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El Concilio supuso una búsqueda por parte de la Iglesia de una mayor fidelidad al
Señor, centrándose en lo esencial, y de este modo una respuesta renovada al mundo
contemporáneo, presentando el Evangelio de siempre con un lenguaje nuevo. Si hubiera
que resumir el concilio en dos o tres palabras habría que decir que fue una gracia que
Dios concedió a la Iglesia del siglo XX y XXI para que percibiese con mayor claridad su
identidad y su misión.
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Los documentos que produjo el Concilio son el reflejo de los principales campos
abiertos en el momento de su convocatoria. Entrar en el “espíritu del concilio” es
recuperar estos documentos y descubrir en ellos la misión que la Iglesia nos propone a
los cristianos de hoy. Lo contrario sería hacer una Iglesia a “nuestro modo” haciendo del
concilio lo que no fue.
“Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre”, nos dice la Carta a los Hebreos. En
este sentido hay cuestiones que no están sujetas a las modas y a los cambios: las
verdades fundamentales sobre Dios y sobre el mundo permanecen vigentes e
invariables, aunque sujetas a revisión en su expresión.
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La discusión de este nuevo esquema aportó algunas sugerencias muy
importantes. En primer lugar, se señaló que el Pueblo de Dios no lo componen sólo los
laicos, sino también la jerarquía. Por este motivo convenía tratar del Pueblo de Dios
después de hablar de la Iglesia como misterio, resaltando ahora su dimensión histórica.
En segundo lugar, se señaló que el apostolado no era competencia exclusiva de la
jerarquía, sino también tarea de los cristianos laicos. Y en tercer lugar, y no menos
importante, se propuso que la santidad es la vocación de todos los cristianos, y no sólo
de los religiosos. Por este motivo se le dedicó un capítulo independiente (el quinto de la
Constitución). Al añadirse al documento lo referido a la Virgen María y a la Iglesia del
cielo, en el centro de la constitución queda el capítulo referido a la vocación a la
santidad, que es lo que subraya con más insistencia el Concilio.
En el capítulo II, sobre la Iglesia como Pueblo de Dios, existe también una
referencia a la misión de los cónyuges cristianos:
“Finalmente, los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio,
por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre
Cristo y la Iglesia (cf. Ef. 5, 32) se ayudan mutuamente a santificarse en la vida
conyugal y en la procreación y educación de los hijos y, por eso, poseen un
propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida. De este
consorcio procede la familia, en la que nacen nuevos ciudadanos de la sociedad
humana, quienes, por la gracia del Espíritu Santo, quedan constituidos, en el
Bautismo, hijos de Dios, que perpetuarán a través del tiempo el Pueblo de Dios.
En esta especie de Iglesia doméstica los padres deben ser para sus hijos loa
primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo, y deben
fomentar la vocación propia de cada uno, pero con cuidado especial, la
vocación sagrada” (LG, 11).
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De tal manera, con su ejemplo y su testimonio denuncia el pecado del mundo e
ilumina a los que buscan la verdad” (LG, 35).
Por eso el Concilio quiere exponer claramente los puntos más importantes de la
doctrina de la Iglesia, para “iluminar y fortalecer a los cristianos y a todos los hombres
que se esfuerzan por garantizar y promover la intrínseca dignidad del estado
matrimonial y su valor” (GS 47). Es decir, el Concilio quiere sumarse a quienes ya
defienden el valor del matrimonio. Existe una defensa del matrimonio y de la familia a
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la que el Concilio se suma; quizás hoy ocurre lo contrario: la Iglesia es la única que
defiende la familia y el matrimonio, y a ella se añaden otras instituciones.
El fundamento del matrimonio y la familia es doble: por una parte está inscrito en
la propia naturaleza humana y es el resultado de la decisión de Dios Creador; por otra
parte es consecuencia de la decisión libre y el consentimiento libre de un hombre y una
mujer:
“Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente,
nace, aún ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina” (GS
48).
Pero debe quedar claro que la decisión humana no configura el matrimonio, sino
que éste depende de la autoría divina, que lo ha pensado para continuar el género
humano y para el provecho de cada miembro de la familia en esta vida y de cara a la
salvación eterna, y para la propia sociedad. En esta condición se fundamenta la unidad
y la indisolubilidad del matrimonio.
