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DAVID HUME

(1711-1776)

Filósofo empirista escocés, figura máxima de la Ilustración inglesa y del


empirismo británico, y uno de los pensadores de mayor influencia en la filosofía
posterior. Nació en Edimburgo (Escocia), y estudió en la universidad de esta misma
ciudad, más interesado por la literatura y la historia que por la abogacía, profesión a la
que quiso dedicarle su familia. Tras un intento frustrado de emplearse en un comercio
en Bristol, a los 18 años decide marchar a Francia para dedicarse a los estudios
literarios y filosóficos, creyendo que debía dar un cambio radical a su vida. Durante los
años que pasó en Francia, primero en Reims y luego en La Flèche (1734-1737),
escribió el Tratado sobre la naturaleza humana, publicado en dos volúmenes (1739),
que pasó totalmente inadvertido, y que, según su misma opinión, fue una obra
prematura que «salió muerta de las prensas». En 1740 intentó publicar una recensión
de este libro que acabó siendo un Compendio del mismo, publicado con el título de
Abstract. Refundió luego la primera parte del Tratado, publicándola con el título de
Investigación sobre el entendimiento humano (1751), así como la tercera con el título de
Investigación sobre los principios de la moral (1752). Ninguna de estas obras le dio la
fama literaria que ansiaba, que sólo comenzó a llegar con la publicación de sus
Discursos políticos (1752). Nombrado bibliotecario de la facultad de derecho de
Edimburgo, comenzó a publicar una Historia de Inglaterra (1754) que suscitó polémica y
que, según su propio autor, resultó un éxito rentable.

Viajó a París (1763-1766) como secretario privado de Lord Hertford, embajador


en Francia. Regresó de Francia con su amigo Jean-Jacques Rousseau, cuya obra
Emilio le causaba problemas. Ocupó el cargo de subsecretario de Estado (1767-1768) y
se retiró finalmente a Edimburgo, donde murió de cáncer, aceptando su enfermedad
con un sentido totalmente epicúreo de la vida. En su autobiografía, editada por su
amigo Adam Smith, se definió como hombre de disposición cordial, con sentido del
humor, jovial y social, cuyo carácter no lograron agriar los reveses de fortuna contra su
deseo de fama literaria. Sus Diálogos sobre religión natural, obra considerada clásica
en filosofía de la religión, escritos hacia 1752, se publicaron póstumamente en 1779.

Según dice en su Tratado sobre la naturaleza humana, que lleva el subtítulo de


Intento de introducir el método experimental de razonamiento en los asuntos morales,
Hume quiso llevar a cabo, en el mundo moral humano, lo que Newton había hecho con
el mundo físico (investigación basada en la observación y experimentación). Pretendió,
por tanto, investigar la capacidad del entendimiento humano con métodos
diametralmente opuestos a los del racionalismo, y partiendo de la base de que el
conocimiento humano no se basa en verdades innatas y a priori, sino en un conjunto de
creencias básicas, o suposiciones sobre el mundo exterior, -las relaciones entre los
hechos-, que son a modo de «un instinto natural, que ningún razonamiento o proceso
de pensamiento puede producir o impedir». De modo que «no es, por lo tanto, la razón
la que es la guía de la vida, sino la costumbre», en el bien entendido de que las
creencias surgen de la costumbre. Los materiales básicos (los «átomos» de la mente)
de que se nutre el conocimiento son percepciones de la mente. Estas percepciones son
impresiones, si son sensaciones o sentimientos (por ejemplo, oír, ver, sentir, amar,
odiar, desear, querer), y son percepciones vivaces e intensas; o son ideas, si son
recuerdos o imaginaciones de sensaciones. Las ideas son siempre débiles y oscuras, y
son copias de las impresiones, mientras que éstas, afirma Hume, provienen de causas
desconocidas. Las palabras, a su vez, representan a las ideas, por lo que, para saber si
una palabra tiene significado, hay que averiguar cuál es la idea que representa, y se
conoce la idea averiguando la impresión de donde procede.

Este principio, que suele llamarse el microscopio de Hume, lo aplicará Hume


cuidadosamente al análisis de palabras tales como sustancia, causa, libertad, y otras,
que suelen considerarse palabras clave de la filosofía tradicional. Por consiguiente, el
origen de las ideas es la sensación, interna o externa. Ahora bien, las ideas se
entrelazan espontáneamente entre sí, constituyendo un mundo ordenado. Desde Platón
insisten los filósofos en que pensar es ordenar ideas. Las leyes por las que se asocian
las ideas en la mente son la semejanza, la contigüidad en el espacio o en el tiempo, y la
relación de causa y efecto. A esta asociación o relación, por su importancia en la
ciencia de la naturaleza, dedicará Hume un análisis especial. Toda idea deriva, por
tanto, de una impresión y, por lo mismo, no hay ideas innatas. Pero sí que la mente
posee cierta tendencia natural a la asociación de ideas, cuyo resultado principal es la
constitución de ideas complejas. La idea de sustancia es, por ejemplo, una idea
compuesta por asociación: no se deriva de ninguna impresión, interna o externa; no es
más que «la colección de ideas simples unidas por la imaginación», que atribuye el
conjunto de características a algo desconocido, como si fuera su soporte permanente.
¿Mediante qué sentido se capta la sustancia de una manzana? ¿Con los ojos, con los
oídos, con el paladar? Toda idea abstracta no es más que una idea particular, a la que
corresponde, por tanto, una impresión; asignando un nombre distinto a esta impresión,
la hacemos capaz de representar a todas las ideas que mantienen cierta semejanza
entre sí. La idea general de «hombre» es la idea particular de «Pablo», por ejemplo, a
la que, cambiándole el nombre, le damos el significado de representar a «Julián»,
«María», «Ana», etc.

