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Mahabharata IIgfghfgjh
Mahabharata IIgfghfgjh
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I
YUDDHA PARVA
CAPÍTULO 1
Por un momento, más breve que el vuelo de una flecha, entendí: “¿Crees que hubo un
tiempo en el que yo no fuese o no existieses tú?” Krishna repitió las palabras, perplejo de que
yo me doliese aún ante la idea de la muerte. Ni durante su embajada de paz, ni durante los
preparativos para la guerra, había olvidado él por un instante que éramos almas que nadie
podía matar. Sus palabras repicaron en mí como si, muertos todos ya, estuviésemos
hablándonos, sin embargo, uno a otro.
No pude moverme. Si Krishna hubiera dicho: “Levántate y vuela, vuela como
Garuda”, sus palabras no habrían tenido mayor efecto en mí. Busqué en sus ojos el
mecanismo que me hiciera ponerme en pie. Lo que descubrí fue algo que nunca antes había
llegado a ver. Había una distancia en ellos en la que él había penetrado para calibrarme.
Busqué en aquellos ojos la vida y el amor que me desarmaron cuando me encontré con
Krishna por primera vez. En lugar de ellos, me sentí lanzado hacia adelante como un
luchador, frente contra frente, trabado en pugna contra su voluntad de hacerme combatir.
Miré la bandera de Dronacharya. Su emblema del cubo de agua serpenteaba alrededor del
mástil, saludándome. ¿Qué pena era lo bastante terrible para el asesino de su Guru? El pánico
me tocó, me invadió luego: si mataba a mi Guru, el sol no volvería a alzarse jamás.
Hubo un silencio roto sólo por los estandartes coleteando en la brisa, y los cascabeles
y discos al cambiar los caballos de posición. Podía oírse respirar a los elefantes. Las caracolas
y tambores de guerra, los instrumentos de viento esperaban. El silencio se prolongó. Los
ejércitos aguardaban. Sólo Krishna y yo sabíamos por qué. Volví la vista alrededor para mirar
a Dhrishtadyumna. Éste elevó una mano interrogante al cielo. Satyaki gesticuló. Pronto lo
harían otros. Los hombres se preguntarían si sus reyes habían cambiado de idea. Pero había
un timbre en mis oídos, un sonido como de agua corriente, como aquel río allá abajo, en las
profundidades, cuando uno escala los montes helados en busca de las armas celestiales. Hubo
movimiento. Voces arrojaban su perplejidad a través de nuestro escudo de silencio. Después,
un estallido cortó todo lo demás: la aguda y horripilante nota de la caracola del Gran
Patriarca, insistente, llamándonos al orden, como cuando, mucho tiempo atrás, nos llamaba
de nuestros juegos. Krishna se levantó para soplar su Panchajanya. Yo debería haber hecho
sonar a Devadatta. No pude ponerme en pie y me faltaba el hálito. Bhima me llamó y
después, rabioso, sopló su Paundra: hubo una alteración, como la de un silencio en el fondo
del océano. Cuando Paundra suena, perturba a los grandes monstruos marinos de las
profundidades. Abren airados sus fauces y emergen de lo insondable para recorrer veloces
llanuras y montes.
Aún sentía escalofríos. Yudhisthira entonó cinco firmes notas que Nakula acompañó
con sus melados tonos letales. Sahadeva siguió a Nakula con una serie de sonidos brillantes
que culminaron en alarido. El cielo se agitó alrededor de nosotros. Apenas me excitó la
sangre antes de refluir, y dejó tras mis ojos un mal augurio, como el que uno ve, cuando está
enfermo, antes de dormir.
El Rey de Varanasi sopló su caracola: un bajo y mortal gemido. Crispó las cernejas de
los corceles; aquí un elefante elevó su trompa pintada de oro y otro allí alzó pesadamente sus
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orejas tachonadas de joyones. Un inmenso paquidermo del color de las nubes levantó un pie
de fresca manicura. Percibí un destello de gena antes de que empezase a patear el suelo. El
naire extendió un brazo cubierto de seda azul y con las gemas de sus dedos le acarició y rascó
la cabeza; después se inclinó para murmurarle algo al oído. Sikhandin y Dhrishtadyumna
tocaron nota tras nota atronadora. Y Virata, que tan gentilmente nos cobijara durante nuestro
exilio, hendió los tonos reverberantes con gritos de águila. Y Satyaki, ahora, sopló como yo
le enseñara: cinco cortas, recias, secas llamadas, pero largamente perturbadoras. Drupada
lanzó tonos como olas, que se alzan y desploman como para ahogar al enemigo. Los cinco
hijos de Draupadi entonaron juntos una cacofonía que quisiera hacer desplomarse los cielos
sobre la tierra. Y, después, la caracola que yo había estado esperando... la de Abhimanyu, con
la fiera llamada que Krishna le enseñó: movió mi corazón a la dulzura. Luego lo enfermó.
“No puedo luchar”, dije. Mi boca estaba seca. Krishna me combatió con su silencio.
Traté de elevar mi voz. Surgió como la de un eunuco. “Míralo”, brotaron mis palabras
estranguladas. “El Gran Patriarca ha sacrificado su vida por la paz, por nosotros.” Krishna no
respondió. “El oprobio de Dronacharya fue el pulgar de Ekalavya. Ashwatthama... ése es mi
hermano.” Yo miraba al Gran Patriarca, sereno, esperante. Su espada me arrojaba sus
destellos, su escudo estallaba en mis ojos de luz.
“Sí, mira”, dijo Krishna, “pero mira bien. El Gran Patriarca espera desprenderse de su
cuerpo.” Lo contemplé. El Gran Patriarca, al igual que Yudhisthira, sabía permanecer sentado
o de pie como piedra esculpida. A todos nosotros se nos había entrenado a ello, pero tras la
calma del Gran Patriarca estaba Yama. La Muerte era su servidora y no acudiría a él hasta
que no la llamara. ¡Que la llamase él, pero yo no sería el sirviente de su criada!
¡Matar al Gran Patriarca! Mi mente giró enloquecida y sin propósito, como las ruedas
de un carro volcado.
Volví los ojos hacia nuestro ejército. Uttarakumara me contemplaba desde su elefante;
alzó su espada y destelló su sonrisa. Abhimanyu, tieso y orgulloso, colocó una mano brillante
en el mástil dorado donde ondeaba su pavo real. Despertaba en mí la conciencia de padre. Mi
mano tembló.
Krishna aguardaba. Vio mi mano estremecida. Mis piernas, mi cuerpo temblaban.
“No, no puedo.”
“Lo harás.”
“El peso de un centenar de elefantes lo impide.” La mirada de Krishna no había
abandonado mis ojos en ningún momento. Me sentí sacudido por su fuerza. Movía el aire
alrededor, pero no podía penetrar en mí. “Oblígame, si puedes. En Matsya, cuando
Uttarakumara trató de huir, encontré las palabras para obligarlo a conducirme a la batalla.
¿Puedes hacer eso... o dejarme ser tu auriga? Mátalos con tu chakra, si debes. Al menos, que
el Gran Patriarca deje su cuerpo sonriendo, no mordido por las flechas de su nieto.” Krishna
trepaba hacia mí desde el asiento del auriga. Creí que lo había convencido hasta que le vi los
ojos.
“Mi chakra eres tú”, me espetó con una calma de acero, tendido el rostro hacia mí.
“Tú eres mi brazo espadado. Tú eres el chakra que he de arrojarles. ¿Lo has olvidado? ¿Has
olvidado realmente quiénes somos? ¿Lo has olvidado todo?” Me puso el brazo alrededor de
los hombros y señaló al enemigo. “Están muertos. Todos y cada uno de ellos.” Espació sus
palabras. “Es humana presunción creer que podemos matarlos ahora. Perecieron al ganar la
partida de dados.” Tras cada separación, Krishna me abrazaba, forcejeando conmigo para
unir nuestros corazones. Ahora sentía a su mente forcejear con la mía. Todo era confuso.
“Decidiste venir. Decidiste realizar conmigo esta tarea. Lo has olvidado.” Retiró el brazo y
con él se fue su conforte. Quedé abandonado a mí mismo. Al perplejo horror de la situación:
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haber recibido todo el conocimiento y amor paternal de Dronacharya y el Gran Patriarca, y
tener que quitarles ahora la vida. Esto era asesinar, no guerra.
Los emblemas de los estandartes se difuminaron contra el cielo. El cielo empezó a
arremolinarse. No pude sostener a Gandiva. Me torné hacia Indra, el dios grande, y oré en
súplica de entendimiento. Un hijo desdeñado por su padre. Me volví hacia la madre de Indra,
Aditi: “Descierra mi corazón.”
“Ésta es un época de héroes”, dijo Krishna. “Es un tiempo para el cambio del
Dharma. Tal es la tarea que hemos venido a cumplir. ¿Por qué crees que conduzco tu carro?”
No pude contestar. Ni una palabra acudió a mis labios. Krishna dijo: “El universo reposa en
el amor. Y ahora espera de nuestro amor que culminemos lo que hemos venido a realizar.”
Aguardó. “Sentados estamos en este carro. Todo lo demás ha sido preparación. Hemos
corrido en este carro toda la vida para hallar nuestro destino, y él ha venido a nuestro
encuentro.” Algo en mí comprendió, pero cuando me incliné para recoger el Gandiva, mi
mano pendió.
Dije: “Cuando un kshatriya oye un tambor o ve un caballo alborotado o escucha la
risa de un hombre fuerte, su grito de bienvenida o desafío, algo en él brota en respuesta. Tales
cosas están en nuestra sangre. Hoy, escucho las caracolas y atabales. Mi sangre se eleva, sí,
pero refluye. Hoy no soy un kshatriya.”
“Es falso Dharma.”
“No vivo del Dharma. No desde la partida de dados.”
“Acción es lo que requería la partida de dados y acción es lo que se necesita ahora.
Sólo un estúpido repite el mismo error.” Aunque discutíamos a la vista de ambos ejércitos,
podía parecer que Krishna debatiese abstrusas filosofías. Nadie estaba lo bastante cerca para
ver sus ojos.
“Desde la partida de dados conozco un solo Dharma: evitar lo que mi corazón dice
que es malo y hacer lo que dice que debe hacerse. Tenías razón. Teníamos que haber matado
a Sakuni mientras tiraba los dados. Pero estábamos enyugados como bueyes a nuestro
Dharma. Ahora, mi cuerpo, mi mente y mi corazón dicen todos lo mismo: no ataques a tus
gurus ni a tus parientes.”
“¿He de recordarte que dieciocho akshauhinis esperan?”
“Este arquero no puede asesinar a su Guru, ni siquiera por el amor que rinde a su
primo.” Mis últimas palabras brotaron con un dolor desgarrador que estuvo a punto de
arrancarme un sollozo. ¡Rechazar a Krishna! Empecé a desprenderme de mis protectores
dactilares y arrojé uno a la plataforma del carro. Krishna tenía que ver que no lucharía. Sin
una mirada, Krishna retornó a su asiento. “Morir”, le espeté, “es un millar de veces mejor que
comer para siempre jamás alimentos ensangrentados.” Él no me miró. Arrojé otras palabras,
como lazos para su entendimiento. Todas quedaron cortas. Batía un muro. Lo batía con mis
palabras y mi silencio. Krishna escuchaba, pero no respondía. Nuestros caballos estaban
quietos, con las orejas alzadas. El universo escuchaba; no respondía.
Y sin embargo... sin embargo, yo sentía la verdad en las palabras de Krishna. Nuestras
vidas habían estado en este carro desde el mismo principio, una preparación para lo que se
nos venía encima.
Los animales deben de sentirse así antes de un ciclón. Empecé a perder mi claridad.
¿Aún estaba detenido nuestro carro o fluía a través de otro mundo? Nuestros corceles no se
movían, pero nosotros devanábamos acrobacias en el tiempo y el espacio. Krishna comenzó a
hablar. Era él quien nos guiaba. ¿Qué decía Krishna? Tras la guerra, mientras paseábamos
juntos por Indraprastha, le pedí que repitiera lo que había dicho antes de la batalla.
“¿Lo que dije?”, preguntó Krishna y sacudió la cabeza.
Clavé la vista en él. “Todo... la visión...”
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“¿No lo recuerdas?”
“No”, dije, riendo a medias, a medias avergonzado, aunque vergüenza no era algo que
acostumbrase a sentir en presencia suya. Krishna era demasiado grande para dejarte sentir
tales cosas. Seguí importunándolo. Por fin, rió y dijo: “Tenía cuatro caballos que controlar,
además de tratar contigo. ‘Llévame aquí, Krishna, llévame allí; sólo permíteme una
vislumbre del enemigo. Oh, allí está el Gran Patriarca. Mira mis gurus. No voy a luchar.’
Creo que tengo excusa para no recordarlo. ¿Qué excusa tienes tú?” Le solté el brazo y di un
paso atrás para ver si bromeaba. “Sí, de verdad, ahora no podría repetir lo que dije entonces.
Hay un tiempo y un lugar para especular sobre el universo. Aquel tiempo y lugar hicieron
surgir mis palabras. Ahora no hay nada que las invoque. No es algo que pueda conjurarse a
voluntad.” Ladeó la cabeza y me miró. “Arjuna, en el carro, antes de la batalla, el destino de
las naciones y del mundo pendía de un hilo. Las palabras que te dije eran fuego del sol. No
abrasaban. Llegaban para fundir. La Tierra había rezado por ellas, las había anhelado, había
gritado pidiendo liberación. Yo era Ella. La respuesta vino a ti: tenías que luchar. Tu angustia
fue la plegaria que llamó todo lo que viste y oíste. Había una razón para que penetrases lo que
a otros les resulta misterioso. La intensidad llama a la intensidad. El poder al poder. Si
hubiese de manifestarse mientras paseamos de este modo, cogidos del brazo, ¿sabes lo que
ocurriría?”
Lo sabía. Vi las cenizas de nuestro carro y nuestros caballos en sus ojos. Al atardecer
de cada uno de los dieciocho días de la guerra, Krishna me había ayudado, agotado y
ensangrentado como estaba, a descender del carro; pero el decimoctavo día, dijo con
urgencia: “Baja, Arjuna. Acaricia a los caballos y dales las gracias.” Abracé a cada corcel.
Cada uno de ellos reposó su pecho contra mi corazón. Cuando hube terminado, Krishna gritó
desde el asiento del auriga: “Retrocede, retrocede.” Luego, saltó. Tan pronto como tocó el
suelo, brotó una llama. Sonó un crujido. Creí que era el látigo de Krishna, pero vi fuego
morder la madera. Las ruedas ardían. No era un fuego mortal. Antes de poder decir ‘Bhima’,
un montón de cenizas resplandecientes yacía bajo lo que debería haber sido el eje del carruaje
y era sólo aire. Y las cenizas no abultaban más que el Kaustubha, la gema en el pecho de
Krishna.
Le respondí entonces: “No quedarían de mí sino cenizas, como de los caballos.”
“De ambos.”
“De ti no. Tú eres el fuego, Krishna.”
“Sí, de Krishna también”, dijo. “Este brazo es de la misma materia que el tuyo.” Se
pellizcó la carne; luego lo extendió hacia mí. “Pellízcalo sólo”, dijo. “¡Ouch! Estar hecho de
algo distinto sería jugar a los dados como Sakuni. Además”, añadió, “habrá que poner fin a
todo esto algún día... ¿y cómo me cremarían, si no?” Rió entonces. Después, viéndome
desfallecer, me tomó del brazo y empezamos a caminar de nuevo.
Así que lo que Krishna dijo realmente antes de la batalla no soy capaz de repetirlo.
Pero sé que dijo todo lo que una lengua humana puede expresar cuando bate contra el paladar
de una boca humana. Era como si nuestra Madre Tierra hubiera sacado un millar de lenguas
con las que batir el paladar del cielo y forzar a descender el conocimiento en cascadas de
Gracia abrasadora.
Krishna me dio yoga en aquel carro. Yo había vivido doce estíos y otros tantos
inviernos en el bosque escuchando a los sabios, sin entender nunca lo que era yoga. Yo sabía
que lo quería entonces tal como nunca había anhelado los caballos de Sindh ni siquiera, es
cierto, las armas de Shiva. Y, si he olvidado casi todas las palabras de Krishna, recuerdo aún
mi pregunta: “¿Qué le ocurre a un hombre como yo cuando aspira? ¿No remonta el aire para
caer como un águila herida?” Él me mostró de qué modo prospera aun un pequeño esfuerzo,
como semillas que brotan pasados los milenios. Entonces ocurrió. Vi el campo de batalla tras
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mis ojos. El campo se iba. Lo último que percibí fue a mi hermano mayor quitándose un
protector dactilar. ¿Había cambiado de idea? Yudhisthira, Bhima, Nakula, Sahadeva,
akshauhinis, elefantes, carros, banderas se fundieron en un firmamento en el que los mundos
pendían como perlas alrededor del cuello de Krishna, hondamente azul. Sabía por fin quién
era Krishna. Mi ser esencial. El Espíritu, el Auriga. Era el color y el sabor de mi ser, mi fibra
y mi grano. No mío solamente. Él tejía los mundos.
Con amor los tejía y los mantenía unidos. Ante todas las cosas se alzaba Él.
Él era lo que estaba detrás de todo.
Él era el hálito de mi aliento. El latido de mi corazón. Él era el corazón que palpitaba
por todos nosotros. Siempre y en todo lugar. Ahora y para toda la eternidad.
Únicamente podía ver yo la garganta de Krishna, el azul tras el azul, un matiz que ojos
mortales no pueden llegar nunca a conocer. Se extendía más allá de lo que mente o corazón
humanos pueden atreverse a vislumbrar. Y en menos de lo que tarda un parpadeo, se contrajo
y desapareció. Un misterio irradiante libre de espacio y de todos los velos de Maya. Por fin,
raptó mi mente y me arrojó a través del universo, más allá de la muerte y el nacimiento,
donde el sosiego fluye por la eternidad.
¿Cómo expresarlo? ¿Qué es la Vida de la vida, lo salado de la sal del mar, la luz del
Om del sol de la que surgen los mundos, el núcleo del ser, su misma noción, la llama inquieta
del corazón deseante? Era Él... Era Él... Era Él.
No hay mente humana que contenga el Todo.
Cuando uno se despierta dentro de un sueño sin saber dónde está, ha de mirar
alrededor. No había mirar, ni búsqueda en mí. Mi ser, no mío ya más, recorría universos y los
contemplaba nacer, alzarse a cada instante y refluir una vez más con el aliento retraído de
Brahma. Y entonces vi a Krishna ante mí. Sólo a Krishna. Todo el mundo había tomado
forma en Krishna. Krishna por todas partes. Todo era Krishna. El árbol cósmico, los ritos, el
misterio de dar, la palabra que pronuncia la lengua, el alimento que degusta, el fuego
universal que es y cambia todo, la ofrenda sagrada, la Madre-Padre del mundo, el
conocimiento de los Vedas, el Testigo y Amigo invisible, el primer comienzo y el final, el
depósito y la semilla en el reino donde nada puede dejar de ser. Todo me contemplaba desde
los ojos de Krishna. Entonces, aparecieron las multitudes ofrendando sus frutos, sus flores,
sus hojas, sus oblaciones de agua: Krishna ofreciéndose a sí mismo, aceptando todo en sí
mismo.
Aquel que emprende este viaje sabe. Se halla por encima de todo ritual y de todo lo
que prometen los Vedas. El sacrificio ofrecido sin intención de recibir nunca queda sin
respuesta.
La vastedad empezó a desprenderse de mí. No pude retenerla más y pedí ver las cosas
de un modo que mi humana pequeñez pudiese asimilar. Surgieron, como del centro de
nuestra tierra, los símbolos de excelencia, las cosas que un kshatriya comprende: Airavata
entre los elefantes, el corcel que brotó del néctar, la vaca de los deseos, y, entre los hombres,
los emperadores.
“En la vida”, la visión habló, “yo soy el poder de la creación, el cuerpo amoroso del
amor, el Señor de la Muerte entre los gobernantes, la luz que juega tras las sombras en el
rostro de los sabios, el águila entre las aves, el viento entre los purificadores, entre los ríos el
Ganges, la Verdad que resplandece en el discurso. ¿Qué es lo que no soy?” Danzó en los
músculos de Bhima y acechó en el arte prestidigitador de Sakuni. Riendo, se mostró como si
fuese yo mismo tensando el arco entre mis hermanos, y riendo más aun, fue el Krishna de los
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Vrishnis. Entre los Castigadores fue la maza, la insinuación en los labios de las gentes de
tacto, el muro de silencio tras el que se esconden los secretos.
Luego, y ésta fue la mayor de las gracias, Krishna fue mi primo Krishna, el hijo del
hermano de mi madre, el que me ayudó a conquistar a Subhadra. ¡Mi auriga!
Pedí más.
De pronto, un millar de soles estallaron en los cielos y dioses surgieron de ellos. Yo
había invocado la forma terrible de muchas fauces y ojos inyectados de sangre. Se me erizó el
vello del cuerpo: el Gran Patriarca, Karna y Dronacharya se precipitaban a la boca terrible de
aquella aparición. Los veía hincados en sus dientes húmedos, aplastados y tragados. Una
lengua roja, maciza, emergió a lamerse los labios. Pensé que también yo moriría.
“¿Crees que puedes salvarlos? Aunque te niegues a combatir, ninguno de ellos
vivirá.” Yo lo había llamado Krishna, Yadava, amigo, había discutido con él, me había reído
con él y de él. Ahora, llorando en el carro, murmuré:
“Te adoro una y mil veces e inclino mi cuerpo ante ti, pero muéstrame una vez más tu
forma gentil.” Y entonces se me reveló como Amor.
¿Qué puedo decir del amor de Krishna? Tomaba un millar de formas y no tenía
ninguna. Es el misterio último, ése que incluso cuando lo comunicas preserva su secreto.
Mi cuerpo se derrumbó en gesto absoluto de postración.
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CAPÍTULO 2
El estruendo de la batalla saltó como de una caja abierta. Las caracolas Kaurava
gritaron su respuesta. El atabaleo de guerra rodó hacia nosotros. El eje del carro del
Primogénito estaba conectado, a través del mástil, a los tambores junto a su estandarte de
planetas lunados. Sus caballos del color del colmillo del elefante y de soberbias colas negras
se detuvieron donde empezaba la tierra de nadie. Yudhisthira se quitó la armadura y la
depositó sobre la piel de tigre de su carro. Nos volvimos para mirar. Él descendió de su
carruaje. Bhima gritó su nombre y corrió hacia él, mientras Vishoka lo seguía en el carro
tirado por enormes caballos tordos. La música de batalla se hundió tras ellos como en las
profundidades de un mundo subterráneo. Esperamos.
A pie, el Primogénito marchaba hacia el enemigo, con la vista al frente. Bhima lo
agarró del codo y le volvió la cabeza. Se encararon como tantas veces, sin hablar. Bhima
retrocedió, se deshizo del carcaj y se lo tendió a Vishoka. Se desprendió de sus guantes, se
quitó la armadura. Hubo un murmullo. Los hombres decían que el Brahmín no batallaría con
su Guru. Tras los años del bosque, llamaban al Primogénito ‘el Brahmín’. También yo me
deshice de mis arreos bélicos. Krishna y yo descendimos del carro y los seguimos. Los
mellizos vendrían detrás de nosotros. Caminamos en silencio, una sola fila.
Al igual que a la boca negra de la gruta alpina, cuando escalé las montañas en busca
de las armas de Shiva, a la bandera del Gran Patriarca no la acercaban nuestros pasos.
Caminábamos hacia nuestra infancia. Por el campo de batalla, nuestras vanas apariencias se
movían fielmente hacia su cita, sombras arrojadas por Espíritus, mientras nosotros, efímeros,
flotábamos en alguna parte entre unas y otros. Por fin, nos hallamos ante los corceles
argénteos del Gran Patriarca, brutos sin par de negros testículos.
El rostro del Gran Patriarca, más poseído por la fuerza de la edad que catorce años
antes, nos contempló.
Substancia y sombra... ambas tocaban el carro de plata. El Primogénito posó su
cabeza a los pies del Patriarca y alzó la vista después.
“Señor.”
“¿Qué ocurre, Yudhisthira?” Palabra por palabra, el Mayor pronunció las frases
rituales.
“Te pedimos permiso y tu bendición.” El Gran Patriarca descendió de su carro con
recia agilidad y sostuvo sus manos sobre la cabeza del Primogénito. Yudhisthira se inclinó.
“Hijo de Pandu, da batalla puesto que así debe ser. Tuya sea la victoria.” Una sonrisa
se insinuó en las comisuras de sus ojos. Uno no podía ver qué ocurría tras su barba. “¿Hay
algo más que desees de mí?”
“Gran Patriarca, la victoria nos deseas tú. ¿Cómo podemos lograrla?” Nadie aparte de
Yudhisthira poseía el Dharma que permite tornar las frases rituales en verdad. El Gran
Patriarca frunció poderosamente el ceño para ocultar la respuesta de sus ojos. Apoyando en el
pecho su mentón, se abismó. Cuando sus ojos volvieron a abrirse, dijo: “Mi muerte no ha
llegado todavía; no puedo llamarla, así que no consigo ver con claridad quién la porta.” Pero
la Verdad forzó el Dharma en él: “Dicen que es Sikhandin quien porta mi muerte. Puede que
sea cierto. Yo no he de luchar con alguien nacido mujer.” El Primogénito tomó el polvo de
los pies del Gran Patriarca y se lo llevó a los ojos. Bhima se adelantó; luego fue mi turno.
Sentí las manos del Patriarca sobre mi cabeza. No pude hablar; tomé la guirnalda de flores
blancas alrededor de mi cuello y la deposité a sus pies. Él me levantó y me retuvo junto a él,
muy cerca, mirándome a los ojos. Sentí que mi alma nadaba en ellos como un pez de las
profundidades arrastrado a la superficie por una corriente irresistible. Supe que me decía algo
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entonces, pero me costó muchos días comprender qué era. Mientras Nakula se inclinaba ante
el Gran Patriarca, Yudhisthira nos condujo hacia Dronacharya a través de filas divididas de
hombres silenciosos.
Nuestro Guru, encogido y consumido desde la partida de dados, se alzaba en la
plataforma de su carro como si creciese de ella. Colmados de recuerdos tenía los ojos. El
Primogénito se arrodilló y le tocó los pies.
“Acharya, tus discípulos somos, entrenados por ti para la victoria. Aunque hoy contra
ti luchemos, tú sigues siendo nuestro Guru. Aconséjanos.” Dronacharya nos miró desde
debajo de sus cejas fruncidas, como cuando nos mandaba a maniobras militares. Ahí estaba
su astuta sonrisa.
“Éste es el dilema de un dios. Mientras yo batalle, no podéis vencer. No os engañéis.
Sin embargo, la victoria no nos pertenece. No podemos arrebatárosla.” Yudhisthira lo miró
ecuánime, tal como debió de mirar a aquella grulla de antaño cuando nos salvó de la muerte.
“¿Qué haría un dios?” Dronacharya dejó escapar un pitido de risa.
“El exilio en el bosque hace a los hombres astutos, ¿no es así?” Ponderó la situación.
Atiesó, por fin, la cabeza.
Contempló la distancia como si calibrase un blanco. Su voz era lejana. Miró al
Primogénito, pero yo supe que me hablaba a mí. “Soñé que estaba sentado en meditación y el
corazón me pesaba con la pena grande de mi vida. Arrojaba al suelo mis armas. El fin había
llegado para mí. Haced lo que queráis de este sueño.” Ahora volvió hacia mí sus ojos y supe
que su amor por mí no había muerto nunca. Le rendimos homenaje y marchamos hacia
Kripacharya. Éste había envejecido menos que Dronacharya, pero se mostró más distante.
Pensé que temía traicionarse, si hablaba. Por fin, nos volvimos hacia el tío Salya. Nos
contempló con ojos tristísimos y nos dio su permiso formal para la batalla. Yudhisthira,
entonces, abocinó las manos y gritó a través de ellas:
“Si hay aquí algún noble kshatriya que quiera luchar del lado de la justicia, de Krishna
y del Dharma, que se adelante y se una a nosotros.” Fue una piedra arrojada a un lago sin
producir una sola onda. Hubo silencio. Como en la partida de dados, nadie habló. Yo había
esperado oír a Vikarna otra vez y no pude evitar mirar alrededor en busca de su estampa.
Sentado sobre su elefante, Vikarna nos contemplaba. Otra voz fue la que oímos: la de su
hermano.
“Yudhisthira”, llamó, “me enorgullecería luchar a tu lado.” Una bandera avanzó. Un
sonido de ruedas traqueteantes. Las filas se partieron. El estandarte era el de Yuyutsu, un sol
resplandeciente con garras de águila como rayos. Nuestro hermano mayor acudió amistoso a
recibirlo y se abrazaron. Yudhisthira dijo entonces para los oídos de toda la congregación:
“Yuyutsu, tú sobrevivirás para ofrecer las tortas fúnebres de tío Dhritarashtra. Tú
prolongarás su linaje.” En el carro de Yuyutsu retornamos al batir de tambores y címbalos,
orgullosos de la silente alabanza arrancada a los ojos de nuestros enemigos.
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CAPÍTULO 3
Después de una guerra, cuando has matado a tantos hombres como hojas hay que caen
en otoño y cuando has visto morir a diez veces esa cantidad, hay un puñado de momentos que
recuerdas por encima de todos los demás y, de éstos, puede que haya dos o tres que te
obsesionen.
El primer día perdimos a Uttarakumara. Yo debía de haber pensado que tío Salya no
usaría nunca sus armas contra nosotros hasta que arrojó su jabalina contra Abhimanyu. Voló
bajo su brazo rasgándole la axila y mató al hombre tras él. Dejé volar una flecha contra el tío
Salya mientras gritaba: “¡Abhimanyu!”
El elefante de Uttarakumara corrió a cubrir a Abhimanyu y su jinete me dirigió una
fiera sonrisa que decía que guardaría a mi hijo. Más lento fue que la segunda jabalina de tío
Salya y más veloz que mi segunda flecha, y quedó ensartado por ambas. Su elefante se
arrodillaba ahora y barritaba un lamento extraño, y la sangre de Uttara le corría por el flanco.
“Llévame a él”, imploré, pero Krishna tenía las testas de los caballos en aquella
dirección antes incluso de que yo hablara. Cuando lo alcanzamos, su naire le había extraído la
jabalina. La sangre, ahora, le fluía a borbotones y, con ella, la vida. Él mantenía la mano
sobre la herida. En cuanto salté del carro me lo tendieron. Sus ojos no dejaban los míos.
Sonreía aunque estaba muriéndose. Mientras cabalgábamos hacia el campo médico, lo
sostuve en mi regazo y traté de amortiguarle el traqueteo. Durante todo el trayecto me miró a
los ojos y sonrió, intentando mostrar que no sentía daño. “Tú eres el héroe de este día”, le
dije. Sus grandes ojos oscuros brillaron colmados de recuerdos y mensajes bajo el yelmo.
Había salvado la vida de Abhimanyu para pagar una deuda. “Eres el arquetipo del kshatriya”,
le dije. Sus labios se movieron, pero no pudo hablar. Cuando llegamos al pabellón, vi que su
hálito había cesado, pero él sonreía aún. Lo abracé con fuerza. Serenas fluyeron las lágrimas
aquel primer día.
A Pusan se lo encomendamos, dios de los viajes, y dejamos su cuerpo a los cirujanos.
Krishna me dio su esmeralda y dijo: “Esto es para ti. Ha dado su vida por Abhimanyu a causa
del amor que te tenía.”
Dicen que, en el ardor de la batalla, tu rabia te lleva más allá del dolor que espera
venganza. El mío no tenía tanta paciencia. Me desgarraba como águilas alimentándose de su
presa.
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Volvimos en busca de tío Salya y descubrimos que Shweta, en su armadura de soles
dorados, lo había desafiado. Era la sangre de su hermano; le dejamos tomar venganza.
Krishna tomó posición para disparar al protector de la rueda derecha de tío Salya. Mi flecha
halló su cuello y lo atravesó. De pronto, el Gran Patriarca estuvo sobre nosotros para guardar
a nuestro tío. Shweta, en un trance de furia, desgarró su estandarte y disparó a sus caballos.
La palmera resplandeciente cayó en una maraña de bridas y encabritados corceles. El Gran
Patriarca rugió su ira y lanzó un dardo directo a través del corazón de Shweta. No lo vi caer.
La lucha se adensó alrededor del Gran Patriarca.
El más gentil de los monarcas en toda Bharatavarsha había perdido a dos hijos hoy.
Tal fue mi último pensamiento antes de perderme en la batalla.
Cuando el sol alcanzó al fin los montes occidentales, nuestras caracolas sonaron para
anunciar el fin de la jornada. Era un clamor melancólico. Habíamos perdido una akshauhini y
la victoria del día. Encontramos a Virata a la entrada del pabellón de Yudhisthira y caímos
uno en los brazos del otro. Cuando le tendí la esmeralda de su hijo Uttara, la apretó tan fuerte
contra mi palma que me cortó la carne.
“Para el hijo de Abhimanyu”, dijo y calló lo que yo vi en sus ojos: Mi Uttarakumara
no tendrá hijos. ¿Viviría Abhimanyu para tenerlos? Yo no quería conocer la respuesta.
Entramos en la tienda del Primogénito y vimos que apenas podía respirar de angustia. Daba
hondos suspiros y cerró los ojos cuando accedimos al interior. Los generales y todos nuestros
hijos permanecieron detrás.
Toqué con mi cabeza los pies de Yudhisthira: más vida había hallado en el cadáver de
Uttarakumara. Sabía que se dolía por mí y por Virata. Pero él era un monarca y lloraba por el
Dharma también. Bhima sollozaba por Shweta. No había nadie que no hubiese perdido a un
ser amado. El Primogénito se puso en pie para honrar a Krishna, que se inclinó para tocarle
los pies.
“El Gran Patriarca no puede ser derrotado. Él es Dharma.” Era una aseveración del
desespero de Yudhisthira.
“Tú eres Dharma”, dijo Krishna.
“El Gran Patriarca nos destruirá a todos nosotros por un reino. El bosque era nuestro
reino, Krishna. Deberíamos habernos quedado allí. Incluso Arjuna lucha a la mitad de sus
fuerzas. Cualquiera que conozca el sonido del Gandiva puede decírtelo. Bhima es el único
que tiene todo su corazón puesto en la batalla y ello hará que su propia furia recaiga sobre
él.” Cada uno de nosotros protegía a alguien en su corazón. “Yama es el sirviente del Gran
Patriarca.” Miró a Krishna y todos lo imitamos. Krishna sacudió la cabeza. Tomó la otra
mano de Yudhisthira y la calentó contra su corazón.
“Aunque Yama nunca se canse de esperar, el Gran Patriarca lo hará. Yama no es
esclavo de nadie para siempre. También a Sikhandin se le ha dado una promesa. Hay una
estación para cada cosa, una estación para el bosque y una para la guerra.” Creo que cualquier
cosa que Krishna hubiera podido decir con aquella voz vibrante nos habría levantado los
corazones. Podría habernos hecho escalar el más alto de los Himalayas a media noche, tras
aquel día de batalla. Posó su frente contra la del Primogénito. “Y yo estoy contigo.” Los ojos
de Yudhisthira empezaron a revivir, aunque sonreír no lo lograba. La conversación giró hacia
los errores en nuestra formación y los méritos de la Kraunchavyuha, en la que nos
desplegaríamos al día siguiente.
Solo en mi tienda, yací recién bañado sobre el lino limpio de un lecho nivoso, con el
incienso a mi cabeza apaciguándome los nervios. Cuando cerraba los ojos, veía a
Uttarakumara. Su sonrisa se convirtió en la de Abhimanyu. Bridones galoparon junto a mí,
las cabezas de sus jinetes colgaban en el polvo y tenían los arcos aferrados aún. Cuerpos sin
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vida yacían en el suelo pero, en mi sueño despierto, se alzaban otra vez y corrían uno hacia
otro. Trompeteando, los elefantes desperdigados por el campo aplastaban los carros y pisaban
a los caídos. En cada pausa, mi sueño retornaba a alguien que me sonreía y caía. Ahora
Uttarakumara, ahora... Abhimanyu, y Shweta rugiendo venganza, hendiendo las filas Kuru
para gritarles sus inaudibles amenazas. Tambores y ruedas de carros cubrían el sonido de las
voces. Lo que veía era el modo de sonreír que tenía Shweta y de lamerse las comisuras de los
labios. Luego cayó otra vez. Oí a Paundra lanzar su grande y primordial estruendo. El sueño
no era mi sirviente esta primera noche de guerra. Dejé el lecho y me senté junto a la entrada,
como cualquier guardia arrebujado en su manta y comencé de nuevo... a soñar. Soñé con
muchos hogares. Vi a mi madre en el bosque con mi padre, todavía vivo. Su rostro risueño se
inclinó para mirarme y de su boca llegaron palabras que no podía entender. Me tomó en sus
brazos. Volví a despertarme y pensé en ella, que estaba en casa de tío Vidura a escasas
yojanas de allí. Traté de ver, a través del muro de la noche, el lar del tío, junto al cual acaso
ella se sentase ahora con él. Me dormí otra vez y, como por un serpenteante corredor, llegó
Draupadi, retorciéndose y quejándose lastimeramente de que estaba en su periodo,
manchadas de sangre las ropas. Interminable era el corredor como esta vida y muchas más
por venir. Inexorable, ella venía a nosotros pero nunca alcanzaba su destino. A veces, es
necesario un sueño para dejarte vagar a través de la vida de otro y testar sus dulzuras y
amarguras. Y qué pocos momentos dulces había tenido nuestra reina. Yo le había rendido
amor y lealtad, admiración y respeto. Pero la miel de mi corazón había fluido hacia otra parte.
Nuestra Reina. Nosotros no decíamos nunca que éramos sus reyes. Posé la cabeza
sobre mis rodillas y reviví sus años de dolor. El frío penetró en mí. Me arrebujé en las pieles.
Y después me puse en pie y caminé entre los pabellones durmientes. Aquí estaba la tienda en
la que Bhima dormía y roncaba. Allí estaban los mellizos, dispuestos a levantarse con sólo
que la idea de llamarlos cruzase mi mente. Y allí estaba el refugio de Dhristaketu, hijo del
Sisupala de los Chedis. Krishna lo había proclamado rey tras el Rajasuya de Yudhisthira, en
el que matara a su padre. Como Sahadeva de Magadha, había recordado y venido a nosotros.
Sus generales, convencidos de que perderíamos la guerra, se habían negado a seguirle.
Dhristaketu había venido a mí, a Indraprastha, para aprender el manejo de las armas y no
volvería contra mí lo que yo le enseñara, ni contra Nakula, marido de su hermana. El padre de
Krishna era tío suyo, de forma que tenía sangre Vrishni en las venas... pero también la tenía
Kritavarman, que había escogido a los Kauravas. Las opciones de cada uno estaban llenas de
cosas inesperadas. Sólo el Misericordioso podía saber por qué un amigo se tornaba contra ti y
otro que te debía menos se apartidaba contigo. Pero esta primera noche, tras perder la batalla,
me conmovía el corazón pensar en Dhristaketu y en Sahadeva de Magadha.
Una bandera brillante fustigaba la noche. Tenía la paloma y las garras de halcón de
Uttamaujas, que guardaba la rueda derecha de mi carro. Junto a él estaba el pabellón de
Yudhamanyu, con su estandarte de un árbol espino. Entre estos dos hermanos Panchala, mis
ruedas estaban a salvo mientras les quedase aliento en el cuerpo. Y allí estaba la tienda del
Primogénito, montada en el terreno más elevado.
Los cadáveres de nuestros hombres y animales eran recogidos. Habíamos perdido el
día. Pensé en mañana y podría haber perdido la razón, si no hubiera recordado a Krishna:
vida era lo que arrojábamos al fuego sacrificial. Draupadi, arrastrada del cabello, era la
oblación. Shweta, Uttarakumara... mi pensamiento voló como un halcón hacia Abhimanyu.
Retiré la cortina de su tienda. La brisa que penetró conmigo hizo parpadear las
lámparas de ghi sobre su frente Vrishni y su cabello negro-cuervo. Su mano reposaba en la
espada que mi maestro de armas forjara para él cuando nació. Sintió la presencia de su padre
y no hizo un movimiento.
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Sueños trae la noche y el alba, la batalla.
En tiempos de paz, la separación de estas dos hermanas es un gradual misterio. Pero
en la guerra, el primer alarido salvaje de las caracolas arranca de la noche el día. El sol
dispara con el arco de Kala.
Krishna y yo revisamos nuestra formación de la Garza con su interminable columna
central. Sus dos alas se curvaban hacia el exterior y adelante. El león plateado de Bhima
sobre lapislázuli resplandeció en el ala diestra. Abhimanyu comandaba la izquierda. El
cuerpo era un tercio del largor de las alas y patas; se unía a los miembros para formar un
pequeño triángulo con Virata en su vértice superior. Kuntibhoja, el tío de mi madre, era el
ojo derecho. Detrás de él y en línea con nosotros estaba Drupada. Los planetas dorados del
Primogénito ondeaban en el centro, muy por encima del resto de las banderas. Nuestro
vehículo recorrió la silueta del ave, de modo que pudiéramos saludar a los hombres y
desearles a cada uno de ellos la vida de un centenar de años.
Cuando Krishna recuperó la posición en la punta del pico de la Garza, vi el sol y las
estrellas del Gran Patriarca. Mi corazón empezó a batir. No podía serenarlo y, como una
extraña la lengua en mi boca, dije: “Mi Señor, ¿cómo puede ver uno un día lo que no podrá
ver al siguiente?”
Krishna se tornó para hablar. El estruendo de los carros al tomar posiciones y un
crescendo de la música ocultaron sus palabras. Aferrándome al mástil del estandarte, me
incliné hacia él para escucharle.
“¿Es un enigma?”, preguntó.
“No, a menos que hagas uno de mis palabras.”
Me dirigió una rápida mirada. Si Krishna no quería hablar, no tenía yo forma de
moverle a ello, pero temía que Gandiva eludiese mi mano de nuevo y me dejase temblando
en el asiento del carro.
“Hoy”, dijo Krishna, “no es ayer. Yudhisthira tenía razón acerca del Gran Patriarca.
Bhima nos mantuvo unidos. Tus flechas volaban sin verdad ni convencimiento. El
Primogénito vio en ello la prueba de que era un error combatir. No hay más que un modo de
hacer la guerra. No la prolongues.”
Sus palabras eran muerte para el Gran Patriarca, pensé. Pero, aunque mis flechas
bebieron más sangre aquel día que el anterior, a él no habrían de matarlo.
Duryodhana exigía victoria a cada hora. Atosigó al Gran Patriarca por avergonzarlo a
él y favorecernos a nosotros. El Gran Patriarca retornó al campo y avanzó contra nosotros.
Sus argénteos caballos estuvieron a punto de chocar con los nuestros. “¡Ahora!”, clamó
Krishna. Nuestros brutos se encabritaron y mi blanco quedó velado. Nos cruzamos uno a
otro; luego Krishna giró en redondo. Con el Gran Patriarca a la distancia de tres longitudes de
arco, Krishna volvió hacia mí el rostro tras su máscara de polvo y gritó:
“¡Ahora, ahora, Arjuna! ¡Ahora!” Sus palabras me colmaron de poder. La lucha
alrededor cesó para permitirnos aquel duelo. El Gran Patriarca o yo... uno de los dos caería.
Combatí con toda mi fuerza y destreza, pero los músculos saben cuándo lo haces también con
la mitad del corazón. Lo herí. Maté a su auriga y apunté para atravesarle la garganta tras la
barba. El auriga de Duryodhana se interpuso y se llevaron al Gran Patriarca fuera de nuestro
alcance. Ninguna flecha puede librar alguien a Yama a menos que lleve su nombre.
Nuestros elefantes y caballería penetraron en las filas enemigas y las segaron.
Drupada y Dronacharya, tras un cuarto de siglo de odio, lucharon para matarse, pero
no lo lograron. Dhrishtadyumna se unió a su padre y Dronacharya, vociferando su desprecio,
le arrojó una lanza. Dhrishtadyumna la detuvo con una flecha que portaba toda la destreza
instilada por el acharya en él.
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Todos conocíamos la maestría bélica de Bhima, pero hoy era Rudra en un ansia de
sangre. En todas partes estaba. Lo vi lanzarse del carro a un elefante y del elefante a un
caballo sin jinete, cuando su propia montura cayó acribillada. Hombres, caballos, carros...
todos viraban bruscamente ante sus alaridos salvajes.
“¡BHIMA! ¡BHIMA! ¡BHIMA!” Con su propio nombre atorrentado en la boca, voló
a través de las líneas enemigas en socorro de Dhrishtadyumna. Satyaki corrió también hacia
sus amigos. Los tres se abalanzaron sobre todos los Kalingas. Sus príncipes cayeron. Antes
de que su padre tuviera tiempo de dolerse por ellos, Bhima lo sacó a rastras del carro y lo tiró
a tierra. Sus hombres y caballos empavorecieron. Un jinete inesperado salvó de la espada de
Bhima la cabeza del guerrero caído.
Cuando Dhrishtadyumna combatía junto a Bhima, se alimentaba de su fiereza. Así lo
hacía Satyaki también. Y los acompañaba el pandemónium. Los elefantes mejor entrenados
volvían grupas y arrasaban a sus propios hombres. El Gran Patriarca se precipitó hacia los
tres compañeros, dispuesto el brazo de la jabalina. El proyectil voló hacia Bhima, que saltó
sobre su asiento en el carro, lo cazó en el aire y lo partió en dos, mientras Satyaki, riendo y
gritando, acabó con el segundo auriga del Patriarca.
Estos tres lucharon como dioses de muchos brazos enfurecidos. El clan Kalinga estaba
destrozado y Dhrishtadyumna saltó al carro de Bhima, lanzando su grito de guerra. Satyaki se
les unió, y su danza y sus abrazos acabaron por derribar el asiento.
Hacia el atardecer, el Gran Patriarca y mi Guru nos atacaron a la vez, uno desde cada
flanco. Mis manos se mostraron rápidas y ligeras. Como óleo fluyeron mis flechas. Sentí a
Durga tras de mí y junto a mí. Mi mente estaba absorta. Batallé como nunca lo había hecho e
hice retroceder al Gran Patriarca antes de que el sol perdiera fuerza.
Esperé un elogio de Krishna, una palabra. Él me contempló en silencio.
No había matado al Gran Patriarca. Empezaron a dolerme fieramente los músculos.
Me coloqué a su lado. En silencio, me tendió las riendas. Los caballos tuvieron que avanzar
entre cabezas y brazos y piernas cortados, entre trompas de elefante y manos enjoyadas,
aferradas a sus armas todavía, y brazos que orgullosos portaban aún sus angadas. Un turbante
blanco y plata reposaba anudado en el polvo, manchado de sangre. Se enredó en los cascos de
nuestros brutos y fue a parar al eje del carro. Hubo un sonido de desgarro. Me hizo pensar en
Uttarakumara. Y entonces los vi por todas partes, los turbantes, de rosa y oro, irisados sobre
violeta, plateados, de color azafrán... algunos en cabezas tronchadas que miraban con ojos
fijos la nada mortal. ¿Creía Krishna que yo no lo sentía? Sabía que él tenía la razón. Dejar
vivo al Patriarca era prolongar la guerra. Él contemplaba al sol barnizar una última nube. Su
silencio mordía profundamente en mí. Clamé a Madre Durga y a Shankara Shiva.
“Mañana, Krishna, te lo prometo, te lo prometo, te lo prometo... mañana.”
Este atardecer había risa en el pabellón real y, al acercarnos, se convirtió en un rugido.
Bhima y Satyaki, los héroes del día, reían, caídas las testas hacia atrás y con las bocas bien
abiertas. Todos alzaban copas de vino y el Primogénito sonreía de aquel modo que le salía
solamente cuando miraba a Bhima. Todos se precipitaron a abrazarme y me proclamaron
héroe de la jornada. Ni siquiera la mano agradecida de mi hermano mayor en mi hombro al
tocar yo sus pies pudo levantar la piedra de mi corazón. Tampoco el vino.
Abhimanyu acudió a mí y tímidamente dijo: “Estoy orgulloso de ser tu hijo.” Sólo
entonces sentí aligerarse el peso.
El blanco de nuestras críticas era Duryodhana.
“¿Visteis la cola de chacal que Duryodhana volvía hoy? ¿Y cómo corría cuando
Bhima le prendió fuego?”, clamó Satyaki.
Bhima pergeñaba sus típicos retruécanos sobre los lingas de los Kalingas y caía en los
brazos de Satyaki, desmayado de risa.
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“Por lo menos, habrán aprendido a contar correctamente”, dijo Sahadeva. “Que sus
once contra seis significa sólo potencia numérica, no victoria.”
“Ni en un día, ni en diez”, intervino Nakula.
Dhrishtadyumna gruñó: “Se habrá enterado por fin de que no puede mostrarle
impunemente el muslo a Draupadi.” Lo ocurrido en la partida de dados era ayer mismo para
él. Sus palabras elevaron un murmullo. Los hijos de Draupadi se congregaron a su alrededor,
airados los ceños y los ojos destellantes. Habían crecido nutridos por esta ofensa. Había sido
la lección diaria de sus vidas. La partida de dados. Era lo que había cambiado nuestro mundo
y cambiaría la Tierra. La Madre Tierra necesitaba una guerra para limpiarse de los kshatriyas
y la cosechó en la Sabha de cristal de Hastinapura.
Vino, incienso, agua aromada, aceites en el cuerpo tras el masaje de los miembros, el
sonido de la vina y el batido de la tabla para apagar el dolor... aunque no las preguntas. Ni
siquiera los elogios de mi hijo podían lograr esto último.
Todo el mundo alabó mi combate. Al mismo Gran Patriarca se le oyó decir, al
retirarse, que enfrentarme hoy no suponía más que una pérdida de hombres. ¿No bastaba esto
para satisfacer a Krishna? No, no bastaba, como tampoco bastaba para contentarme a mí.
Incluso los niños sabían que el Gran Patriarca tenía el poder de mantener la muerte a raya.
¿Había en mí algo más poderoso incluso que Yama, Señor de la Muerte... un don que Krishna
me hubiera dado? Si fuera así, ¿podría mi amor por el Gran Patriarca derrotar a mis nervios,
desviar mis flechas? Tales pensamientos me acompañaban mientras tomaba el baño. Y no se
los llevaría el agua.
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CAPÍTULO 4
Mis recuerdos del tercer día son perlas ensartadas al hilo que une mi vida a la de
Krishna desde mucho antes de que la guerra comenzara. Cuando destruimos el bosque
Khandava, en nuestro primer combate juntos, y Agni nos concedió dones a ambos, yo pedí
armas, mientras que Krishna pidió que nuestro amor durase para siempre. A veces parecía
que la vida de Krishna era un largo testimonio de su amor por nosotros. A veces, uno ve algo
desde tan cerca que necesita un empujón hacia atrás que lo obligue a verlo de verdad. O no
llega a oír una palabra, una canción, hasta que cierta voz se la revela. El día de hoy habría de
mostrarme que ni siquiera el honor de Krishna contaba en la balanza que pesaba su misión y
su amor por nosotros. Krishna no conocía medidas.
La tercera mañana formamos un Creciente Lunar para arrasar el Águila del Gran
Patriarca. La marea de la batalla creció y refluyó y creció otra vez.
Del mismo modo que nuestro ejército ansiaba la muerte del Gran Patriarca, mi propia
muerte era lo que el enemigo, ardorosamente, anhelaba. La destreza de Krishna con los
caballos y sus constantes caracoleos era lo que me salvaba; de otro modo, habría caído antes
del mediodía.
El Gran Patriarca galopaba de lado a lado para obligarnos a perseguirlo. Surgió del ala
este y momentos después, mientras nosotros nos demorábamos en ciertas tácticas, pasó por
delante. Parecía Maya con sus zigzags, un rayo de la mano de Indra... del norte al sur, del sur
al este, y vuelta otra vez.
Empleaba mantras y nuestras huestes empavorecieron. Los soldados de Sikhandin
huían y lo mismo hicieron los míos. Una vez hubieron roto filas, ni siquiera las palabras de
Krishna los retuvieron. Era la primera vez que mis hombres me abandonaban. Los caballos
percibieron el olor del miedo y, engrifándose, se desbocaron. La infantería era añicos. Los
elefantes alzaron las orejas y barritaron y giraron sobre sí mismos, antes de cargar contra
nuestros propios carros y aplastar a los hombres que caían de ellos. Krishna detuvo nuestros
caballos en medio de todo este tumulto. Vi un elefante levantar el pie muy por encima de
nosotros, como una lápida de piedra. Disparé al centro de sus dibujos de gena.
Avisando a Uttamaujas y Yudhamanyu de que nos cubriesen, Krishna me sacó del
campo de batalla.
“Lo mismo puedes quedarte aquí”, dijo. “Juraste ante toda la asamblea conquistar el
campo de batalla. Juraste que destruirías al enemigo. Juraste que no perdonarías la vida de
nadie. Mira allí, a tío Salya, y piensa en Uttarakumara, que dio la vida por Abhimanyu.
Mañana podría ser tu hijo quien cayera. Escucha la voz de Dronacharya cuando barre
nuestras filas. Por ti evito a Ashwatthama, pero no al Patriarca. Si le perdonas la vida ahora,
traicionas la confianza de todos los reyes que te siguen. Sin ti, tu hermano mayor no se habría
decidido por la guerra. Esta guerra se hace con flechas, no con mazas. Veinte Bhimas no
pueden hacer lo que tú tienes que hacer.”
Era lo que Dronacharya enseñaba en su academia militar de Hastina. Era lo que yo
enseñaba a mis estudiantes en Indraprastha. La guerra depende de la diestra arquería, de la
distancia que mantienes entre tú mismo y el enemigo.
“Mira a los príncipes de Panchala. Uttamaujas y Yudhamanyu aprendieron de ti esta
lección y se arrojan con manos desnudas sobre el enemigo para permitirte tender el arco.
Satyajit no tiene más pensamiento que guardar al rey. Los Kekayas han puesto su confianza
en ti y así lo ha hecho Dhristaketu, aunque ello haya roto sus ejércitos. Mira a todos los
nuestros, dispersándose como corzos desvalidos mientras el Gran Patriarca hace a nuestras
huestes correr.” Partió de nuevo hacia el corazón de la batalla y trató de alcanzar al Patriarca.
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Las flechas mordieron nuestras armaduras, los asientos del carro, nuestros caballos, corazas y
yelmos, la madera del mástil y nuestra carne. Dos dardos arranqué del brazo de Krishna. Otro
me lo extraje de la cadera, antes de sentir una sacudida que casi me derribó. Una saeta con
punta de creciente lunar me habría tajado el brazo de no haber sido por mi angada. Golpeó de
tal modo, que el metal de la alhaja me adentelló el bíceps. Tuve que desentrañármelo.
“¡Sigue disparando, sigue disparando!” Krishna tornó hacia mí una angustiada
máscara. Incluso sus párpados tenían una costra de polvo. “Aquí viene Satyaki a ayudarnos.
Eres su Guru, no lo avergüences.” Como un boyero, circunvaló a nuestros soldados
estimulándolos con sus plegarias y exhortaciones. El Gran Patriarca, manteniéndonos a raya,
lograba dispersarlos una y otra vez. Krishna entonces, con un grito de guerra, saltó del asiento
del auriga. Creí que pretendía ayudar a Satyaki a reagrupar a los hombres, pero lo vi avanzar
hacia el Gran Patriarca con el chakra destellando oro en su mano. ¡Sudarshana! El Patriarca
comprendió y depositó en el carro sus armas.
Salté del vehículo antes de pararme a pensar y me lancé tras los ropajes azafrán de
Krishna. Si quebrantaba su promesa de no luchar, su nombre quedaría deshonrado para
siempre. ¿Qué alabanzas pueden los poetas cantar de alguien que rompe un voto sagrado?
Los Vrishnis tienen alas en los pies. Nunca gané una carrera a Satyaki y muy pocas a
Subhadra. El campo se extendía ahora a través del universo. Corrí y corrí. Como en un sueño,
no avanzaba. Hinchadas estaban las ropas doradas; deseé que fuese tan alto como nosotros.
Capté un destello del Sudarshana y presioné con mi brazo izquierdo para abrirme
camino. Aparté un caballo y creí haberme roto el brazo. Una estampida de elefantes me
bloqueó el camino. Corrí por debajo de uno, llamando a Krishna como si repitiese un
mantra... ¿qué otra cosa podía salvarme en esta locura?
El destello del chakra iba y venía, pero ahora el Gran Patriarca se alzaba en el asiento
de su carro, un blanco para cualquier arma, y aferrándose al mástil bramaba en éxtasis:
“¡Ven, Portador del Chakra, ven! Para ti mis salutaciones. Concédeme tu bendición,
mi Señor Krishna. Envíame al viaje desconocido.”
¡Matar al Gran Patriarca desarmado! Sudé horror. Hice al final lo que debía haber
hecho antes. Arrojé el Gandiva a un auriga que pasaba junto a mí y grité: “Dáselo a Satyaki.”
Corrí ahora más veloz y, cuando el destello del disco me alcanzó una vez más, salté adelante
chillando: “¡Krishna!” Sus ropas estaban en mis manos. Le agarré el hombro, pero él se
escurrió como óleo. Caí de bruces. El Sudarshana giraba ahora en su dedo. Con un alarido,
hice el salto del tigre que Balarama nos enseñara. Lo sujeté con firmeza ahora. Aunque yo
pesaba más, me arrastró varios pasos antes de caer los dos al suelo. Lo inmovilicé y me corté
el muslo con el filo dentado de su arma.
“¡Podrías haberte matado a ti mismo y a mí en lugar del Patriarca!”, gritó furioso.
También estaba rabioso yo.
“¡Vas a deshonrarnos!”, jadeé mientras el Gran Patriarca imploraba liberación. Pero
yo sujetaba a Krishna firmemente contra el suelo.
“¡Todos estaremos muertos antes de que la deshonra nos alcance!”, me espetó
Krishna. Los cascos de los caballos nos arrojaban polvo al pasar, pero no nos pisoteaban.
“¿Querrías devolverle el trono a Duryodhana y predicarme el Dharma y el deshonor como
aquellos hombres sabios durante la partida de dados?” Hizo gesto de zafarse de mí y el Gran
Patriarca suplicó en éxtasis repentino:
“Áureo Sudarshana, abandona la mano de Krishna. Libera mi alma.” Y su grito trajo
abrupto alivio al combate.
El Gran Patriarca tenía la cabeza bien alta. Su barba danzaba con la brisa. Sus ojos
centelleaban mientras cantaba: “¡Sudarshana! ¡Sudarshana! ¡Krishna! ¡Krishna!”, conjurando
el disco letal de mi auriga. Presioné fuertemente con la rodilla a mi cautivo. “¡Arjuna!”, gritó
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aquél, “¡déjalo enviarme a mi destino, puesto que tú no eres capaz!” De pie en el asiento de
su carro, llamaba a la muerte mientras nosotros nos peleábamos y discutíamos en el polvo a
sus pies. Yo suplicaba y prometía. Yo gemía que nunca volvería a tener un instante de
felicidad, si ensuciaba de aquel modo su nombre. Yo quería morir antes que soltarlo; así que
debería matarme a mí primero. Prometí que sacrificaría al Gran Patriarca.
“¿Con qué? ¿Dónde está el Gandiva?”, me preguntó con amargura, pero más sereno
ahora. Y supe entonces que no arrojaría el Sudarshana: sentí sus músculos refluir. Envié
mensaje a través del campo. Los hombres que nos contemplaban cargaron sus arcos. El Gran
Patriarca había espoleado a sus caballos para huir de Sikhandin. De pronto los alazanes de
Satyaki se detuvieron junto a nosotros: sus manos sostenían el Gandiva.
“Alguien ha perdido este arco”, gritó mientras sus caballos ganaban velocidad.
“¡Saltad!” Nos lanzamos al carro de Satyaki justo a tiempo para evitar las jabalinas de
Bhurisravas, que silbaron junto a nuestras diademas. La maza de tío Salya golpeó a través del
mástil del estandarte.
El Gran Patriarca arrojó una shakti que me veló la vista. En mi ceguera, algo fluyó a
través de mí. Era mi astra, surgido en respuesta a nuestra necesidad. Nada más podía salvar a
nuestras tropas. Poseyó las yemas de mis dedos y tensó el arco por mí. Gandiva vibró
amenazante. La tierra se elevó justo entre nuestras ruedas y me separó los brazos. Me los
habría arrancado, si la flecha no hubiera abandonado el Gandiva. Un arco de fuego fustigó el
firmamento. Hizo surgir de sí mismo otros arcos que se dividieron en mil más generando
llamas letales que caían sobre los Kauravas. El carro argénteo del Gran Patriarca se detuvo.
Sus corceles encabritados relincharon y tiraron en direcciones opuestas. Los Kauravas se
ocultaron los rostros con los brazos. Gandiva zumbó en himno triunfante. Desde los diez
ángulos de nuestro ejército sonaron las caracolas. Drupada y Virata se unieron a nosotros,
bramando sus gritos de guerra. Cabalgamos hacia la cortina de fuego y lanzamos contra ella
nuestra flecha. La masacre que infligimos temprano aquella mañana del tercer día fue mayor
que la que nos afligió el primero. Pocos salieron indemnes. El Gran Patriarca, Dronacharya y
el tío Salya hubieron de abandonar la lid. Mi piel era como un campo sembrado de fuego por
sus muchos rasguños.
Habíamos ganado la jornada, pero el Gran Patriarca vivía.
“Sólo el tercer de día de guerra y ya estamos usando armas de poder”, le dije a
Krishna.
“Entonces, mata al Patriarca”, replicó.
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CAPÍTULO 5
Temprano al amanecer del cuarto día, Duryodhana hizo despertar a los líderes de sus
huestes y los llamó. Él mismo había dormido poco y no podía tolerar que otros lo hicieran. El
tema de su discurso fue qué hacer con Arjuna. El Gran Patriarca tuvo que soportar una vez
más la vergüenza de las públicas reprimendas de Duryodhana. Y así, cuando las caracolas
anunciaron aquella jornada, el Patriarca se precipitó contra nosotros, ignorando otros
desafíos, algo que nunca había hecho aún.
Abhimanyu rompió filas y se apresuró hacia él chillando:
“¡Tú, que callado permaneciste durante la partida de dados... tú, que no te atrevías a
hablar, muestra ahora tu coraje!” Yo nunca lo había visto irritado hasta que el Gran Patriarca
pasó veloz junto a él sonriendo. Ello dejó a mi hijo frente a Ashwatthama, tío Salya,
Bhurisravas y sus amigos, que debieron de pensar en dar al muchacho una lección. Él les hizo
volver grupas y correr.
Krishna nos situó junto al carro de plata del Gran Patriarca. Había una abertura
perfecta. Pero justo antes de que mi flecha volase, nos interceptaron los hermanos Trigarta.
Mis dardos mataron a sus aurigas. Luego tuve que combatir al tío Salya tanto como a los
Trigarta, a Kritavarman y a mi Guru Kripacharya. Dhrishtadyumna se apresuró a ayudarme y
atrajo las flechas de Salya. Abhimanyu acudió en su ayuda. Cada vez que galopábamos al
encuentro del Gran Patriarca, me hallaba luchando contra otro hombre, cuyo carro parecía
caer del cielo. La mañana se perdía en escaramuzas.
“Es como si batalláramos con espadas de madera”, le dije a Krishna. No respondió,
pero fijó su mirada en Bhima mientras forzaba una abertura hacia Duryodhana, gritando todo
el camino.
“¡Mi maza está sedienta de la sangre de Duryodhana!”
Los elefantes enemigos se abalanzaron sobre Bhima. En este día, Bhima se convirtió
en nuestro astra humano. Saltó de su carro. Corrió solo hacia los elefantes. Una trompa
serpenteó, lo ciñó y lo levantó. Lo que vimos después fue a Bhima, de pie sobre el lomo del
elefante, matando al naire y a los guerreros que cabalgaban la bestia. Las cabezas de los
hombres cayeron como frutos estallados. Bhima, como un cazador, destruía a los elefantes
con la maza. Las bestias barritaban de dolor y se volvían para atropellar a los soldados
Kauravas. Bhima era Rudra ejecutando su Danza de Muerte en un campo crematorio. Como
Kala, Señor del Tiempo, cuando una yuga termina, arremolinaba su maza masiva sobre la
cabeza.
Con Satyaki tras sus pasos, avanzó hacia el Gran Patriarca. Los elefantes se
acurrucaron buscando protección.
Bhurisravas logró interceptarlos. Duryodhana, seguido de sus hermanos, cayó sobre
Bhima y Satyaki.
Era lo que Bhima ansiaba. Su risa salvaje y gutural rebotó en los cielos. “Esto no es la
partida de dados. Muéstrame ahora el muslo, que te lo aplaste como prometí. ¡Gusano, eres
carne de exterminación!”
Catorce hijos de tío Dhritarashtra convergieron sobre Bhima. Solo, luchó con todos, y
aun así la contienda era desigual. Como un gran mono, hizo caer a ocho hermanos del Árbol
de la Vida. Los otros huyeron. El bramido de Paundra desencadenó los rugidos de nuestras
caracolas y se mezcló con los gemidos y lamentaciones de los Kauravas. La voz del Gran
Patriarca hendió caracolas y lamentos:
“¡Avanzad! ¡Y dad al zafio una lección!” Bhagadatta emergió sobre su elefante. Había
estado marchando hacia allí y ahora dobló su velocidad. Estábamos demasiado lejos para
19
prestar ayuda a Bhima. La tierra tembló con la carrera del enorme paquidermo, que exudaba
los jugos de su celo. Abhimanyu reunió a todos nuestros hijos y avanzaron para cercar a
Bhagadatta. Nada detuvo al elefante. Bhagadatta, silueteado contra el cielo y crecido bajo su
inmensa diadema, no tenía otro objetivo que mi hermano. Quebró la tenaza. Todos corríamos
hacia Bhagadatta ahora. Era un blanco perfecto, pero Madre Durga debía de escudarlo. Nada
detenía a su bestia. Bhima, apuntando al mástil de Satyaki, saltó a su carro con la flecha de
Bhagadatta hincada en el pecho.
“¡BHIIIMAAAA!”, chilló nuestro hermano mayor. Tenía abierta la boca, pero su voz
quedaba sofocada por el alarido de Bhagadatta. No había modo de detener a este último, ni
forma de conjurar un astra. Yo seguía disparando al elefante.
“¡Padre... tu Ghatotkacha”, gritó una voz gutural detrás de nosotros. Y después un
bramido que despertaba a los demonios voló a través del campo. Me volví a mirar y divisé su
bandera del buitre cruzando los cielos. Llegaba por fin el hijo de Bhima, entrando en batalla
con su akshauhini, berreando rabiosamente. Con su focino de oro centelleante aguijoneó a su
elefante blanco y, seguido de otros cuatro animales, se precipitó atronador sobre Bhagadatta.
En pocos segundos, cinco paquidermos acosaban a la montura de Bhagadatta. Atacaban una
vez y otra. Los Kauravas acudieron en filas compactas en ayuda de su guerrero.
Estaba avanzado ya el atardecer del cuarto día y, en el lugar del Gran Patriarca, yo
habría hecho lo mismo. Oímos las caracolas de los Kauravas entonar la retirada; las nuestras
soplaron victoria. Bramamos de dicha. Nuestros corazones exultaron cuando montamos a
Bhima y Ghatotkacha en el más grande de nuestros elefantes color de nube. Mirándolos al
rostro en homenaje, los hombres danzaban marchando hacia atrás al ritmo de los nagaras y
batir de los címbalos. Nuestras mismas heridas dejaron de sangrar mientras retornábamos al
campamento. No importaba cuántas akshauhinis poseyesen. Nosotros teníamos ahora al hijo
de Bhima tanto como a Bhima. Éramos dos veces más fuertes que ayer. Nuestra era la
victoria. Y teníamos a... Krishna. Teníamos a Krishna. ¿Habíamos estado locos al dudar de
nuestras estrellas y augurios?
Sobria fue aquella tarde en el pabellón de Yudhisthira, pues habíamos matado a
nuestros primos. La idea de que debíamos matar al resto, tal como Bhima jurara hacer antes
de cada sorbo de vino, incitó al Primogénito a preguntar a Krishna si no creía él que el Gran
Patriarca estaría dispuesto a negociar la paz. Krishna sacudió la cabeza. Aun así, esperé que
la aurora trajera mensajeros.
Trajo a nuestros espías.
Rabioso de dolor, Duryodhana había preguntado al Gran Patriarca, a su violenta y
acusatoria manera, por qué había dejado morir a sus hermanos. Gritó que se nos favorecía.
¡Que el Gran Patriarca nos amaba! Que lo había traicionado, mientras que Karna habría
luchado con todo su corazón.
El Gran Patriarca lo escuchaba.
Después de la guerra, cuando el Gran Patriarca había partido y Sanjaya relató la
escena, yo vi cómo había mirado aquél el lugar donde la muerte, su única esperanza, lo
aguardaba. El Gran Patriarca fue rotundo. Lo interrumpió gritando que la paz era lo único que
podía salvarle a él y a sus hermanos. Tales palabras hicieron a nuestro primo patear el suelo y
arrojar su mirada torturada de lado a lado. La paz era un cuchillo en sus entrañas.
El amanecer traería los tambores de guerra y las caracolas y su formación Makara
para poner a prueba nuestra victoria del día anterior y tratar de arrasarla.
20
CAPÍTULO 6
21
Algo eclosionó en mí: la muerte del Gran Patriarca. Krishna avanzó veloz hacia él.
Dentro de mí, una voz dijo: “Gran Patriarca, voy a liberarte.” Él se inclinó para tomar su
arco.
“¡Ahora, Arjuna!”, bramó Krishna. Disparé una flecha perfecta, pero la de
Dronacharya la partió. El Gran Patriarca vivía y reía. Eludí sus flechas mientras Krishna
caracoleaba aquí y allá. Arrojé andanadas de dardos con cabeza de serpiente... y cada una fue
interceptada en el tumulto. Dronacharya volaba adelante y atrás para cerrar el camino al
Patriarca.
El combate de este quinto día fue tan denso y desesperado que, posteriormente,
siempre lo comparamos con la gran guerra entre dioses y demonios.
Sin la ayuda de Madre Durga, éramos demasiado pocos para prevalecer contra el
número de nuestros primos. Cuando luchaban de este modo, toda mi esperanza reposaba en la
visión de Dhaumya.
