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Arana, rey del caucho

Ovidio Lagos

Arana, rey del caucho


Terror y atrocidades en el Alto Amazonas

h emecé
Lagos, Ovidio
Arana, rey del caucho.– 1ª ed.– Buenos Aires : Emecé Editores,
2005.
408 p. ; 24x16 cm.

ISBN 950-04-2746-X

1. Narrativa Histórica Argentina I. Título


CDD A863

Emecé Editores S.A.


Independencia 1668, C 1100 ABQ, Buenos Aires, Argentina
www.editorialplaneta.com.ar

© 2005, Ovidio Lagos


© 2005, Emecé Editores, S. A.

Diseño de cubierta: Mario Blanco


1ª edición: 3.000 ejemplares
Impreso en Grafinor S. A.,
Lamadrid 1576, Villa Ballester,
en el mes de noviembre de 2005.
Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida,
sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo
las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total
de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos
la reprografía y el tratamiento informático.

IMPRESO EN LA ARGENTINA / PRINTED IN ARGENTINA


Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723
ISBN: 950-04-2746-X
A mis hijos, Natalia, Violeta y Joaquín.
Agradecimientos

Mencionar a quienes contribuyeron con su información y su buena vo-


luntad a este libro implica agradecer a los cuatro puntos cardinales, porque
la elaboración provino de Sudamérica, de Europa y de los Estados Unidos,
en numerosos casos, a través de Internet.
En el Perú, recibí ayuda en Iquitos y en Lima. En la capital amazónica,
conversé largamente con el padre agustino Joaquín García, que dirige la des-
lumbrante Biblioteca Amazónica de esa ciudad, cuya valiosa colección de li-
bros sobre la historia del caucho y de sus protagonistas me fueron de enorme
utilidad. Agradezco la contribución de Alejandra Schindler, de esa institución,
que resolvió cada problema que surgía, y me envió por correo electrónico la
fotografía de la casa de Julio César Arana en Iquitos. No menos importante
fueron los testimonios de Humberto Morey, perteneciente a una legendaria
familia amazónica y de Luis Tafur, en la Biblioteca Municipal, que me brin-
dó valiosísima información sobre los períodos en que Julio César Arana fue
alcalde de Iquitos. Allí también pude apreciar los retratos al óleo de los al-
caldes, entre los cuales figuran el del cauchero y el de su hijo, Luis Arana Zu-
maeta. Por último, mi reconocimiento al piloto norteamericano, cuyo nom-
bre lamentablemente he olvidado, que me trasladó hasta el río Putumayo en
su inverosímil hidroavión construido en 1955, viaje que podrá apreciarse en
el Epílogo.
En Lima, Roger Rumrill García, hombre amazónico, historiador y pro-
fundo conocedor de los problemas de Loreto, me brindó bibliografía y su vi-
sión personal de Arana. Un viejo amigo, Enrique Zileri Gibson, editor del
tradicional e indestructible semanario limeño Caretas, me presentó a Raúl
Morey Menacho, una suerte de icono amazónico que trabaja infatigablemen-
te en su departamento de Miraflores, nieto e hijo de dos hombres memora-
bles si de historia del Amazonas se trata. Me brindó su excelente material so-
bre el Tratado Salomón Lozano y sobre la Toma de Leticia. Aunque no
compartimos la misma opinión sobre Julio César Arana, respeto profunda-

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mente sus conocimientos y su criterio. No menos importante fue la extensa
conversación, durante un almuerzo en el Club Loretano, en el barrio de San
Borja, con Talma San Martín de Hernández, sobrina de Lily Arana de del
Águila Hidalgo, hija de Julio César. Pude acceder a los conflictos, alegrías y
tristezas de los Arana, gracias a su prodigiosa memoria. También a su hijo,
Ricardo Hernández, que me facilitó las fotografías de la Junta Patriótica. En
cuanto a bibliografía, agradezco al Centro Amazónico de Antropología y
Aplicación Práctica la prolija selección de textos que me brindó Manuel Cor-
nejo y el haber contado con su compañía para ingresar al cementerio Pres-
bítero Maestro, para descubrir la tumba de Julio César Arana, que se encuen-
tra en uno de los barrios más antiguos y peligrosos de Lima. También mi
agradecimiento al personal de la Biblioteca Nacional de Lima y de la Biblio-
teca del Congreso, por la orientación que me brindaron. Finalmente, a Wil-
fredo Guzmán, el conductor del taxi que contraté durante mi estadía, que
realizó, mientras me encontraba en Iquitos, la investigación en la Sociedad
de Beneficencia de Lima para averiguar en qué sector de Presbítero Maestro
estaba enterrado Arana.
En Inglaterra, conté con la ayuda de John Loadman, que me envió gra-
bado en un CD un libro sin el cual no hubiera podido escribir la biografía de
Julio César Arana: The Putumayo, the Devil’s Paradise, de Walter Harden-
burg. Y, también, con la colaboración de Milagros Rueda y de Mathew San-
som que, gracias al correo electrónico, me enviaron las fotografías de la ca-
sa en la cual vivió Arana en Londres, como también de sus oficinas en
Salisbury House.
El viaje de Sir Roger Casement a los dominios de Arana en el Putumayo
y sus diarios secretos, pude conocerlos a través de Jeffrey Dudgeon, escritor
que vive en Irlanda del Norte, autor de Sir Roger Casement, the Black Dia-
ries y agradezco la relación epistolar que hemos mantenido a través del co-
rreo electrónico y la ayuda que me brindó.
Pero queda un último ––y primer–– agradecimiento a alguien que lleva
el apellido Arana y que desciende no de Julio César, sino de un tío del cau-
chero. Se trata de Marie Arana, que fue una de las primeras personas a quien
mencioné la idea de escribir este libro. Escritora y editora de la sección Li-
bros del diario The Washington Post, lleva sangre peruana y norteamerica-
na en sus venas y en su libro American Chica traza un valioso perfil de su
pariente lejano. Ella fue una gran impulsora de este trabajo y le quedo pro-
fundamente agradecido.

O. L.

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¡Qué voz! ¡Qué voz! Resonó profundamente hasta el mismo fin. Su for-
taleza sobrevivió para ocultar entre los magníficos pliegues de su elocuen-
cia la estéril oscuridad de su corazón. ¡Pero él luchaba, luchaba! Su cerebro
desgastado por la fatiga era visitado por imágenes sombrías… imágenes de
riquezas y fama que giraban obsequiosamente alrededor de su don inextin-
guible de noble y elevada expresión. Mi prometida, mi estación, mi carrera,
mis ideas… aquellos eran los temas que le servían de material para la ex-
presión de sus elevados sentimientos.

JOSEPH CONRAD, El corazón de las tinieblas


Prólogo

En el pasado, Sudamérica se asociaba inevitablemente a las materias


primas: la plata de Potosí, el estaño de Bolivia, el salitre de Chile, la lana
de la Patagonia, el café del Brasil. De hecho, estos commodities siguen sien-
do la principal fuente de riqueza del subcontinente americano. A fines del
siglo XIX las materias primas alcanzaron su apogeo en los mercados mun-
diales, creando imprevistas fortunas y hombres legendarios, riquezas que,
en su gran mayoría, se evaporaron con el tiempo. Sólo el inmenso Amazo-
nas se libraba de la maldición de la codicia y de la sangre que siempre traía
aparejada la explotación de materias primas. Para quienes habían nacido
allí, era un paraíso terrenal donde no habían llegado las pestes europeas.
Un día el hombre blanco descubrió una insospechada fuente de rique-
za en el corazón de la selva y la vida apacible de los indígenas terminó
transformándose en un infierno. Esa riqueza era el caucho, una sustancia
que segregaban ciertos árboles selváticos y que fue esencial para las indus-
trias europea y norteamericana. Neumáticos, cables y una infinidad de pro-
ductos se creaban a partir de esta materia prima que la naturaleza tan pró-
digamente había volcado en el Amazonas. Surgieron, entonces, los reyes
del caucho.
En el Perú, el monarca se llamó Julio César Arana. Reinó sobre casi
seis millones de hectáreas en el Alto Amazonas, en el río Putumayo. Su
enorme fortuna se asentó sobre la tortura y la muerte de treinta mil indios
huitotos y boras. Sin embargo, sería desacertado trazar su perfil en blanco
y negro. Para comprender este genocidio, hay que remitirse forzosamente
a las raíces culturales de la conquista, su desprecio hacia el indio, la depre-
dación de los recursos naturales. De ese modo comprenderemos a Julio
César Arana que, para algunos de los pocos peruanos que saben acerca de
su existencia, más que un genocida fue un patriota, un héroe que defendió
a capa y espada las fronteras de su país.

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En el Perú no queda ni un rastro de él, ni nadie oyó hablar de la Pe-
ruvian Amazon Company, propiedad de Arana, cuyas oficinas estaban
en Londres, en la deslumbrante Salisbury House, en London Wall. Este
hijo de una modesta familia de Rioja, donde los Andes peruanos conflu-
yen en el Amazonas, que comenzó su vida vendiendo sombreros de pa-
ja, llegó a ser el hombre más rico del Perú. Los escenarios deslumbran-
tes formaron parte de su vida, desde una villa en Biarritz y otra en
Ginebra, hasta su imponente mansión en Queen’s Gardens, cerca del lon-
dinense Kensington Park.
Lo paradójico es que murió en la miseria.
No es fácil reconstruir la vida de Julio César Arana, que se ha trans-
formado en anatema para la mayoría de los historiadores. La bibliogra-
fía es abiertamente maniquea y no toma en cuenta la época y la cultura
en que le tocó vivir. Quienes se ocuparon de él son preferentemente nor-
teamericanos e ingleses es decir provenientes de una cultura para la cual
se hace difícil comprender, sentir y palpitar lo latinoamericano. Se lo pue-
de observar con la curiosidad de un entomólogo, pero nunca como par-
tícipe. Eso explica, quizá, que no exista una biografía sobre Julio César
Arana, quien figura en algunos libros, pero jamás como protagonista. The
River that God forgot, de Richard Collier, es lo más aproximado a una
biografía, pero es novelada, y el rey del caucho está retratado con dema-
siada simpleza, con excesiva maldad. Tiene, sin embargo, una virtud: su
información, lo cual convierte al libro en una suerte de Biblia. También
convendría mencionar a La Vorágine, del colombiano José Eustacio Ri-
vera, novela escrita en la década de 1920, donde la maldad de Arana
––que aparece con nombre y apellido–– es francamente superlativa.
Entre quienes saben de su vida, Arana suscita pasiones y odios, pero
rara vez indiferencia.
Desde el mismo momento en que supe acerca de su existencia, la fi-
gura del cauchero me fue apasionando, al igual que los centelleantes es-
cenarios por los que transitó. Este libro no debe considerarse un home-
naje a su persona. Es la simple, verdadera y cruel historia de un hombre
ambicioso, irrefrenable, que fue olvidado por su país.
Su culpabilidad, su infamia, empiezan y terminan en la misma cultu-
ra que lo engendró y que le permitió internarse en los más abyectos la-
berintos del horror.

O. L.

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El descubrimiento de una selva

Su aspecto no difería esencialmente de las innumerables poblacio-


nes, pequeñas y casi paupérrimas, del Perú decimonónico. Por las ca-
lles de tierra pululaban libremente perros, cerdos y ganado. Hacia me-
diados del siglo XIX, Rioja era casi un villorrio de apenas dos mil
habitantes, con la inevitable Plaza de Armas y un municipio que reci-
bía del Tesoro limeño, en 1905, apenas 581 soles anuales; es decir, cua-
renta y ocho soles con cuarenta y un centavos al mes. Un sombrero de
paja ––la principal artesanía de la región–– costaba cincuenta soles. Era
un punto ignoto en el norte peruano, atrapado geográfica y cultural-
mente entre la cordillera de los Andes y la selva amazónica, descono-
cido hasta por los propios peruanos. A diferencia de Lima, Arequipa o
Cuzco, encontrarla en el mapa era casi un desafío. Por no hallarse pre-
cisamente ni en las montañas ni en la jungla, su clima era superlativo,
ya que la temperatura promedio era de veinticinco grados centígrados.
No existía el riguroso clima andino, con el frío penetrante y el soroche
––el mal de las alturas que atacaba a los no aclimatados–– ni la desa-
forada humedad amazónica, ni el calor insoportable, ni las enfermeda-
des selváticas.
Estaban también sus bellísimas mujeres. Qué diferencia con las an-
dinas de piel cobriza y rasgos aindiados. Váyase a saber por qué extra-
ña mezcla de sangre española y amazónica eran tan espigadas y a qué
se debía que el color de sus ojos fuera claro. Los contados viajeros que
pasaron por allí y que dejaron testimonios, describen a las chinitas, co-
mo eran denominadas, como mujeres de andar sensual, erguidas, de pe-
chos prominentes, llevando sobre sus cabezas ––sin necesidad de sos-
tenerlos con la mano–– cántaros, invariablemente descalzas. Según
ellas, el no usar calzado contribuía a mejorar la salud.

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Tampoco se puede dejar de mencionar la exuberante vegetación, los
huertos impregnados por la fragancia del jazmín del cabo, las desbordan-
tes palmeras. No existían los comercios, y los pobladores recurrían a una
suerte de economía de subsistencia cultivando huertos adosados a cada
vivienda. La única industria ––si es que puede llamársela así–– era la fa-
bricación de los sombreros de paja conocidos como jipi japa. Esta arte-
sanía había sido introducida por ecuatorianos. En esa remota región del
Perú septentrional crecía la palmera conocida como bombonaje; con sus
fibras las mujeres riojanas confeccionaban sombreros y los hombres los
vendían en Moyobamba, en Yurimaguas, en Tarapoto, o en lejanas ciu-
dades amazónicas.
Rioja fue fundada el 22 de setiembre de 1722. El general Juan José
Martínez de Pinillos, el obispo de Trujillo doctor Baltasar Jaime Martí-
nez de Compañón y don Félix de la Rosa Reátegui Gaviria la fundaron
con los pocos restos de algunos pueblos vecinos diezmados ese mismo
año por una epidemia. Los nombres de esas aldeas, en contraste con los
de los fundadores de Rioja, eran absolutamente indígenas: Iranari, Toé,
Iorongos, Uquihua. Santo Toribio de la Nueva Rioja ––tal su nombre pri-
migenio–– no tenía historia, lo cual en el Perú era un imperativo categó-
rico. Carecía de la gloria de Ayacucho, en cuyas alturas se libró el 9 de
diciembre de 1824 una batalla que acabaría con casi trescientos cincuen-
ta años de poderío español en América. O del esplendor del Cuzco, po-
blada de palacios y templos donde habitaba el Inca. Ni siquiera registra-
ba episodios trágicos, como la andina Cajamarca, donde el inca
Atahualpa fue ejecutado por Francisco Pizarro, a pesar de haber pagado
el inédito rescate que consistió en una cámara llena hasta el techo de oro.
Pero en Rioja nacería un niño que, a lo largo de una prolongada existen-
cia, transitaría ciclos colmados de contrastes agudos, que se caracteriza-
ron por la aventura, la fría mente empresarial, la extrema riqueza que le
otorgó su imperio del caucho, el genocidio indígena, el escándalo inter-
nacional y una oscura vejez en la miseria.
Julio César Arana del Águila Hidalgo llegó a este mundo el 12 de abril
de 1864. Su padre, Martín Arana Hidalgo, pertenecía a una familia de
Cajamarca que posiblemente por razones económicas se vio forzado a
bajar a las proximidades del Amazonas en busca de nuevos horizontes
para establecerse, finalmente, en Rioja. Su madre, María Jesús del Águi-
la Vásquez, era miembro de una vieja familia amazónica. De los cuatro
hermanos Arana, sólo uno permaneció en Cajamarca. Martín, como ya

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hemos visto, sentó sus reales en Rioja para dedicarse a la fabricación de
sombreros de paja y, posiblemente, fue el más modesto de todos ellos;
Benito llegó a ser, con los años, gobernador de Loreto, la inmensa región
amazónica peruana; por último, Gregorio se dirigió al sur del país, a las
minas de mercurio de Ayacucho y Huancavelica. Sus descendientes no
fueron los más célebres pero sí los más prestigiosos de los Arana.
La infancia de Julio César Arana, de la cual no existen registros, no
debe haber diferido de la de los demás riojanos. Su casa estaba frente a
la Plaza de Armas, lo cual no constituía un privilegio, ya que las dimen-
siones del poblado eran ínfimas. Cabría preguntarse si existían otras vi-
viendas fuera de ese espacio. Pero no era sólo el reducido tamaño de la
aldea lo que aislaba a Rioja. La Amazonía era un mundo aparte. No te-
nía ninguna comunicación con Lima. Un viaje demandaba meses, y en-
trañaba atravesar ríos, cordilleras y mares con los medios más precarios.
El poblado, al igual que el resto del Amazonas, padecía una aguda insu-
laridad que persiste hasta nuestros días.
Perú no pudo escapar al caos político que siguió a la independencia
hispanoamericana. América Latina demostró una notable capacidad bé-
lica y estratégica para acabar con el dominio español. Las guerras de in-
dependencia contaron con hombres excepcionales, como San Martín y
Bolívar, O’Higgins y Sucre; pero, una vez librados del yugo hispánico, los
pueblos no supieron qué hacer con la libertad. Ni un solo país de la re-
gión escapó de la anarquía. En el caso del Perú, bastó que se declarara
la independencia para que surgieran movimientos separatistas en Cuzco
y en Arequipa. Entre 1821 y 1845, hubo cincuenta y tres gobiernos y en
un solo año, 1838, transitaron siete presidentes. En cuanto a Bolivia, tu-
vo más presidentes que años de independencia. Esa implacable inestabi-
lidad transformó a América Latina en un continente de opereta, donde
las señoras de la época comentaban humorísticamente que “se acosta-
ban con un presidente y se levantaban con otro”.
Pero en Rioja la vida era apacible, el poder casi inexistente, las intri-
gas políticas desconocidas. Los viajes que realizaban los riojanos no iban
más allá de Moyobamba, Yurimaguas o Chachapoyas, poblados aún más
insertos en la cuenca amazónica, que padecían el mismo aislamiento. Se
enteraban de lo que sucedía en Lima, pero recién después de meses. Du-
rante la colonia lo habitual era que las noticias que llegaban de Europa
y, en particular de España, tardaran dos o más meses en llegar. En 1864
ya existían los buques a vapor, que habían disminuido notablemente la

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duración de la travesía. Pero las informaciones provenientes de Lima de-
moraban lo mismo que en la era de los conquistadores.
Dos días después del nacimiento de Julio César Arana, es decir, el 14
de abril de 1864, España tomó posesión por la fuerza de las islas Chin-
chas, a la altura de la bahía de Paracas, como compensación económica
por un incidente en la hacienda de Talambo, donde cuarenta peruanos
armados y beodos masacraron a parte de una colonia guipuzcoana. Es-
paña aún no había reconocido la independencia de su antiguo virreina-
to, y las islas Chinchas eran inextinguibles proveedoras de guano, fertili-
zante de primera magnitud, por cuyos derechos de exportación el fisco
peruano recaudaba un asombroso porcentaje de sus ingresos. Dos años
después, Perú y Chile formaron una alianza y en memorables batallas na-
vales derrotaron a la poderosa flota española. Sin embargo, a pesar de la
victoria y de haber finalizado el conflicto, naves de guerra hispanas bom-
bardearon y destruyeron el puerto de Valparaíso, llave de la economía
chilena. En el Perú se festejó esta destrucción, ya que el puerto chileno
competía con El Callao, el puerto de Lima. Pero después de la victoria
de Chile en la Guerra del Pacífico, iniciada en 1879, Perú perdería una
sustancial parte del sur de su territorio que, hasta el día de hoy, sigue en
manos chilenas.
Todos estos acontecimientos llegaron a la lejana Rioja con lentitud
exasperante. Sin duda, produjeron indignación y euforia, pero la vida de
la aldea era la misma, a pesar del guano, de las relaciones entre el Perú
y España y de los bombardeos navales. Estos episodios bélicos en nada
influían en la economía riojana. Martín Arana, padre de Julio César, se-
guía fabricando sombreros de paja con la ayuda de su familia, ya que eran
las mujeres quienes tenían la habilidad de trenzar esas delicadas fibras,
para luego internarse en el Amazonas, recorrer sus múltiples ríos y ven-
derlos a patrones y a empleados a precios obviamente distintos. Su hijo,
en cambio, cursó sus estudios primarios en Moyobamba y su vida trans-
currió en su casa de piedra arenisca, como todas las del poblado, con la
imponente cordillera de los Andes como marco.
El amor le llegó a la temprana edad de once años. No se trató de un
devaneo típico de esa edad sino de un sentimiento que lo acompañaría du-
rante toda su vida. La familia Zumaeta vivía en la casa contigua a la de
Arana, frente a la Plaza de Armas y los patios de ambas estaban separa-
dos por un muro. Dado el tamaño minúsculo de Rioja, era obligatorio que
entre ambas familias vecinas existiera una estrecha relación. Eleonora Zu-

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maeta era una rara flor riojana, de ojos azules y particularmente bella, tres
años mayor que Julio César. Éste se enamoró de su vecina y solía arrojar-
le flores por encima del muro. Ella ni se dignaba recogerlas. Era la actitud
previsible en una joven de catorce años asediada por lo que ella conside-
raba un niño, al cual convenía no prestarle atención, ni alentar sentimien-
tos inoportunos. A veces, sin embargo, consideraba que debía tener una
mínima atención con su imberbe vecino y le arrojaba, también por enci-
ma del muro, cerezas silvestres que crecían en un árbol de su jardín.
Como este amor no correspondido se desarrollaba en el siglo XIX, es
decir, en pleno período romántico, el joven Arana recurrió a la poética
para conquistar a su amada. Si las flores y las miradas no surtían efecto,
acaso los versos podían operar el milagro. Qué mejor que componer acrós-
ticos para la bella Eleonora. Ahora bien ¿cómo escribirlos? Para eso, bus-
có la ayuda de su maestro de literatura, Leopoldo Cortez. Pero Julio Cé-
sar, como lo demostraría a lo largo de su vida, no se conformaba con un
solo frente de ataque. Si los acrósticos tampoco lograban la rendición de
su amada, había que reforzar el asedio con otras artes. Estudió guitarra,
acordeón y concertina para deleitarla con improvisadas serenatas.
Es importante señalar la curiosa característica de la elección de Ju-
lio César. En primer lugar, Eleonora tenía tres años más que él. Es co-
mún que un joven que está por dejar la pubertad para ingresar en la ado-
lescencia se enamore de una muchacha mayor; lo que no es habitual es
la continuidad de sus sentimientos y la perseverancia para conquistarla.
Pero Eleonora Zumaeta sería la única mujer que Julio César Arana amó
a lo largo de su vida. Eleonora no sólo era mayor que él, sino que poseía
una fuerza notable y un inequívoco espíritu de independencia. ¿Cómo
iba a imaginar que con el correr de los años Julio se transformaría en uno
de los hombres más ricos del Perú, que formaría compañías en Europa a
partir de una materia prima como era el caucho? La selva, la audacia, la
inescrupulosidad y el genocidio formarían parte de una carrera meteóri-
ca. Para ello, necesitaba una mujer que tuviera un temple de acero, que
soportara largas ausencias y que lo apoyara en sus iniciativas.

A los quince años, Eleonora mostró su voluntad inquebrantable y sus


agallas. Decidió trasladarse a Lima, ya que había obtenido una beca pa-
ra estudiar en el convento de San Pedro. Quería cursar el magisterio, re-
cibirse de maestra y ejercer en alguna ciudad amazónica donde hubiera

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un colegio adecuado, lo cual para esa época podía considerarse una ini-
ciativa revolucionaria. La capital del Perú estaba a novecientos kilóme-
tros de distancia de Rioja y el viaje demandaba meses: los Andes sólo se
podían cruzar a lomo de caballo o de mula o a pie. Imaginemos la exci-
tación, las expectativas, las ilusiones de esta joven que dejaba un mísero
pueblo para trasladarse nada menos que a Lima, la vieja capital virrei-
nal, poblada de casonas coloniales con balcones de madera enrejados y
patios exuberantes. Tras preparar el vestuario, escuchar las probables in-
dicaciones y consejos de su madre, la ristra de despedidas y, finalmente,
cargar el equipaje sobre los caballos, partió acompañada de su tío, Ceci-
lio Hernández.
No existen registros del viaje de Eleonora Zumaeta. Pero no cuesta
imaginar las penurias que implicaba cruzar la cordillera de los Andes,
aun en verano. Había que pernoctar en alguna vivienda o a la intempe-
rie, soportando el frío de las alturas, el soroche, la inevitable suciedad, la
mala alimentación. Pero la mera posibilidad de cursar el magisterio, de
conocer Lima y de volver triunfadora fue suficiente para impulsarla ha-
cia esas alturas imprevisibles. La primera ciudad que conoció fue Caja-
marca. Qué delicia caminar por sus calles de una absoluta pureza colo-
nial. Qué diferencia con Rioja, que no tenía historia y, mucho menos,
estilo. El clima estaba impregnado por los conquistadores, por Pizarro y
Atahualpa, que habían dejado sus huellas en esa prodigiosa arquitectu-
ra. Y, luego, el descenso hacia Trujillo, hacia el desierto infinito, enormes
extensiones de arena donde no existía la lluvia. No sabemos si allí se em-
barcaron en algún vapor rumbo a El Callao, aunque lo presumible es que
hayan proseguido el viaje a caballo, o en algún carruaje.
Mientras tanto, en Rioja, Julio César Arana, que sólo tenía doce años,
siguió cursando los estudios en la escuela local. Cuántas veces habrá re-
leído su poema favorito, el que le dedicó a Eleonora: “¡Oh estrella matu-
tina, hechicera de todo aquel que te contempla!” Pero más allá de tal li-
rismo, cuando cumplió catorce años, su vida cambió y comenzó a
perfilarse tenuemente el camino futuro. Dejó de estudiar y empezó a tra-
bajar con Martín, su padre. Se dedicó a fabricar sombreros de paja. So-
lía vérselo, descalzo, recorriendo las pocas calles de Rioja, o montado en
su mula transportando jipi japas. Tenía que aprender a venderlos, domi-
nar las técnicas, persuadir a los posibles compradores. Remontaron la
cordillera de los Andes, hasta Chachapoyas y Cajamarca, montados en
mulas, desafiando tormentas y neviscas. Nada detenía a Julio César. Su

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padre comentaba que su hijo, cuando la mula aminoraba el paso, des-
montaba y, tomando al animal de las riendas, lo hacía apurarse, como si
el tiempo también formara parte de su trabajo y de su capital. Por eso,
cuando Julio César, en 1879, intentó enrolarse para combatir en la gue-
rra entre Chile y Perú, don Martín reaccionó con la fuerza del látigo. Esa
iniciativa era el colmo del disparate, una locura juvenil que se había apo-
derado de un muchacho de apenas quince años. Por otra parte, qué po-
día importarle a Martín Arana una absurda guerra para que Chile se apo-
derara de yacimientos de salitre ––una materia prima de incalculable
valor como fertilizante y para la fabricación de pólvora–– cuando no mo-
dificaba en lo más mínimo su condición de comerciante, ni sus ingresos.
Pero Julio César era obstinado. La Guerra del Pacífico ––así se deno-
minó–– acaso puso en marcha su heroísmo de adolescente, su anhelo de
aventura. Don Martín, según algunas versiones, puso fin a sus aspiracio-
nes bélicas propinándole una soberana paliza.
Más allá del temor de todo padre ante la posibilidad de que un hijo
marche a la guerra, quizá descubrió que el muchacho estaba hecho de
una rara sustancia para dedicarse a los negocios. Era inteligente, rápido,
eficaz e infatigable. Era un desperdicio que continuara vendiendo som-
breros, tanto o más que ir a combatir. Por lo tanto, consideró ––muy a
pesar de Julio César–– que debería ejercitarse en los números, conectar-
se con otros escenarios; logró ubicarlo, como secretario, en una oficina
de Chachapoyas, localidad próxima a Rioja, en la cordillera de los An-
des. Durante dos años trabajó sin pausa, incorporando los esenciales ele-
mentos de contabilidad, asentando cifras en los libros, familiarizándose
con lo numérico. Nada sabía de Eleonora que, al mismo tiempo, también
atravesaba en Lima por un ciclo pedagógico que le aseguraría su inde-
pendencia y que, curiosamente, también duraba dos años. Habían toma-
do caminos distintos, en latitudes opuestas, sin sospechar que esas sen-
das se cruzarían.
Después de haber permanecido dos años en Chachapoyas, Julio Cé-
sar regresó a Rioja. A los diecisiete años se mudó a Yurimaguas y montó
un pequeño negocio propio en la Plaza del Mercado. Ese pueblo sería la
plataforma de lanzamiento de su vida como hombre de negocios inde-
pendiente. En su libro Las Cuestiones del Putumayo, impreso en la Im-
prenta Viuda de Luis Tasso, de Barcelona, en 1913, describe así su trayec-
toria: “Empecé a ocuparme de los negocios de comerciante en general y
exportador en las partes altas del río Amazonas, en el interior del Perú y

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del Brasil, en el año 1881 [cuando tenía diecisiete años], siendo mi asien-
to principal, desde esa fecha hasta el año 1889, Yurimaguas, y, desde
1889 hasta la incorporación de la compañía, Iquitos”.
Pero, a la vez, sucedió lo que tanto esperaba y lo que a nadie había
confesado: se reencontraría con Eleonora Zumaeta, que ya había regre-
sado a Rioja con su título de maestra. La joven se convirtió en la prime-
ra maestra que enseñaría en la escuela fiscal que próximamente se inau-
guraría en Yurimaguas. Julio César comprobó, durante esos primeros
meses, que sus sentimientos hacia ella no habían cambiado: al contrario,
se habían agudizado hasta volverse obsesivos.
Pero si el joven Arana creyó que Eleonora se rendiría ante sus senti-
mientos, se equivocó. Lo único que la impulsaba era ejercer la docencia,
cobrar un salario y no depender de nadie. Para eso se había trasladado a
Lima. En su diálogo inequívoco, en sus abiertas ambiciones, Julio César
descubrió que a lo que menos aspiraba esa muchacha de inusual belleza
era a convertirse en esposa de un comerciante riojano.
Sería erróneo creer que su amor por ella fue lo único que lo impulsó
a buscar otros horizontes económicos. Si decidió internarse en los ríos
amazónicos para vender sus sombreros, también deberíamos tener en
cuenta otra motivación: la búsqueda obsesiva del poder y de la riqueza.
Podría haber permanecido en su pueblo, olvidándose de Eleonora y ha-
ber elegido cualquier otra muchacha menos independiente; sin embargo,
allí estaba un mundo esperándolo, pródigo y virgen, ofreciéndose a ser
conquistado. No sabemos qué conocimiento tenía acerca de la existen-
cia de una nueva materia prima que abundaba en el Alto Amazonas ––es
decir, en el sector peruano–– y que comenzaba a ser demandada por mer-
cados extranjeros para las ruedas de las bicicletas y para envolver distin-
tos tipos de cables: el caucho. Es posible que vendiera sus sombreros de
paja, imprescindibles para protegerse del sol feroz y de la lluvia torren-
cial, a caucheros de los ríos Huallaga y Yaraví.

Un día, el joven Julio César Arana se aventuró a trasladarse hasta Pa-


rá ––en la actualidad, Belém–– un puerto particularmente activo donde
recalaban todos los buques que ingresaban o salían del río Amazonas.
En primer lugar, había que llegar hasta Iquitos, ciudad peruana a orillas
del enorme río, y embarcarse en un vapor rumbo a Manaos, que era ape-
nas una escala de un viaje prolongado. ¿Qué habrá sentido cuando con-

20
templó por primera vez el Amazonas? Durante el trayecto ¿habrá repa-
rado en la desembocadura del río Putumayo? Si la vio, le habrá pareci-
do un río más que convergía en el gran torrente. Su único objetivo era
vender sombreros de paja, sin siquiera sospechar que esa desembocadu-
ra del Putumayo, un cuarto de siglo después, sería la puerta de ingreso a
su futuro imperio de seis millones de hectáreas y ––también–– del horror.

El Amazonas había sido un imán irresistible para varios explorado-


res desde la conquista española. La inescrupulosa avidez hispánica por
el oro contribuyó a cimentar el espejismo de que existía El Dorado, un
paraíso de ubicación imprecisa pero colmado de riquezas. Fueron varios
los que se aventuraron por el río inmenso, por aquellas aguas marrones
que desembocaban en el océano Atlántico. Por allí transitaron desde
aventureros como Francisco de Orellana, el primero en navegar el exten-
so río, hasta naturalistas como el barón Alexander von Humboldt, que
descubrió que el Orinoco y el Amazonas estaban unidos por el Río Ne-
gro y el canal Casiquiare.
¿Habrá imaginado Arana que entraría a formar parte de la mitología
de ese lugar implacable? Por esa ominosa selva, pasaron personajes que
alcanzaron la fama a través de una crueldad extrema, o a través de la fe,
la esperanza, el amor. En el extremo del sadismo y de la paranoia, de las
empresas imposibles, de la absoluta falta de culpa, podríamos colocar a
un español nacido en Vizcaya y que llegó al Nuevo Mundo desde Espa-
ña en 1534: Lope de Aguirre.

El viaje de Lope de Aguirre por el Amazonas hasta su desembocadu-


ra en el Atlántico, la posterior navegación hasta la isla Margarita, el de-
sembarco en Venezuela, bien podrían figurar en un muestrario del ho-
rror. Físicamente repulsivo ––lisiado y jorobado–– su mente sólo conocía
la crueldad, la traición, el delirio. Formó parte de la expedición de Pedro
de Ursúa, un hidalgo de impecables modales acostumbrado al éxito des-
de su primera juventud. Intentó conquistar a los indios omaguas quienes,
aparentemente, conocían los secretos de El Dorado. Esa quimérica em-
presa, integrada por asesinos y hombres que carecían de mínimos escrú-
pulos, fue una de las grandes ingenuidades de Ursúa, que tuvo la inopor-
tuna ––y finalmente trágica–– idea de llevar consigo a su amante, doña

21
Inés de Atienza. A medida que hombres, caballos, indios y negros se in-
ternaban en el Amazonas, en balsas y en improvisados bergantines, Lo-
pe de Aguirre tejió las más terribles intrigas para, poco a poco, adueñar-
se del poder. Acaso fue el único que comprendió que esa expedición
estaba condenada al fracaso, que jamás encontrarían oro y que el verda-
dero objetivo podía modificarse de manera audaz. Por qué, en vez de en-
contrar a indios improbables en esa inmensidad selvática, no intentaban
una empresa desmesuradamente ambiciosa que les aseguraría el poder y
la gloria. Para qué perder el tiempo navegando por ese río interminable
cuando podían adueñarse de un imperio. Esa increíble iniciativa era na-
da menos que una nueva conquista del Perú.
Lope de Aguirre fue asesinando ––u ordenando arteramente las eje-
cuciones–– a Pedro de Ursúa, a doña Inés de Atienza y a una intermina-
ble lista de expedicionarios. Bastaba que recelara de alguien, que lo escu-
chara hablar en secreto, para que fuera degollado en el acto. Así llegaron
al océano Atlántico y a la isla Margarita, frente a las costas de Venezue-
la, donde Lope de Aguirre asesinó al gobernador y a la plana mayor del
gobierno. Luego, desembarcó en Burburuta, en la costa venezolana, avan-
zó hasta Valencia y, finalmente, a Barquisimeto. Rodeado por fuerzas
españolas que le seguían los pasos, comprendió la imposibilidad de re-
conquistar el Perú, la locura que encerraba esa expedición, pero en mo-
do alguno lamentó los crímenes que había cometido. Creyó que podría
rehacer su vida embarcándose con algunos de sus hombres fieles para vi-
vir pacíficamente en algún punto remoto. Fue un grueso error. Sus hom-
bres, cansados de tanta sangre, de la crueldad innecesaria, de participar
en los designios de un loco, lo mataron a arcabuzazos allí mismo, en Bar-
quisimeto. No recibió cristiana sepultura. Le cortaron la cabeza y las ma-
nos, y su cuerpo descuartizado fue arrojado a los caminos. Ambas manos
iban a ser exhibidas en Valencia y en Mérida, pero ni siquiera le cupo ese
honor: quienes las recibieron se las obsequiaron a los perros como si se
tratara de un raro manjar. Lo que sí se exhibió fue su cabeza, en Tocuyo,
puesta dentro de una jaula. Allí permaneció pudriéndose hasta que sólo
quedó una inofensiva calavera. El cerebro que la había ocupado partió
para siempre, aunque todo lo que pergeñó nunca se borró de la memo-
ria popular.
No todas las exploraciones del Amazonas se caracterizaron por la
aberrante crueldad que marcó a la de Lope de Aguirre. Ni la de Pedro de
Teixeira, explorador portugués ni la de Charles Marie de la Condamine,

22
que formó parte de una expedición científica enviada a Quito ––con pro-
longación en el Amazonas–– por el rey Luis XV de Francia tuvieron esas
características. Una mujer absolutamente sola se convertiría en la prota-
gonista de la mayor hazaña que haya conocido ese escenario plagado de
peligros. Hasta tal punto fue notable su proeza que, hacia 1770, en nin-
gún salon francés se dejaba de hablar de ella. Isabela Godin estaba en
boca de marquesas y duquesas en los sofisticados y cínicos diálogos del
dixhuitième; de cardenales y ministros, y hasta del propio rey, en algún
salón privado de Versalles.
En este caso, el Amazonas, misteriosa e inusualmente, ayudó a que
una mujer salvara su vida. Esta asombrosa hazaña comienza con la ex-
pedición científica que partió de Francia, en 1735, con la bendición real,
con el propósito de llevar a cabo mediciones terrestres en Quito y aleda-
ños. Formó parte de la misma Charles Marie de la Condamine, soldado,
aristócrata, académico y aventurero. Esa expedición, la primera que fue
llevada a cabo por personas que no eran españolas ni portuguesas ––los
gobiernos metropolitanos prohibían el ingreso de extranjeros en sus vas-
tos dominios, salvo casos excepcionales y debidamente autorizados––
trascendía la mera curiosidad: trataría de dilucidar una cuestión que di-
vidía al mundo científico: si la Tierra era o no una esfera perfecta. Los
partidarios de Jacques Casssini, el astrónomo real de Francia, sostenían
que el planeta era alargado hacia los polos; los defensores de Isaac New-
ton, que era achatada en los polos. No se trataba de una mera discusión
académica, ya que de una u otra teoría dependía la precisión de la nave-
gación. Así fue que un notable equipo de científicos finalmente llegó a
Quito, cargado de telescopios, cadenas para realizar mediciones, astro-
labios y microscopios, en una de las aventuras menos afortunadas en esas
latitudes: hubo muertes, accesos irreversibles de locura y hasta el deceso
de un científico en el ruedo de una plaza de toros. Curiosamente, no fue
muerto por el animal, sino por una turba enfurecida.
Uno de los asistentes de Charles Marie de la Condamine, Jean Godin
des Odonais, contrajo matrimonio con una peruana de sangre francesa y
americana, Isabela de Grandmaison y Bruno. Godin debió partir a Fran-
cia, dejando a su mujer embarazada y a sus hijos en Riobamba, donde vi-
vían. La idea era que ella lo seguiría una vez que el parto se produjera.
En marzo de 1749 partió a Europa, por una vía exótica, la misma por la
que había optado De la Condamine: descendería por el Amazonas has-
ta el océano Atlántico. En abril de 1750, sin mayores sobresaltos, llegó a

23
Cayena, único territorio francés en Sudamérica. Allí se inició una de las
historias más disparatadas, imprevistas y desesperantes del siglo XVIII.
Por alguna razón, Odonais llegó a la conclusión de que lo aconsejable
era volver a Riobamba en busca de su mujer, remontando el Amazonas.
Pero no fueron la malaria, ni la fiebre amarilla, ni la disentería, ni las tri-
bus salvajes lo que impidieron ese ascenso, sino un fárrago demencial de
trámites burocráticos, de gestiones diplomáticas. Durante dieciséis años
Godin permaneció varado en Cayena, escribiendo a De la Condamine
para que lo ayudase, ya que las autoridades portuguesas se negaban a au-
torizar el ingreso de un francés en el Amazonas. Había cometido un error
gratuito y tal vez imperdonable: le escribió al canciller de Francia propo-
niéndole que su país se apoderara del Amazonas. Este hecho le desató
una paranoia indoblegable, ya que vivía aterrorizado ante la sola posibi-
lidad de que la misiva hubiera sido interceptada.
Imprevistamente y como caído del cielo, arribó a Cayena el 18 de oc-
tubre de 1765 un barco portugués de poco calado, pero dotado de un sis-
tema de remos que le permitía ascender ríos de fuerte correntada. Increí-
blemente, el navío había sido enviado por el rey de Portugal para recoger
a Jean Godin des Odonais y trasladarlo río arriba, para que pudiera bus-
car a su familia. Sus contactos en Francia, por fin, habían puesto en mar-
cha los mecanismos que permitirían el rescate. Pero, lamentablemente,
privó su paranoia. ¿Cómo iba a embarcarse en un buque de bandera por-
tuguesa precisamente él, que había escrito una carta incitando a Francia
a adueñarse del Amazonas? Se trataba de una trampa. Sería fatigante
enumerar las enfermedades que fingió padecer, los pretextos que opuso
para no abordar la nave.
Isabela recibió en Riobamba un mensaje en que su marido le revela-
ba que estaba vivo, que permanecería en Cayena por razones de seguri-
dad, y que una nave portuguesa la esperaría en Lagunas, en el río Ama-
zonas. Ella sólo debería llegar a ese punto de encuentro. Recién en 1769,
es decir cuatro años después de haber llegado el navío enviado por el rey
de Portugal, Isabela partió de Riobamba. No es difícil imaginar la perple-
jidad, el aburrimiento y hasta la indignación del capitán y su tripulación.
Apenas recibió noticias de su marido, Isabela envió a Cayena a Joachim,
un esclavo negro extremadamente leal, para ultimar detalles, trayecto que
demandó, entre ida y vuelta, dos años; luego, su padre, Pedro de Grand-
maison, que ya había pasado los sesenta años, recorrió el trayecto hasta
Lagunas, donde esperaría a su hija, allanándole el camino y resolviendo

24
dificultades. Un día Isabela resolvió partir, para reencontrarse con su ma-
rido. Nada la ataba a Riobamba: sus cuatro hijos habían muerto.
El viaje fue un calvario. La comitiva incluía a sus dos hermanos, a su
sobrino Joaquín, de doce años, un médico y algunos sirvientes. El ham-
bre, las fiebres, las muertes, las pérdidas de embarcaciones, la deserción
de los indios, comenzaron a minar la moral. El médico sugirió que un gru-
po bajara el río hasta Andoas para pedir ayuda. Fue el mismo argumen-
to que doscientos años antes había utilizado Francisco de Orellana con
Gonzalo Pizarro, y, fatalmente, tuvo el mismo desenlace. Descender en
balsa por el río era tarea fácil; remontarlo era una empresa casi conde-
nada al fracaso. El médico, acompañado por el esclavo Joachim, partió
corriente abajo, dejando a Isabela y a quienes la acompañaban en medio
de una de las selvas más despiadadas del planeta. La espera, que en teo-
ría sería de pocos días, entró en una aterradora demora. La balsa no re-
gresaba.
Cuatro semanas después, el escenario forzó a los actores a colocarse
la máscara de la tragedia. Solos, sin la ayuda prometida, sin conocer ni
saber cómo sobrevivir en la selva, acechados por una cornucopia de en-
fermedades tropicales, insectos implacables y alimañas ponzoñosas, fue-
ron muriendo uno a uno, o, en un acceso de desesperación y locura ––co-
mo lo hicieron dos sirvientas–– se internaron en la selva para perecer en
el laberinto. Isabela vio morir a su sobrino Joaquín, a sus dos hermanos
y a todos cuantos la acompañaban. No le quedaban fuerzas para ente-
rrarlos y yacía en la penumbra de la floresta viendo cómo se descompo-
nían los cuerpos. Pero esta mujer de cuarenta y dos años estaba hecha
de una peculiar sustancia. Decidió no dejarse morir. Con las pocas fuer-
zas que le quedaban, cortó las suelas de los zapatos de sus hermanos e
improvisó un par de sandalias. Y se lanzó, sin rumbo, a buscar ayuda en
esa jungla donde ni siquiera entraba el sol. Durante nueve días, deambu-
ló por esas latitudes del horror, dispuesta a sobrevivir; si se detenía, ja-
más volvería a ponerse en movimiento y perdería la vida como les suce-
dió a sus seres queridos. Pero el Amazonas decidió ayudarla y quiso que
unos indios la encontraran. Llegó a Andoas en el Año Nuevo de 1770 y
fue recogida por unos padres misioneros.
Entretanto, su fiel Joachim se propuso remontar el río en busca de
su ama y, sorprendentemente, lo logró. Encontró una visión de espanto.
Todos habían perecido, salvo Isabela, que con seguridad habría perecido
tragada por la selva en un intento desesperado para sobrevivir. Regresó

25
a Lagunas y le comunicó a Pedro de Grandmaison que su hija había fa-
llecido.
En París, la historia de Isabel Godin recorrió velozmente los salones
dorados. Esa sociedad que simbolizaba un mundo en vías de extinción
––faltaban apenas diecinueve años para la Toma de la Bastilla–– debe ha-
ber quedado perpleja ante semejante muestra de amor. ¿Qué princesa o
condesa sería capaz de tamaña entrega? No fue así, sin embargo, en el
interior de Francia, donde hasta en la más pequeña aldea se hablaba de
una mujer que, por reencontrarse con su marido, había dado su vida.
El desenlace fue imprevisto y causó tanta conmoción como su desa-
parición: Isabela estaba viva. Las noticias le llegaron a su padre, en La-
gunas, y a su marido, en Cayena. Y hacia esa ciudad partió finalmente
para unirse nuevamente a Jean Godin des Odonais. Isabel y Jean perma-
necieron tres años en Cayena. Luego, enfilaron rumbo a Francia, desem-
barcaron en La Rochelle, donde los esperaba un envejecido pero siem-
pre fiel Charles Marie de la Condamine. Poco después llegó Pedro de
Grandmaison y se instalaron en Saint-Amand Montrond, en Berry, don-
de la familia Godin des Odonais poseía tierras.
Su silencioso prestigio fue tal que ni siquiera el gobierno revolu-
cionario francés se atrevió a cuestionarlos por su clase social. Hasta
que Jean falleció, a los setenta y nueve años, en 1792, siguió cobran-
do una pensión que le había otorgado el Estado.

Ese era el territorio donde debería desenvolverse el joven Julio César


Arana. Posiblemente, nada sabía de aquellos aventureros y científicos que
revelaron al mundo cómo era el Amazonas. Sin embargo, él también ha-
bría de descubrir esa selva en sus aspectos más oscuros. Sus primeros via-
jes lo llevaron por los ríos próximos a Rioja, vendiendo sombreros de pa-
ja, estudiando el terreno, conociendo caucheros. Quizás aún no había
comprendido el valor que poseía el caucho, ni se había adentrado en ese
mercado que explotaría pocos años después hasta transformar al Ama-
zonas peruano, brasileño y boliviano en un verdadero El Dorado. Acaso
tampoco sabía distinguir entre las diversas variedades de árboles que pro-
ducían la goma. Pero sabía que tarde o temprano su olfato comercial lo
llevaría a una prosperidad superlativa. En aquellos días, sólo pensaba en
progresar y jamás dejó de escribirle a Eleonora cuando se encontraba en
alguna población con servicios de correo.