El hombre, además de percibir, razona, o construye frases. Así, si se considera


las diversas proposiciones con las que la mente expresa la verdad, vemos que hay dos
clases: aquellas cuya verdad consiste en relaciones de ideas y aquellas cuya verdad es
una cuestión de hecho. Estas dos clases de verdades constituyen la denominada
«horquilla» de Hume; toda proposición o es necesaria o contingente (analítica o
sintética, en la expresión de Kant). Hay cosas que son verdad en virtud de las mismas
ideas que pensamos y de éstas hay verdadero conocimiento o ciencia, que se obtiene
por intuición o demostración. Es el mundo de la verdad matemática o lógica. En cambio,
en todo cuanto se refiere a la existencia de objetos, a las cuestiones de hecho, no hay
posibilidad de ningún conocimiento demostrativo: todo cuanto sabemos, lo sabemos por
observación directa, cuando nos atenemos a los hechos, o por inferencia inductiva,
cuando vamos más allá de los hechos. La inferencia que nos lleva más allá de lo
directamente observado se basa en el principio de causalidad, y él mismo es una
cuestión de hecho que sólo llegamos a conocer por experiencia. Todo lo que se afirma
por el principio de causalidad, o por una relación entre causa y efecto, puede no
suceder, por lo tanto no es un saber demostrativo, sino inductivo. Todo razonamiento
sobre la experiencia, dice Hume, se basa en la suposición de que la naturaleza
transcurre de un modo uniforme. Pero este supuesto no tiene ninguna base racional (no
se funda en una demostración); se funda en una mera creencia, que se debe a la
observación de una conjunción constante de los hechos en la experiencia. A la idea de
«causa», que aplicamos a hechos de los que decimos «A es causa de B» no
corresponde ninguna otra impresión sensible que la presencia contigua en el espacio y
sucesiva en el tiempo de A (causa) y B (efecto). Pero, en realidad, a la idea de causa
atribuimos otra característica que es la de conexión constante entre A y B. Esta idea no
corresponde a ninguna impresión sensible, es sólo fruto de la asociación de ideas
debida a la costumbre o hábito de observar que «siempre que A, entonces B», o bien
de que «no se produce B, si no existe previamente A». Tenemos por costumbre asociar
lo que hemos observado que se produce repetidamente, y traducimos la asociación
como una conexión necesaria. A esta conexión necesaria debería corresponder alguna
impresión externa o interna: externamente, no hay nada más que la conjunción de A y
B; internamente, no hay nada más que la inclinación, que produce la costumbre, de
pasar de un hecho a otro que normalmente le acompaña. La «necesidad» es
meramente mental, no está en las cosas, ni en la naturaleza, «pertenece por entero al
alma». Si se añade que, poniendo la confianza en el principio de causalidad, creemos
que lo que ha sucedido en el pasado sucederá igualmente en el futuro, entonces es
preciso que nos demos cuenta de haber argumentado dentro de un círculo vicioso, o
con un argumento circular: sólo podemos suponer, esto es. dar por supuesto, y no
probar, que el futuro será semejante al pasado (ver ejemplo); o bien, todo lo que
sabemos del futuro lo sabemos por experiencia, por argumentos que son sólo
probables y, por tanto, no demostrativos.

Esta crítica de Hume al principio de causalidad opone directamente Hume no


sólo a Descartes y a los racionalistas en general, sino al mismo Locke y a los supuestos
de la física de Newton. Por un lado, según el empirismo de Hume, el conocimiento de la
naturaleza no es demostrativamente cierto, como lo es en el racionalismo, pero, por el
otro, sabemos que la ciencia de la naturaleza se basa en la observación y la inferencia
inductiva, la cual, por definición, sólo ofrece un conocimiento probable. Y así nace,
históricamente, el llamado problema de la inducción, que ha de tener repercusiones
directas en la teoría de la ciencia.

Cuando se dice, por ejemplo, que «los metales funden a temperaturas


determinadas», ley de la naturaleza que se expresa mediante una generalización, no se
quiere indicar que exista una relación necesaria o causal entre determinadas
temperaturas y los puntos de fusión de los diversos metales, debidas a cosas no
observables, sino que entre un fenómeno y otro, existe una conjunción constante en la
que basamos las predicciones para el presente y el futuro, porque la naturaleza
humana tiene la costumbre de sentirse influida por la repetición de hechos y tiende a
creer que lo que ha sucedido hasta el presente continuará sucediendo en el futuro.

Hume, no obstante, mantiene que los razonamientos inductivos, si provienen de


observaciones regulares y uniformes al curso de la naturaleza, constituyen auténticas
pruebas que no permiten una duda razonable y distingue entre demostraciones,
pruebas y probabilidades; aquéllas son los razonamientos por relaciones de ideas,
mientras que la diferencia entre las dos últimas consiste en si la conjunción que se
manifiesta entre dos acontecimientos puede considerarse constante o simplemente
variable.

Lo que sostiene Hume definitivamente, frente a las pretensiones del


racionalismo, es que el conocimiento de la naturaleza debe fundarse exclusivamente en
las impresiones que de ella tenemos. De esta conclusión, en sentido estricto, se deriva
el fenomenismo y el escepticismo: el hombre no puede conocer o saber nada del
universo; sólo conoce sus propias impresiones e ideas y las relaciones que establece
entre ellas por hábito, costumbre, principio de asociación o sentimiento de la mente. No
hay impresión alguna que corresponda a «cuerpo» o a «objeto material», y mucho
menos a «yo», «mundo», «causalidad», «sustancia»; todo lo que el hombre sabe, por
discurso racional, acerca del universo se debe única y exclusivamente a la creencia,
que es una especie de sentimiento no racional.

Los poderes de la razón son, pues, sumamente limitados. Sobre cuestiones de


hecho, no tenemos auténtico conocimiento; sólo la regularidad de los fenómenos nos
hace creer en conexiones necesarias. No obstante, las creencias religiosas no se
explican por la regularidad de los fenómenos, puesto que varían de religión a religión;
se fundamentan en muy diversas causas, como son la ignorancia, el temor, la
esperanza y hasta la manipulación de todas estas cosas con vistas a mantener el
poder. En modo alguno la creencia religiosa se fundamenta en el razonamiento, más
bien quien tiene fe experimenta en sí mismo la determinación de creer lo más opuesto a
la costumbre y a la experiencia. Contra quienes creen que la religión es el sostén de la
moral, Hume emprende la tarea de someter a revisión las creencias morales en su
Ensayo sobre los principios de la moral, para precisar que también ellas, igual que las
leyes de la naturaleza, se sustentan en la experiencia universal. Desarrollando ideas de
Francis Hutcheson (1694-1747) y Joseph Butler (1692-1762), Hume funda la moral en
el sentimiento universal de los hombres de hacerse la vida agradable. Los hombres
desean actuar moralmente porque la vida buena produce satisfacción y placer, mientras
que la vida deshonrosa produce insatisfacción y malestar. Éstas son cualidades de la
naturaleza humana y en todas partes los hombres se conducen con idénticos criterios.
Según Hume, son cuestiones de hecho no descubiertas por la razón humana, sino por
el sentimiento. Pero, además, el hombre no tiende sólo individualmente a su felicidad,
de una manera hedonista y egoísta, sino que, por ser capaz de compasión (o simpatía)
sintoniza con la felicidad y el malestar de los demás, que es capaz de percibir como
propios. Por eso la moral de Hume tiene una perspectiva social muy parecida a la del
utilitarismo inglés. De esta regularidad de sentimientos morales nacen las diversas
creencias morales; aprobamos lo que es agradable y desaprobamos lo que es
desagradable: y en esto consiste el sentimiento moral y a lo primero llamamos bien y a
lo segundo mal. La razón no tiene aquí otra función que la de discernir las
consecuencias sociales de los actos llamados morales.

FUENTE: CORTÉS MORATÓ, Jordi; MARTÍNEZ RIU, Antoni, Diccionario de filosofía en


CD-ROM, Herder, Barcelona, 1996.

SELECCIÓN DE TEXTOS DE DAVID HUME

«Es» y «debe»

No puedo dejar de añadir a estos razonamientos una observación que puede


resultar de alguna importancia. En todo sistema moral de que haya tenido noticia, hasta
ahora, he podido siempre observar que el autor sigue durante cierto tiempo el modo de
hablar ordinario, estableciendo la existencia de Dios o realizando observaciones sobre
los quehaceres humanos, y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de que, en vez de
las cópulas habituales de las proposiciones: es y no es, no veo ninguna proposición que
no esté conectada con un debe o un no debe. Este cambio es imperceptible, pero
resulta, sin embargo, de la mayor importancia. En efecto, en cuanto que este debe o no
debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que ésta sea observada
y explicada y que al mismo tiempo se dé razón de algo que parece absolutamente
inconcebible, a saber: cómo es posible que esta nueva relación se deduzca de otras
totalmente diferentes. Pero como los autores no usan por lo común de esta precaución,
me atreveré a recomendarla a los lectores: estoy seguro de que una pequeña reflexión
sobre esto subvertiría todos los sistemas corrientes de moralidad, haciéndonos ver que
la distinción entre vicio y virtud ni está basada meramente en relaciones de objetos ni
es percibida por la razón.
__________________________________________________
Tratado de la naturaleza humana, III, sec. 1 (2 vols., Editora Nacional, Madrid 1977, vol.
2, p. 689-690).

