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Germán Colmenares

Cali: terratenientes, mineros


y comerciantes

Universidad del Valle.


División de Humanidades.
Cali, 1975
ÍNDICE

ABREVIATURAS UTILIZADAS

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE: LA ECONOMÍA

Capítulo I - Orígenes y evolución del latifundio en el Valle


del Cauca (ss. XVI y XVII)

Capítulo II - Las haciendas de Cali en el s. XVIII

Capítulo III - Elementos de las haciendas

Capitulo IV - El crédito en una economía agrícola

SEGUNDA PARTE: LA CIUDAD Y SUS HABITANTES

Capitulo V - Las minas y el comercio

Capítulo VI - La ciudad

Capítulo VII - La sociedad

Capítulo VIII - La política

APÉNDICE
Haciendas y propiedades de vecinos de Cali.

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ABREVIATURAS UTILIZADAS

MUV. Microfilm Universidad del Valle. La mayor parte del


material de este trabajo proviene de los libros de escribanos de la
ciudad de Cali que fueron microfilmados por el Departamento de
Historia de la Universidad del Valle. Este trabajo estuvo a cargo
mucho tiempo del Profesor Francisco Zuluaga. Como las citas
son demasiado frecuentes se ha reducido la referencia al rollo (r.)
y al folio (f.), recto (r.) o verso (v.). En los libros originales la
referencia puede identificarse por el año y el día o por el folio.

AJ 1o. CCC. Archivo Judicial del Circuito Civil lo. de Cali.


Este archivo se conserva en un gran desorden en un depósito en
el Edificio del Gobierno Nacional en Cali. La Universidad del
Valle ha intentado iniciar su microfilmación pero se ha tropezado
con una infinidad de pequeños obstáculos.

AHNB. Archivo Histórico Nacional de Bogotá.

AGI. Archivo General de Indias.

ACC. Archivo Central del Cauca.

HAHR. Hispanic American Historical Review.

BCBLAA Boletín Cultural y Bibliográfico. Biblioteca Luis


Angel Arango.

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A mi esposa, Marinita, a mi hija, Luz
Amalia, a mis amigos Aníbal Patiño –que me ha
enseñado tantas cosas sobre el Valle del Cauca–,
Álvaro Camacho y Fernando Garavito.

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INTRODUCCIÓN

La ausencia de estudios concretos sobre la formación


económico-social colombiana hace posible posturas dogmáticas,
a veces un poco infantiles cuando se ven confrontadas con la
necesidad de realizar un trabajo serio y paciente. Los esquemas
más generales y abstractos tienden a sustituir de una manera fácil
este tipo de trabajo con el pretexto de una ortodoxia y de la
urgencia de tomar posiciones. En Colombia, al menos, no parece
haber llegado el momento de distinguir claramente entre el
trabajo intelectual y una acción política más o menos caótica. De
allí resulta una cierta incapacidad de plantearse un problema en
presencia de una información adecuada. La labor de reflexión
parece ociosa si no se la pone a prueba inmediatamente en alguna
escaramuza política. Y ni siquiera los conceptos se elaboran para
orientar la acción sino para aplastar a algún adversario, real o
supuesto.
Cuando se habla, con gran solemnidad, sobre la "metodología
correcta" se está hablando, en el fondo, de una profesión de fe.
Con ello no se pretende otra cosa que ignorar las bases reales de
una discusión para reducirla a nociones entresacadas de lecturas
caprichosas y mal digeridas. A menudo, el uso arbitrario de
"categorías" que tienen una gran relevancia en otros contextos
impide ver los elementos más obvios de una realidad que se nos
ofrece como material de investigación y no simplemente como
una ocasión de reemplazar esa realidad viva por el cascarón vacío
de una categoría sacrosanta. El falseamiento de la realidad que
resulta de allí inhibe por anticipado a un acercamiento más
concienzudo, tachándolo de empirismo.
Cuáles son, por ejemplo, los contornos reales de conceptos
como "hacienda" y "plantación"? En ningún caso se trata de
entidades abstractas o de conceptos "universales", en los que
pueda hacerse encajar a la fuerza una realidad viva y actuante.
Tampoco podemos reducirlos a una infinita particularidad en la
que los "casos" cobren más importancia que el concepto. Esta
tensión entre lo general y lo particular es propia del
conocimiento histórico. Si rehusamos aproximarnos a una
realidad concreta so pretexto de afirmar una certidumbre
preestablecida o la "validez" intemporal de un concepto, estamos
privándonos de la posibilidad de modificarlos y de actuar de una
manera adecuada sobre la realidad. En el trabajo histórico la
validez conceptual es siempre provisoria. Se mantiene hasta el
momento en que los matices nos ayudan a percibir un concepto
más comprensivo, es decir, más universal. No se trata entonces,
como podría creerse, que el examen de lo particular desintegre la
validez conceptual hasta reducirla a un empirismo.

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La pretensión de alcanzar de un salto la comprensión global
de la totalidad histórica elimina todo proceso de elaboración
conceptual y se encierra en el manejo de una jerga cuyos
contenidos sólo se revelan a los iniciados. La creencia de que no
existe una historia nacional (creencia muy difundida entre las
últimas generaciones de estudiantes universitarios en Colombia)
sino simplemente una sucesión de etapas de dependencia
colonial, cuyo solo examen en términos de comercio
internacional bastaría para la comprensión de nuestro pasado, ha
reducido a la nada el interés que debería suscitarse en torno a
desarrollos regionales.
A primera vista, un país como Colombia presenta tal
diversidad regional que la simplificación excesiva que conlleva la
tesis de la "dependencia colonial" ha debido parecer sospechosa.
Esto no quiere decir, entiéndase bien, que pretenda negarse la
existencia de nexos de dependencia económica. Pero en cada caso
su valor explicativo es diferente con respecto a elementos
originales de subsistemas regionales. No puede pretenderse, por
ejemplo, que el tipo de conexiones de una región portuaria con
una metrópoli son los mismos que los de una región aislada y
sometida al régimen de una economía casi natural, o que una
región minera atrae de la misma manera artículos manufacturados
que una región dedicada exclusivamente a la agricultura.
Tampoco es lícito extrapolar aspectos que presentan un tipo de
dependencia histórica, más o menos reciente, a una etapa más
remota, sin plantearse previamente ciertos problemas relativos al
grado de integración económica, a las magnitudes, a las distancias
o a las técnicas, es decir, a las condiciones empíricas dentro de las
cuales se establecen las relaciones económicas.
Aunque, a partir del siglo XVI, cuando se inicia en Europa un
proceso de "acumulación primitiva de capital", podría postularse
de una manera muy general que las economías locales más
remotas del mundo colonial se "articulan" de alguna manera a
este proceso de economía mundial - o, en otros términos, que en
una determinada fase de la expansión capitalista este sistema
somete a sus exigencias los rincones más distantes del globo y
éstos, a su vez, no pueden escapar de los tentáculos del modo de
producción dominante-, vale la pena preguntarnos todavía cómo
es posible esta "articulación", a través de qué sector -o sectores-
de la producción y cómo los restantes se vinculan a su turno, qué
importancia tienen los mercados regionales y cómo se organizan
en provecho de esa "acumulación primitiva" tan distante.
Por fortuna, últimamente han venido en auxilio de estos
temas las investigaciones de Salomón Kalmanovitz, para quien -
parafraseando a Marx- "...la base de todo análisis materialista de
la historia y de la economía colombiana debe partir de las
relaciones que se dan dentro de una población dada, del
ordenamiento social que se desprende del modo de producción,

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es decir, de la población dividida en clases, de la forma como
trabajan y como toma lugar la división social del trabajo,
seguidamente, cómo circulan y se cambian los resultados de este
trabajo en la sociedad y el mercado mundial; finalmente, qué
formas asume el Estado y cómo influye en la Producción".1
Este viraje metodológico, que privilegia el análisis de la
producción misma y de sus formas sociales antes que los
fenómenos del mercado internacional, debe conducir a la
investigación de "parcelas" de la realidad, y no simplemente por
"nacionalismo" o por regionalismo provinciano, sino con el fin de
sustentar una teoría más adecuada de la formación económico-
social.
Aún más, las preocupaciones de historiadores europeos
tienden a descartar la aplicación indiscriminada de categorías
"clásicas" a las formaciones peculiares precapitalistas y se
encaminan a deducir, por ejemplo, de una manera concreta, una
"teoría económica del sistema feudal" a partir de investigaciones
empíricas. El historiador polaco Wiltold Kula, que ha
emprendido esta tarea con respecto a la Polonia del siglo XVIII,
advierte que "...entre las tesis que pueden formularse sobre el
obrar económico humano, no pocas tienen diferentes grados de
aplicación cronológica y geográfica..." E insiste: "...parece sin
embargo cierta la tesis marxista de que la mayor parte de las leyes
económicas, y justamente las más ricas en contenido, tienen un
alcance especial y temporal limitado, circunscrito por lo general a
un determinado sistema socio-económico..."
Frente a esa comprobación vale la pena preguntarse una vez
más, cuál era el sistema socio-económico imperante en América
durante la época colonial? Sobre este punto está lejos de llegarse
a un acuerdo debido, sobretodo, a que ni siquiera se ha llegado a
identificar con alguna precisión los elementos que intervienen en
el problema. Muchos han insistido en la tesis tradicional según la
cual la existencia de una metrópoli encadenaba a sus necesidades
(sobretodo de orden fiscal) el ordenamiento de los factores
productivos de sus colonias. Pero el carácter ambiguo de la
metrópoli española acumula obstáculos a esta tesis, que subraya
sobretodo el carácter "mercantilista" de las relaciones coloniales.
En efecto, ya a comienzos del siglo XVII el "monopolio"
sevillano había dejado de ser español y las relaciones comerciales
con las colonias americanas estaban dominadas por un
mercantilismo europeo, sobretodo francés. 3
De esta manera se introduce una instancia más que obliga al
análisis detallado del crecimiento capitalista en su conjunto.
Pero, de otro lado, en las colonias se maduró un complejo social
en el que los españoles americanos gozaron de privilegios
inauditos y llegaron a constituir un dolor de cabeza permanente
para el rey y sus funcionarios coloniales. Se trataba entonces de
simples intermediarios entre sistemas productivos arcaicos y las

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instancias sucesivas que encadenaban esos sistemas a un proceso
de acumulación capitalista que se centraba en Europa? O, de
alguna manera, su existencia misma explica las formas peculiares
de dominación mediante las cuales se explotó el mundo colonial
americano? 4
De otro lado, qué decir del transplante de instituciones que
tuvieron que adaptarse a las condiciones americanas y que ya ni
siquiera en España podían calificarse de "feudales"? Los vínculos
personales de una jerarquía militar, mantenidos para empresas
guerreras y no para subordinar mano de obra como factor
productivo, se disolvieron en América una vez repartidos los
frutos de la conquista. En América, ningún español trabajaba
para otro sin un salario pues para eso estaban los indígenas y, en
su ausencia, los esclavos. De esta manera, nexos propiamente
"feudales", es decir, formas de subordinación del trabajo
mediante una sujeción extraeconómica, se crearon sólo en el
momento en el que desaparecieron los últimos vestigios de un
sistema productivo americano y en el que un mestizaje "libre" y
desposeído había alcanzado un potencial demográfico
considerable.
Es indudable, por otra parte, que América contribuyó a la
acumulación capitalista original y que el continente, junto con
los otros continentes explotados desde el siglo de los
"descubrimientos", se inserto en un sistema mercantilista
mundial. A este nivel, la discusión sobre el papel de las colonias
americanas en el surgimiento del capitalismo -o de la transición
de un capitalismo mercantil a un capitalismo industrial- tiene
plena validez. Para el siglo XVI, Earl J. Hamilton ha examinado
el impacto de los metales americanos en la coyuntura europea.
Esta explicación se da en términos puramente monetarios, es
cierto, y tanto por sus fuentes como por su problemática busca
respuestas a una situación europea específica. Queda por abordar
el aspecto propiamente americano, el problema de formaciones
económico-sociales asentadas en regiones que tenían unos
determinados recursos de minas, tierras y mano de obra. 5 Se
trataba acaso de meras prolongaciones de un sistema mercantil a
escala mundial? O, no vale la pena más bien, antes que hacerlas
desaparecer en el análisis mediante una simple cuantificación de
su "aporte", considerar primero estas formaciones en su
peculiaridad teniendo en cuenta, eso si, que los mercados
regionales podían inscribirse en una red mucho más vasta de
intercambios?
Para precisar el punto de intersección entre las economías
regionales y el sistema mercantilista se requiere conocer los
mecanismos que subordinaban unas actividades económicas a
otras y que no siempre tenían una expresión política adecuada.
Usualmente se presume, por ejemplo, que lo que encadenaba a
las economías coloniales era una decisión política de la

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metrópoli. De allí que se especule interminablemente -y sin
someter a crítica alguna- sobre los presuntos efectos desastrosos
de prohibiciones tales como la del cultivo de la vid, del olivo o de
la morera. Para darse cuenta de la inocuidad de estas
prohibiciones bastaría preguntarse qué hubiera ocurrido si lo que
se hubiera prohibido fuera el cultivo del algodón, de la caña y la
producción de aguardiente. Y a este respecto cabe preguntarse
también cuántos trabajos serios se han producido sobre el
problema del estanco del aguardiente.
Es posible que, en virtud de la necesaria conexión de las
economías locales con un sistema mundial (o economía-mundo,
como la llama P. Chaunu), hayan existido actividades
privilegiadas, desde el punto de vista de los intercambios, tales
como el comercio. Pero no es cierto en la misma medida que el
comercio, o mejor, los comerciantes, hayan gozado de privilegios
políticos a nivel local. La estructura política local privilegiaba de
una manera natural a los "vecinos" con un fuerte arraigo y una
tradición familiar terrateniente. Los comerciantes mismos
buscaron este arraigo convirtiéndose en terratenientes y
vinculándose al patriciado local mediante nexos matrimoniales. 6
La otra alternativa del problema, la del "feudalismo
americano", debe clarificarse también teniendo en cuenta datos
concretos de los sistemas agrarios de Hispanoamérica. Cuando se
habla de feudalismo -o mejor, modo de producción feudal- no se
está haciendo una mera referencia cronológica. Por eso,
posiblemente, América esté más lejos del feudalismo en el siglo
XVI que en el XVIII. Y la realidad de los siglos XVIII y XIX es
incomparable con la que se ha creado en nuestro propio siglo.
La categoría modo de producción feudal no se evidencia en el
mero trasplante de instituciones más o menos medievales sino
que requiere el examen empírico de cómo estaban organizados
los factores de producción. Como se sabe, en el siglo XVI fueron
los metales preciosos (que se daban en abundancia y podían
explotarse con una mano de obra barata) los que integraron las
colonias españolas a un circuito mundial. Las formas de
producción no eran por eso capitalistas pero tampoco (piénsese
en la incorporación de mano de obra esclava) eran feudales.
En los siglos XVIII y XIX, en cambio, cuando los ciclos
metalíferos agotaban sus posibilidades, muchas explotaciones
agrícolas se cerraban sobre sí mismas y creaban formas de
coacción con respecto a una mano de obra "libre" pero escasa.
Estos momentos de "encerramiento" han sido frecuentes en
todos los países de Latinoamérica. Ha habido, es cierto,
episodios de oro, del cacao, del tabaco, del azúcar o del café,
pero sólo han sido eso: episodios. Para muchas regiones la
actividad de una agricultura de mera subsistencia -o de un radio
de comercialización muy limitado- ha sido la regla. En Colombia,
regiones como Antioquia, o el Valle del Magdalena (y con éste,

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en parte Santa Fe) vieron disminuir su importancia en el en el
siglo XVIII, en tanto que el Valle del Cauca y la antigua
provincia de Popayán conocían un nuevo ciclo del oro y las
regiones de Vélez y de Girón desarrollaban una actividad
manufacturera en torno a los obrajes tradicionales. El siglo XIX,
con el tabaco, presenció un nuevo resurgimiento -efímero esta
vez- de una actividad colonial en el Valle del Magdalena, en
tanto que la provincia de Popayán entró en una crisis secular
hasta que, a comienzos de este siglo y ya bajo un signo
claramente capitalista, volvió a resurgir una economía agrícola en
el Valle del Cauca.
Estos altibajos regionales no pueden estudiarse,
evidentemente, sin una referencia precisa a las oportunidades de
un mercado mundial. Y esto es cierto con respecto no sólo a una
producción contemporánea, claramente capitalista, sino también
a épocas más arcaicas, en las que dominan tipos de producción
"tradicionales" o "arcaicos", es decir, precapitalistas. Pero,
entonces como ahora, por qué unas regiones y no otras? Se
trataba, acaso, del mero azar en la presencia de unos recursos que
de pronto encontraban acogida en los mercados internacionales?
La respuesta se encuentra sin duda del lado de la comprensión
del fenómeno capitalista mismo y de sus espejismos financieros.
El guano chileno-peruano, el salitre chileno o el caucho
amazónico estuvieron, como el oro y la plata, en el origen de
fortunas efímeras, de ciclos de prosperidad repentina que
parecían señalar los límites más propicios de la actividad
productiva de estos países en el suministro de materias primas.
Pero estos son casos extremos. Sobre estos ciclos existió, más
o menos velada, la esperanza (si no la formulación explícita de
una teoría) de que serian un primer motor, capaz de dar un
impulso inicial a otras actividades menos azarosas. Si de un lado
estaba el mercado internacional que favorecía estos espejismos,
del otro persistían estructuras sociales y económicas que
asimilaban el episodio -oro, tabaco, o lo que fuera - y que, una
vez transcurrido, permanecían. La cohesión de estas últimas no
estaba dada entonces por las conexiones evidentes entre un tipo
de producción de materias primas o de frutos tropicales y un
sistema capitalista ya desarrollado sino por un sistema político y
social cuyos fundamentos económicos más profundos quedan por
examinar.
Finalmente, si se toma como referencia el modelo de una
sociedad feudal clásica para interpretar lo que ocurría en América
en los periodos de "encerramiento", habría que desconocer las
referencias empíricas más evidentes. La formación, por ejemplo,
de lo que Marc Bloch ha llamado "vínculos de dependencia" -es
decir, formas de subordinación personal difiere tanto del modelo
europeo que una generalización de éste resulta inadecuada. En
unos casos se trataba de mestizos y mulatos sin tierras que se

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trasladaban de los centros urbanos al campo en donde hallaban
acomodo como peones o "agregados". En otros, la disolución del
sistema de resguardos iba creando explotaciones parcelarias en
lugar del primitivo sistema comunitario o empujaba a sus
beneficiarios hacia zonas menos propicias. Una vez despojados de
sus tierras, los primitivos pueblos de indios podían quedar
también enquistados en medio de las haciendas como reservas de
mano de obra. En el Valle del Cauca, finalmente, la
concentración de esclavos, de mulatos libres y otros trabajadores
en los términos de una hacienda podía dar lugar al nacimiento de
una "parroquia". Todos estos fenómenos sucedieron sin solución
de continuidad al sistema de "conciertos" indígenas (practicado
sobre todo en el siglo XVII y parte del XVIII) y al empleo de
esclavos en haciendas cañeras, es decir, en un periodo tardío.
De otro lado, cómo asimilar el régimen de la hacienda al que
conocieron las reservas señoriales europeas? Se sabe que los
señores feudales tuvieron que hacer concesiones y aflojar las
coacciones sobre sus siervos en los momentos de crisis
demográfica. La ecuación disponibilidad de tierras y
disponibilidad de mano de obra determina en gran parte la
naturaleza de los nexos serviles que se veían debilitados en los
momentos en que escaseaba la mano de obra y con ello se
debilitaba el potencial económico de la reserva. En América,
desde finales del siglo XVI, el proceso de pauperización
demográfica había alcanzado casi sus límites extremos. Por eso,
hasta el siglo XVIII, la disponibilidad de tierras excedió siempre
cualquier incremento demográfico. Sólo a finales del siglo en
algunas regiones y, en general, en el curso del siglo XIX, la
hacienda adquirió rasgos que podrían emparentarse a los de las
reservas señoriales europeas. La mano de obra que iba surgiendo
con la recuperación demográfica (especialmente de mestizos)
quedaba subordinada a una producción agrícola estancada, en
donde los capitales líquidos eran escasos y predominaban los
privilegios de casta mantenidos con la gran propiedad. El uso de
la tierra para cultivos de subsistencia se trocaba por servicios
personales en la hacienda que tuvo entonces la posibilidad de
comercializar parte de sus productos.
En cambio, el modelo de la explotación de las propiedades
agrícolas que conocieron un episodio de producción de géneros
tropicales es diferente. En las postrimerías del siglo XVIII, por
ejemplo, el cultivo del tabaco inauguró un régimen de cosecheros
en la Nueva Granada que vendían al monopolio estatal y pagaban
una renta por el uso de la tierra. En el siglo XIX, el auge de estas
explotaciones en el Valle del Magdalena significó en alguna
medida un régimen salarial que liberó mano de obra enquistada
en las explotaciones más tradicionales de los altiplanos. De esta
manera, no parece conveniente la generalización de un solo
modelo para tipificar, la explotación agrícola precapitalista. Se

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requiere seguir en detalle las variantes -muchas veces regionales-
que va adoptando un modo de producción en el sector agrario y
registrar paso a paso las contradicciones que engendra en el
espectro más visible de las relaciones políticas y sociales.

II
Una observación en cuanto al método: muchos esquemas
puramente teóricos parten de un supuesto erróneo sobre la
división del trabajo historiográfico. Por un lado, se presume que
la búsqueda de datos escuetos y su clasificación más o menos
grosera queda confiada a un cierto tipo de practicantes de la
historia, a esos obreros pacientes que gustan de las
comprobaciones minuciosas, muchas de ellas sin importancia.
Por otro, se concibe que el planteamiento "teóricamente
correcto" de los problemas corresponde de manera exclusiva a
quienes manejan esquemas conceptuales aparatosos.
Así, suelen aparecer de vez en cuando pequeños trabajos de
intención teórica que, con un gran esfuerzo conceptual -a veces
un poco exótico, hay que confesarlo- precisan los "grandes
problemas" en una jerga irreconocible y con una información
perfectamente inadecuada.
La realidad de la investigación histórica no puede ceñirse a
este confortable modelo de la división del trabajo. La
construcción del objeto del saber en el caso de la historia -como
de cualquier otra ciencia social- conlleva no sólo la identificación
de un problema relevante y la construcción de hipótesis y
modelos que signifiquen una primera aproximación teórica, sino
también la elección de fuentes adecuadas para su tratamiento.
Aunque suele pretenderse que el historiador es un esclavo de
sus fuentes y que un acervo documental plantearía nuevos
problemas a la reflexión histórica, la realidad es exactamente la
inversa. Archivos enteros sólo pueden ser explotados en el
momento en que surgen los problemas y las construcciones
teóricas -para no hablar de las técnicas- que permiten manejar la
información que contienen. Existe, claro, la dificultad de que no
todo problema que pueda plantearse teóricamente es susceptible
de una comprobación documental. La conservación de
testimonios sobre el pasado -aún el pasado más reciente- ha
obedecido siempre a un proceso selectivo un poco azaroso. Pero
lo cierto es que las búsquedas de la historiografía tradicional,
guiadas por presunciones de "sentido común" o de sicología
académica, han reducido todavía más el rango de la información
de que pueden disponer los que se dedican a profundas
reflexiones teóricas.
Así, mientras que la teoría (me refiero aquí a las teorías de
conjunto de las ciencias sociales) abre camino a la investigación,

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las investigaciones de un cierto tipo parecen estrechar los límites
de la teoría. O al menos de las teorías que servirán para explicar
nuestra propia formación económico-social. En esencia, el mismo
tipo de información ha servido para "sustentar" las tesis más
contradictorias. Los exiguos datos que servían para fines
completamente distintos o que eran apenas aptos para crear una
imagen ideológica- se maceran en la retorta de la "teoría" con la
esperanza de exprimir de ellos algo que no pueden dar. De
biografías apologéticas de próceres, por ejemplo, quiere deducirse
al mismo tiempo conclusiones sobre una ideología dominante,
sobre el sentido político de sus actuaciones y sobre los
enfrentamientos de clase que cree adivinarse en algunas
anécdotas.
Muy poco se ha hecho en el terreno de la investigación para
sustituir la información fragmentaria y banal con que se cuenta y
dar cuerpo a la sistematización de un material empírico adecuado
a las reflexiones que deberían orientar su búsqueda. Resulta
mucho más cómodo pretender que se está enrutando la
investigación hacia nuevos horizontes sin tomarse el trabajo de
hacerlo. O crear el espejismo de un nuevo objeto de
conocimiento cuando en realidad se está en presencia de las
viejas tesis tradicionales, revestidas con un nuevo ropaje
terminológico.
Frente a la enorme tarea que representan archivos enteros
inexplorados se da lo que Bachelard hubiera identificado gustoso
como un nuevo obstáculo epistemológico: el obstáculo de la
pereza. De la misma manera que los alquimistas torturaban
idénticos elementos en un mortero y daban a sus "experiencias"
mil nombres simbólicos y oscuros, algunos adeptos a las
construcciones teóricas francesas dan vueltas y más vueltas en
torno a los mismos datos de la historiografía tradicional. Con ello
conservan la certidumbre de no alejarse demasiado de una playa
familiar ni de hundirse en las aguas traicioneras del empirismo.
Pero entonces, para qué la construcción teórica?

III
Algunas palabras sobre el presente trabajo: todos los
testimonios coinciden en que durante el siglo XIX la región del
Valle del Cauca conoció una aguda depresión económica. Su
participación en el panorama general de las guerras civiles era por
entonces bastante notable. Y esta era una consecuencia de la
situación económica.
Para todos los observadores el marasmo económico era tanto
más chocante cuanto que el Valle se ofrecía a sus ojos como un
paraíso en el que sólo parecía faltar el espíritu de empresa. Esta
era una verdad a medias. Los viajeros más perceptivos se daban
cuenta de que el valle estaba incomunicado y que sólo una ruta

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segura y permanente hacia el Pacifico podría desembotellar la
economía agraria de la región.
Se describen, sin embargo haciendas que provocaban la
imaginación con proyectos de cultivos cotizados como la vainilla
y el tabaco y en las que los propietarios se limitaban a dormitar
su indolencia criolla. Cómo habían aparecido estas haciendas?
Hubo un momento anterior en el que, efectivamente, el Valle del
Cauca tuvo una etapa de crecimiento gracias a varios factores.
Por un lado, la consolidación de una economía minera en el
Chocó, en las postrimerias del siglo XVII. Por otro, una
evolución favorable en el seno de latifundios inmensos que había
conducido a su apropiación por pedazos razonables entre
mineros y comerciantes que debían abastecer el mercado minero.
Sería inútil, empero, pretender que la racionalidad económica
baste sólo para dar una respuesta convincente a todos los
interrogantes que plantea el proceso de una formación
económico-social, en este caso las haciendas del Valle del Cauca.
Allí surgió en el siglo XVIII una economía agraria esclavista que
no era autónoma sino que se derivaba del auge de una economía
minera. Por sí sola, la economía agraria -de la que estaba ausente
el concepto de plantación y que por lo tanto no estaba ligada a
un mercado externo-no hubiera bastado para justificar una
inversión tan elevada como la de los esclavos negros. Tampoco la
manera como se desarrolló esta economía da bases para un
cálculo riguroso de la recuperación del capital invertido en mano
de obra. A lo más, puede inferirse una tendencia de largo plazo a
través del progresivo desmantelamiento de las haciendas,
recargadas cada vez más con hipotecas censatarias aunque con
una población esclava en aumento. El colapso posiblemente se
produjo al no realizarse la expectativa implícita de los
propietarios, de un flujo inverso de esclavos de las haciendas
hacia las minas, como en los orígenes se había dado entre las
minas y las haciendas.
Muchos esclavos, en efecto, dejaron de emplearse en labores
productivas a fines del siglo XVIII. Los precios de estos esclavos,
la mayoría "criollos", se congelaron e inclusive se advierte un
ligero descenso. Pero sólo una exploración de la historia social,
del estilo de las que ha llevado a cabo en Colombia Jaime J.
Uribe o en los E.U. Eugenio D. Genovese, y un "modelo" que
tenga en cuenta factores tanto ideológicos como cuantitativos,
podrían dar cuenta a cabalidad del fenómeno. Alguien
preocupado con precisiones "cliométricas" podría argüir que esta
combinación invalida los datos rigurosamente cuantitativos. Pero
es precisamente lo que suele ocurrir en la historia.
Así, entre este momento brillante del siglo XVIII y la
decadencia pronunciada del siglo XIX se suscita una gran
variedad de interrogantes, tanto sobre el proceso mismo de la
formación de unidades económicas (haciendas con mano de obra

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esclava) como sobre su estancamiento. La liquidación del sistema
esclavista, a mediados del siglo XIX, suele darse como la
respuesta más obvia de este último. Pero la decadencia venía de
más atrás y seguramente no se localiza en el sistema agrario sino
en la explotación minera.
Aún más, la liquidación del sistema político colonial debió
afectar mucho más a regiones periféricas como la provincia de
Popayán, con todo su complejo de relaciones con otras
provincias que no estaban confinadas por unos límites nacionales
(i.e. la audiencia de Quito). Un cierto equilibrio regional, mal
explorado hasta ahora, daba una entidad a zonas como la del
Valle del Cauca en el siglo XVIII, y este equilibrio debía ceder
frente a un intento de integración política y social diferente.

IV
Es infortunado que no pueda dedicar sino muy pocas palabras
a las "críticas" que se han formulado en Colombia a trabajos
anteriores, especialmente a la primera edición de la Historia
económica y social de Colombia. La razón no estriba en un
exceso de soberbia sino en el hecho de que tales "criticas" eran
demasiado personales, y casi siempre anónimas, como suelen
serlo en Colombia. Por el contrario he aceptado gustoso algunas
sugerencias formuladas por historiadores profesionales en la
Hispanic American Historical Review, en la American Historical
Review, en la Rivista Stórica Italiana y en Caravelle, lo mismo que
de algunos compañeros de la Universidad del Valle.
Este trabajo quiere llamar la atención sobre las posibilidades
de un tipo de fuentes poco exploradas hasta ahora. Los archivos
notariales (o protocolos de escribanos, en la colonia) reproducen,
día por día, la actividad económica y social a la manera de una
filmación en la que las imágenes aisladas pueden ser dotadas de
movimiento. Documento por documento, los registros notariales
pueden parecer descorazonadores. Su manejo descarta por
anticipado toda posición empírica debido, precisamente, a su
riqueza factual y a sus posibilidades de construcción. Por sí sola
una operación escogida al azar no sugiere sino un marco posible
de relaciones pero que, como la imagen aislada de una cinta
cinematográfica, carece de movimiento. Para que la imagen sea
significativa se requiere manejar masivamente la documentación y
construirla de acuerdo con una teoría plausible. Esta tarea
presenta obstáculos en el mero acceso a la documentación, para
no hablar de sus lagunas. Pocas ciudades conservan en Colombia
series más o menos completas en las notarías. La de Cali, aunque
muy incompleta, ha sido microfilmada y al menos es fácilmente
accesible.
Sea esta la ocasión de rendir homenaje a mis colegas del
Departamento de Historia de la Universidad del Valle que, a

15
pesar de todos los obstáculos y a menudo la incomprensión,
llevaron a cabo esta labor de microfilmación. Lo mismo que
agradecer a la misma Universidad del Valle y a los funcionarios
que en ella han creído en las bondades del ocio académico. A
Doña Teresita Villegas y a Doña Stella de Arturo, funcionarias
cuya permanente colaboración ha facilitado un uso razonable de
mi propio ocio académico. A Luis Valdivia, que tomó tanto
interés en la elaboración de los mapas que acompañan el texto.

Cali. Universidad del Valle, Septiembre de 1975.

16
NOTAS

1) C.f. SALOMON KALMANOVITZ , "A propósito de Arrubla" en Ideología y


sociedad, No. 10, Ab. Jun. 1974, p. 41. Y más adelante: "Claramente no
podemos asumir apriorísticamente que las leyes que rigen el funcionamiento y
la transformación de las relaciones de producción en nuestra historia vengan
dadas desde fuera. Sólo un análisis centrado en la producción puede
informarnos de esas leyes y del efecto preciso de las relaciones internacionales
sobre ellas". En realidad sí puede darse una presunción a priori, cualquier
presunción a priori, pero siempre a manera de hipótesis de trabajo. Pues una
cosa es guiarse, en el trabajo científico, por una hipótesis y otra afirmarla como
una evidencia, antes de ser probada. Que es lo que usualmente ocurre gracias
a que nuestros "teóricos" de una u otra confesión atribuyen a Marx sus propios
prejuicios. Kalmanovitz trae enseguida un ejemplo sobre la producción de
tabaco a mediados del siglo XIX y concluye que "... las condiciones técnicas de
la producción no pueden ser mejoradas porque no se trata de un modo de
producción capitalista... ". Sin embargo, este tipo de producción (aunque
aproveche todavía relaciones de producción arcaicas que afectan la tenencia
de la tierra y nexos de subordinación y por lo tanto aumentan la explotación)
ha sido estimulada por un mercado capitalista. Es más, el cambio operado de
una economía metalífera a una exportación de frutos tropicales está ligado, en
el espectro ideológico, al esquema impuesto por las doctrinas del librecambio y
de la especialización internacional del trabajo. Por eso habría que distinguir
entre las condiciones internas en que se lleva a cabo un determinado tipo de
trabajo (y que sirven para aumentar la explotación y el margen de ganancia o,
dados ciertos costos excepcionales como los fletes, hacer "competitivo" un
producto en mercado internacional), esto es la manera de producir y el modo
de producción dominante, como lo sugiere Emilio Pradilla.

2) Cf. WITOLD KULA, "Teoría económica del sistema feudal, Siglo XXI, 1974.
ps. 4 y 5.
3) Cf. MICHELE MORET, Aspects de la société marchande de Séville au début
du XVIIe siecle. Paris, 1967.
4) A la literatura ya clásica sobre estos temas (entre la que se cuentan las obras de
François Chavalier y Charles Gibson sobre México y de Mario Góngora sobre
México) deben añadirse los trabajos más recientes de D.A. BRADING Miners
and Merchants in Bourbon México, 1763-1810 (Cambridge, Eng.1971) y
BERLEY TAYLOR, Landlord and Peasant in Colonial Oaxaca (Stanford,
Calif., 1972), MAGNUS MORNER ha publicado una síntesis sobre el
problema de la hacienda con el título "The Spanish American Hacienda: A
Survey of Recent Research and Debate" (WAHR, Vol. 53 May 1973 p.183
ss. Acaba de aparecer una traducción en español que sirve como introducción
a las ponencias presentadas en el Congreso de Americanistas en Roma,
editadas por Siglo XXI), en donde concluye que la calificación del modo de
producción en la época colonial dependerá de la identificación de los rasgos
más generales de sus instituciones agrarias, particularmente la hacienda.
5) Para una discusión sobre las limitaciones de la interpretación de Hamilton Cf.
PIERRE VILAR, "El problema de la formación del capitalismo" (artículo
publicado originalmente en 1956) en Crecimiento y Desarrollo, Ariel
Barcelona, 1964 p. 139 ss.
6) Según D..4. BRADING, sin embargo, "La clase que más se benefició con las
políticas de la monarquía española fue la de los comerciantes coloniales" (Cf.
"Government and Elite in Late Colonial México S en HAHR. Vol. 53, Aug.
1973 p.408). Brading se refiere especialmente al período borbónico. Pero aún
así, cabe preguntarse, los privilegios de la Corona llegaron a afectar realmente
la estructura de una formación económico-social que se iba afirmando desde el
siglo XVI? La tensión provocada por las innovaciones borbónicas, que tendían
a privilegiar a los comerciantes de origen español, y los privilegios asentados de
una casta de "españoles americanos" puede contribuir a explicar el resultado
final de escisión política.

17
PRIMERA PARTE

LA ECONOMÍA

18
CAPÍTULO I
ORÍGENES Y EVOLUCIÓN DEL LATIFUNDIO
EN EL VALLE DEL CAUCA. (Ss. XVI y XVII)

1. El problema del latifundio

En los estudios históricos que trataban de dar una explicación


de las instituciones sociales de Hispanoamérica era obligada,
hasta hace poco tiempo, una mención de los "moros". En
realidad, no es el único caso en el que una asociación remota o
una simple analogía pasa por "explicación" o como "causa" de
fenómenos que, por ser tan cercanos, no se juzga que merezcan
un examen adecuado. A los ojos de nuestros investigadores más
valía reproducir alguna vaga generalidad sobre España, o sobre
estos misteriosos "moros" que aparecen siempre en los manuales
y en las tesis de los estudiantes de derecho, que ocuparse de una
realidad sin prestigio alguno. Es así como las huertas de Granada
o Las Vegas de Valencia y del Guadalquivir se presentaban como
testimonio indefectible de la laboriosidad musulmana, en
contraste con la pereza inveterada atribuida a los españoles,
mezcla imprecisa de un sentido señorial de la vida, ansia de
honores y descrédito del trabajo manual.
Este tipo de "explicaciones", que obedecían a un mero
prejuicio y que jamás se acercaron a los hechos mas elementales
de la economía parecían reforzarse con la circunstancia de que,
en Hispanoamérica en efecto, habían surgido sociedades de corte
señorial. Para la mentalidad liberal, y sobre todo para algunos
intérpretes anglosajones, parecía apenas lógico que la pereza o las
inclinaciones señoriales dieran lugar a una sociedad de este tipo.
Y de la sociedad se saltaba con facilidad a "conclusiones"
respecto a las formaciones sociales, el latifundio, por ejemplo,
aparecía como un rasgo inherente al modo de ser español
correlativo a sus pretensiones señoriales.
Vistas más de cerca, sin embargo, las cosas no parecen tan
simples. El latifundio, tal como se conoce en el siglo XX o se
conformó en el XIX, no puede decirse que sea una herencia
colonial o un legado de los "españoles", es decir, una constante
invariable a través de cuatro siglos.
Rolando Mellafe advierte con razón que
"... con una nueva perspectiva sobre la historia
Latinoamericana, podemos descubrir que todos los errores,
interpretaciones pobres y falsas presunciones que se hacen ahora
acerca del papel del latifundio y del latifundista, pueden ser
resumidas en tres teorías fundamentales:
1) Que desde la llegada de los españoles en América hasta
hoy, el latifundio ha existido como una unidad económica y

19
social estable y, claro, que los propietarios de la tierra han
constituido siempre un grupo poderoso y unido.
2) Que la economía basada en el latifundio ha sido siempre la
fuente mayor de riqueza para cada país en Latinoamérica, y que
esta estructura ha sido el primer motor de la economía nacional
y, de acuerdo con estas dos primeras presunciones,
3) Que el grupo latifundista en cada sociedad ha sido el que
ha gobernado y constituido el país y que sus ideas conservadoras
son las causas del presente subdesarrollo de Latinoamérica" 1 .
No es otra la versión de un geógrafo, Raymond E. Crist, autor
de uno de los pocos trabajos contemporáneos sobre el Valle del
Cauca2 .
Según este autor, el patrón inicial del Valle, forzosamente
latifundista debido a la disponibilidad de tierras y a la escasa
densidad demográfica originales, ha ido acentuándose con los
siglos para dar lugar a una economía de pastoreo, la misma que el
observaba... en 1952! En dos décadas que han transcurrido desde
el trabajo de Crist las transformaciones del Valle del Cauca son
palmarias y puede verse hoy una definida explotación capitalista
de la tierra. Esta transformación, que no ha sido súbita ni mucho
menos, nos ha sensibilizado, sin embargo, para concebir
transformaciones análogas en el pasado.
Hasta hace poco tiempo era natural que un autor de habla
inglesa tratara de comprender estos países a través de sus
prejuicios. Entre otras cosas porque los sectores influyentes de
Latinoamérica aceptaban complacidos estos prejuicios, que
coincidían con su propio punto de vista acerca de las
"deficiencias" históricas del continente, y nada podía oponérseles
como criterio de comprensión. No obstante, el procedimiento
implicaba un anacronismo que hacía desaparecer nada menos que
cuatro siglos de historia.
Curiosamente, las teorías sintetizadas por Mellafe ni siquiera
pueden aplicarse al período colonial. En el siglo XVI, por
ejemplo, lo que existió en algunas regiones densamente pobladas
fue una "frontera agraria", en la que, según el mismo Mellafe,
"...todos los elementos de la sociedad están en un proceso activo
de culturización", y de la que forzosamente tenían que depender
los conquistadores para su subsistencia3 En otras regiones, de
menor densidad demográfica, la concentración de tierra se dió
como una manera de acaparar al mismo tiempo la mano de obra
escasa o de aprovecharla del único modo posible: con la
reproducción libre de ganado cimarrón. Mellafe designa este
fenómeno cautamente "prelatifundio" aunque podría llamarse
también (siguiendo su propia terminología) "latifundio de
frontera".
Las condiciones para lo que Mellafe denomina latifundio
"tradicional" o "clásico" sólo datan, en algunas regiones de

20
Hispanoamérica, de mediados del siglo XIX. Existió un "viejo"
latifundio colonial que databa apenas de la segunda mitad del
siglo XVIII y, podría agregarse, en algunas regiones mineras como
el Valle del Cauca o el norte de México, un poco más temprano.
Esta formación temprana obedecía a factores económicos
precisos, similares a los que se dieron en el siglo XIX, tales como
la formación de un mercado en los centros mineros, la
disponibilidad de mano de obra (excedentaria en las minas, en el
caso de los esclavos, o proveniente de un auge demográfico) e
inclusive la intervención activa de un nuevo tipo de propietario -
que no era ya el antiguo latifundista, que se movía en el marco de
una "frontera", sino que podía ser un minero enriquecido o un
comerciante.
El término latifundio, sin embargo, es una designación
genérica y como tal puede inducir a equívocos. Normalmente se
entiende por latifundio -dentro de un contexto muy general- una
gran extensión de tierra inadecuadamente explotada y
monopolizada por un solo propietario. Ahora bien, la idea de
explotación adecuada varía de acuerdo con las condiciones
tecnológicas de la época. Por eso mismo el concepto de
latifundio es relativo. Una unidad productiva en condiciones
óptimas de acuerdo con un determinado tipo de tecnología,
puede resultar deficientemente explotada si se la mide con los
patrones tecnológicos de un período subsiguiente. De allí que
puedan introducirse distinciones entre diferentes tipos de
latifundio. Una hacienda formada en el siglo XVIII, y que no
cambió su tecnología en el siglo XIX, aparece en ese momento
como un latifundio. A la inversa, para la definición de un
latifundio del siglo XVIII no pueden extrapolarse las impresiones
de observadores del siglo XIX o las características del latifundio
"clásico" que se han perpetuado, en pleno siglo XX, dentro del
marco de una economía agraria de tipo capitalista.
El problema de la utilización de la tierra se refiere, en
últimas, a las condiciones de racionalidad de su explotación. A
nivel de las condiciones del siglo XVIII no resulta en modo
alguno irracional -sino todo lo contrario- la combinación de una
explotación agrícola reducida pero intensa de las mejores tierras
con la destinación de la mayoría de ellas a una ganadería
extensiva.
Finalmente, como lo señala Mellafe, el latifundio (o la
hacienda, para referirnos más bien a la unidad productiva como
tal) no fue en modo alguno un "sector de punta", en torno al
cual hayan girado siempre las economías de estos países. Su
formación misma no obedeció, en algunos casos, a imperativos
económicos. Pero parece seguro que sus transformaciones, en
cuanto estas implicaban siquiera un mínimo de explotación
efectiva, fueron inducidas por otros sectores: la minería, en el

21
período colonial, o las necesidades del comercio internacional en
el siglo XIX.

2. Patrones de apropiación de la tierra

a) En los altiplanos
La apropiación de tierras por parte de los conquistadores
españoles fue un hecho complejo, resultado final del choque con
las sociedades autóctonas. Esta apropiación asumió variantes y su
ritmo fue diferente de acuerdo con los contornos mismos de las
sociedades indígenas en cuestión. En cuanto a los grupos de
conquistadores, si bien de orígenes regionales diferentes,
presentaban una homogeneidad indudable en comparación con
estos grupos autóctonos.
En algunos casos, cuando se trataba de grupos indígenas de
una considerable densidad demográfica (y de un grado de
evolución social elevado), el despojo buscó reforzar relaciones
dominicales convertir el tributo, derivado del sistema de la
encomienda en prestación de servicios personales. En estas
regiones se distinguía entre los "aposentos" del encomendero -o
reserva señorial que los indios trabajaban por "concierto"- de las
tierras de labranza de los propios indios. De estas últimas
provenía el tributo que las "tasas" de los visitadores fijaban en
especie, cuando no señalaban una extensión determinada de
tierra para satisfacerlo.
Vale la pena señalar que los "aposentos" surgieron al margen
de la ley puesto que, según esta; los encomenderos españoles
debían residir en las ciudades y de ningún modo podían
apropiarse de tierras de los indígenas puestos a su cuidado.4 Pero
la práctica de ocupar una posición de estas con los "aposentos"
vino a crear un paisaje rural en el que los labrantíos indígenas
circundaban, en forma dispersa, la posesión señorial.
Como se sabe, sin embargo, la encomienda no poseyó nunca
un carácter patrimonial. El hecho de que estuviera limitada a dos
vidas (aunque, en la práctica, este principio de las Leyes Nuevas
fuera violado sistemáticamente) debía reducir a este lapso las
explotaciones rurales de tipo señorial. Pero aún si el goce de la
encomienda podía prolongarse subrepticiamente por más de dos
generaciones, a su término los "aposentos" debían desaparecer o
pasar a un nuevo encomendero5 . No resulta entonces extraño que
algunos encomenderos hayan buscado perpetuar al menos el
usufructo sobre la tierra de los "aposentos" amparando
posesiones de hecho con títulos emanados de alguna autoridad.
En donde las comunidades de encomenderos eran fuertes, el
Cabildo, que representaba sus intereses, se prestó muy bien a
estas otorgaciones. Subsistía, claro, el problema ulterior de
procurarse mano de obra puesto que la posibilidad de

22
"concertar" a los indígenas de la encomienda era un privilegio del
encomendero.
La proliferación de propietarios no encomenderos se dió así
paralelamente a la decadencia de la encomienda. En la región de
los altiplanos de la Nueva Granada la prestación de mano de obra
indígena pudo finalmente reglamentarse dentro de un nuevo
esquema durante la última década del siglo XVI. A partir de
entonces los encomenderos se vieron legalmente privados del
trabajo indígena que, en teoría al menos, podía ser reclamado por
cualquier empresario agrícola y dispensado por la Audiencia. En
México este mismo fenómeno se había operado dos décadas
antes, debido también a las presiones de propietarios no
encomenderos.
La apropiación de tierras no obedeció en todas partes a un
patrón idéntico. En regiones densamente pobladas por indígenas
-como los altiplanos de la Nueva Granada- las apropiaciones
descomunales encontraron limitaciones no sólo en las parcelas
indígenas sino, en mayor medida, en la competencia de los
españoles mismos que buscaban acceso a la mano de obra
prácticamente gratuita de los indios. La política de
"poblamientos" y de la otorgación de resguardos indígenas
concentraron este recurso y lo hicieron accesible a más
pobladores españoles, a partir sobre todo de las primeras décadas
del siglo XVII. Naturalmente, los antiguos encomenderos se
veían favorecidos todavía no sólo por la oportunidad que habían
tenido de refrendar con un título del Cabildo sus ocupaciones de
hecho sino también por nexos familiares con los que ahora
gozaban de las encomiendas.

b) La disponibilidad indefinida de tierras en el Valle del


Cauca
Qué ocurría entre tanto en regiones bajas, de menor densidad
demográfica y en dónde, a primera vista, el hambre de tierras no
encontraba un límite? En regiones en las que, como la costa del
Caribe, el Valle del Magdalena o el Valle del Cauca, las
civilizaciones indígenas habían sufrido un colapso antes de la
ocupación definitiva de los españoles, o habían sido duramente
castigadas por razzias de los esclavistas de Santo Domingo o,
finalmente, habían pasado a ser una verdadera zona de frontera
que rechazaba obstinadamente la penetración española.
Ateniéndose al sólo Valle del Cauca, en donde tanto el oro
como el tránsito obligado en ambas direcciones de su
configuración longitudinal atrajo una ocupación permanente,
encontramos rasgos que lo distinguen netamente- en lo que a la
apropiación de la tierra se refiere- de las regiones vecinas de
Popayán y Pasto. Estas, como el resto de las regiones de los
altiplanos, derivaron la apropiación de la tierra de la explotación
de la mano de obra indígena, más o menos abundante. En el

23
Valle del Cauca, el grueso de la población indígena estaba
concentrado en la banda occidental del río, la parte más estrecha
y menos fértil, y en los valles encajonados en la cordillera
occidental. La ciudad de Cali se abasteció durante mucho tiempo
con la producción agrícola de los indígenas de esta zona y todavía
en 1694 las autoridades de la capital requerían en ella la
presencia de las indias que solían vender pescado y legumbres y
que iban escaseando6 .
Por esta razón las propiedades de esta banda nunca
alcanzaron las proporciones de la zona oriental. En esta, la
ocupación tuvo que ser más lenta pero ya en el siglo XVII existía
en ella una clase terrateniente muy caracterizada. Allí se dió un
verdadero monopolio sobre la tierra que fue posible en virtud de
la escasez de mano de obra. Unas pocas familias, incrustadas en
los organismos de poder local, detentaron desde el comienzo
vastas posesiones. Puede decirse que la historia agraria más
antigua de la región consiste no tanto en el desarrollo de una
productividad como en los accidentes que sufrió el patrón
original de la posesión de la tierra.
Debe subrayarse que en muchos casos esta posesión tenía un
significado social más que económico. Durante los siglos XVI y
XVII existió (con respecto al escaso número de la población
española) una disponibilidad casi ilimitada de tierras para la
explotación, una verdadera "frontera agraria". Allí donde se
entablaba una hacienda las tierras cultivadas debieron ser muy
pocas. Una posesión podía permanecer inexplorada o explotada
al mínimo en el seno de una familia en espera de una coyuntura
favorable. Las escasas transacciones sobre tierras señalan la
presencia de esta coyuntura en cada caso. Las posesiones se
fragmentaban con las herencias o con ventas que iban a engrosar
otras posesiones. El panorama de nombres de familia asociados
con ciertas regiones va modificándose lentamente. Algunas
familias buscan un reacomodo y terminan por instalarse lejos de
sus primitivas posesiones. Pero en muchos casos estos
desplazamientos se operan en el vacío de una explotación
económica.
En 1572 el procurador de Cali, el encomendero Rodrigo de
Villalobos, se refería a una de las propiedades de la margen
derecha como al "ingenio de la ciudad". La propiedad que se
singularizaba de este modo era un latifundio sobre el río Amaime
en el que Gregorio Astigarreta (llamado el viejo) había
|

establecido por primera vez una explotación de caña de azúcar.


El hecho resultaba tan singular que muchas escrituras del siglo
XVIII todavía lo mencionaban en las demarcaciones de linderos.
Y algunos historiadores lo subrayan con términos anacrónicos
como el origen de la "floreciente industria cañera de la región".
El episodio debe reducirse a sus justas proporciones. Más que en
la explotación de vastas posesiones, Astigarreta debía estar

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interesado en monopolizar recursos de tierra y mano de obra para
eliminar la competencia, y en realidad, su explotación debía
reducirse a unos pocos almudes de caña.
El ganado, en cambio, podía reproducirse con entera libertad
en estas soledades. El hecho de que fuera cimarrón obligaba a un
control del suelo que lo sustentaba. Esta situación se ve
claramente en un incidente suscitado por el mismo Astigarreta en
1582. En esta fecha Astigarreta alegaba que, "... habrá trece años
poco más o menos que llevando yo la cantidad de ganado que
dicha tengo mi petición (se trataba de 740 cabezas) para la villa
de Antioquia, se me quedó en el dicho sitio mucha cantidad de
las de que proceden las dichas vacas, y por personas que al dicho
sitio han ido algunas veces, sin lo yo saber a hacer carne y cebo,
han sido vistas y conocidas ser de mi hierro...7
En los trece años el ganado se había reproducido
considerablemente y ahora suscitaban un pleito. Algunas personas
habían negociado con este ganado y se trataba de saber a quién
pertenecía. La solución del problema sólo vino a darse treinta
años más tarde, cuando se falló en contra de las pretensiones de
Astigarreta y en favor de la versión según la cual el ganado se
había extraviado cuando el capitán Estupiñán había ido a poblar
la ciudad de Buga.
Las tierras sobre las cuales andaba disperso este ganado se
encontraban entre Buga y Cartago y en ellas se fundó más
adelante la hacienda de la Paila. Pero todavía a finales del siglo
XVI aparecen claramente como un no mans land en el que
resultaba casi imposible determinar a quién pertenecía un
derecho de bienes mostrencos que había accedido a ellas.
El monopolio de las tierras no podía, sin embargo, ser
ilimitado Otros dos encomenderos, Andrés y Lázaro Cobo,
fundaron también "ingenios" contiguos al de Astigarreta, sobre la
otra ribera del Amaime8 . Las explotaciones dependían de la mano
de obra disponible y por eso no es un azar que fueran la empresa
de los encomenderos de los indios de Amaime, Mulaló y
Anapunima9 . Si bien la disponibilidad de tierras en la banda
occidental era casi ilimitada, no ocurría lo mismo con la mano de
obra. Esta era tan escasa que la mujer de Astigarreta se vió
obligada, en 1611, a hacer compañía con su hijo para continuar
con la explotación del "ingenio". Ella aportaría las tierras y los
aperos en tanto que el hijo, Gregorio el mozo, contribuiría con la
mano de obra de la encomienda que había heredado10 . Diez años
más tarde, cuando el hijo ya disponía del "ingenio", la necesidad
de mano de obra debía ser más apremiante pues tuvo que
asociarse con un pariente político, el capitán Zapata de la
Fuente, quien debía sacar esclavos de sus minas para dedicarlos al
"ingenio"11 .
El ingenio fundado por Lázaro Cobo quedó en manos de la
viuda de su hijo que lo aportócomo dote en un segundo

25
matrimonio, con Andrés Alderete del Castillo. En 1637 el
visitador Rodríguez de San Isidro Manrique encontró que los
indios de la encomienda de Alderete estaban "poblados" en su
hacienda y que lo mismo ocurría en las haciendas vecinas de
Lázaro Cobo y de Sebastián Aguirre Astigarreta. Estos indios,
observaba el visitador, no gozaban de tierras propias porque los
encomenderos anteriores los habían sacado de su "natural" para
adscribirlos a las haciendas.
Así, el monopolio de la mano de obra por parte de Cobos y
Astigarretas explica el acaparamiento de tierras. La progresiva
extinción de los indígenas condujo, como era de esperarse, a la
fragmentación de estos dos enormes latifundios que, juntos,
representaban la extensión de una provincia entera.

3. Las composiciones de 1637.


No parece dudoso que la posibilidad de una explotación
agrícola haya dependido inicialmente en el valle del Cauca, como
en otras partes, de la presencia de mano de obra indígena. Sólo
que la dispersión de los indígenas en la banda occidental imponía
su traslado a las haciendas. Tampoco la apropiación de vastas
extensiones encontraba un límite en "pueblos de indios" capaces
de producir excedentes agrícolas que sustentaran a los españoles
y que pudieran ser apropiados en forma de tributos.
De otro lado es importante observar que los títulos sobre las
tierras no provenían, como en Tunja, Pasto o Santa Fé, de un
cabildo que controlara de algún modo este recurso sino que casi
siempre las otorgaba el gobernador de Popayán. Esta modalidad
asimilaba las enormes extensiones que caían bajo la jurisdicción
de Cali y Buga a un verdadero territorio de frontera, en donde la
autoridad de tipo militar de un gobernador prevalecía sobre los
arreglos de carácter civil de los Cabildos.
Todas estas diferencias se revelan en el proceso de las
"composiciones" de tierras. Estas composiciones se iniciaron en
el Nuevo Reino, es decir, en el altiplano central colombiano, en
la última década del siglo XVI. A pesar de la obstinación
anacrónica de algunos autores de ver en ellas una "reforma
agraria", las composiciones no fueron sino uno de los capítulos
de la reforma fiscal de las Indias emprendida en los últimos años
del reinado de Felipe II. Otros renglones como la alcabala, la
venta de oficios, el requinto indígena, etc., fueron mucho más
importantes desde el punto de vista del recaudo fiscal. El carácter
fiscal de las composiciones salta a la vista en el hecho de que
todo el proceso no se verificara a través de la autoridad y dentro
del territorio de la Audiencia sino centralizado en las Cajas
Reales. Tanto Cali como Popayán y Pasto pertenecían al
territorio de la Audiencia de Quito pero la Caja Real de Popayán
(que funcionó en Cali hasta 1630) dependía de Santa Fé. Por esta

26
razón las composiciones de la provincia hacían parte de las del
Nuevo Reino.
Las composiciones originaron desde el principio un problema
político puesto que no eran otra cosa que un gravamen a
encomenderos y terratenientes que habían ocupado tierras que,
en teoría, no habían salido del dominio real. El sector de
encomenderos y terratenientes constituía el núcleo más
influyente de personas de origen europeo que se habían asentado
definitivamente en América. Como tal, se obstinaba en oponer
privilegios, reales o supuestos, a las pretensiones de soberanía
efectiva de la Corona española. La alcabala, por ejemplo, fue
mirada como un "pecha" insufrible a su condición de hombres
libres. Y el hecho de que se tuviera que pagar - por la ocupación
de tierras parecía una imposición injusta sobre el sector local más
influyente. Ante esta situación los presidentes - González, Sande
y Borja prefirieron dar largas al asunto y sólo hasta 1637, ante la
insistencia del visitador Rodríguez de San Isidro, se volvió a
reanudar el proceso de las composiciones que se había iniciado
más de cuarenta años antes. Esta vez no se tropezó con el
obstáculo de encomenderos demasiado poderosos y las
composiciones pudieron extenderse a la provincia de Popayán.
Jurídicamente las composiciones se basaban en el hecho de
que las tierras apropiadas individualmente en América no habían
salido del dominio real, Los títulos que se exhibían provenían
casi siempre de Cabildos y gobernadores que no gozaban de la
facultad de otorgarlos. Existía, claro está, una posesión de hecho
que la Corona española no estaba interesada en modificar pero de
la que podía sacar partido exigiendo una módica indemnización.
La diferencia en la mecánica de las composiciones entre la
región de los altiplanos (o jurisdicción de la Audiencia del Nuevo
Reino) y gran parte de la provincia de Popayán (con la excepción
de Pasto) son significativas. La primera ya había atravesado un
primer proceso en la última década del siglo XVI y se daba por
sentado que las nuevas composiciones sólo afectarían las tierras
usurpadas con posterioridad (R. C. de 27 de mayo de 1631). Por
esta razón el visitador Rodríguez de San Isidro entró en arreglos
con los Cabildos del Nuevo Reino y dispuso que cada ciudad
pagara una cifra global -o "encabezonamiento"- de cuyo cobro se
responsabilizaba a los regidores. En Cali, Buga, Popayán y
Caloto, por el contrario, la composición se acordó con cada uno
de los poseedores.
Aparentemente, en este último caso, las sumas cobradas
debían ajustarse mejor al valor real de las tierras. Pero, y aquí
radica la diferencia principal, lo recolectado en los distritos de la
gobernación de Popayán apenas representaba una fracción de las
sumas convenidas con los Cabildos del Nuevo Reino. En tanto
que Tunja y Santa Fé pagaron 18 y 12 mil pesos de plata cada
una, Popayán quedaba colocada en el rango mucho más modesto

27
de Villa de Leiva al pagar 6.947 y 5.500 pesos cada una. Cali
estaba colocada al nivel de Pamplona (3.412 pesos la primera y
3,500 la segunda) y Buga apenas alcanzaba las cifras de Tocaima,
Vélez o Ibagué (entre dos mil y dos mil quinientos pesos de
plata). En toda la provincia de Popayán el primer puesto recaía
indiscutiblemente en la región más densamente poblada de
indígenas, Pasto, que pagó 8.700 pesos de plata con el sistema de
encabezonamiento o precio convenido de antemano con el
Cabildo.
Aún en el siglo XVI la extensión de las tierras aprovechables
en el Valle del Cauca debió de ser mayor que la de los altiplanos.
Pero esta mayor disponibilidad era apenas teórica. Como se ha
visto, la bajísima densidad demográfica, y por tanto la penuria de
mano de obra, reducía a fronteras de ganado cimarrón tierras más
aptas para el cultivo que las de los altiplanos.
Las tierras ocupadas y efectivamente explotadas estaban
inscritas dentro de enormes latifundios cuyos títulos se habían
procurado aquellos que tenían acceso a la poca mano de obra
disponible. Al principio, un puñado de encomenderos, como se
ha visto. Más tarde, cuando esta fuente de trabajo se hubo
agotado, aquellos que podían comprar unos pocos esclavos. Por
eso, más tarde, en el siglo XVIII mineros y comerciantes entraron
a competir con terratenientes que gozaban de un patrimonio
inmueble transmitido por herencia. Es más, si los terratenientes
pretendían conservar este patrimonio debían procurarse en el
comercio y en las minas el numerario que era tan mezquino
dentro de su propia actividad o, dentro de un contexto familiar,
inclinarse a hacer alianzas con comerciantes y mineros.
Aún a comienzos del siglo XVII, vemos al propietario
Cristóbal Quintero Príncipe embarcarse alternativamente en
empresas guerreras en la costa del Pacífico, con la esperanza de
que la "pacificación" de indígenas irreductibles hasta entonces
dejara el paso libre para la explotación de ricos yacimientos de
oro, comprar mulas para dedicarse al comercio y comprar un
barco para traer géneros de Guayaquil a Buenaventura, encargar
mercaderías a Panamá y vender allí esclavos negros o, finalmente,
llevar ganados hasta los yacimientos mineros de Antioquia,
todavía muy ricos en las dos primeras décadas del siglo XVII12 .
En 1637, sólo un comerciante, Rodrigo Arias -quien había
comprado tierras a los descendientes de Gregorio Astigarreta13 ,
era capaz de pagar su composición en Buga, la cual ascendía a
cien pesos de oro. Andrés Alderete del Castillo -sucesor de
Lázaro Coboque debía pagar 150 pesos por el latifundio vecino
de San Jerónimo, demoró nueve años en hacerlo. Fueran diez o
cien pesos, las cantidades fijadas por el concepto de las
composiciones gravaban pesadamente las capacidades monetarias
de los terratenientes de Cali y Buga. Las garantías prestadas,
además de la tierra, eran mezquinas: excepcionalmente uno o dos

28
esclavos y más a menudo una cadena o algún objeto labrado en
oro y unas pocas reses.
Frente a este espectáculo de pobreza en bienes muebles, sin
duda más valiosos entonces que la tierra, resulta desconcertante
la enorme concentración de ésta. En Cali y Buga se contaban
apenas 79 propietarios. Posiblemente todo el Valle y algunas
tierras montuosas de la cordillera occidental se repartían entre
cien personas, si se tiene en cuenta a los vecinos de Popayán,
Toro, Cartago y Caloto que poseían tierras en sus extremos. Pero
todavía entre estos pocos propietarios existían desigualdades
notorias. Apenas un poco más del 20% poseía -tanto en Cali
como en Buga- propiedades realmente valiosas, las cuales
representaban más del 50% del valor total de las tierras, y una
gran parte de las propiedades apenas alcanzaba precios irrisorios.

