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FACUNDO

I
ASPECTO FÍSICO DE LA REPUBLICA ARGENTINA Y CARACTERES, HÁBITOS E IDEAS QUE ENGENDRA
La tierra que se llamó Provincias Unidas del Rio de la Plata, en la que aún se derrama sangre por denominarla República
Argentina o Confederación argentina, se ubica entre los andes chiles y el océano atlántico.
El mal que aqueja a la República Argentina es su extensión: los despoblados son por lo general los límites incuestionables
entre provincias. La inseguridad que es habitual y permanente en las campañas imprime en el carácter argentino una
resignación para la muerte violenta y una indiferencia con la que dan y reciben la misma.
La parte habitada de este país puede dividirse en tres fisionomías: al norte, las extensiones de espeso bosque; al centro, la
disputa entre la pampa y la selva; y al sur, el triunfo final de la pampa.
Un rasgo notable de la fisionomía de este país es la aglomeración de ríos navegables que no introducen cambio alguno en las
costumbres nacionales.
El gaucho ve en los ríos más bien un obstáculo opuesto a sus movimientos que el medio más poderoso de facilitarlos. De todos
estos ríos que debieran llevar la civilización, el poder y la riqueza hasta las profundidades del continente, sólo el Plata es
fecundo en beneficios para los que moran sus riberas.
En su embocadura están situadas Montevideo y Buenos Aires quienes cosechan las ventajas de su posición. Bajo un clima
benigno, reclinada sobre un inmenso territorio y con trece provincias interiores que no conocen otra salida para sus productos,
Buenos Aires está en contacto con las naciones europeas, explota las ventajas del comercio, y posee el poder y las rentas.
He señalado la posición monopolizadora de Buenos Aires para mostrar que hay una organización del suelo tan central y
unitaria en el país que a pesar de todo habría concluido siendo el sistema unitario hoy establecido. Los progresos de la
civilización se acumulan exclusivamente en Buenos Aires, la pampa es malísima conduciendo estos. Sobre todos estos
accidentes peculiares del territorio, predomina el hecho de que la tierra es generalmente llana y unida.
Estas llanuras permiten rodar enormes y pesadas carretas por caminos en los que la mano del hombre apenas ha tenido que
cortar árboles y arbustos. Esta llanura constituye uno de los rasgos más notables de la fisionomía interior de la República
Argentina. Para preparar vías de comunicación no hace falta demasiado esfuerzo.
La extensión de las llanuras imprime en los habitantes del interior cierta tintura asiática. Hay en las soledades argentinas algo
que trae a la memoria las soledades asiáticas.
El capataz es el jefe de la caravana: de voluntad de hierro, carácter arrojado hasta la temeridad, gobierna y domina solo a los
filibusteros de tierra. A la menor señal de insubordinación enarbola su chicote y descarga golpes que causan contusiones y
heridas.
De este modo se establece en la vida argentina por estas peculiaridades el predominio de la fuerza bruta, la preponderancia del
más fuerte, y la autoridad sin límites ni responsabilidades.
En sus largos viajes el proletario argentino adquiere el hábito de vivir lejos de la sociedad, de luchar individualmente contra la
naturaleza, y de precaverse de todos los riesgos sin contar con otros medios que sus capacidades y mañas personales.
El pueblo que habita estas extensas comarcas se compone de dos razas –españoles e indígenas– que mezclándose forman
medios tintes imperceptibles.
La raza negra casi extinta excepto en Buenos Aires, ha dejado zambos y mulatos que habitan de las ciudades. Estos son
eslabones entre el hombre civilizado y el palurdo.
De la fusión de las tres familias ha resultado un todo homogéneo, que se distingue por su amor a la ociosidad e incapacidad
industrial cuando la educación y las exigencias de una posición social no lo sacan de su paso habitual. Mucho debe haber
contribuido a este resultado la incorporación de indígenas en la colonia, y la introducción de negros en américa. Las razas
americanas viven en la ociosidad y se muestran incapaces a dedicarse a un trabajo duro y seguido.