Argumento del designio

(Cleantes:) Echad una mirada en torno al mundo; contemplad el todo y cada una
de sus partes, veréis que no es otra cosa sino una gran máquina, subdividida en un
infinito número de máquinas más pequeñas que a su vez admiten divisiones hasta un
grado que va más allá de lo que los sentidos y facultades humanas pueden rastrear y
explicar. Todas estas máquinas y hasta sus partes más nimias se ajustan entre sí, con
una precisión que arrebata la admiración de todos los que las han contemplado. La
singular adaptación de los medios a los fines en la Naturaleza entera se asemeja
exactamente, aunque en mucho excede, a los productos del ingenio humano, a los de
los designios del hombre, de sus pensamientos, su sabiduría y su inteligencia. Si, por lo
tanto, los efectos se asemejan entre sí, estamos obligados a inferir, por todas las reglas
de la analogía, que también las causas son semejantes, y que el Autor de la Naturaleza
se parece en algo a la mente humana, aun cuando sus facultades sean mucho más
considerables en proporción a la grandeza de la obra que ha ejecutado. Por este, y sólo
por este argumento a posteriori, podemos probar al mismo tiempo la existencia de una
Deidad y su semejanza con la mente e inteligencia humanas
________________________________________________
Diálogos sobre religión natural, II (FCE, México 1979, p. 28).

Contra qué hay que orientar el escepticismo

Si procediéramos a revisar las bibliotecas convencidos de estos principios, ¡qué


estragos no haríamos! Si cogemos cualquier volumen de teología o de metafísica
escolástica, por ejemplo, preguntemos: ¿contiene algún razonamiento abstracto sobre
la cantidad o el número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental acerca de
cuestiones de hecho o existencia? No. Tírese entonces a las llamas, pues no puede
contener más que sofistería e ilusión.
_________________________________________________
Investigación sobre el conocimiento humano, Sección XII (Alianza, Madrid 1994, 8ª ed.,
p. 192).

El argumento del diseño

Ahora bien, Cleantes, dijo Filo, con un aire de alacridad y triunfo, repara en las
consecuencias. Primero. Por esta manera de razonar, renuncias a toda pretensión de
infinitud para cualquiera de los atributos de la Divinidad. Pues, como la causa debe
guardar proporción al efecto, y el efecto, hasta donde cae bajo nuestro conocimiento,
no es infinito, ¿con qué derecho, desde tu punto de vista, podemos adscribir ese
atributo al Ser Divino? Seguiré insistiendo en que, al alejarlo tanto de toda similitud con
las criaturas humanas, nos entregamos a la más arbitraria de todas las hipótesis, y al
mismo tiempo debilitamos todas las pruebas de su existencia.

Segundo. Según tu teoría, carece de toda razón para adscribir perfección a la


Deidad, ni siquiera en cuanto finita; y también para suponerla libre de todo error, de
toda equivocación o incoherencia en sus empresas. Hay múltiples dificultades
inexplicables en las obras de naturaleza, las que, si admitimos la prueba a priori de un
autor perfecto, fácilmente se resuelven y se convierten en aparentes dificultades. [...]

Y ¿por qué no convertirse de una buena vez en un perfecto antropomorfista?


¿Por qué no afirmar que la deidad o deidades son corporales, y que tienen ojos, nariz,
boca, orejas, etc...? Epicuro sostuvo que nadie había visto la razón fuera de la forma
humana; por lo tanto, los dioses debían tener forma humana. Y este argumento, que
con razón merecida, tanto ridiculiza Cicerón, se convierte, según tú, en sólido y
filosófico.
______________________________________________
Diálogos sobre religión natural, Parte quinta, FCE, México 1979, p. 66-71.

El curso uniforme de la naturaleza

Todos los razonamientos relativos a la causa y al efecto están fundados en la


experiencia, y [que todos los razonamientos que parten de la experiencia están
fundados en la suposición de que el curso de la naturaleza continuará siendo
uniformemente el mismo.
_______________________________________________
Compendio de un tratado de la naturaleza humana (Revista Teorema, Valencia 1977, p.
14).

El escéptico y el mundo externo

Parece evidente que los hombres son llevados, por su instinto y predisposición
naturales, a confiar en sus sentidos y que, sin ningún razonamiento, e incluso casi
antes del uso de la razón, siempre damos por supuesto un universo externo que no
depende de nuestra percepción, sino que existiría aunque nosotros, y toda criatura
sensible, estuviéramos ausentes o hubiéramos sido aniquilados. Incluso el mundo
animal se rige de acuerdo con esta opinión y conserva esta creencia en los objetos
externos, en todos sus pensamientos, designios y acciones.

Asimismo, parece evidente que cuando los hombres siguen este poderoso y
ciego instinto de la naturaleza, siempre suponen que las mismas imágenes presentadas
por los sentidos son los objetos externos, y nunca abrigan sospecha alguna de que las
unas no son sino representaciones de los otros. Esta misma mesa que vemos blanca y
que encontramos dura, creemos que existe independiente de nuestra percepción y que
es algo externo a nuestra mente que la percibe. Nuestra presencia no le confiere ser;
nuestra ausencia no la aniquila. Conserva su existencia uniforme y entera,
independientemente de la situación de los seres inteligentes que la perciben o la
contemplan.
Pero la más débil filosofía pronto destruye esta opinión universal y primigenia de
todos los hombres, al enseñarnos que nada puede estar presente a la mente sino una
imagen o percepción, y que los sentidos sólo son conductos por los que se transmiten
estas imágenes sin que sean capaces de producir un contacto inmediato entre la mente
y el objeto. La mesa que vemos parece disminuir cuanto más nos apartamos de ella,
pero la verdadera mesa que existe independientemente de nosotros no sufre alteración
alguna. Por tanto, no se trata más que de su imagen, que está presente a la mente.
Estos son, indiscutiblemente, los dictámenes de la razón y ningún hombre que
reflexione jamás habrá dudado que la existencia que consideramos al decir esta casa y
aquel árbol, no son sino percepciones en la mente y copias o representaciones fugaces
de otras existencias, que permanecen uniformes e independientes.
_________________________________________________
Investigación sobre el conocimiento humano (Alianza, Madrid 1994, 8ª ed., 12, 1, p.
1178-179).

El sentimiento moral

Puede parecer sorprendente, y con razón, que en una época tan tardía un
hombre encuentre necesario probar mediante un razonamiento elaborado que el Mérito
personal consiste enteramente en la posesión de cualidades mentales útiles o
agradables a la misma persona o a los demás. Podría esperarse que este principio se
le habría ocurrido incluso a los primeros, rudos e inexpertos investigadores sobre la
moral, y que se habría aceptado a partir de su propia evidencia, sin ninguna
controversia o disputa. Todo lo que de alguna manera es valioso se clasifica de forma
tan natural bajo la división de útil o agradable, lo utile o lo dulce, que no es fácil
imaginar por qué deberíamos buscar más allá o considerarla cuestión como un asunto
de investigaciones e indagaciones meticulosas. Y como todo lo que es útil o agradable
tiene que poseer estas cualidades respecto a la misma persona o a los demás, la
pintura o descripción completa del mérito parece realizarse de forma tan natural como el
sol proyecta una sombra, o una imagen se refleja en el agua. [...]

