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“MATRIMONIO Y FAMILIA EN EL VATICANO II”

Durante todo el primer milenio la Iglesia consideró siempre el matrimonio como


una realidad fundada en el misterio de la creación y, por consiguiente, en cuanto tal,
intrínsecamente sagrado incluso antes de haber sido elevado por Jesucristo a la dignidad
de sacramento.

La patrística, en particular, al no distinguir aún claramente entre derecho natural


y derecho divino positivo, no había sabido señalar en esta realidad sagrada del
matrimonio el elemento natural-contractual y el elemento divino-sacramental. Sólo la
teología escolástica empezó a introducir –en el plano puramente conceptual- esta
distinción sin resquebrajar, no obstante, la unidad del matrimonio en virtud del principio
“la gracia perfecciona, no destruye la naturaleza”.

En la época moderna, tras la reforma de Lutero, para quien el matrimonio era


sólo una realidad mundana, pero sobre todo tras la evolución laicista del Estado en los
siglos XVIII y XIX, esta distinción fue transformada en una separación radical. Por una
parte, el carácter sagrado del matrimonio fue confinado únicamente en el elemento
sacramental, reducido también a un simple aspecto accidental respecto al contrato y,
por otra, ser termina por negar al matrimonio, como tal, todo carácter sagrado y
religioso. Desde finales del siglo XIX en adelante no le ha resultado fácil al Magisterio
eclesiástico recuperar la doctrina del primer milenio sobre el carácter sagrado del
matrimonio. Si bien el Papa León XIII llevó a cabo un intento en este sentido, en la
encíclica Arcanum divinae (10/02/1880), fue sólo el Papa Pío Xi quien consiguió precisar
el pensamiento afirmando explícitamente, Casti connubii, que el carácter sagrado y
religioso del matrimonio no deriva únicamente de haber sido elevado a sacramento,
sino de su misma naturaleza, que desde los orígenes podía ser considerada un cierto
oscurecimiento de la encarnación del Verbo de Dios. Esta recuperación del intrínseco
carácter sagrado del matrimonio y la afirmación explícita de su culminación en la
elevación a sacramento, permiten al Concilio Vaticano II captar en la noción de alianza
y en el papel eclesial de este sacramento dos elementos fundamentales para toda la
teología católica sobre el matrimonio.

El Concilio Vaticano II –tras dejar sentado que en la sociedad contemporánea, el


matrimonio como institución se ve constantemente puesto en cuestión por la
“poligamia, la plaga del divorcio, por el así llamado amor libre y por otras
deformaciones”, así como cada vez con mayor frecuencia “profanado por el egoísmo,
por el hedonismo y por usos ilícitos contra la generación” (GS 47, 2) vuelve a proponer
en diversos textos algunos puntos fundamentales de la doctrina católica sobre el
matrimonio. De modo particular en la Lumen Gentium ofrecen los Padres conciliares
una definición del matrimonio de gran importancia incluso desde el punto de vista
canonístico: “Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima
comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es
decir, su consentimiento personal e irrevocable. Así, por el acto humano con que los
cónyuges se entregan y aceptan mutuamente, nace una institución estable por
ordenación divina, también ante la sociedad. Este vínculo sagrado, en atención al bien,
tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende del arbitrio
humano” (GS 48, 1).
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En esta definición conciliar aparecen, junto a elementos presentes desde
siempre en la doctrina católica sobre el matrimonio, otros completamente nuevos.
Entre los primeros hemos de señalar el hecho de que el matrimonio es considerado
como una institución estable y duradera, ordenada al bien de los cónyuges y la prole (el
concilio no habla ya de fin primario (procreación) y secundario (mutua ayuda)), con un
carácter intrínsecamente sagrado y, por eso, regulado por leyes propias no sujetas al
arbitrio humano, aún siendo en sí un hecho del libre consentimiento de los cónyuges.
Entre los segundos, aparece el dato de que esta institución es definida como una
comunidad de vida y amor, por lo que el objeto del consentimiento que la instituye no
es simplemente el denominado derecho al cuerpo sino el don recíproco de sí mismo que,
como tal, implica la totalidad de la persona humana de los cónyuges.

El acento puesto en el carácter personal de esta institución, que figura en la base


de toda sociedad humana, proyecta una luz diferente sobre los elementos tradicionales
y está totalmente contenido en la noción de alianza matrimonial, que los Padres
conciliares prefirieron al concepto tradicional de Contrato matrimonial.

