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OLYMPO

Por: David Ospina.

Abrió sus ojos con particular lentitud. Sintió en su rostro la brisa matutina, y cada partícula
de su cuerpo intentó aferrarse al ahora nebuloso recuerdo que, otrora, fue la más agradable
de las sensaciones. Pero lo que llegó a su nueva mente fue dolor, la agonía incesante que
provocó sobre sí la impresión de millones de rocas aplastando sus carnes, y la profunda
desesperación que le dejó la imposible prueba que, ahora, era historia solamente.

Su cuerpo exclamó entonces el más reconfortante de los gemidos.

Una parte de sí hubiera querido que los dioses, los titanes o algún chismoso le hubieran
preparado para lo que pasó pero, muy en el fondo, intuía que no debía saberlo. Además,
nadie lo hubiera sabido de todas formas. Nadie lo había intentado hasta ese momento. Sin
embargo, sus pensamientos fueron truncados, la sensación de miles de agujas perforando
sus ojos le hicieron retorcerse con la luz del día que pudo por fin vislumbrar entre las nubes
que se disipaban. Al fin y al cabo, nunca los había usado antes.

Entonces sus sentidos empezaron a funcionar. El dolor amainó y por fin pudo percatarse del
cuerpo que ahora habitaba. Sus brazos y piernas ahora se sentían frescos y fuertes,
probablemente por el rocío de la mañana que le había recibido airosa, celebrando su llegada
a la Tierra, que también sentía bajo su cuerpo. Su cabello rojizo se movía suavemente al
compás de la brisa que le mecía. Sus manos se movían danzantes sobre sí mismas mientras,
inmóvil aún, se esforzaba por entender cada nuevo momento.

Ahora lo notaba. Aún yacía en el suelo.

Decidió entonces levantarse, pero al no más intentarlo cayó de nuevo. El dolor volvió y
otro gemido se escapó de sus labios. Decidió respirar un poco antes de volver a intentarlo,
intentar recordar, volver a aprender. Su cuerpo se llenó de fuerza con cada bocanada y dio
gracias a Gaia por haberle permitido llegar hasta ahí. De pronto el abrazo tierno y protector
de la Madre que lo había posado en este nuevo mundo extrajo una leve sonrisa de sus
labios. Cerró sus ojos.

Recordó.

Pronto los ojos plateados que hicieron que comenzara toda esta aventura llegaron a la
superficie de su mente renovada. Esa sonrisa que siempre acompañó sus noches estrelladas
de notas de lira y sueños infantiles. Esos cabellos blancos, divinos, la luz de la luna sobre
sus pieles…
Al abrir los ojos, se dio cuenta que estaba de pie. Una sonrisa amplia y cálida dibujaba su
rostro y el dolor al fin se había desvanecido. Sus ojos derramaron un poco de nostalgia,
propia de la alegría que le significaba este momento, el logro de su larga travesía.

Ahora contempló por primera vez los frutos de su renacimiento. Estupefacto.

“Un precio has de pagar por tu deseo”, le dijeron los titanes mayores al momento de
acceder a brindarle sus favores. Él sabía que no iba a ser fácil, tampoco cómodo, pero valía
la pena. Ella lo valía. Entonces comenzó su prueba, el más grande y contundente, el último
de los pasos del viaje que por tantos lugares le había llevado y le había dejado un coctel de
lágrimas y sangre.

Tomó un respiro más. Las pequeñas gotas de frescura que acariciaban cada uno de sus
poros le permitieron observar a los caballos que transitaban libres por las laderas de las
montañas vecinas, o escuchar el caudal de los ríos más allá. La Tierra rebosaba de vida, y él
ahora podía sentirla por todo su ser, justo como el aire que inundaba su cuerpo.

Justo entonces entendió las palabras de la Madre Gaia. Lejos de ser un sacrificio, había que
crear una nueva vida. “Un nuevo mundo”, dijo el Padre Urano mientras comenzó el suelo a
moverse en esa noche fatídica. Él estaba listo para todo… Menos para esto.

Nadie lo hubiera podido preparar para lo que le ocurrió en aquel crepúsculo, salvo acaso las
sonrientes y sabias palabras de la Madre, antes de enviarlo al sepulcro. “Sé fuerte, al final
todo va a salir bien”.

Comenzó entonces el descenso. Lento, ruidoso y, por sobre todas las cosas, doloroso. El
peso de la tierra sobre sí lo aplastó en segundos. Entonces, todo fue oscuridad. Únicamente
sus propios pensamientos lo acompañaban, y ya eran distantes, difusos, e impregnados
constantemente con la sensación de cada uno de los trozos de su cuerpo rompiéndose, todos
al mismo tiempo.

Pero había que ser fuerte. Ella lo vale.

Solo debía salir de ahí. Era lo único que le habían encomendado los padres de los dioses.
Pero cada intento sólo aumentaba su dolor y endurecía aún más su presidio y su tortura…

“Para nacer a un nuevo mundo, primero has de morir”.

.. Hasta que perdió de vista la noción del tiempo mismo. Sus pensamientos volvieron a la
pradera donde solía ser un solitario pastor, a los tiempos en que su amada bajaba de los
cielos en las noches brillantes para estar a su lado, al menos por un pequeño instante.
También recordó cómo los dioses “mayores” le negaron el privilegio de estar para siempre
con ella, y cómo se juró a sí mismo alcanzarla, con todas las fuerzas de su alma.

Ahí, los titanes le sonrieron.

Comprendió al fin. La Tierra se sacudió ante la fuerza de su voluntad, la única que valía al
final. Así, sus brazos y piernas volvieron a su cuerpo y se levantaron al cielo en un único
grito. “SELENE”.

“¿Te gusta lo que ves?” dijo una suave voz a su lado, regresándolo al presente. Al girar, vio
a la hermosa diosa que le amó desde siempre.

“Sí, ahora sí”.

Desaparecieron entre la bruma tomados de la mano, compartiendo un eterno beso.

Así es como se cuenta que un dios nació por amor, y en el lugar que fue su cuna se formó
una montaña. Se dice que era tan alta y majestuosa, que los demás dioses se fueron a vivir
en ella.

De ahí su nombre.

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