Cuadro No. 1
COMPOSICIÓN DE TIERRAS EN CALI - 1637
No. Valor
Pagos en Valor
Propiedade % pagado %
Pesos oro promedio
s Pesos oro
de 1 a 10 12 25.5 81 4.3 6.75
11 20 11 23.4 207 11.2 18.80
21 50 11 23.4 429 23.2 39.00
51 100 10 21.2 721 39.1 72.10
101 150 3 6.5 405 22.2 135.00
Totales 47 100.0 1.843 100.0

Cuadro No. 2
COMPOSICIÓN DE TIERRAS EN BUGA – 1637
No. Valor
Pagos en Valor
Propiedade % pagado %
Pesos oro promedio
s Pesos oro
de 1 a 10 9 28.1 65 5.9 7.2
11 20 8 25.0 144 13.2 18.5
21 50 8 25.0 275 25.1 34.3
51 100 6 18.7 470 42.9 78.3
101 150 1 3.2 1094 12.9 140.0
Totales 32 100. 1.094 100.0
0

Para tener una idea del significado de estas magnitudes debe


agregarse que las antiguas posesiones de Astigarreta y de los
hermanos Cobo pagaron 450 pesos, es decir, un 15% del total de
lo que pagaron las dos ciudades. El latifundio original ya no
existía pero aún así había dado origen a unas pocas vastas
propiedades. En conjunto, puede suponerse que, dada la

29
concentración en tan pocos propietarios, las extensiones de tierra
que podían caber a cada uno eran bastante considerables, aún si
la cantidad pagada por la composición había sido modesta.

4. Estructura social del latifundio


La permanencia del latifundio, modificado sólo en la medida
en que se multiplicaban las familias, se explica no sólo en virtud
de la pobreza demográfica sino también por el tipo de relaciones
imperantes dentro de la sociedad española misma. Un número
tan escaso de propietarios indica que, en el seno de esta sociedad,
un grupo podía hacerse al monopolio de la tierra, y, como se ha
visto, retenerlo sólo con la perspectiva de una figuración social.
En el siglo XVI, y gran parte del XVII, la subordinación de
tipo señorial se ejerció con respecto al indígena, calcando ciertos
rasgos de las sociedades autóctonas. Este tipo de subordinación
no se reprodujo en el sector europeo. Los encomenderos del siglo
XVI solían mantener "soldados a su costa" o lo contrataban en el
momento de iniciar una expedición de conquista, pero este
sistema no dió origen, como en Europa a un enfeudamiento o a
nexos de sujeción personal a través de un premium o salario en
forma de cesiones de tierra. Frente a una ilimitada disponibilidad
de esta, todo europeo estaba en cierto modo en igualdad de
condiciones si hubiera estado dispuesto a trabajarla. Pero como
se sabe, esto nunca ocurrió. Todavía menos como asalariado o en
condición de tenedor precario. En el europeo de los siglos XVI y
XVII estaba todavía demasiado viva la imagen de los nexos
serviles que implicaba trabajar la tierra para otro y no toleraba,
en América, los "pechos" a que había estado sometido en España.
Sólo pardos libres y mestizos se avinieron con el tiempo a
sistemas de colonato y esto en virtud de su propio empuje
demográfico, en el curso del siglo XVIII.
El hecho de que este último desarrollo hubiera sido tardío
explica por qué los conflictos en torno a la tierra se daban sólo en
forma individualizada, entre los propietarios mismos, fueran estos
indígenas o españoles. La mera posesión precaria hubiera
favorecido, como en Europa, un proceso de dispersión más
temprano. Entre tanto, las tierras permanecían vacías y la
"república" de los españoles - propietarios o no- se atrincheraba
en un marco urbano prefijado para sus actividades.
En contraste, los "pueblos de indios" fueron siempre
comunidades rurales, al menos allí donde existieron y pudieron
perdurar. En el Valle del Cauca se señala la presencia de unas
pocas comunidades de este tipo todavía en el siglo XVIII, pero
casi siempre en la margen izquierda del río. La "otra banda,
como se designaba la rivera opuesta de la ciudad, se caracterizó
por la rareza de estas comunidades y la existencia de grandes
latifundios. A comienzos del siglo XVIII los esclavos debían ser

30
todavía insuficientes para el trabajo en haciendas que
comenzaban a formarse y por eso quiso atraerse mano de obra
con medidas policivas que obligaran a mestizos y "pardos horros"
a vincularse al servicio de las haciendas.
En 1711, por ejemplo, el alcalde Lorenzo Lasso de la Espada,
uno de los más grandes terratenientes de la "otra banda", dispuso
que tales gentes -que, según él, fomentaban la ociosidad en Cali-
se comprometieran a trabajar durante un año con "vecinos
principales y hacendados". Cinco años más tarde la medida quiso
cobijar también a los "criollos" (negros libres) sin oficio. Al
mismo tiempo se insistía en la necesidad de no cargar con fardos
a los pocos indígenas que quedaban. La expansión que requería la
agricultura reclamaba en ese momento mano de obra
suplementaria, aunque es dudoso que se obtuviera en esta forma.
El momento en que se realizaron las composiciones de tierras
apenas se había comenzado a vincular esclavos negros a la
agricultura y se estaba muy lejos de una formación social de tipo
feudal que hubiera permitido, en alguna medida, la explotación
real de la tierra. Con todo esto la pobreza era un hecho relativo.
Toda la centuria está marcada por una crisis que era ya visible
hacia 1580, cuando el padre Escobar observaba la decadencia de
Cali en comparación con los años que sucedieron a la conquista.
La posesión de la tierra -aún cuando su valor económico fuera
casi nulo- seguía identificando sin embargo a un sector de la
sociedad, tanto como hubiera podido hacerlo una riqueza
tangible. Esta posesión, como el goce de cualquier otra
preeminencia social derivaba de privilegios ya bien asentados en
el siglo XVII y su valor económico pasaba a un segundo plano
frente a su significación social.
¿Quiénes eran los dueños de estos enormes latifundios? Con
excepción, en Cali, de Pedro Sánchez Navarrete, quien parece
haber sido un comerciante con una fortuna sólida pues en sus
tierras (todas contiguas a la ciudad) de Rioclaro, Meléndez,
Cañaveralejo y Arroyohondo, pastaban más de dos mil reses y, en
Buga, de otro comerciante llamado Rodrigo Arias, los
propietarios más considerables eran sin duda las figuras más
sobresalientes de la "república".
Andrés Alderete, por ejemplo, quien compuso la hacienda de
San Jerónimo por 150 pesos de oro (el valor más alto
consignado) fue encomendero del pueblo de la Concepción y
gozó de un regimiento perpetuo en el Cabildo, después de ser
alcalde de primer voto. Juan de Hinestroza Príncipe, quien pagó
140 pesos por tierras de Mulaló, Ocache y Guacarí, fue alcalde
ordinario cuatro veces (tres de primer voto), procurador de la
ciudad e inauguró una verdadera dinastía al casarse con la nieta
de un oficial real, Juan de Cifuentes Almansa. Este último
compuso las tierras de Mediacanoa por cien pesos y estaba
casado con Isabel Rivadeneira, la viuda de Gregorio Astigarreta

31
(el mozo). Fue alcalde ordinario, corregidor de indios y justicia
mayor de la ciudad. Juan de Caicedo Salazar, con tierras en el río
Bolo y la quebrada de Párraga, que compuso por ochenta pesos,
fue dos veces alcalde ordinario de primer voto y dos veces
también procurador de la ciudad. En 1676 remató un asiento
perpetuo en el Cabildo y falleció en el Chocó con el título de
Maestre de Campo, en 1684, después de la campaña final de
sometimiento de los Citaraes. Fue, como Hinestroza Príncipe,
cabeza de la dinastía que iba a manejar los asuntos municipales a
todo lo largo del siglo XVIII. En Buga, uno de los mayores
propietarios era el fundador de Bugalagrande, Diego Renjifo,
quien compuso tierras allí y en el río de la Paila por cien pesos.
En Cali deben agregarse los nombres de Diego del Castillo,
Alférez Mayor, diezmero y alcalde ordinario en cinco ocasiones;
Antonio de Saa, alcalde ordinario seis veces, procurador tres y
Alférez Real por un tiempo; el español Pedro Díaz Hurtado
teniente de gobernador en 1618; Rodrigo Albarracín, Alférez
Real entre 1612 y 1619, alcalde ordinario en tres ocasiones,
regidor perpetuo desde 1623, teniente de gobernador en 1633,
alguacil mayor en 1642 y tenedor de bienes de difuntos por el
resto de su vida.
Aunque con la información de que se dispone no resulta
siempre factible trazar individualmente una línea continua, que
sea capaz de unir la sucesión patrimonial familiar y al mismo
tiempo atar los cabos de la sucesión en el poder, la impresión
general resulta muy coherente. Se trata, la mayoría de las veces,
de los mismos nombres y las alteraciones -sobre todo en el siglo
XVII- provienen de enlaces con forasteros españoles.
En otros casos no se trataba de una simple "captación" de
herencias sino de la unión de verdaderas dinastías de
propietarios. Esta circunstancia explica por qué la dispersión de
los patrimonios inmuebles no fue aún mayor. Cuando una
abigarrada red de parentescos y de alianzas de este tipo daba
lugar a la aparición de un personaje como D. Nicolás de Caicedo
Hinestroza (a comienzos del siglo XVIII), todas las líneas de
sucesión parecían confluir para dotarlo de un enorme poder
económico. En su herencia figuraban los haberes de tíos, tías,
parientes próximos y lejanos. La paciente avidez de varias
generaciones depositaba en su cabeza enormes dominios que su
posición social, la coyuntura económica favorable y su misma
habilidad podían hacer fructificar aún más. A este resultado
debían contribuir en gran medida los enlaces frecuentes entre una
misma familia. Una región o "sitio" puede identificarse a través
de apellidos que se entrecruzan- Vivas Sedano, Lasso de los
Arcos, Vivas y Lasso se transmiten tierras en las cercanías del río
Párraga, Renjifos, Ordoñez de Lara, Cobos y Escobares se
enlazan para repartirse sucesivamente las tierras de Llanogrande.

32
Los nombres familiares y las genealogías son un mapa
complicado que retraza las divisiones y las reagrupaciones de
tierras. En el siglo XVII, sin embargo, predomina la dispersión de
los grandes latifundios que se compusieron con Rodríguez de San
Isidro. De un lado, la crisis económica no favorecía la
concentración de tierras, cuya rentabilidad era muy baja. De
otro, las precarias condiciones de subsistencia de las familias, que
mantenían su cohesión y su preeminencia social a pesar de todo,
las obligaba a repartir entre numerosos herederos el único
patrimonio familiar, representado en tierras.

N OTAS
1) Cf. MELLAFE, "The latifundio and the City in Latin American History"
en The Latin American in Residence Lectures. Univ. of Toronto, 1970-
71 p.5.
2) Cf. RAYMOND E, GRIST, The Cauca Valley (Colombia), Land Tenure
and Land Use. Baltimore, 1952 p.10 ss. p. 30 ss.
3) Sobre este concepto de "frontera" y la manera muy peculiar como él lo
utiliza, Mellafe ha dado mayores precisiones en "Frontera agraria: el caso
del virreinato peruano en el siglo XVI" en Tierras Nuevas. Edit. por A.
JARA, MEXICO, 1969 p. 11 a 42. Otros aspectos del problema en
MELLAFE, "Evolución del salario en el virreinato peruano", BCBBLAA.
Vol. IX, No. 5, 1966 p. 853 ss. Otra aproximación teórica reciente en
OWEN D/LATTIMORE , "The Frontier in History" artículo de Theory
in Anthropology, Chicago, 1968, p. 374 ss.
4) The Spanish American Hacienda es una obra editada por Siglo XXI que
concluye que el Modo de producción de la época colonial dependerá de
los rasgos generales de las instituciones agrarias, particularmente la
hacienda.
5) Recientemente se ha suscitado una discusión que tiende a revisar, o al
menos a matizar teniendo en cuenta nuevos datos, la tesis ya tradicional
de Silvio Zabala sobre las relaciones entre encomienda y propiedad
territorial.
6) Cf. GUSTAVO ARBOLEDA, "Historia de Cali". Cali, 1956. T. I. p. 335
la frecuente mención de este texto, que es una trascripción cronológica y
casi literal de las actas del Cabildo de Cali, obliga a una abreviación, así:
ARB. I. 335., en adelante.
7) AHNB. Rl. Hda. t. 20 f. 70 r.
8) ARB. I. 78
9) Cf. JUAN FRIEDJ, Vida y lucha de Don Juan del Valle, primer obispo
de Popayán y protector de indios. Popayán, 1961, p. 233 ARB. 1, 170
TULIO ENRIQUE TASCON, historia de la conquista de Buga. Bogotá,
p.245
10) Cf. ARB. I, 115
11) Ibid. p. 169-70.
12) Ibid. I, 131, 139, 157, 167, 169.
13) Hemos sacado este dato de un trabajo -aun inédito- sobre la villa de
Palmira de ZAMIRA DÍAZ

33
CAPITULO II
LAS HACIENDAS DE CALI EN EL S. XVIII

1. La formación de las haciendas


A partir de las dos últimas décadas del siglo XVIII, con la
apertura de la frontera del Chocó, la tendencia a la
fragmentación de tierras parece detenerse. De entonces data la
formación de verdaderas haciendas que, a partir de un núcleo
inicial, van reconstruyendo antiguos latifundios mediante la
compra sucesiva de derechos que habían permanecido mucho
tiempo indivisos en cabeza de herederos de los antiguos
propietarios.
La fragmentación misma de los latifundios originales fue
favorable a este proceso puesto que daba lugar a una
comercialización de las tierras y a un movimiento mayor,
impensable dentro de la estructura rígida de latifundios
inexplotados y compuestos de tierras desiguales. La
reacomodación de "potreros" y "derechos de tierras" en nuevas
unidades concentraba las mejores tierras en las nuevas haciendas
y casi todas las compras se acompañaban de la intención en el
adquiriente de realizar mejoras. En muchos casos se trataba de
personas que poseían algún capital (mineros o comerciantes) y
que por lo tanto representaban un elemento nuevo frente a la
capa social que hasta ese momento había monopolizado la tierra.
La formación de un nuevo tipo de latifundio, esta vez bajo la
forma de una unidad productiva, la hacienda, vuelve a plantear
de nuevo el problema de su estabilidad. Según las evidencias que
arrojan los protocolos de escribanos, muchas de estas
propiedades cambiaron de manos en el siglo XVIII (v. apéndice).
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que muchas enajenaciones
por vía sucesoral pueden pasar inadvertidas. Es posible, inclusive,
que algunas propiedades se hayan conservado intactas en el seno
de una antigua familia de terratenientes, aunque el cuadro
general sea de una gradual liquidación del sistema latifundista
anterior y, por tanto, de una mayor movilidad. Mineros y
comerciantes se sustituyeron como propietarios a una capa más
antigua de terratenientes, los cuales buscaron su acomodo
mediante alianzas matrimoniales con los nuevos hacendados.
Aquí debe abrirse un paréntesis para tratar de precisar el
concepto de hacienda que se ha incorporado a la discusión, frente
al de simple latifundio.
Latifundio, tal como se ha empleado al describir la
apropiación de tierras en el Valle del Cauca en el curso del siglo
XVI, designa la acumulación de tierras en cabeza de una persona
sin una función económica aparente o con el objeto de apropiarse
ganados que pastaban libremente en ellas. Su función prima faciae

34
era la de catalizador social, aunque este efecto sólo pueda
percibirse en el transcurso de varias generaciones. El latifundio
identificaba un sector social y mantenía una cohesión que
remedaba los linajes europeos. Todavía en el siglo XVIII, al
desprenderse de un derecho inmueble, el vendedor usaba la
fórmula medieval que indicaba la continuidad del linaje: lo hacía
"en su nombre y en el de sus hijos y descendientes"1 .
Por el contrario, hacienda es una unidad económica cuyo
significado y amplitud conviene precisar. En el uso cotidiano en
Colombia la palabra sirve para subrayar la importancia de una
propiedad, su extensión o su uso productivo, y se distingue de
una simple "finca" o heredad familiar. Aunque de una manera no
explícita, en ocasiones se alude con ella a una verdadera empresa,
en contraposición a la mera unidad familiar.
En el lenguaje de la historiografía americana el concepto tiene
contornos más precisos, sobre todo en relación a la evolución
agraria mexicana. Allí la hacienda surgió cuando comenzó a
desintegrarse el sistema de la encomienda y los propietarios
optaron por incorporar indígenas de manera permanente dentro
de sus dominios, dando lugar así al nacimiento de la institución
del peonaje2 . Esta evolución, hasta donde ha sido estudiada,
tiene un ámbito histórico muy concreto y está acompañada de
ciertos rasgos de la estructura cultural y demográfica del pueblo
mexicano que la hacen casi única. Las características más
aparentes de la hacienda mexicana, desde el siglo XVII, podrían
resumirse así:
1. La existencia de la institución del peonaje. Al debilitarse la
encomienda como sistema de trabajo y la exacción de excedentes
agrícolas, por un lado, y por otro debido a la presión de
propietarios no encomenderos, se estableció un sistema de
"conciertos" periódicos con los indígenas. Los propietarios
buscaron, sin embargo, fijar los trabajadores a la tierra y lo
lograron mediante adelantos salariales u otras ocasiones de
endeudamiento para los indígenas como la "tienda de raya"
2. La administración por medio de capataces, que explotaban
el trabajo de los peones con la complicidad de propietarios
ausentistas.
3. El propietario tenía una figuración política (sobre todo en
el siglo XIX) para la cual la clientela de la hacienda le servía de
base.
4. De la existencia del peonaje se desprende que las haciendas
funcionaban con un mínimo de gastos y que, correlativamente, su
rendimiento era muy bajo. La producción se encauzaba hacia un
mercado local muy limitado y podía llegar a contraerse hasta
adquirir un carácter autosuficiente. La autarquía o economía
cerrada de estas unidades, con el desarrollo de actividades
artesanales en su interior, les daba una autonomía de tipo
político inclusive frente a los centros urbanos. Pero de todas

35
maneras la hacienda se diferenciaba del simple latifundio en que
era capaz de producir un excedente que se destinaba a un
mercado.
Si se tiene en cuenta este modelo, las diferencias son notorias
con respecto a las haciendas del Valle del Cauca en el siglo
XVIII. Ante todo, por la naturaleza del trabajo empleado. Por el
empleo de esclavos negros las propiedades del Valle se asemejan
más a "plantaciones", aunque sería un error designarlas así. Sólo
hasta el siglo XX, con el acceso a mercados internacionales y
dentro de formas de producción capitalista, las primitivas
haciendas del valle dieron paso a una economía de plantación.
Bien es cierto que, como lo señala Magnus Mörner en su síntesis
reciente sobre este problema3 los contornos conceptuales de
hacienda y plantación son todavía lo suficientemente vagos como
para situar las dos formaciones en los extremos de una misma
cadena cuyos eslabones están constituidos por una gran variedad
de tipos. Muy a grosso modo se reconoce una primera distinción
en el hecho de que la plantación requiere una mayor inversión de
capital y mayores rendimientos dado que sus productos se
colocan en un mercado más vasto. La presencia de un mercado
meramente local o el hecho de que, como en el presente caso, se
incorporan capitales en forma de esclavos excedentarios de la
minería, no es suficiente para caracterizar estas propiedades
como plantaciones.
Dentro de las propiedades caleñas, una primera distinción
está sugerida por los documentos notariales que mencionan, a
veces indistintamente, "haciendas de trapiche" y "estancias" o
"haciendas de campo". La diferencia entre lo que designaban
estas expresiones no es en modo alguno conceptual sino que
obedecía a un desarrollo histórico. Como se ha visto, en el siglo
XVI los ganados pastaban libremente en extensiones
inconmensurables y de allí se derivó el interés por apropiarse de
las tierras que sustentaban los semovientes mucho más valiosos
que la tierra misma. Inicialmente, por eso, las otorgaciones de
tierra se hacían en "estancias de ganado mayor", una medida que
fijaban arbitrariamente los Cabildos y que, dada su magnitud, se
acomodaba a esta necesidad. Había igualmente "estancias de
ganado menor" y "estancias de pan", medidas que, en líneas
generales, buscaban acomodarse a una destinación específica de
la tierra.
Esto no quiere decir que quienes recibían "estancias de
ganado" se dedicaran a la ganadería y aquellos que recibían
"estancias de pan" fueran agricultores. Sino que frente a una
disponibilidad de tierras, hasta entonces inaudita para el
europeo, el reparto había utilizado una medida que hubiera sido
también inaudita en España. Así, ciertas tierras, especialmente
aquellas que estaban ubicadas en zonas de frontera, se otorgaban
como "estancias de ganado mayor" en tanto que otras se

36
otorgaban con una medida más reducida. Por esta razón también
la "estancia de ganado mayor" tendió a desaparecer después de la
primera época de la conquista o redujo su tamaño. Pero de todas
maneras subsistió la costumbre de designar como "estancia` una
propiedad otorgada inicialmente como tal, aún cuando ya ni
siquiera se ajustara a la medida original.
De esta manera estancia es una expresión genérica, para
designar cualquier propiedad, tanto como hacienda de campo. En
cambio hacienda de trapiche introduce una especificación y alude
concretamente a un cierto tipo de producción. Fueron estas
haciendas de trapiche las propiedades que, en las últimas décadas
del siglo XVII incorporaron, al lado de la explotación ganadera,
fuertes contingentes de mano de obra esclava destinados a
ampliar la producción Como se verá un poco más adelante, las
explotaciones mineras -en auge en el Chocó y en el resto de la
vertiente del Pacífico- no sólo surtían con excedentes de mano de
obra estas haciendas sino que presentaban un mercado y una
coyuntura favorables para su formación. Especialmente la
producción de mieles para la destilación de aguardiente, de gran
consumo entre los esclavos del sector minero, indujo a la
organización de las haciendas de trapiche, que al lado de la caña
y del ganado diversificaron su producción.
Históricamente es posible seguir con facilidad el curso de
estas nuevas propiedades en virtud de su individualización. Un
bosquejo descriptivo puede ayudarnos a fijar algunos rasgos de
este desarrollo comenzando por las proximidades de Cali, en la
banda occidental del río Cauca, hacia el norte hasta Vijes y
Yotoco, hacia el sur hasta Jamundi, y luego las grandes
propiedades de la "otra banda desde el río Zabaletas hasta el río
Bolo.

2. La Banda Occidental
Gran parte de las tierras situadas en la margen izquierda del
río Cali pertenecieron, en la primera mitad del siglo XVIII, a
Domingo Ramírez Florian y sus descendientes. Ramírez poseía
también tierras en Llanogrande y Cañaveralejo. Sin embargo,
parece haberse obstinado en conservarlas intactas, a pesar de no
tener con qué explotarlas. Cuando testó, en 1733, afirmaba tener
más de 110 años. Durante sus últimos años vendió algunos
pedazos de tierra y en el testamento autorizó a su mujer a hacer
lo mismo, pero sólo para atender al apremio de sus necesidades.
Sin embargo, sus hijos Salvador y José se deshicieron de una
buena parte de ellas. El pedazo más grande fue adquirido por un
minero, Pedro Salinas y Becerra, por 1.100 pts. en 1747.

37
MAPA DEL RÍO CAUCA Y SUS AFLUENTES DESDE CALOTO
A BUGA. (dibujo de Luis Valdivia), Este mapa es la versión moderna
de un original del AHNB (Mapoteca 6. No. 98) sin fecha, pero que
data seguramente de las últimas décadas del siglo XVIII. El dibujo
original mide 197 x 71 cms. y es prácticamente una pintura en la que
se detallan de manera naturalista los accidentes del paisaje. La versión
moderna, en la cual se ha ajustado la escala, reproduce los detalles mas
notables del dibujo original, a saber: 1) la figuración de las extensas
zonas del bosque tropical que bordean el rio Cauca y sus afluentes.
Este fenómeno, que se conoce a través de las descripciones de viajeros
del siglo XIX y de los gravados de Riou, aparece descrito con exactitud
en el original del siglo XVIII. La zona boscosa era entonces tan amplia
que estrechaba las franjas de tierra disponibles entre los numerosos
afluentes del Cauca; 2) la descripción minuciosa de los sitios
poblados. A fines del siglo XVIII muchas haciendas habían dado lugar
a verdaderos poblados, que se consagraban como parroquias y
viceparroquias. El dibujo de AHNB no sólo señala la presencia de la
casa principal de las haciendas que se distribuían entre los afluentes del
Cauca sino también las construcciones menores que iban dando lugar
a un poblado. Los números corresponden a:

38
1) R. Pance 21) R. de la Quesera 41) Todossantos
R.
2) R. de las Piedras 22) R. Coronado 42)
Chambimbal
3) R. Meléndez 23) Riofrío 43) R. Buga
4) R. Cañaveralejo 24) R. Gusano 44) Quebradaseca
5) R. Cali 25) R.. Caceres 45) Sonsito
6) R. Arroyohondo 26) R. Percado 46) R. Sonso
7) Q de Guabinas 27) Roldanillo 47) R. Gua bitas
8) R. de Yumbo 28) El Rey 48) R. Guabas
9) Q de Bermejal 29) Quebradahonda 49) Zabaletas
10) R. Mulaló 30) Q. Lajas 50) Cerrito
11) R San Marcos 31) Q. Limones 51) R. Amaimito
12) R Vijes 32) R Cañas 52) R. Trejo
13) R. S. Pablo 33) R Paila 53) Amaime
14) R. Hatoviejo 34) Q Murillo 54) Bolo
15) R Yotoco 35) Q. Ovejo 55) Parraga
16) R. Mediacanoa 36) R. Bugalagrande 56) Fraile
17) R. Chimbilaco 37) R. Zabaletas 57) El Muerto
18) R. La Negra 38) R, Morales 58) Desbaratado
19) R. la Loma 39) R Tulin 59) Las Cañas
20) R. de las Piedras 40) R S. Pedro
Nota: Composición y armada Arnul Bonilla Vidal.

Las estribaciones de la cordillera inmediatas a la ciudad


habían pertenecido, en el siglo XVII, al contador Palacios
Alvarado. Como se le comprobaron fraudes contra las Cajas
reales, sus bienes se remataron en 1654. Pedro Ordóñez de Lara
compró estas tierras, denominadas San Antonio, Potrero de las
Nieves, los Aguacatales y Petendé, por 150 pesos oro. En el curso
del siglo XVII y primeras décadas del XVIII estas propiedades se
dispersaron. Así, las tierras que heredó Antonio Ordóñez
(estancia de las Guacas) las vendió su viuda al capitán Pedro de
Silva y la viuda de éste a José Pretel y Llanos en 1726. Pretel,
que poseía también tierras en Párraga y en 1737 compró la
hacienda de Meléndez, siguió comprando tierras en el mismo
sitio. En 1733 agregó 50 pts. de tierra sobre la quebrada del
Aguacatal, en 1748 otros 30 pts. en las Petacas y, en 1749 200
pts. entre las quebradas de Guacas y el Contador, tierras que
habían sido de los Ordoñez de Lara y del contador Palacios
Alvarado. Después de su muerte la viuda vendió la mitad de estas
tierras llamadas Loma de Santa Rosa, a un minero, Don Vicente
Cortés de Palacios por 200 pts 4 .

39
En la otra vertiente de estas montañas, por el camino hacia
Dagua y el Reposo, entonces una rica región minera, la familia
Caicedo había monopolizado gran parte de las tierras. Así,
Nicolás de Caicedo Hinestroza declaraba en su testamento5 las
tierras de Tocota, que abarcaban más de una legua, a las que se
habían ido agregando las posesiones de Ambichintes, Bitaco,
Papagayeros y la Burrera. Estas tierras pasaron a manos de su
yerno, José Antonio de la Llera, y a su hijo, Manuel Caicedo
Jiménez, quienes vendieron una parte que quedó finalmente en
manos de otro minero, Guillermo de Collazos y Ayala.
Uno de los desarrollos más notables en la banda occidental, al
norte de Cali, fue el de la hacienda de Arroyohondo. Esta
hacienda fue comprada en enero de 1725 por el comerciante en
esclavos español Clemente Jimeno de la Hoz. Pagó 1.812 pts.,
entre los cuales estaba incluido el valor de mil pts. de tierras que
habían sido de Francisca Núñez de Rojas y de Melchor de Saa,
miembros de familias terratenientes poderosas en el siglo
anterior. Por el parentesco con Doña Francisca Núñez, las tierras
habían pertenecido primitivamente a la familia de la esposa de
Jimeno. Doña María Rosalía Peláez. Jimeno de la Hoz parece
haberse propuesto hacer de estas tierras una gran hacienda,
dotándolas de esclavos y de un trapiche. En 1738, cinco años
después de la muerte de su marido, la viuda compró todavía más
tierras por 500 pts. La proximidad de la hacienda debe haberlas
valorizado, pues diez años antes se habían comprado apenas en
300.6
En 1743 la hacienda había crecido tanto que la señora pudo
venderla al comerciante y minero Bernardino Núñez de la Peña
nada menos que por 29.025 pts., de los cuales el comprador pagó
20 mil de contado. En 1747 y 1749 Núñez compró todavía más
tierras a una familia de terratenientes tradicionales, en el potrero
de el Embarcadero por 140 pts. y en la cañada de Juan Muñoz
por 400 pts. A su muerte, la hacienda quedó en poder de uno de
sus yernos, Dionisio Quintero Ruiz, otro comerciante y minero,
quien se comprometió a pagar las legítimas de sus cuñados
menores de edad y se hizo cargo de 18 mil pts. de censos con los
que sus suegros habían gravado la propiedad. Todavía a finales
del siglo la hacienda no había salido de manos de esta familia y
aún había adquirido mayor valor. Así, en 1794 la viuda de
Manuel Luis Quintero la cedió a otro Núñez, hijo de
Bernardino, por 31.911 pts. Por entonces las tierras de la
hacienda valían 5.900 pts., una cantidad apreciable en la época.
Las tierras contiguas a Arroyohondo sufrieron un proceso de
concentración similar. En febrero de 1759 el comerciante Juan
Agustín López Ramírez compró por 1.137 pts. tierras en Dapa al
Maestro Manuel de Caicedo. Este las había adquirido por 400
pts. de Mateo Vivas, en cuya familia se habían conservado hasta
ese momento, en 1744. En 1760 el comerciante compró un

40
pedazo colindante de Rosa Vieja por 80 pts. y al año siguiente
adquirió parte de la estancia de las Guabinas del Maestro Pedro
de Albo Palacio, que había sido igualmente heredada de los Vivas
Sedano, por 1.175 pts. 7 .
Como la ciudad se apiñaba en unas pocas cuadras próximas al
río Cali, es fácil imaginar que gran parte de lo que hoy es
territorio urbano hacía parte, en el siglo XVIII, de los predios de
alguna hacienda. Esto ocurría con las tierras descritas de Ramírez
Floriano y las de San Antonio, San Fernando y Loma de Santa
Rosa que fueron del contador Palacios Alvarado. Nicolás de
Caicedo Hinestroza se había hecho adjudicar por el Cabildo la
estancia llamada Barrio Nuevo, prácticamente territorio urbano,
por donde la ciudad tenía que extenderse forzosamente.
Más al oriente, hasta el río Cauca. estaba situada la gran
hacienda de su hermano, el Sargento Mayor Salvador Caicedo,
llamada los Ciruelos. Estas tierras eran prácticamente las dehesas
de la ciudad y por eso algunos vecinos tenían contratos con
Caicedo para mantener en ellas sus ganados. El mismo Caicedo
llegó a tener allí en 1733 y 1736, cuatro y tres mil reses, además
de otros ganados. A la muerte del Sargento Mayor, en 1762, lo
sucedió su hijo Manuel Caicedo y entonces se avaluó la
propiedad en 16.152 pts. Contiguas a las tierras de los Ciruelos,
el Sargento Mayor tenía otras que daban al río de Cañaveralejo y
que en 1757 valían dos o tres mil pts.8
Al sur de lo que era la ciudad se extendían las propiedades de
Cañaveralejo, Meléndez y Cañasgordas. A partir de 1723 y en
cuatro años sucesivos el comerciante Juan Francisco Garcés de
Aguilar compró tierras en Cañaveralejo y sus cercanías por 515
pts. Esta cantidad debía representar más de 30 hectáreas en
tierras, si se tiene en cuenta que Garcés había comprado la
cuadra a 10 y 20 pts.9 . Garcés, que por esos años iba a Cartagena
a comprar lotes de esclavos para comerciar con ellos, llegó a
tener en su hacienda entre diez y veinte. En 1744 la amplió
todavía más al comprar 200 pts. de tierras en la parte alta
(Petendé) a María Ordoñez de Lara, de lo que había sido el
latifundio del contador Palacios Alvarado10 . En enero de 1757 su
viuda, Doña Bárbara de Saa, acabó de dar forma a esta propiedad
al comprar tierras del Guabal por valor de mil pts. al Sargento
Mayor Salvador de Caicedo11 . A la muerte de la señora, en mayo
de 1768, las tierras se avaluaron en 1.600 pts. y toda la hacienda,
con 19 esclavos, en 8 961 pts.12 .
Vecinas a las tierras del Sargento Mayor, la familia Vivas
Sedano todavía poseía un globo avaluado por 1.500 pts. en 1754
que en ese año compró, junto con ocho esclavos y aperos de un
trapiche, Francisco Javier de Fresneda, propietario de Cartago
avecindado en Cali, por 4.456 pts. Todo el producto de la venta
estaba destinado a mantener capellanías y obras fundadas por
diferentes miembros de la familia Vivas.

41
En Meléndez existían, hacia 1700, dos grandes propiedades.
Una era de la familia Vivas Sedano, a la que hemos visto
desprenderse en el curso del siglo, uno por uno, de sus derechos
de tierras. La otra pertenecía a Doña Manuela de Peláez Sotelo,
rica heredera que se había casado con el Maestre de Campo
Felipe de Velasco Rivaguero. Esta última propiedad cambió muy
a menudo de dueño en el curso del siglo XVIII debido a las
excesivas fundaciones de capellanías y obras piar que la gravaban.
En 1726 un hijo de Felipe de Velasco la vendió al minero
Francisco de la Asprilla y seis años más tarde pasó a Luis
Echeverría y Alderete. Este último la amplió pero vendió una
parte a José Pretel y Llanos por 4.357 pts. en tanto que la otra
parte quedó en manos de Manuel de la Puente. En su
testamento, de 26 de abril de 1772, de la Puente enumera varios
derechos de tierras que integraban la propiedad. Estos eran: 1)
derecho comprado en el remate de los bienes de Dn. Luis
Alderete, 2) 4 cuadras que le había vendido su madre, 3) derecho
de Guayabitos comprado a Dn Luis Alderete (bolsa bastante
grande contra el estero), 4) otro derecho llamado el Quemado,
hasta el río Lile, 5) otro, en el llano de Meléndez, indiviso con la
parte que poseía Don José Poveda, 6) derecho en Lile, comprado
a las Reales cajas de Popayán, en el cual había estado asentado el
pueblo de Lile. En 1754 Manuel de la Puente había denunciado
estas tierras como realengas, a lo cual se opusieron los
propietarios de Cañasgordas que reivindicaban estas tierras como
suyas 13 , 7) derecho de cuatro cuadras, 8) otro llamado
|

Sabaneta, 9) derecho de la Mojica y 10) derecho de Potrero


Grande.
La propiedad que había sido de los Vivas, y que también se
llamaba Meléndez, pasó sucesivamente por las manos de cinco
propietarios hasta que, en 1763. Isabel de Escobar la vendió a
José Poveda y Artieda por 12.091 pts.
La hacienda de Cañasgordas, la heredad de la familia más
importante de Cali, gozó de una notable estabilidad. Se
transmitió, más o menos íntegra, de generación en generación
hasta el fin de la colonia. Por esta razón los protocolos notariales
apenas la mencionan en los testamentos, en donde las noticias
sobre la hacienda son escasas.

3. La "Otra Banda"
La influencia de los propietarios de Cali sobrepasó siempre
los términos acordados a la ciudad. Al margen del problema
puramente administrativo de la asignación de jurisdicciones, el
hecho más original de la influencia de las ciudades consistió en la
gradual ocupación del suelo y, en sus orígenes, la asignación de
encomiendas dentro de un territorio dado.

42
El hecho militar de la conquista daba origen a la reservación
de territorios que debían servir de sustento a la ciudad y que se le
asignaban como términos. Estas asignaciones provenían del
caudillo de una expedición que destacaba una hueste y que de
esta manera reconocía los hechos de armas de sus subordinados.
Pero la asignación primitiva podía recortarse cuando una parte
de la hueste, para la que no había alcanzado el premio de las
encomiendas o entre la que había surgido descontento por el
reparto del botín de la conquista, buscaba su propia ventura y
fundaba una ciudad rival. Estas situaciones dieron lugar a la
proliferación de "ciudades" en el siglo XVI, en las cuales se
asentaba un puñado de españoles. Y dieron lugar también a
pleitos interminables, que nunca se saldaron a satisfacción de
ninguna de las partes. Así, entre Cali y Buga se disputó, desde el
siglo XVI hasta el XIX, los territorios de la "otra banda" del
Cauca, que se conocían entonces con el nombre de
Llanogrande14 .
Según las composiciones de 1637, en ese momento Cali
parecía llevar la mejor parte. Pero esta situación parece haberse
invertido (o al menos así lo veían los ojos codiciosos de sus
vecinos) y en 1778 el procurador de Cali se quejaba de que los de
Buga exigían contribuciones a varios hacendados de Cali, siendo
que,
" ... aquella su jurisdicción es inmensa y bien poblada de
abundante copia de vecinos hacendados y la nuestra, aún
extendiéndose hasta donde debe extenderse, corta y escasa de
ellos..."15
El procurador señalaba el hecho de que muchas tierras
asignadas originalmente a Cali estaban en litigio y que sus
haciendas se concentraban sobre todo en la banda occidental.
Por esta época la observación del procurador era inexacta aunque
fuera cierta para los orígenes de la ciudad. Ya se ha dicho cómo la
banda occidental, de tierras más pobres pero con mayor
concentración de población indígena y más próxima a la ciudad,
la abastecía durante los siglos XVI y XVII.
En Llanogrande, la gradual desintegración de los latifundios
por efecto de particiones sucesorales dió lugar a la formación de
algunas haciendas. Los nuevos lotes, que tenían todavía una
extensión considerable, permitían sin embargo una explotación
más intensiva con el concurso de mano de obra esclava, la cual
iba en aumento.
A diferencia de lo que ocurría con las propiedades de la banda
occidental, las que existieron en Llanogrande (o la "otra banda")
no atrajeron con la misma frecuencia a los comerciantes. Estos
buscaban las proximidades de la ciudad con el ánimo de hacer
una inversión que les permitiera mantener ganados y esclavos de
servicio, no con el objeto de dedicar toda actividad a la
agricultura. Por esta razón el patrón que rige los traspasos de las

43
propiedades en Llanogrande tiene una apariencia más tradicional,
en el que sólo se daba acceso a nuevos nombres en virtud de sus
alianzas con los primitivos propietarios.
En el sector comprendido entre los ríos Zabaletas y Amaime
(lo que hoy es el municipio del Cerrito, con una extensión de 34
mil hectáreas) las tierras que había poseído Antón Niñez de
Rojas durante el tránsito del siglo XVII al XVIII quedaron en
manos de sus hijas, de los yernos de éstas y de sus nietos.
En 1719 Manuela Peláez de Sotelo adquirió tierras del
convento de Nuestra Señora del Carmen de Valladolid entre el
zanjón de Trejo y el río Cerrito, con un potrero al otro lado del
Cauca, en Vijes, por valor de 274 pts. Estas tierras, que habían
sido de su abuelo Antón Núñez, no parecen haber sido excesivas
pero sobre ellas había ya una inversión (que hay que atribuir al
convento) de ocho mil pts. en ganados y en esclavos16 . Vecinas a
estas se vendieron, en julio de 1727, trescientas cuadras por 600
pts., lo cual indica que, en el caso de la hacienda anterior, los
274 pts. podían representar unas cien hectáreas17 .
Mateo Castrellón, casado con otra nieta de Antón Núñez,
compró del mismo convento las tierras restantes por 500 pts. en
1726. Al precio indicado serían unas 250 hectáreas sobre las
cuales había una inversión de esclavos, ganado y acequias por
valor de 15.600 pts. Si bien entre 1726 y 1759 esta hacienda
aumentó el número de esclavos de 10 a 14, disminuyó en cambio
tan radicalmente la cantidad de los ganados que su valor total se
redujo a la mitad.18 .
También había pertenecido a Antón Núñez de Rojas un
derecho de 500 pts. de tierras que otro yerno de una de sus hijas,
Ignacio de Piedrahita, cedió a una sobrina, Doña Agustina Ruiz
Calzado, en 1749, junto con otras tierras avaluadas diez años
más tarde en dos mil pts.19 . Este derecho, llamado el Guarumo,
medía media "legua" de ancho por una de largo y constituía la
hacienda del Cerrito, con inversiones en esclavos, caña y algún
ganado por más de 18 mil pts. en 175820
Finalmente, otro descendiente de Núñez de Rojas, Don
Roque de Escobar Alvarado, poseía un cuarto de legua de tierra
en el zanjón de Trejo, avaluada en 560 pts. La hacienda, con
ocho esclavos y un valor total de 7.762 pts., fue vendida por su
viuda en 1748 al Colegio de la Compañía de Jesús de Quito21 .
Las tierras de estas haciendas, cuya formación puede datarse
a partir de su desmembramiento entre los sucesores de Núñez de
Rojas a comienzos del siglo XVIII, habían estado incluidas en el
siglo XVI en los dominios de Gregorio Astigarreta, lo mismo que
varios globos de tierra que más al sur, integraron la hacienda de
el Alisal.
Las tierras de esta última hacienda tenían origen diverso
debido a la desmembración que había experimentado, en el curso

44
del siglo XVII, el primitivo dominio de Astigarreta. En la primera
mitad del siglo XVIII Nicolás de Caicedo Hinestroza logró
reconstruir una parte del latifundio de Astigarreta, a lo largo de la
margen derecha del río Amaime, mediante herencias y compras
sucesivas. Uno o dos años antes de su muerte, ocurrida en 1736,
había vendido estas tierras a una familia de terratenientes, los
Barona Fernández, quienes las agregaron a las suyas de el
Callejón22 . En 1766 el cuerpo principal de las tierras de esta
hacienda se apreciaban en 4.300 pts. y se vendieron, tres años
más tarde en 4.955. A la muerte de Juan Barona, ocurrida en su
hacienda a fines de 1755, la hacienda pasó a manos de su viuda,
Josefa Ruiz Calzado. En esta forma las hijas del español Antonio
Ruiz Calzado llegaron a poseer, entre todas, gran parte de los
primitivos latifundios de Cobos y Astigarretas: Agustina la
hacienda del Cerrito, Josefa el Alisal y Angela San José de
Amaime.
Parte de las tierras de el Alisal quedaron en manos del
presbítero José Barona, cura de Llanogrande. Esta parte se
apreciaba en 1763 por 1.500 pts. y sobre ella el cura había
fundado otra hacienda: la de Santa Bárbara, en la que trabajaban
25 esclavos. Antes de pasar el cuerpo principal de el Alisal a uno
de los hermanos del cura, la madre vendió porciones apreciables
de tierras: el potrero de la Pórquera a Francisco Vivas y Lasso
por 300 pts., otro pedazo de 280 pts. a Don Javier Zapata y la
hacienda de las Salinas, avaluada en 2.910 que traspasó a una hija
en 177123 . Así, antes de volverse a desmembrar las tierras de el
Alisal llegaron a valer más de seis mil pts. que, tratándose de
tierras desiguales, podían representar otras tantas hectáreas.
Se conservan tres avalúos de la hacienda principal hechos con
diferente propósito. En 1766 valía 25.473 pts., en 1769, 17.581
y en 1770, 20.423, precio este último por el cual la adquirió un
vecino de Buga, el Maestre de Campo Manuel Vicente Martínez.
Las diferencias tan grandes en avalúos sucesivos obedecían a los
movimientos de esclavos y de ganado, que constituían los activos
más cuantiosos de las haciendas.
La hacienda de San Jerónimo hacia parte también del
primitivo dominio de los Astigarretas. Perteneció, como el
Callejón, a la familia Barona que la vendió en 1720 al español
Francisco de la Flor Laguno, casado con una de las señoras de la
familia. Por esa época Laguno vendía esclavos en Cali,
comisionado por comerciantes de Cartagena. Los provechos de
este tráfico debieron permitirle incrementar la hacienda, "...cuyas
tierras -declaraba en su testamento- las tengo muy mejoradas,
respecto de haberlas limpiado los montes que tenían, en que he
gastado mucho tiempo y herramientas con los negros..."24
La hacienda tenía una capilla de teja que dió lugar más tarde
a la fundación de una viceparroquia. A la muerte de Laguno, en
1745, pasó a su yerno, Cristóbal Cobo Figueroa, emparentado

45
con los Caicedos y heredero de otra hacienda llamada Nuestra
Señora de la Concepción del Bolo. San Jerónimo tenía todavía en
1752 de cuatro a cinco mil reses y de mil a mil doscientas yeguas.
Como se ha mencionado, la hacienda vecina de San José de
Amaime pertenecía a una de las hijas de Antonio Ruiz Calzado a
mediados del siglo XVIII. Las tierras de esta hacienda se
extendían desde el sitio de Amaime al zanjón del Trejo y desde la
boca del zanjón de la Magdalena, tributario del Amaime, hasta la
desembocadura del zanjón de Trejo25 . En virtud del matrimonio
entre el español Ruiz Calzado y una hermana de Don Ignacio
Piedrahita, la hacienda incorporó una parte del potrero de la
Torre. Este potrero, que medía dos "leguas", había sido
primitivamente del suegro de Piedrahita. Don Juan de Escobar,
uno de los nietos de Lázaro Cobo. En 1754 los Baronas,
propietarios de las tierras vecinas del Alisal, disputaron los títulos
de estas tierras dando lugar a un largo pleito que tuvo
repercusiones políticas en el Cabildo de Cali. Por dificultades
económicas la propietaria cedió la hacienda a su hermano en
1749 por 15.536 pts., de los cuales 3.300 representaban el valor
de las tierras.
Uno de los hijos de esta señora y por lo tanto descendiente de
una vieja familia de terratenientes, compró a su pariente Ignacio
de Piedrahita una parte del potrero de la Torre y otras tierras por
valor de 940 pts. en 1748. En ellas fundó una modesta hacienda,
la Magdalena, cuyo valor total era de 3.394 pts. Dos años más
tarde vendió una parte a un comerciante pero la venta se deshizo.
Finalmente logró venderla en 1751 a Francisco José de la Asprilla
miembro de una familia de mineros. Cobo se dedicó a llevar
géneros al Chocó y la Asprilla se comprometió a pagarle parte del
valor de la hacienda de carne, tabaco, azúcar, quesos, jabón y
conserva de guayaba que sin duda eran los géneros que pensaba
producir en la hacienda26 .
Entre el río Amaime y el río Bolo, lo que hoy es el territorio
del municipio de Palmira y que entonces se disputaban las
ciudades de Cali y Buga estaban ubicados los latifundios más
considerables. Todavía dentro de la jurisdicción de Cali, es decir,
arrimadas hacia el Cauca, se encontraban las haciendas de Malibú
y Abrojal y las tierras de la Herradura y Piles que servían de
potreros o se habían fragmentado entre varias propiedades.
Las tierras de Malibú estaban comprendidas entre los
zanjones de Malibú y Coronado y valían 900 pts. Sobre ellas
edificó una hacienda el alférez Luis José García, la cual poseyó
hasta su muerte, en 1743. Pasó sucesivamente a dos de sus hijos
pero la división de la herencia entre varios hermanos y otros
gravámenes impusieron su venta en 1755. En 1761 volvió a
venderse, esta vez aun comerciante, Don Antonio de la Lastra.
Este contrajo deudas que no pudo pagar con un tratante de
esclavos y poco después enloqueció. El comerciante hizo rematar

46
la hacienda en 1769 pero no se sacó de ella sino cuatro mil pts.
cuando en 1755 había sido vendida por doce mil y en 1761 por
catorce mil.
Contiguas, quedaban las tierras de el Abrojal, entre los
zanjones de Malibú y Aguaclara y entre este último el río
Amaime. Estas tierras, junto con otras, habían constituido un
gran latifundio de Lorenzo Lasso de la Espada, con el nombre de
Aguaclara, en el siglo anterior, Lasso no tuvo hijos varones y de
sus cinco hijas tres se casaron, una profesó de monja y otra
permaneció soltera. Las tierras quedaron finalmente en manos de
dos de los yernos miembros de familias tradicionales de
terratenientes, Felipe Cobo Figueroa y Feliciano de Escobar
Alvarado, quienes compraron a las otras hermanas. A mediados
del siglo XVIII. José de Escobar y Lasso, un hijo de Feliciano,
poseía la hacienda de el Abrojal, llamada también Santa Rita de
Aguaclara. Cuando la vendió, en 1755, valía 7.388 pts.27
La otra mitad de las tierras quedó en manos de Petrona
Cobo, heredera de Felipe. Sin embargo, en manos de los
herederos los remanentes del latifundio original no se
conservaron intactos. Por ejemplo, en 1733 el capitán Felipe
Cobo vendió un derecho de 100 pts. en 1748 José de Escobar y
Lasso cedió dos pedazos en Coronado por 300 pts. y al año
siguiente Doña Petrona Cobo compró un derecho de 160 pts., el
cual había estado incorporado primitivamente al latifundio.
Finalmente, en 1752, Escobar y Lasso trocó el valor de 200 pts.
de tierras de su hacienda por otras situadas en la Herradura.
Como se ha visto, Escobar vendió la hacienda en 1755 pero sólo
en 1759 se desprendió del último pedazo de tierra que vendió
por 200 pts. 28
|

El derecho de Doña Petrona dió lugar a la hacienda que llevó


el nombre de la Herradura. La hacienda fue manejada por su
hijo, Gregorio de Abenía, quien en 1768 vendió un derecho entre
los zanjones de Coronado y Mirriñao29 . A la muerte de Abenía la
hacienda se fragmentó entre los nietos de Doña Petrona. Una
nieta, por ejemplo, recibió cuatro cuadras de 25 pts. cada una
(unas tres hectáreas) mientras otra heredó un globo de cuatro
cuadras por diez y ocho (unas 50 has.) de tierras de menor
calidad.30
En contraste con esta imagen de decadencia de lo que había
sido un gran latifundio en el siglo XVII, Pedro Rodriguez
Guerrao, propietario de la hacienda. vecina de el Limonar se
mostraba orgulloso de su actividad en 1776. Las solas tierras,
"...por las muchas mejoras que tengo puestas, por los muchos
desmontes hechos, excede su valor de mil patacones..."31
La hacienda mantenía entonces 18 esclavos, 200 reses y otros
ganados y tenía un trapiche que se abastecía de la sembradura de
dos hanegas de caña, lo mismo que platanares para el alimento de
los esclavos.

47
Las tierras de Cabuyal y la Herradura habían pertenecido
originalmente a la familia Lasso, descendientes de Gregorio
Astigarreta. La hacienda de Cabuyal había pertenecido a la
primera mitad del siglo XVIII al Maestro Miguel Vivas. Pasó a su
albacea, Doña Mariana Pérez Serrano, quien en 1780 la arrendó
por un término de 15 años mediante el pago de un canon
equivalente al 3 %del avalúo de la hacienda. En uno de los raros
casos en que aparece protocolizado este tipo de operaciones.
Las tierras de la Herradura se dividieron entre Valentin
Manzano y Nicolás Pérez Serrano, un comerciante y un minero.
En 1763 los dos pedazos fueron adquiridos por Francisco
Lourido Romay, yerno del Alférez real y propietario también en
Cañaveralejo. Las tierras, que habían sido vendidas en 1748 por
1.250 pts. valían ahora 2.065 aunque sus inversiones no llegaban
a los cuatro mil pesos.
Las tierras entre el zanjón de Piles y el río Bolo habían sido
también de Lorenzo Lasso de la Espada. En ellas se distinguía un
globo de terreno con el nombre de Hato de Mora, debido al
apellido de su fundador, Don José de Mora. A mediados del siglo
las tierras pertenecían a su mujer. Doña Ana Torrijano y a dos de
sus nietos y valían más de dos mil patacones.
La hacienda de los jesuitas que aparece mencionada en los
documentos notariales sólo ocasionalmente como colindante con
tierras del Abrojal (o Aguaclara), debió desarrollarse en manos de
la Compañía, sin estar sujeta al azar de las particiones. Esta
hacienda ya quedaba en jurisdicción de Buga, en tanto que la de
Nuestra Señora de Loreto se repartía entre las dos jurisdicciones.
Loreto confinaba también con la hacienda de El Palmar cuyo
oratorio estuvo en el origen de la parroquia de Llanogrande
(Palmira).32 En marzo de 1723 el Maestro Francisco Cobo de
Figueroa, cura doctrinero del pueblo de San Jerónimo, vendió
Nuestra Señora de Loreto a Manuel Crespo Lozano y su esposa,
Doña Antonia Renjifo Baca, por 7.768 pts.33 Crespo se
desprendió de esta hacienda en 1726 para ampliar más bien la
hacienda contigua del Yegüerizo, la cual pertenecía a su mujer,
descendiente de una poderosa familia de terratenientes. El
Yeguerizo compartía con la hacienda de Loreto una acequia que
salía del río Nima y llegó a valer 10.322 pts. en 1734, cuando la
viuda de Crespo la vendió al presbítero Gregorio de Saa34 .
Los derechos de tierras de una y otra hacienda tenían origen
diverso. Nuestra Señora de Loreto, por ejemplo, tenía un cuerpo
principal avaluado en 1726 por 600 pts., que habían sido de
Nicolás Lasso y antes de su padre. Juan Lasso de los Arcos.
También incluía tierras que habían sido del capitán Francisco
Renjifo y que dieron origen a un pleito entre sus herederos y los
de Crespo a mediados del siglo. En cuanto al Yegüerizo, incluía
tres derechos de tierras: uno, llamado "El rincón de Cifuentes"
que había heredado Doña Antonia Renjifo, otro que su marido

48
compró a Juan de Silva Saavedra y otro comprado a Don
Francisco Renjifo.
Como puede verse a través del proceso de desmembración de
antiguos latifundios, las transacciones sobre derechos de tierras
tendían a recomponer un nuevo tipo de unidad productiva, la
hacienda. Las familias terratenientes tradicionales dejaban operar
la inercia de sucesivas participaciones sucesorales y acaban por
vender sus derechos a nuevos empresarios. Y aunque resulta
imposible seguir con precisión, el desarrollo de sucesivas
participaciones y arreglos familiares, puede discernirse, sin
embargo, restos de primitivos latifundios y la reconstrucción de
heredades para formar haciendas. Estas no se derivan
directamente del latifundio sino que representan casi siempre un
agregado de derechos dispersos entre varios herederos.

4. La formación social agraria en la segunda mitad del


siglo XVIII
En el curso de la segunda mitad del siglo XVIII se advierte ya
en varios sitios una ruptura del marco tradicional del latifundio y
de la hacienda. Hasta entonces el simple juego de alianzas
familiares había permitido mantener el monopolio de la tierra
entre unas cuantas familias. La tierra podía representar una base
efectiva de sustentación y aún de enriquecimiento con la
formación de las haciendas, pero en muchos casos la
preocupación por acceder a su propiedad revela su función como
fuente de prestigio. Muchas tierras permanecían todavía
inexplotadas y resulta impensable que con el mero concurso de
los esclavos pudieran ser explotadas todas las tierras disponibles.
En estas condiciones, el acaparamiento de tierras por parte de
familias tradicionales o por sus competidores, comerciantes y
mineros enriquecidos, debía crear una clientela que, no
existiendo una estructura social y jurídica de enfeudamiento, no
estaba ligada a los poseedores por nexos muy claros de
subordinación.
Aún cuando no existe evidencia documental de la presencia
de arrendatarios, es indudable que estos existieron y que las
haciendas se hicieron a una clientela que iba en aumento en el
curso del siglo XVIII. No se trataba de trabajadores asalariados
sino de "vecinos" sin tierras que buscaban mantener unas cuantas
cabezas de ganado o emplear uno o dos esclavos en las tierras de
los vecinos terratenientes. Si mediaba un contrato de
arrendamiento éste debía ser verbal pues no hay traza de ellos en
la documentación notarial. Apenas en los testamentos se
menciona con cierta frecuencia "estancias sin tierra propia" que
solían consistir en siembras de plátano, de cacao o de maíz.
La existencia de este tipo de clientela, engrosada por libertos
Y descendientes de libertos, se revela en el curso de la segunda

49
mitad del siglo, cuando comenzaron a surgir verdaderos centros
urbanos alrededor de las capillas y los oratorios de algunas
haciendas. Así, hacia la década del 60 el cura de Saa y Renjifo (a
quien hemos visto comprar el Yegüerizo en 1734) donó tierras de
su hacienda para crear una concentración urbana. Las tierras se
lotearon y se vendieron en beneficio de una obra pía, dando lugar
al nacimiento de la parroquia de Llanogrande. Otras haciendas,
como Santa Rita del Abrojal. Concepción de Nima, San Miguel
de Cabuyal y San Jerónimo se convirtieron a su vez en
viceparroquias.35
El mismo fenómeno se dió en la banda occidental. Andrés
Guillermo de Collazos, un minero, compró 400 pts. de tierras en
San José de el Salado que acrecentó con otros cinco derechos
adquiridos por 470 pts. En 1791 declaraba en su testamento que,
con autorización del obispo de Popayán, había edificado una
iglesia viceparroquia a sus expensas en sus tierras 36 |

Un trabajo reciente y todavía inédito de Beatriz Patiño37 ,


señala con bastante claridad cómo a partir de la comercialización
del tabaco en los centros mineros la clientela de las haciendas se
multiplicó con los "cosecheros", arrendatarios forzosos de tierras.
Los esfuerzos de algunos personajes en la década del 60 por
obtener el arrendamiento del estanco indica la importancia y la
extensión no sólo del consumo del tabaco sino también de sus
siembras. Cuando lo obtuvieron, en 1773, comenzaron a darse
conflictos sociales de una amplitud hasta entonces desconocida.
A partir del establecimiento del estanco por cuenta de la Real
Hacienda (en 1778) los sitios de siembra se restringieron a la
jurisdicción de Caloto. En 1790 la zona de cultivo se trasladó
más al norte, a la jurisdicción de Llanogrande (entre los ríos
Fraile y Amaime). Entonces las haciendas de los propietarios de
la "otra banda" debieron poblarse de arrendatarios. Su presencia
se señala en Buchitolo, Saynera, Chontaduro, el Badeo, el
Limonar, Abrojal, Malibú, la Torre, Herradura, Cabuyal, la
Burrera, Guabal, Palo Seco. la Honda y Aguaclara.

NOTAS

1) Sobre el concepto de "linaje" y la solidaridad económica del linaje en la Edad Media


Cf. MARC BLOCH, "La société féodale ". T. I, 2eme Partie, Cap. 1.
2) CHARLES GIBSON, "Los Aztecas bajo el dominio español 1519-1810. México,
1967, p. 229 ss. 252, 303 y 304
3) Cf. MORNER, art. cit. Mörner cita una definición de hacienda de Eric Wolf y
Sidney Mintz, según los cuales una hacienda sería "...una propiedad rural bajo el
dominio de un solo propietario, explotada con trabajo dependiente, con un empleo
escaso de capital y que produce para un mercado a pequeña escala". En contraste,
"...las plantaciones estarían destinadas a un mercado a gran escala, con la presencia
de abundante capital". Los conceptos de hacienda y plantación sólo pueden
identificarse así con respecto a su propio contorno histórico, esto es, la relativa
amplitud del mercado, las técnicas, la disponibilidad (comparativa con respecto a
otros sectores) de capitales o las condiciones sociales del trabajo. Esta relatividad

50
implica por ejemplo, que lo que podría describirse como una hacienda, dentro de un
contexto de baja productividad en otro contexto sería apenas un latifundio.
4) MUV r. 8 f. 327. r. f. 340 r. f. 429 v. f. 446 v. r. 16 f. 154 r. r. 14 f. 241 s. r. 32 f.
234 v. r. 31 f. 141 r. r. 28 f. 115 r. r. 44 f. 195 r.
5) En 1736. r. 37 f. 1 r. ss.
6) r. 49 f.59 v.f. 59, v.r. 32f. 272r.
7) r. 7 f. 138 r. r. 80 Nov. 1755 r. 29 f. 320 r.
8) r. 60 f. 14 r. f. 95 v.
9) r. 70 f. 9 v. r. 49 f. 31.v.
10) r. 31.f. 93 v.
11) r. 60 f. 14 r.f.95 v. En el mismo año de 1757 el Sargento Mayor vendió otra estancia
contigua, llamada de Isabel Pérez, a Don Francisco Lourido, por mil pts. Lourido se
desprendió de esta propiedad en 1758 y 1761. En 1769 la compró el comerciante
Manuel Pérez de Montoya, r. 44 f. 278 v.r. 33 f. 164 r.r.76f. 113 v.y 115v.
12) AJ 1o. CCC r. 5
13) ACC. Slgn, 5152.
14) El trabajo que se ha mencionado de ZAMIRA DÍAZ es, en gran parte, una
reconstrucción cuidadosa de este problema a partir del llamado acuerdo de Ocache
en el siglo XVI.
15) r. 27 f. 114 r.
16) r. 58 f. 519 v.
17) r. 8 f. 273 v.
18) r. 46 f. 242 r.
19) r. 28 f. 7v.
20) r. 44 f. 110 v.
21) r 30 7 Sept. 1748
22) r. 28 f. 14 v. ss
23) r. 46.f. 330 r. r. 36 f. 35 v.r. 79f. 35 r.
24) r. 3 f. 104 v.
25) r. 28 t. 35 v.
26) r.30, Oct. 1748 r. 5, Sept. 4 de 1750 r.11 f.113 r. y 156 r.
27) AHNB. Tierras Cauca, T.4 f. 660 r. En febrero de 1736 Don José de Escobar
recibió la hacienda, a la cual tenían derecho varios herederos, por un acuerdo entre
éstos. La hacienda valía entonces 20.666 pts. En Abril de 1755 Escobar vendió una
parte al Presbítero Don Juan Ranjel por 7.388 pts. Para liberarse de 7.520 pts. de
censos. (r. 80 f. 60 r.). Los jesuitas de Popayán, propietarios de la hacienda contigua
de Na. Sra. de la Concepción de Nima, alegaron en 1761 que esta venta los
despojaba de sus propios derechos de tierras. Las tierras de la hacienda de los
jesuitas habían sido originalmente de Rodrigo Arias, quien las había comprado a los
descendientes de Gregorio Astigarreta. También Aguaclara tenía este origen. Sin
embargo, en 1729, cuando se deslindaron las tierras de los jesuitas, resultaba
imposible saber con precisión qué linderos tenía una y otra hacienda. Según C's
instrumentos presentados entonces, la hacienda de la Compañía se comprendía
"...entre el acequión de Aguaclara y rio de Amaime, por lo ancho, y por lo largo se
deslinda por arriba con el río Nima y por la de abajo con tierras y linderos que fueron
de Baltasar de Astigarreta...". En cuanto a Aguaclara, "...pareció en ellos tener la
dicha hacienda de Astigarreta una legua en largo, entre los límites de Aguaclara y
Amaime por lo ancho, y por su longitud corriendo desde el desagüe o desemboque
del zanjón hondo, que de presente llaman de la Porquera, viniendo para arriba a dar
con tierras del dicho Rodrigo Arias..." Es decir, que un instrumento remitía al otro y
viceversa. Por eso se procedió a medir la legua que tenia cincuenta cuadras antiguas.
Y "...Una cuadra de la vara antigua... según la presente compone ciento y diez varas
castellanas..." Es decir, la extensión de Aguaclara en 1729 era de casi cinco
kilómetros (4.720 mts).
28) r. 30 Julio 4 r.28 f.243 v.r. 56 f. 218 v.
29) r. 17 f. 100 r.
30) r. 22 f, 60r.
31) r. 23 f. 45

51
32) ARB. II.52.
33) r. 70f. 30v.
34) r. 49 f. 94 v. ó 209 v., f. 87 v. ó 204 v.r. 14 f. 217 v.
35) ARB. III, 37ss.
36) r. 6 f. 128 v. ss.
37) El trabajo, una tesis de licenciatura para la Universidad del Valle, trata sobre el
estanco del tabaco en el Valle del Cauca durante las últimas décadas del siglo XVIII
y primeras del XIX.