El término alianza es teológicamente más adecuado para expresar la realidad


personal y religiosa del matrimonio. Más aún, recupera en sí mismo incluso los
elementos que hacen de la institución matrimonial un contrato especial, o sea, un
contrato cuya duración y cuyos efectos jurídicos esenciales están substraídos al arbitrio
de los contrayentes. El hecho de que los contrayentes no estipulan un contrato, sino una
alianza matrimonial significa que la peculiaridad de la realidad denominada por el
derecho matrimonial latino “contrato especial” se expresa mejor con el concepto más
amplio de alianza, cuyo origen bíblico subraya mejor que es Dios mismo el Creador y el
fundador de la institución del matrimonio (GS 48, 1). Con la expresión “alianza
matrimonial” el Concilio señala lo propio que distingue al matrimonio de cualquier otro
contrato y abre así el camino hacia una correcta concepción del matrimonio-
sacramento.

Si el matrimonio no hubiera sido elevado a sacramento, la relación hombre-


mujer seguiría estando substraída a la restauración específica de la gracia; demasiado
corrupta para ser capaz aún de desarrollar la función cultural que le ha sido asignada
por Dios para el destino de la humanidad. Sin el sacramento del matrimonio también la
Iglesia permanecería desencarnada y al margen de la experiencia histórica de la
humanidad, dentro de la cual ha conservado el matrimonio, aunque sea de modo no
exclusivo, la dimensión central del significado que recibió en la economía dela creación.
La Iglesia se convertiría de este modo en una simple superestructura con respecto a la
historia real del hombre, puesto que no la penetraría con la eficacia de su gracia en uno
de sus elementos imprescindiblemente constitutivos.

El Concilio supuso una búsqueda por parte de la Iglesia de una mayor fidelidad al
Señor, centrándose en lo esencial, y de este modo una respuesta renovada al mundo
contemporáneo, presentando el Evangelio de siempre con un lenguaje nuevo. Si hubiera
que resumir el concilio en dos o tres palabras habría que decir que fue una gracia que
Dios concedió a la Iglesia del siglo XX y XXI para que percibiese con mayor claridad su
identidad y su misión.

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Los documentos que produjo el Concilio son el reflejo de los principales campos
abiertos en el momento de su convocatoria. Entrar en el “espíritu del concilio” es
recuperar estos documentos y descubrir en ellos la misión que la Iglesia nos propone a
los cristianos de hoy. Lo contrario sería hacer una Iglesia a “nuestro modo” haciendo del
concilio lo que no fue.

El motivo fundamental de la convocatoria del concilio fue la unidad de la Iglesia,


para lo cual era necesario pensar su identidad y su misión. El Papa tenía claro que la
verdad de siempre podría ser formulada de forma diversa y eso implicaba también una
reforma teológica. Además se pidió a los obispos de todo el mundo que enviasen sus
sugerencias para la temática del concilio, que apuntaban, sobre todo, a la relación de la
Iglesia con el mundo.

“Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre”, nos dice la Carta a los Hebreos. En
este sentido hay cuestiones que no están sujetas a las modas y a los cambios: las
verdades fundamentales sobre Dios y sobre el mundo permanecen vigentes e
invariables, aunque sujetas a revisión en su expresión.

El matrimonio y la familia en el Vaticano II

Los temas del matrimonio y la familia ocupan la reflexión conciliar en numerosas


ocasiones. Vamos a hacer una lectura atenta de las principales menciones en los
documentos conciliares y ver, luego, una síntesis de conjunto.

Se habla del matrimonio y la familia en dos constituciones: Lumen Gentium y


Gaudium et Spes. En la primera, sobre el lugar que el matrimonio y la familia tienen en
la vida y la misión de la Iglesia; en la segunda, sobre la familia en el contexto de la
situación contemporánea. Encontraremos referencias a la familia también en el Decreto
sobre el apostolado de los laicos Apostolicam Actuositatem, y también en la declaración
sobre la educación cristiana Gravissimum Educationis.

Matrimonio y familia en Lumen Gentium

No hay duda de que el Documento dogmáticamente más importante del


Vaticano II es Lumen Gentium. Se expone aquí la identidad de la Iglesia en su raíz para
fundamentar su misión en el mundo contemporáneo (tarea que abordará más
directamente otro de los documentos clave del Vaticano II, que es Gaudium et spes).

Es necesario abordar brevemente el esquema de esta constitución para situar


después los textos que se refieren al matrimonio y la familia. En el esquema original
sobre la Iglesia se proponen diferentes cuestiones, tratadas todas al mismo nivel. La
discusión conciliar propuso un nuevo esquema en el que se trataba de la Iglesia como
misterio y, después, de distintas dimensiones de la Iglesia en relación con los distintos
tipos de miembros que la componen:
 El apostolado y la jerarquía
 El Pueblo de Dios, esto es, los laicos
 La santidad de la Iglesia y los laicos.