De este modo, los padres dan testimonio de fe a sus hijos y loa hijos son estímulo de
santidad para los padres. También así las familias se ayudan mutuamente y se
enriquecen en la sociedad (GS 48).
Como respuesta a otro de los problemas del matrimonio, el Concilio aborda después
la cuestión de su finalidad y de la relación de los esposos. El matrimonio no existe
exclusivamente para la procreación de los hijos, sino también para el bien de los
esposos:
perfeccionarlo y elevarlo con el don especial de la gracia y la caridad… Por ello
los actos con los que los esposos se unen íntima t castamente entre sí son
hones“Este amor (entre marido y mujer), por ser eminentemente humano, ya
que va de persona a persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de
toda la persona y, por tanto, es capaz de enriquecer con una dignidad especial
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las expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como elementos y
señales específicas de la amistad conyugal. El Señor se ha dignado sanar este
amor, tos y dignos, y, ejecutados de manera verdaderamente humana, significan
y favorecen el don recíproco, con el que se enriquecen mutuamente en un clima
de gozosa gratitud” (GS 49).
Para el Concilio, este amor de los esposos está ordenado, por su propia
naturaleza, a la procreación de los hijos, que son “el don más excelente del matrimonio
y contribuyen al bien de los propios padres” (GS 50). En la transmisión de la vida
humana, “los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador” y, en
consecuencia, tomarán sus decisiones con criterios formados:
“Los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su
antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, lo cual ha de ajustarse
a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta
auténticamente esta ley a la luz del Evangelio. Dicha ley divina muestra el pleno
sentido del amor conyugal, lo protege e impulsa a la perfección genuinamente
humana del mismo. Así, los esposos cristianos, confiados en la Divina
Providencia cultivando el espíritu de sacrificio, glorifican al Creador y tienden a
la perfección en Cristo cuando con generosa, humana y cristiana
responsabilidad cumplen su misión procreadora. Entre los cónyuges que
cumplen de este modo la misión que Dios les ha confiado, son dignos de
mención muy especial los que de común acuerdo, bien ponderado, aceptan con
magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente” (GS 50).
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“Pero el matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación, sino
que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de
la prole requieren que también el amor mutuo de los esposos mismos se
manifieste, progrese y vaya madurando ordenadamente. Por eso, aunque la
descendencia, tan deseada muchas veces, falte, sigue en pie el matrimonio
como intimidad y comunión total de vida y conserva su valor e indisolubilidad”
(GS 50).
El Concilio no desconoce las dificultades que los esposos cristianos pueden tener
si se deciden a transmitir la vida a nuevos hijos. El Concilio sabe también que hay
muchos que proponen soluciones más fáciles en apariencia, pero que a veces son
gravemente inmorales (GS 50). Por eso recuerda que “no puede haber contradicción
verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria de la vida y del fomento
del genuino amor conyugal” (GS 51).
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En la familia se mira al bien de los esposos y también al futuro de los hijos; se
conjuga la función paterna y materna en el hogar y las tareas del hombre y la mujer en
la sociedad. La sociedad debería, por tanto, sentirse interpelada y procurar el bien de la
familia, puesto que es su bien propio, con la legislación adecuada y mediante otras
instituciones (GS 53). Pero la familia también debe ser preocupación de los científicos:
“Los científicos, principalmente los biólogos, los médicos, los sociólogos y los
psicólogos, pueden contribuir mucho al bien del matrimonio y la familia y a la
paz de las conciencias si se esfuerzan por aclarar más a fondo, con estudios
convergentes, las diversas circunstancias favorables a la honesta ordenación
de la procreación humana” (GS 53).
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incólumes estos derechos en la legislación civil; que en el gobierno de la
sociedad se tengan en cuenta las necesidades familiares en cuanto se refiere a
la habitación, educación de los niños, condición de trabajo, seguridad social y
tributos; que se ponga enteramente a salvo la convivencia doméstica en la
organización de emigraciones” (AA 11).
