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Gustavo Bueno
La Europa de las naciones y la nación
europea
1. Los acuciantes problemas que la Unión Europea tiene planteados –y que se han hecho
visibles «en superficie» tras el resultado negativo del referéndum danés y del consecutivo
aplazamiento de la fecha prevista (1º enero 1993) para la entrada en vigor del tratado de
Maastricht– pueden ser tratadas, sin duda, desde perspectivas diversas. Pero acaso
ninguna de ellas tenga tanta capacidad para llevarnos muy rápidamente al fondo de la
cuestión como la que tiene la «perspectiva de la Nación». Incluso hay razones para
sospechar que la perspectiva económica –que, en opinión de muchos teóricos, es la única
perspectiva adecuada («básica», no «superestructural», dirán otros)–, cuando se
mantiene pura, es sólo una coartada orientada a sugerir que estamos libres de la
ideología asociada a cualquier perspectiva nacionalista. En cualquier caso, los problemas
que se planteasen en un terreno puramente económico no tendrían solución en ese
terreno puro (¿quién puede medir la supuesta rentabilidad superior, a largo plazo, para
España, de las reducciones de la empresa siderúrgica orientadas a conseguir «productos
competitivos» si no tenemos ni podemos tener conocimiento de lo que podría significar la
siderurgia española en un mercado no europeo, que acaso exigiera, no ya reducir la
Ensidesa, sino levantar diez Ensidesas no competitivas a escala europea?). La Economía
es Economía política; una siderurgia es una siderurgia instalada en una nación, que afecta
a sus intereses; por consiguiente, serán los mismos planteamientos económicos los que
nos obliguen a recaer en la perspectiva de la nación, y tanto, por lo menos, como los
planteamientos nacionales nos obligarán a recaer en la perspectiva económica.
2. Ante todo, será conveniente constatar que son los máximos responsables del proyecto
de Unión Europea –y no yo– quienes vienen refiriéndose una y otra vez a los
«nacionalismos estrechos» (otras veces: «hipernacionalismos») como a causas, entre las
más principales, de las dificultades que surgen al paso del desarrollo de la Unión Europea.
Y cuando se habla de nacionalismo «estrecho» es porque se presupone que hay otro
nacionalismo «ancho». ¿Cual puede ser este? ¿Acaso cualquier nacionalismo que esté
dispuesto a «ceder parte de su soberanía» en beneficio de una Unión Europea capaz de
dotarse de alguna forma de organización política superior a la que exigiría una mera unión
aduanera, una «Europa de los mercaderes»? Pero, en el límite, el proyecto de esta unión
política, ¿no desemboca en el proyecto de una Nación europea? El nuevo nacionalismo no
podrá ser llamado estrecho: es un nacionalismo continental. Es cierto que sólo muy
tímidamente se habla de este asunto; pero se procede como si la «Nación Europea»
estuviese ya en marcha, como consecuencia de un largo proceso histórico. Se recordará,
al efecto, la exclamación de Luis XIV con ocasión de la coronación de Felipe V: «Qué
gozo, ya no hay Pirineos; formamos ya [Francia y España] una sola Nación». Se hablará
de la «casa común europea», y aún del «jardín europeo», y, por supuesto, de la «cultura
europea». Se instituirán premios europeístas –el premio Carlomagno–, se intentarán
resucitar caminos medievales que evoquen la imagen de una Europa cristiana y liberal
que cruza las fronteras por los caminos de Santiago; se preferirá el uso del término
comunidad o Unión Europea sobre cualquier otro; e incluso se propondrá un himno
europeo, de suerte que los «millones» que se abrazan cantando el poema de Schiller que
sirvió de soporte al coro beethoveniano, se sobrentienda que son, no ya todos los
hombres, sino los cuatrocientos millones de europeos, para decirlo en números redondos.