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La discusión de este nuevo esquema aportó algunas sugerencias muy
importantes. En primer lugar, se señaló que el Pueblo de Dios no lo componen sólo los
laicos, sino también la jerarquía. Por este motivo convenía tratar del Pueblo de Dios
después de hablar de la Iglesia como misterio, resaltando ahora su dimensión histórica.
En segundo lugar, se señaló que el apostolado no era competencia exclusiva de la
jerarquía, sino también tarea de los cristianos laicos. Y en tercer lugar, y no menos
importante, se propuso que la santidad es la vocación de todos los cristianos, y no sólo
de los religiosos. Por este motivo se le dedicó un capítulo independiente (el quinto de la
Constitución). Al añadirse al documento lo referido a la Virgen María y a la Iglesia del
cielo, en el centro de la constitución queda el capítulo referido a la vocación a la
santidad, que es lo que subraya con más insistencia el Concilio.

En cada uno de estos capítulos hace el Concilio alguna referencia al matrimonio y la


familia. En el capítulo referido al misterio de la Iglesia, se acude al matrimonio como
imagen de la relación de Cristo con la Iglesia:
“Cristo, en verdad, ama a la Iglesia como a su esposa, convirtiéndose en ejemplo
del marido, que ama a su esposa como a su propio cuerpo (cf. Ef. 5, 25-28). A su
vez, la Iglesia le está sometida como a su Cabeza (ib. 23-24). ”Porque en Él habita
corporalmente toda la plenitud de la divinidad” (Col. 2,9), colma de bienes divinos
a la Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cf. EF. 1, 22-23), para que tienda y
consiga toda la plenitud de Dios” (cf. Ef. 3, 19) (LG, 7).

En el capítulo II, sobre la Iglesia como Pueblo de Dios, existe también una
referencia a la misión de los cónyuges cristianos:
“Finalmente, los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio,
por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre
Cristo y la Iglesia (cf. Ef. 5, 32) se ayudan mutuamente a santificarse en la vida
conyugal y en la procreación y educación de los hijos y, por eso, poseen un
propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida. De este
consorcio procede la familia, en la que nacen nuevos ciudadanos de la sociedad
humana, quienes, por la gracia del Espíritu Santo, quedan constituidos, en el
Bautismo, hijos de Dios, que perpetuarán a través del tiempo el Pueblo de Dios.
En esta especie de Iglesia doméstica los padres deben ser para sus hijos loa
primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo, y deben
fomentar la vocación propia de cada uno, pero con cuidado especial, la
vocación sagrada” (LG, 11).

En el capítulo IV, dedicado al apostolado de los laicos, encontramos también un


párrafo muy importante:
“En esta tarea resalta el gran valor de aquel estado de vida santificado por un
especial sacramento, a saber, la vida matrimonial y familiar. En ella el apostolado
de los laicos halla una ocasión de ejercicio y una escuela magnífica si la religión
cristiana penetra toda la organización de la vida y la transforma más cada día.
Aquí los cónyuges tienen su propia vocación: el ser mutuamente y para sus hijos
testigos de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana proclama en voz muy alta
tanto las presentes virtudes del Reino de Dios como la esperanza de la vida eterna.

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De tal manera, con su ejemplo y su testimonio denuncia el pecado del mundo e
ilumina a los que buscan la verdad” (LG, 35).

En el apartado referido a la vocación de los cristianos a la santidad también se


menciona a los esposos y padres cristianos:
Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad
en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo largo de toda la vida e
inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos amorosamente
recibidos de Dios. De esta manera ofrecen a todos el ejemplo de un incansable y
generoso amor, contribuyen al establecimiento de la fraternidad en la caridad y se
constituyen en testigos y colaboradores de la fecundidad de la madre Iglesia, como
símbolo y participación de aquel amor con que Cristo amó a su esposa y se entregó
a sí mismo por ella” (LG 4).

Matrimonio y familia en la Gaudium et Spes

La Constitución Gaudium et Spes expone la doctrina de la Iglesia con relación a


determinadas cuestiones sensibles en el mundo contemporáneo. Está dividida en dos
partes bien diferenciadas; en la primera parte se trata de justificar la mirada de la Iglesia
al mundo presentando sus fundamentos esenciales, es decir, las principales
afirmaciones que sobre el hombre se contienen en la enseñanza de la Iglesia: su origen
divino y su dignidad, su pecado y la redención y su llamada a la comunión con Dios, el
ateísmo y la perfección humana que supone la fe. También la comprensión cristiana de
realidades fundamentales como son la comunidad humana y la actividad humana en el
mundo. Podríamos decir que se trata de “principios generales”. En la segunda parte se
abordan algunos asuntos más sensibles a la mentalidad contemporánea, sobre los que
la Iglesia quiere ofrecer su palabra de Madre y Maestra: la familia, la paz, la economía,
la política… Se trata de principios doctrinales y morales que brotan del Evangelio y que
deben orientar la tarea de los cristianos.