Y así como en la vida cotidiana se admite que toda cualidad que resulta útil o
agradable a nosotros mismos o a los demás es una parte del mérito personal, así
ninguna otra se recibirá jamás donde los hombres juzguen las cosas de acuerdo con su
razón natural y sin prejuicios, sin las interpretaciones sofísticas y engañosas de la
superstición o la falsa religión. El celibato, el ayuno, la penitencia, la mortificación, la
negación de sí mismo, la humildad, el silencio, la soledad y todo el conjunto de virtudes
monásticas, ¿por qué razón son rechazadas en todas partes por los hombres sensatos,
sino porque no sirven para nada; ni aumentan la fortuna de un hombre en el mundo, ni
le convierten en un miembro más valioso de la sociedad, ni le cualifican para el solaz de
la compañía, ni incrementan su poder de disfrutar consigo mismo? Observamos, a la
inversa, que van en contra de todos estos fines deseables; embotan el entendimiento y
endurecen el corazón; oscurecen la fantasía y agrian el temperamento. Por lo tanto, las
transferimos con justicia a la columna opuesta y las colocamos en el catálogo de los
vicios; y ninguna superstición tiene la fuerza suficiente entre los hombres de mundo
para pervertir completamente estos sentimientos naturales. Un entusiasta melancólico e
insensato puede ocupar después de su muerte un lugar en el calendario; pero casi
nunca se le admitirá durante su vida en intimidad y sociedad, excepto por aquellos que
sean tan delirantes y sombríos como él.

Parece una suerte que la presente teoría no entre en esa disputa ordinaria sobre
los grados de la benevolencia o egoísmo que prevalecen en la naturaleza humana; una
disputa que probablemente nunca se resolverá, tanto porque los hombres que han
participado en la misma no se dejan convencer fácilmente, como porque los fenómenos
que ambas partes pueden aducir son tan variados e inciertos, y están sujetos a tantas
interpretaciones, que apenas es posible compararlos con exactitud, u obtener de ellos
alguna conclusión o inferencia precisa. Para nuestro propósito presente basta, si es que
se admite, lo que seguramente no puede cuestionarse sin caer en el mayor absurdo,
que en nuestro pecho se ha infundido cierta benevolencia, por pequeña que sea;
alguna chispa de amistad por la especie humana; que alguna partícula de la paloma
forma parte de nuestra constitución, junto con los elementos del lobo y la serpiente.
Supongamos que esos sentimientos generosos son muy débiles; que sean insuficientes
para mover incluso una mano o un dedo de nuestro cuerpo; todavía deben dirigir las
determinaciones de nuestro espíritu, y, cuando todo lo demás es igual, producir una fría
preferencia por lo que es útil y sirve para algo a la humanidad sobre lo que resulta
pernicioso y peligroso. Por lo tanto, inmediatamente surge una distinción moral; un
sentimiento general de censura y aprobación; una tendencia, por débil que sea, hacia
los objetos de la primera clase, y una aversión proporcional hacia los de la segunda. Y
estos razonadores que, con tanta insistencia, mantienen el carácter predominantemente
egoísta de la especie humana, de ningún modo se escandalizarán al oír de los débiles
sentimientos de virtud implantados en nuestra naturaleza. [...]

La avaricia, la ambición, la vanidad, y todas las pasiones vulgarmente, aunque


de forma impropia, comprendidas bajo la denominación de egoísmo, están aquí
excluidas de nuestra teoría sobre el origen de la moral, no porque sean demasiado
débiles, sino porque no tienen la orientación adecuada para este propósito. La noción
de moral implica algún sentimiento común a toda la humanidad, que recomienda el
mismo objeto a la aprobación general y hace que todos los hombres, o la mayoría de
ellos, concuerden en la misma opinión o decisión sobre él. Implica también algún
sentimiento tan universal y comprensivo como para abarcar a toda la humanidad y
convertir las acciones y conductas, incluso de las personas más alejadas, en objeto de
aplauso o censura según estén de acuerdo o en desacuerdo con esa regla de lo
correcto que está establecida. Estas dos circunstancias imprescindibles pertenecen
únicamente al sentimiento de humanidad sobre el que aquí se está insistiendo. Las
otras pasiones producen en cada pecho muchos sentimientos poderosos de deseo y
aversión, afecto y odio; pero ni se sienten tan en común, ni son tan comprensivas como
para ser el fundamento de algún sistema general y teoría sólida de la censura o
aprobación. [...]

Mientras que el corazón humano se componga de los mismos elementos que en


el presente, nunca será completamente indiferente al bien público, ni permanecerá
enteramente impasible respecto a la tendencia de los caracteres y las costumbres. Y
aunque no se puede considerar generalmente que este sentimiento de humanidad sea
tan fuerte como la vanidad o la ambición, sin embargo, al ser común a todos los
hombres, sólo él puede ser el fundamento de la moral o de un sistema general de
censura o alabanza. La ambición de un hombre no es la ambición de otro; y el mismo
acontecimiento u objeto no resulta satisfactorio para ambos. Pero la humanidad de un
hombre es la humanidad de todos, y el mismo objeto afecta a esta pasión en todas las
criaturas humanas.
__________________________________________________
Investigación sobre los principios de la moral, sec. 9 (Espasa Calpe, Madrid 1991, p.
140-145).

El yo

Cuando hablamos de yo, o de sustancia, debemos tener una idea conectada con
esos términos, pues de lo contrario serían absolutamente ininteligibles. Toda idea se
deriva de impresiones precedentes, pero no tenemos impresión alguna de un yo o
sustancia como algo simple e individual. Luego no tenemos idea alguna de esas cosas
en ese sentido. [...]

Cuando vuelvo mi reflexión sobre mí mismo, nunca puedo percibir este yo sin
una o más percepciones; es más, no puedo percibir nunca otra cosa que las
percepciones. Por tanto, es la composición de éstas la que forma el yo.

Podemos concebir que un ser pensante tenga muchas o pocas percepciones.


Supongamos que la mente se reduzca a un nivel más bajo que el de la vida de una
ostra. Supongamos que no tenga sino una sola percepción: la de sed o hambre.
Examinemos la mente en esta situación: ¿Concebiréis alguna otra cosa allí que la mera
percepción? ¿Tendréis alguna noción de yo o sustancia? Y si en este caso concreto no
la tenéis, la adición de otras percepciones no podrá daros nunca tal noción.
_____________________________________________
Tratado de la naturaleza humana, Apéndice (Editora Nacional, Madrid 1977, vol.2, p.
885-886)

Espíritus animales

La anatomía nos enseña que el objeto inmediato del poder, en el movimiento


voluntario, no es el miembro que de hecho es movido, sino ciertos músculos, nervios y
espíritus animales, y quizá algo más diminuto y desconocido aún, a través de los cuales
se propaga sucesivamente el movimiento, antes de alcanzar el miembro cuyo
movimiento es el objeto inmediato de la volición.
__________________________________________________
Investigación sobre el entendimiento humano, Sec. 7, parte 1 (Alianza, Madrid 1994, p.
90).