26
La joven maestra ya no vivía más en Rioja: en 1884, se había trasla-
dado a Yurimaguas, a orillas del río Huallaga, para ejercer como docen-
te e inaugurar la primera escuela estatal. Recibía en casa de su abuela,
donde se alojaba, las cartas de Julio César. Probablemente, al leer lo que
el joven le expresaba, descubrió que ya no era más el niño vecino, sino
que se había transformado en un hombre. Julio César en sus noches de
soledad en poblaciones selváticas, o a bordo de vapores fluviales, no só-
lo llevaba prolijamente las cuentas ––para eso había trabajado en Cha-
chapoyas–– sino que devoraba cualquier libro que cayera en sus manos,
algo poco común en un comerciante de aquella época. Con los años, tu-
vo la biblioteca más completa del Amazonas. Así fue que leyó teatro, poe-
sía, novela e historia, lo cual contribuyó a que las cartas que le enviaba a
Eleonora tuvieran un barniz cultural poco habitual. Y ella, que había cur-
sado el magisterio, debe de haber quedado pasmada ante ese despliegue.
Pero la relación era meramente epistolar. Si bien en aquellos años no
existía otro medio de comunicación cuando había una selva de por me-
dio, la ausencia física debe de haberlo inquietado. Esperanzado por el
flujo de correspondencia, un día resolvió ir a visitarla a Yurimaguas. Fue
entonces cuando sucedió un hecho que activaría, en Eleonora, un torren-
te de sentimientos tal vez tapados por su trabajo, por sus ambiciones per-
sonales, por su espíritu de independencia.
Fue el creer que lo había perdido para siempre.
Julio César Arana se embarcó rumbo a Yurimaguas en uno de los pre-
carios vapores que recorrían el río Huallaga, después de haber realizado
uno de sus habituales viajes vendiendo sombreros. Poco antes de llegar,
la embarcación embistió un tronco: se abrió un rumbo en el casco y se fue
a pique. Era de noche, y la corriente del río y los remolinos contribuyeron
a que hubiera numerosos ahogados. Pero Julio César se aferró a una ta-
bla, a un tronco o, en suma, a algo que flotaba, y llegó nadando a la ori-
lla. La noticia corrió como reguero de pólvora y le llegó a Eleonora Zu-
maeta: todos los pasajeros habían perecido, entre ellos, el joven que no
había cesado de escribirle cartas de amor. Richard Collier, un biógrafo de
Arana, sostiene que, misteriosamente, ella tuvo la certeza de que Julio Cé-
sar no había muerto y, por eso, no demostró una excesiva desesperación.
No sabemos si esa reacción se debió a una negación, a un sentimiento de
impotencia o a que sintió acaso por primera vez que estaba enamorada.
Julio César Arana no había muerto y llegó a la casa de Eleonora, em-
papado. Ella lo reconfortó y, al comprobar que estaba vivo, que no lo ha-

27
bía perdido para siempre, tal vez se le aclararon sus sentimientos y re-
conoció hasta dónde llegaba su amor. Por otra parte, era un hombre
atractivo: alto, corpulento, de rasgos europeos, con poca o ninguna san-
gre indígena. Llama la atención la escasa cantidad de fotografías que re-
tratan su juventud. Tampoco las hay de Eleonora. En El proceso del Pu-
tumayo, sus secretos inauditos, escrito por el juez Carlos A. Valcárcel y
publicado en Lima, en 1915, donde se refiere a los horrores que se co-
metieron en ese río, hay una fotografía de Julio César Arana en sus años
jóvenes, apoltronado en un sillón de madera tallada, impecablemente
vestido con saco y chaleco y luciendo una pequeña barba. Si bien es di-
fícil determinar su edad, es probable que aún no hubiera cumplido los
treinta años. Sólo existen cuatro fotografías de Julio César Arana, prin-
cipal protagonista de los escándalos del Putumayo, interpelado en Lon-
dres en la Cámara de los Comunes y de quien hablaron todos los diarios
del mundo.
El 2 de junio de 1887 los enamorados se casaron en la Iglesia de
Nuestra Señora de las Nieves, en Yurimaguas. El templo se llama así de-
bido a la efigie de la Virgen de las Nieves, patrona de Yurimaguas, traí-
da por los portugueses, que fueron los primeros en llegar a esa población.
A los asistentes les debe de haber parecido una pareja deslumbrante: la
belleza y los ojos azules de Eleonora, conocida por todos dada su condi-
ción de maestra, y ese apuesto joven de Rioja, que le obsequió como re-
galo de bodas una pulsera de oro con un zafiro incrustado. Julio César
Arana no era hombre de medias tintas, ni le importaba el haber agotado
sus ahorros para hacerle semejante regalo. Este casamiento no necesa-
riamente significó que la felicidad los iba a acompañar. Si bien estuvie-
ron juntos hasta el fin de sus días, fue una pareja que se caracterizó por
larguísimas separaciones, debido precisamente a los negocios de Arana,
a las cuales habría que agregar las incertidumbres de Eleonora, que sa-
bía cuándo su marido partía a la selva, pero no ignoraba que podía no
regresar.
Julio César se había transformado, durante sus viajes amazónicos por
los ríos Yavarí, Purús y otros afluentes menores, en un representante más
del sistema de aviamiento, que era el que imperaba en la zona. El avia-
dor ––que nada tenía que ver con los futuros pilotos de precarias máqui-
nas voladoras–– era un proveedor para todos aquellos que trabajaban en
la jungla, desde el cauchero hasta el empleado. Les llevaba avíos: provi-
siones, armas, municiones, herramientas, todo lo que fuera necesario pa-

28
ra la supervivencia y para el trabajo. En esos prolongados desplazamien-
tos fluviales rara vez alternaba con los otros pasajeros, que bebían y ju-
gaban hasta altas horas de la noche. Él prefería estar solo, leyendo, escu-
chando el sonido de la selva. En más de una oportunidad, habrá pensado
cómo salir de ese sistema hasta cierto punto miserable. Esa monotonía y
la soledad sólo podrían ser reemplazadas por alguna actividad audaz y
rentable, que le permitiera vivir de otro modo. Fue entonces, quizás, que
pensó en el caucho.
Vivía con Eleonora en Lamas, un pequeño poblado al pie de las mon-
tañas. Todos los días cabalgaba hasta Tarapoto, sobre el río Huallaga, a
veinte kilómetros, donde había abierto un negocio con su cuñado, Pablo
Zumaeta. Este muchacho de dieciocho años, alto y pelirrojo, se transfor-
maría, de por vida, en su hombre de confianza y, también, en su socio.
Con los años, Julio César Arana creó una suerte de sistema endogámico,
haciendo participar no sólo a su cuñado, sino también a su hermano Li-
zardo, y hasta a su otro cuñado, Abel Alarco, casado con una de sus her-
manas. No concebía trabajar ni construir un imperio sin su familia, y las
motivaciones profundas de esta decisión habría que buscarlas en la des-
confianza que le producían las personas que no formaran parte de su
círculo íntimo, en su misantropía, su falta de amigos, su imperiosa nece-
sidad de contar con testaferros de absoluta confianza.
Es notable lo fiel que le fue Julio César a Eleonora a lo largo de su
vida. El viajar por latitudes tan improbables como el Amazonas, o el ha-
berse llegado a convertir en el rey de una materia prima como el caucho,
no lo lanzó a la conquista de beldades. Lo previsible, en todo caso, es
que hubiera tenido numerosas amantes para cubrirlas de alhajas, como
solían hacerlo los caucheros de Manaos. O, en Europa, donde vivió, po-
dría haber coleccionado demi-mondaines, o haber tenido por amante a
alguna célebre cortesana. Así como el rey Leopoldo II de Bélgica ––que
mucho tuvo que ver con las atrocidades que se cometieron, a fines del
siglo XIX, en el Congo, por el caucho–– conquistaba a jóvenes beldades,
él podía haber aspirado a una Nelly Melba, o una Gaby Deslys. Pero le
fue fiel a su mujer. Cabe aclarar que, para más de un rey de las materias
primas sudamericanas, la familia era tanto o más importante que los ne-
gocios. Al igual que Simón Patiño, el rey boliviano del estaño que sólo
amó a Albina, su mujer, Arana hizo de su familia un círculo impenetra-
ble, donde rara vez entraba alguien que no fuera pariente o algún cono-
cido del Amazonas.

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La familia, entonces, fue el primer andamiaje que armó para fortale-
cer sus negocios. Los continuos desplazamientos por la selva, como avia-
dor, le permitieron descubrir dos realidades inequívocas: qué fácil resulta-
ba endeudar a los caucheros proveyéndolos de suministros, y qué
importante era que le pagaran con caucho, no con soles. Recibía caucho
en pago por las mercancías entregadas ––que estaban notablemente sobre-
valuadas–– pero no lo cobraba al vago precio del momento, sino cuando
llegaba a destino. Como esa materia prima solía subir vertiginosamente de
precio, llegaba a ganar hasta el cuatrocientos por ciento de lo que había
invertido. Pero no era viviendo en Lamas, ni cabalgando veinte kilóme-
tros al día donde estaba la bonanza, sino en algún punto más estratégico,
como Yurimaguas. Julio César comprendió que se había cumplido un ci-
clo, el cual incluyó un amor desesperado ––que, felizmente, había termi-
nado en matrimonio––, y que algunos secretos de la selva le habían sido
revelados. También había nacido Alicia, la primera de los cinco hijos que
le daría Eleonora. Intuyó que había llegado el momento de pegar el gran
salto hacia un Olimpo que podría asegurarle otra clase de vida y darle, a
la vez, la riqueza y el poder que ansiaba. Se trataba, sin más, del caucho.
Se estableció en Yurimaguas, en la ribera izquierda del río Huallaga,
que desemboca en el Marañón, transformándose luego en el Amazonas.
La ciudad era francamente selvática, pues estaba lejos de la cordillera de
los Andes. Pero tenía un clima benigno en comparación con otros pobla-
dos amazónicos. Era la capital del Alto Amazonas y había sido elevada a
esa categoría por la Asamblea de Cajamarca, en 1883. Surgió cuando al-
gunos pobladores de Tarapoto, Lamas y Moyobamba se establecieron ahí
en busca de mejores horizontes. Era menos nociva que Iquitos, en mate-
ria de enfermedades tropicales, y gozaba de refrescantes lluvias que ha-
cían descender la temperatura a 25 grados centígrados, lo cual no excluía
la existencia de, por ejemplo, el paludismo, ya que numerosos habitan-
tes de Iquitos convalecían allí. Yurimaguas tenía un empuje propio, favo-
recido por la cercanía del caucho que exportaba a Europa, por la presen-
cia de firmas comerciales como la de Manuel Morey e Hijos ––legendaria
familia amazónica, uno de cuyos integrantes, como veremos oportuna-
mente, llegó a ser conde de Tarapoto–– y por la inagotable cornucopia
que le prodigaba la naturaleza. Allí se daban especies silvestres y cultiva-
das: paltas, naranjas y bananas, coles, lechuga y arvejas, por nombrar al-
gunas. Allí se estableció Julio César Arana, creando una nueva oficina
junto con su cuñado Pablo Zumaeta.

30
En 1890 dio el primer paso para convertirse en cauchero. Adquirió
una estrada en las proximidades de Yurimaguas. Los manchales, que eran
terrenos donde se agrupaban árboles gomeros, se ordenaban en forma de
estradas, que, en portugués, significa calle o camino. El problema era
quiénes recolectarían el caucho. Dadas las condiciones extremas que rei-
naban en la selva, sólo podían reclutarse almas en estado de desespera-
ción. Imaginemos, por un instante, la vida de un recolector de caucho:
debía internarse en la jungla ––los árboles de donde se extraía el látex es-
taban esparcidos en grandes distancias y no formaban bosques compac-
tos–– y afrontar el calor, la opresiva humedad, los mosquitos que trans-
mitían la fiebre amarilla y la malaria, las serpientes venenosas, los
pequeños insectos que se internaban por los orificios humanos más im-
previstos y escalofriantes. Los trabajadores europeos y asiáticos que lle-
garon a esas latitudes fueron diezmados por las enfermedades. Sólo fun-
cionaba la mano de obra nativa, es decir, los indios, acostumbrados a ese
escenario patogénico. Salvo, claro, que se recurriera a algunas almas en
pena. Eso es, exactamente, lo que hicieron Julio César Arana y Pablo Zu-
maeta, cuando se embarcaron rumbo a Ceará, en el nordeste brasileño,
en busca de mano de obra barata.
Aunque no existen registros de ese viaje, es de suponer que bajaron
por el Amazonas hasta el puerto de Pará, en alguno de los vapores flu-
viales de la época. Tampoco se sabe si reclutaron los trabajadores en ese
puerto, o si prosiguieron viaje hasta Fortaleza, capital de Ceará. Pero es
fácil imaginar los sueños de Julio César mientras navegaba por ese río
desmesurado, en el que por momentos se perdían de vista las orillas. Ha-
brá acaso recordado sus días como vendedor de sombreros de paja, mon-
tado en una mula y ascendiendo por la cordillera de los Andes; o la fres-
cura del clima de Rioja, los jazmines del cabo, y las mujeres descalzas
llevando cántaros sobre sus cabezas. Qué lejano le habrá parecido ese
mundo. Qué pequeño. Ahora el Amazonas se extendía ante su vista, vir-
gen, oportuno, accesible para un hombre que tuviera el carácter impres-
cindible para saber explotarlo. La fortuna y el porvenir estaban en el cau-
cho, sin que por eso abandonase su profesión de aviador que fue ––como
veremos–– una herramienta clave para fundar un imperio. Pero habría
que preguntarse qué iba a hacer a Ceará, junto con su cuñado, y a quié-
nes intentaría reclutar para su primera plantación de caucho, o seringal.
Esta región del nordeste brasileño formaba parte del sertão, un vas-
to territorio árido, proclive a las más feroces sequías de Sudamérica, po-

31
blado de arbustos espinosos, donde sólo podía criarse ganado. La falta
de lluvia durante períodos prolongadísimos no sólo provocaba el éxodo
de sus habitantes hacia otros estados o países, sino también una apabu-
llante cantidad de muertes. En un artículo publicado en la Gazeta de No-
ticias, de Río de Janeiro, en agosto de 1878, cuando Brasil era aún un im-
perio gobernado por los Braganza, el periodista José do Patrocinio ––autor
de la nota–– fue enviado al nordeste brasileño para cubrir la pavorosa se-
quía. “La tragedia que implica esta vergüenza nacional que podemos pre-
senciar en Ceará se ha apoderado de toda la vasta superficie de esta pro-
vincia desafortunada. Expulsados de sus hogares por el látigo hecho por
la naturaleza con la ayuda de los rayos del sol, la suerte de los infortuna-
dos se reduce a peregrinar por el país hasta encontrar alguna población
en donde puedan seguir postergando su desaparición en una tumba”.
Se calcula que, en 1878, la mitad de la población de Ceará ––medio
millón de personas–– murió de hambre. Estas sequías, con consecuen-
cias menos apocalípticas, se repetirían en 1915, 1919 y 1932. Sin embar-
go, el sertão, a pesar de la tragedia, de su condición misérrima, ha inspi-
rado a compositores y poetas, como si se tratara de una región edénica
a la cual aspira a regresar aquel que partió. Luar do sertão, que en por-
tugués significa “Plenilunio en el sertão”, es el mejor ejemplo de esa con-
tradicción. Hasta Marlene Dietrich, cuando pasó por Río de Janeiro a fi-
nes de la década de 1950, la cantó ante una conmovida audiencia.

Oh, que saudade do luar da minha terra, lá na serra,


Branquejando folhas secas pelo chão!
Este luar cá da cidade, tão escuro,
Não tem aquela saudade do luar lá do sertão.

Não há, ó gente, oh não,


Luar como esse do sertão.1

Pero Ceará y el sertão no tenían nada de romántico cuando Julio Cé-


sar Arana, en 1890, se dirigía hacia allí. La sequía había hecho estragos
y eran varios los trabajadores cearenses dispuestos a trasladarse a otras
latitudes con tal de huir del sol, del polvo, del hambre. El Amazonas fue
una de las preferidas. Pero esa huida desesperada encerraba una solu-
ción aún peor, que era caer en una suerte de esclavitud ejercida por los
dueños de las plantaciones de caucho. Julio César reclutó veinte hom-

32
bres, que poco importaba que no hablaran español sino portugués ––con
el fuerte acento del nordeste brasileño–– ya que su trabajo como reco-
lectores de caucho ––tappers, para los ingleses–– era uno de los más ma-
cabros del planeta. Al cauchero, desde el vamos, se lo endeudaba, para
poder controlarlo a perpetuidad. Los veinte cearenses, por ejemplo, que-
daron debiendo al señor Arana treinta libras esterlinas cada uno, en con-
cepto del pago del pasaje en vapor hasta Yurimaguas. Las imprescindi-
bles herramientas, armas y provisiones que necesitaban para trabajar
tampoco eran gratuitas, ni con Arana ni con ningún otro. Para internar-
se en la selva precisaban un machete, un Winchester que los defendiera
de las fieras, alimentos, la calabaza para colocar el caucho, entre otras
minucias. Richard Collier, en The River that God forgot, describe cómo
fue la experiencia de estos cearenses en el Amazonas.

En el muelle de madera (en Yurimaguas) donde amarraban canoas


y barcazas, los recolectores se dirigían al negocio de Arana, pintado
de blanco, que se hallaba encaramado sobre pilotes en el río: se tra-
taba de una modesta tienda, con un penetrante olor a pescado seco,
café y parafina, además de una pequeña colección de machetes, ri-
fles y líneas de pesca. Aquí se entregaban las provisiones trimestra-
les ––alimentos, un Winchester, municiones, baldes y calabazas pa-
ra colocar el caucho–– que acaso costaban cuatro libras esterlinas.
Pero en los abultados libros de contabilidad de Arana, cada recolec-
tor aparecía endeudado en más de setenta libras esterlinas, una deu-
da que sólo podía cancelar vendiéndole a Arana el caucho que toda-
vía debía recolectar.
Pero Arana había estudiado este sistema que imperaba en las orillas
de los ríos y sabía que nada debía temer. Pocos hombres, en los tres
meses subsiguientes, eran capaces de recolectar la cantidad necesa-
ria de caucho para saldar sus deudas y, para entonces, necesitaban
nuevamente provisiones. No tenían tiempo para cazar, pescar o sem-
brar, en las proximidades de sus miserables chozas hechas con hojas
de palmera. Con cada nuevo pedido de provisiones la deuda se ha-
cía más abultada. En pocas ocasiones un recolector pagaba lo que
debía; pocos, también, veían dinero en efectivo durante sus misérri-
mas existencias.

Se trataba de vidas sin salida, de un trabajo que en vez de ennoble-


cer, denigraba. En otros lugares de Sudamérica las condiciones de traba-
jo eran rigurosas. Pensemos, por un momento, en la actividad de un mi-

33
nero en alguna de las minas del rey del estaño, Simón Patiño, al sur de
Oruro, en Bolivia: los socavones, las enfermedades ocasionadas por el
plomo, las desmesuradas alturas, el frío atroz. Pero no eran comparables
a la selva amazónica, inmensamente peor. Es curioso, sin embargo, que
Julio César Arana y Simón Patiño, contemporáneos, que desarrollaron
sus cuantiosas fortunas en la misma época, es decir, a comienzos del si-
glo XX, hayan tenido vidas ––y muertes–– diametralmente opuestas. No
es aquí el espacio para analizarlas, pero baste señalar que los comienzos
de ambos fueron asombrosamente parecidos: Patiño se instaló a 4.400
metros de altura, en la mina La Salvadora, en los Andes bolivianos. Has-
ta allí llegó su esposa Albina, desde Oruro, después de haber vendido sus
alhajas en cuatro mil dólares, para acompañar a su marido ––que sufría
de una aterradora soledad–– y organizar domésticamente el campamen-
to. Arana recorrió como aviador los ríos Acre y Yaraví ––por nombrar al-
gunos–– también soñando en construir un imperio. Ambos hombres co-
nocieron el negocio por dentro. Pero hasta ahí las similitudes. El trabajo
en la mina Llallagua, de Patiño, no estaba exento de rigor, pero al mine-
ro no se lo maltrataba, ni se lo endeudaba. Arana, con los veinte cerea-
renses que recolectaban caucho, no fue necesariamente cruel, como su-
cedería luego cuando la mano de obra pasó a ser indígena en el río
Putumayo. Pero comenzó a revelar su falta de escrúpulos, su desvalori-
zación de la vida humana.
El recolector de caucho ––en este caso, los brasileños que contrató Ju-
lio César–– acaso no aspiraba a otra vida. En el sertão las posibilidades
eran nimias; en la selva, había caucho, pero de nada le servía. Después de
agotadoras jornadas cortando árboles y recolectando látex en un clima
despiadado, caía en memorables borracheras, en peleas violentas, porque
no ignoraba que vivía en un infierno del cual nunca podría salir. Arana
no era ajeno a esto, ni a los peligros que corría ––de hecho, sucedieron––
cuando los recolectores se volvían peligrosamente agresivos al negarles el
crédito; por otra parte, el negocio de explotar estradas no le daba la ren-
tabilidad que hubiera deseado. Quizá le resultaba más conveniente el sis-
tema de aviamiento, es decir, ser proveedor de elementos clave para los
caucheros y cobrar en caucho, vendido superlativamente, con posteriori-
dad, en el mercado. Un día, de improviso, enajenó su modesta plantación
de caucho, incluyendo a los brasileños, que por las leyes de facto que im-
peraban eran transferidos al comprador. Éste adquiría la estrada, junto
con los recolectores, por el mero hecho de estar endeudados. ¿A qué juez

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podían recurrir los cerearenses? No tenían ni un sol para contratar a un
abogado; aún más, ni siquiera les interesaba. Terminarían sus días en esa
selva maldita pagando un tributo que nunca llegaría a saldar la deuda, con
el calor, la humedad y el alcohol como telón de fondo.
Este imprevisto cambio de rumbo que tomó Julio César Arana fue
apenas el preludio de la sangrienta ópera que se desarrollaría pocos años
después. Las cuentas de Yurimaguas no le cerraban y fue por eso que se
deshizo de sus plantaciones. El alto costo que había implicado la impor-
tación y el mantenimiento de los recolectores ––que incluía la presencia
de hombres armados en las plantaciones para evitar posibles fugas–– de-
jaba pocos márgenes de ganancia. Se había endeudado con los comer-
cios mayoristas de Manaos que le suministraban las provisiones. Para col-
mo, en el período de lluvias, durante el verano austral, se producían
cambios climáticos y orográficos que impedían que el látex coagulara. Es-
ta ristra de problemas lo forzó a cambiar de escenario económico. Prefi-
rió seguir endeudando a los caucheros y cobrando en materia prima y no
en dinero peruano. En los años subsiguientes, suponemos que siguió na-
vegando los ríos, colocando sus productos.
Es sorprendente lo poco que se sabe de este hombre que fundaría un
imperio en el Putumayo. Los únicos datos de este período de su vida los
suministra Richard Collier. De no haber sido por él, nada conoceríamos
acerca de los comienzos de Arana. En Perú, en la actualidad, son conta-
das las personas que saben de su existencia. Nombrar a Julio César Ara-
na es poco menos que preguntar acerca de una lejana nebulosa perdida
en el cosmos. Nadie lo conoce, salvo los estudiosos del Amazonas y de
la economía del caucho. Cabe preguntarse a qué se debe ese desconoci-
miento. Nos inclinamos a creer que fue borrado de la memoria de un pue-
blo, ya que Arana nada tuvo de santo, ni de postal escolar. La vida de San
Martín, o de Bolívar ––idealizada, claro–– figura en todos los libros de
texto y se conocen detalles de sus trayectorias. De este rey del caucho,
que llegó a ser el hombre más rico del Perú, nada se sabe, y ––peor aún––
no se quiere saber. Posiblemente, porque se convirtió en una oscura man-
cha en la historia peruana. Lo paradójico es que ni siquiera se lo conoce
por haber sido un asesino.

Referirse al caucho en términos generales es caer en una simplifica-


ción que conviene evitar. En realidad, hay diversas clases de “caucho”,

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del mismo modo que existe una variedad de árboles y métodos para ex-
traerlo. En La economía del caucho, Gui do Pen na no Alli son ex pli ca
estas diferencias:

Casi todos los análisis hechos sobre el caucho en el Perú y en Boli-


via cometen el mismo error; aun las publicaciones oficiales no son
muy claras al respecto. La palabra caucho es usada en forma tal que
engloba a todos los distintos tipos de gomas existentes. En cambio,
caucho es el nombre aceptado internacionalmente para la resina uti-
lizada específicamente por el árbol Castilloa Ulei.2
El árbol Castilloa Ulei es, por ejemplo, bastante distinto al Hevea
Brasiliensis. No sólo hay diferencias en la fibrosidad de la corteza,
lo que hace que el Castilloa segregue el látex fácilmente, sino que
las celdas que contienen el látex son como tubos verticales; de esta
forma, al cortarse la corteza, el látex fluye como si fuera por un ca-
ño abierto. Normalmente, demora entre cuatro meses a un año en
promedio para que las celdas se recarguen completamente con la
resina del caucho. No hay razón pues para san grar o re si nar es tos
árboles más allá de dos o tres veces al año. El Hevea, en cambio
(que abundaba en el Brasil), segrega su látex muy lentamente y
se cosecha en forma casi continua durante toda la estación de ex-
tracción.

Pero ahí no terminan las diferencias. A la cabeza, en cuanto a cali-


dad, se ubica el jebe fino, que proviene del Hevea Brasiliensis (algunas
versiones sostienen que esa denominación deriva de las siglas G.B., o sea
Gran Bretaña, y que en español se pronuncia, precisamente, jebe); lue-
go, sigue el jebe débil, los distintos tipos de sernamby (a esta clase perte-
necía parte de la producción de Julio César Arana), los rabos del Putu-
mayo, entre los principales. Tampoco el modo de extraer el látex era
uniforme. El más conocido, acaso, es el de hacer incisiones diagonales
en la corteza del árbol para que fluya el látex, terminando en un recipien-
te. En otras plantaciones se colgaban de la corteza pequeños envases
donde goteaba la goma. Y, el más depredador de todos los sistemas, era
cortar el árbol, método utilizado por el cauchero peruano que hubiera
espantado a más de un ambientalista.
Las diferencias, también, se hacían extensivas a los propios recolec-
tores de caucho, ya que había diversas categorías, o, al menos, distintas
actitudes existenciales. El recolector del látex proveniente de la Hevea

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Brasiliensis, denominado seringueiro, tenía costumbres sedentarias a pe-
sar de su vida miserable. Recorría la estrada donde se encontraban nu-
merosos ejemplares de esta clase de árbol, los sangraba con cuidado y,
no muy lejos de allí, construía su choza en la cual vivía, solo o acompa-
ñado por algún familiar. Resulta paradójico que pueda considerarse es-
table una existencia en la que todo era adversidad: las enfermedades tro-
picales producidas por insectos, una alimentación paupérrima que
producía otras patologías, y la eterna deuda con el aviador que le sumi-
nistraba provisiones y armas. Este habitante de la selva poblaba el Ama-
zonas brasileño. El cauchero peruano, en cambio, extraía el látex del Cas-
tilloa, lo cual implicaba talarlo. Vale la pena señalar que, a fines del siglo
XIX, no existía la menor conciencia conservacionista y que todos los es-
fuerzos realizados en ese sentido por el gobierno de Lima fueron abso-
lutamente estériles. ¿Quién se atrevería a adentrarse en ese infierno pa-
ra verificar cuántos árboles se derribaban? ¿Qué autoridad se internaría
en esa jungla impenetrable para exigir que se plantaran nuevas especies?
Por otra parte, los rindes eran asombrosamente distintos. Un Hevea Bra-
siliensis, prolijamente sangrado, es decir, con las incisiones correctas, po-
día suministrar tres kilos al año de caucho seco; un árbol de Castilloa,
que podía alcanzar los treinta metros de altura, rendía noventa kilos de
caucho en apenas dos días. Hacia 1890, el Castilloa se había extinguido
en la región del río Putumayo.
El caucho ––así lo denominaremos para evitar farragosas categorías
y subcategorías–– fue utilizado en América antes de la conquista espa-
ñola: los indígenas en Española, en México y otras regiones lo usaban,
una vez coagulado con calor y humo, para fabricar zapatos, pelotas pa-
ra jugar, o para impermeabilizar algunos objetos o parte de la vestimen-
ta. Los conquistadores deben de haber quedado boquiabiertos ante este
producto americano ––como el chocolate, el maíz, la papa, el tomate o
la palta–– con propiedades tan insólitas. El caucho, durante siglos, más
que una necesidad fue una curiosidad. Los recién llegados al Nuevo
Mundo observaron que los indígenas armaban una pelota que rebotaba
como si estuviera poseída váyase a saber por cuál demonio. Pedro d’Ang-
hiera fue el primero en escribir, en 1530, acerca de estas bolas de cau-
cho, con las que los aborígenes practicaban un juego denominado batey,
que Cristóbal Colón había visto jugar en algún impreciso lugar de la ac-
tual Haití; a medida que transcurrían los años, otros cronistas hicieron
referencia a este inusual producto. Los españoles también lo utilizaron

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con fines prácticos, más que deportivos. El gran problema que plantea-
ba el caucho, en aquellos siglos, era que perdía consistencia con el calor
y se resquebrajaba con el frío, además de tener un olor penetrante y de-
sagradable.
En 1770, mientras en París los habitantes no salían de su asombro al
enterarse de que Isabela Godin había sobrevivido, sola, en el Amazonas,
un químico británico, sin saberlo, bautizaba a una materia prima que pro-
venía de esa selva que le había perdonado la vida a una notable mujer.
En efecto, Joseph Priestley logró eliminar las marcas de lápiz en el papel
utilizando un pequeño trozo de caucho sólido. Había nacido la goma de
borrar y, a la vez, un nuevo término, rubber, que en inglés significa tan-
to caucho como goma de borrar.
A partir del siglo XIX, el caucho dejó de ser un exotismo tropical y
fueron varios los emprendedores que intentaron darle más utilidad y, so-
bre todo, rentabilidad. El olfato de algunos hombres dotados de iniciati-
va les permitió vislumbrar que ese material tosco y aún sin desarrollar
podía encerrar las posibilidades más insospechadas. Thomas Hancock,
en 1819, al diseñar un sistema que permitía la fabricación de planchas de
caucho, abrió la puerta de una industria que alcanzaría niveles gigantes-
cos, pero que, en ese momento, no tuvo demasiado impacto dentro de la
revolución industrial británica; fue a partir de su asociación con un quí-
mico brillante e imaginativo, padre de lo que, en la actualidad, se deno-
mina impermeable, o raincoat, que empezó la verdadera industria. Ese
hombre fue un escocés, Charles Macintosh, que un día descubrió cómo
disolver el caucho a través de un ingenioso recurso químico. Unió dos
trozos de tela con esta solución y comprobó que, una vez seco el tejido,
el agua no podía penetrarlo. Había nacido el primer género a prueba de
agua. Se asoció entonces con Thomas Hancock, y creó diversas telas im-
permeables. Aquellas prendas imprescindibles para los días de lluvia se
llamaron en inglés, a partir de entonces, “mackintosh”, término origina-
do en el apellido del escocés al que se le agregó una “K”. Los sastres de
Londres le hicieron la guerra: nada querían saber de ese nuevo produc-
to. Macintosh trasladó su fábrica a Manchester, en 1840. La misma aún
existe y pertenece a la Dunlop Rubber Company.
Pero la verdadera revolución, la que abriría de una vez por todas las
puertas a esta materia prima proveniente de las infinitas selvas tropica-
les, llegó en 1839, cuando un norteamericano, Charles Goodyear (aún
lleva su nombre una marca de neumáticos) descubrió el proceso de vul-

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canización. Se trataba de calentar una solución de caucho, plomo y sul-
furo, estabilizando (o vulcanizando) el caucho para que retuviera su elas-
ticidad, consistencia y utilidad. Este inventor, a pesar de haber obtenido
en 1844 una patente de “caucho vulcanizado”, vivió y murió práctica-
mente en la miseria.
Como la propulsión a vapor, que permitía recorrer distancias en tre-
nes, sin que la lluvia tuviera la mínima importancia ya que los vagones
se deslizaban sobre rieles, el caucho vulcanizado transformó no sólo la
industria, sino también la vida cotidiana. Ya que de trenes se habla, fue-
ron innumerables los usos que la industria ferroviaria dio a este material,
desde los paragolpes o elementos que integraban el motor, hasta los in-
teriores de los vagones. Antes de esta mágica aparición, la información a
través del cable podía interrumpirse dada la precariedad de los materia-
les que lo componían; revestidos de caucho, en cambio, podían atrave-
sar océanos y planicies. Qué confortable resultaba recorrer la campiña
inglesa en carruajes tirados por caballos cuando las ruedas estaban recu-
biertas por una capa de caucho. El furor por este producto amazónico
alcanzó todos los niveles. Se descubrió que era un maravilloso aislante
de la electricidad, con lo cual se evitaban los accidentes; a partir de las
botas de goma, cazadores, leñadores y peones rurales ya no tendrían que
mojarse los pies; los fanáticos del fútbol, del golf, del tenis, contaban con
prodigiosas pelotas que cambiaron drásticamente el deporte; las muje-
res, en particular las que trabajaban en oficinas, se lanzaron a usar pren-
das interiores de goma. Y ––a pesar de la desaprobación eclesiástica–– se
podía hasta limitar el número de embarazos con la aparición de un nue-
vo y revolucionario adminículo: el preservativo.
Pero éstos fueron los comienzos. El boom del caucho llegaría a prin-
cipios del siglo XX con la fabricación de automóviles, donde no sólo los
neumáticos estaban hechos con esta materia, sino también piezas clave
del motor y de la carrocería. En el remoto Amazonas, las exportaciones
de caucho crecían vertiginosamente. En 1825, Brasil exportó (incluyen-
do la producción peruana y boliviana que se exportaba por los puertos
brasileños) 91 toneladas de caucho. En 1860, exportaba 2.670 toneladas.
Un descubrimiento ––que, felizmente para los amazónicos, era de cau-
cho–– lanzó una moda imparable que se esparció por el mundo: John
Boyd Dunlop, un veterinario escocés, ideó una llanta neumática para la
bicicleta de su nieto. Hasta entonces, las ruedas de bicicleta eran de cau-
cho rígido. En los Estados Unidos, fue tal el furor por la bicicleta, que

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hubo que construir sendas para que transitaran. Qué sublime indepen-
dencia, ejercicio y practicidad otorgaba este nuevo vehículo.
Qué oportuno, también, para los caucheros peruanos.

Hay un período en la vida de Julio César Arana sobre el que sólo po-
demos hacer suposiciones: enormes privaciones, riesgos superlativos en
materia de enfermedades tropicales, trato con hombres despreciables.
También la prolongadísima ausencia de su hogar, en Yurimaguas. Duran-
te tres años, vio poco o nada a Eleonora, a su hija Alicia y a otro vásta-
go que había llegado, Angélica. Ese extrañamiento fue la consecuencia
de una profunda convicción. Durante la última década del siglo XIX, in-
gresar al negocio del caucho en gran escala se le convirtió en una aspi-
ración poco menos que quimérica. ¿Cómo competir con el primer barón
del caucho, el peruano Carlos Fermín Fitzcarrald? El director cinemato-
gráfico alemán Werner Herzog ––quien ya había retratado a Lope de
Aguirre en Aguirre, la ira de Dios–– trazó su vida en Fitzcarraldo, una ex-
travaganza que poco o nada tuvo que ver con su verdadera existencia.
Fitzcarrald fue despiadado con el indio ––sin llegar a los atroces extre-
mos que alcanzaría Arana–– y se asoció con el cauchero multimillonario
boliviano Nicolás Suárez. Para comprender la dimensión de la fortuna
de este último, basta decir que capitales ingleses le ofrecieron, en 1912,
doce millones de libras esterlinas por sus plantaciones en la selva boli-
viana. Para Julio César, estos y otros caucheros ––los Morey, los Hernán-
dez–– estaban fuera de su radio de alcance.
En 1889, Julio César se mudó a Iquitos, dejando a su familia en Yu-
rimaguas. Ese puerto era el epicentro del caucho: allí estaban las gran-
des casas comerciales, los bancos, las empresas navieras, las oportunida-
des de hacer negocios. Vale la pena preguntarse por qué no trasladó a
Eleonora y a su hija Alicia a esa ciudad. La explicación más plausible es
que debía conquistar la plaza antes de llevar a cabo mudanzas precipita-
das. En su exposición ante el Comité Selecto de la Cámara de los Comu-
nes, en Londres, Arana dio detalles de sus primeros pasos comerciales.
“En el año 1890 (es decir, al siguiente de haberse instalado en Iquitos)
entré en sociedad con Juan B. Vega, bajo la razón o firma de Vega & Ara-
na, y continué en esta sociedad hasta el año 1892, época en la cual nos
unimos con Mourraille, Hernández, Magne & Co (firma francesa), para
hacer negocios en el río Yavarí, con una oficina en Nazareth, cuya unión

40
duró hasta 1896, época en la que se liquidaron los negocios y se disolvió
la firma de Vega & Arana. Yo continué conduciendo los negocios en el
Yavarí y en Iquitos en mi propio nombre”.
Lo de “conducir los negocios” fue un giro elegante para definir una
de las etapas más duras, peligrosas y sacrificadas de su vida. Durante tres
años, recorrió como aviador el río Yavarí, remoto y aún más perdido en
el Amazonas. A Eleonora y a sus hijas las veía, en Yurimaguas, durante
un período de cuatro meses al año. Los ocho restantes recorría ese infa-
me río plagado, en sentido literal, de las enfermedades más abominables.
Vendía, como en el pasado, provisiones y cobraba exclusivamente en es-
pecie, es decir, en caucho. Debido al sobreprecio de sus mercaderías, que
solía llegar al cincuenta por ciento de su valor real y a la inveterada ten-
dencia de los caucheros a endeudarse, sus ganancias se multiplicaron
geométricamente. Más allá de las verdaderas necesidades de los propie-
tarios de plantaciones, también es cierto que se había iniciado la bonan-
za del caucho: los precios trepaban día a día en los mercados internacio-
nales. Cuando Arana llegaba cargado de alimentos enlatados, fusiles,
municiones y cuanto objeto fuera necesario en esa selva, el bolsillo de los
caucheros siempre estaba abierto para las compras más desaforadas.
Pero sobrevivir en el Yavarí no era lo mismo que hacer buenos nego-
cios. No era el río Huallaga, relativamente libre de plagas, donde se eri-
gía Yurimaguas, ni tampoco el vasto Amazonas, sino un curso de agua
encajonado por la selva ––al igual que el Putumayo–– que, en la actuali-
dad, marca el límite entre Perú y Brasil. Julio César pudo haber contraí-
do malaria, fiebre amarilla, disentería o ––como finalmente sucedió–– una
enfermedad endémica de la zona. Su salud se deterioró progresivamen-
te y, mientras navegaba en algún precario vapor vendiendo sus produc-
tos, su estado físico podía considerarse pavoroso: sus brazos habían en-
flaquecido en forma desmesurada; apenas sentía sus muslos, así los
apretara con fuerza; el vientre se le había hinchado hasta el punto de la
deformación y la excesiva transpiración lo mantenía empapado. Una no-
che, los pasajeros del vapor creyeron que el joven Arana no estaría vivo
al amanecer. No era el paludismo, ni la fiebre amarilla lo que le había
atacado, sino otra enfermedad producida por la pésima alimentación: la
fiebre del Yavarí, conocida en otras latitudes como beri beri. La palabra
proviene del cingalés beri que significa debilidad.
Esta enfermedad de difícil diagnóstico, causada por la falta de vita-
mina B1, fue el producto de meses de comer comida enlatada, sin frutas,

41
verduras, carnes ni lácteos. Julio César Arana decidió beber agua filtra-
da, jugo de limón y otros remedios caseros. Pero su salud empeoraba día
a día y, si sobrevivió, fue posiblemente por su contextura física de increí-
ble fortaleza. Debió regresar a Yurimaguas para curarse y restablecerse.
El destino ––o la suerte–– quiso que el barco se encontrara a sólo un día
de navegación de esta ciudad. Al llegar, debió ser trasladado en una ha-
maca hasta su casa, ya que no le quedaban fuerzas para caminar.
Imaginemos la perplejidad, el dolor, la preocupación de Eleonora an-
te la visión de su marido que, a los treinta años de edad, parecía ingresar
al umbral de la muerte. Esa selva ominosa y despiadada lo había maltra-
tado hasta el punto de la extinción. Su desmesurada ambición, el ansia
de poder, que eran la causa directa de las largas ausencias de Julio César,
acaso habían empañado otros aspectos de ese vínculo. Cuántas veces esa
mujer sola y con dos hijas, viviendo en Yurimaguas, donde ni siquiera ha-
bía un médico (el más cercano estaba en Iquitos, más de trescientos ki-
lómetros de distancia río arriba), se habrá preguntado si su matrimonio
no terminaría despedazándose. La selva, el caucho, la ambición, le ha-
bían arrebatado a su marido. Durante tres años estuvo sola durante ocho
meses al año. Posiblemente, no era la soledad lo que más temía: había
cruzado los Andes a caballo y vivido en Lima lejos de su familia. Lo des-
garrador era tener que aceptar cómo Julio César, aquel joven enamorado
que le componía versos en Rioja, prefería una carrera plagada de peligros
y privaciones a una apacible vida de familia. Ese conflicto debe de haber
estallado más de una vez y, tal vez, él creyó que su mujer no lo apoyaba,
que no lo comprendía, que no valoraba sus esfuerzos.
Pero ahora, atacado por el beri beri, sólo Eleonora podía salvarlo. Ig-
noramos cómo lo hizo, aunque con seguridad recurrió a ancestrales bre-
bajes amazónicos preparados con sofisticadas combinaciones de hierbas.
No fue ni fácil, ni rápido. Durante seis meses Julio César convaleció en
Yurimaguas, recuperando con angustiosa lentitud la locomoción. Eleo-
nora le rogó, le suplicó, que dejara el caucho. Pero ¿cómo iba él a renun-
ciar a los sueños de grandeza que había tenido desde su adolescencia,
cuando acompañaba a su padre a vender sombreros a Cajamarca y a
Chachapoyas? ¿Cómo olvidar los dos años en esta ciudad, aprendiendo
el arte de los números en una oficina? ¿Cómo desdeñar lo que la natura-
leza, en esas durísimas latitudes, le ofrecía en abundancia, una suerte de
oro negro que cada día valía más? Esa ambición inmodificable, esa vo-
luntad imposible de quebrar, agudizó los conflictos matrimoniales y Eleo-

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nora quizás aceptó que nada cambiaría, que estaría condenada a estar
separada de su marido durante gran parte del año, y que algún día éste
moriría en la selva, víctima de un accidente o de una enfermedad. El fu-
turo, sin embargo, sería peor. Insospechadamente más abyecto. Porque
pocos años después no lucharía contra la vocación cauchera de su mari-
do, sino contra el mundo entero que lo señalaría como uno de los peo-
res genocidas de comienzos del siglo XX.
El beri beri le dejó a Julio César secuelas que no fueron necesaria-
mente físicas. Según quienes lo conocieron en aquellos años, nunca vol-
vió a ser el mismo: se transformó en un ser hermético, desdeñoso hacia
los demás y, hasta cierto punto, amargado. Quizá, su inveterado senti-
miento de omnipotencia se había erosionado y, durante los seis meses de
convalecencia, habrá reflexionado sobre lo efímero de la existencia que
––al igual que un castillo de naipes–– podía derrumbarse en un instante.
Sin duda padeció, también, una curiosa dualidad: su odio por la selva y
la fascinación por lo que podía brindarle. Otro hombre habría cerrado
definitivamente el libro de ríos y serpientes, humedades y fiebres, y se hu-
biera abocado a encarar una profesión menos arriesgada. Pero no Julio
César Arana del Águila Hidalgo. Comprendió, en cambio, que su familia
no podía permanecer en Yurimaguas; que su matrimonio podía correr el
riesgo de derrumbarse; que a Eleonora se le acababa la paciencia y que
sus hijas Alicia y Angélica merecían otros escenario y educación. Así que
en 1896 embalaron muebles, cuadros y objetos; colocaron en baúles y
sombrereras un vestuario acaso modesto, y partieron a Iquitos para no
regresar jamás.
Esta ciudad, dentro de la inmensidad ––y, a la vez, de la pequeñez cul-
tural–– amazónica, se había abierto desde hacía varios años como una
flor exótica, permitiendo el florecimiento de casas comerciales, empresas
navieras y bancos que giraban enloquecidamente alrededor del caucho.
En 1896 Iquitos carecía del esplendor artificial de Manaos, sobre el
río Negro, que desembocaba en el Amazonas brasileño. Manaos tenía
un edificio consagrado a la ópera que había costado fortunas, aventure-
ros que habían ganado millones de la noche a la mañana, fiestas que im-
plicaban miles de libras esterlinas, yates para pasear con francesas que
habían ido a hacer su América, y botellas de champán Dom Pérignon que
se descorchaban cada noche por decenas. Iquitos, en cambio, seguía sien-
do una ciudad provinciana. No tenía ––como Manaos–– iluminación ni
tranvías eléctricos en sus calles que ni siquiera se habían asfaltado. Pero

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el caucho peruano salía hacia prósperos mercados por ese puerto, mo-
dernizado por la compañía naviera británica Booth, que había erigido un
muelle flotante, ya que el río ostentaba una diferencia de quince metros
entre la estación seca y la de lluvias.
Julio César Arana decidió vivir allí, en parte para salvar su matrimo-
nio, pero, fundamentalmente, para expandir sus negocios. Adquirió una
casa de dos pisos y diez habitaciones, en la calle Próspero en la intersec-
ción con Omagua (en la actualidad, San Martín), la que aún existe. No
es de las más grandes, ni de las más lujosas: cinco ventanas sobre una de
las calles, dos sobre la otra. Actualmente la planta baja está ocupada por
locales comerciales. La austeridad ––al menos exterior–– fue una de sus
características, lo cual no significaba que no viviera bien ni gastara. Pe-
ro evitaba toda ostentación, a diferencia de los barones brasileños del
caucho aposentados en Manaos. La casa de Julio César y Eleonora Ara-
na estaba poblada por parientes: hijas, hermanos, cuñados, amigos. Du-
rante las comidas jamás se hablaba de negocios. Pero en el dintel de la
puerta de entrada, se leía ––como si se tratara de un escudo real donde
dijese, por ejemplo, Dieu et mon droit–– “Actividad, Perseverancia, Tra-
bajo”.