Para realizar esta tarea el Concilio señala algunos medios que fortalecen a la
familia en su misión, que ha de vivirse como verdadera misión divina:
“Esta misión la ha recibido de Dios la familia misma para que sea la célula
primera y vital de la sociedad. Cumplirá esta misión si, por la piedad mutua de
sus miembros y la ora oración dirigida a Dios en común, se presenta como un
santuario doméstico de la Iglesia; si la familia entera toma parte en el culto
litúrgico de la Iglesia; si por fin la familia practica activamente la hospitalidad,
promueve la justicia y demás obras buenas al servicio de todos los hermanos
que padezcan necesidad. Entre las varias obras de apostolado familiar pueden
recordarse las siguientes: adoptar como hijos a niños abandonados, recibir con
gusto a los forasteros, prestar ayuda en el régimen de las escuelas, ayudar a
los jóvenes con su consejo y medios económicos, ayudar a los novios a
prepararse mejor para el matrimonio, prestar ayuda a la catequesis, sostener
a los cónyuges y familias que están en peligro material o moral, proveer a los
ancianos no sólo de lo indispensable, sino procurarles los medios justos del
progreso económico. Siempre y en todas partes, pero de u8na manera especial
en las regiones en las que se esparcen las primeras semillas del Evangelio, o la
Iglesia está en sus principios o se halla en algún peligro grave, las familias
cristianas dan al mundo el testimonio preciosísimo de Cristo conformando toda
su vida al Evangelio y dando ejemplo del matrimonio cristiano. Para lograr más
fácilmente los fines de su apostolado puede ser conveniente que las familias se
reúnan por grupos” (AA 11).
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“Puesto que los padres han dado la vida a los hijos, están gravemente
obligados a la educación de la prole y, por tanto, ellos son los primeros y
principales educadores. Este deber de la educación familiar es de tanta
trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues,
obligación de los padres formar un ambiente familiar animado por el amor, por
la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra
personal y social de los hijos. La familia es, por tanto, la primera escuela de las
virtudes sociales, de las que todas las sociedades necesitan. Sobre todo, en la
familia cristiana, enriquecida con la gracia del sacramento y los deberes del
matrimonio, es necesario que los hijos aprendan desde sus primeros años a
conocer la fe recibida en el bautismo. En ella sienten la primera experiencia de
una sana sociedad humana y de la Iglesia. Por medio de la familia, por fin, se
introducen fácilmente en la sociedad civil y en el Pueblo de Dios. Consideren,
pues, atentamente los padres la importancia que tiene la familia
verdaderamente cristiana para la vida y el progreso del Pueblo de Dios” (GE 3).
Pero hemos de esperar hasta el año 1.930 para que exista en el Magisterio un
documento dedicado exclusivamente al matrimonio y la familia. Se trata de la Encíclica
de Pío XI “Casti connubii”, en la que, después de explicar el matrimonio desde una triple
finalidad (los hijos, la fidelidad y el sacramento), se subraya su condición de institución
divina que no puede ser modificada libremente por las legislaciones sociales, que ya
habían introducido algunas disposiciones contra el vínculo (el divorcio) o también contra
la procreación (el aborto).
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El primer rasgo que habría que señalar es la continuidad con la tradición de la
Iglesia en la enseñanza sobre el valor sagrado del matrimonio, de la unión del hombre y
la mujer como reflejo del amor de Cristo por su Iglesia. Son muchos los textos que
recogen esta afirmación que, por otra parte, es de San Pablo (cf. Ef.).
Sobre esta continuidad, sin embargo, se añaden algunos elementos nuevos que
tienen que ver con el valor eclesial. Éste sería el segundo rasgo: se comprende el
matrimonio y la vida familiar como un verdadero apostolado para los laicos. La familia
es una Iglesia doméstica, el matrimonio es una verdadera vocación y una auténtica
llamada a la santidad de los cónyuges, de sus hijos y de su propio entorno familiar y
social. Esta doctrina de la santidad es la gran aportación del Vaticano II a la Iglesia de
hoy; es el corazón de Lumen Gentium y el sentido de todas las propuestas que se hacen
En los demás documentos. Es verdad que en el pasado también se había hablado dela
importancia que los padres tenían al dar la vida a sus hijos, porque así “daban hijos para
el cielo”. Ahora, sin embargo, lo que se señala es que esta “vida del cielo” ha empezado
ya para los cónyuges en su propio matrimonio y que viviendo su vocación acrecentarán
esta realidad, este nuevo ser y esta dimensión divina esencial.