Ideas e impresiones

Todas las ideas, especialmente las abstractas, son naturalmente débiles y


oscuras. La mente no tiene sino un dominio escaso sobre ellas; tienden fácilmente a
confundirse con otras ideas semejantes; y cuando hemos empleado muchas veces un
término cualquiera, aunque sin darle un significado preciso, tendemos a imaginar que
tiene una idea determinada anexa. En cambio, todas las impresiones, es decir, toda
sensación -bien externa bien interna-, es fuerte y vivaz: los límites entre ellas se
determinan con mayor precisión, y tampoco es fácil caer en error o equivocación con
respecto a ellas. Por tanto, si albergamos la sospecha de que un término filosófico se
emplea sin significado o idea alguna [como ocurre con demasiada frecuencia, no
tenemos más que preguntarnos de qué impresión se deriva esta supuesta idea, y si es
imposible asignarle una; esto serviría para confirmar nuestra sospecha.
__________________________________________________
Investigación sobre el conocimiento humano, Sección 2 (Alianza, Madrid 1994, 8ª ed.,
p. 37).

Imaginación y memoria

Hallamos por experiencia que cuando una impresión ha estado presente en la


mente aparece de nuevo en ella como idea. Esto puede hacerlo de dos maneras: o
cuando retiene en su aparición un grado notable de su vivacidad primera, y entonces es
de algún modo intermedia entre una impresión y una idea, o cuando pierde por
completo esa vivacidad y es enteramente una idea. La facultad por la que repetimos
nuestras impresiones del primer modo es llamada memoria; la otra, imaginación. Ya a
primera vista es evidente que las ideas de la memoria son mucho más vívidas y fuertes
que las de la imaginación, y que la primera facultad colorea sus objetos con mayor
precisión que la segunda. Cuando recordamos un suceso pasado su idea irrumpe en la
mente de una forma vigorosa, mientras que la percepción es en la imaginación tenue y
lánguida, y sólo difícilmente puede ser preservada por la mente de un modo constante y
uniforme durante un período de tiempo considerable. [...]

Hay otra diferencia, no menos evidente, entre estas dos clases de ideas: a pesar
de que ni las ideas de la memoria ni las de la imaginación, ni las vívidas ni las tenues,
pueden aparecer en la mente, a menos que las hayan precedido sus correspondiente
impresiones a fin de prepararles el camino, la imaginación no se ve con todo obligada a
guardar el mismo orden y forma de las impresiones originales, mientras que la memoria
está de algún modo determinada en este respecto, sin capacidad alguna de variación.
[...]

La función primordial de la memoria no es preservar las ideas simples, sino su


orden y su posición. En resumen, este principio viene apoyado por tal cantidad de
fenómenos vulgares y corrientes que podemos ahorrarnos la molestia de insistir más en
esto.

La misma evidencia nos acompaña en nuestro segundo principio: la libertad de


la imaginación para trastocar y alterar el orden de sus ideas. [...]

Como todas las ideas simples pueden ser separadas por la imaginación y unidas
de nuevo en la forma que a ésta le plazca, nada sería más inexplicable que las
operaciones de esta facultad si no estuviera guiada por algunos principios universales
que la hacen, en cierto modo, conforme consigo misma en todo tiempo y lugar. Si las
ideas estuvieran completamente desligadas e inconexas, sólo el azar podría unirlas;
sería imposible que las mismas ideas simples se unieran regularmente en ideas
complejas -como suelen hacerlo- si no existiese ningún lazo de unión entre ellas, sin
alguna cualidad asociativa por la que una idea lleva naturalmente a otra.
__________________________________________________
Tratado de la naturaleza humana, Parte 1, Sec. 3-4 (Editora Nacional, Madrid 1977, vol.
1, p. 96-98).

La asociación de las ideas

Es evidente que hay un principio de conexión entre los distintos pensamientos o


ideas de la mente y que, al presentarse a la memoria o a la imaginación, unos
introducen a otros con un cierto grado de orden y regularidad. [...]

Aunque sea demasiado obvio como para escapar a la observación que las
distintas ideas están conectadas entre sí, no he encontrado un solo filósofo que haya
intentado enumerar o clasificar todos los principios de asociación, tema, sin embargo,
que parece digno de curiosidad. Desde mi punto de vista, sólo parece haber tres
principios de conexión entre ideas, a saber: semejanza, contigüidad en el tiempo o en el
espacio y causa o efecto.

Según creo, apenas se pondrá en duda que estos principios sirven para conectar
ideas. Una pintura conduce, naturalmente, nuestros pensamientos al original. La
mención de la habitación de un edificio, naturalmente introduce una pregunta o un
comentario acerca de las demás, y si pensamos en una herida, difícilmente nos
abstendremos de pensar en el dolor subsiguiente.
__________________________________________________
Investigación sobre el entendimiento humano, sec. 3 (Alianza, Madrid 1994, p. 39-40).

La conciencia, haz de impresiones

Puedo aventurarme a afirmar que todos los demás seres humanos no son sino
un haz o colección de percepciones diferentes, que se suceden entre sí con rapidez
inconcebible y están en perpetuo flujo y movimiento [...]. La mente es una especie de
teatro en el que distintas percepciones se presentan en forma sucesiva; pasan, vuelven
a pasar, se desvanecen y mezclan en variedad infinita de posturas y situaciones. No
existe en ella con propiedad ni simplicidad en un tiempo, ni identidad a lo largo de
momentos diferentes, sea cual sea la inclinación natural que nos lleve a imaginar esa
simplicidad e identidad. La comparación del teatro no debe confundirnos; son
solamente las percepciones las que constituyen la mente, de modo que no tenemos ni
la noción más remota del lugar en que se representan esas escenas, ni tampoco de los
materiales de que están compuestas.
______________________________________________
Tratado de la naturaleza humana, libro 1, parte 4, sec. 6 (Editora Nacional, Madrid
1977, vol.1, p. 400-401).

La costumbre, fundamento de los razonamientos causales

Toda creencia en una cuestión de hecho o existencia reales deriva meramente


de algún objeto presente a la memoria o a los sentidos, y de una conjunción habitual
entre éste y algún objeto. O, en otras palabras: habiéndose encontrado, en muchos
casos, que dos clases cualesquiera de objetos, llama y calor, nieve y frío, han estado
siempre unidos; si llama o nieve se presentaran nuevamente a los sentidos, la mente
sería llevada por costumbre a esperar calor y frío, y a creer que tal cualidad realmente
existe y que se manifestará tras un mayor acercamiento nuestro. Esta creencia es el
resultado forzoso de colocar la mente en tal situación. Se trata de una operación del
alma tan inevitable, cuando estamos así situados, como sentir la pasión de amor,
cuando sentimos beneficio, o la de odio cuando se nos perjudica. Todas estas
operaciones son una clase de instinto natural que ningún razonamiento puede producir
o evitar.
________________________________________________
Investigación sobre el conocimiento humano, Sección 5, parte 1 (Alianza, Madrid 1994,
8ª ed., p. 70).