Ashwatthama y yo habíamos evitado encontrarnos y cualquiera que no hubiera
conocido nuestra relación habría pensado que huíamos el uno atemorizado del otro. Cada vez
que lo veía acercarse, Krishna tomaba otra dirección y Ashwatthama le decía a su auriga que
hiciera lo mismo. Pero aquel quinto día, Dronacharya mandó a su hijo a proteger las ruedas
del carro del Patriarca mientras Krishna se situaba de forma que yo pudiera matarlo.
Ashwatthama me hirió el hombro con una flecha de punta de creciente lunar que podría
haberme arrancado la cabeza. Yo le rebané el arco y con mi siguiente dardo le atravesé la
muñeca. La reacción del kshatriya al ser herido es la exultación en combate; ver la propia
sangre resulta estimulante como vino fuerte. Éramos pupilos del mayor maestro de armas
viviente, camaradas de siempre y amigos del alma. En el parpadeo de un truti nos
convertimos en enemigos mortales. Mis flechas me abandonaron con voluntad letal, pero al
percibir la angustia de su rostro vi de nuevo a mi amigo. Se lo dejé a los hijos de Draupadi.
Krishna halló una abertura hacia donde Bhurisravas peleaba a muerte contra Satyaki.
El abuelo de Satyaki había pisado el pecho del padre caído de Bhurisravas. Antes o
después uno habría de matar al otro. Ni los mismos dioses podían impedirlo. Y entonces
vimos a Bhurisravas desplomarse, arrastrando con él su estandarte. Incluso en mi triunfo supe
que el dolor habría de seguir a mi satisfacción: era un guerrero galante y, de mi padre, un
noble amigo. La flor de los kshatriyas moría alrededor de nosotros.
Bhurisravas había perdido la consciencia, pero no murió entonces. Se lo llevaron del
campo y, cuando retornó, fue para hacer lo que había jurado: exterminar a los hijos de Sini.
Luchó contra cada uno de los diez hijos de Satyaki y los mató en el mismo tiempo que cuesta
decirlo. Cayeron como árboles derribados por un rayo repentino. Cuando el último se
desplomó del carro, Satyaki halló a Bhurisravas. Se mataron uno a otro los caballos y se
destrozaron los carruajes. Impulsados por una sola idea, ambos sacaron las espadas y
corrieron como tigres uno contra otro. Hay momentos que pertenecen sólo a los dioses e
incluso los mortales lo saben. Nadie se movió para intervenir. No hubo vítores. La espada de
Bhurisravas contaba la historia de un guerrero que puso el pie sobre el pecho de un enemigo
caído. La hoja de Satyaki cantaba la muerte de diez hijos. Sus grandes escudos centelleaban y
entonaban música de guerra. Moteado de sangre se elevaba el polvo.
Sabíamos que el sufrimiento de Satyaki empezaría tras el fin de la batalla. Cuando
cayó, Bhima se precipitó para llevárselo de allí. Un instante después cayó Bhurisravas y
Duryodhana acudió a socorrerlo.
El cielo occidental era rojo. Batallé y maté hasta que la caracola del Gran Patriarca
convocó a sus tropas. Pero todo el tiempo pensé en Satyaki. ¿Qué destino es peor que perder
a los propios hijos en batalla... diez en un solo día, sin que quede uno que encienda tu pira
funeraria? Así pensaba yo hasta que aprendí que hay algo peor todavía.
22
Entramos en el pabellón de Yudhisthira en silencio. Y en la tienda hallamos un
silencio más denso aun. Satyaki, pálido y vendado, yacía en el lecho de nuestro hermano
mayor. Creí que el trauma y la pérdida de sangre lo habrían matado. Los cirujanos lo
rodeaban. Uno tenía el oído en su corazón. Otro le sostenía la muñeca. Otros dos se
mantenían a distancia. Bhima sollozaba poderosamente. Nakula lloraba. Yo los envidiaba...
Yo no podía conjurar mis lágrimas. Como un bardo entonces, Bhima empezó a cantar la
historia de diez jóvenes que despertaban de su sueño, se frotaban los ojos y se levantaban uno
a uno, dejando cuerpos destrozados para lavar sus formas radiantes en el Yamuna. Vistiendo
fresco lino blanco se enguirnaldaban uno a otro y partían hacia los cielos de Indra. Colmada
de suspiros estaba su voz. Cantó de qué modo miraban alrededor, incapaces de marchar y
abandonarnos a nuestra tristeza. Pero tampoco podían retornar a la Tierra, pues habían
conquistado el trono de los héroes en el Empíreo. Nadie puede desposeer de su botín a Yama.
Pero ellos, reluctantes a irse y dejar a su padre de este modo, se mantenían en suspenso,
esperando, sonriendo ante nuestro dolor, riéndose de este narrador...
El dios de los bardos le robó la voz a Bhima.
Un largo, hondo, estremecedor suspiro se le escapó a Satyaki y por fin sus lágrimas se
derramaron humedeciéndole el cabello. El Primogénito fue tras Bhima y lo abrazó. Satyaki se
apoyó en un codo, acariciando la mejilla de Bhima. Nos abrazamos, llorando, y nos miramos
unos a otros a la cara sonriendo desde nuestras almas.
“Si hijos sobreviven a esta guerra”, le dije a Satyaki, “serán hijos de todos y a todos
nosotros nos encenderán la pira fúnebre.”
Cuando las pócimas de los físicos cerraron los ojos de Satyaki para el sueño, dejamos
el pabellón real para ir al de Krishna. Algo se ocultaba en las sombras. Acuciaba mis entrañas
con su tenebrosidad. La atmósfera de Gracia estaba hecha añicos y oí otra vez los lamentos
de los heridos. Satyaki tendría que desafiar a Bhurisravas, cuyo poder se había revelado hoy.
El pensamiento de vivir sin Satyaki me colmaba de la mayor de las angustias. La
contuve hasta que alcanzamos la tienda, hice señal a Krishna de que despidiese a los dos
asistentes y la dejé estallar.
“Krishna”, dije, “Satyaki es tan bueno como cualquiera en un duelo, pero Bhurisravas
tiene poderes de su lado. Los hijos de Satyaki fueron entrenados por ti al igual que
Abhimanyu. Eran maharathas. Contemplé sus desafíos el segundo día.” Observé el rostro de
Krishna, esperando que coincidiese conmigo.
Me miró y dijo: “Siéntate, Arjuna. No camines arriba y abajo, estás derrochando tus
fuerzas.”
“No quiero sentarme. ¿No te das cuenta de que no puedo soportarlo? Nadie está tan
próximo a mi corazón como Satyaki o tú. Era como Abhimanyu cuando me lo enviaste. Aún
recuerdo el momento en que tocó mis pies y dijo que había venido a aprender. Me sentí como
Dronacharya debió de hacerlo cuando fui a él por primera vez. Me vi a mí mismo en Satyaki.
Creé la academia militar de Indraprastha para muchachos como él... sólo que nunca hubo otro
Satyaki. No instruí a Abhimanyu ni a los hijos de Draupadi. Satyaki permitió que naciese el
padre en mí.”
Krishna me contempló, luego cerró los ojos y asintió.
“Arjuna, ¿creíste que era retórica, cuando te dije que habíamos venido a este mundo a
bañar la tierra en sangre? ¿De dónde creías que saldría la sangre? Los tiranos gobiernan la
Tierra. Cuando Ella siente su peso, el agua de rosas no basta para limpiarla. ¿Por qué crees
que fui a Hastinapura a suplicar la paz, a pedir únicamente cinco villas para vosotros?
Cuando Karna y Duryodhana rechazaron la propuesta, la Tierra se estremeció con su no.”
23
Clavé en él la mirada y me senté. Le pedí disculpas. Vertió vino en mi jarra y un poco
en la suya. Contemplé el licor, luego alcé la vista y le pregunté si no había magia alguna con
la que yo pudiera ver una vez más el universo que me había mostrado. Krishna sonrió.
“Este vino no basta para eso.”
“Mi universo es pequeño. Está colmado de ti y de Abhimanyu y de Satyaki.” Suspiré.
“Y de tu hermana. Krishna, cómo la echo de menos y cómo la añoré cuando estábamos en el
bosque. Nostalgia tuve de todos vosotros. Más poderosa fue incluso que durante mi
peregrinación. Yo no lo sabía entonces, pero erais tú, Subhadra y Abhimanyu llamándome.”
Krishna asintió. “Y ellos son parte de ti. Cuando estaba en el bosque no podía hablarle a
nadie de este constante dolor. Le dije a Dhaumya que tenía que ir a Dwaraka, si no quería
perder la razón. Me dio mantras y me advirtió de que, si partía, destruiría el punya de nuestro
exilio en el bosque.” Krishna escuchaba con atención. “Los mantras tuvieron efecto... no fui.
Yo soy un Vrishni, Krishna, mucho más que un Pandava. Y Abhimanyu es un Vrishni
también. Obsérvalo cuando sonríe, o cuando ladea la cabeza al reflexionar, o cuando saca de
la vaina la espada y pasa los dedos por la hoja mirando al interior de sí mismo. Sus manos
son las tuyas y las de Satyaki... Dime una cosa.” Estuve callado un largo rato antes de poder
formular mi pregunta. “¿Vivirá Satyaki?” Cuando Krishna escuchaba, oía tus silencios tanto
como tus palabras con todo su ser. Retornó con un largo suspiro. Se pasó ambas manos por el
cabello y se estiró hacia arriba.
“¿Crees que amo a Satyaki menos que tú?”
“No.” Una sombra se insinuó tras la seda del pabellón. Se movió y, con el
movimiento, pareció generar brazos y piernas. Era un hombre y se escabulló. Krishna saltó
como una pantera hacia la abertura de la tienda. Hice gesto de seguirlo, pero él retornaba ya.
El mundo de los campamentos está lleno de espías. Esta vez, sin embargo, era uno de los
asistentes de Krishna.
“¿Satyaki? No puedo decírtelo.” Se acostó y cruzó las manos tras la cabeza. Miró
hacia arriba, el vértice en el que confluía el techo, como si los pliegues de seda hubieran de
revelarle algo.
“¿Por qué no?”
“No lo sé.” Abrí bien la boca para hablar, pero nada surgió. “No. De verdad, no lo sé.
No necesitas arrojarme esas miradas incrédulas.”
“Te creo, en serio. Pero ¿cómo es que tú no sabes estas cosas, cuando pudiste
mostrarme el universo todo?”
“Lo mismo podría preguntar yo, Arjuna, ¿cómo es que tú no las sabes... tú que viste el
universo?”
“Pero las cosas no son así”, repliqué.
“No del todo. Pero ya te lo dije una vez: yo no soy Sakuni para hacer trampas con los
dados. Yo juego la partida de acuerdo con las reglas y me atengo a ellas. No busco lo que no
se me muestra. Para eso tienes videntes, astrólogos, profetas y expertos en las ciencias
herméticas. Tú y yo no hemos venido para eso. ¿Y de qué nos serviría conocerlo? Si Satyaki
hubiese de morir mañana y nosotros lo supiéramos ahora, empezaríamos a llorar y a
derrochar lo que todavía puede ser una noche serena.”
La Gracia retornó entonces.
“Tengo una visión de ti, Krishna, conduciendo nuestro carro por el firmamento con tu
látigo de mango enjoyado, fustigando las sombras y no dejando de ellas sino jirones que se
disuelven. En esta tienda no hay sombras. A veces, en mi tienda, no puedo librarme del hedor
de la carne corrupta. Me despierto a medianoche y el incienso parece un vapor surgido de los
huesos de los cadáveres. Puede que te resulte difícil entenderlo. Supongo que semejantes
cosas nunca te ocurren a ti.”
24
“Supón todo lo que quieras; te lo diré, si llega a ocurrir. Ahora, si te gusta tanto esta
tienda, ¿por qué no te acuestas en mi cama mientras yo duermo aquí mismo? Sigue hablando,
si quieres, o quédate dormido, que sería lo más sabio con otro día de guerra por delante.”
“Dronacharya dice siempre que una guerra no debería durar más de tres días. Cuando
lo hace, es tiempo de conjurar los astras.” No hubo respuesta. “Una pregunta más. Mañana es
el sexto día. Empieza a ser un auténtico logro permanecer vivo, sin tener para nada en cuenta
la derrota del contrario. El Gran Patriarca está vivo. Yama está con él. Yo no soy más fuerte
que Yama. Y, sin embargo, debo matarlo. ¿Quién tiene una respuesta para esto?”
25
CAPÍTULO 7
Caminé hacia el río. El cielo era todavía de un profundo azul salpicado de amistosas
estrellas. De todas las horas del día, el alba es la que me gusta más. Había empezado a
esperar por ella. El primer día se me ocurrió la idea de que, si perpetrábamos ciertos
crímenes, el mundo aguardaría en tinieblas un sol que nunca se levantaría ya. Y así nuestros
himnos a la Señora de la Aurora empezaron a tener un significado especial. Ella es la Dama
de Luz nacida del Firmamento, consorte de Surya. Es la promesa de nuestras vidas y más
antigua que la noche, a la que sobrevive. Su Señor la persigue, como joven guerrero a su
doncella.
Me aferré a la calma que precede al sol, un silencio en el que nada se mueve y que
envuelve aquello que no puedes ver pero que está colmado de promesa.
A veces, los árboles velaban el cielo y había que sentir la aurora creciendo alrededor
de uno, una novia embellecida por su madre, tal como los himnos proclaman. Y en el claro
del bosque, Ella era realmente la doncella que llegaba a su lugar de encuentro noche tras
noche, Usha de cuidadoso avance, sin parafernalias, para llevarse todo lo maligno de allí. Ella
no puede sino portar luz. En aquel sexto día, la diosa era una presencia para mí, fresca de sus
abluciones y consciente de su belleza. Mi corazón exultó y le cantó que superaba todas las
auroras del pasado.
Al alba y al ocaso los dioses de las luces y las tinieblas se abrazan y se besan. Su
guerra pausa. Al alba la noche se rinde. Al principio no puede percibirse la línea que separa la
tierra del cielo. No hay bien. No hay mal. Pero cuando el sol apunta a través de las sombras
orientales, porta un zumbido de coraje, fuerza y vigor. Se bebe la calma. Deposité mi
angavastra en la orilla y penetré en el río cantando bendiciones.
El sexto día, Yudhisthira se decidió por la vyuha del Cocodrilo que el Gran Patriarca
empleara la jornada anterior. Le ayudamos a situar los hombres. Formamos la cabeza con
Drupada. Los mellizos fueron los ojos. Bhima controlaba las fauces. El cuello lo afortalaba el
collar formado por Abhimanyu y los hijos de Draupadi. Ghatotkacha, Satyaki, el Primogénito
y Virata eran el masivo dorso. Los hermanos Kekaya y el fiero brazo de Dhrishtadyumna los
flanqueaban por la izquierda; Dhristaketu y Chekitana, por la derecha. Kuntibhoja y Satanika
eran los pies, mientras que Sikhandin, los Somakas e Iravat, mi hijo con Ulupi, daban lugar a
un poderoso aguijón. Nunca tuvimos una formación más poderosa ni tan meticulosa y
amenazadoramente desplegada. Una energía especial corría a través de toda ella, esa onda
que carga a los soldados en los días auspiciosos, una corriente oceánica a través del corazón.
Las banderas tremolaban y las armas eran deslumbradoras al sol.
Yo podría haber jurado que venceríamos, pero no fue así.
La consigna de Duryodhana fue: “¡Traedme la cabeza de Bhima!” Tantos hombres
convergieron en él que el Primogénito ordenó a Abhimanyu pasar al ataque con su letal
formación Sachimukha. Las doradas banderas de Abhimanyu con el emblema del pavo real
cortaron el cielo mostrándonos la velocidad con la que sus tropas se movían. Bhima era
nuestra fuerza vital y algo más en nuestros corazones que nadie podía nombrar. Abhimanyu
detuvo las flechas de Vikarna. Una vez, la voz solitaria de Vikarna se había alzado en defensa
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nuestra ante toda la asamblea; yo pensé entonces que daría por él mi vida... pero ahora
ansiaba quitársela.
Abhimanyu lo hizo por mí.
Nadie venció el sexto día. Todo guerrero tenía el mismo propósito: acabar de una vez
antes de que las caracolas sonaran. Hay atardeceres en los que ninguno de los bandos puede
decir ‘nosotros ganamos’, y turbadas son las noches. Hubo tantos muertos que tuvimos que
retornar a través de un légamo de vísceras y de hombres y animales mutilados. A ratos
teníamos que detenernos mientras los ayudantes de los médicos abrían camino para nosotros.
Llegamos al campamento para encontrar a Yudhisthira esperándonos. Nos saludó con amor y
elogios, pero tenía lejos la mirada y preguntaba a cada carro que volvía dónde estaba Bhima.
Cuando Vishoka se aproximó a nosotros con el carruaje vacío, el Primogénito livideció y
saltó al vehículo. Su grito de “¡Bhima!” atravesó el repentino silencio e hizo alzarse a dos
guerreros cubiertos de sangre de la terraza del carro. Bhima y Dhrishtadyumna, alegres y
exhaustos, habían estado estirados allí. Ahora, el Primogénito aferraba a su hermano favorito,
le acariciaba unas mejillas tan meticulosamente afeitadas que parecían piel de recién nacido y
aspiraba el perfume de su cabeza una y otra vez. Se limpió la sangre, abrazó luego a
Dhrishtadyumna y, por último, a Vishoka: “Tráemelo siempre de vuelta.”
De niños, Duryodhana acostumbraba a decir que uno podía hacer cualquier cosa con
tal de que tuviera armas para ello. Hacía trampas cuando jugábamos y mentía. Hurtaba las
mujeres a los servidores y, mientras tanto, urdía complicaciones para los maridos. Dio al
perro de Yudhisthira hierbas que le hicieron vomitar. Su arma entonces, por supuesto, era tío
Dhritarashtra. El rey era ciego más allá de sus ojos incapaces... o al menos lo simulaba. Sin
embargo, cuando Bhima lo hizo caer del árbol y aquél se sentó en el suelo lamentándose
mientras Bhima se aguantaba los costados de risa, su desvalimiento era tan atroz que me sentí
obligado a animar al monstruo otra vez. “Yo soy el hijo del rey”, lloriqueó Duryodhana. “Él
es mi vasallo.”
“Ni siquiera el hijo de un rey es peor por caerse sobre el trasero”, le dije. Pero nada
podía consolarlo. Siempre acababa gritando:
“Lo odio y lo asesinaré. Lo odio más que al pomposo Yudhisthira, que cree que puede
ser rey.” Y corría a decírselo a su padre. Comprendimos hasta qué punto estaba dispuesto a
cumplir sus amenazas cuando envenenó a Bhima antes de cumplir los veinte y después otra
vez, para celebrar su vigésimo cumpleaños. Y otra vez aun, cuando, con la ayuda de su padre
y de Kanika, intentó quemarnos vivos mientras dormíamos.
Hay una lección que cada uno de nosotros debe aprender en la vida. A mí me costó
interminables años y el amor de Krishna hacerlo. Duryodhana nunca llegó a asimilar la suya.
Y era que toda la fuerza de sus números y el poder de las armas y los tronos tachonados de
gemas, al final, no le servirían de nada. Estaba tan satisfecho con la akshauhini de Krishna
que apenas notó que a Krishna lo teníamos nosotros.
Incluso hoy sabía que, confrontado con Duryodhana tras su derrota de este día, yo,
como el Gran Patriarca, no haría otra cosa sino tratar de confortarlo.
“¿Te das cuenta?”, le dijo el Gran Patriarca gentil, “tus akshauhinis no cuentan
realmente. Son el mecanismo que controla otra fuerza. Y ésta es lo que, en última instancia,
prevalece.” Lo sostuvo en sus brazos y le acarició la cabeza. “La vida te ofrece una
oportunidad de salvar al mundo. Si les propones la paz, los Pandavas te tomarán en su
corazón y compartirán contigo el reino. Todo lo que quieren son cinco pequeñas villas. De ti,
Duryodhana, dependen millones de vidas. Es una encomienda sagrada. Es lo que significa ser
rey. Si esta noche decides entregar esas cinco villas, serás recordado por tu nobleza, sabiduría
y compasión. Las esposas y los hijos de los kshatriyas orillarán las calles a tu retorno. Te
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arrojarán guirnaldas, cubrirán de flores las calles y las hisoparán con agua de rosas. ¿Es que
prefieres acaso encontrarte con huérfanos y plañideras... si es que llegas a volver?”
“No soy un cobarde. Si no he de gobernar, no quiero vivir. Y no volveré.” Sanjaya
dijo que siguió entonces el silencio más largo de la guerra.
“Hijo mío”, dijo el Gran Patriarca por fin, “has escogido. No te descorazones. Yo te
prometo que lucharemos con la fuerza de nuestros dos brazos. Aun así no podremos ganar.
No puedes detener el curso del mundo. Krishna es el auriga que arrastra el mundo hacia su
luz. Es el mismo sol. A Surya no puedes combatirlo. Somos guerreros, no obstante, y en este
juego cumpliremos nuestra función. El cielo de los héroes ganaremos, aunque perdamos la
luz de Krishna.” Duryodhana pudo sólo decir:
“Sí, eso está bien, abuelo. Moriremos como héroes, si debemos, pero ocúpate de que
todos den de sí lo mejor. Aún podemos vencer. A ti todos te respetan. Eres tan valioso como
Krishna.” Debió de responderle aquella sonrisa del Gran Patriarca que amanecía en él cuando
nosotros, de niños, le contestábamos de un modo divertido, pero absurdo.
El Gran Patriarca le prometió una formación Mandala grande y poderosa como no la
había visto nunca. Fue la única manera, nos dijo Sanjaya, de hacer a Duryodhana dormir. Con
el mismo propósito, tío Dhritarashtra le prometía siempre la luna.
Fue más tarde cuando comprendí que el Gran Patriarca no había elegido. Había sido
elegido para mostrar que ni siquiera el más estricto Dharma serviría de nada... pues era un
Dharma que moría. Ni en la más noble de sus formas podía pervivir. El trono del Gran
Patriarca se asentaba en el vértice donde convergían lo viejo y lo nuevo. Él era fiel a sus
votos, no a su visión, y soportaba su angustia.
“Esta guerra cambiará el mundo”, decía Krishna. “Tras la guerra, en la Kali Yuga,
recordaremos al Gran Patriarca y nos preguntaremos si hombres como él vivieron realmente
en la Tierra.” Yo había amado siempre al Patriarca y ahora lo reverenciaba una vez más. En
su dilema, ningún hombre de talla menor habría triunfado como él.
Krishna ordenó todos los universos para mí. Me mostró, también, el papel que
Dronacharya interpretaba. Y Ashwatthama. Y, aunque yo no podía verla todavía, la función
que me correspondía a mí.
El Gran Patriarca marchó hacia el oeste al alba, dejando el sol detrás. Oímos las
ruedas de su carro y su música estrepitosa. Cuando miramos hacia el sol, una radiante
formación emergió de él: un círculo de grandes elefantes pintados, mallados de oro, con
dioses guerreros montados a sus lomos. Se deslizaba sobre el campo hacia nosotros. Cuando
la música cesó, los elefantes aminoraron la marcha y se detuvieron, como para mostrarnos lo
que traían urdido. A una palabra de su comandante, las bestias, entrenadas a la perfección,
alzaron las patas diestras, pausaron y se movieron otra vez. Detrás de cada animal ondearon
siete estandartes de carro. Junto a cada carro, el Gran Patriarca había desplegado a siete
jinetes. Por cada jinete había diez arqueros. Aquello parecía impenetrable.
La caracola del Gran Patriarca dio alas a las flechas que cayeron sobre nosotros como
la lluvia del monzón y después como un cruel granizo que abatió nuestros hombres a
millares. La sangre le corría por ambos costados a Krishna y yo apenas podía respirar. Más
tarde descubrí que cuatro flechas me habían perforado la armadura. Me convencí de que la
guerra estaba perdida.
“¡Arjuna!”, llamó Krishna. Su voz era urgente de un modo que me acuciaba el
corazón. “¡Tus armas especiales!” Sus palabras fueron relámpagos en mis brazos y mis
piernas y me desentumecieron el cerebro. Un silencio mántrico surgió en mí y formó la
imagen en mi cabeza. Me elevó con un chasquido y estalló en un diluvio. Cada flecha cortó la
que se nos venía encima, volando a su encuentro como para unirse a su consorte, y se
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multiplicó luego asesinando a los arqueros. Gritando de terror, éstos soltaron sus armas. El
ejército se dispersó. Bajo nuestra lluvia de proyectiles, los hombres y los carros chocaban
unos contra otros, los elefantes retrocedían aplastando a los soldados de a pie y los caballos,
oliendo el pánico, se engrifaban y chillaban. Si no hubiera estado poseído por aquel poder,
hubiera perdido el sentido con aquel barullo de diez mil corceles relinchando de pavor. Las
huestes enemigas se convirtieron en una banda de críos gemicosos. La lucha cesó antes de
que el sol hubiera acabado de levantarse. El enemigo estaba aplastado. Nuestras flautas
empezaron a gorjear y a batir nuestros tambores con ritmo creciente. Los hombres arrojaron
al cielo los turbantes y danzaron abrazándose unos a otros.
El Gran Patriarca, nos dijeron, había devuelto el coraje a Duryodhana. Le hizo llamar
a todos los hombres para decirles que él, el Gran Bhishma, hijo de Shantanu, caería sobre
Arjuna con todas sus fuerzas y que debía ser protegido a cualquier costa. El Gran Patriarca
sabía lo que estaba haciendo. Revivió con ello el espíritu de Duryodhana. Aun mientras
hablaba, el Mandala empezó a formarse de nuevo, como si sus mismas palabras lo forjaran.
El Gran Patriarca avanzó atronador contra mí. Pensé que era ahora cuando debía
matarlo, pero todo el ejército de Duryodhana se precipitó en su apoyo. Cada vez que estiraba
el brazo hacia atrás y me decía a mí mismo ‘Ahora’, alguien se interponía, alguien lo
escudaba y mis flechas volaban a otros hombres.
Sikhandin halló una abertura y corrió hacia el Patriarca. Éste se apartó y los que lo
guardaban hicieron retroceder a su rival. Mientras luchábamos para contener al Gran
Patriarca, Dronacharya atravesó irresistible nuestras líneas de vanguardia y mató a los
caballos y al auriga de Virata. Éste saltó al carro de Shanka, uno de los dos hijos que le
quedaban. Ambos trataron de contener a nuestro Guru, pero Dronacharya acabó con Shanka.
No hubo tiempo de pensar ni en el hijo caído ni en Virata: Bhagadatta absorbió todos
nuestros esfuerzos. Él y Supratika embistieron nuestras líneas como agua a través de una
presa rota. Me parecía como si Supratika, su elefante, estuviese colmado de licor de soma.
Aunque tenía los costados acribillados de flechas, no notaba las heridas. Tantos hombres
había ayudándome en la lucha contra el Gran Patriarca, tantos enzarzados en el combate
contra nuestro Guru y sus seguidores, que cuando vi cargar a Supratika llamé a Ghatotkacha.
Éste se abalanzó sobre Bhagadatta y su redonda cabeza calva era una señal para la caballería
que golpeaba tras él. Pero, cuando la caballería vio lo que Supratika había hecho a su líneas
fronteras, se dio la vuelta y huyó. Ghatotkacha, con chillidos escalofriantes, arrojó su shakti
al elefante, pero Bhagadatta la destrozó en el aire. Gritaron su nombre. Bramidos triunfantes
se mezclaron con risas.
“¡Construiré una sabha de oro para ti!”, clamó Duryodhana. Bhagadatta no pareció
escuchar. Sus oídos estaban cerrados para todos nosotros y sus poderosas facciones no se
inmutaron. Bajo su empinada diadema, sus ojos se contrajeron para escuchar a su elefante.
Ghatotkacha se vio forzado a saltar y correr hacia nosotros. Ésta era la primera vez que el hijo
de Bhima conocía la derrota y, al ver al más fiero de nuestros hombres huir, los Kauravas
elevaron su triunfo a los cielos, mientras Bhagadatta hacía estragos con su elefante en
nuestras filas. Los nuestros se vieron obligados a retroceder, rompiendo la formación.
Tanto tensaba yo mis brazos que creí que acabaría por perderlos. Miré si las sombras
se alargaban con el mismo anhelo que un cazador famélico persigue a su presa. Justo antes de
que cayera la oscuridad, oímos a los chacales aullar y yo percibí a los espíritus de los muertos
vagando por el campo, buscando camaradas a los que ayudar, animando a las almas a
abandonar los cuerpos deshechos. Otros parecían hocicar sus cadáveres, luchando por volver
a respirar. Tan densa era su congregación que sofocaba.
29
Por fin lamentamos la pérdida de los hijos de Virata en el pabellón real, hicimos
elogio de sus hazañas y alabamos a los mellizos, que habían derrotado a tío Salya. A
Ghatotkacha lo elogiamos también mientras nos limpiábamos las heridas. No puedo recordar
ahora quién dijo que, puesto que habíamos sobrevivido al séptimo día, viviríamos para
siempre. Entre nosotros esta idea se convirtió en refrán y, después del Kurukshetra, cada vez
que uno caía enfermo se le animaba con las mismas palabras: “Sobreviviste al séptimo día.”
Peores días habrían de seguir pero, como a veces ocurre, el poder del adagio era nuestro
mantra protector. Nos bañamos y nos cambiamos de ropa. Bardos y músicos, después,
cantaron y tocaron melodías que nos hablaban del hogar, sin una palabra de la guerra. Pero
cada uno de nosotros se había convertido en un Virata. En nuestro interior, sangrábamos por
él y por Satyaki.
Ésta fue la noche en que el pobre ciego de tío Dhritarashtra pidió a Sanjaya que se
sirviera de su visión para saber por qué no perdían los Pandavas.
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“Discúlpame, Krishna, pero no debes olvidar a ese arrogante suta que es veinte veces
más guerrero y demoníaco que el otro”, intervino Drupada. “¿Quién fue el que aguijoneó a
Duryodhana en la partida de dados?” Se inclinó hacia Krishna, hinchados los ojos.
Yudhisthira le puso una mano calmífera en el hombro. “Lo sabemos, suegro mío. Sabemos
cuánto ha sufrido tu familia por la partida de dados.” Y Drupada se serenó.
“Si Duryodhana muere, Karna no luchará”, dijo Krishna conciliador. “Su causa es
Duryodhana. Es a Duryodhana a quien ama con todo su corazón, no a los Kauravas. Desde
luego, no al Gran Patriarca, ni a Dronacharya, ni a Duhsasana. Su vida pertenece a
Duryodhana.” Se tornó hacia el Primogénito. “Y, por supuesto, también tú tienes razón
Yudhisthira: el Gran Patriarca debe morir. Su espíritu mantiene unidos a los Kauravas.
Cuando él parta, la Kali Yuga caerá sobre el mundo. Sus hombres no estarán ligados por el
Dharma y desertarán a millares.” Se volvió hacia mí con su típica malicia en los ojos.
“Aunque no queremos tampoco, como elocuentemente dice Arjuna, ser recuerdos aplastados
en el polvo.”
“Bien, ¿qué viene primero?”, inquirió Nakula el pragmático.
“Acometámoslo todo a la vez.”
El Gran Patriarca contaba aún con huestes numerosas y las desplegaría en forma de la
Urmivyuha, el océano capaz de desbordarse para tragársenos a todos. Sus olas podían
moverse como serpientes y formar una cola que te estrujase la vida. El Primogénito me
ordenó formar una Sringataka. Sus cuernos eran órganos de ataque. La defensa era algo que
apenas nos podíamos permitir.
Cuando la gente me pregunta ahora acerca del octavo día, recuerdo a Iravat, mi hijo
con Ulupi, que murió entonces. Pero ello ocurrió cuando el dios Surya hubo superado su
zénit. En la primera embestida, Bhima mató a otros ocho hermanos de Duryodhana. Tenía un
tipo de estrategia muy distinto del nuestro y del que él mismo no sabía nada. Luego se
precipitó contra el Gran Patriarca y acabó con sus caballos y auriga. Duryodhana y sus
hermanos avanzaron para bloquearlo. Era lo que Bhima había soñado. Despachó a ocho de
aquellos hermanos con terrible eficiencia y, rugiendo, alzó su maza ensangrentada para que
todo el mundo la pudiera ver. Duryodhana fue al Gran Patriarca y, frenético, en medio de la
batalla, le recordó su promesa.
“Prometiste...” Y esto fue todo lo que tuvo tiempo de decir antes de que aquél, sin
volver la cabeza, gritase:
“Te dije lo que tenías que hacer para salvar la piel y la de tus hermanos. Vete ahora y
pon toda tu fuerza en combatir y en morir. ¿Cómo puedo mantener mi promesa contigo
tironeándome de la armadura?” Ésta fue la última vez que Duryodhana se le quejó al
Patriarca.
Aquella noche le llevó su dolor a Karna.
Al día siguiente, el Gran Patriarca nos mantuvo a todos a raya mientras Ghatotkacha
creaba una maya enloquecedora entre las filas enemigas. Muchos de los hombres de
Duryodhana yacían en el suelo moviendo los brazos y gritando que nadaban en lagos de
sangre. Dronacharya y Ashwatthama, tío Salya y Duryodhana huyeron del campo. El Gran
Patriarca mantuvo su posición y sopló su caracola para destruir aquella maya.
Bhagadatta y su elefante Supratika, entonces, cayeron sobre nosotros guardados por
diez carros y al menos un centenar de jinetes. Bhima los rodeó con su carro y fue
eliminándolos uno a uno. Supratika, furioso, con las orejas levantando aire y trompeteando a
los cielos, avanzó atronador hacia Bhima. Abhimanyu y los hermanos Kekaya con sus veinte
caballos rojos como indragopa corrieron a ayudarlo. Los hijos de Draupadi y Dhristaketu
trataron de detenerlo. Las flechas que le dispararon le hicieron manar la sangre y la bestia
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pareció un monte de caliza roja barrido por las corrientes. Nada podía detener a Supratika.
Las más pesadas de nuestras flechas pendían de sus grandes flancos y no le atravesaban la
piel. La trompa del animal buscó a Bhima. Vishoka giró en redondo.
Justo entonces una oscuridad nos sobrevino: Dhristaketu galopó sobre su elefante
junto a nosotros como una nube de tormenta, trazando su camino oblicuamente en relación a
una de las olas del Océano. Tan pronto como la hubo superado, su elefante adquirió
velocidad y cargó contra Supratika. Éste retrocedió su primer paso. El varandaka se tambaleó
y Bhagadatta tuvo que aferrarse a él. Todos vitoreamos a nuestro cuñado como si la guerra
estuviese ganada. Pero era sólo un paso y nada más. De inmediato nos precipitamos a
cubrirle.
Bhagadatta se rió como ante el ataque de un perrillo, mientras Supratika empezaba a
eviscerar el cuerpo del elefante de Dhristaketu a través de la armadura y las protecciones de
oro. Éste aun le hundió los colmillos en el flanco a Supratika, desalojando flechas que
repiquetearon en el carro de Bhima. Entonces, la bestia de Bhagadatta se nos vino encima.
Dhristaketu y su animal lucharon valientemente, pero al fin el elefante enemigo atravesó a la
pobre bestia una mejilla y el ojo. Ésta barritó y trompeteó de dolor mientras Dhristaketu, que
le colgaba del cuello lo apaciguaba murmurándole palabras al oído. Pero el animal moría. Y
en su ceguera y agonía cargó contra nosotros. Nosotros nos dispersamos al verlo aplastar a
soldados de a pie. Luego, se detuvo y cayó como un gran acantilado.
Supratika había perdido fuerza. Aunque su naire lo aguijoneaba con ankur y espuelas,
el paso de la bestia era más lento. Había como un sutil tambaleo en su forma de moverse.
Blandiendo un tridente, Ghatotkacha galopó en su elefante hacia él y trató de herirle el
costado, pero Bhagadatta lo detuvo con una flecha de punta de creciente lunar. Después de
herir a Ghatotkacha, hizo volar la diadema de Abhimanyu de su cabeza. Creímos que había
matado a Vishoka, que cayó sin sentido en la plataforma del carro. Los caballos de Bhima se
encabritaron e intentaron correr en direcciones opuestas. Por último, salieron disparados
hacia la izquierda y pasaron frente a nosotros. Bhima saltó del carro, agitando la maza. Bhima
se acaba aquí, pensé mientras Krishna se apresuraba hacia las patas delanteras de Supratika.
“¡Deja al animal!”, le grité a Bhima. Apunté mi flecha hacia arriba, buscando el
cerebro del elefante, pero éste giró bruscamente y cargó, aplastando a nuestros hombres otra
vez. No quedaba más que dispersarse. Estábamos derrotados. Incluso Bhima cedió la victoria
a Supratika, que trompeteó su triunfo con las caracolas Kaurava.
“Quisiera que ese elefante fuera nuestro”, grité. Krishna tornó la cabeza.
“Déjales algo que les compense por Duryodhana.”
Krishna aminoró el paso de los caballos mientras elefantes heridos se amontañaban
ante nosotros. Gritando como grullas se derrumbaron sobre carros e infantería por igual.
Desde lejos, el elefante gris claro de Sakuni empezó a guiar a las tropas de Gandhara a lo
largo de nuestro cuerno oriental. Iravat, en el extremo derecho, se destacó y avanzó hacia allí.
¿Qué podía hacer él con un solo carro contra una fuerza de elefantes? Como si Krishna
hubiera leído mis pensamientos, partió tras él, pero Iravat estaba muy por delante de nosotros.
Nuestras ruedas de madera saltaron por encima de miembros mutilados y otros desechos de
batalla, y dieron bruscos giros para rodear carros destrozados y caballos muertos. Cuando
alcanzábamos al muchacho, lo oímos desafiar a Sakuni. Éste le sonrió como un gran gato que
tuviera bajo sus zarpas a un ratón.
“¡Falaz y asqueroso estafador! ¡Voy a arrancarte esos dedos podridos que arrojaron
aquellos podridos dados!” Era pura locura y, aunque no me gustaba interferir, abatí el
estandarte de Sakuni para distraerlo.
“¡Tu papaíto viene a ayudarte!”
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Incluso en el ardor de la guerra su veneno era suave como seda. Me disparó a mí la
flecha pensada para Iravat. La eludí. Iravat, entonces, cumplió su amenaza. Con un dardo,
arrancó el dedo meñique de la mano derecha de Sakuni; con otro, el de la izquierda.
“No cabe duda de que es tu hijo”, proclamó Krishna.
Alambusha el rakshasa llegó para vengarse con una flecha enorme. Sakuni huyó del
campo. El arco ligero de Iravat voló en dos pedazos de sus manos. Mi hijo blandió el hacha
de batalla y se lanzó al carro de Alambusha. Había heredado de mí la destreza en ambos
brazos y se pasó el arma de mano a mano para matar al horrendo gigante. Pero Alambusha,
con cierta maya táctica, le arrebató el hacha y golpeó. Iravat me miró con ojos muy abiertos;
luego la cabeza le cayó a los pies, rebotó en el carro de Alambusha y el cuerpo la siguió. Yo
recogí la cabeza gritando “¡Ulupi!”, como si su madre pudiera devolvérmelo.
No me queda ningún recuerdo de lo que ocurrió después. Krishna me diría más tarde,
cuando retornábamos al campamento, que Bhima había matado a otros ocho hermanos de
Duryodhana aquel atardecer, aunque no a Duhsasana.
Yo estuve silencioso un rato, recordando a Iravat. Las ruedas de nuestro carro saltaron
sobre un brazo mutilado, untado aún por la pasta de sándalo matutina. ¿De qué sirve el arte
del hombre... las sartas de campanillas que tintineaban débilmente aún, las empuñaduras de
oro y de marfil, los escudos repujados y radiantes, los arcos taraceados y las aljabas pulidas y
lubricadas, las filigranas por todas partes, los focinos para elefantes con mangos de turquesa,
los carros enjoyados, las bordadas oriflamas, las caracolas del color del coral o la cuajada, los
sofisticados varandakas hechos de las más suaves pieles de ciervo, los centelleantes
caparazones y las ropas de seda, los adornos que deberían haber embellecido a nuestras
reinas, nuestras sabhas, nuestras diademas cuando tigres cazábamos, los tesoros que deberían
haber acompañado a nuestras jóvenes novias y novios, y las sombrillas de seda concebidas
para proclamar la dignidad real?
El oro me había señalado extrañamente a mí en los rayos del Surya poniente. Cuando
alcancé el campamento vomité.
Tenía fiebre cuando caí dormido. Mientras el agotamiento me succionaba a las
profundidades del sopor, todo en torno a mí era la Madre Tierra temblando con una cacofonía
de batalla. Gongs y címbalos sonaban, y caracolas, a un solo palmo de distancia de mi oído
izquierdo.
“¡Exterminad a los Pandavas!” Conocía la voz de Sakuni y la de Karna. Entonces,
grandes pájaros negros y de oscuro gris, de escuálidos cuellos, descendieron del cielo
chillando, multiplicándose mientras el sol empezaba a palidecer. Me forcé a emerger de las
honduras del sueño, entonando:
Prendí más incienso y mi asistente fue en busca del físico y de Dhaumya. Dhaumya
me abrazó como si fuese un niño y encendió un fuego sacrificial entonando:
Yo repetí aquellos slokas después de Dhaumya, avivando su poder para hacer de las
hierbas mi ayuda y protección:
“Dhaumya, tú tienes la visión. ¿Vivirá Abhimanyu? Son sus hijos y los hijos de sus
hijos los que tienen que hablar de este campo de batalla sagrado en el que la luz cabalgó para
enfrentar la fuerza que trataría de sepultarla. Abhimanyu ha venido del tálamo a la batalla.”
“Tú tienes la visión también, mi príncipe. Krishna te dio el conocimiento. No hay
mayor gracia que pueda ser otorgada a un hombre. No caigas ahora en una verdad menor.
Cada día atiendo yo la llama sagrada. El sacrificio es un viaje que nos hace santos. La
ofrenda interior es el vehículo. Arrójalo todo a este fuego sagrado y no tengas en cuenta el
coste ni pienses en las consecuencias.” Contemplé la llama y vi a la Tierra ofrecerse a sí
misma. No podía hacer menos yo.
Incluso aunque hubiese tenido la visión, como Sanjaya, para contemplar qué ocurría
en la tienda de mi enemigo mortal aquella octava noche, no podría haber sabido que el dilema
de Karna era más tremendo que el mío. Nadie, a excepción de Krishna y de mi madre, podría
haberlo sabido. Duryodhana buscaba solaz junto a su único amigo aquella noche. Aunque
lloraron juntos por los hermanos que Bhima había exterminado, Karna no era capaz de
acceder a los ruegos de Duryodhana más que el mismo Patriarca: mientras éste viviese, no
podía luchar. Ningún kshatriya rompería un voto como el que él había hecho. Duryodhana
estaba a punto de desvariar. Era la primera vez que le había pedido algo a Karna en todos sus
años de amistad.
Aunque Karna ansiaba mostrarle su amor y gratitud, el mundo estaba atento a lo que
hacía un suta. Su honor era lo que, más que cualquier otra cosa, no podía traicionar.
Duryodhana pidió al Gran Patriarca que depusiese las armas.
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Cuando lo oímos contar, todos coincidimos en que el Gran Patriarca debía de haber
pagado aquella noche por cada sombra de su karma. Cierto, no le quedaba a él sino un solo
día de lucha. Duryodhana tuvo el descaro de recordarle que había fallado a la hora de acabar
con los Pandavas y de proteger a sus hermanos. Lágrimas osaron colmar los ojos del Gran
Bhishma.
Éstas fueron las palabras con que le respondió: “Que yo quiera matar a los Pandavas o
no es de escasa consecuencia ahora. Ellos luchan y viven bajo una ley muy diferente de la
tuya. Ve y duerme en tu ignorancia. Deja que me acueste. Mañana destruiré los ejércitos de
los Panchalas y los Vrishnis de un modo que el mundo no dejará de comentar. No pidas más
de mí.”
El noveno día, el Gran Patriarca formó la Sarvatobhadra, protegida por todas partes.
Él apareció muy lejos por delante de las huestes, con la cabeza mucho más alta de lo que era
su costumbre, como para un desfile triunfal. Lo seguían Kripacharya, Kritavarman, Saibya,
Sakuni y el gobernante de Kamboja, Sudhakshina. Dronacharya, Bhurisravas, tío Salya y
Bhagadatta sobre su elefante guardaban su ala derecha; Ashwatthama, Somadatta y los
príncipes Avanti, la izquierda. Duryodhana, rodeado de los Trigartas, que juraran matarme
cuando los aplasté en Matsya, ocupaba el centro, directamente frente a nosotros. Alambusha
y Srutayas conducían la retaguardia. Resultaban masivos. El ejército de Duryodhana parecía
recién estrenado, con los carros resplandecientes y las armaduras radiantes. Sus nuevas
banderas cazaban bravas la brisa. Jinetes y aurigas cabalgaban soberbios. La moral de los
hombres era alta. Uno siente el orgullo de unas fuerzas en su comandante. Los soldados
estaban tensos de expectación.
Me concentré en nuestra propia vyuha. Era un riesgo, desde luego, el Creciente Lunar;
pero era el modo en que pensábamos aislar al Gran Patriarca, cerrándonos por detrás de él,
donde habrían de encontrarse nuestros cuernos. Hay días en que de los planes mejor
concebidos no resulta nada. No importa lo que hagas: tu enemigo es rápido y astuto.
Madre Durga lo favorecía hoy. No pudimos hacer brecha en él. Entonces, Abhimanyu
cargó solo y sin cobertura.
“Tiene que estar loco”, le dije a Krishna. Fustigó a los caballos y éstos nos portaron
hacia adelante. La caracola de Krishna chilló congratulaciones y Abhimanyu respondió. Risa
había en ambos mensajes. Con una lluvia de flechas, Abhimanyu dejó a sus tropas muy atrás.
Lo vi tragado por el enemigo. Los que tratamos de seguirlo fuimos interceptados. “¡Está
solo!”, le dije a Krishna.
“No está solo.”
“¡Está solo!”, grité más fuerte, “contra ocho mil hombres.”
“Hay una fuerza con él que es mayor que diez millones de hombres. Durga lo
acompaña. Shiva está con él. Yo estoy con él.” Un timbre tenía la voz de Krishna que yo
había oído el primer día. “Es una tempestad que arrasa a los enemigos como si fueran
montones de algodón y los lanza a los cielos. Es el fuego que hace arder a los oponentes.”
Cuando emergió sano y salvo a través de un seto de lanzas, vi cumplidos todos mis
sueños de gloria para el hijo de Subhadra. El signo del combate había cambiado. El enemigo
estaba sacudido. Por todas partes a nuestro alrededor, el chasquido de los arcos contra los
protectores dactilares era un tronar constante: clap, clap, clap. Mi sangre exultaba. Creí que el
día sería nuestro pero, a medida que la jornada avanzaba, no hacíamos mayores progresos. El
Gran Patriarca mantuvo su promesa de destrozar a nuestros ejércitos y, cuando Krishna me
llevó hasta su carro, las flechas de Gandiva no lograron encontrarlo.
Krishna despotricó: “Delante de todos los reyes, tras la fiesta del matrimonio, hiciste
un voto sagrado. En el palacio del rey que os cobijó durante vuestro exilio lo prometiste. En
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el palacio de Virata prometiste matar al Patriarca, a tu Guru y a tus primos. Virata te siguió y
ha perdido ya a tres hijos. Satyaki te siguió y ha perdido a diez. Dicen que Arjuna los
protegerá... ¿Y qué me dices de tus propios hijos? Te lo mostré el primer día. Estos hombres
están muertos. Tus flechas no hacen más que liberarlos de su destino. Éste es el noveno día.
Mañana el décimo. ¿Cuántos más necesitas? Mis brazos no me parecen míos ya. Tengo los
dedos descarnados. Fiebre tengo. Mira estos caballos.”
Soplé mi caracola con todo el poder de mi corazón y mis pulmones y congregué a la
caballería del Primogénito y a nuestros hombres. Los primeros nos precedieron volando, los
segundos fluyeron como un torrente detrás. Era como cuando olas inmensas baten o ruedan
las nubes portando la tormenta: no cesan nunca.
“¡Mahatma Krishna!”
“¡Dharmaraj!”
“¡Príncipe Arjuna!”
En la guerra, no hay música más dulce que los bramidos leales de las huestes que has
reunido. Te transportan. Estás a medio camino de la tierra y el cielo. Los caballos lo saben.
No hay necesidad de urgirlos. Arrastran el sol por las alturas. Krishna sujetaba las riendas
como guirnaldas. Ni siquiera el auriga de Indra podría haber hecho lo que hizo él. Sólo
Krishna tenía aquella ligereza de ánimo en medio de la batalla. Sólo Krishna tenía aquella
risa. De sus ojos rientes me llegaban rayos de luz. Sentí mi cabeza inclinarse hacia atrás y de
mi boca surgieron gritos de guerra tachonados de risa. La tierra misma reía bajo nosotros. Se
estremecía bajo las cargas de los corceles. El sonido de centenares de juncales explotando en
llamas no era ni una centésima parte del sonido de batalla. El polvo se elevaba hacia el astro
padre, pero nadie perdía la formación. Hilos invisibles nos mantenían unidos contra la luz
amortajada.
Krishna dejó que los mellizos nos alcanzasen y nos velasen en sus nubes de polvo,
mientras el Gran Patriarca aguardaba, tenso el arco y la cuerda junto a su oreja. Caímos de
pronto sobre él desde un flanco y yo le arranqué el arco de las manos con un disparo directo.
Saltó en pedazos y los fragmentos cegaron al auriga tras él. Mis flechas abatieron el mástil.
Herí a sus cuatro caballos y atravesé la mano diestra de su auriga. Finalmente, mis flechas
atravesaron el pecho del Gran Patriarca, pero se detuvieron antes de alcanzarle el corazón,
como desposeídas de fuerza. Pensando que en cualquier momento se desmoronaría, pausé y
un proyectil me rasgó la sien. El dardo me habría matado si no hubiera sido por los constantes
caracoleos de Krishna. El Gran Patriarca permanecía en pie.
Las flechas me llegaron como meteoros. Gandiva no cesaba de pulsar. Nuestros
caballos danzaban ahora al toque de Krishna. Después, con repentino relinchar, se detuvieron.
Hubo un destello áureo: la carrera de Krishna. Krishna corría con el pelo suelto, fustigando su
ropa el viento. El látigo voló de la mano de Krishna. El Gran Patriarca comprendió.
Comprendió antes de que el chakra dejara su funda y también comprendí yo. Él depositó su
arco en el suelo del carro; yo salté y corrí.
El Gran Patriarca gritaba: “¡Abrid camino a Krishna! ¡Él es mi liberador!” Hombres y
carros se apartaron... pero se cerraban de nuevo antes de que yo los alcanzase. Mi cerebro
corría desbocado... y ahora se detuvo por completo, como arrojado al camino. El
conocimiento de mi cuerpo obró por mí. Me lanzó hacia adelante como una jabalina. Gran
Indra, gracias. Cuando el chakra de Krishna cintilaba sobre su hombro, salté y lo atrapé. Mis
brazos lo aferraron desesperadamente, aunque él se debatía y me arrastraba con él. Al caer,
me agarré a sus rodillas. Esta vez, el chakra partió girando de lado. Sollozante, le imploré. Le
hice promesas, le supliqué: él siguió arrastrándome con su avance. El Gran Patriarca
permanecía firme, invocando a la Muerte.
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“¡Krishna de los Vrishnis, Krishna Vasudeva, otórgame el morir! ¡Liberación
otórgame! ¡La bendición de mi vida otórgame!” Tenía los ojos en blanco. El chasquido de las
cuerdas de los arcos murió mientras el Gran Patriarca y yo competíamos por el oído de
Krishna. No sé de qué sílabas me serví para prometer que cumpliría mi palabra tan pronto
como el Patriarca alzara el arco. La voz de Bhishma portaba a través del campo un himno de
muerte.
“Vuelve a casa otra vez desprendiéndote de tus máculas; asume un cuerpo radiante de
gloria.”
Una sobria dicha le colmaba la voz. Entonces, elevando la cabeza al cielo, cantó con
timbre reverberante, balanceando todo su cuerpo:
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“Amba”, murmuró, con los ojos cerrados aún. “Dijo que retornaría a por mí y ha
vuelto con flechas. Pero Arjuna...”, su cabeza se irguió de golpe. No era éste un anciano. “Yo
quiero que sean tus flechas las que me acaben. No es auspicioso ser muerto por alguien que
nació mujer.” Apreté mi cabeza contra sus pies, ocultando mis lágrimas. Él me acarició la
cabeza. “Prométemelo, Arjuna. He sido privado de muchas cosas.” Se inclinó y me tomó del
moño, de forma que tuviera que mirarlo. “Al menos, eso es lo que la gente dice”, añadió con
maliciosa sonrisa. “Arjuna debería saberlo mejor que yo pero, de cualquier modo, no me
prives de mi cielo guerrero, hijo.” Puse mi mano en la empuñadura de mi espada y juré por
todas mis armas que le quitaría la vida con ellas. Me soltó el cabello.
“Amba era la mejor de todas, para que lo sepáis. Eran tres hermanas y yo las traje a
todas de un swayamvara para mi medio hermano.” Nunca habíamos oído la historia de él y
empezó a animarse. “Pero Amba se había prometido al rey Salwa y mi hermano se negó a
aceptarla. Ella se volvió contra mí como una furia y dijo que el rey Salwa ya no la querría,
que yo la había cogido de la mano y que era a mí a quien correspondía casarme con ella.
Tenía unas manos diminutas.” De nuevo la cabeza del Gran Patriarca se le hundió en el
pecho. Los recuerdos le habían hecho sonreír. “Acudió a su abuelo y le dijo: ‘Quiero casarme
con el hijo del Emperador Shantanu’. ‘Nada más fácil’, le respondió aquél, ‘conozco bien a
su Guru. Devavrata ha hecho un voto, pero no es alguien que vaya a oponerse a los deseos de
su Guru.’” Me miró a los ojos. “Yo no podía romper mi voto.” Miró alrededor y dijo en tono
de definitiva explicación: “Eso era mi vida, un voto que debe ser mantenido.” Las lámparas
de ghi revivieron. “Ello despertó la ira de mi Guru.” Se volvió hacia mí. “¿Puedes imaginarte,
Arjuna, diciéndole no a Dronacharya?” Soltó un seco chisporroteo de risa y yo reí con él. Era
como cuando me sentaba en su regazo y escuchaba sus historias mucho tiempo atrás.
“¡Negarle algo a mi maestro en las armas...!” Abrió los ojos y miró directamente los
míos una vez más. “Duras tareas te regala la vida.” Era la afirmación de alguien cuya vida
había sido un arca vacía, la defensa de una árida paz en un desierto falto hasta de espejismos.
Yo sabía que había luchado con su Guru Bhargava y entendía sus palabras. Mañana tendría
que matar a aquel que era para mí tanto Guru como abuelo.
A veces una persona piensa en ti cuando enfrenta la muerte y se pone en tu lugar. Te
da fuerza y fe en la nobleza del hombre. Puede hacer que te olvides de ti mismo. Él vio que
yo lo entendía y apartó la vista de mí. Se la llevó al pasado.
“Mi Guru tuvo que reconocer que no podía vencerme, así que me abrazó y nos
tambaleamos de risa. Esto fue lo peor de todo para Amba. Ella era el orgullo encarnado y no
soportaba la risa. No pudo seguir soportando la vida. Se arrojó al fuego, haciendo voto de que
me mataría en la próxima vida. Siempre tuvo el acero del guerrero.” Dijo esto cavilosamente.
Fue la única vez en mi vida que lo vi resplandecer de admiración por una mujer. ¿Es que el
corazón del Gran Bhishma había sido conquistado por el de la fogosa Amba, pues? Quizás
era su modo de decirnos, antes de partir, que tenía sentimientos de los que nosotros nada
habíamos llegado a saber. Quiso decir, creo yo, que nos amaba mucho más de lo que se había
atrevido a demostrar.
“Arjuna, nadie en los tres mundos, aparte de ti o Krishna, puede matar a Devavrata,
hijo de Ganga. No le dejes esa lucha a Sikhandin y recuerda que he jurado combatir por
Duryodhana, así que no creas que te pondré las cosas fáciles.” Cuando partimos de allí, se
había introvertido una vez más y estaba sentado, con los ojos cerrados. Silenciosa tenía yo la
mente y la batalla en mi interior había terminado.
Hay veces en que las palabras no sirven, ni siquiera las lágrimas, ni los ritos, ni los
himnos. Tu espíritu mana dentro de ti como una música que, tímida, rehuyera crear. La
dulzura conquista a la tristeza y la porta a un mundo más allá del alcance de la mente. Si los
hombres pudieran vivir en él, toda contienda se fundiría: la vida como los kshatriyas la
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conocen se desharía como los sueños al alba. Mas, si así fuese, lo mismo le ocurriría al resto
de la vida, porque la vida exige poder de formación. Substancia exige el día de los ensueños
de la noche.
Toda la noche yací en paz, como en los brazos amorosos de alguien: a ratos me
parecían los del Gran Patriarca, a ratos creía que debían de ser los de Madre Durga. No le
recé a Ella. Ella no necesita plegarias cuando el conflicto está resuelto, cuando la paz es
absoluta. Ella te acuna. Y la guerra es otro de sus modos de traer la paz.
Cuando has pasado una noche como ésta, el día amanece radiante. El lago junto al que
acampábamos estaba undoso con una brisa que lo teñía de plata; el dios del viento paseaba su
sonrisa por la superficie del agua y le soplaba besos secretos. Las piedras estaban pulidas por
el cristal líquido del lago y las llamas sacrificiales se elevaban sin humo y auspiciosas. Los
himnos que sacerdotes y guerreros entonaban surgían de corazones pletóricos, de potentes
gargantas. De pie, los soldados miraban adorantes al sol. Algunos cruzaron los brazos sobre
el pecho y otros se tocaron los ojos. Y aun otros se inclinaron en yóguicas posturas, frescos y
resplandecientes los cuerpos del baño, húmedos los cabellos y las pestañas. Sentí el cuerpo en
perfecta armonía y en la mente un sonido como de danza de abejas.
Había llegado el momento de hablar con Sikhandin y Krishna lo trajo a mi tienda.
¿Cómo narrar lo que ocurrió entonces? Podría decir que Krishna permaneció sentado, con las
piernas cruzadas en el asiento, y habló; que Sikhandin se movió arriba y abajo; que yo me
quedé junto a la entrada del pabellón, mirando primero al lago para conservar mi estado
interior y volviéndome después hacia él. Era curiosidad lo que me portó de un mundo al otro.
Sikhandin había nacido niña; su madre lo ocultó y un Yaksa del bosque lo ayudó a volverse
varón. La primera vez que lo vi fue en el swayamvara de Draupadi y fue entonces cuando oí
la historia; pero fue el hermano mellizo de Draupadi, Dhrishtadyumna, erguido en su orgullo
junto a la hermosura de su hermana, quien atrajo nuestras miradas aquel día.
Cuando Krishna le dijo a Sikhandin cómo debía cabalgar delante de mí para que el
Gran Patriarca depusiese las armas, sentí dolor, un cuchillo urgándome el corazón.
Contemplé a Sikhandin. Noble era su frente. Su cuerpo y su cabello radiaban. En combate,
uno podía tener la certeza de que siempre lo hallaría a su lado cuando tuviese necesidad de él.
De la pira funeraria a la matriz, había portado todo su odio... del que la mitad era amor.
Vi que no le gustaba lo que le pedíamos. Tenía que hacerme de escudo. Ningún
guerrero escoge hacer de señuelo. Krishna le recordó entonces que el peligro al que estaría
expuesto sería mayor que el de cualquier otro, con todo el ejército Kaurava tras él. Así que
aceptó y dejó la tienda. Me volví hacia Krishna y le dije: “Yo odiaría hacer eso también.”
“El Gran Patriarca amó a Amba y ella, asimismo, lo amó”, repuso. “Es el amor de
Amba lo que lo liberará. El amor de Amba arrojará las flechas de Sikhandin, pero las tuyas
son las que deben matar. El amor puede realizar su obra a través del odio. Leyes superiores
pueden servirse de lo que tienen a mano para imponer su realidad.”
Bhima y yo guardábamos las ruedas del carro de Sikhandin. Creí que el Gran
Patriarca no tenía más sorpresas para nosotros. En su último día, me demostró que estaba
equivocado.
No había manera de confrontar a Bhishma. Donde nosotros estábamos faltaba él. Su
carro de plata se escabullía como si sus brutos se rieran de nosotros. Sus tropas se
arremolinaban alrededor, creando pantallas de polvo. Y desde detrás de todo ello, el Gran
Patriarca exterminaba más hombres que el día anterior. Era su manera de pagar la sal comida.
El Gran Patriarca pagó sus últimas deudas el décimo día, la que tenía con Duryodhana
y la más antigua, la de Amba. Cuando las flechas de Sikhandin golpearon el carro de
Bhishma, éste se acarició la barba como para combatir su ira. Elevó su blanca cabeza y clamó
a los cielos:
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“No lucharé con Sikhandin.”
“¿Por qué no?”, bramó el joven. Alrededor, toda lucha pausó.
“Arjuna, estoy esperando.” El Gran Patriarca estaba ante mí, oculta su flecha por su
propia punta de cabeza de serpiente. Era la forma de esperar del Gran Patriarca. Mi mano se
abrió. El chasquido de la cuerda de mi arco sonó hueco en mi oído. La saeta silbó junto a la
diadema de Bhishma. Su mano se elevó a la aljaba.
“¡Delante”, gritó Krishna al auriga de Sikhandin. “¡Escúdanos, escúdanos!”
Sentí ira y vergüenza.
“No lucharé con Sikhandin”, y la mano del Gran Patriarca que sujetaba la flecha
cedió.
“¿Por qué no? ¡¿Tienes miedo de mí?!”
El auriga del Gran Patriarca había girado en redondo y el viento nos trajo la respuesta
a las palabras de Sikhandin. Y rebotó en los corredores del tiempo.
“Tú eres aún la criatura que Dios hizo de ti cuando naciste.” La frase estaba dicha con
amor, pensé. Desde detrás vi a Sikhandin tensarse. Sus dedos se abrieron... una flecha
atravesó el pecho del Patriarca por debajo del hombro.
“Arjuna, hijo, son tus flechas las que estoy esperando.” Esto enfureció a Sikhandin.
Hizo llover sus andanadas sobre el Gran Patriarca con una destreza que no le había visto
nunca y el arco en permanente y completa tensión. Pero Bhishma lo ignoró y, llamándome,
trató de calentarme la sangre. Me arrojaba palabras como flechas.
“Eres un kshatriya. Pórtate como tal.”
El viejo hábito de obediencia aún prevalecía, su voz hechizaba las flechas de mi
carcaj, que hacían diana.
“Despacha mi alma, Arjuna. Eres tú quien ha de hacerme partir. Krishna y tú sois mis
libertadores. No me prives de...” Su cuerpo se dobló y las rodillas le fallaron. Aferrándose al
mástil, gritó triunfal: “Así son las flechas de Arjuna. Pican como escorpiones. Venenosas son
como serpientes.” Lentamente, se deslizó hasta el suelo gritando en éxtasis victorioso de
dolor: “No pueden ser las de Sikhandin. Estas flechas saben a Arjuna. Se beben mi sangre.
Como cangrejos que pinzan la carne de su madre, están devorándome.”
El chasquido de la cuerda del arco murió en mis dedos. Olas de silencio me
respondieron. El campo de batalla esperó. Podían oírse incluso las banderas lejanas
fustigando el viento. Miré al Gran Patriarca. Bhishma se irguió despacio. Todo el mundo se
inclinó para escuchar. Oscuridad se abrió entre su barba y las palabras surgieron.
“Arjuna, deja de ocultarte detrás del hermafrodita. Adelántate.” Sacó la espada y
embrazó un escudo pulido. Vi el destello guerrero llenarle los ojos una vez más. Quería estar
seguro de morir por mi mano. Pero estaba acribillado de flechas, no tenía necesidad de más
heridas. Chorros y goterones de sangre le corrían por brazos y piernas. ¿Cómo podía
mantenerse de pie? “Ven, Arjuna, toma un escudo.” Dejó la espada y agarró una jabalina.
“Esto te envío.” El guerrero en mí se hizo a un lado. El proyectil golpeó mi escudo y me
sacudió hasta los huesos. Los hombres de ambos bandos elevaron sus hurras, pero
quedamente. Nos vitoreaban a ambos, por algo que nosotros representábamos y que apenas
comprendíamos. Me agaché tras el escudo y tomé la jabalina que Krishna me tendía. El Gran
Patriarca la recibió en su hebilla. Débil como estaba, le hizo tambalearse. “Más cerca, hijo
mío, ven más cerca”, me dijo. “Ambos tenemos brazos para la espada. ¿Por qué te mantienes
a distancia?” No quería tener que tajar al Gran Patriarca y tomé otra jabalina. Antes de poder
decidir qué hacer con ella, sentí mi brazo izquierdo sacudido desde el hombro y un calor me
fluyó desde el angada hasta la sangradura del miembro. Este disparo llegó con las últimas
fuerzas de Bhishma. Aferré otra jabalina y se la lancé al pecho. Nueva energía me recorrió el
brazo y el hombro, y me preparé para atacar otra vez. Mi tercera lanza le atravesó la
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armadura por debajo de la clavícula. Él se hundió y, cogiéndose al mástil, se colapsó. Perdió
el escudo, que giró repicando hasta asentarse, y se desmoronó de la plataforma.
Desde cada rincón partió la noticia de que el Gran Patriarca había caído. “¡Pitamaha
ha caído!” El Gran Patriarca había caído de su carro. Era como si el Padre del universo, el
Creador del mundo hubiese caído en el polvo. Los tambores y caracolas comenzaron un
sonido incierto, y murieron. Las caracolas de la victoria no tenían sentido aquel décimo día.
Yo había matado a Bhishma. Había violado el Dharma de una manera que me hacía
sentir como si hubiese saltado de un acantilado y estuviese cayendo, cayendo, cayendo. El
otro Dharma del que Krishna hablara no extendía red ninguna para mí. Una vez se hace
brecha en el Dharma el caos se precipita por ella: imposible es saber qué ocurrirá después.
Acaso Krishna encontrase sentido en todo aquello; yo no podía. Desde mi mismo nacimiento,
mis padres habían observado el Dharma kshatriya. Cuando mi padre disparó al rishi que
tomará forma de ciervo, pagó la consecuencia dhármica y murió de acuerdo con la maldición
de su víctima, haciendo el amor con Madri.
Creo ahora que lo que me salvó de la locura fue ver llorar a Krishna. Le rebosaban los
ojos cuando me miró. No podía hablar. Parecía querer decirme algo. “Vamos a él.” Hice
gesto de moverme, pero él me retuvo agarrándome el brazo. Me volví para mirar adonde él
miraba. El sol se había hundido y había muchos colores en el cielo, franjas de malva y rosa y
naranja fluyendo hacia lejanas vastedades. Un grito escapó de mí. Con lento y majestuoso
aleteo llegó un par de cisnes manasarovara, como naves que baten el océano del aire... luego
otro par, y otro. De los remolinos del viento venían y venían, con señorial movimiento, en
ritmo perfecto. Descendieron sobre el campo y se deslizaron hacia el Gran Patriarca. Krishna
dijo que eran dioses enviados bajo este aspecto por Madre Ganga.
“Han venido demasiado pronto, sin embargo. Su espíritu no partirá hasta que el sol
alcance el Uttarayan.”
“¡Pero faltan cincuenta días para eso!” ¿Debía el Gran Patriarca, pues, sufrir en su
lecho de dardos hasta el Solsticio Septentrional?
Hallamos al Gran Patriarca yaciendo en las flechas con que lo habíamos atravesado.
Tenía los ojos cerrados. Los cirujanos se cernían sobre él. Por todas partes alrededor había
asistentes que portaban instrumentos, bálsamos y vendas, y se apartaron para abrirnos paso.
El auriga del Gran Patriarca lo había acostado. Extendió las palmas y miró al cielo.
Despidió a los cirujanos y nos hizo llamar. Ya no era Devavrata, ni era el Gran Patriarca. Ya
no era Bhishma. Era por fin aquello de lo que sólo habíamos oído hablar. Era un Vasu que
retornaba a los Vasus. Su karma estaba agotado. Sus hermanos Vasus lo esperaban con Madre
Ganga, entre los picos de la Morada de las Nieves. Uno estaba tentado a pensar que, habiendo
salvado la corona y mantenido tanto tiempo la paz, habiendo gobernado el tesoro, aconsejado
a los reyes y soportado a Duryodhana, además de sus votos severos, podría haber partido con
menos penalidades, con tapasya menos atroz. Pero él insistió en que mis flechas fuesen su
último lecho. Contemplé con pavor el monstruoso espectáculo y no pude ni hablarle ni llorar.
Los guerreros de los carros de ambos bandos formaban ahora un muro compacto
alrededor. Los cirujanos habían vuelto a acercarse, pero él los detuvo.
“Físicos, estad en paz. He logrado la meta del kshatriya. Éstas son las flechas de
Arjuna que me llevarán al cielo. Me acompañarán hasta el fin.” Los físicos hicieron
pradakshina y se retiraron. Levanté la cabeza para hallar a Duryodhana, bañado en lágrimas.
Karna estaba junto a él. Nuestros ojos se encontraron y las miradas rebotaron una contra otra.
El dolor de Karna lo había dejado desnudo. Éste era un hombre que yo no había visto nunca.
Era como cuando nos encontramos en tierra de nadie para fijar el código de batalla y tuve que
apartar la vista para no caer de pronto en un sentimiento de amistad hacia él.
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“Arjuna.” Era el Gran Patriarca. “No quiero sus almohadones de seda. Hazme un
apoyo para la cabeza digno de un guerrero.” Krishna le sostuvo la cabeza mientras yo hincaba
tres profundas flechas en el suelo. Sobre ellas reposó la cabeza de Bhishma. Cuando volví a
alzar la mirada, Karna había apartado el rostro. Los ojos del Patriarca se movieron de lado a
lado.
“Os estoy agradecido, Señores de los Hombres, que os habéis congregado para la
caída de Bhishma.” Sonrió y, con cortesía, nos preguntó cómo nos encontrábamos.
Después, tal como había hecho toda su vida, nos habló de paz. “Duryodhana, hijo
mío, que la caída de tu Comandante sea la base de un siglo de paz.” El muro de hombres se
cerró para escucharlo. “Cuando parta, que la paz deleite a tu pueblo. Que un rey abrace a
otro, un primo a otro, a los sobrinos los tíos.” Los hombres alrededor exhalaron, un suspiro
común de nostalgia. Duryodhana lloraba e inclinó la cabeza para tocar los pies del Gran
Patriarca. “Da la mitad de tu reino a los Pandavas.” La cabeza de Duryodhana no se levantó,
se tensó por el contrario. Siguió un silencio de repudio. Por fin, se irguió para realizar la
pradakshina y permaneció tras la cabeza de Bhishma, donde éste no pudiera verlo.