No existe una bibliografía abundante sobre esa etapa en la vida de Ju-


lio César Arana. Algunos autores se contradicen, lo cual implica que una
aproximación a la verdad es meramente subjetiva. Sin embargo, sí exis-
ten hechos que están íntimamente ligados a su personalidad y que nin-
gún autor refuta: su innata habilidad para hacer negocios, su fenomenal
capacidad de trabajo, su rapidez para asociarse con personas económi-
camente importantes y su falta de escrúpulos para quedarse con activos
ajenos. Arana, además de su talento natural, tenía rasgos europeos, lo que
en ciertas latitudes sudamericanas era una gran ventaja, precisamente por
el fuerte prejuicio ––por no decir desprecio–– contra el indio; estaba ca-
sado con una mujer encantadora, bella y culta, capaz de deslumbrar con
su conversación a las matronas de las viejas familias amazónicas; y su ca-
lidad de acopiador de grandes cantidades de caucho, producto de su con-
dición de aviador, si bien no lo ponía en un pie de igualdad con otros cau-
cheros, al menos hacía que fuese respetado y tenido en cuenta. Las
grandes empresas extranjeras en Iquitos le extendieron una línea de cré-
dito de cuarenta mil libras esterlinas que, para esa época, era una suma

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considerable. Nos imaginamos, en todo caso, a un hombre hiperquinéti-
co en materia de negocios, suministrando a los caucheros las habituales
provisiones, importando bienes de consumo para su clientela, realizando
complejas operaciones comerciales con los bancos.
No le habrá resultado fácil imponerse comercialmente en Iquitos, ni
competir con los poderosos. Si bien esta población era nueva ––sobre to-
do comparada con Lima, con siglos de historia y de refinamiento–– al-
bergaba familias tradicionales y extranjeros que dominaban el negocio
del caucho. Pensemos en el inmenso prestigio, por ejemplo, de Luis Fe-
lipe Morey que, a pesar de haber nacido en Tarapoto, fundó en Iquitos,
en 1892, la firma Morey & del Águila, no sólo dedicada al caucho, sino
también a la navegación fluvial, único medio de transporte en aquellos
años. O al francés Charles Mourraille (quien tuvo una breve asociación
comercial con Julio César), propietario de la casa más espléndida de Iqui-
tos, de estilo francés. Residente desde hacía años en esta ciudad, había
incursionado por la región en 1877 y su reputación era enorme. En el
apogeo de su prosperidad y riqueza, vendió uno de sus vapores a los to-
dopoderosos barones del caucho Carlos Fermín Fitzcarrald y Nicolás
Suárez, disolvió sus sociedades comerciales y nunca más se supo de él.
Qué difícil le habrá resultado a Julio César competir con firmas extran-
jeras, como la alemana Wesche & Co., o con Marius & Lévy, dos judíos
ashkenazis que desembarcaron en el Amazonas y obtuvieron enormes
ganancias. Esta suerte de Babel selvática que era Iquitos, estaba com-
puesta por un asombroso espectro de nacionalidades y religiones y nin-
guno fue discriminado por este motivo, a diferencia de lo que sucedió en
el Brasil.
Fernando Santos Granero y Frederica Barclay, en La frontera domes-
ticada, Historia económica y social de Loreto, trazan un riguroso perfil
de aquella sociedad finisecular que apoyó su economía en una materia
prima, sin tomar en cuenta que era perecedera. Según ambos autores,
Iquitos estaba dividido en cuatro categorías de comerciantes que coexis-
tían sin críticas ni discriminaciones, algo que, por cierto, no hubiera su-
cedido en Lima. Pero el Departamento de Loreto, que albergaba al in-
menso Amazonas peruano, tenía su propia cultura, además de ser una
sociedad nueva en comparación con la limeña. Allí no hubo virreyes, ni
plazas de toros, ni palacios coloniales: sólo la selva y un puerto activo
cuyas exportaciones de caucho crecían vertiginosamente año tras año. El
primer grupo estaba compuesto por peruanos descendientes de españo-

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les, que poblaban los aledaños del río Huallaga: Moyabamba, Yurima-
guas, Tarapoto y hasta Rioja. Prosperaron básicamente gracias a la ven-
ta de sombreros de paja y, con posterioridad, se instalaron en el Amazo-
nas dedicándose a la explotación del caucho y a la industria naviera. No
eran, precisamente, pequeños comerciantes, ya que de algún modo ––al
menos en su imaginación–– se sentían los descendientes de Pizarro y de
Almagro. A esta categoría pertenecían Julio César Arana y Eleonora, lo
cual contribuyó a que las puertas de Iquitos se les abrieran sin reservas.
El segundo grupo estaba formado por portugueses y brasileños, que lle-
garon a esas latitudes antes del boom del caucho, simplemente para apro-
vechar el auge de los sombreros de paja llamados panamá. El tercero es-
taba integrado por comerciantes europeos, con preponderancia de judíos
centroeuropeos ––tal el caso de la empresa Kahn & Cía–– y, por último,
el grupo compuesto por judíos sefardíes, provenientes de Marruecos y el
Mediterráneo.
Brasil, a diferencia del Perú, optó por discriminar a los judíos, lo cual
carece de explicación. Muchos de ellos se convirtieron en regatones, tra-
bajo que consistía en navegar modestamente por los ríos brasileños ama-
zónicos vendiendo mercaderías a cambio de caucho. Eran una suerte de
aviadores, pero en pequeña escala. Esto, de algún modo, les permitió do-
minar el mercado de esta materia prima, facultad que debe de haber mo-
lestado a las autoridades. Se les aplicó un impuesto indiscriminado de
quinientos dólares norteamericanos a cada uno de ellos, medida que re-
sultó en una inmediata diáspora. La gran mayoría emigró al Perú, que no
aplicaba impuestos discriminatorios. Sin embargo, las autoridades brasi-
leñas no resolvieron el problema, porque otros tomaron el lugar de quie-
nes partieron.
El matrimonio Arana, como era de esperar, se relacionó con la me-
jor sociedad iquiteña. La única fotografía de Julio César Arana joven, que
ya mencionamos, muestra a un hombre esencialmente elegante, impeca-
blemente vestido. El escenario en el cual se insertó el joven hombre de
negocios tenía su historia y sus costumbres. Más que de una historia pro-
piamente dicha, podía hablarse de una petite histoire, ya que la ciudad
era esencialmente nueva. Según algunas versiones, fue fundada en 1840
por Lizardo Zevallos, quien debió abandonar precipitadamente San
Francisco de Borja a raíz de una invasión de indios huambisa. La ciudad
se fundó con la participación de un grupo étnico aborigen denominado
iquitos y, de ahí, su nombre. Pero es una mera versión que no sabemos

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si es rigurosamente exacta. En todo caso, el verdadero surgimiento se
produjo en 1864, cuando llegaron al precario puerto los vapores Pasta-
za, el Morona, el bergantín de bandera británica Próspero (la calle prin-
cipal de Iquitos lleva ese nombre en su homenaje) y la goleta Arica. Sus
bodegas estaban colmadas de provisiones, maquinarias y objetos impres-
cindibles para una ciudad que quería despegar económicamente. No fue
casual que la llegada de los navíos iniciara una nueva era. La navegación
a vapor revolucionó no sólo el tiempo que duraban los viajes, acortán-
dolos significativamente, sino que impulsó en forma desaforada el comer-
cio. No dependía de los vientos ni de las corrientes. Ya no había rincón
de la selva donde no llegara aunque más no fuera un pequeño vapor car-
gado de mercancías. Imaginemos, por un instante, lo que demandaba un
viaje en un barco a vela desde Pará, en la desembocadura del río Ama-
zonas en el océano Atlántico, hasta Iquitos. Eran más de mil kilómetros
a contracorriente. Cuando el viento estaba de proa, es decir que prove-
nía del oeste, era poco lo que podía avanzar un velero, salvo “hacer bor-
des”, es decir, enfilar la nave en un ángulo de cuarenta y cinco grados en
relación con el viento, e ir de costa a costa, lo cual no era del todo efi-
caz, ya que la corriente lo empujaba en sentido contrario. Sin la caldera
a vapor, posiblemente no se hubiera producido ––al menos, en esa mag-
nitud–– la era del caucho.
Iquitos fue el trampolín que necesitaba Julio César Arana, no sólo por-
que socialmente estaba en un pie de igualdad con los descendientes de
los españoles, sino porque era una ciudad abierta a cualquiera que qui-
siera progresar. Esta característica urbana, como ya hemos visto, la dife-
renciaba de Lima, una sociedad cerrada que se apoyaba en siglos de his-
toria. Allí reinaban familias poderosas como los Pardo, los Díez Canseco
o los Larco, que abrían las puertas de sus palacios coloniales, o los re-
cientes que hacían furor, de estilo República: la casa de los banqueros
Wiesse es el mejor ejemplo. Pero Iquitos no se iba a quedar atrás. Con-
viene recalcar que Lima, para los amazónicos, era tan remota como una
ciudad asiática. El viaje hasta la capital peruana demandaba alrededor de
cuarenta días. Este hecho creó costumbres y estilos diferentes. Imagine-
mos someramente el itinerario a fines del siglo XIX, donde ya se habían
producido algunos cambios beneficiosos en materia de transporte. Des-
de Iquitos había que viajar en lancha hasta Yurimaguas, trayecto que im-
plicaba remontar el río Marañón y el Huallaga; luego, ir a pie por cami-
nos de herradura hasta Moyobamba, a través de Balsapuerto con la ayuda

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de los indios balsachos; después, proseguir a lomo de mula hasta Chile-
te, pasando previamente por Rioja, Chachapoyas, Celendía y Cajamarca,
ubicadas en las alturas andinas. La ordalía proseguía ––felizmente en fe-
rrocarril–– hasta Pascamayo, en el océano Pacífico, donde se embarcaba
y se navegaba hasta El Callao. Y, por último, desde este puerto, se abor-
daba el tren y se descendía en la estación Desamparados, en Lima. Tam-
bién se podía llegar a la capital peruana por vía marítima, lo que todos
preferían evitar: el viaje demandaba nada menos que seis meses. Al no
existir el Canal de Panamá ––recién se inauguró en 1914–– debían, desde
Pará, descender hasta el Estrecho de Magallanes y remontar la costa chi-
lena, esperando en diversos puertos buques que los acercaran a Lima.
Esta sideral distancia geográfica se trasladó a lo cultural. Iquitos, sal-
vo en lo político, poco tenía en común con el Perú andino y marítimo.
Tenía un mismo gobierno, un parlamento, idénticas leyes, pero nada más.
No es de extrañar que la influencia brasileña fuera enorme, y que el con-
tacto cultural y comercial lo tuvieran con Europa y los Estados Unidos.
Las grandes casas de los caucheros se asemejaban a las del Brasil, con
fachadas de mayólicas portuguesas y una vegetación con abundancia de
palmeras reales similares a las de Río de Janeiro. Abordar un vapor en
Iquitos significaba llegar cómodamente al océano Atlántico y, en Pará,
trasbordar a otro buque rumbo a algún puerto europeo o norteamerica-
no. Esto dejó de ser necesario en 1898, cuando dos líneas británicas de
vapores iniciaron el viaje directo entre Iquitos y Liverpool. No había que
navegar en lanchones por ríos tropicales infestados de mosquitos, ni cru-
zar los Andes a lomo de mula; por el contrario, los sirvientes se encarga-
ban de llenar baúles y sombrereras y transportarlos hasta el barco. Los
pasajeros sólo tenían que pasar el tiempo en cubierta, en el salón come-
dor, o en sus camarotes. Iquitos, pues, tenía más relación con el hemis-
ferio norte que con Lima. En la última década del siglo XIX, el precio del
caucho comenzó su espiral ascendente ––llegaría a su apogeo en 1910––
y aquella sociedad amazónica a la cual le llovió el maná del cielo, ya que
la riqueza no fue producto de la industrialización sino de la naturaleza,
creyó que la bonanza sería infinita. Pensemos en lo que era una casona
de Iquitos. Todo era absolutamente importado porque la ciudad carecía
de producción. Los ladrillos, las mayólicas, los techos de zinc, los pisos
de mosaicos, los sanitarios, las cocinas, por nombrar algunos de los ele-
mentos de construcción más primarios. Pero como la ciudad, en materia
de alimentos, nada producía salvo algunas raras frutas tropicales y el co-

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razón de un tipo de palmera, se importaban de Europa papas, vinos,
champán, cerveza, agua de Vichy, té, azúcar, platos, copas, cubiertos,
mantelería, sábanas, alfombras y cuanto mueble y objeto existiera en una
residencia. Llegaban al puerto en los vapores de la compañía naviera
Booth y, como por arte de magia, desembarcaban en Iquitos. El caucho,
sin duda, obraba milagros.
Era una sociedad que no producía nada y que, para su subsistencia,
dependía de una materia prima y de mercados volátiles. En el cenit de la
exportación cauchera, cuando la libra de caucho llegó a costar once che-
lines en el mercado de Londres y tres dólares en el mercado norteame-
ricano, el frenesí de los habitantes por los artículos de lujo no tuvo lími-
tes. En la Biblioteca Amazónica ––un viejo y deslumbrante palacio
cauchero–– en el malecón de Iquitos, desde donde se divisa el río Ama-
zonas y próxima a lo que fue el Hotel Palace ––en la actualidad, sede de
la Prefectura–– se conservan dos álbumes de fotografías donados por
una de las ramas de la familia Morey. Esas imágenes muestran una vida
fastuosa, legendarios interiores y fiestas de familia, inmensos patios y sa-
lones. La familia Morey es tal vez la más emblemática. Pero los Hernán-
dez y los Del Águila no le iban a la zaga. Sin embargo, esa sociedad ines-
peradamente próspera donde el dinero ingresaba a torrentes, no podía
escapar al aislamiento geográfico, a la insularidad cultural; al fin y al ca-
bo, estaba anclada en el corazón del Alto Amazonas. No existía, por
ejemplo, la enseñanza secundaria. Este hecho inexplicable ante tamaña
riqueza habla a las claras de una suerte de negligencia por parte de los
caucheros, que resolvieron el problema de un modo exótico: sus hijos se
educarían en París y en los Estados Unidos, aprovechando la conexión
directa marítima entre Iquitos y Liverpool.
Las familias loretanas ––así se denominaban los habitantes del de-
partamento de Loreto–– hicieron las valijas y se instalaron en Europa,
dejando que el miembro fuerte de la familia se hiciera cargo de los nego-
cios. No lo hicieron por esnobismo, sino por necesidad. Iquitos, sin en-
señanza, con calles de barro, con un clima opresivo, con una mínima in-
fraestructura sanitaria, no era el lugar indicado para los reyes del caucho.
Sus hijos estudiarían en Europa o en los Estados Unidos, porque era lo
mejor para ellos. En París, por ejemplo, existía un colegio con más de
cien niños loretanos. Julio César Arana, como veremos, tampoco pudo
escapar a este imán europeo: a principios del siglo XX, trasladó su fami-
lia a Biarritz, y luego a Londres y a Suiza.

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Es inevitable preguntarse qué vida hacían en Europa los loretanos.
Fue la era, claro, de los millonarios sudamericanos: caucheros del Brasil
y del Perú; cattle barons, de la Argentina; reyes del salitre o del carbón de
Chile. Pero a diferencia de argentinos y chilenos, que intentaban desespe-
radamente ser europeos, relacionarse con la nobleza a través de oportu-
nos casamientos y arrasar con cuanto mueble y objeto estaba a la venta
para sus palacios franceses de Buenos Aires o de Santiago, los amazóni-
cos optaron por un perfil más bajo, relacionándose esencialmente entre
ellos. Tal vez conocían sus limitaciones frente a la sociedad europea y no
olvidaban que provenían de la selva. Existía entre ellos un esprit de corps
que les permitía formar una verdadera comunidad. Acostumbrados por
nacimiento a un clima tropical, al calor y a la humedad, no toleraban el
invierno europeo. Con los primeros fríos, se embarcaban rumbo a la isla
caribeña de Barbados, hasta que retornara el clima cálido. Curiosamente,
todos tenían sus residencias en la misma calle.
Hubo excepciones, claro. Siempre alguien terminaba deslizándose en
los salones parisinos o madrileños, algún enfant terrible que aspiraba a al-
go más que relacionarse únicamente con loretanos. El ejemplo más des-
tacado fue Manuel Morey del Águila, prototipo del dandy de principios
del siglo XX, cuya historia exhibe las extravagancias de la belle époque.
Hijo de uno de los caucheros más prósperos de Iquitos, se enamoró per-
didamente, en Madrid, de la hija de un conde. El devenir de ese romance
me fue confiado, en Lima, por su propio hijo, Raúl Morey Menacho. El
joven Manuel Morey del Águila se dirigió al palacio madrileño donde vi-
vía su amada para solicitar al padre su mano. Pero se encontró con un pri-
mer escollo: el noble español no estaba dispuesto a entregar a su hija a un
hombre que no tuviera un título nobiliario. ¿Se necesitaba ser, entonces,
duque, marqués o conde? Pues bien, el caucho todo lo podría. Asesorado
por informadísimas relaciones, Morey solicitó una entrevista con el can-
ciller hispano, Mairata, para que lo ayudara a adquirir un título de conde.
Ésta era una costumbre bastante común en una época en la que social-
mente era más importante ser noble que haberse graduado en Harvard o
en Oxford. En la España del rey Alfonso XIII un marquesado o un con-
dado eran absolutamente accesibles, sobre todo porque el monarca utili-
zaba los ingresos que implicaba el otorgamiento de títulos para mantener
a sus numerosas amantes, según sostenían algunas versiones.
––¿Dónde tiene usted tierras? ––le preguntó el canciller, durante la
entrevista.

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––En Loreto, Perú ––respondió.
––Casi lo mismo le cuesta a usted ser marqués, que es un título mayor.
––No quiero ser más que ella. Quiero ser igual ––aseguró Morey.
Después de rigurosos estudios sobre la pureza de sangre, del lugar de
donde provenía y del precio que estaba dispuesto a pagar, apareció un
día por su hotel una colección de personajes, a hora temprana e inopor-
tuna, ya que el joven aspirante a conde estaba en plenos ejercicios ama-
torios con alguna atractiva madrileña. Optó por vestirse y descender al
vestíbulo.
––Venimos en nombre de su majestad, el rey Alfonso XIII, a comuni-
carle que su petitorio ha sido aceptado ––dijo el vocero pomposamente.
También le señaló que debía adquirir el uniforme de conde, zapatos
con hebillas doradas, un sombrero y una espada con empuñadura de oro.
––Para ser conde ––prosiguió el vocero–– debe usted tener tierras.
––Poseo tierras en Tarapoto, en el Amazonas peruano ––respondió.
––¿Y qué significa ese término?
––Es una palmera delgada que, en su parte superior, tiene una espe-
cie de barriga.
Finalmente, le dieron el título de conde de Tarapoto. Y, junto con el
condado, un escudo de armas que era el de los Morey, pero que, en vez
de tener tres moras, ostentaba una palmera alta y barrigona. El rey lo re-
cibió en el Palacio de Oriente y, con pompa y circunstancia, lo declaró
conde de Tarapoto. Hubo reverencias y sublimes fotografías junto al mo-
narca. Ungido con un título condal de una remota región tropical suda-
mericana, Manuel Morey del Águila partió a pedir la mano de su biena-
mada, solicitando ––como corresponde–– una audiencia previa con su
padre. El conde español lo escuchó, verificó los documentos firmados
por el rey y le preguntó si, allá en Loreto, había nobles.
––Algunos, por el lado de la familia del Águila.
––¿Tiene algún palacio?
––No, pero puedo construirlo.
El madrileño lo contempló con escepticismo.
––¿Cómo es la vida en Iquitos? ¿De dónde obtiene el dinero?
––Del caucho, por supuesto ––respondió orgulloso Morey.
El auténtico conde se paseó por el imponente salón con inequívocos
síntomas de intranquilidad. Finalmente, se detuvo y le clavó la mirada.
––Vea, jovencito ––dijo––. Ustedes, los sudamericanos, creen que to-
do lo pueden comprar con dinero, desde un título nobiliario, hasta la ma-

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no de una joven. Pues bien: jamás le daré la mano de mi hija para que la
lleve a ese infierno ––concluyó.
Manuel Morey del Águila, conde de Tarapoto, debe de haber queda-
do azorado. Para paliar su dolor y humillación, decidió hacer un viaje
por el Mediterráneo en compañía de una midinette y un grupo de ami-
gos íntimos. Un día regresó a Iquitos con motivo de la zafra del caucho.
Sentado a una de las mesas del Polo Norte, un bar de la ciudad donde se
hablaba inevitablemente de política, les dice a los contertulios:
––He estado con el rey de España y me ha otorgado el título de con-
de de Tarapoto.
Las carcajadas no se hicieron esperar. Quién podía creer en semejan-
te historia. ¡Conde de Tarapoto! Eso sí que estaba bueno. El joven Manuel
corrió a su casa y regresó con el título condal y la fotografía que lo mos-
traba junto a Alfonso XIII de España, ataviado con un absurdo traje, som-
brero y espada. Quizá lamentó no haber mantenido en secreto aquella ce-
remonia y su nueva calidad de noble. En Iquitos, las bromas que le
hicieron a partir de ese momento, terminaron amargándole la vida.

Estos fueron algunos de los perfiles que asomaban en el escenario


donde vivían Julio César Arana, Eleonora y sus hijas Alicia y Angélica.
Fue una sociedad, en algunos aspectos, despreocupada en el sentido es-
trictamente literal del término. El único que se pre-ocupaba era el cau-
chero, el barón, en suma, el jefe de familia. Si bien formaba a sus hijos
para que, en el futuro, llevaran adelante el negocio, una vez que fallecía
el pater familias, se cernía sobre sus descendientes un destino invariable-
mente fatal. Basta analizar a Arana, a Morey y a las cinco familias que
han tenido prominencia en cada uno de los ciclos de la economía ama-
zónica para descubrir que, muertos los padres, desaparece para siempre
la familia, o bien algunos de sus miembros enloquecen, terminan idiotas,
o en la más absoluta miseria. Al recorrer el centro del actual Iquitos, se
ve que algunas imponentes edificaciones de la era del caucho se están vi-
niendo abajo. El ejemplo más emblemático de esa decadencia es la vieja
casa comercial de los Morey, en la esquina de las calles Próspero y Bra-
sil. El primer piso está absolutamente abandonado, sin ventanas ni vi-
drios, y en la planta baja abundan locales de poca categoría. El logotipo
de una de las firmas comerciales más poderosas de la región aún puede
observarse: es redondo, como si simbólicamente englobara al mundo, y

52
puede leerse L.F. Morey e Hijos, 1900. Se ha caído una letra ere y, del
año, sólo queda el número 90. Lo único que se mantiene en pie es la fa-
chada superior: azulejos, balcones de hierro forjado y tres vasijas neoclá-
sicas que coronan la balaustrada de la terraza.
No era así, por cierto, en el resto del Perú de comienzos del siglo XX.
Las grandes familias que formaban los grupos de poder en la costa del
Pacífico o en la sierra manejaban sus propiedades mineras o agrícolas de
carácter feudal con la precisión de un reloj suizo. Contaban con geren-
tes y una planta de personal típicamente capitalista, donde la muerte del
jefe de familia no alteraba los negocios en lo más mínimo. Tomemos co-
mo ejemplo la legendaria hacienda Casa Grande, de la familia Gildemeis-
ter, que tenía tres climas: el del litoral marítimo, el de la sierra andina y,
finalmente, el de la selva. Tal era su inmensidad. Si dejó de pertenecer a
esa familia no fue porque los descendientes no supieran administrarla,
sino porque fue expropiada, en la década de 1960, por un típico gobier-
no latinoamericano de izquierda.
Pero volvamos al Iquitos de fines del siglo XIX, donde Julio César
Arana intentaba insertarse en esa comunidad próspera, pero no apara-
tosa e insoportablemente nouveau riche, como era la de Manaos. Si bien
algunas versiones ––o, más bien, leyendas–– aseguraban que la calle Prós-
pero estaba “adoquinada” con fondos de botellas de champán, la reali-
dad era otra. Hildebrando Fuentes, que fue Prefecto de Loreto (el equiva-
lente a gobernador) y escritor, dejó valiosísimos testimonios de la región
cuando desempeñó un cargo público entre 1905 y 1907, diez años des-
pués de que se instalara Arana, a quien lo unió la amistad.

Mi opinión es que el clima de Iquitos no es tan adverso como gene-


ralmente se lo hace aparecer. Puedo decir aquello de que no es tan
fiero el león como lo pintan. Y la razón en que me apoyo para hacer
esta aseveración es que no habiendo en Iquitos higiene pública y ca-
si ni privada, no existiendo los servicios de agua y desagüe, carecien-
do de pavimento, botándose las deyecciones y los restos alimenticios
en los corrales y huertas de las casas, transcurren, no obstante, días
de días en que las estadísticas no acusan una sola defunción; y esto
es más elocuente si se tiene presente que Iquitos cuenta con una po-
blación de más de nueve mil habitantes.
Condensando mi opinión respecto al clima de Iquitos, diré que, en
mi concepto, es enfermizo pero no mortífero.

53
La farmacopea decimonónica incluía los más diversos medicamen-
tos para contrarrestar los efectos de tanta desmesura tropical. Se reco-
mendaban todo tipo de inyecciones: de cacodilato de soda, asiduamen-
te; de quinina, para curar la terciana aguda; de estricnina, para levantar
el ánimo y Agua de Vichy ––naturalmente, importada–– en forma per-
manente. Fuentes también da algunos consejos para nada desatendi-
bles en aquellos años.

Comidas frescas y nada de conservas; sólo cuando no se encuentran


aquéllas se hará uso de éstas, prefiriendo las francesas a las alema-
nas y proscribiendo absolutamente las norteamericanas.

Otra de las obsesiones de quienes vivían en Iquitos, a fines del siglo


XIX, era diferenciarse físicamente del indio, privilegiando a ultranza los
rasgos europeos, orgullo que se mantiene hasta nuestros días. El mismo
Hildebrando Fuentes recomienda usar zapatos de lona blanca o de cue-
ro amarillo, corbata delgada y amplia y el cuello doblado, ya que la ple-
be no usa estas prendas. Advierte, asimismo, cuidarse de las legiones de
pestes e incomodidades que suelen existir en esas latitudes, desde la ni-
gua, insecto que se introduce en los pies y forma úlceras, la hormiga blan-
ca, la avispa y el zancudo (o mosquito), hasta la manta blanca, un mos-
quito diminuto, blanco, que forma grandes nubes e inflige una picadura
particularmente dolorosa. Este flagelo abunda en el río Putumayo. Tam-
bién había que cuidarse de las numerosas víboras, de los jaguares y de
los vampiros.
Pero, como dice el proverbio, sarna con gusto no pica. El único mo-
tivo por el cual los descendientes de españoles provenientes de la región
del Huallaga o de los Andes se sometían a semejantes rigores climáticos
y animales, era ese árbol mágico del cual se extraía el caucho. El nego-
cio de su extracción, por otra parte, conformaba una complicada cade-
na que comenzaba en la selva infernal, pasaba por varios intermediarios
y concluía en las grandes casas importadoras de Londres o Nueva York.
Vale la pena reproducir un pasaje de Hildebrando Fuentes sobre el cau-
chero (no el próspero empresario de Iquitos, sino esa suerte de esclavo
que se adentraba en la jungla).

El cauchero es un individuo que no tiene miedo a nada ni a nadie;


que resuelto a todo, penetra en el bosque, virgen casi siempre, deci-

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dido a arrancarle sus riquezas gomeras o a morir en la demanda, sea
víctima de las enfermedades como la terciana, fiebres palúdicas, fie-
bre amarilla, beri beri, especialmente si es siringuero; o picado por
un animal venenoso, o en manos de los salvajes, o de un enemigo
envidioso o ahogado en las corrientes de los ríos. Ya le vemos: sin
brújula, sin más orientación que el instinto, el abridor de estradas o
matero, se arma de un sable [machete], su escopeta y todas las pro-
visiones que llevar consigo puede con la fe alentadora de la empre-
sa; se lanza en esa desconocida inmensidad de bosques, y ya con el
fango hasta la rodilla, ya con el agua a la cintura, ya saltando como
los pájaros de rama en rama, pisando espinas y matando víboras e
insectos venenosos, o haciendo cacerías de monos y diferentes aves,
va a su paso dejando abierta la trocha y señalando con uno o dos
piquetes el árbol de jebe que halla.
El cauchero ávido de placeres recibe el dinero con una mano y ge-
neralmente lo derrocha con la otra, sin que le importe un ardite; in-
clinado a los goces de la mesa y de la bebida es comúnmente juga-
dor y enamorado como un cupido.
El cauchero es patriota, amante de su bandera. Por ella se sacrifica-
ría gustoso despreciando a los enemigos de su patria.
Nada le arredra: ni la soledad, ni las pestes, ni los otros hombres, ni
los golpes de fortuna.
Él hace de todo: come, bebe, enamora, trabaja, debe, paga, lucha,
ahorra pocas veces, lo pierde todo casi siempre; razón por la cual son
pocos los caucheros ricos y muchos los pobres.

Julio César Arana conocía bien la realidad del cauchero, aunque has-
ta que se instaló con su familia en Iquitos, en 1896, tuvo pocas experien-
cias como patrón que vive en la selva, ya que no lo hizo de forma perma-
nente. Ya hemos señalado su innata habilidad comercial y el hecho de
que ––como el cauchero–– no le temía a nada. Lo demostró al internar-
se durante tres años en el río Yavarí como aviador, con lo que podemos
afirmar que conocía, desde los diecisiete años, la selva desde adentro. Pe-
ro Iquitos no era el Yavarí, ni el Purús, ni ningún río perdido en la jun-
gla, sino ––después de Manaos, en Brasil–– el epicentro del fabuloso ne-
gocio del caucho. A partir de 1896 se asoció fugazmente con prominentes
firmas comerciales; recién en 1903 fundaría J. C. Arana & Hermanos
––más conocida como la Casa Arana–– que se convertiría no sólo en un
óptimo negocio, sino también en el terror de la región del Putumayo.
Iquitos era otra clase de escenario, con empresarios y firmas comercia-

55
les de enorme poderío. ¿Cómo competir con Luis Felipe Morey, dueño
de más de un millón de hectáreas en el Amazonas? ¿O con Cecilio Her-
nández & Hijos, cuya sede comercial era un gigantesco edificio que for-
maba una esquina? ¿Cómo estar en un mismo nivel con Wesche & Co.,
o con Marius & Lévy? Julio César Arana era un monarca menor, claro,
dentro de esa constelación de emperadores del caucho. Pero anidaba en
él una ambición irrefrenable, que sólo necesitaba de un chispazo para en-
cender un fuego de primera magnitud. Fueron varias las vertientes per-
sonales, políticas y económicas que permitieron que se transformara, en
la primera década del siglo XX, en una suerte de emperador amazónico,
con ejército y armada propios, teniendo en cuenta la reducida escala de
poder ofensivo que demandaban esos trópicos. Ni la casualidad ni la
suerte lo elevaron a esa dignidad: lo hicieron su carácter, su inescrupu-
losidad, su codicia.
En 1895 ––Julio apenas llevaba un año en Iquitos–– se produjo una
revolución en el Perú, liderada esta vez por Nicolás de Piérola: tras san-
grientos combates, éste logró imponerse con su ejército de montoneros.
No se trataba de una revolución más, de otro golpe de palacio para reem-
plazar a un caudillo por otro. Este movimiento aspiraba a poner fin al
largo período de caudillismo protagonizado por militares. La guerra del
Pacífico, librada entre 1879 y 1883, había dejado al Perú exhausto en tér-
minos económicos y morales, y ya no se podía recurrir al guano y a sus
fabulosos derechos de exportación para llenar las arcas fiscales. Piérola
se propuso construir una república integrada por civiles ––allí nacería el
civilismo––, consolidar la burguesía, crear nuevas instituciones eficaces
y, por encima de todo, armar un modelo exportador basado en las mate-
rias primas, desde la minería y el azúcar, hasta el caucho. Dado que exis-
tían grandes terratenientes y que la riqueza estaba en poder de pocos, ese
gobierno terminó denominándose la República Aristocrática.
En la Sudamérica de fines del siglo XIX, soplaban vientos democrá-
ticos. La economía, a pesar de basarse en las materias primas y no en la
industrialización, parecía augurar un futuro próspero. Quienes definie-
ron el nuevo modelo fueron el capital extranjero, las nuevas y veloces co-
municaciones y una nueva clase política que aspiraba a insertarse en el
mundo.
No es éste el espacio para analizar el gobierno de Nicolás de Piérola
en el Perú, pero sí en lo que respecta a Loreto y al vasto continente ama-
zónico. El aislamiento geográfico y cultural había dejado a este enorme

56
departamento peruano en una suerte de anarquía, a la cual se agregaba
la descomposición política resultante de la derrota sufrida en la guerra
del Pacífico. En 1882, por ejemplo, había en Loreto dos Prefectos, o go-
bernadores, que respondían a diversas autoridades. En gobiernos previos
se habían hecho intentos de crear instituciones que contribuyeran al me-
jor conocimiento del territorio peruano: en lo que al Amazonas respec-
ta, ello era de primordial importancia. Había que establecer no sólo las
fronteras internacionales, sino también las características de los ríos, su
potencial y sus recursos; cuáles eran navegables y en qué tramos; cuál era
la ruta más apropiada para construir un ferrocarril. En los mapas ama-
zónicos abundaban las “zonas desconocidas” o “regiones habitadas por
salvajes”. La fundación de la Sociedad Geográfica de Lima, en 1888 ––en
una era donde este tipo de institución, nacida en Inglaterra, se copiaba
en múltiples países–– abrió el conocimiento sobre el Amazonas. Piérola
se encargó de que la figura y la gestión del Prefecto tuvieran otra dimen-
sión, a través de una inteligente legislación y de instituciones que respon-
dían a las necesidades de la época. El Ministerio de Fomento creado por
él, en 1896, fue clave en lo concerniente a obras públicas, inmigración y
explotación de recursos.
Este viento que sopló en Iquitos favoreció a Julio César Arana. Difí-
cilmente hubiera podido construir su imperio en el Putumayo de no ha-
ber existido ese ambiente político. El gobierno peruano estaba dispuesto
a apoyar iniciativas, a conceder tierras, a desarrollar la industria del cau-
cho sin oponer demasiados reparos a desbordes, injusticias u ocupacio-
nes por la fuerza. Porque a la coyuntura económica y política, habría que
agregarle otra, de viejísima data y que se transformó en el pivote sobre el
cual maniobró Arana: los problemas limítrofes. Perú, en el largo plazo,
perdió inmensos territorios amazónicos que fueron a parar a manos bra-
sileñas, bolivianas y colombianas, como consecuencia de erráticas polí-
ticas exteriores de diversos gobiernos. Pero el conflicto limítrofe con Co-
lombia, en lo que por ahora denominaremos la región del Putumayo, fue
una de las causas más poderosas para que Arana pudiera escribir seme-
jante página en la historia del Amazonas.
El río Putumayo ––Arana establecería su imperio entre este río y el
Caquetá, territorio que abarcaba millones de hectáreas–– nace en Ecua-
dor, concretamente en Pasto, en la cordillera de los Andes ecuatorianos,
y tras recorrer miles de kilómetros desemboca en el río Amazonas, a tres-
cientos kilómetros de Iquitos a vuelo de pájaro. Su tránsito por la región

57
amazónica genera varios afluentes, entre los que pueden mencionarse el
Caraparaná y el Igaraparaná, que serían el corazón del imperio de la Ca-
sa Arana. Esa vasta región denominada Putumayo fue objeto de ances-
trales litigios limítrofes entre Perú, Colombia, Ecuador y Brasil. Hacia fi-
nes del siglo XIX y con el auge del caucho, la región que formaba una
suerte de nebulosa en materia de pertenencia, adquirió una importancia
desmesurada. Si bien, a lo largo de los siglos, se habían firmado tratados
entre España y Portugal ––Tordesillas, San Ildefonso–– los límites terri-
toriales entre el viejo virreinato de Nueva Granada ––que incluía a las
actuales Venezuela, Colombia y Ecuador, entre otros países–– y el Perú,
seguían notablemente imprecisos. Para colmo, y a despecho de Tordesi-
llas, Brasil penetraba decididamente en el oeste amazónico. A todo esto
hay que agregarle las pretensiones de Ecuador. Cuatro países sudameri-
canos, pues, realizaban ocupaciones, ataques y defensas sobre el vasto
territorio del Putumayo. En la segunda mitad del siglo XIX, Perú había
resuelto sus conflictos limítrofes con Brasil. Sólo restaban Colombia y
Ecuador, que se negaban a ceder en sus pretensiones sobre esa zona sel-
vática.
Pero Colombia estaba demasiado inmersa en sus luchas civiles. Bas-
te señalar que, durante el siglo XIX, padeció ocho guerras civiles de pri-
mera magnitud y catorce menores, lo cual no dejaba mucho tiempo a las
autoridades para ocuparse de un remoto territorio perdido en la selva.
Ecuador no le iba a la zaga en materia de enfrentamientos cívicos. No
fue ese el caso del Perú. A través del sistema de Prefectos y marcando su
presencia en la zona, convirtió a Iquitos en una suerte de ciudad-estado;
en 1864 inauguró el puerto y los astilleros y trasladó a esas latitudes seis
vapores, lo cual, para la época, era una medida de enorme envergadura.
Sin embargo, para que Arana pudiera adueñarse del Putumayo más por
la fuerza que por transacciones comerciales, necesitó, en la primera dé-
cada del siglo XX, una alianza tácita con el gobierno de Lima, al cual le
resultaba de enorme complejidad y costo trasladar fuerzas militares al Al-
to Amazonas. Como veremos, esa fue tarea de Julio César Arana.
Pero éstas fueron circunstancias políticas e históricas que actuaron
como motor impulsor en un hombre particularmente ambicioso. Ya he-
mos visto que, durante el período que vivió en Iquitos con Eleonora y sus
hijas, se caracterizó básicamente por ser un hábil negociante en la adqui-
sición de caucho, en las operaciones bancarias, en la relación con los cau-
cheros que recibían sus provisiones. Estaba lejos, sin embargo, de ser un

58
rey de alguna materia prima. Ese cetro, hasta la última década del siglo
XIX, estaba en manos de otro peruano tanto o más aventurero que Ara-
na: Carlos Fermín Fitzcarrald. Si bien su imperio se encontraba en la re-
gión sur del Amazonas peruano, en los ríos Ucayali y Madre de Dios, su
fama era legendaria. Debe haber sido su muerte inesperada, el 5 de junio
de 1897 (otros sostienen que fue el 9 de julio), como consecuencia de un
absurdo accidente, la que despertó en Arana una vocación sucesoria.
No podríamos hablar del caucho sin trazar la historia de este hom-
bre extraordinario que murió a los treinta y cinco años de edad. A dife-
rencia de Arana, aún perdura en el imaginario popular, como si se trata-
ra efectivamente de un héroe; de lo contrario, una provincia peruana del
departamento de Ancash ––donde nació–– no se llamaría Carlos Fermín
Fitzcarrald. Julio César Arana, en cambio, no tiene una calle, mucho me-
nos una provincia, que lleve su nombre. Es como si hubiera sido borra-
do de la faz de la tierra y nadie, ni en Iquitos, ni en Lima, ni en el resto
del Perú, admite tener alguna clase de parentesco ni siquiera remoto con
él, aunque ese sea el caso. Sólo lo inmortaliza un óleo olvidable que for-
ma parte de la serie que representa a los alcaldes de Iquitos, función que
él asumió en 1902. Vegeta en una biblioteca municipal y pasa casi desa-
percibido por los visitantes. En esa galería de funcionarios figura tam-
bién su hijo, Luis Arana Zumaeta que, como veremos, no pudo escapar
a la tragedia de la familia.
Carlos Fermín Fitzcarrald nació en San Luis de Huari en 1862. Al-
gunas versiones sostienen que su padre fue un marino norteamericano
que se enamoró de una nativa peruana, y que su verdadero nombre era
Isaías F. Fitzgerrald. Mostró una habilidad casi diabólica para no ser
condenado como espía chileno durante la guerra del Pacífico ––acusa-
ción que no está comprobada pero que, en todo caso, lo llevó a huir al
Amazonas con un nuevo nombre–– como también para vislumbrar que
el caucho se transformaría en una insustituible materia prima y para rea-
lizar astutísimas maniobras comerciales. En 1888 ya figuraba entre los
más destacados caucheros del río Ucayali. A diferencia de otros produc-
tores de látex, tenía un estilo que lo acercaba más a un gentleman que
a un simple cauchero. Su vapor, el Bermúdez, de 180 toneladas, era cé-
lebre por sus características epicúreas. Stefano Varese, en su libro La Sal
de los Cerros (citado en el libro de Pennano Allison), lo describe minu-
ciosamente.

59
Poco después se lo empezará a llamar el “rey del caucho”, mandará
a sus hijos a estudiar a París y se hará dueño de un buen número de
nativos de varios grupos, rehabilitando el viejo sistema de encomien-
das y de pago de tributos, esta vez bajo la especie del caucho. Es di-
fícil seguir las peregrinaciones de Fitzcarrald por la montaña; cada
cierto período cambiaba la zona de trabajo: el Pachitea, el Alto Uca-
yali (donde estableció su casa matriz, lujosa y rodeada de delicados
jardines cuidados por jardineros chinos), el Tambo, el Apurimac, el
Urubamba, el Madre de Dios, el Purús. Para poder movilizarse con
rapidez de un lugar a otro de su vasto “imperio”, Fitzcarrald y sus dos
socios habían organizado una flotilla de botes y habían armado un
vapor que podía surcar la mayoría de los ríos de la selva central. En
él se podía tomar el mejor vino francés y descansar en cómodos ca-
marotes. Estaba todo tan limpio, elegante y arreglado ––escribía un
misionero–– que no tuvimos que envidiar nada a los mejores vapo-
res europeos… media hora antes de comer se nos convidó una copa
de cocktail y al acercarnos a la mesa, después del segundo toque de
campanilla, quedamos todos admirados y complacidos, tanto por el
lujo como por el buen orden del servicio y lo variado y exquisito de
los manjares y licores…
Afuera del vapor Bermúdez, la situación era distinta. Afuera los co-
lonos “estaban rifando a una muchacha” india o pagaban sus deu-
das… con una muchacha de buenas formas. Afuera del barco estaba
la selva de los indios y sus casas, y cada vez que se tocaba tierra, to-
dos los marinos y “gente de tercera” saltaban… una peste de langos-
tas que no dejaba casa que registrar ni cosa que destruir…y los pa-
sajeros, brincando por los cables (salían) como las hormigas a
rebuscar plátanos, yucas, papayas y otras cosas, sin cuidarse del due-
ño de la chacra que los estaba viendo…

En Iquitos, donde llegó con un enorme cargamento de caucho, Fitz-


carrald construyó una casa que aún se conserva en la Plaza de Armas, en
una de las esquinas de la calle Próspero. Se casó con Aurora Velazco, hi-
jastra de Manuel Cardozo Da Rosa, riquísimo comerciante brasileño. Pe-
ro la residencia que erigió en esta ciudad carece del esplendor de la de
otros caucheros; más bien, parece una modesta casa de Ayacucho o de
Cajamarca, de dos pisos y techos de tejas. Está en el polo opuesto a las
extravagancias edilicias que permitía el caucho, donde se podían encon-
trar los ejemplares más acabados del modernismo de aquella época. Al
respecto, la Casa Eiffel, o Casa de Fierro, es el mejor ejemplo. Existen

60
tantas versiones sobre su traslado desde Europa a Iquitos, como raras or-
quídeas tropicales en la selva. Todas giran alrededor de Julio Toots, An-
selmo del Águila, o Antonio Vaca Diez ––eminentes caucheros finisecu-
lares–– que hipotéticamente la adquirieron en la Exposición de París de
1889, o en Bélgica en una sucursal que poseía en Bruselas el célebre ar-
quitecto Gustavo Eiffel. Lo único cierto es que el creador de la torre que
lleva su nombre en París trazó los planos del prodigioso Meccano de múl-
tiples piezas que fue embarcado rumbo al Amazonas. Aparentemente, ese
modelo para armar tenía dos cuerpos que nunca pudieron llegar hasta el
río Madre de Dios, por problemas de traslado, y quedaron en Iquitos.
Una de las secciones se pudrió en el malecón y la otra se erigió en la Pla-
za de Armas, donde todavía cumple funciones, ya que en la planta baja
hay locales comerciales y en el primer piso un restaurante. Lo que no pre-
vió su importador, fue que las planchas que conformaban las paredes y
balcones eran íntegramente de hierro, material poco propicio para el tró-
pico: el calor transforma la torre en una suerte de horno.
Hacia mediados de la década de 1890, Carlos Fermín Fitzcarrald era
nombrado en cada banco, en toda casa comercial, en las tertulias ama-
zónicas. Sus hazañas eran proverbiales. Quienes hayan visto la película
Fitzcarraldo, dirigida por Werner Herzog, difícilmente olvidarán aquella
escena donde un vapor es desarmado, llevado por un contingente de in-
dios en cuanto medio de transporte encontraron y armado nuevamente
al llegar a otro río. El episodio realmente ocurrió. El cauchero ya había
explorado ese tramo ––ahora denominado istmo de Fitzcarrald–– que une
el río Cashpajali con el Manu y el Madre de Dios. En 1895, mientras na-
vegaba por esas aguas en la Contamana, llevó a cabo esa insólita proe-
za. Pero no se trató de un inmenso vapor sino de una lancha más bien
modesta.
Su gran momento llegó por esa época, cuando se asoció con dos ba-
rones del caucho dueños de riquezas incalculables: Nicolás Suárez, de
Bolivia y el español Antonio Vaca Diez, con inmensos territorios cauche-
ros en Brasil. Su descubrimiento, el istmo de Fitzcarraldo, fue una suer-
te de paso estratégico que unió las cuencas de los ríos Ucayali y Madre
de Dios, ahorrando recorridos inútiles y costos altísimos. La unión co-
mercial de estos tres hombres fue apabullante. Iniciaron la compra en In-
glaterra de una prodigiosa flota fluvial, compuesta por vapores especial-
mente diseñados para esos ríos, y su poder de dominación fue absoluto.
Fitzcarrald obtuvo del ministro de Guerra peruano, coronel Juan Ibarra,

61
exclusivísimos derechos para que él y sus socios fueran los únicos con-
cesionarios de los ríos Alto Ucayali, Urubamba, Manu y Madre de Dios.
La muerte lo esperaba en el río. Mientras navegaba durante el invier-
no austral de 1897 por el río Urubamba en compañía de su socio Vaca
Diez, la lancha Adolfito, en la cual viajaban, zozobró inexplicablemente.
Su error ––y su grandeza–– fue intentar rescatar a Vaca Diez: ambos fue-
ron arrastrados por la corriente y aparecieron, muertos, en la isla Guineal.
Nadie lo sucedió en sus negocios. Ninguno de sus hijos pudo conti-
nuar su tarea. El imperio que había construido en apenas diez años se
derrumbó de la noche a la mañana. Pero a diferencia de Julio César Ara-
na, que vivió hasta los ochenta y ocho años sólo para ser irremisiblemen-
te olvidado, ingresó al Olimpo que habitan los héroes peruanos.

La muerte de Carlos Fermín Fitzcarrald debe de haber tenido inmen-


sa resonancia en Iquitos. Julio César Arana habrá intuido que en el Ama-
zonas ya no había un rey del caucho. En él habrá germinado la idea de
encontrar en sentido simbólico un nuevo istmo de Fitzcarrald que le per-
mitiera el dominio absoluto del territorio y de sus riquezas. Ese hallazgo
se consumaría siete años después, cuando controló en forma total el río
Putumayo.

Es obvio que hacia 1899 Arana estaba al tanto de la existencia de ese


río, lo cual no necesariamente significa que lo hubiera navegado. Más
bien, llevaría a cabo operaciones comerciales con los caucheros colom-
bianos que se habían establecido en sus márgenes y afluentes. Este cur-
so de agua tiene una extensión de mil seiscientos kilómetros, ya que na-
ce en los Andes ecuatorianos, y sólo el Bajo Putumayo ––el sector más
próximo al río Amazonas–– quedó finalmente en su poder. En su libro
Las Cuestiones del Putumayo es bastante claro al respecto:

En el año 1899, compré por primera vez gomas del río Putumayo y
allá por 1900 aumenté mis compras. El 20 de diciembre de 1901, en-
tré en negocios con la firma de Larrañaga, Ramírez & Co., que aca-
baba de establecerse en Colonia Indiana, en el río Igaraparaná. Los
otros establecimientos de los ríos Igaraparaná y Caraparaná se pu-
sieron al tanto de mis relaciones de negocios con la firma de Larra-

62
ñaga, Ramírez & Co., y se me acercaron con el objeto de entrar en
relaciones de negocios con la referida firma, pues no había entonces
otras facilidades comerciales de que pudieran servirse dichos esta-
blecimientos, recibiendo gomas en cambio de mercaderías, compran-
do productos y haciéndoles adelantos. Entonces por primera vez oí
decir que los indios en el Igaraparaná y el Caraparaná habían resis-
tido al establecimiento de la civilización en sus regiones. Efectiva-
mente, habían estado resistiendo por muchos años, practicaban el
canibalismo y, de vez en cuando, asesinaban colonizadores blancos,
pero desde el año 1900 en adelante, los indios se hicieron más trata-
bles, y un sistema de intercambio de las gomas extraídas por los in-
dios y mercaderías europeas, se desarrolló entre ellos y los referidos
establecimientos. Desde entonces mis negocios en el Putumayo au-
mentaron gradualmente, pero con lentitud.
…Mi primera visita al Putumayo tuvo lugar en diciembre de 1901,
época en que fui solamente a La Chorrera, y apenas por uno o dos
días, con el objeto de arreglar una diferencia entre algunos de mis
deudores. En 1903, visité Chorrera, Encanto y Argelia,3 empleando
unos cuantos días en estos lugares, y siendo el objeto de mi referida
visita el cerciorarme de ciertos hechos con respecto a sumas que se
me adeudaban y decidir si habría motivo para nuevos adelantos. Mi
siguiente visita fue en el año 1905, época en que fui al Caraparaná
con el objeto de comprar propiedades de colombianos.

Este lenguaje diplomático era el más oportuno para una exposición


ante el Comité Selecto de la Cámara de los Comunes británica que in-
vestigaba las atrocidades cometidas en un ignoto río amazónico por una
compañía, como veremos, de capitales británicos, con un directorio in-
tegrado por ingleses, la Peruvian Amazon Company, dominada en un
cien por ciento por Julio César Arana. Parece una mera cronología, un
relato desapasionado y objetivo de simples transacciones comerciales. En
realidad, se trató de una toma hostil de propiedades ajenas mediante la
violencia. Se refiere a “entrar en negocios” con la firma de Larrañaga, Ra-
mírez & Co. En realidad, los negocios en cuestión consistieron en en-
deudarlos a través de la provisión de mercaderías y de armas con crédi-
tos generosos y a largo plazo. Las deudas y los intereses de las mismas
crecían vertiginosamente, y el único modo que los caucheros colombia-
nos tenían de saldarlas era cediendo sus plantaciones por montos ínfi-
mos. Los caucheros colombianos del Putumayo no vendían sus estradas:
las daban en parte de pago.

63
¡Qué celo civilizador el de Julio César Arana al calificar a los indios
huitotos como caníbales redimidos por la presencia del hombre blanco,
por los valores de Occidente! Lo del canibalismo puede haber sido cier-
to, aunque no está fehacientemente demostrado. En todo caso, qué me-
jor que someterlos para cambiar sus hábitos gastronómicos y, de paso,
obtener mano de obra regalada. Todo, según sus propias palabras, por-
que “se habían resistido a la civilización”. Por último, llama la atención
que el emperador del Putumayo, como se lo llegó a conocer, sólo haya
realizado cinco viajes en toda su vida a ese río, lo cual habla de una or-
ganización y de una administración impecables, con férreos ejecutores
de sus órdenes.
La decisión de adueñarse de la región por la fuerza o por deshones-
tas argucias comerciales no debe haber sido inmediata, sino, más bien, el
resultado de una penetración gradual, de conflictos limítrofes entre Pe-
rú y Colombia que convirtieron a ese río y sus afluentes en tierra de na-
die, del temor que producían la presencia de los supuestos caníbales y las
enfermedades tropicales que asolaban a los moradores más que en nin-
guna otra región amazónica. Y, sobre todo, de los precios del caucho en
los mercados internacionales, que trepaban en forma imparable como
consecuencia de la industria automovilística. No sólo los neumáticos, si-
no también una infinidad de partes, desde las mangueras del motor has-
ta los accesorios de la carrocería se fabricaban con caucho.
Julio César Arana entró al Putumayo como aviador. En apenas seis
años se transformó en amo y señor de un imperio que pertenecía más a
las tinieblas que a la luz.

NOTAS

1 Ay qué nostalgia por el plenilunio de mi tierra, allá en la sierra


Plateando las hojas secas esparcidas en el suelo
Este plenilunio en la ciudad es tan oscuro
No tiene la nostalgia del plenilunio del sertão
No hay, amigos, no hay
Plenilunio como el del sertão.
2 De allí deriva la palabra española “hule”.
3 Centros de extracción de caucho.

64
La construcción de un imperio

De los centenares de ríos amazónicos, ninguno fue escenario de tan-


ta tragedia, tanto horror, tanta degradación de la condición humana co-
mo el Putumayo. Sólo en el Estado Libre del Congo, un coto privado en
África del rey Leopoldo II de Bélgica a fines del siglo XIX, se llegó a pa-
recidos extremos, en materia de atrocidades. El Putumayo carecía de la
épica del Amazonas, navegado, como hemos visto, por héroes y psicópa-
tas: era una oscura serpiente que se deslizaba hacia el sudeste, con aguas
poco exploradas. En 1542, sólo Hernán Pérez de Quesada se aventuró a
navegar por esas aguas, ensangrentándolas con expediciones militares.
Pero lo hizo en el Alto Putumayo, a centenares de kilómetros de donde
Julio César Arana establecería su imperio; el Bajo Putumayo, en cambio,
estaba librado a una población indígena heterogénea y belicosa. Los mi-
sioneros católicos recién llegaron a la región en 1754, cuando francisca-
nos españoles se establecieron en San Joaquín, en la confluencia de los
ríos Putumayo y Amazonas. Doce años después, atacados por expedicio-
nes brasileñas y portuguesas, los monjes abandonaron ese puesto de
avanzada en la selva. Michael Edward Stanfield, en Red Rubber Bleeding
Trees, analiza la peculiar situación del Bajo Putumayo ante el contacto
con la civilización europea.

La primera guerra mundial moderna, la guerra de los Siete Años


(1756-1763), llegó al Putumayo, cuando España y Portugal procura-
ron obtener el apoyo de aliados indígenas para lograr sus objetivos
geopolíticos. La década de 1770 no dio tregua a la guerra colonial,
con los portugueses penetrando cada vez más hacia el oeste, sedu-
ciendo a algunos indios para relocalizarlos río abajo y esclavizando
a los más recalcitrantes. El Tratado de San Ildefonso, de 1777, estipu-

65
ló que una comisión binacional estableciera los límites en el Alto
Amazonas, lo cual no hizo sino desencadenar otra ronda de violen-
cia. En 1782, los comisionados hallaron el río Caquetá devastado por
la malaria y la guerra.
Los pueblos indígenas pagaron el costo de haber entrado en contac-
to con europeos con la consiguiente conquista; muchas tribus desa-
parecieron como consecuencia de las enfermedades, la descomposi-
ción social o la violencia. Otros fueron esclavizados a través de
prácticas coloniales, o de la “guerra justa” contra infieles rebeldes o
del rescate, una suerte de liberación de indios supuestamente cauti-
vos de tribus hostiles, tratantes de esclavos o caníbales. Una vez “res-
catados”, los indios pasaban a ser propiedad, de por vida, de sus nue-
vos dueños.

