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Un tema de moda es innovación, pero con cada avance tecnológico

surgen nuevos problemas éticos y morales. Probablemente ya en


tiempos prehistóricos se enfrentó el orden establecido con la
innovación. ¿De quién eran los primeros pedazos de metal entre las
cenizas de una hoguera? ¿De quién la responsabilidad por el efecto
de una hierba alucinógena? ¿Debe el escriba respetar el mensaje
dictado? Miles de años de experiencia dieron lugar a leyes para estos
casos.
El marco ético y moral de nuestro sistema legal es la experiencia que
ha consagrado valores beneficiosos a la supervivencia de la especie,
la base de nuestras normas de conducta. La dependencia de la mujer
y su función reproductiva, creó una institución social: el matrimonio. Su
estabilidad ya no depende del número e importancia de los testigos,
sin embargo la ceremonia creada para obtenerlos quedó.

Seguimos firmando y sellando documentos, como si firma y sello


fueran inimitables. Los testigos juran sobre la Biblia, aunque el
detector de mentiras los asuste más que el infierno. Las propiedades
se siguen ubicando con sistemas –frecuentemente imprecisos– sobre
mapas y planos obsoletos. Estos sistemas funcionan, porque la
discrepancia entre lo tradicional y lo nuevo no es de fondo. El
problema surge en situaciones sin precedentes, como en el caso de la
biología, la genética y las comunicaciones.

El primer caso sin precedente que recuerdo, cuando era estudiante en


los EE.UU., fue el de un paciente mantenido vivo artificialmente. Los
médicos –en contra de la opinión de la familia– se negaban a
desconectarlo, porque su juramento profesional se lo impedía. La
tecnología siguió evolucionando y hubo que revisar los atributos y
obligaciones del médico.

La inseminación artificial, los embriones “in vitro” y los úteros


alquilados, plantean constantemente problemas que no tienen
precedentes para los cuales cualquier solución parece mala. La
reacción natural es: prohíbanse. Pero no se puede descartar una
tecnología sólo porque resuelve problemas que considerábamos
insolubles o crea situaciones que eran impensables. La ingeniería
genética y la posibilidad de manipular la vida sacuden las bases de
nuestras creencias.

Hasta hace dos siglos la teoría de la evolución causó una revolución,


pero sólo en el campo de las ideas. Crear seres que no existieron
antes va más allá de cuestionar una creencia: equivale a asumir
poderes sobre los que nunca imaginamos tener jurisdicción.
Evitar el nacimiento de personas condenadas a una existencia
desdichada, es un recurso que no se puede ignorar. Ante la
impotencia de prever los azares e incógnitas de la vida, nos hemos
resignado a aceptarlos con fatalismo o atribuirlos a la “infinita
sabiduría” de un ser supremo. Conocer estas incógnitas y poder
prevenirlas equivale a asumir el papel que le atribuíamos al
responsable de todo lo que no podemos entender o evitar. A medida
que entendemos más cosas le quitamos más atribuciones.

Ante lo inevitable solíamos decir que –bueno o malo– lo que El hace


es indiscutible; ahora no siempre tenemos ese refugio. Tendremos
que plantearnos los “pros y contras” de cada caso, y reglamentar el
uso de nuestras nuevas herramientas. Tarde o temprano surgirá una
nueva ética para este campo, aunque hoy estemos tan perdidos como
Adán el Día de la Madre.

En el procesamiento de la información y en las comunicaciones se


plantean problemas cuyo fondo también obedece a tecnologías que no
creíamos posibles. La manipulación de imágenes permite crear
escenas ficticias con personajes reales. Lo que era prueba en un juicio
hoy puede carecer de valor. Las comunicaciones hoy cubren toda la
Tierra a la velocidad de la luz y adquieren una importancia sin
precedentes.

Lo que estaba circunscrito a los tratados internacionales –donde se


aplicaban las leyes de las partes interesadas– es hoy parte del
dominio internacional y participa de las comunicaciones abiertas. Cada
día los conflictos entre países y empresas hacen más evidente que
necesitamos un nuevo esquema legal aplicable a las comunicaciones
electrónicas. El delito electrónico, cuya naturaleza frecuentemente
escapa al entendimiento de los que deben juzgarlo, es definido por
técnicos ajenos a la filosofía del derecho.
La ética es un tema que, aunque, parece olvidado hoy en relación a la tecnología o
la innovación, no sólo es algo necesario sino también útil y rentable, siempre que
haya unas reglas iguales para todos. La corriente principal del discurso sobre la
tecnología se ha dejado arrastrar estos últimos años por la semántica y las
trampas del pensamiento especulativo, que ha fagocitado la inmensa mayor parte
del storytelling o narración económica reciente. Su búsqueda ciega de la
rentabilidad a corto plazo ha acabado invadiendo, a su vez, la neurótica urgencia
de esta época acelerada hasta los más insospechaos rincones por la Ley de
Moore de la digitalización. Si no hay un equilibrio ético en ello, el funcionamiento
comercial o empresarial acabará favoreciendo a los peores, lo cual si se me
permite la ironía, acaba en realidad siendo 'malo para el negocio'. En este
contexto, la opción de innovar, en mi opinión, incluye una elección ética. Quien
innova verdaderamente intenta competir por el camino más limpio: hacer algo
bueno que nadie ha hecho antes; o hacer algo que ya se hacía antes, pero mucho
mejor que los demás. Si una empresa elige el camino de la auténtica innovación,
en realidad, está haciendo una elección ética que el consumidor debe premiar.

En ese sentido, no todas las posiciones son iguales, como es obvio. Hay ejemplos
en el mundo de la tecnología digital de planteamientos éticos proverbiales: la
posición respecto a para qué, cómo se crea y cómo debe usarse el software según
Richard Stallman, el creador de las cuatro libertades del 'software libre', es
paradigmática. La historia de la tecnología ya le ha dado la razón sobre que una
actitud ética ante la tecnología no solo es más útil a largo plazo para las personas,
sino que además es incluso más rentable para las empresas. Su posición sobre
que las patentes de software detienen y dificultan la innovación se ha desvelado
totalmente cierta. El mismísimo Steve Jobs, hoy idolatrado, pero antes
vilipendiado, defendía radicalmente en sus postulados el innovar como la mejor
acción y la más ética. Consideraba que los innovadores son quienes deberían
conducir y liderar la tecnología. Los innovadores eran para él los mejores y al igual
que Stallman, exigía su reconocimiento, no solo 'comercial'. La innovación radical y
la guerra y denuncia a los tramposos comerciales de la innovación tecnológica se
convirtieron para Jobs en su leitmotive vital. El tiempo le ha dado la razón. La
innovación radical no solo es más ética, sino también mas rentable y sostenible en
el tiempo. La potencia actual de Apple es la prueba y su mejor legado.

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