Por un rato, no hubo más que silencio, como una bendición. Después, como un
suspiro:
“Krishna.”
El Gran Patriarca parecía dormir. Su pecho, cargado del peso de las flechas, se
elevaba y contraía.
La noticia se difundió rápida por el país: el Gran Patriarca había caído. La noche
avanzaba mientras hombres jóvenes, muchachas, ancianos y niños venían, como si todas las
criaturas del ancho mundo se congregasen para saludar la puesta de un sol que no volverían a
ver jamás. Los armeros, músicos, cocineros, artesanos, los lavanderos y los sirvientes y los
físicos, acudieron para un último darshan. Los soldados vinieron sin sus espadas. Ambos
bandos se aproximaron juntos, dormida toda enemistad. Todos pasaban en fila rodeándonos.
Tres veces la fila del pueblo nos rodeaba para extenderse por el campo de batalla
oscureciente. Toda la noche y toda mi vida habría de oír aquel sordo arrastrarse de los pies
por el polvo negro de sangre. El Gran Patriarca lo soportaba como un dios de la paciencia.
Pero en mi mente yo le oía decir: Mi cuerpo es un solo fuego y siento un desvanecimiento en
todo mi ser. Sus labios se abrieron:
“Agua, Arjuna.” Un centenar de manos ansiosas empezaron a ofrecerle agua. “Arjuna,
tú eres quien sabe qué agua necesito yo.” Guarda silencio ahora, dijo dentro de mi mente y
me mostró dónde debía disparar mis flechas. Oí el mantra e hinqué tres flechas hondas en la
tierra, un poco a la derecha de Krishna. Agua dulce brotó del pecho de Madre Ganga para
lavarle el rostro y colmarle la boca. Bebió y habló para que todos los oyesen: “Duryodhana,
haz la paz antes de que más de tus hermanos mueran. Pacta la paz y vive en armonía.” El aire
penetraba en él con dificultad y silbaba al salir como serpientes heridas. Aun en su dolor
hablaba de paz. “Fructífera será para el futuro de vuestras dinastías. Rendid la ira.” Los ojos
de Duryodhana estaban secos. Pasado un rato, el Gran Patriarca suspiró. “Así sea.”
Gradualmente, levantó la mano. Era un gesto de despedida.
Me senté con las piernas cruzadas junto a su cabeza y me incliné sobre él. Tenía tan
prietos los labios como los ojos. Sentí un silencio acumularse en mi mente. No era un silencio
vacío.
“Arjuna, cuando haya dejado este cuerpo, no pierdas el tiempo con remordimientos.
Tú me has liberado. He estado esperando esto desde mi nacimiento. Éramos los Vasus y
había ocho de nosotros. Nunca quisimos venir a la Tierra, pero acciones de otras vidas nos
hicieron volver. Teníamos que venir. Nuestra Madre Ganga liberó a mis siete hermanos en
cuanto nacieron. Mi padre juró que nunca cuestionaría sus actos. Estaba enamorado de ella y,
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olvidando que era humano, tal cosa prometió.” Hubo una pausa que fue un suspiro. “Hay un
hambre que es mayor que el ansia por una mujer profundamente amada. Uno aprende a
conocerla después de hacer el voto. Es el hambre de hijos. Ganga es una diosa que no puedes
sujetar a la humana necesidad. Cuando mi padre le preguntó por qué arrojaba sus criaturas al
río, la vida fluyó de ella.” En mis pensamientos vagué por los instantes de su vida hasta que
él me reclamó. “El día en que me llamaste padre, esa hambre se apaciguó en mí.” Tales
palabras me hincaron dardos de silencio en el alma. No podía hablar ni pensar. Tenía una
dulzura en la mente, mi corazón estaba envuelto en seda y, mientras le acariciaba la mano,
imaginaba Hastina sin él. Íbamos a matar a los hijos de tío Dhritarashtra y el Dharma de mi
hermano lo obligaría a servir a nuestro tío como un hijo. Mi corazón se rebeló. ¡Nunca más
para mí la parafernalia de un rey! ¡Nunca más los tronos tachonados de gemas y las
invitaciones a partidas de dados! Antes vagaría toda mi vida como un yati de peregrinación
en peregrinación y, al final, ascendería a la Morada de las Nieves hasta que me desprendiese
de mi forma. Mejor yacer sobre flechas que dormir en lechos dorados con un ojo puesto en la
puerta y el oído escuchando al mensajero que te llama a la partida de dados otra vez. Si sólo
pudiese irme a Dwaraka con Krishna.
“Hay otra suerte de voto, un propósito que traemos con nosotros a la vida”, dijo el
Patriarca en voz alta. “Tú eres un Pandava, uno de cinco. No puedes cortarte un dedo sin
dañar la mano a la que pertenece y a ti mismo. Tú naciste con un propósito. No debes
traicionarlo. Krishna mismo te lo dirá.”
Mi mente quedó en calma como si el Gran Patriarca se hubiera retirado. La rebelión
refluyó. Y cuando se hubo agotado, la voz de Bhishma en mi cabeza comenzó otra vez. En el
Primogénito está la semilla. Pero sin Arjuna nunca prosperará. Es mejor morir haciendo lo
que debes que vivir realizando la tarea de otro.
Hubo un silencio dentro del silencio, como si el alma del Gran Patriarca viajase hacia
lo alto. Me arrastraba con ella al remontar el vuelo. Las palabras eran más débiles ahora,
como si nos acercásemos a una región donde el lenguaje fuese vacío. Pero otra cosa cobraba
fuerza, una presencia ante la que se inclinaban los dioses.
Las estrellas habían salido. El mundo aguardaba. El Gran Patriarca movió los labios.
“Dame de beber otra vez.” Le di agua. Bebió el espíritu de su Madre, que había venido a él.
Y ahora la sentí cerca. Era su mantra el que había disparado mis flechas para hacer brotar el
agua oculta en el terreno.
Toda la noche ardieron los fuegos sacrificiales, fueron ofrecidas oblaciones y cantados
los himnos.
La mañana nos trajo a los mensajeros de Duryodhana, portadores de insultos:
Bajo el liderazgo del Santo Brahmín Dronacharya, las fuerzas Kaurava nos
aplastarían, destrozarían hasta el último carro y su ocupante. El campo del Kurukshetra
quedaría cubierto de nuestros miembros cortados. El nombre de Arjuna sería maldito para
siempre jamás por haber matado al Gran Patriarca, el hombre más noble que hubiera vivido
nunca y que se había negado a sí mismo, por el bien del reino y de todo el pueblo, las
legítimas recompensas de la vida. Nuestro nombre sería vilipendiado y se le consideraría
sinónimo de la más baja traición. Teníamos que prepararnos para caer en las fauces abiertas
de Yama. Nuestro sacerdote haría bien en empezar a practicar todos los himnos fúnebres.
Las amenazas apuntaban principalmente a mí, pero lo que yo oí por encima de todo lo
demás fue que Dronacharya había sido escogido como Comandante. Nunca habíamos dudado
de que Karna sucedería al Gran Patriarca. Dronacharya era un hombre más fiero que Karna y
poseía todos los astras.
Era mi Guru. Ahora tenía que disponerme a matarlo a él también.
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Como todos los mensajeros que nuestro primo enviaba, éste mantuvo un ojo puesto en
Bhima, no fuera que la provocación lo enfureciese hasta el punto de golpearlo. Pero los
mensajeros son sagrados. Dimos órdenes de que fuera alimentado y que recibiese buen vino...
un vino que le gustó tanto como para contar esta historia:
Cuando Duryodhana pidió a Karna que escogiese una vyuha para el undécimo día,
éste dijo que había estado apartado del campo de batalla demasiado tiempo para conocer
nuestras tácticas. Dronacharya habría de servir mejor a Duryodhana como Comandante... y le
cedía su posición. Los relatos de la nobleza de Karna me irritaban. Odiaba hallar en él alguna
bondad.
El mensajero Kaurava bebió tanto vino que pronto nos dio más noticias de las que nos
habíamos atrevido a esperar. En la medida en que pude reconstruir la historia, Duryodhana
había cubierto a Karna de tantos elogios cuando cedió ante nuestro Acharya que Drona,
picado en su orgullo, delante de todos los hombres, con gran ostentación y como un dios
dadivoso, invitó a Duryodhana a pedir cualquier deseo que quisiese. La ejecución del mismo
sería su acto inaugural como Comandante Kaurava. El oropel de semejante ofrecimiento nos
habría hecho reír de no haber sido por la petición de Duryodhana: “Captura vivo a
Yudhisthira.”
Dronacharya dijo que su labor era dar muerte en el campo de batalla, no jugar al gato
y al ratón. ¿Y para que quería Duryodhana vivo a nuestro hermano? Lo quería, dijo, para
jugar otra partida de dados con él, de forma que pudiera enviarnos al exilio en el bosque trece
años más.
Lo que el mensajero había temido acabó entonces por ocurrir: Bhima saltó sobre él
para estrangularlo. Tuvimos que sacárselo de encima, pero no antes de que Bhima le encajase
una patada en el trasero que hizo a Yudhisthira gritar:
“¡Por Dios, es sagrado, es un mensajero! ¡Estoy avergonzado de ti!”
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CAPÍTULO 8
El de hoy era otro campo de batalla, una caverna vacía y oscura sin su león. El
Dharma había partido de él. Lo pesado de la atmósfera habría aplastado mis fuerzas, si no
hubiera sido por la bandera de Karna, tremolante en la brisa. Su emblema del elefante volaba
muy por encima del resto de las oriflamas y se movía con la gracia perezosa que formaba
parte de la arrogancia de Karna.
Aun antes de que las caracolas sonaran, sentí una desesperada necesidad de
destrozarla. Duryodhana era un perverso patán, pero sin Karna para provocarlo y apoyarlo
ninguno de nosotros estaría aquí y el Gran Patriarca no yacería sobre flechas.
“No puedo esperar”, le dije a Krishna, “a borrar esa bandera de suta.”
“Todo el mundo lo sabe y eso es todo lo que voy a dejarte hacer, porque vamos
directo a Dronacharya.” Yo era un tigre acorralado y exploté.
“¡Diez días he esperado y parecerá que huyo de él!”
“Incluso aunque todo el mundo te mirase -cosa que no es así-, esta guerra no es para
proteger tu vanidad, sino para devolverle el reino a tu hermano mayor. Hemos de ver muerto
a Dronacharya antes de que cautive a Yudhisthira. Su destino no es pasar otros trece años de
exilio en el bosque.”
“Si su destino...”
“A menos que tú lo escojas así.”
“Dronacharya nunca se rebajará a eso.”
“Eres un crío absoluto en lo que a Drona concierne. No tiene que rebajarse a nada. No
tiene más que capturar a tu hermano y hacer entrega de él. Duryodhana y Sakuni, sin
rebajarse, jugarán otra partida de dados con él y lo mandarán al bosque.”
Vi que el rostro de Krishna era una puerta cerrada para mí.
“Si Bhima se hubiera aguantado el golpe un minuto más, nos habríamos enterado de
sus planes”, insistí.
“Según nuestro beodo amigo, Dronacharya, como un dios, otorgó delante de todos los
generales el don de capturar a Yudhisthira. Cuando Drupada lo humilló, pasó años de su vida
preparándoos para llevar a cabo su venganza. Su vanidad es casi peor que la tuya.”
Éstas fueron las palabras más duras que había recibido nunca de Krishna. No me
apaciguaron, sino que alimentaron el fuego de mi ira.
“Sea como sea, mataré a Karna.”
“Primero a Dronacharya.”
“No.”
“Te digo que el camino a la muerte de Karna pasa sobre el cadáver de Dronacharya.
¿No te das cuenta de que debe de haber jurado guardar la vida de Karna con la propia?”
Krishna conocía los corazones de los hombres. Fue Virata quien combatió a Karna en
el primer enfrentamiento del día. Dronacharya se precipitó hacia nosotros como una
ciudadela fortificada por todas partes y escupiendo flechas a derecha e izquierda. Carro tras
carro seguía su estela. Los guió directo hacia el Primogénito con su energía, un cordón de
plata que uno no podía ver pero sentía. El hijo de Karna estaba cerca de él y habría
atravesado nuestras líneas, si no lo hubiera detenido el hijo de nuestro Nakula.
Por la comisura del ojo vi que tío Salya había caído sobre Abhimanyu, que lo privó de
sus caballos y de su auriga. Debió de provocarlo verbalmente, porque Salya corrió hacia él,
gritando, con la maza alzada y el rostro desencajado. Aunque Abhimanyu se reía, no era
asunto de risa, porque su oponente era como Bhima con la maza y uno de los tres mejores
luchadores del país. En lugar de dispararle, mi hijo se permitió mofarse de él. Perdió
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demasiado tiempo riendo y, cuando finalmente se llevó la flecha a la oreja, tío Salya había
saltado ya y le destrozaba el arco. Krishna y yo corrimos hacia allí, pero Bhima llegó
primero.
Corrió la nueva y todo combate cesó alrededor. Bhima agarró a tío Salya por la pierna
y con táctica de lucha libre lo tiró del carro.
“¡Pelea con alguien de tu tamaño!”, gritó mientras ambos se movían en cautos
círculos uno alrededor del otro. “Lo Kauravas y tú tenéis ideas parecidas de cómo tratar a un
sobrino.” El rostro de tío Salya era mortífero. Dio un amplio golpe con la maza; Bhima lo
eludió. El tío se le acercó rugiendo. Los dos continuaron trazando sus tremendos mandalas.
Estaban tan equiparados que la tensión mantenía invariable la distancia entre ellos. Bhima,
cuando vio que tío Salya se había dominado, empezó otra vez.
“¿Por qué no compones un shastra con tío Dhritarashtra sobre cómo tratar a los
sobrinos?” Los soldados dejaron oír murmullos de mofa y Salya golpeó otra vez. Su maza se
destrozó contra la de Bhima. Sin una mirada, agarró la nueva maza que le tendió su auriga. Se
movieron en círculos más estrechos ahora, maza contra maza. El ardor rabioso de tío Salya se
había consumido; mostraba un rostro frío y letal. Las mazas estrepitosas sonaban como
truenos, excepto cuando hallaban carne y hueso. A mí nunca me había gustado esta arma, y
menos que nunca ahora. El tío descargó un golpe en el hombro derecho de Bhima y,
entonces, girando sobre sí mismo, se apartó. Vi sangre brotar del rostro de Bhima. Éste
mantuvo su posición y se burló: “¿Con qué te ha cebado Duryodhana para ponerte fuerte?”
Salya dio un gran salto en el aire para aplastarle la cabeza a Bhima con la maza. Pero Bhima
lo evitó y el arma golpeó la propia rodilla de su oponente, que cayó de hinojos. Mi hermano
se le vino encima, aullando, pero tío Salya le hizo una zancadilla. Los hombres empezaron a
instigarlos.
“¡Bhima de cintura lobuna!”
“¡El Tigre de Madra!”
“¿Creíste que te harían Comandante?”, lo azuzó Bhima. “También a ti te engañaron.
¿Es que no aprendiste nada de la partida de dados? ¿Te fiaste de ellos?” Y todo el tiempo
tejían mandalas de combate uno en torno a otro. “Tenías que habernos preguntado a nosotros,
tío, te habríamos avisado. Los Kauravas no son demasiado honestos. Lo suyo son ciertos
trucos sucios. Sus diversiones son sospechosas. Las casas en las que te meten arden de
pronto. Yo no me fiaría de ellos, tío.” Las tropas Kauravas reían también. Animado por ello,
Bhima lo arrulló: “Ven, Comandante Salya, que te dé un beso.” La maza de Bhima encontró
el angada de su rival.
“¡Devuelve el beso!”, chillaron los Kauravas. Algo ocurrió entonces más rápido de lo
que mis ojos pudieron seguirlo. Oí el ruido y vi la centelleante espiral del hilo de cobre que
adornaba la maza de Bhima saltar al cielo. El movimiento poseía tanto la belleza de
repentinos fuegos de artificio como la audacia de una exhibición acrobática, pues la maza de
tío Salya salió volando por encima de su hombro y, después, voltereteando, se elevó y trazó
un arco a través de una nube antes de caer otra vez. Uno de nuestros soldados corrió a cogerla
y la entretuvo en malabarismos que despertaron fuertes aclamaciones.
Sin sus armas ahora, Bhima y Salya se acecharon en círculos precavidos. Entonces
Bhima cayó sobre su enemigo y empezó el combate con manos desnudas. A un nuevo timbre
se elevaron las voces. Bhima, hundida la cabeza, tenía a tío Salya en su abrazo del oso. Su
rival trataba de liberarse. Hinchados los bíceps, las venas del cuello y las sienes parecían a
punto de estallar. Tenía los brazos pegados a los costados y Bhima lo sujetaba con una presa
de piernas. Parecía que no podía durar, porque la fuerza de los brazos de Bhima era capaz de
cortarle a cualquiera la respiración. El rostro de tío Salya se amorató por la congestión, pero
éste no había conquistado sin motivo su reputación de luchador. Se arrojó sobre su espalda,
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flexionó las piernas y pateó con ellas hacia arriba. Bhima voló por detrás de él, girando justo
a tiempo para saltar sobre sus manos en lugar de caer de cabeza. Volvieron a arrostrarse y, en
agachada posición defensiva, aguardaron. Bhima entonces hizo el salto del tigre, pero tío
Salya era más rápido. Al echarse a un lado, Bhima perdió la presa en él antes de tenerla bien
establecida y se tambaleó hacia atrás. Su enemigo cargó contra él para embestirlo con la
cabeza, pero antes de que pudiera hacerlo Bhima se había recobrado. Flexionadas las piernas
y firme como un peñasco, hizo presa en el cuello de Salya. Éste deslizó una pierna tras la
rodilla de su rival, lo empujó y ambos se desplomaron retumbando al suelo. Tío Salya quedó
encima de mi hermano.
“¡Bhima, hijo de Pandu!”, gritaron los hombres. “¡Bhima, Bhima, Bhima!”
Hinqué los dedos en el brazo de Krishna sin saber lo que hacía. Bhima, que acabara
con Jarasandha de Magadha y estrangulase a Kichaka, yacía desvalido. Pero, de pronto, rodó
hasta montarse sobre tío Salya y le apretó la tráquea mientras se agarraba a su espalda con las
piernas. Ahora tenía que terminarlo. Empecé a respirar otra vez. Habíamos oído siempre que
Balarama y nuestro tío Salya eran los dos únicos que podían encontrarse con Bhima en la
palestra, pero yo no lo había creído hasta ahora.
Salya consiguió liberar una rodilla y giró hacia un lado. Rodaron sobre la mugre una y
otra vez, primero con Bhima encima y Salya después. Bhima empezó a golpear la cabeza de
su rival contra el suelo. La sangre manó al polvo. Las cabelleras de ambos contendientes
estaban sucias de la mezcla. Intentaban levantarse, sujetos uno en la presa del otro,
tambaleándose adelante y atrás. Ahora Bhima tenía un pulgar en la tráquea de Salya. Los
brazos de nuestro tío cayeron a sus costados y luego él se desplomó como lino. Bhima mismo
tartaleó hacia un lado, golpeándose con el puño el pecho abierto. Pero antes de que pudiera
tornarse para acabar a tío Salya, el carro de Duryodhana se llevó al caído.
Sonaron las caracolas. Tambores y címbalos se volvieron locos.
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CAPÍTULO 9
Krishna y yo nos disfrazamos para cruzar las líneas aquella noche, armados con arcos
y espadas Trigarta, embozados en nuestras ropas. El hombre que nos precedía dijo: “Arjuna
muere mañana.” Krishna se lo murmuró al centinela y lo siguió. Creí que el centinela me
reconocía, así que dije rápidamente: “Arjuna muere mañana.” Pero aquellas palabras me
pusieron la carne de gallina.
El campamento estaba silencioso, pero la contraseña era un eco en la gruta de mi
cabeza vacía. Miles de hombres habían dicho: “Arjuna muere mañana.” Tiempo atrás
Dhaumya me había explicado que es la repetición lo que da fuerza al mantra.
El lugar estaba cubierto de hombres sentados sobre la hierba sagrada de kusa y
muchos más venían detrás de nosotros. Los Malavas, los Tundikeras, los Mavellakas, los
Lalitthas y Madrakas... todos habían acudido a hacer el voto. Miré alrededor
encubiertamente, me senté después y cerré los ojos. Ésta era otra suerte de batalla. Una
pesantez descendió. Podría haber perdido los sentidos entonces, si Krishna no me hubiera
posado la mano en el brazo.
Por todas partes en torno a nosotros, los hombres se frotaban el cuerpo con ghi.
Krishna me pasó el cazo. Me esparcí ghi por el pecho despacio, como uno se lo haría a un
cadáver. Algo más allá, los sacerdotes cantaban bendiciones ante el fuego sagrado y oí una
voz elevarse por encima de todas las demás:
“Si huimos del campo o volvemos de la batalla mientras Arjuna vive, que todos
descendamos a los reinos oscuros del Infierno.” Miles de gargantas lanzaron la desafiante
cantinela a los cielos. Los astros escuchaban. Sentí desjugado mi coraje, como agua que
escapa de un jarro resquebrajado.
“Que aquellos que huyan merezcan el castigo de los asesinos de brahmines, las
regiones a las que descienden los discípulos que duermen con las mujeres de sus gurus.”
Me estremecí.
“Los reinos que heredan aquellos que comen la sal de un rey y se muestran desleales.”
“Los reinos que heredan aquellos que se permiten la lujuria los días de sraddha.”
“Los reinos de aquellos que degradan su Atman.”
“Los reinos de aquellos que abandonan el fuego sagrado y a sus padres y que yerman
un campo fértil.”
“Los reinos que heredan los asesinos de los que acuden a ellos buscando refugio.”
¿Por qué me había traído Krishna aquí?
Krishna estaba sentado en profunda meditación. Contemplé el campo. Había una
terrible belleza en las lámparas innumerables, parpadeantes, que encendían los rostros de los
juramentados. La brisa nocturna las inclinaba hacia el este. Los hombres empezaron a desfilar
ante la llama sagrada. Tocaron agua con los dedos. Krishna me puso su palma derecha en la
espalda. Sentí calor y un hormigueo en la espina dorsal. Luego, desde su base, ascendió un
constante fuego. De pronto, mi fuerza revertió. Animó mi cuerpo, mente y corazón.
Internamente hice el voto: Arjuna vive mañana. Arjuna pelea mañana y nadie lo acabará.
Sabía ya por qué me había traído Krishna.
Cruzamos las líneas de vuelta a nuestro campamento.
51
Nada pudo detener a nuestro Guru después de aquello. Estaba en todas partes.
Nuestras fuerzas tuvieron que dispersarse. Emergiendo del caos, Bhima hizo girar en redondo
su carro para enfrentar al enemigo, gritando a la caballería que lo siguiese y dando la vuelta a
la batalla con ello. Nosotros llegamos, en aquel momento, del sur del campo para darle apoyo
y hacer retroceder a Drona. Nada debería habernos detenido entonces, pero Bhagadatta lo
hizo. Apenas puede creerse que un solo elefante logre contener a un ejército, pero Supratika,
recordando a Bhima y con berridos de malicia, cayó sobre su carro. Creímos acabado a
Bhima. Éste, sin embargo, se había escurrido por debajo de la bestia y lo atormentaba con la
táctica del anjalikavedha, del que yo sólo había oído hablar en la academia. Le apaleó los
testículos hasta que el pobre animal giró como rueda de alfarero. Cuando Bhima finalmente
surgió de debajo del elefante, aquella trompa larga y grande lo alcanzó y metió debajo otra
vez.
“¡Bhima está muerto!”, se elevó el grito una vez más. “¡Príncipe Bhima!”
El Primogénito, superando a Satyaki e irrumpiendo a través de su guardia personal,
atacó al rey Bhagadatta. Las flechas de Yudhisthira no hicieron más que dañar el castillo y
herir al cornac. Supratika sabía exactamente qué hacer. Cargó directamente contra Satyaki y
convirtió su carro en un montón de madera partida y retorcido metal. Satyaki saltó. Bhima
emergió y corrió hacia él. Supratika extendió la trompa, levantó a Bhima y lo habría
estampado mortalmente en el suelo, si Bhima no le hubiese golpeado la frente con el puño.
Luego, se agarró de la inmensa oreja del animal, se zafó de la presa y se deslizó al suelo. El
elefante se precipitó sobre nuestro mandala protector. Era lo que yo había temido. El
enemigo era Supratika.
“¡Abatid al elefante!”, grité.
Con la trompa extendida y las orejas hacia atrás, Supratika aplastó los caballos de
Satyaki. Satyaki saltó al carro de Abhimanyu y ambos dispararon a la bestia, pero la masa de
su armadura de acero, hacía inocuas nuestras flechas más contundentes.
Krishna acercó posiciones. Sentí el aliento del animal en el cuello y los brazos, y olí
sangre caliente. Evitando la trompa, que se nos venía encima, aferré la más larga de mis
lanzas. De pie en el asiento del carro y agarrado al mástil, la arrojé con toda la fuerza de mi
brazo derecho a través de la malla de oro. Vi la sien crujir y apoyarse fuerte contra el arma.
La hinqué más aun y, cuando el animal retrocedió tambaleándose, disparé una flecha al
cuento de la lanza para hundirla todavía más. Bhagadatta clavó espuelas a su montura
incitándola a volver la cabeza hacia nosotros pero, con un berrido lastimero, la gran cabeza se
agitó a uno y otro lado para librarse del proyectil. Entonces pausó y, como un monte
portentoso, se vino al suelo. Hincados en la tierra quedaron sus colmillos. Bhagadatta gritó:
“¡Supratika, Supratika, mi amigo, mi guerrero!” Luego se recostó en su destrozado
varandaka para disparar contra nosotros. Parecía como si diez años le hubieran arrasado el
rostro, y otros diez después. De sus ojos llovían lágrimas. Mi flecha le atravesó la frente y el
arco y las flechas se le escurrieron de las manos. Cayó al suelo y, yaciendo prono, apoyó su
mejilla contra la oreja derecha del elefante y le habló.
La lucha refluía. Grité pidiendo tregua: “Acharya, están muriendo. Permítenos hacer
pradakshina a Bhagadatta y Supratika.”
Drona guió el desfile. En silencio, todos los carros, elefantes, caballería e infantería se
movieron en círculo en torno a ellos mirándolos sin cesar, mientras los espíritus de estos dos
reyes dejaban los cuerpos. Bhagadatta trató de levantar el brazo en signo de salutación.
Cuando los cirujanos irrumpieron a través del círculo, descubrieron que no les quedaba nada
por hacer y se unieron a la pradakshina.
El día se ganó, pero el sol poniente encontró a Dhrishtadyumna dando batalla aún a
Dronacharya. Sus arqueros formaban alrededor una masa tan compacta que nadie podía
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aproximarse. El sol encendió la orla de una última nube. Era un barniz rojo y oro. Palideció y
acabó por atenebrarse.
53
CAPÍTULO 10
Krishna me dijo una vez, y lo dijo también el padre de mi padre, Vyasa de la Isla,
que, si quieres llegar al más alto de los cielos, tienes que estar dispuesto a desprenderte de
aquello que más amas. De esta forma, la sinceridad de tu entrega te lo devuelve en la fuerza
de tu plena libertad.
Los grandes días de nuestras vidas comienzan a veces sin evento. Los dioses no
envían augurios. El agua en la que penetras para saludar al sol cautiva sus rayos en su
urdimbre de plata, como cualquier otro día. El mismo sol te envuelve con su habitual calidez
e incluso auspiciosas grullas pueden motearle el rostro. Quizás, si los auspicios no hubiesen
sido buenos, yo me habría quedado a proteger al Primogénito y evitado de algún modo el
desafío de los Trigarta. Habría seguido a Abhimanyu. O así trata la mente de historiármelo.
Esto ocurrió muchos años antes de que comprendiera que puede ser una gracia el que
a uno no se le permita interferir.
Durante el embarazo de Subhadra, yo acostumbraba a hablarle de los días pasados con
Dronacharya. Ella era una auténtica heroína kshatriya, entrenada por Krishna a montar, nadar
y disparar. A diferencia de nuestras doncellas de tierra adentro, que nadaban en embalses, ella
cabalgaba las olas más altas y emergía como una gaviota. Cuando el embarazo le impidió
salir a caballo conmigo, ella y yo dibujábamos vyuhas en la arena: nunca sería demasiado
temprano, decía, para que nuestro hijo empezase a aprender. Los hados laboraban aquel día
ya porque, el día en que bosquejé para ella la Chakravyuha, aquella que había jurado a
Dronacharya no revelar más que a mi hijo, tuve que dejar a mi mujer en medio de la lección.
Así, ella aprendió solamente a entrar. Cuando volví, Subhadra estaba dormida y uno de sus
brazos emborronaba el eje de la vyuha. Uno no despierta a su amor por una cuestión de
tácticas militares y, así, me entretuve en contemplar la cascada de su cabello y su forma
dormida, que alojaba a nuestro hijo. ¿Y qué importaba en aquellos días de paz? Las vyuhas
no eran para nosotros más que un juego, como el ajedrez, que podía abandonarse sobre el
ábaco o barrer por completo el tablero para empezar otra vez. Todo esto ocurría antes de la
partida de dados que me llevó al bosque, y a ella a Dwaraka para permanecer con Krishna. El
Gran Patriarca decía que hay un patrón en nuestras vidas que no podemos leer mientras lo
estamos siguiendo. Tras el exilio en Virata, cuando sólo la guerra ocupaba nuestras mentes,
enseñé la misma vyuha a mi hijo, pero de nuevo fuimos interrumpidos tras la lección de
entrada en la formación, pues él estaba recién casado y Uttara había enviado a por él.
En el decimotercer día, una vez más Susarma de los Trigartas cabalgó para
desafiarme.
Una vez en combate en el frente meridional del campo, dejé de pensar en
Dronacharya, porque cuando luchas tu cabeza ha de estar donde tus pies y tus flechas se
encuentran. No me gustó esta batalla; le faltaba pureza. Los hombres Trigarta luchaban por
miedo del Infierno que habían invocado, como mujeres que se acuestan con maridos a los que
temen. Hacia el mediodía, comprendí que la idea de aplastarlos pronto y retornar al
Primogénito antes de que el sol estuviese alto era vana presunción. Cuando el astro hubo
alcanzado las montañas occidentales, nuestras pérdidas eran tan graves que luchábamos por
retornar al campamento con algo que no era sino la semblanza de un ejército. Nuestra senda
estaba cubierta de cadáveres. Resultaba obvio que había caído el doble de hombres que el
peor de los días hasta entonces. ¿Qué aspecto tendrían las vyuhas cuando formasen mañana?
Mis heridas me habían hecho perder mucha sangre. Y, aunque tenía el cuerpo
demasiado dolorido para admitir algún pensamiento que no fuera el de su malestar, en el
54
suspenso de mi fiebre capté como la desgarrada estela de algo semejante al sueño:
cabalgábamos por una playa Subhadra, Abhimanyu y yo. Aquí, bajo un cielo vaneciente,
nuestros caballos sangrantes rendían sus últimas fuerzas para salvarnos. En el suelo divisé
una cabeza cortada que se mordía el labio inferior de ira. Grandes formas sombrías se cernían
sobre los muertos; otras se acuclillaban sobre sus presas. Oímos bestias desgarrar la carne
muerta. Los caballos exhaustos chocaron casi con un soldado sentado al que su armadura
mantenía erecto. Los buitres debían de creerlo vivo porque lo evitaban. Krishna miró
alrededor como si buscase augurios.
En la tienda del Primogénito, el número de hombres reunidos doblaba al habitual. Nos
abrieron paso en silencio. El asiento de Yudhisthira estaba vacío. Mi primer pensamiento fue
que lo habían capturado, pero lo descubrí en el regazo de Bhima, y lloraba mientras su
hermano le murmuraba palabras al oído como una madre. Miré alrededor. Virata y Drupada
tenían el mismo aspecto que si estuviesen de duelo por sus hijos, pero no faltaba ninguno de
los que estaban vivos por la mañana. Allí estaban Kuntibhoja y Chekitana, y los príncipes
Chedis, los mellizos y Satyaki, y los príncipes de Panchala y nuestros cinco hijos con
Draupadi. Nadie nos miraba; nadie nos saludó; nadie decía nada. Lo mismo podríamos haber
sido las sombras que recorren los campos de batalla sin saber que están muertas, con el
Primogénito llorando por nosotros. “Estamos vivos”, le dije a mi hermano mayor.
¿Era aquello un sueño febril?
Ahora Krishna se colocó a mi lado y comprendí. Yudhisthira vino a nosotros. Trató de
hablar, pero no pudo. Con labios resecos, pregunté:
“¿Dónde está Abhimanyu?”
El Primogénito movió la cabeza y me tomó en sus brazos. El sonido del llanto brotó
alrededor de mí. Dejé que me sentasen. Dejé que me acariciasen la cabeza y las mejillas. Dejé
que me pusiesen pócimas en los labios. Todo daba igual ahora.
Más tarde aquella noche, cuando los pensamientos retornaron a mí, me pregunté por
qué habíamos tratado de impedir a Duryodhana una nueva partida de dados. Habríamos
vuelto al bosque y compartido nuestros días con Abhimanyu y Subhadra trece años más.
¿Cómo no se nos había ocurrido pensarlo? Vi el resplandor de su rostro, los bucles de sus
sienes del color de las alas de los cuervos, el modo que tenía de observarme, tan parecido al
de Krishna, y de sonreír, como si yo fuese su hijo y estuviese orgulloso de mí y en cierto
modo... yo le resultase divertido. Ante él yo acostumbraba a alardear de mis hazañas y ahora
me daba cuenta de que nunca le había preguntado cómo se sentía por esto y por aquello, y
cuáles eran sus pensamientos y sus sueños. Las semanas tras sus nupcias habían estado
ocupadas por los preparativos para la guerra. Ahora no sabría nunca cómo habían tocado su
corazón los días vividos. Sabía, eso sí, que sólo podía haber muerto de una manera: era un
guerrero y un héroe. Era el modo en que había vivido lo que tendría que preguntar. Las cosas
que hiciera de niño las sabría de Krishna y de Subhadra. Más tarde, oiría del hombre que lo
había matado y lo destruiría.
“¿Dónde está?”, repetí. Tornaron las cabezas para llorar o me miraron fija y
calladamente. Krishna me apretó la mano. Al final, fue el dolor de Yudhisthira lo que me
salvó del mío. Se culpó a sí mismo, pues había enviado al muchacho a penetrar la
Chakravyuha.
Cuando nuestro hermano se dolía de este modo, el único que podía reconfortarlo era
nuestro abuelo Vyasa. Él no acudiría en carruaje, así que habíamos enviado un carro de
bueyes a buscarlo, lo que me dio tiempo para oír la historia que no quería oír. La conocía en
mi corazón. La cuento ahora no como la oí entonces, sino como me viene a la mente hoy.
Hubo poco tiempo entre su boda con Uttara y la guerra. No se saca a un muchacho del
tálamo nupcial para hablarle de la guerra y, sin embargo, a veces nos sentábamos con Krishna
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toda una tarde para hablar de vyuhas y de nuestros planes en caso de guerra. Abhimanyu
había sido entrenado por Krishna en la escuela de Dwaraka. Su tío Balarama lo instruyó en
todas las técnicas que conocía de la maza y la lucha libre. Yo me burlé de él entonces,
diciéndole que esas cosas se las dejara a Bhima y a tío Salya. Abhimanyu era alto y ancho,
más ancho que su padre y casi un palmo más alto. Y siempre sonreía; siempre, siempre
sonreía. No lo enfadabas burlándote de él. Y, cuando conducía el carro, me recordaba a su
madre, el modo en que ella sujetara las riendas cuando yo la rapté. Krishna los había
entrenado a los dos. Krishna y Satyaki se lo enseñaron todo, excepto la lucha y la maza, que
aprendió de Balarama. Era el hijo de Krishna tanto como el mío. Siendo así, él conocía
muchas cosas de las que yo todavía tenía que enterarme. Yo esto lo sabía como con una
especie de timidez, como si él fuese mi Guru. Sin embargo, quería que comprendiese que los
Pandavas somos guerreros del acero más fino, instruidos todos en la gran academia de
Dronacharya en Hastina. Le hablé de la contribución de nuestro Acharya a las técnicas
militares, que había permitido a los hombres luchar desde distancias mayores. El guerrero del
futuro, acostumbraba a decir, será medio brahmín: las tácticas lo eran todo.
Había querido que supiese que yo era el favorito de mi Guru. Le dije que le
transmitiría el conocimiento de Dronacharya y empecé allí mismo a hablarle de vyuhas. Los
mantras vendrían más tarde, cuando tuviéramos tiempo para estar solos. Cuando muchos
años atrás, antes del exilio, mi Guru dibujó la Chakravyuha en la arena para mí, ¿sembró la
muerte de Abhimanyu? Consolaba el pensar que ésta constituía un karma que nada podía o
había de evitar. Traté de explicárselo así a Yudhisthira. Él siguió insistiendo en que era falta
suya: cuando vieron formarse el chakra, Abhimanyu dijo que conocía el secreto de su
penetración, pero no como salir de él. La Chakravyuha presenta sus siete pétalos como una
flor abierta; su largo tallo hueco o corredor invita al enemigo. Sin embargo, una extensa línea
horizontal obstruye la entrada al círculo. Si logras penetrar el tallo central y apresurar tus
carros y elefantes entre las paredes que este pasaje ofrece, puedes, si Madre Durga te sonríe y
con mucha osadía y algo de fortuna, capturar la presa protegida en el interior. Hoy las presas
habían sido Karna, Duryodhana y Jayadratha. Jayadratha, que trató de capturar a Draupadi
durante el exilio, guardaba la segunda abertura.
No te queda más remedio que meter allí tus fuerzas principales y dispersar los pétalos
protectores mientras te comes a las figuras centrales, si no quieres que la flor torne sus
pétalos hacia el interior y te devore como esas plantas que consumen a los insectos atraídos
previamente por ellas. La vyuha es una trampa pero, tal como decía Dronacharya, uno nunca
sabe si lo es para quien la hace o para quien la ataca.
“Uno nunca sabe”, estaba a punto de decirle a Abhimanyu en Virata. “Tienes que
dejar una cuña de soldados clavada en su garganta”... pero estas últimas palabras y aquellas
que debería haberle dicho sobre el modo de salir nunca dejaron mis labios.
Dronacharya lo dejó entrar y cabalgó alrededor para que mi hijo lo siguiera, dejando
que Jayadratha cerrase el paso a Bhima y Yudhisthira, a Satyaki y a todos sus hombres, un
grupo que nada debería haber podido detener. Riendo, Jayadratha les gritó entre flecha y
flecha que no volverían a ver a mi jactancioso cachorro. Tales palabras le costarían la muerte.
Más tarde comprendimos por qué estaba tan seguro. Jayadratha había sido herido en
su orgullo y pasión por Bhima, que le afeitó la cabeza antes de su boda. Pasó un año sumido
en severo tapasya para obtener de Shankara Shiva el don de nuestras muertes. Lo que
consiguió fue la promesa de que mataría a un Pandava en combate, siempre que Krishna y yo
no interviniésemos. De esta forma, había preparado la trampa con ayuda de Drona y la de los
Trigartas. Cuando me lo contaron, la rabia estalló en mi garganta con una voz que no
reconocía como mía.
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Juré por Shankara Shiva y por todas mis armas que mataría a Jayadratha por la
mañana o me arrojaría al fuego. Me dirían más tarde que el rostro de Yudhisthira se quedó
blanco. Bhima me sacudió por los hombros.
“¡ARJUNA, RETÍRALO, TRÁGATE ESE JURAMENTO! Tendrás a todos
protegiendo a Jayadratha, que es una especie de chacal capaz de robar a escondidas una mujer
cuando su marido no está cerca para protegerla. Y cuando se entere de tu voto, se instalará
donde nadie pueda alcanzarlo. ¿Crees que queremos perderte al día siguiente de ver morir a
Abhimanyu? Todos nosotros hemos perdido a nuestros hijos, Satyaki y Virata, Drupada y
Dhrishtadyumna. Y otros caerán todavía. Si caes tú también, todo habrá sido en vano. La
guerra estará perdida y no podremos matar a sus asesinos. Ahora retira tu voto.” Bhima me
aplastaba en sus brazos. Algunos emitieron un murmullo de aprobación, pero Dhristaketu y
Nakula y algunos otros que sabían que semejante voto no puede ser retirado jamás nos
miraban en silencio. Mis hermanos y nuestros hijos se volvieron hacia Krishna, como si él
pudiera disolver mi voto.
Le dije a Krishna con ardor: “No me pidas que retire mi juramento. El fuego sagrado
y mis armas han sido mis testigos.” Y tocando agua, juré otra vez. Brotó un sonido de
lamentación, como si ya estuviese muerto. A mí sólo me encendió el ánimo. ¿Qué me
importaba la vida?
Llorando, Krishna les prometió que mientras él viviese yo no me arrojaría al fuego.
Nos enteramos del modo en que había muerto Abhimanyu. Recuerdo cada palabra que
me dijeron. El viejo Sumitra, el auriga de Abhimanyu desde los días de Dwaraka, le había
dicho que no estaba maduro para semejante acción. Sus palabras fueron:
“El zorro brahmín tiene armas especiales. Yo ni siquiera conduciría a tu padre tan
irresponsablemente a las fauces del monstruo que Dronacharya ha pergeñado. Y tú, hijo mío,
no estás maduro aún.”
Otro muchacho kshatriya habría jurado matar a todos aquellos que lo desafiaran, pero
Abhimanyu sonrió y dijo: “Puede que no lo esté, pero el destino no va a esperar uno o dos
años más.” Vi el esplendor de su última cabalgada a través del campo.
Vi el estilo con que sujetaba el arco que yo había hecho para él. Vi su sonrisa. Su
sonrisa no era bravucona. Su sonrisa era como el sol: abrasaba a sus enemigos y confortaba a
sus camaradas. Su coraje y su nobleza iban mucho más allá del código kshatriya. Tenía que
ver con Krishna y su instrucción y, desde luego, con Subhadra. Cuando Krishna dijo que la
raza de los kshatriyas tenía que ser barrida de la Tierra, me resultó difícil representarme el
país sin el brazo de su espada. Pero Abhimanyu era un tipo diferente de kshatriya. Las
cualidades kshatriyas en él eran la semilla de lo que debía vivir y florecer en la edad por
venir.
Por lo que respecta al modo de su muerte, fue tan salvaje que multitudes de Kauravas
desertaron a causa de él. Fueron ellos los que nos contaron que Abhimanyu recibió el ataque
de siete carros veteranos a un mismo tiempo: Karna, Duryodhana y su hijo Lakshmana, los
dos acharyas y Kritavarman, el primo Vrishni de Krishna. Ashwatthama estaba allí también.
Karna le mató los caballos y le disparó por la espalda. ¡Por la espalda! Cuando Abhimanyu
hubo perdido todas sus armas, aferró la rueda destrozada de un carro y, levantándola por
encima de su cabeza, se precipitó hacia Dronacharya. Mi Guru la hizo astillas con sus flechas,
de forma que Abhimanyu cogió otra y corrió hacia Ashwatthama. Éste se hizo a un lado y
huyó lejos. Sabíamos nosotros que no lo impulsaba el miedo en aquella hora. Por fin, fue el
hijo de Duhsasana, quien le dio el golpe de muerte con la maza. Un Kaurava que había
desertado nos contó que, cuando Abhimanyu yacía muriendo, Jayadratha se acercó a él
pavoneándose, jactándose del don que le hiciera Shiva, y le pateó la cabeza hasta que los
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sesos se desparramaron por los suelos. Nos hubiera dicho más, si el resto de los que estaban
allí no se lo hubiera impedido.
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CAPÍTULO 11
Cuando hubimos terminado, me atreví a mirar al Gran Dios, aquel que colma el
universo y lo crea y lo destruye. Lo contemplé y vi que a sus pies estaban todos los presentes
que yo había hecho a Krishna. Sabía que tenía que hablar, pero no podía hacerlo. ¿Cómo
expresar mi deseo por el arma celestial? Esperé que fuese Krishna quien hablase por mí, pero
no lo hizo. Shiva abrió sus ojos y me sonrió. Lo que su sonrisa decía era: Sé por qué habéis
venido y sois bienvenidos los dos. Podéis tomar el arma, pero debéis ir adonde está, al Lago
Celestial cuyas aguas son puro néctar y en las que, Krishna, encontrarás mi arco y mi flecha.
Sus asistentes, entonces, nos acompañaron al sagrado Lago Manasarovara, brillante como el
disco del sol. Al preguntarme si habría de decir algún mantra vi una serpiente terrible y otra
luego de mil cabezas. Cada una de ellas escupía fuego. Extendimos hacia las sierpes nuestras
manos, las unimos en salutación y nos aproximamos a ellas cantando himnos en loor de
Rudra.
Aguardamos con las cabezas inclinadas. Las serpientes se elevaron en las aguas y
danzaron una alrededor de otra con gracia fiera, hasta que gradualmente empezaron a perder
su forma ofidia. Se ensortijaban una a otra como tallos de flor, y luego se separaban
danzando. Una de ellas se dividió en dos y se unió de nuevo formando un arco. La otra se
convirtió en una flecha ignífera. Vinieron a nosotros, a nuestras manos, y las llevamos de
vuelta a Shiva. El cuerpo del dios se abrió y de su costado surgió un asceta con abrasados
ojos cobrizos. Azul era su garganta, rojo su cabello. Miramos al Refugio del Ascetismo, que
nos mostró cómo sujetar el arco y armar la flecha. Observamos con cuidado cómo colocaba
los pies y tendía el arco. Escuché los mantras en mi oído interior. El asceta dejó volar la
flecha de vuelta al lago, que penetró en él sin inquietar las aguas. Tras ella arrojó el arco. Éste
viajó tres yojanas por el cielo y, sin un sonido, sin despertar una sola onda en el agua, se
hundió limpiamente en el cristal del lago.
“Así sea”, dije yo con el corazón lleno de entrega. Sabía que el gran dios Shiva me
había concedido el cumplimiento de mi voto. Sentí erizárseme el vello de la nuca y caí en
completa postración ante él.
Cuando llegó la mañana, desperté sin un rastro de fiebre. Mis heridas se habían
cerrado y, tras las abluciones, acudimos a la tienda del Primogénito. Ansioso por relatarle mi
sueño, esperé hasta que los sirvientes le trajeron jarras fragantes de agua de sándalo
purificada con mantras por los sacerdotes. Mientras los físicos le atendían con hierbas las
heridas, yo le conté mi visión.
Tomó la larga tela blanca y, sin dejar de mirarme, se ató el turbante alrededor del
frondoso cabello. Extendió el brazo para que se lo untasen con pasta de sándalo y se inclinó
para recibir las guirnaldas. Cuando terminé, unió las manos en plegaria y se volvió hacia el
este. Tras sacrificar la madera sagrada y verter ghi en el fuego, vino hacia mí y me abrazó.
Después llegaron nuestros comandantes: Dhrishtadyumna, Bhima, Satyaki, Dhristaketu de los
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Chedis, Drupada, Sikhandin, los mellizos, Chekitana, Yuyutsu, Uttamaujas y nuestros hijos
con Draupadi. Él les contó mi sueño y añadió:
“En este mismo día, por la gracia del gran dios Shiva, enviaremos a aquel que obtuvo
el don de matar al hijo de Subhadra al viaje del que nadie retorna.” Krishna le dijo al
Primogénito:
“Esta noche, las manos de Arjuna tocarán tus pies como de costumbre. Todo será
como siempre, a excepción de que la cabeza de Jayadratha habrá caído de su cuerpo.”
Krishna vio en el rostro de Satyaki el anhelo de acompañarnos, pero lo ignoró. “Tú quédate
en el lugar de Satyajit. Guarda al rey.”
Bardos y músicos cantaron himnos auspiciosos y los panegiristas nos desearon
victoria y días propicios. Los caballos comprendieron y juguetearon un poco mientras
trotaban. Una brisa nos seguía. Los augurios eran alentadores.
“Por ti, hijo mío”, dije y entoné las notas de Devadatta, que surgieron prístinas y
letales.
Quizás confié demasiado en mi sueño.
Hoy, su vyuha tenía en parte pétalos como el Chakra. Dentro de ella estaba la Sakata,
la aguja protegida por los mejores guerreros Kaurava y, dentro de ésta todavía, muy en la
retaguardia de tan recogida formación, en el ojo de la aguja, se ocultaba Jayadratha.
Estallaron tambores y címbalos. Había una primera línea defensiva por delante de
Dronacharya, que quebramos antes de que el sol surgiese del oriente. Las fuerzas de
Duhsasana se dispersaron y él, herido y aterrorizado, huyó a la entrada de la Sakata. Lo
dejamos irse. Luego, cuando alcanzamos a Dronacharya, levanté el arco e incliné la cabeza
en salutación como cuando uno espera que se le permita entrar en una casa. Uno no puede
desprenderse sencillamente de un hábito. El Acharya ladró una mesurada risa.
“¿Buscas la entrada, no? Bien, derrótame primero.” Rió entonces de la forma que lo
acostumbraba a hacer cuando yo lo divertía, pero ahora la muerte acechaba en aquel sonido.
Yo había olvidado lo ancho y fuerte que era su pecho, y cómo levantaba muros de flechas que
las mías no podían penetrar. Pasamos la mañana tratando de atravesar el ojo de la aguja.
Después él se nos vino encima como el granizo, desgarrando nuestra sombrilla blanca,
mellando nuestras diademas, cortando mis protectores dactilares y atravesando nuestras
armaduras. Por fin, mi flecha le rompió el arco y otra alcanzó a su auriga, pero no podíamos
pasar más allá de él. Krishna se tornó hacia mí.
“Mira el sol.” Nuestras sombras carecían de largura. Por todas partes alrededor se
elevaba el polvo rojo; fino y sedoso para la vista, colmaba nuestros ojos, boca y nariz de su
aspereza. Si continuábamos así, a medianoche Jayadratha podría estar esperándonos todavía.
Antes de que pudiera darme cuenta, Krishna lanzó el carro a través de la línea de mi Guru.
“¡Arjuuuuuna! ¡Arjuuuuuuuna!” Su grito galopó detrás de nosotros como si le
estuviese timando algo. Lo oí en mis sueños durante muchos años después del decimocuarto
día: ¡Arjuuuuuna! ¡Arjuuuuuuuna!, como si quisiera revelarme algo y una última instrucción
quedase por decir. Miré alrededor y lo vi llevarse la cuerda del arco a la oreja. No podía ni
pensar que estuviese dispuesto a matarme, pero Krishna gritó:
“¡Abajo!” La flecha cortó el aire por encima de mi cabeza. ¿Estaba destinada a acabar
conmigo? Nuestro carro evolucionó y evolucionó, limitándose a evitar a aquellos que nos
cerraban el camino a Kritavarman. Krishna se precipitaba directo hacia los caballos que
venían contra nosotros y, cuando éstos frenaban y daban un giro brusco, nuestros brutos los
dejaban atrás. Así fue cómo llegamos a Kritavarman.
“Uno de los siete, Arjuna.” Uno de los siete que había matado a nuestro hijo. Nuestros
hombres nos habían seguido, pero los protectores de nuestras ruedas habían quedado
bloqueados. Mi furia creció. Disparé mi flecha a la armadura de Kritavarman. Era el primo de
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Krishna y Balarama le había enseñado cómo portar la armadura. No hallaron resquicios en
ella mis dardos. Nuestro Guru sabía lo que hacía cuando lo situó aquí. Era inexpugnable
como una fortaleza, rodeado de sus hombres.
“Tienes que alcanzarle el cuello.” Cuando Krishna se volvió hacia mí, su rostro
parecía untado de ghi y de pasta de sándalo, como el de un cadáver. Era sólo polvo y sudor,
pero algo en él me sacudió por dentro. Con mi nueva flecha, herí a Kritavarman por encima
de la clavícula. Se estremeció y cayó hacia atrás. Más tarde tendríamos motivos para
arrepentirnos de que no lo hubiese matado. A mi derecha estaban los Kambojas. Uttamaujas y
Yudhamanyu se unieron a nosotros y, con el cerca del centenar de hombres que lograron
mantener el paso de nuestra fuerza de avance, dispersamos a los Kambojas. Cuando maté a su
Sudhakshina, su ejército se precipitó contra nosotros con gritos de furia.
Lo siguiente que recuerdo es hallarme estirado sobre pieles de tigre con Krishna al
lado llamándome y vertiéndome agua en la boca: “¡Jishnu, Jishnu!” Me costó un rato
incorporarme. Me pasé las manos por el rostro y sentí sangre caliente. El resplandor de la
tarde había desaparecido. Quizás mi sueño había sido sólo un sueño y nada más que eso.
Quería decirlo así cuando vi la maza de Shrutayudha dirigida a Krishna. Me arrojé sobre él y
aterrizamos en el polvo. Nuestro carro rascó el suyo. Yo le corté el brazo a Shrutayudha y le
atravesé el cuello. Hubo un estallido de caracolas de nuestros hombres. Krishna subió de
nuevo al carruaje, pero el brazo con el que manejaba el látigo le colgaba al costado. Traté de
levantárselo, pero hizo una suave mueca de dolor y gritó:
“Mira el sol.” Ambos alzamos la vista. En cuanto puedes mirar al cielo con los ojos
abiertos, el sol se precipita hacia el oeste tan rápido como una flecha. “¡Atrás! ¡Atrás!” No
había tiempo. Los caballos de los Avantis, colmadas las bocas de blanco como espuma de
océano, se nos venían encima. Me cogieron desprevenido, pero el hado disparó las flechas
por mí. Le había llegado la hora a Vinda. Mi saeta le cortó la garganta. Rabioso, su hermano
menor Anuvinda corrió hacia nosotros. Lo maté a él también. Pero, entonces, nuestros
caballos aminoraron el paso; los cuatro estaban heridos y sus armaduras pectorales dañadas.
No podía ni imaginar cómo nos llevarían hasta Jayadratha antes de que el sol se pusiese...
definitivamente para mí. Las sombras parecieron apartidarse con Duryodhana, como para
escudar al hombre que había jurado matar. Krishna se inclinó hacia adelante, hasta yacer casi
sobre los brutos. Les habló y los tocó. Los acarició hasta que crisparon las orejas; luego,
alzaron los cascos. Se despejó de pronto un espacio ante nosotros y galopamos hacia el ojo de
la aguja, cuando Duryodhana, desde la distancia, nos desafió. Tuvimos que reducir el avance.
Duryodhana, erguido y cuadrado de hombros, empezó a lanzarnos una perorata como si nos
recibiese para la celebración de unas nupcias.
“Bienvenidos, primos míos. Bienvenidos a nuestra vyuha. Doy las gracias a los dioses
por haberme permitido despedirme de vosotros en este vuestro último día en la tierra.”
Mantenía el escudo ante él y sus ojos se burlaban de nosotros por encima del arma protectora.
“Dispara tus flechas a su lengua ebria”, dijo Krishna. Duryodhana seguía allí,
temerariamente. Ningún kshatriya entrenado por Dronacharya lo haría. Me hizo pensar.
“Tácticas dilatorias”, dijo Krishna. “Mátalo, mata al bribón.”
Le disparé una flecha a la boca. Ashwatthama interceptó todos mis proyectiles.
“¡Necesita tu ayuda, Ashwatthama!”, grité concentrándome en las puntas de los dedos de
Duryodhana como si fueran los ojos del ave. Les lancé mis flechas, una, dos, tres, y
Duryodhana empezó a gritar. Mientras huía, le arranqué con un dardo la diadema de la
cabeza.
Krishna gritó: “¡Ashwatthama no es el hijo de tu Guru! ¡Es tu enemigo mortal!
¡Mátalo ya, si has de mantener el voto!” Disparé contra Karna y su hijo Vrishasena y destrocé
el arco de tío Salya. Una flecha le rozó el cuello a Krishna y olvidé entonces que
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Ashwatthama era mi amigo. Le disparé sin descanso. Los hombres que protegían a
Jayadratha cargaron contra nosotros y nos lanzamos a su encuentro. Bhurisravas, Karna, Sala,
Vrishasena, Kripacharya y tío Salya se unieron a Ashwatthama.
“Deja que Devadatta hable”, dijo Krishna con dientes prietos. “Necesito oírla.”
Hice gritar a mi caracola en desafío sabiendo que Krishna me lo pedía por mí mismo.
Luché como no había luchado nunca y Krishna condujo como nunca lo había hecho, pero sin
más ayuda no había modo de hacer brecha allí. Y entonces oímos la caracola de Satyaki, que
debería haber estado guardando al Primogénito. Nunca había estado yo tan contento de ver
sus corceles plateados, aunque su paso era lento. Su caracola era estridente y brava, pero tenía
los caballos exhaustos. Uno de ellos tropezó. Creí que se derrumbaría; logró recuperarse. Mi
voto jactancioso ponía, así pues, a Satyaki en peligro también. Todo lo que los Kauravas
tenían que hacer era proteger el señuelo y dejar que combatiéramos cada palmo de nuestro
camino. Satyaki ahora arriesgaba la vida para salvarme de esta trampa que me había forjado
yo mismo. Otro de sus caballos trastabilló y el corazón me dio un vuelco. Soplamos nuestras
caracolas y de nuevo Satyaki se unió al estrépito. Sentí su fuerza como si hubiera ingerido
una poción.
“¿Quién guarda a Yudhisthira?”, grité.
“¡Bhiiiima!”, respondió y se tornó hacia Bhurisravas, que se le venía encima. Lo que
siguió fue tan doloroso que durante años no he podido contarlo. Ahora debo hacerlo:
Satyaki desafió a Bhurisravas. Cómo es que todo esto no había ocurrido ya días atrás
es algo que no puedo decirlo. Sabíamos que el corazón de Bhurisravas nos pertenecía a
nosotros. Era el amigo de nuestro padre y no el tipo de hombre que lucha por Duryodhana. Su
conflicto era con Satyaki. Su antigua enemistad era amarga, pero sólo hoy veríamos cómo los
abrasaba.
“¡Satyaki!”, lo llamó Bhurisravas, “disponte a pagar por el acto de tu abuelo, que puso
el pie sobre mi padre caído.”
“¡Bhurisravas! Serás tú quien pague por cada uno de mis diez hijos.”
Era algo entre ellos. Teníamos que dejar a Satyaki luchar solo, aunque estaba diez
veces más agotado. Las caracolas anunciaron un duelo y la lucha alrededor cesó. Casi
inmediatamente ambos guerreros perdieron los carros y saltaron uno sobre otro con las
espadas desenvainadas. La cabeza de Satyaki sangraba y cayó sin sentido al suelo. Antes de
que pudiéramos tomar aliento, Bhurisravas agarró el moño de su enemigo con la mano
izquierda y le puso el pie en el pecho. Satyaki estaba inconsciente y cuando arrancamos hacia
allí, Bhurisravas levantó su acero.
“¡Arjuna!”
Pensaría en el Dharma kshatriya después. Antes de que Krishna hubiese acabado de
pronunciar mi nombre, disparé una flecha con punta de creciente lunar. Le cortó la mano por
la muñeca, y cayó aferrando la espada todavía. Bhurisravas giró en redondo y me miró,
después contempló su muñón sangrante. Se le puso blanco el rostro.
“Arjuna. ¡Tú! ¿Un Pandava, un descendiente de la Casa de Kuru? Creía que tú eras el
más noble. ¿Es ésta la suerte de cosas que hacen los Vrishnis? La nuestra es una enemistad en
la que nadie puede intervenir. Ni siquiera me habías desafiado.” Temblaba de rabia. Hizo un
gesto con su muñón a Duryodhana y los demás para que se quedaran donde estaban. Siempre
habíamos respetado su espíritu grande y la medida de éste fue que contuvo incluso a
Duryodhana. Nunca odié tanto la guerra.
“Bhurisravas”, dije, “perdóname. Yo te honro. Todos te honramos, pero en esta guerra
todos acabamos por hacer lo que no querríamos, pero debemos, hacer. El honor te obliga a
vengarte de lo que un Vrishni hizo a tu padre una vez. Pero tu víctima es el amigo de mi
corazón y como un hijo para mí. Cuando ves inconsciente a tu hijo, a punto de perder la
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cabeza, no piensas en el Dharma. Tú no lo harías Bhurisravas. El viento se ha llevado muy
lejos el Dharma. No estaba presente cuando viste a mi hijo asesinado por una jauría de
veteranos guerreros. No hablaste del Dharma entonces. Mi flecha podría haberte arrancado la
cabeza, Bhurisravas.” Apoyaba la cabeza en el pecho y escuchaba. Había una gran dignidad
en él. “Bhurisravas, hay muy pocos a los que honremos más que a ti. Te pido que me
perdones.” Se desmoronó.
Lo apoyaron contra su carro. Él se agarraba el muñón de la mano derecha contra el
estómago como si se tratase de un pequeño animal salvaje que debiera proteger. Alzó su
mano izquierda ensangrentada y elevó hacia los míos sus ojos con la cabeza aún inclinada.
Bajo sus cejas frondosas, sus ojos estaban llenos de dolor y tenían un brillo muy humano. Me
hablaban a mí, asentían a mis palabras.
Si eres un kshatriya de nacimiento y sueñas suntuoso con la venganza y, cuando llega,
todo acaba sordamente como ahora, pierdes el deseo de vivir. Hizo esparcir la hierba kusa por
el suelo y se sentó en meditación. Enseguida, una fuerza de quietud descendió sobre todos
nosotros como si la guerra hubiera terminado. Fue el primero de nosotros en tratar de dejar su
cuerpo yóguicamente. Todos lo contemplábamos, todos menos Krishna, que incitaba a los
caballos a desplazarse hacia Jayadratha. Nadie vio a Satyaki levantarse y saltar y, cuando lo
percibimos, era demasiado tarde.
Su espada trazó un arco en el aire.
La gran cabeza cayó. El silencio murió en los alaridos de rabia. La enormidad de todo
ello salvó la vida de Satyaki. Aturdió los reflejos de los guerreros, mientras vociferaron su
horror.
“¡Estaba indefenso!”, chilló Duryodhana.
“Los Vrishnis no creen en el Dharma”, dijo Karna. Sentí una vergüenza grande por
Satyaki. Éste, jadeante, se volvió hacia nuestros enemigos.
“¡¿Vosotros habláis de Dharma?! ¡¿Dónde estaba vuestro Dharma ayer, cuando
asesinasteis ayer a Abhimanyu?! Me dais náuseas.” El cielo era dorado azul y plata. Satyaki
estaba decidido a derrochar su vida. Krishna entonó su nota Rishabha. Yo agarré a Satyaki
del brazo, lo sujeté con fuerza y lo conduje a nuestro carruaje, mientras le hablaba a Karna de
un modo que no rompiese la tregua abierta por el duelo.
“Karna”, dije, “maldigo esta guerra. Maldigo el código kshatriya. Quizás éste exista
en batallas de un día o dos. Pero, si Duryodhana arriesgase la vida para acudir en tu ayuda, si
llegase batido y exhausto, y, si yo, después de estar sentado aquí todo el día guardando el
señuelo, lo desafiase y le pisase el pecho por lo que le hizo a Draupadi y lo agarrase del
cabello para cortarle la cabeza, ¿te quedarías mirando y dirías que es adhármico intervenir?
¿Qué es Dharma, al fin y al cabo?”
Las mismas palabras que empleara el Gran Patriarca. ¿Qué es Dharma? ¿Qué es
Dharma? ¿Qué es Dharma? Las preguntas volaron al cielo como pájaros asustados. Era una
Sabha podrida infestada de hormigas blancas. Había otro Dharma por el que estábamos
luchando y ése era el sentido de Krishna. Permanecí en silencio. Nuevamente habrían podido
matarme entonces y sabía, sin embargo, que no me tocarían. Les convenía que siguiera
hablando para que tuviese que arrojarme al fuego sin hacerles perder más hombres. La batalla
podría haber acabado entonces. Daruka había llegado con el carro de Krishna y yo los cubrí a
Satyaki y a él mientras el primero trepaba al carro. Había un silencio roto sólo por los
cascabeles del arnés, cuando los caballos se movían o soplaba la brisa. El sonido de las
ruedas del carro desencadenó nuestro espíritu batallador. Soplamos nuestras caracolas y
Krishna partió como el rayo. Tomó por sorpresa a los Kauravas y, antes casi de que yo me
hubiese instalado en el carro, dejó atrás a Duryodhana. Detrás de nosotros, Karna disparó a
Satyaki. Éste se había recuperado de su agotamiento y desmontó a Karna de su carruaje, que
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tuvo que trepar al de Duryodhana. Tenía a Duhsasana a su merced ahora, pero lo dejó ir
gritándole palabras que oímos débilmente:
“¡Bhima tratará contigo, Duhsasana! ¡Ya te prometió él la forma en que acabarías!”
Conseguimos ver a Jayadratha por fin, aunque desde la distancia. Lejos como
estábamos, podía oler su miedo. El sol perdía intensidad y por todas partes a nuestro
alrededor los Kauravas gritaban que había que impedir a Arjuna alcanzar a Jayadratha, pero
no matarlo. Krishna se deslizó entre la fuerzas enemigas con rápidos serpenteos. Ambos
bandos mostraban ahora esa energía que uno no puede alcanzar más que en extremo
desespero. La Paundra de Bhima, próxima a nosotros, nos elevó los corazones, pero
estábamos bloqueados. No había modo de alcanzar a Jayadratha.
Mis flechas se quedaban cortas y un seto de lanzas se adensó en torno a él cuando
tratamos de forzar un pasaje. Los proyectiles enemigos buscaban las ruedas de nuestro carro
y nuestros caballos, pero a mí me dejaban para la pira funeraria. Krishna, danzando en el
asiento del carro, se había deslizado un escudo sobre el hombro, que lo cubría parcialmente
con el océano repujado de su superficie. Movía tan diestramente el brazo que parecía llamar a
las flechas, mientras hacía bailar a los caballos. Duryodhana gritó:
“¡Manteneos firmes, mis hombres! Hemos jurado a Jayadratha que esta noche
veremos arder a Arjuna. El sol se pone ya. No deis tanto valor a vuestras vidas. Si rompemos
nuestros votos, el Patala nos espera y, si los cumplimos, el cielo es nuestro.” El bosque de
lanzas se adensó y, nutrido por los vítores, se hizo más alto. Cubría la diadema de Jayadratha
y al sol poniente. Sólo la grulla de su estandarte tremolaba en el aire despreocupada. Mis
flechas rompieron contra el muro de lanzas. En mí una voz repetía: “Arjuna, hijo de Kunti, tu
hora ha llegado.” Vi alzarse las llamas de mi pira y, como si oyera mis pensamientos,
Duryodhana bramó:
“¡El día acaba! ¡Manteneos firmes! ¡A Arjuna le espera el fuego! ¡Firmes, mis
guerreros!” El timbre de su voz era el de una mujer excitada. Los hombres bajo las lanzas
elevaron sus gritos de victoria. Ningún hombre nacido de mujer mortal puede vivir para
siempre. Llamé a Pusan, dios de los viajes: “Dispuesto estoy”, le dije. Llamé a Krishna: “No
perdamos estos momentos preciosos disparando a montañas de acero. Estos catorce días en el
carro contigo han sido mejores que cien vidas sin ti.”
“¡Sigue disparando entonces!”
El arco me había caído al costado, pero la voz airada de Krishna desencadenó la vida
que había dentro de mí e hice lo único que podía hacer: disparé a las patas estiradas de la
grulla de la bandera de Jayadratha. Cayó de lado sobre las tiesas lanzas.
“Haz lo que te diga. Tu Pasupata, ¡Úsala ahora!”
¿Qué sentido tenía derrochar mi Pasupata contra un muro de acero? Pero sentí
bajarme como un relámpago por el cuello y bifurcarse en mis miembros. Yo no entendí lo
que ocurría, pero aquel impulso tomó el don de Shiva de su aljaba especial, que aún olía a las
flores con las que lo adoraba a primeras horas del día. En la oscuridad y el silencio, tensé la
cuerda.
“Haz lo que te diga. Exactamente.” Hizo girar a los caballos entonces, como si nos
dispusiéramos a huir y me gritó: “¡Prepárate! ¡Dispara cuando te diga!” Miré atrás y vi el
umbrío seto de lanzas moverse con destellos contra el cielo vaneciente. “¡Arjuna se retira, al
fuego camina!” Los gritos de victoria eran como buitres picoteándome el cerebro. Cayó un
repentino crepúsculo. Arjuna, hijo de Kunti, ruega que una flecha te traiga la muerte de un
guerrero, pensé, o deberás arrojarte a la pira. Ahora la oscuridad cayó, una oscuridad
completa como un eclipse. Los chacales aullaron. Aullaban para mí. En mi corazón, me
despedí de Krishna y de mis seres queridos. Pensé en encontrarme con Abhimanyu.
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Duryodhana entonó victoria. Nuestros ojos, bien abiertos para afrontar la oscuridad,
parpadearon contra una luz repentina.
La noche se precipitó a la distancia como una lanza.
Como hombres que emergen de una caverna, contemplamos el sol.
“Prepárate.” El muro de lanzas estaba bajo.
Sentí el sortilegio crecer en mí y disparé en mi cabeza y en mis manos. Supe entonces
que Shiva me concedía la victoria. Percibí el giro de los caballos, tan suave que sus
cascabeles y pequeños discos de metal apenas tintinearon.
“¡Ahora!”
Mis dedos se abrieron y la cabeza de Jayadratha voló más allá de la llameante órbita
naranja, con su cabello brillante y frondoso como nubes contra el inflamado horizonte.
Pronuncié el mantra para llamar de vuelta la Pasupata. Al sonido de los lamentos de los
Kauravas, Krishna puso los caballos al galope. Una nube de flechas cayó en el polvo tras
nuestras ruedas. Me volví para ver a dos carros en vana persecución del nuestro. Les faltaba
el ánimo y enseguida cesaron.
“No te arrojarás al fuego. No lo harás. No te inmolarás”, repetía Krishna como no
habría dejado de hacerlo en todo el día.
El sol empezó a ponerse otra vez. El decimocuarto día había terminado.
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CAPÍTULO 12
67
Los gritos de guerra se elevaron, inciertos como si las tinieblas fuera un muro que
tuvieran que escalar. Cuando los hombres proclamaron sus nombres, sus voces los asustaron.
La noche estaba cruzada de exclamaciones, bromas y maldiciones.
“¡Mira por dónde andas!”
“¿Es que no ves a plena luz del día?”, algún chistoso soltó. La risa era estridente y
nerviosa.
“No es hora de reposar la cabeza en el regazo de la noche.”