Para entender cómo Julio César Arana estableció un imperio en el


Putumayo, es inevitable referirse a las características de la región y de sus
habitantes. De lo contrario, sería inexplicable que un solo hombre pudie-
ra haber sometido a miles de indígenas para sus fines comerciales, apli-
cando leyes ––no codificadas–– que fueron más salvajes que las propias
de la selva. Las opiniones sobre los indios que poblaban la región ––hui-
totos, boras, ocainas, andoques y carijones–– varían según el bando al
que pertenezcan quienes las emiten. Los defensores de Arana, o quienes
estuvieron a su servicio, los acusan de ser caníbales. Tal es el caso del in-
geniero francés Eugenio Robuchon, contratado por la Casa Arana, cuyo
libro sobre la región se publicó en 1907, dos años después de la misterio-
sa desaparición de su autor en el Putumayo. Algunas versiones aseguran
que el propio Arana lo hizo matar. Robuchon, del cual hablaremos más
en extenso oportunamente, titula la segunda parte de su libro “Entre in-
dios caníbales” y da una visión diabólica de los indios huitotos nonuyas
(o witotos) que vale la pena reproducir:

La tendencia al canibalismo de estos seres es tal que se comen entre


sí de tribu a tribu. Sin contar las batallas, donde los cadáveres de los
enemigos proveen la carne para el festín que se efectúa al día siguien-
te de la acción, siempre tienen oportunidad de satisfacer aquella ten-
dencia, pues conservan como prisioneros de guerra a los que caen
en sus manos, guardándolos para fechas ulteriores. Y estos infelices
no huyen jamás, aun sabiendo la suerte que les espera, pues consi-
deran como distinción honorífica el género de muerte a que se los
destina.

66
Llega el día de la ceremonia, matan a la víctima con una flecha en-
venenada: la cabeza y los brazos, únicas presas que sirven para el fes-
tín, se separan del tronco y comienza entonces la horrible operación
culinaria.
La gran olla de tierra, especialmente reservada para el caso y ordina-
riamente suspendida del techo, se baja hasta el suelo. Arrójanse en
ella los despojos humanos sin mutilarlos, sazonados con una buena
cantidad de ajíes rojos, y aquel puchero repugnante se hace hervir a
fuego lento. Simultáneamente el manguaré 1 comienza a dejar oír su
sonido sordo, anunciando en las lejanías del bosque los preparativos
de la ceremonia. De todas las colinas vecinas responden los mangua-
rés, y los indios comienzan a llegar al centro del festín. Todos se han
revestido de sus más bellos ornamentos, de plumas multicolores, de
cascabeles que atados a las rodillas producen un sonido alegre a ca-
da paso. Quinientos o seiscientos indios, hombres y mujeres, pueblan
el sitio, armando una algazara atronadora, mezclando sus discordan-
tes gritos a los chillidos de las criaturas o a los aullidos de los per-
rros… De pronto, cesa el ruido del manguaré… Un gran silencio su-
cede a la gritería anterior: la olla ha sido retirada del fuego.
Los hombres, únicos que toman parte activa en la ceremonia, se sien-
tan alrededor. El capitán o cacique agarra un pedazo de carne hu-
mana y después de deshacerlo en largos filamentos, se lo lleva a la
boca y comienza a chuparlo lentamente, pronunciando de vez en
cuando una serie de palabras apoyadas por un heu afirmativo por
parte del resto de la muchedumbre. Enseguida tira a un lado la car-
ne desangrada. Cada uno continúa, por turno, la misma operación
hasta rayar el día. Los cráneos y brazos, del todo despojados de car-
ne, se suspenden inmediatamente del techo sobre el humo, y luego
los caníbales se hartan de cahuana, e introduciéndose los dedos en
la garganta, provocan el vómito.
Vuelve otra vez a retumbar el manguaré, lentamente primero, des-
pués con gran rapidez, hasta que los golpes adquieren un ritmo arre-
batador. Ha comenzado el baile, baile infernal, donde tiembla la tie-
rra bajo las patadas de los indios. Resuenan los cascabeles de un
modo ensordecedor, los cánticos se convierten en aullidos atroces y
se apodera de los indios una excitación nerviosa, producida por la
influencia de la coca, muy parecida a la locura feroz, que los domi-
na durante los ocho días que dura la festividad.

Las escenas de antropofagia que describe Robuchon son creíbles. Pe-


ro se refiere a una tribu en particular, los huitoto nonuyas, lo que de nin-

67
gún modo implica que todos los indios fueran caníbales. Pero para los
oídos de Julio César Arana y para el gobierno de Lima la sola existencia
en el Putumayo de semejantes salvajes era la mejor de las noticias. A di-
ferencia de los misioneros franciscanos que esgrimieron la cruz, el cau-
chero desenvainó la espada. Frente a esta repugnante muestra de primi-
tivismo que retrotraía al hombre a eras pretéritas de la civilización,
ningún sistema para someterlos y cambiarles los hábitos era lo suficien-
temente cruel. Pero la versión del ingeniero francés pagado por Arana
que se internó en la selva para realizar observaciones relacionadas con
la botánica y la antropología, no coincide con otras. La que dio de los in-
dios huitotos Walter Hardenburg, un ingeniero norteamericano que na-
vegó el Putumayo en canoa, en 1907, y cayó en manos de los capataces
de Arana, es diametralmente opuesta. Hardenburg ––cuyo apellido ori-
ginal era Hardenbergh, que él mismo modificó sin que su padre, Spen-
cer, se opusiera–– presenció pocas de las atrocidades que se cometían en
las estaciones caucheras de la Casa Arana ––más bien, le fueron relata-
das––. Pero fue él quien hizo estallar el escándalo internacional al publi-
car en la revista londinense Truth, en 1909, los horrores de que fuera tes-
tigo. Para Hardenburg, los huitotos eran seres casi angelicales. Hasta tal
punto eran amables y pacíficos que recibieron calurosamente a los famé-
licos y agotados primeros caucheros colombianos que se establecieron
en las márgenes de los ríos Igaraparaná y Caraparaná.
Aunque en rasgos generales tenían un sistema de vida común, los in-
dígenas amazónicos formaban una cultura homogénea. Habitaban co-
munitariamente una maloca, construcción hecha con hojas de palmera
en la cual habitaban numerosas familias. Eran pueblos eminentemente
cazadores y recolectores, y la selva les permitía también el cultivo de
maíz, ananá, papaya, palmas, porotos, tabaco y mango. Los conflictos,
rivalidades, luchas por territorios, desembocaban en frecuentes guerras
intertribales.

El apetito del hombre blanco por materias primas que se pudieran


colocar en los mercados europeos o norteamericanos hizo que los pri-
meros pobladores no indígenas llegaran a la región. A mediados del si-
glo XIX, el hombre blanco descubrió la primera materia prima que su-
ministraba la jungla. Se trataba de un árbol denominado cinchona
(cinchona officinalis), de cuya corteza se extraía la quina. La malaria era

68
tratada con una sustancia que poseía este árbol y que se denominó qui-
nina. Los peruanos la conocieron como cascarilla. Los poderes terapéu-
ticos de ese producto habían sido comprobados por los europeos ya en
1630, cuando el corregidor de Loja, en el virreinato del Perú, fue trata-
do con esta sustancia y, luego, en 1638, cuando la pócima mágica fue
aplicada a la condesa de Chinchón, esposa del virrey del Perú. Debió de
haberse llamado chinchona en homenaje a tan egregia dama, pero el gran
taxonomista Carl Linnaeus, en su Genera Plantarum, la registró, en 1742,
con el nombre que finalmente perduró.
La región del Putumayo era pródiga en árboles de cinchona, lo cual
la transformó en un objetivo codiciable. La colonización europea de los
trópicos ––donde abundaba la malaria–– abrió un atractivo mercado pa-
ra la quinina. Julio César Arana no fue el primer barón del Putumayo. Le
precedió un colombiano, o, mejor dicho, una familia colombiana, los Re-
yes. Elías fue el iniciador de la recolección de quina, pero fue su herma-
no menor, Rafael, quien se adentró en ese río ignoto en busca del mila-
groso paliativo para la malaria. Es nuevamente Michael Edward Stanfield
quien describe, en Red Rubber Bleeding Trees, el primer contacto de Ra-
fael con ese río virgen en febrero de 1874.

El grupo expedicionario, mientras descendía en canoas por el río an-


cho y lechoso, pudo experimentar el esplendor de la vida en el Putu-
mayo: monos acrobáticos, pájaros ruidosos y vibrantes, cardúmenes
de peces en las márgenes del río atraídos por los árboles frutales. El
río serpenteaba por una selva densa de color esmeralda, con playas
de arena, imponentes árboles como las ceibas, y ocasos espectacula-
res. Ocasionalmente, algunos ríos tributarios de aguas claras ingre-
saban en el Putumayo, de aguas amarronadas, permitiendo que los
delfines jugaran en esas aguas.

Esta visión bucólica contrastaba con una realidad menos romántica:


las fiebres tropicales que atacaron a casi todos los miembros de la expe-
dición; los feroces remolinos que hacían zozobrar a las embarcaciones
pequeñas; los insoportables insectos que atormentaban, en particular de
noche. Varios expedicionarios, para dormir libres de picaduras, se ente-
rraban en la arena y sólo dejaban los orificios de la nariz en contacto con
el exterior. A esto hay que agregar las copiosas lluvias, el sol calcinante,
la humedad y los bruscos cambios de clima. Y, por si fuera poco, la exis-
tencia de tribus indígenas que nada tenían de hospitalarias. Pero Rafael

69
Reyes no se iba a amedrentar por estos males menores. La intrepidez for-
maba parte de su carácter.
Pocos años antes, Reyes había estado en Nueva York para interesar
a exiliados políticos colombianos, miembros del Partido Conservador, en
la extracción de la quina. Recorrió la Costa Este y luego se dirigió a Pa-
rís, donde entró en contacto con expatriados colombianos que creyeron
en su iniciativa. Reyes quería inaugurar una nueva ruta exportadora que
evitara la fatigante cordillera de los Andes y utilizara la cuenca del Ama-
zonas. Creó la Compañía del Caquetá y se dispuso a realizar grandes
negocios. Para ello, introdujo en los ríos amazónicos un transporte nue-
vo y revolucionario que cambió las reglas del juego al modificar drásti-
camente los tiempos: el barco a vapor. Si bien naves de guerra brasile-
ñas y peruanas habían surcado las aguas del Putumayo en la década de
1870, lo hicieron con fines geopolíticos y no influyeron en la economía
de la zona. Como el río Putumayo era la principal vía de acceso fluvial
al caudaloso Amazonas, había que implementar un sólido sistema de na-
vegación.
Brasil negaba el ingreso al río Amazonas a barcos de bandera extran-
jera, con lo cual, por razones geográficas, quedaba también excluido el
Putumayo. El menudo Reyes, que sólo pesaba cincuenta kilos, partió a
Río de Janeiro para entrevistarse con el emperador, don Pedro II. Imagi-
nemos a este hombre absurdamente bajo de estatura y casi raquítico in-
gresando al Palacio de Boa Vista, rodeado de exóticos jardines, y de una
parafernalia protocolar que hubiera hecho sonreír a un Habsburgo o a
un Hohenzollern: lacayos negros con libreas iridiscentes; un enjambre
de duques y marqueses con títulos más propios de tribus salvajes que del
Almanaque de Gotha. Era una corte tropical con pretensiones europeas.
El encuentro entre Rafael Reyes y don Pedro II de Braganza no fue una
mera reunión protocolar, sino una ardua negociación que duró una ho-
ra y de la cual salió victorioso el colombiano. El monarca, un apasiona-
do de la ciencia y de la exploración, quedó impresionado por este insó-
lito emprendedor. En setiembre de 1875, Reyes obtuvo el permiso
definitivo para que el Amazonas y el Putumayo pudieran ser navegados
por buques brasileños y colombianos.
La expansión de la Compañía del Caquetá fue imparable. Reyes ad-
quirió en Iquitos un buque a vapor inglés, el Tundama, y se dedicó a la
recolección de quina. El primer embarque de este producto que llegó al
puerto de Nueva York le dejó una ganancia neta de cien mil dólares. Su

70
desarrollo comercial también implicó el recurrir a la mano de obra indí-
gena, y al sistema de enganche, que no era más que endeudar al trabaja-
dor. Paralelamente, el gobierno peruano comenzó a preocuparse por la
progresiva penetración colombiana, encarnada por Reyes, en el Putuma-
yo. Envió naves a la región y organizó política, administrativa y econó-
micamente al olvidado Departamento de Loreto. Una actitud de laissez-
faire, por parte de Lima, hubiera implicado entregar de forma tácita la
vasta zona selvática: el hecho es que los primeros en establecerse en las
márgenes del río fueron los colombianos. Pero el boom de la quina ini-
ciado a comienzos de la década de 1870 ––como el de tantas otras ma-
terias primas–– fue efímero, al menos para Rafael Reyes. No contó con
la presencia previa en el Amazonas de dos ingleses, Richard Spruce y Cle-
ments Markham. Este último envió secretamente al jardín botánico in-
glés de Kew Gardens semillas del árbol de cinchona para que germina-
ran. A principios de la década de 1880, se vieron los primeros frutos: las
plantaciones asiáticas de quina originadas en semillas amazónicas pro-
dujeron con tal abundancia que los precios se derrumbaron en los mer-
cados mundiales.
Otra materia prima que atrajo a los pioneros del Amazonas y que po-
día colocarse con éxito en mercados internacionales fue la zarzaparrilla.
Charles Zerner, en People, Plants & Justice la define.

Diversos productos extraídos de la naturaleza han aparecido y desa-


parecido de la noche a la mañana, de acuerdo a los caprichos de los
mercados nacionales e internacionales creando la era del boom en el
Amazonas. Uno de los primeros productos exitosos fue la zarzaparri-
lla, una suerte de viña con forma de raíz (de la especie Smilax) que
crecía a orillas de los ríos: sus raíces se secaban y se acondicionaban
para producir extractos. Se creía que la zarzaparrilla poseía propie-
dades purificadoras de la sangre y antirreumáticas, como también pa-
ra combatir la sífilis, como lo reflejan los nombres científicos de las
dos clases explotadas en el Amazonas: S. officinalis y S. Syphilitica.
Las cualidades medicinales de la zarzaparrilla fueron conocidas
a partir del siglo XVI y luego incorporadas a la farmacopea euro-
pea y, a la vez, adoptada por la sociedad colonial de Sudamérica.
Últimamente, fue incorporada a la medicina alternativa.

Pero volvamos a Rafael Reyes. La catastrófica caída del precio de la


quina lo hizo abandonar su epopeya amazónica; se dedicó a la política y

71
llegó a ser presidente de Colombia a principios del siglo XX. La desapa-
rición del mercado amazónico de la quina no significó, económicamen-
te, el fin del Putumayo. Otra materia prima asomó en la selva impenetra-
ble: el caucho. No fue una novedad para Elías y Rafael Reyes, ya que
habían comenzado a exportar este producto en 1877; pero fue un tercer
hermano, Enrique, quien permaneció en las plantaciones caucheras, jun-
to con Benjamín Larrañaga, un simple trabajador que acompañó a los
Reyes desde el comienzo y que sería una pieza clave del damero del Pu-
tumayo, a partir del ingreso de Julio César Arana.
Ya hemos visto que Arana admitió ante el Comité Selecto de la Cá-
mara de los Comunes británica que había empezado a vender sus provi-
siones a los caucheros colombianos hacia 1899. ¿Cómo es posible que
un aviador terminara adueñándose de todas las propiedades colombia-
nas en el Putumayo? Julio César Arana, hasta los primeros años del si-
glo XX, era el típico hombre de negocios que vivía en Iquitos, operando
en el mercado del caucho, proveyendo de mercaderías a los caucheros.
Pero tal vez ya por entonces sabía o intuía que el Putumayo podía brin-
darle todo el poder con el cual había soñado.
No todos los caucheros colombianos que se establecieron en ese río
poseían los recursos económicos y políticos de los hermanos Reyes. An-
tes de que Julio César Arana se adueñara del Putumayo, hubo numero-
sos caucheros que trataron bien a los indígenas y respetaron el contrato
de trabajo que los unía a estos.
El caso de Crisóstomo Hernández es un buen ejemplo, aunque algo
atípico. Jamás se sabrá a ciencia cierta cuál de las versiones que circulan
sobre este cauchero es la real. Roger Casement, enviado por el gobierno
británico en 1910 y en 1911 para investigar las atrocidades que denun-
ció la prensa inglesa y norteamericana sobre la Casa Arana y el Putuma-
yo, no podía sino tener un concepto negativo sobre los primeros coloni-
zadores del río, igual o peor que el que tenían los británicos sobre los
conquistadores españoles. Para la cultura anglosajona, la conquista his-
pánica de América fue abominable. Además, la penetración de los cau-
cheros colombianos en el Putumayo se produjo en una época donde ha-
bía un fuerte sentir abolicionista: el mundo recién salía de la esclavitud
y estaba fresco el recuerdo de la Guerra de Secesión en Estados Unidos.
A pesar de que la esclavitud se había abolido en casi todos los países del
mundo, seguía existiendo bajo diversos disfraces. En Brasil perduró en
forma abierta hasta el 13 de mayo de 1888.

72
Sin embargo, existe otra versión de la vida de Crisóstomo Hernán-
dez, la que dio Aquileo Tobar ––citado en el libro de Michael Edward
Stanfield––, hijo de un empleado de la Casa Arana y de una india huito-
to. Hernández era un mulato nacido en Descanse, un pueblo enclavado
en la cordillera de los Andes y fugitivo de la justicia colombiana, que hu-
yó a la región del Putumayo. Se casó con una mujer huitoto y compartió
la vida de la tribu. Luego, se dedicó a explotar el caucho, convirtiéndose
en un prominente productor, de la misma talla que Benjamín Larrañaga.
Otras versiones afirman que Crisóstomo Hernández tenía el prodigioso
don de la oratoria, lo cual lo convirtió en una suerte de deidad entre los
indios. También, que su crueldad carecía de límites: llegó a matar a to-
dos los que estaban en una maloca, o vivienda comunal indígena, inclu-
yendo a mujeres y niños, por el solo hecho de practicar la antropofagia.
Entre estos caucheros principales de los ríos Caraparaná e Igarapa-
raná ––tributarios del Putumayo, y donde se encontraban dos centros de
explotación de máxima importancia, El Encanto y La Chorrera–– se con-
taba David Serrano, cuyo violento desalojo de su plantación (y posterior
asesinato) por hombres de la Casa Arana fue denunciado por Walter Har-
denburg y dio comienzo a un escándalo que, pocos años después, estre-
mecería al mundo. La zona gomera se extendía hasta el río Caquetá y a
las cabeceras del Cahuinari, formando un vastísimo territorio que abar-
caba doscientas mil millas cuadradas. Según testimonios de algunos de
estos pioneros caucheros colombianos, los padecimientos de los aborí-
genes del Putumayo sólo se generalizaron con la hegemonía de la Casa
Arana en la región. En El libro rojo del Putumayo, publicado en Londres
en 1913, el británico Norman Thomson reproduce un informe que le en-
vió el general Reyes, miembro de la célebre familia colonizadora del Ama-
zonas, acerca de la Compañía del Caquetá, creada en 1875.

En el año de 1871 exploré el Putumayo en compañía de mis herma-


nos Enrique y Néstor. Durante diez años exploramos el Putumayo,
el Napo, el Caquetá y otros afluentes del Amazonas. En el primero
de estos ríos establecimos un servicio de vapores que se llamaban
Tundama, Apihi, Larroque y Colombia. Construimos caminos al in-
terior de Colombia. Abolimos el tráfico de esclavos que se efectuaba
con los indios en la parte interior del río; en muchas ocasiones com-
batimos con los traficantes de esclavos y, haciéndolos prisioneros, los
entregamos a las autoridades brasileñas para que se los juzgara y cas-
tigara. Civilizamos muchas tribus salvajes que en aquella época con-

73
taban más de doscientas mil almas. Mantuvimos la soberanía de Co-
lombia sobre el Putumayo, que le pertenece hasta la frontera del Bra-
sil, aunque actualmente el Perú pretende avanzar hasta la cima de
las montañas y hasta las mismas puertas de Pasto y Quito. Efectua-
mos esas exploraciones con nuestro propio dinero; nos costaron más
de cuarenta mil libras esterlinas, sin apoyo ni protección de gobier-
no alguno.

Esa colonización pacífica llegaría a su fin en 1900. Julio César Ara-


na no sólo conocía bien quiénes eran los caucheros del Caraparaná y del
Igaraparaná ––la mayoría de las plantaciones no se encontraban en las
márgenes del río Putumayo sino en sus tributarios y en el interior de la
selva–– sino, también, el potencial económico de la región. Como ya he-
mos visto, comenzó a operar con ellos en 1899, suministrándoles avíos.
Los colombianos no tenían más alternativa que recurrir a él: el país ca-
recía de vías férreas que acercaran a algún puerto fluvial amazónico los
preciados bienes. A principios del siglo XX, la topografía montañosa de
Colombia convertía a los viajes en penosas y prolongadas travesías. Ade-
más, a los caucheros les resultaba más práctico surtirse en Iquitos, po-
blación con la que tenían una óptima conexión fluvial. Los vapores de
Arana descendían por el Amazonas hasta la confluencia del Putumayo y
lo remontaban hasta el Igaraparaná, que era navegable hasta La Chorre-
ra, plantación perteneciente a Benjamín Larrañaga, ya que allí existían
saltos de agua que impedían el ascenso. Lo mismo sucedía al remontar
el río Caraparaná, donde estaban El Encanto y otras caucherías. En am-
bos ríos existían numerosas secciones de extracción de caucho, todas
ellas en la margen izquierda y con nombres curiosos: Argelia, Indostán,
África, Abisinia y Atenas (en el interior), por nombrar las más exóticas.
Se ignora quién las bautizó con semejantes nombres.
Esas transacciones comerciales, si bien estaban dentro de las reglas
del juego, inclinaron en pocos años la balanza en favor de Julio César
Arana: su crédito aumentaba al mismo ritmo con el que la capacidad de
pago de los caucheros disminuía. El cauchero necesitaba prácticamente
todo. Para empezar, las necesidades diarias en materia de alimentación:
arroz, papas, aceite, verduras, frutas y un sinnúmero de conservas cons-
tituían la dieta cotidiana. La selva producía ananá, yuca, plátano, peces.
Pero estos, aunque suficientes para los aborígenes, no satisfacían a los
caucheros, que también debían adquirir sus bebidas, desde el Agua de

74
Vichy, hasta el vino y los aguardientes. Habría que agregar las armas de
fuego y blancas, los fósforos para hacer fuego, los medicamentos para ar-
mar un botiquín de primeros auxilios, las balas. Y las imprescindibles he-
rramientas, los motores a combustión, el combustible para los faroles.
Dependían de Arana. Esa fue la puerta de entrada, pero se necesitaba al-
go más para crear un imperio.
Ante todo, se requería de una firme voluntad política por parte del
gobierno de Lima para penetrar sigilosamente en el Putumayo, aprove-
chando algunas circunstancias. El 15 de diciembre de 1894 se había fir-
mado en Lima un Convenio de Arbitraje entre Perú, Colombia y Ecua-
dor para establecer los límites de estos países en la región del Putumayo,
imponiendo un statu quo que prohibía, de hecho, el avance limítrofe de
cualquiera de estas repúblicas. Pero en los hechos se trataba de una “tie-
rra de nadie”, difícil de controlar, en la que hubiera sido imposible des-
plegar tropas en caso de violarse el convenio. Se había requerido la in-
tervención del rey de España para que dirimiese las cuestiones de límites
entre los tres países. Pero esto era una diplomacia hueca, colmada de pa-
peles y frases rimbombantes pergeñadas por funcionarios; un duelo de
notas entre Cancillerías que parecía más un ejercicio de esgrima que una
eficaz defensa de las fronteras. Pero a diferencia de sus vecinos, inmer-
sos en inacabables guerras civiles, el Perú estaba en condiciones de en-
cabezar una ocupación efectiva de los territorios en disputa sin temer
más que débiles notas de protesta por parte de aquéllos.
No había que remontarse a los títulos de posesión del virreinato de
Nueva Granada, ni a los de la Gran Colombia para aceptar que el Putu-
mayo era tierra colombiana. Los caucheros que poblaban sus ríos eran
de esa nacionalidad y, además, Perú jamás protestó por situaciones que
deberían haber afectado una supuesta soberanía. Cuando los Reyes se
establecieron en el Amazonas, sus vapores navegaron el Putumayo du-
rante nueve años sin producir ni la más mínima queja diplomática del
gobierno peruano. Cuando el Tandama, buque de la empresa de los her-
manos Reyes, zarpó de Iquitos en su primer viaje, lo hizo autorizado por
una patente otorgada por las autoridades del Perú que, al igual que los
papeles de a bordo, afirmaba claramente que los puertos del Putumayo
estaban ubicados en tierras pertenecientes a Colombia.
A fines de 1900, zarpó de Iquitos una pequeña nave de guerra perua-
na, la Cahuapanas, que puso proa al Putumayo. La tripulación estaba
compuesta por militares, que desembarcaron en Cotuhé, a ciento cin-

75
cuenta kilómetros de la desembocadura del Putumayo en el Amazonas;
río adentro ––una verdadera penetración–– izaron la bandera peruana y
crearon una aduana y una comisaría fluvial. El gobierno colombiano, in-
merso en el enfrentamiento civil conocido como Guerra de los Mil Días,
nada pudo hacer salvo protestar por la vía diplomática. La documenta-
ción de la época indica inequívocamente que esa región le pertenecía a
Colombia. El solo hecho de haber pertenecido al virreinato de Nueva
Granada le otorgaba derechos.
Para entonces, Julio César Arana ya avanzaba pacientemente sobre
el Putumayo. En 1903, se funda en Iquitos Julio C. Arana & Hermanos,
más conocida como la Casa Arana. Arana contó, desde el inicio de esta
firma, con el accionar de su hermano Lizardo, como también de sus cu-
ñados Pablo Zumaeta y Abel Alarco. No está claro cuáles eran sus fun-
ciones específicas, pero lo más posible es que estos familiares-gerentes
viajaran a ríos remotos, inclusive el Putumayo, mientras él, desde Iqui-
tos, dirigía los múltiples negocios y alianzas. Otros parientes cumplieron
actividades bien definidas: su cuñado Bartolomé Zumaeta estuvo a car-
go de algunas secciones donde mostró una crueldad extrema con los in-
dígenas, que terminaron por asesinarlo.
Los años transcurridos en Iquitos le dieron a Julio César Arana un
creciente prestigio. No sólo era un próspero cauchero, sino también un
miembro del establishment local. Fue nombrado presidente de la Junta
Departamental apenas esta institución se trasladó a Iquitos. Se trataba
de una suerte de consejo de gobierno que, entre otras funciones, impul-
saba iniciativas educativas y sanitarias. La primera acción de Arana fue
la creación de una red de escuelas primarias en esa ciudad, para lo cual
era necesario el aporte privado; a través de un impuesto anual aplicado
a las fuerzas vivas, como también al tabaco y al café, se cimentó el siste-
ma de educación primaria. A lo largo de su vida, e incluso cuando fue se-
nador por el Departamento de Loreto, en 1920, Julio César Arana mos-
tró un afán irrefrenable por crear hospitales, escuelas y por mejorar en
todo aspecto la ciudad.
El primero de los cinco viajes que realizó en su vida al río Putumayo
fue en diciembre de 1901. En la actualidad, trasladarse desde Iquitos a
ese río demanda apenas una hora en un pequeño hidroavión. Pero a prin-
cipios del siglo XX era una travesía que llevaba quince días para llegar y
el mismo tiempo para volver. Imaginemos a este hombre de treinta y nue-
ve años embarcándose rumbo a un curso de agua que no conocía, pero

76
que formaba parte de sus máximas aspiraciones. Apenas cinco años des-
pués lo denominaría “mi río”. De hecho, lo era, ya que ninguna embar-
cación podía remontarlo sin su consentimiento. El calcinante sol de di-
ciembre, la insoportable humedad y los insectos vespertinos no hacían
precisamente agradable el trayecto: los camarotes eran asfixiantes y per-
manecer en cubierta era la única opción para soportar ese clima impla-
cable. Y así, sentado en una reposera, con los primeros dolores de la ciá-
tica que lo atormentaría hasta su muerte, con su voluminoso cuerpo, su
abdomen prominente por la absoluta falta de ejercicio físico, transpiran-
do sin cesar, Julio César Arana del Águila Hidalgo ingresaba por prime-
ra vez al Putumayo. El río era muy diferente de aquellos con los que es-
taba familiarizado, como el Yavarí o el Purús. Pero difícilmente Arana se
haya embelesado con la lujuriante profusión de vegetación tropical. Sí
con un elemento puntual de la misma: la inverosímil abundancia de cau-
cho. No era de la mejor calidad, como el Castilloa o la Hevea brasilien-
sis, sino que se trataba del jebe débil, del sernamby. Pero en aquellas épo-
cas en que el precio de esa materia prima trepaba vertiginosamente en
los mercados mundiales como consecuencia de la creciente industria au-
tomovilística, poco importaban los aspectos cualitativos del caucho.
Sería ingenuo creer, como afirmó Arana ante el Comité Selecto de
la Cámara de los Comunes británica, que su primer viaje al Putumayo,
que apenas consistió en permanecer dos días en La Chorrera, se debió
al simple hecho de “arreglar una diferencia entre algunos de mis deudo-
res”. Que se trataba de un arreglo de cuentas, no cabe la menor duda, ya
que los caucheros colombianos, como señalamos oportunamente, se en-
deudaron más allá de sus posibilidades con este proveedor de Iquitos.
Fue, más bien, un viaje exploratorio. El vapor ingresó finalmente en el
río Igaraparaná, aún más misterioso e inexplorado que el Putumayo, re-
montó su sinuoso curso y el 20 de diciembre de 1901 llegó a Colonia In-
diana y, por último, a La Chorrera, que pertenecía a la firma Larrañaga,
Ramírez & Co., integrada por colombianos. El arribo debe de haber si-
do imponente, ya que barcos de semejante calado no recorrían ese río
perdido en la selva, y, mucho más, ver a Julio César Arana, el presiden-
te de la Junta Departamental de Iquitos, el acopiador de caucho, el ban-
quero, bajando por la planchada de traje blanco y sombrero de paja ––de
los que tantos había vendido––, la barba prolijamente recortada, ima-
gen que, por cierto, poco concordaba con la de los caucheros y la de su
forma primitiva de vida. Algunos años después, en Londres, habló ante

77
el mencionado Comité de haber “entrado en negocios” con los propie-
tarios de La Chorrera, como la denominaremos de ahora en más. Sin
duda se habrá tratado de una ampliación del crédito, de constituir hipo-
tecas a su favor. Entre los caucheros de la zona estaban los hermanos
Calderón, dueños de El Encanto, en el río Caraparaná, otro futuro cen-
tro de exterminio de la Casa Arana. Confluyeron a La Chorrera para
––siempre según las declaraciones formuladas por Arana en Londres––
relacionarse a través de él con la firma Larrañaga, Ramírez & Co. y pro-
veerse de víveres y otros enseres, dada la imposibilidad de adquirirlos
en otro lugar que no fuera Iquitos.
La breve estadía en La Chorrera le sirvió a Julio César para algo más
que otorgar créditos y realizar negocios. Comprobó, in situ, no sólo las
existencias de caucho, sino que pudo conocer a los indios huitotos, sus
costumbres, su pasividad. ¡Qué fabulosa fuente gratuita de trabajo po-
dría llegar a ser si se implementaba un sistema despiadado, si se insti-
tuía el terror, los más severos castigos! El indio, para el peruano blanco,
era despreciable; pero era el único que podía trabajar y sobrevivir en
ese hábitat. Benjamín Larrañaga, el propietario de la estación cauche-
ra, no era precisamente un adalid de los derechos humanos, probable-
mente porque llevaba treinta años trabajando en el Putumayo y no des-
conocía sus rigores. Uno de sus negocios era enviar a Iquitos grandes
cantidades de indios que capturaba, donde eran vendidos como merca-
dería. Sus represalias podían alcanzar proporciones apocalípticas. En
una oportunidad ––después del primer viaje de Arana–– dos de sus em-
pleados fueron asesinados por indios. Con su hijo Rafael, atrajeron a un
nutrido grupo de indígenas huitotos y ocainas a La Chorrera, con el pre-
texto de ofrecerles objetos irresistibles. Los matones de Rafael Larraña-
ga apresaron a veinticinco indios a los que azotaron, torturaron y fusi-
laron. Otras versiones sostienen que fueron rociados con querosén y
quemados vivos.
El 22 de diciembre de 1901, el vapor particular de Julio César Arana
soltó amarras y se deslizó por el Igaraparaná rumbo a Iquitos. Ese tra-
yecto de casi dos semanas de duración habla a las claras de su soledad,
y acaso inició su costumbre de pasar las fiestas de Navidad y Año Nue-
vo lejos de su hogar. Era un hombre de familia, y Eleonora nunca sería
reemplazada por otra mujer. Pero antes que su familia estaba el caucho.

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La familia de Arana se había ampliado. Durante los primeros años
del siglo XX nació su primer hijo varón, Julio César, que falleció joven
como consecuencia de una enfermedad; su tercera hija, Lily, y, por úl-
timo, Luis, el que más lo acompañó en los difíciles años posteriores al
derrumbe de los precios del caucho. Los viajes permanentes pasaron a
ser parte de la vida de Arana y no pudo escapar a la recriminación de
sus hijos ante sus sistemáticas ausencias, especialmente cuando los tras-
ladó a Europa, en 1903. Por su temperamento y por la actividad que
había elegido, mal podía estar aposentado en su oficina de Iquitos, de-
legando en otros funciones clave que exigían habilidad, experiencia,
astucia e inescrupulosidad. No se trataba de dirigir una empresa euro-
pea, sino de lidiar en uno de los escenarios más feroces del planeta, de
ocupar de inmediato los espacios que quedaban vacíos en la selva, de
apoderarse de bienes ajenos de la forma menos onerosa y recurriendo
a cualquier tipo de maniobra. Su cuñado, Pablo Zumaeta, o su herma-
no, Lizardo, podían ser eximios comerciantes, pero carecían de esa sus-
tancia de la cual están hechos los héroes y los grandes hombres de ne-
gocios.
Cuando Julio César Arana llegó finalmente a Iquitos, después de su
primer viaje al Putumayo, lo esperaba un cargo oficial que hubiera enor-
gullecido a cualquier habitante de la ciudad: había sido designado alcal-
de a partir del 1 de enero de 1902. Su gestión, que duró un año, estuvo
caracterizada ––debido a sus constantes viajes de negocios–– más por au-
sencias que por presencias. Apenas llegó a Iquitos, asumió las funciones
de alcalde pero, de inmediato, pidió licencia. Regresó el 24 de junio de
1902 para hacerse cargo de la alcaidía; el 19 de julio, se ausentó nueva-
mente y regresó a sus funciones el 15 de octubre. El 15 de noviembre se
aleja definitivamente. Esto pone en evidencia la prioridad que el caucho
tenía en su vida.
Si bien Arana era un trabajador infatigable, aún no había podido su-
perar económicamente a otros caucheros; en 1903, ocupaba el decimo-
sexto lugar entre los dieciocho mayores contribuyentes de Iquitos, figu-
rando a la cabeza Manuel Paredes y Adolfo Morey. Pero su ascenso
económico sería vertiginoso. Tomemos, por ejemplo, las cifras de las ex-
portaciones de caucho de Julio César Arana provenientes del Putumayo:
en 1900, año en que recién comienza a comerciar con los caucheros co-
lombianos intercambiando materiales y provisiones por materia prima,
exporta 15.863 kilos; en 1901, aumenta a 54.180 kilos; en 1902, llega a

79
123.210 kilos, y, en 1906, cuando prácticamente se ha adueñado del Pu-
tumayo, trepa a la increíble cifra de 644.897 kilos.

Arana volvió al Putumayo en 1903. Fue, naturalmente, en uno de sus


barcos, pero esta permanencia no se limitó a un par de días en La Cho-
rrera, como en su viaje anterior. También estuvo en El Encanto, en el río
Caraparaná y en una sección cauchera, Argelia, sobre el mismo curso de
agua. Posteriormente alegaría que esa visita tuvo el objeto de “cerciorar-
me de ciertos hechos con respecto a sumas que se me adeudaban y deci-
dir si hubiese motivo para nuevos adelantos”. Pero su traslado se debió,
más bien, a una jugada que bajaría del pedestal a Benjamín Larrañaga,
propietario de la pródiga La Chorrera. Con los años, la deuda que éste
mantenía con Arana se había transformado en una imparable bola de nie-
ve imposible de saldar. Podía constituirse una hipoteca en favor de Ara-
na ––medida a la cual recurrió años después con otros caucheros–– pe-
ro los colombianos no poseían título de propiedad sobre esas tierras. Aún
se ignoraba a qué país pertenecían. En términos jurídicos, se trataba de
una mera ocupación.
La única solución, entonces, era asociarse. Julio César seguiría apor-
tando materiales y provisiones, pero ya no en calidad de aviador, sino de
socio, con participación en las ganancias. El caucho se trasladaría hasta
Iquitos en sus propios barcos. La estrategia utilizada durante tantos años
a partir del endeudamiento de sus recolectores de caucho, ahora le ser-
vía para capturar un bastión en lo que a plantaciones de goma se refería.
La Chorrera era la piedra mayor de una corona integrada por más de cua-
renta y cinco secciones caucheras diseminadas entre el río Putumayo y
el Caquetá. No se trató sólo de una operación comercial dura pero legí-
tima sino que abrió la puerta a un experimento novedoso y macabro, don-
de la intervención de los indios huitotos era de importancia vital. Arana
y Larrañaga estaban de acuerdo en que la mano de obra esclava era im-
prescindible.
La asociación se selló legalmente en Iquitos, ante el escribano Arnal-
do Guichard, el 8 de abril de 1904 y adquirió el nombre de Arana, Vega,
Larrañaga. En la escritura figura un párrafo de aterradora obviedad, que
haría insostenible cualquier defensa de Arana: “A los indios del Putuma-
yo se les obligará a trabajar por la fuerza para los socios por medio de los
empleados de la compañía”. Los “empleados” fueron sus siniestros capa-

80
taces, un personal adiestrado para el exterminio, como los muchachos y
los racionales y un contingente de negros de la isla caribeña de Barba-
dos ––donde los caucheros de Iquitos tenían sus residencias de invier-
no–– contratados ese mismo año, para recorrer las secciones caucheras
armados y uniformados. El juez peruano Carlos A. Valcárcel que inves-
tigó las atrocidades de Arana señala en su libro, El proceso del Putuma-
yo, publicado en Lima en 1915, la criminalidad del párrafo de marras:

Hacer trabajar contra su voluntad a cualquier individuo y aprove-


charse de ese trabajo, son hechos que constituyen los delitos de exac-
ciones y violencias, que las leyes penales del Perú castigan con gra-
ves penas.
Ha sido tal el desprecio de Arana y Zumaeta [se refiere a su cuña-
do, Pablo Zumaeta] por las leyes del Perú, que no les ha importado
pactar algo criminal en una escritura pública. Lo que Julio C. Arana,
Pablo Zumaeta y demás socios de la la compañía “Arana, Vega, La-
rrañaga” pactaron en la escritura antedicha, fue el establecimiento
de la esclavitud en la región del Putumayo, pues no otra cosa signi-
fica aquello de obligar a los indios a trabajar, como efectivamente
han sido obligados por espacio de diez años por los medios crimina-
les que ya conocemos y por acción de los cuales han sido asesinadas,
cuando menos, veinte mil personas.

Pero en los primeros años del siglo XX, cuando ya habían comenza-
do las atrocidades en el Putumayo, aunque manteniéndose dentro de un
bajísimo perfil, lo único que obsesionaba a Julio César Arana era adqui-
rir las plantaciones a los colombianos, como si la desaparición de todos
ellos de esa región fuera un imperativo categórico. No aceptaría que si-
quiera el más pequeño productor colombiano del Igaraparaná extrajese
una modesta cantidad de caucho al año. El núcleo de su estrategia resi-
dió en no dejar que nadie ––mucho menos un extranjero–– viviera allí y,
aún más, pudiera siquiera ingresar en la zona sin su consentimiento. En
tanto ningún potencial testigo ingresara al Putumayo, podría hacer lo que
quisiese en materia de mano de obra indígena. También pesó la posibili-
dad de que ––si los colombianos permanecían en los ríos Igaraparaná y
Caraparaná–– los indios buscaran refugios en esas caucherías donde el
trato era benévolo.
Una serie de circunstancias políticas permitieron que Arana lleva-
ra adelante sus planes. En mayo de 1904, pocos días después de sellar

81
notarialmente su asociación con Benjamín Larrañaga, los gobiernos de
Perú y de Colombia llegaron a un acuerdo para resolver sus problemas
de límites en el Amazonas, donde precisamente el Putumayo funciona-
ba ––y sigue funcionando–– como una frontera natural. Perú, en aque-
llos años, basándose en documentación de principios del siglo XIX,
pretendía extender su frontera hasta el río Caquetá, lo cual era inacep-
table para el gobierno de Bogotá. El acuerdo apenas duró tres meses.
Ambos países, en septiembre de 1905, sometieron sus cuestiones de lí-
mites al arbitraje del papa Pío X; el 6 de julio de 1906, entró en vigen-
cia un modus vivendi ––firmado en Bogotá el 12 de septiembre de
1905–– entre Perú y Colombia. Hasta resolver definitivamente sus pro-
blemas limítrofes, ambos países se comprometían a retirar todas las ins-
talaciones y autoridades militares de la zona. El Putumayo pasó a ser
tierra de nadie.
Nada convenía más a los intereses de Julio César Arana que estas ju-
gadas en el damero diplomático. El modus vivendi apuntaba a descom-
primir los conflictos entre ambas naciones. Pero en realidad, sucedió
exactamente lo contrario. El presidente de Colombia, Rafael Reyes, ha-
bía conocido el Amazonas durante el boom de la quina y no ignoraba
que lo peor que podía sucederle a su país era que el Putumayo se con-
virtiera en “tierra de nadie”. El ministro de Relaciones Exteriores colom-
biano designó funcionarios en la región, en particular en los ríos Igara-
paraná y Caraparaná, lo cual no hizo sino ponerle más presión a la
caldera. Se había creado una aduana compartida por Perú y Colombia
en Cotuhé, en el bajo Putumayo, cerca de la frontera con el Brasil. Es-
to iba contra los intereses de Julio César Arana, ya que el caucho que
exportaba no tributaba impuestos debido a que la región de la cual se
extraía era de soberanía imprecisa. Los conflictos fueron en aumento
hasta que el propio presidente Reyes, para desactivarlos de algún modo,
envió un telegrama a las principales compañías caucheras señalando
que, más allá del veredicto papal en lo referente a límites, Colombia es-
taba dispuesta a respetar la propiedad privada, es decir, a reconocer los
títulos que, entre otros, poseía el propio Arana. Cuando hay intereses
económicos superlativos en juego, no es de extrañar que se lleven a ca-
bo sutiles maniobras. Aquí se trataba nada menos que del caucho, que
alcanzaba fabulosos precios en el mercado de Londres y de Nueva York.
Era inevitable que surjan conductas oscuras. El propio Rafael Reyes,
cuando fue presidente de Colombia (1904-1909), otorgó la concesión

82
de vastas regiones del Putumayo a la firma Cano, Cuello & Compañía y
a Pedro Antonio Pizarro, que poco después traspasaron esos derechos
a Julio C. Arana & Hermanos, lo cual constituyó una grosera lesión de
la soberanía colombiana. Esto le valió a Reyes el ser acusado de traición
a la Patria ante el Procurador General de la Nación.
Para los caucheros colombianos del Putumayo, descubrir que su pro-
pio gobierno no estaba dispuesto a ayudarlos fue el golpe de gracia que
terminó forzándolos a vender sus plantaciones a la Casa Arana.
Algunas ventas, sin duda, fueron inducidas mediante procedimien-
tos que definitivamente iban más allá de las compras “hostiles” dentro
de ciertas reglas de juego. Uno de los huesos más duros de roer fue Ben-
jamín Larrañaga, acaso por poseer la misma sustancia que Arana, por
la crueldad que había demostrado con los indios huitotos y por una ris-
tra de problemas que mantuvo con autoridades peruanas cuando se de-
cidían a remontar el Igaraparaná y el Caraparaná. El 25 de noviembre
de 1905, Julio César Arana adquirió finalmente La Chorrera, abonán-
dole a Larrañaga la insignificante suma de veinticinco mil libras esterli-
nas, ya que alegó que se le debían setenta mil libras en materiales, pro-
visiones y transporte. Según algunas versiones, Benjamín Larrañaga fue
citado en Iquitos por las autoridades para rendir cuentas sobre algunos
actos de crueldad. Acorralado, presionado, amenazado, se avino ––ese
fue el objetivo final de la citación–– a vender sus bienes a Julio César
Arana, quien no había sido ajeno a esta jugada.
Arana tenía, además, una carta insuperable en sus manos: mante-
nía cautivo a Rafael Larrañaga, hijo del cauchero. Como suele suceder
en latitudes tropicales, las versiones difieren de manera notable. Algu-
nos historiadores e investigadores sostienen que Rafael Larrañaga era
hermano, no hijo, de Benjamín. En cuanto a la muerte de éste, que se
produjo poco después, hay quienes afirman que pereció junto a su es-
posa en un accidente durante el trayecto entre Nueva York e Iquitos.
Otros alegan que murió envenenado con arsénico. Se asegura también
que su hijo Rafael, que estuvo preso en la cárcel de Iquitos ––irónica-
mente denominada Oficina de la Casa Arana–– desapareció entre los
indios.
Ante el Comité Selecto de la Cámara de los Comunes, Julio César
Arana admite haber hecho su tercer viaje al Putumayo en 1905, ocasión
en la cual, dice, sólo visitó uno de los ríos caucheros.

83
Mi siguiente visita fue en el año 1905, época en que fui al Carapara-
ná con el objeto de comprar propiedades de colombianos. Entonces
los colombianos de los referidos ríos luchaban entre sí y, en conse-
cuencia, decidí comprar sus propiedades, pues consideraba que esa
sería la mejor forma de salvar las sumas que había invertido en esa
zona.

Estas aseveraciones, como todas las otras relacionadas con el Putu-


mayo, las realizó en el número 17 de Throgmorton Avenue, en Londres,
el 14 de abril de 1913, y utilizó el idioma español para expresarse. La tra-
ducción al inglés fue realizada por Marcial Zumaeta, de Iquitos. En ese
discurso incluyó conceptos nebulosos, vagas acciones reivindicatorias,
como si se hubiera tratado de un acreedor que golpea la puerta para co-
brar una cuenta. Sus métodos, en realidad, fueron otros. A los colombia-
nos se los capturaba en sus plantaciones y a aquellos que no eran asesi-
nados en el lugar, se los trasladaba en algún vapor de Arana hasta Iquitos,
donde eran arrojados a un calabozo de la cárcel local. En el Putumayo,
no había una sola autoridad colombiana que los protegiera. Desolados
en la cárcel de Iquitos, sin ningún letrado que los defendiera, eran forza-
dos a vender sus propiedades a la Casa Arana al precio que esta estipu-
lara. Otros, en vez de soportar semejante calvario, optaron por vender
voluntariamente. Así, en el término de una década, Arana se transformó
en el dueño absoluto del Putumayo. Es interesante remitirse a sus pro-
pias declaraciones en Londres, con respecto a las adquisiciones que rea-
lizó en los ríos Igaraparaná y Caraparaná:

El 28 de marzo de 1904 adquirió a Jacob Barchilon [un sanguinario


colaborador de Benjamín Larrañaga] su plantación en cinco mil li-
bras esterlinas.
El 28 de noviembre de 1904, le compró la plantación a Carlos Le-
mos en tres mil quinientas libras esterlinas.
El 2 de julio de 1905, formó la sociedad con los hermanos Calderón,
propietarios de El Encanto [la segunda piedra de la corona] pagán-
dole doce mil quinientas libras esterlinas y cancelándole la suma que
se le adeudaba, que era nada menos que setenta mil libras esterlinas.
La sociedad con los hermanos Calderón es apenas un eufemismo, ya
que Arana se quedó con la totalidad de El Encanto.
El 29 de junio, le pagó a Ramón Sánchez setecientas libras esterli-
nas, cancelándole su deuda y agregando una propiedad más a su co-
lección.

84
El 25 de noviembre de 1905, como ya hemos visto, le entregó a Ben-
jamín Larrañaga veinticinco mil libras esterlinas y pasó a ser el pro-
pietario de La Chorrera.
El 21 de enero de 1907, adquirió las plantaciones de Pérez, Pérez &
Arana por doce mil libras esterlinas.
El 21 de enero de 1907, constituyó a su favor una hipoteca de cinco
mil quinientas libras esterlinas sobre La Unión y Remolino, de Or-
dóñez & Martínez.
El 16 de julio de 1910, compra estas dos propiedades incluyen-
do la hipoteca por ocho mil ochocientas libras esterlinas.

A fines de la primera década del siglo XX, Julio César Arana había
creado un imperio que abarcaba doce mil millas cuadradas, entre los
ríos Putumayo y Caquetá. No hubiera podido lograrlo sin el apoyo del
presidente del Perú, José Pardo. Se produjeron incidentes que no se com-
prenderían de no haber existido la oscura fuerza impulsora del gobier-
no de Lima. Endeudar a los caucheros colombianos fue una de las tác-
ticas dentro de una estrategia de intimidación que no admitía prórrogas,
dilaciones, negociación de la deuda ni recursos judiciales. El endeuda-
miento sería acompañado por un ataque combinado a las plantaciones
colombianas por parte de fuerzas militares peruanas e integrantes de la
Casa Arana. Los reclamos del Perú se basaban en una Real Cédula de
1802, que le otorgaba la posesión del Putumayo hasta las márgenes del
río Caquetá.