Por encima, sin embargo, de estas consideraciones aún queda el rasgo más
característico de la doctrina del Vaticano II sobre el matrimonio y la familia, y es su
consideración como “bien y futuro de la sociedad”. Es una novedad en el Magisterio de
la Iglesia la afirmación de la familia como célula de la sociedad, donde se decide el bien
no sólo del individuo, sino de la sociedad en su conjunto y, en consecuencia, de la Iglesia.
En este sentido el Concilio denuncia que todas las decisiones que se tomen sobre la
familia repercutirán en la configuración social del futuro.
En el fondo está en juego el ser del hombre. Cuando las decisiones éticas y
políticas se toman contra la “naturaleza humana” (que no es sólo su dimensión
biológica, sino su configuración espiritual, su condición de imagen del Creador), eso no
puede pasar en balde. Hay, en el fondo, una “lucha” por comprender al ser humano. La
Iglesia ha propuesto su propia antropología en la primera parte de Gaudium et Spes : el
hombre ha sido creado por Dios en santidad y justicia, ha roto la comunión con Dios por
el pecado que ha marcado ya su historia para siempre, pero Dios no lo ha abandonado
sino que lo ha llamado a la comunión de vida con Él. Y se dice, expresamente, en el
número 22: “Esto (se refiere a la comprensión del hombre a la luz de Cristo) vale no sólo
para los cristianos, sino para todos los hombres de buena voluntad en cuyo corazón
actúa la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos y la vocación última del hombre
es realmente una sola: la vocación divina”.
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todos los miembros, por compromisos litúrgicos y sociales tomados en conjunto. Este
es el cuarto rasgo que conviene señalar en el Concilio Vaticano II. Se han dado incluso
algunos ejemplos de cómo la familia puede vivir mejor su ser cristiano. No se puede
hablar, por eso, del Concilio “en pasado”.
Conclusión
159.- “La familia es la institución humana donde el hombre y la mujer, los adultos
y los niños, encuentran las posibilidades de desarrollo y perfeccionamiento humano más
íntimo y profundo. Es una institución fundamental para la felicidad de los hombres y la
verdadera estabilidad social”.
160.- “Dada su importancia, ella misma tiene que ser objeto de atención y de
apoyo por parte de cuantos intervienen en la vida pública. Educadores, escritores,
políticos y legisladores, han de tener en cuenta que gran parte de los problemas sociales
y aún personales tienen sus raíces en los fracasos o carencias de la vida familiar. Luchar
contra la delincuencia juvenil o contra la prostitución de la mujer y favorecer al mismo
tiempo el descrédito o el deterioro de la institución familiar, es una ligereza y una
contradicción”.
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161.- “El bien de la familia, en todos sus aspectos, tiene que ser una de las
preocupaciones fundamentales de la actuación de los cristianos en la vida pública.
Desde los diversos sectores de la vida social hay que apoyar el matrimonio y la familia,
facilitándoles todas aquellas ayudas de orden económico, social, educativo, político y
cultural que hoy son necesarios y urgentes para que puedan seguir desempeñando en
nuestra sociedad sus funciones insustituibles”.
162.- “Hay que advertir, sin embargo, que el papel de las familias en la vida social
y política no puede ser meramente pasivo. Ellas mismas deben ser “las primeras en
procurar que las leyes no sólo ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente
los derechos y deberes de la familia”, promoviendo así una verdadera “política familiar”.
En este campo es muy importante favorecer la difusión de la doctrina de la Iglesia sobre
la familia, de manera renovada y completa, despertar la consciencia y la responsabilidad
social y política de las familias cristianas, promover asociaciones o fortalecer las
existentes para el bien de la familia misma” (CVP 159-162)
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