“Debes de estar soñando.” La risa pronto murió. Matamos a nuestros hombres con
nuestras propias flechas. La armadura de un caballo rascó nuestro carro y el grito de un águila
se elevó al cielo, el chillido de un rakshasa:
“¡Droooona! ¡Droooooona!”
Se me erizaron los cabellos.
Ghatotkacha nos enardeció la sangre a todos. Cargamos bramando de un modo nunca
oído durante el día. Era como estar en la jungla con animales que se hubieran vuelto hombres.
Ningún blanco era seguro. Las jabalinas empezaban a verse cuando ya era demasiado tarde.
Los berridos de pavor de los hombres de Dronacharya nos dijeron que Ghatotkacha
había abierto una brecha en el enemigo. Tratamos de seguirlo y tropezamos con sus
rakshasas, que se tornaron hacia nosotros. Uno de ellos cayó en nuestro carro con golpe seco.
Sus dientes afilados me sonrieron. Dicen que los rakshasas te chupan la sangre mientras te
asesinan. Mi mente hizo fieros intentos por hallar la palabra rakshasa que significa ‘amigo’.
Pronuncié la palabra ‘enemigo’. Él me aferró la garganta.
“Éste es Arjuna, idiota.” Mi nombre en boca de Krishna lo hizo retroceder para
mirarme. Me tomó en sus brazos y me besó el corazón. Luego, con un gruñido, saltó a la
noche. Mi risa nació muerta. Innumerables formas espectrales encendían el cielo. Un hondo y
desesperado gemido llegaba de ambos lados, una nota fundamental que angustiaba al
universo. Cabezas tronchadas de ojos enrojecidos y cabellos erizados como púas de
puercoespín, liberadas por la maya de Ghatotkacha, flotaban sobre el enemigo. Vi a algunos
de nuestros propios hombres huir.
La oscuridad se impuso otra vez, lo que significaba que Dronacharya o Ashwatthama
habían neutralizado la maya. Nadie más sabía cómo hacerlo. Después, el cielo se iluminó con
otro astra y a su luz vimos un enjambre de rakshasas marchar tras Ghatotkacha. Cuando
Ashwatthama lo hirió, el enjambre se dispersó, pero no sin matar antes a Bahlika, abuelo de
Bhurisravas, el guerrero de más edad en el campo. De día lo habrían protegido. En el tumulto,
Drupada perdió a sus dos hijos más jóvenes.
Ghatotkacha estaba herido y lo sacaron del campo. Sentimos la tierra crujir y dividirse
bajo las ruedas de nuestro carro. Los cascos de los caballos quedaron atrapados en fisuras de
las que brotaba fuego. La tierra se había incendiado. Los elefantes empezaron a barritar de
miedo y furor. Movieron sus pesados cuerpos adelante y atrás y aplastaron los carros.
Entonces, todos los fuegos murieron. Las grietas se los habían tragado y se cerraron.
Los jefes de ambos bandos acordamos que los hombres sostendrían antorchas
mientras nosotros, sus oficiales, lucháramos. Por todas partes se encaramaron aquéllos sobre
carros destrozados y elefantes muertos. El campo se convirtió en una cadena de luces, con su
centro de negro ónix. Las llamas fluían hacia el oeste con la brisa.
A muchos de nosotros la luz nos hizo encontrarnos con inesperados vecinos. Y el
nuestro fue, probablemente, el más extraño de todos. Mientras se deshacía la confusión, nos
llegó una voz que era familiar y burlona aun en su ira.
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“¡Estúpido y senil brahmín!” Era Karna. Estaba de espaldas a nosotros. “¿No puedo
matar a Arjuna? Podría cortarte la lengua”, gritó. Kripacharya desenvainó la espada.
“Karna...”, empecé a desafiarlo, pero Krishna fustigó a los caballos y lo dejó atrás.
Sanjaya nos contó cómo terminó aquello: Ashwatthama los alcanzó e inquirió qué los
movía a discutir en una noche de batalla. ¿No era ya bastante malo tratar de no matarse uno a
otro sin querer, para hacer además el trabajo de los Pandavas? Karna le espetó: “Éste cree que
no puedo matar a tu amigo Arjuna.” Y Kripacharya le respondió diciendo que no era más que
una inflada nube otoñal que no da una sola gota de lluvia.
Ashwatthama le advirtió que yo era dos veces mejor arquero que él y diez veces más
noble. Cuántas veces habría querido oírle decir aquellas palabras a Ashwatthama para curar
lo que había de venir.
Pero, por ahora, no podía tragarme mi rabia contra Krishna por haberme llevado lejos
de Karna:
“¿Crees que la shakti que Indra le dio porta mi nombre? Sólo puede dispararla una vez
y, antes de que lo haga, le habré cortado la garganta. No hay más que un modo de que
comprendas que soy más que su igual, Krishna, y es que lo mate ahora.”
“Todavía no. La noche es trabajo de Ghatotkacha. Nuestra tarea todavía consiste en
guardar al Rey de la red de Dronacharya. Están convencidos de poder aprovecharse de la
oscuridad y, si capturan al Primogénito, ¿para qué habremos luchado?” Sólo imaginarme a
Yudhisthira tirando de nuevo los dados en el palacio de cristal me impidió seguir protestando.
Krishna mandó a Ghatotkacha allí en lugar de ayudar a Satyaki contra Karna.
Ghatotkacha puso su calva cabeza a los pies de Krishna, como siempre había hecho, y saltó
entonces ágil como una pantera a mi costado para abrazarme y desafiarme a aspirar el
perfume de su cabello. Le acaricié la cabeza, le tiré gentilmente de la oreja y le pedí que
guardase la vida de Satyaki tanto como que asustase a Karna. Mostró el destello de sus
dientes afilados y dijo:
“Tío paterno, mi poder viene como mar grande en noche. Siente no dolor de heridas.
Drona no sabe esto o nunca luchar conmigo en noche.” Me abrazó otra vez.
Desde la cima de su elefante nos dedicó una reverencia. Lo primero que hizo fue
cortarle la cabeza a Jatasurya y tirarla a los pies de Duryodhana al carro.
“¡No corras, tío!”, gritó. “¡Vuelvo pronto con cabeza de Karna! Dicen en tierras
nuestras salvajes no ir nunca a Rey sin buen regalo.” Sus chillidos colmaron el cielo antes de
que partiese de allí con risa maníaca. Mandaron otro rakshasa contra él. Le cortó la cabeza, la
recogió y, desde su elefante, volvió a arrojarla a los pies de Duryodhana. Los carros Kaurava
se mantenían a distancia de él. Sólo Karna se precipitó a su encuentro. Duryodhana llamó a
su ejército otra vez. La angustia confundía sus órdenes. Los hombres con antorchas corrían de
un lado a otro, las teas se partieron y los fragmentos lubricados de las mismas saltaron a
brazos y cabezas. Ghatotkacha traía el fuego. Las olas de hombres que se nos venían encima
rompieron como contra los arrecifes antes de alcanzar la orilla. Duryodhana estaba
paralizado, pero Karna, aunque luchaba en una batalla perdida, no cedía nunca. Ambos
bandos sabían que, a menos que el día neutralizase los poderes de Ghatotkacha, éste ganaría
la guerra para nosotros aquella noche.
El presente final de Karna a Duryodhana fue disparar a Ghatotkacha la flecha
guardada para mí. En días posteriores, me pregunté cómo me habría sentido yo, si hubiera
tenido que sacrificar mi Pasupata, que guardaba para él. Ghatotkacha cabalgaba el campo en
su elefante como Yama sobre su búfalo. Parecía como si Karna hubiera de ser su víctima
también y, sin embargo, yo sabía dentro de mí que mi voto guerrero de matarlo tenía que
cumplirse. Shiva me lo había otorgado.
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De pronto, el elefante de Ghatotkacha se volvió loco. Ni siquiera su jinete podía
controlarlo. Barritando y gimiendo por el dolor de las muchas flechas que tenía hincadas, se
precipitó a la parte del campo donde la concentración de hombres era más densa. Duryodhana
silbó con su caracola llamando a los carros en defensa de Karna. Oímos a Ghatotkacha
cacarear socarronamente:
“Venid, venid, mis niños”, su cacareo se convirtió en un chillido demoníaco. “Mis
dulces niños. Necesito muchos regalos para vuestro rey.” Los caballos Kaurava se
encabritaron, relincharon y trataron de huir. Los aurigas se recostaron en los asientos e
hicieron sonar los látigos. Se llamó a la fuerza de elefantes de Duryodhana desde el flanco
derecho, pero las bestias barritaron su pánico y buscaron protección apiñándose. “¿Quién
quiere regalar cabeza para Duryodhana? Venid, venid a Ghatotkacha.” Nadie, aparte de
Karna y Duryodhana, se mantuvo firme. Uno junto a otro podían enfrentar al mundo.
Duryodhana lanzó insultos a los guerreros de sus carros, pero eran los caballos los que se
negaban a obedecer. Duryodhana y Karna marcharon a través de las tropas, fustigando a un
lado y a otro para reagrupar a su caballería y sus elefantes al igual que si de cabezas de
ganado se tratase. De repente entonces, como si se hubiera roto un sortilegio, todo el ejército
Kaurava se precipitó hacia nosotros. Fue esta estampida lo que acabó con las vidas de Virata
y de Drupada. No nos enteraríamos de ello hasta el alba. Ahora Ghatotkacha, en su furia de
batalla, conjuró algo que yo, no sólo no había visto nunca, sino que ni siquiera había oído
hablar de su posibilidad. Su imagen se hizo enorme y, bañada en una fiera luz blanca, se
elevó contra el cielo. Y entonces la noche fue oscuridad otra vez y Ghatotkacha bramaba
atronador sílabas que eran como mazas arrojadas al vacío.
“W-NNNNNNN, SHNNNNNN, FRRRRRR.” Los sonidos carecían de dirección y
eran indistintos, como si arrastrasen otros ruidos detrás que no pudiéramos oír, pero que
asolaban al enemigo y a nosotros nos hacían temer. Recordé nuestra huida del Palacio del
Deleite y cómo perdimos el sentido de la orientación mientras corríamos por el túnel.
También ahora oíamos por todas partes un crujido, pero no sabíamos adónde correr. Vimos el
perfil de un arquero. Su brazo se deslizó hacia atrás y dejó volar la flecha, sin una sacudida,
como si la noche fuera un cojín para el codo de aquel hombre. No hubo retroceso. Aparte de
mí mismo, nadie más que Karna disparaba con semejante suavidad. Las flechas partieron de
él como óleo portado por el viento. Centelleaban directo hacia Ghatotkacha y viraban en
redondo tal como los animales lo habían hecho. El olor a cosa chamuscada crecía y hubo un
estallido que al principio fue como inocuos fuegos de artificio. Pronto se convirtió en una
llama y luego en dos que corrieron y se expandieron. Cada llama se dividió en dos y cada una
de las nuevas en dos otra vez. El murmullo de los hombres se convirtió en berridos. Los
Kauravas se volvieron y huyeron. Los fuegos los persiguieron y los alcanzaron con letales
dedos.
“¡Karna, Karna!”, gritó Ghatotkacha. “¡Corre a casa ahora!” El fuego rodeaba a
Duryodhana y a Karna, pero no tenía poder sobre ellos. Alcanzaba sólo a los hombres que
huían de él. Las llamas saltaron por encima de la sombrilla blanca de Duryodhana.
Duryodhana y Karna estaban dentro del círculo mágico de su coraje. Ningún fuego penetraba
en él. Uno podía sentir la fuerza que los ligaba. Pensé en mi primera batalla con Krishna a mi
lado. Vi la mano de Karna alcanzar su aljaba de metal azul, donde dormía la esperanza de mi
muerte.
“¡Loco, esa shakti es tu vida!”, le chilló Duryodhana desde su carro y saltó para
detenerlo. Intentó arrebatarle la flecha y acabaron enzarzándose en una pelea. En la lucha
libre, Duryodhana era el mejor, pero Karna se sentó encima de él inmovilizándole los brazos
con las piernas. Inclinado hacia atrás, disparó la flecha cuando la montura de Ghatotkacha
pasó barritando frente a ellos. Centelleó diagonalmente hacia arriba, una franja azul que entró
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en el pecho de Ghatotkacha. Más tarde, me preguntaría si yo habría podido disparar
semejante flecha. En aquel momento, creí que provenía de la mano de un dios.
“¡Karna, Karna! Tú hombre de coraje”, gritó Ghatotkacha. Su elefante aminoró el
paso y la trompa enjoyada se rizó hacia atrás para tocar al jinete, gimiendo de dolor.
Yudhisthira y Bhima corrieron hacia él y así lo hicimos los demás. El elefante extendió la
trompa, elevó primero al Rey para colocarlo en el interior del varandaka, y retornó para subir
a Bhima. Ambos le acariciaron la cabeza a nuestro sobrino y trataron de convencerlo de que
descendiese. Cuando nosotros alcanzamos el elefante, le oímos decir: “No preocupas, tío.
Noche amiga y protectora. Nada pasa antes de alba. Hay más trabajo para Ghatotkacha.” Se
sacó la flecha del pecho. Contuve el aliento. Yudhisthira le puso la mano sobre la herida, pero
no había sangre. Durante el caos, Ghatotkacha estuvo sentado con el tronco erecto. Los
soldados se dormían de pie. Nuestros aurigas cabeceaban mientras conducían y, cuando sus
manos tenían sacudidas, volvían los caballos contra nuestros elefantes u otros carros. Las
armas repiqueteaban en el suelo al caer de las manos de hombres dormidos. Los portadores
de antorchas se pegaban fuego a sí mismos y despertaban gritando. Esto no era una guerra.
Krishna sugirió que fuese yo quien le hablase a Dronacharya. Enviamos a nuestro heraldo
con una bandera de tregua. La respuesta de mi Guru no tardó:
“Siempre has sido muy blando, Arjuna. Quieres salvar las vidas de esta gente... ¿para
qué?” Tenía la mirada más fría que le hubiera visto jamás, pero de momento sólo era un perro
ladrador. No le respondí, lo que pudo haberlo convertido en mordedor. “No merece la pena
salvar estas vidas. ¿Qué crees tú, Arjuna?” Pensé en Ghatotkacha, lo que me enterneció el
corazón. “¡Respóndeme, patético idiota!”, chilló Dronacharya.
“No, nunca he pensado así, Gurudeva.” Recordé lo que había sido profetizado: que
Dronacharya sería poseído. Le seguí la corriente, como a los locos.
“Oh, ¿me llamas Gurudeva? ¡Tú!” Sesgó la mirada y recuperó un recuerdo del
pasado. “¿Recuerdas... el cocodrilo?”
“Lo recuerdo.”
“Si me hubieras abandonado al cocodrilo, ahora no tendrías necesidad de matarme.”
Un kshatriya no piensa de este modo. Vi que en su mente era un brahmín hasta el fin. “Ya
conoces la pena por matar a un guru. Sí, veo que la conoces. Porque me salvaste la vida
entonces, te concedo un deseo. Tal cosa no te hace menos idiota. Un noble idiota. Cuídate,
Arjuna, de la nobleza. No tengo tiempo para ella. Buenas noches.” Se volvió, sopló su
caracola y gritó: “¡Arjuna quiere dormir! ¡No podemos luchar sin Arjuna, o estos Pandavas
tan rebosantes de Dharma protestarán!” Después, como un demente: “¡A dormir, a dormir, a
dormir...!” Sin dirigirme otra mirada, se acurrucó en el asiento de su carro y se quedó
dormido allí mismo. Las caracolas desgarraron la noche.
Quitamos el arnés a los caballos, los frotamos bien y los bañamos. Me tumbé mirando
la región del cielo por la que surgiría la constelación del Cocodrilo. Parecía que justo acababa
de dormirme cuando algo me vapuleó. “¡A las armas!”, gritó una áspera voz. Sentí mi cerebro
protestar como con golpes en el cráneo, pero mis huesos y mis nervios conocían la voz de mi
Guru, así que salté como en aquellos días pasados en los que acostumbraba a ponerme a
prueba y en el corazón de la noche, nos hacía cantar o silbar para probarle que estábamos
completamente lúcidos, que podíamos despertarnos instantáneamente. “¡A las armas! ¡A las
armas!” No podía esperar a luchar otra vez. Esto le hizo ganarse el odio de tantos hombres
que aún no comprendo cómo sobrevivió a aquella noche.
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CAPÍTULO 13
Durante un rato, cesaron los astras. Mediante estratagemas, hicimos acudir a nuestro
Guru al terreno de nadie. Vino solo para sellar su destino, diciendo que su auriga era como
Arjuna y quería dormir.
Bhima y Yudhisthira se aproximaron a él arrastrando los pies. Nosotros nos quedamos
detrás, temerosos de que Bhima no pudiera representar su papel. Pero, una vez recitadas sus
palabras, un espíritu de invención lo poseyó y, mientras Dronacharya los miraba con los
párpados arrugados de dolor, Bhima danzó ante él proclamando:
“He matado a Ashwatthama, he matado a Ashwatthama...” Estuve tentado de alzar la
mano a la aljaba, pero Krishna había estado en lo cierto. Habíamos matado ya a nuestro Guru
con la mentira. El Primogénito contuvo a Bhima diciéndole que no habíamos venido aquí a
regodearnos de nuestra acción, sino a pedir el perdón de nuestro maestro. Aquello no podría
haber sido más convincente, ni aunque hubiéramos sido una compañía de mimos. De pronto,
la furia de nuestro Guru llameó, abrasando su dolor.
“Bhima ha sido siempre un patán”, dijo, y miró al Primogénito. “Krishna es el rey de
las mentiras.” A estas alturas, un silencio profundo había entre nosotros. Los muertos
esperaban que los retirasen. Aves de presa volitaban en el cielo y sus gritos de hambre
reclamaban nuestra atención. “Pero ni siquiera él podría hacer que me mintieras en este
caso.” Krishna, impávido, observó a Yudhisthira. Drona y él contendían por su alma. ¿Qué
Dharma escogería mi hermano? La mirada de Dronacharya nos barrió para detenerse en mí.
Sus ojos habían revivido otra vez. Había en ellos la concentrada atención del halcón en su
voluntad de descubrirnos. “Arjuna, no te lo preguntaré a ti. Entre nosotros reinó siempre la
verdad.” Éste fue su regalo de despedida para mí. Las lágrimas me salvaron de traicionar a
Krishna. Los ojos de Drona retornaron al Primogénito. “Mi vida reposa en tus manos,
Yudhisthira. No volveré a moverme de aquí, si Bhima ha matado a Ashwatthama.” Una
pausa fue disparada al silencio como un astra derramando diluvios de quietud. Aún me
maravillo al recordar la voz de mi hermano, apagada y avergonzada, en un murmurio.
“Lo ha hecho, Acharya. Ashwatthama está muerto.” Lo que Krishna le había dicho era
la verdad para Yudhisthira. Éste era su único Dharma ahora. “Perdón pedimos a nuestro
Guru.” Y se arrodilló y tomó el polvo de los pies de Dronacharya. Tan franca dignidad lo
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envolvía que nuestro Guru, no sólo lo creyó, sino que quedó sumido en confusión. ¿Estaba de
verdad muerto, entonces?
Dronacharya dejó el arco en el suelo cuidadosamente y lo tocó con suavidad una vez.
Le hizo pradakshina y, acercándose a mí, me ofreció la espalda. Yo le solté el carcaj. Cerró
los ojos y volvió las palmas al cielo. Lo contemplamos callados. Sanjaya vio a los dioses
hablarle. Una furia repentina lo sacudió entonces, pero aquéllos le indujeron a entregarse, le
dijeron que estaba usando astras de un modo que ellos no sancionaban. Le dijeron que había
vivido el término de su vida.
Lo que yo vi fue a mi Guru a punto de dejar la mente y el cuerpo que me lo habían
enseñado todo. Lo contemplamos mientras él abrazaba a sus alazanes. Esparció hierba kusa,
se colocó en ella y se sentó en meditación. Yo me aproximé, toqué el polvo de sus pies y me
lo llevé a los ojos. Él abrió los suyos y me tocó la cabeza. “Muero la muerte de un brahmín,
aunque no estaba predicha.” Estas últimas palabras eran para mí.
Satyaki, los mellizos y Bhima le rindieron homenaje. Yo percibí que él estaba lejos
ya. Algún espíritu guardián debió de esperar muchos años para llevárselo en cuanto estuviese
dispuesto a partir. Dhrishtadyumna, entonces, se inclinó ante él. Extendió la mano
suavemente, como lo hace un gato, agarró el moño de nuestro Guru y al mismo tiempo tajó
con la espada. Yo grité:
“¡NO! ¡TÓMALO PRISIONERO!”, y salté como un tigre. Pero mi cuerpo dio inercia
al brazo de Dhrishtadyumna y la cabeza de Dronacharya cayó con el rostro hacia el suelo a
mis pies. Yo la miraba. Dhrishtadyumna la recogió, la balanceó para que todo el mundo
pudiera verla y me miró a la cara mientras Bhima bramaba: “¡Sadhu, llévate contigo tus
malditos astras!”
“¡Al igual que éste, cumpliremos todos nuestros votos!”, gritó Dhrishtadyumna.
“¡Arjuna matará a Karna y Bhima a Duryodhana, como yo he acabado con este brahmín!”
Arrojó lejos la cabeza. Sentí cortado el soplo de vida. Yo había sido cómplice de aquello.
Sentí violencia y caos, y al espíritu de Dronacharya retornar rabioso. En mí, la ira se convirtió
en angustia. Tomé la cabeza entre mis manos y le hable a mi Acharya hasta que su espíritu se
serenó.
Estiré el cuerpo de Drona en la hierba kusa y coloqué la cabeza, caliente aún, sobre el
tronco, uniéndolos con mi angavastra. Otra seda le puse sobre el rostro. No hay modo de
limpiar el lugar donde has matado a tu Guru; aun así, tomé tierra limpia y cubrí con ella el
suelo ensangrentado. Cogí del agua de mi carro y, pronunciando nombres santos, hisopé con
ella la tierra fresca y el cuerpo de Dronacharya. Mi Guru estaba en calma ahora, pero el
mundo bajo mis pies parecía airado. Los alazanes se movían inquietos, arqueando los cuellos
y haciendo tintinear sus pequeños discos y cascabeles. Yo sabía que aquel terreno narraría
nuestra atrocidad, durante los siglos por venir, a los que lo transitasen. Y de pronto pensé:
¡Ashwatthama, Ashwatthama, mi amigo! Perdónanos.
“¡Ashwatthama! Los astras.”
Cuando hallaron a Dronacharya, los Kauravas huyeron sin saber quién era ahora su
líder. Las fuerzas Kaurava estaban destrozadas, pero nada me alegraba menos. Esto era
carnicería, no batalla.
Traté de ver el rostro de mi Guru tal como había sido. Pero lo que veía era la mano
enjoyada y poderosa de Dhrishtadyumna agarrando el moño, aferrando el cabello de aquella
pequeña cara dispuesta a alcanzar el cielo. ¿Había emergido el brahmín en él? ¿Había partido
cantando himnos? ¿Le había sonreído Yama al tirar del lazo?
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Él sabía cosas ahora que ningún discípulo preguntaba. ¡Cuántas, cuántas preguntas
había respondido! Nunca se había negado a ello. Pero el camino que Yama había encontrado
para él un día tendría que hallarlo yo también para seguirlo. Canté por él el himno:
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Entendí otra vez por qué Krishna había elegido a Dhrishtadyumna como Comandante.
Todos estabamos locos por falta de sueño y había habido poco tiempo para comer. Ninguno
de nosotros era normal desde la muerte de Abhimanyu y mi voto de acabar con Jayadratha.
Quizás ninguno de nosotros era normal ya desde el décimo día, en que el Gran Patriarca dejó
el campo. Dhrishtadyumna se sentó otra vez. Una sensación de alivió fluyó entre nosotros.
“Satyaki, cada día que pasa se hace más problemática la definición de adharma. Si
tuviéramos a todos los expertos en los shastras, a todos los pandits del mundo ante nosotros
en esta tienda, no podrían decirnos qué hacer. Aquí te ofrezco mi punto de vista. Era el de mi
padre también, tal como lo formuló en la sabha de Virata el día de la boda de Abhimanyu:
lucho del lado de los Pandavas no sólo porque son mis parientes y los amo, sino porque ellos
representan el Dharma. Por la misma razón nuestros hombres no se han pasado al otro bando,
como los Kauravas han hecho. Cuando Dronacharya perdió toda virtud, dejando aparte mi
voto, hubimos de encontrar un modo de eliminarlo. Te digo que el propósito de toda guerra es
la victoria.” Y con fuerza aseveró: “El mundo honrará a Yudhisthira. La suya fue una mentira
gloriosa. Fue el sacrificio de la virtud ofrecido a los dioses.” Dhrishtadyumna caminó ahora
otra vez alrededor de la estancia para acompañar el paso de sus pensamientos. “Tú fuiste
insultado por Bhurisravas y lo mataste. Ahora, si alguien quiere cortarme la cabeza, que lo
intente.”
Satyaki se liberó de mis brazos y saltó sobre Dhrishtadyumna. Bhima se arrojó tras él
y lo alcanzó. Pensé que Satyaki acabaría allí, pero Bhima lo apartó de Dhrishtadyumna y
Nakula se colocó entre ellos.
“Satyaki”, le dijo con aquella voz que calmaba al más salvaje de los caballos, “los
Vrishnis son tu vida y tu esperanza. Te amamos como amamos a Krishna. Abhimanyu te
amaba. Tú eras su Guru y su padre. Perderte nos desesperaría. Perder a Dhrishtadyumna no
sería menos terrible. Su padre fue la tabla que nos salvó cuando casi nos ahogamos. Virata y
él fueron nuestros padres cuando buscábamos refugio. Ambos han alcanzado el cielo del
guerrero. Que toda esta disensión se la trague el río del pasado.”
Yo tenía a Satyaki cogido de un brazo y sentí las palabras de Nakula caer en él como
una poción en la sangre. Se aquietó. Con mi brazo libre abracé a este joven hermano que
nunca alardeaba, pero que tuvo la sabiduría de salvarnos de nosotros mismos.
Dhrishtadyumna aspiró el perfume de su cabello. Las emanaciones salutíferas de Nakula
penetraron en mí también.
“Arjuna, dices que fue mi mentira la que mató a nuestro Guru.” Incluso cuando estaba
enfadado, Yudhisthira permanecía impávido y hablaba desde su trono con tonos bien
medidos. Habló ahora sin emoción:
“Ese hombre que consideras un padre para nosotros fue aquel bajo cuyas órdenes seis
héroes mataron a nuestro Abhimanyu. Permaneció sentado y contempló cómo los Kauravas
trataron de desnudar a nuestra Emperatriz ante la asamblea. Pocos días atrás, prometió a
Duryodhana capturarme para hacerme jugar otra partida de dados. Otros trece años de exilio.
¿Fue el amor de un padre lo que le hizo prometer a Duryodhana que tu juramento no
prevalecería contra Jayadratha? Si esta mentira me ha hecho perder el Cielo, así sea. No
siento la mácula del pecado. Si Dronacharya es tu Guru, el mío es Krishna.”
Krishna. En nuestra locura lo habíamos olvidado. Nuestra locura fue olvidarlo. Su
nombre me serenó.
“Si Krishna hubiera estado en Hastinapura durante la partida de dados, su voz se
habría alzado por nosotros. Si Krishna hubiera estado allí, no habría habido partida de dados.
Todos sabemos qué pocos deseos he tenido de gobernar un reino. Se me acusó de amar más
el exilio en el bosque. Estoy dispuesto a acabar mi vida, pero no tengo escrúpulos por las
palabras que le dije a Drona.”
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Bhima sollozaba y el silencio de los demás apoyaba el discurso del Primogénito.
También yo estaba en silencio. Krishna había operado un cambio en Yudhisthira. Tras la
muerte de Dronacharya, nuestro hermano mayor comprendía que el mundo estaba lleno de
decisiones en las que el antiguo Dharma no podía ayudar.
82
CAPÍTULO 14
Pronto, todo nuestro ejército sobreviviente yacía prono en tierra, los brazos estirados
hacia adelante, las palmas unidas, y cantando alabanzas a los pies y las manos como lotos de
Vishnu. Los mil rostros de nuestro Señor se elevaron despacio y, girando rápidamente sobre
sí mismos, partieron hacia el cielo. Al pasar sobre nosotros, no sentimos fuego ya sino sólo
un calor apaciguante, una brisa gentil, una bendición que se llevaba la tensión de nuestros
cuerpos y nuestras almas.
Aprendimos aquel día lo que ningún maestro en las armas puede enseñarte. El arma
final es la entrega. Es amor.
Sólo Krishna estaba en pie en el campo de batalla, dando sombra a sus ojos con las
manos. Miraba el lugar donde un grupo de discos empezaba a descender en picado,
centelleando. Había allí una figura solitaria que danzaba salvajemente, agitando los brazos y
sin dejar de gritar. Era Bhima. Krishna corrió hacia él y, sin pensarlo, yo lo seguí.
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“¡No me inclinaré ante ti!”, bramaba Bhima a los discos y agitaba los puños. Sentí el
calor otra vez. Bhima destellaba y chillaba. Salté sobre él y lo tiré al suelo. Ardía como un
horno. Aún mugió: “¡Te pongo el pie en la cabeza, Ashwatthama! ¡Te pongo el pie...!” Le
bajé la cabeza. Escupió polvo y volvió a gritar: “¡Te pongo el pie...!” Me senté sobre su testa.
Tenía la boca abierta como un hipopótamo y llena de arena. Desesperado, le metí el pie en
ella y sentí sus dientes.
Krishna intervino: “El Primogénito te necesita.” Sus músculos se tensaron y se
quedaron flácidos luego. “Canta el mantra de Vishnu.” Elevé la vista al cielo. Los discos
flotaban en suspenso. Yo ofrecí a Bhima, lo rendí todo.
Hubo una fragancia en el aire que limpió el hedor de quince días de mortandad. La
Muerte nos mostró su rostro secreto. Resplandecía de amor. Una promesa de creación vimos
en él. Lo que había sido enviado para destruirnos nos dio nueva vida, nueva fe, nueva
esperanza. Vi de soslayo el metal de los carros retorcido como hojas marchitas. Observé mis
armas, pero estaban enteras.
Narayana es vida. Narayana es vida disfrazada de astras. Es quien todo cura. Todo es
Narayana. Hay que inclinarse ante él. Sentí un empujón. Bhima debía de estar llorando. Lo
libré de mi peso. Bhima reía maravillado.
Había visto a Krishna otra vez. Me postré absolutamente ante él. Mi mente estaba en
calma, mi corazón resplandecía. Aquel atardecer, cuando recuperé la capacidad de pensar, le
dije meditativo:
“Una vez hablaste de la acción como si fuese el bien más grande. Hoy ha sido la
entrega lo que nos ha salvado. Si la hubiésemos realizado mucho tiempo atrás, ¿no se habría
evitado la guerra?”
“No. Lo viste ya por ti mismo. Porque la formidable entrega del Gran Patriarca lo era
a un Dharma moribundo.”
“¿Y qué me dices de la de Yudhisthira en la partida de dados?”
“La entrega a un Dharma moribundo sólo alimenta a un Dharma moribundo. No es la
entrega al Absoluto.” Y me miró entonces y cerró los ojos y sonrió. “Discriminación. Dije
discriminación, Arjuna. Es lo más importante. Es lo único importante.”
A menudo he pensado en las palabras de Krishna y en lo que significaban, y en cómo
nuestra conversación terminó con las primeras estrellas. Yo sabía que la discriminación era
algo de lo que carecía.
“Ésa es una razón, Krishna, para que sigamos siempre juntos. Tú eres mi
discriminación.” Los hombres no pueden vivir en la verdad mucho tiempo. Nuestra
fascinación se desvanece como la luna y las estrellas con las luces del día. Constatar que
carecía de discriminación me acercó más a ella que nunca. La discriminación es un astra que
somete la duda, es la punta de flecha que atraviesa la oscuridad. “Krishna, cuando termine
esta guerra tenebrosa... que tanta luz me ha traído, tienes que dejarme ser tu auriga. No quiero
separarme de ti.”
“Aún nos queda tiempo juntos”, repuso Krishna, “antes de que el Señor del Tiempo
nos desperdigue por la tierra.”
“Tus palabras son como un cuchillo”, dije.
“Eso es porque, tal como acabas de confesar, careces de discriminación.” Cuando
Krishna vio que no podía hacerme sonreír, se incorporó abruptamente y me tomó por los
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hombros, acunándome a medias y a medias zarandeándome con el modo característico que
tenía de hacerlo. Dijo entonces: “No tener discriminación es una cosa; carecer además de
memoria es peor. ¿Cuántas veces te he dicho quiénes somos? Somos Nara y Narayana; somos
lo indisoluble.”
Era verdad, me lo había dicho. Estábamos sentados en una alfombra hecha de seda e
hilos de plata. Todavía recuerdo su diseño de árboles y ciervos y aves, apenas discernible a la
luz de las estrellas. “Vinimos a hacer algo juntos y lo estamos haciendo. El resto es como
esto”, señaló el hilo de plata. “No es esencial. Sí, yo soy tu discriminación. Tú eres mi
chakra. Te lo dije el primer día de guerra. No hay diferencia; no hay espacio entre nosotros.
Juntó su pulgar y su índice fuertemente, me los puso debajo de los ojos para mostrármelos y
me zarandeó gentil otra vez. “Nunca lo olvides. Si quitas todo el resto, aún esto persiste. Yo
sé para qué estamos aquí. Tú lo olvidas. El olvido es sufrimiento. La ignorancia es dolor.”
“Krishna, en toda mi vida...” No sabía lo que acabaría por decir. “En toda mi vida,
con todo el tormento de esta guerra, a pesar de todos los ardientes astras y luchas nocturnas...
sólo aquí he sentido la promesa de mi vida y su cumplimiento.”
En mi mente, viví varias vidas con Krishna. En una de ellas, estábamos en Dwaraka,
nadando en el mar, recogiendo grandes conchas rosadas y, al atardecer, sentados en la terraza
de su palacio de mármol con copas de vino y rememorando momentos pasados. En otra,
volvíamos a Indraprastha y la reconstruíamos otra vez. Los caballos salvajes del bosque
venían a nosotros al talarlo. Con sus acacias, fabricábamos carros. Y nuestros orífices les
hacían incrustaciones siguiendo los diseños que Maya les daba. ¡Maya! Maya y la
Mayasabha. Y ahora estábamos inmersos en su esplendor, que irradiaba eternidad sobre
nosotros. Nunca en mis sueños regresaba a Hastina.
“Hazme un presente, Krishna. Hazme el don de no olvidar que he visto al Señor.”
Krishna me calibró.
“Estamos en el vértice de una yuga que ciertamente olvidará, la Kaliyuga.” Sus ojos
se apartaron de mí y miraron a ese futuro. “Ahora olvidamos y sabemos que hemos olvidado,
pero los hijos de nuestros hijos no sabrán que han olvidado. No creerán. Perderán los mantras
que llaman a los dioses; dirán que no hay dioses. Los Yavanas llegarán y tratarán de probarlo.
Hemos perdido la era de vivir al Ser en todas las cosas. Los kshatriyas la han destruido con su
fe exclusiva en el poder. El universo es el aliento de Brahma, y ésta es su exhalación. El
cambio no puede evitarse, no puede eludirse. Pero conducirá a algo más.” Percibí la sombra
de destrucción. Krishna la despejó: “Aquí estamos nosotros y te prometo muchos días juntos.
Y también te prometo... y ahora escucha con atención, Arjuna, te prometo que siempre que
me necesites y me llames vendré. Y también tú lo sabrás cuando yo te llame, y vendrás. Cada
uno oirá la llamada del otro.” Mi corazón se animó de un modo que creí que no necesitaría
dormir otra vez, y casi lo dije así antes de que un bostezo me lo impidiese. Más tarde, creí
que el sueño no vendría. Estaba demasiado exhausto y no había masaje que pudiese
sosegarme los músculos de las piernas y, sin embargo, por fin, el sueño acudió y me trajo a
Abhimanyu.
“Mira, padre”, decía. Estaba entero y luz brotaba de su cuerpo. Yo me torné hacia su
auriga.
“¿Es éste realmente mi hijo?”, pregunté.
“Oh, sí, mi señor”, contestó.
“Creía que estaba muerto.”
Él rió. Esperé alguna explicación, pero por toda respuesta tocó a sus caballos rojizos y
el carro corrió por el campo. El pavo real del estandarte extendió su cola contra el cielo. Por
todas partes, los hombres dejaban de pulir sus armas para mirarlo. Había una presencia en él
que hipnotizaba. Aunque siempre lo temí, sabía también que no podía morir. Ni seis, ni
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sesenta, ni seiscientos hombres podían haber acabado con él. Era sólo otra mentira como la
que le habíamos contado a Dronacharya. Ahora contemplé a mi hijo tirar de la cuerda del
arco hasta su oreja. Disparando a un lado y a otro, penetró en la Chakravyuha y se precipitó
por su corredor. Ésta es la parte más difícil, pensé. Ha entrado, sí, pero nunca le enseñé
cómo salir otra vez. Vi entonces que Bhima y Yudhisthira estaban bloqueados. El muchacho
quedaba solo.
“¡Adentro, adentro!”, les urgí. Intenté decirles cómo entrar, pero no podían oírme.
Traté de seguirlo yo mismo y me di de bruces con una barrera de Samsaptakas. Desvalido,
contemplé a sus caballos galopar. Miró atrás y vio que nadie lo seguía.
“¡Padre!”, llamó. “¡Estoy solo y no sé cómo salir!”
Su auriga se volvió hacia él y le dijo: “Hijo mío, prepárate. Hoy saludaremos a Yama,
pero hagamos antes algo que enorgullezca a tu padre.”
Tornó hacia mí el rostro y sonrió y yo vi que había un dios en Abhimanyu y
comprendí que tenía una embajada. Su estandarte tremolaba al viento y portaba un emblema
que yo no había visto nunca. Detrás del pavo real, había un sol naciente. Alzó el rostro al
cielo y oró:
“Estoy solo, pero habla. Voy a cruzar esta formación.” No usó invocación ninguna,
sino que le habló al firmamento como un amigo a otro. Sabía tan poco de mi hijo... “Por mí
mismo no puedo luchar contra todos estos enemigos.” La respuesta llegó:
“Estos hombres están muertos ya. Y tú no estás solo. Aunque su fuerza fuera diez
veces mayor, la mía lo es cien veces cien mil. Mis rayos son mis flechas innumerables. Tu
hijo y el hijo de tu hijo prevalecerán. Nuestra luz colmará el universo. Nosotros somos los
astras que destruyen el pasado y desgarran el velo que oculta el futuro. Los cascos de
nuestros caballos reducen a barro pultáceo el podrido Dharma. Nada puede detenernos.
Ahora dispara. Yo pongo mi mano sobre tu cabeza.”
Alrededor del cuerpo de Abhimanyu, hasta la distancia de un palmo y medio de su
superficie, brillaba otro de energía empírea y la lluvia de flechas que lo buscaba se quedaba
siempre corta. De su resplandor surgían innumerables flechas como rayos para disolver las
tinieblas. Sus enemigos estaban hincados en el suelo. Todos los que lo veían lo reconocían
como un Señor de poder y victoria. Sus caballos volaban como los que tiran del carro del sol
y levantaban tanto polvo que el guerrero quedaba envuelto en él. Sobre todo ello, ondeaba su
pavo real como un yantra. Yo sabía que significaba victoria y otras muchas cosas que sólo a
medias imaginaba, pero a Abhimanyu pertenecían y sólo él podía entenderlas. Cuando lo
perdí en las nubes de polvo, pensé: ¿Puede un muchacho vencer a todas las akshauhinis de
los Kauravas? Y, mientras desaparecía, oí el temible chasquido de miles y miles de cuerdas
de arco como rápido batir de correosas alas de pájaros, los tambores de guerra y las caracolas,
el traqueteo de las ruedas de los carros, el barritar de los elefantes y los relinchos de los
caballos heridos, el aullido de los chacales y todos los sonidos de terror que nos habían
atormentado durante quince días elevados en rugiente tumulto. Armaduras y lanzas volaron a
través de las undosas cortinas de polvo. Aves nefastas planearon, cuervos y milanos y
cóndores. No podía respirar de dolor. En la tierra se abrían surcos para recibir a los
cadáveres. Era la gran catarsis. Hubo un trueno en el campo, ahora oculto a mis ojos, como si
las montañas del norte hubieran caído al mar. Me desgarró el corazón. El océano furioso se
elevó sobre la tierra devorándolo todo en su torbellino. Sentí náuseas y escalofríos.
Grité: “¡Madre, sálvame!” Lentamente, el terror pasó. El polvo empezó a cambiar de
rojo a herrumbre. Me hallé mirando la Chakravyuha como desde una nube. Debajo de mí
había fuerzas esperando. ¡Mi hijo! De pronto hubo un sonido de rayo al partir la piedra. Los
caballos de Abhimanyu salieron galopando de la formación enemiga. Él, sus corceles y su
auriga brillaban inmersos en una blanca luz compacta, sin gota de sangre que los manchara,
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como si no hubieran hecho más que bañarse en agua de coronación. Avanzaron directo a
través de nuestras tropas. Éstas lo dejaron pasar, pero se tornaron y galoparon con él, que
dirigió la marcha. Ningún hombre faltaba. Uttarakumara y su hermano Shweta, Ghatotkacha,
Drupada y Virata estaban allí, y todos nuestros reyes y amigos.
Las banderas de seda eran nuevas y resplandecientes como si hubiesen sido acabadas
de tejer. Cada cascabel colgaba de su lugar en los cuellos y orejas de los caballos, el
terciopelo cubría a los elefantes, los varandakas estaban pulidos y centelleantes, los ejércitos
brillaban al sol, las sombrillas reales eran como blancos pabellones contra el cielo. El polvo
que quedaba atrás era oro. Yo estaba con ellos y Krishna me guiaba. Cabalgamos y
cabalgamos hasta llegar al patio de un palacio rodeado de fuentes y lechos de flores y césped.
Blancos muros se elevaban hacia el firmamento y aves cantaban en los aleros y por todas
partes había árboles cargados de flores. Al entrar, nuestros nombres eran proclamados, como
en los swayamvaras o rajasuyas. Cruzamos el umbral de una sabha. Un relámpago me
recorrió. Mi cuerpo se desprendió de mí como una armadura y vi la materia de la que estaba
hecho.
Luz. Era pura luz. Estaba hecho de luz. El rayo nos atravesó a todos. Hizo de nosotros
luz. De dos en dos y de tres en tres avanzamos hacia una escalera de oro entre olas de música
celestial. Krishna, en su iridiscencia, se volvió hacia mí. Su sonrisa me envolvió. Me despertó
luego.
El sueño flotaba en suspenso ante mis ojos abiertos. Había un perfume de serenidad
en el aire. Vi que mi incienso se había agotado. Era una fragancia de otro mundo, que había
traído conmigo. Y mientras mi cuerpo yacía en el lecho de una tienda blanca en el
campamento Pandava, durante la guerra del Kurukshetra, había alguien que subía aún las
áureas escaleras. No tenía el cuerpo cansado al levantarme y, cuando los músicos vinieron a
llamarme de los sueños, yo me había bañado ya, había orado a Surya y estaba vestido. No
sentía fatiga ni dolores de batalla. Ofrecí flores a mis armas y canté el Himno del Guerrero a
Madre Durga. Después, fui a ver al Gran Patriarca.
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CAPÍTULO 15
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Solo, caminé de vuelta a mi tienda bajo las estrellas y pronuncié el santo y seña:
“Partida de dados.” Krishna lo había escogido.
Según un dicho, la última noche de un hombre pasa tan rápida como el vuelo de una
flecha. Aprendí que esto era verdad.
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CAPÍTULO 16
“Mira, Krishna.”
“Estoy mirando.” Ambos nos protegíamos la vista para contemplar el campo de
batalla.
“¿Es tío Salya quien conduce el carro de Karna? ¿El más vanidoso de los reyes de la
tierra llevando el carro de un suta?” Krishna los observó con párpados fruncidos. “¿Qué le
habrán prometido esta vez?” Krishna no dijo nada. “Tú, que puedes explicar el universo, ¿no
me aclaras esto?”
“Es una de tus preguntas más sencillas. Respuesta: adulación. Cuando Duryodhana le
pidió este favor a tu tío, le dijo que se le contemplaría como al Krishna de los Kauravas.”
Acabé de encajarme los protectores dactilares. Nuestro Creciente Lunar estaba medio
formado. Al igual que en el tercer día, nuestro carro estaría delante. “Pasa por el cuerno
derecho, Krishna.” Satyaki estaba en la parte central posterior. Pusimos al paso los animales
para intercambiar buenos deseos. “Que vivas un centenar de años, nieto de Sini.”
“Arjuna, hijo de Pandu, que silencies para siempre esa lengua de víbora.” Cabalgamos
por delante de Sikhandin y Dhristaketu. Cuando pasamos por el lugar que correspondía a
Virata, envié a su alma un saludo silente y mi gratitud. Aminoramos el paso para saludar a
Vijaya, su último hijo vivo. Saltó a nuestro carro y lo abracé. Se parecía tanto a Uttarakumara
que volví a abrazarlo una vez más.
“Lucha bien, pero guárdate hoy, Vijaya”, le dije. “Tu padre fue la balsa que nos salvó.
Tú has de prolongar su linaje.” Las lágrimas le llenaron los ojos y en su boca se dibujó una
orgullosa, precaria sonrisa. Volvimos a abrazarnos. Bhima aguardaba en nuestro cuerno
oriental y sopló a Paundra para darnos la bienvenida.
Ocupamos nuestra posición y examinamos al enemigo. Su ejército había quedado tan
reducido que no sabía cómo podría durar otro día. La guerra era mía y de Karna. Los mayores
tambores de guerra, los que sólo los elefantes podían portar, comenzaron su firme amenaza y
los címbalos se unieron a ellos con gran reverberación. Nakula sopló Sughosha. Duryodhana
replicó a la Manipushpaka de Sahadeva. Karna elevó bien alto su caracola y esperó que
muriesen todas nuestras notas. Cuando el silencio se impuso, vertió desprecio en él, gritó
como un centenar de espectrales águilas rientes. Krishna y yo hicimos a Panchajanya y
Devadatta hablar como una sola para exorcizar aquel nefasto clamor. Entonces el
Primogénito entonó la señal de avance. Cabalgamos en desafío de Karna, pero en el último
momento sus caballos giraron y marchó hacia Yudhisthira. Habían planeado esta finta tan
inteligentemente que cogieron a Krishna por sorpresa. Se volvió hacia mí con el ceño
fruncido.
“Tu tío es un listo bribón. Otro Krishna, por cierto.” Susarma, mientras tanto, condujo
a los Trigartas contra nosotros. Krishna giró bruscamente los caballos, pero ya estaban
encima de nosotros.
“¡Eh, Arjuna! ¿Te vas corriendo ya?”
Para cuando los hubimos dispersado, Karna había jugado ya al gato y al ratón con
Yudhisthira. Lo había herido y lo había desestimado. “El lugar de un brahmín está en el
bosque.” Bhima lanzó su carro contra él por esto y lo hizo caer esparrancado sobre la piel de
tigre. Cuando tío Salya trató de apartarse de allí al galope, Bhima saltó al carro de Karna.
Blandiendo su espada, empezó a abrirle la boca a Karna y a bramar:
“¡Voy a cortarte tu cruel lengua de suta por lo que le has dicho al Primogénito!”
Buscó la lengua, pero tío Salya gritó que era yo quien había jurado matar a Karna. “Estamos
93
heridos y en retirada. ¿Qué diría tu hermano mayor?” Golpeó a Bhima con el látigo y frenó
de golpe el carruaje para que Bhima perdiese el equilibrio.
Corrimos al campamento a ver cómo estaba Yudhisthira. Ashwatthama vino
galopando hacia nosotros. Mi mente la colmaban el Primogénito y Karna. Dejé que mis
flechas desgarrasen la cola del león de su estandarte, abatí el mástil y le arranqué el arco de
las manos. Krishna se volvió furioso hacia mí.
“Tienes que estar loco, Arjuna. Éste no es el amigo que conociste. Estás luchando
como una mujer. Yo le enseñé a Subhadra a hacerlo tres veces mejor. ¡Mátalo, mátalo!”
Arrojé una lanza, pero estaba ya fuera del alcance de este proyectil. Cayó en el surco de sus
ruedas. Lo habíamos perdido. Alcanzamos la tienda real, por fin, cuando Yudhisthira se
vestía la armadura otra vez.
“Arjuna”, dijo jubiloso y dejó la aljaba en manos de su sirviente. Dio dos zancadas
hacia mí. Me abrazó. Sentí sus lágrimas en mi mejilla. Me condujo a su asiento y me sentó en
su regazo diciendo: “Gracias al Gran Indra, todo ha acabado. No sabes qué amenazado me
sentía con Karna vivo. Ahora puedo respirar otra vez.” El Primogénito estaba tan sumido en
su celebración que no veía mi rostro ni el de Krishna. Me puse en pie.
“Hemos venido a verte. Karna no está muerto.” Yudhisthira clavó la vista en mí,
fruncida su larga nariz. Miró a Krishna, luego a mí otra vez.
“¿A verme?”
“Estabas herido cuando dejaste el campo.”
“¿Es que soy una mujer para necesitar semejantes atenciones por una pequeña herida?
¿Eres un eunuco, Arjuna, para actuar de esta forma?”
“Yudhisthira”, le dije a través de dientes prietos y le aferré el brazo, “si cualquier otro
lo hubiera dicho, lo habría matado.” Krishna me apartó de él. Era la primera vez en mi vida
que le respondía a mi hermano mayor de aquel modo.
“¿No ves que es el miedo que tiene por ti, no por su reino, lo que le hace decir estas
cosas?” Yo salí de la tienda despotricando. “¿Y te consuela eso?”
Krishna me detuvo. “No podemos irnos sin la bendición de tu hermano.”
“No. Más tarde. Cuando lo haya matado.”
“Es porque te quiere.” El sonido de las palabras de Krishna instilaron la verdad en mí.
Volví y toqué los pies del Primogénito. Él me puso las manos en la cabeza, luego me alzó y
me sostuvo de forma que le viese los ojos. Su lengua no podría haber expresado su
remordimiento más claramente.
Las cosas ocurrieron rápidamente después de esto. Vimos que en el lado norte había
un duelo. Ambos bandos lo contemplaban. Duhsasana y Bhima se acechaban en círculos con
mazas de hierro entreveradas. Un instante después, Duhsasana estaba en tierra. Bhima arrojó
la maza a un lado y saltando sobre su rival le desenvainó la espada. Aún puedo ver el terror
en los ojos vencidos. Era un pajarillo en las garras de un águila.
“Ésta es la mano que le debo a Draupadi. Le tocó el cabello.” La mano cayó, con la
palma hacia el cielo. Bhima la cogió y se la tiró a un buitre que volitaba a poca altura. Sus
gemas destellaron al sol. Después, Bhima resolló y gruñó al abrirle el pecho a su víctima. La
sangre brotó. Bhima le acercó los labios. Duhsasana puso los ojos en blanco mientras
protestas ininteligibles borbotaban con la sangre que le regurgitaba por la boca.
El hijo de Karna tensó la cuerda de su arco para dispararle a Bhima en la espalda. Mi
flecha le cortó la garganta.
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CAPÍTULO 17
Aquello podría haber sido otro torneo, como el de muchos años atrás en Hastina.
Alrededor, los ejércitos nos contemplaban, transfijos y boquiabiertos los oficiales desde sus
carros y varandakas. Karna y yo nos preparábamos para el duelo. Hice pradakshina a mis
armas y a mi carro y marché luego hacia mi auriga. Krishna me miró y dijo:
“El sol puede caer del cielo, pero tú matarás a tu enemigo.”
De pronto alguien saltó ante Duryodhana y Karna. Antes de verle el rostro supe que
era Ashwatthama. Nadie más podía aterrizar de un brinco tan suavemente sobre sus pies.
Tomó la mano de Duryodhana y clamó para que todo el mundo lo oyera:
“¡Tengamos paz!” Su voz reverberó. Al principio no se entendía lo que quería
significar, pues habíamos perdido el concepto. Debió de comprenderlo al ver nuestros rostros
y clamó otra vez, para que el universo lo oyera: “¡Haya paz!”
Los buitres en la altura quedaron en suspenso. El sol, recién cruzado su zénit, retornó
al meridión. Los pacientes elefantes se quedaron inmóviles para escuchar de un modo que
son incapaces los hombres. “Duryodhana, ya hemos matado bastante. ¿Qué hemos probado?
¿Qué se probará matando más?” Duryodhana estaba callado y apartó el rostro lleno de
tristeza. “¿Para qué, Duryodhana, para qué?” Ashwatthama se plantó de nuevo ante él.
Después de ver a tío Salya conduciendo el carro de Karna, había pensado que el día no podía
traer más sorpresas. Estaba equivocado.
“¿Olvidas a Duhsasana?”
“¿Olvido a mi padre acaso? Ambos son el sacrificio ofrecido a la paz. Hay momentos
en que los dioses descienden a escuchar. Duryodhana, piensa en los hijos de nuestros hijos.
¿Qué será de ellos, si no quedan padres para educarlos? El hijo de Karna está muerto. A
Abhimanyu lo matamos nosotros. Duhsasana está muerto. ¡Basta!” Aguardó. Duryodhana
aún miraba a otra parte. “¿Es que debe Karna morir también por ti?” La cabeza de
Duryodhana se irguió de golpe. “Mira alrededor. Aunque conserves tu reino, ¿quién habrá allí
para poblarlo? Da la mitad y vive en paz. Muestra un corazón grande y en los siglos por venir
los bardos cantarán alabanzas de este día y del rey extraordinario que puso fin a la guerra y
trajo paz al país. Sé el rey generoso que sabes ser. Te pido que compartas el reino.” Y cerró
los ojos para cantar un himno que debió de haber aprendido de su padre cuando era un niño:
Cantó como lo hace un brahmín, como si hubiera de hacer nacer el conocimiento que
portan los versos.
“¡Sadhu!”, se atrevieron atenuadas voces a aplaudir sus palabras.
“¡Sadhu, bien dicho!”
“¡Sadhu!” Más voces cobraron coraje ahora y se dejaron oír. Ashwatthama sacó
fuerza de ellas.
“Antes de la guerra, Krishna habló de la grandeza que podría representar para ti el
apoyo de estos cinco hermanos. No es demasiado tarde para que la Gracia llueva en nuestro
gran país.” Vítores estallaron y recorrieron el campo. Contuve el aliento. Él pausó y luego
rompió en una canción popular:
Entonó el Volvamos al hogar e hizo una pequeña danza labriega, moviéndose al ritmo
del buey que tira del arado. Sembró la semilla. Algunos de los hombres, entonces, empezaron
a balancear el cuerpo y se unieron a él en la canción. Tuve que impedirme a mí mismo
participar, como acostumbraba a hacerlo en Hastina, por miedo de irritar a Duryodhana y
malbaratar el esfuerzo de Ashwatthama. Al aire se arrojaron turbantes y protectores
dactilares. Era en efecto un momento como ésos de los que cantan los bardos en las sabhas.
Si Duryodhana consentía, Ashwatthama sería el héroe de la guerra y de la era. El alma de
Ashwatthama le había emergido a los ojos. Dijo: “Duryodhana, el reino que mi padre ganó a
Drupada es tuyo. Lo que Karna posee es tuyo. Karna mismo es tuyo y, si proclamas la paz,
también lo seré yo y te serviré toda la vida.” Se arrojó a los pies de Duryodhana. Una
guirnalda de flores rojas cayó. Los hombres airearon vítores, suavemente. Nuestros destinos
se tambaleaban en la mente de Duryodhana. Algunos de nosotros empezamos a soñar con un
mundo en el que sentirse así era normal y donde palabras como éstas eran moneda común.
Ashwatthama continuó:
“Los hombres no han nacido para vivir de este modo. El hedor de la muerte no es un
perfume para el humano olfato.”
“¡¿Por qué aprendemos el arte del arco y la flecha, entonces?!”, gritó una voz de las
tropas, “¡¿para los torneos?!”
Ashwatthama replicó: “Sí, en efecto, para los torneos. ¿Recuerda alguien aquí el
torneo de mi padre en Hastina, cuando tío Kripacharya proclamó nuestros nombres y el noble
Karna ganó su reino?”
“¡Recordamos!”
“¡Recordamos!”, respondieron centenares de voces.
“¡Tú padre y tú erais como dioses aquel día!”, gritó un soldado Kaurava.
“Pruebas de habilidad constituyen el uso propio de las armas.”
“¡Ése es parloteo de brahmín!”, chilló Sakuni desde su elefante. Ashwatthama lo
ignoró.
“Tengamos otro torneo para celebrar la paz. Bañémonos y reposemos y vistámonos
guirnaldas antes de venir juntos a la celebración. Que nuestros sacerdotes celebren un gran
sacrificio.” Sujetó la mano de Duryodhana con las dos suyas. Éste no la retiró, pero tenía la
cabeza hundida en el pecho.
Sentí un cambio en la atmósfera. Era menos fácil de lo que habíamos pensado. La
guerra estaba injertada profundamente en nosotros. Yo quería la paz. Pero el recuerdo de la
coronación de Karna aún me hacía hervir la sangre. La inercia de la guerra me arrastraría
hasta que el conflicto entre Karna y yo se hubiese decidido. Duryodhana se volvió hacia
Karna. Éste y Sakuni querían la guerra. Ashwatthama debió de comprender que su causa
estaba perdida, pero se esforzó aún:
“Tu padre y tu madre en Hastina te lo suplicaron. Piensa en los muchos hijos que han
perdido. Piensa en los hermanos que has perdido. Piensa en las vidas de tus padres, si no
sobrevive ni uno solo de sus hijos.”
Un murmullo de simpatía surgió de nosotros y alimentó el empeño de Ashwatthama.
“Vuelve a tus padres ahora, no les dejes sin hijos.” Duryodhana no retiró su mano todavía.
Miró otra vez a Karna.
“Es demasiado tarde para eso”, dijo Karna. ¿Era pesar, arrepentimiento, lo que inspiró
sus palabras?
96
“Es demasiado tarde”, dijo Duryodhana sin remordimiento. “Hay ciertos destinos que
pueden ser burlados. Éste es inevitable.”
“Nada es inevitable”, dijo Ashwatthama. Su voz reverberó. Su faz, que resplandecía
siempre, tenía ahora una energía radiante. La gema de su frente centelleaba. “Los horrores
que hemos visto, Duryodhana, no son nada comparados con los que la Tierra sufrirá, si dices
que no a la paz. No quedará nadie.”
Duryodhana retiró la mano.
“Es tal como dices, Ashwatthama, amigo. Nadie quedará.” Su voz tenía un metal
quebrado y trágico. Sus ojos estaban fruncidos de dolor. “Lo ocurrido con Duhsasana no
puede lavarse de ningún otro modo. Debemos luchar hasta que el último hombre caiga.”
Ashwatthama entonces, en un acto de desesperación, cogió de nuevo la mano de Duryodhana.
“Te lo advierto. Ésta ha sido una guerra kuta. A partir de cierto punto, las fuerzas que
desencadenamos van más allá de nuestro control.” Duryodhana sintió su angustia.
Con si estuviera infectada, retiró la mano otra vez.
97
CAPÍTULO 18
Yo había matado a Karna muchas veces en mi mente. Pero cuando luchas a muerte,
dejas de engañarte. Comprobé al fin quién era el mejor arquero. El cuerpo de Karna no se
movía. Su brazo fluía como una ola. Vi lo que nunca había querido ver hasta entonces. Sus
dedos, rápidos y sutiles, lo hacían todo y, totalmente relajados, tensaban constantemente la
cuerda. Karna decía:
“Echa una última mirada, Pandava, antes de morir.” El astra dejó el arco de Karna
escupiendo fuego. Me habría atravesado el cerebro pero, por algún milagro de Krishna, la
flecha se desvió y golpeó mi diadema. Percibí en los ojos de Karna que ésta había sido su
única esperanza. Disparé una flecha para cortarle la cabeza, pero tío Salya viró y sólo le rozó
el cuello. El auriga había tirado tan salvajemente de las riendas que el carro de Karna dio un
bandazo y se metió en una porción de terreno junto a un elefante herido. La sangre del animal
había ablandado y embarrado la tierra, y la rueda frontal izquierda se hundió en ella haciendo
escorar al vehículo. Los corceles pusieron los ojos en blanco y mordieron el bocado. Tío
Salya usó el látigo. Los brutos encapotaron las cabezas y sus músculos dorsales se hincharon
con el esfuerzo. Esperé hasta que Karna y su auriga saltaron del carruaje para desatascarlo.
Algunos de nuestros hombres se mofaban gritando que éste era trabajo de sutas. Me volví
airado hacia ellos ordenándoles callar, si no querían recibir ellos las flechas destinadas a
Karna. Al oírme, Karna pidió que esperásemos hasta que sacasen el carro de allí. Rechazó el
que Duryodhana le llevó. Estaba celoso de su honor como yo del mío.
“Ya conoces el Dharma.” Jadeaba con el esfuerzo. “En un momento...”, pausó para
tomar aliento, “podremos empezar otra vez.” Tenía hinchados los músculos del cuello y
salidos los ojos de las órbitas. Tío Salya me llamó:
“¡Sobrino, espera sólo un poco más!” También él jadeaba.
“¡Karna!”, grité, “somos los más grandes arqueros del país. No quiero que se diga que
a ti te derrotó la rueda de tu carro. Y si mueres hoy, no será mientras estás en desventaja.”
Sudando y empujando, volvió la cabeza hacia mí y me dedicó tal sonrisa de orgullo y gratitud
que estuvo a punto de desarmarme: era deslumbradora. Pude comprender por qué lo amaba
Duryodhana. Hice amago de descender para ayudarlo, pero Krishna me contuvo.
“No, Karna”, dijo. Y entonces se tornó hacia mí. “Arjuna, ¿quieres caer en otra
trampa del Dharma? Karna, no podemos darte tratamiento dhármico ahora. No nos lo has
dado tú a nosotros. Tú has sido el corazón y el alma de todos los sufrimientos de los
Pandavas. ¿Dónde estaba tu Dharma durante la partida de dados? Hace cuatro días, le
destrozaste el arco a Abhimanyu por la espalda.”
Yo no podía disparar una flecha a mi enemigo mientras tenía la espalda doblada sobre
la rueda, así que le desgarré la sombrilla y le abatí el mástil del estandarte. Se tornó hacia mí
y me lanzó una flecha de hierro, mientras tío Salya cavaba el barro alrededor de la rueda del
carro. “Arjuna, si no matas a Karna ahora, sacaré el carro del campo de batalla. Todos
pensarán que has huido de él.” Hizo girar en redondo a los caballos para demostrarme que
estaba dispuesto a ser fiel a sus palabras.
Yo me torné y esperé a que mi enemigo tensara la cuerda del arco. Mi flecha voló y le
cortó el cuello. La sangre manó y Karna se desplomó en tierra. Un estridente gemido recibió
su muerte y era el de Duryodhana. Los Kauravas elevaron lamentos y tío Salya se volvió
furioso contra mí:
“Lo has matado mientras la rueda de su carro estaba atascada y ¿te haces llamar
sobrino mío?”
98
“Hace tiempo ya que no”, respondió Krishna. “Ahora lleva ese cuerpo a
Duryodhana.”
Duryodhana se precipitaba hacia el carro. Yo aparté la vista, pero Krishna me hizo
volver a mirar y señaló allí algo. Karna había caído en la plataforma de su carro escorado y
no podía verlo. “Mira ahora.” Un resplandor dorado envolvió la forma de Karna por unos
instantes. Luego se elevó y, mientras se elevaba, se convirtió en una niebla.
Duryodhana se arrojó sobre el cuerpo y lloró. Yo podría haber hecho lo mismo. En
lugar de ello alcé mi caracola y entoné victoria.
El resto de las caracolas siguió.
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CAPÍTULO 19
Cuando has matado a tu enemigo, ¿qué otra cosa te queda por hacer? Mi guerra
privada había acabado y yo estaba vacío. Pensé en todos los días pasados con Dronacharya
aprendiendo a sujetar el arco. Recordé a mi padre. Allí, en el bosque, había hecho un juguete
para mí.
“Así, Arjuna.” Y tomando su propio arco, que era alto como él, tensó la cuerda hasta
su oreja. Hizo esto varias veces. La cuerda sonaba como un trueno sordo al volver a su
posición original y tenía un palpitar que me hablaba como ningún sonido lo había hecho.
Tenía una nota mágica que desterraba el mal. Los pájaros y las bestias se callaban para
escucharla como si de la voz de un encantador se tratara. Aquel sonido permanecería en mi
corazón a través de todos los años por venir. “Mírame”, dijo mi padre, y puso un mango en
una rama. Dejó su arco y su flecha en el suelo y les hizo pradakshina. “Adora tu arma, pues
Shiva mora en ella”, me dijo. Yo deposité mi arco y mi flecha en el suelo y caminé alrededor
tres veces con las manos juntas. Él tomó el arco, armó la flecha y, cuando la dejó volar, ésta
cantó y silbó como una cosa alegre. El mango voló por los aires y, al ir a buscarlo, hallamos
dos mitades gemelas.
El hueso estaba limpiamente cortado como si un cocinero le hubiera aplicado su
cuchillo. Mi padre me permitió comer la pulpa y colocó las dos mitades del hueso algo más
lejos. Las cortó con una flecha de punta de creciente lunar. Cada pieza era idéntica. Las
recogió como si su ojo las hubiese seguido y ahora colocó las cuatro en hilera. Lanzó una
volando hacia el este, al norte la otra, al oeste la tercera y al cielo la última. Me dijo que uno
se convierte en la distancia entre la flecha y el blanco, y que a éste le disparas algo de ti
mismo. Más tarde deja de haber diferencia, tu alma penetra en el blanco y toda tu vida ya, sea
lo que sea lo que hagas, el blanco eres tú.
Yo creo que tenía algo del abuelo Vyasa en él alimentado por su voto brahmacharya
y la vida en el bosque... algo que nunca apareció en tío Dhritarashtra. Ese día lo recordaba
cuando miraba a tío Vidura o lo oía hablar. El espíritu de mi padre estaba a mi lado entonces.
Aquel día, me tomó las manos con las suyas y las guió. Sus manos eran cálidas y
fuertes. Yo no quería sino que las mías fuesen como aquéllas hasta que oí otra cuerda vibrar.
El zumbido de la cuerda de Dronacharya me enardecía la sangre. Yo quería ser capaz
de recuperar los balones que se caían en los pozos tal como él y Ashwatthama lo hacían con
sus astras. Y, después, quise algo más: ser el mejor.
Ser el mejor. Con qué pasión lo soñé y lo tramé. La dicha más grande radicaba en
disparar, en el delicado soltar aquellas flechas que cobraban vida como pájaros. Cuando mis
dardos aprendieron a hacer diana como halcones que vuelan al nido, yo creé vida misma
lanzando con ellos algo de mi substancia. Más tarde, al decirle esto a Dronacharya, mi Guru
se detuvo a mirarme. Cogió de mis manos arco y flecha y me ordenó hacerles pradakshina;
después me dijo con ojos resplandecientes lo que yo había oído sólo en sueños:
“Estás preparado para un astra. Un astra requiere dos poderes. El primero es lanzarlo;
el otro, más importante aun, ser capaz de resistir el dispararlo.”
Cuando Dronacharya colocó aquel pájaro de madera entre las hojas para que lo
observásemos y Yudhisthira, al hacerlo, dijo que veía el ave, las hojas, el árbol, el bosque y a
su Guru, nuestro Acharya le respondió que no era un arquero kshatriya, que debía hallar
alguna otra vocación. Yo fui el único que vio el ojo del ave solamente.
“¡Dispara entonces!”, gritó Drona triunfal. El pájaro se elevó al cielo montado en mi
flecha. Yo tenía un poder más grande que el de un rey.
100
Me costó tiempo aprender que tienes que luchar para ser el mejor. Tienes que luchar
para seguir siendo el mejor... porque el segundo después de ti, o tu igual, es tu enemigo. Son
su gracia y su virtud las que te amenazan, no su villanía. Ser el mejor te convierte en el más
vulnerable. Das a tu enemigo morada dentro de ti. Tu enemigo se convierte en un astra y,
cuando acabas con él, sientes una soledad comparable a la pérdida de tu hermano gemelo. Te
das cuenta de que aquello a lo que apuntabas era otra cosa.
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CAPÍTULO 20
Llegamos nosotros al lago con Krishna. No tenía ondas. Estar junto a él era como
ocupar el interior de una cámara oscura con una presencia silenciosa. Duryodhana se jactaba
siempre de haber aprendido el samadhi del agua. El destino de los mentirosos es no ser
creídos.
“Sal, Duryodhana”, lo llamó el Primogénito escudriñando el interior del agua pero
viendo sólo su propio rostro. “¿Es tu piel digna de que se la salve aún? ¡Por una vez, actúa
como un rey!” La voz de Duryodhana llegó tenue y descarnada:
“Los corazones de las criaturas vivientes son propensos al miedo, Yudhisthira, pero
yo estoy más allá del miedo hoy. Mis carros están destruidos y muertos mis caballos. No
tengo amigos ni seguidores. ¿No comprendes tú una fatiga absoluta, absoluta... Yudhisthira?
He venido a descansar dentro del agua, a reposar cuerpo y alma. Si también estás cansado,
cuando hayamos reposado te combatiré.”
“Yo no necesito reposo”, replicó Yudhisthira. “Mátanos en batalla y sé rey otra vez o
deja que Yama te tome de la mano para llevarte al cielo kshatriya.” Hubo una pausa.
Nosotros esperamos, contemplando el agua.
“¿Qué necesidad de reinos tengo yo? La tierra está desposeída de Karna y mis amigos.
¡Bienvenidos a ella! ¡Tomadla! ¡Es vuestra! De verdad os deseo que la disfrutéis... esta tierra
baldía. Yo estoy demasiado solo para anhelos o incluso la vida.” De cualquier otro hombre
palabras tales habrían resultado desgarradoras, pero el Primogénito respondió:
“No nos confundas con Sakuni. Yo no puedo gobernar la tierra que me ofreces: un
kshatriya conquista sus reinos. La hora de ofrecimientos ha pasado hace mucho ya. Ahora
que nada tienes, eres en exceso generoso, tú, que no estabas dispuesto a darnos ni lo que
podía sostenerse en la punta de una aguja. ¡Ahora ven y véncenos o muere!” Yudhisthira era
rey otra vez y no nos miraba a ninguno. Hubo un miserable silencio. Por fin llegó su voz:
“Tengo una maza y, si lucháis conmigo de uno en uno, os mataré a todos hoy.
Recordad, luchar uno contra uno es Dharma.”