Enero, en el Alto Amazonas, no es mes de lluvias, lo que lo hace fa-


vorable para la navegación: los ríos no están desbordados y el derrotero,
a pesar de los traidores bancos de arena, es fácilmente reconocible. El 12
de enero de 1908, dos naves remontaban el río Caraparaná, tributario
del Putumayo. Una era el Liberal, vapor emblemático de la Casa Arana,
un ingenio fluvial de varios niveles que albergaba desde camarotes y cu-
biertas de lujo hasta calabozos y bodegas para almacenar caucho. Era la
nave preferida de Julio César Arana, en la cual surcó las aguas del Putu-
mayo tanto para firmar convenios comerciales que finalmente termina-
ban en despojos, como para hacer relaciones públicas con funcionarios
ingleses y norteamericanos. No se trataba de un viaje más de intercam-
bio de mercaderías por caucho. La nave insignia iba flanqueada por la
lancha de guerra Iquitos, perteneciente al gobierno peruano, armada de

85
seis cañones y dos ametralladoras, que transportaba a ochenta y cinco
hombres de la guarnición militar de Iquitos.
Ese lento pero implacable avance aguas arriba no presagiaba nada
bueno, sobre todo proviniendo de la Peruvian Amazon Company, que era
el nombre internacional que había adquirido Julio C. Arana & Herma-
nos, debido al ingreso de capitales y directores británicos a la compañía
originariamente creada por Arana y de la cual seguía siendo amo y señor.
En el Liberal viajaban los jefes de la misión, Benito Lores y Carlos Zu-
biaur. El viaje tenía como objetivo adueñarse, por las buenas o por las ma-
las, de La Unión y de las propiedades de los últimos caucheros colombia-
nos en el Caraparaná, reacios a venderlas. Los rebeldes eran David
Serrano, propietario de La Reserva; Ildefonso González, un negro dueño
de El Dorado, y los patrones de La Unión, Ordóñez y Martínez. Se trató
de una incursión fríamente calculada por Julio César Arana y del gobier-
no de Lima, disfrazada de heroica defensa de la soberanía peruana.
Las versiones acerca de lo sucedido en La Unión varían, pero histo-
riadores y cronistas de la época coinciden en algunos datos. Al mando
de la cauchería se encontraban los señores Duarte y Prieto que ordena-
ron algo quiméricamente al contingente peruano ––compuesto por cien-
to cuarenta hombres––: que se retirara de la propiedad. Pero los emplea-
dos de la flamante Peruvian Amazon Company, ex Casa Arana, alegaron
venir en son de paz, sólo para realizar una generosa oferta: pagarían vein-
te mil libras esterlinas para que los colombianos se retirasen de La Unión.
La suma, más que irrisoria, era insultante. Ni siquiera se encontraba, ade-
más, uno de los propietarios, Ordóñez, que se había internado en la sel-
va por unos días. La oferta, en principio, fue rechazada, pero Prieto pre-
firió ganar tiempo, diferir una respuesta y recibir, mientras tanto, las
mercaderías y provisiones que se encontraban a bordo. La respuesta pe-
ruana se asemejó a un látigo: o entregaban todo el caucho, o se apode-
rarían por la fuerza de las existencias.
Prieto izó la bandera peruana y se inició un feroz tiroteo de una dis-
paridad inusitada. Poco podían hacer veinte colombianos contra una hor-
da de hombres armados hasta con ametralladoras. Lo esperable hubiera
sido que al quedarse los caucheros sin municiones, después de media ho-
ra de fuego cruzado, en vez de huir a la selva, hubiesen agitado una ban-
dera blanca en señal de rendición, cesando el fuego y capitulando en los
mejores términos. Pero si los colombianos huyeron a la selva, fue porque
era el único modo de salvar sus vidas. Ya conocían el proceder y los ho-

86
rrores que perpetraban los empleados de la Casa Arana. No todos pudie-
ron refugiarse. Duarte y dos peones murieron en el combate, mientras
que Prieto y un peón quedaron gravemente heridos. Fueron rematados
allí mismo por integrantes de la Casa Arana.
Lo que siguió fue una orgía de venganza, un saqueo previsto desde el
mismo comienzo de la operación ––se adueñaron de mil arrobas2 de cau-
cho que fueron prolijamente almacenadas en el Liberal, junto con má-
quinas y ganado––, que incluyó el incendio de todos los edificios. Las mu-
jeres indias capturadas en la selva vecina fueron arrastradas hasta los
barcos, destinadas al placer de los vencedores. Norman Thomson, en El
libro rojo del Putumayo, describe el destino de varios colombianos apre-
sados en este operativo al llegar a Iquitos, citando una carta del ministro
de Relaciones Exteriores de Colombia.

En el punto denominado La Argelia, en la margen oriental del río


Caraparaná, los mismos jefes ya nombrados aprisionaron al señor Je-
sús Orjuela, Inspector de Policía del Putumayo, lo despojaron de di-
nero y papeles que tenía, lo pusieron en un infecto calabozo a bor-
do del vapor Liberal, y en éste lo condujeron preso a Iquitos, en
donde el Prefecto no se dignó recibirlo.
El mismo procedimiento se adoptó con otros colombianos. Ham-
brientos y casi desnudos se pasearon por las calles de la población
peruana quienes tan inhumanamente fueron conducidos allí, hasta
que algunos de ellos pudieron, mediante el auxilio privado de gene-
rosos compatriotas, venir a dar cuenta a este Gobierno de los críme-
nes perpetrados; otros han perecido, otros sufren en tierra peruana
las consecuencias de los atroces hechos a que nos referimos.
Fuera de los hechos que a grandes rasgos he referido aquí, el Go-
bierno tiene noticias de otros igualmente crueles perpetrados con-
tra ciudadanos colombianos en sus personas y bienes, otros por los
empleados de la Casa Arana, que goza de la franca e incondicional
protección del Gobierno y de las autoridades peruanas.
Debe tenerse también en cuenta la persecución, por no decir el ex-
terminio, que se lleva a cabo contra las tribus indígenas colombia-
nas, persecución y exterminio que recuerdan y superan a los de igual
características de épocas pasadas, que anatematiza la historia de la
humanidad.

Para algunos funcionarios peruanos, el ataque a La Unión alcanzó


las excelsas alturas del heroísmo. El juez Rómulo Paredes, que se encon-

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traba en Iquitos para investigar las primeras denuncias sobre lo que ver-
daderamente sucedía en el Putumayo, escribió en su periódico El Orien-
te, subsidiado económicamente por Julio César Arana: “El único deseo
de estos jóvenes patriotas era el de hacer avanzar siquiera una pulgada
la bandera del Perú en la tierra de conquista”. Un editorial del mismo dia-
rio señalaba que se había tratado de “un acto patriótico y moral, enérgi-
co, varonil y espléndido”. Tilda a los otros diarios iquiteños de “traido-
res” por haber alegado que “las fuerzas del ejército peruano habían
tomado parte en ese asalto, en el cual habían figurado también la caño-
nera y sus ametralladoras”.
Las declaraciones de Julio César Arana con respecto al ataque a La
Unión, ante el Comité Selecto de los Comunes británico en 1913, son
una obra maestra de la tergiversación. La ya citada Las cuestiones del
Putumayo reproduce aquellos fuegos de artificios. Vale la pena verlos en
toda su extensión para comprender su inteligencia y habilidad para mo-
dificar los hechos.

El 6 de julio de 1906, los gobiernos del Perú y Colombia celebraron


un modus vivendi, según el cual se acordó mantener el statu quo
mientras estuviera pendiente el arbitraje, y ambos gobiernos acorda-
ron retirar sus autoridades del Putumayo. El 22 de octubre de 1907,
el gobierno de Colombia notificó al gobierno del Perú la rescisión de
este acuerdo. Yo me encontraba entonces en Europa, pero el gobier-
no del Perú me telegrafió, por intermedio del señor Alarco,3 infor-
mándome de la actitud asumida por Colombia y preguntándome si
mi firma podría repeler una invasión por medio de sus empleados.
El gobierno me telegrafió después de que habían instruido al Prefec-
to de Loreto para que actuase de acuerdo conmigo y tomara medi-
das enérgicas para la defensa del territorio. Entrego copia de ciertos
cablegramas que cambié con el gobierno del Perú en ese tiempo. Yo
recibí aviso, que comuniqué al gobierno del Perú, de que las tropas
colombianas habían entrado al Putumayo y se me dieron órdenes pa-
ra que cooperara en la acción de las tropas peruanas. Esas fuerzas
en el Putumayo fueron consiguientemente aumentadas y aquel go-
bierno envió una o dos lanchas hacia las cabeceras del río. Los co-
lombianos en La Unión habían capturado cinco empleados de la
compañía a quienes encadenaron por el cuello y amenazaron con la
muerte; y con el objeto de demandar la entrega de esas personas, y
también con el objeto de arreglar en una forma amigable ciertas de-
sinteligencias de negocios con los señores Ordóñez y Martínez, de

88
La Unión, el señor Loayza decidió ir allí en el vapor Liberal, que ha-
cía su viaje mensual de costumbre, llevando provisiones, y para reci-
bir las gomas que debían entregarse a cambio de artículos vendidos
con anterioridad.
En vista, sin embargo, de los preparativos militares que se sabía que
estaban haciendo los colombianos en La Unión, el comandante se-
ñor Pollack ordenó que fuesen embarcados doce hombres en el Li-
beral con el fin de protegerlo, y se acordó después que la lancha del
gobierno llamada Iquitos acompañaría al Liberal, para mejor pro-
tección. Cuando el Liberal se encontraba varios cuerpos delante de
la Iquitos, a la llegada a La Unión, los que estaban a bordo del Li-
beral vieron cuarenta blancos y treinta indios auxiliares, armados y
parapetados alrededor de una bandera colombiana y que inmedia-
tamente se desplegaron en guerrilla. Aun cuando tanto el señor
Loayza como el comisario les hablaron desde la proa del Liberal, di-
ciéndoles que no disparasen, pues venían en una misión pacífica, la
respuesta fue una descarga cerrada por órdenes del oficial colom-
biano Prieto. La Iquitos entonces acudió y desembarcó soldados y
marineros, originándose así la derrota de los colombianos. Después
que cesó la lucha, se vio que tres de los prisioneros que con anterio-
ridad habían sido tomados por los colombianos, y quienes tenían
pesadas cadenas al cuello, habían sido acribillados a balas por los
colombianos.

El ataque a La Unión fue apenas el preludio de una carnicería que


no tenía antecedente en el Amazonas. No hubiera trascendido fuera de
la esfera local de no haber sido por la presencia casual de un joven nor-
teamericano en esas mismas latitudes, que terminó por disparar el escán-
dalo de proporciones internacionales que derrumbó a la Peruvian Ama-
zon Company. Fue lo único que Julio César Arana no pudo prever ni
controlar, desde sus bastiones en Manaos, Iquitos o Biarritz, donde vivía
su familia. Ese joven, llamado Walter Hardenburg, fue quien después de
complicados laberintos existenciales y económicos, logró hacer público
lo que verdaderamente sucedía en el Putumayo.

El mundo hermético de Julio César Arana, caracterizado por un en-


torno societario endogámico poblado de hermanos y cuñados, por el so-
borno, las alianzas políticas, por un sistema productivo basado en la ex-
plotación y el exterminio de los indios y en la prohibición de que ningún

89
intruso ingresara a su imperio sin su consentimiento, mostró una sutil
grieta por la cual se infiltró no sólo un hombre, sino también el destino.
Con qué prolijidad había armado su empresa, con la pirámide de capa-
taces que manejaban las secciones caucheras; qué oportuno había sido
el arreglo económico con ellos: en vez de pagarles un salario, les otorga-
ba un porcentaje del caucho recaudado, lo cual no hacía sino condenar
a la esclavitud, a la tortura y a la muerte a los indios huitotos. Qué inteli-
gente separar de sus familias a adolescentes, que, después de haber reci-
bido una instrucción casi militar en el manejo del Winchester, se transfor-
maban en carceleros despiadados, capaces de disparar contra miembros
de su propia etnia. Esos fueron sus muchachos de confianza, como se los
denominó. Entre 1904 y 1906, contrató además a unos doscientos ne-
gros del Caribe para trabajar en el Putumayo. Contaba con una armada
propia: veintiún naves que patrullaban este río, el Caraparaná y el Igara-
paraná, dispuestas a repeler cualquier ataque o insubordinación. Todo
estaba en su lugar, como si finalmente hubiera terminado de armar un
rompecabezas.
Todo, salvo una canoa propulsada a remo que se deslizaba por el río
Putumayo, en diciembre de 1907, rumbo al río Amazonas, con dos jóve-
nes norteamericanos absortos por el exotismo del paisaje y ávidos de
aventura. Nada sabían de la existencia de Julio César Arana, quien, en
setiembre de 1907, después de hábiles negociaciones, había logrado re-
gistrar en Londres la Peruvian Amazon Rubber Company Ltd. (luego lla-
mada Peruvian Amazon Company) con un capital de un millón de libras
esterlinas. Cuando la editorial inglesa Fisher Unwin publicó la obra de
Hardenburg, The Putumayo, the Devil’s Paradise (El Putumayo, el Pa-
raíso del Diablo), en 1912, que no fue sino una recopilación de artículos
publicados en la revista Truth en 1909 (las notas en serie eran una cos-
tumbre de la época), que mantuvo en vilo a la opinión pública británica,
Julio César Arana acaso comprendió el poder de una insignificante ca-
noa y de un hombre que ostentaba la ciudadanía norteamericana. La
aventura de estos dos jóvenes ––uno solo de los cuales pasó a la posteri-
dad–– se inició en los Estados Unidos. Walter Hardenburg, nativo de
Youngsville, en el estado de Nueva York ––héroe indiscutido de este re-
lato, ya que su compañero, W. B. Perkins (nadie conoce, hasta el momen-
to, su nombre, sino apenas sus iniciales) fue apenas un actor menor de
reparto–– desde niño había mostrado una marcada obsesión por cono-
cer, algún día, el río más largo del mundo, el Amazonas. A los veintiún

90
años, junto con su inseparable compañero, Perkins, se lanzó a recorrer
América Central y Sudamérica, con pocos recursos económicos y ningu-
na conciencia del peligro.
El 1 de octubre de 1907, en Buenaventura, en el Pacífico colombia-
no, dieron comienzo a su viaje que jamás imaginaron hasta qué punto
sería extraordinario. El pretexto para el mismo ––Hardenburg tenía títu-
lo de ingeniero–– era encontrar trabajo en la construcción del ferrocarril
Madeira-Mamoré, un proyecto faraónico que le permitiría al caucho que
producía Bolivia una salida al río Amazonas. Esto significaba navegar el
Putumayo en toda su extensión. Posiblemente, al partir, ignoraran la exis-
tencia misma de la Peruvian Amazon Company.
Sería farragoso enumerar las peripecias andinas y selváticas de am-
bos jóvenes. Las primeras cien páginas de The Devil’s Paradise no esca-
timan descripciones de la selva, de cacerías, de fauna y flora. Luego, los
jóvenes llegaron a Remolino, cerca de la desembocadura del Carapara-
ná en el Putumayo. En ese modesto destacamento amazónico que sólo
albergaba galpones y una casa, se separaron, por primera vez, desde que
partieran de los Estados Unidos. Hardenburg aprovecharía para cruzar
la selva acompañado por un grupo de racionales, que no eran sino em-
pleados de las caucherías que sabían leer y escribir, para alcanzar La
Unión, en el Caraparaná, y Perkins permanecería en Remolino. El plan
era perfecto: se trataba de atravesar la selva, con cargadores que trans-
portarían bultos y enseres, hasta alcanzar el río Napo. Desde ahí a Iqui-
tos la distancia se acortaba considerablemente. Qué mejor, entonces, que
llegarse hasta La Unión y negociar con su propietario, Ordóñez, la con-
tratación de cargadores y, eventualmente, la venta de aquellos objetos
que ya no necesitaran más. Es notable cómo Hardenburg relata ese cru-
ce selvático, sin omitir detalles de la topografía, del caminar haciendo
equilibrio sobre un tronco y de las lluvias torrenciales, sin sospechar lo
que le esperaba. Finalmente, alcanzaron la margen derecha del río Cara-
paraná, que cruzaron en canoa, desembarcando en La Unión. Todo esto
ocurría entre fines de diciembre y comienzos de enero de 1908, es decir,
pocos días antes del ataque peruano a La Unión.
No puede considerarse sino una extraordinaria coincidencia que Wal-
ter Hardenburg se encontrara en esas latitudes precisamente en esa fe-
cha. Iba a transformarse, sin siquiera sospecharlo, en el único testigo de
los crímenes de la Peruvian Amazon Company. En sus palabras:

91
A medida que me dirigía hacia la casa principal, una estructura gran-
de hecha con hojas de palmera, ingresé al patio, subí las escaleras
que conducían al porche y pregunté por el señor Ordóñez. Un hom-
bre joven, que se presentó como Fabio Duarte, que cumplía funcio-
nes gerenciales, me informó que Ordóñez estaba en la selva con sus
indios, pero que regresaría al día siguiente; mientras tanto, me invi-
tó a hospedarme allí hasta el regreso de Ordóñez. Me senté junto a
un hogar y así se secaron mis ropas empapadas. Un almuerzo abun-
dante y caliente logró reanimarme de inmediato.
Además de la casa principal, habría que agregar dos o tres edificios
menores, erigidos a cierta distancia unos de otros. La selva que ro-
deaba el lugar había sido talada, y sobre este espacio verde había bo-
vinos y caballos pastando pacíficamente. Algunos sectores estaban
cercados y había abundantes plantaciones de yuca, plátanos, maíz,
etc., atendidos por quince o veinte racionales. Debajo de la casa prin-
cipal, descubrí que se habían almacenado mil arrobas de caucho, lis-
tas para ser embarcadas.

No es el relato de alguien preocupado. Más bien, se asemeja al de


un explorador que describiera un alto en el camino. Nada parece per-
turbar ese paisaje bucólico. Duarte ––que perecería poco después en el
asalto a La Unión–– y Hardenburg conversaban, en la veranda, sobre el
mundo que los rodeaba. Era un encuentro casual en el que, al princi-
pio, se comentaban vaguedades puramente convencionales. Pero de a
poco, el viajero se fue enterando de los pormenores de una actividad
comercial donde la mano de obra era irremplazable: los indios apare-
cían periódicamente en La Unión con el caucho recolectado y lo cam-
biaban por mercaderías de precios exorbitantes. Los trabajadores indí-
genas no eran más de doscientos y vivían en aldeas en la selva. Fue
entonces que Duarte deslizó los métodos laborales de la Peruvian Ama-
zon Company: los indios eran tratados con dureza y no recibían paga
alguna. Hardenburg afirma que pasó el resto del día preguntando sobre
los indios huitotos, sus costumbres y su vocabulario. Así nos enteramos
que amigo se decía cheinama; enemigo, igagmake, y carne, chiceci. Ir
juntos se decía Maña cue digo; ésta es mi casa, Cue yomo; apúrate, ma-
yai. No sabemos, en realidad, en qué momento se dedicó a descifrar el
vocabulario huitoto, ya que una tarde parece un período demasiado bre-
ve. Sin embargo, en The De vil’s Paradise enumera ciento veintiún pa-
labras y verbos, además de veintisiete frases. Sir Roger Casement, el 23

92
de octubre de 1910, enviado al Putumayo por la cancillería británica pa-
ra que investigara las atrocidades, anotó en su diario: “Encuentro que la
narrativa de Hardenburg en lo concerniente a los indios huitotos, sus cos-
tumbres, etc., es en general una traducción de Robuchon, muchas veces
palabra por palabra”.
La primera mala noticia que recibió Hardenburg, a la mañana si-
guiente, fue que Ordóñez, propietario de La Unión, permanecería en la
selva durante varios días. Debe de haberse sentido confundido e indeci-
so. Su amigo Perkins lo esperaba en Remolino y el cruce de la selva ha-
bía sido en vano: no había podido contratar cargadores para alcanzar por
tierra el río Napo ni tampoco vender sus pertenencias innecesarias. Si
hubiera decidido volver al punto de partida, es decir, a Remolino, y des-
cender en canoa el Putumayo ––tarea que habría demandado varios me-
ses–– la historia del caucho sería otra. Hubiese sido difícil que el mundo
se enterara de lo que sucedía en el imperio amazónico de Julio César Ara-
na y habría engrosado, al derrumbarse el precio de esta materia prima a
partir de la Primera Guerra Mundial, la extensa lista de atrocidades que
nunca se conocerían. Pero Fabio Duarte, apenas un empleado de una
plantación de caucho amazónica como era La Unión, contribuyó, con
una sugerencia, a que Hardenburg se quedara en el Caraparaná. Le pro-
puso que se trasladara hasta La Reserva, de David Serrano, con quien
podría hacer negocios. El hecho de que sólo se encontraba a tres horas
de marcha por la selva entusiasmó al joven norteamericano, quien par-
tió acompañado por un guía huitoto. Después del habitual chaparrón que
lo dejó empapado, Hardenburg ––que persistía en sus preguntas–– quiso
saber la verdad acerca de los peruanos y ––según escribe textualmente en
The Devil’s Paradise–– si, efectivamente, eran tan temibles como los pin-
taban. “Tratan muy mal a los huitotos”, respondió el indio.
¿Qué significaba muy mal? ¿Trabajar en exceso? ¿Recibir una mala
paga? El huitoto le reveló cómo funcionaba la cadena de producción cau-
chera. Si el indio recolectaba una cantidad de caucho menor a la espe-
rada, era azotado, fusilado o mutilado, de acuerdo con el humor del ca-
pataz de turno. A Hardenburg le quedaba el beneficio de la duda. Esas
acusaciones podían ser exageradamente desmesuradas. Acaso se trataba
de meras infamias dirigidas al pueblo que los desalojaba implacablemen-
te del Amazonas.

93
La plantación de David Serrano, un mulato colombiano, era similar
a La Unión: el habitual bungalow de grandes proporciones con los pre-
visibles árboles frutales. En la veranda estaba el propietario, acompaña-
do por dos exiliados políticos ––no olvidemos que, en Colombia, las gue-
rras civiles eran casi perpetuas–– el general Miguel Antonio Acosta y
Alfonso Sánchez. Hardenburg no pudo haber elegido un momento más
propicio para llegar: todos estaban a punto de partir a Iquitos (un con-
tingente colombiano había salido hacía poco), y la razón por la cual per-
manecían en La Reserva era la persistente fiebre de Sánchez, que pade-
cía un agudo ataque de malaria. Los problemas de Hardenburg parecían
resolverse en forma providencial: Serrano le propuso que él y Perkins se
unieran al grupo que llegaría hasta el río Napo para luego descender a
Iquitos. Además, le compraría aquellas pertenencias que no les fueran im-
prescindibles. Con seguridad creyó, en ese idílico momento de su arribo,
que la ruta al ferrocarril Madeira-Mamoré ––donde intentarían emplear-
se–– les había sido finalmente abierta. Había concluido una etapa de ese
viaje azaroso, iniciado en el puerto de Buenaventura, y sólo restaba lle-
gar a aquella región donde se construía un ferrocarril, con probables di-
ficultades pero, seguramente, sin grandes sobresaltos. Un indio partió a
Remolino a darle las buenas nuevas a Perkins y a traerlo a La Reserva.
Sólo la extrema juventud de Hardenburg y su desconocimiento del
Amazonas podían haberlo llevado a un estado de ánimo tan rebosante y
crédulo, a olvidar lo que el indio huitoto le había revelado sobre la Peru-
vian Amazon Company. Fue precisamente un comentario que deslizó
acerca de los peruanos, en el sentido de que tal vez no eran tan temibles,
lo que fue progresivamente comprometiendo su vida. David Serrano, el
propietario de esa pacífica plantación, le respondió relatándole con des-
carnada franqueza lo sucedido hacía apenas un mes en ese mismo sitio
donde conversaban. Una deuda menor que tenía con El Encanto, una
cauchería de Julio César Arana, fue el pretexto que utilizó su administra-
dor, Miguel de los Santos Loayza, para enviar una comisión a La Reser-
va, no para cobrarla sino para intimidarlo y exigirle que abandonara la
región. A Serrano lo encadenaron a un árbol; ingresaron a la casa ––la
misma en la que ahora se encontraban–– se dirigieron al dormitorio prin-
cipal, y arrastraron a su mujer al pie de un árbol, donde fue violada en
su presencia. Los empleados de Loayza se apoderaron de diez mil soles,
y se llevaron a la mujer y al pequeño hijo de Serrano. Nunca más los ha-
bía vuelto a ver.

94
Hardenburg prefirió no sacar conclusiones sin escuchar a la otra par-
te, es decir, a los empleados de la Peruvian Amazon Company. El 3 de
enero de 1908, nueve días antes del ataque peruano a La Unión, Serra-
no le propuso, de manera inesperada, que se convirtiera en su socio, di-
vidiendo las ganancias de la plantación en partes iguales. El precio que
pedía era absurdamente bajo, sobre todo cuando Hardenburg revisó los
libros y comprobó la facturación anual. Pero esa generosa oferta fue he-
cha para que un norteamericano pudiera hacer frente a un emporio eco-
nómico sanguinario: la compañía de Arana no se iba a atrever a maltratar
ni a interferir en los negocios de estadounidenses. La ristra de aconteci-
mientos que protagonizó Hardenburg en los días siguientes fue tan de-
mencial, que la propuesta no pasó de ser una buena intención. Peor aún,
fue utilizada en su contra durante los “escándalos del Putumayo”: Julio
César Arana alegó que las denuncias de este joven se debían exclusiva-
mente a que le había arruinado el rentable negocio de ser propietario de
una cauchería.
Sería largo enumerar la sucesión de episodios que se desencadena-
ron en los días subsiguientes. Baste decir que incluyeron idas y venidas
por el increíblemente sinuoso Caraparaná; la llegada de Perkins a La Re-
serva; el arribo de Jesús Orjuela, inspector de policía de Bogotá, quien
presumiblemente protegería a los colombianos y terminó siendo encar-
celado por la Peruvian Amazon Company; el empecinamiento de Har-
denburg por entrevistarse con Miguel de los Santos Loayza, administra-
dor de El Encanto, que desembocó en una previsible frustración; las
noches que debieron dormir en la canoa atormentados por los insectos;
la certeza, al divisar los reflectores de embarcaciones que ascendían de
noche el río, de que se preparaba un ataque a La Unión. No obstante, se
trataba de meras contingencias, contratiempos, de suposiciones. Hasta
ese momento, nada les había sucedido. Pero el 12 de enero, a partir de
las nueve de la mañana, Hardenburg, Sánchez (aparentemente recupe-
rado de su ataque de malaria) y un indio, que bogaban río arriba en una
canoa, escucharon durante una hora, disparos de armas de fuego prove-
nientes de La Unión. Luego, el silencio. Al atardecer, el destino de Har-
denburg ––y, también, el de Julio César Arana–– estaba sellado.
De un recodo del río surgieron dos embarcaciones: el Liberal y la lan-
cha de guerra Iquitos. La reacción de los remeros fue instantánea, ya que
se desplazaron hacia una de las orillas. También la del indio que, apenas
ganaron tierra, saltó precipitadamente, enfatizando que los peruanos “eran

95
muy, pero muy malos” y desapareció en la espesa selva como alma que
lleva el diablo. Aquí fue, exactamente, que se produjo el punto de fractu-
ra, la vuelta de tuerca que suele deparar el destino sin que sus protagonis-
tas siquiera lo imaginen; en este caso, se trató de apenas un instante de
indecisión en que la historia se puso en marcha, arrastrando a sus actores
a una imparable vorágine. Hardenburg quiso imitar la actitud del indio
que, instintivamente, huyó ante el peligro. Internarse en la selva. Escapar
de la aterradora presencia de esas dos naves tripuladas por asesinos. Pe-
ro Sánchez se opuso, alegando que él era un exiliado político y Harden-
burg un ciudadano norteamericano y nada debían temer. Esta supuesta
inmunidad diplomática, que hubiera funcionado a la perfección en Lima
o en Bogotá, resultó fatal en la selva amazónica. El joven dudó. De todos
modos, no hubo tiempo para deliberar: habían sido descubiertos.
Es notable cómo Hardenburg describe estos momentos en The De-
vil’s Paradise. No era un escritor, sino apenas un simple cronista que re-
lata su periplo selvático. Pero la escena que describe no puede sino con-
mover. “¡Fuego! ¡Fuego! ¡Hundan la canoa! ¡Hundan la canoa!” Esas
órdenes perentorias desencadenaron en un instante una lluvia de balas
disparadas desde la Iquitos. El Liberal, que encabezaba este mínimo con-
voy, mantuvo su marcha y desapareció. Las balas pasaron, asombrosa-
mente, entre él y Sánchez, para finalmente hundirse en el río. Fueron los
gritos de protesta, de indignación de ambos ante semejante ataque injus-
tificado, lo que detuvo otras posibles balas; escucharon que alguien, des-
de la cubierta del barco, les ordenaba acercarse, utilizando vocablos vi-
les y obscenos (“in the most vile and obscene words”): remaron con
esfuerzo hacia la nave, ya que el indio los había abandonado, y vieron a
los soldados en formación, apuntándoles con los fusiles. Fue entonces
que en el ocaso amazónico restalló otra vez la voz de “¡Fuego!” y oyeron
el aterrorizador sonido de los cerrojos de los fusiles que se disponían a
disparar. Hardenburg creyó que había llegado su fin: les habían ordena-
do acercarse a la nave sólo para rematarlos a corta distancia. Es curio-
so cómo el tejido de la historia, la fina trama que determina su curso, es-
tá colmado de imprevistos, de situaciones desesperantes y azarosas. El
tiempo se detuvo al iniciarse una discusión entre las dos principales au-
toridades de a bordo, una que aspiraba a ejecutarlos, la otra que posible-
mente comprendió el peligro internacional que implicaba esa actitud
compulsiva, y quería evitarlo a toda costa. Mientras se acercaban a la na-
ve, escuchaban los gritos de ambos jefes que no parecían ponerse de

96
acuerdo, sin que los soldados dejaran de apuntarles, como si esperaran
la orden de hacer fuego. Esa discusión providencial les salvó la vida:
aprovecharon la confusión y el griterío para alcanzar la embarcación y
saltar a la cubierta, donde una ejecución resultaba más difícil y compro-
metida.
Lo primero que sorprende es el poco valor tenía la vida humana en
esas latitudes. Tampoco se entiende por qué querían eliminarlos. Quizá,
porque navegaban por el Caraparaná sin autorización de la Peruvian
Amazon Company, algo que era considerado como la peor de las herejías,
o, menos probable, porque podían transformarse en testigos de cargo si
se producía un incidente diplomático por el ataque a La Unión. Estos
temores, si exisitieron, no impidieron que les llovieran golpes e insultos
por parte del capitán Arce Benavides, del ejército peruano, y de Benito
Lores, capitán de la Iquitos, ante las carcajadas de la soldadesca de piel
oscura.
Pero habían salvado sus vidas.
Por otra parte, ¿cómo podían vislumbrar quienes estaban a bordo
que, algún día, ese joven norteamericano a quien maltrataban y de quien
se reían iba a relatar minuciosamente esta escena; que una revista ingle-
sa la publicaría y que una editorial británica lanzaría a la venta un libro
que conmovería al mundo? Paradójicamente, había tenido razón uno de
los jefes: hubiera sido mejor eliminarlos. El estadounidense mostró un
notable instinto para sobrevivir y un olfato certero que lo impulsó a to-
mar actitudes audaces ante sus captores: los encaró valientemente, ha-
ciendo valer su ciudadanía norteamericana, amenazándolos con un es-
cándalo internacional, marcando un territorio de riesgoso ingreso.
Ese domingo 12 de enero de 1908 puede considerarse como la pri-
mera página de un libro que se abría ante Hardenburg. El capitán Bena-
vides le relató pormenorizadamente la toma de La Unión, como si se
hubiera tratado de un acto patriótico, de un supremo heroísmo, sin de-
mostrar culpa alguna por los crímenes cometidos. Ese mismo día pre-
senció cómo uno de los jefes arrastraba a una mujer encinta, que había
sido capturada en la selva al intentar huir de La Unión, haciendo caso
omiso de sus gritos y súplicas, y la violaba en presencia de otros, como
si se tratara de un impostergable acto de masculinidad. Poco a poco, el
paraíso que creyó encontrar mientras descendía plácidamente por el río
Putumayo, se revelaba como la morada del diablo, de oscuras fuerzas
arraigadas en la selva impenetrable.

97
La Iquitos navegó río abajo por el Caraparaná y llegó a Argelia, una
sección cauchera perteneciente a Arana, donde estaba fondeado el Libe-
ral, al cual fueron transferidos. Su sorpresa acaso no tuvo límites al des-
cubrir a bordo a su amigo Perkins, acompañado por uno de los emplea-
dos de David Serrano, Gabriel Valderrama; alegría efímera, ya que su
compañero de viaje le relató los horrores que vivieron en La Unión, su
captura, el pillaje, la destrucción de las instalaciones y cómo Serrano y
sus hombres habían salvado sus vidas internándose en la selva (lo cual,
finalmente no le sirvió: fue asesinado por hombres de la Casa Arana).
Al caer la noche, mientras intentaban dormir en la cubierta, Harden-
burg y sus compañeros sospechaban que serían asesinados sin piedad.
¿Cómo sobrevivir rodeados de hombres primitivos, carentes de una mí-
nima ética, notablemente alcoholizados? ¿Cuánto tiempo pasaría hasta
que alguno de ellos, como suprema gracia, les clavara un cuchillo o dis-
parara, riéndose luego de su proeza? Afortunadamente, nada les suce-
dió. Al día siguiente, 13 de diciembre de 1908, por fin pudo entrevistar-
se con una de las figuras más sombrías y sanguinarias de la historia del
Putumayo: Miguel de los Santos Loayza, un mestizo a cargo de El En-
canto y de las secciones caucheras del Caraparaná, cuyos prominentes
bigotes lo volvían inconfundible. Llama la atención cómo un joven nor-
teamericano, de apenas veintiún años de edad, fue capaz de enfrentarlo
elevando el tono de su voz, exigiendo la inmediata liberación de todos
ellos, denunciando los crímenes que cometían los peruanos. Ninguno de
sus argumentos surtió efecto: Loayza se limitó a sonreír, asegurándole
que estaban en buenas manos.
A las nueve y media de la mañana, después de haber recibido a bor-
do al inspector de policía colombiano Jesús Orjuela, que fue encerrado
en una jaula, mientras recibía todo tipo de improperios por parte de la
tripulación, y después de saquear El Dorado, una cauchería colombiana,
el Liberal puso proa hacia El Encanto, epicentro administrativo de la Pe-
ruvian Amazon Company, desde donde Loayza dirigía un amplio sector
del imperio. Una fotografía de la casa central de El Encanto aparece en
Los escándalos del Putumayo, Carta Abierta dirigida a Mr. Geo B. Mi-
chell, cónsul de Su Majestad Británica (Barcelona, 1913), escrito por
Carlos Rey de Castro, cónsul del Perú en Manaos ––que recibía un abul-
tado sueldo pagado por Julio César Arana. La casa se parece más a un
bungalow británico en la India que a una cauchería amazónica. Llama
la atención que Hardenburg describa tan poco a El Encanto, dando ape-

98
nas unas breves pinceladas de esta sección cauchera, aunque hay que
considerar que acaso estaba demasiado obsesionado con su propia suer-
te como para perder el tiempo retratando una casa. Lo hizo, y muy bien,
alguien que trabajó tres años allí (llegó pocos meses después de Harden-
burg). Era un inglés que cumplía funciones contables, no por haberlo de-
cidido sino por estar pagando una deuda, a través del sistema de peona-
je, a la Peruvian Amazon Company. Joseph Froude Woodroffe publicó,
en 1914, un libro deliciosamente bien escrito, Upper reaches of the Ama-
zons, como veremos más adelante. Para conocer cómo era El Encanto es
imprescindible remitirnos a su testimonio.

La casa principal de El Encanto estaba muy bien construida y se em-


plearon alrededor de diez años para concluirla, a un costo equiva-
lente a la de una buena propiedad en Inglaterra y esto se debió a la
cantidad de mano de obra para preparar la madera de las principa-
les vigas y la estructura del edificio. Está construida sobre pilotes de
una altura que oscila entre los tres a cuatro metros del nivel del sue-
lo, con la planta baja cerrada por paredes de arcilla y utilizada como
depósito para el caucho y las mercaderías.
La planta alta es destinada como despensa, oficinas, habitaciones pa-
ra los empleados jerárquicos que, por lo general, son cinco, tenien-
do cada uno su propio departamento y que eran estrictamente pri-
vados.
La despensa consistía en un amplio espacio de veinte por trece me-
tros, y los compartimientos, estantes y otros requisitos bien podrían
haber formado parte de un negocio, en Europa, de primera calidad.
Los dormitorios de los empleados estaban bien construidos, con ex-
celentes paredes de cedro (Cedrela odorata) y otras maderas de bue-
na calidad. El edificio en su totalidad ocupaba un espacio cuadrado
de treinta metros de cada lado, y se completaba con cocinas, come-
dores, lavaderos, baños, etcétera.
El servicio estaba compuesto por cinco chicos indios y varias indias
que trabajaban como domésticas, mientras que el cocinero era un
personaje importante que tenía grandes privilegios, debido a que era
un negro de Barbados llamado King, al que tanto se refiere Sir Ro-
ger Casement en su informe sobre las atrocidades del Putumayo.

Walter Hardenburg, al desembarcar en El Encanto, más que reparar


en detalles arquitectónicos, temía ser eliminado, situación que no fue la
de Joseph Woodroffe, que permaneció tres años y demostró una nota-

99
ble inteligencia para sobrevivir y para, finalmente, poner punto final a su
“enganche”. Esto es lo que relata el joven ingeniero norteamericano en
The Devil’s Paradise:

Alrededor de las seis de la tarde llegamos a El Encanto, consistente


en un grupo de caseríos dispersos situados sobre una larga colina a
varios centenares de metros de la costa. No nos permitieron desem-
barcar al atracar y permanecimos detenidos en el Liberal, mientras
varios “misioneros”4 que aún no habían tomado parte en la acción
se acercaron a la orilla del río y procedieron a insultarnos del modo
más brutal y sanguinario. Cuando concluyeron con esta tarea digni-
ficante, pudimos desembarcar y nos trasladaron a la casa central, so-
bre la colina, que consistía en una estructura de gran tamaño y ele-
vada del suelo, rodeada de chozas. Nos arrojaron en un espacio
pequeño, sucio, que carecía de camas, sillas y mesas. No había luz y
debimos desvestirnos en la oscuridad.
Allí pasamos una noche de tortura, ya que no nos dieron de comer,
y el piso, cubierto de polvo y de moho, estaba lejos de ser una cama
confortable. Además de estas incomodidades físicas, caímos en un
estado depresivo al imaginar cuál sería nuestro destino en manos de
estas bestias humanas.
Como resultado de estas sombrías meditaciones, llegamos a la con-
clusión de que querían asesinarnos, por lo cual resolví tener, de in-
mediato, una entrevista con Loayza.

El encuentro fue una comedia magistral, donde el prisionero no só-


lo desplegó un argumento convincente, sino que le imprimió el impres-
cindible pathos para que su actuación resultara creíble. Ni él ni su compa-
ñero Perkins, dijo, eran meros aventureros. El trato que habían recibido
y la obvia intención de asesinarlos eran producto de la ignorancia de
Loayza, que ni siquiera sospechaba quiénes eran ellos. Ambos, continuó
Hardenburg, pertenecían a un gran sindicato norteamericano, integrado
por capitalistas dispuestos a emprender negocios en el Amazonas, y los
estaban esperando en Iquitos, donde se abriría una oficina comercial. Si
desaparecían, los directores iniciarían una exhaustiva investigación y
cuando la verdad saliera a la superficie, el gobierno de los Estados Uni-
dos intervendría para castigar a los culpables.
Loayza no pareció impresionado. Sin embargo, una señal de alarma
había sonado, ya que se rumoreaba que una gran compañía norteameri-
cana estaba por iniciar actividades en el Alto Putumayo. El administra-

100
dor no ignoraba que la Peruvian Amazon Company tenía sede en Lon-
dres ––Salisbury House, London Wall–– y que su directorio estaba inte-
grado por británicos, lo cual debe de haberlo frenado en sus intenciones.
Si cometía un error, Julio César Arana jamás se lo perdonaría. El histrio-
nismo y la imaginación de Hardenburg, finalmente, lo convencieron: irían
a Iquitos a bordo del Liberal, que zarparía en pocos días. Pero hubo un
cambio de planes, ya que Loayza se negó categóricamente a que viajaran
a Josa, en el río Putumayo, donde habían quedado sus pertenencias: se
ofreció él mismo a hacerse cargo del traslado. Por lo tanto, Perkins per-
manecería en El Encanto, debido a la absoluta desconfianza que le ins-
piraban todos. Parece imprudente que alguno de ellos persistiera en que-
darse en semejante región para recuperar sus equipos; pero Hardenburg
era testarudo y es posible que sus bagajes incluyeran objetos de valor, por
ejemplo, instrumental.
Sin duda, los argumentos del joven norteamericano habían pesado
en Loayza: los dejó pasear libremente (¿adónde hubieran podido esca-
par?) por El Encanto, y los empleados cesaron de hostilizarlos. No tuvo
la misma suerte un colombiano, el corregidor Gabriel Martínez, quien,
junto a sus hombres, había sido encerrado en una inmunda celda de dos
por tres metros, donde eran permanentemente humillados, verbal y físi-
camente, por sus carceleros. Sin embargo, fue otra la visión de espanto
que alertó a Hardenburg, el sólido indicio de que allí no sólo se hostiga-
ba a colombianos y a extranjeros no autorizados a ingresar a la zona, si-
no también a los indios huitotos. Aunque era algo más que hostigamien-
to. Mientras contemplaba cómo los indígenas cargaban y descargaban
caucho y mercaderías de los vapores que recalaban en ese puerto, le lla-
mó la atención el deplorable estado físico de los mismos; eran alrededor
de sesenta, y exhibían cuerpos notablemente débiles, plagados de cica-
trices, hasta el punto que apenas podían caminar. Iban prácticamente
desnudos, tenían los huesos a flor de piel y todos llevaban la marca de
Arana: cicatrices en la espalda y en los glúteos producidas por los azo-
tes infligidos con un látigo de cuero de tapir. Vio cómo transportaban
enormes cargas que les arqueaban la espalda, y cómo, cuando alguno caía
al suelo, era brutalmente pateado por un capataz para que terminara su
trabajo. Lo que más le impactó, sin duda, fueron los primeros signos
del ge no ci dio, que es ta ban a la vis ta de cual quie ra que pa sa ra por
allí. En palabras del propio Hardenburg:

101
Lo que era aún más lamentable era ver a los indios enfermos y a los
moribundos yacer alrededor de la casa central y en los bosques ad-
yacentes, imposibilitados de moverse y sin nadie que los asistiera en
su agonía. Estos pobres desdichados, sin ninguna clase de medica-
mentos, sin comida, estaban expuestos a los calcinantes rayos del sol,
a las frías lluvias y al denso rocío del amanecer, hasta que la muerte
los liberaba de sus sufrimientos. Entonces, sus compañeros transpor-
taban sus cuerpos fríos ––muchos de ellos en completo estado de pu-
trefacción–– al río. Las aguas amarillentas, turbias, del Caraparaná,
finalmente se cernían sobre ellos.
Otra visión desoladora era la gran cantidad de concubinas involun-
tarias que languidecían ––meditando melancólicamente sobre su li-
bertad perdida y sus sufrimientos actuales–– dentro de la casa cen-
tral. Este grupo de infortunadas estaba compuesto por alrededor de
trece muchachas, en edades que variaban desde los nueve hasta los
dieciséis años, y estas pobres inocentes ––demasiado jóvenes para ser
llamadas mujeres–– eran las víctimas de Loayza y de los otros jefes
de la sección cauchera El Encanto, de la Peruvian Amazon Com-
pany, quienes violaban a estas tiernas niñas sin la menor compasión
y, cuando se cansaban de ellas, las asesinaban o las azotaban envián-
dolas de vuelta a sus tribus.

Esto fue lo único que Hardenburg vio. Luego, como veremos, al lle-
gar a Iquitos recibió información de infinidad de tormentos a los que
estaban sometidos los indios en el imperio de Julio César Arana. Es cu-
rioso que Miguel de los Santos Loayza no haya tomado conciencia del
peligro que implicaba la presencia de un norteamericano, capaz de de-
nunciar las atrocidades que se cometían a plena luz del día. Tal vez pen-
só que, apenas regresara a su país, o trabajara para alguna empresa que
se dedicara a explotar el Alto Putumayo, olvidaría rápidamente lo visto.
Pero más allá de esta posible explicación, en Loayza debe haber priva-
do la idea de que la vida del indio no tenía ningún valor. Esta creencia
estaba tan arraigada, que permitió que Hardenburg y Perkins compro-
baran cómo se trataba al indio en El Encanto, error que nunca habría
cometido Julio César Arana. Cuando éste recorrió sus caucherías ese
mismo año, es decir, en 1908, a bordo del Liberal, a solicitud del go-
bierno peruano para verificar si los colombianos habían violado el mo-
dus vivendi firmado entre ambos países ––lo cual resulta paradójico si
nos atenemos al relato de Hardenburg–– se cuidó muy bien junto con
el cónsul peruano en Manaos, Carlos Rey de Castro ––su asalariado––

102
de que el Prefecto de Loreto, Carlos Zapata, contemplara semejantes
atrocidades.
El 17 de enero, el Liberal zarpó de El Encanto, no sin haber someti-
do antes a los dos norteamericanos a una nueva humillación. El capitán,
Carlos Zubiaur, les exigió diecisiete libras esterlinas a cada uno de ellos
en concepto de pasaje. Sería fatigante narrar la reacción de Hardenburg,
sus explosivos ataques de ira, el enfrentar a su adversario haciendo caso
omiso del peligro ante cualquier vejación por mínima que fuera. No lo-
gró que le condonaran el pago, ni que le dieran comida decente, pero, al
menos, impuso el respeto.
Después de haber remontado brevemente el Igaraparaná el barco vol-
vió a descender por el río Putumayo. Para Hardenburg fue como reen-
contrarse con un viejo amigo. Le asombraron su anchura, la prolifera-
ción de playas de arenas blancas, la densa selva, las islas impenetrables.
El 1 de febrero llegó a Iquitos ––Perkins se le reuniría poco después––
donde permanecería más de un año.
Aún no sabía que el destino lo pondría al frente de una campaña que
denunciaría el más atroz exterminio de indios en el Amazonas.