La costumbre, guía de la vida

Estamos determinados sólo por la costumbre a suponer que el futuro es


conformable al pasado. Cuando veo una bola de billar moviéndose hacia otra, mi mente
es inmediatamente llevada por el hábito al usual efecto, y anticipa mi visión al concebir
a la segunda bola en movimiento. No hay nada en estos objetos, abstractamente
considerados, e independiente de la experiencia, que me lleve a formar una tal
conclusión; e incluso después de haber tenido experiencia de muchos efectos repetidos
de este género, no hay argumento alguno que me determine a suponer que el efecto
será conformable a la pasada experiencia. Las fuerzas por las que operan los cuerpos
son enteramente desconocidas. Nosotros percibimos sólo sus cualidades sensibles; y,
¿qué razón tenemos para pensar que las mismas fuerzas hayan de estar siempre
conectadas con las mismas cualidades sensibles?

No es, por lo tanto, la razón la que es la guía de la vida, sino la costumbre. Ella
sola determina a la mente, en toda instancia, a suponer que el futuro es conformable al
pasado. Por fácil que este paso pueda parecer, la razón nunca sería capaz, ni en toda
la eternidad, de llevarlo a cabo.
__________________________________________________
Compendio de un tratado de la naturaleza humana (Revista Teorema, Valencia 1977, p.
16).

La experiencia razonable

Por tanto, un hombre sabio adecua su creencia a la evidencia. En las


conclusiones que se fundan en una experiencia infalible anticipa el suceso con el grado
último de seguridad y considera la experiencia pasada como una prueba concluyente
de la existencia futura de tal acontecimiento. En los demás casos, procede con mayor
cautela. [...]

Y como la evidencia, derivada de testigos y testimonios humanos, se funda en la


experiencia pasada, asimismo varía con la experiencia, y se considera como prueba o
como probabilidad, según se haya encontrado que la conjunción entre cualquier clase
de relación y cualquier clase de objeto sea constante o variable.
_______________________________________________
Investigación sobre el conocimiento humano, Sección X, parte I (Alianza, Madrid 1994,
8ª ed., p. 135-136).

La idea de conexión necesaria

Cuando miramos los objetos externos en nuestro entorno y examinamos la


acción de la causas, nunca somos capaces de descubrir de una sola vez poder o
conexión necesaria algunos, ninguna cualidad que ligue el efecto a la causa y haga a
uno consecuencia indefectible de la otra. Sólo encontramos que, de hecho, el uno sigue
realmente a la otra. Al impulso de una bola de billar acompaña el movimiento de la
segunda. Esto es todo lo que aparece a los sentidos externos. La mente no tiene
sentimiento o impresión interna alguna de esta sucesión de objetos. Por consiguiente,
en cualquier caso determinado de causa y efecto, no hay nada que pueda sugerir la
idea de poder o conexión necesaria. [...]

Parece entonces que esta idea de conexión necesaria entre sucesos surge del
acaecimiento de varios casos similares de constante conjunción de dichos sucesos.
Esta idea no puede ser sugerida por uno solo de estos casos examinados desde todas
las posiciones y perspectivas posibles. Pero en una serie de casos no hay nada distinto
de cualquiera de los casos individuales que se suponen exactamente iguales, salvo
que, tras la repetición de casos similares, la mente es conducida por hábito a tener la
expectativa, al aparecer un suceso, de su acompañante usual, y a creer que existirá.
Por tanto, esta conexión que sentimos en la mente, esta transición de la representación
de un objeto a su acompañante habitual, es el sentimiento o impresión a partir del cual
formamos la idea de poder o de conexión necesaria. No hay más en esta cuestión.
Examínese el asunto desde cualquier perspectiva. Nunca encontraremos otro origen
para esa idea. Esta es la única diferencia entre un caso, del que jamás podremos recibir
la idea de conexión, y varios casos semejantes que la sugieren. La primera vez que un
hombre vio la comunicación de movimientos por medio del impulso, por ejemplo, como
en el choque de dos bolas de billar, no pudo declarar que un acontecimiento estaba
conectado con el otro, sino tan sólo conjuntado con él. Tras haber observado varios
casos de la misma índole los declara conexionados. ¿Qué cambio ha ocurrido para dar
lugar a esta nueva idea de conexión? Exclusivamente que ahora siente que estos
acontecimientos están conectados en su aparición del otro. Por tanto, cuando decimos
que un objeto está conectado con otro, sólo queremos decir que han adquirido una
conexión en nuestro pensamiento imaginación y fácilmente puede predecir la existencia
del uno por la y originan esta inferencia por la que cada uno se convierte en prueba del
otro, conclusión algo extraordinaria, pero que parece estar fundada con suficiente
evidencia.
______________________________________________
Investigación sobre el conocimiento humano, Sección VII, parte I, parte II (Alianza,
Madrid 1994, 8ª ed., p. 91, 99-100).

La idea de fuerza

En la metafísica no hay ideas más oscuras e inciertas que las de poder, fuerza,
energía o conexión necesaria que, en todo momento, han de ser tratadas en nuestras
disquisiciones. Intentaremos, pues, en esta sección, fijar, si es posible, el significado
preciso de estos términos y, con ello, suprimir parte de la oscuridad que tanto se le
censura a esta clase de filosofía.

Parece una proposición que no admitirá mucha discusión que todas nuestras
ideas no son sino copias de nuestras impresiones, o, en otras palabras, que no es
imposible pensar algo que no hemos sentido previamente con nuestro sentidos
internos o externos. [...]
Por tanto, como los objeto externos, tal como aparecen a los sentidos, no nos
dan idea alguna de poder o conexión necesaria en su actividad (operation) en casos
aislados, veamos si esta idea se deriva de la reflexión sobre las operaciones de nuestra
mente y puede copiarse de alguna impresión interna. Puede decirse que en todo
momento somos conscientes de un poder interno, cuando sentimos que, por el mero
mandato de nuestra voluntad, podemos mover los órganos de nuestro cuerpo o dirigir
las facultades de nuestra mente. Un acto de volición produce movimientos en nuestros
miembros o trae a la imaginación una nueva idea. Este influjo de la voluntad lo
conocemos gracias a la conciencia. En virtud de ello adquirimos la idea de poder o
energía, y estamos seguros de que nosotros y todos los demás seres inteligentes
estamos dotados de poder. [Sea como sea, las operaciones y el influjo mutuo de los
cuerpos quizá son suficientes para demostrar que también ellos están dotados de
fuerza].
__________________________________________________
Investigación sobre el entendimiento humano, Sec. 7, parte 1 (Alianza, Madrid 1994, p.
86-88).

La mente no es una sustancia

Descartes mantenía que el pensamiento era la esencia de la mente; no este o


aquel pensamiento, sino el pensamiento en general. Lo cual parece ser absolutamente
ininteligible, puesto que todo aquello que existe es particular. Y, por lo tanto, han de ser
nuestras diversas percepciones particulares las que compongan la mente. Digo que
compongan la mente, no que pertenecen a ella. La mente no es una sustancia, en la
que inhieran las percepciones. Esta noción es tan ininteligible como la noción
cartesiana de que el pensamiento o la percepción en general es la esencia de la mente.
No tenemos idea alguna de sustancia de ningún género, puesto que sólo tenemos
ideas de lo que se deriva de alguna impresión, sea material o espiritual. No conocemos
nada sino cualidades y percepciones particulares. En lo que se refiere a nuestra idea de
cuerpo, un melocotón, por ejemplo, es sólo la idea de un particular sabor, color, figura,
tamaño, consistencia, etc. Así, nuestra idea de mente es sólo la idea de percepciones
particulares, sin la noción de cosa alguna a la que llamamos sustancia, sea simple o
compuesta.
_______________________________________________
Compendio de un tratado de la naturaleza humana (Revista Teorema, Valencia 1977, p.
25).