103
“Tú quebrantaste este Dharma el día en que Abhimanyu cayó. Y sin embargo, esto te
garantizo: mata a cualquiera de nosotros en combate singular y el reino es tuyo.” Krishna se
volvió hacia él:
“¿Qué, en el nombre del gran dios Indra, estás diciendo? Incluso los cuervos saben
que Duryodhana ha practicado la maza contra estatuas de hierro. Aunque escoja a Bhima, la
destreza de Duryodhana es mayor y uno de destreza es igual a dos de poder.”
De pronto Duryodhana estuvo ante nosotros sin miedo, sin ansiedad. Bhima,
emitiendo un sonido sibilante y sin palabras, empezó a moverse alrededor de él. Tenía el
rostro colmado de odio y proyectado hacia adelante. “Recuerda a Draupadi. Recuerda el
Palacio del Deleite. Por culpa tuya, el Gran Patriarca yace en un lecho de flechas y
Dronacharya ha sido sacrificado. Karna es pasto de buitres. La causa de todas tus batallas, tu
ponzoñoso Sakuni, se pudre. Y tú, campo de cremación, exterminador de tu raza, ¿crees que
vamos a dejarte vivir para que contamines el mundo otra vez?” Rodeó a Duryodhana en
silencio. Pequeñas ramas se quebraron bajo los pies de Bhima mientras esperaba una
respuesta a su desafío. Era el único de nosotros que podía medirse con la maza de
Duryodhana.
“¿A qué tantas palabras? Hoy, Bhima, aplastaré tu gula de pelea. Que hablen las
mazas. Sí, yo os hice vivir en el bosque, os hice disfrazaros de sirvientes. Me gané a vuestros
amigos y aliados, que os traicionaron. Nuestras pérdidas son ahora las mismas. Luchemos
pues.”
Balarama los había instruido a ambos, pero había cosas que Bhima no parecía
conocer. Duryodhana era ágil como un tigre. Danzaba alrededor de su oponente con la maza
levantada para asestar un golpe de muerte en cuanto Bhima moviese su arma. Quizás el agua
lo había revivido porque, cuando Bhima golpeó, Duryodhana hizo un salto de los típicos de
Ashwatthama por encima del arma de su enemigo batiendo al mismo tiempo la diadema de
Bhima de un modo que lo hizo tambalearse. El clangor reverberó sobre el lago. Bhima se
cuidó ahora de no invitar un nuevo salto de su contrincante y trató de alcanzarle la cabeza,
pero Duryodhana era mejor luchador y ello bien podía valerle el reino otra vez. El cielo y el
lago empezaron a girar otra vez cuando Duryodhana empujó a Bhima hacia el agua. Bhima
fintó entonces hacia la derecha mientras pasaba su maza a la izquierda y golpeó el hombro
derecho de Duryodhana. Éste tartaleó hacia atrás hasta apoyarse en un árbol. Antes de que su
enemigo pudiera acabarlo, puso el tronco entre los dos y Bhima tuvo que rodearlos a ambos.
Aquel tronco era más grueso que dos hombres juntos y Duryodhana se sirvió de él como
escudo. Bhima derrochó su furia en él. Y en el clímax de su rabia, empezó a destrozar el
árbol. Sujetaba la maza con ambas manos y la lanzaba con poder. El árbol cedía. La maza de
Duryodhana rebotó entonces en el pecho de nuestro hermano y éste se dobló.
“Hizo un voto sagrado de aplastarle los muslos y no la cabeza”, dijo Krishna a través
de dientes prietos. Bhima nos arrojó una mirada de desesperación. Me golpeé el muslo y
grité:
“¡El voto!” Bhima cargó de nuevo. Otra vez Duryodhana saltó, pero al caer su muslo
chocó con la maza de Bhima. Antes de que pudiera recuperarse, la maza le machacó el otro
muslo. Hubo un alarido y Duryodhana se desplomó. Lo contemplé atónito. El mundo estaba
en silencio excepto por el resuello y los jadeos. Estaba hecho. Bhima se apoyó en la maza y
puso el pie sobre la cabeza de Duryodhana, moviéndola de un lado a otro con el talón.
“Cuando dejamos Hastina, reíste y danzaste y me llamaste vaca. ¿Cómo te sientes ahí
debajo ahora? ¿Qué tal mi pie?” Todos tirábamos de Bhima ahora. Yudhisthira estaba de
hinojos junto a Duryodhana y le gritaba a su hermano:
“¡No hacen esto los Arios, Bhima! ¿Cuándo hemos aprendido a portarnos así con un
primo y un rey caído?” Tenía lágrimas en los ojos y acunó la cabeza de Duryodhana en su
104
regazo. “Te envidio, Duryodhana. Pronto alcanzarás el cielo kshatriya, pero nosotros
seguiremos aquí. La Tierra ha perdido su gloria.”
Krishna se acercó a Bhima entonces:
“Juraste hacerlo, Bhima, y lo has hecho. Has hecho lo que un kshatriya de honor debe
hacer.” Bhima se apartó de Krishna y cayó a los pies del Primogénito.
“Tus enemigos están muertos, Yudhisthira. Sonríeme. Draupadi estará contenta ahora
y se atará el cabello y dormirá en un lecho. Dame tu bendición.” El Primogénito lo atrajo a sí
con un brazo, pero siguió con la mirada fija en la faz de su primo. Un grupo de nuestros
hombres nos había alcanzado. Krishna quiso hacerles conocer qué pensaba del destino de
Duryodhana. Miró alrededor y señaló al caído:
“Éste es el destino de aquel que escucha a Sakuni en lugar de a Vidura.” Duryodhana
elevó la mano como una serpiente herida.
“Krishna, ¿quién eres tú para hablar? Tú, que mataste a tu tío. ¿Es que hay alguien
que no sepa en el mundo que has ganado esta guerra tramposamente para Yudhisthira?
¿Quién hizo a Arjuna matar a mi Karna, cuando la rueda de su carro estaba atascada? ¿Quién
hizo que Karna derrochase su astra en aquella bestia monstruosa de Ghatotkacha? Si hubiese
alguna nobleza en ti, los Pandavas no habrían ganado.” Deberíamos habernos ido de allí
después de que el Primogénito abrazase a Duryodhana. Pero Krishna no había terminado
todavía. Habló de modo que sus palabras fuesen repetidas.
“Escúchame una última vez, Duryodhana. Todo aquel que apoyó tu causa ha muerto
por su adharma. De no haber comido tu sal, nada les habría impedido a Dronacharya y el
Gran Patriarca irse a vivir al bosque. Karna te amaba. Aunque hubieras sido mil veces más
canalla de lo que eres, habría luchado por ti. Retuviste todo el mundo en tu codiciosa garra,
todo el ancho mundo sin dejar una pequeña pizca para los hijos del hermano de tu padre. Con
la muerte de Abhimanyu, que puso fin al Dharma kshatriya, sellaste tu destino.”
“¿Lo hice, Krishna? El mundo, o lo que queda de él, sabrá cómo has ganado. El
combate de Bhima ha sido adhármico, de otro modo hubiese ganado yo.”
“El adharma me lo pongo por sombrero”, dijo Krishna. Duryodhana trató de sonreír.
“Me aburres, Krishna. Tú no eres más que un vaquerizo. Tienes razón, tuve el mundo
en estas dos manos. Acaso Yudhisthira pueda decirte qué embriagador llega eso a ser. Pero
no, él no lo sabe. Él no puede saborearlo como yo lo hice. Yo puse el pie sobre las cabezas de
mis enemigos sin pedir disculpas. Yo no tuve escrúpulos en disfrutar el poder. Yo podía ser
tan atrayente como Dharmaraj. Mira esa larga nariz ahí fruncida. Yo no lo culpo; es un
dhármico idiota. Es a ti a quien culpo. Nadie ha tenido más horas felices que yo. He bebido
vino y reído con Karna. Ninguno de vosotros sabe lo que es la amistad. He tenido las mejores
mujeres, los mejores caballos...” Y nos recordó otra vez su buena fortuna. En este punto
Duryodhana se incorporó un poco y nos miró desafiante a uno después de otro. El
Primogénito hizo gesto de ayudarlo, pero Duryodhana le clavó unos ojos fríos. “Te conozco,
Yudhisthira. El reino será veneno para ti. Lo veo en tus ojos ya. No dormirás en lechos
nivosos con tus mujeres como lo he hecho yo. Tú harás penitencia. A ti te estragará el
remordimiento.” Logró regurgitar una apagada risa que acabó en gemido. Pero continuó,
resollando: “Y viéndote privado de júbilo, ¿qué júbilo tendrán Draupadi y tus hermanos?”
Deberíamos habernos ido antes de que estas palabras fuesen pronunciadas. Sonaban como
una maldición. Pero nos quedamos a escuchar, como polillas atraídas por la llama. “¿Ves ese
milano ahí arriba?” Alzó la vista hacia un ave que cabalgaba el viento hacia nosotros. “No
pasará mucho tiempo antes de que su pico me busque el seso. ¿Ves, querido Krishna, hijo de
Vasudeva, sobrino de Kamsa?, he logrado el desapego. Yo, que he vivido una vida que aun
los dioses habrían envidiado, daré la bienvenida a los milanos y a los cuervos y halcones a tan
exquisito banquete.” Trató de darse una palmada en la cabeza pero cayó hacia atrás jadeando.
105
“Yo estaré con mi amigo, mientras vosotros rumiáis la hierba amarga del remordimiento.
Ahora, dejadme estar. ¡Idos! ¡Idos todos! ¡Idiotas, partid! ¡Quiero morir solo!” Yudhisthira
dejaba pender su cabeza. “Solo, aún soy rey. ¡Fuera de aquí!”
“Adiós, Duryodhana.” Krishna abocinó las manos y gritó a las tropas que nos
aguardaban: “¡El triunfo es nuestro! ¡La victoria es nuestra! Hemos puesto al Dharmaraj en
el trono otra vez. De todos vosotros es el mérito.” Murmullos de alabanza y alegría se
elevaron como suave tañido de cuerdas y, cuando se llevó la caracola a la boca y sopló, los
hombres lo aclamaron. Tomé mi Devadatta y la hice sonar alto y claro, y Bhima sopló su
Paundra, y los mellizos y nuestros generales, las suyas. Y después tañí y tañí la cuerda del
Gandiva hasta que un universo de dicha brotó en mi interior. La guerra había acabado.
Marchamos río abajo hasta el campamento Kaurava. Cuando llegamos ante el
pabellón de Duryodhana, Krishna me puso la mano en el brazo, me dijo que tomase el arco y
mis dos aljabas y que descendiese del carro. Me pidió que acariciase a los caballos y les
ofreciese mi gratitud. Eran vibhutis. Puse mis brazos alrededor de cada uno de ellos y les besé
las heridas. Di las gracias a los Ashwins por enviarnos estas energías del cielo y les hice
pradakshina. Quizás los Ashwins me transmitieron algo, porque volví a abrazarlos con un
presentimiento. Ellos frotaron sus cabezas y mejillas contra mí, resollando como cuando yo
les tiraba gentilmente de las crines y se las peinaba. Esperé a que Krishna dejase las riendas
sobre el asiento y saltase. En cuanto tocó el suelo, algo tremoló y abriéndose voló a las
alturas. Hanuman, que había coronado el mástil de la bandera, con brazos bien abiertos y una
pierna alzada, creció hasta fundirse en una nube gigante. El carro, como golpeado por el rayo,
ardió. No era un fuego mortal, sino que llameó rápidamente y murió. En un parpadeo, el carro
con dos pares de caballos, yugo y asta se convirtió en cenizas. Contemplé aquello y, después,
con lágrimas en los ojos me incliné ante Krishna. Sabía lo que diría, que habían servido a su
propósito. Lo miré en silencio. Él entendió lo que le quería decir.
“No viviré para siempre, pero hasta que el destino venga a buscarme no puedo ser
destruido. Ni tampoco tú, Arjuna. Cada hombre, cada caballo, cada carro, tiene su destino, y
el tuyo y mío están unidos para siempre.”
Tornándose hacia el Primogénito, lo congratuló formalmente por la victoria y lo
saludó como Emperador.
“Que reines para siempre, Bhárata, y que la tierra prospere bajo tus pies. Que halles al
Ser Esencial y compartas tus bendiciones con las criaturas de la tierra y los mares y las
alturas”, dijo con solemnidad. Tocó con sus manos los pies de Yudhisthira y se las llevó
después a los ojos. Todos los demás permanecimos en silencio. Viniendo de Krishna, aquello
era más que un baño de coronación. Todos saludamos al Primogénito como nuestro rey, el
rey que nunca había dejado de ser.
El Primogénito pidió a Krishna que fuese a Hastina a suplicar el perdón de nuestro tío
Dhritarashtra y a confirmarle nuestra devoción filial. Ver a Daruka llevarse a Krishna en su
propio carro, con Sugriva, Saibya, Bahlika y Meghapushpa tirando de él era saber que la
guerra había terminado. Su partida me produjo tanta inquietud como dolor. Nunca más
volveríamos a vivir tan próximos como aquellos quince días.
Tras observar todos los ritos, entramos en el campamento enemigo y fuimos
directamente a la tienda de Duryodhana para hacernos con el tesoro del ejército. El
campamento estaba casi desierto y sólo quedaba un anciano consejero, media docena de
mujeres asustadas y algunos eunucos, que no parecían haber oído que su rey estaba muriendo.
Cuando nos vieron, se dispersaron como gallinas temerosas, excepto uno que Bhima pescó
con su arco por el cuello y un abuelo de ojos lechosos que se adelantó para saludarnos.
“Mi señor”, dijo deslizándose hacia el Primogénito con obsequiosa familiaridad. “Éste
es, en efecto, un gran día.” Pensé que conocíamos a aquel hombre y lo observé con atención.
106
Carecía de dientes y trataba de sonreírnos a todos al mismo tiempo. No logré recordarlo hasta
que Bhima saltó y lo agarró del cabello.
“¡Tú, que quisiste vernos convertidos en humo!”, Bhima tiró fuerte del ralo moño de
Kanika. Yo me precipité a salvarlo. Kanika gemía y trataba de decirnos cuánto nos amaba a
todos. Tan pronto como Bhima lo soltó, cayó a los pies de Yudhisthira y agarrándose
firmemente a sus tobillos, restregó su frente en los pies de mi hermano.
“¡Tantas veces se lo dije al atolondrado de Duryodhana!”, lloriqueaba. Los mellizos
sujetaron a Bhima. Yo me aparté; no quería ni que la punta de mi arco lo rozase. Yudhisthira
debió de sentir lo mismo porque dio un paso atrás. Era la primera vez que no lo veía levantar
un suplicante a sus pies. Me miró y abrió mucho los ojos interrogativamente: ¿Qué hacer con
él?
Me encogí de hombros: “Hazlo Ministro de Benevolencia.”
Kanika, sentado sobre sus talones, concordó: “Sí, sí, príncipe Arjuna.” La nariz del
Primogénito se frunció sofocando una sonrisa.
Nakula dijo: “Hazlo ministro de Hacienda y del Interior.”
“Déjalo fundar una academia de técnicas de llanto para los funerales de tus
enemigos”, dijo Sahadeva.
“Con lágrimas de laca y cera derretida”, añadió Nakula. Era un desahogo para todos
nosotros, excepto para Bhima, que insistía en matarlo. Yudhisthira dejó de reír.
“¡Basta de muertes! Sólo si Krishna quiere que se le ejecute, lo mataremos. Kanika,
muéstranos el tesoro.”
“Sí, sí, mi Señor, sí...” Se puso torpemente en pie y empezó a moverse como
deslizándose. Me alegré de estar detrás de él y mantuve la mano en la empuñadura de la
espada. Lo mismo hicieron los mellizos.
“Asegúrate de no hacernos trampas”, le dijo Sahadeva. Kanika le arrojó por encima
del hombro una mirada de reproche.
“Es demasiado astuto para eso”, dijo Nakula. Sacó la espada y presionó con la hoja la
espalda del anciano.
“Kanika, esta espada ama la sangre y no la ha saboreado desde hace horas.”
“¿Dónde está Ashwatthama?”, preguntó Yudhisthira.
“No lo sé, mi Señor.” Kanika se volvió para encararnos. “¿No está muerto, mi
Señor?” Traté de ver la verdad en los ojos del viejo bribón. Éstos me sonrieron. Hay algunos
ojos que carecen de toda verdad. Recordé su consejo favorito: Sonríe, pronuncia palabras
suaves, pero guarda una navaja en tu corazón. Sabíamos que no éramos contrincantes para
las artimañas de Kanika, así que miramos precavidamente alrededor mientras lo seguíamos y
Bhima nos guardaba las espaldas.
La mayor parte de las arcas del tesoro estaban llenas de monedas de oro para pagar a
los soldados. Otras las colmaban las gemas y anillos y brazaletes de los muertos. Bhima y
Sahadeva montaban guardia con las hojas desenvainadas cuando Satyaki llegó. No había
encontrado a Ashwatthama. Nos ayudó a ordenar las cosas que nos llevaríamos con nosotros:
gemas y vasos de oro, armas incrustadas de joyas, sedas y alfombras, mantas finamente
tejidas, perfumes y pieles de ciervo de Gandhara. Las mismas cosas que los reyes le habían
traído a Yudhisthira para el Rajasuya. Reconocí el diseño de águilas repujadas en oro de una
de las empuñaduras. El Primogénito había dicho que iríamos a Hastina y ocuparíamos el
lugar de los hijos de Dhritarashtra. Pero ¿cómo sería una ciudad en la que tipos como Sakuni
y Kanika habían prevalecido? Dejamos Hastina mientras multitudes orillaban las calles y se
lamentaban al vernos partir con Draupadi vistiendo aún sus ropas manchadas de sangre.
Dicen que arrojé puñados de arena al aire, pero yo estaba tan fuera de mí que nunca llegué a
107
enterarme. Ahora, contemplaba aquellos montones de oro como si de fuego amenazador se
tratase. Satyaki vino a mi lado.
“¿Por qué esa mirada sombría?”, inquirió. “Con las riquezas de estos cofres puedes
construir otras dos academias militares.”
“Pero no en Dwaraka.” Él me rodeó los hombros con los brazos. Me alegré de que no
dijese nada más. Nada podía consolarme. Yudhisthira, así como contaba con mi brazo para la
guerra, contaría con él para la paz. Kanika me había traído el hedor de Hastina a las narices.
El sueño de Dwaraka había sido un sueño, nada más. Esto me hizo recordar la profecía que
repetía Balarama al emborracharse: que Dwaraka desaparecería bajo el mar cuando Krishna
dejase su cuerpo. ¿De qué servían, pues, la guerra y todas aquellas muertes? Le comuniqué
mis pensamientos a Satyaki, que me contempló con los ojos muy abiertos.
“¿Es éste el tipo de cosas que le has dicho a Krishna en el carro todos estos días?”
Sonreí. Aun siendo mi discípulo, Satyaki había sido el único capaz de decirme estas cosas. Le
di un coscorrón cariñoso como siempre hacía, como Dronacharya me hiciera a mí. El primer
gris apuntaba en el cabello de sus sienes. Su rostro estaba, como los de todos nosotros,
estragado por la batalla y el dolor, pero con aquellos líquidos ojos sonrientes no podía perder
nunca el encanto.
“¿Puedes hacerme reír de este personaje que tenemos aquí?”, le dije mirando a
Kanika.
“Yo mismo querría reírme al mirarlo. Es un arquitecto de la guerra tanto como del
Palacio del Deleite. ¿Por qué respira aún?”
“Yudhisthira espera que sea Krishna quien decida qué hacer con él.”
“Krishna dirá que lo matemos. Quizás, ahora que la guerra ha terminado, incluso lo
haga él por vosotros”, repuso Satyaki. “Yo lo haré por ti, si me lo pides. Sois reyes otra vez,
no podéis cargar con tipos como este Caracuervo aquí. Aún tenemos que pensar en
Ashwatthama y Kripacharya.”
“La guerra ha acabado”, dijo Nakula. “Dejad de que este canalla haga penitencia en el
bosque. No podemos tener malos olores en Hastinapura. Quizás los sabios del bosque
consigan explicarle qué mundos le esperan si no se purifica antes de dejar éste.”
“Pobres sabios. Además de vivir de hojas y raíces, tendrán que soportar el olor a carne
quemada”, se mofó Bhima. No podía parar de reír y fue de uno en uno de nosotros repitiendo
su chiste.
108
II
DESPUÉS DE LA GUERRA
CAPÍTULO 21
Cuando Krishna lloraba contigo, te lavaba de todas tus miserias. Krishna había
llorado por tío Dhritarashtra y tía Gandhari, y se le veía apagado al relatar lo que le habían
dicho. Tío Vidura y él habían suplicado por nosotros y les habían hablado de nuestro exilio,
sufrido con paciencia. Le recordaron a tía Gandhari que Duryodhana había tratado de
capturar a Krishna cuando éste intentó, en representación nuestra, buscar la paz. Lo que los
ablandó al fin fue la promesa de Krishna de que sería un hijo para ellos y que nosotros cinco
viviríamos y reinaríamos desde Hastina como hijos suyos. Obtuvo así un mensaje de perdón.
Fue Bhima quien recordó a Kanika y preguntó si podíamos ejecutarlo. Krishna se puso la
cabeza en las manos:
“La guerra está terminada. Basta de muertes salvo en defensa propia. Mandadlo al
exilio en el bosque. Emplazad una buena guardia alrededor del campamento y que Dhaumya
prenda el fuego sacrificial.”
Aquella noche, Ashwatthama asesinó no sólo a nuestro cinco hijos con Draupadi, sino
a Dhrishtadyumna, Uttamaujas, Yudhamanyu y Sikhandin mientras dormían. No quedó
ningún Panchala.
Tal como lo narró Kritavarman, mientras él y Kripacharya dormían en el bosque sobre
la tierra desnuda, Ashwatthama no dejaba de merodear. Oyendo las hojas bajo sus pies, le
pedían que se acostase y durmiese en preparación para la batalla del día siguiente. Pero algo
había poseído a Ashwatthama. Ardía de inquietud.
Se echó bajo un árbol, pero no podía cerrar los ojos y miraba hacia arriba, a las ramas
en que los cuervos dormían. Un enorme cárabo, con pico y garras letales, se dejó caer en
picado para matar a nueve pájaros dormidos. Quedaban sólo nueve supervivientes de sangre
Panchala.
Despertó a su tío y a Kritavarman para decirles que había tenido una visión sobre
cómo asesinar a los Panchalas. La idea les resultó aborrecible a los otros dos y la rechazaron
con vehemencia. Estaban dispuestos a luchar a muerte con nosotros, si así lo ordenaba, pero
abiertamente y a la luz del día. Le dijeron a Ashwatthama que su buen nombre se volvería
odioso para todos los tiempos por venir. Él no discutió, pero subió al carro. Sus compañeros
vieron que estaba trastornado y lo siguieron. La mañana nos trajo a nosotros la noticia.
Años más tarde Ashwatthama me contó lo ocurrido:
“Un fuego de venganza me poseía. No sólo no podía dormir, sino que ni siquiera
podía yacer o sentarme. Tío Kripa me dijo que me acostara. Para complacerlo, me eché bajo
un baniano junto a él. Escuché las voces de la noche. Encima de mí, las ramas cobijaban
cuervos durmientes, que reposaban confiados con las cabezas bajo las alas. ¿Has observado
los pájaros alguna vez mientras duermen, Arjuna? No existe nada más desprotegido en el
mundo. Ocultan sus cabecitas bajo frágiles alas como si éstas fuesen una armadura. Mi padre
se sentó así, como si una meditación yóguica pudiese ser su protección. Por primera vez
después de ver a Duryodhana tirado en el polvo, respiré de verdad. Sabía que algo estaba
preparándose en respuesta a mi plegaria. A las ramas voló un monstruoso cárabo de plumaje
oscuro y redondos ojos verdes que resplandecían de demencia batalladora. Largo y afilado
109
era su pico; también sus garras. Con suaves gemidos, se deslizó por el aire hacia aquellas
aves dormidas y mató a nueve de los cuervos. Les desgarró las alas y les rebanó las cabezas
de un modo vengativo. Los conté mientras caían y había nueve, como si se tratase de los
cuatro Panchalas y los cinco Upapandavas, los hijos de Panchali, aún vivos. El cárabo voló en
círculos, círculos... en puro éxtasis. Yo era aquella ave. Sólo una cosa podía aclararme la
mente y curarme la ardorosa inquietud. Estos versos de los shastras guerreros sonaron dentro
de mi cabeza como un cántico:
Mata al enemigo
Cuando esté fatigado o herido,
Mientras come o se retira
O mientras en su campo reposa.
“Podía vengar a mi padre privando a Dhrishtadyumna del cielo del guerrero. Desperté
a tío Kripa y a Kritavarman de los Bhojas. Les conté mi plan. Se quedaron paralizados de
horror, pero yo era su jefe, nombrado por el rey Duryodhana con agua sagrada de coronación.
Rabié contra ellos, les recordé que Bhima había puesto el pie sobre la cabeza ungida. La risa
de Bhima no me dejaba dormir. Tío Kripa vio que desvariaba. Habló como un maestro:
‘Ningún esfuerzo, sin la mano del destino, es auspicioso. Es lluvia infértil que cae
sobre la montaña y no en el campo de cultivo. Hemos luchado por Duryodhana. Ha sido
lluvia en la montaña. Era codicioso, estaba maculado y por eso yace solo. Volvamos a
Hastina y pidamos consejo a Vidura.’ No le respondí. Trataron de seguirme la corriente y me
aseguraron que me ayudarían por la mañana, cuando hubiesen descansado. Subí al carro y les
dije que durmiesen. Yo lo haría más tarde. Tío Kripa me gritó que yo podía ser su
comandante, pero que era su sobrino y discípulo también. Yo me reí como veinte demonios.
Me siguieron, pero los despisté.
“La entrada a vuestro campamento estaba guardada por un ser gigantesco. Le ceñía la
cintura una piel de tigre de la que goteaba sangre. Era Shiva en su aspecto de Rudra. Sus
brazos eran grandes y masivos, y aferraba armas alzadas. Sus angadas eran serpientes. Su
boca respiraba fuego. Afilados dientes se mostraban en ella. Muchos ojos había en su rostro.
Empecé a dispararle flechas, que rebotaron en él pero se llevaron mi inquietud. Reí y le arrojé
una jabalina llameante. Se hizo añicos como un meteoro que golpease el sol al final de una
yuga. Le arrojé mi espada, mi maza. Silbaron como la ira de Vayu, pero se hundieron en su
cuerpo como en una ciénaga. Cuando todas mis armas hube perdido, Krishna se me apareció
y me advirtió de no usarlas nunca contra un hombre dormido o alguien recién despertado de
su reposo. Pero otra voz gritaba más alto que era pecado fracasar en el propio empeño y dejar
un voto guerrero por cumplir. ¿Qué pecado mayor hay que dejar el asesinato del propio padre
sin venganza?”
Ashwatthama estaba medio poseído otra vez al entonar su plegaria para mí:
111
CAPÍTULO 22
El silencio de Draupadi nos hirió mucho más que cualquier palabra que hubiese
podido decir. Sus grandes ojos nos barrieron sin reconocernos. No quiso que la sostuvieran y
sólo a Subhadra permitió que le tomase la mano. Temimos que no volviese a hablar nunca
más. Había radicalidad en su silencio; era el pilar que la soportaba y, si hablaba, sus palabras
lo quebrarían. Si hubiese llorado, la habría cogido en mis brazos, pero sus ojos secos e
introvertidos lo prohibían. Nosotros lloramos, incluso Bhima, cuidando de no romper el
silencio con sus sollozos. Sin levantar la mirada, Draupadi dijo por fin de un modo pasivo,
cavilante:
“Pero ¿quién de vosotros llora por mis hijos, por sus hijos? Cuando Abhimanyu
murió, lo llorasteis. Llorasteis por Ghatotkacha cuando cayó. Pero ahora lloráis por vuestra
reina.”
Bhima dejó escapar un fuerte sollozo que decía que era verdad. Yo sentí dolor de que
así fuese. Ella tornó la cabeza a este lado, luego al otro, como ponderando qué pensar y qué
sentir. Tuve miedo. Durante nuestro exilio en el bosque, Draupadi estuvo tantas veces fuera
de sí de rabia y angustia. Pero entonces sabía que, pasados trece años, sus hijos, su padre, su
gemelo y el resto de sus hermanos estarían esperándola. Ahora tenía cinco maridos que le
habían fallado otra vez. Sus ojos lo decían cuando nos miraba: estaba sola y no había nadie
con quien compartir su dolor. Bhima se mordió los nudillos al contemplarla, se retorció los
brazos y movió la cabeza en gesto de desesperación. De pronto, entonces, saltó y gritó:
“¡Mataré a Ashwatthama!” Nos dio la espalda y corrió.
“¡Bhima!”
La voz lejana de Draupadi se impuso en él. Lo arrastró como un lazo. Se sentó cerca
de los pies de nuestra esposa y aguardó. Pasado un rato, aun distante, Draupadi dijo: “Basta,
basta de muertes.” Tenemos la cabeza de Jayadratha. Acabamos con Kichaka. Duryodhana y
Duhsasana están muertos. Eso no trae a mis hijos a la vida ni a mis hermanos.”
Otro silencio hubo cuando dio un largo y estremecedor suspiro. “Había un resplandor
en el rostro de Ashwatthama. Era la gema de su frente. Con ella tenía un poder que usó mal.
Hay que quitársela. Yudhisthira debe portar la gema. Él protegerá a los hijos de otros. El Rey
debe llevarla.” Habló no como una madre o una reina, sino como una sacerdotisa. Nunca la
habíamos oído hablar de aquel modo. Su voz tenía un nuevo metal, como oro purificado en el
crisol del tormento.
Bhima la observó. Sus facciones se distendieron. Entonces, partió en busca de
Ashwatthama. Cuando Krishna llegó con Daruka y oyó lo ocurrido volvió directo al carro
llevándome con él. Seguimos a Bhima.
“¡Al ashram del abuelo Vyasa!”
En nuestra angustia, todo el mundo, menos Krishna, había olvidado que Ashwatthama
poseía el Brahmasira astra. Dronacharya no se lo había revelado a nadie, aparte de a
Ashwatthama y a mí, y yo debía contraatacarlo. Parte de lo que se requería para ello era tener
en la mente el bien de la Tierra y todas sus criaturas, incluyendo a aquel que disparaba el
astra. Ya mientras Daruka nos llevaba por los caminos, preparé mi mente y mi corazón.
Abrazaron éstos los árboles y el firmamento. Lancé mi pensamiento hacia los cuatro rincones
del orbe y en las diez direcciones. Amansioné los tres mundos en mi corazón pero, cuando
introduje en él al que arrojaba el astra, el flujo se detuvo. Chocó contra algo que no podía
desalojarse. Algo que se alzaba entre Ashwatthama y yo, un negro e inexorable destino.
Recurrí a la memoria: Ashwatthama y yo corriendo al río para llenar las vasijas de nuestro
Guru; el fuego de la afectuosa apreciación en los ojos de Dronacharya. Nos amaba a los dos:
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a Ashwatthama como a hijo único que era y a mí como a alguien de quien se hubiese
enamorado. Vi el agua y las vasijas, el sol que volvía plata el río y la sonrisa anhelante de
Ashwatthama. Conjuré todo aquello, pero nada doblegaba mi ira y mi dolor. Traté de
recordar su rostro, el modo en que resplandecía, pero todo lo que conseguía ver era algo en la
superficie de la piel. Repetí dentro de mí las palabras que él dijera en nuestra defensa. No
sirvieron de nada. Le vi suplicar la paz a Duryodhana y danzar mientras cantaba el himno.
Mi corazón era un peñasco. El sudor me corría por la frente. El camino giraba hacia el
río. Estábamos aproximándonos al ashram. Mi corazón era un atabal. Sentí la fuerza de
Krishna combatir mi mala voluntad.
113
CAPÍTULO 23
Cuando el abuelo Vyasa de la Isla oyó las ruedas del carro, acudió a recibirnos.
Tomamos el polvo de sus pies y él nos levantó.
Como si su olor flotase en el aire, miré alrededor y supe que Ashwatthama no estaba
lejos. Y entonces lo vi. Tuve que mirar otra vez. Su rostro había perdido el lustre y era como
el de un animal. Tenía los ojos colmados de miedo y locura. Llevaba una pieza de hierba kusa
tejida alrededor del cuerpo y la piel embadurnada de polvo y de ghi. Esto no era un guerrero,
sino un pobre Nishada o un sudra. ¡No!, era menos que eso. Tenía una mirada horrible y
aviesa y se inclinó ante nosotros como un criado. Vi que estaba loco. La piedad y el disgusto
convirtieron mi furia en repulsión. Se agachó como un mendigo y cogió algo del suelo en lo
que clavó la vista. El aire se adensó, se oscureció luego y espesó. Había maldad en él y vimos
el tallo de hierba humeante que él sostenía. Krishna gritó:
“¡Espera, Ashwatthama! ¡Por todas tus esperanzas de un cielo kshatriya, espera! No
hemos venido a hacerte daño.”
El kshatriya no puede usar sus armas contra un loco más que contra una mujer. El
tallo de hierba empezó a crecer y escupió fuego. Elevándolo, fijó en nosotros la mirada,
abierta la boca como si fuera a hablar. Cuando Krishna avanzó hacia él, aquella boca entonó:
“¡QUEDE EL MUNDO SIN PANDAVASSSSSSS!” Rió y, dejando caer la cabeza
hacia atrás, arrojó el tallo al aire como una jabalina apuntada al cielo. No pude respirar. Tenía
cuajada la sangre.
“¡Ahora! ¡Rápido ahora!”, clamó Krishna. No era el odio de Ashwatthama lo que me
detenía. Yo estaba despojado de pensamientos y palabras, era incapaz de lograr el estado que
podía deshacer su sortilegio. Algo me había paralizado. El aire estaba lleno de pavor. Las
vacas y búfalos del ashram mugían, el trueno repicaba. Envolvía el corazón en tinieblas.
Krishna me aferró del brazo hincándome los dedos. “El mundo será destruido, Arjuna.” Pero
aún no podía reaccionar yo. Volví mi rostro hacia él. “Invoca tu amor por mí”, pidió. Algo
cambió y fluyó. En mi interior, me incliné ante Krishna y Dronacharya, mis padres y todos
los dioses. Quise el bien de los mundos. Me incliné ante Ashwatthama y supliqué una
bendición para él.
“Que toda maligna intención muera en esta arma.” Tomé una flecha de mi aljaba. Me
concentré y sentí los mantras manar para inspirar mi dardo. Flotó al cielo. El tallo de
Ashwatthama se había expandido transformándose en energía. Se cernía sobre nuestras
cabezas y crecía con cada estallido del trueno y los relámpagos que destellaban en ella. La
tierra se hizo notar bajo mis pies. Mi flecha ascendió en espirales y se condensó en otra bola
de fuego, que creció más rápidamente que la primera. Las esferas evolucionaron, lánguidas,
una alrededor de la otra.
“Tienes que retirar esas armas.” Era la voz de Vyasa, llegando de la distancia e
imperativa. “Si colisionan, será el fin de una yuga. El mundo será destruido. Retira tu arma.
Yo ayudaré a Ashwatthama a retirar la suya.”
Recurrí a todo el mérito de mis penitencias. Cerré los ojos y trepé a los montes para
hallar a Shiva, que destruye los universos, pero no pude despertarlo de su meditación.
Desesperado, aguardé que el mundo terminara. Estaba a los pies de Krishna y sentí que me
expandía hasta convertirme en vastedad. Olvidé el motivo de mis esfuerzos.
Cuando abrí los ojos, vi que mi esfera estaba contrayéndose mientras que la de
Ashwatthama ganaba fuerza. Vyasa no había podido ayudarlo. Con hombros hundidos y
avergonzados, Ashwatthama nos dirigió una mirada furtiva y dijo:
114
“No me obedecerá. Yo no puedo recurrir a la pureza para que me ayude. Sólo puedo
cambiar su curso un poco... tiene que ir a los Pandavas.” Cerró los ojos. Con malicia absoluta
entonó: “Que la destrucción vaya a las matrices Pandava.” Vimos a Vyasa llegar de la orilla
del río.
“¡Por tu propio bien, retíralo!”
“Eso no puedo hacerlo. Tenéis que escoger. O bien los Pandavas deben morir o todos
los niños Pandava en las matrices de sus madres.”
“Los Pandavas no han de morir.” La voz de Krishna reverberó. “Te digo que Uttara, la
mujer de Abhimanyu, porta un hijo y también éste vivirá.” Oí las palabras de Krishna pero no
las entendí aún.
“Ashwatthama”, gritó el abuelo Vyasa, “has perdido el derecho de llevar esta gema.
No te protege ya más. Dásela a Krishna.”
“Puesto que me habéis hurtado su poder, tomadla.” La arrojó a nuestros pies. “Pero os
digo que la criatura morirá.”
Krishna dijo: “Veremos qué es más fuerte, la Verdad o el poder de tu astra. El niño
puede nacer muerto, pero esto te aseguro: nada impedirá que se le haga vivir otra vez. Has
llamado el hado sobre ti. Has usado el Narayanastra contra el bando en el que luchaba yo.
Has visto hasta qué punto has caído por tu propia mano y sin que Shiva lograra impedirlo. Ni
yo ni nadie puede cambiar eso, porque la Verdad no lo permitiría. Vivirás para siempre, ésa
es la maldición. Vagarás por la tierra, solo y envilecido, sin nadie a tu lado, de un lugar a
otro, de un país a otro, en un cuerpo o sin él. No tendrás hogar. Hedor de pus y de sangre
coagulada vendrá de ti. Dormirás intempestivamente en bosques solitarios y tremendos
páramos. Incluso los animales se apartarán de ti y verás al niño que crece ahora en la matriz
de Uttara gobernar el mundo durante sesenta años.”
115
CAPÍTULO 24
Ocurre a veces que, cuando los guerreros combaten, son capaces de relegar sus
fiebres. Como si el infortunio acechase, sentí una tensión en la garganta. Dos de mis heridas
se enconaron.
Apenas habíamos dejado el campamento camino de Hastina, cuando vimos las regias
sombrillas blancas contra el cielo. Era tío Dhritarashtra y una procesión de Hastinapura.
No son auspiciosas las reuniones en ruta, así que nos volvimos de inmediato. Ningún
milagro podía hacer fácil aquel encuentro después de los catorce años. Las últimas palabras
de boca del tío que recordaba con cierta claridad eran las que siseaba a Sakuni al oído cada
vez que los dados dejaban de rodar: “¿Quién gana?” Nosotros no teníamos deseos de
empeorar las cosas apostando con precaución.
Fue en la entrada a nuestro campamento donde Krishna y Satyaki cayeron a los pies
de tío Dhritarashtra. Nuestro pariente había perdido el oído casi. Carecía de seguridad. Lo vi
tantear torpe e infirmemente cuando trató de levantar a Krishna para aspirar el perfume de su
cabeza. No sentí nada por él y no quise sentir nada.
“¿Eres tú, Krishna Vasudeva?” Eran las primeras palabras que le oía en catorce años.
Su voz era vieja y estaba llena de dolor. Me enfureció el que pudiera inspirarme piedad. Lo vi
quebrantado. Cuando Krishna le trajo al Primogénito, nuestro tío aspiró el perfume de su
cabeza sin afectuosidad. No podía seguir interpretando el papel de tío benevolente. Bhima
debería haber seguido a nuestro hermano, pero Krishna le hizo gesto de que no se acercase y
fue él mismo quien se hincó de hinojos. Nuestro tío lo levantó y, con la fuerza de su furia
repentina, trató de estrujarle la vida en su abrazo. Si hubiese tenido un cuchillo, lo habría
apuñalado.
“¡Es Krishna!”, gritó Satyaki y corrió a soltarle los brazos. Tío Dhritarashtra cayó
hacia atrás desmayándose sobre Satyaki. Es el deber de un rey kshatriya vengarse de aquellos
que matan a sus hijos, así que supongo que, además de locura, había un pío coraje en su acto.
Cuando volvió en sí, su ira estaba exhausta.
“Mahatma Krishna”, jadeó. “¡Qué pecado, qué pecado ha sido éste!” Sollozó
convulsivamente y se pasó la mano sobre sus ojos ciegos como para aclararlos. “He tratado
de matar al hijo de Pandu. Mi hermano fue el único hombre que me amó. He tratado de matar
a su hijo. Casi mato a Paramatma Krishna.” Las lágrimas le llovían de los ojos. Siempre lo
hacía cuando trataba de acabar con nosotros. Ya no me provocaban repulsión, había una
diferencia en ellas. Se sentó en silencio. La cabeza le había caído al pecho. Tío Dhritarashtra
conocía los Vedas y había cortejado a la sabiduría, pero ésta lo había rehuido siempre. Sin
embargo, con este último acto lamentable quedaba liberado. Su locura había sido Duryodhana
y había muerto con él. Cuando la violencia de sus sollozos se mitigó y se inclinó para
escuchar lo que Krishna le decía, vi en él al hermano de tío Vidura y al hijo de Vyasa.
Krishna le decía: “Los hijos de Pandu necesitan un padre tanto como hijos necesitas
tú. Ellos han perdido a los suyos y tú a los tuyos.”
“Bhima”, llamó con voz ahogada, “acepta el abrazo de un padre.” Con la cabeza
colgándole sobre el pecho, Bhima se adelantó. “He tratado de matar al hijo de mi hermano.
Ven aquí, hijo mío. Lo he hecho porque le aplastaste el muslo.” A estas alturas, Bhima
lloraba también.
“Lo sé. Lo sé”, repuso. “Fue mi voto a causa de Draupadi.” Si nuestro tío lo atrajo
hacia sí o si fue Bhima quien, como un niño, se encaramó a él, no lo sé. Pero de pronto lo vi
sentado en su regazo, mezclando con tío Dhritarashtra las lágrimas. Lo envidié: mi corazón se
había vuelto de piedra otra vez.
116
Ahora era mi turno. Sentí amor en sus fuertes brazos, amor de hijos. Quizás, si no
hubiera tenido hijos, habría sido siempre así. Cuando sentí mi perdón fluir hacia él y el suyo
verterse en mí, no me lo cuestioné. Después de dieciocho días de protegerse hasta el
mismísimo aliento, esto era gracia y sosiego.
Y entonces llamó a los mellizos, que tomaron el polvo de sus pies.
“Quisiera que mis ojos pudieran veros, Sahadeva y Nakula”, dijo palpando el rostro
de este último. “Siempre se decía que erais los niños más hermosos en toda Hastinapura.
Acarició sus mejillas con una emoción tan grande que lo sacudió de pies a cabeza. “Nakula,
tú eres el gentil. Sahadeva es el corcel fuerte y vigoroso.” Rodeó a cada uno con un brazo y
los tuvo rato y rato cerca de sí. Nakula le puso su propio brazo alrededor del cuello y
Sahadeva le acarició la cabeza mientras hacía sonidos apaciguantes, como cuando atendía a
un caballo herido.
Por fin, se volvió hacia el Primogénito y le dijo: “Yudhisthira, hijo, déjame volver a
abrazarte. Antes lo he hecho con mis brazos, pero no con el corazón.” Nuestro hermano, con
la gravedad de un rey, se arrodilló ante tío Dhritarashtra. En el milagro del perdón, éramos
una familia otra vez. Yo había sido consciente, durante todo el tiempo, de las bendiciones que
tío Vidura estaba derramando sobre nosotros. Uno por uno, tocamos sus pies; luego, riendo y
llorando nos abrazamos en alegre confusión. Esto era lo que el Gran Patriarca había querido
toda su vida y por lo que había luchado. Ahora estaba con nosotros tanto como en su lecho de
dardos, sonriendo porque ya no tenía que seguir sirviendo al trono.
Fuimos a los pabellones de las mujeres y entramos en el de tía Gandhari. Yo temía
nuestro encuentro con ella más que ningún otro. Sabíamos que tenía poderes logrados por
medio de sus austeridades. Pareció calibrarnos como si aquellos grandes ojos grises de los
que sólo habíamos oído hablar le sirvieran menos que cualesquiera otros que hubiera
desarrollado. Allí sentada, erecta la espalda y rígida, era como una sombra de otro mundo.
Luchaba consigo misma para no maldecirnos. El abuelo Vyasa estaba tras ella.
“Gandhari”, le dijo inclinándose sobre nuestra tía. “¿Recuerdas lo que le dijiste a
Duryodhana antes de la guerra... que no podía ganar, que el Dharma estaba con Krishna?”
Ella asintió.
“Sí, padre. No son los hijos de Pandu a los que culpo, sino sólo a Bhima. ¿Qué clase
de monstruo bebe la sangre de su primo hermano? Duhsasana estaba vivo aún. Bhima fue
también el que le rompió los muslos a Duryodhana.” Cerré los ojos y recé por Bhima. No
pude pensar en ningún himno, pero en mi interior ofrecí libaciones a los dioses. Bhima
recurrió a toda su dulzura y, como un niño, pidió perdón.
“En los tres mundos”, dijo frunciendo el ceño con gravedad, “no había nadie que
igualase a Duryodhana con la maza. Nunca podría haberlo matado en limpio combate. Ni los
dioses mismos podrían haberlo hecho. Pero él le había mostrado el muslo a Draupadi y aquel
día yo juré rompérselo. Si mi propio hermano le hubiera mostrado el muslo a cualquier otra
reina, habría hecho lo mismo. Es deber de un kshatriya proteger a las mujeres y vengar los
insultos.” Sentí una distensión en el plexo solar. Los dedos de tía Gandhari pinzaron un poco
su vestido.
“Pero bebiste de la sangre de tu primo hermano. ¿Eres un animal, para realizar
semejante acto? El perdón tiene límites.”
“Pareció que lo hacía, pero te juro que no fue más allá de mis labios y mis dientes. Un
voto guerrero es un voto guerrero. Una norma del Dharma contradice a otra. Yo hice el voto
impulsado por la pasión cuando Duhsasana arrastró a nuestra reina del cabello, en su periodo,
ante toda la asamblea.” Bhima tembló. Tía Gandhari movió la cabeza hacia uno y otro lado.
Pensamos que había terminado. Pero ella estalló.
117
“¿Es que no podías haber dejado siquiera el hijo de una reina para este rey añoso?”,
gimió con creciente voz. “¿Alguno de mis hijos que no hubiera hecho nada en la partida de
dados? ¿Una simple muleta para nosotros?” Hizo a Bhima a un lado y con voz reverberante
clamó: “¿Dónde está vuestro rey?” A todos nos erizó el vello de los brazos. El Primogénito se
adelantó con las manos juntas.
“Si tienes maldiciones, arrójalas todas sobre mí. Yo soy la causa de la destrucción.”
Estremecida de rabia, nuestra tía giró la cabeza otra vez, como si un pozo buscase donde
echar sus maldiciones. Por fin, suspiró profundamente y su cabeza se hundió. Contuvimos el
aliento. Bajo la venda, sus ojos debieron de acabar por reposar en los pies de Yudhisthira.
Hizo una mueca de dolor, retrocedió y fijó la vista en ellos. Vimos las uñas de los pies del
Primogénito ennegrecerse, descamarse y convertirse en cenizas. Yo me aparté de allí para
colocarme al lado de Krishna. Mil veces hubiese preferido enfrentar ahora a demonios
sedientos de sangre que a mi tía Gandhari. Los mellizos y Bhima se movían con inquietud,
como animales antes de una tormenta. Su ira se había derramado sobre Yudhisthira y, por
unos momentos, todo estuvo en calma otra vez. Lágrimas le corrieron por debajo de la venda
de sus ojos hasta las manos y el regazo, regando su perdón. El Primogénito le tomó las manos
y se las puso en su propia cabeza. Ella las colmó de su bendición.
La marea de su furia retornó entonces otra vez.
“Krishna”, dijo, “tú eres el único que podría haber detenido esto. Tú tienes el poder.
Tú tienes la lengua a la que nadie puede oponerse.” Fría era su voz y llegaba de lejos. Yo oía
en ella la maldición. Empezó a helárseme la sangre. Menos me habría asustado si la hubiese
visto saltar e hincarle las garras a Krishna, gimiendo como un gato salvaje, como lo hacen las
mujeres desesperadas a veces. Se sentó en silencio, recta de pronto la espina con un
chasquido, en espada invisible convertida.
“Krishna, Krishna, Krishna”, dijo en tonos cada vez más altos. Su voz era un animal
que pelea la traílla. “Los Kauravas están muertos. Buscan sus huesos las mujeres y no pueden
reconocerlos. Lobos y chacales los han despojado de toda identidad. Tú podrías haberlos
salvado. Tú tienes el poder. Tú tienes las palabras que rigen las cósmicas mareas... y no las
usaste.” Un demonio cabalgaba su voz. Llegaba de sus honduras. Silente, recité el
encantamiento contra los demonios:
“¡Krishna!” Su grito cayó sobre nosotros como una ola. Apunté mis palabras
silenciosas como dardos:
118
“Un día tus parientes serán masacrados por tus parientes como mis hijos lo han sido
por su propia familia. Morirás solo, como Duryodhana murió solo, atravesado por una flecha
casual. Así como lloran las mujeres y los aliados de los Kauravas, llorarán las mujeres de
Dwaraka. Secuestradas y violadas serán.” ¡Violadas las mujeres Vrishni! ¡Las hermanas de
Subhadra! Yo estaría allí y eso no ocurriría nunca. “Arjuna se verá desvalido cuando trate de
ayudar. Gandiva le fallará. Sus aljabas estarán vacías.” El encantamiento se me hurtó. No
pude recordar ni una palabra más. Me situé junto a Krishna rezando para que la maldición me
emplazase allí, donde podría compartir la muerte con él ese día. Me volví para mirarlo. El
rostro de Krishna estaba lívido, pero sonriente, como tocado por la revelación. En el silencio
que siguió, él fue el primero en hablar:
“Madre Gandhari, un día el mar ha de cubrir Dwaraka. No podrá hacerlo mientras los
Vrishnis vivan. Así que debo darte las gracias. La carga de disolver a la raza Vrishni recae
sobre mí. Ahora la asumes tú. Lo que has dicho tendrá lugar.” Pausó y le tomó la mano.
“Sólo esto te pido: Madre, no sufras.” Se arrodilló ante ella. “Tal como los hijos de las
madres brahmines viven para celebrar los ritos, una madre kshatriya engendra hijos que
lanzar al campo de batalla. Cada uno de tus hijos murió no sólo la muerte del guerrero, sino
que lo hizo con bravura. Nadie podría haber matado a Duryodhana en el combate de la maza.
Y tú tanto como nosotros sabes que Bhima había jurado romperle el muslo y tenía que
cumplir su voto.”
“Y tú, Krishna Vasudeva que guardas ocultas las cosas, sabes que ése era el único
modo en que Duryodhana podía morir. Mi punya podría haberlo salvado de un modo que ni
siquiera tú lo hubieses vencido. En todos estos años, sólo me he quitado la venda una vez y
fue para templar el cuerpo de Duryodhana hasta hacerlo invulnerable. Y fuiste tú quien lo
engañaste y le preguntaste cómo pensaba mostrarme a mí el muslo que le había mostrado a
Draupadi. En eso consistió tu astucia, Krishna. Tú lo avergonzaste. Lo que era puro lo
convertiste en cosa impura. Por ello serán violadas las mujeres Vrishni y tu raza Vrishni,
exterminada.”
Yo me hallaba demasiado aturdido para pensar y sólo veía que el Destino era un
círculo, una serpiente que se muerde la cola, por la cual, ignorantes, nos movemos. Sólo
Krishna estaba más allá de todo ello... y dentro, sonriendo, sonriendo, sonriendo.
119
CAPÍTULO 25
Yudhisthira volvía a ser rey. Su primera orden fue que Sudharman, sumo sacerdote de
los Kauravas, hiciese el recuento de los supervivientes. Nuestro Dhaumya, Sanjaya, tío
Vidura y el resto de los consejeros lo asistieron. Sudharman pidió madera de sándalo y aloe, y
todas las maderas fragantes usadas para la cremación, y pidió ghi y óleos y perfumes. Se
apilaron los carros destrozados y se quemaron, y ríos de ghi se vertieron en las llamas. El
Primogénito ordenó que los muertos recientes de cada bando yacieran juntos con los arcos
rotos para que la enemistad fuese cremada con los cuerpos. Él mismo escogió los himnos.
Los sacerdotes entonaron:
Cuando muere un hombre anciano, su llama continúa en sus hijos y sus hijas y en los
hijos y las hijas de sus hijos. Su don a la vida se desperdiga en las diez direcciones. Ha
intercambiado su energía con la tierra y con los ríos que lo han bañado. Cuando uno ha vivido
de este modo cien otoños, la deuda de gratitud queda saldada, no con la muerte, sino con la
ofrenda del propio hálito y el propio cuerpo al final de la vida. Pero a estos hombres a los que
Agni devoraba se les había arrebatado el hálito. Sólo el Gran Patriarca y Bahlika habían
vivido los cien otoños y consumido la vida terrena.
Las madres y mujeres de los muertos elevaban lamentos y gemidos. Draupadi se
mordía la muñeca para impedirse llorar. Nuestra madre, apoyada en el brazo de tío Vidura,
cayó desmayada sobre él. Los sacerdotes cantaron:
Yo quería recordar las almas brillantes de nuestros hijos. Éstas no eran más que sus
gastadas vestiduras.
Un sacerdote tomó fuego en su largo cucharón para encender otra pira. El cántico
cobró impulso del gesto y se elevó.
El cucharón portó la llama para un tercer fuego y nuevos himnos sonaron. Por fin, los
hoyos sacrificiales fueron inundados. Plantas acuáticas crecerían en ellos y nueva vida
brotaría. Sentí que los muertos no habían partido, no habían comenzado el viaje, que Yama
no podía tomarlos de la mano, que se negaban a marchar. Algo se esperaba que ocurriera y
nada me decía qué podía ser. El río fluía a la distancia. Las aves carroñeras volitaban en la
altura. Nosotros estábamos suspendidos en medio.
Era tiempo de irnos. Ritualmente, nos volvimos de derecha a izquierda para
abandonar las piras ardientes de nuestros príncipes. Yo quise mirar atrás, aunque los ritos lo
prohibían. Al llegar al río, me giré. Por toda la orilla, revoloteaban al viento los ropajes
blancos de las viudas. Las mujeres de los kshatriyas caídos me hacían pensar en aves
atrapadas que hubieran perdido su plumaje policromo y que nunca volverían a volar.
Nos despojamos de nuestros angavastras, nuestras joyas y cinturones, y nos
purificamos. Me hundí en el agua y emergí para las oblaciones. Me erguí con el agua por la
cintura y me incliné sobre ella. Los cabezas de familia proclamaban sus clanes y nombraban a
sus muertos. Por cada uno de ellos, tomamos agua en nuestras manos acopadas y la elevamos
como ofrenda. Había tantos nombres que recordar que el murmullo se convirtió en un
constante abejoneo. Yuyutsu pronunció los nombres de los suyos y ofreció oblaciones por
Duryodhana y el resto de sus hermanos.
121
Por fin aquel sonido cesó para ser substituido por sollozos y gemidos y ahogados
lamentos y lamentos incontenidos. Pronto se hizo hora de partir. Una vez en casa, tocaríamos
la piedra ritual y el fuego, el estiércol de vaca, la cebada frita, las semillas de sésamo y el
agua. Acabados todos los gestos rituales, ¿qué más podríamos esperar de la vida?
Me extrañé yo de que nuestra madre dejase el brazo de tío Vidura para unirse a los
sutas. Tomando de la mano una mujer y dejando que sus hijos la siguiesen, la condujo hasta
nosotros. Era la mujer de Karna.
“Yudhisthira”, dijo mi madre. Él inclinó la cabeza solícito. “Hay un nombre que no
has pronunciado.” Él doblegó la cabeza más todavía. “Ofrece oblaciones por tu hermano
Karna”, su voz temblaba, pero no se quebró. Mi hermano levantó la cabeza y la miró. ¿Qué
significaban estas palabras que ella conjugaba? Me incliné hacia ellos esperando que mi
madre las reordenase, pero algo como un dardo me había herido. Varias cabezas se volvieron
hacia nosotros. Ahora habló ella de modo que todos pudieran oírla: “Karna era tu hermano.”
Su voz tremoló en las últimas palabras, pero tenía los ojos llenos de un desafiante orgullo. Se
acopó el pecho. “Este pecho dio a Karna su primera leche.” Sus palabras convirtieron el
silencio en silencio absoluto. “Era mi hijo mayor, el primogénito, del que me desprendí antes
de casarme.”
Clavé en ella la mirada. El río se detuvo. El aire se me atascó en la garganta. Luego se
hizo ardiente y silbó al surgir. ¿Qué había hecho? El agua apagó mi entendimiento y una voz
en mi cabeza gimió entonces:
“Arjuna, hijo de Kunti, has matado al Primogénito. Has matado al Primogénito.” Pero
aún no lo entendía... pues el Primogénito estaba junto a mí, mirando a mi madre. La voz
continuaba: “Arjuna, has matado a tu hermano mayor, a tu hermano mayor Karna, hijo de
Kunti.” Incluso entonces las palabras eran sólo palabras. El mundo alrededor giraba. El río
cambió de curso y fluyó hacia mí, como dispuesto a saltar su orilla. Sus ondas anublaron mi
visión.
Lenta, muy lentamente, mi vista se aclaró y con ella mi comprensión. Dulces y crueles
recuerdos se impusieron mientras la gente se hablaba de un extremo al otro, murmurando sus
interrogantes. Hubo un viento de suspiros y quejidos.
“¿Lo sabía Karna?”
“¿Lo sabía Arjuna?”
“¿Por qué luchó contra sus hermanos?”
Ninguna voz osaba elevarse sobre las demás. Y entonces brotó un penetrante lamento
de una única garganta que encarnó toda nuestra angustia. Nunca supe de quién fue el grito.
Podría haber llegado del cielo o del infierno. Yo tenía cerrada la boca; debió de ser mi
corazón, que rompió sus heridas de silencio. Pero al mirar a nuestra madre, supe que alguien
había chillado por ella.
“Madre, ¿lo sabía Karna?”
“Sí.”
Hubo silencio. Por encima de sus ojos cerrados, su ancha frente se arrugó en rictus de
sufriente alivio, como si por fin se hubiese liberado de aquella carga.
“Deberías habérnoslo dicho.”
Fueron las últimas palabras que Yudhisthira le dirigió durante muchos días. Debería
habérnoslo dicho, sí, y en aquel momento, aunque pude percibir su dolor, no sentí nada por
ella.
Y yo debería haberlo sabido en cuanto le vi a Karna los pies con arcos tan semejantes
a los de Kunti y a los nuestros. Debería haberlo sabido cuando cabalgó con Krishna en
nuestro carro. Krishna no le había implorado por mi vida, sino que se uniera a sus hermanos
122
en la guerra. Mi vanidad me había cegado y forjado mi destino tanto como la muerte de
Karna.
El Primogénito unió las manos y elevó la ofrenda muy por encima de su cabeza.
Nuestra cabeza. Nuestra madre, estremecida, hizo lo mismo y también nosotros. Luego, todo
hubo acabado.
Los sirvientes nos trajeron ropas secas. Nos vestimos y nos sentamos sobre la hierba
kusa. Contemplamos al sol descender y permanecimos allí hasta que los astros brillaron en el
firmamento sobre un mundo vacío.
El ritual decretaba que estuviéramos a la orilla del río durante todas las fases de la
luna, antes de retornar a Hastina. Del campamento fueron traídos nuestros pabellones y
esteras de kusa, pero ni lechos, ni asientos, ni ningún otro mueble o comodidad. La vida se
montaba guardia a sí misma para esperar su retorno. Los sabios vinieron a reconfortarnos y
nos hablaron con una sola voz:
“No podía haberse evitado. Es el final de la yuga.”
Era lo que el abuelo Vyasa nos había dicho tras la muerte de Sisupala durante el
Rajasuya del Primogénito. Los sabios predicaban el desapego, pero sin Krishna y Satyaki no
habría habido consuelo. La angustia que sientes por los seres amados perdidos no es nada
comparada con la de la pérdida de aquellos que podrías haber amado.
Cada atardecer, cuando el sol descendía, Yudhisthira era llamado por el Gran
Patriarca. Cuando retornaba, le examinábamos la faz para ver si la sabiduría lograba aliviarlo.
Pero nada le ayudaba a perdonarse a sí mismo: habíamos matado a aquel cuyos pies
habríamos debido tocar. Él mismo había llamado sutaputra a su hermano.
Como Bhima cuando lanzaba piedras sobre el lago durante el exilio en el bosque,
Yudhisthira se sentaba cada día a la orilla del río y fijaba la vista en las aguas. Se lamentaba y
hablaba de irse al bosque en lugar de a Hastina. No miraba a nuestra madre y no quería
dirigirle una sola palabra. Nosotros íbamos por turno a sentarnos a su lado. Fue Nakula el
que, en silencio, logró arrancarle alguna palabra... aunque sólo para decir que había robado a
su hermano el reino. Vimos a Yudhisthira precipitarse a un abismo fiero. Lo sosteníamos
como por una cuerda, pero el esfuerzo consumía todas nuestras energías. Cuando yo me
sentaba junto a él, tenía que descender a una sima insondable para llamarlo. Traté de
explicarle cómo me dolía yo también por Karna y por aquella sonrisa que me dedicó al final.
No le dije que no había sentido tal proximidad con ningún otro de mis hermanos, pero
por la forma en que se volvió hacia mí creo que el Primogénito lo sabía. Fue la única vez que
se tornó para mirarme.
Contendimos con la oscuridad en él. Casi nos absorbió a todos. Pero fue precisamente
esta pelea la que nos salvó de nuestras inquietudes. Como tantas otras veces, Yudhisthira
soportaba por nosotros el peso de la oscuridad sin que llegásemos a comprenderlo.
Un día recitó los Vedas. Me conmocionó y me desgarró el corazón.
123
Draupadi, a quien él llamaba atea en el bosque, quedó tan destrozada por estos versos
como por su angustia. El sufrimiento de Yudhisthira la volvía tímida. Como nosotros, veía
toda esperanza de felicidad desterrada de su vida.
Con fervor, Dhaumya recordó a nuestro hermano los primeros riks de este himno:
Sin otra cosa que hacer aparte de cantar los himnos, ofrecer oblaciones y aguardar las
fases de la luna, nuestras mentes ensayaron cuestiones universales y los cánticos de Dhaumya
midieron los siglos por nosotros.
124
CAPÍTULO 26
La guerra había acabado, pero nuevas heridas eclosionaban. Supimos del encuentro
secreto de nuestra madre con nuestro hermano mayor Karna antes de la guerra. Él le había
prometido que no nos desafiaría a ninguno, salvo a mí. Si yo lo mataba, ella tendría cinco
hijos y, si me mataba él, cinco hijos le quedarían también. Lloraba al decírnoslo. ¿Había
calibrado ella sus preferencias? ¿Qué debía de sentir por aquel primer hijo suyo que tuvo que
dejar partir flotando sobre el miedo? Habría sido el más próximo a su corazón. Pero ni
siquiera esto cortó el vínculo que me ataba a él. Yo no sabía cómo comportarme con ella,
temiendo que me viera como el asesino de su primogénito. La distancia creció entre mi madre
y yo. Krishna no quería alimentar la tragedia pensando en ella. Decía que para penetrar la
verdad uno tiene que concentrar la mente en una sola cosa, como cuando yo disparé al ojo del
pájaro de madera de Dronacharya. No le pregunté a mí madre por el nacimiento de Karna,
pero esta idea no abandonaba mi mente y surgió cuando hablé con Krishna. Como siempre, él
repuso que habíamos venido a representar nuestros papeles en el cambio de una era y que lo
mismo había hecho Karna.
Con el incesante sufrimiento de Yudhisthira y el desespero que ello le causaba a mi
madre, tuve que encontrar la manera de restaurar la armonía. Volver vivos de una guerra
como la que había tenido lugar, volver victoriosos al clima perfecto de aquellas mañanas
frescas, tardes apacibles y noches de frío brillante, y hallarlo todo emponzoñado era más de
lo que podía soportar. Empecé a ver que cuando en la vida deshaces un lazo, dos más se han
formado y están esperándote. En batalla, cuando disparaba a un infante o un jinete, dos más
ocupaban su lugar y yo exultaba con el desafío. Pero aquí no podía soportar la sórdida,
lúgubre maraña de todo aquello.
“Cuando alcances la madurez”, dijo Krishna, “los desatarás uno a uno sin quejarte.
Dejarás de huir.”
Él conocía mis pensamientos. Yo anhelaba escabullirme de los ritos funerarios,
olvidar los himnos. Yo quería estar con Krishna y Subhadra y cabalgar lejos de allí, trepar a
helados montes y escuchar el agua fluir y tronar por las foces. Seguí incordiando a Krishna
para que arreglase las cosas. Pero era una cuestión familiar, decía Krishna, y me envió al
ashram del abuelo Vyasa, que había engendrado a mi padre y a mis tíos Dhritarashtra y
Vidura. Creí que Krishna se había hartado de mis protestas, pero me alegré de partir.
Tan pronto como Krishna y yo montamos nuestros corceles Sindh, sentí una
personalidad más libre emerger en mí. Donde el camino se bifurcaba, Krishna me dejó para
retornar junto a Yudhisthira a la orilla del río.
¿Quién era este ser más libre que tan fácilmente surgía cuando estaba lejos con
Krishna o conmigo mismo a solas? Se lo pregunté a las estrellas que brillaban. Un ave
solitaria replicó. El aire era fresco. El camino era bueno. Puse mi caballo al trote. El río
centelleó con las primeras luces de la aurora. Un ciervo emergió para observarme y
desapareció de un salto. Otro cruzó de un brinco mi sendero y se acercó al río con tres vuelos.
Yo canturreé el fragmento de una canción que había enseñado a Uttara y recordé entonces
que Abhimanyu la había aprendido de ella. Había menos animales aquí de los que yo
recordaba. Las ruedas de los carros y las caracolas y los gritos de los hombres clamando sus
nombres a otros hombres asustados, las voces de Ghatotkacha y Bhima y Alambusha debían
de haberlos alejado. Nuestros cazadores, además, los mataban día tras días para alimentar a
nuestras tropas. ¿Volvería todo a ser como había sido? ¿Podía alguien o algo volver a ser lo
125
que había sido? Krishna tenía razón: no debía ser así. Yudhisthira tenía razón también.
Habíamos luchado como perros por un hueso y el hueso había perdido su sabor.
El Dador del Día se elevaba a mi izquierda y desmonté para saludarlo. Me hallaba
ante una cascada. Los árboles estaban muy quietos y escuchaban conmigo el murmullo y
gorgoteo del agua sobre las piedras. En el suelo había pequeñas flores salvajes, tan densas
que no pude evitarlas, pero cuando levanté el pie rebrotaron: flores amarillas, rosas, de color
azul claro, magenta, naranja, crema con minuciosos diseños negros, violeta con centros
crema, o minúsculas concentraciones escarlata con centros blancos. En lo alto, había verdes
claros y oscuros con los que el sol empezaba a jugar. Extendí mi angavastra en el suelo y
yací junto al río. En los campos del cielo crecían los cirros con la aurora. Allí acostado
contemplé el misterio de las transformaciones del mundo. ¿Había sembrado la noche una
semilla en Usha? ¿Era su cabellera la que se agitaba emergiendo con los colores del alba y la
primera iridiscencia del sol? Su sacrificio diario a Surya, siempre el mismo propósito,
siempre renovado. Una brisa se alzó para mover los cirros. El carro de Abhimanyu cruzó en
ellos los cielos, ondeando alto su estandarte. Una tenue conmoción me tocó, pero el
cataclismo había pasado. No puedes matar y matar y disparar flechas a tus gurus y parientes
durante dieciocho días y esperar que tu humano corazón quede intacto.
Abajo, el agua que golpeaba las piedras levantaba rociones en los que se formaba un
arco iris. Posé mi mejilla en el suelo para contemplar a una rana diminuta, que partió saltando
de allí. La llamé y la hice detenerse. Llamé otra vez y giró en redondo para saltar de vuelta
hacia mí. Creí que tendría fría y resbaladiza la piel, pero bajo el índice la sentí fresca y seca.
Me miró con sus ojos saltones y trepó a mi muñeca para conseguir una perspectiva más
cercana del que la llamaba. Cuando retomó su camino, mis preguntas eran ya menos
urgentes. Cabalgué otra vez a través de las sombras profundas bajo el dosel del bosque. El sol
apenas moteaba el terreno. Cuando alcancé la vereda de árboles nim y pipal que conducía al
ashram, casi había olvidado a qué venía.
Las casas bajas del ashram estaban pulidamente techadas y se elevaban a la sombra de
los banianos. Cada estrada corría en ondas gentiles. Un abejoneo de himnos portaba el
silencio. Risa brotaba de una choza próxima. Metí en ella la cabeza. Una docena de rostros de
ojos radiantes se volvió hacia mí, atadas las cabelleras lustrosas en forma de moños. Uno de
aquellos jóvenes discípulos me preguntó si yo era Arjuna, el nieto de su Gurudev. Otro
sofocó una risilla. Hubo un sonido de pies en la gravilla y ellos continuaron vigorosamente
con sus cánticos, balanceándose un poco adelante y atrás, conscientes de la presencia de su
maestro. Supe que el abuelo Vyasa estaba detrás de mí. Incluso su sombra infundía paz y
fuerza. Inclinó un oído para escuchar el himno mientras yo me volvía para posar la cabeza a
sus pies.
Cantando él mismo, se me llevó de los cánticos. El último y fausto sloka nos siguió:
127
nuevo. Puede sonar monstruoso, pero es el único modo de volverse íntegro otra vez. Tú debes
de haber aprendido algo de todo esto, Arjuna, en esos dieciocho días con Krishna Vasudeva.
“Cuando no tienes poderes, puedes hacer tantos votos como quieras y puede que seas
capaz de cumplirlos o puede que no. Cuando tienes poderes especiales, es posible también
que cumplas tus votos o que no, pero es una fuerza diferente la que decidirá. Ésta separó a tu
madre de su primer niño. Sí, dio a luz a Karna. No estando casada, tuvo miedo y le dio el
niño a Madre Ganga, que se lo llevó flotando. Cada uno de nosotros viene a resolver el
enigma de su vida. Y éste era el suyo: estaba asustada y era pasiva. Sólo el sufrimiento te
templa y fortalece. Por el silencio de Yudhisthira será purificada de su karma y el veneno le
será extraído. Podría decirse que traicionó el don de Surya. Ayúdala.” Krishna había escogido
al abuelo Vyasa para que respondiese preguntas que yo no había planteado, ni conocido
siquiera.
“Arjuna, nunca digas que no harás algo, pues Madre Durga te oye. Es como maldecir
una fuente y decir que de su agua nunca beberás. Necesitándola, podrías encontrarla seca.”