Los tres grandes centros amazónicos eran Iquitos, Manaos y Pará, cu-
yas actividades comerciales eran una extensa cadena formada por reco-
lectores, capataces, oficinas comerciales, bancos, mercaderías y provisio-
nes para los caucheros, barcos fluviales y oceánicos y el gran mercado,
Londres, donde se vendía la materia prima. En 1903, Julio César Arana
comprendió que ya no podía permanecer en Iquitos dirigiendo Julio C.
Arana & Hermanos. El epicentro de la actividad cauchera, el gran mer-
cado, el gigantesco puerto fluvial era Manaos, en el Amazonas brasileño,
en la desembocadura del río Negro. Por razones de operatividad ––fle-
tes, derechos aduaneros, entre otras–– Arana decidió abrir una oficina en
esa ciudad y hacerse cargo de la misma, lo cual implicaba separarse de
Eleonora y de sus hijos.
Las separaciones fueron moneda corriente en ese matrimonio, desde
la época en que vivían en Yurimaguas y Julio César recorría el Yavarí co-
mo aviador. Pero siempre habían compartido la misma casa y, hasta
1903, vivieron en la de diez habitaciones que poseían en Iquitos, en la
calle Próspero esquina Omagua. Ese fue el período donde estuvieron más
juntos, donde la relación con sus hijas, Alicia, Angélica y Lily era cotidia-

103
na. Poco después, nacería Luis, su hijo menor y con quien tuvo el víncu-
lo más estrecho. Hemos señalado que los grandes caucheros de Iquitos
debían educar a sus hijos en Europa o en los Estados Unidos ya que en
esa ciudad no existía la enseñanza media. Llama la atención que, ante
semejante prosperidad, no se hubiera implementado un sistema educati-
vo. Había dinero de sobra para construir colegios privados y contratar
profesores peruanos y extranjeros, pero las costumbres de principios del
siglo XX, al menos en esa región, excluían esa posibilidad. Si todo era
importado, desde los alimentos a los muebles, ¿por qué no debía serlo la
educación? Además, el excesivo dinero que ingresaba por las ventas de
caucho creó cierto sentido de omnipotencia, de extrañamiento, de que-
rer ser lo que nunca serían: europeos.
Imaginamos la vida de Eleonora y Julio César hasta 1903, cuando se
produjo el primer punto de inflexión de sus vidas, como una apacible
convivencia provinciana, con multitudinarias mesas compuestas por pa-
rientes, en particular hermanos y cuñados. Eran espacios amplios, pobla-
dos de patios y de servidumbre, donde el refinamiento europeo brillaba
por su ausencia. Las exigentes convenciones de una mesa francesa no re-
gían en aquel clima familiar, sencillo, informal, donde abundaban fuen-
tes rebosantes y risotadas. Eleonora y sus hijos extrañarían aquellas me-
sas bulliciosas de menús simples. Un día, el matrimonio tomó la decisión:
ella y los niños irían a vivir a Europa; él, a Manaos. La elección europea
no deja de ser curiosa ––aunque tiene su explicación–– ya que no eligie-
ron París o Madrid ––lo previsible–– sino Biarritz.
Mudarse era algo más complicado que en la actualidad. Además del
vestuario, llevaban sábanas, platos, copas, cubiertos de plata, así como,
posiblemente, inútiles objetos decimonónicos y cuadros. El hecho es que
Eleonora Zumaeta de Arana empacó las valijas, eligió la servidumbre que
la acompañaría, y cubrió de fundas los muebles de la casa de la calle Prós-
pero hasta su incierto regreso. Partieron de Iquitos y en Pará abordaron
el vapor Ambrose, de la compañía naviera Booth, que hacía escala en
Madeira.
Biarritz, un balneario ubicado en el golfo de Vizcaya, ejercía una es-
pecial atracción sobre los millonarios sudamericanos. Se había puesto
de moda a partir de la segunda mitad del siglo XIX, cuando una pareja
imperial con pocos ancestros que figuraran en el Almanaque de Gotha
se hizo erigir una villa en lo que por entonces era un ignoto pueblo de
pescadores próximo a la frontera con España. Napoleón III y Eugenia

104
de Montijo construyeron ese pequeño palacio marítimo abrumadora-
mente Segundo Imperio, la Villa Eugénie ––ahora Hotel Imperial––, pa-
ra que representara lo opuesto al palacio de la Tullerías, en París, don-
de habitaban. Estaba destinada más al petit comité que a las visitas de
Estado. La corte de Napoleón III era inequívocamente nouveau riche.
Su lujo desmesurado, la ausencia de protocolo y la permisividad social
del emperador y de su mujer, deben de haber excitado la imaginación de
las incipientes fortunas sudamericanas provenientes de las materias pri-
mas. El derrumbe del Segundo Imperio, en 1871, tras la derrota ante Pru-
sia, mantuvo a Biarritz en una suerte de congelamiento, hasta que, a prin-
cipios del siglo XX, volvió a ponerse de moda. Surgieron las villas de
estilo rabiosamente normando y comenzaron a llegar los millonarios su-
damericanos. Muchos argentinos hicieron de Biarritz un segundo hogar
y llegaron a recrear en el ventoso atlántico Sur, en Mar del Plata, una
asombrosa réplica arquitectónica del balneario francés.
No sorprende, pues, que Julio César Arana y Eleonora hayan alqui-
lado una propiedad en Biarritz, donde las exigencias sociales eran re-
lativas. Serían el señor y la señora Arana (apellido, por otra parte, de
origen vasco) del Perú, dueños de inmensas plantaciones de caucho.
Probablemente, a la vuelta de la esquina vivieran algún cattle baron ar-
gentino o el dueño de alguna mina de carbón en Chile. No sabemos dón-
de estaba ubicada o si aún existe la residencia que alquilaron, aunque
es de suponer que habrá sido importante. Contrataron institutrices,
maestros, mucamos, empleadas y el correspondiente chef, para que for-
maran parte de la nueva vida de los Arana. A pocos kilómetros, estaba
San Sebastián, donde podían hablar castellano y hacer las imprescin-
dibles compras.
En cuanto a Julio César Arana, manejaría los hilos de sus negocios
desde Manaos que, en 1904, vivía un delirio del consumo generado por
el dinero fácil proveniente del caucho. En teoría, su hermano Lizardo,
que lo acompañó, era quien estaba al frente de la oficina, ubicada en el
número 41 de la calle Mariscal Deodoro, una arteria angosta con los ha-
bituales efluvios tropicales. Él prefirió que su oficina estuviera en el co-
razón comercial de la ciudad, donde podía leerse Julio C. Arana & Her-
manos. El carácter fraternal de la firma era un eufemismo. A pesar de
que Lizardo recibía la nada despreciable suma de dos mil quinientas li-
bras esterlinas anuales en concepto de sueldo, la realidad era otra. Li-
zardo había sucumbido al hechizo de Manaos, al champán y a las fran-

105
cesas y eran frecuentes las veces en las que Julio debía ir a buscarlo a al-
gún bar, a las siete de la mañana, y arrancarlo de los brazos de la corte-
sana de turno.

Julio César no compartía el ánimo de dilapidación que embargaba a


la gran mayoría de los prósperos habitantes de Manaos. Vivía en un redu-
cido departamento sobre su negocio, en la calle Deodoro, y sus horarios
de trabajo no podían ser más rigurosos: desde las seis de la mañana, has-
ta la una de la mañana del día siguiente.
La ciudad era el polo opuesto a su personalidad. Lo excéntrico domi-
naba ese escenario artificial que se había hecho de la noche a la mañana.
Son varias las leyendas que corren sobre la época de oro de Manaos, des-
de el millonario cauchero, coronel Aleixo, que inició la costumbre de en-
cender habanos con billetes de quinientos mil reis ––treinta libras ester-
linas–– hasta la fastuosa Ópera, que costó cuatrocientas mil libras
esterlinas, donde se afirma que cantó Enrico Caruso y actuó Sarah Bern-
hardt. En realidad, ninguno de los dos jamás pisó Manaos.
La prosperidad cauchera ––apenas duró veinte años–– generó una
cultura efímera que fue única en su género. Cabe preguntarse el porqué
de la fugacidad, más allá de la volatilidad de los mercados. Es cierto que
las materias primas siempre están sujetas a impredecibles vaivenes, pero
lo sorprendente es que la inmensa riqueza que produjo el caucho desa-
pareció de la noche a la mañana, del mismo modo en que había surgido.
Fueron pocos los hombres de negocios de Manaos que comprendieron
la transitoriedad del ciclo; que las plantaciones de caucho en Malasia,
surgidas gracias a las semillas de hevea brasiliensis que, como oportuna-
mente veremos, sacó ilegalmente del Amazonas Henry Wickham, termi-
narían destrozando la economía amazónica.
Mientras llovían los millones de libras esterlinas que generaba la ven-
ta del caucho, nadie pensó en desarrollar proyectos ––alimentarios, ener-
géticos, industriales–– que pudieran continuarse en el tiempo. Era más
cómodo y excitante importar absolutamente todo y, ya que eran inmen-
samente ricos, se podían dar el lujo de ser extravagantes. De lo contra-
rio, ¿cómo se explica la construcción de la Ópera, mezcla de estilo ita-
liano y morisco, para un público esencialmente inculto? En 1897, se
inauguraron el edificio y la temporada lírica con una ópera de complica-
dísimo argumento, La Gioconda, de Ponchielli, que pocos habrán podi-

106
do entender. El elenco debe de haber estado compuesto por figuras me-
nores de los escenarios europeos. Pero el mundo entero hablaba de la
Ópera de Manaos. Pero una Ópera no era suficiente para estos seres re-
pentinamente enriquecidos. Por qué no trazar una línea de tranvías eléc-
tricos ––que aún no habían sido instalados en las principales ciudades
norteamericanas–– que dejara pasmado al mundo. Los vehículos de co-
lor verde oscuro, que abastecían a una población de apenas treinta y seis
mil habitantes, terminaban su recorrido en la selva. Por qué no iluminar
la ciudad con miles de lámparas eléctricas. Y, ya que los millones del cau-
cho los transformaban en omnipotentes, por qué no construir un Palacio
de Justicia, aunque costara la apabullante cifra de quinientas mil libras
esterlinas.
A principios del siglo XX, cuando el precio del caucho trepó a altu-
ras imprevisibles, nada faltaba en Manaos, salvo el sentido común y la
previsión. Algunos precios eran absurdos. La botella de quinina, esencial
para tratar la malaria, costaba en cualquier parte del mundo un chelín;
en Manaos, dos libras con diez chelines. La infinita lista de disparates se
extendía a las esferas oficiales. El gobernador José Cardoso Ramalho, dis-
conforme con el palacio gubernamental que, al asumir su cargo, estaba
a medio construir, adquirió con fondos estatales doce mil libras esterli-
nas de dinamita para hacerlo volar en pedazos y erigir uno nuevo. En
mayo de 1906, el ritmo alucinante de gastos públicos forzó a la ciudad
de Manaos a solicitar un crédito de tres millones doscientas mil libras es-
terlinas a un banco francés, la Societé Marseillaise, y, cuatro meses des-
pués de haber sido acreditado, se gastaron diecinueve mil libras esterli-
nas en un banquete para el presidente del Brasil, que estaba de visita.
Quién gastaba más en locuras pasó a ser una suerte de imperativo ca-
tegórico, como si se tratara de un barómetro que medía el prestigio. Un
cauchero pagó un cargamento completo de sombreros que acababa de lle-
gar a Manaos, y se los probó uno por uno, arrojando al río los que no le
ser vían. Otro pagó cuatrocientas libras esterlinas por realizar un via-
je de dos cuadras en el único Mercedes Benz de alquiler que existía
en esas latitudes.

Julio César Arana vivió casi tres años en esa ciudad que tan poco te-
nía que ver con sus costumbres. Pero no perdió el tiempo. La progresiva
adquisición de las caucheras colombianas en el Caraparaná y en el Iga-

107
raparaná era una compleja trama donde intervenían abogados, contado-
res, políticos, vapores con sus correspondientes tripulaciones, capataces,
racionales, un contingente de doscientos negros de Barbados para con-
trolar, castigar y, eventualmente, eliminar a los indios, transporte de ma-
teria prima, presidentes de bancos, conexiones internacionales (Arana &
Bergman, con sede en Nueva York, se dedicó algunos años al transporte
fluvial), despachantes de aduana, y venta en los mercados europeos. Ade-
más, controlaba minuciosamente los libros, pleiteaba, proyectaba nue-
vos negocios, invertía dinero en propiedades urbanas y se trasladaba pun-
tualmente al Gran Hotel Internacional, a pocas cuadras de distancia, para
alimentarse. Y, cuando ingresaba al gran salón comedor, impecablemen-
te vestido de lino blanco, la barba prolijamente recortada, nadie ignora-
ba quién era Julio César Arana, el sexto mayor contribuyente de Manaos.
Tampoco perdían el tiempo los inversores extranjeros. La compañía
naviera británica Booth que, prácticamente, tenía el monopolio del trans-
porte del caucho hacia los mercados del hemisferio norte, tuvo una ini-
ciativa revolucionaria que costó nada menos que un millón de libras es-
terlinas: construir un muelle flotante, que fue un prodigio de la ingeniería,
para contrarrestar el nivel del río que, según la época, podía variar has-
ta en quince metros. Semejante suma, sobre todo teniendo en cuenta su
valor adquisitivo a comienzos del siglo XX (se inauguró en 1902), sólo
podía justificarse después de haber realizado exhaustivos cálculos de ren-
tabilidad en el tiempo.
Las empresas norteamericanas también habían dirigido sus dardos
hacia esa fabulosa cornucopia, quejándose que compañías inglesas y ale-
manas acaparaban el comercio. La United States Rubber Company, que
adquiría una cantidad considerable de caucho amazónico, lanzó una
ofensiva para aumentar las ventas que se tradujo en un exótico viaje en
yate a vapor y vela, con una tripulación que incluía a prominentes hom-
bres de negocios. A bordo del Virginia, propiedad del multimillonario
comodoro Benedict, embarcación que respondía fielmente al diseño na-
val de la época, es decir, casco exacerbadamente longilíneo, con dos
mástiles y una espigada chimenea en el centro, partió al Amazonas una
fulgurante comitiva, en la que figuraba E. N. Bacus, presidente de la
mencionada empresa y también de la American Wireless Telegraph and
Telephone Company, que ya operaba en Manaos, donde había trescien-
tos abonados telefónicos. Querían comprobar in situ cómo funcionaban
sus negocios y por qué Sudamérica le vendía a los Estados Unidos tres

108
veces más de lo que les adquiría. No se conformaba con sólo el diez por
ciento del comercio latinoamericano. The New York Times, en su edición
del 11 de diciembre de 1904, dedicó media página ilustrada con fotogra-
fías y pintorescas ilustraciones a ese exótico viaje. La nave ingresó por la
boca del río Amazonas, es decir, en su desembocadura en el océano
Atlántico, remontó el curso de agua y, después de hacer escala en Ma-
naos, llegó a Iquitos. Este viaje no puede considerarse sino excéntrico, si
tomamos en cuenta las tormentas marítimas que podían ocurrir durante
la travesía, o las enfermedades tropicales que podían contraer sus ilus-
tres tripulantes. Sin embargo, todos sobrevivieron.

En el transcurso de los tres años que duró su estadía en Manaos, la


relación de Julio César Arana con Eleonora y sus hijos empezó a agrie-
tarse. En las cartas que éstos le enviaban se notaban claramente el repro-
che, las heridas que provocaba esa prolongada ausencia. Le recrimina-
ban, por ejemplo, que no preguntara por Gypsy, un perro de aguas al que
sus hijos adoraban.
Fue por entonces que germinó una idea que le había rondado en los
últimos años y que podía catapultarlo hacia alturas insospechadas. Un
hombre que no hubiera tenido su desmesurada ambición, se habría con-
formado con ser lo que era: un próspero empresario, respetado en Ma-
naos y en Iquitos y hasta podría haber pensado en instalarse en Lima
ocupando un cargo político. Eso, paradójicamente, sucedió varios años
después, cuando su fortuna había mermado significativamente y el cau-
cho había dejado de ser la más codiciada de las materias primas. Pero Ju-
lio César Arana del Águila Hidalgo aspiraba a ubicarse en la cumbre no
ya del Perú, sino de Europa. Fueron varios los motivos que lo determi-
naron a transformar a J. C. Arana & Hermanos en una compañía inter-
nacional, pero el verdadero motor, el impulso primigenio, fue su invete-
rada ambición.
Hacia 1906, ya tenía un patrimonio considerable. Su familia vivía en
Biarritz y el caucho daba para mantener su tren de vida. Pero a diferen-
cia de muchos caucheros de Manaos, que creyeron que la bonanza sería
eterna, Arana no ignoraba la implacable evolución de las plantaciones
británicas de caucho en Asia, ni las nefastas consecuencias que podían
traerle al Amazonas. Entendió que, algún día no demasiado lejano, el
caucho asiático invadiría los mercados europeos y norteamericanos, des-

109
truyendo los precios y poniendo fin a la economía amazónica. Una com-
pañía registrada en Londres y con directores británicos sería una suerte
de escudo protector cuando llegara ese momento. Además, el Putumayo
era una región de destino incierto, disputada por Perú y Colombia. ¿Qué
sucedería de quedarse este último país con esa franja? Corría el riesgo de
perder todo lo que había ganado. Si ese vasto territorio, en cambio, per-
teneciera ––en apariencia–– a una compañía inglesa, nada debería temer.
Existían, también, razones comerciales que perturbaban sus ganancias,
como asimismo barreras y futuras amenazas que convenía desbaratar.
El puerto de Pará, en la desembocadura del río Amazonas, era particu-
larmente irritante paras sus negocios, desde el momento en que sus bar-
cos, pertenecientes a la Arana, Bergman & Co, se limitaban al transpor-
te fluvial y no oceánico y eran detenidos en ese punto. Allí regían
impuestos, demoras al tener que pesar la carga y un fárrago de trámites
que pesaban sobre la rentabilidad de la operación. Nada de eso ocurri-
ría si lograba despachar la mercadería directamente desde Iquitos a Lon-
dres. Además, existía la inquietante posibilidad de que se construyera un
ferrocarril en territorio colombiano hasta el Putumayo. El magnate ferro-
viario Percival Farquhar había llegado a un acuerdo con el gobierno de
Colombia para iniciar el tendido de vías. Si éstas llegaban a los territo-
rios de Arana, la flota fluvial de éste quedaría prácticamente inutilizada.
Por último, los vientos de la globalización del caucho ya soplaban con
fuerza.
En abril de 1907, se creó en Nueva York la Amazon Colombian Rub-
ber & Trading Company que emitió acciones con un capital de siete mi-
llones de dólares, anticipándose en siete meses a la iniciativa de Julio
César Arana. Pero esto no lo amedrentó. En setiembre de 1907 fue a Lon-
dres para gestionar un crédito de sesenta mil libras esterlinas y registrar
su nueva compañía. Para este último trámite, solicitó la presencia de un
auditor británico que había viajado a Iquitos para verificar el estado de
los libros y la solidez económica de J. C. Arana & Hermanos. Y es aquí
cuando llama la atención el sentido de la comunicación y de las relacio-
nes públicas ––dos disciplinas incipientes a principios del siglo XX–– de
Julio César Arana. A lo largo de los seis años que duró su trayectoria in-
ternacional contó con la eficaz estrategia comunicacional ideada por el
cónsul peruano en Manaos, Carlos Rey de Castro (quien recibía de Ara-
na, anualmente, cuatro mil quinientas libras esterlinas), habilísimo edi-
tor de publicaciones que defendían la causa del Putumayo. La Imprenta

110
Viuda de Tasso, en Barcelona, debe de haber obtenido ganancias super-
lativas, a partir del 1913, cuando se editaron varias obras en defensa de
la Peruvian Amazon Company, todas pergeñadas por Rey de Castro. La
primera tarea que encaró fue diseñar la imagen de J. C. Arana & Herma-
nos, en un pequeño libro que sería distribuido en Londres, a partir de las
exploraciones realizadas por el ya mencionado ingeniero francés Euge-
nio Robuchon. Estudio del río Putumayo y sus afluentes, por el ingenie-
ro Eugenio Robuchon 1903-1907, fue editado en Lima, en la imprenta La
Industria, en 1907.
Pero vayamos a los hechos y a descubrir por qué un francés aparece
en el Amazonas y cómo Julio César Arana utilizó hábilmente su presen-
cia. Analicemos algunos de los pasajes de una carta enviada por el mi-
nistro de Relaciones Exteriores del Perú, José Pardo, a J. C. Arana & Her-
manos, fechada en Lima el 4 de noviembre de 1903.

Este ministerio tiene noticia de que el señor Eugenio Robuchon,


miembro de la Sociedad Geográfica de París, y antiguo explorador
de la zona oriental de América, ha salido de El Havre, con dirección
a Iquitos, en el mes de mayo último.
Con este motivo, me es grato dirigirme a ustedes a fin de que se dig-
nen contratar, si fuera posible, por cuenta del gobierno del Perú, al
indicado señor Robuchon para que practique en la zona que ocupan
las posesiones de ustedes los estudios que se puntualizan en las ins-
trucciones adjuntas.
Como remuneración a los trabajos del señor Robuchon se servirán
ustedes acordarle la suma de treinta y cinco libras esterlinas mensua-
les y, además, la cantidad que estimen indispensable para gastos de
manutención, transporte y adquisición de los respectivos materiales.

La respuesta epistolar de J. C. Arana & Hermanos es una magistral


muestra de manipulación. Está fechada en Iquitos, el 2 de septiembre de
1904, es decir, diez meses después de escrita la misiva a la que responde,
lo cual habla a las claras de la lentitud del tiempo amazónico.

Tenemos el agrado de remitir a Us. una copia del contrato que, de


acuerdo con el estimable oficio de ese ministerio, fecha 4 de noviem-
bre último, hemos celebrado por cuenta del gobierno del Perú, con
el señor Eugenio Robuchon.
Nos es igualmente grato manifestar a Us. que nuestra casa ha resuel-
to sufragar todos los gastos que origine la misión confiada al señor

111
Robuchon, deseando contribuir así, aunque en forma modesta, a los
patrióticos fines que persigue nuestro gobierno.

Por la ridícula suma de treinta y cinco libras esterlinas al mes, Julio


César Arana contaba con un ingeniero francés de inmenso prestigio aca-
démico, que publicaría el resultado de sus exploraciones. El contrato
––inteligentemente–– limitaba el área a los territorios de Arana, dividi-
dos en tres secciones: Igaraparaná, Caraparaná y Putumayo. A través de
un científico, se sabría que aún existía el canibalismo en el Amazonas y
que un empresario cauchero, Julio César Arana, intentaba civilizarlos a
través del trabajo, que no era otra cosa sino recolectar caucho.
Es sorprendente que nadie se preguntara por qué esa empresa civili-
zadora no estaba acompañada de una tarea evangelizadora, ya que fran-
ciscanos y, luego, agustinos habían tenido misiones en la región. En rea-
lidad, lo que menos deseaba Arana era la presencia de misioneros de
cualquier orden y credo, ya que hubieran sido testigos de los crímenes
que se cometían en el Putumayo. Pero en marzo de 1901, llegaron cinco
padres agustinos a Iquitos: Paulino Díaz, Pedro Prat, Bernardo Calle, Plá-
cido Mallo y Pío González. Ello produjo un profundo desagrado en la
población, que consideraba que los misioneros debían evangelizar a los
indios salvajes y no a los ciudadanos. Es que los agustinos tenían una mi-
sión más educadora que evangélica. Fundaron en Iquitos, en 1903, el Co-
legio San Agustín. Los centros misionales y las parroquias fueron crea-
dos puntualmente para la enseñanza religiosa, y, hasta el día de hoy,
continúa la labor de los agustinos, a través de numerosas instituciones
fundadas por ellos. Lo que los caucheros querían evitar, cuando llegó la
orden en 1903, era que metieran las narices donde no les correspondía.
El lobby cauchero tenía a su propio sacerdote, el padre Correa, que na-
da decía acerca del maltrato al que eran sometidos los indios.
Lo que ningún cauchero imaginó es que las revelaciones de Walter
Hardenburg en la revista Truth, en 1909 ––y, con anterioridad, las del pe-
riodista Benjamín Saldaña Rocca, propietario de dos periódicos en Iqui-
tos––, que dieron inicio a los “escándalos del Putumayo”, iban a forzar a
los padres agustinos establecidos en Iquitos a actuar. Uno de ellos, Pau-
lino Díaz, escribió ese mismo año: “He venido tristemente impresiona-
do de la precaria situación en que se encuentran [los indios]… Las diver-
sas tribus de aushiris, sáparos, ninanas, tiracunas, angoteros y piojeses,
casi han desaparecido por completo y los pocos que aún quedan se han

112
remontado a lugares inaccesibles, quedando reducida la actual población
del Napo a restos de los habitantes de varios pueblos fundados por los
padres jesuitas en los afluentes del alto Napo. Estos pueblos han desapa-
recido”.
Una vez desatado el escándalo, cuando el mundo supo del horror en
las plantaciones de caucho de Arana, la Iglesia decidió intervenir. El Pa-
pa Pío X, en 1912, escribió la encíclica Lacrimabili Statu, denunciando
la explotación de los indios, aunque sin detallar la región donde ocurría;
luego, comisionó al padre franciscano G. Genocchi para que viajase a
Sudamérica, recorriera las misiones existentes y comprobara la situación
de los indígenas; por último, creó, en 1913, una misión en La Chorrera,
la gran plantación cauchera de la Peruvian Amazon Company en el Iga-
raparaná. Pero para entonces ya habían cesado las atrocidades, el precio
del caucho comenzaba a desplomarse y, de todas maneras, quedaban po-
cos indios para esclavizar, torturar y matar.
El 8 de mayo de 1903, Eugenio Robuchon partió de El Havre rumbo
a Manaos, a bordo del vapor Patagonia acompañado por su mujer, una
india huitoto que había conocido en un viaje anterior. Conviene señalar
que la Casa Arana no permitía matrimonios formales ––sí concubinatos––
entre contratados e indias y, mucho menos, que éstas, aunque tuvieran
hijos, salieran del territorio. Robuchon fue una excepción, como también
lo fue un joven médico norteamericano, que quiso llevarse a su mujer in-
dia que estaba a punto de ser madre. Madame Robuchon contrajo fiebre
amarilla en Manaos, y, de no haber existido un feliz desenlace terapéuti-
co, su marido jamás hubiera realizado los estudios. Ni tampoco habría
desaparecido en la selva para siempre.
Una vez recuperada madame Robuchon, el matrimonio zarpó hacia
Iquitos en el vapor Preciada, de propiedad de Julio César Arana, quien
––como era de esperar–– los esperaba a bordo para acompañarlos duran-
te el viaje. El “rico industrial de Iquitos”, como lo define a Arana el ex-
plorador, tenía particular interés en que realizara investigaciones en sus
territorios y puso a su disposición una parafernalia de elementos. Así, el
18 de setiembre partió de Iquitos el pequeño vapor Putumayo con des-
tino al Igaraparaná. Robuchon, en sus breves relatos que finalmente lle-
garon a la imprenta, se asemeja en algo a Walter Hardenburg: comienza
sus escritos con una visión contemplativa de la belleza amazónica y ter-
mina en un thriller.

113
Comenzaba entonces la época de las sequías y del descenso de las
aguas. El Amazonas, casi seco, había perdido algo de su aspecto gran-
dioso de los meses precedentes. Ya no era ese río impetuoso, que
arrastraba en sus aguas, espumosas y turbias, enormes troncos de ár-
boles arrancados de las riberas por la violencia de la corriente; ya no
era aquella arteria comercial que permite que los navíos de ultramar,
casi de extremo a extremo atraviesen el continente americano, y que,
por el volumen de sus aguas, ha recibido el título del mayor río del
mundo.
En todas partes se extendían inmensas playas de arena blanca que
dividían al río en numerosos canales estrechos y poco profundos, de
corrientes tranquilas y aguas casi transparentes.

Esta postal amazónica parece escrita más por un viajero que por un
académico. Cuando alcanzaron el Igaraparaná, Robuchon calculó con
precisión matemática cuántas millas náuticas habían navegado: 873, es
decir, 1.571 kilómetros. La poética, sin embargo, impregna su prosa a me-
dida que avanzaba el viaje.

El 3 de octubre, cerca de las cinco de la tarde, percibimos a la salida


de una vuelta del río, la confluencia de Igaraparaná.
Una espléndida puesta del sol, de una riqueza de tonos incompara-
bles, doraba el horizonte y arrojaba sobre el río reflejos maravillosos.
Este espectáculo feérico y grandioso me había llenado de entusias-
mo. Contemplaba aún aquel cambio constante de colores, viendo
morir unos y confundirse otros, tan vivos hacía poco, cuando la lle-
gada al puerto de Arica me sacó de mis ensueños.

Pero estas cumbres poéticas surgieron tal vez por el contacto de Ro-
buchon con una zona remota, con un río poco explorado por europeos.
A medida que se internó en la selva, privó la antropología y, en menor
medida, la entomología y la botánica. Lo que flota en forma permanen-
te en su narrativa es la condición de caníbales de los indios, su salvajis-
mo imposible de modificar, sus costumbres en extremo primitivas y la
permanente peligrosidad de algunas tribus. Pero tiene una enorme vir-
tud: fue el único que se adentró en la selva durante un tiempo prolonga-
do (Walter Hardenburg no lo hizo) y obtuvo un material de primera agua.
Es significativo que algunos pasajes tengan un sesgo más militar que an-
tropológico: “El río Yaguas, que dejamos a la derecha el 30 de setiembre,
es una vía de comunicación fácil hacia Pebas, sobre el Amazonas, y esto

114
sin salir del territorio peruano. Es un camino estratégico, de estudio in-
teresante, que permitiría la rápida movilización de tropas hacia el Putu-
mayo sin tener que pasar por el Brasil”. El estudio tenía connotaciones
políticas que interesaban tanto a Arana como al gobierno peruano. Fi-
nalmente, Robuchon y su mujer llegaron a La Chorrera, la gran bahía que
forma el río, desde donde se divisaban los edificios sobre una colina y
que era el punto final de la navegación fluvial del Igaraparaná, ya que allí
estaba el estrecho pasadizo poblado de rápidos que le daba nombre. Allí,
el sabio tuvo ocasión de explayarse sobre la entomología local:

Una cantidad increíble de moscas pequeñitas, especie de tábano en


miniatura, aparece desde que nace el sol. Son las maringuinius. De
sus mordeduras no se escapa ninguna parte descubierta del cuerpo
y dejan sobre la epidermis una equimosis negruzca que dura muchos
días. Residen, y son más o menos abundantes, particularmente, en
los lugares donde la composición de las aguas es más o menos cena-
gosa. Los ríos originarios de los lagos cuyas aguas son claras o ne-
gruzcas se hallan completamente desprovistos de ellas. Los trajes de
colores oscuros, el azul marino, el negro, las atraen mucho; el blan-
co, por el contrario, las aleja. El único modo de preservarse de sus
mordeduras es cubriéndose la cara con un velo. Cuando un extran-
jero penetra por primera vez en las regiones infestadas por estos in-
sectos sufre horriblemente con sus picaduras, las cuales frecuente-
mente producen graves inflamaciones; luego, se habitúa y, pasados
seis meses, no producen ningún inconveniente desagradable.

Robuchon lo debe de haber sentido en carne propia cuando dejó La


Chorrera para internarse en la selva. Prefirió dejar a su mujer en esa
plantación debido ––no podía ser de otro modo–– a los caníbales. Los
primeros indicios de antropofagia los recibió al llegar a la sección cau-
chera Arica, donde se enteró de que había existido una sublevación de
los indios bórax navajes, lo cual de por sí no era de extrañar. Lo inquie-
tante era que habían asesinado a cuatro blancos y se los habían comido.
Es notable cómo este francés, a pesar de los peligros canibalísticos, pe-
netra en la jungla, se hunde en el lodo hasta las rodillas con apenas un
par de alpargatas, se empapa con los aguaceros y pernocta en chozas in-
dígenas. Ésta es una de sus primeras descripciones en las proximidades
de La Chorrera:

115
Impaciente por conocer en su propia casa a esos salvajes, me dirigí
una mañana a una choza de huitotos aimenes, situada en lo alto de
una colina. En medio de plantaciones de yuca, perfectamente bien
cultivadas, se levantaba la choza, gran edificio de ramas ligeras, uni-
das entre sí por bejucos y cubierta por un techo de paja que descen-
día hasta el suelo. Esta casa, con su forma circular y su techumbre
en punta, tenía un parecido notable con un circo de feria.
Por carecer de ventanas, la luz y el aire no podían penetrar y las puer-
titas bajas y estrechas que le daban acceso estaban tan hermética-
mente cerradas con esteras que tuve que apartarlas para entrar.
Cuando la vista se me acostumbró a la completa oscuridad que allí
reinaba, percibí a dos viejas y un muchacho pilando yuca por medio
de una maza, en un gran pedazo de madera hueco. Los demás habi-
tantes habían salido a trabajar a las plantaciones, mientras aquéllos
preparaban las tortas de casave, pan indígena que se repartía entre
todos en la noche. Alrededor de la barraca se veían colgados varios
grupos de hamacas, formando cada uno el alojamiento de sendas fa-
milias. Cada una tiene su lumbre especial, donde hierve constante-
mente una marmita de casaramanú, curioso guiso de sesos e híga-
dos de animales silvestres, sazonado con una fuerte cantidad de ají,
guiso que jamás se agota, porque se le agrega siempre que disminu-
ye, nuevas dosis de sesos e hígados. El suelo desnudo y muy acciden-
tado se hallaba cubierto de cáscaras de bananas y de frutas y toda es-
pecie de basura. Deduje de ahí que las reglas de la limpieza no
estuvieran muy en boga entre los huitotos.

Hasta aquí las observaciones de un antropólogo que no corre peligro


alguno y que contempla minuciosamente la forma de vida salvaje. La co-
mida podía ser repulsiva para el paladar occidental y la suciedad, repug-
nante para la asepsia europea, pero, en definitiva, se trataba de indios dó-
ciles. A medida que recorría la selva adentrándose en otros territorios
próximos al río Cahuinari, en dirección noroeste, la docilidad indígena
se evaporó como la bruma matutina amazónica. En ruta a Último Reti-
ro, donde terminaban las secciones caucheras de Arana, ingresaron en
territorio de los indios huitotos nonuyas quienes, según Robuchon, “eran
antropófagos y de los más peligrosos”. Llama la atención, al leer sus es-
critos, la prevención, el espíritu alerta que transmiten. “Los indios, astu-
tos y por extremo pacientes, se hayan siempre listos para asesinar a los
blancos cuando a éstos se les olvida conservarse en guardia”, escribe. Na-
da de esto lo amedrentó y, con los indios que lo acompañaban, se acer-

116
có a las viviendas huitotas nonuyas. Del techo de una de éstas pendían
cuatro cráneos humanos, “trofeos de una lucha reciente entre los nonu-
yas y sus vecinos, los erikeas, y cada cráneo correspondía a una víctima
de los caníbales”. Robuchon y sus acompañantes no tuvieron más reme-
dio que pasar la noche con ellos, montando prudentes guardias. Esa no-
che no presenció, como ya lo señalamos oportunamente, un festín antro-
pofágico, sino una ceremonia religiosa, el chupe del tabaco, en la que la
tribu “rememora su libertad perdida, sus sufrimientos actuales y formu-
la contra los blancos terribles votos de venganza”.
Las últimas páginas de su estudio las dedica a describir físicamente
a los indios, enfatizando la delgadez de sus piernas, su cabellera abun-
dante, el imprescindible taparrabo y sus armas, en particular la obidiake
o cerbatana. Esta, de dos metros de extensión, está “hecha de una caña
hueca, cubierta de fibra y provista de embocadura [y] sirve para lanzar
pequeñas flechas de veinticinco centímetros de largo y de apariencia po-
co peligrosa, pero de efectos terribles, pues la punta de cada una de ellas
está untada de curare, y produce la muerte en menos de un minuto”. Em-
pleaban también el arco, con el que arrojaban flechas envenenadas, o
morucos, de un metro y ochenta centímetros de largo a una distancia de
hasta veinte metros.
Los huitotos nonuyas creían en la existencia de un ser superior que
representaba el bien, Usiñamu, y otro inferior, que simbolizaba el mal,
Taifeno. También, en la inmortalidad del alma y en la vida futura. Ado-
raban al sol, Itoma y a la luna, Fuei.
Por el momento, Eugenio Robuchon sobrevivió a las cerbatanas, a
las flechas envenenadas y a que lo descuartizaran para ponerlo en una
olla hirviente. Además, los indios le obsequiaron las cuatro calaveras pa-
ra su colección de rarezas antropológicas.
Después de concluir la misión que le encomendó Julio César Arana,
Robuchon deambuló por la selva durante tres años, conociendo tribus,
descubriendo a qué era geológica pertenecía tal o cual piedra, clasifican-
do árboles. Un día dejó de emitir señales. El cónsul peruano en Manaos,
Carlos Rey de Castro y estratega comunicacional de Arana, le envió una
carta al ministro de Relaciones Exteriores del Perú, fechada en Lima el
19 de julio de 1907.

Me es sensible manifestar a Vd. que los estudios del señor Robuchon,


de que he sido portador, han quedado incompletos. Según referen-

117
cias del señor Arana y hermanos, hace varios meses que el señor Ro-
buchon ha desaparecido de las inmediaciones de Retiro, a orillas del
Putumayo, donde se encontró parte de su equipaje y algunas líneas
escritas, en que parece indicaba el rumbo que iba a tomar, pero que,
por acción de la humedad, se han vuelto casi ininteligibles.
Los señores Arana y hermanos presumen, con fundamento, que el
señor Robuchon ha sido víctima de los indios antropófagos que fre-
cuentan esos parajes. Los mismos señores han hecho todo género de
esfuerzos para descubrir el paradero del activo explorador, pero sin
resultado satisfactorio alguno.

Existen las teorías más dispares y polémicas acerca de la desapari-


ción de Robuchon, pero se trata de meras presunciones. Pudo haber
muerto a manos de los indios, como consecuencia de un accidente, o, co-
mo sostienen algunas malas lenguas, asesinado por orden de Julio César
Arana. ¿Por qué querría eliminarlo el hombre que lo había contratado,
facilitándole transporte, víveres y guías? La hipótesis no parece incon-
gruente. El explorador había pasado demasiado tiempo en el Putumayo,
había visto demasiadas cosas. Su cámara fotográfica había tomado un
sinnúmero de fotografías. Las más conocidas, publicadas por el diario El
Comercio, de Lima, son absolutamente bucólicas, con abundancia de ár-
boles gigantes y cascadas; las menos publicitadas, fueron las que halló el
capitán británico Thomas Whiffen, del Regimiento Decimocuarto de Hú-
sares, entre las cenizas del último campamento de Robuchon, dos años
después de su desaparición. Obviamente, éstas no se publicaron en el li-
bro con las observaciones del francés acerca de las tribus amazónicas,
editado por Julio César Arana y que alcanzó el asombroso tiraje de vein-
te mil ejemplares, inteligentemente distribuidos entre líderes de opinión
y medios de difusión. Si quienes pertenecían a la Peruvian Amazon Com-
pany descubrieron las fotos tomadas por Robuchon sobre torturas, mu-
tilaciones y muertes por inanición, es de suponer que se encargaron de
que no saliera de la selva con vida. Hacia 1906, año en que el francés de-
sapareció, el horror en el Putumayo había alcanzado su apogeo. La es-
clavitud, las más refinadas torturas, los azotes, las violaciones y la ma-
tanza indiscriminada de la cual ni siquiera se salvaban los niños recién
nacidos, estaban presentes en todas las secciones caucheras pertenecien-
tes a Arana, desde el Igaraparaná al Caraparaná.
Como sea, la maquinaria propagandística de Arana sabía sacar par-
tido hasta de una desaparición. A raíz de la desaparición del explorador,

118
el diario El Comercio, de Lima, se preguntó: “¿Quién sabe si uno de sus
compañeros huitotos de tan plácida apariencia en la fotografía que re-
producimos hoy no figura entre quienes lo mataron y comieron?”
Tras la desaparición de su marido, la señora de Robuchon se fue a vi-
vir a Francia con su familia política.

Julio César Arana tenía en claro que, si no internacionalizaba su com-


pañía, tendría serios problemas. No poseía título de propiedad sobre su
inmenso territorio del Putumayo, pues no se sabía a qué país pertenecía
éste. Poseía un mero título de ocupación. Si la balanza de los arbitrajes
internacionales se volcaba a favor de Colombia, los derechos de Arana
difícilmente serían respetados. Pero si la que ocupase las doce mil millas
cuadradas entre el Putumayo y el Caquetá fuera una compañía inglesa,
el gobierno de Bogotá se abstendría de provocar un incidente. Esta ra-
zón fundamental y otras que ya hemos señalado lo conminaron a viajar
a Londres, en 1907, para formar una empresa británica de la que él, de
todas maneras, sería dueño absoluto.
Preparó bien el terreno. Un auditor de la prestigiosísima firma Deloit-
te, Plender & Griffith’s, Mr. Gielguld, había viajado con anterioridad al
Putumayo para realizar un informe exhaustivo sobre los territorios, las
materias primas, la rentabilidad y la mano de obra de las posesiones de J.
C. Arana & Hermanos. El informe que presentó a su regreso parece sali-
do de un cuento de hadas. Los indios eran felices, estaban bien alimenta-
dos y en excelentes relaciones con sus patrones. Al despertarse, saluda-
ban cariñosamente a Armando Normand, uno de los capataces, mitad
boliviano y mitad inglés, que debería engrosar la lista de los peores sádi-
cos del siglo XX, como también a Augusto Jiménez, otro asesino. Pero, en
su informe, no todo lo que brillaba era oro. Un rubro era particularmen-
te urticante. En los libros figuraban como expendios veintidós mil libras
esterlinas en concepto de “Gastos de Conquistación”, que no eran otra co-
sa que las erogaciones que se había realizado para someter y esclavizar a
los indios. Arana trabajó con Gielguld para disimular esos desembolsos
bajo el rubro “Territorios gomeros y agrícolas que incluyen gastos de de-
sarrollo”. Gielguld comenzaría a recibir de la compañía, una vez que ésta
se constituyera, mil libras esterlinas al año ––dos mil si se encontraba en el
Perú––, sumas inmensamente mayores a los ingresos que percibía en De-
loitte, Plender & Griffith’s, que sólo eran de ciento cincuenta libras al año.

119
En Londres, Julio César Arana debía formar un directorio integrado
por ingleses, establecer una sede, darle nombre a la nueva empresa, y emi-
tir acciones por un valor de un millón de libras esterlinas. El registro de
la nueva empresa se realizó el 25 de setiembre de 1907. Pero surgieron
problemas inesperados. Dos meses después de haber sido registrada la
compañía, el precio del caucho se desplomó. El cierre de fábricas en los
Estados Unidos trajo como consecuencia una superabundancia de stocks:
en febrero de 1908, el precio del caucho que, en 1907, costaba cinco che-
lines y tres peniques la libra, descendió a dos chelines y nueve peniques,
el más bajo desde 1894. Sus asesores le aconsejaron que esperara seis
meses antes de que la Peruvian Amazon Company se hiciera pública. Ara-
na pergeñó un negocio brillante: del capital nominal, es decir, un millón
de libras esterlinas, setecientas mil acciones de una libra cada una que-
darían, como parte de pago, en manos de Arana, Pablo Zumaeta, Lizar-
do Arana y Abel Alarco, lo cual les daba el control total de la empresa.
Ni siquiera los gastos indemnizatorios y de promoción, que trepaban a
treinta mil libras esterlinas, serían abonados por ellos, como vendedores,
sino por la nueva compañía.
El proceso llevó más de un año, en el transcurso del cual, como se
vio, viajó al Putumayo en el vapor Liberal, a pedido del gobierno perua-
no, para verificar si los colombianos respetaban el modus vivendi esta-
blecido entre Colombia y el Perú. Finalmente, el 6 de diciembre de 1908,
se ofrecieron a la venta, en Londres, acciones de la Peruvian Amazon
Rubber & Co. Ltd. Posteriormente, se le quitó la palabra Rubber al nom-
bre para que la empresa no fuera exclusivamente cauchera y se la cono-
ció por las siglas PAC. El precio de la misma se estipuló en un millón de
libras esterlinas. En los papeles, los números y las actividades cerraban a
la perfección, a partir de algunos hechos que sí eran reales. En 1907, J. C.
Arana & Hermanos se había puesto a la cabeza de los exportadores de
caucho de Iquitos, con la cifra de 540.869 kilos de esta materia prima,
equivalente al 18,6 por ciento del mercado.
Julio César Arana se dedicó, en primer lugar, a crear un directorio
que diera absoluta credibilidad a las actividades de la compañía. Uno de
los integrantes de aquél, John Russell Gubbins, ostentaba treinta y ocho
años de experiencia en el Perú, en el negocio de importación-exporta-
ción. Hablaba español y era amigo personal del presidente del Perú, Au-
gusto B. Leguía. Henry Read, otro integrante del directorio, había naci-
do en el Perú, hablaba español, tenía poderosas relaciones sociales en

120
Lima y era presidente del London Bank of México, que le había otorga-
do a Arana el crédito de sesenta mil libras. Además ocupaba el cargo de
director en la Peruvian Corporation, poderosa empresa, y en la Lima
Light, Power and Tramways Company. Para coronar esta constelación
de hombres de negocios, incluyó a Sir John Lister-Kaye, que nada sabía
ni del Perú, ni del negocio del caucho, pero conocía al rey Eduardo VII
de Inglaterra y a prestigiosos británicos que podían convertirse en inver-
sores. El directorio lo completaban el barón de Sousa Deiro, el señor
Henri Bonduel, banquero francés, Julio César Arana y Abel Alarco. La
sede se estableció en Salisbury House, London Wall, E. C., en Londres.
El 6 de diciembre de 1908, se pusieron en venta las acciones de la
Peruvian Amazon Company. Se ofrecieron 130 mil acciones preferencia-
les, ya que las ordinarias y las preferenciales restantes, como señalamos,
quedaron en manos de Arana. Vale la pena analizar la versión del patri-
monio y las actividades de la empresa que se intentó “vender” a los bri-
tánicos. La enumeración de bienes era absurda: se afirmaba que PAC po-
seía bases operativas de máxima rentabilidad en Manaos e Iquitos,
cuando, en realidad, se trataba de individuos que intentaban cobrar deu-
das difícilmente pagables. El valor de libro era disparatado. Las ganan-
cias que se habían declarado nunca existieron. La PAC ni siquiera tenía
títulos de propiedad de las miles de millas cuadradas de selva. Se habla-
ba de agricultura y de minería, aunque no las había. Tampoco se detalla-
ba con precisión la calidad del caucho extraído. No es de extrañar que la
venta de acciones fuera un fracaso absoluto: el noventa por ciento de las
mismas permaneció en manos de los suscriptores.
Así y todo, Julio César Arana había logrado finalmente su escudo
protector de eventuales reclamos colombianos. El gobierno peruano se
sentiría orgulloso de que una compañía británica ––es un decir–– se hu-
biera establecido en esa zona tan conflictiva. Y, acaso lo más importan-
te, si el Perú perdía el arbitraje y la zona comprendida entre los ríos Pu-
tumayo y Caquetá pasaba a manos colombianas, no le cabía la menor
duda de que se reconocerían como pertenecientes a la Peruvian Amazon
Company las cuarenta y cinco secciones caucheras. El libro de Eugenio
Robuchon, por último, le daba un toque humanitario a la nueva compa-
ñía, ya que también se civilizaría a las tribus caníbales.
Quizá la coronación de este audaz proyecto corporativo fue el reen-
cuentro con Eleonora y sus hijos, ya que sus negocios lo obligaban a tras-
ladarse a Europa con mucha más frecuencia. Sólo algunos nubarrones

121
perturbaban a Julio César: las nuevas plantaciones de caucho de Asia, en
particular las de Malasia, naturalmente en manos inglesas. La competen-
cia podría llegar a destruir la economía amazónica.
Sin embargo, el peligro no estaba, en 1908, en remotos países asiáti-
cos, sino en la lejana, tropical y primitiva Iquitos, donde un joven nor-
teamericano y un periodista local harían temblar al mundo revelando los
crímenes que se cometían en los territorios de la Peruvian Amazon Com-
pany en el Putumayo.

NOTAS

1 Una especie de telégrafo acústico, hecho de troncos que, al ser golpeados, emi-

ten sonidos que pueden ser oídos e interpretados hasta a doce kilómetros de distancia.
2 Una arroba equivale a quince kilos.
3 Cuñado de Julio César Arana.
4 Se refiere, irónicamente, a los empleados de la Peruvian Amazon Company.

122
El Putumayo abre sus secretos

Hablar de indios, en Sudamérica, implica una densa trama de cultu-


ras diferentes. El impacto de la colonización, tanto española como la
que provino de la Revolución Industrial, arrasó con algunas y mestizó
otras. Rara vez pudieron mantener su identidad incólume. Las distintas
culturas indígenas trazaban un arco que iba desde la extrema combati-
vidad hasta la sumisión. Los araucanos que poblaban el sur de Chile li-
braron feroces combates contra los españoles, sitiaron Osorno y tuvie-
ron caciques como Caupolicán y Lautaro, capaces de movilizar a miles
de aguerridos. Los onas y otras tribus de Tierra del Fuego terminaron
extinguiéndose, impotentes para sobrevivir a los cambios y persecucio-
nes introducidos por la civilización europea. Sería farragoso analizar con
mirada antropológica a las distintas tribus. El hecho es que existieron
algunas particularmente primitivas, aisladas por un escenario de difícil
acceso, de heroica supervivencia, donde se practicaba la antropofagia
pero que, curiosamente, fueron sorprendentemente sumisas. La mayo-
ría de ellas habitaba regiones del inmenso Amazonas. Las que poblaban
el Putumayo ––huitotos, ocainas, andoques, boras–– fueron el blanco
elegido, a comienzos del siglo XX, para formar parte de lo que Michael
Taussig tan bien define en su lúcido ensayo Chamanismo, colonialismo
y el hombre salvaje, como la “economía del terror”. Lo peor que pudo
pasarles a los indios amazónicos fue el descubrimiento de materias pri-
mas en sus territorios.
El Putumayo había sido poco perturbado por las irrupciones hispá-
nicas desde que el mito de El Dorado, una cornucopia inextinguible de
oro, se esfumó como un espejismo. La expedición de Hernán Pérez de
Quesada, en 1541, por las selvas del Caquetá y del Putumayo se topó con
el peor de los enemigos: el propio Amazonas. Imaginemos a un contin-

123
gente de doscientos sesenta españoles, doscientos caballos y seis mil in-
dios andinos, para nada acostumbrados a los rigores selváticos, lanzados
a latitudes impenetrables, cegados por la búsqueda de El Dorado. La ex-
pedición terminó en desastre: ninguno de los indios sobrevivió. Tampo-
co se salvaron todos los españoles: cinco hombres fueron atrapados en
una emboscada por caníbales y descuartizados a la vista de sus compa-
ñeros.
Así, durante siglos, las diversas tribus indígenas vivieron libres del
flagelo de los conquistadores y de las enfermedades transmitidas por
ellos. Creer que los indios convivieron pacíficamente en el Amazonas se-
ría un error. Existían tribus rivales, esclavitud y guerras. Pero las mate-
rias primas les eran indiferentes, la propiedad privada casi ni existía y la
vida comunitaria estaba por encima de todo. No todas las tribus eran
culturalmente homogéneas. Pensemos en la extensión de sus vías nave-
gables, que alcanzan los ochenta mil kilómetros, como también en el he-
cho de que posee más de mil ríos tributarios, en su inmensa mayoría sur-
cados por embarcaciones, pues no deparan riesgos mayores, como son,
por ejemplo, los rápidos. La diversidad cultural, dentro de parámetros
similares, era enorme. Fueron los huitotos ––los especialistas afirman que
su verdadero nombre es murui o muiname y que aquella denominación
es peyorativa–– los auténticos pobladores del Putumayo, quienes pade-
cieron la llegada del hombre blanco y, en concreto, la de Julio César Ara-
na. Hasta que se despertó la codicia occidental por materias primas co-
mo la quina, la zarzaparrilla y el caucho, vivieron relativamente seguros
en un territorio que imponía dos barreras naturales contra la penetra-
ción foránea: los saltos en La Chorrera, los cuales hacían sólo navega-
ble en parte al Igaraparaná, y los de Araracuará, en el río Caquetá, que
también lo limitaban en términos náuticos. La violencia entre tribus era
moneda corriente. Los ancestrales adversarios de los huitotos eran los
bora, o miraña, que realizaban feroces incursiones para obtener botines
y capturar esclavos.
Pero se trataba de incursiones ocasionales y la vida comunitaria, en-
tre los huitotos, estaba perfectamente estructurada. La producción in-
cluía una vasta variedad de frutas y vegetales, entre los que figuraban el
autóctono ananá, la yuca y la banana, por nombrar las principales, a lo
cual habría que agregar la caza y la pesca. No habitaban aldeas sino una
gran casa comunitaria cuya disposición interna estaba regida por rígidas
divisiones. Las familias de mayor prestigio dormían próximas al cacique,

124
en el centro de la vivienda; las de menor rango, en la periferia. En el úl-
timo peldaño de esa escalera social, estaban los huérfanos, o jaienikis,
que habían alcanzado esa categoría como consecuencia de guerras, epi-
demias, migraciones. Los huitotos se depilaban varias partes del cuerpo,
adornaban la piel con diseños de vívidos colores, y se estiraban los lóbu-
los de las orejas recurriendo a pesadísimos aros. El matrimonio no se con-
sumaba formalmente a través de una ceremonia sino que el éxito o el fra-
caso del mismo era el resultado de la convivencia, de los hijos y del
trabajo.
Los huitotos tenían deidades mayores y menores para explicar la
creación del mundo y recurrían a los rituales para conectarse con sus an-
cestros o yurupari, a veces a través de sustancias alucinógenas. Este ac-
to sacro lo realizaban los hombres en el centro de la maloca. Utilizaban
varias drogas, desde el jugo del tabaco y la coca, hasta el yagué. El yagué
es una poderosa droga psicotrópica compuesta de una combinación de
ingredientes, el principal de los cuales es la enredadera Banisteriopsis
caapi. Al aislarse por primera vez el ingrediente activo de la droga, la har-
malina, los científicos colombianos la denominaron telepatina.
Además de estos contactos químicos con lo sacro, los huitotos con-
taban con miles de años de adaptación a una de las selvas más despiada-
das del planeta. Sabían moverse sigilosamente entre la densa jungla. Po-
seían una amplia farmacopea. Habían desarrollado armas, como la
cerbatana y la lanza, que no sólo los defendían, sino que les garantiza-
ban la alimentación. Sin embargo, iban a ser destruidos por un solo hom-
bre, para quien el caucho estaba por encima de todos los valores.
Para comprender lo que sucedió en el Putumayo a partir de la llega-
da de Julio César Arana, habría que entender someramente la relación
que existió, desde el primer día, entre conquistadores y conquistados. Pa-
ra los españoles, los aborígenes eran seres poco menos que despreciables
a quienes había que esclavizar, torturar y, llegado el caso, matar, para que
la estadía en el Nuevo Mundo fuera rentable. El fin justificaba amplia-
mente los medios. Fueron tales los abusos que un sacerdote español lle-
gado a las Indias elevó su voz y resonó en Europa al hacer público lo que
realmente sucedía en América.
Fray Bartolomé de las Casas había nacido en Sevilla en 1484, de ori-
gen converso. Su abuelo, Diego Calderón, fue quemado en la hoguera,
en 1491, en Sevilla, por el mero hecho de ser judío. América estuvo pre-
sente en su vida desde su niñez, ya que su padre formó parte del segun-

125
do viaje de Colón. Las Casas llegó a Santo Domingo en 1502. Su exis-
tencia estuvo signada por aterradores testimonios de abusos hacia los in-
dígenas y por una fe que jamas desfalleció. La vida de este sacerdote es-
tuvo colmada de viajes, audiencias, derrotas, encuentros conflictivos y
escritos. Abominaba de cómo los españoles trataban a los indios e inten-
tó, por los medios más audaces, que cesaran los maltratos y que los en-
comenderos restituyeran a los indígenas las propiedades de las que se ha-
bían adueñado, iniciativa que no puede considerarse sino revolucionaria.
Escribió ocho obras, una de las cuales, Brevísima relación de la destruc-
ción de las Indias, publicada clandestinamente en 1552, y que se divul-
gó por toda Europa, fue la verdadera piedra del escándalo. En el capítu-
lo De los grandes reinos y grandes provincias del Perú, reproduce el
testimonio de un fraile franciscano, Marcos de Niza, en que éste relata
cómo los españoles quemaban vivos a caciques ––en este caso, Atabali-
ba, Cochilimaca y Chamba–– o encerraban a los indios en una casa pa-
ra luego prenderle fuego. Algunos pasajes de las revelaciones del francis-
cano anticipan lo que, cuatro siglos más tarde, sucedería en el Putumayo.