52
CAPÍTULO III
ELEMENTOS DE LAS HACIENDAS

1. Generalidades
Las haciendas que se formaron en el siglo XVIII favorecía
menos rigideces sociales que el latifundio del siglo anterior. Aun
cuando este último sufrió un proceso de paulatina dispersión en
el curso del siglo XVIII, era frecuente que se transmitiera a varios
herederos en forma de derechos proindiviso, los cuales podían
mantenerse así durante muchos años. El sistema favorecía el
carácter cerrado de los linajes de propietarios entre los cuales
iban recayendo estos legados. Como consecuencia, eran más
frecuentes las enajenaciones por vía de sucesión que por
compraventa. Esto, naturalmente, no favorecía la valorización de
las tierras cuyos precios experimentaron muy pocas variaciones
en el curso del siglo XVII.
En el siglo siguiente el proceso de desintegración del viejo
latifundio se aceleró, dando lugar a la formación de nuevas
unidades productivas, como se acaba de ver. La frecuencia de las
transacciones hizo subir sensiblemente el precio de la tierra y
hacia fines del siglo aparecieron formas de renta desconocidas en
el siglo anterior. De otro lado, la hacienda no era susceptible de
repartirse entre varios herederos sin que se desintegrara y
perdiera su valor. Sólo en el caso excepcional de personajes muy
poderosos, propietarios de varias haciendas, los herederos podían
continuar en el goce de ellas y mantenerlas en su ser original,
atribuyéndoselas separadamente. Si se trataba de una sola
hacienda, sobre la que concurrían varios derechos sucesorales,
tenía forzosamente que ser rematada para pagar las hijuelas. En
este punto podían intervenir mineros y comerciantes
enriquecidos, capaces de pagar la hacienda en dinero efectivo,
sustituyéndose así a los terratenientes tradicionales.
A menudo la hacienda podía permanecer intacta por algún
tiempo en manos de la viuda a quien podía tocarle en razón de la
masa, comparativamente más grande que las hijuelas, de sus
gananciales. También podía conservarse en manos del
primogénito, con el gravamen de pagar las hijuelas de los otros
herederos. A veces éstos eran religiosos y finalmente el gravamen
se convertía en una fundación de capellanía o en un censo y de
este modo un heredero privilegiado podía continuar a su
antecesor. Podía ocurrir también que, en el remate, uno de los
herederos o la viuda comprara la hacienda. Pero era mucho más
frecuente que esta pasara a manos de terceros.
También favorecía las enajenaciones a terceros el hecho de
que las haciendas fueran gravándose cada vez más con censos y
capellanías que, como se verá más adelante, eran las formas

53
institucionales del crédito de la época. Este fenómeno fue
finalmente adverso al sistema productivo de la hacienda puesto
que la acumulación de gravámenes, sobre los cuales tenía que
pagarse una renta, iba disminuyendo el margen de las ganancias.
Por estas razones encontramos, en algún momento del siglo
XVIII y en ocasiones con más frecuencia que en otras la
enajenación de las grandes haciendas que se habían formado en
las primeras décadas del siglo. No se trataba de todas las
haciendas puesto que algunas solo aparecen mencionadas en
testamentos o con motivo de la constitución de algún gravamen.
En estos casos se carece de un inventario para diferenciar sus
elementos. Resumiendo en un cuadro los inventarios de las
haciendas que fueron vendidas entre 1719 y 1770, de las cuales
puede saberse, en algún momento, la proporción en que entraban
estos elementos, se obtiene el resultado siguiente: (Ver cuadro
Nº3).
Cuadro No. 3
Año
Tierras % Ganados % Esclavos % Otros % Total
Hacienda
Banda
pts. pts. pts. pts. pts.
occidental
1726 550 4.7 2.422 20.8 5.855 50.1 2.902 24.4 11.679
Meléndez 1
1762 2.400 19.8 1.834 15.2 6.345 52.4 1.512 12.6 12.091
Meléndez 2
1743 1.600 5.5 7.535 26.0 17.614 60.7 2.276 7.8 29.025
Arroyohondo
1755 1.000 27.0 350 9.5 1.400 38.0 941 25.5 3.691
Guabinas
1762 - 16.152
Ciruelos
1754 1.500 33.7 338 7.6 2.000 45.0 618 13.7 4.456
Cañaveralejo
Banda
oriental
1719 274 3.3 3.881 46.7 2.604 31.3 1.538 18.7 8.298
Trejo (1)
1726 500 3.1 7.357 45.7 3.950 24.6 4.294 26.6 16.101
Trejo (2)
1759 450 5.0 956 10.7 4.575 51.3 2.921 32.0 8.902
Trejo (2)
1748
Trejo (3) 560 7.2 3.857 49.7 2.105 27.1 1.240 16.0 7.762
S. I.

54
1727 600 16.1 1.731 46.5 1.000 26.8 389 10.6 3.720
Pantanillo
1758 2.570 12.8 3.317 16.5 10.925 54.5 3.248 16.2 20.061
Cerrito
1766 4.300 16.9 7.900 31.0 10.500 41.2 2.773 10.9 25.473
Alisal
1769 4.955 28.2 4.087 23.2 6.425 36.6 2.114 12.0 17.581
Alisal
1770 4.800 23.5 4.434 21.7 9.300 45.6 1.889 9.2 20.423
Alisal
1749 3.300 21.3 6.252 40.3 4.020 25.9 1.964 12.5 15.536
Amaime
1759 540 10.0 1.942 35.8 1.270 23.4 1.672 30.8 5.424
Magdalena
1753 900 7.4 3.082 25.2 5.135 42.0 3.105 25.4 12.222
Malibú
1755 800 6.4 5.448 43.2 3.690 29.2 2.677 14.0 12.615
Malibú
1755 - 3.388 45.5 1.200 16.3 7.338
Abrojal
1754 1.200 48.0 801 32.0 500 20.0 2.501
Herradura (1)
1763 865 27.3 1.119 35.3 150 4.7 1.039 32.7 3.173
Herradura (2)
1723 900 11.7 2.066 26.9 3.540 46.1 1.178 15.3 7.678
Loreto (Buga)
1726 925 12.1 2.535 33.3 2.225 29.1 1.954 25.5 7.639
Loreto
1734
Yeguerizo 855 8.3 2.598 25.2 4.400 42.6 2.469 23.9 10.322
(Buga)

Estas magnitudes sólo son comparables en un cierto sentido, si presumimos que todas estas
haciendas tienen un origen similar, es decir, que se trata de formaciones tardías favorecidas por el
auge minero que tuvo lugar a partir de 1680. Hay que tener en cuenta que el número de esclavos y
de ganados podía oscilar fuertemente en períodos muy cortos. El fenómeno obedece a las
numerosas transacciones sobre estos dos elementos y, adicionalmente en el caso de los esclavos, a
traslados a las residencias urbanas. Así, la comparación sólo tiene un valor muy relativo y sirve
únicamente para señalar las características generales de ciertos tipos de hacienda.

55
En primer lugar, salta a la vista lo bajo del porcentaje que
representaba el valor de la tierra en comparación con el valor
total de cada hacienda. Este porcentaje iba en disminución a
medida que aumentaba la importancia de la propiedad. Sólo en el
caso de que la hacienda se hubiera fundado en un latifundio
considerable (Cerrito. Amaime, Alisal), el valor de la tierra
alcanzaba a significar cerca del 20%. Este porcentaje podía ser
aún mayor en el caso de los remanentes de los grandes latifundios
que permanecían inexplotados (La Herradura). Pero, como se ha
visto, el viejo latifundio iba desapareciendo y el valor de las
haciendas derivaba más bien d e sus in-versiones. Estas
inversiones podían consistir en esclavos, ganados, acequias,
trapiches y cultivos, principalmente de caña, además de las casas
de vivienda y, en ocasiones, capillas, oratorios con ornamentos.
El desequilibrio entre una población escasa y tierras abundantes
no sólo confería rasgos típicos a una sociedad sino que tenia
como resultado la conservación, en gran medida, de un paisaje
original. Una hacienda del siglo XVIII solía tener límites muy
imprecisos, generalmente señalados por la presencia de
"zanjones" naturales o de algún otro accidente del terreno. Aún a
comienzos del siglo XIX la mensura era desconocida y se daba
una idea de la extensión refiriéndose a la capacidad de una
propiedad para alimentar un cierto número de cabezas de
ganado. Las tierras roturadas con el trabajo esclavo sólo
representaban una parte de las haciendas y aquellas que se
explotaban efectivamente eran muy pocas. Esto explica que
prácticamente las tierras no constituyeran un bien que circulara
en el mercado. El número de transacciones sobre porciones de
tierra era casi nulo en el curso de! siglo XVII y todavía escaso en
el XVIII. En este último siglo se aceleraron e inclusive como se
ha visto, las tierras aumentaron de valor. Con todo, en cada año
apenas se efectuaban de tres a diez compraventas. En las décadas
de 1560 y 1570 el movimiento anual llegó a cinco y seis mil
patacones. Sólo cuando se vendía una hacienda, cuyos derechos
de tierras eran cuantiosos, se sobrepasaba el límite de los diez mil
patacones.
Como se ha observado, muchas de las transacciones tendían a
redondear una propiedad ya constituida. Podía darse el caso
también de que un terrateniente accediera a vender un pedazo de
sus tierras a un pequeño cultivador. Pero la escala en que se daba
este fenómeno no era suficiente para alterar la estructura de la
gran propiedad.

56
2. El ganado
Como puede observarse en el cuadro No. 4, las haciendas más
cuantiosas en ganados fueron el Alisal, Arroyohondo, Trejo, San
José de Amaime y Malibú, que a mediados de la centuria tenían
más de cinco mil patacones en ganado. En el caso del Alisal debe
observarse que aún conservaba los rasgos de un antiguo
latifundio. Sus tierras eran tan extensas que, en 1766, se
calculaba que pastaban en ellas unas 200 reses cimarronas,
además del ganado que podía contarse. Por otra parte, la
hacienda Malibú parece haberse especializado en la cría de
ganado caballar, en tanto que en las haciendas restantes
predominaba el ganado vacuno.
Todo parece indicar que el ganado vacuno fue en disminución
a lo largo de la centuria. De dos patacones y medio en los
primeros años, el precio por cabeza había alcanzado, después de
1750, a 5 y 7 pts. (este último, cuando se trataba de reses
lecheras). El abasto de la ciudad de Cali fue siendo cada vez más
irregular, aunque ya desde el siglo anterior se venían presentando
crisis periódicas. Como los ganaderos debían vender a precios de
arancel fijados por el Cabildo, el suministro tuvo que ser
asignado de manera forzosa.1.

57
Cuadro Nº 4
Ganados de las haciendas caleñas (valor por unidad)

valor v/r v/r v/r v/r v/r. bueyes


Hacienda Año reses rr. pt. yeguas pts. cabs. pts. mulas pts. potros Pts. burros pts. arado v/r. tiro
Trejo (1) 1719 1.000 20 325 2 60 5 - 25 3 2* 40 8 7 10
Loreto 1723 300 20 350 2 70 4 16 15 - 16
Loreto 1726 278 20 400 2 60 6 44 3.5 2 24 60
Meléndez - 1 1726 95 6 35 25
Trejo(2) 1726 375 4 350 2 108 6 15 2 92 4 3* 40 5 10 16
Yegüerizo 1734 600 20 250 2 36 6 38 4 1 14 12 10 24
Trejo(3) 1748 655 4 163 3 19 7 9 12 10 4 1 10 2 10
Amaime 1749 1.200 4 165 4 35 9 10 20 5* 35
Magdalena 1750 200 7*** 40 5 10 10 5 20 1* 60
Malibú 1753 627 2.5 117 8 113 4 2* 50
Herradura 1754 7 5*** 98 4 7 12 4* 72
Cañaveralejo 1754 10 6 8 6 12 10
Malibú 1755 200 4 726 4 102 10 46 6 2* 50
Abrojal 1755 500 5*** 56 5 49 8 7 20 2 25 4 12
Guabinas 1755 20 6 21 6 7 8 1 9 3 12
Cerrito 1758 90 6*** 100 5 50 12 25 25 16 5.5 3* 50 10 15
Trejo(2) 1759 12 4 100 4 29 10.5 5 17 12 6
Herradura 1763 40 6 150 4 23 9
Meléndez 1763 224 6 12 8 11 18
Alisal 1766 937 6/5 243 4.5 107 10 55 22 6* 30 30
Alisal 1769 117 6/5 82 4 60 4 17 15 6 8
Alisal 1770 421 5 165 4 50 10 28 8 2* 50

* Burros "hechores" ** reses lecheras *** reses de cría.


En el siglo XVII el abasto correspondía a los grandes
latifundistas y parece probable que el latifundio haya sido más
favorable a la expansión ganadera, al menos de ganado cimarrón.
Si bien el arancel era fijado por el Cabildo, este estaba dominado
por los mismos latifundistas que preferían buscar mercados más
halagüeños y hacían grandes "sacas" a Popayán, Pasto, Ibarra y
Antioquia.
Se menciona el hecho, tal vez exagerado, de que estas sacas
eran de millares de cabezas y de que un solo latifundista criaba
entre ocho y diez mil cabezas.2
El origen de las crisis del siglo XVII, a diferencia del XVIII,
radicaba en este hecho y no en la escasez absoluta de ganados.
Por eso en 1679 el gobernador de la provincia tuvo que prohibir
que se vendieran o que se sacrificaban novillas en los distritos de
Cali, Buga y Cartago3 . En 1687 el procurador de la ciudad hacía
notar que en otros tiempos los ganados de estas regiones eran
suficientes para abastecer a toda la provincia de Popayán e
inclusive la ciudad de San Miguel de Ibarra. Como consecuencia
de la escasez, al año siguiente, el gobernador de Popayán volvía a
prohibir las "sacas".
Entre tanto, los precios del ganado al detal comenzaron a
subir, Primero, en 1682, se autorizó un alza de uno y medio a
dos reales por arroba, de tal manera que un novillo gordo podía
producir tres y medio patacones (o 28 reales). Apenas seis años
más tarde los propietarios volvieron a presionar un alza a dos y
medio reales4
La estabilidad de los años siguientes puede atribuirse a la
reestructuración de la propiedad agraria en haciendas. Pero al
mismo tiempo estaba surgiendo un nuevo factor perturbador con
el surgimiento de un mercado excepcional en los distritos
mineros del Pacífico. Así, en 1706 y 1709 se prohibió a los
abastecedores que vendieran cebo a comerciantes pues estos lo
sacaban al Chocó y dejaban sin velas a los habitantes de Cali.5
En 1718 el procurador de la ciudad volvía a advertir que los
ganados de la región estaban a punto de desaparecer porque se
sacrificaban demasiados para llevar la carne al Chocó6. En 1729
se reiteraba en el Cabildo que faltaban ganados y que por esa
razón se había dejado de abastecer la ciudad. Al parecer esta era
una manera de hacer presión los propietarios para lograr una
nueva alza de los precios, la que efectivamente se les acordó en
1734, cuando comenzó a venderse la arroba a tres reales. En
estas condiciones una res podía producir -vendida por arrobas-
cinco patacones, lo cual elevó el precio por cabeza de dos
patacones y medio a cuatro.
En 1739 los vecinos se resistieron a una nueva pretensión de
alzar el precio por arroba a cuatro reales,7 pero al año siguiente se
vieron obligados a procurarse el abasto comprado a vecinos de

59
Caloto8 . En la década del 40 la situación se agravó hasta el punto
de que los propietarios pudieron forzar a que se doblara el precio
de la arroba. En 1758 este descendió ligeramente (a cinco reales),
pero en los años 50 el ganado parece haber escaseado de manera
alarmante.
En 1754 se dió permiso a todo el mundo para sacrificar
ganado y frecuentemente se vendía ganado robado9. Algunos
comerciantes comenzaron a competir entonces con los
hacendados trayendo ganado del Valle del Magdalena. El español
José de Borja Tolesano y Matías Granja (de Latacunga), quienes
poco más tarde se vieron envueltos en un conflicto abierto con
las familias "nobles", contrataron con un vecino de Neiva para
traer más de 700 novillos de más de cuatro años a 6 y 7
patacones cabeza.10 Este precio subió todavía más y en 1766 el
ganado que se traía de Neiva se cotizaba a nueve patacones. Es
natural que el precio del ganado al por menor fuera
considerablemente más alto. Tanto, que un escrito de 1766 pedía
que no se autorizara en exceso de 12 patacones: en medio siglo el
ganado había cuadruplicado su valor.
A partir de 1769 la situación sufrió un vuelco y los
propietarios se disputaban el abastecimiento de Cali, volviendo al
precio de 1748 de cinco reales la arroba. Desde ese año, y casi
por dos decenios, el abastecimiento se remató con la condición
de pagar un "prometido" a las rentas municipales.
Este "prometido" subió de cuatro reales por cabeza en 1769 y
1770 a 17 en 1771 y a 19 en 1773,11 lo cual indica que las pujas
eran reñidas entre los propietarios para obtener el privilegio de
abastecer la ciudad.
Es indudable que para entonces el ciclo del oro chocoano
había entrado en declive y con él la prosperidad de las haciendas.
Hacia 1788 los propietarios quisieron forzar una nueva subida
del precio por arroba pero sin éxito. Esta vez el Cabildo admitió
que no había escasez de ganado y que lo que ocurría era que el
que pastaba en Cali era demasiado tierno, sin edad adecuada para
su consumo en los mercados de Cali y el Chocó.12
Puede concluirse, con respecto al ganado, que el sistema de la
hacienda y la demanda de los centros mineros lograron hacer
subir el precio de cada cabeza al por mayor de dos patacones y
medio a seis, y el precio por arroba para el abastecimiento de
Cali -controlado por los aranceles del Cabildo- de uno y medio a
cinco reales.
Estas alzas controladas no reflejan, sin embargo, sino un
aspecto muy localizado de la situación. En 1771 se afirmaba, a
propósito de 50 reses que el comerciante Ventura de Arizabaleta
tenía en sus minas del Dagua, que "en este paraje su íntimo
precio es el de ocho castellanos de oro", es decir, 16 patacones. Y
en 1788 se calculaba que en las regiones mineras un novillo
cebado podía rendir 25 patacones. Así, los precios reales del

60
mercado que absorbía la mayor parte del ganado y que no
estaban sujetos a control, podían ser cuatro o cinco veces
superiores a los del mercado caleño.
En el curso del siglo se duplicaron también los precios de las
yeguas (y, en los años de crisis, a mediados del siglo, llegaron a
triplicarse de los caballos y de las mulas. Los precios de este tipo
de ganado eran menos homogéneos que los del vacuno pues
dependían de la edad del animal, de su calidad o de condiciones
especiales: que se tratara de padrones, "capones", mulas de arria
o de tiro, bueyes de arado o de tiro y, en el caso de los burros,
que fueran "hechores" (es decir, reproductores) o simplemente
"pollinos".

3. Los esclavos

a. El tráfico.
A pesar de su importancia, no eran ya los ganados los que
definían la naturaleza de las haciendas del Valle del Cauca en el
siglo XVIII. La existencia de grandes rebaños de ganado cimarrón
fue limitada por una relativa dispersión de las tierras y la
formación de un tipo. distinto de unidad productiva. Por otra
parte, el empleo de esclavos negros -masiva en ocasiones- señala
sin lugar a dudas que la hacienda había encontrado su estabilidad
en otro tipo de actividades. Existen otros indicios de este cambio
en la adecuación agrícola del terreno, mediante la construcción
de "acequias" de riego y de "chambas" que se destinaban a
defender los cultivos de la depredación del ganado y, en la
presencia de bueyes de arado y de tiro y de elementos para el
trapiche.
Respecto a los esclavos, debe mencionarse que la trata de
negros había entrado en crisis con la separación de Portugal,
desde 1640, y el término de los grandes "asientos" que habían
provisto las minas de la Nueva Granada desde 1580.13 Sólo a
partir de 1714 las Indias se aseguraron de nuevo un
aprovisionamiento regular y masivo de esclavos negros, al
otorgarse el monopolio de la trata de South Sea Company o
monopolio inglés.
El año de 1640 señala uno de los puntos culminantes de la
crisis del Imperio Español y de la atonía de sus colonias. En
adelante el Imperio tuvo que depender, para el
aprovisionamiento indispensable de mano de obra en sus
colonias, de los avatares de las luchas por la hegemonía europea.
Esto explica la intervención sucesiva de capitatalistas genoveses,
negreros portugueses y grandes compañías holandesas, francesas e
inglesas en el negocio de la trata.
Por eso también las primeras explotaciones auríferas del
Chocó debieron recurrir en gran medida a esclavos negros

61
introducidos de contrabando. Sólo a partir de la última década
del siglo XVII los mineros de esta región pudieron beneficiarse
con los "asientos" sucesivos de la Compañía de Cacheu
(portuguesa), la Compañía de Guinea (francesa) y la South Sea
Company. Existe la certidumbre 14 de que entre 1698 y 1701,
años en que operó la compañía portuguesa en Cartagena, las
ventas fueron relativamente pobres. Del asiento de la compañía
de Guinea, en cambio, se sabe que muchos fueron llevados a las
minas del Chocó. Esta compañía operó en Cartagena entre
febrero de 1703 y junio de 171315 e introdujo un total de 3.913
esclavos. Según el informe de un visitador16 entre 1711 y 1712 se
condujeron 800 esclavos al Chocó, de un total de mil que habían
sido introducidos por Cartagena.
La época del mayor auge minero de los distritos del Pacifico
coincide con el monopolio inglés. Desde 1714 hasta 1736,
término del monopolio, afluyeron a Cartagena un poco más de
diez mil esclavos Esta cifra representa un mínimo puesto que es
bien conocido el hecho de que a la sombra de la trata legal seguía
proliferando el contrabando.
Estas introducciones masivas, que comienzan a un ritmo muy
lento (1557 esclavos entre 1714 y 1718, con un promedio anual
de 300), se intensifican en un segundo período (3.999 esclavos
entre 1722 y 1727, con un promedio de 650) y alcanzan una
intensidad máxima en el último período del asiento (750 esclavos
anuales entre 1730 y 1736). Estos ritmos coinciden de manera
general con el movimiento del oro registrado en la Caja real de
Popayán, el cual alcanza sus puntos culminantes entre 1725-
1729 y 1735-1739.17
La mayor parte de estos esclavos debieron venderse en
Popayán y en las regiones mineras del Chocó y de la vertiente del
Pacífico de la provincia (Barbacoas, Dagua, Raposo). Pero aún en
Cali, en donde los esclavos se destinaban al servicio de las
haciendas o de las casas, las transacciones se hicieron mucho más
frecuentes.
Desde comienzos del siglo18 los esclavos eran internados por
comerciantes españoles que compraban lotes considerables a los
factores de los asientos. Algunos de estos comerciantes
permanecían algún tiempo en Cali, antes de pasar a Popayán o a
las regiones mineras, o actuaban por medio de comisionistas -
españoles y criollos- que vendían las piezas en su nombre.
De las primeras introducciones de la Compañía inglesa
(período de 1714 a 1718). el español Francisco de Ocasal
compró 29 piezas en Cartagena y vendió algunas en Cali hacia
1719. El precio en Cartagena era entonces de 215 pts. por un
esclavo adulto y 178 pts. por los muleques. En Cali se vendían
entre 450 y 500 pts. indistintamente. Algunos vecinos se
interesaron en este pingüe negocio. Francisco de la Flor Laguno,
por ejemplo, español casado con una criolla de familia prestigiosa

62
y alcalde de la ciudad en 1720, actuó varias veces como
intermediario del comerciante Alonso Gil, quien había comprado
12 piezas en Cartagena en Abril de 1723 a 255 pts. cada una.
En 1724 vemos actuar en Cali a un comerciante español, el
capitán Antonio Salgado, quien el año anterior, junto con
Francisco de Ocasal y Antonio Correa había comprado en la
factoría 108 negros a 221 pts., 26 negras al mismo precio y 46
"negritas" y 20 "negritos" a 201 pts. cada uno. Unos meses más
tarde compraría por su propia cuenta 27 negros, 23 negras, 4
negritos y 5 negritas. Durante los dos años siguientes permaneció
en Cali en donde vendió 91 esclavos (el 35% de sus compras) por
38.740 pts. (a 425 pts. la unidad, en promedio). En esta ocasión
el comprador caleño más fuerte fue el Alférez Real, Nicolás de
Caicedo Hinestroza, quien adquirió 33 piezas por 14.850 pts. Lo
seguía, en orden de importancia aunque de lejos. Doña Ana
María de los Reyes, propietaria de tierras en Cañasgordas y de
minas en el río Calima, quien compró diez piezas por 4.700 pts.
Los vecinos de Cali no se contentaron mucho tiempo con ser
meros intermediarios o exclusivamente compradores en un
comercio que podía arrojar cerca del 100% de utilidades. Otro
vecino español, Francisco Leonardo del Campo, casado
igualmente con una criolla de familia "noble", compró en
Cartagena 20 esclavos en el curso del primer período del asiento.
En 1726 (el 26 de junio), esta vez en compañía del comerciante
Francisco Garcés de Aguilar, volvió a comprar 74 esclavos,
grandes y chicos, por 17.620 pts. Las piezas las trajo a Cali el
comerciante español (y vecino de Cali) Custodio Jerez, quien
registró 69 en Honda el 11 de Agosto declarando que se le
habían huido tres.
La mayoría de estos esclavos debió ir a parar a Popayán y al
Chocó y una buena parte se quedó en manos de Garcés y de
Leonardo del Campo, quienes poseían minas y haciendas
también, ya que de los esclavos sólo constan ocho ventas en Cali
por valor de 4.025 pts. Una vez más, el 8 de agosto de 1731,
Garcés de Aguilar adquirió 23 negros, 27 negras, 12 negritos y 8
negritas en la factoría de Cartagena y pagó por ellos 17.780 pts.
De estos vendió 16 cabezas (11 negros y 5 negras) a Don Nicolás
de Caicedo por 8 mil pts., a pagar a un plazo de cuatro años. El
resto debió reservarlo para su propio uso ya que en 1733 tenia 20
esclavos en su hacienda de Cañaveralejo y 60 en minas del Dagua.
La demanda caleña debía ser muy fuerte pues pocos meses
después de la compra de Garcés otro vecino de Cali, el español
Clemente Jimeno de la Hoz, compró otras 54 piezas de las cuales
vendió 24 en Cali por valor de 12.925 pts., sin que los precios
hubieran experimentado ninguna variación.
En 1739 Miguel Pardo, comisionado del comerciante
Domingo Miranda, radicado en Cartagena, vendió todavía
algunas piezas que debieron entrar en virtud del asiento. A partir

63
de entonces, hasta 1744, las transacciones de la ciudad debieron
alimentarse exclusivamente con los esclavos en existencia entre os
cuales ya figuraban algunos "criollos" o negros esclavos nacidos
aquí.
En 1739 se interrumpió, a causa de la quiebra de la South Sea
Company y de la guerra con Inglaterra, el asiento inglés. De esta
manera volvió a cancelarse el sistema de los asientos para volver
una vez más al sistema de las licencias individuales. La urgencia
de mano de obra en las colonias era tan aguda que inclusive se
autorizó al virrey de la Nueva Granada para otorgar estas
licencias. Por eso en 1744 el francés Francisco Mayort 19 recibió
licencia del virrey Eslava para introducir mil esclavos. De estos
vendió 50 a José Tenorio, vecino de Popayán a 240 pts. cada
uno, y 303 a Miguel Pardo y Fernando de Hoyos, comerciantes
de Cartagena residentes en Quito. De estos últimos, Francisco
García de Rodallega, también vecino de Popayán, vendió 21 en
Cali en noviembre de 1744.

64
Cuadro No. 5
Esclavos comprados en Cartagena cuyos registros figuran en escrituras de Cali

v/r. v/r.
Fecha de compra Comerciantes negros nas*" mul/es" Mul/as v/r
pts. total
4 Nov. 1718 Francisco Ocasal 14 8 215 12 5 178 37.756
6 ab. 1723 Alonso Gil 12 - 225 - 3.000
jul. 1723 Francisco Ocasal
Antonio Salgado 23.868
Francisco Correa 118 221
los mismos 26 221 42 20 201 18.208
set. 1723 Antonio Salgado 27 23 221 4 5 201 11.850
20 Jun. 1726 J. Fco. Garcés(vno.)** 48 19 240 3 4 220 17.620
20 nov. 1731 Clemente Jimeno(vno.) 17 17 2 18 16.420
8 agosto. 1731 J. Fco. Garcés 32 27 12 8 17.870
18 frb. 1735 10 4 230 2 1 213 3.839
2 frb. 1738 Domingo Miranda 64 4 230 29 2 215 22.305
Totales 342 128 106 63
Gran total: 639
* negras, muleques, mulecas ** vecino de Cali
Los datos contenidos en los registros notariales caleños
sugieren que esta ciudad, centro de una región meramente
agrícola, no debía ser un mercado demasiado importante para los
esclavos introducidos por Cartagena. Algunas de las compras
debieron alimentar el distrito minero que caía directamente bajo
la influencia caleña en el Pacífico, es decir, las minas de Dagua,
Calima y otros ríos en la provincia del Raposo20 . El tráfico más
importante debía orientarse hacia los distritos mineros del
Chocó, cuyos propietarios eran principalmente payaneses.
El patrón dominante de las ventas en Cali era el de piezas
aisladas muchas de las cuales debían destinarse al servicio
doméstico. Algunas operaciones importantes registradas en Cali
en el curso del siglo se refieren a la compra de una cuadrilla que
debía desplazarse de los distritos del Chocó al del Raposo, es
decir, de un propietario payanés a uno caleño. En el caso de las
haciendas, es más probable que los esclavos fueran agregándose
paulatinamente. Así, las operaciones de los propietarios aparecen
registradas a lo largo de varios años. Manuel de Albo Palacio, por
ejemplo, propietario de las Guabinas, compró diez esclavos entre
1720 y 1735. Manuel Crespo Lozano, propietario sucesivamente
de Nuestra Señora de Loreto y el Yegüerizo, aparece comprando
seis esclavos entre 1724 y 1726. El caso de don Nicolás de
Caicedo, que también era minero y a quien se ha visto comprar
en dos ocasiones cuadrillas enteras, era excepcional.
En la segunda mitad del siglo XVIII las operaciones con
negros "bozales", es decir, aquellos que se traían directamente de
Cartagena, desaparecen prácticamente del mercado caleño. Si
bien todos los años se compraban y se vendían esclavos, estos casi
siempre eran "criollos" nacidos en las haciendas y en las casas.
También fueron escaseando las transacciones de más de dos
esclavos que se destinaban al trabajo en una hacienda, a menos
que se vendiera la hacienda misma. En cambio fueron más
frecuentes las ventas de piezas que se dedicaban al servicio
doméstico o de cuadrillas en los centros mineros. Es decir, que el
mercado de esclavos se mantuvo a pesar de no estar abastecido
regularmente del exterior aunque la penuria limitara el
establecimiento de nuevas haciendas.
De concluirse también que las condiciones de trabajo eran
aptas para la reproducción de los llamados esclavos "criollos" y
del mestizaje. No debe perderse de vista que el sistema de
producción de la hacienda, aunque esclavista, combinaba rasgos
patriarcales que permitían y aún estimulaban la reproducción de
los esclavos en su interior. En ella las labores eran más bien
rutinarias y no parece que los esclavos hayan estado sometidos a
un régimen especialmente duro. A la sombra de la casa del amo
los esclavos debían mantener sus propias labranzas con las que
enriquecían una dieta básica de carne y de plátanos. Por eso el

66
retiro frecuente de esclavos de las minas para destinarlos a las
haciendas podía obedecer, no tanto al deseo de emplearlos en
una explotación más productiva, como el de asegurarse una
inversión que debía rendir sus frutos en la mera reproducción
vegetativa de los esclavos.

b. Los esclavos en las haciendas


El negocio de esclavos negros no podía, pues, ser más seguro
en las primeras décadas del siglo XVIII, cuando los yacimientos
del Pacífico estaban en pleno auge. Requería, eso sí, disponer de
un capital para pagar los negros en Cartagena y esperar dos años
o más para recuperarlo, pues tenía que otorgarse este plazo a los
compradores. También las haciendas iban incorporando este tipo
de mano de obra, fuera que se adquirieran esclavos directamente
de comerciantes que los internaban desde Cartagena o que se
compraran a algún minero o a algún vecino que los mantuviera en
la ciudad dedicados al servicio de su casa.
Incorporar esclavos a una hacienda era la manera más
evidente capitalizarla. El número de esclavos medía la
importancia de la propiedad y su valor sobrepasaba casi siempre
con creces el del mero inmueble. De otro lado los esclavos
respondían –junto con las tierras, semovientes, trapiches,
sembrados de caña, accesorios y aperos de la hacienda– por los
gravámenes y las hipotecas con los que solían respaldarse
préstamos del capital disponible en capellanías y obras pías.
De unas 150 propiedades que, por una u otra razón, aparecen
mencionadas entre 1720 y 1770, cerca de 20 poseyeron más de
diez esclavos.
Entre estos propietarios de haciendas figuraban algunos
mineros. Doña Ana Maria de los Reyes, por ejemplo, quien
heredó de su marido, el Maestre de Campo Baltasar Prieto de la
Concha, minas en Calima (con 13 esclavos) que vendió en 1729 a
Don Salvador de Caicedo. Este último, hermano del Alférez Real,
poseía ya minas en el río Dagua en las que trabajaban 50 esclavos
de barra y 10 pequeños (o "chusma") en 1733. También Nicolás
de Hinestroza, quien había sido cura de los reales de minas de
Iro y Mungarra, había dejado minas en administración en el
Chocó y se había trasladado a Cali en cuyas cercanías fue
comprando tierras (Vijes y San Pablo) que a su muerte dividió
entre su obra pía del Colegio de misiones y la Compañía de Jesús.
Muchos de los esclavos que trabajaban en las haciendas
habían sido inicialmente negros de mina. Si bien los hacendados
compraban negros bozales e inclusive, como se ha visto, los
traían ellos mismos de Cartagena, en el mercado de Cali se
ofrecían negros que habían estado en el Chocó o en el Raposo.
De todos modos la liquidación de una empresa minera o el

67
traslado de un antiguo minero a Cali venía a acrecentar la mano
de obra disponible en las haciendas. Podía ocurrir también que
un hacendado poseyera minas (o viceversa) y pudiera trasladar los
esclavos según sus conveniencias.

Cuadro nº 6
Esclavos de las haciendas caleñas

Hacienda Año Propietario No.


Cañasgordas 1725 Ana María de los Reyes 70
Feliciano de Escobar
Aguaclara 23 40
Alvarado
Alisal 66 Antonio Barona Fernández 36
Meléndez 50 Nicolás Pérez Serrano 35
Malibú 52 Francisco García 35
Ciruelos 33 Salvador Caicedo H. 32
Cerrito 58 Agustina Ruiz Calzado 29
Llanogrande 34 Felipe Cobo Figueroa 26
N.S. Concepción (Bolo) 28 Nicolás de Caicedo H. 24
Yumbo 28 Mateo Vivas Sedano 20
Vijes 34 Nicolás de Hinestroza 20
Desbaratado 29 Francisco de Bedoya y Peña 17
Cañaveralejo 25 Juan Fco. Garcés de Aguilar 16
S. José de Amaime 49 Juan Ruiz Calzado 15
Meléndez 26 Fco. la Asprilla y Escobar 16
Yegüerizo 34 Miguel Crespo Lozano 13
Zabaletas 32 Antonio de Arzalluz 12
San Pablo - Vicente de Llanos 12
Alisal 32 Nicolás de Caicedo H. 11
Cerrito 26 Mateo Castrillón 10
Magdalena 34 Ignacio Piedrahita 10

Muchos vecinos, pertenecientes a las familias terratenientes


de Cali, se habían vinculado a los distritos mineros del Pacífico a
raíz de las guerras de "pacificación" del siglo anterior. Nicolás
Pérez Serrano, por ejemplo, hijo del Maestre de Campo Andrés
Pérez Serrano, casado con una Renjifo de Lara, familia de
poderosos terratenientes, poseyó minas en el Raposo y se hizo a
1.200 pts. de tierras en Dagua, es decir, un enorme latifundio si
se tiene en cuenta que el valor de las tierras debía ser muy bajo
en la región de la vertiente del Pacífico. Su hijo, llamado también
Nicolás, continuó las empresas mineras de su padre y en 1734
compró una cuadrilla de 44 esclavos al cura de Cali, Melchor
Jacinto de Arboleda.

68
La misma doble vinculación a haciendas y minas existía en el
seno de la familia Caicedo y sus allegados. En cuanto a Dionisio
Quintero Ruiz, propietario de Arroyohondo, no sólo era un
hacendado sino que el origen de su fortuna se originó en el
comercio. Hasta 1754 mantuvo negros esclavos en Dagua y en
ese año hizo compañía con el cura Tomás Ruiz Salinas para
reconocer y catear los territorios comprendidos entre los ríos
Saija y Patía, en la región de Iscuandé, con 41 esclavos.
La existencia de una economía minera al lado de una región
excepcionalmente apta para la agricultura favorecía este doble
carácter de terratenientes y mineros. En ausencia de otro tipo de
mano de obra en las haciendas, se imponía el empleo de mano de
obra esclava cuyos costos elevados se compensaban por la
inmediatez de un mercado floreciente. Aún más, la minería
constituía un estimulo para la formación de haciendas y uno de
estos estímulos consistía precisamente en la posibilidad de
transferir capitales en forma de mano de obra esclava entre los
dos sectores.
En conjunto, sin embargo, el sistema operaba de tal manera
que aún sin ser mineros, los propietarios de tierras -y aún los que
ni siquiera eran propietarios- tendían a canalizar sus inversiones
hacia la compra de esclavos negros. Para comprender este
fenómeno debe tenerse en cuenta que el marco conceptual de
"economía agrícola" o "economía minera" resulta estrecho a la
postre para definir las características de una economía esclavista y
los rasgos peculiares en que se mezclan indistintamente
elementos de racionalidad e irracionalidad económicas, de una
sociedad de tipo señorial.21
Los vecinos de Cali mostraron siempre avidez por adquirir
esclavos. Obviamente los trabajos en minas, haciendas y estancias
requerían de manera indispensable esta mano de obra. Pero la
demanda de esclavos negros excedió siempre las necesidades
normales de mano de obra o las exigencias de productividad.
Prueba de esto son los numerosos esclavos destinados al servicio
doméstico y mantenidos en el área urbana.
En las cartas de dote de las mujeres "nobles" figuran siempre
uno o dos esclavos que se destinaban exclusivamente al servicio
de la desposada, para realizar su prestigio social y prolongar los
cuidados que sus padres podían dispensarle. Existen también
numerosas cartas de donación de "negritos" o "negritas" a
menores de edad.
El prestigio social podía medirse tangiblemente por la
abundancia de este personal ocioso que, de instrumento de
enriquecimiento, se convertía en el símbolo mismo de la riqueza,
es decir, literalmente en un objeto. Un personaje de campanillas
como Don Nicolás de Caicedo H. menciona en su testamento
nada menos que 31 esclavos "de servicio". En 1777 su hijo
mantenía 77 de estos esclavos, en tanto que nueve funcionarios

69
municipales (regidores y alcaldes) tenían entre otros 261 y
todavía algunos completaban la nómina con "sirvientes",
"domésticos libres" y "negros libertos". En 1768, Dona Barbara
de Saa, viuda del comerciante y minero Juan Francisco Garcés de
Aguilar, quien poseía 151 esclavos de mina en el Raposo,
mantenía 37 esclavos en su casa de Cali y apenas 20 en su
estancia de Cañaveralejo. Naturalmente, la mayoría de los
esclavos eran mujeres y niños (17 y 13, respectivamente, contra 7
hombres adultos22 . Este patrón se extendía a los conventos y aún
a las religiosas que, como en el caso de las desposadas, se servían
individualmente de esclavas.
La propensión al consumo suntuario es un rasgo atribuido
indistintamente a la aristocracia terrateniente y a las
comunidades mineras. En Cali, la coexistencia de los dos sectores
reforzaba esta característica de irracionalidad económica. Pero
también el hecho de que, en cualquier momento, haciendas y
minas pudieran absorber esta fuerza de trabajo. El propietario de
un esclavo lo mantenía con la expectativa de que, aún si su
inversión no era inmediatamente productiva, en algún momento
podía encontrar un comprador. Esto explica la frecuencia de
compras individuales y el hecho de que aún personas de posición
y recursos modestos poseyeran esclavos.
De otro lado, los esclavos de servicio doméstico no siempre
permanecían en la ciudad. La ciudad era el asiento más o menos
permanente de hacendados y mineros que se trasladaban con
frecuencia a sus negocios. Un informe de 1793, según el cual las
haciendas de la banda occidental (desde Jamundí hasta Riofrío)
mantenían 1.140 esclavos, sugiere que de estos 285 eran "fijos" y
del resto se ocupaba periódicamente en los trabajos rurales,
permaneciendo en Cali sólo una parte del año.23
La coexistencia cotidiana, dentro de estos patrones de
consumo suntuario o, como lo llama Veblen, de ocio vicario,
marcaba con rasgos patriarcales la servidumbre. Tanto en el
servicio doméstico como en las haciendas se creaban contingentes
de mano de obra que constituían verdaderas reservas. La
presencia de mujeres esclavas hacia posible formar parejas, más
frecuentes en las enumeraciones de las haciendas que dentro de
las cuadrillas mineras.
En las particiones sucesorales, cuando los esclavos debían
distribuirse entre varios herederos, solía tenerse en cuenta la
santidad del vínculo matrimonial, aunque no se mencionara para
nada la fuerza de las relaciones entre padres e hijos, a los que
podía separarse.
Es muy probable que en las haciendas la mortalidad haya sido
menor que en las minas. Los recuentos de los esclavos en las
haciendas muestran siempre una proporción elevada de "chusma"
o de "hijos" y sin duda los propietarios debieron estimular este
resultado. En este sentido la hacienda de Arroyohondo es

70
característica y muy significativa puesto que perteneció a un
comerciante en esclavos. Cuando fue vendida, en 1743, la
hacienda poseía 29 esclavos adultos por valor de 11.705 pts. (c.
400 pts. por esclavo) y 35 menores (cuyo valor oscilaba entre
100 y 220 pts.) por 5.909 pts. Los rasgos patriarcales de la
servidumbre doméstica y de los trabajadores de las haciendas se
revela en la frecuencia de las manumisiones. Algunas propietarios
declaran que los mueve el amor por un niño esclavo, a quien
habían criado como si fuera su hijo o, en el caso de un adulto, la
manumisión se daba como una recompensa a buenos y leales
servicios.

4- Trapiches y cultivos
Como se ha visto, los ganados no distinguían el nuevo tipo de
propiedad que surgió en el siglo XVIII (las haciendas) si no era
en la medida en que dejaban de ser ganados cimarrones, que
pastaban a su albedrío en enormes latifundios, para convertirse
en reses de cría o ganado lechero. Reducidos los latifundios, el
ganado dejó de ser así mismo un monopolio de los grandes
terratenientes para dar lugar al surgimiento de estancieros que
poseían menos de cien cabezas o una recua de mulas que se
dedicaba a transportar géneros al Chocó. Algunas grandes
haciendas poseían inclusive cercas, mangas y corrales para el
ganado, aunque todavía quedaran remanentes del antiguo sistema
en latifundios como el Alisal. La construcción de chambas, sin
embargo, indica la preocupación de proteger los sembrados del
ganado.
Las inversiones en esclavos, a pesar de que en algunos casos
alcanzaran un porcentaje de mas del 50 con respecto al valor
total de las haciendas, no señalan por si solas una diferencia
fundamental con respecto al antiguo sistema puesto que podían
constituir un gasto suntuario (en el caso de los esclavos de
"servicio") o derivarse de las actividades mineras de algunos
propietarios.
El sistema esclavista era una consecuencia de la economía
minera en dos sentidos: como empleo de excedentes de la mano
de obra que se concentraba en los yacimientos y como un gasto
de ostentación propio de una sociedad en la que el oro circulaba
en abundancia. Pero la presencia de esclavos significó también la
incorporación de un trabajo que valorizaba la tierra con
"desmontes" (roturaciones), acequias y chambas o el incremento
de actividades agrícolas diferentes a la ganadería. Estos aspectos
son observables a través de la valorización evidente de las tierras
y de lo que en el cuadro No. 7 se designa como "inversiones". En
muchos casos, como con los esclavos, el valor de estas inversiones
sobrepasaba el de las tierras.

71
¿En que consistían estas inversiones? Dentro de las
estrecheces de la técnica agrícola de la época colonial, esta región
en particular conoció un salto cualitativo en el siglo XVIII con
respecto al siglo anterior. Como se ha visto, la hacienda del Valle
del Cauca tiene origen precisamente en un cambio que diversifica
la producción y que representa un avance frente al latifundio
ganadero.
Las inversiones más considerables consistían en los elementos
del trapiche. Aunque las explotaciones de caña no tuvieran un
mercado tan amplio como para convertirse en verdaderas
plantaciones, los centros mineros consumían suficientes
cantidades de aguardiente como para justificar la existencia de
estas "haciendas de trapiche". En estas, fuera de una ramada y del
trapiche -un sistema de compresión, construido en madera y que
requería caballos o bueyes "trapicheros" para accionarlo- los
aperos consistían en "fondos", a pailas" y hornillas para cocer la
miel, "canoas" para depositarla y "hormas" para fundir los panes
de azúcar, además de "zurrones" (de cuero de res) y otros
accesorios menores.

72
C U A D R O Nº 7
I NVERSI ONES EN LAS HACIENDAS ( EN PATACONES )

Haciendas Año No. trapiche casas herrams. caña plátano acequias chambas cercas otros

Trejo (zanj.) 1719 800 100 250** 360*** 50 300****


Loreto 1723 8 512 300* 250 30 30
Meléndez1 1726 16 903 1330 100 400 50
Trejo 2 1726 934 830* 283 900 50 700
Trejo 3 1748 552 120 60 90
Amaime 1749 15 897 220 51 600 50 15
Magdalena 1750 380 18 48 750 200 200
* 1751 640 750 200
Malibú 1753 35 1214 187 35 590
Abrojal 1755 324 350 30
Guabinas 1755 55 310* 91 270 50
Cerrito 1758 29 757 503* 1200 37 50
Trejo 2 1759 767 332 111 720 16 600 40
Meléndez 1763 146
Alisal 1766 36 903 680 600 100 400 30
Yegüerizo 1734 686 250 48 420 20 16
*se incluye el valor de la construcción. **1.300 pies. ***18 cuadras. ****se incluyen varios items: maíz, arroz, principalmente.
Los elementos más costosos eran aquellos que requerían el
empleo de metales. Un "fondo", por ejemplo, podía pesar varias
arrobas. Como el precio de la libra de hierro fluctuaba entre 12
reales y 2 patacones, éste sólo elemento tenía un costo muy
elevado, lo mismo que las "hornillas" y las "pailas". Por eso
también en los testamentos de la época aparecen mencionados
los más humildes objetos de cocina si eran de hierro o de cobre,
aún si estaban rotos, al lado de la plata labrada y de otros ítems
valiosos.
El trapiche conllevaba, naturalmente, la existencia de
sembrados de caña. Los datos con respecto a la extensión de los
sembrados son escasos pero puede llegarse a establecer una idea
aproximada pues, en algunos inventarios, no sólo se menciona el
valor global del sembrado sino también el tipo de unidades que
se empleaban: "fanega" o "hanega", "almudes" y "botijas".
La "fanega", tal como se la emplea aún hoy en muchas
regiones de Colombia. es una medida agraria equivalente a 6.400
m2, es decir, un área de 100 varas españolas de lado. En la época
colonial, sin embargo, era una unidad mucho mayor, Por eso
podría sorprender que en una hacienda como el Limonar, de Don
Pedro Rodríguez Guerao, que contaba con 18 esclavos, se
consideraba que dos hanegas de caña fueran suficientes para
abastecer el trapiche todo el año23 . En la época colonial, en
efecto, se contaban 12 almudes por cada fanega en tanto que hoy
se cuentan tan sólo dos. Si consideramos que un almud tiene
3.200 m2, la "hanega" (o "fanega de sembradura) colonial
equivaldría a 38.400 m2 (3,84 has.). Este resultado, por lo demás
coincide con mediciones de la época colonial efectuadas en la
región de Tunja.
La "botija" servía usualmente para el arqueo de las
embarcaciones. Era, obviamente, una medida de capacidad y en
este caso se aplicaba como medida para el producto de la cosecha
o, más específicamente, para la miel que se extraía de la caña. Así,
según la calidad de la siembra se calculaban las "botijas" y por
eso era una medida variable: se mencionan almudes de 50 botijas,
pero más a menudo de 30. El avalúo de los sembrados se hacía
sobre las botijas y en 1726 (Loreto) 1750 (Magdalena) y 1755
(Guabinas) el precio de cada botija era de 12 reales. A partir de
1758 el precio de la botija disminuyó debido a que se prohibió la
venta de aguardiente en los reales de minas por considerar que
éste era el mejor medio "para que se pierdan minas y negros"24 .
Además, en 1763 se quiso hacer efectivo en Cali el estanco que se
había establecido en la primera mitad del siglo. La botija
descendió así a 10 reales en 1758, a 8 en 1759 y a 6 en 1766. Los
vecinos de Cali, por su parte, afirmaban en un memorial en 1765
que antes del estanco una carga de miel valía de seis a diez
patacones y que luego había bajado a tres y dos y medio.25

74
La extensión del área sembrada variaba, según la importancia
de la hacienda, principalmente en cuanto al número de sus
esclavos. En 1758, por ejemplo, el Cerrito tenía sembrados 30
almudes (dos y media fanegas o 9,6 has.) que valían 1.200 pts. Si
se tiene en cuenta que se trataba de una hacienda cuya extensión
debía exceder las 200 has. (si se asigna a cada hectárea un valor
de dos o tres patacones), los sembrados de caña apenas ocupaban
una fracción mínima de las tierras disponibles. Otro tanto
ocurría con el resto de las haciendas para las cuales se posee
algunos datos. En 1726 Trejo tenía sembrados 12 almudes de 50
botijas (una fanega, o 3,84 has.) y en 1759 la misma hacienda
había aumentado el área de siembras al doble pero con menos
rendimiento: el almud sólo tenía 30 botijas y el precio de cada
una de éstas era más bajo, como se ha visto.
Existían otros tipos de cultivos, de plátanos por ejemplo, que
debían servir, con la carne, de base para la dieta de los esclavos.
El cultivo de plátano, se media por pies (0.3 m. aprox.). Sabemos
que en el zanjón de Trejo había sembrados 1.300 pies en 1719
que se avaluaron en 250 pts. y, en 1766, 800 pies en el Alisal que
valían 100 pts., es decir, que parece haberse experimentado un
alza en el precio. La mención de platanares es también frecuente
en los inventarios de las minas. Así, en 1768 Doña Bárbara de
Saa tenía sembrados en las vegas del río Mallorquín 2.400 pies de
plátano que se avaluaron apenas en 200 pts. por tratarse de
platanares viejos. En el río Dagua tenía en cambio platanares
avaluados en 1.550 pts., mucho más que en cualquier hacienda
del Valle. La explicación: en Dagua mantenía 111 esclavos y en
Mallorquin otros 40.26
La extensión sembrada con maíz era mucho más grande. En
1719 Trejo tenía sembradas 100 fanegas aunque su valor era
apenas de uno o dos pts. por fanega en tanto que un solo almud
de caña podía valer de 40 a 75 pts. En 1765 se mencionaban
también cultivos de arroz y de fríjoles, que se llevaban a los
yacimientos mineros junto con el aguardiente, pero en los
inventarios de haciendas sólo figura una mención del arroz. Esto
hace pensar que sólo las propiedades menores se dedicaban a este
tipo de cultivos. Es probable también que los esclavos
mantuvieran pequeñas rozas para completar su dieta básica de
carne y de plátanos.

NOTAS
1) IRB. 1. 235.
2) Ibid. 317
3) Ibid. 279
4) Ibid. 317 ss.
5) Ibid. 373

75
6) Ibid. II, 12
7) Ibid. 111
8) Ibid. 117
9) Ibid. 255
10) r.7 f.42 v.r. 8 f. 114r. y 25 Nov. 1755 r. 68 f.167 v. Borja Tolesano
compró a Juan Feijóo el potrero de la Balsa (en Río Claro) por 1.250
pts. en 1755 para recibir el ganado que compraba en Neiva.
11) ARB. II. 347, 365
12) Ibid. III, 66
13) Cf. JORGE PALACIOS PRECIADO, "La trata de negros por
Cartagena de Indias", Tunja, 1973. p. 25 ss.
14) Ibid. p. 69
15) Ibid. p. 137
16) Ibid. p. 141
17) Cf. G. COLMENARES, Historia económica y social de Colombia,
1537-1719. Cali, 1973, p. 235 y 236.
18) J. PALACIOS; op. cit. p. 141.
19) Ibid. p. 33 y nota 55 de la pág. 40. Según. una carta de los oficiales
reales de 15 de feb. de 1749 aparece que en 1747 un Francisco
Molhorti (debe ser el mismo Mayort que se menciona en los
escribanos de Cali) pagó 11.582 pesos por derechos de los esclavos
introducidos. Jorge Palacios calcula que estos derechos corresponderían
a unos 200 esclavos.
20) r. 70 f, 73. In abril de 1724, el capitán Felipe de Latorre compró 6
piezas a Don Antonio Salgado por cuenta del minero Francisco López
Moreno. Ibid. f 53, En el mismo año Ana Renjifo compró 10 piezas al
mismo Salgado por cuenta de su marido, el minero Nicolas Pérez
Serrano. r. 14 f. 328 r. En septiembre de 1735 Manuel de la Pedraza
vendió 17 piezas que Antonio de la Llera y su cuñado Nicolás de
Caicedo Jiménez destinaban para el trabajo de minas.
21) Cf. EUGENE D. GENOVESE. "The political Economy of Slvery -
Studies in the Economy and Society of the Slave South". New York,
1967. p.16.
22) ARB. II, 405. A 1o. CCC. r.s.
23) ARB. III, 231
24) ARB. II, 326 y ACC Sign. 4694
25) ACC Sign. 4888
26) AJ 1o. CCC. r. 5

76
CAPÍTULO IV
EL CRÉDITO EN UNA ECONOMÍA AGRÍCOLA

1. El problema de los censos en el siglo XIX: los ataques


liberales a los bienes de "manos muertas".

En 1864, en el momento de la victoria de los radicales


colombianos sobre sus oponentes conservadores y clericales, uno
de aquellos, Salvador Camacho Roldán, comparaba la
importancia del decreto sobre desamortización de bienes de
"manos muertas" a la abolición de la esclavitud y a la supresión
de los mayorazgos. Este famoso decreto de 9 de septiembre de
|

1861 disponía que los censos, que gravaban bienes raíces,


urbanos y rurales, debían redimirse en el Tesoro Público y al
mismo tiempo ordenaba adjudicar a la Nación los bienes de las
comunidades eclesiásticas. Tales medidas hacían parte del
programa de los radicales y estaban destinadas, como la abolición
de la esclavitud y la supresión de los mayorazgos, a acabar con
toda traza de las instituciones coloniales españolas.
Sin embargo, el decreto tenía por objeto inmediato hacer
frente a las necesidades de la revuelta del caudillo radical Tomás
Cipriano de Mosquera, comprometida en varios frentes. El
mismo Camacho Roldán narra cómo el general Mosquera
convocó a una junta de notables liberales (unos cuarenta) apenas
transcurrido un mes de la ocupación de la capital y les expuso la
idea de apropiarse de los bienes de las órdenes religiosas.
"... los concurrentes, prosigue Camacho, en su mayor parte
comerciantes y propietarios acomodados recelosos de que el
verdadero objeto de la reunión fuese pedirles empréstitos
voluntarios o forzosos, guardaron silencio...1
El silencio de los notables liberales es bien elocuente. No sólo
se explica por la personalidad voluntariosa del general sino que
señala la complicidad pasiva de comerciantes y propietarios
liberales. La medida que se anunciaba no solamente aliviaba sus
aprehensiones sino que venia a colmar una de las viejas
aspiraciones del radicalismo. Ya en 1847, durante su primera
presidencia, el mismo Mosquera había accedido a una de las
iniciativas de su secretario de Hacienda, Florentino González, el
mentor por excelencia del radicalismo2 , y había propuesto al
Congreso la redención de los censos en el Tesoro Público.
Apenas tres años más tarde otro radical, el entonces secretario de
Hacienda Manuel Murillo Toro, había obtenido que el Congreso
sancionara la ley de redención, medida que estuvo vigente hasta
el nuevo advenimiento de los conservadores al poder, en 1855.
Estas redenciones, propiciadas por los secretarios radicales de
la segunda mitad del siglo XIX y aseguradas por el triunfo del

77
radicalismo en una guerra civil, no eran en modo alguno
originales. Ya en las postrimerías del siglo XVIII el rey Carlos III
había ordenado que los capitales de las comunidades religiosas
que se prestaban en forma de censos, ingresaban a las Cajas
Reales. Esta medida, sin embargo, no se acordaba todavía con la
estructura, eminentemente rural, de. la economía de la colonia.
Tanto es así que el movimiento popular de los comuneros pidió
expresamente su abolición,
"... pues casi todos los hacendados y toda clase de
negociaciones que se versa en este Reino es dimanada de los
censos que las dichas comunidades tienen..." (Capitulación 13a.
de los comuneros)
En contraste, en el curso del siglo XIX los ataques exitosos al
sistema de crédito sustentado en censos y capellanía sugieren las
contradicciones que venían a surgir con la incorporación de una
economía agraria al marco más vasto de una economía a escala
mundial. Los intereses de comerciantes y manufactureros, cuyas
expectativas eran mucho más ambiciosas que las de los primitivos
terratenientes no podían encadenarse aun sistema de crédito que
reposaba íntegramente sobre la propiedad raíz y cuyas tasas de
interés se mantenían deliberadamente bajas, al mismo ritmo de la
productividad agrícola.
La mayor carencia de la economía en el siglo XIX fue la de
capitales y los mecanismos que resultaban adecuados para
proveer de crédito a una sociedad rural eran ya ineptos para
atender a las demandas de los nuevos sectores en auge. Los
censos, con su restricción de la tasa de interés a un 5% anual,
podían permitir en la época colonial un margen de rentabilidad
suficiente a las explotaciones rurales, sin riesgo de expandir
innecesariamente la oferta de un numerario escaso,
comprometido casi siempre en operaciones comerciales con la
metrópoli.
En el siglo XIX, ausentes los comerciantes españoles, el
comercio manejado por criollos buscaba liberarse de esta
limitación y los llamados "capitalistas", más o menos usureros,
buscaban así mismo colocar ventajosamente sus capitales. Por
esta razón no es un azar que, contemporáneamente a la
preocupación por abolir los censos hayan surgido iniciativas para
la fundación de bancos y que estos se hayan fundado
efectivamente en el decenio que siguió a la abolición.
Así, una de las características más acusadas de la economía
colonial consistía en su tendencia a autolimitarse, a permanecer
encerrada dentro de un ciclo casi exclusivamente agrario. La
ausencia de iniciativa por parte de la sociedad criolla, que se
encasillaba en los privilegios derivados de la posesión tradicional
de la tierra y dejaba el comercio en manos de españoles, limitaba
también las formas de crédito, que se destinaban principalmente
a financiar las operaciones de este sector agrario a través de

78
censos y capellanías. Este sistema representaba -como se verá más
adelante- una forma de privilegio institucional que no podía
operar en el marco de una sociedad que, como la de la segunda
mitad del siglo XIX, había desarrollado intereses ajenos a los de
los terratenientes.
Salvador Camacho Roldán pintaba con desaliento los efectos
nocivos de los censos que gravaban la propiedad raíz. Las
propiedades gravadas caían en el más completo abandono,
afectadas como estaban al pago de intereses que se iban
acumulando hasta la concurrencia con el valor de la finca. Esta
descripción se refería a los llamados censos perpetuos o
irredimibles, aquellos que inmovilizaban para siempre las
propiedades, afectándolas a la realización de una obra pía o al
pago perpetuo de intereses de un préstamo otorgado por la
capellanía. Pero estos censos no eran ya los que los comuneros
habían defendido como el origen de "toda clase de
negociaciones" en el Reino.
¿Qué había ocurrido? Sin duda el sistema de los censos no
llenaba ya, a mediados del siglo XIX, la función que había tenido
durante la colonia cuando, al constituir un censo y garantizar el
pago con la hipoteca de una propiedad, el "comprador (deudor o
propietario) se comprometía a redimirlo, esto es, a pagar la
hipoteca así fuera en un lapso indeterminado. El censo perpetuo
no era por entonces el más frecuente y el hecho de que todos los
censos aparecieran como tales a mediados del siglo XIX indica
una fosilización del sistema, además del fracaso de la agricultura
colonial. Camacho Roldán se refería a los censos, no sin razón,
como a una institución caduca y los asociaba con "las almas de
los primeros conquistadores".
Así, para la época en que se llevó a cabo la desamortización
de bienes de manos muertas los gravámenes irredimibles se
habían ido acumulando sobre las propiedades y esto representaba
un estorbo para su circulación. Es posible que no se haya tratado
en muchos casos de gravámenes constituidos originalmente como
irredimibles sino que hayan llegado a serlo porque los
propietarios nunca se cuidaron de redimir el censo o de pagar los
intereses. Aún más, el sistema censual reposaba en un cierto tipo
de relaciones sociales que se habían modificado desde los tiempos
de la colonia. Esta transformación debió de ser forzosamente
lenta, tanto como el paso de una economía casi exclusivamente
agraria, y orientada a sostener de manera ruinosa el prestigio de
una clase terrateniente tradicional, a una economía más
dinámica, en la que los mecanismos de crédito debían estar
concebidos sobre la base de una garantía personal o de una
garantía prendaria y no preferencialmente sobre garantías
hipotecarias.
A mediados del siglo XIX los censos no constituían otra cosa
que una reliquia del pasado, una institución fosilizada y muerta

79
que arrastraba un peso inerte en el contexto de un sistema
económico extraño a su naturaleza. No es raro entonces que una
mentalidad liberal condenara los censos como nocivos. Pero,
habían sido siempre nocivos? Lo que observaban los
contemporáneos de Camacho Roldán no eran acaso los efectos
de la esclerosis de la institución?
De otro lado, habría que tener en cuenta lo que un Ernest
Labrousse o un Fernand Braudel verían como el "ritmo"
temporal propio de las economías que se sucedieron: "colonial"
(agraria) y "liberal" (comercial). Pues los censos, como formas de
crédito, correspoden perfectamente al ritmo lento de una
economía casi exclusivamente agraria. El censo no era otra cosa,
desde este punto de vista, que una colocación de capital de
recuperación muy lenta. Los liberales del siglo XIX presenciaban
en estas colocaciones una inmovilización absoluta, aun cuando en
el siglo anterior esto no fuera del todo exacto. Los censos eran
redimibles entonces en su mayoría, así esta redención se operará
en ciclos muy largos, de cinco y más años, a veces de una vida
entera. Esta lentitud se ajustaba al tipo de economía a la cual
servían, economía agraria por excelencia, de un ritmo muy lento.
El crédito representado por los censos contribuía no solamente a
la realización normal del ciclo productivo agrario sino muchas
veces a la formación de la unidad productiva misma, la estancia o
hacienda, formación que podía embargar el transcurso de una
vida entera, a veces de dos generaciones.
Los censos, como institución que privilegiaba las actividades
de una clase, terrateniente, eran también la manera de canalizar
el poco circulante disponible hacia este tipo de empresas. Pero
quienes poseían la tierra, sectores tradicionales y tradicionalistas
de criollos aprisionados en el ámbito de sus privilegios locales, se
veían limitados precisamente por la iliquidez de sus pertenencias.
No es raro entonces que los capitales disponibles se incorporaran
en las unidades productivas sin esperanza de redención o que
poco a poco se fueran tornando irredimibles. O que los capitales
dedicados a obras pías se fueran acumulando hasta alcanzar el
valor total de las propiedades.
Cómo explicar entonces la normalidad de la institución de los
censos en la época colonial? Es lo que tratará de aclararse en este
capítulo. El crédito proporcionado por el sistema de censos y
capellanías posee características institucionales demasiado rígidas
y estas apoyan, a la vez que condicionan, un marco tradicional de
sociedad agraria. Pero la actividad agrícola, a una cierta escala,
no podía existir per se. Algo parecido a una empresa agrícola
surgió en función de un mercado específico, como el de los
centros mineros. Estos centros, a su vez, proporcionaron los
capitales para financiar las haciendas.
El mecanismo de esta financiación ha podido estudiarse en un
caso concreto, el del Valle del Cauca, gracias a la documentación

80
de los libros de escribanos. Las condiciones del Valle del Cauca
acentúan diferencias notables con respecto a las de las mesetas
andinas del Nuevo Reino y por esta razón las explicaciones
relativas a la mecánica económica de los censos, en este caso
concreto, no podrían generalizarse para el resto del país o para
otras regiones de América. Por eso es conveniente emprender
estudios comparativos, con base en materiales locales que,
aunque son muy ricos, resultan inaccesibles a un solo
investigador.
Como se ha visto, la región del Valle del Cauca conoció, a
partir de la explotación de yacimientos mineros en las vertientes
del Pacífico, de las dos últimas décadas del siglo XVII en
adelante, el auge de empresas agrícolas situadas en tierras
excepcionalmente fértiles. En la primera mitad del siglo XVIII se
formaron haciendas que pudieron aprovechar excedentes de
mano de obra esclava desplazados de las regiones mineras. El
estudio de los censos como fuente de crédito permite
comprender el mecanismo más íntimo de ésta formación de
haciendas, lo mismo que las limitaciones del sector agrícola
colonial frente al de los comerciantes y de los mineros.