¿Por qué nunca se nos ocurrió preguntar? ¿Por qué hizo falta una guerra y muchas
muertes para que todas estas cosas salieran a la luz?
“Cuando Pandu quiso hijos por medio de niyoga, ella le hizo prometer que nunca
preguntaría quiénes eran los padres.”
Yo había visto siempre a mi madre como en un sueño, inmóvil y nacida en mi primer
recuerdo de ella. Era una superficie sin substancia, pero ahora caminaba alrededor de ella. En
cierto sentido, era la primera pradakshina que le dedicaba y, en mi mente, le toqué con mi
frente los pies. Viéndola como una niña que pronunciaba el mantra del rishi, inconsciente de
lo que estaba provocando, comprendía que todos somos criaturas y hacemos lo que los dioses
decretan en su voluntad de labrar la divinidad en nosotros. Habíamos caído en el silencio y
cerré los ojos. Las palabras que los discípulos cantaban pasaron a través de mí:
Como siempre que visitaba este ashram, las vidas que llevábamos en Hastina e
Indraprastha, en Virata y en el bosque, se difuminaban o contraían convirtiéndose en una
suerte de teatro de marionetas, y el universo brotaba ante mí para tocar la infinitud.
Pasado un rato, dije: “¿Supo Durvasa antes de nuestros nacimientos que esta guerra
había de tener lugar?”
“Había de tener lugar.” Supe que no debía preguntar más.
Pero le mostré lo que guardaba en mi interior desde los días de exilio.
“¿Recuerdas que nos aconsejaste en el bosque: ‘Esperad a que acaben los trece años
de vuestro exilio, así el Dharma estará con vosotros’? Cuando Krishna vino nos dijo:
‘¡Luchad ahora!’” Me miró con unos ojos hondos y resplandecientes que llenaban el cielo, el
universo.
“Os di de mi conocimiento. ¿Qué más puede alguien dar? Yo camino por mi Dharma.
Krishna está libre de Dharma, tal como los humanos lo entienden.” Tras una pausa añadió.
“No sirve de nada actuar como si fuéramos libres cuando no lo somos, a menos que... a
menos que...” Señaló con la mano el río. Esperé a que terminase. No lo hizo.
“A menos que…”, lo animé.
“¿Ves el río?”, dijo. “Carece de sí mismo. Se da a sí mismo y no sabe que se da. Si
aniquilas aquello en ti que cree que actúa, puedes actuar dentro de esa Libertad. Si puedes ser
la flecha que Krishna deja volar, eso es libertad. Sin eso, cada uno de nosotros debe caminar
por el sendero de su Dharma humano. Arjuna, así como tú has vivido obsesionado por Karna,
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él vivió obsesionado por ti. Todos estos años, habéis vivido uno dentro de otro como
hermanos en una matriz. Demasiado cerca estabais.
“Cuando Balarama te enseñó a luchar, te habló de los ojos del cuerpo. Si están
abiertos, no tienes que pensar. Y cuando ves con los ojos de tu alma, no tienes que pensar.”
Se levantó. Tomé el polvo de sus pies y contemplé a la figura que se retiraba y que
había engendrado a mi padre. Contemplé el fluir del río. Un martín pescador centelleó al
atravesarlo. Casi se sentía el comienzo de una primavera y la promesa de total renovación.
Una curruca cantaba notas prístinas. El cielo estaba sereno, ignoraba que tambores de guerra
habían superado su trueno.
Una segunda curruca respondió. Y entonces vi dos bueyes, blancos y perfectamente
mancornados, trepando por el campo del ashram. Caminaban al unísono, movidos por un
único corazón que prescribía su torpe gracia y ondulante unidad, una armonía que los
hombres raras veces emulan, salvo cuando danzan o aman. Su movimiento era propio de un
reino que estaba más allá de ellos, un lugar en el que las cosas que ocurren aquí son
contempladas en su integridad. Miré hacia el río. Entre los añorados mares de Dwaraka y las
montañas del norte donde Shiva se me apareció como cazador, se extendía una llanura que
era la urdimbre de la vida. Aquí estaban los venenos, el Palacio del Deleite, la partida de
dados y los insultos, el exilio y las embajadas, las akshauhinis y el campo de batalla. ¿Qué
pasaba allí cuando aquí yo había soltado mis flechas para matar? Nuestras flechas apuntan a
blancos desconocidos. Nuestras vidas mismas son flechas disparadas desde lo invisible y a lo
invisible. El río en su fluir me decía estas cosas. Todos nosotros aquí, tan impredecibles, tan
imperfectos, allí vivíamos íntegros. Tuve la sensación de estar cerca del cielo, de un carro
vibrante, como cuando Matali vino a recogerme. Oí sus pequeños cascabeles, que cesaron
antes de alcanzarme. No sería yo transportado, sólo me movería en suspenso, con un suave
arrullo, a través de mi nacimiento y de mi vida hasta un blanco desconocido.
Hay un lugar silencioso que se bebe el caos del mundo y lo convierte en ausencia de
verbo. Es eso lo que las currucas tratan de alcanzar. Es el centro de nuestro mismo ser, donde
el odio no tiene existencia. Eso era lo que la sonrisa de Karna me había dicho. El río era mis
lágrimas... y mis máculas se llevaba.
Dejé el ashram como alguien diferente del que llegara. A mi derecha, oía los himnos
que se cantan tras la muerte; y a mi izquierda, sonaban los himnos que se ofrecen al Fuego
sagrado, que el abuelo Vyasa había encendido en mí.
Una obsesión nos había parecido a veces su tendencia a dividir los himnos en las
cuatro direcciones, lo que le había valido el sobrenombre de Veda-Vyasa. Pero ahora los vi
como los pilares de la nueva yuga. Un sacerdote le había preguntado una vez a Vyasa por qué
se dedicaba a clasificar los Vedas en lugar de dejarlos como el corpus único y grande que
constituían. Él respondió que, con la kaliyuga, la mente humana se volvería más inquisitiva,
pero más pequeña también, y necesitaría muletas. La mente sería un pequeño cuchillo con el
que cortar el mundo a pedacitos. La división sería el orden del día, porque la Verdad en su
integridad estaría más allá del alcance del hombre. Las últimas palabras de Vyasa en la puerta
del ashram antes de partir fueron: “Yo organizo los Vedas para que éstos puedan organizar a
los hombres. Su sentido interior se perderá y nuestros rituales se petrificarán más aun. Esto es
inevitable. No puedes detener la rueda del carro cuando Kala fustiga a los caballos. Pero al
menos los Vedas guardarán el conocimiento hasta que una Sabiduría con la que ni siquiera
hemos soñado los haga descansar para siempre. Hasta entonces, serán la balsa que nos porte a
través de la oscuridad de esta yuga.”
En su pequeño ashram, el abuelo Vyasa reordenaba un mundo y lo preparaba para su
muerte y renacimiento. Los Vedas me siguieron y yo los arrastré hasta Yudhisthira.
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CAPÍTULO 27
133
CAPÍTULO 28
“Todo lo ofreceremos”, repitió. “No sólo tú, Yudhisthira, sino todo el pueblo estará
representado en el Sarvamedha. ¿Cómo lo llevaremos adelante, Krishna?” Y Krishna abrió
los brazos y dejó caer la cabeza hacia atrás. Su risa corrió y vibró en todos nosotros e hizo a
la seda de la tienda ondear a la luz de las lámparas.
“¿No aprendimos a someternos, Arjuna, y tú, eh Bhima, cuando Narayana pasó sobre
nosotros el decimosexto día?” Sus ojos se enternecieron al mirar a Nakula, que había sido el
primero en arrojarse al polvo antes de que las instrucciones de Krishna se impusieran a todo
el ejército.
Nakula cantó con su voz dulcísima:
Por fin el cobre puro de la voz del Primogénito, con un timbre de fiebre aún, surgió en
ritmos controlados y sostenidos:
En presencia de Veda-Vyasa los himnos nacían entre nosotros. Él, que nos hizo
incorporarnos al canto uno por uno, nos dirigió ahora en los riks finales con el timbre grave
de los metales pulidos. Rompiendo toda tradición, invitó con los brazos abiertos a Draupadi y
a nuestra madre Kunti, cuyas voces como destellos de astro o de luna flotaron en la
atmósfera. Y con la pasión de un herrero, el canto atronador de Bhima hizo a la música
ascender al cielo.
Al incorporarse Bhima al canto que ya estaba en todas nuestras voces, las paredes de
la tienda desaparecieron y, en su lugar, un velo de Luz descendió para envolvernos. La
escisión que temiéramos estaba curada. Percibí como una nube indistinta de rostros. Nuestros
servidores, las personas que guardaban duelo en otras tiendas e incluso las criaturas del
bosque que se habían reunido allí al oír la música empezaron a presionar hacia nosotros con
ojos arrobados.
Fue entonces cuando Krishna y el gran Veda-Vyasa convirtieron el Ashwamedha en el
sacrificio que sería realizado por los sacerdotes y ofrecido por el Primogénito tras la
campaña: El Sacrificio Absoluto, en el que hallaría curso la risa de Krishna.
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CAPÍTULO 29
El mes había acabado. Nos bañamos y ofrecimos oblaciones en el río por última vez
antes de partir para Hastina. Cuando oí el traqueteo del carro de bueyes ritual enviado por tío
Dhritarashtra, sentí que venía a llevarnos al último tercio de nuestras vidas. Qué pronto
habíamos llegado a él. Qué breves aquellos trece años de exilio que parecieran interminables.
Los años de esplendor en Indraprastha no habían sido sino un parpadeo. Incluso cuando
sobrevives contra toda posibilidad, la vida entera no dura más que una canción.
Los dieciséis bueyes santificados habían sido cuidadosamente escogidos, eran blancos
como la cuajada y sin una sola mácula. Tiraban de un blanco carro nuevo cubierto de
alfombras plateadas de seda y pieles ebúrneas de ciervo albino. Se detuvieron cerca del río,
aguardando pacientes, como lo hacen los bueyes. El sol despertaba brillantes destellos en sus
flancos y tornaba argéntea el agua: una escena auspiciosa que levantaba el corazón por
encima del dolor y el arrepentimiento.
Los poetas y juglares que lo acompañaban cantaban las alabanzas del Primogénito y
de Draupadi, mientras éstos ocupaban su lugar bajo la sombrilla estrellada de gemas.
Orgulloso, yo me mantenía detrás de mi hermano mayor. Bhima sujetaba las riendas.
Nakula y Sahadeva abanicaban a Draupadi y Yudhisthira con blancos chamaras. Volví la
vista hacia el carro de Krishna y Satyaki. Daruka tenía las riendas. Me sonrieron.
En el pecho oscuro y radiante de Krishna, con ese destello de oro estival detrás de su
noche, brillaba la gran gema Kaustubha, ocultando una cicatriz. El angavastra alrededor de
su brazo y su hombro cubría la piel de la que yo había arrancado flechas. No quería que los
habitantes de Hastina supieran de sus heridas. Satyaki y él portaban sus múltiples sartas de
perlas que escondían otras marcas de batalla. Y allí de pie, uno junto a otro, parecían dioses
en su excelsa belleza Vrishni.
Los bueyes se movieron con pesada dignidad ceremonial. A ratos, los labriegos
esperaban en los lindes de sus campos para saludarnos. Krishna tenía razón, nos gritaban su
bienvenida. Daban la bienvenida al Primogénito como si nunca hubiesen tenido otro rey.
Mucho antes de alcanzar las puertas de la ciudad, el camino apareció cubierto de pétalos, con
pequeñas multitudes orillándolo y lapidándonos con flores. Al aproximarnos a las puertas,
Bhima hizo a los bueyes aminorar el paso. Las mujeres se apiñaron en torno al carro y nos
hisoparon con agua perfumada. Familias enteras nos contemplaban desde tejados y balcones,
tambores y caracolas entonaban notas de triunfo. Es una música que el corazón no puede
resistir. Los brahmines se congregaron a nuestro lado ofreciéndonos protección y
cantándonos himnos de victoria. Elevaron los brazos en bendición al rey.
De la multitud surgió entonces un brahmín mendicante.
“¡Yudhisthira, Yudhisthira!”, gritó. Y antes de que pudiésemos comprender qué
quería decir, se sirvió de su tridente para saltar a la plataforma de nuestro carro. Creí que
abrazaría a su rey, pero empezó a agitar su rosario ante el rostro del Primogénito. Su bordón
de brahmín saltaba arriba y abajo. Con ojos muy abiertos y alucinados, no dejaba de gritar.
“Hablo por todos los brahmines de este lugar. ¿Crees que eres bien recibido? ¿Es que
no tienes vergüenza? Eres el destructor de tu raza.” Lo saqué del carro de un empujón. Cayó
en brazos de los demás brahmines y siguió chillando. “¿Qué puedes esperar de las viudas y
los huérfanos de Hastinapura?” Satyaki saltó de su carro y lo agarró del moño; Sahadeva le
inmovilizó los brazos detrás de la espalda. “Yo me mataría a mí mismo antes que sentarme en
el trono, después de haber exterminado a mis gurus, mis mayores y parientes. Eso es lo que
los brahmines tenemos que decirte.” Un murmurio se elevó de los brahmines. Krishna estaba
junto a nosotros. Yuyutsu había dejado su elefante para unírsenos.
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“¡Dejadlo estar!”, clamó el Primogénito. “La culpa es mía, oh noble brahmín.” Me
turbó el corazón oírlo. “Sé paciente y ahórrame la vergüenza. Mi vida ha terminado casi, pues
voy a desprenderme de ella.” Fue Nakula el que, escudriñando al brahmín, le tiró del moño.
“Éste no es un brahmín. Hermano, retira tus palabras. Es Charvaka, el rakshasa.” El
nombre pasó de boca en boca, como viento que apagase las lámparas.
“¡Charvaka!”, gritó una voz airada.
“¡Charvaka, Charvaka!”, le dieron eco muchas voces. “Es Charvaka, que tantos
favores recibía de Duryodhana.” Todos los brahmines gritaban ahora:
“¡Gloria a ti, rey Yudhisthira!”
“¡Prosperidad!”
“¡Que vivas cien otoños!”
“¡Que vivas para siempre!”
“¡Que por siempre prosperes! ¡Que por siempre prosperes! ¡Que por siempre
prosperes!” Los brahmines murmuraban otra vez entre ellos. Hubo un repentino silencio. Un
silencio tan completo que te forzaba a volver la vista alrededor.
“HUNNNNNNNNNNNNNN”, un siniestro dardo de sonido emergió de todos los
brahmines. Pronunciado como por una sola voz, pendió en el aire y de pronto cesó. Tenía el
color de la tierra, el sabor del tósigo, el destello del acero. Más querría yo oír la risa airada de
Shiva, que difunde el terror en las diez direcciones, que aquella sílaba cayendo sobre mí. El
rakshasa empezó a temblar y se desplomó. Los brahmines no estaban dispuestos a tocarlo y
dieron un paso atrás. Aquél yacía estirado en el suelo. Miré boquiabierto a Krishna. El
Primogénito quería asistir a Charvaka, pero Bhima lo retuvo.
“Nadie debe tocar ese cadáver”, advirtió un brahmín. Las bendiciones de los
sacerdotes se redoblaron. Sus voces se elevaron a los cielos y un joven brahmín trajo tierra
limpia que esparcir sobre el lugar de nuestro carro donde el rakshasa pusiera el pie.
“¡Prosperidad! ¡Prosperidad! ¡Prosperidad!”
La vida fluyó otra vez. El elefante de Yuyutsu se arrodilló para que su jinete lo
montase y nosotros volvimos a nuestros carros. La procesión tornó a moverse.
Yo no pude sino recordar Hastina tal como la dejamos. Charvaka había despertado
recuerdos de envenenamientos e intrigas. Un palio cubría la ciudad como irrespirable
miasma. Vi a Duryodhana llegar por corredores con su impaciente paso arrogante. Me vino a
la memoria su gesto característico al tirar de los bordes dorados de su angavastra y echárselo
luego hacia atrás sobre el hombro y alrededor del cuello. El espectro de Karna estaba a su
lado. Duhsasana, Sakuni y el resto flotaban en torno a él. Muerte y decadencia había en el
aire, que estaba viciado como si no se hubiera movido desde el día en que mi padre partió de
aquí. Ningún viento fresco y purificador había recorrido el lugar. Ni siquiera Krishna, en su
embajada de paz, había tocado el corazón de Hastina. Y, sin embargo, hay un momento en
que la llama sacrificial surge derecha y sin humo de la madera y sabes que todas tus plegarias
se han elevado en su pureza. Ahora, bendición tras bendición se entonaba. Los niños saltaban
al carro y deslizaban sus guirnaldas a los cuellos de Draupadi y Yudhisthira.
“Sois nuestro padre y nuestra madre y todo lo posible sois”, gorjeaban. Las mujeres
de la corte habían venido con flores y, después de saludarnos, unieron a la procesión sus
palanquines. Habíamos creído que encontraríamos Hastina muerta, pero estaba llena de vida
y de flores, de perfume y bienvenidas. Allí donde miraba, hallaba lo que buscaba: muchachos
de doce años cumplidos, chicos de trece, catorce y más. Para el tiempo del Ashwamedha, la
mayoría de ellos serían hombres y preparados para tener hijos.
Cruzamos ahora la gran puerta de Hastina. Mi corazón batió contra las joyas de mi
pecho. Casi catorce años atrás habíamos partido al exilio a través de esta misma puerta. El
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Primogénito nos había guiado entonces con el rostro cubierto para proteger a los habitantes
de la ciudad de las saetas del Dharma airado en sus ojos.
Vimos a tío Dhritarashtra esperándonos con las manos juntas para saludarnos. Tío
Vidura, Sanjaya y Kripacharya lo acompañaban. Más allá de las puertas interiores, las plazas
y las calles estaban decoradas con banderas y flores. Cada casa tenía su puerta adornada con
hojas de mango y enjambada de verdes ramas. Delante de cada umbral, intrincados dibujos de
muchos colores formaban signos auspiciosos. Lámparas de ghi de oro, bronce y cobre,
pulidas hasta el esplendor, sostenían una multitud de llamas danzantes. Avanzamos hacia la
sabha como en un sueño.
Por fin, de cara al este una vez más, el Primogénito compartía el trono de oro con
Draupadi. Krishna había dado a Dhaumya instrucciones precisas para la ceremonia y el altar.
Debía estar orientado al este y un poco al norte. Yo fui situado al lado izquierdo del Rey y
Bhima, al derecho. Frente a nosotros, estaban Krishna y Satyaki en asientos tachonados de
joyas. Nakula y Sahadeva nos flanqueaban a Bhima y a mí. Yuyutsu, Sanjaya, tía Gandhari y
tío Vidura se sentaban con nuestra madre alrededor de tío Dhritarashtra. Éste observó los
ritos, tocando con las yemas de sus dedos flores blancas, ghi, lámparas encendidas y humo de
alcanfor, tierra y oro, plata y piedras preciosas. Cuando hubo tocado todas aquellas variadas
vasijas, empezaron los himnos de coronación.
El abuelo Vyasa derramó agua de siete ríos sobre la cabeza erguida del Primogénito
con una concha de color plata y crema. Luego la elevó en el aire y unas gotas descendieron
en abhisheka sobre la cabellera que le había costado a Duhsasana la vida. Al canto de los
mantras, Vyasa caminó tres veces alrededor de la pareja real, cercándolos de su protección.
Dhaumya tomó del agua bendecida por Vyasa y nos hisopó a todos con ella.
Vi lágrimas en las pestañas de Krishna. Nuestra tarea juntos había terminado. Los
sacerdotes empezaron a desfilar ante el Primogénito con ofrendas de agua sagrada en vasijas
de oro, plata y cobre, o de tarros de arcilla, arroz frito, flores, hierba kusa, leche de vaca,
miel, ghi, maderas sagradas y caracolas ataujiadas de oro. Draupadi y Yudhisthira
permanecieron sentados uno junto a otro sobre la piel de tigre regia. Dhaumya cantó mantras
mientras vertía libaciones en el fuego sacro. Krishna pidió a nuestro tío que hiciera lo mismo,
mientras los notables de la ciudad desfilaban.
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En esta sabha, en este trono, con el Gran Patriarca Bhishma y Dronacharya presentes,
la cabeza del Primogénito había recibido su primera agua de coronación. De los que
desfilaban, algunos saludaban a Yudhisthira con dicha grande, otros con timidez, con afecto
otros, otros con curiosidad, pero todos con reverencia y muchos con lágrimas. Reconocimos a
los que nos habían seguido el día de nuestro destierro, gimiendo que se había acabado el
Dharma. Los que entonces eran demasiado jóvenes para ello habían oído hablar, cuando
menos, del Dharmaraj y sus cuatro hermanos, unidos como los dedos de una mano que podía
cerrarse en puño para aplastar al enemigo. Había unos pocos que esperaban lograr ventajas de
los vencedores y en sus ojos vimos servilismo e incertidumbre. Sin duda se preguntaban si
alguien nos habría dicho ya que eran los apoyos incondicionales de Duryodhana en todos sus
planes. Nadie lo había hecho. Nada prevalecía contra la atmósfera de bienvenida que
inundaba la asamblea. Nadie cuestionaba nuestra autoridad para estar allí. Los músicos
tocaban con la mayor dulzura y con máxima hondura cantaban los brahmines.
Cuando Yudhisthira se puso en pie con las manos juntas y Draupadi a su lado, un
inmenso silencio cayó sobre la sabha. Él pronunció en tonos mesurados las palabras que
serían repetidas por toda Hastinapura aquel atardecer.
“Nos postramos ante el más grande de los munis, conocido también como
Veda-Vyasa, por la tarea que permitirá a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos
preservar su herencia.
“Nos inclinamos ante nuestra madre Kunti, ante nuestro regio tío Dhritarashtra, ante
tío Vidura y el Guru Kripacharya. Pedimos las bendiciones de nuestros mayores para la
felicidad y prosperidad de todas nuestras gentes.”
Yo no había oído a Yudhisthira usar el ‘nos’ regio durante catorce años y me
conmovió.
“En esta misma sabha recibimos el abhisheka de coronación muchos años atrás, bajo
la mirada del Gran Patriarca Bhishma y nuestro Guru Dronacharya. No puede haber una
familia kshatriya que no haya perdido al menos un guerrero en la conflagración y, puesto que
somos una sola familia, no sólo los kshatriyas, sino todo el pueblo de Hastinapura está de
duelo por ellos. Juntos ofreceremos las oblaciones y pospondremos las festividades dieciocho
días.
“Tras la victoria, hay celebraciones. Hoy no hay victoria. Somos los hijos de tío
Dhritarashtra haciendo duelo por sus hijos, nuestros hermanos. Que los kshatriyas no se
sientan solos en su dolor. Con razón se dice que el kshatriya es el brazo de Brahma; el
brahmín, Su cabeza; el vaishya, Su estómago y el sudra, Sus piernas... pero ¿qué pueden
hacer una cabeza y un cuerpo sin sus brazos protectores? Curemos el Cuerpo divino de
Brahma. Recordemos que somos este Cuerpo, uno y divino en todas sus partes. Supliquemos
a nuestro paternal Señor Veda-Vyasa, cultivado en todo el Conocimiento y de gran
austeridad, que nos ayude a observar los rituales por los desaparecidos.”
El silencio se hizo más hondo. La gente olvidó su necesidad de toser, de aclararse la
garganta o de mover los pies. No era el silencio debido a un monarca, sino la confirmación de
una leyenda. Los habitantes de la ciudad, al igual que nosotros mismos, empezamos a
comprender que los catorce años de exilio habían forjado al gobernante conocido en toda
Bharatavarsha como Dharmaraj convirtiéndolo en un metal incomparable. Yudhisthira podía
olvidar su propio dolor para responder a las expectativas de su pueblo hablando desde una
profunda convicción.
“Se dice que el Rey es Señor de todo menos de los brahmines; pero se declara en los
Vedas también que el monarca participa del mérito espiritual logrado por sus súbditos. Y así
os decimos que, así como los súbditos dependen de nosotros para la protección de sus castas
de acuerdo con el Dharma y para hacer retornar a sus obligaciones honrosas a aquellos que
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han abandonado sus caminos, nosotros dependemos de nuestros súbditos, de su
industriosidad en todos sus deberes y tareas, de su esfuerzo y habilidad para el armonioso
funcionamiento del Cuerpo de Brahma.”
Al despertar en este día, había temido que el Primogénito, en un retorno de su
aberración, hubiese dejado el Imperio en mis manos. Yo no podría habérselo devuelto sin
descorazonar intensamente al pueblo de Hastina. Ni siquiera Krishna podría haberles
devuelto el ánimo una vez pronunciadas las palabras. Pero Yudhisthira sujetaba fuerte las
riendas.
“Se dice también en los Vedas que un soberano tiene que seleccionar como sacerdote
a un brahmín de noble linaje y buen carácter, elocuente y de virtuosa disposición, que sea
austero y obediente al Dharma, para que lo asista en sus deberes religiosos. Un monarca
aconsejado por semejante brahmín prosperará junto a su pueblo y ninguno de los dos caerá en
la aflicción. Fue durante nuestro exilio, en los tiempos de nuestra más severa adversidad,
cuando el Supremo nos lo envió como sacerdote y Guru nuestro. Compartió con nosotros las
ordalías y nos ayudó a superarlas. Nos bendijo con su presencia y conocimiento durante la
guerra y ahora atenderá nuestros fuegos sacrificiales en Hastina. Os hablo de Dhaumya.” El
Primogénito señaló a Dhaumya que se mantenía de pie con las manos unidas. “Él será nuestro
Consejero porque posee todas las cualidades para ayudarnos a conservar la armonía que exige
un largo y próspero gobierno, con lluvias que sean la gracia de Indra y traigan fértiles
cosechas. Nuestros depósitos se saturarán, nuestro ganado se multiplicará sin enfermedades
que lo afecten, y los artesanos y los hombres de otras vocaciones hallarán la inspiración para
hacer la vida rica y agradable. Queremos que nuestros físicos tengan cada vez menos y menos
que hacer, y pasen su tiempo recogiendo nuevas hierbas y acumulando conocimientos. Que
los brahmines estudien hasta estar satisfechos y que sus cantos sean todos de paz y de
dulzura.
“Os digo por último que, aunque sabéis que nadie puede sentarse más alto que el
monarca, hemos colocado a nuestro tío Dhritarashtra en una plataforma por detrás y por
encima de nosotros mismos en signo de la deferencia que le rendimos. Que él y su Reina,
nuestra tía Gandhari, vivan cien otoños como padres nuestros y nosotros como sus hijos
respetuosos.
“Nos inclinamos ante nuestro primo Krishna Vasudeva, Señor de Dwaraka. Nos
inclinamos ante Mahatma Krishna, Sri Krishna. Que Su Luz prevalezca...”
Un murmullo se atrevió a elevarse hacia nosotros y algunos de los presentes se
pusieron en pie con las manos juntas. Uno por uno fueron levantándose hasta que no quedó
nadie sentado.
“Nada hemos dicho de Krishna, sin el cual no estaríamos hoy aquí. Y sin él, no
querríamos estar aquí tampoco. Poco hay que podamos decir de él, pues Krishna es el
Dharma que busca nacer. En esta era, los hombres no pueden entenderlo ni hablar de él, y yo
no soy sino un hombre. Los hombres lo vemos en su forma exterior, como auriga de Arjuna,
lo que es una labor de sutas. Pero repetiremos aquí lo que el Gran Patriarca Bhishma ha dicho
de él: es el auriga que conduce los caballos del Sol hacia el futuro. Y a nuestro Gran Patriarca
Bhishma, que yace en su lecho de flechas, acudiremos mañana para que nos instruya sobre
las tareas del reino.”
El Primogénito, entonces, se volvió hacia Krishna con las manos unidas. Las acopó y
las elevó a su cabeza e, inclinándose, las extendió hacia Krishna en silente súplica. Él, el
monarca, hizo el gesto del mendicante. Krishna lo abrazó y habló tornándose hacia la
asamblea.
“La guerra ha barrido muchos clanes. Su sangre ha limpiado la tierra de tiranos. Ya
basta.” Krishna no utilizaba ninguna de las fórmulas típicas de los oradores. Nos hablaba
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como a una familia que espera que la guíe su cabeza. Pausó y miró por encima de la
asamblea, adonde la luz se dividía entre los arcos y pilares.
“Otro sacrificio se necesita.” El silencio se adensó. Había una claridad en él que
disolvía toda perturbación. “Debe ser más santo que el sacrificio de la guerra, en el que no
todos nosotros podemos participar. Este sacrificio mayor debe comprometer a todo el mundo.
Rey Yudhisthira, tú eres el primero en la memoria de cualquiera de los asistentes, o en la de
nuestros padres, o de los padres de nuestros padres, digno de ofrecer el Ashwamedha.”
El Primogénito inclinó la cabeza.
“Tú, que fuiste aquí despojado de tus tierras y títulos y de todo privilegio debido a un
soberano, te sentarás en el trono del Emperador una vez más y recibirás el tributo y homenaje
que corresponde al Chakravarti.” Un sonido que era a medias sollozo se elevó del centro de
la sabha. Nunca supe de quien provenía y nadie miró. Había sido arrancado del pecho de
cada uno. “Recibirás el baño de coronación. Tal es la gracia. Reina Draupadi, el cabello por
el que manos impías te arrastraron un día hasta aquí será lavado una vez más por el agua de
todos los ríos sagrados. Tú, que sufriste el insulto que la mente humana más degradada pueda
concebir y que te mantuviste erguida y sola ante tus jueces criminalmente silenciosos, tú, que
liberaste a tus maridos y los seguiste a un exilio de trece años, te sentarás junto a tu consorte
como Emperatriz. Tú, que soportaste con fortaleza todos los sufrimientos, que has perdido
hijos y hermanos y perdonado, sin embargo, a Ashwatthama, compartirás con el soberano de
Bharatavarsha el amor y tributo de su pueblo por los siglos venideros. Mientras las mentes
humanas recuerden siquiera algo del dolor y la tristeza, tú serás considerada y cantada como
la Reina de la dignidad, el ingenio y el coraje. Tú, que perdonaste la vida a Jayadratha tanto
como a Ashwatthama, eres como la madera de sándalo, que transmite su perfume al hacha
que la corta. Tú, nacida del altar y criada en palacio, que serviste en el palacio de otros,
entenderás como ninguna reina las pruebas y tribulaciones de las gentes comunes. Pues tú
eres en verdad una Reina, una fuente de compasión. Ninguna indignidad a la que fueras
sometida ha logrado cambiarte.”
Apenas nos atrevíamos a mirar a Draupadi. Y ella, que había superado los ritos con
los ojos secos, lloraba ahora con la faz vuelta hacia Krishna. Una fragancia de adoración
soplaba hacia ellos desde la asamblea. Tío Dhritarashtra, en su trono, se sostenía la cabeza.
La venda de seda en los ojos de nuestra tía Gandhari se oscureció de lágrimas.
“Hoy, Hastinapura se reúne aquí para rendir tributo a vuestro espíritu y compasión.
Cuando retorne el corcel del Ashwamedha, toda Bharatavarsha os rendirá tributo. Nosotros,
los presentes aquí hoy, al principio de una era de paz, somos afortunados por ser los primeros
en honraros... ¡Victoria a Draupadi! ¡Victoria al Dharmaraj!” Una esplendorosa guirnalda
cayó en torno al cuello de Draupadi y otra a los pies de Krishna.
El canto de victoria se imponía y la sabha estaba en pie. Aclamándonos lavaban su
propia vergüenza. Un fuerte resplandor fluía a través de la asamblea y las aves unían sus
gritos en coro poderoso. Krishna sonrió, juntó sus manos en dirección al canto de los pájaros
y éste decreció. El pueblo escuchó boquiabierto. De pronto, aquél cesó. Escuchamos su
ausencia, luego nos reímos, mirándonos unos a otros, de la sabiduría de los pájaros. Krishna
alzó una mano.
“El Ashwamedha es el modo concebido por los hombres y sancionado por los dioses
para unir a todos los países bajo un único Emperador. A todos trae riqueza y estabilidad. Los
dioses derraman sus bendiciones sobre un país en paz. En tiempos pasados, el caballo era
seguido por un ejército y, cuando se le ofrecía resistencia, sangre corría.
“Después de esta guerra, el caballo penetrará en territorios cuyos reyes y príncipes
hemos matado. Para sus parientes vivos, es deber ineludible vengar a sus padres y hermanos.”
Suspiros se oyeron y un bajo gemido de tío Dhritarashtra, un sonido elemental como si la
143
tierra misma se sintiese perturbada de nuevo cuando empezaba a reposar. Krishna alzó la
mano y prosiguió: “Sólo hay una manera de superar esto. Nuestros ejércitos no seguirán al
corcel del Ashwamedha. Esta vez, el caballo será acompañado por un único héroe kshatriya.
Las cualidades kshatriyas son la protección, caballerosidad, nobleza y coraje. Ya sabéis que
tenemos un guerrero que posee todas estas cualidades y puede hacer de la nuestra una causa
de paz. Incluso frente al peor de los insultos, sabe él contener su mano. Si él marcha solo y
libre de toda otra responsabilidad, el poder de su dignidad hará prevalecer el Dharma y el
deseo de una paz justa y perdurable. La tierra será sanada. Nuestras plegarias lo seguirán.
Este kshatriya ha sido dotado de todas las virtudes que los dioses derraman sobre sus
criaturas favoritas.”
Vi a los sacerdotes soltar el caballo y a Krishna seguirlo con sus ropajes dorados. Él
haría cesar la amargura en las tierras de Gandhara, de Avanti, en el reino de Bhagadatta.
Krishna, que no había matado a nadie en la guerra, podría hablar de paz como nadie.
Y entonces oí mi nombre en los labios de Krishna. Me forcé a retornar a la asamblea,
dispuesto a cumplir sus órdenes. Pero me sorprendió la multitud en ese instante, que clamaba
también mis nombres y todos los nombres que Krishna había inventado para mí...
“¡Partha, el Noble!”
“¡Rishi, el Portador de las Armas de Shiva!”
“¡El de las Grandes Austeridades!”
“¡Jishnu, el Amado de los Dioses!”
“¡Ajaya, el Inconquistable!”
“¡Arjuna, Arjuna, Arjuna, el de rizada cabellera!”
“¡Dhananjaya! ¡Nuestro Dhananjaya!”
Mis nombres rebotaron en los muros de la sabha. Fue entonces cuando observé a
Krishna y comprendí, pues él me abrazó con la mirada. Me había llamado vanidoso y con
razón; me había llamado cobarde y me había herido. Nada importaba.
La sabha se puso en pie. Krishna, sonriendo, se me acercó para ayudarme a
levantarme. Una profunda dulzura brotó en mí. Yo sabía que no era nada salvo en su mirar,
que desde el primer momento en la choza del alfarero había empezado a darme forma. Me
deshice como una sombra y conmigo se disolvió toda vanidad de mi destreza, toda
vacilación, y en su lugar brilló una vida que había crecido en la oscuridad como un árbol
poderoso con sus raíces hondamente hincadas en la tierra.
El cántico comenzó.
144
CAPÍTULO 30
“El Gran Patriarca Bhishma llama, Yudhisthira”, dijo Krishna. “Pronto será libre. El
sol se acerca ya a su Solsticio Septentrional y su cuerpo no puede retenerlo.” Satyaki entró
entonces para decir que el carro estaba preparado. Sugriva y Saibya habían sido cepillados
hasta brillar como gemas de luna y Daruka los hizo girar para recibirnos al pie de las
escaleras.
Cuando descendimos del carro y nada más poner mi pie en el suelo, sentí una quietud
presionar mis plantas y ascender a través de mí para sellarme la boca. La tierra estaba
sembrada de la austeridad del Gran Patriarca.
Cruzamos el bosque hasta que nos detuvo su emanación. Sin dirigirnos una palabra
uno a otro, caminamos con pasos suaves. La luz se derramaba con desesperada claridad. Las
piedras y las rocas escuchaban en su trance mineral. Yo sabía que nos acercábamos a la
muerte de algo mucho mayor que un simple hombre. Parecía que, si hablábamos demasiado
alto, el cielo se hundiría sobre nosotros. El peso del Dharma pendía en lo alto.
El Gran Patriarca tenía los ojos abiertos, que nos miraban desde una gran distancia.
Lo saludamos con las palmas unidas, colocadas junto a nuestras cabezas inclinadas, y
Yudhisthira le dedicó una completa postración.
“Sentaos todos”, dijo el Gran Patriarca. Era como si Himavat hubiese hablado.
Krishna hizo sentar al Primogénito junto a la cabeza del Gran Patriarca y a mí junto a su
hombro. La voz de Bhishma era poco más que un susurro. Y cada susurro se elevaba por el
aire en espirales creciendo como si fuese un arma infundida del poder de un mantra.
“Tú eres el Rey... Yudhisthira. Nunca lo olvides.” Pausó para respirar. “Este mundo
está fundado en reyes y ha cambiado con la guerra. En esta edad, el primer deber de un rey es
ser flexible, pues si se adhiere totalmente a la doctrina del gobierno por la amenaza del
castigo, sólo logra un frágil Dharma. La virtud se apaga, si se olvida la justicia tanto como el
perdón. La Edad de Oro, la Era de la Verdad, nada sabía de transgresión y nada, por ello, de
castigos. Recuerda, Yudhisthira, estamos entrando en la Yuga de la Oscuridad y del Hierro,
en la que no se podrá gobernar sin la fuerza.” Suspiró otra vez. “Acabada está la Yuga en que
la tierra era feliz y ofrecía sus cosechas sin necesidad de ser labrada, en la que no había
enfermedad y los hombres vivían largamente y en paz.
“El Dharma en la segunda Yuga se redujo hasta un cuarto de lo que era y la tierra
esperó más esfuerzos antes de rendir sus cosechas y los hombres aprendieron a sudar para
comer. Pero a tanto Dharma perdido, tanto fruto da la tierra, no importan las labores de los
hombres. Y un cuarto de la vida es Dharma y tres cuartos Adharma. Y lo que ahora hemos
sufrido es la muerte de la tercera Yuga del mundo.” Si todo lo que habíamos vivido eran sólo
tres cuartos de Adharma, ¿qué infierno sería la Kaliyuga?
“La Kaliyuga será anarquía. Los hombres perderán su fuerza y morirán antes de
tiempo o sobrevivirán a su potencia. Conocerán la senilidad. No podéis imaginároslo. Los
hombres de setenta o incluso sesenta años perderán el pelo. A los noventa serán incapaces de
trepar a un monte o procrear. No se creerá que los hombres de mis años o de los vuestros
pudieran luchar en el campo de batalla. Y en cuanto a disparar a través del anillo de un dedo
como tú lo haces, Arjuna, hasta los ojos más agudos de la Kaliyuga serán como los de los
topos y murciélagos. El hombre será una pequeña cosa. Nadie levantará el Gandiva o tendrá
aliento para arrancar notas a Paundra. Enfermedad tras enfermedad se impondrá. Las
estaciones se verán perturbadas. Labraréis y trabajaréis, pero las gentes pasarán hambre. No
del todo en vuestro tiempo, tampoco en tiempos de vuestros hijos o de los hijos de vuestros
hijos, pero los niños empezarán a nacer enfermos o a desarrollar males y pasar su juventud en
145
sufrimiento... Todo ello ocurrirá despacio... pero llegará, nada puede impedirlo. La Rueda
gira.
“En los tiempos por venir de ningún hombre podrá otro fiarse. Ni siquiera de un hijo,
un hermano o una esposa. Los pensamientos y las acciones de un rey serán tan secretos como
sus espías.” ¿Era esto lo que Krishna quería que oyéramos?
“El deber de un rey es la verdad y el autodominio pero, por encima de esto, está la
acción. Yudhisthira, un rey es acción. Si te niegas a juzgar, no te salvas de un mal juicio.”
Mientras yo observaba al Primogénito, el Gran Patriarca destelló con energía repentina. Sus
ojos penetrantes se clavaron en él. El fuego recorrió al Patriarca y dijo: “¿Un reino sin orden?
Tal rey sería un elefante de madera, un ciervo de cuero, un campo yermo, una nube sin lluvia,
un eunuco.”
146
CAPÍTULO 31
147
“Este lugar”, reflexioné, “donde el Gran Patriarca yace sobre flechas, conservará
siempre su Verdad. La gente vendrá en peregrinación y la sentirá, quizás sin saber por qué.”
Era tan intenso que cesé. Y Krishna me tomó el brazo de nuevo. Cuando llegamos allí, había
seis ascetas sentados en esteras de kusa. El cuerpo del Gran Patriarca se volvía más delgado y
frágil cada día. Aguardamos a que Krishna lo llamase. Pero de pronto surgieron sus palabras.
“Un rey no posee nada.” Cada palabra estaba separada de la siguiente como si un ave
que volase muy alto quedase suspendida para soltar un pétalo y esperase, y luego otro, y otro.
Nada más vino de los labios del Gran Patriarca. Satyaki me miró con su pregunta en los ojos.
Era la misma que la mía. ¿Serían éstas las últimas palabras del Gran Patriarca Bhishma? Su
pecho se elevaba y hundía aún, pero su espíritu podía estar remontándose ya hacia su próxima
morada. Una vez más llegó su voz, baja y firme.
“Ni siquiera sus dolores posee. El rey no ha de poseer dolores. No se posee ni siquiera
a sí mismo. El pueblo posee a su rey. Su rey es para ellos Dios y han de tener a su Dios. Ése
es el sacrificio.” Era esto algo que habíamos oído de nuestros tutores. Era una lección
aprendida y a menudo repetida, pero ¿quién de nosotros, en aquella choza de pescadores,
habría renunciado al amor y a los hijos? Yo no lo habría hecho, ni entonces ni ahora. La labor
del rey era vivir el sacrificio. De todo el putrefacto Dharma que debía desaparecer, el Gran
Patriarca conservaba una semilla sana que merecía perdurar. Sembrarla era la misión de
Bhishma. Hacerla germinar le correspondía al Primogénito.
“Un millar de millares de sacrificios del caballo no pueden inclinar la balanza contra
la Verdad.” El Gran Patriarca pausó para tomar aliento. Pasado un instante dijo: “Ni siquiera
cien millares de millares. Los deseos satisfechos no reportan ninguna dicha en el cielo.
Ponlos todos juntos y no pesan en los platillos de la balanza contra la dicha hallada en la
muerte del deseo. La muerte del deseo...” Lo repitió tres veces. “Observa atentamente a la
tortuga, Yudhisthira. Cuando el deseo aceche, haz como ella. Cuando el peligro viene, retrae
sus patas y su cabeza al interior de sí misma. El cuerpo amansiona la muerte, pero amansiona
también la inmortalidad. Retrae tu consciencia al interior de ti mismo, Yudhisthira. Nada
purifica como el conocimiento. Nada purifica como la Verdad. Nada da tanta dicha como el
dar. Y nada esclaviza más que el deseo. ¿Por qué te digo todo esto a ti, Yudhisthira, que no
deseas ni riquezas ni el reino? Hay más cosas a las que debes renunciar. El deseo de paz, el
deseo de librarte de los deberes regios. Renunciar al último deseo es permitirte ser portado
por el fuego sacrificial en ofrenda triunfante. En ese momento en que dejas de contender, la
ausencia de deseo es completa y tú eres Rey.” No podía tener ya más que decirle al
Primogénito, pensamos, pero estábamos en un error.
Al día siguiente había allí una quietud peculiar, el hilo de dicha que proviene de la
expiación y la superación del dolor, como cuando la herida de una flecha deja de morder.
Pero el Gran Patriarca estaba vivo todavía para responder a lo que Yudhisthira tenía en
mente.
“Gran Patriarca, ayer vi lo que nunca había acabado de entender con claridad. Tú has
sido el guardián de la realeza. Tú has sido todo el tiempo el verdadero rey. Y nosotros lo
habíamos olvidado.”
“Lo fui. Pero no goberné.” Abrió los ojos y dirigió una mirada tan amplia y penetrante
al rey Yudhisthira como para marcarlo. “Así tuvo lugar el Kurukshetra. Tenía que ocurrir. Tú
eres el Rey. Si te niegas a gobernar a causa de falsa compasión y remordimientos, habrá otros
Kurukshetras. No pueden evitarse. Sólo el verdadero rey en el trono puede sacrificar por su
pueblo, puede sacrificarse a sí mismo.” Pausó. “El deber más alto de un rey, el único deber,
es gobernar. No hay Dharma más elevado para él. Es su único Dharma. No puede sacrificarlo
para complacer a su padre o a su Guru o a su hijo, o a alguien o algo en los tres mundos. Ni
siquiera Indra, Rey del Cielo, ni el gran dios Shiva, ni el Creador de todas las cosas, pueden
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librarte de tu sagrada misión. No dejes que la falsa compasión te lo impida. Si un dios viniese
a ti y te dijese que no reinases, saca la espada y aniquílalo. La discriminación es tu espada.
Hoy te digo lo que por fin puede alcanzar tu entendimiento.” Krishna, allí sentado,
permanecía desapegado de todo lo que se decía.
Su rostro estaba tallado en líneas de fuerza. Fueran cuales fueran los sufrimientos que
implicase la realeza, esta mañana había convertido a Yudhisthira en Rey de una vez por
todas.
El Gran Patriarca pidió a mi hermano que fuese solo. El resto de nosotros no
habíamos de verlo hasta que el sol hubiese alcanzado el Solsticio Septentrional.
149
CAPÍTULO 32
Tío Vidura seguía atendiendo cada día a nuestro tío ciego y nosotros pasábamos con
ellos algún tiempo. Tía Gandhari y tío Dhritarashtra no debían sentirse descuidados o
disminuidos en ningún respecto. Yudhisthira había expresado con toda claridad su punto de
vista y nos ocupábamos de que recibiesen un confort y consideración como los que nunca
podían haberles llegado de Duryodhana. Nuestra madre Kunti los atendía también. Un día,
150
cuando ésta retornaba, la vi en el jardín con tío Vidura. Él estaba tejiendo una guirnalda de
capullos de champak para Kunti. Se la puso alrededor del cuello y dobló la cabeza. Ella tenía
preparada en su regazo otra guirnalda y se la deslizó por la inclinada cabeza. La mano de mi
madre había rozado la mejilla de Vidura. Él la tomó y la apretó un instante contra su corazón.
“Debes perdonarme.” Vidura se puso en pie. “He de llevar estos viejos huesos a mi
hermano.” Se alejó caminando y yo, cuidadosamente, me fui de allí. Los ojos de mi madre
resplandecían con la ternura del recuerdo. ¿Había presenciado una boda, una boda puesta en
escena muchas veces? La dulzura del episodio perfumaba mi corazón.
Aquella noche soñé con el caballo sacrificial. Era un dios, con muchas alas.
“Arjuna”, me dijo, “yo te guiaré por las naciones y tú debes confiar en mí. Partiremos
sin tu ejército. Algo grande es ser Rey, pero no es menos grande poner al Rey legítimo en el
trono. La marcha de la victoria no será fácil.”
“¿Por qué?”, inquirí. Sabía la respuesta porque, si el caballo atravesaba las tierras de
Bhurisravas y Bhagadatta y Sakuni no podíamos esperar una bienvenida.
“¿Cómo te llamas?”, le pregunté al dios.
“Mi nombre es Sacrificio.”
“¿Y cuál es el mío?”, pregunté.
“También tú eres Sacrificio, lo que tiene que hacerse sacro, y tú y yo somos
hermanos. Te mostraré dónde tenemos que ir y qué hemos de conquistar.” Al principio
trotamos por los campos y los prados, dejando atrás grupos de brahmines que elevaban sus
voces en bendición. Y entonces mi caballo aminoró la marcha y pasamos junto al cuerpo del
Gran Patriarca Bhishma. El Primogénito y tío Vidura estaban envolviéndolo en seda. Yuyutsu
sostenía una resplandeciente sombrilla blanca sobre él. Bhima y yo lo abanicábamos con
largas y lustrosas colas de yak. Nakula y Sahadeva sostenían los paños con los que cubrir la
cabeza. Los brahmines cantaban himnos del Sama Veda mientras tío Dhritarashtra encendía
la pira. Nuestros tíos y el Primogénito estaban a la derecha y todos contemplábamos el fuego
que consumía al hijo de mi bisabuelo, el Emperador Shantanu, y Madre Ganga. Ardía y ardía,
y Agni nos dijo:
“El Gran Bhishma hizo muchos sacrificios. Me resulta difícil consumirlo. Tendréis
que esperar para poder llevárselo a su Madre.” Por fin la carne del Gran Patriarca fue
consumida. Recogimos huesos y cenizas en vasijas de metal. Yo tomé un pedazo de hueso
que debía de ser de algún lugar próximo a su sien. Éste se volvió hacia mí y me dijo:
“Arjuna, hijo mío, llévame a mi Madre.” Porté los huesos y las cenizas al río y ofrecí
oblaciones a aquella que había dado a luz al Gran Patriarca. Oímos un lamento. En lugar de
llevarse los huesos, el río se detuvo. Una mujer llorosa surgió de él y tomó en sus manos los
huesos y las cenizas. “Mi hijo está muerto”, dijo y nos miró a todos nosotros. “Era invencible.
Ni siquiera su Guru Bhargava pudo derrotarlo. Yo digo que Devavrata no tenía igual en este
mundo. Debería haber gobernado como Emperador. ¿Cómo ha podido ocurrirle esto a él, al
hijo de Ganga? Yo soy su Madre y mi nombre será ahora lágrimas.” Mi caballo
Uchchaihshravas entró en el río y dijo en silencio:
“Madre del Mundo, no llores. Tú hijo era en verdad un dios. No es tiempo de que los
dioses reinen.” Le hocicó las manos para reconfortarla. “Los que viven han de sufrir el
tiempo y el destino. La Tierra no está preparada para seres como Devavrata. No sufras por él.
Devavrata era un dios y ahora vuelve a serlo.”
“¿Es éste Arjuna?”, preguntó Madre Ganga dejando de lamentarse para examinarme.
En su rostro se formó la sonrisa de un río, llena de luces undosas, y dijo: “Cómo me habló de
ti mi Devavrata y con qué amor. Te amaba más que a nadie y te escogió para que lo liberases.
Tú eras su hijo. A ambos os doy mis bendiciones. Ahora, pedidme un don.” A menudo me he
percatado de que, cuando un don es ofrecido, todo deseo se disuelve. Traté y traté de pensar.
151
Abhimanyu acudió a mi mente, por supuesto. Pensé entonces que, al igual que Devavrata, era
un dios y debía estar con los dioses. Y sin embargo, por el bien de Uttara... “Tiene que haber
algo que desees.” Pensé otra vez. Los kshatriyas siempre recurren al don de matar a los
enemigos. Pero yo había matado a todos mis enemigos y, con lo que había aprendido de
Karna, ése era un don que nunca pediría yo. Al principio pensé pedir el poder estar en
Dwaraka con Krishna. Pero, si Yudhisthira era la semilla, yo era el protector de la semilla.
Como no podríamos estar siempre con Krishna, dije:
“Si es verdad que tía Gandhari ha adquirido mérito suficiente para poder maldecir a
Krishna y a su pueblo, que sea retirada su maldición. Que Krishna viva en paz y
dichosamente con su raza.”
Madre Ganga alzó las manos.
“Arjuna, hay algunas cosas que no pueden ser por la misma razón que impidió a
Devavrata reinar. Pero tú ya tienes un don obtenido por Krishna y vuestra amistad no morirá
nunca. Y ahora te concedo esto: el amor que le tienes a Krishna y que Krishna te tiene a ti
crecerá y crecerá y nunca se debilitará. Y en todos los tiempos por venir florecerá en la
memoria de los hombres y les inspirará dulzura y nobleza. Vuestros nombres están unidos
para siempre y, cuando el Vishwarupa darshan que te dio sea recordado, evocará una
bendición.” Se inclinó hacia adelante, rodeó el cuello de mi caballo con sus brazos y apretó
su mejilla contra la del corcel. Y entonces ocurrió, como cuando uno ha hecho algo que
complace a los dioses. Una lluvia de flores fragantes empezó a caer y música llenó el aire.
De pronto me sentí arrastrado hacia abajo. Sonaba un trueno en mis oídos y notaba
una tensión en el pecho, y todo era oscuridad. De tiempo en tiempo, flechas de luz
transverberaban la tiniebla. Luché por respirar y comprender, y acabé por preguntarme si
había muerto. Nunca sabes cuándo te llamarán tiempo y hado. Y, cuando lo hacen, no tiene
sentido combatirlos. Me despedía ya de Subhadra y veía toda mi vida fluir ante mí como un
río precipitado, cuando emergimos a un mundo de luz otra vez. Un mundo tal como el
Creador decretara al principio de todas las cosas, antes de que nuestras pasiones se hicieran
monstruosas. Lo vi a través de mis pestañas, cubiertas de gotas de agua de río. Las márgenes
corrían hacia distantes montañas. Madre Ganga fluía serenamente junto a nosotros, su rostro
no era sino un recuerdo que nos sonreía desde el agua y su voz flotaba en el aire.
“He tenido que traerte a mi interior, Arjuna.”
“Te lo agradezco, Madre del Mundo. Es una bendición. No sufras por Devavrata.
Todos nosotros somos tus hijos.” Con voz vaneciente, llegó la respuesta:
“Lo sé, mi hijo.”
El sueño prosiguió.
El territorio no me era desconocido. Todo él lo había atravesado ya en mi campaña
por el Primogénito antes de la partida de dados. Conocía cada árbol, cada monte, cada
peñasco. Conocía las fragancias que colmaban el aire y los cantos de los pájaros. Esta vez
comprendí que eran mis aliados y que me ayudarían a aplastar al enemigo.
Las puertas de la ciudad vinieron a nosotros y, tras ellas, se elevaban los muros
resplandecientes de palacios de siete pisos y estandartes que flotaban en la brisa. Las
ventanas estaban ribeteadas de centelleantes filigranas doradas y las aves cantaban en los
aleros. Nadie guardaba las puertas, pero era evidente que debía buscar al rey y hacerlo
tributario de Yudhisthira. Cabalgamos a través de avenidas de árboles florecientes. Y ahora
nos hallamos frente al enemigo. No concordaba éste con los palacios. Había un aire de
pobreza en torno a él como si ya hubiese sido derrotado. Dudé. Pensé que causaría embarazo
al Primogénito que alguien como éste le portase tributo. No llevaba diadema y la ropa que
vestía estaba raída. No le adornaban brazaletes el bíceps, ni anillos los dedos, ni pendientes
las orejas. Simulé no saber que él era el gobernante y dije:
152
“¿Dónde está tu rey? Este sagrado corcel me guía en mi campaña imperial. El rey ha
de darme derecho de paso y acudir al Ashwamedha del Emperador Yudhisthira, hijo de
Pandu, o bien derrotarme.”
“¿Y tú quién eres?”, preguntó.
“Yo soy Arjuna, tercer hijo de Pandu y Protector de la Semilla.” El hombre ante mí se
desprendió de sus años. A medida que se tornaba más joven, pensaba que lo reconocía. Se
erguía allí, con las piernas separadas, para que viera que no habría de dejarme pasar. Me
gustaba su rostro y sentía tener que matarlo.
“¿El hijo de Pandu, dices?” Echó la cabeza hacia atrás y su risa me envolvió en ira.
“¿El hijo de Pandu, dices? ¿El hijo de Pandu, dices?” Sus palabras me golpeaban el cráneo.
“Eres demasiado orgulloso, Arjuna, demasiado vanidoso.”
“Di tu última palabra”, le grité silenciosamente como uno hace en sueños, “porque
voy a cortarte la lengua.” Y saqué mi espada al tiempo que él desenvainaba la suya. Sentí una
torcedura en la muñeca. Un ave de metal voló ante mí. Era mi espada, que cayó con un
clangor. Clavé en ella la mirada y me agarré la muñeca. Kripacharya era mi maestro... y esto
no me había ocurrido nunca. Él arrojó su espada y dijo:
“Nombra tu arma.” Lo observé con más atención. Su rostro era franco y sereno. Pensé
que me tocaba a mí reír ahora. Me sorprendió lo inciertas que eran mis carcajadas cuando
retornó su eco, desalentado.
“Eso te pondría en desventaja”, repuse.
“¿Eso crees?”, sonrió el muchacho, divertido.
“¿Es que nunca has oído hablar de mí?”, pregunté.
“He oído”, respondió.
“¿No has oído que nadie me supera con el arco?”
“Bien”, replicó, “tú me lo estás diciendo. ¿Luchamos, pues?”
Me asaltó la duda. “Luchemos, pues. Pero debo advertirte que mis aljabas son
inagotables. Mi arco es Gandiva. Y mi Guru fue Dronacharya. Así que no parece lo mejor.”
“Que nuestras flechas decidan”, contestó el muchacho con ojos rientes.
“Cuando haga vibrar el Gandiva, puedes cambiar de opinión y escoger tú las armas, o
podemos luchar con las manos desnudas.”
“Muy noble de tu parte, pero déjame escuchar el Gandiva. Y tan pronto como lo hayas
hecho vibrar, ambos tendremos derecho a empezar el combate.”
La música del Gandiva transverberó mi espina dorsal, mente y corazón. Vi que le
ocurría lo mismo a él, pero no se asustó. Ello me satisfizo y armé la flecha. Antes de que
pudiera dejarla volar cayó ante mí. Algo había mordido la cuerda de mi arco partiéndola en
dos. Era su dardo. Reparé mi arma mientras él aguardaba con paciencia. Ocurrió otra vez.
Humillado y con dedos que habían perdido su destreza, arreglé de nuevo el arco. Pero la
flecha cayó a mis pies.
“Tus armas no sirven de nada, Arjuna. Siempre te has escondido detrás de ellas. Tira
el Gandiva. Mientras era invencible, no tenías nada que temer. Y con Krishna en tu carro,
eras invulnerable. Pero ahora no tienes a Krishna contigo, así que tira tus armas y lucha.” Él
no tenía armas ya y se había despojado de sus ropas gastadas. Su cuerpo resplandeciente
vestía un taparrabos de luchador. Estaba bien formado, pero era un muchacho y mi peso
debía de ser un tercio mayor que el suyo. Me desnudé. Nos enzarzamos en la pelea. Ahora
que había dejado las armas, me tomó en serio. ¿Quién habría sido su instructor? Cada vez que
creía que lo tenía, se escabullía y me sometía a presas que yo nunca había aprendido.
“¿Quién ha sido tu maestro, Balarama?”
“No.”
“¿Kichaka, quizás? ¿O fue Salya?”
153
“Ahorra el aliento. Lo necesitarás.” Era una pesadilla. Se retorcía, giraba y escurría
zafándose de cada luxación y cada vez se hacía más pequeño. Pero cuanto más pequeño, más
fuerte y astuto se volvía. Al final, se hizo tan diminuto que no podía encontrarlo.
No había nadie a quien desafiar, nadie a quien arrancar tributo. No había nadie.
Incluso mi caballo había desaparecido. Dejé esta ciudad vacía y proseguí mi marcha de
victoria. ¡Mi marcha de victoria!
Encontré mi montura paciendo en la hierba. En silencio continuamos. La siguiente
villa era como Prabhasa, una fortaleza en la roca y con un puente levadizo bajado para
nosotros. El Señor de este lugar era como el anterior; creí que me había seguido.
¿Qué puedo decir de esta campaña? Las ciudades no se parecían. Al principio, sus
gobernantes daban la impresión de diferir, pero en todas partes, aunque los enfrentaba con
todas mis fuerzas, yo era derrotado y me quedaba solo y mortificado. No sólo había sido
incapaz de salvaguardar mi honor, sino que al tornar al bosque comprendía que había
fracasado a la hora de guardar la sagrada semilla regia de Yudhisthira. Le había fallado a él,
al Gran Patriarca, a Krishna y a aquello por lo que habían venido.
El encuentro siguiente estuvo lleno de luxaciones monstruosas en las que nos
retorcimos los miembros. Fue un milagro que ningún hueso se rompiera. Mi contrincante era
un bruto velludo y espantoso, una especie de cruce entre oso y Alambusha. Se desprendió de
su barba y asumió la apariencia de Abhimanyu. Sus ojos me sonrieron y dijo “Arjuna”. Yo no
tenía otra salida, así que luché desesperadamente, sabiendo que mis esfuerzos sólo servían
para alimentar su victoria.
La pena de la derrota fue mil veces peor. ¿Por qué tenía que repetirse siempre el gran
dolor de mi vida? ¿Por qué tenía que combatir a aquellos que amaba? El Gran Patriarca,
Dronacharya, Ashwatthama y... Abhimanyu. Con amargura y rabia me lancé contra él y le
agarré la garganta. Pero también éste ahora empezó a encogerse. Se deshizo de mí con
facilidad y dijo:
“Escúchame, padre, y mira.” Sin pensar miré y no pude ver si se trataba de
Abhimanyu o Ekalavya. Sus facciones se mezclaban y entonces añadió: “¿Victoria? ¿Crees
que es algo que puedes agarrar? ¿Crees que la gente como tú puede guardar la semilla
sagrada de Yudhisthira?” Me lancé otra vez sobre él, pero ya no había nada ni nadie que
aferrar. “Si quieres la victoria, sométete.”
“¡Sometimiento!”, grité. Sometimiento... Sometimiento... Sometimiento... repitió el
eco a través del bosque. “Un kshatriya no se somete.” Sometimiento... Sometimiento...
Sometimiento...
“Sé un kshatriya, entonces, y te quedarás ahí, derrotado y solo.” Tenía ahora la
apariencia del muchacho que compitiera con Ashwatthama por llegar corriendo al río. Furor
había en mí. La rabia y la humillación luchaban con el miedo de perder a mi oponente. Me
quedé en suspenso, como sobre el filo de una navaja con la derrota aguardándome a ambos
lados. “Sometimiento”, repitió otra vez. Esa palabra aborrecible para un kshatriya.
“Nunca me he rendido. ¿Quién eres tú?”, pregunté ya vencido.
“Mira.” Vi a un pequeño muchacho sostener una flecha de juguete. Y con un esfuerzo
sobrehumano rompí el arco y flecha inútiles que sujetaba y los arrojé al suelo. Algo crujió y
se hundió. Mis propias costillas. Yo ahora estaba donde el crío estuviera y contemplaba al
guerrero Arjuna yacer muerto, atravesado por una flecha de juguete. Aquel que fuera un
impedimento para mí estaba muerto. Yo me sentía libre y en paz, y comprendía que todo lo
que creía debía caer antes de que pudiese guardar la sagrada semilla. Yo había sometido un
rey tras otro, pero no a mí mismo. Retorné hacia mi caballo y allí estaba Krishna.
154
“Esto no lo podía hacer por ti”, dijo. “Cada hombre ha de hacerlo por sí mismo.” Era
el ocaso. Penetramos en una noche que se hizo día, y en otra noche y otro día, y así sin fin,
dejando atrás la derrota.
Vi a mi cuerpo yacer prono. Despertó, se estiró y tímidamente vino hacia mí. Era una
apariencia ahora, una sombra sin poder, y me dijo:
“Contigo me quedaré hasta que crucemos el desierto.”
155
CAPÍTULO 33
En los días que siguieron, comprendí algo que el rishi Markandeya le había dicho a
Yudhisthira en el bosque de Dwaitavana, durante nuestro exilio.
“Yudhisthira”, comenzó, “tú gobernarás el mundo cuando acaben tus pruebas. Tu
nombre cabalgará por siempre los vientos del tiempo porque tu paso es la Verdad.” Yo no
sabía de qué Verdad hablaba, aunque sus palabras me conmovieron profundamente. Creí,
entonces, que se refería al rechazo de mi hermano a decir una mentira y que afirmaba
aquellas cosas para reconfortarnos. Vi los ojos de Nakula y Sahadeva beber de lo que decía
como ríos que se tragan sus oblaciones. Ellos habían comprendido. Bhima, en cambio, no.
Bhima se había sentado a los pies de Yudhisthira.
En los días que siguieron a mi sueño, cuando lágrimas repentinas bañaban los ojos del
Primogénito, no me arredraba.
Una vez, al llegar al jardín, me lo encontré con la vista fija en el lago de los lotos, con
la espalda y los hombros encorvados. Me acerqué a él y observé el agua.
“¿En qué te hace pensar?”, preguntó Yudhisthira sin levantar la mirada. Yo dudé.
“Me hace pensar en algo que el rishi Markandeya dijo en el bosque de Dwaitavana.
Cuando son los reyes como tú los que gobiernan, los ríos permanecen en sus márgenes tan
fácilmente como las aguas de este lago y los mundos no abandonan sus órbitas.” Hubo un
silencio. Las aves habían callado para escuchar. Me sentí amedrentado y no pude mirarlo.
Seguimos contemplando el agua; entre nuestros hombros, un palmo de distancia. Algo pasó
entre nosotros. Esperé sus palabras. “Esta vez, cuando parta a la campaña por ti, sabré lo que
estoy haciendo y por qué, y todo lo que está en juego.” Instantes después, volvió la cabeza y
me dedicó una mirada que me hizo sentir como si hubiera estado esperándola toda la vida. El
Primogénito no creía que yo pudiera retornar vivo y, aunque no quería oponerse a las
directrices de Krishna, tenía la esperanza de que yo le pidiera a Krishna que me acompañase
un ejército.
“Hermano”, me dijo, “ninguno de nosotros quiere que traiciones tu honor, pero no
podemos perderte.” Su honestidad no le permitía decir más, pero yo veía en el interior de su
mente. Le habría gustado que partiera solo ante el populacho, por el honor de Krishna y el
mío mismo, y que más tarde se me uniera un ejército. Buscaba las palabras, pero ninguna le
acudía al pensamiento.
Tras el tributo que Krishna me rindiera en la sabha, mi fe se había elevado; luego,
como siempre le ocurre a un hombre moral, vaciló ante la idea de una victoria incierta. No
veía cómo podría persuadir al hijo de Bhagadatta o a los hermanos de los Avanti o de Sakuni
de que diesen paso al caballo sin lanzar sus carros de guerra contra mí. Extrañamente, era la
preocupación de Yudhisthira lo que acrecentaba mi fe. Le puse el brazo sobre el hombro y lo
atraje a mi costado.
“Hermano”, dije y dejé la frase ahí.
“Yo no soy, ya lo sabes”, repuso al fin, atragantándose de emoción, “una persona que
pueda demostrar su amor.”
Sonreí. “Ya lo sé. Hablar de él es casi matarte.” Bromeando, esperaba ahuyentar sus
propuestas.
“No queremos perderte.”
“Vamos, hermano”, repuse. “Krishna cree que no hay nadie que vaya a derrotarme y
tú deberías creerlo también, ahora que nos hemos reconciliado con Karna.” Me estremecí al
pronunciar el nombre. No es sabio tocar una herida cuando aún está abierta. Solté a
Yudhisthira, pero aún se tocaban nuestros hombros.
156
“Estabas tan convencido de que Karna me derrotaría y perdiste tanto tiempo
pensándolo... ¿Por qué estás tan seguro de que no volveré vivo, si me voy solo? Bien
retornamos de Jarasandha.”
Él volvió la cabeza hacia mí y alzó una ceja. Entonces sacó la espada e, inclinándose
sobre el agua, tiró de un capullo de loto gentilmente, sin cortar el tallo, y lo puso en el plano
de su arma. Lo tendió hacia mí.
“No tengo certeza, Jishnu. Ya sabes lo que decía siempre el Gran Patriarca, que
nuestras certezas nos ponen en ridículo. Pero sí hay una cosa en la que apoyarse; he tardado
una vida en comprenderlo y es esto...”
“¿Un capullo de loto?”, inquirí.
“No.” Rió. “Yo soy un guerrero aún y, sin embargo, es algo así. Está oculto en el
interior, pero si lo fuerzas a abrirse, destrozas su forma y todo su misterio.”
“¿Qué es?”
“Amor.” Nos quedamos mirándolo un rato. Después, cuidadosamente, lo hizo
deslizarse al agua otra vez.
Toda una vida había estado yo diciendo ‘amor’, mientras que el Primogénito había
dicho ‘Dharma’. Ahora, lo que me decía con palabras y sin ellas era que me amaba y que no
quería perderme, aunque supusiese un elevado Dharma para mí partir en soledad. Él era Rey,
era el Primogénito y, si insistía en que llevase tropas conmigo, tendría que obedecerle y hacer
entrar el ejército en acción. Mis propias dudas huyeron y supe que tenía que irme solo. Con
sus vacilaciones, me convenció.
“Hermano, aún estamos de luto por los caídos en el Kurukshetra. Basta. Si Krishna
dice que he de ir solo, ¿qué importa si vuelvo o no? Si dice que retornaré, es que será así.
Pero, si no lo hiciera, ¿qué más da, al fin y al cabo? Nos hemos jugado la vida en cuestiones
menores. Lo que importa es la cualidad que infundimos a la vida. Y ya no es la guerra. Lo
que ocurrió entonces estaba justificado y yo me equivocaba al criticar tu mentira a
Dronacharya. Teníamos que ganar la guerra por cualquier medio para sentar a nuestro
Dharmaraj en el trono. Pero tan pronto como la hubimos ganado, ya sabes lo que dijo
Krishna de Kanika: ‘Basta de muertes.’ Si perdemos ahora nuestro Dharma, la guerra no
habrá servido de nada. Ahora es tiempo de confiarlo todo a la Providencia, y Krishna es
nuestra Providencia. ¿Recuerdas cómo protegió a Draupadi en la sabha impidiendo que la
desnudasen, cuando ella elevó a Krishna las manos sin debatirse? ¿No recuerdas cómo nos
salvó del astra? ‘No os protejáis’, dijo. Así pues, no queramos protegernos demasiado ahora.
Si yo he de retornar, un centenar de ejércitos enemigos no podrán detenerme. Nunca hemos
valorado la vida por encima de nuestro Dharma y ello es porque tú nos enseñaste a no
hacerlo. ¿Te imaginas qué espantosa sería la vida si empezásemos a escondernos de Yama?”
Me sentí liberado de un peso, porque lo cierto era que, con todas las atenciones a tía Gandhari
y tío Dhritarashtra en todas sus necesidades y padecimientos crecientes, estábamos
empezando a perder algo que nunca nos había dejado en el exilio del bosque ni en la guerra...
esa sensación de vivir como en el filo de una espada y, tras el sufrimiento, saborear la
intensidad de la existencia. “No puede ser, hermano, que hayamos vuelto para no ser más que
señores de nuestras casas.” Me contempló al tiempo que ponderaba mis palabras. Por último
dijo:
“Krishna se ha olvidado de darte un epíteto: Errante.”
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CAPÍTULO 34
“Brihannala”, dijo Uttara. A veces me llamaba así, cuando estábamos solos. “¿Por
qué tuvo que morir todo el mundo? Y, si era imprescindible, ¿por qué hacemos más niños?”
Tanto parecía ella misma una criatura contra los grandes almohadones blancos...