El capítulo primero de esta segunda parte está enteramente orientado al


matrimonio y la familia. No podemos leerlo y haré una presentación resumida y
comentar los textos más importantes.

En primer lugar, el Concilio aborda el tema de la familia presentándolo como el


bien de la persona, por un lado, y de la sociedad, por otro. Si la institución familiar
funciona, lo hará también la persona y la sociedad (GS 47). Sin embargo, hay algunos
obstáculos a este funcionamiento, y el Concilio no los desconoce: “la poligamia, la
epidemia del divorcio, el llamado amor libre, el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos
contra la generación” (GS 47).

Por eso el Concilio quiere exponer claramente los puntos más importantes de la
doctrina de la Iglesia, para “iluminar y fortalecer a los cristianos y a todos los hombres
que se esfuerzan por garantizar y promover la intrínseca dignidad del estado
matrimonial y su valor” (GS 47). Es decir, el Concilio quiere sumarse a quienes ya
defienden el valor del matrimonio. Existe una defensa del matrimonio y de la familia a

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la que el Concilio se suma; quizás hoy ocurre lo contrario: la Iglesia es la única que
defiende la familia y el matrimonio, y a ella se añaden otras instituciones.

a) El fundamento del matrimonio y su unidad

El fundamento del matrimonio y la familia es doble: por una parte está inscrito en
la propia naturaleza humana y es el resultado de la decisión de Dios Creador; por otra
parte es consecuencia de la decisión libre y el consentimiento libre de un hombre y una
mujer:
“Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente,
nace, aún ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina” (GS
48).

Pero debe quedar claro que la decisión humana no configura el matrimonio, sino
que éste depende de la autoría divina, que lo ha pensado para continuar el género
humano y para el provecho de cada miembro de la familia en esta vida y de cara a la
salvación eterna, y para la propia sociedad. En esta condición se fundamenta la unidad
y la indisolubilidad del matrimonio.

A esta condición natural se añade, en los bautizados, la condición del matrimonio


como sacramento. El matrimonio tenía ya en el Antiguo Testamento un significado
salvífico, pues expresaba el amor de Dios por su pueblo. Así, en el Nuevo Testamento,
significa también la relación de Cristo con su esposa la Iglesia y la realiza. Por eso:
“Sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del Sacramento del
matrimonio. Además, permanece con ellos para que los esposos, con su mutua
entrega, se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo amó a la Iglesia y se
entregó por ella. El genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige
y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para
conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la
sublime misión dela paternidad y la maternidad” (GS 48).

De este modo, los padres dan testimonio de fe a sus hijos y loa hijos son estímulo de
santidad para los padres. También así las familias se ayudan mutuamente y se
enriquecen en la sociedad (GS 48).

b) La finalidad del matrimonio y la castidad

Como respuesta a otro de los problemas del matrimonio, el Concilio aborda después
la cuestión de su finalidad y de la relación de los esposos. El matrimonio no existe
exclusivamente para la procreación de los hijos, sino también para el bien de los
esposos:
perfeccionarlo y elevarlo con el don especial de la gracia y la caridad… Por ello
los actos con los que los esposos se unen íntima t castamente entre sí son
hones“Este amor (entre marido y mujer), por ser eminentemente humano, ya
que va de persona a persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de
toda la persona y, por tanto, es capaz de enriquecer con una dignidad especial

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las expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como elementos y
señales específicas de la amistad conyugal. El Señor se ha dignado sanar este
amor, tos y dignos, y, ejecutados de manera verdaderamente humana, significan
y favorecen el don recíproco, con el que se enriquecen mutuamente en un clima
de gozosa gratitud” (GS 49).

Poner el acento del matrimonio en el crecimiento y el bien de los esposos exige


también que estos vivan su amor en una perspectiva ascética, a la que ayuda también la
gracia del sacramento:
“Este amor, ratificado por la mutua fidelidad y, sobre todo, por el sacramento
de Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la prosperidad y en la
adversidad y, por tanto, queda excluido de él todo adulterio y divorcio. El
reconocimiento obligatorio de la igual dignidad personal del hombre y de la
mujer en el mutuo y pleno amor evidencia también claramente la unidad del
matrimonio confirmada por el Señor, Para hacer frente con constancia a las
obligaciones de esta vocación cristiana se requiere una insigne virtud; por eso
los esposos, vigorizados por la gracia para la vida de santidad, cultivarán la
firmeza en el amor, la magnanimidad de corazón y el espíritu de sacrificio,
pidiéndolos asiduamente en la oración” (GS 49).

La relación matrimonial se comprende de este modo como una verdadera vocación.