2. El origen de los censos: las capellanías

a) Las almas del purgatorio y los bienes terrenales.


El 15 de abril de 1750 Don Francisco Sanjurjo de
Montenegro, un rico comerciante gallego, hizo las paces con su
conciencia y redactó su testamento. A su muerte, un año más
tarde, se abrió el testamento y se comprobó que el difunto había
dejado 60 mil patacones de caudal,
"... como se verá -rezaba el testamento- por lo que se hallare
en mis petacas, escritorio, papelera, vales, libros de cuentas,
apuntes en él, plata labrada,.etc..."3
En total, una enorme suma de dinero para la época,
representada en bienes muebles de liquidez inmediata. Un caso
más bien excepcional si se tiene en cuenta que las fortunas que
alcanzaban esa cuantía estaban representadas casi siempre en
minas, tierras, esclavos o bienes inmuebles. Excepcional pero
único, puesto que a veces ocurría que algún comerciante
andariego acabara sus días en alguno de los puntos de su
itinerario.
El camino que había recorrido Don Francisco hasta Cali tenía
muchos vericuetos. Cuando murió dejaba tres hermanas en
España, a las que legó mil patacones, y confesaba tener dos hijos
naturales, habidos en circunstancias probablemente novelescas.
Uno, a quien encargaba a los jesuitas de Madrid buscar en Paris,
preguntando por Madame Bergie, oficial de sastrería, en el barrio
San Germán, cerca de la puerta de la Samaritana. Este hijo

81
tendría cerca de cuarenta años y debía haberse criado en la casa
de los desamparados. Ahora recibía mil patacones de un padre
remoto y andariego, muerto en América. Otro hijo, que hubo
con una payanesa, Inés de Figueroa, debía recibir el beneficio de
una capellanía, pues era cura.
Todavía quedaban 50 mil patacones para ser distribuidos.
Don Francisco se afana y piensa en toda clase de obras benéficas.
Desviar el río Cali que amenaza la Ermita, construir una fuente
en la plaza, sin olvidar a las órdenes religiosas o a los amigos
fieles. Pero aún así quedan intactos más de 40 mil patacones.
Qué hacer? Don Francisco, en ausencia de herederos forzosos,
acaba nombrando como heredera a su propia alma y a las almas
del purgatorio, para el alivio de las cuales sus albaceas fundarían
"memorias de misas" a profusión. Cuarenta mil patacones rinden
dos mil anuales colocados a censo al 5% y dos mil patacones
significan 100 misas si se paga a un capellán generosamente a 20
pts. cada misa. Dos misas a la semana a perpetuidad, lo cual
podía regocijar a nuestro comerciante y confortarlo en su lecho
de muerte.
Veamos otro caso: Juan Jacinto Palomino, vecino de Toro,
hizo capitulaciones con la Audiencia de Santa Fé y fue uno de los
que reiniciaron las explotaciones del Chocó hacia 1680. Como
vecino y encomendero de Toro era ya bastante adinerado antes
de la aventura chocoana y en 1681 se menciona entre sus
posesiones la hacienda de San Juan de las Palmas, en el actual
municipio de la Unión 4 . Su conducta en las guerras de
|

exterminio contra noamaes y chocoes debió de ser notable, pues


murió ostentando el título de Maestre de Campo. En su
testamento declaraba haber descubierto las minas de San Agustín
(en las quebradas de Chiquinquirá y San Cristóbal, cerca de los
ríos Abaribur, Zipi y Garrapatas)5 cuyo producido, junto con el
de la hacienda de la Paila, dedicaba a la fundación de capellanías
sucesivas que debían servir para costear la educación de
aspirantes a la ordenación sacerdotal y, una vez ordenados, para
asegurar su congrua.
La familia Caicedo, desde Don Cristóbal de Caicedo, a
comienzos del siglo XVIII, administró estos bienes y tanto Don
Cristóbal como sus descendientes fundaron con sus rentas
numerosas capellanías. Las fundaciones tenían lugar cada vez que
el administrador rendía cuentas ante un representante del
ordinario de Popayán y se le determinaba el monto de la renta de
los bienes administrados en períodos de cinco a diez años. En
este caso la capellanía no llegaba a afectar el capital, puesto que
se constituía apenas con su producto. Desde el punto de vista
canónico se diferenciaba de la primera en que estaba destinada a
asegurar ordenaciones sacerdotales y no meramente la
celebración de misas. Además, en las primeras no había
intervención alguna de la autoridad eclesiástica y por esto

82
recibían el nombre de laicales o profanas. En éstas intervenía el
ordinario (colativas) aunque el patrón hubiera sido designado por
el fundador (gentilicias).6
Otro caso: Doña Marcela Jiménez de Villacreces, dama
ecuatoriana (de Ambato) y viuda del Alférez Real D. Nicolás de
Caicedo Hinestroza, disponía en su testamento (1748) que la
hacienda de Mulaló se gravara con una capellanía de 10 mil
patacones. Esta hacienda, contigua al "portachuelo" de Vijes,
había pertenecido a la familia por varias generaciones y ya desde
1643 Juan Hinestroza Príncipe había compuesto las tierras por
140 pesos de oro. Su yerno, Cristóbal de Caicedo, la compró en
1684 y unos veinte años más tarde la heredó su hijo. Ahora, en
1748, la viuda de este imponía un gravámen que debía
mantenerse a perpetuidad y que,
“sólo en el caso de conocida disminución en la referida
hacienda se pueda remover..."7
El monto de la capellanía era equivalente al valor total de la
hacienda y ésta se convertía así en un bien de manos muertas.
Con todo, Mulaló quedaba todavía en manos de la familia, pues
la testadora disponía que su hijo mayor podría reconocer el
capital del censo y disfrutar de la hacienda pagando anualmente
los 500 patacones de intereses. Con éstos se pagarían 25 misas,
dotadas con 20 pts. cada una. El capellán, igualmente, sería un
miembro de la familia. La hacienda pasó así al Dr. Bartolomé de
Caicedo y después a su hija Javiera y a su yerno Don Antonio
Cuero. A pesar de la capellanía éstos la incrementaron pues a la
muerte de Cuero la hacienda fue avaluada en 32.000 pts.8
Afectar íntegramente una hacienda al servicio de una obra pía
o de una capellanía no era un caso frecuente. Doña Marcela
podía permitírselo puesto que había heredado -por vía de
gananciales y de recuperación de su dote- más de setenta mil
patacones. Mulaló apenas representaba una parte del quinto de
sus bienes, del cual podía disponer libremente, sin perjuicio de
los herederos forzosos.
Esto era lo que ocurría cada vez que se fundaba una
capellanía y existían herederos forzosos. Como ninguno podía ser
vulnerado en la parte que la ley les fijaba, el fundador debía
limitarse, al imponer una capellanía, al monto del quinto de sus
bienes de libre disposición. Se excluía previamente también el
pago de su entierro, de sus deudas y de las llamadas "mandas
forzosas", en las que se incluían limosnas de menor cuantía y
misas de difuntos.
Así, según la capacidad económica del fundador, el capital (o
"principal") de las capellanías podía oscilar entre 200 patacones y
sumas cuantiosas (diez mil patacones y más), aunque los casos
más frecuentes fueran los de capellanías de 500, 1000 y 2000
patacones Un mismo fundador podía destinar sucesivamente
durante su vida varios capitales o hacerlo en compañía de su

83
mujer, siempre y cuando no resultaran vulnerados los derechos de
sus herederos.

b) Las modalidades y el significado de las capellanías.


Desde el punto de vista económico, las modalidades que
podía revestir una capellanía se reduce, en esencia, a estos tres
casos:
1. La afectación de dinero líquido, en monto variable según
existieran o no herederos forzosos. Herederos forzosos eran los
ascendientes o los descendientes legítimos. El cónyuge tenía
derecho apenas sobre su parte de gananciales.
2. La afectación, no de un capital, sino de su renta para
constituir capellanías sucesivas.
3. El gravámen impuesto sobre un bien mueble o inmueble,
total o parcialmente.
La práctica de esta última modalidad originó, a la larga, la
estratificación del sistema. En el caso de bienes muebles, un
esclavo, por ejemplo (el caso más frecuente), no existían mayores
dificultades puesto que a la muerte del fundador podía venderse
fácilmente y prestarse el dinero a censo, a menos que los
herederos prefirieran hacerse cargo del gravamen. En el caso de
los inmuebles, en cambio el gravámen podía perpetuarse sin que
los herederos se preocuparan por redimirlo. Más aún, en muchos
casos el fundador había dispuesto que el gravámen fuera
irredimible. El bien en cuestión pasaba asi de generación en
generación con un gravámen que obligaba a su propietario a
satisfacer los intereses. Todavía más, los sucesivos propietarios
podían a su vez constituir capellanías y seguir gravando el mismo
bien hasta el monto de su valor total. En ocasiones podían llegar
hasta excederlo, de tal manera que en el momento de su
enajenación el cedente tuviera que pagar el exceso al cesionario.
Este fenómeno aumentaba la circulación de los bienes que no
podían ser retenidos a causa de que los intereses de los
gravámenes podían sobrepasar la productividad del bien en
cuestión.
Los propietarios de haciendas no solían dotar sus capellanías
con dinero líquido, a menos que tuvieran bienes cuantiosos o
que, al lado de la agricultura, ejercieran el comercio o tuvieran
minas. Podían, claro está, gravar uno o dos esclavos que se
venderían después de su muerte y que tenían una liquidez mayor
que la tierra u otras inversiones. Pero esta alternativa significaba
descapitalizar la propiedad y era frecuente que los herederos
prefirieran cargar con el censo. En esta forma sólo los
comerciantes y, en menor medida, los mineros estaban en
capacidad de destinar sumas cuantiosas de dinero líquido para la
fundación de capellanías y obras pías.
Los casos en los cuales se daban estas modalidades
constituyen una gama inmensa y bastante ilustrativa de las

84
relaciones sociales en la época colonial. El del comerciante
español, por ejemplo, que hace remitir cincuenta libras de oro en
polvo al cabildo eclesiástico de su villa natal para que se le hagan
nueve días de honras y se digan mil misas por su alma con gran
aparato de clérigos y canónigos.9 O el de una negra liberta que
grava dos esclavos de su propiedad para que pueda ordenarse el
hijo de su antiguo amo. O el de un padre que infla su propio
capital para poder imponer una capellanía colaticia que asegure la
congrua y el status de un hijo que quiere ser ordenado. Sin
embargo, todas las posibles aspiraciones humanas -de devoción,
de caridad o de simple vanidad pos mortem- que podía recubrir la
institución no deben hacernos perder de vista el papel real de las
capellanías.
Por un lado, las capellanías (la mayoría eran laicales o
profanas) no se instituían con el fin de acrecer los bienes
temporales de la Iglesia, como se cree comunmente. Podían, en
algunos casos, beneficiar a una orden religiosa o destinarse a una
"obra pía" administrada por religiosos (mantener una lámpara al
Santísimo Sacramento, dar limosnas a los pobres, etc). Pero su
beneficiario real era el alma del testador y las de sus deudos. Si
bien un cierto egoísmo o la vanidad de un villano español
enriquecido en América podían traspasar los umbrales de la vida
temporal, esto no quiere decir que con ello se buscara
deliberadamente beneficiar a la Iglesia como institución. En las
capellanías laicales o profanas el ordinario o las órdenes religiosas
no podían modificar la voluntad del testador en cuanto a la
destinación de los bienes y apenas estaban autorizados para
aprobar el nombramiento de capellanes.
El patrono de la capellanía era casi siempre el cónyuge, un
hijo, un pariente muy allegado o alguna persona a quien el
fundador debiera especial consideración. La familia más poderosa
de Cali, la de los Caicedos, llegó a administrar en esta forma
enormes sumas confiadas a su cuidado. Esto significaba que
dentro de su "clientela" figuraban no sólo los beneficiarios de los
préstamos que el patrono podía distribuír a su antojo sino
también los capellanes cuyo nombramiento era otro de los
privilegiados del patrono, al menos los capellanes interinos
puesto que los titulares eran designados por el fundador entre sus
propios descendientes. Finalmente, quienes aseguraban el dinero
de la capellanía con un censo solían ser los mismos patrones o los
herederos del bien parcialmente gravado o, casi siempre,
parientes y amigos del patrono o del fundador.
Las capellanías significaron, en todo caso, un sistema de renta
que pesaba -a veces de manera muy gravosa- sobre propiedades
productivas. A quiénes beneficiaba esta renta? De manera directa,
a los capellanes, salidos de entre las familias patricias que
instituían las capellanías. A fines del siglo se fundaron muchas
para dotar de becas de estudios laicos (derecho) a los hijos de

85
estas familias o de comerciantes enriquecidos. Pero prevalecía la
costumbre de sostener con ellas a los presbíteros del clero
secular. Literalmente, la renta de la tierra en el período colonial
iba a parar a manos de una clase ociosa, la de los clérigos. De allí
que esta clase parasitaria se multiplicara y pudiera gozar de un
status privilegiado aún sin poseer una parroquia o un curato.
Baste pensar que, a finales del siglo XVIII, era rara la hacienda
que no pagara un 5% sobre el valor de sus tierras y a veces sobre
gran parte del monto de sus inversiones.
De otro lado, las capellanías actuaban como fuente
generadora de crédito. Era la manera de asegurar una renta
perpetua a la propia alma (dentro del marco de una ideología
peculiar), de inmovilizar un capital acumulado con los trabajos
de toda una vida, o de la vida de los ascendientes, en provecho y
alivio del alma y de los temores que se incubaban en el lecho de
muerte.
Nada pinta mejor el carácter de una sociedad que esta
subordinación de los valores terrenos a las esperanzas
escatológicas. El crédito, en la sociedad colonial, mezclaba
elementos extraeconómicos que pudieran parecer extraños a la
mentalidad del homo aeconomicus moderno, pero que no le hacia
perder su carácter funcional. En ausencia de instituciones
propiamente económicas la necesidad de crédito se amparaba en
el prestigio de instituciones canónicas. De un lado, no hay que
olvidarlo, sobre la usura y aún los simples préstamos a interés
pesaban las condenaciones escolásticas. De otro, el sistema social
entero estaba basado en una ideología cristiana, la única en poner
coto a los excesos que se originan en una actividad afanosa y
exclusivamente económica.
Por eso, en el sector agrario, el crédito adoptó la forma
natural de un censo o derecho de exigir de otro una pensión
anual por haberle dado cierta suma de dinero sobre sus bienes
raíces, cuyo dominio directo y útil quedaba a favor del
propietario10 . El dinero destinado a alimentar este tipo de
crédito estaba afectado a una capellanía o a una obra pía. En
algunas ocasiones, muy pocas, provenía también del patrimonio
de huérfanos bajo tutela.
Exteriormente, la capellanía consistía en la afectación de una
suma de dinero o la vinculación de un bien para que con sus
intereses o su renta se remunerara a un capellán encargado de
decir misas por el alma del fundador, sus deudos y las almas del
purgatorio en general. La frecuencia de este tipo de disposición -
sea por testamento o por acto entre vivos- hace pensar en la
influencia del clero que proliferaba a su sombra, en su
parasitismo económico, en los patrones mentales de una
sociedad, etc., es decir, en todo aquello que condenaban
implícitamente los liberales del siglo XIX.

86
En algunos casos la imposición de una capellanía servía para
mantener intacta una propiedad que de otra manera se habría
visto fragmentada innumerables veces por la concurrencia de los
herederos. El causahabiente podía lograr, por un medio
indirecto, que todos los herederos unieran sus esfuerzos para
liberar el bien de un gravámen o para satisfacer los intereses del
mismo. Podía servir también para procurar un medio de vida a un
pariente próximo o inducirlo a recibir las órdenes sagradas. Pero
en cualquier caso las capellanías no eran otra cosa que una
institución crediticia con ropaje canónico.

3. Los censos
Los censos constituyen la otra cara de la medalla. El dinero
puesto en circulación por las capellanías podía ser solicitado en
préstamo por cualquier propietario y su pago garantizado con un
bien raíz. Jurídicamente la enajenación era mucho más rigurosa
que la que se opera en una hipoteca. El deudor censitario decía
"comprar" el censo al redimir y al quitar, comprometiéndose a
pagar intereses anuales del 5% o de "veinte mil al millar" y
mencionando expresamente los bienes que quedarían gravados
con la obligación. En algunos casos, cuando sus bienes ya estaban
muy gravados con obligaciones anteriores o no parecían
suficientes para garantizar el monto de la nueva, se añadían
fiadores de reconocida solvencia. El deber del patrono de una
capellanía, depositario de los bienes que se destinaban para los
préstamos, consistía precisamente en velar porque las garantías
fueran suficientes para asegurar el pago.
¿Quiénes eran los beneficiarios de estos préstamos? En teoría,
todo aquel que poseyera bienes raíces para garantizar el pago. En
la práctica, los Créditos de alguna cuantía sólo recaían en el
círculo restringido de los grandes terratenientes. Al lograr este
resultado contribuía no sólo al control social ejercido por
patrones y capellanes sino el hecho mismo de que sólo una gran
propiedad podía garantizar el monto total del crédito. Que la
tierra fuera el monopolio tradicional a través del cual se
identificaban algunas familias le prestaba, como factor
económico, ventajas institucionales que no poseían las minas ni
el comercio. De otro lado, la permanencia, la estabilidad de la
propiedad inmueble se prestaba también para privilegiar las
haciendas como garantía de estos créditos. Los esclavos que se les
iban agregando podían servir así mismo de prenda segura para
responder por las sumas prestadas a censo. Esto explica que
comerciantes y mineros buscaran tan a menudo doblarse en
terratenientes. No sólo a causa del prestigio que se derivaba de la
situación del terrateniente dentro de la comunidad sino porque
así podían beneficiarse de la posibilidad de gravar sus propiedades
inmuebles con censos. Los comerciantes, como tales, no tenían
acceso a este tipo de crédito y debían recurrir a las llamadas

87
"obligaciones simples" o créditos personales que pagaban una
tasa de interés mucho más elevada (del 10%) que los censos. A
los mineros también se les negaba por considerarse que su
actividad era demasiado aleatoria.
Sin embargo, el privilegio de los terratenientes no significaba
que el dinero disponible para prestar a censo se originara
exclusivamente en los legados piadosos de este sector. Como se
ha visto, también comerciantes y mineros instituían capellanías,
la mayoría de las veces en dinero líquido, que iban a favorecer las
empresas agrícolas. Se operaba una verdadera transferencia de
capitales de aquellos sectores hacia la actividad más tradicional y
más prestigiosa de la tierra.
Esto explica que la masa de dinero en circulación proveniente
de las capellanías no fuera constante. Como en cualquier sistema
de crédito, experimentaba contracciones y expansiones sucesivas.
En términos globales la masa total se fue ampliando, a medida
que se instituían los legados piadosos, pero pronto se veía
absorbida por las inversiones de los hacendados. El ritmo y la
cuantía de esta ampliación estaban sometidos al azar de la
muerte de personajes ricos, pero también el factor mejor
discernible de su propiedad, tomada en conjunto. Así, ciertas
épocas fueron más propicias a estas fundaciones que otras. Su
frecuencia indica la relativa prosperidad de los negocios. Era
mucho más probable la imposición de una capellanía en el caso
de que el fundador no sólo juzgara que debía testimoniar su
gratitud por los beneficios recibidos de lo Alto, sino que
dispusiera también de los bienes suficientes para hacerlo sin
desmedro de sus herederos.
De otro lado, el dinero ya afectado al servicio de capellanía y
que se prestaba con la garantía de un censo podía escasear a
causa de la demanda de crédito que generaban los negocios o, al
contrario, porque las haciendas gravadas no alcanzaran a
producir lo suficiente para redimir los capitales. En todo caso,
durante la primera mitad del siglo XVIII es perceptible no sólo el
aumentó significativo de la masa disponible para prestar a censo
(imposición de nuevas capellanías) sino también un ritmo
creciente de los préstamos efectuados.
Esto indica que en ese período los capitales eran
efectivamente redimidos y que circulaban con rapidez, sin gravar
demasiado tiempo las propiedades, a menos que se tratara de
censos que se traspasaban con ocasión de una sucesión o de la
venta de una hacienda, de tierras, de casas o de esclavos. Estas
diferencias pueden observarse en el movimiento de los censos
durante tres quinquenios, así:

Cuadro Nº 8
Movimiento de los Censos

88
Censos
No.
Prést. Pts. inc. venta en otros* Totales
Quinquenio de transacciones
tierra.
1725-729 64 15.250 24.446 19.571 61.257
1735-739** 64 36.563 15.996 18.109 70.668
1747-751 71 64.853 61.704 36.938 162.498
*Censos incluídos en venta de casas, esclavos y en herencias.
**Para dos años de este quinquenio los datos son defectuosos.

Como puede observarse, hacia mediados del siglo, los


préstamos nuevos (que implicaban que hubiera dinero líquido
disponible, fuera porque se hubiera redimido un censo anterior o
fuera porque se hubieran fundado nuevas capellanías) tendieron a
incrementarse. También se aumentó, naturalmente, el monto de
los censos acumulados sobre las propiedades.
En algunos años, como 1726, 733, 744, 748, 749 y 751, la
mayor cuantía de los censos registrados proviene de gravámenes
que ya afectaban haciendas vendidas en esos años. Sobre el nuevo
propietario pesaba la responsabilidad de pagar los intereses y de
redimir el censo. Si no podía lograr esto último, la hacienda
pasaría a sus herederos o a un nuevo comprador con el mismo
gravámen.
En otros años: 1727, 728, 729, 745 y 750, la mayor cuantía
se registra en los censos que pesaban sobre herencias o casas y
esclavos vendidos. Como en el caso anterior, los herederos o el
comprador debían hacerse cargo de los intereses o de redimir el
censo o los censos de las propiedades que recibía. En el caso de
las herencias, era frecuente que el causahabiente ordenara la
redención del censo al disponer de su quinto de libre disposición.
Pero en la mitad del siglo XVIII los censos nuevamente
constituidos llevaban la delantera y su cuantía iba en progresión
creciente.
El fenómeno de los censos acumulados es, con todo, el más
importante para explicarse las limitaciones con las que finalmente
tropezó la economía agrícola colonial. Aquellas propiedades que
les servían de garantía corrían el riesgo de caer en el abandono si
su productividad no era tan alta como para compensar los
intereses crecientes y poder pagar esta forma sui generis de renta.
|

En algunos casos estas propiedades, fuertemente gravadas con


censos o capellanías, pasaban de mano en mano sin que el
adquiriente pudiera retenerlas mucho tiempo.
La hacienda Meléndez, por ejemplo, que había sido levantada
por Felipe de Velasco Rivagüero a comienzos del siglo, cambió de
dueños en 1726, 1732 y 1738. La hacienda San Lorenzo de las
Guavas había sido gravada por su primitivo propietario, el
capitán Lorenzo Fernández de Monterrey, con capellanías que
igualaban su valor (11.000 pts.) y por ésta razón José Ruiz de la

89
Cueva tuvo que cederla a su hijo, el presbítero Miguel Ruiz de la
Cueva en noviembre de 1750. Igualmente, en 1749 Ángela Ruiz
Calzado manifestaba que
". . . por cuánto poseía... la hacienda de San José de Amayme
en jurisdicción de esta ciudad, de la otra banda del río Cauca, y
sobre ella tenía cargados y fincados 14.460 patacones
pertenecientes a distintas disposiciones de obras pías... y respecto
de costarle mucho afán y trabajo satisfacer los réditos de dicha
cantidad, mediante no poder beneficiarse la dicha hacienda con
la asistencia y reparos que había en la administración antes de
que el dicho su marido llegase al estado en que de presente se
halla..."11
Por estas razones debía ceder la hacienda a un hermano,
quien podía atender personalmente a su administración.
Una hacienda o una simple "estancia" cuyos gravámenes
censales concurrieran con su valor total o muy cerca de éste no
podía mantenerse puesto que los intereses que debían pagarse
excedían su productividad. Por ésta razón, por ejemplo, los
albaceas de Juan de Argumedo, un rico minero que había
invertido en tierras, tuvieron que vender la hacienda de la
Herradura en 1763,
"...pues no produciendo la dicha hacienda lo correspondiente
a su monto principal, es gravosa su manutención..."12
Esto no quiere decir, sin embargo, que los censos impuestos
en el siglo XVIII fueran siempre ruinosos. Un propietario de
reconocida solvencia y con un gran capital debía recurrir
forzosamente a ellos como fuente de financiación de inversiones
adicionales, fuera para comprar más tierras o para adquirir
esclavos o ganados. Un hombre suficientemente rico podía
redondear sus propiedades haciéndose cargo de haciendas muy
gravadas y saneándolas con el correr del tiempo. O pagar
indefinidamente intereses que no alcanzaban a afectar la
rentabilidad del total de sus empresas. Así, al lado de una
explotación minera o de una actividad comercial, podía mantener
una hacienda originalmente muy gravada e incrementar su valor
hasta disminuir la importancia relativa del gravámen.
De esta manera un gran propietario podía acrecentar
paralelamente sus bienes y un pasivo representado por los censos.
El Sargento mayor Salvador Caicedo Hinestroza, hermano del
Alférez Real, por ejemplo, confesaba censos por valor de 10.000
patacones en 1720 y 1729, once mil en 1732, quince mil en
1734, once mil de nuevo en 1735 y trece mil en 1736, año en
que gravó sus bienes con una capellanía de 2.800 pts. Estas
cantidades, aunque considerables, apenas representaban una
fracción de su capital, constituído por casas en la plaza mayor,
minas en Raposo y la hacienda de los Ciruelos, en las goteras de
Cali. Sin embargo, en 1757 y 1758 tuvo que desprenderse de
2.400 pts. de tierras contiguas a Cañaveralejo y que no debían

90
reportarle utilidad pues soportaban un gravámen equivalente a su
valor total.
Más aún, los censos podían contribuir a la formación inicial
de grandes capitales o a su conservacion si las sumas prestadas se
destinaban a inversiones juiciosas. Antonio de la Llera, yerno del
Alférez Real Caicedo Hinestroza, recibió de éste más de ocho mil
patacones de dote y dos mil más en un censo a favor de las
capellanías que el Alférez fundaba con el producido de las minas
y haciendas de Juan Palomino13 . Al iniciarse en los negocios
propiciados por su enlace, de la Llera no poseía un centavo y sin
embargo lo vemos comprar trece esclavos en 1735 para explotar
minas en compañía de su cuñado y tomar otros cinco mil
patacones a censo en 1739, que garantizaba esta vez con minas y
35 esclavos.
Así, los censos actuaban en un doble sentido. De un lado
podían enquistarse en las propiedades de manera ruinosa, cuando
los propietarios fundaban sobre ellas capellanías sucesivas o
prestaban dinero para incrementar sus activos sin que esta
operación produjera la rentabilidad deseada. De otro lado, el
dinero líquido de capellanías, fundadas principalmente por
mineros y comerciantes, circulaba en forma de censos que
contribuían, como inversiones, a la formación de las haciendas.
La conclusión que puede derivarse de este doble juego salta a
la vista: la economía agraria colonial no podía existir por sí
misma, sin una fuente de financiación originada en otros sectores
que dispusieran de capitales líquidos y sin ciertos privilegios
institucionales que encauzaran estos capitales hacia el sector
agrario. El incremento de las haciendas del Valle del Cauca
durante la primera mitad del siglo XVIII se explica así. en
función del auge de la minería de las vertientes del Pacífico. La
decadencia del sector minero arrastró forzosamente la de la
agricultura, la cual no podía liberarse de la mecánica impuesta
por la fundación de capellanía y de obras pías. Estas requerían,
para ser provechosas, que circulara dinero líquido en abundancia
o de lo contrario se enquistaban en las haciendas sin esperanza de
redención.

NOTAS
1) SALVADOR CAMACHO ROLDAN, Artículos escogidos, Bogotá,
1927. p. 106. También Memorias. Bedout. p. 269.
2) Cf. G. COLMENARES, Partidos políticos y clases sociales, Bogotá,
1969.
3) R. 11 f. 244 r. ss.
4) Cf. DIOGENES PIEDRAHITA, Los cabildos de Nuestra Señora de la
Consolación de Toro y Santa Ana de los Caballeros de Ansermat. Cali,
1962. p. 87.
5) r. 70 f. 121 r. ss.

91
6) En este capítulo la preocupación principal ha sido la de precisar los
efectos económicos de las capellanías. Para su análisis desde el punto de
vista jurídico, como para muchas instituciones coloniales de derecho
privado, el Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia de
JOAQUIN ESCRICHE sigue siendo una obra muy útil. Cf.
especialmente, p. 403.
7) r. 28 f. 75 r.
8) r. 86 f. 35...?
9)
10) Según Escriche, Censo es el "... derecho de percibir una pensión anual,
mediante la entrega de alguna cosa, Puede ser de tres clases:
Consignativo, enfitéutico y reservativo. El censo Consignativo consiste
en el "... derecho que tenemos de exigir de otro cierta pensión anual,
por haberle dado cierta suma de dinero sobre sus bienes raíces, cuyo
dominio directo y útil queda a favor del mismo...". Jurídicamente es su
venta, y el objeto de la venta es el derecho a la pensión. En el censo
Enfitéutico se tenía el derecho a exigir de otro un cánon o pensión
anual en virtud de haberle transferido para siempre o por largo tiempo
el Dominio Util de un bien raíz, reservándose el Dominio Directo.
Por el contrario, en el censo Reservativo la pensión se recibía a cambio
del Dominio Directo y Util.
11) r. 28 f. 25 v.
12) r. 83 f. 108 v.
13) r. 14 f. 148 r.

92
SEGUNDA PARTE:

LA CIUDAD Y SUS HABITANTES

93
***CAPITULO V
LAS MINAS Y EL COMERCIO

1. La frontera del Pacífico


Desde el siglo XVI los pobladores de las provincias de
Popayán y de Antioquia habían intentado, en repetidas ocasiones,
la ocupación definitiva del Chocó. La fundación de Toro por un
vecino de Buga en 1573 y su traslado más hacia el oriente, en
donde los mineros pudieran sentirse al abrigo de los ataques de
los indígenas, fue uno de los numerosos episodios que revelan las
dificultades para el poblamiento del Chocó. Sin embargo, no es
raro que los intentos se repitieran puesto que desde el siglo XVI
se sabía de todas las inmensas riquezas en oro que recelaba la
región.
Tras la renuncia del fundador de Toro, Melchor Velásquez, a
la gobernación de la provincia y el intento del presidente Antonio
González de confiarla a Melchor Salazar, un rico minero de
Cartago a quien se creía capaz de cultivar sementeras y de meter
en las minas medio centenar de esclavos negros y mucho ganado,
la Audiencia de Santa Fé decidió sujetar la provincia a la
gobernación de Popayán.1
Los gobernadores de Popayán intentaron más de una vez
emprender la conquista efectiva del Chocó. Entre 1600 y 1630
Vasco de Mendoza, Sarmiento y sobre todo Bermúdez de Castro
se ocuparon en preparar expediciones y de interesar a particulares
en la empresa. Bermúdez de Castro atribuyó tanta importancia a
la región que en 1630 proponía llevar un navío de 250 Ton. y
diez mil ducados en pertrechos a cambio de un título de
Adelantado, la gobernación por dos vidas, un título de marqués y
otras prebendas.2
La conquista del Chocó, sin embargo, como una empresa de
particulares con privilegios otorgados por la Corona española, no
debía atraer demasiado a los gobernantes de la metrópoli. Su
punto de vista difería claramente del de los gobernantes quienes,
habiendo comprado su título, esperaban ver materializadas las
expectativas de su inversión y al llegar a su flamante gobernación
las veían al alcance de la mano. Pero el carácter privado de las
conquistas en el siglo XVI había creado tales distorsiones
políticas y el saldo final ya se revelaba como una catástrofe
demográfica de tal magnitud, que los reyes de España no se
mostraban propicios a repetir la experiencia.
Por esta razón una cédula real de 1666 decidió confiar la
tarea de la reducción de los indígenas a las autoridades de las
gobernaciones vecinas de Popayán, Antioquia, Cartagena y
Panamá3 . Para ampliar su efecto quiso recurrirse a medios
pacíficos y por eso, después de una entrada de Juan López

94
García, el gobernador de Popayán envió a un vicario general y a
varios sacerdotes (1667-69.4 De esta manera comenzaron a
tributar directamente a la Corona un cacique de la provincia de
Tatama y el cacique de la provincia de Bitará. Acto seguido se
metieron más de cien negros esclavos para trabajar las minas y el
gobernador Diez de la Cuesta pidió aún más por la vía de
Panamá-Buenaventura, además de tres religiosos de la Compañía
de Jesús.
Otro clérigo, el bachiller Antonio de Guzmán y Céspedes,
penetró por Antioquia en 1670.5 Y en 1671 se ordenaba a los
oficiales de la Caja Real de Antioquia proveer de lo necesario a
Fr. Miguel de Castro y de otros religiosos franciscanos que iban
en misión a las provincias del Chocó. 6

***Yacimientos de Oro en la Vertiente del Pacífico. AGI. Mapas y Planos, Panamá


30. (s. XVI)

Así, en el poblamiento del Chocó competían no sólo las dos


gobernaciones de Popayán y de Antioquia sino también los
misioneros de diferentes órdenes religiosas. Tanto los
gobernadores como las órdenes se atribuían progresos en la
pacificación que, según ellos, los otros obstaculizaban. El
gobernador Miguel García afirmaba, por ejemplo, que una
expedición del español Francisco de Quevedo solo había tenido
como resultado inquietar a los indios que habían estado a punto
de rebelarse. Se quejaba también el presbítero Antonio de
Guzmán, cuyo hermano había sido impuesto por el gobernador
de Antioquia como juez de Citará. Recomendaba que el cura
fuera llamado a España, porque

95
…siendo rico y fomentado de todos los de Antioquia por
pariente de los más y sacerdote, se viene experimentando no hay
diligencia que coarte sus determinaciones..."7
Además, Guzmán se había atraído la enemistad de los
franciscanos por haber reducido el tributo de los indios a un peso
en tanto que los religiosos cobraban dos. Este cobro debía
hacerse a nombre de la Corona por cuanto en 1674 se había
decidido aplazar el otorgamiento de encomiendas en el curso de
los diez años siguientes al sometimiento de los indios. Esta
decisión no estimulaba a los empresarios que debían agenciarse
recursos propios para invertir en mano de obra esclava, por una
parte, y por otra, el fraccionamiento de jurisdicción de los
territorios entre Antioquia, Anserma y Popayán dificultaba una
acción coordinada para su ocupación.
En 1684 se produjo una insurrección general entre los indios
de la provincia de Citará, al norte del Chocó. Los trabajos en las
minas se interrumpieron, especialmente en el pueblo de Negua, a
donde los vecinos de Antioquia habían introducido buen número
de esclavos negros. La pacificación consiguiente fue catastrófica
pues diezmó la población indígena y dispersó a los esclavos.8
Al sur, la provincia de Nóvita -que caía bajo la influencia de
Popayán- gozó de una relativa tranquilidad a partir de 1670. Así,
en 1688 el gobernador de Popayán podía comprobar que los
indios de Noanama -que varias veces en el curso de los siglos XVI
y XVII habían hecho desistir del poblamiento del puerto de
Buenaventura - pagaban tributo y abastecían las minas con maíz.9

2. La administración y el contrabando
La reducción definitiva de los primitivos habitantes del
Chocó (y de otras tribus de la costa, como los Cajambres) abrió
un nuevo ciclo de oro en la economía de la Nueva Granada. La
postración minera del siglo XVII, provocada por las debilidades
estructurales propias de este tipo de economía (agotamiento de
yacimientos, deficiencias técnicas. agotamiento de la mano de
obra), y que había alcanzado su punto más bajo a mediados del
siglo, llegó a su término en el último cuarto, cuando se tuvo
acceso a nuevos yacimientos.
Los beneficiarios de este nuevo auge fueron aquellos
empresarios que, desde Popayán, Cali y otras ciudades, habían
contribuido a la "pacificación" del Chocó. Muchos de los
primeros mineros asentados en la nueva frontera exhibían títulos
militares (capitanes, sargentos mayores, maestres de campo)
ganados en las luchas contra los indígenas. Los más poderosos de
entre ellos se sucedieron como lugartenientes del gobernador de
Popayán en la provincia de Novita y por esta razón el producto
de las minas fue ocultado permanentemente a las encuestas de la
administración española. En 1726 el procurador de Cali, Escobar

96
Alvarado, afirmaba que todavía en 1680 no se tenía noticia de
muchas de las minas que se explotaban y
"... a punto fijo no se supo la fertilidad y abundancia hasta
que a los últimos del referido año de diez y ocho se nombró
superintendente en las referidas provincias..."10
Entre 1698 y 1706 había actuado como juez de cobranzas el
teniente de gobernador Don Luis de Acuña y Berrio y en todos
esos años sólo aparecen en los libros de cuentas de las Cajas
reales seis u ocho partidas de oro declarado, que de ningún modo
podían corresponder a las cantidades del oro que se extraía.11
Más tarde, entre 1713 y 1717, como superintendente, la
actuación de este funcionario debió parecer tan irregular que se
le obligó a rendir cuentas en la cárcel. 12 Al parecer, los quintos
reales sólo podían cobrarse en el momento en que se verificaba
una conversión de oro en plata acuñada, operación que los
mineros evitaban comprando los artículos que consumían a
contrabandistas o a comerciantes que sacaban el oro por su
cuenta y riesgo.13
Según un informe de 1720 los fraudes se hacían a sabiendas
de los gobernadores de Popayán. Sus lugartenientes solían pagar
por el privilegio de su posición seis u ocho mil pesos que más
adelante reembolsaban con fraudes 14 . Pedroza y Guerrero,
|

encargado de poner orden en estas irregularidades, observaba que


los gobernadores de Popayán, con 2750 patacones de salario
anual, al cabo de los cinco años de su ejercicio solían sacar de
150 a 200 mil. So pretexto de visitar los distritos mineros (y, en
efecto, las visitas eran muy frecuentes a la región de Barbacoas),
el gobernador mismo solía instalar allí mesas de juego en donde
se cobraba doce pesos por baraja. El visitador concluye, con
alguna ironía, que la visita duraba lo que las barajas.
Pedroza emprendió una labor de reorganización
administrativa en 1718 reemplazando a los lugartenientes del
gobernador de Popayán por un superintendente que dependería
en adelante de la Audiencia de Santa Fé. Con todo, el gobernador
retenía la facultad de nombrar curas, alcaldes, cabos y los agentes
de la jurisdicción civil y criminal. Las reformas de Pedroza se
dirigían primordialmente a organizar los recaudos de los quintos
del oro, que, a partir de esa fecha, comenzaron a cobrarse con
alguna regularidad.
El clima social de estas regiones mineras lo describe un
funcionario, según el cual,
.. son todos los habitantes de estas provincias los más mineros
y dueños de cuadrillas de negros que labran sus minerales, y así
mismo de mercaderes y rescatantes, y todos, y en especial los
primeros, gente que vive con sobrada libertad en sus acciones y
modo de vivir...".

97
Los dueños de cuadrillas más importantes que, como se ha
dicho, se sucedían en la tenencia de la gobernación, acaparaban
la mano de obra indígena y la dedicaban a sembrar y mantener
cultivos de maíz y de plátano para el sustento de sus cuadrillas de
esclavos.15 Así, en los primeros años del siglo XVIII los hermanos
Mosqueras de Popayán entraron en conflicto con otros mineros
de la provincia de Novita que solicitaban también el servicio de
los indios para sus propias cuadrillas. El doctrinero franciscano
Manuel Caicedo, que se opuso entonces a las pretensiones de los
Mosqueras de despoblar su doctrina en Tadó para servirse de los
indios en los reales de minas en Iro, fue expulsado de la doctrina
por Pedroza y Guerrero diez años más tarde, por cuanto el fraile
se ocupaba también de la minería "con un comercio abierto y
franco en esta razón".16
Según Pedroza, el de Fr. Manuel no era el único caso sino
que otros franciscanos se dedicaban también a las minas y al
comercio. En 1708, con ocasión del conflicto entre los
Mosqueras y los restantes mineros, el cura caleño Nicolás de
Hinestroza se puso del lado de los primeros pidiéndoles
francamente que a cambio de sus servicios le obtuvieran un
curato.17 Fue más tarde, efectivamente, cura de los reales de Iro y
Mungarra (que pertenecían a los Mosqueras) y a su muerte, en
1759, dejó una fortuna en esclavos negros y minas de más de 60
mil patacones con los cuales dotó al Colegio de misiones de los
franciscanos en Cali.
No solamente la libertad de las costumbres y de las empresas
económicas atraían a las gentes más diversas a esta región de
frontera. Otros desórdenes aquejaban la provincia, sobre todo el
del contrabando que se movilizaba por las dos grandes arterias
del San Juan y el Atrato. Se especulaba, además, con el precio de
los esclavos y de los abastecimientos. Según un informe oficial,
hacia 1720 un negro bozal se compraba por 550 patacones y uno
adiestrado en minería por 800 (300 castellanos), cuando su
precio en la factoría de Cartagena no llegaba a la mitad. Un
quintal de hierro costaba 50 pts. y uno de acero 80, siendo que
su precio en Cartagena no pasaba de cinco o seis pts. El maíz o
los plátanos, que se cultivaban en los mismos centros mineros o
sus cercanías, alcanzaban preciso astronómicos: un patacón por
almud de maíz o un castellano por cuatro racimos de plátano.
Por esto se proponía, como tantas veces antes lo habían hecho
otros funcionarios de la Corona, que esta interviniera como
empresario para evitar los abusos de los particulares y, de paso,
acrecentar el Erario. Se calculaba que de enviarse directamente
de Guinea o Jamaica (eran los tiempos del asiento inglés) dos mil
piezas de esclavos entre 20 y 25 años, cuyo costo oscilaba entre
180 y 200 pts. por pieza, el rey ganaría 580.000 pts. vendiendo
cada licencia en 250 pts. Respecto a los víveres, estos debían
remitirse cada dos meses por funcionarios de la Corona desde las

98
ciudades contiguas de Cali, Cartago, Toro y Anserma.
Finalmente, concluía el informe, la Corona podría hacerse cargo
hasta de las operaciones de la explotación minera para dar
término a las fugas de oro.18
La propuesta de estatizar completamente la producción
minera no parece extraña si se tiene en cuenta la realidad que
presenciaban algunos funcionarios celosos del Erario real. A sus
ojos, el contrabando era el mayor azote que padecían estas
lejanas regiones y no parecía existir otro expediente para
extirparlo que alguna medida radical, que liquidara la
intervención de los particulares en el proceso productivo. Las
enormes cantidades de oro que se ponían en circulación atraían a
los comerciantes extranjeros y los mineros, desprovistos de lo
más esencial, pagaban sumas enormes por artículos que eran
muchas veces de consumo suntuario. Así, la falta de control, las
carencias y una aptitud para el consumo conspicuo se
combinaban para que entrara de contrabando todo tipo de
mercancías.
El problema del contrabando era complejo y los gobernantes
de la Nueva Granada ensayaron varias medidas para ponerle coto.
El primer virrey de la Nueva Granada, Villalonga, estimuló en
Santa Fé la amonedación a partir de 1720 y prohibió que saliera
oro sin amonedar por Cartagena. Según el virrey, los factores del
asiento de esclavos negros eran los responsables del
contrabando.19 Estos aceptaban el oro en polvo que sacaban los
comerciantes a cambio de las mercancías que traían ocultas en
los barcos negreros o en el llamado "navío de permisión".
En 1721 el gobernador de Popayán, marqués de San Juan de
Rivera, proponía que en lugar de impedir el comercio de los
puertos del Pacífico, medida que había propiciado el antecesor
de Villalonga, Qedroza y Guerrero, se cambiara el oro por
moneda de plata en los yacimientos mineros con el fin de facilitar
las transacciones. Según el gobernador los mineros compraban
con oro en polvo lo que necesitaban,
…vendiéndo(lo) a los mercaderes pon ínfimo precio y
dándoselo) por comestibles y ropa y estos son los que lo extraen
y defraudan a V.M., cuyo inconveniente cesará con evidencia si
en esta provincia de Barbacoas se ponen todos los años ocho mil
patacones y estos, reducidos incontinenti, pasan a las cajas de
Quito, y entregándose allí se vuelve a traer la misma cantidad de
moneda acuñada; y en la provincia del Chocó se necesita por
treinta mil patacones".20
Un poco más tarde (en 1724), Fr. Manuel de Caicedo
escribía un informe en el que mencionaba la codicia de los
comerciantes extranjeros por el oro del Chocó y la entrada de
ingleses y escoceses a la región de los Cunacunas, todavía no
sometidos. Volvía a mencionar la ausencia de moneda acuñada y
la facilidad con la que se introducían por el río San Juan barcos

99
provenientes de Panamá. El oro se sacaba también a las costas de
Cartagena y de Porto Belo, en donde permanecían apostadas
embarcaciones extranjeras.21
Según el gobernador del Chocó (1736), Simón de Lezama, la
oposición del Cabildo de Cali a que se incorporara la provincia
del Raposo a su gobierno facilitaba la salida del oro por el río San
Juan, sin que él pudiera oponerse.22 Sin embargo, desde 1730 se
habían reiterado las prohibiciones de penetrar ciertos géneros por
los ríos Calima y San Juan hasta que en 1777 se desistió de ellas,
legalizando un comercio que había existido siempre.23
Debido al contrabando las cantidades de oro que llegaban a
las Cajas reales eran insignificantes. Se sabía, empero, que las
explotaciones iban en aumento desde comienzos del siglo XVII.
En 1726 el procurador de Cali, Escobar Alvarado, calculaba que
en los últimos diez años, lapso en el que se había regularizado
hasta cierto punto la percepción de los quintos, se habían
manifestado en Popayán más de 140 mil castellanos.
Las más grandes fortunas de Cali se originaron en los distritos
mineros del Raposo. Esta provincia, que, confinaba con la del
Chocó tenía su suerte unida a la de esta última y su poblamiento
definitivo sólo fue posible con las conquistas chocoanas del siglo
XVII. Sin embargo, los habitantes de Cali la reivindicaban para sí
por cuanto el antiguo puerto de Buenaventura caía naturalmente
bajo el radio de influencia de la ciudad. Desde el siglo XVI los
comerciantes caleños se lucraban haciendo transmontar las
mercancías a lomo de indio desde Buenaventura por los
farallones. Extinguidos los indígenas de la cordillera, la ruta
intentó reabrirse varias veces en el siglo XVII sin conseguirlo de
manera definitiva. Sólo la pacificación de los noamanes permitió
el acceso a la región (por el río Dagua), desde la cual se
remontaba el río San Juan para abastecer los distritos mineros del
Chocó. La misma provincia de Noama (que comprendía
Buenaventura, la región del Raposo y los pueblos de San Javier y
Zabaletas) se estimaba jurisdicción de Cali y sus riquezas mineras
fueron explotadas principalmente por vecinos de la ciudad.
Esta influencia fue reconocida en ocasiones por los mismos
gobernadores de Popayán, quienes nombraban allí lugartenientes
caleños. El primero, nombrado en 1680 por el gobernador
Fresneda, fue Andrés Pérez Serrano cuyo título fue confirmado
por el gobernador Berrío en 1683. A partir de 1706 la familia
Caicedo ocupó el cargo con regularidad hasta que, en 1719, las
cuatro provincias del Chocó (Citará, Tamaná, Nóvita y
Noanama) se unificaron bajo la administración de un
superintendente. En 1723, sin embargo, uno de los Caicedos,
sobrino del Alférez real de Cali volvió a ocupar el puesto.24
En 1726 se comprobó que la superintendencia había
permitido fraudes renovados en los quintos del oro y un
contrabando que entraba del Pacífico por el río San Juan y del

100
Caribe por el Atrato. Por esta razón se decidió erigir el Chocó en
gobernación aunque excluyendo el Raposo, que se colocaba bajo
la jurisdicción del Cabildo de Cali.25 Con la creación de esta
gobernación debían cesar las funciones del teniente de
gobernador de Popayán que ejercía entonces en el Raposo el Dr.
Bartolomé Caicedo, hijo de Nicolás de Caicedo H., el Alférez
real. Tras un conflicto con el nuevo gobernador, el Cabildo de
Cali quedó facultado para disponer de la provincia a su antojo.

3. Los mineros
Que los hijos del mismo Alférez real ejercieran este cargo
administrativo indica la importancia que se atribuía al control
político de los distritos mineros. Este control daba acceso no
sólo a la mano de obra indígena sino a la posibilidad de ejercer
un comercio ilícito, del cual no fueron extraños los Caicedos.26
El origen de la fortuna de esta familia, la más importante de
Cali, como el de otras muchas, estaba vinculado a la explotación
de las minas y más remotamente a las empresas de "pacificación"
del siglo XVII. En 1680, por ejemplo, Cristóbal de Caicedo se
propuso la reducción de los indios Timbas, Paripas, Cajambres,
Guales y Jamundíes, muchos de los cuales se habían refugiado
detrás de los farallones de Cali desde el siglo anterior. En 1684
intervino con sus hijos en la "pacificación" de los Citaraes. De su
hijo Juan precisamente se decía que había ejecutado en la ocasión
treinta indígenas rebeldes en Lloró.27 De estas correrías quedó
para la familia un reconocimiento de las capitulaciones acordadas
para la conquista, según las cuales Don Cristóbal y su hijo
gozarían de la alcaldía mayor de minas de la provincia
conquistada.
Uno de los hijos de Don Cristóbal, el Alférez real Nicolás de
Caicedo Hinestróza, no sólo era uno de los más grandes
terratenientes del Valle sino que hasta su muerte (en 1736)
conservó intereses cuantiosos en las minas. En su testamento
declaraba 87 esclavos negros en las minas de San Agustín (en la
provincia de Nóvita), cantidad que le permitía competir con
mineros payaneses. Las minas como tales, pertenecían a una
capellanía que había dejado el Maestre de Campo Juan Jacinto
Palomino, conquistador y minero de Toro, y que el Alférez
administraba. Tenía minas registradas también en el río
Anchicayá y en el Dagua (cuyo derecho, llamado Santa Rosa
había cedido a su hijo Juan y tenía 60 esclavos en 1638), lo
mismo que en el río Raposo y en el de Calambre.28
El hermano del Alférez real, Don Salvador de Caicedo, poseía
igualmente el doble carácter de terrateniente y minero. En
febrero de 1729 compró una mina con 13 esclavos en el río
Calima a Doña Ana María de los Reyes por 6.175 pts. En 1733
poseía un derecho en el río Dagua, posiblemente contiguo al de

101
su hermano, que también se llamaba Santa Rosa y en el que
trabajaban 50 esclavos. A su muerte, en 1759, poseía la mina de
Aguasucia que valía junto con los esclavos 16.000 pts. y que
heredó su yerno Don Fernando Cuero.
A la sombra del crédito del padre florecían también las
transacciones de los hijos. En 1729, Nicolás de Caicedo Jiménez,
uno de los hijos del Alférez y su sucesor en el cargo, compró tres
registros de minas en el río Anchicayá con 18 esclavos útiles por
9,720 pts.29 Su hermano, el Maestro Manuel de Caicedo, tenía
minas y esclavos en el mismo río y en San José de Dagua por
valor de 30 mil pts.30

Región minera del raposo

102
Cuadro No. 9
Terratenientes, mineros y comerciantes

Nombre TMC Mina Rio Esc. Año Tierras Observaciones


Alváréz r. Cayetano -- - Raposo
Arizabaleta V. Ignacio * S. Rosa Dagua 60 771 Meléndez
S. Gertrudis Mallorquín Mallorquín
Borja Tolesano José * Zaija Iscuandé 25 780 Rioclaro Español
Jamundí + 780
Bravo de León Juan * S. Jerónimo 40 756
S. Agustin S. Agustín

De Caicedo Bartolomé** Mulaló Tte. en


Tapias Raposo
De Caicedo Cristóbal * S. Ana Anchicayá 30 747 Bermejal cura de
Cali.
De Caicedo J. José * Calima 5 729
De Caicedo Manuel * Dagua Arroyohondo la vende 757
S. Antonio Anchicayá 63 769 la vende 769
Dagua 27 769 Dapa
Jamundí
De Caicedo Marcela * S. Agustín 80 790 Bermejal + 790
De Caicedo H. Nicolás ** Animas S. Agustín 80 736 Cañasgordas Alfz. real
Anchicayá Tocotá + 736
S. Rosa Dagua 60 738 Papagayeros
Raposo Mulaló etc.
De Caicedo J. Nic. ** Calabazos Anchicayá 18 726 Cañasgordas Alfz. real
Taparal Guayabital + 758
De Caicedo J. Nic. Ceibo Anchicayá Ambichintes
S. Nicolás Dagua Burrera, etc.
De Caicedo Salvador ** Calima 13 729 Ciruelos + 759
S. Rosa Dagua 50 733 Dapa
Tiple
Del Campo F. Leonardo * Jambali (Caloto) 30 739 español
Todos Santos
Del Castillo y C. Bmé. *
Anchicayá 24 763
Castrillón B. de Quirós *
El Salto
Chaverri Luis ** Balima 10 772
(Cañasgordas)
Naridita mujer de I.
Cobo Teresa * 100 738
Negua Chaverri
Cuero Fernando * Raposo 80 757
Cajambre 108 164 + 1767
minero: C.
Garcés Saa Antonio * Dagua
Otero
Garcés A. Juan I. * Dagua

Garcés S. Nicolás

60 733 de Ambato
Garcés A. Juan F * S. Gertrudis Dagua
111 768 + 1746
Mallorquín 40 768
Garcia Toribio * Timbiqui Timbiqui 59 799 Amaime
Hinestroza Nicolás * Iro S. Pablo cura
Espinal + 1759
Llera y G. Juan A. * Dagua 35 739 Papagayeros
Martinez Bartolomé * Concepción Raposo 15 780 español
Martinez J. Antonio * S. Juan y Cacoli 43 790 hijo del anterior.
Micolta José * Ibid.
Arroyohondo
Núñez R. José * Salto Dagua 21 765 + 1749
Palmaseca
Pérez de M. Manuel * (compró mina a I. de Arizabaleta)
Pérez S. Nicolás * Dagua 21 729 + 1729
Pérez S. Nicol.-hijo * S. Ignacio Dagua 65 735 Meléndez + 1750
Qetel L1. Nicolás * Raposo 11 726
en Cia. con Ruiz
Quintero Dionisio * Zaija Iscuandé 50 766 Salinas

Quintero R. Manuel 51 769/77


Reyes Ana Maria * Calima 13 729 Cerrito
Rodriguez V. Bno. * Raposo Limonar
Rodriguez C. Ignacio * Raposo Papagayeros hijo del anterior
mujer de F. de
Romaña Rosa Manuda *
Argumedo
mujer de Bno.
Ruiz de C. Manuela * Raposo
Rodríguez.
Ruiz Salinas Tomás * S. Rosa Yurumangui 14 747 Pbro.
Saa Andrés Pbro. Timbiquí V. García Toribio
Salinas Becerra Pedro * Admdr. de Nicolás de Hinestroza Chipi-chape
Salinas Santiago Mo. * compró S. Nicolás a D. Nicolás de Caicedo T.
Las Torres Felipe * Micay 140 733
La Torre V. José * " 100 ?
Valles de M. Mateo * S. José 20 ?
Remedios 6 ?
Velasco Carlos Anchicayá 726
Los orígenes de la fortuna de la familia y el hecho de que de
esta actividad derivara su solidez financiera, la inclinaba a
contraer alianzas con mineros tanto como con los terratenientes
antiguamente establecidos en el Valle. Nicolás de Caicedo
Hinestroza era suegro de Don Juan de Argumedo, un español que
había servido en las cajas reales de Popayán y que tenía cuadrilla
de esclavos en el Chocó. Juan Antonio de la Llera, otro yerno
español que había llegado a América más o menos sin un cobre,
después de su matrimonio y usando el crédito de su suegro, se
asoció con su cuñado Nicolás de Caicedo Jiménez para explotar
minas en el Dagua. Los Cueros, de origen español y yernos
también de los Caicedos, se dedicaron igualmente a la minería.
Los mineros del Raposo tenían su centro de operaciones en
Cali. Muchos de ellos acabaron por residir en la ciudad todo el
año, dejando un "minero" o capataz al cuidado de sus cuadrillas.
En algunos casos los vecinos de Cali emprendían trabajos en
distritos más alejados. Mateo Vivas Sedano, un terrateniente
caleño, había servido de "minero. a la familia Mosquera en el
Chocó y el cura Hinestroza, protegido también de los Mosqueras
y que en sus últimos años se convirtió en terrateniente en Cali,
fue mucho tiempo minero en los yacimientos de Tadó. Los
Caicedos, por su parte, administraron durante varias
generaciones las minas de las Animas en el Chocó y mantenían en
ella esclavos propios. Y en 1754 el comerciante Dionisio
Quintero Ruiz, en asocio del cura Tomás Ruiz Salinas,
emprendió trabajos de exploración entre los ríos Zaija y Patía.
Trasladaron allí 41 esclavos que trabajaban en el Dagua y
Yurumangui y doce años más tarde Quintero vendió al cura su
parte.