Yo afirmo que yo mismo vi ante mis ojos a los españoles cortar ma-
nos, narices y orejas a indios y a indias sin propósito, sino porque les
antojaba hacerlo, y en tantos lugares y partes que sería largo de con-
tar. Y yo vi que los españoles les echaban perros a los indios para que
los hiciesen pedazos, y los vi así aperrear a muy muchos. Asimismo,
vi yo quemar tantas casas y pueblos, que no sabría el número según
eran muchos. Asimismo, es verdad que tomaban niños de teta por
los brazos y los echaban arrojadizos cuanto podían, e otros desafue-
ros y crueldades sin propósito, que me ponían espanto, con otras in-
numerables que vi que serían largas de contar.

Hubo otros testimonios, con el correr de los siglos, que no dejaron


duda de los horrores cometidos. Uno particularmente revelador es el de
Sir Reginald Enock, viajero y explorador británico, en su Introducción al
libro de Walter Hardenburg, The Putumayo, the Devil’s Paradise, publi-
cado en Londres en 1912.

Además de las consideraciones topográficas, los macabros hechos en


el Putumayo son, en alguna medida, el resultado de un siniestro ele-
mento humano ––el carácter español y portugués––. Los notables ras-
gos de insensibilidad en relación al sufrimiento humano que los ibé-

126
ricos de Portugal y España ––ellos mismos mezcla de moros, godos,
semitas, vándalos y otros pueblos–– introdujeron en la raza latinoa-
mericana son mostrados aquí en toda su intensidad, y, a la vez, au-
mentada por cualidades hispanas. Los españoles consideran a los in-
dios, a menudo, como animales. Otros pueblos europeos pueden
haber abusado de los indios de América, pero ninguno posee la pe-
culiar actitud española hacia ellos, que consiste en considerarlos co-
mo si, en realidad, no fueran seres humanos. En la actualidad, los es-
pañoles y los mestizos se refieren a los indios como animales. En mis
viajes por el continente americano he podido comprobar que, Perú
y México, ante una crítica mía por el maltrato a los indios, siempre
tuvieron una respuesta áspera: “Son animales, señor; no son gentes”.
La tortura y la mutilación del indio, para ellos, no guarda diferencia
con la que podría infligirse a un buey o a un caballo. Esta actitud
mental ha sido bien demostrada en el bárbaro sistema de trabajo for-
zado en las minas, durante los virreinatos del Perú y de México, don-
de los indios eran conducidos a las minas por hombres armados y
marcados en la frente con hierro candente. Cuando desfallecían co-
mo consecuencia del cansancio, lo cual era frecuente, sus cuerpos
eran arrojados a un costado y reemplazados por otros indios. Estos
procederes durante la época de los españoles tienen su contraparte,
hoy en día, en el Amazonas. Existe aún un rasgo en el latinoameri-
cano que para el modo de pensar anglosajón resulta inexplicable. Se
trata del placer que produce la tortura del indio como mera diver-
sión y no como venganza o “castigo”. Como se ha visto en el Putu-
mayo, y como ha sucedido en otras partes en diferentes ocasiones,
los indios han sido abusados, torturados y asesinados por motivos
frívolos ––es decir, por diversión––. Por lo tanto, a los indios se les
dispara deportivamente para hacerlos correr, o como ejercicio de ti-
ro al blanco, o se los incinera impregnándolos de combustible y pren-
diéndoles fuego para contemplar su agonía.
Este amor por infligir la agonía por razones puramente deportivas es
un curioso atributo psíquico de la raza hispana.

Cabe preguntarse, entonces, por qué el indio amazónico no se rebe-


ló ante la llegada del hombre blanco. Se necesitaba algo más que un
Winchester y un barco a vapor para controlar vastas zonas dominadas,
durante siglos, por etnias aborígenes que conocían la selva ––y sus pe-
ligros–– a la perfección. Quién podía superarlas en conocimientos, en
supervivencia, en el ancestral tratamiento de enfermedades. Quién, en
definitiva, era más capaz: un indio que se deslizaba con notable sagaci-

127
dad y pericia por la selva, sabiendo dónde debía pisar, o un blanco arma-
do. El problema fue que este último iba acompañado de indios que tam-
bién conocían la selva. También tuvieron su peso ciertos costados antro-
pológicos que explicaban ––y justificaban–– la aparición del hombre
blanco. Para los Yaguas, etnia de la cual descienden numerosas tribus,
entre ellas los huitotos, la tradición oral tenía una relevancia superlativa.
Se llamaban a sí mismos nihamwo, o el pueblo. Aquellos que no com-
partían sus creencias y estilo de vida, eran denominados munuñu o sal-
vajes. Las inevitables guerras tribales desplazaron a varios grupos étni-
cos a latitudes andinas, o al Amazonas brasileño, y la cultura yagua
imperó en la región. La aparición del blanco fue interpretada como un
vengativo regreso de aquellos que habían sido expulsados, y los yaguas
aceptaron su presencia y violencia al reclamar el lugar que les había per-
tenecido.
Además, existieron otros motivos relacionados con la fuerza laboral
y el crédito bancario, con la violencia, la esclavitud, y una irresistible ma-
teria prima: el caucho. Sería imposible entender qué sucedió en el Putu-
mayo, sin conocer la operatividad comercial, sus exigencias y lo que fue
la realidad. Quien se iniciaba en la extracción del caucho debía forzosa-
mente recurrir a las grandes firmas comerciales de Iquitos o de Manaos.
Quienes no contaban con los medios económicos necesarios, dependían
del crédito para adquirir avíos, así como para contratar indios catequi-
zados o mestizos que extrajeran la materia prima. Al inicio de la activi-
dad cauchera, bastaba la palabra de quien solicitaba el crédito. Luego,
los financistas exigieron garantías. ¿Qué podía dar un cauchero como ga-
rantía? Lo primero que viene a la mente es la tierra que explotaba. Sin
embargo, hasta que se aprobó en el Perú la Ley de Terrenos de Monta-
ña, en 1898, era difícil acceder a un título de propiedad de tierra amazó-
nica ya que no estaba en venta, sino en concesión. Ni siquiera después
de aprobada la ley los capitalistas se avinieron a aceptar la tierra como
garantía. Este sistema, que rigió en el Perú, no se aplicó en el Brasil.
Pero existía otra garantía que suplantaba la que otorga en el resto del
mundo la tierra: se trataba de los peones, o trabajadores, que poseyera el
cauchero. Ninguna casa comercial aviaba a aquellas estaciones cauche-
ras que carecieran de personal. Y, como si los seres humanos equivalie-
sen a dinero o a mercancías, se transfería o vendía su deuda, con una qui-
ta de alrededor del veinte por ciento. Claro que no todos los peones que
pertenecían a un empresario del caucho eran iguales, a pesar de la famo-

128
sa frase en boca de los productores de látex de Loreto a comienzos del
siglo XX: “el único capital es el personal”. Había indios civilizados y otros
salvajes y la riqueza cauchera del Putumayo dependía esencialmente de
una mano de obra virtualmente esclava. La primera, como ya hemos se-
ñalado, era catequizada; la segunda, tribal. Fernando Santos Granero y
Frederica Barclay lo analizan en La frontera domesticada.

En razón de la continua expansión de la economía gomera, la incor-


poración de frentes de extracción nuevos y remotos, y las altas tasas
de mortandad prevalecientes entre los extractores, la mano de obra
civilizada se hizo cada vez más escasa y, en consecuencia, aún más
valiosa. Fue en estas circunstancias que los patrones intentaron re-
clutar indígenas tribales para incorporarlos al trabajo de extracción
de gomas. Aunque las correrías1 eran efectivas para la captura de mu-
jeres y niños, obviamente no proporcionaban de manera inmediata
el tipo de trabajadores que los patrones gomeros requerían. El esta-
blecimiento de buenas relaciones con influyentes jefes indígenas de-
mostró ser un medio más eficaz para reclutar indígenas tribales. Sin
embargo, éstos tenían la importante desventaja de no estar acostum-
brados a realizar las tareas monótonas y repetitivas que exigía la eco-
nomía gomera, y particularmente la extracción de hevea. Otra des-
ventaja residía en el hecho de que los indígenas tribales no tenían
una fuerte dependencia respecto de los bienes industriales. Estos fac-
tores hacían que los indios salvajes fueran menos valiosos que los ci-
vilizados.
Cuando el deseo de obtener objetos manufacturados no era tan apre-
miante como para poder retener a los indígenas tribales como peo-
nes, los patrones recurrían a otros medios, mayormente violentos. El
uso de la violencia y el terror contra los indígenas tribales tenía un
doble propósito: obligarlos a laborar en forma permanente y, más im-
portante aún, imponerles una nueva disciplina de trabajo.

En la superficie existía una transacción perfectamente articulada ––al


menos, en términos laborales–– entre el cauchero y el indio a través del
sistema de enganche y habilitación. Como ya hemos visto, las grandes
firmas comerciales de Manaos y de Iquitos “habilitaban” ––otorgaban
crédito–– al cauchero que demostrara que disponía de peones en su sec-
ción gomera. Por lo tanto, el propietario de una sección cauchera debía
primero seducir a quienes extraían la materia prima, es decir, al indio, a
través de productos que le eran absolutamente indispensables (fusiles,

129
machetes), como también otros que eran superfluos. Este sistema, más
cercano a una economía de trueque que a un auténtico capitalismo, fun-
cionó relativamente bien con los primeros caucheros colombianos del
Igaraparaná y del Caraparaná. La llegada y el copamiento del Putumayo
por parte de Julio César Arana cambiaron las reglas de juego, introdu-
ciendo la violencia y el terror, pero sin desvirtuar la transacción entre pa-
trón y peón. Es interesante lo que afirman, al respecto, Fernando Santos
Granero y Frederica Barclay en la obra ya citada.

El hecho de que el sistema de habilitación continuara vigente en me-


dio de un clima de extrema violencia y crueldad contra la mano de
obra indígena ha llevado a Michael Tausssig (en su ensayo Chama-
nismo, Colonialismo y el hombre salvaje) a afirmar “por qué esta fic-
ción de intercambio ejerció tanto poder es una de las grandes rare-
zas de la economía política y hasta hoy no ha habido manera de
desentrañar la paradoja de que aunque los comerciantes gomeros se
esforzaron incansablemente por crear y mantener esta realidad fic-
ticia, estuvieron igualmente dispuestos a sacrificar el cuerpo de un
deudor”. La respuesta a esta aparente contradicción es que la habili-
tación y el terror no eran mecanismos antitéticos y que ambos eran
necesarios para asegurar que los indígenas tribales continuaran tra-
bajando en la recolección de jebe débil. Si Arana mantenía la ficción
de habilitación e intercambio era porque estaba consciente de que,
aun en gran escala, el terror por sí mismo no sólo era demasiado cos-
toso (implicaba mantener un gran número de guardias armados, ca-
pataces y jefes de sección) sino que no podía garantizar el funciona-
miento del sistema.
Arana también era consciente de la fascinación que los bienes indus-
triales ejercían sobre sus peones huitotos, quienes necesitaban saber
que estaban recibiendo algo a cambio de la goma que recolectaban,
algo de gran valor simbólico que sólo pudieran conseguir trabajan-
do para su compañía.

A comienzos del siglo XX, el mundo ignoraba no sólo estos porme-


nores sino dónde quedaba el Amazonas. Distinto fue el caso del podero-
so mecanismo comunicacional que se puso en marcha en esa misma épo-
ca, para denunciar los horrores que se cometían contra los nativos que
obtenían marfil y caucho en el Estado Libre del Congo, propiedad exclu-
siva del rey Leopoldo II de Bélgica. Un convencido denunciador, Ed-
mund Dene Morel, consagró gran parte de su vida y de sus energías pa-

130
ra que el mundo supiera lo que verdaderamente sucedía en aquella in-
mensa región de África. Lo logró.
En la lejana Iquitos un periodista, editor de dos periódicos provin-
cianos e ignotos, y un joven ingeniero norteamericano se unieron para
que el mundo también estuviera al tanto de la degradación de la condi-
ción humana en las secciones caucheras de Julio César Arana.

En 1907, los periódicos de Iquitos eran un par de hojas impresas en


precarios talleres, con abundancia de noticias locales, algún verso escri-
to por una aspirante a poetisa, una ausencia casi absoluta de informa-
ción internacional, las inevitables noticias locales y ofertas comerciales.
Loreto Comercial y El Oriente (su nombre derivaba de la ubicación geo-
gráfica del Amazonas con respecto a Lima) vivían de la publicidad que in-
sertaban en sus páginas las principales casas comerciales. Ambos perió-
dicos tenían por benefactores a los empresarios caucheros que, a cambio
de publicar ––o más probablemente silenciar–– determinada información
volcaban una significativa cantidad de soles anuales en sus respectivas
arcas. Poner en tela de juicio los procederes empresarios de un Morey o
de un Arana hubiera equivalido a un suicidio económico. Por lo tanto,
lo que sucedía en el Putumayo ––y no porque se ignorara–– jamás se pu-
blicó, hasta 1907, en un diario local. Si bien ese río estaba a quince días
de navegación y se había transformado en un coto privado, era inevita-
ble que la información se filtrase. Los horrores en las plantaciones de
Arana fueron conociéndose paulatinamente a través de empleados, víc-
timas o los propios indios, que llegaban a la ciudad y narraban lo que ha-
bían visto, o les había tocado vivir. Pero la información que corre de bo-
ca en boca carece de la institucionalidad de la palabra escrita. Mientras
no se publicara lo que sucedía en el Caraparaná y en el Igaraparaná ––po-
sibilidad simplemente inexistente, dadas la corrupción, el cacicazgo y la
intimidación habituales en aquella época–– Julio César Arana podía dor-
mir tranquilo.
Pero en la modesta Iquitos un periodista se atrevió a revelar las atro-
cidades que cometía la Casa Arana. Ese hombre que ni siquiera figura en
los anales de la historia del Perú, se llamaba Benjamín Saldaña Roca. Ig-
noramos cuáles fueron los motivos que lo impulsaron a actuar. Posible-
mente se haya tratado de una combinación de nobles causas humanita-
rias, con afán de protagonismo y venganzas personales. Como sea, sus

131
revelaciones desencadenaron la incontenible catarata que terminó por
derribar de su pedestal a Julio César Arana. El 9 de agosto de 1907, Sal-
daña Roca presentó una denuncia penal ante uno de los juzgados del cri-
men iquiteños, dando los pormenores de las atrocidades que se cometían
en el Putumayo. El 31 de agosto de 1907, lo siguió con otra denuncia si-
milar el Agente Fiscal de Loreto, doctor Sánchez.
Pero la denuncia penal era un mero expediente en un juzgado, que
no tomaba estado público y que dependía de la discrecionalidad de un
juez, posiblemente influido por Arana. De nada servían esas atroces re-
velaciones si terminaban guardadas bajo llave en un expediente de un tri-
bunal. Pero Saldaña Roca dio con la idea de editar un periódico quince-
nal y reproducir textualmente la denuncia que había presentado en el
juzgado. Así surgió La Sanción, el primer órgano periodístico que se atre-
vió a desafiar a la Casa Arana y cuyo primer número, lanzado el 22 de
agosto de 1907, estremeció a los habitantes de Iquitos con estas palabras:

Señor Juez del Crimen: Benjamín Saldaña Roca, con domicilio le-
gal en la calle del Próspero número 238, a Vd. Digo: que en mérito
de los sentimientos de humanidad que me animan y en servicio de
los pobres y desvalidos indios, pobladores del río Putumayo y sus
afluentes, haciendo uso del derecho concedido en la segunda parte
del artículo 25 del Código de Enjuiciamiento, denuncio a los céle-
bres forajidos2 como autores de los delitos de estafa, robo, incendio,
violación, estupro, envenenamientos y homicidios, agravados éstos
con los más crueles tormentos como el fuego, el agua, el látigo y las
mutilaciones; y como encubridores de esos nefandos delitos a los se-
ñores “Arana, Vega y Compañía” y “Julio C. Arana y Hermanos”, je-
fes principales de los denunciados, quienes tienen perfecto conoci-
miento de todos esos hechos y jamás los han denunciado ni han
tratado de evitarlos.

No quedan ejemplares del primer número de La Sanción. Pueden ver-


se tres páginas de esa edición, reproducidas en Pobladores del Putuma-
yo, el libro del ideólogo comunicacional de Arana, Carlos Rey de Castro.
La portada y los contenidos del periódico, autodefinido como un “bise-
manario comercial, político y literario” son un buen ejemplo de cursi de-
clamatoria socialista decimonónica. Una oda publicada en sus páginas
declara:

132
Creó Dios el mundo con sus peces, flores,
arbustos, ríos, campos y animales;
dulce trino brindó a los ruiseñores,
de limpidez dotó los manantiales,
tierna tórtola canta sus amores,
dulce acento concede a los turpiales
y así, rindiendo al Hacedor tributo,
vuela el ave tranquila y pace el bruto.

Pero el verdadero valor de esa edición no radicaba en esos intentos


poéticos ––posiblemente debidos a la pluma del propio Saldaña Roca––
sino en una carta firmada por Julio F. Murriedas, un ex empleado de la
Casa Arana, donde contaba con pelos y señales las atrocidades del Pu-
tumayo. Tal como ocurrió a lo largo de los escándalos internacionales, la
defensa mediática de Arana se centró en la descalificación de sus denun-
ciantes. Carlos Rey de Castro insertó la siguiente nota en su libro ya men-
cionado, al pie de la página que reproduce la primera portada de La San-
ción: “Páginas 2 y 3 del primer número, que contienen los artículos con
que se inició la campaña contra la firma peruana J. C. Arana & Hnos.
Antes de iniciar esta campaña, el director de La Sanción escribió tres car-
tas al señor Julio C. Arana en solicitud de un puesto o de auxilio en di-
nero. Julio F. Murriedas, que suscribe uno de dichos artículos, fue con-
denado poco tiempo después a prisión en el Pará (Brasil) por estafa, y
figura como autor o cómplice de la falsificación de una letra de 830 li-
bras esterlinas vendida por W. E. Hardenburg al «Banco do Brasil», en
Manaos”.
Se suele hacer aparecer a Hardenburg y Saldaña como seres imbui-
dos de una inusual nobleza de espíritu y de incomparables ideales huma-
nitarios. No creemos que haya sido así. Que los horrores existieron en el
Putumayo no está en tela de juicio. Pero conviene recordar que Walter
Hardenburg no viajó a Sudamérica por razones meramente antropológi-
cas, sino con la vaga iniciativa de trabajar como ingeniero en el ferroca-
rril Madeira-Mamoré. Durante su descenso en canoa por el río Putuma-
yo, se transformó de algún modo en aviador, ya que su interés primario
era comerciar con los indios y no estudiar sus conductas. Tampoco con-
viene olvidar que el cauchero David Serrano, para proteger su plantación,
le ofreció a un precio irrisorio la mitad del negocio. Imaginemos, enton-
ces, a este norteamericano de veintiún años sintiéndose propietario de una

133
sección cauchera en el Amazonas denominada La Reserva, controlando
cómo se embarcaba el caucho y cuánto ganaría al ser vendido en Lon-
dres. Posiblemente, creyó tocar el cielo con las manos. Pero Julio César
Arana no sólo le arruinó el negocio, sino que también lo vejó hasta el pun-
to de casi hacerle perder la vida. Sin dinero, sin sus pertenencias que po-
día llegar a canjear por dinero u objetos, debió pedir trescientos dólares a
su padre y vegetar en Iquitos durante más de un año. Esto no desvirtúa su
accionar y hay que reconocerle que no estaba desprovisto de ideales.
El caso de Benjamín Saldaña Roca es diferente: hizo la denuncia pe-
nal, publicó la información de lo que sucedía en el Putumayo en La San-
ción y, luego, en su otro periódico, La Felpa y, de la noche a la mañana,
abandonó Iquitos ante los obvios peligros que corría su vida. Trabajó en
Lima como periodista y, pocos años despues, falleció en esa ciudad. Él
––no Hardenburg–– fue el primero que se atrevió a denunciar al hombre
más poderoso del Amazonas. ¿Qué sucedía en las secciones caucheras
de Arana en el Igaraparaná y en el Caraparaná? Hasta la aparición del
primer número de La Sanción, se trató de rumores; luego, los hechos se
perfilaron con aterradora nitidez y, en letras de molde, se nombró a los
responsables. Entre 1907 y 1915, se multiplicaron las denuncias, infor-
mes y libros sobre los crímenes del Putumayo; entre estos, innumerables
notas periodísticas en diarios europeos y norteamericanos, en particular
The New York Times. Fueron varios, también, quienes investigaron qué
sucedía en ese espacio del horror, entre los ríos Putumayo y Caquetá, que
correspondía al imperio de Arana: sir Roger Casement, que realizó una
investigación profunda en dos oportunidades, comisionado por el gobier-
no británico; el capitán Thomas Whiffen, que publicó un libro; Norman
Thomson, quien defendió sospechosamente la soberanía colombiana en
la región y no omitió ninguno de los horrores; el valiente juez peruano
Carlos A. Valcárcel y, naturalmente, Walter Hardenburg, que al publi-
car en la revista inglesa Truth, en 1909, The Devil’s Paradise: A British
Owned Congo (El Paraíso del Diablo: un Congo británico), logró que las
investigaciones revelaran al mundo cómo se trataba a los indígenas en
Sudamérica.
Conviene empezar por la denuncia penal que realizó Benjamín Sal-
daña Roca en un juzgado del crimen de Iquitos, reproducida en sus dos
periódicos y, también, en La Prensa, de Lima, el 30 de diciembre de 1907,
que la tituló “Actos Salvajes e Increíbles, una Denuncia Terrible”. Si Sal-
daña Roca se atrevió a llevar adelante su denuncia fue en parte porque

134
Julio César Arana, en agosto de 1907, se encontraba en Londres dando
forma a la Peruvian Amazon Company.

La perla de las posesiones caucheras de Arana, la que arrebató con


astucia, inescrupulosidad y violencia al colombiano Benjamín Larraña-
ga, se encontraba en el río Igaraparaná. Durante el carnaval de 1903, lle-
garon a esta sección ochocientos indios ocainas, víctimas del sistema de
enganche, para entregar el caucho que habían recolectado en los últimos
tiempos. Se habían internado en la selva, abriéndose paso con el mache-
te, derribando árboles para extraer el jebe débil o sernamby, realizando
el proceso de someterlo al humo para que adquiriese forma y consisten-
cia, limpiando las impurezas, armando el envoltorio final, parecido a un
gigantesco panal de avispas. Después de un período de trabajo inhuma-
no, de sol a sol, regresaban a la sección cauchera para entregar el pro-
ducto de su trabajo a cambio de baratijas o de algún fusil regulado para
que sólo disparara cincuenta cargas. Siempre quedaban endeudados. Ha-
bían sucumbido a la cultura del hombre blanco. Ese verano de 1903, lle-
garon ochocientos indios a La Chorrera que, si bien en ese año no per-
tenecía íntegramente a Julio César Arana ––aún estaba en sociedad con
Benjamín Larrañaga––, ya había impuesto sus capataces y sus métodos
laborales. Víctor Macedo era la máxima autoridad administrativa. Fidel
Velarde, su mano derecha, se encargó de recibir al contingente. El cau-
cho era rigurosamente pesado y pobre de aquel indio que no alcanzara
la cuota exigida. Veinticinco indios no lo lograron. Velarde y Macedo, cu-
yos salarios derivaban de un porcentaje del caucho recolectado, decidie-
ron darles un castigo ejemplar. Ordenaron empapar en querosén veinti-
cinco túnicas con las cuales envolvieron a los castigados y les prendieron
fuego. Todos trataron de llegar al río para sumergirse en esas aguas sal-
vadoras, pero, finalmente, perecieron. Estos capataces contratados por
Arana ––a pesar de que él siempre negó estar al tanto de las atrocida-
des–– actuaban con su pleno consentimiento.
Los capataces pasaban gran parte del día en estado de ebriedad. Ha-
bían transformado a las indias en sus concubinas creando verdaderos se-
rrallos. La denuncia de Benjamín Saldaña Roca es bastante explícita al
respecto. José Inocente Fonseca, como ya hemos visto, también trabaja-
ba en La Chorrera. Hacia 1902, disponía de más de diez indias huitoto
de entre ocho y quince años, que cumplían funciones de compañeras se-

135
xuales y de sirvientas. Un día Fonseca ingresó a su dormitorio y encon-
tró a una de sus hijas, Juanita ––la había tenido con una india llamada
Laura–– llevándose una colilla de cigarrillo que había encontrado a la
boca. Tránsito, la india que cuidaba a la niña, se había distraído momen-
táneamente. Fonseca extrajo su revólver y le descerrajó cinco tiros a la
niñera, matándola en el acto.
Estos crímenes y otras torturas que veremos oportunamente, eran
parte de la vida cotidiana. La falta absoluta de límites y de culpa trans-
formaba a las secciones en centros de exterminio, llegándose a la para-
dójica situación de que la máxima autoridad administrativa debía poner
freno a los empleados. Miguel Flores, apodado “la hiena del Putumayo”,
mató tal cantidad de indios que el propio Víctor Macedo le pidió mode-
ración. Tal desenfreno no sólo podía terminar despoblando la zona ––re-
duciendo la mano de obra–– sino que podía llegar a ser conocido en Iqui-
tos. La moderación consistió en solicitarle al capataz que se limitara a
exterminar a aquellos indios que no cumplían con su cuota de caucho.
Flores acató las órdenes de su superior y, en dos meses, apenas mató a
más de cuarenta indios. Pero si se pedía mesura en los asesinatos, había
vía libre para la tortura. Por lo pronto, la flagelación, que no bajaba de
los cien latigazos. Claro que no se trataba de utilizar cualquier látigo, si-
no uno de cuero de tapir, que producía las más horrorosas heridas. Al-
gunas víctimas sobrevivían, mostrando para siempre en su piel la célebre
“marca de Arana”. Otros quedaban tirados en el suelo, sin poder mover-
se. Con el correr de las horas, las heridas se les agusanaban. Morían len-
tamente, soportando atroces dolores y sin que nadie los auxiliara. Ya fue-
ra por instaurar el terror, o por puro instinto sádico, en La Chorrera había
otras maneras de atormentar a los indios: se les cortaba la nariz, o las
orejas, o varios dedos; en ocasiones, brazos y piernas, o se los castraba.
Esto ocurría en la perla de la corona, a orillas del Igaraparaná, don-
de atracaban los barcos de Arana, lo cual hubiera implicado cierta me-
sura o discreción. Es interesante, para conocer la estructura, el funciona-
miento y los códigos de un barracón o sección cauchera, reproducir la
información de José María Rojas G., en Indígenas en Colombia.

Al barracón lo rodeaba un amplio rastrojo; contaba con una gran ca-


sa de pilotes, donde residían el capataz y otros blancos. En la primera
planta de la casa se instaló la bodega, donde se almacenaba el caucho
(o, como algunos grupos lo denominaban, las “boas”). Todas las sec-

136
ciones disponían de cepos, ya sea en el área de la bodega, enfrente del
pórtico u otra zona de la casa. En muchos barracones se había cons-
truido también una “casa de muchachos”, una maloca donde residían
los indígenas al servicio de la compañía. En los alrededores del barra-
cón había con frecuencia cultivos u otros rastrojos, en los cuales mu-
jeres nativas trabajaban compulsivamente para alimentar el barracón.
En cada sección, además del capataz, habitaban otros “racionales” y
negros traídos de Barbados. El número de “racionales” era relativa-
mente reducido. En la Estación de la Sabana, había doce; en Entre
Ríos, once, y en Retiro, un guarismo similar. El capataz era el respon-
sable de toda la operación; algunos de los blancos contribuían a las
labores de vigilancia o tomaban parte activa en ciertas correrías pa-
ra reclutar por la fuerza a la gente indígena. Los negros de Barbados
tuvieron a su cargo diversas labores: la cocina, la ebanistería o, in-
cluso, la tortura de los indígenas. Los muchachos de servicio debían
controlar o supervisar las labores de extracción de caucho, visitar las
malocas o perseguir a los indígenas fugitivos que se resistían a traba-
jar el caucho.
Los indígenas habían sido reclutados mediante el “avance” o las “co-
rrerías”, es decir, mediante expediciones armadas, y luego forzados a
vincularse a la vida del barracón. Con frecuencia se llamaba a la gen-
te por intermedio de tambores manguarés para anunciar la fecha de
entrega de látex. Dos o tres veces por año, todos los indígenas se tras-
ladaban a La Chorrera, con el fin de transportar el caucho de mane-
ra que éste pudiera ser embarcado a tiempo en los vapores que lo lle-
varían a Iquitos.
Como se ha mencionado, el incumplimiento de las cuotas de caucho
establecidas unilateralmente por el cauchero se pagaba con castigos
en el cepo, mediante flagelaciones, la muerte individual o el asesina-
to masivo. A menudo se tomaba como rehén al jefe de una maloca o
a sus parientes más próximos para obligar al resto de la comunidad
a trabajar.
Cuando terminaba una entrega de caucho (“puesta”), la Casa Arana
entregaba en avance para la temporada siguiente hachas, monedas,
hamacas, pantalones, tazas y otras mercancías. ¡El volumen produ-
cido durante dos “fabricos”3 por un individuo era cancelado con una
hamaca o pantalón; un año de trabajo se pagaba con una escopeta!
Se estima que el sistema del barracón exterminó en un lapso de diez
años, es decir, en la primera década del siglo XX, un número de apro-
ximadamente 40.000 indígenas, cuya gran mayoría pertenecía a la et-
nia huitoto.

137
Imaginemos, entonces, lo que sucedía en alguna otra sección cauche-
ra, lejos de las grandes vías de navegación, literalmente perdidas en la
selva. Abisinia era, precisamente, una de ellas. Estaba ubicada entre los
ríos Igaraparaná y Caquetá, en las proximidades del río Cahuinari, y, co-
mo señalaba la denuncia de Saldaña Roca, allí se aplicaba una herra-
mienta de intimidación y tormento que era propia de todas las secciones
caucheras: el cepo. Hecho en madera, con aberturas mínimas para que
entraran las piernas y otras partes del cuerpo, estaban en las casas o al
aire libre, y ahí se dejaba al indígena durante días, a la intemperie, calci-
nado por el sol, atormentado por los insectos, los tobillos hinchados y
entumecidos por la presión que ejercían los agujeros de madera. También
se lo introducía en el cepo para azotarlo.
El capataz de Abisinia, Abelardo Agüero y su segundo, Augusto Ji-
ménez, aislados del mundo, de los vapores que pudieran llegar con pro-
visiones, del contacto con otros hombres blancos, tenían que encontrar
algún “entretenimiento” para soportar ese infierno amazónico dejado de
la mano de Dios. Elegían alguna víctima del cepo, lo liberaban y le orde-
naban que fuera a buscar, por ejemplo, yuca. Apenas el indio se había
alejado, alcanzando una distancia aceptable para un deportista, dispara-
ban sus Winchester hasta abatirlo. Pero este “deporte” resultó, con el
tiempo, monótono. El blanco era demasiado fácil, excesivamente volu-
minoso. Por qué no elegir, entonces, una presa menor y escurridiza. Por
qué no un niño. Después de todo, sus padres ya habían sido asesinados.
Pero esto también terminó resultándoles aburrido. Hacía falta más exci-
tación, más sangre, más locura. Basta de armas de fuego. Había que usar
el afiladísimo machete contra los más indefensos, lo cual transformaba a
la matanza en una suerte de fiesta orgiástica. Así llegaban a la casa prin-
cipal de Abisinia los indios ancianos y las indiecitas púberes, que eran
brutalmente violadas. Pero no era suficiente. Los machetes silbaban, y
rodaban cabezas y brazos. Ni Agüero ni Jiménez eran partidarios de la
cristiana sepultura: apilaban cadáveres, moribundos, cabezas y extremi-
dades, los rociaban con querosén y les prendían fuego. Pero también ter-
minaron aburriéndose de las flamígeras pilas de cadáveres y optaron
porque fueran los perros quienes se ocuparan de hacer desaparecer esos
despojos humanos.
Los habitantes de Iquitos deben de haber quedado estupefactos. Si
bien se rumoreaba lo que sucedía en las secciones de Arana en el Putu-
mayo, bien distinto era leerlo en un periódico, con nombres y lugares. Y,

138
como en toda ciudad chica y provinciana, la denuncia que reprodujo La
Sanción corrió como reguero de pólvora y es predecible que haya divi-
dido las opiniones, formándose dos bandos antagónicos. Imaginemos a
los caucheros ––los Hernández, los Morey–– cenando en un gran come-
dor, en aquellos enormes salones finiseculares colmados de frisos, corni-
sas y volutas, comentando durante las copiosas comidas que incluían no
menos de ocho platos regados con abundante vino y champán francés,
lo que se decía de un colega y amigo, Julio César Arana. No podían ver
con buenos ojos que lo que sucedía en el Putumayo hubiera salido brus-
camente a la superficie, a pesar de que ellos no cometían en sus planta-
ciones semejantes atrocidades. Si bien eran ajenos a las denuncias, no
era conveniente que el negocio del caucho fuera radiografiado de tal ma-
nera por un periodista local. Qué poco tacto. Qué imprudente. Iquitos
vivía del caucho. Acaso habrán pensado que nadie, fuera de la ciudad,
leería ese bisemanario de reducidísima circulación; quién podría darle
importancia a las denuncias de La Sanción.
Julio César Arana debe de haberse enterado de la aparición de ese
ejemplar inoportuno, justo cuando transformaba a Julio C. Arana & Her-
manos en la Peruvian Amazon Company, moviendo hábilmente los hi-
los en Londres. Es muy posible que no le haya dado importancia alguna.
Europa estaba a una distancia sideral del Amazonas. Era imposible que,
en Inglaterra, se enteraran de lo que había publicado un pasquín iquite-
ño. Él tenía su propio diario, El Loreto Comercial, y el apoyo de El Orien-
te para contrarrestar el ataque. Además, podía ejercer presión sobre los
jueces para que, llegado el caso, el expediente se archivara indefinida-
mente en el laberinto de algún juzgado.
Otros sectores de Iquitos, en cambio, se habrán horrorizado de lo que
leyeron aquel día. Algunos peones que habían trabajado en las secciones
caucheras de Arana habrán recordado aquellas matanzas y castigos te-
rribles, que no se atrevieron a denunciar. Los colombianos que vivían en
aquella ciudad posiblemente pensaron que se comenzaría a hacer justi-
cia, por el trato inhumano y los asesinatos de compatriotas en el Igara-
paraná y en el Caraparaná. Y los padres agustinos habrán agradecido que
el índice acusador de un periodista por fin había señalado a los culpa-
bles de los crímenes que se cometían en el Amazonas.
Benjamín Saldaña Roca no iba a detenerse. La denuncia hecha en
uno de los juzgados del crimen se basaba en la información suministra-
da por los testigos Juan C. Castaños, Julio Murriedas (oportunamente,

139
veremos la carta que publicó en La Sanción), Juan Vela, Reynaldo To-
rres, Pacífico Guerrero, Alejandro Arzola, Francisco Zegarra y Anacle-
to Portocarrera. Se trató de cartas enviadas a Benjamín Saldaña Roca,
en su gran mayoría certificadas ante escribano público, por ex emplea-
dos de la Casa Arana que presenciaron las atrocidades. Sería macabro
transcribir todas, pero, al menos, reproduciremos la que envió Anacleto
Portocarrera al editor, que se publicó en La Sanción el 29 de agosto de
1907.4

Iquitos, 7 de agosto de 1907.

Señor Benjamín Saldaña Roca:

Me he enterado de que está a punto de iniciar una acción legal de-


nunciando los hechos criminales llevados a cabo en las “posesio-
nes” de Arana, en los tributarios del río Putumayo, y como fui tes-
tigo de varias de estas tragedias, paso a relatarle que lo vi.
Apenas arribamos a La Chorrera, el señor Macedo nos derivó a la
sección de José Inocente Fonseca, que estaba entonces de correría.
Nos dieron para comer un poco de fariña y agua, mientras que Fon-
seca y sus concubinas comían en abundancia. A la noche pernocta-
mos en uno de los numerosos tambos (que son casas de paja vacías)
que hay en la región, armamos las hamacas, tomaron sus puestos los
centinelas, y, aquellos que no montaban guardia, se fueron a dormir.
A las pocas horas escuché que llegaba gente y entraron tres indios,
cada uno cargando sobre sus espaldas numerosos bultos pequeños,
envueltos en lo que parecían ser canastos. Se despertó al jefe y éste
les ordenó que abrieran los envoltorios.
Creí que se trataría de frutas o de algo parecido, pero mi horror no
tuvo límites al contemplar, en primer lugar, la cabeza de un indio;
luego, la de una mujer y, por último, la de un niño, entre las varias
que traían. El emisario, mientras desenvolvía el contenido, explica-
ba: “Esta es la de fulano de tal; esta, la de su mujer; la tercera, la de
su hijo”. Lo mismo hizo con las restantes. Fonseca, sin inmutarse,
como si se hubiera tratado de cocos u otras frutas, las tomó del ca-
bello, las examinó y, luego, las arrojó. No recuerdo, señor Saldaña,
el nombre de las víctimas, porque se trataba de nombres indios, di-
fíciles de memorizar. Esto ocurrió en Último Retiro, en marzo de
1906, entre la nación o subtribu de los pacíficos indios alfugas.
Durante el Sábado de Gloria, Fonseca observó a varios indios que
salían de la casa en busca de agua. Extrayendo su revólver y su ca-

140
rabina, se volvió hacia ellos, diciéndonos (estaban presentes Juan
C. Castaños, Pérez, Alfredo Cabrera, Miguel Rengifo, Ramón Gran-
da, Lorenzo Tello y otros capataces cuyos nombres no recuerdo).
“Obser ven cómo se celebra aquí el Sábado de Gloria”, vociferó,
mientras disparaba contra los indios, matando a uno de ellos e hi-
riendo a una muchacha de quince años. La joven no murió instan-
táneamente, ya que sólo había resultado herida, pero el criminal
Miguel Rengifo, alias Ciegadiño, la ultimó con una bala de su ca-
rabina.
Al regresar Fonseca de la correría, se dirigió hacia su vivienda. Vic-
toria, una de sus nueve concubinas, fue acusada de haberle sido in-
fiel en su ausencia. Encolerizado, Fonseca la ató a un árbol con los
brazos abiertos y, subiéndole la pollera hasta el cuello, la azotó con
un enorme látigo hasta que el cansancio lo hizo detener. Luego, la
puso en una hamaca ubicada en un galpón. Como las heridas no se
las curaron, a los pocos días se agusanaron; por último, siguiendo
sus instrucciones, la muchacha fue llevada afuera, donde se la mató.
Luis Silva, un negro brasileño, que en la actualidad trabaja en la sec-
ción Unión, ejecutó la orden. Después de asesinar a Victoria tal cual
lo describí, su cuerpo fue arrojado en la plantación de bananas.
La flagelación de los indios se lleva a cabo diariamente, y, de tanto
en tanto, algunos indios son asesinados.

Anacleto Portocarrera

El testimonio y la firma fueron certificados por el escribano público


Federico M. Pizarro.

Surgieron, entonces, nuevos horrores en otra sección cauchera deno-


minada ––irónica y cruelmente–– Matanzas, en el Igaraparaná. El man-
damás de ese centro de exterminio, Armando Normand ––mitad inglés,
mitad boliviano–– ni siquiera se molestaba en enterrar a los indios, sino
que simplemente los incineraba tras rociarlos con querosén. El proble-
ma es que se habían acumulado cientos de cadáveres, algunos aún en es-
tado de descomposición y una apabullante cantidad de huesos humanos.
Pero los azotes que Normand aplicaba con el látigo de cuero de tapir eran
su marca de orillo. Es oportuno reproducir un pasaje de la carta envia-
da a La Sanción por Julio F. Murriedas ––uno de los testigos–– publica-
da en el primer número del quincenario:

141
Lo que sí es cierto y me consta, es que en la sección Matanzas, su je-
fe Armando Normand aplica doscientos o más látigos, los que se dan
con toscos ronzales de cuero crudo a los infelices indios, cuando és-
tos por su desgracia no entregan periódicamente el número de cho-
rizos de goma con el peso que apetece al desalmado Normand; otras
veces, cuando el indio huye temeroso de no poder entregar la canti-
dad de caucho a que se le obliga, se agarra a sus tiernos hijos, se les
templa de pies y manos, y así, en tal posición, se les aplica fuego pa-
ra que con los cruentos dolores que les produce la tortura, digan dón-
de están ocultos sus padres.
En más de una ocasión, siempre por falta de peso en la goma, se les
dispara un balazo, o se les mutilan los brazos y piernas a macheta-
zos y se arroja el tronco en las inmediaciones de la casa, sucediendo
en más de una ocasión el repugnante espectáculo de ver paseándo-
se a los perros con un brazo o una pierna de estos desgraciados.

Armando Normand tenía veintidós años y fue el más sádico de todos


los capataces de Arana. De lo contrario, ¿cómo explicar que azotara a
un indiecito de apenas ocho años de edad y, que, ya moribundo, lo haya
mandado matar? Matanzas estaba en medio de la selva, lejos del río Iga-
raparaná y quizás esa lejanía contribuyó a que pocos la visitaran. Aun
así, es inimaginable que alguien que estuviera al servicio de Julio César
Arana, en alguna otra sección cauchera, pudiera ser indiferente ante se-
mejante carnicería. Imaginemos, por un instante, a un contingente de
peones que llegara hasta allí. Hubiera visto a decenas de indios con las
llagas abiertas pudriéndose al sol, agusanadas, despidiendo una intolera-
ble fetidez. Por más que la selva, las enfermedades, los insectos, el calor,
la humedad, las alimañas, el alcohol y la promiscuidad sexual atormen-
taran a sus moradores, no todos eran insensibles a esa clase de horror.
Algunos de quienes estuvieron en aquellos escenarios del horror se ani-
maron a firmar una denuncia ante un juez de Iquitos.
Como se dijo, Julio César Arana formó un estrecho círculo de cola-
boradores con sus hermanos y cuñados. Pablo Zumaeta, hermano de
Eleonora, fue su mano derecha durante varios años y hasta llegó a publi-
car, cuando se desataron los escándalos del Putumayo a partir de 1910,
un par de memoriales titulados Las cuestiones del Putumayo; Abel Alar-
co, casado con una hermana de Julio César, fue una figura clave dentro
del directorio de la Peruvian Amazon Company. Otro de sus cuñados, el
brutal y sifilítico Bartolomé Zumaeta, fue destinado a una sección cau-

142
chera perdida en la selva. Su crueldad fue legendaria y, a diferencia de
otros capataces ––entre ellos, Normand–– que lograron huir del Perú al
iniciarse las investigaciones, Bartolomé fue muerto en una emboscada
por un grupo de indios. En realidad, ni siquiera había sido nombrado co-
mo la más alta autoridad de una cauchería, por más geográficamente re-
mota que fuera, sino que apenas era un empleado subalterno de La Cho-
rrera. Su lascivia era legendaria. Apasionado por algunas indias, no pudo
tolerar la resistencia que le opuso a sus avances amorosos una de ellas,
que se llamaba Matilde. La tomó por la fuerza y, después, la flageló. Des-
pués la encerró, encadenada, en un depósito de caucho hasta que murió
de inanición.
La contradictoria relación entre los capataces, sus subalternos y las
indias asombra. Si bien el acto sexual en sí estaría desprovisto de todo
afecto, es inevitable que surgieran caricias o besos, al menos con alguna
india favorita, dentro de un ámbito de intimidad. Sin embargo, ni siquie-
ra esos sentimientos efímeros, eran capaces de despertar la compasión.
En Último Retiro, la más septentrional de las secciones caucheras de Ara-
na, en el río Igaraparaná, los celos o el amor no correspondido aunque
más no fuera con una indígena, podían desatar consecuencias abomina-
bles. El subjefe, de apellido Argaluza, sospechó que su amante, la indíge-
na Simona, tenía relaciones con un tal Simón, mucho más joven que él.
Argaluza ordenó a los negros barbadenses Stanley S. Lewis y Ernesto Sie-
bers que le dieran ciento cincuenta azotes a la infortunada. A continua-
ción, la encerraron en un cuarto sofocante, sombrío y húmedo, donde no
tardó mucho tiempo en agusanarse. Para qué dejarla vivir. Para qué so-
portar un olor nauseabundo al abrir la puerta. Mejor era matarla. El ca-
pataz ordenó a un empleado que lo hiciera, pero éste se negó. Argaluza,
tomando una carabina, le dijo: “Si no la matas, te mato yo a ti”. El em-
pleado no tuvo más remedio que obedecer.
Los párrafos finales de la denuncia de Benjamín Saldaña Roca reve-
laron escenas inverosímiles y horribles.

Pero lo que más llama la atención, señor juez, son las famosas corre-
rías que so pretexto de civilización realizan los bandidos del Putu-
mayo periódicamente y donde los mayores crímenes que registra la
historia de la Inquisición durante el reinado de Felipe II, son pálidos
ante los que se cometen en ese vasto y tétrico escenario de la crimi-
nalidad, ultraje inhumano de la civilización. Estas famosas correrías

143
que debieran ser perseguidas por todos los gobiernos honorables y
sus autoridades subalternas, se realizan en esta forma: el Capitán ge-
neral, o sea, el jefe de sección, ordena a sus empleados subalternos
a armarse y emprender viaje para buscar en sus naciones a los indios
que recogen el caucho que cada diez días deben entregar. Se dirigen
a la casa principal donde deben reunirse los indios para que entre-
guen el número de kilos que se les impone y si después del peso re-
sulta que faltan algunos kilos de productos, porque algunos indios
han dejado de entregar el total del que les corresponde, los que no
cumplieron reciben veinticinco latigazos de los negros barbadenses,
que sólo para este objeto, es decir, para el de verdugos, los han lle-
vado a esas regiones, quedando al décimo látigo desmayados como
consecuencia del intenso dolor que les producen sus heridas.
Otras veces a estas correrías dejan de asistir tres o más indios con
sus respectivas familias porque no han podido cosechar el caucho
que deben entregar; y en este caso el jefe que ha dejado la correría
(que se encuentra en la casa principal de los indios) da orden de que
tres o cuatro empleados civilizados se acompañen con diez o quin-
ce salvajes, enemigos de los otros salvajes que se persiguen y después
de algunas horas de pesquisas, el capitán indio que va amarrado sir-
viendo de guía delator, indica el lugar donde se ocultan los persegui-
dos. Entonces tiene lugar el cuadro más espantoso. La choza cons-
truida por los refugiados es de paja y tiene la forma cónica sin puertas;
el que dirige el asalto ordena sitiar la casa y, verificando esto, man-
da que dos individuos prendan fuego a la choza.
Como es de suponer, los indios sorprendidos emprenden la fuga por
efecto del incendio; y, entonces, los sitiadores descerrajan sus cara-
binas sobre los infelices que huyen, llevándose a cabo la más repug-
nante y horrorosa carnicería; y antes que termine el incendio de la
choza mandada asaltar encontrándose muchas veces en ella ancia-
nos, criaturas y enfermos que no pueden moverse, los que perecen
bajo el fatal machete del Putumayo.