En este marco se comprende la preocupación del Concilio por mostrar a los cristianos
más jóvenes el valor de la castidad, educándoles en el momento conveniente “en la
dignidad, función y ejercicio del amor conyugal, y esto en en el seno de la misma familia”
(GS 49).

c) La fecundidad del matrimonio

Para el Concilio, este amor de los esposos está ordenado, por su propia
naturaleza, a la procreación de los hijos, que son “el don más excelente del matrimonio
y contribuyen al bien de los propios padres” (GS 50). En la transmisión de la vida
humana, “los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador” y, en
consecuencia, tomarán sus decisiones con criterios formados:
“Los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su
antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, lo cual ha de ajustarse
a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta
auténticamente esta ley a la luz del Evangelio. Dicha ley divina muestra el pleno
sentido del amor conyugal, lo protege e impulsa a la perfección genuinamente
humana del mismo. Así, los esposos cristianos, confiados en la Divina
Providencia cultivando el espíritu de sacrificio, glorifican al Creador y tienden a
la perfección en Cristo cuando con generosa, humana y cristiana
responsabilidad cumplen su misión procreadora. Entre los cónyuges que
cumplen de este modo la misión que Dios les ha confiado, son dignos de
mención muy especial los que de común acuerdo, bien ponderado, aceptan con
magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente” (GS 50).

Aún destacando el valor de la procreación, el Concilio añade:

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“Pero el matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación, sino
que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de
la prole requieren que también el amor mutuo de los esposos mismos se
manifieste, progrese y vaya madurando ordenadamente. Por eso, aunque la
descendencia, tan deseada muchas veces, falte, sigue en pie el matrimonio
como intimidad y comunión total de vida y conserva su valor e indisolubilidad”
(GS 50).

d) El respeto a la vida humana

El Concilio no desconoce las dificultades que los esposos cristianos pueden tener
si se deciden a transmitir la vida a nuevos hijos. El Concilio sabe también que hay
muchos que proponen soluciones más fáciles en apariencia, pero que a veces son
gravemente inmorales (GS 50). Por eso recuerda que “no puede haber contradicción
verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria de la vida y del fomento
del genuino amor conyugal” (GS 51).

Esto implica un compromiso explícito en defensa de la vida, contra el aborto y el


infanticidio (cf. GS 51) pero también una doctrina clara sobre las cuestiones éticas
relativas al control de la natalidad:
“Cuando se trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la responsable
transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente
de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse
con criterios objetivos tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos,
criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana
procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar
sinceramente la virtud de la castidad conyugal. No es lícito a los hijos de la
Iglesia, fundados en estos principios, ir por caminos que el Magisterio, al
explicar la ley divina, reprueba sobre la regulación de la natalidad. Tengan
todos entendido que la vida de los hombres y la misión de transmitirla no se
limita a este mundo, ni puede ser conmesurada y entendida a este solo nivel,
sino que siempre mira el destino eterno de los hombres” (GS 51).

e) La familia como fundamento de la sociedad

El último punto sobre el que se detiene el Concilio en GS es en la consideración


de la familia como fundamento de la prosperidad social. Se afirma rotundamente:
“La familia es escuela del más rico humanismo. Para que pueda lograr la
plenitud de su vida y misión se requieren un clima de benévola comunicación y
unión de propósitos entre los cónyuges y una cuidadosa cooperación de los
padres en la educación de los hijos. La activa presencia del padre contribuye
sobremanera a la formación de los hijos; pero también debe asegurarse el
cuidado de la madre en el hogar, que necesitan principalmente los niños
menores, sin dejar por eso a un lado la legítima promoción social de la mujer.
La educación de los hijos ha de ser tal, que al llegar a la edad adulta puedan,
con pleno sentido de la responsabilidad, seguir la vocación, aún la sagrada, y
escoger estado de vida” (GS 52).

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En la familia se mira al bien de los esposos y también al futuro de los hijos; se
conjuga la función paterna y materna en el hogar y las tareas del hombre y la mujer en
la sociedad. La sociedad debería, por tanto, sentirse interpelada y procurar el bien de la
familia, puesto que es su bien propio, con la legislación adecuada y mediante otras
instituciones (GS 53). Pero la familia también debe ser preocupación de los científicos:
“Los científicos, principalmente los biólogos, los médicos, los sociólogos y los
psicólogos, pueden contribuir mucho al bien del matrimonio y la familia y a la
paz de las conciencias si se esfuerzan por aclarar más a fondo, con estudios
convergentes, las diversas circunstancias favorables a la honesta ordenación
de la procreación humana” (GS 53).

Y también de la Iglesia, tanto de los sacerdotes como de los matrimonios


cristianos:
“Pertenece a los sacerdotes, debidamente preparados en el tema de la familia,
fomentar la vocación de los esposos en la vida conyugal y familiar con distintos
medios pastorales, con la predicación de la Palabra de Dios, con el culto
litúrgico y otras ayudas espirituales: fortalecerlos humana y pacientemente en
las dificultades y confortarlos en la caridad para que formen familias realmente
espléndidas. Las diversas obras, especialmente las asociaciones familiares,
pondrán todo el empeño posible en instruir a los jóvenes y a los cónyuges
mismos, principalmente a los recién casados, en la doctrina y en la acción y en
formarlos para la vida familiar, social y apostólica” (GS 53).