4. La explotación y sus problemas


Las transacciones sobre minas no se hacían habitualmente en
Cali. A lo largo del siglo apenas se registraron allí algunas
operaciones de compraventa que dan una idea somera de la
importancia de esta actividad y su desarrollo.
La operación más antigua en los registros de escribanos data
de 1726.31 Se trataba de la venta de minas y esclavos en los ríos
Anchicayá y el Raposo de Don Carlos de Velazco, teniente y
justicia mayor, corregidor de indios y alcalde mayor de minas en
el Raposo, a Don Nicolás de Caicedo Jiménez. Le traspasaba tres
registros de mina por mil pts. y 11 esclavos varones, 7 mujeres y
dos crías de pecho por 7.950. pts.
En las ventas que aparecen en los primeros decenios del siglo
se mencionan por lo general esclavos adultos, casi todos menores
de 50 años "bozales" o sea recién traídos del África. En una venta
efectuada en 172932 en la que Doña Ana María de los Reyes
traspasaba minas y esclavos en el río Calima al Sargento Mayor

106
Salvador de Caicedo, de 14 esclavos vendidos tres apenas eran
criollos (uno de ellos el "capitán") y los restantes de "casta"
Chala y Arara.
En la segunda mitad del siglo este panorama había cambiado.
Los inventarios de la sucesión de Doña Bárbara de Saa, viuda del
comerciante minero Juan Francisco Garcés de Aguilar fallecida en
1768, revelan la presencia en sus minas de oro del Dagua de 111
esclavos y 40 en el río Mayorquín. Entre los primeros, el 35%
eran hombres adultos, el 20% mujeres y el 45% menores de
edad33 avaluados en promedio, respectivamente, en 380, 385 y
185 pts. Algunos negros, ya muy pocos y en todo caso mayores de
50 años, eran "bozales" o de "casta". La mayoría eran esclavos
criollos. La señora tenía otros 56 esclavos en el valle, distribuidos
entre su casa de Cali (37 esclavos) y su hacienda contigua de
Cañaveralejo (19 esclavos). De éstos, la mayoría de las mujeres se
inventariaron en la casa (17 esclavas) y sólo 4 en la hacienda, en
tanto que 13 de los hombres estaban en la hacienda y 7 en la
casa. Entre los esclavos del Valle había un mayor equilibrio entre
los dos sexos que en las minas, aunque por eso mismo los
menores representaban una proporción menor (27%).
La suerte de una explotación minera exigía la presencia de
buen número de esclavos. Si bien las minas del Raposo no
contaron con cuadrillas del tamaño de algunas que laboraban en
el Chocó (hasta de 500 esclavos) y que pertenecían casi todas a
mineros de Popayán, muchas tuvieron entre 50 y 100 esclavos.
La manera como se empleaba esta mano de obra variaba
según las técnicas empleadas. Estas se conocen, en términos
generales, a través de varias descripciones34 . En 1724, por
ejemplo, Fr. Manuel Caicedo mencionaba, entre las dificultades
con que tropezaban los mineros por falta de mano de obra, el no
poder hacer "colgaderos", o confeccionar pilas, canalones y
"tupias". Todas estas técnicas se refieren esencialmente al acceso
del hecho mismo de una corriente de agua o a la desviación de la
corriente para lavar el oro de las terrazas.
En 1799, en el inventario de una mina del río Timbiquí, se
mencionaban de una a cinco pilas y acequias, para cada "corte"
de la mina (había siete "cortes"). Estos elementos están asociados
a la antigua técnica indígena del "canalón", descrita en detalle
por West y que consiste básicamente en la construcción de una
acequia o canal por el cual circula el agua que lava el mineral
aurífero arrojado en él. Según el mismo West, "probablemente la
operación más ingeniosa y difícil en la técnica de acanalamiento
era la de mantener un abastecimiento adecuado de agua para
lavar el cascajo"35 . Esta operación era particularmente ardua en
los antiguos yacimientos antioqueños y exigía la construcción de
grandes acequias elevadas. En el Chocó, por el contrario, "el
sistema de pilas se adapta muy bien al sistema de acanalamiento
en las tierras bajas del Pacifico, donde caen violentos aguaceros,

107
todas las noches, excepto durante los meses, algo más secos, de
enero y febrero".36
Una cuadrilla de pocos esclavos debía emplear técnicas aun
más primitivas y muy peligrosas. Los esclavos, que trabajaban los
días feriados por su cuenta, las empleaban también. Por ejemplo,
la técnica del "Zambullido" o inmersión con un lastre de piedras
en busca de los depósitos más ricos del fondo del río.
Entre las herramientas, los inventarios mencionan usualmente
barras, barretones, almocafres y calabozos. Para reacondicionar el
metal de estas herramientas que era escaso y excesivamente caro
se mantenían fraguas. Finalmente, todas las minas poseían; como
algo más que un símbolo del orden esclavista, como una
herramienta de persuasión, un cepo con gozne y aldabón.
Los reales de minas de alguna importancia debían dedicar
parte de los esclavos a labores diversas, las cuales aseguraban una
cierta autarquía al real. Había así esclavos canoeros, carpinteros,
herreros, roceros, etc. El real estaba provisto de platanares y roza
de maíz, cacaotales, bodegas, canoas, fragua y herrería,
herramientas de carpintería y un sitio para la capilla o al menos
de ornamentos, retablos y campanas. La casa del minero solía ser
de madera, con cubierta de paja, en tanto que los esclavos se
distribuían en ranchos de palma, a veces una o dos familias en
cada rancho que podía albergar cinco personas.
La mayor preocupación de los propietarios de cuadrilla
consistió en procurarse abastecimientos permanentes para
alimentar a los esclavos. De allí la mención frecuente de
platanares incorporados a las minas y la ocupación de las tierras
contiguas a los distritos mineros. A diferencia de las antiguas
explotaciones antioqueñas del siglo XVI, los derechos de mina
incluían las tierras contiguas aptas para la agricultura. También
en este aspecto los Caicedos se distinguían por un cuasi
monopolio. Además de algunas haciendas en la margen izquierda
del río Cauca -en el Valle propiamente dicho-poseían un vasto
latifundio que integraba derechos heteróclitos de tierras entre los
valles y las vertientes de la cordillera occidental, conocidos con el
nombre de Papagayeros. Otro minero, el capitán Nicolás Pérez
Serrano mantenía ganado en Bono, cerca de sus minas del
Raposo y Juan Francisco Garcés cultivaba plátano, maíz y cacao
en sus minas de Santa Gertrudis, Santa Bárbara y San Antonio
(en Dagua y Mayorquín).
No obstante, los abastos que eran capaces de proporcionar
estas posesiones o los platanares sembrados en las vegas auríferas
eran insuficientes y de allí que los mineros se interesaran en las
haciendas del valle, particularmente en las que estaban ubicadas
en la margen izquierda del Cauca. Algunos de entre ellos se
convirtieron en verdaderos terratenientes y llegaron en esta forma
a influir decisivamente no sólo en el desarrollo de las haciendas
del valle sino también en los asuntos de la vida municipal. A su

108
turno, algunos comerciantes invirtieron dinero en cuadrillas y en
tierras, sin abandonar por eso su actividad inicial, mucho más
lucrativa.

5. El comercio
Tanto, o más, que la agricultura, el desarrollo del comercio
estuvo ligado a la actividad minera. El abastecimiento de las
minas -en esclavos, aguardiente, tabaco y géneros alimenticios- lo
mismo que la satisfacción de consumos suntuarios alimentados
por un flujo constante en especies metálicas, convirtieron a los
comerciantes en los principales beneficiarios del sistema
productivo. Ya se ha visto como se les señalaba como los
responsables de la fuga del oro sin amonedar y del contrabando.
Como los mineros pagaban en oro en polvo, los comerciantes se
beneficiaban en el acto mismo de cambio pues recibían el oro por
menos reales de los de su equivalencia legal. Un castellano de
oro, que valía 21 reales de plata, se convertía en dos pesos de
plata, es decir, 16 reales37 . En general, el orden de sus ganancias
puede medirse en los precios que alcanzaba un esclavo, de 500 a
550 pts. hacia 1720, cuando en la factoría de Cartagena se
compraba por menos de la mitad.
Las operaciones de los comerciantes no son fáciles de seguir
en los registros notariales debido a que casi siempre utilizaban el
sistema de "vales" o escrituras privadas o mantenían libros de
caja a cuyos asientos -junto con los "vales"-,debía atribuirse
mérito ejecutivo por parte de los funcionarios judiciales. Las
operaciones mayores, sin embargo, se registraban a veces ante el
escribano. Antes de 1739 la presencia de estas grandes
operaciones es rara en los registros. Y sólo hasta ese año se
encuentran registros de obligaciones comerciales con regularidad
tales como la de Don Domingo de la Lastra que hace una
escritura de tres mil pts. a favor de Don Juan Romero Orejuela y
garantiza el pago con ropa de Castilla que lleva a vender a Quito,
por valor de 16 mil pts. La Lastra era un "mercader" de la
Carrara bastante poderosos. En 1742, por ejemplo, hizo
compañía con Don Ignacio Vergara para comprar mercancías en
Cartagena, en donde quedó debiendo más de 80 mil pts. a otro
comerciante La mayoría de las fortunas en inmuebles, aún las más
grandes, no alcanzaban esta cantidad. También en otra escritura
de 1739, Sebastián Perlaza, alguacil mayor del Santo Oficio en
Cali, se obligaba por 2.200 pts. con Don Nicolás Munar, cajero
de Lorenzo Fernández de Seijas, comerciante de Santa Fé, y por
otros 1.720 pts. con José Fernández Gómez, residente en
Cartago38
La costumbre era la de adelantar mercancías con un año o un
poco más de plazo para pagarlas. Quienes contraían esta
obligación solían ser "tratantes" o pequeños comerciantes y

109
quienes adelantaban las mercancías, "mercaderes de la Carrara" o
mayoristas. Algunos mineros se obligaban directamente con los
mercaderes y trasladaban ellos mismos los géneros que consumían
hasta el Pacífico. A raíz de este tipo de operaciones, un minero,
Francisco de Collazos y Nava debía tales cantidades a varios
comerciantes en 1745 que el gobernador de Popayán declaró su
interdicción y puso a administrar las minas a Diego del Castillo,
para que de las sacas del oro se fueran pagando acreedores.39
Los mineros se comprometían casi siempre a pagar las deudas
en oro en polvo, a razón de un castellano (es decir, 21 reales) por
cada dos patacones de ocho reales. En la operación perdían cinco
o seis reales si el oro alcanzaba 21 o 22 quilates. Además, estas
obligaciones generaban intereses comerciales que eran del 10%
anual, un 5% por encima de los créditos otorgados a los
terratenientes en forma de censos.
En ocasiones los propietarios de haciendas adelantaban, como
los comerciantes, cargamentos de géneros comestibles a los
"tratantes" que los llevaban al Chocó. Estos contraían una
"obligación simple" es decir, personal, a pagar a un plazo
estipulado. Podía ocurrir también que el terrateniente se obligara
a suministrar géneros a término mediante el anticipo de dinero o
de otra prestación. En 1751, por ejemplo, Francisco José de la
Asprilla y su mujer se obligaron a pagar parte de la hacienda de la
Magdalena al minero Pedro del Valle enviándole al Chocó, en el
término de cinco meses, 25 cargas de géneros comestibles, así: 10
cargas de carne, 4 de tabaco, 3 de azúcar, 2 de quesos, 2 de
jabón, 2 de "raspadura", 1 de conserva de guayaba y 1 de miel. 40
Las llamadas "obligaciones simples", a diferencia de los
censos, no gozaban de ventajas institucionales. Aunque admitían
la garantía personal de fiadores, los comerciantes debían confiar
la mayoría de las veces en su propio crédito para hacer expeditas
las operaciones.
Así, cuando se adelantaban mercancías a otro comerciante, la
garantía solían ser las mismas mercancías o los créditos que se
obtuvieran de su reventa.
Hasta mediados del siglo, cuando los ejecutores de la justicia
eran en su mayoría terratenientes o mineros, los comerciantes
debían hallarse en desventaja para obligar a pagar a los deudores
morosos. Los conflictos de los años 40 y 50 culminaron en
ventaja de los comerciantes a quienes terminó por reconocerse
una participación creciente en los organismos de poder local. En
1753 diez y nueve mercaderes dieron un poder a Gaspar de Soto
y Zorrilla, quien había actuado como líder de los comerciantes
contra la supremacía de mineros y terratenientes desde hacía diez
años, para actuar "... en alivio y fomento de los comerciantes de
esta ciudad..."41
A partir de este momento puede decirse que el volumen de las
obligaciones comerciales sustituye el viejo mecanismo de los

110
censos que privilegiaba la agricultura. De 6.227 pts. y cuatro
operaciones registradas en 1751, se asciende a 26 operaciones
por 20.942 pts. en 1754 y 23 por 26.101 pts. en 1757. Este
incremento, con algunos altibajos, señala el fortalecimiento del
gremio de los "mercaderes de Carrera" o comerciantes que tenían
vinculaciones con Cartagena o con Quito. Los llamados "géneros
comestibles", procedían de las haciendas, pasaban ahora también
por sus manos, convirtiéndolos en intermediarios forzosos para
que estos géneros alcanzaran los centros mineros. Este control se
ejercía mediante el adelanto de dinero a los terratenientes y la
posibilidad de otorgar créditos de ocho meses y más a los
mineros.
Así, mientras el volumen de los censos disminuía a ojos vistas
durante el resto del siglo, las "obligaciones simples" de los
comerciantes iban en aumento. No resulta extraño que las pugnas
entre el gremio de los comerciantes y los terratenientes y mineros
se hayan agudizado. Los conflictos aparentes, sin embargo, no
deben hacer perder de vista la tendencia general de la sociedad
española a integrarse en virtud de una ideología homogénea, del
mecanismo de las alianzas matrimoniales y de la compra de
tierras y minas. Al cabo de dos generaciones, una familia de
comerciantes de origen español podía llegar a estar integrada al
cuerpo de las familias tradicionales y aún adoptar actitudes de
rechazo hacia otros recién Llegados.

NOTAS

1) AGI. Santafé L. 17 r. 2 No. 67 f. 4 v. y No. 116


2) Ibid. Quito, L. 16
3) Historia documental del Chocó (Colección de documentos publicada
por el AHNB) Bogotá, 1954 p. 103 ss.
4) Ibid.
5) Ibid.
6) AGI. Contaduría L. 1444.
7) Ibid. Quito L. 16
8) Historia documental p. 139 ss.
9) Ibid
10) Cf. MIGUEL LASSO DE LA VEGA, "Los tesorero: de la casa de
moneda de Popayán" (1729-1816). Madrid, 1927 p. 7
11) AGI. Cont. I.. 1604
12) Ibid. L. 1603 y Santafé, L. 370No. 190
13) Ibid. Cont. L. 1604
14) Ibid. Santafé L. 362.
15) Cf. "Fuentes coloniales para la historia del trabajo en Colombia". Edit.
por G' COLMENARES et al. Bogotá, 1968. p. 128 ss.
16) AGI. Santafé L.368.

111
17) Fuentes cit. p.137.
18) AGI. SantaFé L. 362. "... Siendo cierto -decía el informe- que en
dichas provincias hay dos mil negros de trabajo poco más o menos y
estos se reputan cada año por más de millón y medio de pesos, que es el
caudal que tributan aquellos minerales, considérese puesto S.M. en el
ejercicio de minero por sus ministros, y con tantos auxilios y ventajas
lo mucho que rendirán...".
19) Cf. LASSO DE LA VEGA, op. cit. p. 4 y AGI. SantaFé L. 374.
20) Ibid. SantaFé, L. 362.
21) Ibid.
22) Ibid. SantaFé L. 307
23) ARB. II, 310 ss.
24) Ibid. I, 290, 303, 340, 374, II, 21, 40, 55, 60, 67.
25) "Historia documental" cit. p. 167..ARB. II, 67
26) Ibid. 152
27) Ibid. I, 276. "Historia documental" p. 139 ss.
28) r.37 f. 1 r.ss.
29) r. 49 f. 47 v.
30) r. 76 f. 37 v. f. 40 V. f. 102 v. f. 285 r.
31) r. 49 f. 47 v. 6 162 v.
32) r. 8 f. 395 r. 6 feb.
33) AJ 1o. CCCr. 5
34) Cf. VICENTE RESTREPO, "Estudio sobre las minas de oro y plata
de Colombia". Bogotá, 1952. p. 229. y ROBERTO WEST, "La
minería de aluvión en Colombia durante el período colonial". Bogotá,
1972.p. 49 ss.
35) WEST, op. cit. p. 56.
36) Ibid.
37) Cf LASSo, op. cit. p. 2 AGI. Santafé L. 362.
38) r. 32 f. 386 r. f. 399r.
39) r. 3f. 82 r.
40) r.11f 181r.
41) r. 43 f. 292 r.

112
CAPITULO VI
LA CIUDAD
La ciudad de Santiago de Cali, como todas las aldeas
españolas desparramadas en América que usaban este titulo
ostentoso, concentraba en torno a la plaza mayor no sólo los
símbolos de la vida civil y religiosa y algunos almacenes de
comerciantes sino también las casas "altas" de sus hijos
privilegiados. Prolongado este pequeño núcleo de ocho o diez
manzanas se extendían los barrios. Estos eran, en la primera
mitad del siglo XVIII, La Merced, habitada también por vecinos
"nobles", el Empedrado, el más populoso del Vallano, La Ermita
de Santa Rosa, la Carnicería y la Mano del Negro. Debe
mencionarse también Barrionuevo, edificado en parte de los
ejidos de Cali y cuyos solares empezó a repartir el Cabildo a
comienzos del siglo XVIII, pero cuya naturaleza era todavía
rústica.
En 1787, por razones administrativas, la ciudad se dividió en
"cuarteles" atravesando simplemente la ciudad con dos ejes que
se cruzaban en la Plaza Mayor. En estos barrios o cuarteles se
designaba un alcalde todos los años. Se llamaban Nuestra Señora
de las Mercedes, San Agustín, San Nicolás y Santa Rosa. Cada
uno quedaba provisto (como puede deducirse por el nombre) con
la iglesia de un convento o de una fundación pía.
Barrios como el Vallano y la Mano del Negro debieron surgir
por la paulatina ocupación de los ejidos de la ciudad. Por esta
razón, en 1706, el Cabildo debió asignar un nuevo ejido, cuya
extensión era de seis cuadras a partir de la última casa de la
vecindad del Vallano cuatro cuadras hasta la Mano del Negro. En
esta superficie, que no debía exceder las 20 hectáreas según las
anteriores indicaciones, los vecinos más pobres (sin duda los del
Vallano y la Mano del Negro) mantenían algunos ganados.
Cuando se asignaron los nuevos ejidos en 1706 las tierras estaban
cubiertas de monte y hubo que limpiarlas para dedicarlas a su
nuevo uso. Aún las tierras aledañas que pertenecían a varios
vecinos, estaban tan cubiertas de árboles y maleza que el Cabildo
ordenó limpiarlas de modo que
”el contorno de la dicha ciudad no lo damnifique ninguna
oscuridad...".1
Por esta última observación es fácil imaginar el carácter
eminentemente rural del poblado. Este carácter se había ido
acentuando a partir de los primeros tiempos, cuando la ciudad
había sido el asiento de encomenderos, comerciantes y
dignidades. En el curso del siglo XVII, debido a la depresión
económica, muchos vecinos se trasladaron a vivir en el campo ya
que no podían mantener "casa poblada" en la ciudad, tal como lo
exigía su condición.

113
La plaza mayor se adornaba con la iglesia parroquial de San
Pedro, en donde ningún vecino acaudalado prescindía de hacerse
enterrar con profusión de misas, y la vecindad del convento de
Santo Domingo. Allí quedaban también las "arcadas", en donde
el Cabildo y la otra iglesia (perpetuamente inacabada) poseían
tiendas que arrendaban a los comerciantes y que en los treinta
compró el Maestro Juan de Ceballos, alcalde mayor provincial y
rico comerciante.
En el marco de la plaza y en sus inmediaciones vivían las
familias "nobles". Eran terratenientes, mineros y comerciantes
que habían edificado casas "altas" o de dos pisos, de teja y
"embarrado" (o tapia pisada) en los solares otorgados
originalmente a los fundadores, de más de dos mil varas
cuadradas cada uno. Contigua a la iglesia, y edificada sobre dos
solares, quedaba por ejemplo la casa de Don Salvador Caicedo
Hinestroza, Sargento Mayor, hermano del Alférez real,
propietario de minas en el río Calima y de la hacienda de los
Ciruelos, inmediata a los ejidos de Cali. Su hermano Nicolás, el
hombre más poderoso de la ciudad, habitaba también en el
marco de la plaza, lo mismo que el propietario y regidor
perpetuo Don Ignacio Piedrahita y su pariente, el comerciante
Sebastián Perlaza, que era alguacil Mayor del Santo Oficio.
Simbólicamente, el asiento de los poderes de la "República" se
repartía entre las familias que habían figurado desde los siglos
XVI y XVII en el Cabildo como dignatarios municipales: Vivas
Sedano, Bacas, Latorres, Velascos, Cobos, Lassos, Peláez, etc., y
a medida que avanzaba el siglo, de apellidos de comerciantes y
mineros que se emparentaban con las familias patricias.
A comienzos del siglo, una casa en el marco de la plaza podía
valer más de cuatro mil patacones. En 1712 Doña Francisca
Nuñez de Rojas, hija del terrateniente Antón Núñez de Rojas,
compró una casa allí por 4.300 pts. En ella vivieron su hija, Doña
Manuela Peláez Sotelo y sus nietos, mineros y terratenientes,
Felipe y Carlos de Velasco Rivagüero. Otra nieta, Doña Rosalía
Peláez Ponce de León, vivió en una casa avaluada en 1747 en
siete mil pts. Una casa vecina pertenecía al capitán José Vivas
Sedano, quien la vendió a su yerno, el terrateniente Diego
Ranjel, por dos mil pts. en 1724.
Contigua a la casa del Alférez real Nicolás de Caicedo
quedaba otra de dos mil pts. Que pasó de manos de Don Ignacio
Piedrahita a las de su yerno, el comerciante Francisco Pernía y de
este a uno de los yernos del Alférez real, el minero Antonio de la
Llera. A menos de dos cuadras de la plaza, en la esquina de la
calle real y la llamada calle de la Ronda (que iba a lo largo del
río), la casa del antiguo minero y luego comerciante, Alonso
Arcadio Posso de los Ríos, pasó en 1727 a otro minero y
terrateniente, Luis Echeverría y Alderete por 3.600 pts. Esta casa

114
estaba cubierta de teja, tenía en su solar una cocina cubierta de
paja y anexas cuatro tiendas de teja también.2
Todavía en la primera mitad del siglo XVIII quedaban sin
edificar algunos grandes solares contiguos a la plaza. En 1737 el
terrateniente Luis Garcia de Mirasierra vendió un solar, apenas
unas cuadras arriba de la plaza, colindante con las casas de los
Bacas de Ortega y los Vivas Sedano. Apenas un año después
vendió un pedazo contiguo, también sin edificar.
Aunque a finales del siglo XVII muchos vecinos de Cali
habitaban en propiedades rústicas o en poblados aledaños, el
crecimiento demográfico del siglo siguiente favoreció también al
área urbana. Las grandes familias se hicieron adjudicar terrenos
que iban mermando los ejidos (Barrionuevo, por ejemplo,
adjudicado al Alférez real Nicolás de Caicedo a comienzos del
siglo XVIII) y de los que se iban desprendiendo por compra-
ventas a lo largo del siglo. Es así como surgió un cinturón urbano
habitado por mulatos y libertos, una especie de clientela de las
familias que controlaban también la propiedad urbana.
El precio de un solar entero en las inmediaciones de la plaza
era de mil pts. y más en la primera mitad del siglo. Este precio
iba reduciéndose a medida que se descendía hacia el río o se
marchaba hacia la periferia. Hasta el último tercio del siglo XVII
los precios de las propiedades urbanas mantuvieron una gran
estabilidad. Hacia 1620, por ejemplo, Diego del Castillo había
comprado un solar sin edificar en la plaza por 220 pesos oro.
Juan de Caicedo Salazar lo adquirió poco después y edificó una
casa techada con paja. En 1662 se remató por un precio
equivalente al de 1620: 515 pts. Pero al doblar el siglo XVIII su
valor se había duplicado.3
La extensión de los solares adjudicados originalmente (cuatro
por cada manzana) no permitía que se edificaran íntegramente.
Por eso se aislaban con tapias y se edificaban separadamente
ciertas dependencias como la cocina. La casa de Don Salvador de
Caicedo, que daba a la plaza del lado de la iglesia, se decía estar
edificada sobre dos solares. En realidad ocupaba apenas la parte
delantera con una edificación principal "alta" (o de dos pisos) y
con tiendas de un solo piso. Dado el número de esclavos
domésticos (treinta y más) que podía llegar a tener una familia de
terratenientes o de mineros, el resto del solar debía contener
algunas chozas.
El precio de los solares en los barrios oscilaba de acuerdo con
su vecindad al corazón de la ciudad. De todas maneras el límite
extremo de cada barrio no estaba demasiado alejado del centro.
Por eso un solar en el Vallano podía valer entre 100 y 500 pts. y
uno en el Empedrado hasta 300. En estos barrios no era
frecuente que se vendieran solares completos. Ventas y
adjudicaciones originales a vecinos de las clases sociales inferiores
no se hacían, como se habían hecho a los conquistadores, por

115
solares, sino mucho más parsimoniosamente, por varas. Tampoco
estas clases poseían mecanismos sociales aptos para preservar la
integridad de un patrimonio, o de acrecentarlo, como en el caso
de los vecinos "nobles". Así, la propiedad de los solares en los
barrios estaba muy fragmentada, hasta el punto de que era
frecuente la venta de lotes de algunas varas cuyo valor no llegaba
a 30 pts.
En los barrios, sin embargo, las construcciones estaban
mucho más diseminadas que en el centro. Las casas allí ya no
eran altas, grandes y de teja sino ranchos de construcción endeble
("embutidos de embarrado), techados de paja, que casi nunca
agregaban mucho valor al lote en el que estaban construidos. El
contraste entre estas construcciones, de una sola habitación con
una cocina anexa, y las casas altas de la "nobleza", señala tanto el
grado de cohesión familiar como el patrimonial.
La traza de la ciudad reflejaba las jerarquías existentes en el
seno de la sociedad colonial. En el siglo XVI el título de "vecino"
se había discernido exclusivamente a los encomenderos,
excluyendo del seno del Cabildo municipal a gentes de menor
cuantía. Cuando, a fines de la centuria, los regimientos se
hicieron venales y perpetuos, la calidad del vecino perdió su
primitiva importancia. De todas maneras se siguió distinguiendo
entre vecinos "soldados" y vecinos en encomenderos, de cuyas
filas salían respectivamente los dos alcaldes ordinarios. El que era
elegido entre los vecinos encomenderos se designaba como
"alcalde de primer voto" o "alcalde más antiguo". El otro era
simplemente "alcalde de segundo voto".
En el siglo XVIII bastaba poseer un inmueble -urbano o
rústico - en la jurisdicción de la ciudad para ostentar el título de
vecino. Esta masa de gentes incorporada a la vecindad había
perdido ya su representatividad en el Cabildo y aún el alcalde de
segundo voto se elegía entre los llamados "nobles". Así, las
diferencias sociales no eran menos ostensibles que en el siglo
XVI. Solo que la propiedad urbana y rústica se había
generalizado de tal manera que una distinción social o una
representatividad política que se derivara de esta circunstancia ya
no tenía sentido.
Los vecinos "nobles" se distinguían claramente del común
entre otras cosas por el apelativo de "Don". El lugar de la
residencia contribuía a marcar esta diferencia. Como se ha visto,
las familias más conspicuas se agrupaban en torno a la plaza
mayor y en el barrio de la Merced. Algunos "nobles" vivían en las
calles más próximas al centro de El Empedrado y del Vallano.
Pero casi nunca en Santa Rosa, la Carnicería, la Mano del Negro
o Barrionuevo. Muchos poseían, eso sí, solares vacíos en todos
estos barrios.
En la ciudad de Cali no parece haber existido un
confinamiento racial, aunque en algunos barrios la presencia de

116
negros, mulatos libres e indígenas fuera más numerosa que en
otros. El hecho de que existiera un buen número de esclavos
negros domésticos debía hacer nugatorio cualquier tipo de
confinamiento. Además, gente de color pardo poseía casas y
solares en el Vallano, Santa Rosa y aún en el Empedrado.
El apellido Viera, que correspondía a una familia de mulatos,
aparece mencionado con alguna frecuencia entre 1723 y 1735 en
los registros notariales de transacciones sobre inmuebles, todas
en el Vallano. La propiedad más valiosa era de 250 pts. que en
1727 Juan y Pedro de Viera, hijos de Manuela Teleche,
vendieron al comerciante Tomás Rizo4 mientras que otras
transacciones no llegaban a 25 pts. Eran también pardos Antonia
de los Reyes, Maria Candela, Leonar Losas de Navarrete y
Agustina de Sandoval Palomino que vivían en el Vallano y en el
Empedrado y cuyas propiedades iban de los 15 a los 200 pts.
También en el Vallano se menciona a María del Campo. una
india de Popayán que compró una casa por 35 pts. en 1735, y en
el barrio de Santa Rosa un indio de la Corona que vendió un
solar por 20 pts.
En el curso del siglo que va de mediados del XVII a mediados
del XVIII la ciudad experimentó transformaciones. Casas con
techumbre de paja que enmarcaban la plaza fueron dando lugar a
construcciones más sólidas, de dos pisos y cubiertas de teja, hasta
desaparecer totalmente la de paja en la plaza y sus inmediaciones.
El auge económico que trajo consigo la minería del oro propició
también una afición por consumos de ostentación, muchas veces
extravagantes. Dentro de la estrecha capa de privilegiados que
explotaban minas o se dedicaban a levantar haciendas los
símbolos exteriores de riqueza se multiplicaban. Los objetos
suntuarios, antes raros, iban apareciendo con mayor frecuencia
en testamentos y cartas de dote. La ropa ante todo. No es raro
que en una dote asignada de diez mil patacones -suma muy
cuantiosa- más del 50% estuviera representado en ropas. Los
maridos mismos hacían figurar entre el capital aportado
inicialmente al matrimonio un buen porcentaje dedicado a su
apariencia personal. Doña Juana de Troya y Gaviria, mujer del
Maestro Ceballos, sostenía en su testamento que ambos se
habían casado pobres
"... pero después, por medio de la venta de todos sus ajuares
mujeriles, hubo de darle el principio competente para trabajar,
como en efecto habiendo empleado en ropa de la tierra de esta
provincia (Quito) para la de Popayán, y desde entonces haciendo
caudal bien cuantioso, se quedó en la ciudad de Cali de donde
era natural..."5
A medida que crecía la población esclava en minas y
haciendas, el servicio doméstico fue creciendo también hasta
llegar a cifras excesivas en la segunda mitad del siglo. Esta, que
podría calificarse de inversión productiva, señala apenas una

117
tendencia general que se refleja en los objetos de lujo. Entre
varios items del testamento de Doña Bárbara de Saa, la viuda del
rico comerciante y minero Juan Francisco Garcés de Aguilar, se
mencionaban en 1768: una silla de manos forrada en baqueta de
moscovia, por dentro en damasco colorado, flecos de seda,
perinola de plata en la cabecera y vidrieras en las puertas que
valía 200 pts., un jaez de terciopelo morado con su punta de
plata, bordadas las esquinas de lo mismo, riendas de seda, etc.,
por 125 pts. y una vajilla de plata que pesaba 82 marcos media
onza por valor de 656 pts.6
La apariencia de la casa de un "noble" a mediados del siglo
podía muy bien corresponder en líneas generales a la descripción
de un inventario de 1747 de la casa que el comerciante Sebastian
Perlaza había comprado a su suegra, Doña Ignacia Piedrahita, y
que en ese año vendió al Doctor Bartolomé Caicedo, minero y
terrateniente. El solar en que estaba edificada valía 1.250 pts. y
estaba cercado de paredes que valían 605 pts. Se trataba en
realidad de medio solar, de unas 900 vs2. y la edificación debía
cubrir la mitad. Los inmuebles propiamente dichos: solar,
paredes que lo cercaban, paredes de la casa, ladrillos, vigas,
blanqueamiento, carpintería y mano de obra incorporada, mas
una cocina exterior valían 2.799 pts. Los muebles, en cambio,
valían 4.674 o sea que representaban más del 60% del valor total
de la transacción. Se trataba de cerca de veinte imágenes y
cuadros religiosos que valían 673 pts., sillas doradas, alfombras,
cajas de cedro, espejos y piezas de vajilla de "Holanda" y de
"China". La casa estaba gravada con diferentes censos por valor
de 2.770 pts., es decir, el valor integral del mueble. Este debía
pagar así una renta de 138 pts. anuales, una suma excesiva para
un capital improductivo.
La casa de Doña Bárbara de Saa tenía una apariencia similar.
A su muerte se avaluó apenas en 5 mil patacones, aunque dos
herederas alegaron que valía ocho mil. Era una casa de teja en la
Calle Real,
.. con su alto en la esquina, el que reconocido está inservible
y puertas y ventanas de la una casa y el alto acomejenado y los
arcos muy desplomados y su fundación talada de
hormigueros...".
El interior sin embargo era rico, pues los muebles y aderezos
valían casi tanto como la casa: cuatro mil pts. Además, como se
ha visto, la casa mantenía 37 esclavos de servicio que elevaban su
valor a más de 20 mil pts.

118
NOTAS

1) ARB. I. 370
2) r. 8f. 398 r.
3) ARB . I, 178.
4) r. 8f. 297 r.
5) AJ 1o. CCCr. 4
6) lbid. r. 5

119
CAPITULO VII
LA SOCIEDAD

1. Generalidades
La imaginería de una historia tradicional y conservadora,
construida en el siglo XIX, ha transmitido la noción engañosa de
un período colonial sin tensiones sociales, que contrasta
vivamente con las perturbaciones que trajo consigo la vida
republicana. La ruptura entre los dos períodos estaría marcada
por las violencias de las guerras de independencia. A una época
de normalidad institucional y de armonía social habría sucedido
un desequilibrio caracterizado por bruscas oscilaciones, por
luchas agotadoras y violentas cuya fatalidad cíclica parecería ser
inherente a fuerzas oscuras e incontrolables que se desataron en
el momento mismo de romper con el viejo orden.
Esta imagen encerraba una apología mal disimulada de ese
viejo orden. La evocación estaba dirigida a despertar la nostalgia
por un régimen agrario y una sociedad patriarcal, ajenas a las
conmociones que agitaban en ese momento a la nueva sociedad.
Por el contrario, el radicalismo liberal acentuaba los aspectos
negativos de esa imagen idílica. Allí donde los conservadores
hablaban de sosiego, los radicales veían solo el embrutecimiento
producido por la opresión secular. En cuanto a la estabilidad de
las instituciones, no era otra cosa que la prueba irrefutable de las
fuerzas del despotismo.
Con todo, la nitidez de estas dos actitudes es tan solo
aparente. Como se sabe, ninguna formulación ideológica en el
siglo XIX fue lo bastante inflexible como para fijar una adhesión
sin matices a los postulados respecto de los cuales surgían las
discrepancias. Federalismo o centralismo? Cuestión religiosa?
Proteccionismo o librecambio? Ningún hombre de partido del
siglo XIX hubiera profesado hasta el fin una de estas alternativas.
Pero en cambio su temperamento sí se inclinaba por su concepto
rígido del "orden" o, por el contrario, acentuaba su preferencia
por la "libertad".
El conflicto más profundo surgía así de peculiares
concepciones del Estado, es decir, a un nivel de abstracción
política. Habitualmente se supone que las luchas políticas del
siglo XIX presentan una novedad indiscutible respecto a la tónica
de la colonia. Que en este último período sólo pudo gestarse
cierto descontento con la gestión de autoridades españolas y que
las luchas por el poder estaban ausentes de una vida social bien
jerarquizada y, en últimas, inmutable. Se cree ingenuamente que,
no estando en juego la forma esencial del Estado, la política, es
decir, las disputas en torno al poder, no existían simplemente.

120
Sin embargo, y a pesar de toda la retórica del siglo XIX, las
raíces de las cuestiones que enfrentaban a liberales y
conservadores no arrancan exclusivamente de la época de las
luchas por la independencia. A nivel de estructuras económicas y
sociales, liberales y conservadores debían responder a tendencias
claramente demarcadas en el período colonial. A nivel
simplemente político baste pensar en los intentos centralizadores
del Estado borbónico de un lado y, de otro, el viejo tema de las
"libertades" locales que constituían el privilegio más celosamente
guardado por el patriarcado criollo.
Naturalmente, sería inconveniente subrayar demasiado las
similitudes políticas entre dos períodos que se mueven en el seno
de determinaciones complejas, a veces radicalmente diferentes.
Pero no resulta inútil hacer énfasis sobre la fuerza histórica
representada por el localismo provinciano. Aun cuando en ambos
períodos el localismo esté definido por elementos tan diferentes
como una vida comunal y urbana, forma de vida impuesta por la
dependencia a una metrópoli, y el caudillismo, que significaba a
la vez la disolución de este vinculo político y una regresión
económica de algunos centros que habían sido prósperos en el
siglo XVIII.
Hasta ahora, los historiadores han fijado su atención
exclusivamente en las relaciones entre la metrópoli española y un
centro administrativo colonial. Esta preferencia ha sido forzada
tanto por la facilidad del acceso a un tipo de fuentes que
acaparaba la atención como por la definición misma de los
"problemas" históricos. Pero que ocurría en la periferia del
centro administrativo colonial? Resultan casi irrisorios los
esfuerzos descomunales que se han hecho para "comprender" la
mecánica de una vida nacional con prescindencia casi absoluta de
este problema. Pues a pesar de que casi todas las guerras civiles
del siglo XIX se originaron en la tensión existente entre la capital
y las provincias, lo que sabemos respecto a estas últimas es casi
nada.
Cada vez aparece más clara, sin embargo, la autonomía en
que se movía la vida provincial durante la colonia. Al hecho físico
de la incomunicación correspondían formas sociales y luchas
políticas que tenían su centro en sí mismas, con muy poca
ingerencia de factores externos. Esta autonomía creaba la imagen
de quietud loada por los conservadores y al mismo tiempo daba
pie para la nostalgia de los liberales por las "libertades".
Pero la pretendida ausencia de conflictos es puramente
ilusoria. Existían tensiones y conflictos que, naturalmente, no
podían ser registrados dentro del espectro ideológico del siglo
XIX. El orden y las jerarquías sociales estaban, es cierto,
impregnados de tradicionalismo, pero esto no quiere decir que
fueran inmutables. La lentitud de las transformaciones sociales
obedecía a un ritmo, igualmente lento, de la evolución de las

121
fuerzas productivas. El fenómeno del mestizaje, por ejemplo,
parece imperceptible a simple vista pero no por ello es menos
real. Y hay un dinamismo innegable en ciertos sectores, como el
de los mineros y los comerciantes, que está disimulado por
convencionalismos sociales arraigados o el deseo inconciente de
asimilarse a los patrones ideológicos predominantes.
Por eso el comerciante o el minero enriquecidos tienden a
convertirse en propietarios. Comerciantes y nuevos terratenientes
gozaron, en el siglo XVIII, de una relativa prosperidad auspiciada
por el auge minero del Chocó. El patriciado, constituído por los
poseedores tradicionales de la tierra, no desdeñaba las alianzas
con comerciantes españoles ni estos rechazaban la oportunidad
de hacer inversiones más estables en inmuebles rurales y urbanos.
Pero no faltaron las ocasiones de conflicto debido a las ventajas
que derivaban de su actividad los comerciantes en desmedro de
terratenientes y mineros.
Estos conflictos, sin embargo, deben ser contemplados en el
contexto de una ideología que era incapaz de expresarlos. La
apariencia de inmovilidad reside en este factor y no en el hecho
mismo social y económico. Los conflictos acababan por
resolverse en una hegemonía de cada sector, pero dentro de los
marcos institucionales de la autonomía municipal. O en la
asimilación de una ideología que se concretaba en ciertos valores
sociales de carácter señorial y patriarcal, como vamos a verlo.

2. Los "nobles"
Los miembros de las familias poderosas en Cali en el siglo
XVIII se decían a si mismos "nobles". Existía entre ellos una
identidad que los separaba del resto de la población, obviamente
de las "castas" (pardos, indios, mestizos) pero también de otros
españoles. Entre estos últimos se distinguían en Cali los llamados
"montañeses", pequeños propietarios rurales que debían atender
las labores, del campo con la propia fuerza de sus brazos.
También, en muchos casos, la clase mercantil compuesta por
comerciantes con una pequeña tienda o trashumantes. Siempre,
aquellos que ejercían oficios artesanales o figuraban como
"criados", es decir, que dependían para su sustento de alguna
otra persona. Las distinciones sociales aparecen, pues, al menos
de una manera negativa, en función de la raza, de la magnitud de
las propiedades o del oficio.
Pero, de donde derivaba la clase dominante sus pretensiones
de nobleza? A primera vista, del ejercicio de ciertas funciones
públicas a las que se atribuía un rango honorífico. Estos servicios
prestados a la "república quedaban confinados precisamente a las
manipulaciones de esta minoría, si bien, como lo prueban los
conflictos frecuentes en el siglo XVIII, no siempre pudieran
cerrarse todos los resquicios a la intromisión de personas

122
consideradas como no "nobles", que no ostentaban el titulo de
"Don" o que lo habían adquirido sólo recientemente.
En algunos casos estos nobles se contaban entre la
descendencia aunque no fuera en línea directa, de "beneméritos",
es decir, de conquistadores o de personas que en los dos siglos
anteriores habían podido hacerse a una encomienda. De todas
maneras los nombres del siglo XVI no se repiten en el XVIII,
aunque debe tenerse en cuenta la costumbre frecuente de adoptar
el apellido materno. Así, aunque es verdad que existían
conexiones, a veces muy sutiles, con los primeros conquistadores,
los nombres de los notables caleños del siglo XVIII procedían
casi siempre de inmigrantes Posteriores, la mayoría del siglo
anterior. Ahora bien, ni la mejor buena voluntad de los
genealogistas locales podría atribuir a estos nombres una prosapia
demasiado elevada en su lugar de origen. Hidalgüelos,
comerciantes e inclusive, entre los ascendientes de una familia
muy notable, un portugués que debió venir en los años prósperos
de la trata esclavista, a fines del siglo XVI, se contaban entre los
nuevos inmigrantes.
Por esta razón se concedía tanta importancia a la noción
misma de "servicio". Aparte de las dignidades municipales existía
la posibilidad de hacer resaltar una preeminencia económica -
obtenida en el puro contexto local- con otro tipo de servicios y
dignidades. La venalidad de casi todos los cargos abría esta
posibilidad, aún en lo que concernía a los oficios de la
"república". En Quito se remataban las varas de los regimientos
o la alcaldía provincial. Pero al mismo tiempo estaban abiertas
las puertas del servicio por excelencia, el de la milicia, en el cual
las jerarquías bien establecidas y las imágenes que a él se
asociaban podían asegurar una carta de nobleza. A estas
dignidades accedieron muchos caleños que participaron en las
conquistas chocoanas en el último tercio del siglo XVII. Pero no
es raro que en el pacífico siglo XVIII proliferaran también los
títulos militares, impetrados obstinadamente en España y
comprados a buen precio. Capitanes, Sargentos Mayores y, la
dignidad más elevada, Maestres de Campo, se dedicaban toda la
vida a quehaceres que no tenían nada de guerrero en el Cabildo,
las haciendas, las minas y aún en el comercio.
La sociedad colonial hispanoamericana se caracterizaba no
sólo por las tensiones engendradas a partir de una heterogeneidad
racial sino también por el carácter aparentemente inmutable de
los estamentos superiores. Desde un primer núcleo de
conquistadores y encomenderos, el estamento privilegiado de los
"españoles-americanos" se ensanchó progresivamente pero
conservó siempre una estructura reconocible a pesar de las
variaciones introducidas por nuevos inmigrantes. Se trataba, sin
embargo, de meras variantes formales que se asimilaban
rápidamente y que no afectaban para nada, o muy poco, la

123
estructura misma. Las enormes diferencias de "clima" histórico
que se observan entre el siglo XVI y el XVIII obedecían no a
cambios estructurales en el seno de la sociedad adventicia de los
españoles sino a cambios profundos operados entre los indígenas,
al crecimiento del mestizaje, a condiciones cambiantes de la
coyuntura económica, en suma, a factores externos al núcleo de
los privilegiados.
El aparente inmovilismo de la sociedad colonial consiste en
una distorsión que identifica la sociedad entera con este sector de
los "españoles-americanos". Pero aún si se admite la estabilidad
de este sector y su evidente cohesión social, la explicación del
fenómeno queda por elaborar. Podría sugerirse, como hipótesis
más o menos obvia, que se trataba de sociedades
predominantemente agrarias en las que, e vez en cuando, llegaron
a injertarse individuos salidos de sectores más dinámicos, como
los comerciantes y los mineros.
Inicialmente -en el siglo XVI- unos pocos encomenderos
lograron acaparar, con el trabajo de que disponían en forma casi
exclusiva, grandes extensiones de tierra. El sistema hizo quiebra
mucho más rápidamente en la provincia de Popayán que en el
oriente colombiano y ya a comienzos del siglo XVII los
propietarios se esforzaban por retener, adscribiéndolos a la tierra,
los pocos indios que quedaban. Si bien desapareció, junto con la
población indígena, el sistema de la encomienda, permanecieron
intactos los patrones de la gran propiedad territorial. Esta, de
suyo, no significaba la riqueza o el poder. Pero aunada a los
recursos y oportunidades que proporcionaban las alianzas,
reforzaba la base de una permanencia o de un cierto hieratismo
social.
Por esto los vecinos nobles de Cali constituían, en principio,
un conjunto cerrado. Una red intrincada de parentescos ligaba a
cada familia con las restantes de manera que puede afirmarse casi
con certeza que todas formaban una cadena en la cual no existían
eslabones sueltos. Naturalmente, lo que contaba eran los
parentescos más cercanos o las alianzas más recientes. Lo cual no
excluía que, en algún momento, eslabones alejados se volvieran a
aproximar en virtud de una nueva alianza.
Virtualmente este sistema permitía una cierta variedad de
combinaciones que neutralizaban el significado o la efectividad
de su carácter cerrado. En otras palabras, que si en el fondo se
trataba de una gran familia, esto no quiere decir que el cuerpo
social que representaba no ofreciera fisuras. Frente a los extraños,
es posible que los nobles aparecieran como un cuerpo
indiferenciado. Pero en sus relaciones concretas lo que contaba
era la proximidad del parentesco o la alianza propiciada
voluntariamente. Esto permitía la aparición de facciones que se
disputaban el poder político y la preeminencia social y en las

124
cuales solo pueden observarse muy ligeras diferencias en cuanto
al origen o la composición social.
De otro lado, podría pensarse que el tamaño de las
concentraciones urbanas en la época colonial reducía las
relaciones sociales a un contexto puramente aldeano, dotado de
autonomía propia de este tipo de formaciones sociales. Sin
embargo, en el mundo colonial existía un acervo ideológico tan
caracterizado que la nobleza podía mantener una red de
relaciones mucho más vasta, sobre todo con sectores similares de
las provincias vecinas.
Pero por debajo del acervo ideológico, o de la imagen de
cohesión que la nobleza podía aparentar, subsiste el problema de
las relaciones económicas entre los diferentes sectores de
"españoles-americanos". El dinero, como en cualquier otro tipo
de sociedad, era capaz de ennoblecer y, en retorno, su ausencia
capaz de privar de privilegios sociales y políticos. Ya se ha visto
como, entre los siglos XVII y XVIII se observa un declive de las
antiguas familias de terratenientes. Para ilustrar este proceso,
veamos lo que podía ocurrir en el seno de una de estas familias.
En 1690 cuando testó, Inés Téllez de Calatrava declaraba
entre sus bienes tierras y estancias heredadas de su madre,
Leonor Holguín Renjifo, tierras y estancias de las Cañas, que
habían sido de su marido Alonso Baca Ramírez, tierras en la
Balsa, tierras entre Yumbo y Arroyohondo y tierras en el valle de
Tocotá y en las cercanías de Cali. Cuando se casó, en 1638,
había aportado 7.500 pts. de dote y mil reses regaladas por uno
de sus tíos. El matrimonio tuvo diez hijos entre hombres y
mujeres. De los hombres sólo sobreviven tres. Domingo, por
ejemplo, había muerto en Latacunga, a donde había ido a
comerciar en ropa y mulas. En vida de su madre cada hijo recibió
entre 20 y 30 reses, algunas yeguas, potros y mulas. Y cada una
de las cuatro hijas que se casaron, un dote considerable: Ana
María, por ejemplo, 200 yeguas y media legua de tierra en
Sumbutala, Leonor mil pts., Petrona 1.500 y Andrea 3.400 en
casas y solares.
Como la mayoría de edad de los hijos sólo se alcanzaba a los
25 años, una familia tan numerosa como esta podía mantener su
cohesión entregando a los hijos algunos ganados o iniciándolos
en el comercio, sin que los inmuebles salieran de la cabeza de
familia. Los yernos podían incorporarse también a los negocios
familiares con tierras que se les cedían en dote o en venta,
contiguas al cuerpo principal de una hacienda.
El grueso de la fortuna de la familia consistía en tierras y
ganados pero el dinero líquido debía ser escaso como lo muestra
el hecho de que la señora hubiera tenido que ceder cuatro
cuadras de tierra para pagar con ellas el entierro de su marido.1
Como se ve, las tierras mencionadas en el testamento
provenían tanto de la familia de la mujer como de la del marido.

125
La parte más importante, en cuanto a la extensión, la constituían
las tierras de las Cañas, un verdadero latifundio en jurisdicción de
Caloto. Dos de los hijos supervivientes, Andrés y Manuel Baca de
Ortega, poseían en esa región en 1725 los potreros llamados de
Guales, entre los ríos Fraile (Cañas) y Párraga, y las tierras de
Buchitolo, el Tiple y Todos Santos, entre el Fraile y el
Desbaratado.
Es fácil imaginar la suerte final de este latifundio si se piensa
que Manuel Baca (muerto en 1736) tuvo ocho hijos y dos hijas y
su hermano Andrés se casó tres veces y tuvo con su primera mujer
cuatro hijas y tres hijos. Así, entre los propietarios de el Tiple y
Todos Santos, en el siglo XVIII, se contaban Francisco Leonardo
del Campo, un minero español de Caloto que se había casado
con una hija de Manuel Baca, lo mismo que Custodio Jerez y
José Martínez y los yernos de Andrés Baca: José Falcon, Agustín
Angel Piedrahita y Miguel Ordoñez de Lara.
Un proceso semejante habían experimentado otras familias de
terratenientes en el curso de la segunda mitad del siglo XVII.
Quinteros, Vivas, Renjifos, Lassos, Escobares, que habían
poseído enormes latifundios, tuvieron una numerosa
descendencia entre la cual debía repartirse forzosamente las
propiedades. Inclusive, en el curso del siglo XVIII, algunos
vástagos de estas familias se hallaban empobrecidos y tenían que
desprenderse una a una, de sus tierras. El Sargento Mayor Mateo
Vivas Sedano, por ejemplo, quien había heredado tierras en
Párraga y en Yumbo, tuvo que ceder primero las de Párraga a su
hijo Diego (1728), pues estaban gravadas con más de cinco mil
pts. En 1745 cedió las de Yumbo a su hijo Juan, gravadas con la
misma cantidad. El Maestro Miguel Vivas debió vender también
en 1754 la hacienda de Cañaveralejo, excesivamente gravada con
censos. Lo mismo hizo otro Miguel Vivas con tierras de el
Babuyal en 1733, de la Herradura en 1736 y de Piles en 1738.
Onofre Vivas Sedano murió en 1733 en suma pobreza, a pesar de
haber poseído el latifundio de la Herradura.
El siglo XVIII vió mermar la influencia de este tipo de
terratenientes en favor de mineros y comerciantes. El auge de la
familia Caicedo se debía como se ha visto, a sus actividades
mineras en el Raposo y el Chocó. Las fortunas más grandes de
Cali pertenecían a estos mineros que se doblaban en
terratenientes y en no pocas ocasiones ejercían el comercio. El
ecuatoriano Juan Francisco Garcés de Aguilar, hijo natural de
una pareja de nobles de Ambato, dejó una fortuna de cerca de 80
mil pts. en tierras, minas y efectos de comercio. A otro tanto
ascendía la fortuna de Bernardino Núñez de la Peña, un mestizo
que había descubierto minas en el Chocó y había comprado la
hacienda de Arroyohondo en 1743. Su casa, avaluada en 8 mil
pts., era la más valiosa de Cali.

126
En realidad, sólo algunos comerciantes podían competir con
estos empresarios. Un Dionisio Quintero Ruiz, por ejemplo,
yerno de Bernardino Núñez de la Peña, quien actuó como
albacea de este último y tutor de seis hijos menores de los cuales
manejó las hijuelas que ascendían a 61.000 pts. Cuando recibió
este dinero, en 1750, su propia fortuna ascendía a 30 mil pts.
Con la muerte de su suegro Quintero se convirtió también en
terrateniente al heredar la hacienda de Arroyohondo
reconociendo 18 mil pts. impuestos en capellanías por Núñez de
la Peña y su mujer. En 1754, en compañía con el cura Tomás
Ruiz Salinas, emprendió la tarea de reconocer y catear tierras
entre los ríos Saija y Patia, en la provincia de Iscuandé. Según la
escritura, los socios sacarían seis o más familias indígenas de
Micay para transportar víveres y dedicarían 41 negros con que
explotaban otras minas en Dagua y Yurumangui. Quintero tenía,
además, otros negocios. En 1748, por ejemplo, vendió 45
esclavos por comisión, en 1751 participó en el abastecimiento de
aguardiente al Chocó y a la sombra de este tráfico se dedicó a
enviar otros géneros.
Otra de las fortunas considerables de Cali pertenecía a
Gaspar de Soto Zorrilla, español que se dedicaba a proveer de
mercancías a los tratantes que viajaban al Chocó. Soto participó
activamente en la política local y se enfrentó, a partir de 1744, a
las familias de notables, a pesar de estar él mismo casado con una
criolla perteneciente a una de estas familias. A finales de 1756 su
mujer declaraba que Don Gaspar se hallaba,
"... en notable perturbación de juicio... y se ha experimentado
que la primera demencia va pasando a furia y notable
desconcierto..."2
Sus bienes fueron administrados en adelante por su yerno,
Manuel Pérez de Montoya, otro comerciante que se dedicaba a
abastecer a tratantes del Chocó y que jugó un papel importante
en la política local a partir de 1759, cuando fue nombrado
regidor perpetuo y teniente de gobernador.
La fortuna de Gaspar de Soto no incluía minas ni tierras pero
aún así parece haber sido la más considerable de Cali. A su mujer
le tocaron de gananciales y dote 72.382 pts. Esta última era de
8.685 pts. A una de sus hijas le cupieron 9.159 pts. de hijuela
más 3.542 de mejoras y a otros cinco herederos 51.937 pts., es
decir, que la fortuna debía ascender a unos 150 mil pts.

3. Las alianzas
La cohesión de una minoría puede entreverse a través de un
número limitado de situaciones y de alianzas familiares. No
solamente los troncos familiares o linajes permanecían
identificables fácilmente sino que las leyes de sucesión
contribuían a fijarlos a un primitivo latifundio. Puede decirse,

127
además, que las sucesivas divisiones de estas gigantescas
heredades obedecían a reglas similares a las que Presidían las
alianzas matrimoniales.
Hasta mediados del siglo XVIII el exclusivismo del patriciado
no afectaba para nada su sentido más amplio de una solidaridad
racial e inclusive puede pensarse que esta reforzaba a aquel. Lo
cierto es que los criollos ricos de Cali mostraron siempre una
inclinación marcada a casar sus hijas con pretendientes españoles.
Es posible que esto sea cierto respecto a todas las colonias. Al
menos hasta el momento, en la segunda mitad del siglo, en que
los antagonismos entre criollos y españoles comenzaron a surgir.
Los pretendientes españoles no podían ser otros que
comerciantes españoles, y excepcionalmente, algún allegado de
los funcionarios que venían a las Indias con un salario. En este
último caso se trataba de aventureros que buscaban una
oportunidad en América a la sombra del prestigio de algún
pariente. Por su parte, los padres criollos no parecen haberse
mostrado demasiado exigentes con respecto a la fortuna de sus
futuros yernos. Otra cosa, en cambio, eran los requisitos que el
candidato debía llenar en cuanto a sus orígenes. La vanidad
criolla podía hacer caso omiso de la pobreza del pretendiente y
hasta subsanarla, pero en ningún caso olvidar su posición social.
Un pretendiente debía acreditar de algún modo, que poseía la
hidalguía y sólo entonces los padres criollos acudían a proveer los
aspectos materiales del asunto.
De otro lado, ningún índice más apropiado para inferir la
riqueza o la importancia social de una familia criolla que la
cuantía y naturaleza de los bienes dotales de las hijas. La materia
era ocasión de rivalidades entre los criollos adinerados que, cada
vez que se concertaba un matrimonio, solían adelantar la porción
más grande posible de la "legítima" que debía corresponder a la
hija en el momento de la muerte de sus progenitores. Una vez
recibida la dote, el recién casado debía extender carta de pago
haciendo constar lo que él mismo había aportado y
comprometiéndose a responder por los bienes de la esposa con
"lo mejor y más bien parado" de sus propios bienes. Los
testamentos registraban también esta circunstancia con el objeto
de reintegrar los bienes dotales, en caso de que la mujer
sobreviviera al marido, y de determinar la parte de gananciales y
las legítimas de los hijos.
En 1731, cuatro años antes de su muerte, el Alférez real
Nicolás de Caicedo Hinestroza casó a su hija Francisca (de 29
años) con Juan Antonio de la Llera y Gómez, un español que no
poseía un centavo.3 La importancia de la familia de la novia
exigía que la dote fuera magnífica. Y como el novio era pobre de
solemnidad era también indispensable que los bienes dotales
fueran de naturaleza apropiada para iniciarlo en los negocios,
tanto como para realizar el prestigio de la novia. Por esto recibió

128
4.500 pts. en plata acuñada, tres esclavos de servicio para la casa
(avaluados en 1.200 pts.), vajilla de plata (224 pts.) y 2.882 pts.
representados en el ajuar de la novia. En este caso los bienes
meramente suntuarios representaban más del 50% del valor de la
dote. Tal vez por eso, después del matrimonio, Don Nicolás se
apresuró a adelantar al flamante yerno dos mil pts. más en
préstamo, provenientes de una de las capellanías que
administraba, aceptando como garantía los bienes dotales.
El mismo año del matrimonio de Doña Francisca otro criollo
adinerado, Francisco Garces de Aguilar, casó a su hija Rosa. Ya se
ha visto como Garcés había venido de la Audiencia de Quito y se
había casado con Bárbara de Saa. Su fortuna provenía del
comercio y particularmente de la trata de negros. Su yerno, un
español pobre que también estaba vinculado a la trata, recibió
seis mil pts. en plata, una negra de servicio para la señora y un
ajuar que valía 2.129 pts.
Recibir cuatro o seis mil pts. en dinero era sin duda un buen
augurio y hacia el estado matrimonial muy deseable. Los varones,
que alcanzaban la mayoría de edad sólo a los 25 años (a menos
que fueran emancipados antes), podían iniciarse con este capital
en los negocios, comprar tierras, esclavos o minas o dedicarse al
comercio.
El apoyo de un suegro poderoso podía rendir frutos también
en otros campos diferentes al económico. De la Llera, por
ejemplo, fue elegido alcalde del segundo voto dos veces
consecutivas: la primera, en 1735, a instancias de su suegro,
quien murió ese mismo año. Manuel de la Pedraza, el yerno de
Garcés de Aguilar, obtuvo en 1736 el privilegio de vender las
bulas de la Santa Cruzada y su suegro actuó como fiador.
Un matrimonio bien aconsejado podía significar para un
español pobretón o para el hijo de una familia noble el inicio de
una carrera de acumulaciones sucesivas. Naturalmente, estas
acumulaciones podían beneficiar a su mujer a través de dos o más
matrimonios. Doña Francisca Núñez de Rojas, hija de Antón
Núñez de Rojas, un poderoso terrateniente, aportó a su primer
matrimonio con el español Toribio Moro cuatro mil pts. de dote,
de los cuales 2.500 pts. en tierras. El matrimonio no tuvo hijos
pero Moro debió tener mucho éxito pues a su muerte dejó
fundada una capellanía con cuatro mil pts. de capital y la señora
pudo retirar 16 mil pts. que componían su dote y gananciales.
Esta cantidad entró como dote en un segundo matrimonio con el
santafereño Vicente de Peláez Sotelo. Y todavía en un tercer
matrimonio con otro español, Antonio de los Reyes, la señora
aportó 23.771 pts. de dote. Estos acrecentamientos permitieron
dotar a su vez a una hija con más de diez mil pts.
Por el contrario, una familia noble podía sentirse injuriada a
causa de una alianza matrimonial inconveniente. Doña Ignacia de

129
Escobar, viuda de Manuel Cobo y Caicedo, desheredó a dos de
sus hijos
"… por haberse casado contra mi voluntad, con desigualdad
notoria, ocasionándome grave pesadumbre y conocida injuria..."4

4. Los "montañeses" y las "castas".


A través de la vinculación a la vida política de la ciudad o al
hecho de haber desarrollado una actividad económica a una
cierta escala, conocemos con algún detalle lo que se refiere al
sector "noble" de la sociedad colonial. Se trataba, en el fondo, de
unos pocos nombres de familia que monopolizaban el poder de la
riqueza. Pero, qué ocurría con los demás estratos sociales?
Según el censo de 1777, la población de Cali se repartía entre
74 religiosos, 1.200 nobles, 2.078 mestizos y 1.962 "pardos". En
total un poco más de cinco mil personas. Ahora bien, entre
quienes figuraban como nobles, la mayoría no gozaba sino del
privilegio social de una distinción de casta Su situación
económica apenas debía ser suficiente para asegurarles un pasar
mezquino. A mediados del siglo el médico francés Sudrot de
Lagarda observaba que la mayor parte de los habitantes de Cali
pertenecían al "gremio de los pobres".5 Entre estos, los
absolutamente desposeídos, y los poderosos, existían una franja
estrecha de pequeños propietarios, artesanos afortunados y
nobles venidos a menos debido al fraccionamiento impuesto a las
fortunas inmuebles por una numerosa descendencia.
La estructura latifundista del siglo XVII no era propicia a la
existencia de pequeños propietarios. Pero al avanzar el siglo
XVIII fueron surgiendo, al lado de las grandes haciendas,
propietarios más modestos de hatos y estancias que se
beneficiaban con el trabajo de dos o tres esclavos. Cuando uno
de tales propietarios no provenía de una familia noble se le
designaba como "montañés", lo cual debía aludir al hecho de no
tener casa "poblada" en Cali y mantenerse, sin pretensiones, en
su propiedad rústica. En la segunda mitad del siglo XVII se había
creado una compañía de soldados de infantería con esta clase
social, para la cual se designaba un "capitán de montañeses".
Si nos atenemos a la frecuencia de los testamentos,, este
grupo social fue más numeroso en la segunda mitad del siglo
XVIII. Es posible, sin embargo, que los pequeños propietarios no
se cuidaran de protocolizar su última voluntad y que los arreglos
sucesorales se hicieran en muchos casos de facto.
Tomando un testamento casi al azar puede fijarse algunos
rasgos característicos. En 1754 testó Ventura González,
residente en Jamundí e hijo natural de una mujer llamada Juana
Carpintero. El nombre de esta sugiere que se trataba de un
mestizo, descendiente de algún artesano. Cuando se casó aportó
como capital diez yeguas, cuatro caballos, 40 puercos, una silla

130
"jerónima" con cabecera de plata, una espada, una daga, un
machete, un hacha, una atarraya con plomada y 40 pts. Este
equipo hace pensar que el personaje estaba pronto a ocuparse en
varias actividades, ninguna de las cuales se concretaba como un
oficio más o menos permanente. Pescador, mulero, granjero,
peón o comerciante, González, como muchos de los de su clase,
parece haber tenido una disponibilidad para cualquier tipo de
oficio. Se había casado con una viuda que tenía una hija y ellos, a
su vez, tuvieron cinco hijos. La mujer aportó como dote 45 reses
y la ropa y los adornos de su condición.
Los negocios de la pareja debieron prosperar pues, antes de
morir, Ventura no sólo pudo casar a dos hijas dotándolas
convenientemente e iniciar a tres hijos en negocios de ganado
sino amasar también una pequeña fortuna que incluía dos
esclavos, ganado y créditos por ventas de quesos y leche. Las
ambiciones sociales de este personaje corrían parejas con sus
logros materiales. En su testamento confesaba que, aspirando a
que uno de sus hijos recibiera las órdenes sagradas, le había
asignado un patrimonio para su congrua y se había permitido
avaluar sus propios bienes en exceso para justificar esta
liberalidad. Como los otros hijos podían resultar perjudicados,
ordenaba en su lecho de muerte que el patrimonio no redujera al
monto del quinto de libre disposición.
La fortuna de este pequeño propietario se explica no solo en
función de su trabajo sino también de sus posibilidades de
crédito. El ascenso social que le había procurado tener un hijo
cura le abría varias puertas. En primer término, había sido
mayordomo de una cofradía del Rosario en Jamundí y corno tal
administrador de una cierta cantidad de ganado. Luego, su
propio hijo era capellán de una fundación pía cuyos dineros había
hecho prestar al padre. También, constituyendo un censo, había
adquirido tierras en Jamundí y sobre estos dineros debía pagar
una renta de más de 60 pts. anuales. Debe anotarse que, al
momento de su muerte, debía ya ocho años de réditos atrasados
de uno de los censos.6 .
Los negocios de un pequeño propietario podían ser de diversa
índole. En otro testamento del mismo año encontramos que
Ignacio Prado, también mayordomo de cofradías en Cali y casado
con una indígena, se ocupaba como mulero al servicio de algunos
hacendados importantes. Unas pocas tierras que poseía en las
proximidades de Cali pertenecían a su mujer y en ellas mantenía
sus mulas y algunas reses lecheras.7
Al mismo nivel social que los pequeños propietarios rurales
pueden colocarse algunos propietarios de inmuebles urbanos
cuyos medios de vida se originaban en el campo. Poseían ganado
vacuno, caballar o menor que mantenían en tierras ajenas y cuyo
levante y engorde pagaban por cabeza. Existían también
arrendatarios de tierras. próximas a la ciudad, que dedicaban a la

131
agricultura aunque ellos mismos residieran de manera
permanente en Cali y poseyeran "casa poblada" en ella. Otros,
especialmente mujeres, poseían uno o dos esclavos que les
procuraban el sustento mediante su arriendo a propietarios
pudientes.
Una de las transformaciones sociales más visibles durante la
segunda mitad del siglo XVIII consistió en el crecimiento de los
arrendatarios (cosecheros) en tierras dedicadas al cultivo del
tabaco. El fenómeno debe atribuirse, en parte al menos, a la
organización del monopolio del tabaco hacia 1780 pero también
a un incremento demográfico de ciertos sectores de la población
(mestizos y blancos pobres), los cuales tendían a crear un vinculo
-que hasta ahora se había dado a muy pequeña escala- con los
propietarios.
Los elevados patrones de consumo de las clases altas en una
sociedad minera se comunicaban a las clases inferiores de la
sociedad y de esta manera aparecían también vínculos de
dependencia personal. En 1798 un José Bonilla manifestaba que
dos comerciantes le habían suministrado efectos de sus tiendas
con el compromiso de pagarles en trabajo. Les debía 156 pts.,
una suma cuantiosa, de la cual sólo podía abonar anualmente 10
ó 12 pts, con su trabajo, probablemente de artesano.8
En los estratos medios de la sociedad figuraban los "tratantes"
o pequeños comerciantes que dependían de los mayoristas o
"mercaderes de la Carrera", es decir, aquellos que traían
directamente mercancías desde Cartagena y Quito. Estos
tratantes eran a menudo comerciantes itinerantes que visitaban
los centros mineros en busca de rápidas y grandes ganancias. Los
yacimientos mineros atraían igualmente a pobres de solemnidad
que esperaban hacer fortuna allí. Al menos pueden señalarse dos
casos en que comienzos tan modestos estaban en el origen de una
gran fortuna. Se trataba de dos personajes de origen oscuro pero
que pudieron ascender en la escala social. Uno, el capitán Juan
Bravo de León, era hijo natural de un noble español y una mujer
de Toro. Se casó sin embargo con una de las hijas del capitán
Lorenzo Lasso de la Espada y aportó al matrimonio un capital de
más de 14 mil pts. representados en una mina y 14 esclavos. Al
morir tenía dos minas y 40 esclavos, más 31 que había comprado
recientemente y que todavía no había pagado.
En cuanto al otro, Bernardino Núñez de la Peña, también
hijo natural, de tratante se convirtió en poderoso terrateniente y
dejó una fortuna que puede calcularse entre 80 y 90 mil pts.
Aunque sus hijas se casaron con personajes que ostentaban el
título de "Don", sus descendientes varones se vieron envueltos en
conflictos con los nobles, celosos de este rápido ascenso.
Puede decirse que estos dos casos son casi únicos. Lo
corriente parece haber sido la situación inversa, de nobles
venidos a menos. Si bien la coyuntura del siglo era favorable a los

132
negocios, estos se hallaban monopolizados por grandes
propietarios de tierras y de esclavos o por unos pocos
comerciantes y mineros. Las familias crecían a un ritmo tal que
las fortunas medianas se deshacían, en el término de una o dos
generaciones, en manos de numerosos descendientes. Estas
personas, pese a su empobrecimiento, conservaban un cierto
grado de consideración social de la que no gozaban siquiera los
mestizos enriquecidos.
Lo que los padrones denominaban mestizos, era, sin duda, el
grueso de la población. Les seguía en importancia numérica los
pardos, esto es, población de origen africano que podía ser
esclava o libre. El hecho de que sobre esta última y sobre algunos
indígenas supervivientes recayera casi exclusivamente el peso de
las labores productivas en el campo y en las minas y de los oficios
serviles en la ciudad, indica -al menos negativamente- una de las
características del estrato mestizo.
Se trataba, en la mayoría de los casos, de una población
flotante cuyas relaciones con el estrato superior no estaban
institucionalizadas como con respecto a los indígenas (a través
del tributo y de todo lo que este implicaba) o a los esclavos.
Apenas en el siglo XVIII comenzaban a formarse nexos de
clientela con respecto a los propietarios y, en menor medida,
beneficios de tipo salarial. En algunos casos se trataba de
pequeños propietarios, de artesanos, de tratantes o de
arrendatarios. Pero casi siempre estaban desposeídos y parece
que hayan vivido de oficios ocasionales como el de muleros,
vaqueros o de domésticos en las casas señoriales.
En cuanto a los esclavos, la mayoría ni siquiera residía en la
ciudad de manera permanente. Algunos realizaban el prestigio de
algún noble como servidores domésticos, pero muchos debían
trasladarse una parte del año a las haciendas para ocuparse en
labores rurales. Esta doble función de la esclavitud indica el
carácter señorial y patriarcal de la relación con sus amos. En
muchas ocasiones los vástagos de las familias nobles recibían en
su infancia esclavos en donación de sus parientes y las recién
casadas incluían en su dote una o dos esclavas de servicio.
Las manumisiones testamentarias o las recomendaciones de
dar buen tratamiento a un esclavo en especial eran frecuentes y se
aludían relaciones teñidas de un cierto carácter emocional.
Tampoco era raro que los amos aceptaran vender al esclavo su
propia libertad mediante el pago de su precio en el mercado. Los
esclavos podían, pues, adquirir para sí y tener la oportunidad de
ahorrar 300 ó 500 pts. trabajando en días festivos.