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¿Cómo se comportan las naciones que están comprometidas en el proyecto ante la idea
de la «nación europea» o, por lo menos, de una unión política mejor o peor entrevista? Se
comportan de maneras diversas, lo que no podría ser de otro modo, cuando tenemos en
cuenta que la idea de Nación no es una idea unívoca, sino que, más bien, se aproxima
muchas veces a la forma de una idea funcional, es decir, a una idea que toma valores
distintos, y a veces contrapuestos, según los «parámetros» de la función. En nuestro
caso, cabrá distinguir tres tipos de tales parámetros. El primero es el parámetro
«continental»; la idea de Nación tomará, en este caso, valores tales como el que, en
estos días de discursos presidenciales, se exaltan en los Estados Unidos, o como el que
alienta en las bocas y en los corazones de los eurofuncionarios. El segundo tipo de
parámetros es el «canónico», al menos en el presente histórico de la Europa occidental:
«Nación» es ahora es la Nación-Estado o el Estado-Nación, es decir: España, Francia,
Inglaterra, Alemania, &c. El tercer tipo de parámetros es el que corresponde a la escala
de esos «proyectos de Estado» que se apoyan sobre la reivindicación de una supuesta
nacionalidad («incluida» hasta el momento, en las «Naciones canónicas») que, además,
se pretende retrotraer hacia épocas prehistóricas (celtas, vascos, tartesios), o, por lo
menos, anteriores a las nacionalidades «modernas». En España, estos valores nuevos de
la idea de nación se abren camino a través de las «Comunidades Autónomas», en
particular, de las llamadas (con notable vacío de pensamiento) «comunidades históricas»,
que se atribuyen una cultura y una identidad propias. Puede tener cierto interés advertir
cómo tanto los valores continentales, como los regionales –pero no los canónicos–, de la
idea de nación, prefieren, en Europa, llamarse a sí mismos «comunidades».
Probablemente el término «comunidad» desempeña aquí funciones ideológicas, a las que
no necesitan apelar los Estados canónicos. Al hablar de Comunidad se subraya la unidad
compacta, «proindivisa», homogénea, de las personas y bienes que la constituyen; una
unidad orgánica, una identidad cultural, que se encomienda establecer a los antropólogos.
Se trata de un uso ideológico (aunque en su origen tuviese una pretensión jurídica) que
contrapone, al modo de Tönnies, la Comunidad (la Gemeinschaft) a la Sociedad (la
Gessellschaft); el mismo uso que impregna, en otro orden de cosas, a la expresión
«comunidad científica» (Halton Arp nos ofrece un testimonio impresionante en su libro
sobre las distancias cósmicas, recién traducido al español, de lo que puede significar una
«compacta y unida comunidad científica»: algo así como una cofradía, una secta, en la
que no faltan los característicos mecanismos inquisitoriales). Ahora bien: los
comportamientos mutuos entre las Naciones, tan diversas entre sí, no tienen por qué ser
análogos. No tienen por qué comportarse del mismo modo las Naciones que están dadas
a la misma «escala paramétrica» (Estados Unidos y «Europa», o Extremadura y Cataluña,
o Francia y España) que las Naciones dadas a escala paramétrica diferente. Ateniéndonos
a lo que nos concierne, cabe afirmar que la Unión Europea (sus portavoces) mantiene un
gran recelo haca las Naciones canónicas, sobre las que hará recaer, sin duda, la acusación
de «estrecho nacionalismo»; así también el recelo es recíproco. Desde el nacionalismo
canónico es desde donde suele percibirse la Unión Europea como una creación
superestructural de políticos y burócratas monstruosamente recrecidos, que movieron
veinte billones de pesetas el año pasado. El «no» de Dinamarca –dice el profesor danés
Hans Nielsen– representa el «orgullo nacional»; el recelo de Inglaterra a esta
«superestructura que se anuncia» se manifestó ya en la discusión del borrador de
Mastrique: hubo que suprimir un párrafo en el que se hablaba de la «vocación federal
europea», sustituyéndolo por un vago «proceso hacia una Unión más estrecha».
Por último: cuando miramos a las relaciones entre las naciones a escala regional y a las
correspondientes naciones a escala continental, advertiremos que los comportamientos de
recelo tienden a desaparecer: los nacionalistas catalanes o los vascos mirarán a la Unión
Europea como tabla de salvación de su proyecto de Nación Estado, es decir, como único
modo viable de liberarse de las redes del «Estado canónico», para reencontrarse como
Estados en el seno de una Unión mucha más laxa y lejana. Recíprocamente, la Unión
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Europea –pero sobre todo, los Estados canónicos que dominan en ella y la impulsan–
verán con simpatía a esos nuevos proyectos de nación, que, aún siendo más estrechos
que los canónicos, sin embargo no oponen resistencia al proyecto de unión continental y,
además, contribuyen a desagregar a las «Naciones canónicas» que aun se atrevan a
resistir a la Unión.