Matrimonio y familia en Apostolicam Actuositatem

El decreto sobre la identidad y la misión apostólica de los laicos, inspirado en la


doctrina establecida en Lumen Gentium, también incluye una referencia específica a la
misión matrimonial y a la familia cristiana como compromiso apostólico de los laicos.

El matrimonio constituye un testimonio de fe y un sacramento de gracia para


otras personas, más allá de los propios cónyuges:
“Los cónyuges cristianos son mutuamente para sí, para sus hijos y demás
familiares, cooperadores de la gracia y testigos de la fe. Ellos son para sus hijos
los primeros predicadores de la fe y los primeros educadores; los forman con su
palabra y con su ejemplo para la vida cristiana y apostólica, los ayudan con
mucha prudencia en la elección de su vocación y cultivan con todo esmero la
vocación sagrada que quizá han descubierto en ellos” (AA 11).

Al mismo tiempo, su tarea consiste también en la misión de defender la identidad


del matrimonio y la familia en la sociedad civil, preocupándose por el correcto
ordenamiento social de lo que compete a la familia:
“Siempre fue deber de los cónyuges y constituye hoy parte principalísima de su
apostolado, manifestar y demostrar con su vida la indisolubilidad y la santidad
del vínculo matrimonial; afirmar abiertamente el derecho y la obligación de
educar cristianamente a la prole, propio de los padres y tutores; defender la
dignidad y legítima autonomía de la familia. Cooperen, por tanto, ellos y los
demás cristianos con los hombres de buena voluntad a que se conserven

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incólumes estos derechos en la legislación civil; que en el gobierno de la
sociedad se tengan en cuenta las necesidades familiares en cuanto se refiere a
la habitación, educación de los niños, condición de trabajo, seguridad social y
tributos; que se ponga enteramente a salvo la convivencia doméstica en la
organización de emigraciones” (AA 11).

Para realizar esta tarea el Concilio señala algunos medios que fortalecen a la
familia en su misión, que ha de vivirse como verdadera misión divina:
“Esta misión la ha recibido de Dios la familia misma para que sea la célula
primera y vital de la sociedad. Cumplirá esta misión si, por la piedad mutua de
sus miembros y la ora oración dirigida a Dios en común, se presenta como un
santuario doméstico de la Iglesia; si la familia entera toma parte en el culto
litúrgico de la Iglesia; si por fin la familia practica activamente la hospitalidad,
promueve la justicia y demás obras buenas al servicio de todos los hermanos
que padezcan necesidad. Entre las varias obras de apostolado familiar pueden
recordarse las siguientes: adoptar como hijos a niños abandonados, recibir con
gusto a los forasteros, prestar ayuda en el régimen de las escuelas, ayudar a
los jóvenes con su consejo y medios económicos, ayudar a los novios a
prepararse mejor para el matrimonio, prestar ayuda a la catequesis, sostener
a los cónyuges y familias que están en peligro material o moral, proveer a los
ancianos no sólo de lo indispensable, sino procurarles los medios justos del
progreso económico. Siempre y en todas partes, pero de u8na manera especial
en las regiones en las que se esparcen las primeras semillas del Evangelio, o la
Iglesia está en sus principios o se halla en algún peligro grave, las familias
cristianas dan al mundo el testimonio preciosísimo de Cristo conformando toda
su vida al Evangelio y dando ejemplo del matrimonio cristiano. Para lograr más
fácilmente los fines de su apostolado puede ser conveniente que las familias se
reúnan por grupos” (AA 11).

Al realizar esta misión, la familia inicia a sus miembros en el apostolado, en la


misión de toda la Iglesia:
“En la familia es obligación de los padres disponer a sus hijos desde la niñez
para el conocimiento del amor de Dios hacia todos los hombres, enseñarles
gradualmente, sobre todo con el ejemplo, la preocupación por las necesidades
del prójimo, tanto de orden material como espiritual. Toda la familia y su vida
común sea como una iniciación al apostolado” (AA 30).

Matrimonio y familia en la declaración Gravissimum educationis

Uno de los problemas que quería abordar el Concilio en su relación con la


sociedad era la cuestión de la educación. Por este motivo, se dedicó un documento a
esta cuestión, aunque se trata de una “declaración”, es decir, de una exposición de
intereses y una disposición de buena voluntad.

El Concilio recuerda cómo y por qué a la Iglesia le importa la cuestión educativa.