“Hablas así porque no has visto a tu propio niño.”
“Yo creía que la Muerte era el criado del Gran Patriarca y que viviría para siempre.”
“¿Cómo? ¿En su lecho de flechas?” ¿Era una fantasía pueril o tenía fiebre? Le toqué
la frente, pero estaba fresca. “No habrías querido que sufriera...”
“No lo sé. Pero después de la guerra, sentí que nadie más moriría... por un largo
tiempo al menos. Si no fuera por ti y por la madre de Abhimanyu, no me importaría vivir.”
“Tu padre no querría oír eso, ni tampoco tu hermano. Tienes que ser al menos tan
valiente como ellos. Uttarakumara se hizo tan bravo que aterrorizó al enemigo. Cuando atacó,
la mitad de los guerreros huyeron para salvar la vida, mientras que la otra mitad trataba de
acabar con él. Fue el primero en morir por nosotros y tuvo la muerte de un héroe. Cayó
protegiendo a Abhimanyu y lo hizo con alegría. Siempre decía que me debía la gurudakshina.
No deshonres su vida diciendo cosas como ésas o te pondré a ensayar unos pasos de danza
complicados.” Ella sonrió y me hizo contarle otra vez el episodio de cuando su hermano
condujo mi carro y venció su temor. “¿Dónde quieres que empiece?”
“Empieza por el principio”, dijo, “cuando se jactó de que mataría a todos nuestros
enemigos.”
“Ése es sin duda el momento adecuado. Lo mejor es siempre empezar por el
principio”, le dije y le sonreí a Subhadra, que estaba junto a la puerta. Ésta me aconsejó
silencio con un movimiento de su cejas. Tu hermano dijo: “Bravo soy y un guerrero como
nunca has visto, Brihannala. Es una vergüenza que me hayan dejado aquí para guardar a las
mujeres y el ganado. Por supuesto, sin el ganado perderíamos nuestras riquezas. Mi padre
valora el ganado por encima de todas las cosas. En cierto modo, éste es el lugar más
estratégico para estar. Pero como puedes imaginarte, quedarme en retaguardia me aburre
terriblemente. Sin embargo, esto diré en defensa de mi padre: no es un cobarde.
Normalmente, le gusta saber que estoy a su lado.” Los ojos de Uttara empezaron a titilar y se
llevó la mano a la boca.
“¿Qué ocurrió cuando Duryodhana y los Kauravas nos atacaron desde el norte?”
“Cuando los boyeros nos trajeron las noticias, todo el mundo le dijo a tu hermano
menor: ‘Ahí tienes tu oportunidad, Uttarakumara.’ El príncipe estaba conmigo en la sala de
música. Ya sabes cómo tocaba la vina y hacía detenerse a los gandharvas en su ruta celestial.
Continuó tocando suavemente y dijo:
“Qué absoluto, absoluto infortunio el no tener un auriga que conduzca mis caballos.
Más de la mitad de la batalla depende, como ya sabéis, de un auriga diestro en quien puedas
confiar. Si yo lo tuviera, podría acabar con todos los Kauravas en un instante. Ashwatthama
mismo y Karna, del que dicen que es igual que Arjuna, huirían de mí. Damas de la Corte,
lucharía como el gran dios Indra contra los demonios. Pero sin un buen auriga, como todas
sabéis, es imposible.” Y aquí canturreé una tonadilla e imité a Uttarakumara tañendo las
cuerdas de la vina con despreocupada gracia. Cerrando los ojos, continué: “Vivía en aquel
palacio del gran y buen rey Virata la princesa más dulce del mundo. Su padre la amaba
incluso más que a su ganado o a su juego de ajedrez. Sus hermanos la querían por encima de
todas las cosas.” Uttara empezó a llorar. Pensé que era bueno que lo hiciera; el dolor saldría
con las lágrimas. “Y así como sus hermanos la amaban sobre todas las cosas, lo mismo le
ocurría a su maestro de danza, quiero decir... maestra. Bueno, digamos enseñante.” Un breve
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brote de risa emergió en este punto a través de sus lágrimas. “La Reina Draupadi acudió a
esta pequeña princesita y le dijo: ‘Princesa, puede que lo creas o no, pero Brihannala es el
auriga más diestro que ha conducido al gran Arjuna.’ La pequeña princesa, que era valiente
como una leona y creía cualquier cosa buena que le dijeran de su enseñante, corrió al
príncipe, que casi se desmayó ahora. Recomponiéndose, protestó: ‘¿Pretendes insultarme?
¿Una mujer auriga para mí? ¿Para Uttarakumara?’
“Ella defendió la causa de Brihannala. Nadie más podía persuadir al joven, aparte de
la princesa. Y así Brihannala entró en la sala con pasos tímidos y vacilantes. Uttarakumara la
miró. ‘Dime, mi buena mujer... ¿es esto una broma? Nunca he visto a un auriga que tuviese tu
aspecto. ¿Has sujetado el látigo alguna vez y tienes siquiera sensibilidad para las riendas de
los caballos?’
“‘Oh sí, mi señor’, respondió Brihannala juntando las manos e inclinándose. Bien, allí
estaban, pues, el príncipe y Brihannala mirándose uno a otro y sin saber qué decirse. La
princesa trajo una armadura para su maestra de danza. Ésta la puso en el suelo y trató de
meterse en ella mientras todo el mundo se reía. Pero no la princesa. Aquélla trató de
vestírsela como un chaleco y todo el mundo volvió a reírse. Pero no la princesa, que le dijo a
su hermano que ayudase a su auriga. ‘Este auriga nunca ha portado armadura’, repuso el
príncipe y apresuradamente se la calzó a Brihannala.”
“¿Tan asustado estaba realmente mi pobre hermano?”, intervino Uttara.
“Nunca hubo un príncipe tan asustado como tu hermano. Pero, ya ves, me enseñó
algo: cuando uno está muy aterrorizado tiene, dentro de él, tanta cantidad de coraje como sea
necesaria para superar su miedo. Sí, era el muchacho más atemorizado en todo el mundo.”
Esperé que mis palabras calaran. “¿Lo entiendes, mi pequeña princesa?”
Ella asintió y dijo: “Se volvió el más bravo.”
“El auténticamente bravo.” Hablé con gravedad. “Ésta es la razón de que tuviese que
morir el primero. Abhimanyu y él eran los más bravos, tu marido y tu hermano. Tú eres una
Reina kshatriya. Por ello, nunca debes olvidar tu dignidad y tu coraje.” Sus dedos tironearon
de la acolchada cubierta.
“Es difícil decir esto a un guerrero que nunca ha conocido el miedo, pero yo estoy
asustada. A veces el terror me posee. Sueño con la muerte, a veces con la muerte de mi niño
aún no nacido, a veces con la mía.” Contemplé alarmado a Subhadra. Ella alzó la palma,
transmitiéndome confianza; en sus ojos había la misma serenidad que en los de Krishna. Me
permitieron continuar...
“¿Sabes lo que tío Krishna me dijo antes de la batalla?” Yo nunca había hablado de
mi primer día en el carro antes de la guerra. El Gran Patriarca me aconsejó una vez:
“Confiésate ante hombres de bondad. La culpa se multiplica en el secreto.” Miré a Subhadra
mientras hablaba.
“Tío Krishna me dijo antes de la batalla las mismas palabras que le dijera yo a
Uttarakumara cuando conduje su carro: ‘Te estás portando como un cobarde. Levántate y
lucha.’” Abrió mucho sus grandes ojos redondos con descreimiento. “Mi pequeña princesa,
puedes creerme. Tenía la garganta seca. No podía aguantar el Gandiva. Me temblaban los
miembros. Me había desmoronado sobre las pieles de tigre.” Uttara inspiró de un modo
profundo y sibilante a mi lado, pero yo tenía la vista puesta en Subhadra. Sus facciones no se
movían, sólo sus ojos titilaban al mirarme con radiante amor. “Así que Krishna me dijo que
era un cobarde, que me pusiese en pie y luchase.”
Uttara escudriñó mi rostro. “Estás diciéndolo para reconfortarme.”
“Sí, para eso te lo digo, pero es verdad.”
“¿Qué ocurrió?”
161
“¿Qué ocurre cuando un cobarde halla al héroe en su interior? Su cobardía se vuelve
del revés, su sangre se invierte. Bien, cuando un héroe no puede tocar su coraje, su heroísmo
se vuelve del revés y su confusión es mucho mayor que la de cualquier otro.”
“¿Y entonces?”, preguntó. Volví a mirar a Subhadra por encima de mi princesa.
“Le pedí a tío Krishna que me llevase a algún lugar entre los dos ejércitos desde
donde pudiera ver al enemigo. Vi al Gran Patriarca y a Dronacharya y a Ashwatthama, y ello
me horrorizó. No importa qué sea lo que nos aterrorice. Pero era terror, con la frente perlada
y la lengua pegada al paladar y manos temblorosas que habían perdido su destreza. Gandiva
yacía abandonado a mis pies. Si alguien me lo hubiera quitado, no habría podido ni
protestar.” Uttara abrió la boca de asombro. “Krishna estaba allí para salvarme.”
Ella se llevó ambas manos a la boca y susurró: “¿Cómo?”
“Me asustó aun más. Te diré cómo mañana, como hace cualquier narrador de historias
para no perder su audiencia.”
“¡No, Brihannala! Ninguna historia me ha hecho tanto bien. Siempre era así en Virata,
ya cantases o tocases o me contases cuentos. Ahora eres todo lo que me queda del reino de mi
padre.”
Quise recordarle a su hijo, concebido en Virata. Todo el mundo sabe que nada da
tanta fuerza a las maldiciones como creer en ellas. Pero ¿tenía derecho a alimentar las
esperanzas de Uttara? Miré a Subhadra junto a la puerta. Ella conocía siempre mis
vacilaciones. Asintió animándome a hacerlo.
“Pequeña princesa”, le dije, “portas una criatura. Tiene la sangre Vrishni, la sangre de
Krishna a través de Kunti, tía de Krishna y abuela de Abhimanyu. Pero también a través de la
madre de Abhimanyu, que es la hermana de Krishna, y de mí mismo, que soy primo de
Krishna. El destino de este niño es ser un día emperador. Portas el mundo en tu seno, Uttara.”
Su rostro infantil se convirtió en el de una mujer mientras escuchaba y apoyó el mentón en su
hombro. Yo usaba su nombre sólo en momentos solemnes y ella atendía ahora a mis palabras
con todo su ser. Yo le hablaba también al niño para infundirle el deseo de vivir. Me impedí
decir ‘si tu hijo vive’ y afirmé: “Cuando tu hijo reine, Abhimanyu y Uttarakumara y tus
hermanos y tu padre habrán sido la libación del sacrificio.” Pausé para ver si me entendía.
Sus ojos eran enormes en su pequeño rostro. Una sola lágrima destellaba en las pestañas.
Pero ella era Aria de los pies a la cabeza y comprendió. Sentí la vida de la criatura rebullir y
un poder vibró en mí. Lo dejé obrar en silencio. La maldición de Urvasi había acabado por
ser una bendición, y la mejor protección durante mi último año de exilio. Yo no podía seguir
viendo el mundo sólo a través del ojo guerrero del kshatriya. Había empezado a aprender
cómo sienten y piensan las mujeres. Le hablaba a la mujer de Abhimanyu no sólo como
padre. Lo que le hablaba en mí carecía de género.
“Pequeña princesa”, le dije, “debemos enseñar coraje al hijo de Abhimanyu y muchas
otras cosas. No es demasiado pronto para empezar, pues nos está escuchando.” Ella estaba
demasiado conmovida para hablar. Me apretó la mano y se la llevó a la frente. “Sí, muchas
cosas”, respondió y me puso la mano sobre el niño. Sentí su movimiento. “Ha saltado en
cuanto has empezado a hablar y no ha dejado de dar patadas.”
“Oh, eso es un signo. Abhimanyu siempre hacía eso en el vientre de su madre, cuando
yo le hablaba, para demostrar que entendía. Incluso nos dijo mucho tiempo después que se
acordaba... ¿Querrías comer ahora?”
“Sí, puedes pedirme un banquete.”
Subhadra se había escabullido.
Me puse en pie, me acerqué a la puerta, di una palmada y dije con voz sonora: “Un
gran banquete para una pequeña princesa.” Luego me volví para saludarla con las manos
juntas.
162
“¿Sabes quiénes son los más bravos de todos?”, dijo ella. “Los guerreros que salvan la
vida de otros en batalla puede que sean muy valientes, pero los que infunden a otros coraje
con historias que les quitan el miedo son mucho más bravos.” Incliné la cabeza en tributo a
sus palabras y envié a por sus damas Matsya de compañía.
Nuestra cena fue servida en la cámara privada que compartía con Subhadra y después,
cuando fuimos a dar a Uttara las buenas noches, la encontramos durmiendo. Salimos al jardín
en el que viera a tío Vidura y a nuestra madre. Yo no le había hablado a nadie de aquel
episodio, pero ahora se lo conté a Subhadra y acabé diciendo:
“¿Sabes?, fue una sorpresa deliciosa hallar tal dulzura entre mi madre y el tío. Él le
tomó la mano y se la puso en el corazón, como hago yo ahora con la tuya. Nunca pensamos
que nuestros padres puedan saborear el amor como nosotros mismos. Quizás no exactamente
como nosotros mismos. Pues nosotros somos nosotros.” Ella me sonrió.
“No importa. Tú y yo sólo podemos conocer la delicadeza del nuestro.”
“Ven, vamos a saborearlo”, dije.
Tras hablarle a aquel niño no nacido aún algo nació en mí. Por la noche soñé con un
anillo de fuego a través del que fluía el tiempo. Era el hijo de Abhimanyu. El sueño de
Subhadra le dijo lo mismo. También ella vio que reinaría sesenta años.
De la vida o la muerte de este único hijo pendía el futuro de nuestro país. Todos
habíamos luchado por él. Él era nuestro destino. Las circunstancias no se me revelaron. Vi
sólo la estela del reinado del niño. No había sangre, en ella. El sueño me mostraba lo que
Krishna prometiera: que no habíamos luchado en vano.
La tarde siguiente, Subhadra y yo, tras visitar a Uttara, nos sentamos en el jardín junto
al estanque de los lotos. Las flores blancas de la noche nos regalaban su perfume... champas,
jazmines y nardos. Acabamos por hablar otra vez de tío Vidura. Yo dije que lo quería a él y a
nadie más como mentor del niño. Con ojos que sonreían, Subhadra me examinó.
“¿Por qué me miras de ese modo?”, le sonreí yo a mi vez.
“Me gustaría conocer al hombre que le habló a Uttara ayer por la noche.”
“¿No lo conoces, Subhadra? Pues nadie me conoce como tú. Aparte de tu hermano, a
nadie me he mostrado como a ti. Le hablé a Uttara a través de ti. Las cosas buenas las hago a
través de ti y de Krishna.” Ella me observó. “¿Qué ves?”, le pregunté.
“A mi marido, que ha cambiado más en dieciocho días de guerra que en los trece años
de exilio. Aunque, después del exilio en Virata, ya no eras el hombre que yo había conocido.
¿Sabes lo que quiero decir?”
“El último año de exilio, yo carecía de género y empecé a ver que hay otras cosas tan
importantes como ser el mejor arquero. ¿Es esto en lo que estás pensando?”
“¿Qué pasó realmente el primer día de batalla?”
“Vi por fin lo que Krishna significa al decir que somos Nara y Narayana, el Hombre y
su Compañero divino. Vi que yo no soy sino hombre. Un hombre y, podría decirse, nada sin
ese compañero.”
Callados, nos miramos a los ojos tratando de oír lo que yacía enterrado en nuestro
silencio. Pero los misterios mejor están quietos... y nos movimos hacia el futuro. Hablamos
del niño por nacer.
Subhadra y Draupadi prepararon una cuna y elaboraron sus ropas con las telas más
suaves. Bhima hizo una espada de juguete para él mientras yo le fabricaba carros de madera
de acacia. Nunca dejábamos a Uttara sola. Estaba demasiado débil para visitar a su madre en
Virata. Noticia llegó de que ésta se hallaba enferma y no podría venir. Draupadi, que había
163
sufrido también la pérdida de su padre y todos sus hermanos, estaba a menudo con la princesa
y se convirtió para ella en una madre.
Como Señor de Dwaraka, Krishna debía retornar allí para el festival Raivataka. Mi tío
Vasudeva y tía Devaki lo esperaban. Recordé el festival como un tiempo de mágica
inocencia. Lámparas había en todas las casas y guirnaldas colgaban de cada árbol. Tenderetes
orillaban las calles, ofreciendo los mejores platos y vinos. El trino y remolino de flautas del
monte Raivataka colmaba el mundo de un amor que yo no había conocido nunca y que
empezó a transformarme ya entonces.
Por la noche, los devotos, adornados de guirnaldas y portando antorchas, formaban
ondulantes líneas alrededor de las montañas. Por gusto, Subhadra y yo nos habríamos ido
ahora a Dwaraka, pero la ciudad estaba al otro lado del desierto, a muchas yojanas de aquí.
No podíamos dejar a Uttara y Draupadi y a mis hermanos. Estando con Subhadra, me
importaba menos. Con ella mi inquietud se sosegaba. Pero antes de partir, Krishna sugirió
pasar juntos algunos días en Indraprastha.
Nos aseguramos de que todo estaba en paz en la ciudad. Nuestros informantes, que
frecuentaban las tiendas, mercados y casas de placer donde se oyen las más mordaces de las
verdades domésticas, nos dijeron que la gente reverenciaba al Primogénito. Habían sido
rápidos en notar su tratamiento al padre de Duryodhana y en apreciar su respeto por los
muertos. Aunque Duryodhana había sido generoso con los que lo cortejaban y los brahmines,
el pueblo había visto de inmediato que el Primogénito era un rey dispuesto a servirles.
Antes de partir, Krishna ayudó a Yudhisthira a escoger ministros leales y a despedir a
los dudosos con tan ricas pensiones en tierras que toda su dedicación habría de concentrarse
en administrarlas.
El día de nuestra partida, fuimos al palacio de tío Dhritarashtra para tomar el polvo de
sus pies. El lugar estaba en pleno barullo y oí un sonido que me puso los pelos de punta. Era
nuestra tía Gandhari, gimiendo. Nos apresuramos por el corredor. Una figura emergió de un
cuarto y me rozó al pasar precipitadamente junto a mí. Era el médico jefe de nuestro tío.
Traté de cogerlo del brazo pero, tocándose la frente y el corazón con un dedo,
desapareció murmurando nombres de plantas y mantras. Su angavastra quedó en mis manos.
Justo entonces la voz de mi tía se elevó a un nuevo timbre. Otras voces femeninas se unieron
al lamento. ¿Había dejado el cuerpo nuestro tío? Mi primer pensamiento fue que nos
veríamos obligados a quedarnos para las exequias. Oímos entonces el grito: “¡Bhima!
¡Bhima! ¡Bhiiiiiima!” Sonaba como una maldición. Empezamos a correr. Al acercarnos a la
puerta de la cámara de tío Dhritarashtra oímos ruido de arcadas y chocamos con asistentes
que portaban humeantes pociones.
El tío, con los ojos en blanco y sostenido por muchas manos, vomitaba lo que parecía
agua en una jofaina. Tenía pálido y espectral el rostro y tía Gandhari estaba allí sentada, con
el cabello cayéndole por encima de la venda de sus ojos, balanceándose adelante y atrás,
balbuceando en su desesperación. A muchas mujeres había visto así, pero no a tía Gandhari.
“¿Por qué se nos permitió seguir vivos cuando todos nuestros hijos murieron?”, se lamentaba
y se arañaba el pecho. “¿Cómo hemos podido vivir para ver esto, que en nuestro propio
palacio Bhima quiera envenenarnos?” Tuve que impedirme correr hasta ella y taparle con la
mano la boca. Palabras como aquellas galoparían por toda la ciudad en instantes y harían
vanos todos los esfuerzos del Primogénito. Nunca podríamos dejarlo. Sentí que me
arrebataban Indraprastha.
“Madre Gandhari.” Krishna se arrodilló ante ella, lo que detuvo sus gemidos por un
segundo.
“Krishna Vasudeva”, su boca se abrió como la de un gato antes de escupir. “¿Está
contigo Arjuna? Volved a Dwaraka los dos antes de que mi maldición a Bhima recaiga sobre
164
vosotros.” Yo le cogí las manos. Tío Dhritarashtra trató de hablar, pero sólo arcadas le salían
de la boca. Un físico joven le aguantaba las sienes y le empujaba la cabeza sobre la jofaina de
plata con cisnes y leones repujados.
“¿Por qué, tía Gandhari, por qué?” Le agité las manos como para hacer surgir de ella
la explicación. Pero la mujer se limitaba a mover la cabeza de lado a lado como una de esas
bailarinas de madera que uno encuentra a veces en las tiendas. ¿Qué exasperante acción había
realizado Bhima una vez más? Krishna se volvió hacia la dulce viuda de Vikarna con sus
preguntas. Ésta se hallaba sentada detrás de nuestra tía y la miró amedrentada sin saber si
debía responder.
“Dinos lo que ha ocurrido”, insistió Krishna.
Sin mirarnos, murmuró: “Bhima ha tratado de envenenar a mi suegro.”
Bhima podía acuchillar a alguien en pleno acceso de rabia, pero nunca tramar
semejante cosa. No había tiempo de saborear el alivio que me causaban aquellas palabras
porque, si no era Bhima, alguien lo había hecho y habría tratado además de implicarlo. La
historia surgió ahora. Tío Dhritarashtra había roto su ayuno hoy con leche y sus dulces
favoritos. En el primer aplacamiento del hambre, no había hecho caso de su extraño sabor. El
cocinero fue llamado y dijo que Bhima había preparado los dulces para complacer a su tío.
Bhima estaba siempre por las cocinas y su destreza culinaria era toda una leyenda. Oiría
hablar de ella otra vez en Virata, durante mi campaña del Ashwamedha, pero ahora no podía
reírme. ¿Quién había emponzoñado los dulces?
A estas alturas, tío Dhritarashtra, exhausto y tembloroso, se había derrumbado en los
brazos de sus asistentes. Los físicos examinaban la jofaina. Uno se la acercó a la nariz. Otro
tomó una pequeña cantidad de un polvo verde y lo mezcló con la espuma que el estómago de
nuestro tío había acabado por arrojar. No parecía haber traza de veneno.
“¿Tendrá ranas en la barriga?”, me susurró Krishna al oído. Después se volvió hacia
nuestra tía. “Tía Gandhari, Bhima nunca envenenaría a nadie, nunca ha sido su modo de
hacer las cosas.”
“El cocinero dice que nadie más que Bhima tocó los dulces. Él mismo los trajo aquí y
se los dio a su tío.”
“Ahí lo tienes, no es así como actúa un envenenador.”
“Tiene que haber sido una broma.” La idea se nos ocurrió a los dos al mismo tiempo,
pero la historia tenía muy poca gracia.
“Si estáis tan seguros, ¿por qué no probáis los dulces de Bhima?”
Pesqué uno entre el índice y el pulgar y me lo puse en la lengua. Sabía horriblemente
a sal. Tal como habíamos pensado, era otra de las pesadas travesuras de Bhima y lo dije así.
Tío Dhritarashtra trataba de decirlo también con una especie de raro borboteo:
“Sal, sal...” Había intentado decirlo ya. Temblando aún, simuló que reía el chiste en
lugar de vomitar de terror. Hice llamar a Bhima para que pidiera disculpas y éste llegó
contrito e implorante. Pero hasta que no nos hubimos acabado todos los dulces entre los tres,
tío Dhritarashtra no dejó de temblar. Nos aseguramos de que a Bhima le tocase la mayor
parte y lo atiborramos hasta que eructó. Nuestro tío nos dedicó ahora una sonrisa aguanosa y
le puso la mano a Bhima en la cabeza. Pero no había modo de calmar a tía Gandhari.
Krishna dio a Bhima instrucciones estrictas acerca de no complicarle las cosas al
Primogénito ofendiendo a tío Dhritarashtra. Aun antes de los ritos fúnebres por el Gran
Patriarca había tratado de quitar el sueldo al séquito de tío Dhritarashtra. Este tipo de cosas
hacían que Yudhisthira se irritase con su hermano favorito como no lo había visto nunca. Yo
no podía esperar ya a abandonar Hastina antes de que Bhima o cualquier otro provocara una
situación imposible.
165
Cabalgamos hacia Indraprastha realizando el camino en fáciles etapas, recordando el
tiempo aquel en que viajamos hacia una ciudad arruinada en medio de una jungla invasora.
En aquel entonces, nos había sido adjudicada como la mitad del reino por nuestro tío
Dhritarashtra.
Al principio, volví la vista atrás para asegurarme de que Hastina no nos seguía.
“No te preocupes, no es buena corredora, la dejaremos fácilmente atrás”, dijo Krishna.
Pronto la perdimos de vista tras los muros de los árboles. El bosque nos protegía
ahora. Disfruté en aquella penumbra como si fuese un baño que nos limpiase por dentro y por
fuera. Mientras trotábamos calmosamente, pregunté:
“¿Se sentará el hijo de Abhimanyu algún día aquí delante en mi silla y montará con
nosotros?”
“Di mejor que el hijo de Abhimanyu cabalgará con nosotros muy pronto.”
“¿Cómo lo llamaremos?”
“Parikshita”, entonó sin vacilar. Mi sangre se conmovió con aquel sonido. “Porque
será Rey de estos bosques y de todo lo que alcance a ver.”
“Parikshita, Parikshita”, repetí al ritmo de los cascos de mi caballo. “Es música.
Música. El niño vive. Lo sé.”
“Haces bien en saberlo.”
“Parikshita, Parikshita.” Dejé caer la cabeza hacia atrás y empecé a reír. El nombre
había sido revelado en el bosque e irradiaba de las piedras y los árboles y se filtraba a través
de los claros en la cúpula forestal. ¡Mi hijo vivía! Era aquí, en el bosque con Krishna, donde
eran exorcizados todos mis temores.
Había villas por todo el camino y en cada lugar en que nos deteníamos compartíamos
las vidas de los labriegos y comerciantes, simples y esenciales, sin la ceremonia que una
multitud de asistentes te impone. Se nos daba la bienvenida por nosotros mismos, no por
riquezas, o akshauhinis, o cualquier otra cosa que hubiéramos podido llevar con nosotros,
aparte de una moneda o dos, que la mayor parte de las veces no nos aceptaban. La idea y la
práctica de que el huésped es dios encarnado era mucho más frecuente en las zonas rurales
que en la ciudad. Krishna me enseñó a ordeñar una vaca, lo que divirtió y causó las delicias
166
de nuestros huéspedes. Pensaban que pocos kshatriyas sabían hacerlo y me preguntaron cómo
era que Krishna lo hacía tan bien.
“Os sorprenderíais con los muchos talentos que posee este hombre”, respondí.
Viajamos hacia el sur. En todas partes donde nos deteníamos, nos hacían las preguntas
de convencional educación y más que recompensar la amabilidad de nuestros huéspedes con
mentiras recién acuñadas, les dije que era uno de los hombres que quedara al rey Yudhisthira
después del Kurukshetra. ¿Habían oído hablar de la gran batalla?, inquirí.
“¿Quién no ha oído hablar de ella?”
Les había llegado noticia de que todos los kshatriyas habían muerto, pero dijeron que
la gente siempre exagera. Se comentaba que aquella había sido una guerra para acabar con
todas las guerras y nos acosaron a preguntas.
“¿Es verdad que el elefante del rey Bhagadatta era tan inteligente que podía hablar?”
“¿Es verdad que Ashwatthama casi destruye el mundo?”
Decían que se contaba que el príncipe Bhima se había bebido la sangre del príncipe
Duhsasana. Pero, siendo el príncipe Duhsasana un personaje tan despreciable, no entendían
cómo nadie podría querer bebérsele la sangre.
“¿Y qué del príncipe Duryodhana?”, preguntamos.
Era culpa de su padre, que siempre lo malcrió. Su madre lo habría matado al nacer
debido a los augurios, pero al ser ciego su padre y no haber un ojo entre ellos al niño se le
dejó vivir.
Estábamos empezando a disfrutar del viaje.
¿Y por qué pensaban que el Gran Patriarca Bhishma no había hecho nada por
disciplinar a Duryodhana?
“Oh, ¿el príncipe Devavrata?”, dijo un abuelo. “¿Y qué podía hacer él? ¿No había
sacrificado su virilidad y el reino por su padre? Ése sí podría haber sido un rey, pero el pío
deber filial lo llevó demasiado lejos. Si Duryodhana hubiera sido el hijo del Gran Patriarca
Bhishma, le habría dado buenas bofetadas. Pero, para hacer eso, no era ni padre ni rey.”
Nuestro huésped fue a beber de su recipiente de vino y retornó con crecida confianza.
Sacudió la cabeza y continuó: “Gran error fue el suyo... el de aquel hombre.” Calló por un
momento con la vista fija en la pared. “Que Duryodhana nació bajo una mala estrella. Dicen
que los chacales aullaron y aquel tío sabio que tenía se cuenta que dijo que había que matarlo,
pero nadie lo escuchó.” Tuvo un acceso de hipo. “El tío era un suta también.” Escudriñó el
interior de su jarra de vino. “Luego estaba aquel otro suta... Karna. Yo lo vi una vez.”
“¿Tú lo viste? ¿Dónde?”, pregunté.
“¿Dónde estabas tú?”, repuso el anciano. “Fue antes del exilio... ¿no?”, dijo
volviéndose hacia mí.
“¿Qué?”
“¡El torneo!” Nuestro huésped se excitó. “¡Por el gran dios Indra, qué torneo fue
aquél! Fue el Acharya de marras el que lo organizó. Un hombre pequeño, oscuro y enjuto con
el pecho muy ancho, pero qué tieso y firme se mantenía. Bien les cuadraba a todos sus
pupilos, incluso en la guerra. Muerto está ahora con todo el resto. Había entrenado a todos
aquellos muchachos de un modo... ¡milagroso! Yo me llevé a la familia conmigo. Aún me
acuerdo de un truco que el hijo del rey Pandu hizo justo al final... Un muchacho hermoso con
el pelo rizado.” Se puso en pie para mostrarnos los malabarismos que hiciera yo con la
espada. “La lanzó al aire como si fuera la colada. La muchedumbre enloqueció. Mi hija soñó
con él muchas noches.”
“Ése debió de ser Arjuna”, intervino Krishna. “Pero tampoco era tan guapo, hombre.”
Krishna fue ignorado por nuestro huésped, que se sentó y recordando de pronto las normas de
casta se puso en pie de un salto.
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“Luego apareció el otro guapo. Aquello casi crea un conflicto. Yo digo siempre que
empezó aquel día.” Imitó cómo entrara Karna en la arena. “Alto como un acantilado era.”
Enderezó la espalda y tartaleó un poco. Después giró la cabeza y distorsionó el rostro para
encarnar una mirada arrogante y lasciva. “Hubo gente que lo encontró maravilloso. Mi otra
hija aún sueña con él. Cuando llegó noticia de su muerte lloró durante días.”
“¿Con quién habrías soñado tú, si hubieras sido una muchacha?”, le preguntó Krishna.
El anciano se quedó confuso un momento, boquiabierto, y luego rió y rió. Cuando estábamos
fuera de la corte, Krishna no era en absoluto puntilloso con las observancias de casta y,
mientras sentaba a su lado a nuestro huésped, éste protestaba. Krishna lo convenció de que
aquél era un problema demasiado enredado para resolverlo de pie. De pronto, el hombre dejó
de resistirse y dijo:
“A mí no me gustaba el suta. De vez en cuando le decía a mi primo hermano:
‘Areyrey, éste nos traerá problemas.’ Sabía lo que hacía con el arco, de acuerdo; apenas
movía los dedos o miraba a donde disparaba. Más rápido y más limpio que nadie más. Pero
¡qué cara la suya!” Otra vez torció el gesto en lo que debería haber dado la idea de
aristocrático desdén y, volviendo a un lado la faz, lanzó una mirada insolente desde debajo de
unos lánguidos párpados. “Bah, como podéis figuraros, el príncipe Duryodhana vio su
oportunidad y saltó a cogerla.”
“¿Por qué?”, lo azuzó Krishna, “si tenía un aspecto tan horrible.”
“Acabo de deciros que era la encarnación, no, el Dios de la Arrogancia en persona,
pobre chico. ¿Os dais cuenta?, era un suta y el segundo de los Pandavas, el príncipe Bhima,
se lo dijo bien claro. Pero el príncipe Duryodhana, sin casi el permiso de su padre, como
quien dice, lo hizo rey de algún sitio en la costa. Anga creo que era.” Señaló al oeste en lugar
de al este. “Bueno, apenas dicho aquello empezaron a salpicarle el agua de coronación por la
cabeza a Karna, calzándole la corona y la espada y todas las cosas que hacen a un rey. Mejor
que un teatro de marionetas fue aquello, porque ¿quién iba a aparecer entonces trastabillando,
sino un suta decrépito? Y Karna tuvo que dejar la corona a un lado y tomar el polvo de sus
pies. Era su padre, en fin. Mis hijas lloraron. Las gusta llorar.” Proyectó la cabeza hacia
adelante y, como si fuera un secreto de familia, nos susurró: “Aún les llenan la cabeza a mis
nietos de esas historias. En mi opinión, si queréis oírla, Duryodhana habría tenido mejor
muerte, si Karna no hubiese aparecido. A menos que alguien lo hubiese arrojado de un
acantilado. Era un príncipe celoso y Karna le alimentó el deseo de gobernar, igual que una
madre buitre alimenta a sus polluelos.”
“Suena como si fuese un personaje muy malévolo”, dijo Krishna.
“Lo era. Lo era. Pero luego, aquel segundo hermano, Bhima, le había dado bien. Y, lo
que yo digo... y dicen mis hijas también: aquel suta nunca se lo perdonó. A los príncipes
habría que enseñarles a contener la lengua, sobre todo en público. Y el viejo Bhishma sentado
allí. No podía hacer nada. Lo vio venir. No le gustaba Karna, igual que a mí. Pero no era el
padre. Tenía que quedarse allí sentado, como un eunuco, por haber renunciado al trono. Y por
lo que a Dhritarashtra respecta...” El anciano se recostó en el asiento como para echarle una
mirada y agitó la cabeza. “Le dejaba hacer de todo a su niño querido. ‘¿Quieres un reino para
tu amigo, hijo mío? Sí, dáselo, dale lo que tú quieras.’ Y ya se ve ahora cómo acaban estas
cosas. Los únicos que tenían alguna conciencia habían renunciado a su poder o eran sutas
como Sanjaya y Vidura. Pero fue lindo aquel espectáculo. ¡Por el gran dios Indra, qué lindo
fue!” Pensó un momento. “¿Qué años tenéis vosotros? Debíais de estar allí.”
“Yo estaba”, repuse, “y lo recuerdo, aunque era un crío.”
“Yo, en cambio, no estuve allí”, dijo Krishna.
“¿Y pues?”, preguntó el labriego.
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“Vivía en Dwaraka y tenía que ocuparme de asuntos familiares. Ya sabes, hay todo un
desierto entre Dwaraka y Hastinapura.”
“Dwaraka... ¿Dwaraka? ¿No es ése es lugar del que viene Krishna, al que llaman
Paramatma?”
“Sí”, respondí, “es el Señor de Dwaraka.”
“Dicen que, cuando habla, puede obligar a cualquiera a hacer su voluntad. Los
engatusa. Dicen que es como el vino y la miel en tus venas. Yo nunca lo he visto. ¿Y
vosotros?”
“Yo sí”, confesé.
“¿Y es verdad?”
“Oh, sí.”
“Entonces, ¿cómo es que no paró la guerra? Se cuenta que lo intentó. Dicen que hace
milagros. Ése debía ser el momento de hacerlos, digo yo. ¿Por qué no lo hizo?” No hubo
respuesta. El anciano asintió. “Si yo fuera Krishna... ¿Sabéis?, esos príncipes Kauravas
fueron malvados con la partida de dados. El Sakuni de las montañas era un canalla y un
bribón. Artero era, lo vi en el torneo. Entre él, el pescado-podrido-bajo-las-napias y los demás
labraron lo que las estrellas podrían haber dejado inacabado. Hizo trampas, el bribón. Dicen
que tenía ciertos poderes ocultos, además. Dicen que los dados que usó estaban hechos de los
huesos de su padre muerto. Su padre había sido puesto en prisión por los Kauravas. Se cuenta
que su padre le dijo que la partida de dados sería el principio del fin de todos los Kauravas.
¡Bah!, cuentan todo tipo de historias. Dicen que trató de desnudar a la reina. Pero eso no me
lo creo. Dicen que ella tenía el periodo. No... eso no me lo creo.” Sacudió la cabeza. “Ni los
animales harían eso. En fin, con todo el respeto por mis amos aquí presentes, los kshatriyas
hacen, es verdad, cosas feas. Pero desnudar a una reina que tiene el periodo en medio de la
asamblea... ¡nadie es lo bastante bajo para eso! Nadie aquí se lo creyó.”
“Me alegro de que nadie se lo creyese”, dijo Krishna. “Demuestra que tenéis nobles
pensamientos.”
“Sí, me atrevería a decirlo. Yo soy tan noble como todos esos que se pavonean por
ahí.” Se puso en pie y dio unos pasos imitándolos. “Yo estoy por un rey como Yudhisthira.
Dicen que no es cicatero. Escucha a los suplicantes noche y día y piensa en el bienestar de su
pueblo.”
“¿Has oído noticias de ese gran sacrificio que piensa ofrecer, el que no se ha
celebrado en vida de ningún hombre, ni de nuestros padres o de los padres de nuestros
padres?” El hombre pensó por un instante.
“¿No estaréis hablando del Ashwamedha?”
“¡Justo!”, respondimos al unísono. Su voz casi me hizo decir: “Y yo seguiré al
caballo.” Pero la mera idea del Ashwamedha le hizo al hombre olvidar el vino. Sus ojos
brillaron de inteligencia y esperanza.
“El Ashwamedha...”, empezó a decir, “el Ashwamedha... Oh, entonces...” Se frotó la
frente como para prepararse la mente. “El Ashwamedha destruye todos los pecados. No hay
sacrificio mayor. Ah, eso es bueno, bueno, sí. Limpiará la sangre que llegó de todo el mundo
para salpicar el Kurukshetra. Si el rey Yudhisthira ofrece el Ashwamedha, habrá seguridad
para todo. Las lluvias caerán. Las cosechas crecerán. Las tiendas estarán llenas.” De pronto se
puso en pie e hizo la danza que Ashwatthama bailara. “Alegre, alegre, ara...”
Krishna se levantó y se le unió y, al pasar por delante de mí, me arrancó de mi decoro
para hacerme bailar. Cantamos y danzamos arrojando imaginarias semillas. La esposa del
labriego, una confortable mujer de cara ancha, nos miró sonriente desde la puerta.
“Me alegra ver, mis Señores, que los nobles kshatriyas hacen lo mismo que las gentes
como nosotros cuando han bebido suficiente. Ahora, si os sentáis, traeré la comida.” Portó
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agua que verter sobre nuestras manos y al extender las mías, dijo la mujer: “Si me perdonas
que te lo diga, mi Señor, tienes el semblante y el porte de los Pandavas, tal como yo los
recuerdo. De verdad te pareces a uno de ellos que vi una vez en Hastinapura, en el gran
torneo, cuando era joven.” Las retiré como si el agua me las escaldase, pensando que se
fijaría en las cicatrices de mis dos brazos. Parte del agua cayó al suelo de tierra batida; ella se
excusó y dijo: “Era tan guapo y tenía un aire que te dilataba el corazón... hasta que al hijo de
suta de Karna le dieron el baño de coronación allí delante de todo el mundo. Príncipe Arjuna
era su nombre, ése al que te pareces. De fuertes manos, allí con su arco y su flecha, era él. ¡Y
qué sonrisa! Todos eran diferentes. Incluso los mellizos, uno hermoso y oscuro, el otro
hermoso y rubio.”
Respiré otra vez. Su conversación había girado ahora para describir con florido
detallismo la belleza de los mellizos. “En cuanto al resto, no parecían hermanos, en lo más
mínimo. Deberíais haber visto a Bhima. Dicen que puede comerse un elefante y tragárselo a
sorbos de vino.” Estas habladurías le chocaban tanto que se rió y repitió el rumor un par de
veces más. “No tenía bigote su rostro.”
“Mujer, a las damas de la corte no se les permite hablar tanto”, dijo el anciano desde
su sedente posición como si hubiera accedido ahora al protocolo cortesano. “Sírvenos la
comida.” La mujer nos miró desconcertada, tratando de adivinar si nos ofendería que se
sentase a comer con nosotros. Krishna la animó a hacerlo. Pero no había modo de pararla y
siguió dirigiéndose a mí:
“Pero tú te pareces al más joven de los hijos de la Reina Kunti. Tenía el pelo rizado,
como el tuyo, e incluso la quijada era como la tuya. Aunque tu nariz es algo diferente. Yo
recuerdo todas las narices que he visto. Y tus lóbulos son más largos. Pero era un príncipe
Pandava, tan encantador... y él, por supuesto, lo sabía. No podrías ni imaginártelo sentado
aquí con nosotros.”
“Es de esa parte del país”, dijo Krishna. “Y todos los príncipes kshatriyas están
emparentados. Todos son primos o primos segundos o algún tipo de primos, no puedes ni
siquiera intentar averiguar la relación.” Esto tenía perfecto sentido para la mujer y asintió.
“A fe, eso es verdad”, dijo, y trajo grandes boles de arcilla llenos de humeante arroz,
que sirvió en nuestras hojas trenzadas a modo de platos. Su hija, que estaba de visita, vino
detrás de ella con modestia y bandejas de carne. Bajé los ojos, esperando que aquélla fuese la
que soñaba con Karna.
Cuando dejamos el lugar, nuestros huéspedes estaban en la puerta con las manos
unidas y en alto para decirnos adiós. Con mucho más que las palabras de despedida rituales,
nos pidieron que volviésemos pronto y sin falta. “Si alguna vez vais a la corte de Hastinapura,
decidle al rey Yudhisthira que su pueblo reza por él”, proclamó la mujer y el anciano añadió
algo más. Todo lo que pudimos oír en la distancia fue:
“...Ashwamedha...”
Con las primeras luces, cuando nos preparábamos para dejar nuestro lugar de reposo
en el bosque, hallamos a una mujer de pie cerca de nosotros. Krishna y yo estábamos
rellenando nuestras vasijas de agua en el río. Había demasiada oscuridad para verla bien, pero
capté un aire de belleza. Creí que cojeaba.
“Llevadnos con vosotros”, dijo. La cojera resultó ser un crío pequeño oculto entre sus
faldas.
“Quisiera que pudiéramos hacerlo”, dije sin querer ofenderla. “Mi amigo y yo
estamos en una misión.” Y entonces vi al niño. El suyo era el rostro que Abhimanyu debió de
tener con seis años. Krishna lo había visto primero, pues estaba mirándolo ya.
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“Sois kshatriyas”, dijo. A un kshatriya puedes reconocerlo por sus andares y por su
perfil en la más oscura de las noches. Asentí.
“Quiero ir a la corte del rey Yudhisthira. ¿Vais en esa dirección?” Era ya de la corte
del rey Yudhisthira de lo que hablaba el pueblo y ello me alegraba.
“¿Qué pensáis hacer allí?”, pregunté.
“Quiero emplearme como sairandhri.”
“Hay muchas cortes. ¿Por qué la del rey Yudhisthira?”
“Trabajé muchos años en la corte del rey Jayadratha. Demasiados años. Serví a su
reina, pero él fue muerto en el Kurukshetra. Ahora es su hijo el que reina, que es un
mujeriego, como su padre, sólo que peor. Y a su reina no puedo servirla. Quiero que mi hijo
aprenda armas en la gran academia de Hastinapura.”
“¿Crees que lo aceptarán?”, preguntó Krishna.
“Su padre era un kshatriya. Pero, en cualquier caso, hay gente que dice que los
mejores kshatriyas jóvenes han muerto. Y así ocurre, al menos, en el reino de Sindhu.
Imagino que tendrán que abrir las puertas.” Mientras hablábamos, la luz empezaba a
imponerse. El rostro de la mujer era hermoso. Sus ojos, de la forma de los lotos, se elevaban
hacia las sienes como los de las damas de Manipur. Su nariz era recta y terminaba con finura.
Su boca era de una pletórica suavidad, pero se volvía amarga en las comisuras.
“Sentémonos”, dijo Krishna y extendió una estera. Todos nos sentamos y el niño lo
hizo en el regazo de Krishna. Éstos se sonrieron uno a otro. Se sentaban como Abhimanyu y
su tío Krishna debieron de hacerlo en tiempos. El niño volvió la cabeza alrededor y alzó la
mirada sin timidez.
“¿Quieres aprender el arte de las armas y ser un guerrero kshatriya?”, le preguntó
Krishna. Creo que él conocía la respuesta, pero a mí me sorprendió.
“No.”
“Un hombre ha de aprender a proteger a su madre, a su esposa y a sus hijas”, dijo la
mujer.
“Sólo el Creador puede hacerlo.” Me puso la carne de gallina. Incluso su serena forma
de hablar era la de Abhimanyu. Me habría gustado saber quién le había enseñado esto, pero
dejé a Krishna las inquisiciones.
“¿Qué querrías hacer entonces?”, preguntó éste.
“Quiero ir a Dwaraka y ver a Krishna. Cuando la Reina Draupadi estaba en apuros en
la sabha sólo Krishna la salvó y no los kshatriyas.”
“Tienes mucha razón, hijo. Fue Krishna y no los kshatriyas”, repuse observándolo con
cuidado.
“Sea, pero Krishna no me salvó a mí”, intervino la madre.
“Tú no lo llamaste como la Reina Draupadi”, dijo el niño.
Nuestra Draupadi de la sabha se había convertido en una diosa que infundía ahora
coraje a otras. Le pregunté a la mujer cómo lo sabía el niño.
“Todo el mundo sabe de la guerra”, respondió, “y todo el mundo sabe que empezó
con la partida de dados.”
No imaginábamos cuál era exactamente su problema, pero, por el modo en que se
había dirigido a nosotros, cualquiera podía ver que era una mujer independiente. El día clareó
y evidenció la plenitud de su hermosura. No había fallos en ella. Su piel era terciopelo y le
adornaba la mejilla un auspicioso lunar. Largas y cúrveas eran sus pestañas. Su cabello, de un
negro azulado, estaba dispuesto de acuerdo con un complejo estilo de trenzas alrededor de un
moño y con flores tejidas en él. Tenía curvas las uñas como concha de tortuga. No era muy
distinta de Draupadi. El soberbio perfil de su cuello y su cabeza estaba colmado de desafíos.
171
“Creo que la Reina Draupadi te ayudará”, le dijo Krishna. “Es una reina de gran
compasión. Y cuando el príncipe Arjuna vuelva a abrir la Yuddhashala, cuidará de ti. Es el
mejor amigo de Krishna. Son como uno solo. Y te entenderá. Dile que te llame Premadasa”,
le dijo a la criatura. Le pusimos unas monedas de oro en la mano a la mujer. Creí que el niño
se aferraría a él y lloraría pero, cuando Krishna le dijo que nos volveríamos a encontrar tras
nuestro retorno a Hastina, aquél le dedicó una radiante sonrisa y juntó las manos en
salutación.
Cabalgamos en silencio durante un rato. Vi que Krishna no había dejado el crío atrás
y le dije:
“La pesadilla de Draupadi es para él inspiración.”
“A cada minuto, el mal se cambia en su opuesto.” Puso los caballos al trote. Los
árboles se encontraban en la altura. Seguimos el curso del río, cuyas aguas venían hacia
nosotros en pequeñas ondas cintilantes. A intervalos, el sol nos acariciaba la piel a través de
las hojas y yo me entregué a ponderar lo que había dicho mi amigo.
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CAPÍTULO 35
“Comamos en este lugar”, dijo Krishna. “Es tan bueno como cualquier otro para un
pícnic.” Yo estaba acostumbrado a los inesperados giros de Krishna con las palabras y las
cosas, aunque ofrecer pícnics a los moribundos... Pero una vez manifestado aquello, la
sombra de la muerte se acortó.
El anciano pidió que lo apoyáramos contra un árbol. Yama le ató su cuerda alrededor
de la cintura y sonrió antes de retirarse. Krishna puso una bola de arroz ante la boca del
hombre, que bizqueó al mirarla sin saber qué hacer. Pero, una vez tuvo la comida en la
lengua, la masticó y, tras varios bocados, Krishna le colocó una hoja en el regazo llena de
arroz, cuajada y condimentos. El hombre extendió la mano y, poco a poco, dejó de temblar.
Al final, se enjuagó la boca con el agua que le dimos y nos miró para formarse un juicio
definitivo.
“Abuelo”, dije, “Yama se ha ido a casa y lo mismo podrás hacer tú.” Los tres nos
acostamos en la estera kusa bajo el baniano y dejamos al hombre dormir. Su sueño estuvo
colmado de gentiles resuellos. Un ronquido repentino lo despertó. Miró asombrado alrededor
antes de reconocernos. Entonces, con una desdentada sonrisa, a medias de timidez, a medias
de dicha, se esforzó por ponerse de rodillas y posó la cabeza a los pies de Krishna y míos. Lo
ayudamos a levantarse y lo contemplamos mientras se marchaba cojeando de allí. De vez en
cuando, volvía la vista atrás, sonriendo con embarazo y gratitud, y nos saludaba agitando el
bastón.
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“Entonces sabréis que tiene la mejor sabha de toda Bharatavarsha” ¿No le había dicho
nadie que Maya la construyó para nosotros?
“Es la mejor, en efecto”, respondí.
“Hay gente a la que le gusta el palacio de cristal de Hastinapura. A mí no.” Hizo una
mueca de disgusto.
“Estoy de acuerdo contigo”, dije.
“No es nada alegre.”
“Exactamente lo que yo pienso. Tu sabha aquí está llena de luz y de alegría.”
“Mi abuelo es ciego y mi abuela lleva una venda en los ojos, así que imagino que no
les importa. Pero yo creo que me disgustaría igual con cien vendas en los ojos. A mí no me
gusta Hastina, comparada con Indraprastha.”
“¿Sabes quién construyó Indraprastha?”, preguntó Krishna.
“Pues claro. Mi padre lo hizo. Pero tío Bhima lo mató. Mató a tío Duryodhana de una
forma adhármica y a todo el resto de mis tíos. Es un bruto.” Hubo un silencio. Krishna
encontró unos paños bajo el asiento y arrojó uno al muchacho.
“Nunca he hecho este trabajo”, dijo.
“No importa. Yo te enseñaré”, repuso Krishna. “Para todas las cosas hay una primera
vez.” El chico miró el paño y tras un momento de indecisión imitó a Krishna. Mientras
frotaban a los caballos Krishna dijo:
“Después de un galope como éste tienes que cuidarte de que se enfríen poco a poco,
especialmente si están asustados. Dime, Puru, ¿qué harías tú, si alguien intentase quitarte tu
sabha y la ciudad de Indraprastha?”
Alzó una mirada de ojos airados y muy abiertos y dijo con lenta determinación: “¡Yo
soy un kshatriya y mataría a ese hombre! Tal es el deber sagrado del kshatriya.” Nos observó
desafiante.
“Eso es lo que tu padre y tus hermanos les hicieron a los Pandavas”, dijo Krishna.
“Eso es una mentira inventada por los Pandavas.”
“¿Has oído el refrán donde hay una flecha volando, hay un golpe detrás?”, preguntó
Krishna. “Pero nadie va a quitarte Indraprastha, príncipe Puru.”
Krishna dejó que los caballos lo llevasen a él y al chico de vuelta a la ciudad. Yo
monté mi propio corcel y, guiando al de Krishna, cabalgué detrás del carro. Y aunque el
viento se llevaba las voces hacia adelante, supuse que Krishna le estaría contando la historia
de la partida de dados. El muchacho escuchaba. De rato en rato volvía la vista hacia mí. Yo le
sonreía y asentía con la cabeza. Al aproximarnos a la Puerta Oriental, las altas murallas
blancas se elevaron para saludarme como si hubieran estado esperándome. El corazón me
batía el pecho.
Impremeditadas, lágrimas me corrieron por las mejillas. Las banderas tremolaban en
los tejados de los palacios. No importaba de quién fueran. Lo único importante era la
hermosura de esta ciudad que Krishna ayudara a construir. Krishna aminoró la marcha del
carro para que pudiésemos cruzar juntos las puertas. Los guardias contemplaron al chico. Le
oí decir, como en un sueño:
“Todo en orden, Baruni. Son mis amigos.” El guardia nos observó con atención, vio el
rostro sonriente de Krishna y el mío, lloroso. Nos dejó pasar. Y ahora los recuerdos que había
relegado lucharon por un puesto de orgullo. Ésta era la puerta por la que marchamos a la
partida de dados. Draupadi miró atrás, entonces, y gimió como si alguien hubiese muerto. Vi
las hileras de tiendas, la piedra esculpida de las grandes casas. Las anchas avenidas que
atravesamos estaban orilladas por los árboles que plantáramos: llamas del bosque, ashokas,
parijatas, nims, pipals y banianos. Giramos por la que habíamos llamado la Calle de las
Flores. Los perfumes de champa y de jazmín me inundaron la garganta. Todo era como ayer
176
y me esperaba con sus recuerdos. Cuando nos aproximamos a mi academia militar, supe que
el dios que la guardaba nunca había partido de allí. Aquí era donde Satyaki, un día, llegara a
mi encuentro y pusiera su cabeza a mis pies, pidiéndome silenciosamente que fuese su Guru.
La primera vez que llegamos aquí con Krishna, éste sintió amargura por la desolación
de la arruinada ciudad. Los árboles crecían a través de los techos de los palacios y reventaban
los muros. Las ruinas estaban llenas de plantas trepadoras que subían por las piedras con
vegetales serpenteos para succionar la vida de las cosas hechas por la mano del hombre. Con
ayuda de Dwaraka, y con Bhima y sus equipos de hombres provistos de hachas que
trabajaban desde el alba hasta la media noche, limpiamos de jungla la villa en un solo verano
y nivelamos el terreno de forma que el sol pudiese mirar la ciudad por primera vez en un
ciclo de cien años.
Construir algo totalmente nuevo es elevarse hasta el Creador. Nosotros teníamos la
sensación de hacerlo con Krishna a nuestro lado. Y al final, estuvimos más contentos con la
construcción de nuestra ciudad que si se nos hubieran dado diez Hastinas terminadas.
Sabíamos ya entonces, cuando talábamos la madera y labrábamos la piedra, que había algo
oscuro y podrido en Hastina. No intentamos copiarlo. Krishna inspiró a los artesanos de
Dwaraka para construir una ciudad llena de luz. Nadie había de sentir en ella temor.
“Renovación”, dijo, “es omitir lo que ya no sirve.”
El día en que pusimos la piedra angular de mi Yuddhashala fue el más feliz de mi
vida. Nakula y Sahadeva construyeron los establos. Y los caballos del bosque, sabiendo que
una casa les esperaba, vinieron a nosotros; al principio, uno a uno; luego, a decenas y, por fin,
a centenares.
¿Habían oído lo que Krishna decía de la libertad?
Aprendieron a tirar de los carros como si hubiesen nacido para hacerlo. Y los
carruajes, hechos de la madera de nuestras acacias y diseñados por Maya, eran una gloria
nunca vista todavía. Pronto tuvimos el doble de vehículos que Hastina.
No era que hubiésemos construido Indraprastha más alta que Hastina, pero los cielos
eran más libres aquí. Las nubes navegaban el firmamento jubilosas y hoy se movían como
bailarinas de pies ligeros derramando sobre nosotros bendiciones. Indraprastha no podía ser
maculada por nada ni por nadie. Había sido construida por el coraje de Krishna, sobre su fe y
voluntad indomable. No había lugar aquí para la intriga, la sospecha y el tósigo. Cuando
entramos en el palacio de cristal de Hastina, sus mil pilares estaban inflados de maldad y cada
columna era una particular amenaza. Su luz estaba apenumbrada por el hombre mismo.
Ahora los vendedores nos reconocieron y elevaron hurras poderosas mientras otros,
riendo, corrían a nosotros con ofrendas de fruta y paños, plata, gemas y oro. El joven Puru
observó todo esto de soslayo, ponderándolo en silencio. Por primera vez pensé que había algo
más, aparte de mala sangre, en él.
“¡Mahatma Krishna!”, llegaron los gritos. “¡Es el príncipe Arjuna!” La muchedumbre
se hizo tan densa que no podíamos pasar. El muchacho miró alrededor y preguntó:
“¿No deberíamos decirles que vamos al palacio?” Krishna abocinó las manos y clamó
con voz fuerte:
“¡Habitantes de Indraprastha! Os damos las gracias por la bienvenida. Vuestro
Yuvaraj nos invita a su palacio. ¿Podríais dejarnos pasar? No tardaremos en volver.” Sus
esfuerzos le valieron a Krishna una lluvia de flores. La gente trepó al carro para ponernos
guirnaldas y tocar con sus frentes nuestros pies. Las madres ponían en nuestros regazos las
cabezas de sus hijos para que los bendijésemos. Dos hombres se abrieron camino hasta
nosotros.
“Príncipe Arjuna”, gritó uno llorando. “Mahatma Krishna, sabíamos que un día
volveríais, hemos contado cada mes de estos trece años.” Era nuestro maestro constructor de
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carros y el otro, Satyajit, nuestro espadero. “Sabíamos que volveríais”, no dejaban de decir
mientras yo abrazaba a uno y Krishna alzaba el otro al carro. Mis lágrimas se mezclaron con
las de Satyajit. Una y otra vez nos abrazamos. Los trece años nunca habían pasado.
La turba empezó a cantar: “¡Larga vida al príncipe Arjuna! ¡Victoria a Mahatma
Krishna!”
Hubo gritos de:
“¡Victoria al Dharmaraj!”
“¡Sabíamos que volveríais!”
Las mujeres salieron a los balcones y nos hisoparon con agua de rosas. De todas
partes llegó el testimonio de amor y de lealtad. Cogimos las flores y avanzamos a través de la
multitud con las manos unidas tratando de mostrar nuestra emoción. Devavrata, el constructor
de carros, tomó las riendas de manos de Krishna.
“¡Victoria al Dharmaraj! “¡Victoria al Dharmaraj!”
“¡Victoria al rey Yudhisthira!”
Mucho antes de que la villa estuviera preparada, habían venido en tropel hasta
nosotros: maestros arqueros, ebanistas, plateros y orífices, constructores, bardos y soñadores
de todas las castas a los que llegara noticia de los Pandavas que servían a la Verdad y no
podían ser derrotados. Habían oído hablar del príncipe Bhima, que era capaz de arrancar un
árbol con las manos; del príncipe Arjuna, que había ganado a Draupadi disfrazado cuando
nadie más pudo levantar el arco. Krishna rodeó los hombros del joven Puru con el brazo. El
gesto no le pasó desapercibido a Puru. Comprendí que Krishna había decidido proclamarlo.
Su destino había lanzado sus caballos volando hacia nosotros. Podría no ser mi
destino vivir en Dwaraka o en Indraprastha, pero había vivido este día con Krishna y nada me
importaba. La luz era deslumbrante. Los balcones estaban tan abarrotados que temía verlos
caer. Largas sartas de flores descolgaba la gente hasta nosotros y, cuando extendía la mano
para cogerlas, tiraban de ellas como si quisiesen subirnos a sus casas. La muchedumbre era
tan densa que casi no podíamos avanzar; Krishna se metió por una calle estrecha, pero la
gente corrió detrás de nosotros y nos rodeó una vez más. Abrazaron y enguirnaldaron a los
caballos, y había quien les tocaba los cascos como si cada animal fuese un Ashwin
descendido directamente del cielo para traernos hasta aquí. En las crines les ponían flores las
muchachas. Empujaban de tal modo el carro, que éste empezó a mecerse, a temblar con
suavidad como un barco lamido por las olas del océano. La calle era angosta y tan bajos los
balcones que la melena de una muchacha me rozó el rostro, mientras me llegaba de un
anciano su aliento con olor a clavo y cardamomo. El amor era el pulso de la atmósfera. A
través de nosotros irradiaba y en él nuestras almas se bañaban.
Atrás quedaba el mediodía. El sol se movía hacia el oeste, cuando alcanzamos el
palacio. La noticia de nuestra llegada nos había precedido y la madre de Puru nos esperaba a
las puertas del edificio con sus damas y consejeros. Al instante vimos que estaba asustada...
asustada a medias, a medias desafiante. Ascuas de resentimiento tenía en los ojos, aunque
tomó el polvo de nuestros pies con toda ceremonia. Y cuando nos guió al salón del consejo,
el agua de muchos ríos sagrados nos aguardaba en una jofaina de oro para lavarnos los pies.
“Es una pesada carga guardar un reino para tu hijo”, afirmó Krishna. Aquello me
habría hecho a mí sentirme cómodo al instante, pero ella estaba acostumbrada a todas las
intrigas y artimañas de la corte y fue preciso que el joven Puru le contase cómo lo habíamos
salvado para suavizar a la mujer. Pero al día siguiente, cuando fueron llamados los purohits y
traídos todos los elementos necesarios para la coronación, aquélla se acercó a Krishna y se
postró. Puru fue sentado en el trono y, con el cabello húmedo aún del agua sagrada, puso la
cabeza a los pies de Krishna.
178
Krishna anunció que yo estaba allí en representación del Dharmaraj, una vez más
Emperador de Bharatavarsha y que realizaría el Ashwamedha. Al oírlo, los viejos cortesanos
contuvieron el aliento. El joven rey puso su cabeza a mis pies. Nos sería tan leal como
Sahadeva de Magadha, al que Krishna colocó en el trono después de matar al tirano de su
padre, Jarasandha. Al levantarse, Puru me miró a los ojos. De hombre a hombre y de rey a rey
me preguntó:
“¿Daré la talla de un gobernante?”
“Si controlas tus caballos...” Me estudió el rostro y, cuando comprendió, se tragó una
sonrisa.
“El rey Yudhisthira tendrá que conquistar a muchos gobernantes para el Ashwamedha.
No será tan fácil como en esta ocasión”, nos sonrió un viejo y desdentado cortesano. Se
parecía a Kanika y hablaba como él. Su nombre era Jhillin.
“Cada reino tiene uno”, dijo Krishna entre dientes.
“No será tan agradable como vuestra campaña del Rajasuya. ¿Habéis pensado en
ello?” Nos enseñó todas sus encías. “Ahí estarán los hijos y hermanos de Avanti y Gandhara
y Sindh, y los herederos y amigos de Bhagadatta... para mencionar sólo unos pocos. Mucho
me temo que te darán trabajo, príncipe Arjuna.” Su voz era suave como madera oleosa y tan
paternal... “Te felicito, de todos modos. Muy pocos guerreros se atreverían a llevarla a cabo.”
Tenía el don de volver las palabras a un tiempo dulces y venenosas. Su voz se elevaba y caía
como los tonos de un instrumento musical. “La mayoría de los héroes se contentarían con
sentarse en casa y administrar su propio reino.”
“¿Cuál?”, preguntó Krishna, “¿Hastinapura o Indraprastha?” Lo que le hizo apretar las
encías, aunque con los labios aún sonrió. La Reina Madre le arrojó una mirada de ira y
advertencia. Ella se mostró más cordial después de esto y nos invitó a ver la academia que yo
fundara. Por cortesía, permitimos que nuestros acompañantes nos guiasen como si no
supiéramos el camino. Puru se reunió con nosotros en la puerta. No estaba dispuesto a
separarse de nosotros y quería oír la historia de cada lugar que habíamos construido: la
palestra para la lucha libre, los establos de elefantes, la galería de tiro...
En la Mayasabha me detuve en el umbral, transfijo por un millar de recuerdos y sin
poder seguir adelante. Hubo como un trueno sin sonido. Las apsaras del cielo de Indra
cantaban en mi pecho. En estas estancias un lago de paz me había esperado, sin que mano o
pie o pensamiento lo hubiese mancillado. Me decía que nunca puede perturbarse a la pureza.
Ésta era una obra de amor y gratitud, surgida de mi acto al salvar a Maya. Krishna le pidió
que construyera para nosotros un lugar como nunca lo hubieran visto los hombres. Miles de
recuerdos retornaron: Maya caminando por el aire, mientras él y sus ayudantes colocaban
bien altas las vigas, o las gemas que esparció ante nosotros como un firmamento de
policromas estrellas. Por fin entré allí. La luz, con su presencia densa, disolvió todo sombrío
pensamiento. Un golpe seco alcanzó mi corazón, como cuando algo no puede nacer
enteramente: una puerta que había estado cerrada catorce años cedió.
Nadando en la luz de la sabha vi los ojos de Maya tal como eran cuando dijo:
“Construiré algo hermoso para ti, Arjuna.” Me perdí y me hallé a mí mismo otra vez. Vagué
adentro y afuera de la vida y una vez más Matali me portó a algún lugar en el carro de Indra.
Un lugar más alto que el cielo. La madre de nuestra raza, Urvasi, me sonrió. Supe que nunca
me había maldecido.
Todas las heridas sanaron. La sangre que habíamos vertido habría llenado más de un
edificio como éste. A veces un acto pequeño hecho con verdadera compasión pesa más en la
balanza que los crímenes del hombre, porque la capacidad de éste para elevarse es mayor que
su ansia de destrucción. Él podría yermar la tierra, si eso fuera posible, pero lo que el Creador
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le ha puesto en el espíritu le hace desandar sus pasos y cura los destrozos de la tierra, y a él
mismo.
No había habido nada que perdonar. Incluso los cielos cambian con nosotros. Aquí
había danza, pero no movimiento. Comprendí por fin lo que decían las formas de la
Mayasabha: con Krishna al frente, nuestras vidas habían emergido de la oscuridad; lo que
ocurriese después sería Gracia. Marchamos sobre los suelos de lapislázuli, rodeamos las
fuentes y nos acercamos a un estanque engañoso que imitaba piedra. La ira de Duryodhana
había desaparecido. Aquí la confusión se resolvía y moría, y ello era la verdadera magia de
Maya.
Por último, recordando que no estaba solo, me torné. Krishna y Puru se habían
escabullido de la sabha luminosa. No podía encontrarlos.
Afuera, Puru estaba pegando patadas a las piedras. Krishna se había ido paseando
hasta el lago de los lotos. Cuando le pregunté a Puru qué había ocurrido me dijo que el eje de
su carro se había partido y que su auriga era un incompetente. Siguió pateando piedras y, al
preguntarle por qué lo hacía, pateó la raíz de un árbol. ¿Cómo podía importar en un lugar así?
Un centenar de carros rotos no deberían haberle importado en medio de la belleza de la
Mayasabha. Contemplé ahora las brillantes ruedas de acacia con cisnes de oro incrustados
alrededor. Las ruedas estaban recubiertas de plata y no había un arañazo en ninguna parte.
Debía de hablar de otro carro, me dije a mí mismo, y me volví.
Comimos con Puru. Hoy el muchacho no quería comer y se limitaba a hacer
montoncitos con su arroz. Creí que estaba enfermo o que su mala sangre lo hacía tornadizo.
“Puru”, le dije al fin, “¿qué ocurre?” No respondió. Apartó la mirada y nos dejó.
Como nadie lo reconvenía, pensé que era su comportamiento habitual.
Moviendo los labios pero sin emitir sonido le dije a Krishna: “Igual que Duryodhana.”
Él hizo un gesto con sus cejas, advirtiéndome de que tuviera cuidado. Me hizo pausar. Pasado
un rato hice gesto como de rascarme el hombro y miré alrededor. Vi a Jhillin mirándonos. Era
un día caluroso, pero sentí un escalofrío.
Aquella noche Puru volvía a ser el mismo. Banqueteó con nosotros y rió metiéndonos
en la boca pedazos escogidos. Quizás tenía razón para aquellos cambios de humor. Su padre
y sus hermanos habían sido exterminados y él estaba codeándose con el hermano del hombre
que lo hiciera. Alrededor de él, el mundo había cambiado. Le habían dicho que Indraprastha
había sido construida por ellos y no sabíamos qué más le habrían contado. Al día siguiente
fuimos a saludar a su madre. Pasamos junto a un cenador y oímos su infantil quejido.
“No puedes obligarme.”
Había otra voz.
“Eres tú o ellos. ¿Crees que te gustará ser su esclavo? ¿Quieres ver a tu madre
desterrada al bosque trece años? Eres un crío, si piensas que han perdonado.” Siguió un
silencio. “¿Olvidarías tú, mi príncipe, si tú y todos tus hermanos fueseis enviados al exilio
trece años? Para ti podrían ser treinta años.” Era la voz de alguien cuya lengua batía, en lugar
de dientes, labios y encías. Era Jhillin. “¿Para qué crees que han venido, sino para hacerte a ti
lo que tan reluctante te muestras de hacerles a ellos?”
“No es verdad pero, si tan ansioso estás, Acharya, y tan seguro, ¿por qué no lo
intentas tú mismo?”
“Tú eres un kshatriya, pero te portas como una niña.”
“Ellos confían en mí. El camino del kshatriya es la espada, no el veneno.” La voz de
Puru se elevó. La vieja lengua batió sin efecto los labios, incapaz de expresar toda su ira.
“Estúpido niño, van a oírte. Tiene que parecer un accidente o una enfermedad.”
“¿Veneno, un accidente?”, rió con desdén.
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“Si envenenamos a Krishna primero, podrá parecer que cogió unas fiebres. El otro
quedará tan destrozado de dolor que, cuando lo envenenemos, podremos decir que se quitó la
vida.”
“Hazlo tú.”
“Yo no puedo darles bocados con mis manos.” La voz del anciano se elevó con un
chillido que no pudimos comprender y luego siseó algo. Un jardinero vino hacia nosotros
portando agua; yo hice como si me quitara una piedra del calzado, luego tuvimos que irnos de
allí. Caminamos en silencio hacia el palacio. ¿Cómo podíamos haber derramado tantos ríos
de sangre y no haber exterminado a todos los Kanikas y Jhillins? Pensé en el hijo de
Abhimanyu. Nos fuimos caminando de allí.
“En todas partes hay un Kanika”, dijo Krishna, “pero en todas partes hay también un
tío Vidura y al final los Kanikas desaparecerán.” En aquel caso, Krishna tenía razón. Puru
ordenó un gran banquete en nuestro honor y dio el veneno al anciano. Nadie cuestionó que
había muerto de un cólico. No era un personaje amado.
Las últimas palabras de Krishna antes de separarnos fueron: “Dile a Uttara que
volveré a tiempo. Y dile a Subhadra que es el orgullo y la dicha de todos los Vrishnis, y que
la llevo en mi corazón. Y dile a Draupadi que es nuestra Reina de reinas y que nunca me
abandona.”
