si yo hubiese hecho de todo, cometido todas las imprudencias necesarias
para que me detuviesen y me encarcelasen. Y, por consiguiente, hay ahí una
repetición en la que hay una mezcla de torturas, de sufrimientos de los que no
quiero hablar demasiado, pero también de goce. De goce debido a la repetición.
Había alguien dentro de mí que decía, está bien, esto no me ocurre más que a mí,
y en el fondo reconozco todo esto. Hallo cierto reducto psíquico, cierta espera.
Esperaba eso en cierto modo.

Lo que se podría decir de una catástrofe constitutiva de la hospitalidad es que no


hay experiencia de la hospitalidad pura sino allí donde sucede cierta catástrofe.
Hay que pensar que la hospitalidad que merece ese nombre es una prueba
catastrófica contra la cual desgraciadamente incluso las personas, las naciones y
las comunidades más hospitalarias se protegen, y se protegen con la ley, con el
control de las fronteras, con lo que se denominan las buenas costumbres.
Por eso, la hospitalidad pura no es una categoría de la política, ni siquiera del
derecho, como tampoco lo es la del perdón. La hospitalidad limitada puede ser
una categoría del derecho. Está inscrita en las convenciones jurídicas
internacionales, mientras que la hospitalidad pura de la que hablábamos hace un
rato –la hospitalidad de la catástrofe- es heterogénea a la política y al derecho.
No habrá política ni derecho abiertos al acontecimiento de la catástrofe, por
definición. Pero eso no quiere decir que haya que renunciar al derecho ni a la
política. Hay que recomponer el derecho y la política.

En todas partes en donde el nosotros fuese una especie de comunidad fusional en


donde la responsabilidad se ahoga, veo un peligro. Por consiguiente, y por lo
demás he adquirido, en cierto modo, por costumbre una alergia a cualquier
comunidad de ese tipo. Pero, en cambio, apelaré a un nosotros digamos
aceptable, un nosotros hecho de interrupciones, un nosotros en donde los que
dicen “nosotros” saben que son singularidades que mantienen entre sí una
relación interrumpida. No sólo eso no nos impedirá decir “nosotros” y hablarnos,

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entendernos; sino que la condición para que nos hablemos y nos entendamos es
que dicha interrupción de la relación se mantenga. Imagínese la proximidad más
grande posible entre dos seres: el amor, la experiencia erótica, el éxtasis extremo;
la distancia no está abolida, la distancia infinita se mantiene.
El nosotros es una especie; es como cuando se tiran los dados, o cuando se lanza
la caña, cuando un pescador lanza su caña; puede que haya un nosotros del otro
lado. Se dice nosotros, es una promesa, una petición, una esperanza. También
puede ser un temor. Cuando digo “nosotros”, espero que no sea nosotros, que no
estamos encerrados en ese nosotros. Decir “nosotros”, es un gesto loco, en cierto
modo, loco de esperanza, de temor, de promesa, Pero seguro que no es una
garantía tranquila en cuanto a lo que es, ese nosotros. No hay nosotros. Nunca se
ha encontrado un nosotros en la naturaleza.

- Es la sepultura del gato.


- Las tumbas de los gatos.
- Hay ahí unas piedras que no son muy visibles, pero es ahí.
- Perdón.

- De hecho, es una fuente argelina en la que se cocían las tortas, que ahora
también está enterrada, como si la tumba estuviese enterrada.

- Pero Lucrèce es aquella otra.


- Sí, aquella otra.

- Ésta ya es una tumba vieja. Es una tumba del año pasado. Es Lucrèce, a la que
usted conoció.
- Sí.
- Ésta es la del gato grande negro.

- Éste es el lugar de un suceso que motivó la obra de Lorca, Bodas de sangre.


Porque hubo una ejecución totalmente simbólica de una mujer, y su memoria
enlutada todavía asedia este lugar.

El duelo infinito de la mujer es un asedio general.

-Un asedio general de los lugares.

Lo que me gustaría sugerir, al hablar de las diferencias sexuales (en plural), es


que cada vez hay como una trenza de voces, digamos una plurivocidad –esta
palabra tiene justamente más de un sentido-, una plurivocidad que trabaja
laboriosamente o no cada voz. Por ejemplo aquí, puesto que hablábamos hace un
rato de varios personajes de mujeres, y de Lorca, y de todos esos fantasmas que
vienen a asediar el mismo lugar y que, en cierto modo, acogemos en nosotros en
el momento del duelo, en el momento del recogimiento del que usted hablaba
antes, es preciso que incluso esos fantasmas, que son voces masculinas o
femeninas, varias calidades de voces, varios lugares de voces femeninas, lleguen