133
NOTAS

1) Año 1690 f. 50 v. ss.


2) r. 68 f. 250 r.
3) r. 14 f. 148 r. ss.
4) r. 6 f. 187r. ss
5) ARB. II. 196. 196.
6) r. 7 f. 170 r. ss.
7) r. 35 f 291 v. ss.
8) r. 72 f. 160 r. ss.

134
CAPÍTULO VIII
LA POLÍTICA

1. Las dignidades de la República


Las dignidades municipales que componían el Cabildo de Cali
en el siglo XVIII eran de dos tipos: electivas y vitalicias. Quienes
ocupaban un puesto permanente de regidor debían comprar su
dignidad en Popayán, en pública subasta. En términos generales
existía un cierto concenso social respecto de las personas que
podían acceder a estos cargos. En el siglo XVI los encomenderos
habían logrado acapararlos y se habían opuesto a que los
ocuparan artesanos o personas que se consideraba de una
condición inferior. A pesar de que se introdujo en ellos la
venalidad, se siguieron considerando un monopolio de personas
"distinguidas" y, aunque no fueran hereditarias, sólo sus
descendientes o algún allegado se atrevía a pretenderlos. Cuando
el simple poder del dinero trataba de forzar esta conveniencia
social informulada, surgía fatalmente el conflicto.
El cargo más vistoso y de mayor influencia social en el
Cabildo, el del Alférez real, pertenecía por este derecho de
preeminencia social a la familia Caicedo. En él se sucedieron, en
el curso del siglo, cinco miembros de esta familia:
Cristóbal de Caicedo Salazar, hasta 1705
Nicolás de Caicedo Hinestroza, de 1706 a 1736
Juan de Caicedo Jiménez, 1736 a 1744
Nicolás de Caicedo Jiménez, 1744 a 1756
Manuel de Caicedo Tenorio 1758 a 1808.
En el interregno de 1756 a 1758, durante la enfermedad de
Nicolás de Caicedo J., ocupó el cargo de su yerno, el español
Francisco Lourido Romay. El sucesor tuvo que disputar el cargo
a un poderoso comerciante, Manuel Pérez de Montoya, cuyo
suegro, el español y comerciante Soto y Zorrilla, había entrado
ya una vez en conflicto con los patricios de la ciudad en 1743.
Pérez de Montoya alegó en 1759 que el título obtenido por su
rival estaba viciado pero no logró la anulación. Tuvo que
contentarse con ejercer el cargo de teniente de gobernador que le
fue confiado al año siguiente y rivalizar desde él con el Alférez.
Los otros regimientos perpetuos eran, en orden de
precedencia, el de Alguacil Mayor, el de Alcalde mayor
provincial, el de Depositario general y el de Fiel ejecutor. La
importancia de estos cargos se medía por sus funciones pero
sobre todo por el rango que proporcionaba cada uno en relación
al otro, según un orden preestablecido por la tradición. Según
una disposición de la Audiencia de Quito de 1742 la precedencia
de los cargos es la que se ha indicado. En 1770, sin embargo,

135
Antonio Cuero, allegado de la familia Caicedo, se empeño en
gozar de la precedencia, como Alcalde mayor, sobre el Alguacil.
Este último era Martín Domínguez Zamorano, hijo de un
comerciante español cuyos títulos al Cabildo habían sido
impugnados también por el clan de los Caicedos hacía una
generación. En el mismo año de 1770 se dió una disputa parecida
entre dos cuñados, ambos hijos de comerciantes, al pretender
Antonio Garcés y Saa que su fielato debía preceder al puesto de
depositario general que ocupaba Andrés Francisco Vallecilla.1
Como se verá más adelante, los regidores ejercían un control
indiscutible en los asuntos de la "República". Era natural
entonces que los comerciantes -generalmente de origen español-
buscaran abrirse camino en el Cabildo haciendo valer el peso de
sus escudos. En 1744 Manuel Caicedo y el comerciante Matías
Domínguez Zamorano disputaron el puesto de Depositario pero
el último ofreció 1.250 pts. y venció a su contrincante. Los
Caicedos buscaron hacer anular la otorgación alegando
ilegitimidad en Domínguez y el hecho de ser mercader. Esta vez,
sin embargo, el comerciante fue apoyado por otros españoles y un
linaje de comerciantes criollos, el de los Garcés y Saa.
Los regimientos y el control municipal fueron monopolizados
por propietarios y mineros hasta 1726, cuando el hijo de un
comerciante español obtuvo la Alcaldía mayor provincial
mediante el pago de mil pts. Se trataba del Maestro Ceballos,
cuyo título le venía de estudios hechos en Quito y que sucedía en
el cargo a un importante propietario. Don Feliciano de Escobar
Alvarado. Ya en 1720 Ceballos había sido procurador de la
ciudad y desde 1722 familiar del Santo Oficio. Ostentando su
nueva dignidad de Alcalde mayor fue elegido dos veces alcalde
ordinario e intervino durante más de veinte años en los asuntos
del Cabildo. En 1734 fue teniente de gobernador y como tal
encargado de residenciar funcionarios. En 1744, junto con dos
comerciantes españoles, se quejaba de los Caicedos, a quienes
calificaba de despóticos y soberbios. Estos reaccionaron pidiendo
que el Maestro cerrara su tienda de comerciante o cesara en el
ejercicio de la Alcaldía mayor. Con este pretexto llegaron a
obtener que la Audiencia de Quito lo suspendiera, pero fue
restituido prontamente.
La preeminencia de Ceballos se debía, más que a sus estudios
(aunque estos le confieren cierta ventaja sobre nobles que a duras
penas sabían leer y escribir), a su fortuna en los negocios. En
Quito se había casado, antes de 1720, con Doña Juana de Troya
y Gaviria de quien se separó para venir a residir en Cali, en donde
había nacido. Desde un modesto comienzo en los negocios pudo
amasar una fortuna que se calculaba en 1744 en 80 mil pts. En
1725 había viajado a Cartagena y, según el decir de varios
comerciantes que lo acompañaron, había invertido allí más de 20
mil pts. Según los mismos testimonios tenía en 1744 la tienda

136
mejor surtida de Cali. Sobre esta presunción su mujer testó en
Quito en 1744 disponiendo de 19 mil pts. de la fortuna del
Maestro en obras pías. En Cali se encargaron de ejecutar la
voluntad de la señora, que por mandato de la Audiencia de
Quito, Don Nicolás de Caicedo, Don Jerónimo Ramos de
Morales y Don Francisco Leonardo del Campo. El Maestro tuvo
que sostener un largo pleito que, según afirmaba en su
testamento le había costado 16 mil pts. Posiblemente toda esta
pugna judicial, como era frecuente, tuvo mucho que ver en las
rivalidades políticas de la época.
Sobre el poder de Ceballos los albaceas, que actuaban en
Quito, estaban bien informados. Tenían "
... por odiosas y sospechosas las justicias de la dicha ciudad,
como lo juramos por Dios Nuestro Señor y una señal de la Cruz,
por ser el teniente su amigo y los alcaldes actuales removidos al
voto con el cual Don Juan los eligió..."2
En la segunda mitad del siglo más comerciantes accedieron a
los cargos honoríficos de la "República" sin encontrar demasiadas
objeciones. Así, Manuel Pérez de Montoya, regidor perpetuo
desde 1759, familiar del Santo Oficio, alcalde ordinario dos veces
y Teniente de gobernador en 1760, "... no obstante ejercitarse en
la mercancía, por no ser desmedro, en estos reinos tal
ocupación", como lo declaraba el título expedido por el virrey,
aunque pusiera como condición emplear un cajero o dependiente
para expender los efectos mientras ejerciera el cargo.3
El control del Cabildo se ejercía principalmente sobre la
designación de dignidades electivas. Si bien el Alguacil mayor, el
Depositario general o el Fiel ejecutor tenían funciones
permanentes, estas parecen haberse ejercido con mucha
parsimonia. Las funciones policivas del Alguacil mayor, por
ejemplo, eran más bien simbólicas pues para ejercerlas contaba
con el auxilio de dos alcaldes de la Santa hermandad, elegidos
entre los propietarios de haciendas. Por su parte, el Fiel ejecutor
muy rara vez controlaba pesos y medidas del comercio. Los
alcaldes ordinarios, elegidos cada año en el seno del Cabildo,
tenían en cambio funciones judiciales, ejecutivas y hasta
legislativas en la órbita municipal. Ellos dirimían demandas
civiles en primera instancia (principalmente pleitos sobre tierras y
aguas), imponían sanciones penales, dictaban -al principio de su
mandato "autos de buen gobierno" y velaban por su
cumplimiento El procurador de la ciudad, funcionario que
también se elegía al comenzar el año, instaba para que se dictaran
disposiciones en beneficio del común y se ocupaba en zanjar
disputas con Buga sobre los términos municipales. El mayordomo
administraba las rentas de la ciudad y los hermandarios cuidaban
del sosiego en los campos.
Para la designación de estos funcionarios jugaban las
solidaridades de los clanes familiares representados en el Cabildo.

137
En el curso del siglo vemos sucederse una especie de hegemonía
de estos clanes cuyos intereses eran diversos e intrincados unos
con otros pero que pueden simplificarse según el origen y la
actividad de cada grupo. Así, en líneas generales puede afirmarse
que si en los primeros años del siglo se advierte todavía la
influencia predominante de los propietarios de "la otra banda",
estos fueron sustituídos rápidamente por la hegemonía de los
mineros, representados por la familia Caicedo y sus allegados
quienes, a su vez, a mediados del siglo, tuvieron que enfrentar un
desafió por parte de los comerciantes sobre todo de origen
español. Dos factores, sin embargo, contribuyen para que esta
simplificación no sea tan nítida. El primero, que tanto mineros
como comerciantes solían injertarse en el tronco de las familias
tradicionales. Luego, que estos dos sectores buscaban a hacerse a
propiedades rústicas, aunque en este caso su interés estuviera
centrado en las proximidades de Cali y se convirtieran casi
siempre en propietarios de la banda occidental del río Cauca.
La relativa influencia de estos grupos puede medirse por los
resultados de las elecciones para alcaldes, procuradores y otros
cargos en el curso de todo el siglo. En los cien años (1701-1800),
por ejemplo, ocuparon las alcaldías ordinarias (de primer y
segundo voto) 129 personas. En el siglo XVI los alcaldes de
primer voto habían sido encomenderos en tanto que los de
segundo voto habían sido simples soldados o vecinos. La
distinción no tenía ya este sentido en el siglo XVIII pero de todas
maneras el alcalde de primer voto tenía precedencia sobre el
otro. Una misma persona podía alcanzar sucesivamente las dos
dignidades pero casi siempre se iniciaba en el cursus honorum con
la alcaldía de segundo voto, la mayordomía o el puesto de
hermandario. Los procuradores eran, en muchos casos, alcaldes
que acababan de cumplir su período. De esta manera se
prolongaba la distinción alcanzada y se aportaba la experiencia
adquirida en otro servicio a la "República".
El grado de concentración de poder puede apreciarse en el
hecho de que, en total, hubo 70 reelecciones de alcaldes durante
el siglo. Y que las mismas personas que en algún momento
ocuparon las alcaldías fueron elegidas también como
procuradores en 80 años (o sea el 80% de las veces), 25 como
mayordomos y 39 como hermandarios. Respecto a estos últimos
hay que tener en cuenta que, tratándose de dos hermandarios por
año, la incidencia de la elección fue menor que la de los
mayordomos. Era en todo caso un puesto cuyo prestigio no se
parangonaba con el de los primeros.
La concentración de poder puede medirse también agrupando
a los elegidos en clanes familiares, integrados por consanguíneos y
allegados a una familia por vínculos matrimoniales directos. Así,
entre los propietarios de "la otra banda" tenemos varias estirpes
encabezadas por algunos grandes latifundistas: la de Lorenzo

138
Lasso de la Espada, a comienzos del siglo, que integraba a
Escobares, Silvas, y Bacas, y la del español Ruiz Calzado e
Ignacio Piedrahita Saavedra. Los mineros se agrupaban
principalmente en torno a la familia Caicedo y los descendientes
de Juan Antonio Garcés de Aguilar se encontraban aliados casi
siempre con comerciantes.

Cuadro Nº 10
Alcaldes, procuradores de Cali 1701-1800

Familias

Caicedos 14 23 4 8
Allegados 18 16 13 19
Totales 32 24.8 39 17 27
Propietarios de la "otra
banda"
Lasos y allegados 16 12.4 10 13 7
Ruiz Calzado y allegados 18 14.0 15 16 8
Vivas y allegados 7 5.5 7 6 7
Totales 41 32 35 22
Garcés y allegados 12 7 10 11
Otros 44 22 38 23
Gran Total 129 100 100 100 83
Comerciantes 25 19.3 19 24 24

El contraste de poder entre estos grupos es significativo: 14


miembros de la familia Caicedo ocuparon la alcaldía de primer
voto 23 años de los cien y sus allegados otros 16. Pero los
Caicedos, cuya preponderancia era incontrastable en las alcaldías
de primer voto, apenas ocuparon las de segundo voto o el puesto
honorífico de la procuraduría, contentándose con que accedieran
a estos puestos sus parientes (13 y 19 años respectivamente).
Comparativamente, el poder de las viejas familias de
propietarios de la otra banda no podía igualarse al de los
Caicedo, así fueran más numerosos. Cuarenta y una personas
pertenecientes a aquellas familias ni siquiera llegaron a ocupar la
alcaldía de primer voto las veces lo que hicieron éstos. En
cambio, obtuvieron la de segundo voto 35 años. Con todo, debe
anotarse que su acceso a la alcaldía de primer voto fue más
frecuente que el de propietarios, mineros o comerciantes que no
han podido ubicarse con precisión dentro de algún clan familiar.
El grupo familiar que encabezaban el español Ruiz Calzado,
de un lado, y el criollo Ignacio Piedrahita del otro, era el más
influyente no sólo por la importancia de sus haciendas sino por
haber logrado acaparar más tiempo las dignidades de la
"República". Frente a los grupos de los Lassos y de los Vivas, este

139
linaje integraba propietarios más recientes, entre ellos algunos
comerciantes y mineros que, como se ha visto, edificaron
verdaderas haciendas dentro del marco tradicional del latifundio.
La influencia de los comerciantes era igualmente apreciable y
fue creciendo en la segunda mitad del siglo. Aunque integrados
por vínculos de parentesco a los clanes anteriormente descritos,
su participación se ha medido también por separado. Los 25
comerciantes que fueron alcaldes (ocho de los cuales de origen
español) ocuparon 19 años la alcaldía de primer voto, 24 la de
segundo voto y 24 también la procuraduría. Es decir, que su
participación fue proporcionalmente mayor que la de los mismos
propietarios de la otra banda.
Este aparente equilibrio político entre los linajes familiares
integrados por terratenientes, mineros y comerciantes, no
descartaba las tensiones internas. La preponderancia misma de la
familia Caicedo se veía desafiada en ocasiones y la influencia de
los comerciantes tendía a sustituir la de los propietarios de la
otra banda. En el seno mismo de las familias tradicionales, que
acogían a españoles y comerciantes, se daban desgarramientos y
conflictos, para no hablar de las contradicciones de los grupos
dominantes con el resto de los sectores sociales.
¿Qué papel jugaban entonces las autoridades españolas, a las
que tradicionalmente se ha visto como fuente de opresión? Es
cierto que desde Popayán, cabeza de la gobernación, el
representante de la Corona nombraba un teniente de gobernador
y que, en última, quienes aspiraban a las dignidades vitalicias y al
control del Cabildo tenían que pagar su gabela en las Cajas reales
de Popayán. Pero, contra lo que pudiera creerse, este
nombramiento y con mayor razón la provisión de regimientos
obedecían a las condiciones mismas de un equilibrio de fuerzas
en el interior de la oligarquía municipal. El gobernador podía
favorecer a uno de los bandos en presencia para morigerar la
soberbia de las otras fracciones. A partir de 1744, por ejemplo,
cuando se agudizaron los conflictos entre patricios y
comerciantes españoles, vemos sucederse a estos últimos en la
tenencia, como para contrastar la hegemonía del Alférez y de sus
allegados.
Desde finales del siglo XVII los caleños habían discutido el
privilegio del gobernador de nombrar tenientes ya que en esa
época el nombramiento implicaba una intervención todavía
mayor en la escogencia de las dignidades de la "República". El
teniente podía designar por un año a las personas que debían
llenar los regimientos vacantes. En este sentido existían
disposiciones contradictorias de la Audiencia de Quito que los
caleños interpretaban en su favor.

140
2. Los conflictos
El siglo XVIII está jalonado por una sucesión de conflictos en
el ámbito de la sociedad caleña. El relato tradicional de
Arboleda, que se deriva de la transcripción casi textual de las
actas capitulares, resulta muy útil para su estudio aunque no
revela unidad alguna en estos incidentes dispersos
cronológicamente. Como la información de que dispone proviene
de las actividades del Cabildo, la mayoría de los incidentes
registrados posee un carácter político. Aparentemente se trata,
una y otra vez, de luchas sordas y enconadas por el control de los
asuntos de la "República", por la supremacía de una facción.
Pero qué define a estas facciones? En ausencia de antagonismos
ideológicos que los expresen, como caracterizar los intereses en
pugna? En otras palabras, qué relaciones existían entre el nivel
político y las realidades sociales y económicas?
Ya se ha visto cómo los clanes familiares o "linajes"
conformaban facciones en cuyo seno mismo podían surgir los
conflictos. Pero de una manera más profunda que las simples
querellas familiares existió una tensión permanente entre sectores
más tradicionales de esta sociedad y los recién llegados, entre
latifundistas y mineros, entre patricios y criollos y comerciantes
advenedizos, generalmente de origen peninsular, y de todos estos
sectores con respecto a mestizos y afortunados.
Desde comienzos del siglo una familia singular logró
congregar en torno suyo adhesiones o suscitar rechazos y en cada
incidente alguno de los miembros se halló presente de alguna
manera. Su ascenso a la hegemonía social y política estuvo ligado
al vuelco que experimento la economía de la región con al acceso
de los ricos yacimientos mineros del Pacífico.
Así, desde la última década del siglo XVII el poder reposaba
en manos de Cristóbal de Caicedo Salazar, Alférez real y Maestre
de Campo. Este último título lo había ganado, con ayuda de sus
hijos, al contribuir a la apertura de las riquezas del Chocó
"pacificando" las tribus indómitas. A raíz de su muerte (1707),
sin embargo, la autoridad de su hijo, el nuevo Alférez real,
encontró algunos tropiezos. En 1707 Diego Peláez Sotelo de
Berrio, perteneciente a una poderosa familia de terratenientes
por parte de su madre, Francisca Núñez de Rojas, fue nombrado
teniente del gobernador García de Salcedo. También recibió el
titulo de Maestre de Campo, dignidad que todavía ostentaba
Don Cristóbal Caicedo. Este fue repuesto por la Audiencia de
Quito pero murió ese mismo año. En diciembre, un nuevo
gobernador, el marqués de San Miguel de la Vega, designó al
sucesor de Don Cristóbal, Nicolás de Caicedo, como su teniente,
pero este encontró la oposición de Diego Peláez.
El incidente reproducía punto por punto viejos conflictos
entre terratenientes y recién llegados. Ya el abuelo de Peláez, el

141
terrateniente Antón Núñez de Rojas, había encontrado
objeciones a su tenencia en 1688 por ser encomendero, muy
"emparentado" y tener tienda de mercaderías en la plaza.4 Ahora
el Cabildo estaba compuesto por familiares de los dos candidatos
a la tenencia. El Maestre de Campo tenía allí a su cuñado,
Baltasar Prieto de la Concha, y a su medio hermano Antonio
Agustín de los Reyes. Por su parte, el Alférez contaba con su
cuñado. José Cobo Figueroa, procurador de la ciudad.
Un segundo incidente, mucho más dramático, iba a enfrentar
definitivamente a las dos familias y a opacar la influencia de los
descendientes de Antonio Núñez. En 1711 el Alguacil mayor
Antonio Agustín de los Reyes, hijo también de Francisco Núñez,
dió muerte a Cristóbal Quintero Príncipe. La familia de este
clamó por la cabeza de Reyes pero la Audiencia de Quito apenas
le impuso 500 pts. de multa, absolviéndolo por haber actuado en
defensa propia. Lorenzo Lasso, ayudado por el Alférez real, lo
condenó a muerte. Al año siguiente se arregló la elección con un
cuñado de la víctima y un yerno de Lasso para que confirmara la
sentencia y para obligar a Reyes a desterrarse.
El resto de la vida del nuevo Alférez transcurrió sin mayores
incidentes políticos. Desde 1726 gozó inclusive de la facultad de
nombrar regimientos vacos por un año y en las elecciones de
dignatarios siempre hizo figurar a algún pariente próximo. Por
eso, en 1731, Francisco de la Flor Laguno, un comerciante
español, se quejó sin éxito en Quito del nepotismo ejercido por
el Alférez y del fiel ejecutor Don Ignacio de Piedrahita.5
También, a raíz del juicio de residencia de un gobernador, se le
hizo el cargo de no haber elegido como alcaldes a los vecinos más
dignos sino a sus propios parientes.6
Después de la muerte de Nicolás de Caicedo Hinestroza
(ocurrida en 1736) volvieron a surgir los incidentes, en los que
los nuevos protagonistas eran casi siempre comerciantes. En 1742
Ignacio Piedrahita, terrateniente que había intervenido de común
acuerdo con el Alférez anterior en casi todas las elecciones de
dignatarios, desautorizó la elección de ese año en la cual se había
designado a un primo del nuevo Alférez. La Audiencia de Quito
invalidó la elección y el gobernador nombró como alcalde de
primer voto a Francisco de la Flor Laguno, el mismo que en 1731
se había quejado del nepotismo de los Caicedos, y como alcalde
de segundo voto a otro comerciante español, Gaspar de Soto
Zorrilla.
Al año siguiente ni siquiera intervino el Alférez real en las
elecciones por estar suspendido. La situación quedó en manos de
rivales caracterizados de la familia Caicedo y las elecciones
recayeron de nuevo en comerciantes españoles. Al poco tiempo
de ejercer sus funciones los alcaldes se vieron enfrentados a un
motín popular que se decía haber sido incitado por el cura de la
ciudad, José de Alegría y Caicedo. Frente a hechos tan graves el

142
gobernador de Popayán tuvo que intervenir y trasladarse a Cali
en donde ordenó la prisión para todos los responsables, entre
otros el mismo Alférez real, Juan de Caicedo Jiménez.
El motín de febrero de 1743, en el que los patricios
levantaron a mestizos y libertos contra la influencia cada vez
mayor de comerciantes recién llegados, sólo sirvió para afianzar a
éstos en el poder. El 6 de julio, por ejemplo, el comerciante
Matías Domínguez Zamorano presentó un título de depositario
general alegando que Juan A. de la Llera, cuñado del Alférez
andaba ausente atendiendo sus minas y había descuidado el
cargo. El virrey mismo se pronunció en favor del comerciante con
el pretexto de que los Caicedos habían propiciado el contrabando
por Buenaventura y habían acaudillado el levantamiento de
febrero 7 . En diciembre, otro comerciante se atrevió a disputar
|

al heredero del Alférez recién muerto el título mismo del


alferazgo.
En los años siguientes las facciones en el Cabildo reflejaron
claramente la oposición de intereses y las susceptibilidades
familiares de terratenientes y mineros criollos y comerciantes
españoles. En 1745, por ejemplo, la facción de los comerciantes
censuró la actuación del cura en los sucesos ocurridos dos años
antes y en torno a este problema el Cabildo se escindió, a tal
punto de sesionar por separado amigos y adversarios del cura.
En los incidentes de 1743 la oposición de los patricios
criollos, y particularmente del sector de mineros, al ascenso
social y político de españoles y comerciantes recién llegados,
parece haber estado mezclada a viejas rencillas familiares con los
terratenientes. Ignacio de Piedrahita, por ejemplo, un
terrateniente que, como se ha visto, había objetado en 1731 el
nepotismo de los Caicedo y que en 1742 había impugnado una
elección manipulada por estos, en 1745 figuraba entre sus
partidarios contra la facción de los comerciantes. Otro de los
principales actores, el Maestro Juan de Ceballos, era no sólo
comerciante e hijo de otro comerciante español sino también
primo hermano de Diego de Peláez Sotelo y Antonio Agustín de
los Reyes, terratenientes a quienes hemos visto rivalizar con los
Caicedo a comienzos del siglo.
La calidad de español o de comerciante, por sí solas, no podía
señalarse como la ocasión única de estas querellas locales. Tanto
en el siglo XVIII como en el anterior, los españoles eran
aceptados en el seno del patriciado, que inclusive propiciaba
gustoso el enlace de sus hijas con los recién llegados. De otro
lado, muchos patricios tuvieron tienda abierta en alguna ocasión
sin que esto los descalificara para ostentar las dignidades de la
"República". Pero parece cierto que el ejercicio del comercio a
gran escala, unido a la calidad de forastero, podía dar lugar a
roces que degeneraban fácilmente en rivalidades inextinguibles.

143
¿Qué otro significante tiene, por ejemplo, el parecer del
cabildo con respecto a un rico comerciante en esclavos y
propietario reciente, Don Clemente Jimeno de la Hoz? Este
español estaba casado con una hija de Diego Peláez, el rival de
Cristóbal Caicedo, parentesco que lo vinculaba a una de las viejas
facciones que se disputaban el poder de la ciudad. En 1730 el
Cabildo lo calificaba de
"... ardiente en su naturaleza y enemigo declarado no sólo de
la paz y quietud sino también de muchos vecinos de esta
ciudad..."8 .
Uno podría sospechar que los "enemigos" de Jimeno eran
deudores morosos.
Francisco de la Flor Laguno, otro español casado con criolla
que se quejaba del nepotismo de los Caicedos, era también
comerciante en esclavos. En cuanto a Gaspar de Soto Zorrilla, el
español de quien Salvador de Caicedo, tío de su mujer, se refería
como "el pícaro de Zorrilla" y contra quien se había dirigido el
motín popular de 1743 era uno de los comerciantes más
acaudalados de Cali. De su tienda salían abundanres mercancías a
crédito que se vendían en el Chocó y a su muerte, en 1758, le
tocaron a su viuda 72.383 pts. y a cada uno de sus hijos (eran 6)
cerca de 10 mil.
Así, la insolencia imperdonable de los recién llegados consistía
en que fueran capaces de rivalizar económicamente con el
patriciado. En 1753, por ejemplo, varios comerciantes: Leonardo
Sudrot, Soto Zorrilla, José de Borja Tolesano, Juan Valois y el
capitán Dionisio Quintero Ruiz ejecutaron por una deuda de
2.500 castellanos (5 mil pts.) al Doctor Bartolomé de Caicedo.9
Los mismos personajes se vieron envueltos en un incidente que
tocaba el "puntillo de la honra" de las principales familias de Cali
tres años más tarde. Este incidente revela las tensiones que
podían surgir entre los nobles y otros sectores sociales que
pugnaban por ocupar un puesto a su lado.
El 27 de enero de 1756 Juan Núñez Rodríguez, hijo de un
rico minero mestizo, fue puesto en la cárcel por orden del alcalde
Don Ignacio Vergara,
"... sobre palabras que el dicho Núñez tuvo con su merced, el
señor alcalde ordinario..."
Núñez recibió el apoyo de sus cuñados, José de Borja
Tolesano y Dionisio Quintero Ruiz, dos de los comerciantes que
tres años antes habían ejecutado a un Caicedo, pero el asunto se
agravó por otra imprudencia de Núñez. Según el Alférez real,
"... sólo Núñez, un mestizo de los más ínfimos de esta
ciudad, sin otro adminículo que le aliente que algún caudalillo...
se atrevió a atropellar los respetos y circunstancias que en mí, por
la piedad de Dios, concurren..."10

144
La soberbia incomparable del Alférez, que reducía a su más
mínima expresión al pobre comerciante, había sido exacerbada
por la afirmación maliciosa del mestizo y de sus cuñados de que
una Silva Lersundi, tronco de las "mejores familias de Cali" no
había sido otra cosa que la cacica de Roldanillo.
"...cuya injuria, tolerada, pudiera destruir el concepto común
de sangre en que estaban dichas familias..."11
El "insulto", en efecto, comprometía a más de 30 personas,
entre otros a los comerciantes españoles, rivales en ocasiones de
los Caicedos pero emparentados con ellos, como Zoto Zorrilla,
Juan de Argumedo o Custodio Jerez y los más próximos, Antonio
de la Llera y el francés Sudrot de la Garda.
Aquí la causa de la confrontación tocaba más profundamente
a los interesados que las simples rencillas en las familias o la
simple rivalidad económica. Se trataba de una acusación de
mestizaje, la cual atentaba directamente contra el prestigio que
fundaba toda preeminencia social: la "limpieza de sangre", o sea
la indiscutible ascendencia española de los criollos.
El complejo del criollo, que ha visto certeramente P. Chaunu,
podía chocar en ocasiones con el español (al que secretamente
reconocía poseedor de una calidad superior), pero jamás
repudiarlo. Esto explica también la frecuencia de matrimonios de
criollas ricas con españoles recién llegados: frente a la sospecha
de mestizaje, más valía llenarse de certidumbres con respecto a
las alianzas.

NOTAS

1) ARB. II, 356.


2) AJ 1o. CCC r. 4. Eran tales los intereses que actuaban en estos litigios
que el mismo Obispo de Popayán tuvo que intervenir y amenazar con la
excomunión a los testigos para que declararan la verdad sobre los bienes
del Maestro.
4)
5) Ibid. II, 72
6) Ibid. 76
7) Ibid. 152,
8) Ibid. 70
9) r. 43f. 251 r.
10) ARB, II, 270
11) Ibid.

145
APÉNDICE

Haciendas y propiedades de vecinos de Cali.


Siglo XVIII.
Nota: Aunque en el cuerpo de este trabajo se han
adelantado algunas hipótesis acerca de la
fragmentación y la concentración de la propiedad
territorial, se ha juzgado útil publicar este apéndice
que recoge la información disponible en los protocolos
de escribanos sobre enajenación de fundos. Aunque a
primera vista la información parece confusa por el
hecho de estar en bruto y haberse acumulado en ella
otros datos (sobre parentesco o sobre la actividad
principal de los propietarios, por ejemplo), esperamos
que resulte de alguna utilidad para futuras
investigaciones.

Abrojal.
(r. 28 f. 243 v.) 15 Nov. 1749. D. Nicolás Velásquez vende a
Da. Petronila Cobo un pedazo de tierra en el Abrojal. "... cuyo
derecho es la cuarta parte de las tierras que se comprenden entre
los dos zanjones de Mirriñao y Coronado, desde el terraplén que
está junto a las posesiones de dicha compradora, viniendo por
abajo hasta un cerrito que (...) antes de llegar a las posesiones de
D. Pedro Rodríguez...". Precio, 160 pts. La compradora era
viuda de Santiago de Avenía. Las posesiones a las que se refiere el
documento eran la cuarta parte de un derecho de tierras en
Coronado que poseía junto con José Escobar y Lasso y Pedro
Velásquez, hermano del vendedor. Escobar y Lasso poseía dos
partes del derecho, los que vendió el 4 de Julio de 1748 (r. 30) a
D. Antonio Núñez, "... en media legua de largo y de ancho desde
el zanjón de Mirriñao al zanjón de Coronado, y en dicha media
legua de tierras tiene asimismo derecho Da. Petronila Cobo y
Dn. Pedro Velásquez, cada uno de éstos un derecho y el
otorgante dos, que es la mitad de la dicha media legua; y por la
parte de arriba lindan dichas tierras con las de Don Francisco
Vivas. Da. Maria Bejarano y Dn. Pedro Velásquez y por las de
abajo con tierras de Da. Petronila Cobo y Dn. Pedro
Rodríguez...". Precio 300 pts. (r. 11 f. 90 r.) 20 Ab. 1751. El
cura Bejarano había donado tierras en el Abrojal a Juan Ambrosio
del Castillo. Este, a través de su hermano Pedro Castillo y
Castro, las vendió en la fecha a José del Castillo y Castro por 400
pts., junto con cinco esclavos y 20 yeguas (todo por 1800 pts. a
reconocer a censo dos capellanías). Las tierras estaban situadas

146
entre el zanjón de Malibú y el de Aguaclara por lo ancho y por lo
largo desde la chamba de la hacienda de los jesuitas corriendo un
cuarto de legua para abajo entre los dos zanjones
mencionados. (r. 56 f. 218 v) 28 Jul. 1752. José Escobar y Lasso
tenía tierras contiguas: desde el zanjón de Aguaclara hasta la
madre del río Amayme en ancho y en largo desde los linderos de
la hacienda de los jesuitas de Popayán "... que es cuadra y media
de 108 varas cuadra..." hasta los linderos del trapiche de Dn. José
Castillo. Permuta estas tierras en la fecha con otras que Juan y
José de Cárdenas poseían en la Herradura. (r. 80 f. 60 r.) Abril,
1755. José Escobar y Lasso vende al Pbro. Dn. Juan Rangel una
hacienda en el Abrojal llamada "Santa Rita de Aguaclara". El
documento es ilegible en gran parte. La hacienda tenía 500 reses
de cría, esclavos, trapiche y cañaduzales. Se vendió por 7.388 pts.
pero estaba gravada con 7.520 pts. de censos y el vendedor tuvo
que entregar al comprador 132 pts. (r. 80 f. 320 v.) 27 Nov.
1755. La viuda María Auji vendió cuatro cuadras en el sitio del
Abrojal a Pedro de Bedoya por 100 pts. (r. 60f. 10 r.) 12 Enero
1757. Bernardo Quintero, vecino de Caloto, vende a Ignacio
Payán la mitad de las tierras que, Escobar y Lasso había
permutado con los hermanos Cárdenas. José de Cárdenas había
legado las suyas al Maestro Francisco Javier Jiménez y éste las
había enajenado al vendedor. (r. 46 f. 63 v.) 8 marzo 1759.
Todavía Escobar y Lasso vende un derecho de tierras en el
Abrojal a Juan Lozano por 200 pts. "... desde el deslinde de las
tierras de José del Castillo y el Maestro Juan Ranjel para arriba,
cinco cuadras y media de a 108 varas cuadra, que da con el
deslinde de las tierras de Juan de Cárdenas y de ancho entre el
zanjón de Aguaclara y Amayme y por la parte de Amayme
deslinda por la parte de abajo un guadual redondo a la orilla de
una zanja antigua que es el lindero de las tierras que pertenecen
al dicho Maestro Dn. Juan Ranjel...". Como puede verse, el
principal propietario en el sitio de el Abrojal fue José de Escobar
y Lasso. Este era hijo de Feliciano de Escobar y de Mariana
Lasso. Estos habían heredado de Lorenzo Lasso de la Espada la
hacienda de Aguaclara. José de Escobar se casó con Catalina
Garcia, hija del Alférez Luis José García y Maria Pérez Serrano
propietarios de MALIBU. Esta fue heredada por Francisco.
García. Contigua al Abrojal, según el documento de 4 de julio de
1748. Escobar y Lasso murió en octubre de 1767, en su
hacienda de Nuestra Señora de la Concepción de Nima.

Aguacatal
(r.8 f. 439 v.) 6 Jul. 1729. Magdalena Daza, viuda de Pedro
Muñoz, vende a José Pretel un pedazo de tierra "... en los altos
de la sierra en esta jurisdicción que llaman los aguacatales...".
Pertenecía a los hijos menores de Muñoz quienes no tenían
ganados para ocuparla. Se vendieron en 140 pts., su precio de

147
costo. Sus linderos eran la quebrada que baja de la montaña de
Dapa y la quebrada Contador. (r.55 f. 31 v.) 17 Ab. 1733. El
Sargento Mayor Mateo Vivas Sedano dona 50 pts. de tierras a su
compadre José Pretel y Llanos de esta banda de la quebrada del
Aguacatal "... que linda por la parte de arriba con un zanjón seco
que sale de un cerrito que llaman el Buhío y por la parte de
abajo, yendo quebrada abajo, a la deresera del mojón que divide
la tierra de los indios de Arroyohondo, que es el mismo cerrito
con su llamada y faldas y aguas que vierten a la dicha
quebrada...". (r. 9 f. 8 r.) 7 Feb. 1781. Bernardo de Orejuela
vende estancia del Aguacatal a su compadre Tomás Polo
Guerrero por tres mil pts. a reconocer a censo vitaricio. Las
tierras valían 325 pts,. Tenía 185 reses, 24 novillos y tres
esclavos. En mayo de 1771 (r. 57 f. 84 v.) el mismo Orejuela
habla comprado a Dn. José Vernaza 49 cuadras de tierras en el
Aguacatal por 200 pts. Estas tierras habían sido de Alonso
Arcadio de los Ríos.

Aguaclara
(r. 70 f. 131 r.) 6 Oct. 1723. Figura en el testamento de Dn.
Feliciano de Escobar Alvarado como heredada de su suegro Dn.
Lorenzo Lasso de la Espada. Tenía 40 esclavos, ganado de cría,
yeguas, caballos y mulas. Su albacea situó 3.518 pts. de
capellanía sobre esta hacienda. En 1747 pertenecía a José de
Escobar y Lasso, quien la gravó nuevamente con un censo por
cuatro mil pts. En 1755 la vendió al Pbro. Dn. Juan Ranjel (v.
ABROJAL). (r. 43 f. 26 r.) Esta hacienda incluía un terreno
llamado Llano del Rodeo Grande que comenzaba "... por la parte
de abajo desde los sitios de la Herradura y Cabuyal, en la otra
banda del rio Cauca... y se finalizan por la parte de arriba en la
deresera del Cerrito nombrado Pan de Azúcar y por sus
colaterales el zanjón del Palmar y el de Murriñao...". La mitad de
estas tierras pertenecían a José de Escobar como parte de la
hacienda heredada de su padre, y la otra mitad a Da. Petronila
Cobo y Lasso, por compra a Da. Mariana Lasso. Esta había
otorgado escritura en 1729 a favor de D. Felipe Cobo (yerno
también de Lorenzo Lasso y por tanto cuñado de la vendedora)
de 500 pts. de tierra y 1550 reses (r. 8 f. 403 v.). El 19 de Jul. de
1733 Cobo vendió la quinta parte (un derecho de 100 pts.) a
Pedro Rodrigoez Trigueros "... que se comprenden desde un
cerrico que llaman Pan de Azúcar corriendo para abajo hasta las
juntas de los dos zanjones nombrados Coronado y ...? ".

Alisal
(El Callejón). La propiedad llamada el Alisal pertenecía a
Antonio Basilio de Caicedo. Pasó a su hijo natural Antonio de
Caicedo Salazar y a la muerte de éste, en 1732, el Alférez real
Dn. Nicolás de Caicedo Hinestroza. Caicedo vendió el Alisal a

148
Juan Barona Fernández y en Enero de 1749 sus albaceas le
otorgaron la escritura (r. 28 f. 14 v.) por ocho mil pts. Ahora se
incluían otras tierras que Caicedo había heredado de su madre,
Da. María de Hinestroza, llamadas Hatoviejo. "... que se
deslindan desde las casas y fundaciones que antiguamente fueron
del capitán Antonio Basilio de Caicedo, que según sus vestigios y
lo que consta de las escrituras de dote y donación que se le hizo a
la dicha Da. Maria de Hinestroza a tiempo y cuando contrajo
matrimonio con el Maestre de Campo y Alférez real Dn.
Cristóbal de Caicedo... a orillas del río Amayme, por onde se
trafica en estos tiempos de la ciudad de Buga a la hacienda de los
RR PP de la Compañía de Jesús del Colegio de Popayán y
población y sitio de Llanogrande, por la parte de abajo, y desde
allí para arriba en lo largo hasta la fundación en que hoy vive
Felipe de Caicedo, como hijo natural que fue del dicho capitán
Antonio Basilio de Caicedo y por lo ancho desde el río Amayme
para afuera hasta donde señala la escritura de dote..." "...
agregándose a este derecho los que adquirió el dicho Maestre de
Campo... de Jerónimo de Llanos y de Antonio Caicedo,
enteramente de todas los que estos heredaron del Capitán
Antonio Basilio de Caicedo, por haber casado el dicho Jerónimo
de Llanos con una hija natural suya...". Fuera de estos derechos
"... de la sierra para abajo..." se vendieron a Barona otros que
había tenido Antonio Basilio de Caicedo "... en la tierra alta de
Chinche, Coronado y Capacachi". Otro derecho en el sitio de la
Tembladera, a orillas del río Zabaletas, "...por la quebrada de
Santa helena en lo ancho yen lo largo desde el desemboque de la
sierra del dicho río de las Zabaletas para abajo, que son las
mismas que tuvo y poseyó el capitán Dn. Lorenzo Ruiz de B....".
Se mencionaban también los potreros de Amayme y La Porquera
"... que caen a orillas del rio Grande del Cauca, camino que corre
desde el paso real de dicho río de Cauca que va desta ciudad a la
de Buga hasta el río Amayme, por donde corrió antiguamente
hasta el ingenio que hoy se descubre fue del capitán Gregorio de
Astigarreta (...) desde el dicho río de Amayme que pasa por las
casas del ingenio y trapiche que también fue de Da. Catalina
Vergara hasta el otro brazo de Amayme que entra en el río de
Cauca, frontera de Yumbo, que hoy se dice los platanares de
Amayme, linde con tierras del capitán Luis del Castillo, las que se
mencionan el potrero de Porquera, como consta de la escritura
de venta que el Alférez real... hizo el capitán Juan Ambrosio del
Castillo de dicho potrero de la Porquera, que éste, según los
deslindes antiguos, linda con potrero de Pedro... de río Amayme
en medio hasta el río Cauca y desde allí hacia arriba hasta donde
llaman la boca de la dicha Porquera que está junto a la sabana
que linda por un lado con el potrero que llaman de los Piles y
por el otro lado en lo ancho según y como se ha
expresado...". (r. 46 f. 330 r.) 15 Nov. 1759. Da. Josefa Ruiz

149
Calzado, viuda de Juan Barona Fernández, vende por 300 pts. a
Francisco Vivas y Lasso el potrero de La Porquera, tal como se
describe arriba. (r. 79 f. 35 r.) 1768. Da. Josefa Ruiz Calzado
vende a su hija Da. Gertrudis Barona, viuda de Juan de Acosta
hacienda de las Salinas. Otorga la escritura el 7 de marzo de
1772. Linderos: "... por la punta de abajo del monte del Agrasal
para arriba, hasta la quebrada Honda, que está entre la sierra y
divide los potreros de las Yeguas, Guacas... por lo que respecta a
lo largo, y por lo ancho, por la parte de abajo, desde otra
quebrada llamada también la Honda que está
Los avaluos totales de la hacienda fueron: de 25.473 pts. en
1766, de 17.581 en 1769 y de 20.423 pts. en 1770.

Almorzadero
(r. 32 f. 380 v.) 22 Jul. 1739. Tomás Rodríguez vende a
Feliciana Nuñez un derecho de tierras en el Almorzadero. "...
lindan dichas tierras por los colaterales con el paso de la
Herradura que divide las tierras de Gregorio de Zúñiga, mirando
para esta ciudad de Cali, y mirando para el pueblo de Roldanillo
lindan con tierras de Da. Adriana de Valencia...".

Amaime.
(r. 49 f. 79 r.) Tierras entre el río Amayme y el Nima. Da.
Ana de Guzmán vende un derecho -que había comprado el
capitán Dn. Feliciano de Escobar-a Da. Ana María de los Reyes,
"desde del pie de la sierra todo lo que se comprenden de llano
hasta encontrar el derecho que compró a Dn. Nicolás Lasso". Se
incluye también este último derecho, que valía 100 pts. El
primero valía 440 pts. La estancia, en jurisdicción de Buga,
incluía 133 reses, 56 yeguas, 12 caballos y 4 yuntas de bueyes,
todo por 1.447 pts.

Ambichintes. (v. Papagayeros)

Arroyohondo.
(r. 49 f. 1 v.) 17 Enero de 1725. El Maestro D. Francisco
Zapata vende a Clemente Jimeno de la Hoz tres derechos de
tierras. El primero, desde la quebrada de Menga hasta el rio
Cauca (300 pts.). Otro, "... de la Chamba que son los altos
arrimados a la montaña con los altos que le pertenecen, según y
como los poseyó la dicha Da. Francisca Núñez...". (400 pts.). Y
el tercero, "... que le vendió Dn. Melchor de Saa (en 1.724), que
estan contiguas a las expresadas, que linda por la parte de abajo
hasta Cauca y por la de arriba con las tierras expresadas de la
Chamba y por los costados con el río de Arroyohondo..." (300
pts.). Se agregaba casa de 175 pts. y ganado por 637. Total,
1.812 pts. (r.49 f. 25 v.) 1 Marzo 1725. Maria Teresa Quintero
Príncipe vende a su hermano Juan Félix Quintero una estancia

150
arrimada también al rio de Arroyohondo. Las tierras valían 100
pts. Tenía 227 reses, 30 yeguas, 9 caballos, un burro hechor, un
pollino y un esclavo. Todo por 1.238 pts. (r. 49 f. 59 v.) 1 Junio
1725. Quintero vende a José Ruiz de la Cueva "... un pedazo de
tierras arrimadas al rio de Arroyo hondo desta banda, que corren
desde el camino en donde está un puente de piedra en la acequia
hasta la falda del cerro, de largo, y de ancho desde dicha acequia
hasta las orillas de dicho rio de Arroyohondo..." Las tierras, con
casas, corrales, roza de maiz y platanares val fan ahora 300 pts.
Se agregaban 356 reses y otros ganados, todo por 1.503 pts. (r.
32 f. 272 r.) 9 Julio 1738. María Rosalía Peláez Ponce de León,
nieta de Francisca Núñez y viuda de Clemente Jiménez de la Hoz
compra a Ruiz de la Cueva las tierras descritas, con casa,
ranchería y platanar, esta vez por 500 pts. Con 215 reses, otros
ganados y dos esclavos, por 2.546 pts. Las incorpora a las que su
marido había comprado en 1725. (r. 25 f. ...) 4 marzo 1743. Da.
Maria Rosalía Peláez, casada nuevamente con Alejo González de
Mendoza, vende a Bernardino Núñez de la Peña la hacienda de
Arroyohondo por 29.025 pts. Núñez, un minero, pagó de
contado 20 mil pts. Las tierras valían 1.600 pts. y la hacienda
tenía 64 esclavos, acequia, trapiche, ganados y cañaduzales. (r.
37 f. 137 v.) 2 Set. 1745. Núñez de la Peña compra a Juan
Muñoz tierras de la Cañada, pasada la quebrada de Menga, "...
por las cuales se trafica hoy de esta ciudad para el paso real del
Cauca, que por lo largo alcanzan desde dicha quebrada de Menga
hasta Quebradahonda y punta del primer cerrito que está
siguiente, luego que se pasa la dicha quebrada de Menga, el que
queda hoy a mano derecha yendo de esta ciudad para dicho real
de Cauca, y por lo ancho lo que se comprende entre el dicho
cerrito referido y el cerro grande que corre y por una y otra parte
linda con tierras de dicho Bernardino Núñez, de las cuales dichas
tierras excluye tres cuadras...". La compra se arregló por 400
pts. (r. 64 f. 112 r.) 10 Ag. 1747. Núñez de la Peña compra a
Da. Juana Vivas Sedano "... la mitad del potrero del
Embarcadero, del otro lado del río Cauca, cuyos linderos son
desde enfrente de la boca del rio de esta ciudad hasta media
cuadra más abajo del desagüe de la acequia (? ) de Arroyohondo
que es del comprador, con sus guaduales, monte y ciénaga, el
cual dicho potrero hubo del Sargento Mayor D. Mateo Vivas
Sedano...". La venta se hizo por 60 pts. Debe anotarse que el
Sargento Mayor era propietario de la hacienda de Yumbo y de
tierras en Dapa. (r. 28 f. 244 r.) 5 Junio de 1749. Testa Núñez
de la Peña. Declara haber cedido 500 pts. de tierra que había
comprado en Menga a su yerno Dionisio Quintero, "... con más
la mitad que compusiere desde dicha quebrada de Menga hasta el
río de Arroyohondo...". Dionisio Quintero se hizo cargo de la
tutela de seis hijos menores que había dejado su suegro. Se hizo
cargo también de la hacienda reconociendo 18 mil pts. de censos

151
a varias capellanías fundadas por sus suegros. (r. 5 f. 193 r.)
1750. Quintero Ruiz compra dos derechos de tierras a Salvador
Ramírez Florian. Uno, llamado el Potrerillo, que Ramírez había
comprado a Bernardino Núñez de la Peña entre Cali y la
montañuela de Tocotá y otro "... en la tierra baja del otro lado
del rio Cauca en donde llaman el Embarcadero, sobre cuyo
derecho, habiendo tenido litigio sobre la equivocación de
linderos con indios de los pueblos de Ambichinte y Yanaconas, ha
quedado distinguido y separado por la vista de los ojos (en
1749)...". Este último lo compró por 350 pts. (r. 35 f. ? ). Dic.
1754. Quintero Ruiz entrega a José Núñez Rodríguez, a quien
había servido de tutor, su legitima. Le da 700 pts. de tierras en
Menga, ganados, herramientas y dos esclavos, todo por 4.307 pts.
y el resto, hasta completar 12.647 pts. de la legitima, en
dinero. (r. 15 f. 97 r.) 23 Jul. 1784. Manuel Quintero, hijo de
Dionisio Quintero, había comprado la hacienda en Arroyohondo.
Sus hermanas María y Andrea, casadas con propietarios de
Yunde, lo fían por diez mil pts. para garantizar los censos que
gravaban la propiedad. (Arb. III, 124) 1794. La hacienda
pertenecía a Josefa Salazar, vda, de Manuel Quintero. En ese año
la vendió a Juan Núñez Rodríguez, hijo de Bernardino Núñez,
por 5.900 pts. Los esclavos habían disminuido, sin embargo, a
39.

Barrionuevo.
(r. 8 f. 308 r. 310 v.). Enero 1728. Nicolás Martínez de
Ayala, quien testó en esta fecha, dejó fundada una capellanía de
500 pts. sobre su estancia. Esta quedó en manos de Tomás Rizo,
su yerno, quien declaró que no tenía medios para la explotación
de la propiedad y por lo tanto la cedió al Alférez real, Dn.
Nicolás de Caicedo, La estancia consistía en 50 pts. de tierras (5
cuadras), casa trapiche y un cañaduzal, todo por 500 pts.
Caicedo le agregó tierras de el Bujio, compradas a Alonso Baca y
otras que le había otorgado el Cabildo de Cali. A finales del siglo
estas tierras hacían parte del perímetro urbano. (r. 32 f. 384 r.)
27 Julio 1739. El Maestro Primo Feliciano de Villalobos, cura de
Dagua, vende a Eugenio Cobo otra "estancia" en Barrionuevo
que había comprado a Dn. Bartolomé Fernández (que, a su
turno, la había recibido del Cabildo). La estancia tenía cuatro
solares de largo y de ancho hasta I aorilla del rio Cali. Dos de los
solares "... cogen hasta la acequia que corre a la hacienda y
trapiche de los Ciruelos y los otros dos solares corren desde las
dichas acequias en largo y en ancho hasta la orilla del rio...". El
precio era de 250 pts.

Bejarano. (llano de). - v. Abrojal.


(r. 55 f. 21 r.) 28 Marzo, 1733. Juan Ambrosio del Castillo y
María Arias y Caicedo, su mujer, prestan 550 pts. a censo. Dan

152
como garantía tierras que María Arias había heredado de su
abuelo D. Antonio Basilio de Caicedo de la otra parte del rio
Amaime, jurisdicción de Buga, potreros de Chinche y Coronado y
lo que le tocó en el potrero de La Torre. Además, tierras del
marido en el llano de Bejarano, lindantes con la hacienda de los
jesuitas. Declara tener allí 500 reses de cría, 300 yeguas, 2
hechores, mulas y caballos. También otro derecho heredado de
su madre, Ana Jiménez, entre los zanjones de Malibú y
Coronado. Como se ha visto, del Castillo cedió estas tierras en
1751

Bermejal, el.
Lindaba con el pueblo de Yumbo y por el otro lado con la
hacienda de Mulaló. (r. 64 f. 102 r.). La declara entre sus bienes
el Maestro D. Cristóbal de Caicedo, vicario y juez eclesiástico de
Cali. Tenía allí 270 reses y 200 yeguas en Agosto de 1747. En esa
ocasión tomó prestados 6.000 pts. a censo que garantizaban la
estancia de el Bermejal y las minas de Santa Ana en Anchicayá,
con 30 esclavos. Lo fiaba su madre, Da. Marcela Jiménez con su
hacienda de Mulaló y la Calera. (r. 26 f. 6 v.) 18 Feb. 1790.
Aparece mencionada entre los bienes de Da. Marcela Caicedo,
viuda de D. Juan Antonio de Nieva y Arrabal e hija de Da.
Marcela Jiménez y el Alférez real Dn. Nicolás de Caicedo H.
Tenía entonces trapiche, cañaduzales y otras sementeras.

Bodegas (Caloto)
(r. 30 f. ? ) 1748. La declara entre sus bienes José Jiménez de
León, vecino de Caloto. Tenía casa, corrales, platanar, frutales,
200 reses, 9 esclavos y dice haberle costado dos mil pts.

Bolo (Nuestra Señora de la Concepción del). en Caloto.


(r. 16 f. 100 r.) 7 Junio 1732. Pertenecía al Alférez real Dn.
Nicolás de Caicedo H. quien reconoce sobre ella 946 pts. a favor
de Elvira Cobo y Ayala, hija menor del capitán José Cobo,
primitivo propietario. La hacienda tenía entonces ganados,
trapiche y esclavos. (r. 16 f. 127 r.) 12 Julio 1732. El Alférez real
cede tierras del Bolo al Or. Cristóbal Cobo Figueroa, su
sobrino. (r. 14 f. 271 r. ss) 25 Feb. 1735. Cobo Figueroa
reconoce 10.266 pts. de censos que gravaban la propiedad a favor
de varias capellanías. La hacienda tenía entonces 1.550 reses, 700
yeguas, cría de mulas, trapiche y cañaduzales y 21 esclavos.

La Bolsa (Rioclaro).
(r. 80 f. ? ) Noviembre 1755. Juan Feijó vende a José de Borja
Tolesano, comerciante español y yerno de Bernardino Núñez
(propietario de Arroyohondo), el potrero de la Bolsa, en el sitio
de Rioclaro, "... por la parte de arriba, una cuadra poco más o
menos más abajo del paso real por donde al presente se trafica

153
para Popayán, en el mismo paraje en donde Marcelo Quintero
echó cerca y desde el Rioclaro hasta topar con una ciénaga que
está enfrente y más inmediata, y de esta ciénaga siguiendo para
abajo hasta donde este se une con la quebrada de las Piedras, y
entre estos linderos y el rio de Rio Claro, desde arriba hasta
abajo, a topar con la ciénaga, cuya ciénaga queda excluida de esta
venta (más adelante de aclara que sólo se excluye la mitad). Y
asimismo todos los montes y guaduales del dicho Rio Claro
quedan provindivisos para que el otorgante, como dueño de la
más tierra o los sujetos a quienes la vendiere, puedan sacar de
dichos montes madera...". La venta se hizo por 1.050 pts. que
Borja pagó en 1757 (r. 60 f. 149 v.). Por estos años Borja traía
ganado de Neiva que se introducía precisamente por el paso de la
Bolsa. En su testamento, de 8 de Oct. de 1780 (r. 9 f. 103 r.)
Borja declaraba haber metido esclavos y ganado en la Bolsa. (r.
84 f. 11 v.) 7 Feb. 1795. Da. Gertrudis Núñez, vda. de Borja
Tolesano vende las tierras de Rio Claro a D. Miguel Umaña por
3.000 pts. La vendedora se reservaba el potrero de la Novillera y
otro pedazo cercado de 6 u 8 cuadras.

Bono
(r. 8 f. 426 v.) Al morir, Nicolás Pérez Serrano, minero
nacido en Panamá de padres españoles, deja a cada uno de sus
seis hijos tierras en Bono por valor de 1.200 pts. El 30 de Junio
de 1735 (r. 14 f. 307 v.) su hijo Nicolás Pérez Renjifo declara
tener en su propiedad de Bono 900 reses, 100 yeguas y 80 mulas.
En Junio de 1748 (r. 30 f. ? ) declara haber vendido la propiedad
a Francisco Javier de Collazos y Navia. (r. 25 f. 24 r.) 9 mayo
1743. El Alférez Luis José García, español casado con una hija de
Pérez Serrano, declara el derecho de 200 pts. en Bono que había
tocado a su mujer y en él 170 reses, 50 caballos, 17 mulas
chúcaras, 7 mansas y 55 mansas. El 27 de Junio de 1757 (r. 60 f.
188 v.), Dn. Fco. García, heredero del anterior, vende el pedazo
de tierra a Blas Hernández, indio de la Corona, por 200 pts. (r.
41 f. 192 v.) 31 mayo 1760. Otro pedazo de 200 pts. lo heredó
Andrea Pérez Serrano, casada con Bartolomé Vivas Sedano. Las
hijas lo vendieron en la fecha a Eugenio Guillermo. Los
Guillermos eran propietarios en el Salado. (v. SALADO).

Buchitolo
(r. 49 f. 38 v.) 6 Abril 1725. El Alférez Dn. Manuel Baca de
Ortega declara tierras y estancia de Buchitolo que valían 1.000
pts. con 300 reses de cría, en la otra banda del Cauca,
jurisdicción de Caloto. (r. 37 f. ? ) Set. 1736. En su testamento
figura la estancia con 50 reses, 40 yeguas, 1 hechor, 2 mulas
mansas, 4 chúcaras y 12 caballos.