183
III
ASHWAMEDHA PARVA
CAPÍTULO 36
186
CAPÍTULO 37
El caballo se tornó al este y me guió directo a tierras Trigarta, donde mis enemigos
jurados me aguardaban. Tanto mejor para acabar con aquello cuanto antes, pensé. Los
Trigarta debían de haber recibido noticia de mi llegada. Y fue en los alrededores de la ciudad
donde los supervivientes de la batalla, montados en sus carros, rodearon al corcel.
“Os traigo saludos del rey Yudhisthira. Vengo como embajador de paz y sin ejército.
Las familias de las fuerzas Kaurava y las nuestras ofrecen juntas oblaciones. Los muertos son
el sacrificio de la paz. El caballo sacrificial ha escogido éste antes que ningún reino. Si nos
dejáis pasar, puede que vivamos aún para ver días auspiciosos.”
Escucharon únicamente porque su curiosidad al verme venir sólo era mayor que su
ira, pero llenas de desprecio tenían la boca y colmados de dureza los ojos.
“Muy bonito tu discurso, Arjuna, pero ¿crees de verdad que después de matar a
nuestro rey y a casi todos nuestros parientes vamos a dejarte pasar sólo porque nos llamas
amigos? Has venido sin compañía, no cabe dudarlo, porque tus hombres están muertos.” El
resto rió. “Por lo demás, ni aunque nos cantases con la dulce voz de los cisnes te dejaríamos
cruzar nuestras tierras. ¿Es que le has tomado prestados el seso y la lengua a Bhima para
hacer parlamentos tan idiotas?”
Sus ojos ansiaban mi ira. Traté de sonreír. Me mordería la lengua, antes de responder
al desafío guerrero. Me preparé para aguantar lo que me arrojasen. No tardó en llegar. Fue el
hermano menor de Suryavarman, Ketuvarman, que acercó su carro al mío.
“Muy amable por tu parte, Arjuna”, dijo, “haber considerado nuestra ciudad digna de
tus huesos.” Sus voces estaban tan llenas de odio que me pregunté cómo podía haber llegado
a pensar siquiera que los persuadiría sin batalla.
“Sí”, añadió Suryavarman, “Arjuna es muy amable. Ha debido de ser su compasivo
Dharmaraj quien le dijera que nuestros cuervos y buitres están escasos de carroña.”
Risotadas recibieron estas palabras como si hubieran sido una fina y sutil pieza de ingenio.
Otro primo tomó el relevo:
“Dicen que el abuelito de Yudhisthira le llenó sus regios oídos de consejos piadosos
desde su lecho de dardos.” Con esto, sentí la rabia subirme a la cabeza en finas y ardientes
puntas de flecha.
Krishna, pedí en mis adentros, mándame inspiración.
“¿No te gustaría a ti un lecho de dardos, Arjuna?”, se mofó otro.
“Así podrías jugar tú también al abuelito pío y darnos consejitos.” Aún me aferraba a
algunas trizas de las admoniciones del Primogénito, cuando uno clamó:
“¿Es verdad que mataste a tu hermano mayor para que Dharmaraj pudiera sentarse en
el trono?” La palabra Dharmaraj fue escupida con tal odio que mis manos aferraron el arco.
Antes de que pudiera tomar una flecha por encima de mi hombro, Gandiva repicó a mis pies.
Suryavarman me había rozado la mano con una flecha directa. Era como si el Gran Indra no
pudiera alcanzarme la mente. Vi la sangre correrme por el meñique. El anillo de Krishna lo
había salvado. Pensé que era mejor dejar yacer el Gandiva. Los Trigarta estaban decididos a
divertirse conmigo y, si los dejaba, acaso pudiera ganar tiempo:
“Amigos”, dije. Los hermanos se miraron unos a otros como si estuviese loco. “Ya
hemos matado bastante. No se os oculta la injusticia que llegamos a sufrir. ¿Qué habríais
hecho vosotros, si una de vuestras reinas hubiese sido deshonrada en la sabha?” O me
matarían o les haría escucharme. “¿Qué pensaríais de nosotros, si no hubiésemos cumplido
nuestros votos guerreros tras la partida de dados? Duryodhana os envió su embajada antes de
que nosotros lográsemos hacerlo. Si hubiera sido de otro modo, podríamos haber combatido
187
juntos del lado del Dharma. Nosotros no teníamos sino siete akshauhinis, pero Durga nos dio
la victoria. Ya sabéis que, cuando Dharmaraj era emperador, había paz y prosperidad. Ya
conocéis las virtudes del rey Yudhisthira. Si dejáis pasar al caballo que porta su insignia...”
“¡Disparadle una flecha a la boca antes de que nos engatuse!”, gritó uno. Suryavarman
alzó una mano.
“Pero, si no dejáis pasar al caballo sacrificial, os desafiaré uno por uno”, acabé
apresuradamente.
“Te hemos escuchado, Arjuna”, respondió Suryavarman, “pero ahora eres tú quien
olvida nuestro voto. Es una lástima que el caballo te haya traído aquí, a tierras de tus
enemigos jurados. Quizás si hubieses enviado a Bhima, a quien no hemos jurado matar, las
cosas habrían sido distintas; pero tú tendrás que abrirte camino peleando, aunque lo haremos
uno por uno.”
“Así sea”, dije.
Inutilicé a Suryavarman, después a Ketuvarman, sin matarlos. El más joven de los
hermanos se rindió. Había acabado.
Pasados tres días, empecé a preguntarme qué dios inspiraba a Kalidasa, tal como
llamaba yo ahora al caballo, porque después del episodio con los Trigartas me llevó directo al
reino de Bhagadatta. Su hijo, Vajradatta, salió en un elefante del gris de las nubes que era el
gemelo de Supratika y cuyos colmillos tenían las puntas recubiertas de oro. Al igual que su
padre, Vajradatta era corpudo y hermoso. Sus grandes ojos negros me contemplaron bajo la
sombrilla blanca de seda. Nunca me había sentido en desventaja luchando contra un elefante
desde mi carro, pero hacerle discursos a alguien que me miraba desde semejante altura me
hurtaba toda elocuencia.
“Te traigo saludos del Dharmaraj.” Me esforzaba por hallar más palabras cuando
Vajradatta me gritó en respuesta:
“Tú mataste a mi padre. Guárdate los saludos. Vosotros los Pandavas creéis que
podéis gobernar el mundo y venís aquí con la excusa de vuestro caballo sagrado. Te digo que
estás violando esta tierra. Mataste a mi padre porque era de edad avanzada, pero yo no lo
soy.” En efecto, no era mayor que Abhimanyu cuando murió. El cornac sentado en el cuello
del elefante lo miró en espera de órdenes, pero él me observaba a mí y dijo: “Vete, Arjuna, si
quieres vivir.” Alzó entonces su focino enjoyado con gesto amenazante. Comprendí que no
serviría de nada hablar con él, armé una flecha en el arco y se la disparé a la oreja derecha del
elefante. La bestia elevó la trompa y barritó de rabia. Aun en el caso de que Vajradatta
hubiese querido contenerlo, dudo de que lo hubiera logrado. El animal giró sobre sí mismo y
empezó a danzar en círculos. Estaba fuera de control. Se alejó de mí y cargó contra un
enemigo invisible, sólo para darse la vuelta otra vez. Gandiva vibró con el trueno de sus
pasos. Mi carro giró para enfrentarlo y traté de hallar el cerebro del animal. Mis flechas le
alcanzaron la trompa, las orejas y el rostro, mientras yo evitaba las saetas y jabalinas de
Vajradatta. Disparé después a las patas del elefante para hacerlo más lento, pero al igual que
Supratika era indomable y magnífico. Giré. Se cruzó en mi camino y me obligó a rodearlo.
Sentí su trompa rozarme el cuello y empujarme una vez la diadema. No podía matarlo.
Después, al pasar junto a él le arrojé a la sien una lanza con todas mis fuerzas. Madre Durga
la guió. El elefante corrió unos instantes, luego se detuvo y cayó de costado. Vajradatta voló
del castillo para dar en el suelo. Yo salté del carro. El príncipe yacía de espaldas, con la
diadema de turquesas en el polvo junto a él. Ahora parecía el muchacho que era en realidad.
Sus mejillas eran redondas e imberbes, su cabello tenía el brillo de la juventud. Se llevó una
enjoyada mano a la frente y murmujeó:
188
“No me pongas el pie en la cabeza. Pídeme lo que quieras, pero no me pongas el pie
en la cabeza.”
“Estoy sentado sobre tu pecho y ésa no es posición para ninguno de los dos.” Sus ojos
buscaron en los míos mi intención. “Príncipe Vajradatta”, le dije, “nunca le he puesto el pie
en la cabeza a nadie. Ahora, ¿si me levanto y te suelto, podremos hablar de príncipe a
príncipe?” Me miró, incierto de su deber, y volvió los ojos al cielo como en espera de un
signo. Sentí una oleada de calidez hacia él. En tiempos de paz, podría haberlo conocido bien.
Habríamos coincidido en los eventos cortesanos. Si yo tuviese una hija, podría haberlo
elegido a él en su swayamvara. Quizás ningún signo le llegó, porque giró el rostro para mirar
alrededor. “Debes de saber que mi hijo era Abhimanyu. Tenía diecisiete años cuando murió.
¿Cuántos tienes tú?”
“Dieciséis”, respondió. “Aunque no soy demasiado joven para acabar con el hombre
que mató a mi padre.”
“Yo tengo cuatro veces tu edad y soy demasiado mayor ya para pensar que matarte a
ti resolvería algo.”
“Me haces daño en el brazo”, se quejó, lo que era su forma de decir que se sometía.
Lo solté pero no podía aguantarse de pie, así que lo apoyé contra un árbol.
“¿Qué edad tenía Abhimanyu?”
“Diecisiete”, repetí. Tras una pausa, una grulla voló tocándonos con la fugacidad de
su sombra. “¿No has oído decir que el rey Yudhisthira, mi hermano mayor, reinó como
emperador desde Indraprastha y que tu padre fue su amigo y el gran amigo de nuestro padre,
y que le pagó tributo?”
“Eso fue hace mucho tiempo.”
“Pero no antes de tu nacimiento. Tus tutores deberían habértelo dicho.”
“Mi padre me lo dijo.”
“¿Te dijo que el rey Yudhisthira era un mal rey?”
“Lo que me dijo fue antes de que tú lo matases.”
“Casi venció solo a nuestros ejércitos. Murió de una forma grandiosa, como lo hacen
los héroes.” Los ojos del muchacho se llenaron de lágrimas. Pasamos unos instantes
compartiendo recuerdos de su padre y del mío y de su amistad. Pronto nos preguntamos uno a
otro por nuestras familias. Por último le dije: “¿Nos harías el honor de acudir a nuestro
Ashwamedha? Será el día de luna llena del mes de Chaitra del año que viene.” Vajradatta se
inclinó desde la cintura pero, al tratar de juntar las manos, hizo una mueca de angustia y,
cuando quiso recoger su diadema, gimió de dolor. Yo le había retorcido el brazo. Recuperé
para él el aro de turquesas y oro, le alisé el cabello y le coloqué solemnemente la diadema en
la cabeza, recitando mantras de coronación. Até entonces una tela en forma de cabestrillo y le
puse el brazo en ella. Nos despedimos como amigos.
189
CAPÍTULO 38
191
“Mira, Dusala”, le dije señalando a la criatura. Había un pequeño brote lechoso en el
borde de las encías inferiores. El gemido que pujaba por salir del pequeño pecho surgió ahora
con todo el poder. Compartimos tal éxtasis con este primer indicio de un diente que Dusala
me pidió que me quedase. Era contra la tradición, pero Kalidasa estaba feliz allí. Y así vi a
Dusala hasta la cremación de Suratha y ofrecí con ella las primeras oblaciones. Detenerse en
cualquier palacio va contra las normas del Ashwamedha, pero el abuelo Vyasa me había
dicho:
“Actúa de acuerdo con tu buen sentido y tu Dharma interior.”
Yo era el único miembro varón de la familia para ayudar a los sacerdotes en la
cremación de Suratha. Coloqué su arco y sus flechas junto al cuerpo y, tan pronto como hube
encendido la pira fúnebre, tomé el arco y lo rompí en mi rodilla.
Cuando abandoné el palacio de Dusala, ésta me arrojó algo a la mano. Olvidé abrirlo
hasta casi dos días después y, al hacerlo, hallé un paquete de dulces como los que me diera
tantos años atrás en el palacio de su padre.
Kalidasa ahora se dirigió al sur. A los pocos días me hallé en el país de Matsya. Los
primos de Uttara nos dieron la bienvenida y me hicieron dormir en el palacio donde fuera
maestro de danza de Uttara y las damas de la corte. Visité la cocina donde Bhima reinó en
soledad y de la que sacó a hurtadillas exquisitos bocados para nosotros.
En ningún lugar había sido yo recibido con tanta cordialidad. Sin embargo, no vi a la
reina. Busqué las voces de Uttarakumara y el rey Virata. Caminé por el salón de juegos donde
Yudhisthira y Virata habían pasado horas tirando los dados y sentí sus presencias. A veces se
sentaban junto al ábaco de ajedrez, hecho de marfil y lapislázuli, que reposaba siempre
dispuesto sobre un tapiz de seda. Había serenidad en aquellas estancias, pero la reina
Sudeshna yacía enferma en su cámara. Me dijeron que no hablaba con nadie, pero al segundo
día me hizo llamar. No la reconocí en aquella mujer de cabeza doblada y nivosa. El pelo que
fuera del negro de los cuervos era frondoso aún, pero blanco como la cuajada. Yo no sabía
que esto pudiera ocurrir en el espacio de tres meses, pero me aseguraron que había sucedido
en una sola noche.
“Arjuna”, dijo sin levantar la cabeza. Mi nombre lo sacó como a rastras de su interior.
La voz le había envejecido más que el cabello y había en ella un tremor. “Estoy sola”, dijo.
Hasta ese momento, me había retraído una sensación de extrañeza. Su desolación me acercó a
ella y posé mi frente a sus pies.
“Nunca estarás sola mientras haya Pandavas vivos que recuerden toda tu bondad y
compasión inagotables con Draupadi. Parikshita se parece a Krishna y tiene los miembros de
Uttarakumara. Ven a Hastina y quédate con Uttara y su niño. El Dharma ha cambiado tras la
guerra, ahora somos más libres... y el niño es glorioso.”
No podía dar respuesta y no levantó la cabeza siquiera. Yo estaba arrodillado a sus
pies con sus dos manos en las mías. Estaban frías y desvaídas. La sentí emparedada en los
muros del dolor. Le hablé extensamente de la gallardía de Uttarakumara en batalla, de la
sonrisa que me había dirigido antes de caer. Le hablé de Shweta y de cómo habían luchado
aquellos dos grandes reyes, Virata y Drupada, con el valor de un centenar de hombres. Y de
mi encuentro con Pavitra, el hijo que ella adorara, antes del último día de guerra. Aunque yo
lloraba al rememorar todas aquellas cosas, ella no podía evocar sus lágrimas.
“Sabes que han conquistado el cielo de los guerreros. Te lo imploro, no sufras. Uttara
te necesita”, le dije apretándole las manos contra mi frente. Estaba tan convencido de que si
le hablaba lo suficiente la dejaría más serena... pero no importaba lo que le dijera de su nieto
ni cómo se lo dijera, no levantaba la cabeza. Esperé que el tiempo hiciese por ella lo que yo
192
era incapaz de hacer. Lo hizo, aunque no de la forma que yo imaginara. Pasados unos meses,
su espíritu dejó el cuerpo para unirse al Señor.
Seguí a Kalidasa al sur. Si hubiera marchado hacia el oeste, podríamos haber llegado
a Dwaraka. Los dioses te llevan adonde deben, no donde tu corazón quiere. Si tú prevaleces,
el resultado puede ser peor para ti. De pronto, el corcel se volvió hacia el este y me condujo
al país de los Chedis. El príncipe Chedi era nieto de Sisupala, al que Krishna había matado en
el Rajasuya, e hijo de nuestro gran aliado Dhristaketu, cuya hermana se casara con Nakula.
Tenía los separados ojos Vrishni y mi pelo rizado. Al acercarme a él me recordó a Satyaki y
la alegre sonrisa que le iluminaba el rostro antes de que cayeran sus diez hijos. Sólo por eso
lo habría amado, pero él tenía además fuerza y entendimiento y se mostró ansioso por acudir
al Ashwamedha.
Jaya, el hijo de Sahadeva de Magadha, era, como su padre, nuestro gran amigo en la
adversidad. Había oído la leyenda de cómo danzamos en los tres grandes tambores antes de
entrar en la ciudad y matar a su abuelo Jarasandha. Me preguntó si era verdad. La mayor
parte de lo que se contaba no lo era, pero admití que habíamos llegado disfrazados de
brahmines, lo que le hizo reír.
“Yo habría sabido que tú eras Arjuna”, dijo. “¿Quién más tendría esas cicatrices en los
dos brazos? ¿Cómo era mi abuelo?”
“Lo llamábamos Jarasandha el Terrible”, le dije, “el Azote de Bharatavarsha. No era
ningún cobarde, en absoluto, y pensaba complacer a los dioses con sacrificios humanos. Yo
creo que habría ofrecido su propia vida, si hubiese pensado que los dioses la querían. Así que
puedes honrarlo por eso, si es tu deseo. Pero al final, los dioses se lo dejaron a Bhima.”
“Honraré antes a mi padre. No era de ese modo.”
“No, no lo era, y nunca olvidó su lealtad a Krishna cuando parecía que no podíamos
ganar. Unió su akshauhini a nuestras seis, en lugar de inflar las muchas de Duryodhana.”
“Yo habría hecho lo mismo”, dijo Jaya.
“Entonces eres nuestro hombre”, repuse. “Te darás cuenta de que recordamos la
valentía. Tendrás un lugar de honor en el Ashwamedha.”
Empecé a entender el método de Kalidasa. Tenía poco que ver con la victoria o la
batalla. Me llevaba en un viaje a través de mi vida. Continuó ahora hacia el este, camino de
Manipur, donde me casara con la princesa Chitrangada cuando realicé mi peregrinación
tantos años atrás. La dejé, tal como era allí la costumbre, cuando nació nuestro hijo
Babhruvahana. En éste, al no haberse unido a mí en la guerra, no había querido pensar. Había
esperado que Kalidasa lo evitase, tal como aquél me evitara a mí, pues Manipur no es de fácil
acceso. ¿Cómo podía un hijo no acudir a su padre?
Tenía un aire robusto cuando lo dejé, pero oí que el padre de Chitrangada murió poco
después y Chitrangada no tenía hermanos. ¿Se había apegado esta joven reina en su soledad
al niño hasta el punto de descuidar su instrucción en las armas? Y sin embargo, no había
temor en Chitrangada. En su forma pequeña y frágil, no más grande que la de Uttara, vivía
una reina que gobernaba a una valerosa nación, decían, con amor y sabiduría. ¿Había hecho a
nuestro hijo demasiado manso o me había desterrado de su memoria?
Una bandada de recuerdos ocultos por el follaje de los años alzó el vuelo. De aquella
enorme niebla iridiscente de dulzura uno se destacó: la mirada de Chitrangada cuando le
pregunté si aceptaría que me quedase con ella. Trazó mis rasgos con su dedo anular y dijo:
“Arjuna, Arjuna, ¿puede la flecha quedarse una vez la has disparado?” Yo moví la
cabeza. “Entonces no puedes quedarte”, terminó.
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“Pero estoy aquí”, repuse, “y mi corazón es tuyo.”
“Algún dios te ha traído a mí por algún tiempo”, dijo. “Aunque aquí te quedases,
llegaría el día en que un impulso te haría partir. Has de dejar estos montes y el destino
encontrará el modo de llamarte. Déjame que sea yo quien diga que el tiempo ha llegado. No
debes sentir que te he ligado, más que por amor, que es un don. Yo sabía que habría dolor.”
Permanecimos juntos frente al ventanal, contemplando su reino rodeado de montañas. “Pero
el dolor sería mayor si esto se convirtiese en una prisión para ti siquiera por un instante.”
“¿Una prisión?”, dije. “El dolor es mío al oírte hablar así. ¿Has sentido mi pasión
menguar?”
Ahora, al recordar mis propias palabras, sonreí igual que ella lo hizo, con aquella
pequeña sonrisa que era a medias compasión. Qué ingenuo era aquel joven Arjuna al pensar
que la pasión era una prueba de amor. Yo había recorrido muchos caminos desde entonces y
sabía que el amor era lo que habíamos experimentado con Draupadi y lo que hacía de
Subhadra y de mí uno solo. En aquel tiempo, me perdí en disquisiciones sobre las noches de
amor que habíamos pasado juntos y le recordé lo que ella me había dicho y lo que yo le dijera
y lo que mi corazón había sentido y le di mi promesa de no olvidarla jamás.
Eso era antes de ir a Dwaraka. Sin embargo, amé a Chitrangada. Algo se destacó de
aquella niebla de dulzura. Era mi amor por Chitrangada. Había sobrevivido años al olvido.
Los hombres rudos de su nación me saludaron a su manera bárbara. Yo estaba
extrañamente conmovido por los fieros rostros de estas gentes tan leales a la reina, a quienes
su padre se la había confiado. Sabía que podían abrirme en canal sin mayores ceremonias y
escudriñar acaso mis entrañas en busca de signos para su próxima cacería. ¿Eran, al fin y al
cabo, estos sacrificios de sangre antivédicos los que se habían introducido en nuestra Aria
tradición? ¿Habían contaminado, siglo tras siglo, la pureza de la visión de los rishis? ¿Era
ésta la razón de que Krishna tuviese que cambiar el Dharma?
Los reinos en las estribaciones montañosas de la Morada de las Nieves están poblados
por tribus cuya cultura proviene de los hunos, pero, sean lo que sean, su lealtad es ejemplar.
Se cuenta que eran capaces de acuchillar al enemigo aun después de haberles rodado la
cabeza por los suelos. Desprotegidos e inmutables caminan yojanas y yojanas de nieve y
aludes para matarte, si quieren, o para saludarte, si así lo desean. Como los montes, se
yerguen desafiantes frente a los anhelos y trabajos de los hombres. Las montañas son su cuna
y cementerio. Las cimas y las nieves inmovilizan la mente. Hay algo en esas gentes que retrae
a los hombres, a menos que caminen en pureza. Invitan a la ascesis y heroísmo. Entras
arrogantemente, conocedor del peligro al que te expones, sabiendo que guardianes invisibles
te esperan para destrozarte o apagarte la vida como si fuera la llama de una lámpara. Es un
terreno de pruebas. Durante mis años de peregrinación me había enfrentado a todo ello y
sentido su espada oculta. Lo que sentía ahora era un desnudo desafío. Ahora yo era Arjuna, el
conquistador, e inseguro, sin embargo, como nunca lo había estado porque aquél era el reino
de mi hijo. A ratos lo veía como el muchacho con el que me había portado injustamente por
no haberlo llamado nunca junto a mí y un instante después como el hijo que me había fallado
cuando su brazo y su akshauhini podrían haber equilibrado la balanza en el Kurukshetra.
Marché así por el escabroso camino de montaña, primero en un estado de ánimo y
después en otro, lo que por sí solo era un riesgo ya. El sendero era empinado y viboreante y, a
un lado, caía verticalmente hasta un río de aguas precipitadas junto al que los cedros se veían
tan pequeños como las agujas de los pinos. A esta altura, los árboles surgían horizontalmente
del costado de la montaña. A veces, cortaban el camino y tenía que hacharlos, miembros de
desafiantes guerreros. Y cada vez que lo hacía, sabía que había fallado en mi misión de paz,
pues estaba colmado de ira. La montaña que fuera mi amiga la última vez y me llevase a
Chitrangada era ahora mi enemiga. La paz no se consigue batallando a nuestros enemigos,
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sino a nosotros mismos. Yo lo había olvidado en aquel inexorable ascenso. Las aguas
precipitadas en el valle me enardecían la sangre.
Había tenido que luchar con algunos de los guardias de Chitrangada cuando vine por
primera vez a la ciudad de Manipur, pues aquéllos habrían protegido a la princesa y a su
padre con los dientes, si hubiesen perdido las armas. Reinaba ella desde un trono seguro.
Ahora, recordé sus palabras cuando la urgí a venir conmigo.
“Arjuna, nosotros somos reyes y representamos el destino de nuestros pueblos ante los
dioses. Si traicionásemos su confianza, ¿por qué no habrían de hacernos lo mismo los dioses,
a nosotros y nuestro amor? Mis sacerdotes me dicen que las ruedas de tu carro correrán
avendavaladas por toda Bharatavarsha y un día te traerán de vuelta, aunque fugazmente. Tu
destino está en otra parte. Cuando sea Reina y muy vieja y doblada y tengan que apoyarme en
el trono, acaso las ruedas de tu carro traigan su música una vez más a las piedras de mi
patio.”
¿Qué de mi hijo?, pensé otra vez. Debería haber venido, un hijo a su padre en tiempos
de necesidad. Estaba cansado y sentía incertidumbre ante lo que en los ojos de mi hijo tendría
que enfrentar. Nunca lo había hecho llamar ni había venido a verlo, pero su madre debería
haberle dicho que estábamos en el exilio. Traté de representármelo, ¿era Ario o bajo y
fornido, una pequeña torre de hombre?
Mi ánimo cambiaba rápidamente de las imaginaciones de tiernos encuentros a las de
ásperas reconvenciones.
La fortuna quiso que Babhruvahana me hallase en pleno estado de irritación. Era puro
Ario. Quizás eran su altura y su anchura, el derroche que implicaba que se hubiera quedado
en casa... y entonces mi corazón dijo:
Pero al menos un hijo vive. Y luego: Pero Abhimanyu, Shrutakirti e Iravat no.
Con la prontitud del respeto, corrió a poner su frente a mis pies.
“Bienvenido, padre”, dijo al postrarse, pero algo me poseyó.
“¡Quieto!”
Era rápido, pues alzó los ojos enseguida, acostumbrado sin duda a las órdenes por
sorpresa de sus instructores marciales. Examinó mi rostro y luego mis pies, como si hubiese
estado a punto de poner la cabeza sobre heridas. Levantó la vista aguardando mis palabras:
“¿Padre?”
No sé lo que me impulsó en ese instante, quizás la necesidad de probar su valor, pero
aquel humor perverso inventó las palabras por mí.
“No me gusta tu mansedumbre, Babhruvahana. Había esperado que mi único hijo
vivo fuese un guerrero, no un eunuco pronto a doblegarse.” Babhruvahana me miró
incrédulo, esperando casi verme sonreír como si le hubiese hecho una broma. Pensé que
debía convertir en humor mi insulto, pero mi voz opinó de otro modo y dijo: “Puesto que has
venido a mi encuentro, debes de saber qué me trae aquí.” No esperé su respuesta. “¿No sabes
que se supone que debes atrapar el caballo sacrificial?”
“Pero, Señor”, dijo. Vi en los rostros inexpresivos de los sacerdotes que no les gustaba
el modo en que le hablaba. Sus jefes kshatriyas me calibraron. Un cortesano barbudo, que
había sido Primer Ministro de su abuelo, dio un paso adelante e intervino:
“Pero, príncipe Arjuna...” Babhruvahana lo contuvo con un gesto casi imperceptible
de su mano y movió mínimamente la cabeza en dirección al caballo. En cuanto volví la
mirada, descubrí que uno de los jóvenes de su guardia había arrojado el lazo al cuello de
Kalidasa y que otro le sujetaba ya las ancas. Simulé no verlo. El muchacho mostraba respeto
todavía, pero sus ojos decían: ¿Y ahora qué?
Bajé del carro y clamé:
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“Bien, Babhruvahana, ¿vas a desafiarme o tendré que disparar la flecha yo primero?”
Los ojos del chico se endurecieron.
“Como quieras, Señor. Vengo desarmado.”
“¿No es eso que portas una espada?”, le increpé señalando el cinturón, “¿o es una
chuchería enjoyada?” Yo lo sabía bien. No era ninguna chuchería, sino la hoja de su
tatarabuelo, que Chitrangada me diera a mí y yo dejara para él. “Si es así, podemos luchar.”
Algunos de los que nos rodeaban contuvieron el aliento. Si él hubiese sonreído otra
vez, yo me habría reído como si todo aquello no fuera más que una broma. Pero había puesto
la mano sobre su espada y yo saqué la mía. Me desprendí de la pieza superior de mi ropaje.
Él hizo señal a uno de sus hombres para que la recogiera y se desprendió de la suya.
“Soy el hijo de Chitrangada, reina de Manipur. Por esta espada niego al caballo
sacrificial la entrada a mi reino. Príncipe Arjuna, vete por donde has venido o lucha.”
Me gustó la forma en que lo dijo, sin innecesario griterío, pero me dolió que se
reconociese sólo como hijo de Chitrangada. Yo pronuncié mi nombre secamente, decidido a
despojarlo de su arma y exigirle derecho de paso. Serviría para mostrarle a este hijo mío y a
todos sus hombres de qué madera estaba hecho yo.
Nos arrojamos uno contra otro con las espadas desnudas. Sentí una torcedura en la
muñeca derecha y vi un relámpago de plata mientras el dolor me subía por el brazo. Creí que
la espada se había roto hasta que oí en el suelo su clangor. Miré otra vez a Babhruvahana.
Recogía mi arma y me la tendía con gesto cortés. Lo había valorado pobremente; ahora ya
estaba advertido. Esta vez Babhruvahana hizo mi espada a un lado, pero yo la tenía bien
aferrada. Su hoja se elevó muy por encima de su cabeza y, con las dos manos, golpeó hacia
abajo. No hubo tiempo para pensar.
Cuando volví en mí, tenía una niebla ante mis ojos y grandes aves de presa me
hincaban las garras firmemente en la cabeza mientras me picoteaban el seso. Traté de
espantarlas para que viesen que no estaba muerto y maduro para sus picos, pero no pude alzar
el brazo. Sentí entonces un frescor en la frente. Ahuyentó a las carroñeras pero sólo por unos
instantes y después oí un desgarrón junto a mi oído. Las garras se hincaron más
profundamente. Creí que perdería el sentido otra vez, pero la niebla ante mis ojos se hizo
menos densa. Luché por dar significado a las imágenes que empezaba a ver. Percibí, por fin,
un techo de madera tallada: la cámara de Chitrangada. El sonido de sierra contra madera era
el llanto de mi propio hijo. Sonido, luz y movimiento reverberaban en mi cabeza y eran un
tormento.
“Por favor, no hagas ese ruido”, supliqué y traté de levantar una mano.
“¡Estás vivo, mi Señor!” Era la voz de Chitrangada y el frescor en mi frente era un
paño húmedo que su mano me pasaba. “Mi hijo lloraba porque creía que había matado a su
padre.”
“Gracias a los dioses, y no a mí mismo, estoy vivo aún”, murmuré débilmente. La
cabeza me palpitaba de un modo terrible. Tales eran las palabras que le decía a Chitrangada
dieciocho años después.
Me costó varios días recuperarme y podría haber tardado más de no haber sido por los
físicos de Chitrangada, conocedores de pociones de montaña que me hicieron ingerir para
acelerar la curación después de que Ulupi me hubiese devuelto a la vida con magia naga.
Babhruvahana sentía tal alivio por no haberme matado que se disculpaba a cada hora del día.
Había entre nosotros ahora mucho amor y, si mi pregunta silenciosa era por qué no me había
prestado su brazo en la guerra, la suya era por qué lo había obligado a desafiarme. Fue
imprescindible Chitrangada para explicarnos uno a otro.
De su corazón no me había expulsado nunca Chitrangada, pero los años habían
temperado sus sentimientos y la habían desnudado de pasión. Me hacía sentir que tenía una
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hermana. Mi vergüenza por no haberle enviado nunca noticias se veía curada por su
discreción y ausencia de preguntas. A mí siempre me había gustado la compañía de las
mujeres, ya fuesen pequeñas muchachitas o abuelas canosas. Me di cuenta aquí, sentado con
Chitrangada y mirando el valle en las profundidades, de que en esta campaña no había tenido
otro pensamiento que el de dar solaz a las mujeres. Y, si ello resultaba natural después de la
guerra, porque las desgracias de un tipo u otro eran el orden del día, yo sentía que me había
convertido en un kshatriya al fin, portador de ayuda y protección. Desde el diván en que
reposaba contemplé los montes con sus turbantes de nieve. Manipur parecía ser otro mundo,
elevado por los dioses mediante un raro mecanismo y suspendido allí durante todos los años
de conflicto. Le pregunté a Chitrangada cómo había logrado su reino permanecer ajeno a la
turbulencia general.
“Manipur es pequeño, mi Señor”, dijo, “un país demasiado árido y apartado para
preocuparse por él, y gobernado por una reina sin ambiciones. Tenemos poco tributo que
codiciar. Y además...” Alzó las palmas al cielo. Percibí que contendía con algo que no me
podía decir. Pasaron unos instantes. “Un país tiene un destino. Cuando te fuiste, rogué a los
cielos que me hiciesen sabia y que a través de mí guiasen a mi pueblo. Los cielos debieron de
oírme porque me dieron fuerzas al partir tú. Yo sabía que mi amor y mi nostalgia habían de
servir a algún propósito, si no quería que me destruyesen. Lo hice por mi hijo y por el pueblo
que mi padre puso en mis manos. Tomé al niño y con dos de mis sacerdotes fui al bosque
durante semanas y meses para ganar un mérito que protegiese mi reino. Vi cada árbol, cada
pájaro, cada río y cada brizna de hierba como.... mi Señor Arjuna. Mi corazón, en anhelo de
ti, lo arrojé al fuego sacrificial.
“Mientras estábamos en los bosques”, continuó, “Babhruvahana hizo voto de no
tomar nunca las armas sino para defender a su país.”
“¿No tiene deseos de conquistar?”
“No tiene deseos de conquistar.”
Algunas cosas no deben ser arrancadas al silencio, así que no pregunté si habría
venido de haberlo hecho llamar yo. Sólo dije que me había avergonzado llamarlo por no
haber venido nunca a verlo.
“Pero ¿acudiréis ahora los dos al gran sacrificio? Serías tratada con grandes honores y
recibida como hermana por Draupadi y Subhadra.”
“Arjuna, no sé si yo debo ir, pero enviaré a Babhruvahana.” Algo se iluminó en mí.
Un hijo de mi más pura semilla estaría entre nosotros para el sacrificio.
Dejé la capital como lo hiciera muchos años atrás, acompañado con gran pompa por
Chitrangada en un elefante enjaezado y enjoyado y por Babhruvahana en otro. El resto de los
hombres y mi hijo se alejaron con tacto para dejar que Chitrangada y yo nos despidiéramos
en soledad.
“¿Te acuerdas de lo que te dije la última vez?”, me preguntó mirando las terrazas de
los valles que acabábamos de abandonar. Yo me acordaba de que nos habíamos detenido
unos instantes como ahora, mirando abajo, donde nuestro hijo esperaba en brazos de su
niñera el retorno de la madre. Hice un esfuerzo para traer a la memoria sus palabras, pero no
lo conseguí hasta que las repitió.
“Dije que galoparías por el mundo como un fuego salvaje, que los reinos capitularían
ante ti, que, si así lo quisieras, no tendrías más que sonreír para que los hombres te siguieran
y las mujeres también. Tu destino era conquistar.” Se extrajo del dedo el anillo de zafiro que
yo le diera y lo puso en el mío. Ahora recordé.
Salimos del valle. Los montes que lo rodeaban estaban cubiertos de verde y de flores
silvestres, que se extendían en generosas alfombras resplandecientes. Al mirar atrás, vimos el
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centelleo de los lagos alrededor de pequeños puntos que eran los palacios... palacios desde los
que había presenciado las carreras de barcas reales con Chitrangada.
Cuando llegó el momento de descender nos separamos.
Al llegar al pie de los montes, vi que el país no era rico. Las casas estaban limpias,
pero muy a menudo eran de ruda construcción. Los campos resultaban pequeños, aunque las
cosechas eran recias y sanas y había muchos árboles frutales. Los rústicos se mostraban
prontos a sonreír... vi dos pastores bailando al son de una flauta. Había una dulce serenidad
en las mujeres mientras realizaban sus tareas. Chitrangada había extendido una red de
armonía sobre el país y su sentir me acompañó varios días. Nunca había visto con tanta
claridad a Bharatavarsha, sus ríos y sus montañas, sus árboles y lagos y cielos, sus cinturones
de arena blanca en el sur donde las palmeras imitaban el sonido de la lluvia, como nuestra
Madre cuyo seno había pisoteado la guerra. Arios y no Arios, Nagas y Kukis y Dashras, y
gente del bosque de todos los tipos... a todos nos nutría con su leche.
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Kalidasa ahora se lanzó hacia adelante. Era una carrera. Galopamos tras él. El jinete a
nuestras espaldas gritaba con ira gutural y yo hinqué los dedos en el bulto peludo para
descubrir lo que era. Observándolo de soslayo vi un cordero sanguinolento y descabezado.
Supuse que se trataba de un ritual bárbaro y concluí que estaría a salvo mientras conservase
aquello conmigo. Podía ser, sin embargo, un arma de dos filos. La única certeza era Kalidasa,
así que hice lo que había hecho siempre: lo seguí a su propia velocidad. Galopamos y
galopamos hasta que el resto de los jinetes quedó muy atrás.
Un poste centelleó a mi derecha. Kalidasa giró bruscamente y pasé de largo junto a él;
tuve que aflojar el paso de mi caballo y dar la vuelta. Y, una vez más ahora, me condujo
directo hacia los hombres salvajes y sus nubes de polvo, que el fuerte viento arrojaba sobre
nosotros. Los caballos relinchaban, se apartaban y se arrojaban unos contra otros, cuando
caíamos sobre ellos emergiendo de la tormenta que los precedía.
Por fin hube cruzado la tropa, aparte de los jinetes rezagados. Pero aquélla había dado
la vuelta y me perseguía. Una vez más recorrí el llano en la estela de Kalidasa. Y entonces
hizo lo más extraño de todo: aminoró la marcha y se volvió para mirarme. Estaba en un
círculo de piedras. Me detuve junto a él y, en mi desconcierto, le dije:
“Aquí, Kalidasa, esto es tuyo.” Dejé caer la ofrenda ritual a sus pies. Vi la
constelación en su frente, que había perdido el blanco bajo un gris de polvo. Seguí su mirada.
Los jinetes que se habían recuperado y habían conseguido seguirnos nos mostraban los
dientes bajo sus bigotes encostrados de polvo y gritaban algo. Kalidasa no se movió, así que
me mantuve en mi posición. Vi entonces que me sonreían. Parecía que había realizado por
ellos el ritual.
Sólo un sujeto horrible vino hacia mí exponiendo sus dientes de oro. No lo reconocí,
pero unió las manos en respetuoso saludo y me habló en un sánscrito fluido aunque con fuerte
acento bárbaro. Había formado parte del séquito de Sakuni como auriga en Hastinapura y
explicó ahora que yo era el vencedor de aquel juego extraño.
Bajé la vista hacia el cordero y comprendí que éste y Kalidasa habían hecho el trabajo
por mí. Porque ahora, no sólo tenía agua en abundancia, sino que me había convertido en el
héroe del día. Me obsequiaron con añojo estofado que, para mi gran desasosiego, fue servido
en un plato comunitario. Los hombres en torno a mí hundían sus polvorientas manos de
largas uñas en la carne, antes de comérsela y lamerse los dedos como preparación para su
siguiente saqueo del plato. Nuestros sudras y parias podrían haberles dado lecciones de
higiene. Eran tribus nomádicas y no tenían ningún sentido de la limpieza. Sin embargo, yo les
estaba agradecido. Me honraban cuando, siendo un extranjero, podrían haberme asesinado
por mi interferencia. Me tenían ahora en tan alta estima que sometí mi voluntad para
complacerlos y participé de aquel rancho horrible y grasiento. Me ofrecieron la mejor tienda
y una muchacha para la noche, pero ambas tenían un penetrante olor y mis Arias narinas me
obligaron a declinar. Mi intérprete me dijo serenamente que mis huéspedes se habían tragado
aquel insulto porque yo era el campeón de su juego anual y me consideraban más sagrado que
cualquier otra cosa en sus toscas vidas. Aunque la noche era fría, preferí pasarla bajo las
estrellas. Mi último pensamiento antes de dormir fue que, por rudos que fueran, resultaban
más dignos de confianza que Sakuni. Lo que me esperase a partir de aquí en este reino sería
sin duda más peligroso. Pero sólo había una cosa que hacer: seguir a Kalidasa; él era, en
efecto, Prajapati.
Al noroeste había una gran cordillera montañosa y Kalidasa me condujo, por un paso
entre precipicios, a un valle profundo. El viento mordía cada tarde poniendo a prueba mis
ropas de lana con dedos glaciales. Nos apresuramos a descender a menores altitudes donde el
país empezaba a allanarse.
200
En una ocasión, cuando hube montado mi tienda, el cielo centelleó y llegó el sonido
de distantes akshauhinis en avance, miles y miles de ruedas repicaban en las piedras y su eco
reverberaba por los montes. El relámpago destelló más cerca y, cuando el trueno lo siguió,
portaba el sonido de astras explotando por todas partes. Al contemplar los cielos a través de
la abertura de mi tienda, serpientes de fuego zigzaguearon justo encima de mi cabeza y vi sus
lenguas parpadeantes. Había destellos difusos también que iluminaban el cielo y las
montañas. Nunca había visto semejante excitación de Indra.
Pero el día siguiente fue azul otra vez; fragante estaba la tierra y el aire, colmado del
cantar de los pájaros. Si no hubiera sido porque en mis oídos resonaban todavía los truenos y
los clavos de mi tienda estaban todos arrancados, habría pensado que la tormenta había sido
un sueño.
Abajo en el valle, el hijo de Sakuni vino a mi encuentro con una docena de carros.
Antes de que pudiera ofrecerles mis saludos, Kalidasa se debatía ya con el lazo alrededor del
cuello. Se encabritó con tanta violencia que apenas lograban sujetar la cuerda y, cuando
quisieron trabarle las patas, mató a uno de los aurigas de una coz en la cabeza. Sin perder el
tiempo en desafíos, el príncipe me melló la diadema con una flecha de cabeza de serpiente
mientras que yo le partí su arco con el mío. Sus hombres me rodearon, pero el hijo de Sakuni
era orgulloso y los contuvo. Tras haberle partido dos arcos más, sacó la espada. Me dispuse a
derramar su sangre, pero los dioses nos lo impidieron y enviaron a su madre en su carro. La
mujer se arrojó entre los dos y estuvo a punto de que la descabezáramos. Sentí su peso en mis
pies y, por un momento, creí que el tajo del príncipe la había alcanzado, pero sólo le había
rozado el hombro. Con un grito de angustia, él arrojó su espada. Yo levanté a la sollozante
mujer.
“Te lo suplico. Te lo suplico”, repetía como si se hubiese olvidado de toda otra
palabra. Ayudamos a su forma temblorosa a subir al carruaje. El príncipe posó la cabeza a sus
pies. Ella le tocó el cabello y se esforzó por encontrar palabras. Era una mujer de
extraordinaria belleza, con grandes ojos grises como los que la venda de tía Gandhari debía
de haber ocultado. Su nariz era aquilina, como la de la mayoría de las gentes de Gandhara.
Había algo en su porte que, incluso en aquella extrema aflicción, me llegaba al alma. Dejó
escapar un suspiro estremecido. Tras él su respiración se serenó. Las lágrimas le corrieron por
las mejillas desde sus ojos cerrados. Retuvo la mano de su hijo y, cogiendo la mía, trató de
unir palma con palma.
“Promete”, pidió. “Promete.” Y eso fue todo lo que llegó a decir. Sentí como la marea
de algo irreconocible llegar desde ella hasta mí. La mujer retenía nuestras manos en este
camino desde cuya altura se dominaba el reino. Algo aguardaba suspendido, esperando una
palabra. Pero había sólo silencio, un silencio que creció hasta que dio la impresión de que el
destino se extinguiría, si no se manifestaba en palabras. Por fin, habló.
“La Tierra quiere paz”, dijo. “La Tierra se ha bebido el sacrificio de sangre. No
necesita más. No puede tomar más sangre ya.” Habló como en un trance, con los ojos
cerrados aún. “Si los kshatriyas vierten más sangre de la debida, la Tierra no la aceptará. La
vomitará. Habrá consecuencias horribles. Los Pandavas fueron tratados con injusticia y
hemos pagado el precio.” Volvió la cabeza y fijó en mí aquellos ojos grandes del color del
humo. Un estremecimiento me recorrió. Aún los bañaban las lágrimas. Y, cuando mi pensar
se recobró, me pregunté cómo había podido pasar tantos años con Sakuni. Sentí una palma
relajarse sobre la mía y apretármela en señal de promesa. Los ojos del príncipe hallaron los
míos. Había promesa en ellos también.
Hizo señal a sus hombres de que soltasen a Kalidasa y envió a uno de sus guardias a
mostrarme el camino entre los montes.
“Que Pusan sea tu guía”, me saludó el guerrero.
201
De nuevo estuve solo con Kalidasa. Los momentos que habíamos vivido reverberaban
en mí. Sentí que habían tenido lugar muchas veces y que seguían ocurriendo y que la senda
que habíamos tomado era recorrida muchas veces, como si ninguna otra cosa o camino fuera
posible.
Kalidasa me condujo por todo lo largo y ancho de Bharatavarsha. Mi sueño se probó
verdadero: era un viaje a mí mismo. El himno dice:
No importa
a dónde mires
en los tres mundos
o en las diez direcciones.
Porque es a ti mismo a quien encontrarás.
Me llevó a todas partes menos al deseo de mi corazón. Eso lo dejó para el final.
202
CAPÍTULO 39
“No esperes nada”, decía el Gran Patriarca, “si no quieres que los acontecimientos te
confundan.”
En Dwaraka, Sarana, hermano de Subhadra, y unos cuantos jóvenes guerreros salieron
cabalgando a recibirme, o así lo pensé, pero con un desafío que nunca supe si era en broma o
de verdad. Había algo en Sarana que no comprendía ni quería comprender. Era demasiado
afecto a trastadas peligrosas y arriesgó su vida cuando su grupo capturó a Kalidasa.
“Esta broma es mejor que la de la última vez, cuando apareciste disfrazado de
Subhadra”, le grité simulando reír, “pero vas a llevarte algo peor que una patada en el trasero
esta vez.”
Yo pretendía, fueran cuales fuesen sus intenciones, persuadirle de que su desafío no
era más que una travesura, pero no suavicé en absoluto el metal de mi voz. Él permaneció
allí, en su carro, sonriéndome, con su pelo rizado y sus largas pestañas, tan parecido a Satyaki
que mi ira se fundió. Le devolví la sonrisa. Era Vrishni en su alma y su figura. Había unas
sombras seductoras en su sonrisa que ningún otro Vrishni tenía… y duraba demasiado. Había
un pliegue de malicia en la comisura de su boca y burla en los ojos. Sentí que mi pacífica
resolución se deshacía y tuve que apretar fuerte el Gandiva con las manos para no deslizarlas
a mi carcaj. Quizás aún podía convencerlo con palabras, pero lo que salió de mi boca no
contribuyó: “Si querías una buena lucha, Sarana, ¿qué te retuvo en casa? Podrías haber hecho
temblar a los héroes Kaurava con sólo verte. ¿Qué te retuvo a salvo en casa?”
“Ah no, querido hermano”, y dilató sus grandes ojos radiantes al mirarme. “Habría
tenido que matarte.” Me costó unos instantes comprender que él, como Balarama, podría
haber apoyado a Duryodhana… ¿o estaba bromeando? Sus amigos me observaban con las
sonrisas fijas en sus bocas.
“Bien, si no quisiste matarme entonces, quizás te deba la vida, así que no te mataré yo
ahora a ti.” Le ofrecí este gambito para que pudiera reírse y desentenderse del reto.
“No nos debemos nada. Así que ahora no hay nada entre nosotros aparte de esta
monstruosidad de caballo repintado.” Samba y los más jóvenes en torno a él rieron. Fue su
risa y el tono de sus palabras lo que hizo que, en su ansia de flechas, los dedos me escocieran;
pero yo había venido en son de paz y me obligué a recordar que éste era el hermano de
Subhadra. Las palabras debían ser mis armas, pero todas las que se me ocurrían eran insultos.
No debía decir: Esta vez te pondré el pie en el cuello. Me dije que era la sangre de
Abhimanyu, de Krishna, de Subhadra la que corría en ellos. Mi entrenamiento kshatriya era
un mal consejero ahora. Y dije:
“Esta vez te pondré el pie en el cuello.”
“Ten cuidado, Arjuna, mi hermano Krishna no está aquí para salvarte con sus
milagros.” Sentí la sangre en la cabeza. Frenar mis dedos habría sido tanto como represar las
aguas del Ganges. Tensaron la cuerda.
“Ah, Arjuna, estás salvado. Oigo las ruedas del carro de mi padre.”
También las oí yo. Mi tío por parte de madre. ¡El anciano Señor Vasudeva! El padre
de Krishna. Mi rabia cesó y el sudor me inundó todos los poros de la piel al pensar que, si
hubiese abierto la mano, habría matado a su hijo, al hermano uterino de Subhadra.
“Vengo en paz.”
“Y en paz te irás”, respondió Sarana.
Los muchachos a su alrededor me sonrieron. Los carros de mi tío y sus consejeros
estaban sobre nosotros. Descendí de mi caballo y salté al carro de Vasudeva, antes incluso de
203
que se hubiese detenido, para poner la cabeza a sus pies. Me alzó a su pecho con brazos que
eran fuertes aún.
“Tío”, dije, “nunca he estado tan contento de ver a nadie.”
Pasaron sus ojos de mí a Sarana y a Samba, que le respondieron con prestas sonrisas.
Viéndolos ahora, tuve que preguntarme cuánto de todo aquello había imaginado yo. Sarana
me incomodaba hasta tal punto que, tomando como excusa mi misión, rechacé la hospitalidad
de Dwaraka. Después de haber pasado casi veinte años soñando con visitar Prabhasa y pasear
por la playa, evité cruzar la puerta por la que Subhadra condujera nuestro carro de la
abducción nupcial. No tenía importancia, me dije a mí mismo. Mi tío había prometido, desde
luego, asistir al sacrificio y lo mismo había hecho Sarana, aunque yo no considerara esto
último, precisamente, una bendición.
205
NOTA DE LA AUTORA
SECCIÓN LXXIV
MAGGI LIDCHI-GRASSI
208
BIBLIOGRAFÍA
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GLOSARIO
Abhisheka: Hisopar con agua sagrada en adoración de un rey o ídolo. Baño sagrado o
ritual.
Adharma: Contra la ley moral. Como el hinduismo carece de una palabra para pecado o
mal (p∼pa sugiere crimen, daño, mal comportamiento), adharma sirve de término
común a cualquier forma de injusticia o violación de la ley moral.
Agni: Fuego. El dios del fuego en los Vedas, una de las tres deidades védicas mayores.
Airavata: Lit. ‘el nacido de las aguas’. Nombre de un elefante de tres cabezas y seis
colmillos del que Indra se apropió para hacer su montura.
Alambusha: Un rakshasa gigante aliado de los Kauravas y que mató a Iravat, hijo de
Arjuna y Ulupi.
Ambalika: Hija menor del Rey de Kasi, viuda de Vichitravirya y madre de Pandu a
través de Vyasa.
Ambika: Segunda hija del Rey de Kasi, viuda de Vichitravirya y madre de Dhritarashtra
a través de Vyasa.
Anjali: La cavidad formada al doblar y unir las manos, el hueco de las manos; de aquí el
saludo de respeto o namaskara.
210
Anjalikavedha: Golpear a un elefante desde debajo de él.
Apsara: Ninfa del cielo de Indra. Las más celebradas son Urvasi, Menaka y Rambha.
Ario: Leal, noble, señor. Nombre de la raza invasora que se instaló en el norte de la
India, según la teoría más generalizada.
Aryaman: Divinidad védica que representa la nobleza de los Arios y las leyes superiores
que rigen la sociedad.
Aryavarta: Una parte del norte de la India dominada por los arios en el segundo milenio
antes de la Era Común. Posteriormente se extendió, de acuerdo con Manu, del océano
occidental al oriental.
Ashram: Refugio. Término popular para denotar la ermita de un Rishi u hombre santo.
Ashwatthama: Literalmente, ‘de voz de caballo’. Nombre del hijo de Drona y Kripi,
llamado así porque su primer grito al nacer se pareció al relincho del corcel celestial
Ucchaihravas.
Ashwins: Los dioses gemelos con forma de caballo de la mitología hindú. Son
protectores de los trabajos agrícolas y médicos de los dioses.
Asura: Antidiós. Es la forma por excelencia del enemigo de los dioses. Los asuras
incluyen a los daityas y los danavas; son descendientes de Kashyapa.
211
Bharadwaja: Un gran yogui del clan Angiras a quien se atribuyen muchos himnos
védicos. Era hijo ilegítimo del sabio Brihaspati y de Mamata, esposa del sabio Utathya.
Brahmasira-astra: Un nombre del arma favorita de Shiva, la lanza Pasupata, con la que
mató a los daityas y con la que destruirá el universo al final del ciclo cósmico.
Chaitra: El último mes del año hindú (marzo-abril), de acuerdo con el calendario lunar.
Chakora: La perdiz india de patas rojas que, según la leyenda, se enamoró de la luz de
la luna y bebe gotas de esencia lunar.
Chakravarti: Emperador.
212
Charvaka: Rakshasa afecto a Duryodhana.
Chekitana: Un Vrishni, primo hermano y aliado de los Pandavas. Fue muerto por
Duryodhana.
Dharma: De la raíz dhri, ‘ser estable, firme’. Código de buena conducta, patrón de la
vida noble, reglas y observancias religiosas.
213
Draupadi: La morena hija del Rey Drupada de Panchala y esposa de los cinco hermanos
Pandavas.
Drona: Literalmente, ‘cubo’. El maestro brahmín de los príncipes Kurus en las artes
marciales, llamado así porque según la leyenda nació en un cubo.
Drupada: Padre de Draupadi y Rey de Panchala. Tras la derrota a manos de los Kurus,
se vio forzado a compartir su reino con Drona.
Durga: La diosa del universo. Durga posee diferentes formas y aspectos. Parvati, esposa
de Shiva, es un aspecto de Durga.
Dwaraka: Literalmente, ‘la de las muchas puertas’. Nombre de la capital del reino de
Krishna.
Gada: Nombre de un demonio matado por Hari. Nombre de la maza hecha por
Vishvakarman de los huesos del demonio y ofrecida a Vishnu. Nombre de un arma de
Bhima.
Gandhara: Una franja de tierra de la antigua Bhárata. Se cree que se extendía desde las
orillas del río Sindhu hasta Kabul. La Gandharistis de Herodoto, un reino al oeste de los
Indus.
214
Gandiva: Nombre del arco de Arjuna. Según la leyenda, el dios Soma se lo había
entregado a Varuna, éste a Agni, y Agni se lo regaló a Arjuna.
Ganga: El río más sagrado del hinduismo, el Ganges, personificado a menudo como una
diosa, hija mayor de Himavat (los Himalayas) y Menaka. En el Mahabharata, Ganga es
la madre de Bhishma y esposa del Emperador Shantanu.
Gokula: El distrito pastoral sobre el río Yamuna donde Krishna pasó su infancia.
Hanuman: El dios simio del Ramayana. Es hijo de Vayu, dios del viento; por ello es
capaz de volar. En el Mahabharata es hermano de Bhima, que es míticamente hijo de
Vayu.
Hastinapura: Literalmente, ‘ciudad de elefantes’. Capital del reino Kuru. Sus ruinas han
sido identificadas sesenta millas al nordeste de Delhi.
Hidimba: Un rakshasa con el que los Pandavas se enfrentaron tras huir del palacio de
cera.
Hiranyagarbha: El feto de oro, esto es, Brahman. La semilla dorada, el huevo o semilla
primordial nacido de las aguas de las que se originó Brahma, el creador. Un concepto
importante en la cosmogonía védica.
Indragopa: Un insecto.
Indraloka: El mundo o la esfera de Indra, adonde van los kshatriyas heroicos después de
la muerte.
215
Indraprastha: La capital de los Pandavas. Este nombre se usa todavía para una sección
de Delhi.
Jala-samadhi: Trance yóguico en el agua que permite pasar mucho tiempo bajo la
superficie sin respirar.
Jambhavati: Hija de Jambavat, Rey de los Osos; probablemente, una tribu aborigen.
Janaka: Antiguo rey de Mithila, famoso por poseerlo todo sin estar apegado a nada.
Jarasandha: Literalmente, ‘unido por Jara’. Un rey de Magadha, llamado así porque
nació en dos mitades de las dos esposas de Brihadratha.
Jaya: Nombre de uno de los porteros del palacio de Vishnu. Nombre también de uno de
los cien hijos de Dhritarashtra.
Kailasa: Una montaña sagrada de los Himalayas, morada de Shiva y, en algunos mitos,
también de Kubera, dios de las riquezas.
Kalakuta: Un violento veneno que, según el mito, emergió mientras dioses y asuras
cuajaban el Océano de Leche primordial.
Kalidasa: Lit. ‘servidor de Kali’. Nombre que Arjuna da al caballo sacrificial del
Ashwamedha. No aparece en Vyasa.
Kalinga: País al sur de Odra u Orissa que se extiende hasta las bocas del Godavari.
Kaliyuga: Era de Kali. En el juego de dados, Kali es el uno, un signo de mala suerte.
Kaliyuga es la cuarta, y presente, era del mundo. Empezó en el 3102 a.E.C. y durará
432.000 años. Después de ella, el ciclo universal recomenzará.
Kamandalu: Vasija de agua. Los eremitas y peregrinos no portan nada más que un
bordón y el kamandalu.
216
Kamboja: La región próxima a las montañas del Hindu-Kush, famosa por sus caballos y
sus mantas.
Kampila: Una antigua ciudad en el sur de Panchala y capital del Rey Drupada.
Kamsa: Un rey tirano de Mathura, hijo de Ugrasena y tío de Krishna. Según una
profecía, moriría a manos de un sobrino suyo y trató de acabar con todos ellos. La
profecía, sin embargo, se cumplió y Krishna mató a su tío Kamsa.
Karna: Hijo de Kunti y el Sol antes del matrimonio de aquélla con Pandu. Fue
abandonado por Kunti y criado por Adhiratha, el auriga, y su mujer Radha.
Kartavirya: Rey de los Haihaya, en el valle de Narmada; gran guerrero de mil brazos
que fue hecho prisionero por el demonio Rávana.
Kasi: Una de las siete ciudades sagradas de la India, actualmente Varanasi o Benarés.
Khandava: Bosque de Indra en el Kurukshetra quemado por Agni con ayuda de Krishna
y Arjuna.
Kichaka: Cuñado del Rey de Virata; fue violentamente destruido por Bhima a causa de
sus insinuaciones lascivas a Draupadi.
Kripa: Hijo del Rishi Saradvat y la ninfa Urvasi; hermano de Kripi y, por tanto, tío de
Ashwatthama. Kripa fue uno de los dos grandes instructores militares de los príncipes
Kurus.
217
Krishna: Literalmente, ‘negro’. Según el Mahabharata, el dios Vishnu se arrancó un
pelo blanco y otro negro de la cabeza; el blanco entró en el seno de Rohini como
Balarama, el negro fue destinado a Devaki para ser Krishna; de ahí que a Krishna se le
llame también Keshava, es decir, de cabello negro. Su padre Vasudeva era hermano de
Kunti, esposa de Pandu; Krishna era, por tanto, primo hermano de los Pandavas.
Kritavarman: Uno de los tres guerreros Kauravas que masacraron a los Pandavas
mientras estos dormían en una razia nocturna. Fue asesinado más tarde en Dwaraka, en
una reyerta ebria.
Kumkum: Punto rojo en el entrecejo que forma parte del maquillaje femenino indio.
Kuru: Príncipe de la raza lunar; ancestro de Dhritarashtra y Pandu de quien surge la raza
de los Kurus o Kauravas. En esta narración, se usa preferentemente la palabra Kuru para
designar la línea general a la que pertenecen los hijos de los dos reyes y Kauravas para
nombrar a los hijos de Dhritarashtra por oposición a los Pandavas.
Kurujangala: Reino de la India antigua cuya capital era Hastinapura; recibió su nombre
de Kuru, el príncipe fundador.
Kurukshetra: Literalmente, ‘campo de los Kurus’. Área al sur del río Saraswati y al
norte del Drisadwati donde tuvo lugar la batalla entre Kauravas y Pandavas.
Kusa: Una clase especial de hierba, la poa cynosuroides, usada en los rituales hindúes.
Madra: Antigua área de Bhárata situada cerca del río Jhelum. Madri, esposa de Pandu,
era princesa de Madra.
218
Madri: Mujer de Pandu y coesposa de Kunti, madre de los Pandavas mellizos Sahadeva
y Nakula.
Makara: Cocodrilo.
Manasarovara: El lago más sagrado de los hindúes. Se halla ahora en el Tíbet, cerca del
monte Kailasha.
Mantra: Una fórmula verbal cargada de poder mágico o místico. El mantra puede
consistir en una sola sílaba o bija, o una palabra o grupo de palabras extraídas de los
tres Samhitas o Escrituras: el Rig, el Yajur y el Sama Veda, que son las partes originales
de los Vedas.
Maya: Un arquitecto asura de gran destreza. Maya es, también, la ilusión cósmica, el
engaño por el que el Supremo aparece como la multiplicidad fenomenológica y el
mundo físico parece real.
219
Mitra: Lit. ‘amigo’. Divinidad védica, una de las formas del sol, preside el día.
Muni: Sabio.
Nakula: Uno de los mellizos Pandavas, hijo de Pandu y Madri. Se casó con Karenumati,
princesa de Chedi, y su hijo fue Niramitra.
Narada: Uno de los siete grandes Rishis. De acuerdo con una leyenda, nació de la frente
de Brahma y, de acuerdo con otra, era hijo de Kashyapa.
Narayana: Literalmente, ‘el que se mueve sobre las aguas’; también, ‘morada de
hombres’. Brahma fue llamado así porque reposó primero en las aguas cósmicas. Es,
además, el nombre que Krishna recibe en conjunción con el equivalente de Arjuna:
Nara.
Nitishastra: Una clase de escritos éticos y didácticos de todo género, que incluye
colecciones de fábulas y preceptos morales.
Niyoga: Concepción de un hijo por un hombre distinto del marido, cuando éste no
puede fecundar a su esposa. En este caso, a una esposa hindú se le permite pedir al
hermano del marido o a un santo que la fecunde. Hay siete previsiones diferentes en el
Dharma para el niyoga.
220
Panchala: Probablemente territorio septentrional en el moderno Punjab; nombre del
reino del padre de Draupadi.
Panchali: Otro de los nombres de Draupadi, esposa de los Pandavas e hija de Drupada.
Parikshita: Hijo de Uttara y Abhimanyu. Nieto, por tanto, del rey Virata y de Arjuna.
Pasupata: El arma llamada también Brahmasira. Se tenía por arma favorita de Shiva,
con la que destruye a los Daityas.
Patala: Una región infernal bajo la tierra, morada de los Asuras en el mundo de los
Nagas. Una zona de tinieblas. El subconsciente bajo la tierra.
Pitamaha: Lit. ‘gran padre’, ‘gran patriarca’. Título otorgado a Bhishma. Usado
también para denotar a Dios.
Pitambara: Tela amarilla portada por Vishnu alrededor de las caderas como vestido
principal. Simboliza los Vedas y es también un nombre de Krishna por las ropas ocre
que éste llevaba.
Pradyumna: Un hijo de Krishna con su esposa Rukmini que casó con Prabhavati.
221
Pranam: Fórmula respetuosa de salutación.
Prasad: Presente, don. Alimento que se dona muchas veces al final de una ceremonia
religiosa.
Puru: Lit. ‘múltiple’. El hijo menor de Yayati y Sharmistha. Ancestro de los Pandavas
perteneciente a la línea lunar. Nombre de un príncipe de Indraprastha (no aparece en
Vyasa) hijo de Duhsasana.
Putana: Una diablesa del orden vampírico que trató de envenenar a Krishna de pequeño
dándole a beber de sus pechos ponzoñosos, pero que éste mató.
Putra: Hijo.
Raga: El término deriva de la raíz ranj, ‘dar color’, pero figurativamente significa ‘teñir
de emoción’. Es una composición musical, nota o melodía.
Rahu: Literalmente, ‘el que atrapa’. Es el nombre postvédico del demonio responsable
de los eclipses de Sol y Luna.
Raja: Rey, soberano, príncipe o jefe. Nombre también del perro de Yudhisthira.
222
Rakshasa: Probablemente, gente no aria tratada por la clase gobernante de los arios
como demonios capaces de cambiar de forma a voluntad.
Rávana: Un rakshasa de diez cabezas y veinte brazos que gobernaba Lanka o Ceilán, el
actual Sri Lanka.
Rohitaka: Montaña famosa en los Puranas y nombre de los lugares que la rodean. El
nombre actual del área es Rohtak (Haryana).
Sahadeva: El más joven de los hermanos Pandavas, segundo de los mellizos e hijo de
Madri.
Sala: Uno de los cien hijos de Dhritarashtra. Nombre, también, de uno de los tres
luchadores enviados por Kamsa para atacar a Krishna en Mathura.
223
Salya: Rey de Madra y hermano de Madri, segunda esposa de Pandu; tío, por tanto, de
los Pandavas por el lado materno.
Samba: Un hijo cínico y disoluto de Krishna y Jambhavati. Llevó en Dwaraka una vida
disoluta con Balarama. Contrajo la lepra y fue curado por el Sol, al que rendía culto.
Fue la causa indirecta de la destrucción de los Yadavas y la muerte de Krishna.
Samkhya: Una de las seis vías filosóficas ortodoxas del hinduismo o darshanas. Se trata
de una doctrina dualista atribuida al sabio Kapila.
Samrat: Emperador.
Sarana: Un kshatriya del clan Yadu, hijo de Vasudeva y Devaki, y hermano de Krishna,
Subhadra y Balarama.
Sarasa: Un hijo de Yadu. Fundó la ciudad de Kraunchapura a las orillas del río Vena,
en el sur de la India.
Sarvatobhadra: Una formación militar que está protegida por todas partes.
Sarvatomukha: Una formación militar que permitía la visibilidad por todas partes.
Satyabhama: Literalmente, ‘que posee verdadero esplendor’. Nombre de una hija del
príncipe Yadava Satragita y esposa de Krishna.
Satyajit: Uno de los hijos de Drupada, hermano de Draupadi y cuñado, por tanto, de los
Pandavas. Tomó parte en la batalla cuando Drona y otros asaltaron a su padre.
224
Satyaki: Un primo de Krishna. Era el auriga de Krishna y fue asesinado por
Kritavarman en una reyerta de borrachos en Dwaraka.
Savitra: Uno de los nombres del sol. También, el hijo del sol, esto es, Karna.
Shantanu: Uno de los hijos del rey Pratipa, de la línea lunar; marido de Ganga y padre
de Bhishma.
Shastra: Designación de los textos sagrados del hinduismo, principio o precepto escrito.
Sita: Literalmente, ‘surco’. Heroína del Ramayana, llamada así porque apareció en un
surco arado por su padre Janaka durante un rito sacrificial para obtener progenie.
Soma: El jugo de una planta lechosa, trepadora, la asclepias acidu, cuya fermentación se
bebía durante los oficios rituales. Soma significa también la Luna.
225
Somadatta: Literalmente, ‘dado por el dios Soma’. Nombre de un rey de la dinastía
Iksvaku. Nombre también de un monarca de Panchala, biznieto de Sanjaya y nieto de
Sahadeva.
Sunama: Un hijo del Rey Suketu. Nombre, también, de un hijo del Rey Ugrasena,
hermano de Kamsa; este Sunama murió a manos de Krishna y Balarama.
226
Sutaputra: Mote de Karna; literalmente, ‘hijo de cochero o auriga’.
Tabla: Tambor.
Ulupi: Una hija de Kauravya, Rey de los Nagas. Arjuna tuvo con ella relación marital y
Ulupi actuó de nodriza para su hijastro Babhruvahana.
Upapandavas: Los hijos de los Pandavas por Draupadi, que son Panchalas también, al
ser Draupadi una princesa Panchala.
Urvasi: Ninfa celestial que fue condenada a vivir en la Tierra como esposa de
Pururavas.
Uttamaujas: Un príncipe Panchala, que protegía una de las ruedas del carro de Arjuna.
227
Uttara: Hija del Rey Virata dada en matrimonio a Abhimanyu, el hijo de Arjuna y
Subhadra.
Uttarakumara: Hijo menor del Rey Virata que actuó como auriga de Arjuna cuando éste
se enfrentó a los Kauravas en el norte de Matsya.
Vaishya: Tercera casta del sistema social hindú; es la formada por mercaderes,
comerciantes y artesanos.
Vajra: Lit. ‘rayo’. Arma mágica de Indra semejante al rayo. Formación militar que
emula el rayo.
Varanasi: Nombre moderno de la antigua ciudad de Kasi, Benarés, uno de los grandes
centros religiosos de peregrinaje.
Varanavata: Pequeña ciudad cerca de Hastinapura con un lago al borde del cual los
Pandavas fueron atacados por sus enemigos.
Vasishtha: Literalmente, ‘el más rico’. Uno de los siete grandes sabios o saptarishis a
los que se atribuyen algunos de los himnos védicos.
Vasuki: La serpiente mítica engendrada por Kadru. Como Sesa y Takshaka, era uno de
los reyes Nagas.
228
Vedangas: Miembros -angas- de los Vedas, que incluyen seis tratados. Su propósito
original era asegurar que cada parte de las ceremonias sacrificiales se oficiase
correctamente.
Vichitravirya: Literalmente, ‘muy bravo’. El hijo menor del Emperador Shantanu con
Satyavati.
Vidura: Hijo de Vyasa con una criada de Satyavati. De los tres hermanos Kurus, es
quien posee la sabiduría imparcial.
Vivaswat: Lit. ‘el resplandeciente’. En los Vedas, uno de los nombres del Sol.
Yaksa: Un orden de seres divinos, seguidores del dios de las riquezas, Kubera.
229
Yama: Dios de la Muerte; de acuerdo con la leyenda, es hijo del Sol.
Yamuna: Un río tributario del Ganges, personificado como hija del Sol.
Yati: Nombre de un rey que era el hijo mayor de Nahusa y hermano de Yayati. Nombre
también de una comunidad mítica de ascetas asociados a los Bhrigus en la adoración de
Indra.
Yojana: Medida métrica india equivalente a una jornada de marcha, entre 14,7 y 16 km.
según épocas y lugares.
Yudhamanyu: Un príncipe Panchala, que protegía una de las ruedas del carro de Arjuna.
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