3. Esta diversidad de valores, tan contrapuestos entre sí, según los cuales es utilizada en
los debates del presente la idea de Nación, nos obliga a regresar en el análisis mismo de
una idea que es capaz de modularse en determinaciones tan heterogéneas como
contradictorias. Suponer que cuando decimos «nación», o postulamos una nación,
decimos algo unívoco, como si todas las naciones (o todas las culturas correspondientes)
fuesen iguales en dignidad y en derechos (isonomía), es mucho suponer. Mejor aún, es
una suposición absurda, porque nos conduce a contradicciones flagrantes: la nación
española, España, no puede tener los mismos derechos que la nación vasca; ni la cultura
de los botocudos –que incluye, como seña de identidad, el famoso disco incrustado en sus
labios– es igual en dignidad y en derechos a la cultura europea. Además, ¿quién otorga el
derecho a un pueblo para constituirse como Nación y como Estado? ¿Acaso ese derecho le
baja del cielo? Y si procede de su seno, ¿qué puede significar ese derecho sino la más
ingenua y vacua esperanza, mantenida por algunos grupúsculos carentes de poder para
convertir a su pueblo en una potencia?
La idea de Nación, en este sentido unívoco, es una idea «moderna», aunque el término
«nación» sea más antiguo: Santo Tomás, por ejemplo, habla de las nationes hominum,
pero con un matiz descriptivo, neutro, muy lejano de la tonalidad «entusiástica» que
Laveleye, por ejemplo, poco después de la batalla de Solferino, le reconocía en un artículo
célebre: la palabra nación «inflama el corazón de nuestros contemporáneos con una
pasión tan ardiente como las ideas religiosas lo hicieron en el siglo XVI y como estas,
cambiará la faz del mundo». La idea moderna de nación, en efecto (suponemos), no es
anterior al «Estado moderno», puesto que, en cierto modo, surge conjuntamente con él.
Sólo que cuando madura, lo hace como si su sustancia hubiera de ser concebida como
anterior y previa al Estado, del que fuera su verdadero fundamento. La nación, en su
sentido moderno, se define por la «nacionalidad», y este término, que no parece ser
anterior al siglo XVII, puede servir para fijar la fecha de consolidación de la idea moderna
de nación. Pues la «nacionalidad» no sería otra cosa sino la misma «identidad» de la
nación en tanto que sujeto soberano, uno en sí, y distinto específicamente de los demás.
Los alemanes, para demostrar que podían expresar en su lengua el mismo concepto, que
les había llegado por vía francesa, tuvieron que inventar (a través de Jahn) un término
nuevo –procedente, por cierto, ironías de la historia, del latín vulgus, que ya se había
transformado en Volk–, el término Volkstum. Pero Volkstum es más que Pueblo. Es Pueblo
en cuanto depositario de un espíritu propio (Volksgeist), con una cultura propia, que
constituye su sustancia y patrimonio sagrado, su «gracia», fuente de su realidad y de su
poder. El poder político, por tanto, ya no se constituirá, a través del Rey, «por la Gracia
de Dios», sino por «la Gracia de la Nación». Un Estado sin Nación, o una Nación sin
Estado, será una Nación des-graciada. Después de Valmy los soldados franceses ya no
gritarán «¡Viva el Rey!», sino «¡Viva la Nación!». Unos años después, Mancini, desde su
cátedra de Turín, podrá establecer axiomáticamente el nuevo «cogito ergo sum» de la
Ciencia del Espíritu: «Nación, luego Estado». Y casi cien años después, el Nacional-
socialismo, llevará al límite el axioma de Mancini, al identificar el Volkstum con el ser-en-
si y para-si del pueblo ario.
La nueva Idea-fuerza tendrá que abrirse camino a través de las viejas estructuras supra-
nacionales y de las nuevas estructuras inter-nacionales, la Iglesia católica y el
Proletariado, organizado en la I, II y III Internacional. San Pablo había dicho: «ya no hay
griegos ni bárbaros». Y Marx, en el Manifiesto comunista: «el proletariado no tiene
patria». Pero la Iglesia católica terminará transigiendo, y sus obispos guatemaltecos
llegarán a reconocer que las semillas del Verbo divino estuvieron presentes en la nación
maya. Y las Internacionales socialistas (Bauer, Lenín, Stalin) acabarán también
reconociendo los movimientos de «liberación nacional», al menos como estadios
intermedios en el proceso de un socialismo universal. El desmoronamiento del Estado
soviético parece haber significado la señal de partida para la aparición de docenas de
nuevas nacionalidades de escala regional, con su cultura (en realidad, con su folklore) y
su identidad propias: Lituania, Moldavia, Georgia, Bosnia, Croacia, Montenegro... y las
otras tantas naciones folklóricas que se apresuran a entrar en la escena de nuestro
presente.
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4. Pero la idea moderna de Nación, sin perjuicio de su tremenda fuerza ideológico es,
como la idea de cultura, una idea metafísica, mística, una superestructura que
difícilmente puede resistir un análisis crítico riguroso. ¿Cómo entender esa identidad
cuasisustancial que las naciones reclaman? Apelar a un Volksgeist característico es,
literalmente, como apelar al Espíritu Santo; apelar, con inspiración más materialista, al
organicismo («las naciones son como organismos») es sólo una metáfora cuya grosería
neutraliza sus mismas intenciones antimetafísicas.