Cabuyal

154
(r. 55 f. 102 v.) 12 Dic. 1733. La mujer de Onofre Vivas, Da.
Victoria Serrano, traspasa estas tierras al Sargento Mayor Mateo
Vivas y a Bartolomé Vivas Sedano. Habían sido del padre de
Onofre, el capitán Miguel Vivas Sedano. Valían 611 pts. y se
extendían de una acequia que salía del zanjón de Mirriñao para la
estancia de la Herradura. Abajo lindaban con tierras de los
herederos de José de Mora. Estaban situadas en jurisdicción de
Caloto. (r. 32 f. 345 v.) 18 Abril 1739. Los herederos de Pablo
Candelas hacen un convenio sobre 300 pts. de tierras en el
Cabuyal, en Caloto, que debían ser repartidas entre seis. (r. 6 f.
145 r.) 3 Set. 1791. Dn. Matías Vivas, que había recibido tierras
de el Cabuyal de su padre Dn. Francisco Vivas Serrano, las vende
a Dn. Francisco de Escobar, propietario colindante. En ancho las
tierras iban del zanjón de Chiminango hasta el de Mirriñao y de
largo desde una acequia llamada Onofre Vivas (nombre de su
primitivo propietario) corriendo para abajo 9 cuadras hasta dar
con tierras del comprador. Estas tierras debían ser contiguas al
Abrojal por el zanjón de Mirriñao. En 1749 se señala como
colindante del Abrojal a Dn. Francisco Vivas. Este compró más
tarde (en 1757) el Hato de Mora que lindaba también con el
Cabuyal y que incluía los potreros de la Porquera y Piles. Eran
contiguas también a la hacienda de Aguaclara. (r. 22 f. 127 r.) 1
Agosto 1780. La albacea del Maestro Dn. Miguel Vivas, Da.
Mariana Pérez Serrano, declara que debido a sus enfermedades
no podía manejar la hacienda y que por eso la había arrendado a
Dn. Juan Francisco de Escobar por 15 años, el cual debía pagar el
3% anual sobre el avalúo de los bienes de la hacienda. Esta
hacienda tenía tierras en Piles.

Calderona
(r. 46 f. 19 r.) Estas tierras pertenecieron a Doña Jerónima
Nuño Sotomayor. Se adjudicaron al Licenciado Andrés Quintero
Príncipe (propietario también de el Desbaratado) que las vendió
a Dn. Pedro de Abenia, vecino de Caloto, en 29 Dbre. 1744. Da.
Petrona de Guevara siguió pleito al Licenciado Quintero,
recuperó las tierras y volvió a venderlas al mismo Abenía, por 425
pts. Se firmó la escritura el 20 de Enero de 1759.

Candelaria
Una de las más antiguas haciendas del Valle. En 1628 la
poseía Cristóbal Quintero Príncipe (Alférez real entre 1619 y
1628). Su viuda, Antonia de los Arcos y Rios, hizo compañía con
su hijo Rodrigo Quintero para explotar el ingenio (Arb. I., 180).
En 1679 María Quintero Príncipe la alquiló a su hijo, Cristóbal
Silva Saavedra. Da María había sucedido a su madre, Da. Antonia
de los Arcos, junto con su esposo, Jacinto de Silva Saavedra, en
1644 (I bid., 208). Este había obtenido la encomienda de los
indios de la Candelaria. (r. 16 f. 135 v.) Pertenecía a Da. Isabel

155
de Escobar Alvarado, viuda de Juan Sancha Barona, en Julio de
1732. (r. 55 f. 70 v.) al mes siguiente había pasado a manos de su
yerno, Dn. Salvador Chaverri, quien debía reconocer 11.000 pts.
de censos que pesaban sobre la hacienda. Esta tenía trapiche,
cañaduzales, esclavos y ganados.

Cañasgordas
Cerca de 1629 Antonio Rodriguez Migolla, vecino
encomendero y regidor, había comprado al presbítero Juan
Sánchez Migolla la tierra y el hato de Cañasgordas por 180
pesos. Instaló un trapiche y en 1643 pagó 45 pesos de
composición. Más tarde se incorporaron tierras de los indios de
Lili y Piedras y se remataron a Antonio Ruiz Calzado (Arb. I,
182, 183 y I I, 88). (r. 49 f. 107 v.) 7 Nov. 1725. Ana María de
los Reyes, hija de Francisca Núñez de Rojas y viuda del Maestre
de campo Dn. Baltasar Prieto de la Concha, grava esta hacienda
en donde declara tener 60 ó 70 esclavos. (r. 37 f. 1 r. ss) 1736.
En el testamento del Alférez real Dn. Nicolás de Caicedo H.
aparece mencionada: "... se componen de derechos de las tierras,
casas y ramada, trapiches, fondos, cañaverales, negros, esclavos,
herramientas, caballos, mulas, yeguas, bueyes y demás aperos de
dicha hacienda, con sus platanares, rocerías, maíces y arrozales y
todo el ganado de cría que pareciere herrado con el yerro de la M
y pie de gallo... con más los derechos de tierrras que hubo y
compró de Da. Ana de los Reyes... como asimismo todos los
novillos que se hallasen dentro de los potreros de Pance y
Jamundí, caballos, potros y mulas...". Lo sucedió su hijo Dn.
Nicolás Caicedo Jiménez. (r. 22 f. 98 r. ss). 7 Julio 1780.
Pertenecía al Alférez real Dn. Manuel Caicedo en indivisión con
Dn. Luis Chaverri, casado con una nieta de Dn. Nicolás de
Caicedo H.. Chaverri vendió en 1772 el potrero de el Salto,
entre los ríos Pance y Jamundi a Antonio José de la Torre y
Velasco por 500 pts. En 1780 la hacienda tenía cuatro potreros
de ceba llamados Chipayá, Chontaduro. Q... y el rincón de
Pance. Y otros dos potreros llamados Potrero Grande y
Zabaletas.

Cañaveralejo.
(r. 58 f. 461) Febrero 1719. La hacienda pertenecía a
Bartolomé Vivas Sedano, quien la había recibido como bien dotal
de su mujer Andrea Pérez Serrano. Tenía entonces trapiche y
esclavos. (r. 43 f. 77 v.) 28 Junio de 1753. Testa Bartolomé
Vivas. Declara haber vendido Cañaveralejo al cura de Cali José
de Alegría y Caicedo, separando un potrero. (r. 7 f. 14 r.) 10
Enero 1754. Consta que el cura Alegría había vendido la
hacienda a Manuel Cobo y Calzado, que había sido propietario
de la Magdalena y el potrero de La Torre. (r. 35 f. 231 r.) 2
Agosto, 1754. El hijo y albacea de Bartolomé Vivas, el Maestro

156
Miguel Vivas Sedano declara que su padre había comprado la
hacienda hacía muchos años al albacea del Capitán Miguel Vivas
Sedano por 4.456 pts. gravados con 3.000 de una capellanía que
había fundado el mismo Miguel Vivas, y 1.446 de otros censos.
Vende la hacienda a Dn. Francisco Javier de Fresneda las tierras
que incluía esta venta eran: "... lo que pertenece a la tierra alta,
del otro lado del río de Cañaveralejo, con los derechos de
Meléndez, y por lo que toca a este lado del río, entendiéndose
desde la quebrada que llaman Guorrey hasta el camino real, que
es dicho camino por donde rompió el río Cañaveralejo para el
llano de esta ciudad, el que sigue ambos lados, según constan
dichos linderos en la escritura que hizo el Licenciado José Alonso
Astigarreta, dueño que fue de aquella legua de tierra, que lo es en
largo, a Don José Baca...". Vendió las tierras por 1.500 pts., más
ocho esclavos, elementos de trapiche y algunos ganados, todo por
4.456 pts. (r. 25 f. 262 r.) 5 Set. 1754. El mismo albacea vende
al capitán Juan Bravo de León un potrero donde Bravo, minero
del Chocó, mantenía mulas desde 1750. "... que se compone de
una loma que tiene una oyada en medio y sus lindes son desde la
quebrada en ancho, en donde es la puerta de su entrada, hasta la
otra quebrada que se sigue para arriba, la que divide la otra loma
que es potrero de Da. Andrea Pérez Serrano que llaman el
Guadualito, y para arriba la montaña hasta la cuchilla...". Este
potrero quedaba contiguo al que vendió a Fresneda. Recibió por
él 110 pts. (r. 68 f. 172 r.) 7 Ag. 1756. Francisco Javier de
Fresneda, en nombre de su esposa, Da. María de Silva Saavedra,
grava la hacienda con 2.400 pts. que ya tenía sobre sí 4.800 pts.
de censo. Menciona 12 esclavos. (r. 60 f. 95 v.) 3 Marzo, 1757.
El Sargento mayor Salvador de Caicedo (minero y propietario de
los Ciruelos) vende a Dn. Francisco Lourido Romay, yerno del
Alférez real, 1.000 pts. de tierras. "…por la parte del rio
Cañaveralejo, desde el paso del camino real a dicho rio que está
arrimado a la chamba que abrió el difunto Dn. Bartolomé Vivas
para abajo, a orillas de dicho rio, hasta llegar al paso que llaman
de los flacos que está poco arriba del desparramadero de dicho
rio, y de este paso, tirando rectamente al zanjón de Puente de
Piedra, en donde hoy tienen la casa los lazarinos, hasta una
cuadra abajo de adonde se halla dicho Puente de Piedra, y de
este paraje, subiendo ese zanjón arriba hasta su nacimiento". La
propiedad lindaba por arriba con las tierras que había comprado
Dn. Francisco Fresneda. (r.44 f. 278 v.) 22 Nov. 1758. Lourido
vende 400 pts. de las tierras que había comprado al Maestro
Manuel Fernández de Ribera, Pbro. Iban desde el rio
Cañaveralejo hasta el zanjón de Isabel Pérez y desde las chambas
que cercaban la hacienda de Dn. Francisco Fresneda hasta el paso
que llaman de los Flacos, un poco más arriba del
desparramadero. (r. 33 f. 164 r.) 24 Abril, 1761. Francisco
Lourido Romay vende al Maestro Manuel Crespo Ramírez el

157
resto de las tierras que había comprado a Salvador de Caicedo.
Eran ya una estancia con ganados, yeguas y sementeras y valían
1.600 pts. (r. 76 f. 113 v.) 6 Mayo 1769. El Maestro Fernández
de Ribera vende las tierras en los mismos 400 pts. al Capitán
Manuel Pérez de Montoya. Al fallecer este (c. 1780) la estancia,
llamada de Isabel Pérez tenía 130 cabezas de ganado y otros
ganados, casa de teja, vivienda para trabajadores y estaba
avaluada en 2.500 pts. (Arb. III, 27). (r. 70 f. 70 r.) 18 Junio,
1723). El capitán Juan Francisco Garcés de Aguilar, comerciante
y minero de Ambato, casado en Cali con Bárbara de Saa, compra
a Dn. Melchor de Saa y Lasso tierras entre el rio Cali y
Quebrada Seca por 100 pts. (r. 70 f. 9 v.) 7 Feb. 1724. El
mismo Garcés de Aguilar compra 5 cuadras de tierra a Juana de
Montemayor, viuda de Miguel Guerrero y otra cuadra a su hijo
José Guerrero "... que lindan con las tierras de Bartolomé (? ) de
Ledesma, corriendo para arriba hasta tocar con dos cuadras de
tierra a Juan. Guerrero y Miguel Guerrero, sus hijos, de largo, y
de ancho desde el rio de Cañaveralejo, por donde antiguamente
corría, hasta el zanjón de Puente de Palma: a razón de 20
patacones cada cuadra...". Las ventas incluían casas, trapiche,
cañaduzales, platanares y algún ganado, todo por 1.029 pts. (r.
49 f. 31 v.) 5 Ag. 1726. Garcés compra 21 cuadras que
pertenecían a Pedro Rubio de Quesada, que residía en Citará,
por 200 pts. Estas tierras eran contiguas a las que poseía Garcés
en Cañaveralejo y lindaban con el zanjón de Puente de Palma, el
camino de Popayán y tierras de Cristóbal Guerrero. (r. 49 f. 49
r.) 4 mayo, 1725. En esta fecha Garcés declara tener ya 16
esclavos del servicio de la hacienda. (r. 49 f. 185 v.) 12 Nov.
1726. Garcés compra a Cristóbal Guerrero por 95 pts. tierras
que éste había heredado de sus padres en el Guayabal, entre el
rio Cañaveralejo y el zanjón de Puente de Palma. (r. 31 f. 93 v.)
Agosto, 1744. Garcés compra a Doña Maria Ordonez de Lara
una parte de la tierra que heredó Dn. Diego Ilario Ordoñez de
Lara, padre de la señora, del capitán Pedro Ordoñez de Lara en
el sitio de Petendé, de esta banda del rio Cali, "... hasta la
quebrada que hoy llaman de Isabel Pérez y lindero que divide las
tierras de Cañaveralejo que hoy posee el señor Alcalde Dn.
Bartolomé Vivas, reservando el pedazo que toca a los indios del
pueblo de Yanaconas...". También se excluía un pedazo donado a
una cofradía y otro vendido a Dn. Pedro de Silva en 1699, ambos
pedazos en las vegas del rio. Las tierras que quedaban eran
inútiles e inhabitables. Se precisa: "... dichas tierras que hoy se
llaman la Chanca y Cabuyal, (entrando el potrerillo que llaman
de Montaño, con todos sus altos y bajos, llanos y sobrellanos,
aventaderos y pela..., todo lo que coge la vista desde lo alto de la
primera loma del sitio que llaman San Fernando, que hoy posee
el comprador, poniendo el rostro al poniente hasta la montaña,
hasta las orillas del rio de esta ciudad, todo lo que toca a las

158
lomas y sierra alta, cuyas tierras las poseyó el contador Dn. Juan
de Palacios Alvarado...". La venta se hizo en 200 pts. (r. 60 f. 14
r.) Enero 14 1757. Bárbara de Saa, viuda de Garcés, compra al
Sargento Mayor Salvador de Caicedo tierras del Guaval (o
Guayabal) en 1.000 pts., lindantes con las suyas de Cañaveralejo,
"... en donde está la cerca que corre para abajo adonde están
fundados los flacos, en donde está la madre antigua del
Cañaveralejo que corre a juntarse con el zanjón de Puente de
Palma, y arrimado a la Ciénaga, corren para la Aguablanca, en
donde se juntan con Cañaveralejo, que hoy corre a espaldas de la
casa de teja que posee el Maestro Dn. Manuel de Caicedo en el
Guayabal...". (r. 44 f. 208 v.) 7 Set., 1758. El Sargento Mayor
Salvador de Caicedo vende al Maestro Primo Feliciano de Porras
un derecho de tierras comprendido entre la quebrada de San
Fernando "... y el amagamiento que divide las tierras que vendió
a Dn. Francisco Lourido y Romay (teniente de Alférez real)..."
"... esto es, por los costados y por la parte de arriba hasta el
nacimiento de dicha quebrada y amagamiento, toda la tierra alto
y por la parte de abajo el camino real que el presente se trafica,
sin que en esta venta se comprenda cosa alguna del dicho camino
real para abajo...". Precio, 400 pts. Cuatro años más tarde (Oct.
1762), en su testamento, el Maestro declaraba tener entre la
quebrada de San Fernando y la de los Lazarinos 20 reses lecheras,
8 caballos y 5 esclavos.

Cascajal
(r. 9 f. 39) 5 Abril, 1780. Dn. Juan Antonio de Arana traspasa
a su hijo Jerónimo la hacienda y bienes que tenía en el sitio de
Cascajal con cargo de reconocer varios principales de capellanías.
Las tierras valían 650 pts. Tenía 150 reses y otros ganados. La
estancia valía 2.112 pts.

Cayetano. (San. en Jamundí)


(r. 31 f. 120 r.) 18 Set. 1744. El maestro Juan de Ceballos,
hijo de Da. Josefa Núñez de Rojas y del español Antonio de
Ceballos, remata tierras, ganados y esclavos en el sitio de
Jamundí que habían sido del cura de Cali, Dr. Juan Rodríguez
Montaño por 5.747 pts., que debía reconocer a censo. Ceballos
testó en 1747 (Dic.) y el mismo año (en Agosto) redimió el censo
que gravaba la hacienda (r. 64 f. 102 r.). (r. 43 f. 187 r.) 1753.
Poseía la hacienda el comerciante y minero español Dn. Mateo
Valles de Mérida, que se había casado con Da. Maria Ceballos,
hermana del Maestro Ceballos. La hacienda valía entonces 8.552
pts. y las solas tierras, con la casa, cercas y platanares, 2.400.
Tenía 514 reses, 33 novillos y otros ganados y 10 esclavos.

Cerrillo

159
(r. 8 f. 336 v.)16 Ab. 1728. Hacienda en jurisdicción de Buga.
Tenía casas, trapiche, cañaduzales, ganados y cuatro piezas de
esclavos. La poseía Da. Inés Cobo de Figueroa, quien había
sucedido a su marido el Maestre de Campo Dn. Tomás Guerao
León Maldonado. Este la había comprado a Dn. Andrés Baca de
Ortega con cargo de reconocer un censo de 500 pts. (r. 8 f. 314
v.) Hacia 1712 Guerao habia comprado también cinco cuadras
de tierra contiguas y lindantes con las de los tenorios, que habían
sido de Marcos Pérez Fragoso y pasaron al minero español
Alonso Pérez del Pozo. El 28 de abril de 1728 el maestro
Francisco Zapata, hijo de Guerao, vendióeste pedazo por 250
pts. al capitán Bernardino de Arango, quien estaba casado con
Agustina Ruiz Calzado, propietaria de el Cerrito.

Cerrito, El.
Estas tierras, con las tierras contiguas de Trejo pertenecieron
a comienzos del siglo al capitán Antón Núñez de Rojas. Entre los
descendientes de éste, además de las tierras de Trejo, se repartían
las tierras llamadas el Cerrito. Asi, Da. Ana Maria de los Reyes -
hija de Francisca Núñez de Rojas- poseyó una hacienda de este
nombre que se adjudicó a Dn. Vicente Palacios a su muerte
(entre 1729 y 1732). Palacios estaba casado con Da. Margarita
Prieto de la Concha, hija de Francisca Núñez. Esta ordenó
imponer una capellanía de 1.000 pts. sobre la propiedad (r. 16 f.
149 v. Set. 1732). En total, la hacienda estaba gravada con 3.273
pts. (r. 16 f. 387 v.) En 1751, cuando Prieto de la Concha y su
marido Cortés de Palacios ofrecieron comprar minas a Nicolás
Pérez Serrano ofrecieron como garantía "hacienda en Zabaletas".
Finalmente (r. 4 f. 131 r.) el 16 de octubre de 1782 Dn. Lorenzo
Ramírez de Arellano declaraba haber comprado el año anterior
una hacienda llamada Trejo a Dn. Fermín Cortéz de Palacios por
4.000 pts. (r. 14 f. 173 v.) 23 Julio, 1734. Aparece otra
propiedad llamada el Cerrito que pertenecía a Da. Agustina Ruiz
Calzado, viuda del capitán Bernardino de Arango y que ella
declara haber sido un bien dotal. La grava por 750 pts. a favor de
una capellanía fundada por Da. Francisca Núñez de Rojas. (r. 28
f. 7 v.) 17 Enero 1749. El capitán Dn. Ignacio de Piedrahita
Saavedra, tio de Da. Agustina Ruiz, cede a estas tierras en el
Cerrito, "cuyos linderos son desde el guarimo que desde la
antigualla llaman de Carrera, que antes estaba en llano limpio y
hoy se ve dentro del monte de Espinal y Guayabal que ha crecido
en esta parte. Corriendo para arriba media legua hacia la sierra y
desde la quebrada del Cerrito hasta la madre antigua del Trejo
que se reconoce patente, cuyas tierras hubo por cesión y traspaso
que de ellas le otorgó el capitán Antonio Núñez de Rojas...".
Piedrahita las cede con un censo de 500 pts. que tenían. (r. 44 f.
110 v.) Doña Agustina hace inventario de sus bienes en 1758. Las
tierras de el Cerrito valían 2.570 pts. y eran: un derecho llamado

160
la Novillera, otro, el Guarumo de media legua de ancho y una de
largo (el que le había cedido Piedrahita) y otro con un potrero
cercado y una acequia. La hacienda valía 20.424 pts. y tenía
trapiche, casa, iglesia, 90 reses lecheras, 150 de ganado cerrero,
100 yeguas con 6 padrones y otros ganados y 29 esclavos. (r. 76 f.
314 r.) 18 Octubre, 1769. La señora hace su testamento. Declara
haber vendido la hacienda a su hijo, el Dr. José Agustin de
Arango. Sobre ella se cargaron 2.000 pts. para atender la dote de
una hija monja. Lega a su hijo una imagen de Na. Sa. de
Chiquinquirá para que despues de su fallecimiento la lleve a la
hacienda "... y la mantenga con el adorno y decencia
correspondiente al culto y veneración con que la ha
mantenido...".

Chimbilaco.
(r. 4 f. 137 r.) En Toro, el 25 Nov. 1782. Da. Margarita
García mujer de Don Cristóbal Casas, vende a Dn. Jacinto
Núñez tierras de Chimbilaco por 500 pts.

Chipi-Chape.
Estas tierras, contiguas a la ciudad de Cali, estaban muy
divididas. (r. 58 f. 512 v.) 1 Agosto, 1719. El Licenciado Primo
de Villalobos y Caicedo, Pbro. vendió a José Salinas y Guevara
50 pts. de tierra en Chipi-Chape, "... que es la mitad, desde la
quebrada que llaman Colorada que divide el pedazo de tierras de
José Pretel, hasta donde alcanzan y comenzarse a correr la otra
mitad que hoy posee Juan de Leuro y en ancho desde el camino
real que va para el paso real hasta la sierra...". El vendedor las
había heredado de su madre Maria de Caicedo Navarrete, la cual
las había comprado a su vez de Da. Maria Renjifo. (r. 16 f. 142
v.) 1 Set. 1732. Las poseía el Maestro José Salinas Becerra,
Pbro., hijo de Salinas y Guevara, y tenía instalada en ellas una
estancia con trapiche, 5 esclavos, 50 reses, y 15 mulas. Las grava
con 1.000 pts. (r. 64 f. 42 r.) 16 Mayo, 1727. Pedro Salinas y
Becerra, minero y hermano del anterior, compra por 1.100 pts.
un pedazo de tierra a Salvador Ramírez Florian "... del otro lado
del zanjón de Chipichape y quebrada de Menga, que por lo
ancho tiran desde dicha quebrada de Menga a dar al expresado
zanjón..." y "... yendo por el camino real a dar a la quebrada
Seca, cogiendo dicha quebrada derecho a dar al referido zanjón
de Chipi-chape, más toda la tierra que está entre la cuadra de
tierras que poseyó Miguel Guerrero y hoy tienen sus
herederos..." (r. 5 f. 144 r.) 8 Agosto, 1750. Ramírez Florian
tiene que escriturar otro derecho de tierras a Pedro Salinas en
compensación de las anteriores que había debido ceder a Alberto
Guerrero para evitar pleitos sobre el acceso al camino real. El
nuevo derecho estaba "... a orillas del dicho zanjón, en ancho
cuadra y media desde el mojón que a orillas del dicho zanjón

161
deslindan las tierras de los herederos de Dn. Juan de Ceballos,
difunto, mirando al otro mojón que está hacia el rio de esta
ciudad y de largo corriendo de dicho zanjón para abajo once
cuadras de tierra y vía recta la dicha cuadra y media en ancho, las
cuales heredó de sus padres Domingo Ramírez y el derecho que
tenían sus hermanos a dichas tierras compró..." En 1755 poseía
estas tierras el minero Agustin Salinas. (r. 7 f. 204 r.) 22 Junio,
1754. Juan de Zea y Mora vende a Juan Núñez Rodríguez (v.
Arroyohondo) ocho cuadras de tierra en Chipi-chape colindantes
con tierras de los herederos de Juan del Ebro, de Juan Guerrero y
de los herederos de Francisco Zapata. Precio, 186 pts. (r. 80 f.
117 r.) 13 mayo 1755. Nicolasa Rodríguez y sus hijos Esteban y
Teresa del Curo venden al Dr. Tomás Ruiz, Pbro. 400 pts. de
tierras en Chipi-chape heredadas de su marido y padre. Separadas
por una quebrada de las que poseía Juan Núñez Rodríguez y
colindantes con las de los herederos de José Salinas "... y por lo
largo desde la sierra hasta el camino real antiguo que va para el
paso real del Cauca, dentro de cuyos límites y linderos se
comprende la parte que se le adjudicó a Isabel del Curo, la cual
hoy pertenece a Agustín de Leuro por compra que tiene
fecha...". (r. 60 f. 143 v.) 21 Mayo 1757. Isabel del Curo y su
marido Hilario Zapata venden a Agustina del Curo, mujer de
Francisco Garcés, "... la parte de tierras que en el sitio de Chipi-
chape hubo de herencia la dicha Isabel del Curo, la cual está
entre el derecho de tierras de Nicolasa Rodríguez y el derecho de
Teresa del Curo que vendió al padre Tomás Ruiz...". Precio, 50
pts. (r. 33 f. 10 v.) 9 Enero, 1761. Francisco Garcés y su mujer
venden el derecho anterior al cura Tomás Ruiz por 150 pts. Este
Tomás Ruiz Salinas era propietario de minas en el Raposo y en
1754 había hecho compañía con Dionisio Quintero Ruiz para
iniciar explotaciones en el Patía.

Cimarronas.
(r. 14 f. 352 r.) 1736. Aparecen mencionadas en el
testamento de Dn. Nicolás Caicedo Hinestroza y a renglón
seguido, Algodonal, Chanchos y la loma de Zabaletas, "...
incluyéndose el espinal de Dagua, y aunque Dn. Nicolás Serrano
pretende derechos a alguna parte de estas tierras, no le tocan
porque sólo tiene derecho a una legua de tierra que corre desde
el paso que llaman de la cocinera hasta el corral de Dagua, según
y como los midió el capitán Dn. Bernardo de Saa...". En estas
tierras tenía ganado.

Los Ciruelos.
Pertenecía al hermano del Alférez real, Dn. Salvador Caicedo
Hinestroza, rico minero en el Raposo. Aparece mencionada
varias veces, con ocasión de préstamos que contrajo su
propietario con varias capellanías. (r. 8 f. 388 v.) 30 Dic. 1728.

162
Declara 2.000 mil reses de cría que pastaban "en este llano" y 60
esclavos. (r. 55 f. 80 v.) 4 Set., 1733. Menciona "hacienda de
campo en el vallano" con 4.000 reses de cría, 200 yeguas con
cuatro grañones, 50 caballos, 50 mulas de recua, 40 yuntas de
bueyes, trapiche, etc. "... que está todo situado en dicho sitio y
llano de los Ciruelos, con 32 piezas de esclavos. En 1736
mencionaba 2.000 reses, 400 yeguas, y 23 esclavos y en 1748, 38
esclavos. (r. 78 f. 288 r.) Nov. 1762. La hacienda estaba avaluada
en 16.162 pts. y la recibió su hijo, el Maestro Dn. Manuel
Caicedo.

Coronado (v. Abrojal)


4, Julio 1748. José de Escobar y Lasso vende a Dn. Antonio
Núñez dos derechos de tierras en el sitio de Coronado. Los hubo
por herencia de su padre D. Feliciano de Escobar. "... en media
legua de largo, y de ancho desde el zanjón de Mirriñao al zanjón
de Coronado, y en dicha media legua de tierras tiene asimismo
derecho Da. Petronila Cobo y Dn. Pedro Veláquez, cada uno de
estos un derecho y el otorgante dos, que es la mitad de la dicha
media legua, y por la parte de arriba lindan dichas tierras con las
de Dn. Francisco García, Dn. Francisco Vivas, Da. Maria
Bejarano y Dn. Pedro Velásquez, y por la de abajo con tierras de
Da. Petronila Cobo y Dn. Pedro Rodríguez...". Precio, 300 pts.

Dapa.
(r. 31 f. ? ). 13 Marzo 1744. El Sargento Mayor Mateo Vivas
Sedano vende al Maestro Manuel Caicedo tierras llamadas de
Dapa "... que lindan desde el rio de Arroyohondo hasta el peñón
de Dapa, sirviendo de lindero la quebrada que nace del dicho
peñón...". Lindaban también con tierras del vendedor y de Juan
Vivas. El Sargento poseía la hacienda de Yumbo, a la cual debe
referirse el documento como colindante. El precio se acordó en
400 pts. (r. 46 f. 56 r.) 16 Febrero, 1759. El Maestro Caicedo
vende estas tierras a Agustín López Ramírez "... que corren desde
las juntas del rio de Arroyohondo y quebrada que divide las
tierras de Marcelo Quintero, difunto, hasta topar y encontrar
con las tierras que en lo presente posee el Maestro Dn. Francisco
Javier de Castro Pbro. y tiene actualmente cercadas por una
quebrada. Y subiendo el rio de Arroyohondo, desde las dichas
juntas hasta encontrar con las tierras del Sargento Mayor Dn.
Salvador de Caicedo, su padre...". Estas tierras tenían una
servidumbre de acceso a las de Dn. Salvador de Caicedo. Precio,
1.175 pts. La escritura se repitió en Abril del mismo año pero
con un precio diferente: 1.137 pts. (r. 28 f. 242 v.) 7 Nov. 1749.
Juan Vivas Sedano declara que en abril de 1747 había hecho
escritura a Marcelo Quintero del tablón de Dapa. Según ésta,
Vivas le vendía por 900 pts. las tierras que lindaban con las de los
indios de Arroyohondo (r. 64 f. 31 r.). Pero ahora invalida la

163
escritura por cuanto el tablón pertenecía al Maestro Manuel
Caicedo y reemplaza a Quintero el tablón por otro pedazo que
iba hasta el paso real de la quebrada de Aguacatal. Debe
anotarse que Agustín López Ramírez, comprador en 1759 era
yerno de Marcelo Quintero. En 27 marzo 1760 (r. 41 f. 122 r.)
López Ramírez compró tierras al Maestro Pedro Quintero Pbro.
que había recibido en herencia de su padre Marcelo, por 80 pts.
Finalmente, en 19 de agosto de 1761 (r. 29 f. 320 r.) y en 12 de
mayo de 1784 (r. 15 f. 48) López Ramírez y su hijo adquieren
tierras que habían sido del Pbro. Francisco Javier de Castro, Se
trataba del sitio de las Guabinas "... desde el peñón de Dapa para
abajo, lindante con tierras del maestro Dn. Manuel de Caicedo
(que también había vendido a López Ramírez en 1759), linea
recta a dar con el paso de la Quebrada Honda por lo largo, y
desde este paso quebrade arriba, en ancho, hasta el recodo de la
montaña de dicho peñón de Dapa, en donde nace dicha
quebrada...", por valor de 400 pts. y tierras contiguas a éstas por
valor de 1.175 pts. (r. 4 f. 58 r.) 15 Agosto, 1783. López
Ramírez declara entre sus bienes -en el momento de testar- las
tierrras de Guabinas y Dapa con caseríos, trapiche, ganados y 39
esclavos. López R, era un mercader que llevaba mercancías al
Chocó. Obsérvese cómo ésta y la hacienda de Arroyohondo
fueron levantadas por comerciantes, mediante inversiones
graduales en tierras y esclavos.

164
Desbaratado. (Caloto)
(r. 8 f. 464 v.) 2 Nov., 1729. José y Francisco de Bedoya y
Peña dan como garantía de un censo tierras en San Francisco del
Desbaratadillo. En ellas tenían casas, trapiche, cañaduzales, 400
reses y otros ganados y 17 piezas de esclavos, 16 de ellas
criollos. (r. 70 f. 50 r.) 30 marzo, 1734. El licenciado Francisco
Bedoya y Peña vende 400 pts. de tierras de las que poseía con su
hermano José en el sitio de San Francisco del Desbaratado a Dn.
Antonio de Escobar Alvarado. Las tierras, que los Bedoyas
heredaron de sus padres, valían 1.000 pts. En 1750 José de
Bedoya declara tener allí 500 reses, 50 yeguas y 7 piezas de
esclavos. (r. 14 f. 283 r. y 303 r.) 1735. Los presbíteros José y
Andrés Quintero Príncipe tenían también tierras en el
Desbaratado. José, 400 pts. en el sitio de la Bolsa, con casas,
platanares, acequias, chambas y 12 esclavos y Andrés 500 pts.
con trapiche, 200 reses y 8 esclavos. El 4 de julio de 1733 el
Maestro José había comprado a su hermano el potrero llamado
Bolsa de Castaño "... que es arrimado al rio del Desbaratado en
jurisdicción de Caloto, que lo divide el dicho rio y una madre
vieja que sirve de lincero hizo la rotura hasta donde volvió a su
madre que está en el paso real, que de presente se trafica por
abajo, según de la manera que lo hubo y compró de José
Francisco Bedoya..." (r. 55 f. 54 v.)

Espinal
(r. 5 f. 237 v.) 21 Nov. 1750. Juan de Fernández de Velasco y
Llanos, recibe de su tutor Miguel de Llanos, 440 pts. por su
legítima materna (Juan era nieto de Da. Teodora de Valencia) en
tierras de Taipa que lindaban, "... por la parte de abajo con
tierras de los herederos de Dn. Diego Delgado, las que divide un
zanjón que es conocido por el de la ladera de Monte Claro, en
donde se ha acostumbrado cercar, y por la parte de arriba con
tierras del otorgante, que las divide otro zanjón que llaman de
Cadena, y por él un costado con el rio grande del Cauca,
corriendo para arriba por los dos dichos linderos hasta dar con
las tierras del Dr. Dn. Cristóbal Cobo de Figueroa, que las
deslinda la quebrada de las Minas...". Cobo de Figueroa era
propietario de las tierras de San Pablo, entre Vijes y el rio Cauca.
(v. San Pablo). (r. 5 f. 256 v.) Nov., 1750. Miguel de Llanos,
después de comprar parte de las tierras descritas anteriormente a
su sobrino Juan Fernández, vende 470 pts. entre la quebrada del
Guachal y la del Espinal por lo ancho y entre la sierra y el rio
Cauca por lo largo, al Dr. Nicolás de Hinestroza, minero en el
Chocó. El Guachal separaba estas tierras de las de Carambola
que poseían Hinestroza y el Dr. Nicolás Ruiz Amigo, otro cura
que fue administrador de las minas de Hinestroza en Nóvita por
dos veces. (r. 11 f. 65) 14 Abril, 1751. Miguel y Adriana de
Llanos venden al cura Hinestroza el "... resto de tierras que

165
tienen en las llamadas del Espinal...", entre la quebrada del
Espinal y la de San Pablo, por 490 pts. (r. 46 f. 292 v. ss.) 17 St.
1759. El cura Hinestroza ordenaba en su testamento vender el
Espinal e imponer su producto a favor del convento de Sn.
Agustín para contribuir a la edificación de su claustro. Entretanto
se vendía, debía administrarla el prior o el Dr. Cristóbal Cobo de
F. a quien en el año anterior había comprado la hacienda
contigua de San Pablo. El cura había metido en las tierras 100
toros y 16 esclavos y tenía casas, rocerfas y dos platanares. Más
adelante revoca el legado al convento de San Agustin y le deja
más bién tierras que había comprado de Dn. José Pretel y Llanos,
con el potrero llamado de Payán. (r. 71 f. 152 v.) 18 mayo 1767.
El Dr. Nicolás Ruiz Amigo, como albacea del cura Hinestroza
vende a Juan de Guzmán el Espinal por 6.254 pts. a reconocer a
censo a favor del convento. Las tierras valían 2.000 pts. y tenía
124 reses y 12 esclavos, además de otros ganados.

Guabinas
(r. 70 f. 142 r.) 28 Dic. 1723. Pertenecía a Dn. Manuel de
Albo Palacio, quien estaba casado con una hija del Sargento
Mayor Mateo Vivas, Sedano, propietario de la hacienda de
Yumbo y de tierras en Dapa. (r. 16 f. 123 v.) 6 Julio 1732. La
estancia tenía entonces 300 pts. de tierras, casas, platanares, 400
reses de cría, 50 yeguas y 6 esclavos. Al morir Albo Palacios
tocaron a siete hijos 5.250 pts. de herencia. La hacienda quedó
en manos de su mujer que en 25 Nov. de 1755 la vendió a su
hijo, el Maestro Tomás Albo Palacios por 3.691 pts. Las tierras
valían 1.000 pts. tenía trapiche, cañaduzales, algún ganado y
cinco esclavos. Estaba gravada con 3.000 pts. de censos (r. 80).
Dos días después el Maestro vendió 460 pts. de tierras al cura
Francisco Javier de Castro que finalmente, en 1784, fueron a
engrosar las tierras de la hacienda de Dapa que había fundado el
comerciante Juan Agústín López Ramírez. (r. 60 f. ? ). 24 Set.
1757. Tomás de Albo Palacio grava nuevamente la hacienda con
2.000 pts. que recibe en ganados. Las tierras tenían más de dos
leguas de largo hasta el Cauca y desde la quebrada de las
Guabinas hasta la de Rosa Vieja un poco más de media legua.
Mantenía 50 reses lecheras, 120 yeguas, 28 caballos, 15 mulas, 8
bueyes, 4 burros, 26 ovejas, una fanega de caña de sembradura,
platanares, sementeras y trapiche. (r. 29 f. 320 r.) La propiedad
original debió ser muy grande pues en Agosto de 1761 otro
heredero de D. Manuel Albo Palacio, el Maestro Pedro, vendió
también a López Ramírez 1.175 pts. de tierras. Como puede
observarse, la propiedad de López Ramírez en Dapa absorvió esta
de las Guabinas.

Guacas.

166
(r. 8 f. 277 v.) 15 Julio 1727. Dn. José Pretel y Llanos
reconoce a censo de 100 pts. en razón de que había comprado las
tierras de las Guacas a Da. Antonia Quintero, viuda de Dn.
Pedro de Silva. Este último las había comprado a Da. Catalina
de Escobar, viuda de Dn. Antonio Ordoñez de Lara. (r. 8 f. 327
r.) 6 Febrero, 1728. Pretel vende cuatro cuadras que había
comprado a Dn. Melchor de Saa y Lasso (en 1716) más las
tierras de las Guacas que había comprado el año anterior al cura
Nicolás de Hinestroza, toda por 300 pts. En 1759 el cura
Hinestroza dejó estas tierras al convento de San Agustín. (r. 29 f.
431 v.) 24 Nov. 1761. el prior de San Agustín vende a José
Guerao y Valencia tierras colindantes con las del Maestro José
Salinas y Dionisio Quintero, por 100 pts. (r. 8 f. 446 v.) 20
Julio, 1729. Dn. Pedro Ordoñez de Lara había donado al
convento de Santo Domingo tierras contiguas llamadas Lomas
del Puerto. En 1712 Pascual de Tovar las tomó pero en 1729 su
mujer las cedió a Nicolás de Guevara porque no podía pagar I,os
réditos de 200 pts. en que estaban evaluadas. Las tierras pasaron
a Cristóbal Lozano que en 25 de Abril de 1749 las cedió a su vez
a Dn. José Pretel y Llanos (r. 28 f. 115 r.). Se describen como "...
la loma que llaman del puerto, de la otra banda del rio de esta
ciudad, que corre desde las juntas de dicho rio en la quebrada de
las Guacas y la que llaman del Contador, corriendo para arriba la
loma hasta el sitio que llaman el Chorrito...". Así, veinte años
después de desprenderse de las Guacas, Pretel vuelve a comprar
tierras contiguas. El año anterior había comprado 30 pts. en el
valle de las Petacas a Dn. Lorenzo Ordoñez de Lara. (r. 31 f.
141 r.) Oct. 1744. El mismo Ordoñez de Lara, en nombre de su
hermana había vendido tierras también las Guacas al Maestro
José Salinas y Becerra (y, recuérdese a Francisco Garcés, quien las
incorporó a su hacienda de Cañaveralejo). Originalmente todas
estas tierras habían sido del contador Pedro Palacios Alvarado.
En 1654, cuando se remataron, se llamaban San Antonio, potrero
de las Nieves. Los Aguacates y Petendé y Pedro Ordoñez de Lara
dió por ellas 150 pts. Lo que se vendió al Maestro Salinas fue un
derecho de tierras "... situadas en las Guacas, en los altos de la
sierra, a espaldas del cerro que llaman de las Cruces, en la
montaña, de esta banda de la quebrada que llaman de las
Chambas y lindan con la otra parte de dicha estancia que vendió
Da. Catalina de Escobar, viuda de Dn. Antonio Ordoñez, al
capitán Dn. Pedro de Silva y Da. Antonia Quintero, viuda del
dicho Dn. Pedro, hizo cesión de dicha parte de tierras en la
estancia de las Guacas a José Pretel y Llanos (1727) con cargo de
reconocer a censo 100 pts. al convento de anto Domingo, de
cuyo poder pasaron y de presente posee el Sr. Dr. Dn. Nicolás de
Hinestroza... y por la otra parte lindan con el potrero que fue de
Agustín del Castillo y hoy poseen Bernardino Núñez y Salvador
Ramírez...". Precio, 50 pts. Respecto a las tierras que había

167
comprado José Pretel y Llanos en 1748, lindaban con éstas y con
la quebrada del Contador y la del Aguacatal.

Guales. (Caloto)
(r. 49 f. 68 r.) 18 Junio, 1725. El Alférez Dn. Manuel Baca de
Ortega vende la mitad de este potrero a su yerno Leonardo de
Aponte por 200 pts. La otra mitad era de su hermano, el capitán
Andrés Baca. Manuel Baca era propietario de Buchitolo. El
potrero de Guales iba "... desde la quebrada que llaman de
Párraga hasta el no Fraile por lo ancho y por lo largo desde las
cercas y corral que tuvo Dn. Marcos Renjifo, que es el lindero
que divide dicho potrero con las tierras de los herederos de José
de Mora, corriendo derecho hasta topar con el rio del Fraile, y
desde allí derecho, corriendo por abajo por la madre antigua del
dicho rio, a las casas en que vivió Pedro Morillo, que hoy no
corre y está seco, y de allí en linea recta hasta topar con un
potrerillo que cercó Dn. Tomás de Cifuentes, con permiso de los
dueños, en donde hace una boca de la dicha madre antigua del
Fraile, donde está un árbol de sauces...". (r. 3 f. 141 v.) Dn.
Diego Sánchez Hellín, nieto de Da. Ana Maria Baca y Ortega
(hermana de Dn. Manuel y Dn. Andrés) poseía en 1745 (30 Set.)
300 pts. de tierra en el sitio de Guales. Los Guales figura
también como hacienda en el testamento de Dn. Juan Sánchez
Hellín, padre del anterior, en 1750 (r. 11 f. ? . 15 Enero 1751. (r.
35 f. 265 v.) 9 Set. 1754. Nicolás Sánchez Hellín, hijo mayor de
Dn. Juan vende un derecho de tierras en Guales a Dn. Domingo
de Mendia por 300 pts. Dn. Nicolás había heredado tierras en
Guales y Lázaro Pérez que se designaban como derecho de 250
pts. En realidad su valor era mucho mayor puesto que sólo
vendió el equivalente de 100 pts. por los 300. Este Nicolás
Sánchez Hellín estaba casado con Da. Mariana Prieto de la
Concha. (r. 68 f. 172 r.) 7 Agosto, 1756. Aparece como
propietario de la hacienda de los Guales Dn. Baltasar Sánchez de
la Concha en una escritura de fianza a favor del propietario de
Cañaveralejo, Dn. Francisco Javier de Fresneda. (3. 33 f. 5 r.) 7
Enero, 1761. El Maestro Dn. Nicolás Velis vende a Da. Antonia
y a Dn. José Vivas un derecho de tierras llamado también los
Guales, que dice haber comprado a Dn. Nicolás Sánchez, en 100
pts. (r. 83 f. 326 v.) 5 Diciembre, 1763. Dn. Francisco Javier
Sánchez Hellín, otro hijo de Dn. Juan, declara en su testamento
tener 50 reses pastando en los Guales. (r. 9 f. 42 r.) 15 Julio,
1781. Da. Clara de Silva, viuda de Dn. Baltasar Sánchez de la
Concha, declara en su testamento la hacienda de los Guales
fundada en 900 pts. de tierra. La estancia tenía ganados y 18
esclavos. Su marido era hijo de Dn. Nicolás. Las tierras que
declaraba en 1756 debían ser un derecho de 100 pts. que había
comprado a su padre. Así del derecho primitivo de 250 pts. que
este había heredado, vendió tres: uno a su propio hijo, otro a Dn.

168
Domingo de Mendia y otro al Maestro Nicolás Velis. (r. 72 f.
187 r.) Agosto de 1798. Los albaceas de Dn. Diego Manzano,
nieto por linea materna de Dn. Juan Sánchez Hellín, venden un
derecho de tierra de 100 pts. a Tomás Otero. El derecho estaba
proindiviso y estaba situado en los Guales. El padre de este
Manzano, Dn. Valentin, había poseído 225 pts. de tierras en
Lázara Pérez las cuales, habían pertenecido a su suegro, Dn. Juan
Sánchez Hellín (r.56 f. 243 r.)

Guayabal. (v. Canaveralejo).


Juan Francisco Garcés de Aguilar había muerto poco después
de 1746. Como dejó tres hijos menores, la mayor parte de sus
bienes quedaron en manos de su mujer, Da. Bárbara de Saa.
Estos bienes consistían en las tierras de Cañaveralejo que había
ido comprando desde 1723, tierras de Cabuyal, en Llanogrande,
casas en Cali y minas en Dagua, todo lo cual debía valer unos 80
mil pts. (r. 56 f. 9 r.) 14 Enero 1752. Las tierras de Cañaveralejo
aparecen con el nombre de Guayabal, cuando la señora las gravó
con un censo de cuatro mil pts. (r. 60 f. 14 r.) Da. Bárbara
compra al Sargento Mayor Dn. Salvador de Caicedo en Enero de
1757 mil pts. de tierras, gravadas con 900 de censos. Estas tierras
lindaban, arriba, con la casa de la compradora "... en donde está
la cerca... etc. "

Guavas. (San Lorenzo de, en jurisdicción de Buga).


(r. 5 f. 229 v.) 13 Nov. 1750. José Ruiz de la Cueva vende a
su hijo, el Maestro Miguel Ruiz de la Cueva, Pbro. la hacienda
de San Lorenzo de las Guavas, que había sido primitivamente del
Capitán Lorenzo Fernández de Monterrey que José Ruiz había
comprado al Doctor Agustín Francisco de Mosquera y Figueroa y
a Dn. Pedro de Sandoval, vecinos de Popayán. Las tierras de esta
hacienda valían 2.000 pts., tenía cañaduzales, trapiche, 300 reses,
20 caballos, 30 mulas y 17 esclavos. Todo por 11.000 pts. a
reconocer a censo. (r. 80 f. 284 r.) Octubre, 1755. El Maestro
Ruiz compra por 250 pts. un derecho d e tierras que Da. Rosa de
Cárdenas y Vivas, viuda de Dn. Miguel Velásquez, poseía
proindiviso con sus cuñados Dn. Nicolás y Dn. Pedro, en el sitio
de la Bolsa (v. Abrojal). Estas tierras se extendían "... entre las
dos acequias de Dn. Pedro Durán y la de la hacienda de los
jesuitas, por lo ancho, y por lo largo desde la loma hasta un árbol
de Tachuelo...". (r. 44 f. 225 v.). 27 Set. 1758. El Maestro
vende la mitad de las tierras de las Guavas al Doctor Dn. Felipe
Sánchez, abogado de la Real Audiencia de Santafé y Quito, con
casas, trapiche, cañaverales, árboles frutales y platanares, 50
reses, 50 yeguas, 20 caballos, 10 mulas, un hechor y 18 esclavos,
todo por 10 mil pts. a reconocer a censo.

169
Guayabital
(r. 5 f. 140 r.) 1 Agosto, 1750. Miguel de Aldana y Luisa
Guiri-guiri, su mujer venden un derecho de tierras que poseían
en el Guayabital a Francisco José de la Asprilla y Escobar. Las
tierras estaban en jurisdicción de Caloto y eran un cuarto de
media legua. Los vendedores tenían dos partes de la media legua
en tanto que las otras dos pertenecían a Tomasa Guiriguiri y
Bernardo Itagoce, hijo de Maria uiriguiri. Valía el derecho 162
pts. (r. 11 f. 205). Octubre, 1751. El Maestre de Campo, Dn.
Nicolás de Caicedo compró este derecho a la Asprilla. En 4 Nov.
del año anterior haba comprado también tierras en el Guayabital
al Padre Javier Vera, prior de San Agustín por 200 pts., "... que el
todo de ellas se comprende desde la boca del rio que llaman del
Desbaratado a donde dentra al de Cauca para arriba hasta el
monte que llaman del Caymital por la parte de arriba, y cortando
derecho hasta el rio de la Payla por el un lado, y por el otro la
división de las tierras del Tiple que de este todo se hizo donación
al dicho convento de San Agustín, de las cuatro partes las tres...".
La otra parte pertenecía a los herederos del Gobernador Dn.
Cristóbal Guiriguiri, indios de la Corona. Todo estaba
proindiviso. En 1688 se había decidido sobre la validez de la
donación hecha al convento por Pablo, indio. Este las había
heredado de su padre Francisco de la Payla, indio que había
pertenecido al repartimiento de Da. Catalina Renjifo, Dn.
Cristóbal Guiriguiri, gobernador de los indios anaconas había
presentado oposición porque parte de estas tierras le habían
tocado a su madre, Magdalena, hija de Francisco de la Payla y
hermana de Pablo. Había otros dos hermanos pero los hijos de
estos no presentaron oposición. Al contrario, uno de ellos,
Domingo Riasco, había cedido su derecho. Las tierras se
vendieron al Maestre de Campo por 200 pts. (r. 61 f. 53 r.). 12
marzo, 1765. Caicedo Tenorio, nuevo Alférez real y heredero de
Dn. Nicolás, vendió a los bienes de Dn. Salvador de Echeverri y
Hurtado los dos derechos comprados por su padre en el
Guayabital por 600 pts., es decir, casi el doble de lo que habían
costado 15 años antes.

Hato de Mora
(r. 70 f. 81 v.). Perteneció originalmente a Dn. José de Mora.
Este se había casado con Da. Ana Torrijano en 1691 y había
aportado al matrimonio 500 pts. de 900 que poseía en tierras,
con 200 reses y 300 yeguas. Su hija Teresa de Mora Torrijano se
casó con Dn. Tomás de Cifuentes y aportó como dote 2.949 pts.
En esta se contaban tierras en Párraga que suegro y yerno poseían
de por mitad. (r. 43 f. 202 v.) 5 Set. 1753. Da. Teresa de Mora
vende por 1.000 pts. tierras del Hato de Mora al gallego Antonio
Núñez de Prado, que fue también propietario de tierras en
Meléndez. (r. 60 f. 6 r.). Nov. 1756. Enero 1757. La viuda de

170
Dn. José de Mora, Da. Ana Torrijano, vende el Hato de Mora, la
Porquera y Piles a Dn. Francisco Vivas Serrano. El hijo mayor de
la señora, el padre Gregorio dé Mora S.I., había renunciado en
favor de su madre estos derechos. El Hato de Mora: "... cuyos
linderos con el zanjón de los Piles, corriendo para arriba hasta el
zanjón del Sausal que es el que divide el monte de la Herradura.
Por lo largo desde el dicho zanjón hasta la Porquera y desde esta
hasta la boca antigua del rio Amayme, exceptuando de la tierra
que encierran estos linderos un cuarto de tierra que pertenece a
la capellanía que tiene el Maestro Dn. Pedro Caicedo...". Precio,
1.000 pts. V. Piles.

Hato Viejo
(r. 32 f. 405 r.) 5 Nov. 1739. Pertenecía a Antonio Gómez
quien tenía en ella 350 reses, otros ganados y 5 esclavos. En esta
fecha la da como garantía de 2.116 pts. que pertenecían a los
hijos menores de Cristóbal Gómez (que debía ser su hermano) y
de Dionisia Vidal. Antonio Gómez había rematado los bienes de
Cristóbal, los cuales estaban "interpolados" con los suyos, es
decir, probablemente en indivisión. (r. 31 f. 128 r.) 18 Set.
1744. Antonio Gómez vende a Dn. Cayetano Delgado, vecino de
Buga las estancias de Hatoviejo. Las tierras, que valían mil pts.,
estaban situadas entre Yotoco y las tierras de Miguel de Llanos
(v. El Espinal y San Pablo). Tenía casa, 129 reses, 79 yeguas, 20
caballos, muebles, etc., todo avaluado en 3.882. Tenía 3.354 de
gravámenes entre las tutelas y dos capellanías por 1.954 pts.

La Herradura
(r. 55 f. 108 v.) 14 Dic. 1733. El capitán Juan de Saavedra,
yerno del capitán Miguel Vivas Sedano, a quien habían
pertenecido primitivamente estas tierras, las poseía junto con
Onofre Vivas. Este murió en la pobreza ese año y Saavedra se
hizo cargo de la totalidad de un censo que gravaba las tierras a
favor del convento de las Mercedes, por 1.000 pts. (V.
Cabuyal). (r. 37 f. ? ) 16 Junio 1736. Otro heredero del capitán
Miguel Vivas, llamado también Miguel Vivas vende 150 pts. de
tierra en la Herradura y los Piles a Dn. José Pretel y Llanos. (r.
32 f. 269 v.) 8 Julio, 1738. Pretel trueca este pedazo, reservando
un derecho del potrero de Piles, por cuatro cuadras en el llano de
Meléndez que Luis de Echeverria y Alderete había comprado a
Dn. Felipe de Velasco. Este Luis de Echeverria ya había
intentado hacer un compromiso con el capitán Juan de Saavedra
para repartirse de por mitad las tierras mencionadas más
arriba. (r. 64 f. 68 r.) 14 Julio 1747. Antonio de Saavedra, hijo
del capitán Juan, vende a Juan, Miguel y José de Cárdenas un
pedazo de las tierras de la Herradura que había heredado de su
madre por 190 pts. "... por lo largo, desde la puente del Guadual,
corriendo para abajo hasta la cerca que divide las tierras de dicho

171
sitio de la Herradura, en donde están tres árboles... de la acequia
que pasa por la casa del vendedor que les vendió hasta dar en un
zanjón que corre a orillas del dicho guadual...". Recuérdese que
en 1752 Juan y José de Cárdenas trocaron este pedazo por uno
entre el zanjón de Aguaclara hasta la madre del Amaime con Dn.
José de Escobar y Lasso. (V. Abrojal). (r. 30 f. ? ) 19 Oct. 1748.
Juan de Saavedra vende la mitad del derecho de tierras de la
Herradura (la otra mitad pertenecía a su hijo Antonio) a Dn.
Valentin Manzano (yerno del Cap. Juan Sánchez Hellin) por 625
pts., de los cuales debía reconocer 500 de censo a favor del
convento de las Mercedes. "... que todo el dicho derecho se
contiene y linda por lo ancho desde el zanjón de Sarzal hasta el
zanjón del Palmar... (ilegible) corriendo para abajo entre los
dichos dos zanjones de Sarzal y Palmar hasta encontrar con el
zanjón que llaman de los Piles...". (r. 28 f. 106 r.) 22 Febrero
1749. Antonio Saavedra vende por 625 pts. la ,otra mitad del
derecho a Dn. Nicolás Pérez Serrano. Se señalan los mismos
linderos que en el documento anterior, aunque se lee Sausal. La
parte ilegible: "... y desde la talanquera y cerca que se ha
acostumbrado hechar y de presente está de manifiesto y
levantada...". Pérez Serrano era un minero casado con Isabel de
Escobar Alvarado. Testó en 1750 (r. 5 f. 112 v.) y no dejó hijos
aunque sí cuantiosos bienes, entre otros la hacienda de
Meléndez. En el testamento las tierras de la Herradura aparecen
avaluadas en 800 pts. Al parecer había agregado también el
pedazo de Luis de Echeverria y Alderete. El 15 de febrero 1751
su viuda hace escritura de estas tierras -que se remataron en
pública subasta, junto con las de Meléndez -a favor de Dn. Juan
de Argumedo, otro minero, casado con una hija de Dn. Nicolás
de Caicedo Hinestroza y sobrino del comerciante español
Francisco de la Flor Laguno. El documento de la venta está
incompleto (r. 11 f. 42 v. y f. 47 v.) pero más adelante hay otro
por el cual Argumedo reconoce un censo de 60 pts. La hacienda
tenía también el que gravaba originalmente las tierras por 500
pts. a favor del convento de las Mercedes. Se mencionan apenas
yeguas en la hacienda y se dice valer más de 1.500 pts. Cuando
murio, el 11 de Julio de 1759 (r. 46 f. 213 r.) Argumedo declaró
que había comprado un derecho de tierras contiguo, el cual había
pertenecido a Dn. Tomás Saavedra y la mitad del derecho
llamado Piles, que había comprado a Dn. Valentin Manzano en
compañía de su cuñado, el Alférez Dn. Manuel Caicedo. (1754).
En la Herradura tenía 50 reses, de cría, 80 de ceba, 200
yeguas. El 9 de Abril de 1763 la parte de manzano que había
comprado Dn. Nicolás de Caicedo fue vendida por su heredero,
el Alférez real Dn. Manuel Caicedo Tenorio, a su cuñado Dn.
Francisco Lourido Romay. Se incluyó también un derecho
contiguo que Caicedo Te norio había heredado de Antonio de
Quesada y que este había comprado a Dn. Juan de Saavedra, lo

172
mismo que el derecho de Piles, mencionado arriba. Todas estas
tierras valían 1.200 pts. y sustentaban 98 yeguas, 7 reses, 7
caballos, 4 burros y un negro que cuidaba de las tierras. Todo
por 2.501 pts. que debían reconocerse a censo. (r. 82 f. 84
r.). (r. 83 f. 108 v.) 7 mayo 1763, es decir, apenas un mes
después de la anterior operación, Lourido y Romay compró a los
albaceas de Argumedo su parte de la Herradura, "... pues no
produciendo la dicha hacienda ni aún lo correspondiente a su
monto principal, es gravosa su manutención". Las tierras estaban
avaluadas en 815 pts. y los dos derechos de los Piles comprados a
Dn. Valentin Manzano en 1754 en 50 pts. Así, al reunificarse en
cabeza de Lourido Romay las tierras que habían sido del capitán
Juan de Saavedra y que treinta años atrás valían 1.000 pts., valían
ahora un poco más del doble. Lourido adquirió también 150
yeguas, 40 reses, 23 caballos, un mulato y cercos y sementeras,
todo por 3.173 pts. Debía reconocer 2.600 de censos. (r. 61 f.
36 v.) 24 Febrero 1765. D. Antonio Saavedra vende dos derechos
contiguos a la Herradura, uno heredado de su padre Dn. Juan y
otro de su madre, Ana Vivas y Lasso, a Dn. Santiago Farfán de
los Cobos, vecino de Buga. Los derechos estaban ubicados en la
tierra que el capitán Lorenzo Lasso había donado a su madre.
Vendía 7 cuadras de largo y 4 en ancho por 160 pts., es decir,
que el valor aproximado de una cuadra en esta región era de 5
pts. La cuadra tenía 108 varas de lado (de 0.83 cms). Así, las
tierras que había comprado Lourido Romay dos años antes por
2.015 pts. deban ser unas 350 cuadras 0 280 hectáreas (más o
menos).

San Isidro. (Tejar)


(r. 55 f. 15 r.) 13 marzo, 1733. Testa Domingo Ramírez
Florian quien declara tener 110 años. Declara tener varios
pedazos de tierra, tanto en la otra ribera del rio Cali como del
Cauca. Las de la otra banda del rio Cali eran 6 caballeras por las
que había sostenido pleitos don D. Melchor de Saa y Lasso y
luego con Juan Francisco Garcés (r. 70 f. 70 r. 1723 y r. 8 f. 240
r. 1727) y estaban situadas entre el rio Cali y Quebrada Seca. (r.
55 f. 45 v.) Menos de un mes después, el 6 de mayo de 1733,
Ramirez vendió este pedazo al maestro Dn. Juan de Ceballos. El
derecho, "... linda por la parte de arriba con el camino real
antiguo que va para la ciudad de Buga, corriendo por el zanjón
abajo que llaman de Chipi-chape hasta dar en la derecera de la
fundación que tuvo una hija de los otorgantes, llamada Mariana
Ramirez... y cortando linea recta, mirando al rio hasta el zanjón
seco y derecera que divide las tierras del dicho comprados y por
la parte del dicho rio, corriendo por la derecera del tejar para
arriba, linda con tierras del Dr. Nicolás de Hinestroza, Pbro.,
todo el llano que se comprende entrando al tejar viejo que está
debajo de dichos linderos...". Así, había un tejar "viejo" y un tejar

173
"nuevo" que colindaba con estas tierras. AI año siguiente, en 30
de Enero de 1734, Salvador Ramírez, hijo de Domingo,
declaraba entre sus bienes un tejar con tierras en la otra banda
del rio Cali (r. 14 f. 133 v.). Y todavía, en 10 marzo de 1736 Da.
Maria de Ayala, mujer de Domingo, traspasa el tejar a su hijo
Salvador debido a que su marido no podía pagar los réditos que
lo gravaban ni trabajarlo debido a su decrepitud. (r. 37 f. 27 v.).
Este tejar iba "... desde la loma de la acequia y rio abajo por la
orilla hasta dar y encontrarse con el lindero de Juanes de Escarza,
por el un lado, y por el otro la loma alta, y por la otra parte con
el pedazo de tierra que le vendió el dicho su marido al dicho su
hijo Salvador Ramírez...". Estas tierras, como las que Domingo
Ramírez había vendido a Dn. Juan de Ceballos, habían sido del
Capitán Ignacio de Saa. Unos días después (el 22 de marzo)
vuelven a mencionarse dos tejares contiguos. Domingo Ramírez
Fl. murió ese mismo año en 1736 y sus hijos Salvador y José
entraron en posesión de su herencia. José trocó su parte en la
estancia de San Isidro con Juan Ignacio Garcés de Vergara por
una legua de tierra en Caloto en 25 de Oct. 1745 (r. 3 f. 151 r.)
Salvador Ramírez murió el 13 de Setiembre de 1755. Declaraba
en su testamento la estancia de San Isidro y el Tejar. En 31 Oct.
1761 su yerno, Dn. Tomás de la Pedroza, vendió a Da. Manuela
Rosa de la Romaña, viuda de Dn. Fernando de Argumedo y
propietaria de minas. La señora murió en 1765. Tenía entonces
10 esclavos en el Tejar. Este pasó a su hija, Da. Mariana de
Argumedo, quien lo vendió por cuatro esclavos a Dn. Pedro de
Villavicencio en 1767 por 3.400 pts. a reconocer a censo.

Jamundí
Originalmente una buena parte de las tierras de Jamundí
pertenecieron al cura de Cali, el Dr. Juan Rodríguez Montano,
quien las donó en 1721 a los hijos de Tomás de Esquivel y
Mariana de Avalos y de Antonio de Avenía y Maria de Avalos. A
través de los descendientes de estos las tierras fueron
fragmentándose. Inicialmente la donación entera valía 1.000 pts.,
a repartir entre cuatro. (r. 71 f. 189 r. f. 201 v. r. 19 f. 220 r.)
Junio 1767. Herederos de los beneficiarios de la donación
enajenan sus derechos. Uno de ellos estaba situado entre las
juntas del rio Pance con el de Jamundí hasta encontrar el Cauca,
de largo, y de ancho desde el rio Jamundí hasta Rio Claro. La
donación del cura dio lugar, en virtud de la dispersión de los
derechos sobre la tierra, a una concentración urbana. Esta
dispersión coexistió, sin embargo, con la gran propiedad de Rio
Claro y con una tendencia a la concentración en que
intervinieron los comerciantes José Vernaza y Diego Pablo de
Cáceres. Entre 1766 y 1770 por ejemplo Vernaza llegó a adquirir
tierras de los herederos de las tierras del cura Montano por valor
de 586 pts. más otro pedazo de Rioclaro que valía 850 pts. En

174
1768 tenia empotrerados en tierras de Pance y Jamundí 800
novillos en compañía con Juan de Soldevilla -quien también
había comprado tierras allí. Vernaza y su socio se dedicaban a
llevar este ganado al Chocó. Al morir Vernaza la hacienda que
había levantado se vendió por 7.000 pts. (r. 86 f. ? . 8 Enero,
1799). Tenia trapiche, 600 reses, 28 caballos, 600 matas de
cacao y 9 esclavos. Cáceres, por su parte, adquirió entre 1755 y
1778 varios derechos de tierras en Jamundi por 235 pts. Uno de
ellos pasó a Vernaza por venta de Juana de Arrachátegúi, viuda
de Cáceres.