Da compasión y vergüenza comparar la colonia alemana o escocesa de Buenos Aires y la villa que se forma en el interior: en la
primera, reina un aspecto general de civilización; en la segunda, un aspecto general de barbarie.
Esta miseria que es un accidente de las campañas pastoras va desapareciendo.
He dicho que la vecindad de los ríos no imprime modificación alguna puesto que son navegados nada más que en una escala
insignificante. Ahora, la gran mayoría de pueblos argentinos viven de los productos del pastoreo, otro parte de la agricultura.
Las ciudades argentinas tienen una fisionomía regular, su población se disemina en una larga superficie y tiene las apariencias
de una ciudad europea. La ciudad es el centro de la civilización: allí se ubica las tiendas de comercio, escuelas y talleres de
artes, todo lo que caracteriza a los pueblos cultos.
La ciudad capital de las provincias pastoras existe la mayoría de veces sola. El desierto las circunda enclavándolas a un llano
inculto de centenares de millas cuadradas.
El hombre de la ciudad viste traje europeo, vive la vida civilizada –las ideas de progreso, los medios de instrucción, el
gobierno regular–. El hombre de campo lleva traje americano, sus hábitos son diversos, sus necesidades peculiares y limitadas.
Parecen dos sociedades distintas. El hombre de la campaña lejos de aspirar a asemejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su
lujo, sus modales y sus vestidos. Todo lo que hay de civilizado en la ciudad está bloqueado allí.
Ahora, estudiaremos la fisionomía exterior de las campañas y nos adentraremos en la vida interior de sus habitantes. He dicho
que el límite forzoso entre provincias es el desierto. No sucede lo mismo con la campaña de una provincia en la que reside la
mayor parte de su población. La vida pastoril nos vuelve a remitir a Asía.
No puede haber progreso sin la posesión permanente del suelo y la ciudad que le permite al hombre desenvolver sus
capacidades industriales y extender sus adquisiciones.
En las llanuras argentinas el pastor posee el suelo con títulos de propiedad, pero para ocuparlo ha sido necesario disolver la
asociación y derramar las familias sobre una inmensa superficie. El desenvolvimiento de la propiedad inmobiliaria no es
imposible pero falta el estímulo, el ejemplo y la dignidad. La privación de lo indispensable justifica la pereza natural, la
frugalidad de los goces y trae todas las exterioridades de la barbarie. La sociedad ha desaparecido, quedando sólo la familia
feudal.
Es algo parecido a la feudalidad de la edad media. Mas, le faltan la ciudad, el municipio y la base de todo desarrollo social: no
hay res publica.
La civilización es irrealizable y la barbarie es lo normal. La religión sufre las consecuencias de la disolución de la sociedad: su
reducción a la religión natural. El cristianismo existe, pero corrompido, encarnado en supersticiones groseras, sin culto ni
convicción.
Sobre la mujer pesa casi todo el trabajo, algunos hombres cultivan maíz exclusivamente para el alimento de su familia, los
niños ejercitan sus fuerzas y se adiestran por placer, salvan precipicios y se adiestran en el manejo del caballo.
El hábito de mostrarse superior a la naturaleza desafiarla y vencerla, desenvuelve el sentimiento de importancia y superioridad.
Desde la infancia están habituados a matar reses lo cual los familiariza con el derramamiento de sangre y endurece su corazón
contra los gemidos de sus víctimas.
La vida del campo ha desenvuelto en el gaucho todas las facultades físicas y ninguna de las de la inteligencia. Es fuerte altivo y
enérgico. Sin instrucción ni necesidad de ella, sin medios de subsistencia como de sin necesidades. El gaucho no trabaja, el
alimento y el vestido los encuentra en su casa si es propietario, y en la casa del patrón si no lo es.

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