La moralidad es un sentimiento

Cuando se afirma que dos y tres es igual a la mitad de diez, entiendo


perfectamente esta relación de igualdad. Concibo que si divido diez en dos partes, una
de las cuales tiene tantas unidades como la otra, y comparo una de estas partes con
dos más tres, aquélla contendrá tantas unidades como este número compuesto. Pero
cuando traéis de aquí una comparación con las relaciones morales, reconozco que me
siento completamente perdido sobre cómo entenderlo. Una acción moral, una ofensa,
tal como la ingratitud, es un objeto complicado. ¿Consiste la moralidad en la relación de
sus partes entre sí? ¿De qué manera? Especificad la relación. Sed más concretos y
explícitos en vuestras proposiciones y fácilmente veréis su falsedad.

No, decís, la moralidad consiste en la relación de las acciones con la regla de lo


correcto; y se denominan buenas o malas según concuerden o no con ella. ¿Qué es,
entonces, esta regla de lo correcto? ¿En qué consiste? ¿Cómo se determina? Mediante
la razón, decís, la cual examina las relaciones morales de las acciones. Así que las
relaciones morales se determinan mediante la comparación de las acciones con una
regla. Y esa regla se determina considerando las relaciones morales de los objetos.
¿No es éste un razonamiento admirable?

Todo esto es metafísica, exclamáis. Eso es suficiente. No se necesita nada más


para ofrecer una fuerte presunción de falsedad. Sí, replico yo. Ciertamente aquí hay
metafísica. Pero está toda de vuestro lado; vosotros proponéis una hipótesis abstrusa
que nunca puede hacerse inteligible y que no se corresponde con ningún ejemplo o
caso concreto. La hipótesis que nosotros adoptamos es sencilla. Mantiene que la
moralidad se determina mediante el sentimiento. Define la virtud como cualquier acción
o cualidad mental que ofrece al espectador el sentimiento placentero de aprobación; y
al vicio como lo contrario. Procedemos después a examinar una sencilla cuestión de
hecho, a saber, qué acciones tienen esta influencia. Consideramos todas las
circunstancias en que concuerdan estas acciones; y procuramos obtener de ello
algunas observaciones generales referentes a estos sentimientos. Si llamáis a esto
metafísica, y encontráis aquí cualquier cosa abstrusa, sólo tenéis que concluir que el
sesgo de vuestra mente no es adecuado para las ciencias morales.

Siempre que un hombre delibera sobre su propia conducta [por ejemplo, si en el


caso de una necesidad apremiante sería mejor ayudar a un hermano o a un benefactor
tiene que considerar esas distintas relaciones, junto con todas las circunstancias y
situaciones de las personas, con vistas a decidir cuál es el deber y la obligación
superiores. Con el fin de determinar la proporción de líneas de cualquier triángulo es
necesario examinar la naturaleza de esta figura y las relaciones que sus diferentes
partes guardan entre sí. Pero, no obstante esta aparente semejanza entre los dos
casos, hay en el fondo una diferencia extrema entre ambos. Alguien que razone de
forma especulativa sobre triángulos y círculos considera las diferentes relaciones dadas
y conocidas entre las partes de estas figuras; y de ahí infiere alguna relación
desconocida que depende de las anteriores. Pero en las deliberaciones morales
tenemos que conocer de antemano todos los objetos y todas sus relaciones entre sí; y
a partir de una comparación del conjunto, decidir nuestra elección o aprobación. No hay
que averiguar ningún hecho nuevo. No hay que descubrir ninguna relación nueva.
Todas las circunstancias del caso tienen que ponerse delante de nosotros antes de que
podamos fijar una sentencia de censura o aprobación. Si alguna circunstancia
importante todavía no es conocida o resulta dudosa, tenemos que dedicar primero
nuestra investigación nuestras facultades intelectuales a asegurarnos de ella; y
debemos suspender por un tiempo toda decisión o sentimiento moral. Mientras
ignoremos si un hombre era o no el agresor, ¿cómo podemos determinar si la persona
que lo mató es criminal o inocente? Pero después de que sean conocidas todas las
circunstancias y relaciones, el entendimiento ya no tiene un campo adicional sobre el
que operar ni ningún objeto sobre el que pueda emplearse. La aprobación o censura
que sobreviene entonces no puede ser la obra del juicio, sino del corazón; y no es una
afirmación o proposición especulativa, sino una sensación o sentimiento activo. En las
disquisiciones del entendimiento inferimos algo nuevo y desconocido a partir de
circunstancias y relaciones conocidas. En las decisiones morales todas las
circunstancias y relaciones deben ser previamente conocidas; y la mente, a partir de la
contemplación del conjunto, siente alguna nueva impresión de afecto o disgusto, de
estima o de desprecio, de aprobación o de censura.
__________________________________________________
Investigación sobre los principios de la moral (Espasa Calpe, Madrid 1991, Apéndice I,
p. 161-164).

La uniformidad de la naturaleza, cuestión de hecho

Se sigue, pues, que todos los razonamientos relativos a la causa y el efecto


están fundados en la experiencia, y que todos los razonamientos que parten de la
experiencia están fundados en la suposición de que el curso de la naturaleza continuará
siendo uniformemente el mismo. Concluimos que causas similares, en circunstancias
similares, producirán siempre efectos similares. Puede valer la pena detenerse ahora a
considerar qué es lo que nos determina a formar una conclusión de tan inmensa
consecuencia.

Es evidente que Adán, con toda su ciencia, nunca hubiera sido capaz de
demostrar que el curso de la naturaleza ha de continuar siendo uniformemente el
mismo, y que el futuro ha de ser conformable al pasado. De lo que es posible nunca
puede demostrarse que sea falso; y es posible que el curso de la naturaleza pueda
cambiar, puesto que podemos concebir un tal cambio. Más aún, iré más lejos y afirmaré
que Adán tampoco podría probar mediante argumento probable alguno, que el futuro
haya de ser conformable al pasado. Todos los argumentos probables están montados
sobre la suposición de que exista esta conformidad entre el futuro y el pasado y, por lo
tanto, nunca la pueden probar. Esta conformidad es una cuestión de hecho, y si ha de
ser probada, nunca admitirá prueba alguna que no parta de la experiencia. Pero nuestra
experiencia en el pasado no puede ser prueba de nada para el futuro, sino bajo la
suposición de que hay una semejanza entre ellos. Es éste, por lo tanto, un punto que no
puede admitir prueba en absoluto, y que damos por sentado sin prueba alguna.
__________________________________________________
Un compendio de un tratado de la naturaleza humana, 1740 (Revista Teorema,
Valencia 1977, p. 14-15).

Necesidad o conexión

Nuestra idea de necesidad y causación proviene exclusivamente de la uniformidad que


puede observarse en las operaciones de la naturaleza, en las que constantemente
están unidos objetos similares, y la mente es llevada por costumbre a inferir uno de
ellos de la aparición del otro. Sólo estas dos circunstancias constituyen la necesidad
que adscribimos a la materia. Más allá de la conjunción constante de objetos similares y
la consecuente inferencia del uno a partir del otro, no tenemos noción alguna de
necesidad o conexión.
__________________________________________________
Investigación sobre el entendimiento humano (Alianza, Madrid 1994, p. 106-107).