Lo más importante queda recogido aquí en este número:

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“Puesto que los padres han dado la vida a los hijos, están gravemente
obligados a la educación de la prole y, por tanto, ellos son los primeros y
principales educadores. Este deber de la educación familiar es de tanta
trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues,
obligación de los padres formar un ambiente familiar animado por el amor, por
la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra
personal y social de los hijos. La familia es, por tanto, la primera escuela de las
virtudes sociales, de las que todas las sociedades necesitan. Sobre todo, en la
familia cristiana, enriquecida con la gracia del sacramento y los deberes del
matrimonio, es necesario que los hijos aprendan desde sus primeros años a
conocer la fe recibida en el bautismo. En ella sienten la primera experiencia de
una sana sociedad humana y de la Iglesia. Por medio de la familia, por fin, se
introducen fácilmente en la sociedad civil y en el Pueblo de Dios. Consideren,
pues, atentamente los padres la importancia que tiene la familia
verdaderamente cristiana para la vida y el progreso del Pueblo de Dios” (GE 3).

La educación es tarea fundamental de los padres, que deben buscar la formación


integral de sus hijos. Esto incluye la propia relación con Dios. En la familia, por tanto, se
educan los futuros ciudadanos de la sociedad, pero también los hijos de la Iglesia. En la
familia se experimenta qué es la sociedad y también qué es la Iglesia. En el mismo
proceso se interesa tanto la sociedad como la Iglesia; educar para una no estorba educar
para la otra, más bien se fortalecen mutuamente. Por eso el Concilio cree que en este
tema es necesario llegar a acuerdos esenciales.

Síntesis de una doctrina

Para valorar convenientemente la doctrina del Vaticano II sobre el matrimonio y


la familia puede servirnos de ayuda atender las veces en las que el Magisterio de la
Iglesia se ha ocupado de este tema en el pasado. Es verdad que el sacramento del
matrimonio ha sido siempre objeto de enseñanza de la Iglesia: como sacramento entre
el septenario sacramental, como único e indisoluble, como el signo del amor de Cristo
por su Iglesia…

Pero hemos de esperar hasta el año 1.930 para que exista en el Magisterio un
documento dedicado exclusivamente al matrimonio y la familia. Se trata de la Encíclica
de Pío XI “Casti connubii”, en la que, después de explicar el matrimonio desde una triple
finalidad (los hijos, la fidelidad y el sacramento), se subraya su condición de institución
divina que no puede ser modificada libremente por las legislaciones sociales, que ya
habían introducido algunas disposiciones contra el vínculo (el divorcio) o también contra
la procreación (el aborto).

Podríamos decir que la generalización de determinados cambios sociales en la


doctrina y en práctica del matrimonio hacen necesaria una intervención de la Iglesia en
este asunto. Desde los años ’30 hasta la celebración del Vaticano II estos cambios no
sólo no se detuvieron, sino que avanzaron tanto en su complejidad técnica como en su
repercusión social y cultural. En este contexto, eclesial y social, ¿cómo entender la
doctrina del Vaticano II sobre el matrimonio y la familia?

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El primer rasgo que habría que señalar es la continuidad con la tradición de la
Iglesia en la enseñanza sobre el valor sagrado del matrimonio, de la unión del hombre y
la mujer como reflejo del amor de Cristo por su Iglesia. Son muchos los textos que
recogen esta afirmación que, por otra parte, es de San Pablo (cf. Ef.).

Sobre esta continuidad, sin embargo, se añaden algunos elementos nuevos que
tienen que ver con el valor eclesial. Éste sería el segundo rasgo: se comprende el
matrimonio y la vida familiar como un verdadero apostolado para los laicos. La familia
es una Iglesia doméstica, el matrimonio es una verdadera vocación y una auténtica
llamada a la santidad de los cónyuges, de sus hijos y de su propio entorno familiar y
social. Esta doctrina de la santidad es la gran aportación del Vaticano II a la Iglesia de
hoy; es el corazón de Lumen Gentium y el sentido de todas las propuestas que se hacen
En los demás documentos. Es verdad que en el pasado también se había hablado dela
importancia que los padres tenían al dar la vida a sus hijos, porque así “daban hijos para
el cielo”. Ahora, sin embargo, lo que se señala es que esta “vida del cielo” ha empezado
ya para los cónyuges en su propio matrimonio y que viviendo su vocación acrecentarán
esta realidad, este nuevo ser y esta dimensión divina esencial.

Por encima, sin embargo, de estas consideraciones aún queda el rasgo más
característico de la doctrina del Vaticano II sobre el matrimonio y la familia, y es su
consideración como “bien y futuro de la sociedad”. Es una novedad en el Magisterio de
la Iglesia la afirmación de la familia como célula de la sociedad, donde se decide el bien
no sólo del individuo, sino de la sociedad en su conjunto y, en consecuencia, de la Iglesia.
En este sentido el Concilio denuncia que todas las decisiones que se tomen sobre la
familia repercutirán en la configuración social del futuro.