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a acuerdos entre sí, se enreden o se entretejan entre sí. En cierto modo, en cuanto
se habla, en cuanto hablo, en cuanto un yo habla, ese mismo yo se constituye, es
posible en su identidad de yo, por ese enmarañamiento de voces. Una voz habita
en la otra, en cierto modo, asedia a la otra.
Y creo que la represión, todas las represiones, sobre todo la represión sexual, la
represión sexual de la mujer, empiezan allí donde se trata de hacer callar una voz
o reducir esa madeja, o esa trenza, a una sola voz, una especie de monológica. La
multiplicidad de las voces es también, de entrada, el espacio abierto a los
fantasmas, a los aparecidos. También al retorno de lo reprimido, al retorno de lo
excluido, caducado. Por eso, trataré de pensar conjuntamente la multiplicidad de
las voces, el asedio, la espectralidad y también todo aquello de lo que hablamos
desde hace un rato, que tiene que ver con el asesinato, la represión, las
diferencias sexuales, la mujer, etc.

Para que ese espacio democrático se abra, es preciso que, dentro de cada cual,
ciudadano o ciudadana, es preciso que, dentro de cada cual, se libere tanto como
sea posible esa multiplicidad de voces. Es preciso que el ciudadano o la
ciudadana trate, dentro de sí, estos problemas de voces, de diferencias sexuales,
de fantasmas, etc. para poder tratarlos como es debido fuera. Si soy tiránico
dentro de mí, tendré tendencia a serlo fuera. Por eso, la política pasa también por
una especie de autoanálisis, por una especie de experiencia de sí. Si no tratamos
bien nuestro inconsciente, si no se está haciendo siempre un autoanálisis, el
ejercicio de la responsabilidad política se resentirá.

Mi deseo más tenaz sería volver a empezar. Revivirlo todo. Lo bueno y lo malo.
Aquello que sé, en el presente, que fue malo también. Los sufrimientos, a toro
pasado, son la oportunidad de mi ...., esa especie de sublimación, de
transfiguración, esa alquimia que hace que el recuerdo de un sufrimiento se
convierta en un buen recuerdo. Hubiese querido repetir, y ésa es la sombra de la
muerte, el miedo, la angustia, la tristeza de la muerte que viene; hubiese querido
volver a empezar una vez más, una y otra vez las mismas cosas, sin siquiera tener
que inventar otras nuevas. Revivir lo que he vivido.

Allí donde se detiene la bendición –y éste es el matiz o la precisión que yo quería


aportar—, es cuando algo pasado, bueno o malo, que fue bueno o que fue malo
en el pasado, continúa hoy y continuará mañana a dar frutos o a tener resultados
negativos, cuando lo negativo sigue proliferando, viviendo, incluso corriendo el
riesgo de sobrevivirme; en ese momento, no, no quiero volver a empezar.

Por lo tanto, cuando el mal pasado tiene un porvenir, por así decirlo, en ese
momento, no diré que maldigo, pero ya no bendigo. No bendigo.
Lo trágico en la existencia, no sólo la mía, es que el sentido de lo que vivimos –y
cuando se tiene una vida bastante larga, son muchas cosas-, el sentido de lo que
hemos vivido no se determina más que en el último momento, es decir, en el
momento de la muerte. Hasta el último momento, puede resultar que lo que he
vivido, creído vivir, como algo bonito, bueno, noble y que, por consiguiente,

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requiere ese deseo de eterno retorno, que al final de mi vida algo venga a
anunciarme que eso fue malo, que ahí hubo una mentira, una falta, la simiente de
una catástrofe, etc... Y, por lo tanto, en el último segundo, me entero de algo que
corrompe o pervierte toda la memoria feliz que conservo.

“Hubiese querido anunciar a G., mi madre, quien desde siempre ya no me oye, lo


que hay que saber antes de morir, a saber, que no sólo no conozco a nadie, no me
he encontrado con nadie, no he tenido en la historia de la humanidad
conocimiento de nadie -espere, espere—, de nadie que haya sido más feliz que
yo. Y con suerte, eufórico. Esto es verdad a priori ¿no es cierto?, ebrio de goces
ininterrumpidos.
Pero si yo, el contra-ejemplo de mí mismo, he permanecido también
constantemente triste, privado, destituido, decepcionado, impaciente, envidioso,
desesperado y si, al final, ambas certezas no se excluyen, entonces ignoro cómo
arriesgar todavía la más mínima frase sin dejarla caer a tierra en silencio; a tierra
su léxico, a tierra su gramática y su geológica.
Cómo decir algo distinto de un interés tan apasionado como desengañado por
estas cosas: la lengua, la literatura, la filosofía, algo distinto de la imposibilidad
de decir una vez más, como hago aquí: yo firmo”.

Traducción de Cristina de Peretti

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