Pero las naciones existen; no son meros flatus vocis. La dificultad estriba en encontrar las
categorías adecuadas para conceptualizar su realidad efectiva. No son «Espíritu», ni son
«Cultura», entre otras cosas porque una Cultura, entendida como identidad sustancial o
«etnicidad», megárica, no existe y es sólo una invención de los mismos nacionalistas o de
sus «antropólogos» a sueldo. No son organismos, porque las naciones están formadas por
múltiples organismos (los individuos humanos) que mantienen la solución de continuidad
mutua («podemos pasar un bisturí –decía Letamendi– entre dos organismos distintos sin
necesidad de cortar nada; pero no podemos hacer lo mismo dentro de un mismo
organismo»).
Pero hay otro concepto ecológico que, debidamente adaptado, podría ser acaso utilizado
para conceptualizar la unidad constitutiva de las naciones, en su sentido moderno: es el
concepto de Comunidad, en su sentido ecológico (no jurídico), es decir, el concepto de
biocenosis. A diferencia de una población, la comunidad está constituida por individuos de
especies diferentes. Es obvio que una aplicación unívoca del concepto de comunidad
ecológica a las naciones modernas, nos llevaría a redefinir la nación como una unidad de
interacción entre organismo humanos, animales y vegetales. Pero con ello
desbordaríamos los límites antropológicos debidos a la realidad histórica de la nación. Sin
embargo, podemos aplicar a las naciones el concepto ecológico de comunidad
(biocenosis) de un modo analógico, basándonos en una idea que Tylor, en su libro
fundacional (Primitive Culture, I,7) expuso con gran claridad: «El arco y la flecha forman
para el etnólogo una especie, la costumbre de deformar el cráneo de los niños es una
especie, el hábito de agrupar los números en decenas es una especie». Las diversas
especies necesarias para poder hablar de comunidad ecológica serán ahora especies
sociales y culturales. De este modo, recuperaremos el nexo entre la nación y la cultura,
pero no por vía metafísica, sino por vía positiva. Una nación es una biocenosis de especies
sociales y culturales que interaccionan en un círculo complejo tal que la reproducción de
su identidad (no necesariamente rígida, puesto que la reproducción puede ser evolutiva)
está asegurada dentro de unos límites, independientemente de los otros círculos o
comunidades que se encuentren en su vecindad. Advertimos que, de acuerdo con la
definición, una nación, para diferenciarse de otras según su identidad propia, no
necesitará estar constituida por especies exclusivas, no repetidas, por «hechos
diferenciales» característicos: dos naciones distintas, y aún enemigas, podrán tener, sin
embargo, la misma lengua y la misma religión, de la misma manera que dos comunidades
ecológicas distintas pueden tener, entre sus componentes, organismos de las mismas
especies linneanas de insectos, de mamíferos o de coníferas. Lo decisivo en la identidad
de la nación es su solución de continuidad con otras naciones de su entorno; si la lengua
vernácula (catalán, eúskera) es uno de los criterios más preciados para una nación que
busca sus «señas de identidad», no es tanto porque su lenguaje «exprese el alma o la
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sustancia (!!) del pueblo», sino porque la lengua es la principal especie cultural dotada de
virtudes aislantes. Las lenguas separan a los pueblos tanto o más como sus fronteras
naturales; por ello, los nacionalismos buscarán en el terreno lingüístico desarrollarse en
las direcciones más exóticas posibles. Lo peor que le puede ocurrir a una lengua, utilizada
como «seña de identidad» nacionalista, es que pueda ser entendida de inmediato por las
naciones colindantes.
Las naciones tampoco son iguales entre sí: hay naciones grandes y pequeñas, naciones y
culturas sanas y enfermas, valiosas arqueológicamente o estéticamente (no hay que
confundir el interés etnográfico del disco botocudo con su valor estético o ético). Sobre
todo: las naciones no son conjuntos nítidos, sino borrosos, y se continúan con frecuencia
unos a otros como subsistemas de una biocenosis más amplia. Hay distintos grados de
nacionalidad, porque las naciones no son como las sustancias aristotélicas, que no
admiten el más y el menos. Cataluña, si es una comunidad nacional, lo será en forma de
subsistema, de potencia más débil (en determinados intervalos históricos) del que
conviene a la comunidad nacional española. ¿Puede decirse lo mismo de la comunidad
nacional española respecto de la Comunidad Europea, de la Nación europea, si es que ella
tiene algo de vida propia?
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