Estas consideraciones suponen un serio correctivo a una exagerada afirmación


de la libertad individual por parte del liberalismo. La aparente defensa de la libertad
individual en la actual configuración de la legislación matrimonial conducirá a la
destrucción de la libertad de muchos hombres y mujeres del mañana.

En el fondo está en juego el ser del hombre. Cuando las decisiones éticas y
políticas se toman contra la “naturaleza humana” (que no es sólo su dimensión
biológica, sino su configuración espiritual, su condición de imagen del Creador), eso no
puede pasar en balde. Hay, en el fondo, una “lucha” por comprender al ser humano. La
Iglesia ha propuesto su propia antropología en la primera parte de Gaudium et Spes : el
hombre ha sido creado por Dios en santidad y justicia, ha roto la comunión con Dios por
el pecado que ha marcado ya su historia para siempre, pero Dios no lo ha abandonado
sino que lo ha llamado a la comunión de vida con Él. Y se dice, expresamente, en el
número 22: “Esto (se refiere a la comprensión del hombre a la luz de Cristo) vale no sólo
para los cristianos, sino para todos los hombres de buena voluntad en cuyo corazón
actúa la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos y la vocación última del hombre
es realmente una sola: la vocación divina”.

Por estas razones también se propone una “espiritualidad y una ascética


familiar”, que no incluye sólo una ascética conyugal (en la que se inserta la castidad, que
es también doctrina del Concilio) sino también una preocupación por la vida cristiana de

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todos los miembros, por compromisos litúrgicos y sociales tomados en conjunto. Este
es el cuarto rasgo que conviene señalar en el Concilio Vaticano II. Se han dado incluso
algunos ejemplos de cómo la familia puede vivir mejor su ser cristiano. No se puede
hablar, por eso, del Concilio “en pasado”.

Conclusión

Leemos otro párrafo de GS 22. Está en juego la comprensión del hombre, y la


Iglesia no tiene otra respuesta que Cristo: “En verdad, el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado… El mismo Hijo de Dios, con su encarnación,
se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con
inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre.
Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante
a nosotros menos en el pecado” (GS 22).

Cristo es el hombre nuevo, y también entonces el ejemplo de vida familiar. En el


ecuador del Concilio, el Papa Pablo VI hizo un simbólico viaje a Tierra Santa para expresar
que el Concilio suponía el “retorno a los orígenes”; en Nazaret, el Papa alabó la vida
familiar que Cristo tuvo durante más de treinta años, y dijo: “Que Nazaret nos enseñe el
significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter
sagrado e inviolable; aprendamos de Nazaret lo dulce e irreemplazable que es su
pedagogía; aprendamos lo fundamental e incomparable que es su función en el plano
social”.

ACTIVIDAD ASOCIADA DE LOS CATÓLICOS

159.- “La familia es la institución humana donde el hombre y la mujer, los adultos
y los niños, encuentran las posibilidades de desarrollo y perfeccionamiento humano más
íntimo y profundo. Es una institución fundamental para la felicidad de los hombres y la
verdadera estabilidad social”.

160.- “Dada su importancia, ella misma tiene que ser objeto de atención y de
apoyo por parte de cuantos intervienen en la vida pública. Educadores, escritores,
políticos y legisladores, han de tener en cuenta que gran parte de los problemas sociales
y aún personales tienen sus raíces en los fracasos o carencias de la vida familiar. Luchar
contra la delincuencia juvenil o contra la prostitución de la mujer y favorecer al mismo
tiempo el descrédito o el deterioro de la institución familiar, es una ligereza y una
contradicción”.

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161.- “El bien de la familia, en todos sus aspectos, tiene que ser una de las
preocupaciones fundamentales de la actuación de los cristianos en la vida pública.
Desde los diversos sectores de la vida social hay que apoyar el matrimonio y la familia,
facilitándoles todas aquellas ayudas de orden económico, social, educativo, político y
cultural que hoy son necesarios y urgentes para que puedan seguir desempeñando en
nuestra sociedad sus funciones insustituibles”.

162.- “Hay que advertir, sin embargo, que el papel de las familias en la vida social
y política no puede ser meramente pasivo. Ellas mismas deben ser “las primeras en
procurar que las leyes no sólo ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente
los derechos y deberes de la familia”, promoviendo así una verdadera “política familiar”.
En este campo es muy importante favorecer la difusión de la doctrina de la Iglesia sobre
la familia, de manera renovada y completa, despertar la consciencia y la responsabilidad
social y política de las familias cristianas, promover asociaciones o fortalecer las
existentes para el bien de la familia misma” (CVP 159-162)

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