Necesidad y libertad

Para continuar con nuestro proyecto reconciliador en la cuestión de la libertad y


la necesidad, el tema más discutido de la Metafísica, la ciencia mas discutida, no harán
falta muchas palabras para demostrar que toda la humanidad ha estado de acuerdo,
tanto en la doctrina de la libertad como en la de la necesidad, y que toda la polémica,
también en este sentido, ha sido hasta ahora una mera cuestión de palabras. Pues
¿qué se entiende por libertad cuando se aplica a acciones voluntarias? Desde luego no
podemos querer decir que las acciones tienen tan poca conexión con motivos,
inclinaciones y circunstancias que las unas no se siguen de los otros y que las unas no
nos permiten inferir la existencia de los otros. Pues se trata de cuestiones de hecho
manifiestas y reconocidas. Entonces, sólo podemos entender por libertad el poder de
actuar o de no actuar de acuerdo con las determinaciones de la voluntad; es decir, que
si decidimos quedarnos quietos, podemos hacerlo, y si decidimos movernos, también
podemos hacerlo. Ahora bien, se admite universalmente que esta hipotética libertad
pertenece a todo el que no es prisionero y encadenado. Aquí, pues, no cabe discutir.

Cualquiera que sea la definición de libertad que demos, debemos tener cuidado
en observar dos requisitos: primero, que no contradiga hechos; segundo, que sea
coherente consigo misma. Si observamos estos requisitos y hacemos inteligible nuestra
definición, estoy convencido de que la humanidad entera será de una sola opinión
respecto a ésta.

Se acepta universalmente que nada existe sin una causa de su existencia, y el


azar, cuando se examina rigurosamente, no es más que una palabra negativa y no
significa un poder real que este en algún lugar de la naturaleza. Pero se pretende que
algunas causas son necesarias y que otras no lo son.
_______________________________________________
Investigación sobre el conocimiento humano, Sec. 1, parte 1 (Alianza, Madrid, 1994, p.
119).

Principios de la asociación de ideas

Nuestra imaginación tiene una gran autoridad sobre nuestras ideas; y no hay
ideas, que siendo diferentes entre sí, ella no pueda separar, y juntar, y componer en
todas las variedades de la ficción. Pero pese al imperio de la imaginación, existe un
secreto lazo o unión entre ciertas ideas particulares que es causa de que la mente las
conjunte con mayor frecuencia, haciendo que la una, al aparecer, introduzca a la otra.
De aquí surge lo que llamamos el apropos del discurso: de aquí la conexión de un
escrito: y de aquí ese hilo, o cadena de pensamiento, que un hombre mantiene incluso
con el más vago reverie. Estos principios de asociación son reducidos a tres, a saber,
semejanza; un cuadro nos hace pensar naturalmente en el hombre que fue pintado.
Contigüidad; cuando se menciona a St. Denis, ocurre naturalmente la idea de París.
Causación; cuando pensamos en el hijo, propendemos a dirigir nuestra atención hacia
el padre. Será fácil concebir cuán vasta consecuencia han de tener esos principios en la
ciencia de la naturaleza humana, si consideramos que, en cuanto respecta a la mente,
ellos son los únicos vínculos que reúnen las partes del universo, o nos ponen en
conexión con cualquier persona u objeto exterior a nosotros mismos. Porque como es
tan sólo por medio del pensamiento como opera una cosa sobre nuestras pasiones, y
como estos principios son los únicos lazos de nuestros pensamientos, ellos son
realmente para nosotros el cemento del universo, y todas las operaciones de la mente
precisan, en una gran medida, depender de ellos.
__________________________________________________
Compendio de un tratado de la naturaleza humana (Revista Teorema, Valencia 1977, p.
31-32).

Qué se entiende por innato

Es probable que quienes negaron las ideas innatas no quisieran decir más que
las ideas son copias de nuestras impresiones, aunque es necesario reconocer que los
términos que emplearon no fueron escogidos con tanta precaución ni definidos con
tanta precisión como para evitar todo equívoco acerca de su doctrina. ¿Qué es lo que
se entiende por innato? Si lo innato ha de ser equivalente a lo natural, entonces todas
las percepciones e ideas de la mente han de ser consideradas innatas o naturales, en
cualquier sentido en que tomemos la palabra, por contraposición a lo infrecuente, a lo
artificial o a lo milagroso. Si por innato se entiende lo simultáneo a nuestro nacimiento,
la disputa parece ser frívola, pues no vale la pena preguntarse en qué momento se
comienza a pensar, si antes, después o al mismo tiempo que nuestro nacimiento. Por
otra parte, la palabra idea parece haber sido tomada, por lo general, en una acepción
muy lata por Locke y otros, como si valiese para cualquiera de nuestras percepciones,
sensaciones o pasiones, así como pensamientos. Ahora bien, en este sentido, quisiera
saber lo que se pretende decir al afirmar que el amor propio, el resentimiento por daños
o la pasión entre sexos no son innatas.

Pero admitiendo los términos impresiones e ideas en el sentido arriba explicado,


y entendiendo por innato lo que es original y no copiado de una percepción precedente,
entonces podremos afirmar que todas nuestras impresiones son innatas y que nuestras
ideas no lo son.
__________________________________________________
Investigación sobre el entendimiento humano, Sección 2 (Alianza, Madrid 1994, p. 37-
38).

Relaciones de ideas y cuestiones de hecho

Todos los objetos de la razón e investigación humana pueden, naturalmente,


dividirse en dos grupos, a saber: relaciones de ideas y cuestiones de hecho; a la
primera clase pertenecen las ciencias de la geometría, álgebra y aritmética y, en
resumen, toda afirmación que es intuitiva o demostrativamente cierta. Que el cuadrado
de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados es una proposición que expresa
la relación entre esas partes del triángulo. Que tres veces cinco es igual a la mitad de
treinta expresa una relación entre estos números. Las proposiciones de esta clase
pueden descubrirse por la mera operación del pensamiento, independientemente de lo
que pueda existir en cualquier parte del universo. Aunque jamás hubiera habido un
círculo o un triángulo en la naturaleza, las verdades demostradas por Euclides
conservarían siempre su certeza y evidencia.

No son averiguadas de la misma manera las cuestiones de hecho, los segundos


objetos de la razón humana; ni nuestra evidencia de su verdad, por muy grande que
sea, es de la misma naturaleza que la precedente. Lo contrario de cualquier cuestión de
hecho es, en cualquier caso, posible, porque jamás puede implicar una contradicción, y
es concebido por la mente con la misma facilidad y distinción que si fuera totalmente
ajustado a la realidad. Que el sol no saldrá mañana no es una proposición menos
inteligible ni implica mayor contradicción que la afirmación saldrá mañana. En vano,
pues, intentaríamos demostrar su falsedad. Si fuera demostrativamente falsa, implicaría
una contradicción y jamás podría ser concebida distintamente por la mente.
__________________________________________________
Investigación sobre el conocimiento humano, Sección IV, parte I (Alianza, Madrid 1994,
8ª ed., p. 47-48).

Selección tomada de “Textos del Diccionario Herder de Filosofía”


(Véase supra, ob. cit.)

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