San Jerónimo.
(r. 6 f. 63 r.) 23 de Octubre 1720. El Dr. José Barona
Fernández, cura párroco de Nueva Segovia, vende al español
Francisco de la Flor Laguno, casado con su hermana Manuela
Sancha Barona, la hacienda de San Jerónimo. De las tierras se
exceptuaban las que se adjudicaron a Juan Barona Fernández en
el Callejón (v. Alisal) y las que su madre, Margarita Fernández de
Velasco, había dado a su otro hermano, el licenciado Pedro
Barona en el sitio de el Terronal. También se excluía otro pedazo
en el llano de San Jerónimo que se dió a Juan Barona Fernández,
lindante con tierras de Dn. Antonio Basilio de Caicedo. Las
tierras valían entonces 400 pts. Con la casa, el trapiche, la
capilla, la caña y 83 reses valía la hacienda 2.153 pts. (r. 3 f. 104
v ; 1745. En su testamento, de la Flor Laguno declara la hacienda
de San Jerónimo, "... cuyas tierras las tengo muy mejoradas,
respecto de haberles limpiado los montes que tenían, en que he
gastado mucho tiempo y herramienta con los negros...". Tenía
trapiches con aperos, cañaduzales, herramientas "... suficientes y
aún duplicadas y negros chicos y grandes, según y como se hallan
por matrícula en dicho mi libro de cuentas, y en mis papeles se
hallarán las escrituras de la compra de ellos. Menciona la capilla
con dos ornamentos y la casa de vivienda "con todo su menaje y
alhajas", con más de 500 pts., en plata labrada, y una huera de
árboles frutales y platanares. (r. 5 f. 37 r.). De la Flor gravó la
hacienda con una capellanía de 5.120 pts. de capital para que se
ordenara uno de sus nietos. La impuso su yerno y albacea, el Dr.
Cristóbal Cobo Figueroa, quien se constituyó en deudor
consitario, quedándose con la hacienda en 1750. Cobo era
propietario también de la hacienda de Nuestra Señora de la
Concepción del Bolo y en 1752 las gravó ambas con un censo de
4.000 pts. (v. Bolo). San Jerónimo tenía entonces 4 o 5.000
reses, 1.000 0 1.200 yeguas, trapiche y 4 esclavos.

San José de Amaime


(r. 49 f. 50 r.) 28 Julio, 1724. El capitán Dn. Jerónimo
Renjifo de Lara y Da. Maria Silva y Escobar venden a Da. Ignacia
de Piedrahita, en Napunima, "... una legua de tierras que poseen

175
en este dicho sitio, que hubieron y compraron del capitán Dn.
Ignacio de Piedrahita Saavedra, cuyos linderos son desde un
zanjón montuoso que corre desde el trapiche hasta el zanjón de
la Magdalena por lo ancho, y por lo largo desde el rio de Cauca
hasta unos necederos que están más arriba de unos cabuyales...".
Se agregaba una casa, algunos elementos de trapiche, un pedazo
de cañaduzal, dos caballos trapicheros, todo por 590 pts. de los
cuales 500 deban reconocerse a censo a favor de dos
capellanías. Angela Ruiz Calzado, mujer del Cap. Domingo
Cobo e hija de Da. Ignacia Piedrahíta y del Maestre de Campo
Antonio Ruiz Calzado, heredó la legua de tierra mencionada, una
parte del potrero de Latorre de su padre y otro cuarto de legua
de Da. Ana de Guzmán vendido a su madre. Estas tierras, junto
con otras que se extendían desde el sitio de Amaime y el zanjón
de Trejo y en largo desde la boca del zanjón de la Magdalena
hasta la desembocadura del zanjón de Trejo (ambas en el rio
Amaime), constituían la hacienda de San José de Amaime. (r. 28
f. 35 v.) 28 Enero, 1749. Da. Angela Ruiz declara "... que por
cuanto poseía la hacienda nombrada San José de Amaime, en
jurisdicción de esta ciudad de la otra banda del rio Cauca, y que
sobre ella tenía cargados y fincados 14.460 pts., pertenecientes a
distintas imposiciones de obras pias.... y respecto a costarle
mucho afan y trabajo al satisfacer los réditos de la dicha cantidad,
mediante no poder beneficiarse la dicha hacienda con la
asistencia y reparos que había en la administración, antes de que
el dicho su marido llegase al estado en que de presente se halla..."
y decide cederla a su hermano Dn. Juan Ruiz Calzado y su mujer,
Da. Isabel de Castrellón. Según el inventario de la hacienda las
tierras valían 3.300 pts., el ganado 6.252, 15 esclavos, 4.020, el
trapiche y sus aperos 835, la caña y el plátano 671, etc. Toda la
hacienda valía 15.536 y por lo tanto la señora sólo recibió 1.076
pts. puesto que los compradores debían hacerse cargo de los
14.460 pts. de los censos. La hermana de Da. Angela, Josefa
Ruiz Calzado estaba casada con el propietario de la hacienda
vecina de El Alisal, Dn. Juan Barona Fernández. Un hijo de estos,
Antonio Barona Fernández, declaraba en su testamento, en 1799
(r. 86 f. 179 v.), haber vendido a Dn. Toribio García, minero y
comerciante, la hacienda de San José de Amaime.

Lázaro Pérez. (Caloto)


(r. 11 f. ? ). 16 Junio 1750. Juan Sánchez Hellin, propietario
de los Guales, declaraba también estas tierras en su testamento.
Lo heredó su yerno, Dn. Valentin Manzano, quien el 26 Set.
1752 (r. 56 f. 243 r.) reconoció 225 pts. que gravaban las tierras,
y su hijo Francisco Javier Sánchez, quien en 29 Dic. 1757 (r. 60
f. 303 r.) vendió un derecho de 600 pts. con 98 cabezas de
ganado y 48 yeguas a Dn. Francisco de Silva y Saavedra, vecino
de Caloto, todo por 1.428 pts.

176
Llanogrande.
Con este nombre se conocían las tierras "de la otra banda del
rio Cauca", tanto las que caían bajo la jurisdicción de Cali como
las de Buga. En algunos casos los documentos notariales designan
con este nombre genérico las propiedades, individualizándolas
por sus linderos. Su identificación es posible siguiendo
simplemente la linea sucesoral y es así como algunas se han
incluido en las referencias de haciendas identificadas con un
nombre. La existencia tardía de estos nombres (en el curso del
siglo XVIII) sugiere la formación igualmente tardía de algunas
haciendas. En el siglo XVII, cuando se trataba de latifundios más
extensos, la tendencia parece haber sido identificar las tierras por
el nombre de sus propietarios. De otro lado, en los libros de
escribanos de Cali puede aparecer una mención ocasional (en el
momento de constituir un censo, por ejemplo) de tierras que
caían bajo la jurisdicción de Buga. Esto ocurre, por ejemplo, con
una imposición de capellanía de Maria Bejarano en Febrero de
1752 (r. 56 f. 44 v.) La señora, viuda de Juan de Cárdenas
Renjifo, gravaba 2.000 pts. de tierras con 2.000 reses, 500
yeguas, 32 piezas de esclavos, casa, trapiche y cañaduzales. Su
marido había poseído tierras contiguas a los de sus parientes Dn.
Lorenzo Lasso de los Argos y Francisco Renjifo.

Loreto. (Nta. Sra.)


(r. 70 f. 30 v.). El Maestro F. Cobo de Figueroa, cura
doctrinero del pueblo de San Jerónimo, vendió el 1 de marzo de
1.723 esta hacienda, situada en jurisdicción de Buga, a Dn.
Manuel Crespo Lozano y a su mujer, Da. Antonia Renjifo. 600
pts. de tierras habían pertenecido originalmente a Dn. Nicolás
Lasso y a Da. Faustina Solarte, vecinos de Buga, que las habían
heredado del capitán Juan Lasso de los Arcos. Otros 300 pts. de
tierras estaban sembrados con sementeras y tenían chambas.
Tenía casa, capilla, ganado por valor de 2.066 pts. y ocho
esclavos por 3.540. Su valor total era de 7.678 pts. de los cuales
Crespo pagó 5.178 de contado. A esta hacienda se agregaron 25
pts. de tierras que Da. Antonia Renjifo había heredado del
Capitán Francisco Renjifo y el 10 de diciembre de 1726 (r. 49 f.
94 v.) fue vendida al capitán Dn. Diego Ranjel por 7.639 pts.
Ahora estaba gravada con 3.600 pts. de censos mientras que en
1723 tenía sólo mil. Crespo la había gravado el 20 de Nov. de
1724 (r. 70 f. 120 v.) con mil pts. para pagar a Dn. Antonio
Salgado, comerciante de esclavos. Al vender esta hacienda Crespo
Lozano compró otras tierras (v. Yeguerizo) a las que debió
trasladar parte del ganado y esclavos pues en 1724 había
declarado tener mil reses, mil yeguas y 19 esclavos.

Malagana. (v. Hato de Mora y Cabuyal)

177
(r. 46 f. 181 v.) 23 Junio, 1759. Da. Agustina de Mora vende
a su yerno Dn. Luis de Saravia 1.400 pts. de tierras de el
Condorcillar "... desde el lindero del Dr. Cristóbal Cobo
(propietario de Na. Sra. -de la Concepción de el Bolo y de San
Jerónimo) hasta diez cuadras más abajo del paso del zanjón del
Cabuyal, corriendo linea recta al rio del Bolo (? ) y por lo ancho
las orillas del rio del Bolo (?) hasta las orillas del dicho zanjón del
Cabuyal...".

La Magdalena.
Esta hacienda perteneció originalmente a Da. Ana Maria de
los Reyes, nieta del latifundista Antón Núñez de Rojas. En 1731
la cedió al capitán Ignacio de Piedrahita Saavedra que debla
reconocer los censos que la gravaban (r. 16 f. 122 r.). Piedrahita
tenía a su vez tierras a orillas del Amaime (r. 8 f. 350 v.) "... con
aperos de fondos, cañaduzales, caballos,y esclavos". En octubre
de 1748 (r. 30 f. ? ) Pedrahita vendió la hacienda a Dn. Manuel
Cobo Calzado (v. Cañaveralejo). La hacienda comprendía varios
pedazos de tierra, así: "... la tercera parte de una legua que posee
el otorgante en el potrero que llaman de La Torre que se
compone, según el título, de dos leguas, cuya pertenencia de una
legua de dicho potrero por mitad compró el señor otorgante de
los herederos de Dn. Juan de Escobar...", por 400 pts.
(Piedrahita estaba casado con Da. Maria de J scobar, hija de
Clara Núñez y Juan Escobar Alvarado). Otros 200 pts.
comprados a Da. Margarita Fernández de Velasco, en tierras
montuosas que Piedrahita destinó a cañaduzales. Metió también
una chamba por la madre de una quebrada llamada la Magdalena
"... que le sirve de cerca y resguardo, que coge dicho pedazo de
tierra desde la boca de dicha quebrada la Magdalena hasta dos
quebradas más arriba de la boca de la quebrada de San Jerónimo,
las que dentran ambas al rio de Amaime, y en ancho desde la
susodicha quebrada la Magdalena hasta la referida de San
Jerónimo, por la parte de arriba, en donde ha mantenido y tiene
dicho vendedor la cerca, y por la parte de abajo desde la referida
quebrada la Magdalena hasta donde corre el rio Amaime...".
Finalmente, otro medio cuarto de legua en Cimarrones y
Napunima, en donde habían tenido trapiche los Escobares,
familiares de su mujer. (v. Sn. José de Amaime). La vendió ahora
por 340 pts. Así, la tierra de la hacienda valía en 1748, 940 pts.
Vendió también 4 esclavos y aperos y caballos trapicheros, todo
por 3.394 pts., con un gravámen de 2.000. (r. 5 f. ? ). 4 Set.
1750. Manuel Cobo Calzado intentó vender la hacienda al
minero Dn. Pedro del Valle, exceptuando la parte del potrero de
La Torre, todo por 5.424 pts. En los dos años había introducido
ganado y sembrado caña, además de cancelar un censo de 800
pts. La venta se deshizo al año siguiente (r. 11 f. 113 r.) y Cobo
la volvió a vender el 26 de Agosto de 1751 (r. 11 f. 156 r.) a

178
Francisco José de la Asprilla, quien había sido propietario de
Meléndez poseía El Guayabital. La venta se efectuó por 5.202
pts.

Malibu.
(r. 25 f. 24 r.) 9 Mayo, 1743. Figura en el testamento del
Alférez Luis José García, español casado con Da. Maria Pérez
Serrano, hija del minero Nicolás Pérez Serrano y Da. Mariana
Renjifo. La hacienda tenía entonces casa de vivienda nueva,
trapiche, tres fanegas de sembradura de caña, 27 esclavos, 800 a
900 yeguas, 100 caballos, 27 muletos y otros ganados. La
hacienda pasó a uno de sus siete hijos, Dn. Francisco García,
quien reconoció las hijuelas de sus hermanos menores como
tutor. (r. 64 f. 33 v.) 10 Ab. 1747. Francisco García reconoce
también dos mil pts. a favor de una religiosa de Pasto, hija de
Dn. Lorenzo Lasso de la Espada, dinero recibido de Dn. José
Escobar y Lasso y que gravaba la hacienda de Aguaclara. En Julio
del mismo año (r. 64 f. 56 r.) reconoció también 1751 pts. de
una capellanía fundada por su madre, que había muerto el año
anterior. La hacienda, junto con tierras en Dagua y una casa en
Cali, estaba gravada con 9.499 pts. de las tutelas de tres
hermanos menores (r. 56 f. 65 v.) 6 marzo de 1752. La hacienda
tenía entonces 35 esclavos. (r. 56 f. 273 v.) García vende a
Ignacio Payán la mitad de un derecho de tierras de 200 pts. entra
los zanjones de Mirriñao y de Coronado. (r. 43 f. 4 r.) Dn.
Francisco vende la hacienda por 12.222 pts. a su hermano Dn.
Antonio. Este debía pagarle 3.174 pts. y 6.774 a dos hermanos.
El resto, 2.274 pts., eran de dos censos. Las tierras valían 900
pts. (con 100 pts. que quedaban entre los zanjones de Mirriñao y
Coronado), el trapiche y sus aperos 1.227 pts., 16 piezas de
esclavos por 5.135 pts., ganado por 3.082, etc. (r. 80 f. 201 r.).
Dn. Antonio García vende la hacienda el 13 Set. 1755 a Dn.
Domingo de Mendia y Latorre por 12.615 pts. Las tierras, entre
Malibu y Coronado, valían 800 pts. Los aperos del trapiche
haban disminuido a 369 pts. y las 16 piezas de esclavos a 3.690
pts. pero el ganado había doblado a 6.448 pts. Los censos habían
subido también a 5.136 pts. y todavía se debían 4.419 pts. de las
tutelas de dos hermanos. Debe anotarse que el nuevo propietario
estaba casado con Da. Javiera Baraona, familiar de otros
propietarios de Llanogrande.

Mediacanoa.
En 1729 el Maestro Primo Feliciano de Villalobos, cura y
vicario del real de minas de Dagua compró una estancia por 229
pts. De éstas cedió 10 cuadras a Primo Feliciano Marmolejo,
vecino de Buga, que le escrituró diez años después a sus
herederos (r. 32 f. 337 v. y 339 v.) (r. 84 f. ? ). 20 Enero 1795.
En el testamento de Catarina Ortiz se menciona media legua de

179
tierras en largo sobre el rio de Media-canoa, que prohibe
enajenar a sus hijos. Las tierras caían en jurisdicción del curato
de Yumbo.

Meléndez.
Perteneció a Da. Maria Manuela Peláez Sotelo, hija de Da.
Francisca Núñez de Rojas y del Sargento Mayor Dn. Vicente
Peláez. La heredó su hijo Dn. Felipe de Velasco Rivaguero quien
en 1726 (r. 49 f. 120 r. ss.) la vendió a Dn. Francisco José de la
Asprilla y Escobar por 11.679 pts. Tenía tres derechos de tierras:
300 pts. i.., entre la quebrada de las Piedras y el zanjón que sale
del rio de Meléndez...", tierras del Estado que valían 100 pts. y
otras tierras por 150. Tenía además: trapiche y aperos por 887
pts., caña por 930, chambas en tos cañaverales por 400 pts. 319
reses, 95 caballos, y 16 esclavos. De la Asprilla quedó debiendo
6.000 pts. que debían pagar a Velasco dentro de 9 años, además
de varios principales de censos y capellanías que gravaban la
propiedad. (r. 16 f. 266) 9 Mayo, 1732. La hacienda, avaluada
ahora en 8.020 pts., estaba gravada con 5.210 pts. de diferentes
capellanías. De la Asprilla la cede a Dn. Luis de Alderete que se
compromete a pagar los 2.810 pts. restantes con negros y una
mina. (r. 55 f. 14 r.) 13 de marzo de 1733. Alderete compra otra
parte de la hacienda que pertenecía a Dn. Carlos de Velasco
Rivaguero, hermano de Dn. Felipe. Las tierras estaban "... del
otro lado de la chamba de Meléndez que sacó Da. Maria Peláez
Sotelo para la división de sus cañaduzales y roterías, y por la otra
parte lindan dichas tierras con el rio de las Piedras y corriendo
para abajo con un zanjón que sale de dicho rio y vuelve a el
mismo que llaman el Jambimbal...". Junto con dos esclavos valían
2.000 pts. Tenían además casas, cercas, roterías y platanares.
Debía tratarse del primer derecho de tierras descrito en el párrafo
anterior. En 8 de Julio, 1738 (r. 32 f. 269 v.) Alderete trocó
cuatro cuadras de este derecho con Dn. José Pretel y Llanos por
un pedazo en la Herradura. (r. 32 f. 384 v.) 5 Set. 1738.
Alderete traspasa a José Pretel y Llanos "... la posesión y señorio
que ha tenido a los bienes hipotecados en la hacienda de
Meléndez que hubo y compró con dicho gravámen a Dn.
Francisco de La Asprilla, pertenecientes al censo de Dn. Felipe de
Velasco, de 4.860 pts...". Le cede el potrero del Cerro que val ía
600 pts. y "... las tierras de abajo, desde dicho potrero hasta el
encuentro de la más vieja de las piedras que !laman el Sambimbal
que hoy está seca (hasta) la otra zanja que baja entre el guadual
de la Pereza hasta el zanjón de Lile, de largo, y de ancho desde el
rio Meléndez por lo alto hasta el de las Piedras por lo bajo, entre
dichas zanjas y acequias, que sale de dicho rio..." por 365 pts. Le
vende también cinco esclavos, 250 reses y 3 yuntas de bueyes,
todo por 4.357 pts. Del gravámen inicial de 4.860 pts. se habían
pagado 2.060 pts. y pretel reconocía los 2.800 restantes. (r. 44 f.

180
247 r.) 19 Oct. 1758. Jerónima Martínez, viuda de José Pretel
vende la hacienda al Maestro Nicolás Ruiz Amigo y a Dn. José
Vernaza. Ahora traspasan las tierras del potrero del cerro y las de
abajo, que veinte años antes valian 965 pts., por 1.500 pts.
También tres esclavos, 101 reses, 59 yeguas, 2 caballos y 4
bueyes, todo por 3.550 pts. Como se ve, si bien las tierras de la
hacienda se habían valorizado, los traspasos sucesivos -que
obedecían a los fuertes gravámenes que pesaban sobre ella- iban
disminuyendo ganados y esclavos. También se conocían como
hacienda de Meléndez tierras que c. 1719 el español Lorenzo de
la Puente había comprado al Maestro Ignacio Vivas Sedano. La
viuda de La Puente, Da: Antonia Baca Serrano las vendió en
Junio de 1741 al minero Nicolás Pérez Serrano, reservando
algunas tierras. (r. 83 f. 134 v.) 31 Mayo 1763. Da. Antonia Baca
vende a su hijo por 150 pts. dos derechos de tierras. Uno, de 4
cuadras, "... de la otra banda del rio Meléndez por la parte de
abajo, a orillas del dicho rio, hacia el paso que llaman de las
Carretas, y de allí para abajo las que se hallan encenegadas por el
desparramadero de agua que hace dicho rio Meléndez...". Otro,
llamadas La Sabaneta, lindaba con tierras compradas por el hijo,
Dn. Manuel de la Puente, a Dn. Luis Alderete y por otro lado
con el rio Meléndez. La Sabaneta se hallaba próxima al estero y
estaba "...asimismo encenegada, con montes y zarzales, por causa
de dicho rio y estero que la anega...". (r. 83 f. 263 v.) 3 Set.
1763. La viuda de Nicolás Pérez Serrano, Da. Isabel de Escobar
Alvarado, vende a Dn. José Poveda y Artieda por 12.901 pts. la
hacienda que su marido había comprado a Da. Antonia Baca. Las
tierras, con acequia y chamba, valían 2.000 pts. Se agregaba una
parte del potrero del cerro que valía 400 pts. y 224 reses, 30
bueyes, 26 esclavos, casa, herramientas y aperos. (r. 4 f. 67 r.) 13
Set. 1783. La heredera de Dn. José Poveda, Da. Juana Poveda,
traspasa la hacienda al comerciante Félix Hernández de Espinosa
para liberar de censos los bienes de su padre. La hacienda se
componía de seis derechos de tierra en el llano de Meléndez que
val fan 2.600 pts. (200 más que veinte años atrás), más otro
potrero llamado la Curtiembre que valía 700 pts. Tenía 289
cabezas de ganado y 6 esclavos. Todo por 6.240 pts. (Habían
desaparecido 20 esclavos), con un gravámen de 6.060 pts. de
ocho censos.

Menga
(r. 64 f. 109 v.) 4 Agosto, 1747. Marcelo Quintero y su mujer
María de Sarria gravan con 500 pts. de un censo derechos de
tierra en Menga y Rosa Vieja. Todos sus bienes ya estaban
gravados con 1.300 pts. A la muerte de Quintero (que testó en
1758) lo heredaron su mujer y diez hijos. (r. 33 f. 94 r.) 9 Abril,
1761. Maria de Sarria vende por 200 pts. 9 cuadras por 4 y
media a Francisco Javier de Aragón, lindantes con la quebrada de

181
Menga y con derechos de sus hijos Jerónimo y Miguel Quintero,
"... y por el lado de arriba con el camino real que va al pie de la
loma y por abajo con tierras del capitán Dionisio Quintero
Ruiz..." (v. Arroyohondo). (r. 78 f. 335 v.) El mismo Francisco
Javier Aragón compra por 200 pts. también 2 cuadras 25 varas de
ancho y 9 cuadras de largo a Tomás y Luis Cañizales, que las
habían comprado a Marcelo Quintero, contiguas a las anteriores
y al mismo camino real que iba de Cali a Buga.

Mulaló.
(r. 37 f. 1 r. ss.) 1736. Figura en el testamento de Dn. Nicolás
de Caicedo Hinestroza como tierras que "... corren desde la
punta de la loma que está delante de la estancia que fue de Pedro
Alvarez hasta el portachuelo de Vijes, y del (rio) Cauca hasta la
sierra alta, incluso el valle de Santa Inés en que los indios de
Yumbo pretenden tener derecho y no tienen ninguno...".
También el potrero de Mulaló de la otra banda del Cauca. La
hacienda tenía un horno de cal, casas y ganados. La hacienda de
Mulaló quedó en manos de su mujer. Da. Marcela Jiménez. Esta
última testó el 5 de Nov. 1748 (r. 28 f. 75 r.) e impuso una
capellanía de 10.000 pts. sobre Mulaló y la Calera, hipoteca que
debía mantenerse y "... sólo en caso de conocida disminución de
la referida hacienda se puede remover..." La hacienda pasó al hijo
de Dn. Nicolás y Da. Marcela, Dn. Bartolomé Caicedo y de este
a su hija Javiera ya su yerno, Dn. Antonio Cuero. E n 1789 la
hacienda estaba avaluada en 32.000 pts. (r. 86 f. ? 10 Oct.
1789).

Obejo.
(r. 70 f. 131 r.) Figura en el testamento (6 de octubre de
1723) de Dn. Feliciano de Escobar Alvarado, propietario de
Aguaclara, quien tenía en estas tierras 1.500 reses y otros
ganados. Estaban situadas en jurisdicción de Buga. En 1723
también tierras del Obejo pasaron a manos de Dn. Nicolás de
Caicedo H. y después de 1736 a las de su hijo, el Dr. Juan de
Caicedo, quien las vendió inmediatamente al capitán José de
Aguirre Salazar (r. 32 f. 402 v.). Las tierras valían 400 pts. y
sostenían 212 reses y 30 yeguas. Total de la venta, 990 pts. (r.
56 f. 229 v.) 23 Agosto de 1752. Dn. Bartolomé de Caicedo, el
hijo mayor de Dn. Nicolás, debió heredar la mayor parte de las
tierras de el Obejo que vendió a Dn. José de Escobar y Lasso,
hijo del primitivo propietario, Dn. Feliciano de Escobar. La
hacienda valía en 1752 6.600 pts. y estaba gravada con 2.000 pts.
de censos.

San Pablo.
(r. 49 f. 72 r.) 8 de Julio, 1725. Aparece mencionada en el
testamento del Alférez Vicente de Llanos, casado con Teodora de

182
Valencia, hija del Maestre de Campo Dn. Agustin de Valencia.
Llanos dió poder en Nóvita para que se hiciera el testamento, lo
que indica que, lo mismo que su suegro, debía dedicarse a la
minería. Tenía seis herederos, entre los cuales debieron repartirse
las tierras. (r. 25 f. 88 r. 1 Agosto, 1743). El capitán José de
Llanos y Valencia, vecino de Quito, vende a su hermano Miguel,
otro de los herederos, un derecho en San Pablo que había
heredado de su madre, Teodora Valencia, por 290 pts. (r. 28 f.
201 v.) 20 Set. 1749. Miguel de Llanos vende tierras y esclavos
(dos adultos y cuatro niños) al Dr. Cristóbal Cobo Figueroa (v.
Na. Sa. de la Concepción de el Bolo y San Jeronimo) por 2.040
pts. en que estaban gravadas con una capellanía impuesta por Da.
Teodora de Valencia. Las tierras de San Pablo "... están entre las
de vijes y las que posee al presente Dn. Cayetano Delgado,
inmediatas al rio de Cauca y de este lado de dicho rio; y los
linderos del potrero y tierras que le vende, son de ancho, desde la
quebrada que llaman del Burro, en que desagua una que llaman
del Potrero y otros la nombran las quebradas de los Buitres-
hasta la quebrada que llaman de las Minas, que es la última que
hay para llegar ya a las tierras de dicho Dn. Cayetano Delgado, y
de largo desde donde se junta la quebrada dicha del Burro,
subiendo para arriba de las lomas hasta llegar a linderos de las
tierras de llama que hoy son del Dr. Dn. Bartolomé de
Caicedo...". (r. 28 f. 254) 20 Dic. 1749. Miguel de Llanos vende
tierras contiguas a las anteriores a los herederos de Dn. Diego
Delgado (que había sido vecino de Buga. Estas tierras, vendidas
por 300 pts., iban "... por lo ancho, desde un zanjón que está
pasado el sitio que llaman de Taipa en la ladera nombrada del
Monte Claro, en cuyo sitio se ha solido cercar para atajar potrero
de marranos, tirando desde este dicho zanjón, linea recta por una
cuchilla hasta topar con la quebrada de las Minas, que es la
última que sale hacia el lado de las tierras de Dn. Cayetano
Delgado... dicha quebrada que es el lindero de las tierras que
posee el señor alcalde ordinario de primer voto, Dn. Cristóbal
Cobo de Figueroa, las que le vendio en este presenta año... y por
el otro costado, como quien va de esta ciudad para Media Canoa,
hasta llegar al zanjón que llaman de la Ciénaga Oscura, que es el
lindero desde donde empiezan las tierras que hoy posee el dicho
Dn. Cayetano Delgado... y por lo largo desde el rio de Cauca
hasta lo alto de la montaña...". (r. 44 f. 80 r.) 25 Abril, 1758. El
Dr. Cristóbal Cobo de Figueroa vende al Dr. Nicolás de
Hinestroza por 660 pts. las tierras que había comprado diez años
antes. El cura Hinestroza murió el año siguiente y dejó su
hacienda de Vijes a la Compañía de Jesús de Popayán. Poseía esta
hacienda desde antes de 1734 y más tarde, en 1750 y 1751
compró las tierras contiguas de El Espinal. (v. Espinal). En su
testamento las tierras de San Pablo figuran como un potrero de
esta hacienda de El Espinal.

183
Pantanillo.
Pertenecía a Dn. Francisco José de la Asprilla quien en 1726
la vendió para comprar Meléndez. (r. 49 f. 84 r.). La compró
Francisco de Escobar por 3.120 pts. que debía reconocer a favor
de tres capellanías, más 1.756 pts. que debía pagar a la Asprilla.
Se trataba de 600 pts. de tierra, 800 reses, 250 yeguas y caballos
y 5 esclavos, con un trapiche. (r. 8 f. 264 v.). (r. 55 f. 112 v. ss.)
Nicolás de Guevara reconoce los gravámenes de la hacienda que
debió comprar a Escobar en Diciembre de 1733. Guevara
incrementó la hacienda y en Dic. de 1748 (r. 30 f. ? ) la gravó
con otro censo de 2.000 pts. La hacienda tenía entonces 600
reses, 600 yeguas y 21 piezas de esclavos. Guevara debió morir
unos años después y su viuda, María Serrano, se casó de nuevo
con Dn. Ignacio Camargo. (r. 56 f. 65 v.) 6 marzo de 1752.
Camargo y su mujer reconocen un nuevo censo por 826 pts. La
hacienda ya soportaba 5.546 pts. de censos. (r. 56 f. 45 v.). Se
componía de: una legua de tierras que valía 600 pts. Otro
derecho de tierra de 150, entables de trapiche y cañaduzales, 200
reses, 350 yeguas, 50 caballos, 12 mulas y 12 esclavos.

Papagayeros
(r. 37 f. 1 r. ss.) 1736. Figura en el testamento de Dn. Nicolás
de Caicedo H. Se mencionan tierras de: La Burrera, Santa Ana,
Altos Quiguata, por quebrada Honda arriba. A renglón seguido
se mencionan también las tierras llamadas Cimarronas,
Algodonal, Chancos y la loma que llaman de Zabaletas "...
incluyéndose el espinal de Dagua, y aunque Dn. Nicolás Serrano
pretende derecho, alguna parte de estas tierras no le tocan
porque sólo tiene derecho a una legua de tierra que corre desde
el paso que llaman de la Cocinera hasta el corral de Dagua...". El
yerno de Caicedo, Juan Antonio de la Llera, y el hijo que lo
sucedió en el alferazgo, Nicolás de Caicedo Jiménez, heredaron
estas tierras de por mitad. (r. 7 f. 127 r.) 2 mayo, 1754. De la
Llera vende por 2.000 pts. las tierras "... que están y se
comprenden desde las tierras de Tocotá hasta los Chancos..." al
Dr. Andrés de Saa, Pbro., al Dr. Francisco García y al Dr.
Antonio García (v. Malibú), reservando dos pedazos de la loma
de Zabaletas. Los compradores debían reconocer censos por la
totalidad del precio de venta. (r. 80 f. 181 r.) 14 Ag. 1755. El
otro heredero, Caicedo Jiménez, había vendido también en 1754
a un Manuel de Olaya "... con asignación de lindero de la
Porquera al mojón de piedra que linda con las de Tocotá la parte
que le tocaba...". Ahora vende por 1.250 pts. a Ignacio
Rodriguez de Castro, un minero del Raposo, "... desde el paso
del rio de Papagayeros, como vamos de esta ciudad a las
provincias del Chocó, desde este dicho paso, con todos sus altos
y bajos, de una y otra parte del rio, hasta el ciruelar...". El
comprador debía reconocer dos censos por la totalidad del

184
precio. (r. 60 f. 261 r.) 12 Nov. 1757. Caicedo vende otro
pedazo al Maestro Primo Feliciano de Porras por 800 pts. (a
reconocer a censo a favor de una capellanía) comprendido "...
entre la cañada del ciruelar para arriba hasta encontrarse con el
lindero de las tierras de Tocotá que posee Santiago Ramírez,
inclusive en esta venta la loma del Manzanillo con sus montañas,
y por el ancho con el un costado hasta encontrar con los linderos
de las tierras del Salado y Bono, y por el otro lado el rio de
Tocotá de por medio, que divide las tierras de Manuel de
Olaya...". (r. 44 f. 219 r.) 30 de mayo 1758. En su testamento,
Caicedo Jiménez menciona todavía como suyas tierras de
Ambichintes, Burrera, Chancos y Algodonal. (r. 33 f. 45 r.) 21
Febrero 1761. El maestro Primo F. de Porras vende las mismas
tierras que había comprado en el 57, esta vez por 625 pts., a
Guillermo de Collazos y Ayala. El Maestro había pagado los
censos que gravaban la propiedad. (r. 83 f. 314 r.) 2 Dic. 1763.
Dn. Luis de Echeverri, marido de Da. Teresa de la Llera y
Gómez, declara que entre las tierras de Papagayeros que había
heredado su suegro junto con Dn. Nicolás de Caicedo Jiménez se
comprendías "sobras" adjudicadas por el gobernador de Popayán
Gabriel Diaz de la Cueva el 17 de octubre de 1673. A la muerte
de Antonio de la Llera, lo que le quedaba de estas tierras pasó a
sus hijas, casadas con Echeverri y con Dn. Manuel de Caicedo,
Igualmente, Caicedo Jiménez fue sucedido por el Maestre de
Campo y nuevo Alférez real Dn. Manuel de Caicedo Jiménez.
Este sostuvo pleito con Dn. Manuel de la Puente por las tierras
del sitio de las Juntas. Echeverri se suma como parte. En 9 de
febrero 1758 (r. 44 f. 24 v.) Da. Antonia Baca (v. Meléndez)
había cedido a sus dos hijos, Dn. Manuel y el Maestro Luis de la
Puente, la estancia de Ccagual en las juntas de los ríos Dagua y
lindantes con la boca del zanjón de Piles. También se conocía
como Piles un potrero contiguo a la Herradura que hacia 1738
estaba dividido en cinco partes. Sus tierras se repartían entre la
hacienda de Aguaclara y la de la Herradura. También se
mencionan junto con el Hato de Mora.

Quebradaseca.
E escribano Marcelo Roso, hijo natural del Maestro Dn.
Agustín Núñez y casado con una hija de Juan Núñez Rodriguez,
rico comerciante de Cali, tenía una hacienda de este nombre
ubicada al otro lado del rio Cali (r. 84 f. 71 r.). Probablemente
había pertenecido originalmente a Domingo Ramirez Floriano y
el escribano metió en ella ganados y esclavos. (r. 35 f. 100 r.).
Octubre, 1793. Aparece un inventario de la hacienda según el
cual las tierras valían 2.000 pts., la casa otro tanto, 28 esclavos
por 7.000 pts. ganado, etc., todo por 13.595.

Rioclaro. (Hda. El Espejuelo) Caloto

185
Oct. 31 de 1768. La declara en su testamento el gallego Juan
Feijó, yerno de Salvador Quintero Principe. Las tierras de El
Espejuelo las había comprado a Da. Francisca Silva, viuda de Dn.
Nicolás Barona. En ellas tenía una casa nueva de teja, rancherías
de trapiche y aperos, cañaduzales y platanares guarecidos por
cercos de guadua, 43 esclavos, herramientas, 1.450 cabezas de
ganado vacuno, de las cuales 878 era manso y lechero y el resto
ganado cerrero, 434 yeguas, 41 caballos, capones, mulas, etc. Se
mencionan otras tierras, las de Rio Claro, que Feijó había
comprado a su suegro, Salvador Quintero. Estas tierras
comprendían seis potreros: "... el Llano del Medio, desde el pie
de la loma entre el rio de las Cañas y la quebrada de as Piedras; el
potrero del Cabuyal; el del Ilanito de la Caña; el del Cagual y las
Playas; el del Jagualito y Hospital, los cuales son potreros de
llanos, y en las lomas que llaman del Miedo, que hoy tiene
cercado Dn. Ventura Arizabaleta, otro dicho de los Confites y el
resto de lo más que componen otro potrero grande...". De estos
potreros de Rio Claro había vendido a Dn. José de Borja (v. la
Bolsa) en 1755 y en 17 Junio 1757 (r. 60 f. 178 r.) a José de
Aragón, por 500 pts., "... desde Rio Claro en ancho hasta la
quebrada de el Miedo, y por la parte de abajo desde el paso del
Madroñal hasta la Ciénaga Larga y hasta donde tuvo Marcelo
Quintero su talanquera, y para arriba hasta donde tiene Berganzo
su talanquera, Pepita. Los hijos debían reconocer un censo de
4.000 pts. a favor de su madre. (r. 50 f. 146 v.) 6 Set. 1785. Da.
María Ignacia de Ospina, viuda de Dn. Francisco García, vende
por 500 pts. a Bernardo de Orejuela y Perea el derecho que su
marido había comprado en Papagayeros de Juan A. de la Llera, en
compañía de Dn. Antonio García y el cura Andrés de Saa. Sus
linderos se describen desde el paso de Chumba hacia abajo, hasta
donde se junta con la quebrada de San Antonio que deslinda las
tierras El Salado, corriendo para arriba hasta la montaña. (r. 26
f. 59 r.) 24 Abril, 1790. El Pbro. Andrés de Saa vende por 300
pts. a Juan Antonio Tello de Meneses parte de su derecho en
Papagayeros. Le vendió desde la quebrada del Limonar, que
divide las tierras de Bono y desagua en el rio Dagua o
Papagayeros, aguas abajo hasta el paso de Papagayeros. (r. 26 f.
67 v.) 2 Junio, 1790. Tello de Meneses vende una parte de los
Chancos, que había comprado al cura Saa, Juan Fco. Perlaza por
50 pts. (r. 26 f. 73 r.) 9 Junio, 1790. El cura Saa vende a su
sobrino José Ruiz 200 pts. de tierras que le habían quedado en
Papagayeros. (r. 84 f. 100 r.) 18 Nov. 1795. Tello de Meneses,
alcalde del partido de El Salado vende 25 pts. de tierras en
Ambichintes a Javier Echeverri.

Párraga.
Esta región (hoy Municipio de Candelaria) caía bajo la
jurisdicción de Caloto, importante en el siglo XVII por sus

186
actividades mineras. Vecinos tanto de Caloto como de Cali,
probablemente descendientes de antiguos mineros, poseían
tierras y estancias en la región de Párraga. El capitán Miguel
Vivas Sedano, por ejemplo, poseyó una fundación arrimada al rio
Párraga, hasta el rio Fraile. Estas tierras pasaron a Juan Vivas
Sedano en 1728 (r. 8 f. 32.6 v.). El Sargento Mayor Mateo Vivas
poseyó también una hacienda en Párraga que en 1728 (r. 8 f. 331
r.) cedió a su hijo Diego cargándola con algunos censos que
gravaban otra hacienda que poseía en Yumbo. Otro Vivas había
vendido tierras en el sitio de Párraga de Dn. José de Mora que
traspasó la mitad a su yerno Dn. Tomás de Cifuentes, (r. 70 f. 81
v.) (v. Hato de Mora).

Piles.
(r. 14 f. 148 v.) 15 Julio 1734. El capitán José de Mora
Torrijano había heredado de su padre, Dn. José de Mora, 300
pts. de tierras ya subiendo a lo alto hasta donde se acaba el
Miedo, y desde dicho paso de Madroñal de dicho rio, subiendo
para arriba hasta donde nacen dos piedras grandes que por el
medio baja una chorrera...". La escritura advierte "... que los
montes han de ser comunes para los vecinos que poseyeren desde
el Rio Claro hasta las Cañas para el saque de bejucos, guaduas y
madera y piedras...". Esta advertencia, que figura también en la
escritura de Borja, se hacía en beneficio de los pobladores de
Jamundí, seguramente. (r. 23 f. 20 v.). 5 Abril, 1776. Aragón
vende las mismas tierras que había comprado en el 57 a Francisco
García y Orejuela, propietario colindante, por 700 pts. Este
García y Orejuela agrandó todavía su propiedad en el llano de
Jamundí (r. 9 f. 115 r.) con un derecho de 300 pts. Feijó había
vendido también a su yerno, el escribano Luis Maceda, "... desde
la quebrada que baja de la loma hacia la quebrada de las Piedras,
por junto al camino real abajo hasta entrar en el dicho rio de las
Cañas, y de esta quebrada hasta otra que entra en dicho rio y
divide el potrero que tuvo José Toscano, subiendo hasta arriba,
hasta la loma de los Confites...". Más tarde estos potreros
pertenecieron a Juan Antonio Nieto que en Dic. de 1795 (r. 84 f.
109) declaraba haber donado 1.000 pts. de tierras a su hija
Catarina en Mata de Guadua (Llano del Medio o Cañaveral) "...
que es lo último del llano de la parte de abajo, incluso en esta
donación todos los potreros de Ciénaga, que comprende desde el
rio de Guachinde hasta la madre antigua de él ...". También donó
a su hijo Vicente la tierra entre la quebrada de las Piedras y el
zanjón de Yarumito, más los potreros encerrados en el rio de Ias
Cañas (Las Playas, Jagual, Hospital) que lindaban con tierras que
había venuido a Francisco Sánchez.

187
Rosa Vieja.
(r. 64 f. 31 r.) 10 Abril, 1747. Juan Sedano vende a Marcelo
Quinteto 900 pts. de tierras en Rosa Vieja y el tablón de Dapa.
Se comprendían entre la quebrada de Aguacatal y el no de
Arroyohondo. (r. 56 f. 91 r.) 16 marzo, 1752. Aparece
mencionada la estancia en el testamento de Marcelo Quintero.
Declara tener en ella 200 reses lecheras, 30 mulas, 5 yeguas, 6
caballos y 7 piezas de esclavos. Quintero tenía diez hijos y por lo
tanto la propiedad debió atomizarse. (r. 41 f. 122 r.) 27 Marzo,
1760. El Maestro Pedro Quintero, Pbro., vende 80 pts. de
tierras que se le adjudicaron en Rosa Vieja a su cuñado Juan
Agustín López Ramírez (v. Dapa).

Salado.
(r. 8 f. 364 v.) 27 Set. 1728. El capitán Nicolás Perez Serrano
había vendido hacía 20 años un pedazo de tierra en el Salado, de
la otra parte de la montañuela de Tocotá, a José Guillermo de
Collazos (difunto en 1728) y sus hermanos Miguel, Manuel,
Cecilia, Tomasa y Guillermo. Ahora otorga la escritura "... desde
las juntas de las dos quebradas del Salado y la quebrada Honda,
corriendo para arriba hasta la montaña, todo lo que se
comprende de una a otra quebrada, y es claridad que a la
quebrada del Salado desagua un zanjón que baja de la loma que
llaman de Sando (? ), el cual dicho zanjón es el que divide dichas
tierras corriendo hasta la montaña, abarcando la dicha loma (en)
donde actualmente tiene sus sementeras y roterías...". La venta se
había hecho por 200 pts. Además de estas tierras la mujer de
Pérez Serrano, Da. Mariana Renjifo Renjifo de Lara, donó a su
sobrina Da. Gertrudis de Esquivel Quintero P., casada con uno
de los germanos, Miguel, tierras avaluadas también en 200 pts.
Iban "... corriendo para arriba la quebrada que llaman del Salado
hasta la montaña, que es lo largo, y por lo ancho desde la
quebrada del Salado hasta otra quebrada (que) divide el
potrerillo que llaman del (...tachado), yéndose la loma que
llaman las Cruces, camino antiguo de Dagua, y por el otro lado al
lindero y división de las tierras que se vendieron a José
Guillermo...". (r. 68 f. 68 v.) 22 Abril, 1756. Testa Da.
Gertrudis de Esquivel Quintero P. Declara los 200 pts. en tierras
que le había donado su tía más un sexto de las que había
comprado José Guillermo. (r. 9 f. 79 v.) 24 Julio, 1780. Testa
Andrés Guillermo de Collazos y Esquivel, hijo de Da. Gertrudis.
Tenía siete hermanos. Deja sus bienes a dos hermanas solteras.
(r. 6 f. 128 v.) Agosto, 1791. Vuelve a testar. Entre sus bienes se
contaban tierras en Bono y Santa Rosa compradas al Maestro
Miguel Vivas en 400 pts. y otros cinco derechos, así: potrerillo
del valle comprado a Da. Rosa de la Llera (v. Papagayeros). 100
pts. en Sendo comprado a Dn. José Potes (un Dn. Antonio Potes
era su cuñado). 200 pts. en Sendo que le tocaron de herencia. 60

188
pts. en Sendo también, indivisas con los Guillermo y otros 60
pts. allí mismo en las cuales tenían parte sus dos hermanas
solteras. En estas tierras mantenía 250 reses de cría, 70 de
ganado macho, 40 yeguas, 12 esclavos. El hacendado gozaba de
cierto confort, con vajilla de plata y menaje de casa. Declara que
"...con licencia del ilustrísimo señor Obispo Dn. Jerónimo
Antonio de Obregón y Mena, de feliz memoria, fabriqué a mis
expensas y de mis dos hermanas (Cecilia y Bernabela) la santa
iglesia vice-parroquia que tengo en mis tierras del sitio del
Salado...". (r. 84 f. 6) 12 febrero, 1794. Testa Da. Maria
Gertrudis Collazos y squivel, otra heredera de Da. Gertrudis de
Esquivel y Dn. Miquel Guillermo Collazos. Declara hacienda de
campo en el "barrio" del Salado, con trapiche, labranzas, 100
reses, 20 yeguas, 10 caballos y 15 piezas de esclavos.

Sumbutala.
En 1739 Bernardo Navarro, casado con Da. Mariana Núñez
de Sotomayor poseía allí una legua de tierras que había comprado
a Nicolás Sánchez Hellin, con 130 reses. Poseía también 150 pts.
en Todos Santos. (r. 84 f. 61 r.) 9 Junio, 1795. Dn. Cristóbal y
Da. Rosalía Sendoya a José Pretel por 100 pts. un derecho en
Sumbutala que había heredado de su madre, Da. Petrona
Pedraza.

Tapias.
(r. 14 f. 352 r. ss.) 1796. Aparece mencionada en el
testamento de Dn. Nicolás de Caicedo Hinestroza, "... en que
está fundado trapiche, negros esclavos, ganados vacunos, yeguas,
mulas, caballos y burros, herramientas, cañaduzales, casas de
vivienda y ramada del trapiche, fondos y demás aperos, como
asimismo el derecho de Guaba y Lama y Mosambique...".
También en el valle de las Tapias había media legua de los
herederos de Antonio Moyano, llamada sitio de Ocache. Otro
pedazo pertenecía a Pascual Supía, indio de la Corona, "... desde
la quebradita que está a la entrada hasta otra quebrada que está
más adelante, camino real que va a Papagayeros...".

Tiple.
(r. 8 f. 374 r.) 18 Dic. 1728. En el llano de este nombre el
capitán Dn. Andrés Baca de Ortega había comprado la tercera
parte de un derecho a su hermano por 1.225 pts. Debe
observarse que otro hermano poseía las tierras contiguas de
Buchitolo (v. Buchitolo) y el mismo Andrés poseía la mitad del
potrero de Guales, entre los ríos Párraga y el Fraile. Ahora
Andrés Baca vende a su yerno Dn. Miguel Ordoñez de Lara, el
equivalente de 150 pts. en las tierras indivisas del Tiple. (r. 55 f.
111 v., 14 f. 239 r. 32 f. 409 v. r. 25 f. 162 r.) 31 Julio 1743. El
español Francisco Leonardo del Campo, propietario de minas en

189
Jambaló (Caloto) y yerno de Manuel Baca de Ortega, compró un
derecho de tierras en el Tiple a Juan Sánchez Hell in (sobrino, a
su vez, de los Baca de Ortega) por 750 pts. En 1733-34 del
Campo poseía ya 300 pts. de tierras también en el Tiple y en
1739 sus bienes estaban gravados con 4.700 pts. de censos. (r.
25 f. 135 v.) 21 Oct. 1743. Otro yerno de los Baca de Ortega,
Dn. José Falcon compra a Francisco Leonardo del Campo parte
de las tierras que éste había comprado a Sánchez Hellin unos
meses antes. Se describen así: "... desde el zanjón del Ciruelo, en
derechura para abajo, linea recta por lo ancho hasta el rio de la
Paila, fundación que fue del capitán Nicolás Vivas, y desde dicho
zanjón con el mismo dicho Ciruelo, linea recta hasta topar con el
término de tierra que fue de Dn. Manuel Baca y hoy poseen sus
herederos. Y por la parte de arriba hasta la esquina que tuvo por
manga dicho capitán Juan Sánchez, Francisco de Escobar y Dn.
Agustín de Piedrahita nombrada Yeguerizo, linea recta hasta
topar con el rio del Desbaratado, y por la parte de abajo hasta
topar con el llano del dicho Dn. Manuel Baca, que habrá de las
casas de los arriba nombrados hasta topar con las tierras del
comprador... reservando en sí el derecho que desde dichos
linderos hasta el rio de Cauca...". De los 750 pts. del Campo
vendió a Falcón 500 pts. (r. 5 f. 132 r.) 7 Julio, 1750. Isidro de
Silva Saavedra, casado con una hija de Dn. José Falcón, reconoce
un censo de 500 pts. que gravaba tierras del Tiple y que había
impuesto como capellanía Dn. Miguel Ordóñez de Lara y su
mujer, Da. Josefa Baca. (r. 80 f. 198 r.) 25 Set. 1755. Dn.
Gabriel del Campo, hijo de Francisco Leonardo del Campo,
reconoce censo de 100 pts. que había recibido en tierras de Da.
Maria Baca, viuda de Dn. José Falcón, Gabriel del Campo poseía
ya un derecho de 500 pts. en el Tiple. (r. 9 f. 48 r.) 25 Julio,
1781. Dn. Antonio Martínez, vecino de Caloto, nieto de Dn.
Manuel Baca de Ortega, declara en su testamento haber
comprado un derecho de tierras en el Ciruelo (Tiple) a su tío,
Francisco L. del Campo. (r. 26 f. 5 r.) 13 Febrero, 1790. Da.
Maria Bartola Falcón vende 64 pts. de tierras en el Tiple,
herredadas de su madre María Baca, al Maestro Dn. Pedro de
Armijo, Pbro.

Todos los Santos


Estas tierras, como las del Tiple, caían en jurisdicción de
Caloto y pertenecían originalmente a los Bacas. (r. 8 f. 238 r.) 25
Abril, 1727. Da. Ana María de los Reyes declara haber comprado
tierras en Todos los Santos al capitán Juan Sánchez Hellin (que,
como se ha visto, era hijo de Ana María Baca de Ortega) y en
ellas tenía 300 reses. Las da como garantía de un censo de 500
pts. (r. 8 f. 386 r.) 30 Dic. 1728. Dn. José Martínez, casado con
una hija de Dn. Manuel Baca y Ortega, declara tener 100 pts. de
tierras en Todos los Santos con .100 reses v otros ganados. Estas

190
tierras las heredó su hijo Dn. Antonio, junto con otras del Tiple.
Entonces debían ser muchas más pues en mayo de 1753 Dn. José
Martínez había declarado tener 650 pts. de tierras en el Hato de
Baca y en 1781 (cuando testó Dn. Antonio) tenían 200 reses (r.
43 f. 49 r.). (r. 32 f. 290 v.) 20 Oct. 1738. Otro yerno de Dn.
Manuel Baca de Ortega, el español Custodio Jerez, declara tener
fundado un hato con 300 reses en Todos Santos y seis esclavos,
sobre el cual reconoce un censo de 1.000 pts. En 20 Julio, 1747,
(r. 64 f. 92) declara 300 pts. de tierras "... en lo de Baca", para
fincar un censo de 2.000 pts. Tenía también 400 reses, 50
yeguas, 20 caballos, 8 mulas y 16 piezas de esclavos. (r.41 f. 39
r.) 4 Feb. 1760. En su testamento, Dn. Juan Pérez de las Cuevas,
hijo de Dn. Adriano Pérez de las Cuevas y Da. Teresa Baca,
declara tener una casita en Todos los Santos, en tierras de su
madre, con platanares, 14 caballos 70 yeguas, 70 reses, 4 mulas y
cinco esclavos.

La Torre (potrero de)


Estas tierras pertenecían al capitán Dn. Ignacio de Piedrahita
Saavedra, casado con Da. Maria de Escobar. (v. Magdalena). En
1754 se suscitó un pleito entre Piedrahita y los Baronas (v.
Alisal). El primero sostenía haber comprado estas tierras, que
tenían dos leguas de lado, a su suegro Juan Escobar que las había
heredado de su madre Isabel de los Cobos, sucesora de Lázaro
Cobo. Los Baronas, a su vez, habían comprado parte de estas
tierras con las del Alisal a Dn. Nicolás de Caicedo.

Trejo.
Contiguas o arrimadas al zanjón de Trejo figuran al menos
dos propiedades. Una, que originalmente perteneció a Antón
Núñez de Rojas y que este vendió en 1717 el convento de
Nuestra Señora del Carmen, con sede en Valadolid. El Convento
vendió en 1719 y 1726 dividiendo la propiedad original.
También recibía el nombre de Trejo la propiedad de un nieto de
Antón Núñez de Rojas, Dn. Roque de Escobar Alvarado. (r. 58
f. 519 v.) 18 Set. 1719. Fr. Manuel de Aguilar y Castro, visitador
de la provincia del Raposo y procurador del Convento del
Carmen (Valladolid) vende a Da. Manuela Peláez Sotelo de
Berrio por 8.298 pts. La hacienda de ganado mayor en Trejo
(jurisdicción de Buga). Las tierras de la hacienda de eran: 252
pts. compradas al capitán Antón Núñez de Rojas, "... que son y
se comprenden desde al paso ancho de Palabobo que e! en el
zanjón de Trejo, tirando derechamente al Cerrito por el lado de
arriba hasta llegar al Pantanillo, y de ahí para abajo, siguiendo la
madre de dicho Pantanillo que entra en el rio del Ce. rito, y de
ahí para abajo sirven de lindero el mismo rio del Cerrito, hasta
dar en tierras que el capitan Dn, Pedro Chaverri compró a los
herderos del dicho capitán Antonio Núñez, y por el otro lado el

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zanjón de Trejo...". "... con más otro pedazo de tierra que el
otorgante compró al sargento mayor Dn. Antonio de Potes,
alcalde provincial y vecino de la ciudad de Buga, que por estar
indivisa en el potrero que llaman Vijes, con otras que compró el
dicho capitán Dn. Pedro Chaverri, no se deslindan...". Este
último pedazo valía 22 pts. Estas tierras tenían chambas, cercas y
talanqueras que valían 410 pts., casas por 800 pts., sembrados
por 1.350, ganado por 3.881 y 6 esclavos por 2.500 . (r. 49 f. 51
r.) 10 Set. 1726. El procurador del Convento de Na. Sra. del
Carmen vende hacienda en la quebrada del Cerrito y zanjón de
Trejo al capitán Dn, Mateo Castrillón Bernaldo de Quiroz por
16.101 pts. Tenía dos pedazos de tierra: uno, comprado
originalmente al capitán Anton Núñez de Rojas en 1717 valía
250 pts. Otro, también de 250 pts., entre el rio Zabaletas y la
quebrada del Berrito, y por la parte de arriba lindante con la
sierra alta de Pijao. La hacienda tenía una acequia que valia 770
pts., oratorio, trapiche, 1775 reses, 350 yeguas y otros ganados
por valor de 7.357 pts. y 10 esclavos por 3.950 pts. Castrillón
quedó debiendo el convento 13.936 pts. y da como garantía la
hacienda. Esta estaba gravada todavía con 6.000 pts. de censos y
había aumentado sus esclavos a 22. (r. 46 f. 242 r.) 21 Agosto,
1759. Dn. Pedro de Castrellón vende a su hermano el Dr.
Lorenzo Castrellón la hacienda que había sido de su padre por
8.902 pts. La hacienda conservaba el trapiche, la acequia y las
chambas apenas vallan 600 pts. y al parecer Dn. Pedro le vendía
apenas la mitad de las tierras (las que habían sido de Dn. Antón
Núñez y que ahora valían 450 pts.). El ganado eran apenas 12
reses, 100 yeguas, 12 potros, etc. Se conservaban sin embargo 14
esclavos. Estaba gravada con 6.510 pts. de censos y 2.393 de
deudas ordinarias. (r. 70 f. 12 ? , r. 14 f. 335 v., r. 37 f. ? 19 Ab.
1737, r. 32 f. 387 r.) En 1724, 1735, 1737 y 1739 Dn. Roque de
Escobar Alvarado constituye censos que gravaban su propiedad
de Trejo. En 1725 menciona media legua de tierra en Trejo, 500
reses y 6 esclavos. En 1737 menciona dos mil reses y en 1739
media legua de tierra, 27 esclavos, 2.000 reses y 300 yeguas. Para
esta fecha los gravámenes eran de 4.400 pts. (r. 30f. ? ) 7 Set.
1748. La viuda de Roque de Escobar, Da. Manuela Lozano
Santa Cruz, vende la hacienda al Colegio de la Compañía de
Jesús en Quito por 7.762 pts., de los cuales había que reconocer
5.287 pts. de censos. Las tierras se describen ahora como un
cuarto de legua en ancho y en largo, arrimadas a la banda
izquierda del zanjón de Trejo, más la mitad del otro cuarto de
legua, más cuatro cuadras que Escobar había comprado a Dn.
Francisco de Pernia. Estas tierras valían 560 pts. Quedaban 655
reses y otros ganados, 8 esclavos por 2.105 pts. y casa,
cañaduzales y aperos.

Yeguerizo.

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(r. 49 f. 87 v.) 4 Dic. 1726. Poco antes de vender su hacienda
de Nuestra Señora de Loreto, Dn. Manuel Crespo Lozano
compra por 300 pts. a Dn. Juan de Silva Saavedra "... la tercia
parte de tierras que tiene por suyas en el sitio de Llanogrande,
jurisdicción de la ciudad de Buga, que las hubo y compró de Juan
Francisco Garcés de Aguilar (en 1721)... que son las que llaman
del Yeguerizo, desde el zanjón donde esta poblada Da. Manuela
Renjifo hasta el sitio de Aguaclara, según y de la manera como se
le adjudicaron al capitán Gregorio Renjifo y consta por la
escritura de compromiso que hicieron los herederos del capitán
Francisco Renjifo, en donde se deslindo todo el derecho de
tierras, de las cuales pertenece la una parte a la dicha Da.
Manuela Renjifo, la otra al licenciado Andrés Quintero Príncipe,
su cuñado,y la otra ésta que le corresponde al otorgante...". A la
muerte de Crespo lo sucedió su mujer (c. 1731), Da. Antonia
Renjifo Baca. Esta la vendió el 11 de Oct. de 1734 (r. 14 f. 217
v.) al Maestro Dn. Gregorio de Saa. La hacienda se componía de
varios derechos de tierras: en primer lugar, los 300 que se habían
comprado a Silva. Otro comprado a Dn. Francisco Renjifo y
lindantes con las de Dn. Juan de Cárdenas, que valía 310 pts. Y
finalmente, otro de 245 pts. llamado "Rincón de Cifuentes", "...
desde una chamba de antiguos para abajo de largo y de ancho
entre los dos zanjones del rodeo de Renjifo y del Papayal,
reservando la parte que allí tiene Juan Sánchez Hellin y el
derecho de Juan Francisco Garcés de la fundación, corrales y
rocerías Cuyo derecho heredó de su madre Da. Jerónima Renjifo,
incluyendo el derecho que compró Da. Bárbara Jaramillo, viuda y
heredera de Sebastián Calderón...". Se incluía también, por 10
pts., un derecho a montes y guaduales que quedaron indivisos, un
derecho a la mitad del agua de Nima que debía partirse con Dn.
Diego Ranjel (comprador de la hacienda vecina de Na. Sra. de
Loreto). Además de trapiche, la hacienda tenía 600 reses, 250
yeguas y otros ganados y 13 esclavos que valían 4.400 pts. Se
vendió por 10.322 pts. y estaba gravada con 3.720 pts. de censos.
(r. 14 f. 329 v.) 6 Set. 1735. El cura Saa había quedado debiendo
5.700 pts. de censos. Ahora constituye un nuevo de mil pts. y
grava la hacienda que designa como Aguaclara. Declara 21
esclavos, las 600 reses y 200 yeguas. El maestro Gregorio de Saa,
junto con sus hermanos, Dn. José Dn. Francisco y Dn. Bernardo,
era también uno de los herederos del capitán Francisco Renjifo
que se menciona como primitivo propietario de estas tierras. Su
hijo Gregorio, casado con Da. Bárbara de Silva, casó a su hija
Da. Manuela con Bernardo Francisco de Saa y a Da. Mariana con
el minero Nicolás Pérez Serrano. Da. Manuela recibió 6 partes
del Yeguerizo que dió como dote a su hija Bárbara cuando se
casó con Francisco Garcés de Aguilar. Los hermanos Saa
debieron heredar a su madre, Da. Manuela Renjifo. Así, a través
de transacciones sucesivas entre los herederos de Francisco

193
Renjifo se reconstituyó la hacienda con más de 3 derechos de
tierra.

Yumbo.
Pertenecía al sargento mayor Mateo Vivas Sedano, junto con
las tierras vecinas de Dapa y Rosa Vieja. (r. 8 f. 331 r.) 9 Abril,
1728. El sargento mayor, que tenía otra propiedad en Párraga,
decide ceder esta a su hijo Diego y liberar Yumbo de 4.600 pts.
de gravámenes. Yumbo quedaba gravada apenas con 1.500 pts.
La hacienda se componía de 500 pts. de tierras, casas y trapiche.
500 reses y otros ganados y 20 esclavos útiles. En 1745 la misma
hacienda de Yumbo estaba gravada por 5.040 pts. de censos, casi
hasta concurrencia de su valor, puesto que toda valía 5.877 pts.
Le quedaban 150 reses y 6 esclavos. El sargento mayor la cede a
otro de sus hijos, Juan (r. 61 f. 71 r.) 1765. Juan Vivas vende a su
yerno Francisco Soto Zorrilla. Las solas tierras valían 1.500 pts.,
sembrados de caña por 1.920 y de plátano por 250 pts., el
trapiche y los aperos por 790 ganado por 452 y 2 esclavos. En
total 5.754 pts. (r. 26 f. 46 r.) 6 Abril, 1790. La venta anterior
parece no haber tenido efecto porque en su testamento Juan
Vivas Sedano declara la hacienda de Yumbo. En 1743, según el
testamento del alférez Luis José García (v. Malibú), el potrero de
Yumbo pertenecía por tercias partes al sargento mayor Mateo
Vivas Sedano, al alférez García y a los indios de Yumbo.

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