La denuncia de Benjamín Saldaña Roca en el juzgado del crimen, y


la información sobre el Putumayo que publicó La Sanción y el periódi-
co que le continuó, La Felpa, no sólo escandalizaron a Iquitos, sino que
presionaron al juez que entendió la causa a ordenar el enjuiciamiento de
Julio César Arana, Pablo Zumaeta y Juan V. Vega. Sería extenuante se-
guir el inverosímil derrotero procesal del juicio, de las capturas que se
ordenaron y nunca se concretaron; de los caricaturescos procederes ju-
rídicos de la Corte de Iquitos. La maquinaria de la Casa Arana estaba

144
tan perfectamente ajustada, que mantuvo paralizado el juicio durante
cuatro años, en los que los integrantes de la Corte esgrimieron los más
absurdos recursos legales. En Iquitos, Julio César Arana no sólo era con-
siderado un patriota, un defensor de la soberanía peruana frente a las
pretensiones de Colombia, un civilizador de los indios caníbales. Tam-
bién corrompía a jueces, políticos, alcaldes, comisarios y funcionarios.
La Casa Arana volcaba miles de soles, en Iquitos, sobre la Cámara de
Comercio, la Municipalidad, la Junta Departamental, la Sociedad de Be-
neficencia.
El juez Carlos A. Valcárcel, en Los Procesos del Putumayo, revela có-
mo funcionaba la mencionada corte: “El 11 de diciembre de 1910, el fis-
cal de esa corte, Francisco Cavero, y los otros miembros de aquel tribu-
nal, haciendo alarde de su inmoralidad, y con menosprecio de la buena
sociedad de Iquitos, se reunieron públicamente y se entregaron a una de-
senfrenada orgía con las prostitutas de más baja ralea de la población”.
Valcárcel tenía información de primera agua y sabía exactamente lo que
había sucedido, lo cual no es de extrañar en una ciudad tan pequeña co-
mo Iquitos y ocupando el cargo de juez. La versión de la orgía en cues-
tión dada por El Oriente, que también respondía a los intereses de Ara-
na, fue bien distinta. El 12 de diciembre de 1910 informaba:

Ayer, el señor fiscal del Superior Tribunal, doctor don Francisco Ca-
vero, dio un soberbio almuerzo campestre. El lugar elegido no pudo
ser más pintoresco. Fue una huerta repleta de dracaneas, laureles y
caladeos. La mesa estaba llena de adornos, y desde que se sentaron
los comensales se principió a servir un menú abundante y exquisito,
y variados licores de las mejores marcas que existen en plaza, sin fal-
tar, por supuesto, la chicha, que fue aprovechada por todos con ver-
dadera avidez.
Presidió la fiesta el doctor Juan de la Cruz Peña, presidente del Tri-
bunal [¡tenía más de sesenta años!], estando a su derecha el doctor
César Morelli [miembro de la Corte] y, a su izquierda, los doctores
Francisco Cavero, Neptalí García y Vicente H. Delgado [también
miembros].
Una orquesta, compuesta por vihuelas y acordeón, amenizaba la fiesta.
Como a las tres de la tarde llegaron varias señoritas5 y comenzó un
animado baile.
Este banquete se debe a que el doctor Cavero se despide de este puer-
to, haciendo uso de su licencia que le ha dado el Supremo Gobier-
no, para que recobre su salud en la capital de la República.

145
Todos los invitados del doctor Cavero se retiraron muy satisfechos
de la pintoresca huerta, donde se pasó el día en medio de una felici-
dad completa.

Hasta tal extremo era escandalosa la conducta de la Corte de Iquitos


que el senador por el Departamento de Loreto (del cual Iquitos era la ca-
pital), doctor Eduardo Lanatta, en la sesión del Senado del Perú del 16
de agosto de 1910, afirmó con respecto a los integrantes de la misma: “Ya
se conoce, en Europa, quiénes son los verdaderos autores de los críme-
nes del Putumayo”. El 17 de agosto de 1913, cuando ya no quedaba du-
da alguna sobre las atrocidades en el Amazonas, cuando el escándalo lle-
gó al propio Parlamento británico, el mismo senador reanudó sus ataques
en un artículo publicado en el prestigiosísimo diario El Comercio, de Li-
ma: “Sólo en el Perú, merced a cierto grado de inmoralidad y a los sen-
timientos de injusticia que dominan, en la mayoría de los miembros de
la Corte de Iquitos, varios de los cuales han ido a Europa a curarse en-
fermedades contraídas en el curso de una vida de libertinaje, con el oro
sacado del Putumayo, quienes son los verdaderos culpables de aquellos
crímenes”.

Inicialmente, las autoridades de Lima no dieron importancia a las de-


nuncias de Saldaña Roca. El negocio del caucho era demasiado impor-
tante y rentable para las arcas de Estado. Pero la publicación en La Pren-
sa, de Lima, y otras informaciones aparecidas en diversos periódicos,
movieron al gobierno peruano a llevar a cabo una investigación, aunque
más no fuera para salvar las apariencias. Julio César Arana, desde Lon-
dres, había movido magistralmente los hilos en esferas peruanas, y lo se-
guiría haciendo en años posteriores: no había sector político, periodísti-
co o gubernamental adonde no llegara su mano dadivosa. ¿El gobierno
peruano quería llevar adelante una investigación? Pues bien: él contri-
buiría a la misma.
Una vez más, a mediados de 1908, dejó Londres, la paz de Biarritz,
a Eleonora y a sus hijos, para viajar a Iquitos. Su mujer, después de tan-
tos años, ya estaba acostumbrada a sus inveteradas ausencias, a su espí-
ritu combativo y, sobre todo, a tener que aceptar que jamás lograría apar-
tarlo del negocio del caucho. En su villa de la costa vasca francesa podía
darse el lujo de desplegar un estilo de vida que incluía una numerosa ser-

146
vidumbre. Alicia, Angélica, Lily, Julio César y Luis, sus hijos, recibirían
la mejor educación de tutores y profesores europeos. Si bien las tres mu-
jeres fueron formadas para las tareas hogareñas ––no se hubiera conce-
bido que estudiaran y, mucho menos, que trabajaran––, Luis estudió en
los Estados Unidos, en Massachusetts, donde se recibió de ingeniero en
minas, estudios que le permitieron, cuando se instaló definitivamente en
Iquitos, una exitosa carrera comercial y política.
La llegada de Julio César Arana del Águila Hidalgo a Iquitos, en abril
de 1908, debe de haber estado rodeada de una enorme expectativa. Ha-
brán abundado las invitaciones, las fastuosas cenas en el Gran Hotel, y
los imprescindibles encuentros políticos. En cuanto al quincenario La
Sanción y su continuador, La Felpa, habían dejado de aparecer en diciem-
bre de 1907. Su editor, Benjamín Saldaña Roca, ya no vivía más en Iqui-
tos, sino en Lima. ¿Había recibido él también dinero de Arana para que
mantuviera silencio? Nada de eso. Una tarde, una turba ingresó en los
modestos talleres gráficos de Saldaña, un pequeño edificio de una planta
en el número 49 de la calle Morona, y destruyó todo lo que pudo encon-
trar, arrojando a la calle tipos gráficos, pruebas de galeras e innumerables
papeles. El editor, un hombre delgado y de piel morena que ostentaba un
moretón debajo de un ojo, fue sacado poco menos que a empellones por
la policía, sin perder, en ningún momento, su aire de dignidad.
A todo esto, el gobierno peruano le encomendó al prefecto de Lore-
to, Carlos Zapata, y al cónsul del Perú en Manaos, Carlos Rey de Castro
(ya hemos visto que era el ideólogo de la Casa Arana en materia de co-
municación), que viajaran a las secciones caucheras del Putumayo para
verificar el trato que se le daba a los indios. Claro que, para llegar a ese
río, había que hacerlo en alguna embarcación de Julio César Arana, y él
mismo acompañó en el Liberal, el buque insignia de su flota, a los fun-
cionarios, escoltados por doscientos hombres y un jefe de la armada.
El muelle, en Iquitos, debe de haber estado atestado de curiosos. No
siempre el Liberal transportaba pasajeros tan ilustres para una misión tan
augusta. Porque la versión que echó a rodar Arana ––o Rey de Castro––
afirmaba que el viaje se realizaba para verificar, como dijo el propio Ara-
na ante la Comité Selecto de la Cámara de los Comunes británica “si la
defensa del país estaba en orden y tomar medidas para defender la re-
gión contra las invasiones y tropelías de los colombianos que se practi-
caban entonces constantemente dentro de ella. Se me pidió por el Pre-
fecto Zapata y por De Castro el acompañarlos, y un jefe de marina y

147
doscientos hombres, al mismo tiempo que varios otros oficiales acompa-
ñaron también la misión”.
Julio César Arana había dado vuelta la realidad. Hablaba de una mi-
sión y no de una investigación. Durante los quince días ––lo que deman-
daba el viaje a La Chorrera–– que pasó a bordo del Liberal, el prefecto
habrá dialogado, cambiado ideas y discutido temas con el cauchero más
rico del Perú. Cuando el rey del caucho se proponía seducir, resultaba
imbatible. La nave era una suerte de hotel de lujo flotante. El costo del
Liberal, puesto en el muelle de Iquitos, fue de siete mil libras esterlinas y
su mantenimiento anual alcanzaba las trescientas libras esterlinas, inclu-
yendo los sueldos de la tripulación.
Finalmente, llegaron a La Chorrera, en el río Igaraparaná. Era eviden-
te que algún mensajero se les había adelantado para que los responsa-
bles de la sección cauchera pudieran montar una escenografía destinada
a confundir al Prefecto y a las restantes autoridades. Se habrán suspen-
dido las ejecuciones, las torturas y las violaciones de las indias. Pero la
momentánea interrupción de las atrocidades no bastaba para ocultar las
huellas de las mismas. El juez peruano Rómulo Paredes, de Iquitos, que
fue el primer magistrado que se trasladó a la región para verificar si, efec-
tivamente, se cometían atrocidades, escribió en su informe después de
haber regresado de La Chorrera:

Raro es el indio huitoto, cualquiera sea su edad, que no conserve en


las nalgas huellas enormes, casi desuellos cicatrizados, producidos
por el látigo. Yo habré visto tres mil de estos desgraciados, que como
viven completamente desnudos están exhibiendo, de minuto en mi-
nuto, esa rúbrica, esa marca infame de sus dominadores.

Y Paredes continúa:

Los gerentes de las negociaciones del Putumayo nunca hicieron na-


da para reprimir el crimen. Parece que se temía el descubrimiento de
la verdad, creyéndose, sin duda, que el descubrimiento de ella era el
derrumbamiento del negocio. Todos se esforzaban por hacer intan-
gibles a los jefes, como si la desaparición de ellos significara la desa-
parición de las utilidades. Considerábanlos como imprescindibles,
como irreemplazables, pues tenían la clave que ya sabemos cuál fue,
del estado floreciente de los negocios; y refrenados en el crimen, hu-
bieran podido acabar con la empresa.

148
Ese apoyo, ese consorcio, ese convenio tácito del crimen, robustecie-
ron la impunidad, y los asesinos se ensañaban más, se alentaron más;
y siguieron imperturbables en la destrucción de los indios con tal de
conseguir la mayor cantidad de producción posible.

El caucho, en ese entonces, era denominado el “oro negro”, y hacía


honor a su apodo. Zapata también vio las cicatrices de los indios pero
nada dijo. Es evidente que, en el viaje de regreso en el Liberal, empresa-
rio y funcionario negociaron el silencio y disfrazaron la investigación de
acto patriótico y misión civilizadora. De todas maneras, la influencia de
Arana le alcanzaba hasta para designar funcionarios del gobierno nacio-
nal, como Julio Egoaguirre, un abogado menor de Iquitos, que, en 1908,
llegó a ser ministro de Fomento. Nada importaba que en los expedientes
judiciales de Iquitos aparecieran gravísimas omisiones cometidas por Za-
pata: los jueces eran amigos y sabían cómo archivarlos indefinidamente.
Tomemos, por ejemplo, los dichos de un testigo, don Isaac Escurra, que
declaró en Iquitos: “El prefecto Zapata, en 1908, vio las huellas de las
flagelaciones que conservan casi todos los indios de La Chorrera; y un
indio refirió a Zapata en su lengua, lo que fue traducido a Zapata por un
intérprete, que Alfredo Montt había cortado las cabezas de toda su gen-
te” (Foja 1311 del proceso). Un funcionario responsable hubiera ido al
fondo de la cuestión, actitud que no estaba en los planes de Zapata. Tam-
poco nada hizo cuando se enteró, a partir de una declaración, que un em-
pleado de La Chorrera, Reynaldo Torres, quería irse a Iquitos pues había
sido brutalmente golpeado por capataces, hasta el punto de haberle frac-
turado un brazo. El prefecto interrogó al gerente de la sección cauchera,
Víctor Macedo, acerca de esta declaración y su respuesta da una idea
cabal de los subterfugios a los cuales recurrían quienes manejaban el ne-
gocio del caucho. “Torres es libre para abandonar esa región ––alegó Ma-
cedo–– siempre que pague sus cuentas previamente.”
Como Torres no tenía con qué pagar, debió permanecer en el Putu-
mayo sin que Zapata hiciera nada por liberarlo. El sistema de enganche
y endeudamiento no sólo funcionaba con los indios.
Cuando Arana y Zapata regresaron finalmente a Iquitos, Carlos Rey
de Castro ya había diseñado, con la cursilería declamatoria de comien-
zos del siglo XX, una astuta campaña de prensa para convertir a los via-
jeros del Liberal poco menos que en héroes. Su pluma tenía tendencia

149
a la grandilocuencia, pero podía resultar convincente, sobre todo al lo-
grar que diarios de Lima ––gracias a los contactos de Arana–– reprodu-
jeran sus conceptos. Éstos publicaron, por ejemplo, que la Casa Arana
era una benefactora del Perú y que don Julio era una suerte de divini-
dad, calificándolo de bienhechor y bendito. Siempre en esa tesitura ob-
secuente, La Opinión Nacional, de la capital peruana, publicó un artícu-
lo el 12 de setiembre de 1908, a raíz del viaje al Putumayo del Prefecto
de Loreto:

Inexplicable parece que, en medio de las selvas, allá, donde apenas


se deja sentir la influencia gubernativa, se haya arrancado al salva-
jismo y se haya nacionalizado a millares de indios, hasta el punto de
influirles el amor al Perú y a su bandera, en cuya defensa han derra-
mado ya su sangre, poniendo a raya al invasor que intentó arrancar
por la fuerza ese rico pedazo del territorio nacional. ¿Cómo ha po-
dido practicarse tal solución? Lo que no hizo el gobierno lo ha he-
cho un solo hombre; y nosotros tenemos la satisfacción de dar el
nombre de ese buen peruano, que no es sino el Rey del caucho en el
Perú, señor don Julio C. Arana.

El rey del caucho amazónico obtuvo un resonante triunfo en mate-


ria de imagen. Pero fue una victoria pírrica. El 1 de febrero de 1908 Wal-
ter Hardenburg llegó a Iquitos a bordo del Liberal. El Iquitos al que lle-
gó Hardenburg no era un lugar acogedor. Las calles eran de tierra, lo cual
las transformaba en un lodazal durante gran parte del año. El automóvil
era prácticamente desconocido: a Iquitos se llegaba, como hoy, por río y
no por tierra. La prosperidad cauchera había permitido la construcción
de algunas deslumbrantes casonas, con fachadas de mayólicas portugue-
sas, que aún pueden apreciarse, algunas en un deplorable estado de aban-
dono. Pero el casco urbano era mínimo. Iquitos no tenía luz eléctrica, sis-
tema de cloacas, ni transportes públicos modernos.
Hardenburg vivió más de un año en Iquitos y algunas semanas en
Manaos antes de abandonar definitivamente el Amazonas, al cual jamás
regresó. Conocemos ese período de su vida por The River that God for-
got, que lo reconstruye a través de entrevistas con iquiteños y ––tal vez
con más seriedad–– con familiares de Hardenburg en los Estados Uni-
dos. Ese relato está teñido de maniqueísmo. Pero como no existe otra in-
formación más que la de Collier (sin duda, un excelente investigador),

150
no tenemos otra alternativa que atenernos a ella, aunque tomándola con
las inevitables reservas que surgen de un estudio desapasionado de los
hechos.
En cuanto Hardenburg desembarcó en Iquitos, se dispuso a asentar
sus reclamos contra la Casa Arana en el consulado de los Estados Uni-
dos. El cónsul ––honorario–– atendía en el edificio que formaba la esqui-
na de las calles Próspero y Morona.
La planta baja estaba ocupada por una tienda de modas femeninas
llamada A la Ville de Paris. En el primer piso atendía el doctor Guy T.
King, un odontólogo que hacía, a la vez, de cónsul norteamericano. No
es difícil imaginar la exaltación, el ánimo apasionado, el orgullo de co-
rrer el velo de lo que sucedía en el Putumayo, el deseo de conversar en
su propio idioma con un compatriota, que embargaban a Hardenburg.
Desde que partiera de Buenaventura, Colombia, había estado sujeto a
privaciones y vejaciones. Ahora se encontraba en su propio territorio, en
ese primer piso que era un pedazo de los Estados Unidos, con un hom-
bre que lo escucharía y que sabría qué decisiones tomar. King, sin em-
bargo, no se mostró impresionado. A medida que avanzaba el diálogo,
Walter fue descubriendo que el cónsul, diplomático al fin, no tenía inten-
ción alguna de involucrarse en los asuntos internos del Perú. El dentis-
ta-cónsul tenía un sentido pragmático de la vida en el trópico peruano y
sabía con quiénes debería lidiar si quisiera comprometerse. Lo primero
que le sugirió a Hardenburg fue que no enfrentara a Julio César Arana;
David y Goliat, simplemente, no existían en ese escenario. Pocos meses
antes ––en diciembre de 1907–– el anterior cónsul norteamericano en
Iquitos, Charles C. Eberhardt, había elevado un informe detallado al Se-
cretario de Estado de los Estados Unidos, en Washington, Elihu Root,
acerca de lo que sucedía en el Putumayo. En él, a la vez, se aconsejaba a
los inversores norteamericanos que se mantuvieran alejados de esos te-
rritorios que, al ritmo que iban las cosas, quedaría despoblado en menos
de veinte años.
De todos modos, King decidió ayudar al joven. Si quería recuperar
sus pertenencias, motivo por el cual su compañero de andanzas, Perkins,
había permanecido en el Putumayo, escribiría al cónsul norteamericano
en Lima, Leslie Combs, para que interviniera en su favor. Claro que, al
no existir todavía el telégrafo entre Lima e Iquitos, la carta podría demo-
rar meses en llegar. Mientras tanto, ya que Hardenburg estaba poco me-
nos que en la miseria, King le ofreció que se alojara en su casa, donde la

151
juventud era siempre bien recibida, ya que organizaba asiduas veladas
musicales donde los jóvenes iquiteños mostraban sus virtudes. La pro-
puesta fue aceptada y Walter, a través de la compañía naviera Booth, es-
cribió a sus padres, a los Estados Unidos, solicitando que le giraran tres-
cientos dólares de la suma que había enviado después de haber trabajado
quince meses en el Ferrocarril del Valle del Cauca, en Colombia.
Entretanto, esperaría en Iquitos a su amigo Perkins quien, segura-
mente, traería pronto sus pertenencias que habían quedado en Josa, y que
Miguel de los Santos Loayza, encargado de la sección El Encanto, sobre
el río Caraparaná, se había comprometido recuperar. Buscó, y consiguió
rápidamente, un empleo. Fue contratado como profesor de inglés del re-
cién inaugurado Colegio Secundario, en la calle Pastaza. Asistía al mis-
mo dos veces a la semana, con un salario de seis libras esterlinas men-
suales ––según consta en el Despacho de la Municipalidad de Iquitos––,
lo que constituía una miseria, pero era mejor que nada. Como era inge-
niero, también fue contratado para el diseño del nuevo hospital de Iqui-
tos, con un salario mensual de cuarenta libras esterlinas. Sin tener que
pagar hospedaje, esa suma le bastaba para solventar sus gastos. Según
Richard Collier ––quien no conoció a Hardenburg ya que éste falleció en
1942, pero sí pudo entrevistar a familiares próximos––, Walter vio, des-
de el balcón del doctor King, cómo sacaban a empellones a Benjamín
Saldaña Roca de donde imprimía, en ese entonces, La Felpa, y fue ese
hecho el que encendió en él una irrefrenable pasión por conocer la ver-
dad. ¿Qué decían esas publicaciones? King se limitó a responder que ca-
da empleado de la Casa Arana que era despedido, se dirigía a la impren-
ta para denunciar a esta empresa.
Lo que llama la atención en el relato de los hechos que hace Collier
es la curiosidad de Hardenburg por saber qué habían publicado esos bi-
semanarios. Él mismo había estado en el Putumayo, y supo exactamen-
te qué había ocurrido cuando los peruanos atacaron La Unión. Por otra
parte, el cauchero David Serrano ––su frustrado socio–– le había conta-
do con lujo de detalles cómo habían violado en su presencia a su mujer
y se habían llevado a Iquitos a su pequeño hijo poco menos que en con-
dición de esclavo. Hardenburg no dio ni un paso para dar con el parade-
ro del hijo de Serrano, lo cual habría sido fácil en una ciudad de diez mil
habitantes. Y en lo que a los indios del Putumayo respecta, ¿acaso no los
había visto moribundos, agonizantes, sin recibir ayuda de los empleados
de El Encanto? Conviene preguntarse, entonces, para qué necesitaba los

152
periódicos de Saldaña Roca. Más curioso, por cierto, es que no hubiera
visto ni un solo ejemplar de los mismos en todo Iquitos.
La presencia de Hardenburg en la casa del cónsul norteamericano
debe de haber sido incómoda para éste. Era un funcionario ad honorem,
ejercía la profesión de dentista y lo que menos deseaba es que se abriera
esa suerte de caja de Pandora que eran los territorios de Arana. Una y
otra vez le señaló al joven ingeniero que las leyes amazónicas ––las de
facto, no las que engrosaban códigos inaplicables–– no eran las que im-
peraban en los Estados Unidos; que Julio César Arana y su cuñado, Pa-
blo Zumaeta, a cargo de la Casa Arana en Iquitos, eran hombres peligro-
sos y que lo mejor que podía hacer era olvidar los periódicos y lo que
habían publicado. Hardenburg no se mostró demasiado agradecido cuan-
do publicó The Devil’s Paradise, en 1912: “Este caballero ––escribió, re-
firiéndose al cónsul King–– considerando única y exclusivamente sus pro-
pios intereses y olvidando las obligaciones que le imponía su cargo de
cónsul, sólo se contentó con felicitarme de haber salido con vida y no ha-
ber sido víctima de los asesinos de Arana. También me aclaró que nada
podía hacer por nosotros”.
Quizá su extrema juventud y su egocentrismo le impedían ver las li-
mitaciones a las que estaba sujeto el doctor King, en un escenario tropi-
cal donde rara vez imperaban las leyes. Hardenburg decidió seguir ade-
lante, irresistiblemente atraído por esa información. Está claro que lo que
lo impulsaba a encontrar esos ejemplares de La Sanción y de La Felpa
no era sólo el afán de recuperar sus pertenencias.
La historia ha sido pródiga con Hardenburg, a partir de que, en Eu-
ropa, logró que una revista inglesa publicara sus primeros artículos de-
nunciando los crímenes del Putumayo. Sin embargo, le ha rendido poca
justicia a su compañero Perkins. En realidad, éste fue quien peor lo pa-
só, ya que debió permanecer en El Encanto durante más de tres meses y
no precisamente en calidad de huésped. Lo que su amigo no sabía, mien-
tras daba clases de inglés en Iquitos, asistía a las veladas musicales del
cónsul King, e intentaba con desesperación obtener los ejemplares de los
periódicos de Saldaña Roca era que, en el corazón del Putumayo, los
acontecimientos habían puesto a Perkins en una situación desesperada.
Había contraído malaria que, progresivamente, minaba su salud con las
fiebres recurrentes, la anemia y la profusa transpiración. Solo en una sec-
ción cauchera del Caraparaná, atacado por una fiebre tropical, su situa-
ción no hacía más que agravarse.

153
El gerente de El Encanto, Miguel de los Santos Loayza, se había com-
prometido a recuperar las pertenencias de los dos jóvenes estadouniden-
ses y se dirigió por vía fluvial hasta Josa, sobre el río Putumayo, para
recogerlas. Es por eso que Perkins permaneció allí, sin embarcarse en el
Liberal con Hardenburg, en enero de 1908. Loayza no actuó movido por
la cortesía, sino por la curiosidad y la codicia. No le fue difícil descubrir
que ambos jóvenes no pertenecían a un sindicato norteamericano que te-
nía intenciones de iniciar negocios en el Amazonas, sino que habían si-
do empleados menores que trabajaron en la construcción de un ferroca-
rril en Colombia. Esto, sin más, significó que se adueñó de instrumental,
papeles, documentación y objetos personales. Apenas regresó de Josa con
las pertenencias, lo primero que hizo fue arrojar a Perkins a un calabo-
zo que debió compartir con otros presos. Durante tres meses, vivió en
condiciones infrahumanas, sin recibir quinina, sobreviviendo a una ali-
mentación miserable, soportando insultos y vejaciones de sus carceleros
y, lo más trágico, sabiendo que los presos de El Encanto que compartían
su celda eran implacablemente ejecutados. Loayza habrá pensado más
de una vez en eliminarlo. Era un testigo molesto de lo que sucedía en las
caucherías de Arana. Pero al fin y al cabo, era ciudadano de los Estados
Unidos. De modo que primó la prudencia. A fines de mayo, liberó al pri-
sionero y lo embarcó rumbo a Iquitos.
Cuando partió el Liberal de El Encanto, Perkins parecía un cadáver.
Pero el solo hecho de haber sido liberado, de alejarse para siempre de ese
centro de tortura, de saber que volvería a los Estados Unidos apenas zar-
pase el primer vapor de la Compañía Booth, sin duda le dieron las fuer-
zas necesarias para soportar los quince días de navegación hasta Iquitos.
Walter Hardenburg, mientras tanto, permanecía en Iquitos esperan-
do el regreso de su amigo y de su equipaje. Había nacido en él un senti-
miento irrefrenable: conocer a fondo lo que sucedía en las secciones cau-
cheras de Julio César Arana. Según Richard Collier, recorría los bares
indagando sutilmente a los parroquianos acerca de lo que habían publi-
cado los periódicos. Pero nadie parecía haberlos leído. La llegada de Per-
kins a Iquitos, a fines de abril, redobló la decisión de Hardenburg de lle-
gar al fondo de las cosas. Creyó, ingenuamente, que Julio César Arana,
por estar tanto tiempo en Europa y tan poco en el Amazonas, ignoraba
los martirios que imponían sus capataces a los indios y a los blancos. Su
indignación no tuvo límites al enterarse de que habían perdido todas las
pertenencias que los habían acompañado desde que salieran de los Es-

154
tados Unidos y no cejó en su afán de ser resarcido; de hecho, al cabo de
un año y medio, recibiría una indemnización de quinientas libras ester-
linas por parte del gobierno peruano.
En aquellos días aciagos en Iquitos, en plena época de lluvias, con
una humedad intolerable y las calles embarradas, ambos jóvenes se se-
pararon para siempre. Perkins odiaba el Amazonas y quería salir de allí
lo antes posible. No le interesaban sus pertenencias perdidas, ni las atro-
cidades a las que se sometía a los indios, ni los capataces de Julio César
Arana: había descendido a atroces abismos en El Encanto ––experiencia
por la cual no atravesó Hardenburg–– y deseaba hasta el punto de la de-
sesperación huir de todo aquello. La moral y la salud de Perkins estaban
tan minadas que Hardenburg, con parte de los trescientos dólares que ya
había recibido de su padre, le compró un pasaje en un vapor carguero
que partía hacia Norteamérica.
Perkins zarpó queriendo olvidar lo que le había tocado vivir y, cuan-
do el vapor hizo sonar la característica sirena que anuncia la partida, emi-
tiendo una nube de vapor, el destino de los dos muchachos quedó sella-
do: el que abandonaba el Amazonas desaparecería en la inmensidad del
territorio norteamericano. Se esfumó para siempre, sin haber formado
parte, como testigo, de las investigaciones que desataron los escándalos
del Putumayo. The Devil’s Paradise, en cambio, lo recuerda y, de no ha-
ber sido por este libro, nadie se hubiera enterado de su existencia. Har-
denburg, por el contrario, decidió seguir su lucha hasta las últimas con-
secuencias. Es aquí, entonces, cuando cabe preguntarse por qué lo hizo.
¿Es común que un muchacho que acaba de cumplir los veintidós años,
a pesar del ardor que otorga la juventud, resuelva lanzarse a una empre-
sa riesgosa como era investigar los crímenes del Putumayo? Posiblemen-
te necesitaba dinero y quería sacar partido de la expropiación de sus per-
tenencias por parte de Loayza. El padre de Walter, Spencer Hardenbergh,
era un modesto granjero de Youngsville, estado de Nueva York, al pie de
los Catskills, propietario de quince hectáreas, lo cual no constituía pre-
cisamente una fortuna. El detonante de lo que terminó convirtiéndose en
un escándalo internacional fue, pues, el modesto bagaje de instrumental,
armas, herramientas, documentación y otras minucias, a cambio del cual
Walter quiso obtener una indemnización. Curiosamente, nunca mencio-
na qué monto pretendía. Pero una carta enviada por Julio Egoaguirre,
abogado de Arana a Julio César Arana señala que Walter Hardenburg
exigía siete mil libras esterlinas en compensación por la pérdida de su

155
equipaje. Caso contrario, publicaría en Londres lo que sabía acerca del
Putumayo.
Siete mil libras ––de ser cierto el reclamo–– era una suma desmesu-
rada que nadie hubiera pagado en compensación por la apropiación in-
debida de objetos no demasiado valiosos. Salvo que existiera una carta
oculta que, puesta en juego, atemorizara al cauchero. Si nos atenemos al
perfil que traza Richard Collier de Hardenburg, esta posibilidad es ini-
maginable. Su infancia y adolescencia en Big Meadow, la granja que su
padre poseía en Youngsville, había sido edénica: ovejas que pastaban pa-
cíficamente en las ondulantes praderas; chapuzones con sus hermanos,
William y Wesley en Stump Pond; cacerías de conejos, ardillas grises y
gansos salvajes; una madre hacendosa, prototipo de las que ilustraban
los almanaques de aquella época, siempre ocupada en la cocina y en los
menesteres domésticos. Era impensable que un muchacho educado en la
rígida fe metodista, que se había suscripto a cuarenta periódicos que de-
voraba de cabo a rabo, y leía la prototípica obra antiesclavista y huma-
nitaria La cabaña del tío Tom, recurriera a la extorsión.
Al trazar la trayectoria de Hardenburg en su obra, Collier lo traslada
de los Estados Unidos a Colombia, sin explicar cómo llegó allí, ni dónde
había conocido a Perkins. Aparecen mágicamente navegando en canoa
por el río Putumayo, tal cual lo relata el joven norteamericano en su li-
bro The Devil’s Paradise. Sin embargo, una carta de un abogado inglés,
de apellido Blackburn, que éste puso a disposición de la Peruvian Ama-
zon Company al desatarse en Londres los escándalos del Putumayo, con-
tiene información que no coincide con la angelical visión de los mucha-
chos que transmite Collier. El documento en cuestión señala los pésimos
antecedentes tanto de Hardenburg como de Perkins en Sudáfrica ––don-
de aparentemente habían estado antes de dirigirse a Sudamérica––, país
en el que protagonizaron algunas estafas. Entrevistado por los directivos
británicos de la empresa, Blackburn ofreció cederles un expediente que
él mismo había iniciado en Sudáfrica contra los dos norteamericanos, co-
mo también pruebas acerca de supuestas fechorías de ambos en los Es-
tados Unidos.
El hecho es que existen motivos para pensar que Walter Hardenburg
actuó impulsado por el interés. Su permanencia en Iquitos durante un
año y medio, su ambiguo tránsito por Manaos, como veremos en su opor-
tunidad, y su obsesión por reunir toda la información posible sobre las
secciones caucheras de Arana y sus capataces, señalan un objetivo que

156
jamás desfalleció. Porque no sólo quería cobrar ––legítimamente, por cier-
to–– alguna suma por sus pertenencias perdidas, sino que surgió en él
otra iniciativa, una posibilidad que podría colocar en el plano mundial
lo que sucedía en ese oscuro río: escribir un libro. Y aquí sus motivacio-
nes deben de haber estado mezcladas. Lo habrán impelido las atrocida-
des presenciadas, la venganza por haber sido maltratado por Loayza en
El Encanto, las humillaciones que debió sufrir su amigo, el robo liso y lla-
no de sus pertenencias, su vocación para denunciar los crímenes del Pu-
tumayo. Pero también es de suponer que no querría regresar a Youngs-
ville con las manos vacías. De hecho, después de publicar The Devil’s
Paradise ––que fue el compendio de los artículos publicados en la revis-
ta Truth, en 1909–– vivía en Canadá, en Red Deer, entre Calgary y Ed-
monton, con su mujer y su hijo, lo cual significa que habrá cobrado sig-
nificativos derechos de autor. No habrán constituido una fortuna, pero,
al menos, le permitieron cierto grado de independencia.
De modo que conviene atenerse a los hechos y trazar con la máxima
objetividad posible su trayectoria en Iquitos. Sabemos que publicó un avi-
so en el periódico Occidente ofreciéndose como maestro de inglés, y que
tuvo bastante éxito, ya que congregó a catorce pupilos. Por esa época Ju-
lio César Arana llegó a Iquitos para acoplarse a la misión que llevó al Pu-
tumayo al prefecto de Loreto, Carlos Zapata, y al cónsul del Perú en Ma-
naos, Carlos Rey de Castro. Es de suponer que Arana estaba al tanto de
la presencia en la ciudad y, con anterioridad, en sus secciones caucheras,
de Walter Hardenburg, así como de que Perkins había estado encarcela-
do en El Encanto. Cuando finalmente estalló el escándalo, Julio César
Arana siempre calificó de chantajista a Hardenburg y atribuyó la campa-
ña en su contra al hecho de habérsele presentado la posibilidad de ha-
cerse socio de David Serrano en La Reserva.
Entonces se produjo un encuentro entre Arana y Hardenburg. Wal-
ter recordó este encuentro ante el Comité Selecto de la Cámara de los
Comunes, en 1913, pero ni él ni Arana dieron nunca pormenores del mis-
mo. El único que se explaya al respecto es Collier aunque no aclara el
origen de su información. Según su versión, Walter estaba convencido de
que el cauchero ignoraba las atrocidades que se perpetraban en el Putu-
mayo. ¿Cómo iba a saberlo, si no vivía en Iquitos, sino en Biarritz y Lon-
dres? Sus ocasionales viajes amazónicos eran breves, y hacía años que
no visitaba las secciones caucheras del Igaraparaná y del Caraparaná y
mucho menos las que se encontraban en el medio de la selva. Julio Cé-

157
sar Arana, para el norteamericano, era un empresario con poco o nin-
gún contacto con las realidades de la selva, más ocupado en hacer nego-
cios en Europa que en ríos infames. O Hardenburg era de una ingenui-
dad superlativa, o la historia ha sido deformada.
El norteamericano ––según Richard Collier–– decidió entrevistarse
con Arana al saber que éste había llegado a Iquitos. Se dirigió a la resi-
dencia del cauchero, en la esquina de las calles Próspero y Omagua. Ape-
nas atravesó el umbral del hogar de Julio César Arana, protegido por
puertas de rejas, batió palmas para anunciar su presencia y fue recibido
por un sirviente, quien partió a anunciar su visita al dueño de casa. Per-
maneció solo en ese amplio patio silencioso, protegido de los rigores del
sol del trópico por una gigantesca pomarrosa de frutos redondos y ama-
rillentos. No sabemos qué se proponía decirle a Arana, si había ensaya-
do su discurso o qué sentiría al conocerlo. Porque, sorpresivamente, lo
descubrió en el patio, de pie, y nunca olvidaría su carisma, el respeto que
imponía su mera presencia. Julio César Arana era imponentemente alto
y corpulento, con ojos negros y penetrantes. Su mandíbula era maciza,
su pequeña barba estaba prolijamente recortada, y ––lo más llamativo––
sus manos eran pequeñas, exquisitamente torneadas, casi femeninas.
––Pase, que Dios lo acompañe. Ésta es su casa ––dijo Arana, dándo-
le la típica bienvenida amazónica.
Pero esas fueron simples cortesías por parte del cauchero, que, pro-
bablemente, recelaba también de esa inesperada presencia. Arana no ig-
noraba el poder de ser europeo o yanqui en esas latitudes. La seguridad
y los intereses de estos ciudadanos eran de primordial importancia en
países exóticos y, en más de una oportunidad, habían justificado una in-
vasión. No era que Estados Unidos hubiera tomado semejantes represa-
lias apocalípticas ante la desaparición de un ciudadano en el Amazonas,
pero era un tema delicado: investigaciones, información en los diarios,
presiones diplomáticas, represalias gubernamentales. Probablemente, lo
mejor sería escucharlo y desarrollar su estrategia a medida que avanza-
ba el diálogo.
Pasaron al salón de recibo, bastante diezmado, por cierto, en materia
de decoración. Un sillón, un par de sofás de mimbre y el piano, en el cual
Angélica, una de las hijas de Arana, habrá deleitado a audiencias familia-
res con las inevitables galopas y valses. Hardenburg reconocería poste-
riormente que no estaba seguro de cómo encarar la conversación. Si bien
creía que el cauchero ignoraba lo que sucedía en su imperio, tampoco po-

158
día asegurarlo enfáticamente. El incidente con Benjamín Saldaña Roca y
su huida a Lima eran sugestivamente coincidentes con la llegada a Iqui-
tos de Julio César Arana. Prefirió ser prudente. Reclamó, con impecable
tacto, que hiciera algo para compensar el maltrato que él y Perkins ha-
bían padecido por parte de sus capataces, y que tomara una decisión con
respecto a la pérdida de sus pertenencias, donde había “valioso instru-
mental científico”. El dueño de casa contaba con una ventaja: estaba en
su propio territorio. Ese salón despoblado le pertenecía. Lo primero que
le preguntó a Hardenburg era qué había estado haciendo en el Putuma-
yo, qué lo había llevado a ese río remoto. La respuesta del norteamerica-
no fue en inglés, algo que no sería tolerado por Arana: lo interrumpió
bruscamente, mientras le mostraba los cinco dedos de una mano.
––One, two, three, four. That’s my English ––acotó Arana.
La conversación, a partir de ese momento, proseguiría en castellano,
y no porque el anfitrión ignorara el inglés. En realidad, era políglota, ya
que también dominaba el francés y el portugués. Pero no le iba a otorgar
a Hardenburg el beneficio de un diálogo fluido. En su torpe español, el
joven se atrevió a decirle que en La Reserva y en La Unión habían suce-
dido cosas malas. Arana asintió vagamente, afirmando que algo había oí-
do al respecto. Pero eso fue todo. No indagó, ni mostró interés en hablar
de lo que había sucedido en esos parajes selváticos. Walter tal vez sintió
que el diálogo se agotaba y que su interlocutor poseía un talento insupe-
rable para navegar en ciertas aguas, para evitar las esquinas peligrosas,
para escabullirse cuando la conversación se podía volver comprometida.
Lo más aconsejable era no mencionar más los acontecimientos que ha-
bía protagonizado, o lo que se había publicado con respecto a las atroci-
dades de sus secciones caucheras. Insistió, sí, en saber qué sucedería con
su extraviado equipaje. Arana prometió ocuparse, pero sin dar demasia-
das explicaciones y, mucho menos, permitir que se hablara de reparacio-
nes económicas. Sin embargo, antes de que partiera Walter, le deslizó una
pregunta que debe de haber activado las defensas del joven: ¿qué impre-
sión le quedaba de las condiciones que imperaban en el Putumayo? Har-
denburg no mordió el anzuelo. Desplegó un inusual sentido de la diplo-
macia, o, para utilizar un término más exacto, de la supervivencia.
––Será mejor que juzgue por usted mismo la próxima vez que viaje al
Putumayo ––respondió.
Mientras lo veía alejarse por la calle Próspero, Julio César Arana ha-
brá pensado que Hardenburg poco tenía de improvisado. Sin decir na-

159
da, había dicho mucho. ¿Habrá imaginado, aquella noche de mayo de
1908, que ese joven podía llegar a transformarse en un rival de primera
magnitud? Creemos que no. De lo contrario, hubiera pactado una suma
generosa por la pérdida de sus pertenencias y le hubiera regalado un pa-
saje en barco a Nueva York. Sacarlo, cuanto antes, de ese escenario ama-
zónico hubiera sido lo más inteligente. ¿Cómo se hubiera resistido, por
dar un ejemplo, a dos mil libras esterlinas y a una travesía marítima en
primera clase de regreso a los Estados Unidos? Con esa suma, podría ini-
ciar algún negocio en cualquier lugar del mundo y, su experiencia en el
Putumayo, pasaría a ser una mera anécdota. Y dos mil libras, para Julio
César Arana, era poco más que una propina. Creyó equivocadamente que
Walter era demasiado joven para que alguien lo tomara en serio, que ca-
recía de conexiones con esferas importantes. ¿Qué amenaza podía im-
plicar un norteamericano que se ganaba el sustento en Iquitos enseñan-
do inglés?
Fue el peor error de su vida. La próxima vez que se verían, sería en
un recinto ante una comisión del Parlamento británico, Arana en el ban-
quillo de los acusados, Hardenburg como testigo de cargo.

Tras su encuentro con Arana, Walter permaneció en Iquitos. Aún es-


peraba recibir una compensación por su equipaje. Prosiguió con sus ac-
tividades: enseñar inglés en el nuevo colegio secundario, instruir a sus
pupilos y asistir a las veladas musicales del cónsul-odontólogo Guy T.
King, en cuya casa seguía alojándose. No habían transcurrido tres sema-
nas, cuando una noche en la que el dueño de casa estaba ausente, reci-
bió una visita inesperada. Era la de un joven, Miguel Gálvez, que solía
asistir a las veladas del cónsul. El motivo de esa imprevista irrupción fue
el comunicarle a Hardenburg que, en realidad, era hijo natural de Ben-
jamín Saldaña Roca, que su padre se encontraba a salvo, en Lima, y que
había conseguido un trabajo menor como periodista en el diario La Pren-
sa. Y que antes de partir precipitadamente (la policía lo había embarca-
do en un vapor que se dirigía a Yurimaguas), había logrado poner a salvo
testimonios de ex empleados de la Casa Arana acerca de lo que sucedía
en el Igaraparaná y en el Caraparaná. Algunos se habían publicado en
La Sanción y en La Felpa; otros, aún eran inéditos. Su padre le había
encomendado esos preciosos testimonios, dándole instrucciones para
que los entregara a alguien que estuviera en condiciones de seguir ade-

160
lante con su lucha. Para Miguel Gálvez, Walter Hardenburg era la per-
sona indicada. El material se hallaba en casa de su madre, doña Amelia,
con quien Saldaña Roca había tenido varios hijos, el mayor de los cua-
les era Miguel Gálvez. Era un lugar seguro, ya que se trataba de una pen-
sión para obreros españoles cerca del puerto. ¿Por qué había elegido al
norteamericano para entregárselo? Pocos días antes, Gálvez había ido a
buscar una cerveza a un bar próximo a la pensión de su madre, y escu-
chó a Hardenburg hablar con alguien acerca de los periódicos editados
por Saldaña Roca, lo cual era rigurosamente cierto. Claro que, también,
podía ser un espía de Julio César Arana. Pero Walter confió en él. Con-
vinieron en que el encuentro en que Gálvez le entregaría el material se
llevaría a cabo al día siguiente, a las ocho de la noche, en lo de Juan Wu,
una despensa en el puerto, donde abundaban pequeños comerciantes chi-
nos y marroquíes.
El encuentro se realizó sin sobresaltos y el joven norteamericano re-
gresó a la casa del cónsul con los testimonios bajo el brazo. A la luz de
una lámpara de petróleo, en la soledad de su habitación, pudo verificar
que eran cartas, algunas inéditas, de ex empleados de la Casa Arana ––só-
lo dos estaban certificadas ante escribano público–– relatando los por-
menores de las atrocidades que cometían gerentes y capataces en la sel-
va, las que ya hemos expuesto al citar el libro del juez Carlos A. Valcárcel,
Los Procesos del Putumayo, basado en esas mismas denuncias. Hasta
ese momento, lo que realmente sucedía en los ríos Igaraparaná y Cara-
paraná, si bien era vox populi en Iquitos y hasta lo habían publicado dos
periódicos, para Hardenburg eran versiones orales, cuchicheos, presun-
ciones. Ahora, ante sus ojos, escritos de puño y letra, surgían esos rela-
tos del horror, de modo irrefutable. Temiendo correr peligro si ese mate-
rial era descubierto por algún sirviente pagado por Arana, Hardenburg
decidió que lo mejor sería fotografiarlo y devolverle los originales a Mi-
guel Gálvez. De modo que se dirigió a lo del fotógrafo Rodríguez Lira,
en plena calle Próspero, para que los duplicase. Pero el fotógrafo, apenas
comprobó de qué trataban las cartas, le dijo que jamás volviera a poner
un pie en su negocio.
Para quienes giraban en torno al caucho del Putumayo, desde Julio
César Arana en más, Hardenburg dejó de ser un pintoresco aventurero
para convertirse en una amenaza. Como es de suponer, el fotógrafo ha-
brá comentado esa insólita visita y, en Iquitos, las noticias corrían como
reguero de pólvora. No sólo los asalariados de Julio César Arana estaban

161
alertas, sino, también, el propio abogado del cauchero, el senador Julio
Egoaguirre que, casualmente, era alumno de Hardenburg, y tomaba con
él clases de inglés dos veces por semana. El canoso senador por Loreto
fue el primero en deslizar preguntas que apuntaban hacia un objetivo ca-
da vez más sospechoso: si pensaba escribir un libro acerca de sus expe-
riencias en el Putumayo. Walter negó, en varias oportunidades, haberle
revelado a Egoaguirre que, efectivamente, contemplaba la posibilidad de
escribir un libro. Sin embargo, ya señalamos que Egoaguirre le envió una
carta a Julio César Arana en la cual indicaba que Hardenburg aspiraba a
una compensación económica de siete mil libras por sus perdidas perte-
nencias. Caso contrario, revelaría, en Londres, lo que sucedía en el Pu-
tumayo.
Si nos apartamos, por un momento, de la imagen heroica de Walter
que proyecta Richard Collier ––la dedicatoria de su libro dice: “A la me-
moria de Walter Ernest Hardenburg, Hijo de la Libertad, 1886-1942”––
es inevitable que surjan ciertas sospechas sobre sus móviles. Es lícito que
alguien que ha sido testigo de algunos horrores y se ha enterado de otros,
aspire a escribir un libro en que denuncie los mismos. Pero a los veinti-
dós años, sin experiencia literaria ni periodística, no es fácil escribir un
libro. Los artículos firmados por él y publicados en la revista inglesa
Truth, al año siguiente, hacen sospechar que fueron escritos por un ghost
writer, es decir, por un profesional que pone en prosa la información que
alguien le da. Sin duda, en la mente del joven anidaban secretas ambi-
ciones. Ello explica su repentino viaje a Manaos, con el esfuerzo econó-
mico que le implicaba pagar viaje y estadía.
Pero antes de adentrarnos en este traslado amazónico, hay que seña-
lar que Walter había estado bastante ocupado, durante los meses de ma-
yo y junio de 1908, escribiendo cartas a supuestas víctimas de la Casa
Arana, para obtener más testimonios para su libro. El material que le ha-
bía brindado Miguel Gálvez era valioso; pero ya había sido publicado en
dos periódicos y las cartas estaban dirigidas a Benjamín Saldaña Roca.
Hardenburg se dio cuenta de que la credibilidad de las denuncias sería
mayor si las mismas aparecían en cartas dirigidas directamente a él. Ave-
riguó nombres y direcciones de todos aquellos que pudiesen relatar con
lujo de detalles lo que les había tocado vivir. Era importante que las car-
tas tuvieran fechas y firmas certificadas ante escribano público. Su estra-
tegia dio resultados: día a día recibía respuestas de personas que habían
conocido el infierno del Putumayo. Conviene reproducir, en toda su ex-

162
tensión, la que le envió Daniel Collantes, certificada ante el escribano pú-
blico Arnold Guichard.

Iquitos, 17 de mayo de 1908

Señor W. E. Hardenburg. ––Acabo de recibir su carta fechada en el


día de ayer, en la que me solicita información acerca de mi estadía
en el río Putumayo y, en particular, en lo que respecta a hechos que
he presenciado. Le informo que, durante mi estadía allí con una du-
ración de siete años, he presenciado crímenes, flagelaciones, mutila-
ciones y otros ultrajes.
En 1902, visité a los señores Arana en Iquitos y les pedí trabajo en
la actividad cauchera que, según se me había informado, se llevaba
a cabo en el Putumayo. Mi solicitud de empleo fue inmediatamente
aceptada por Julio César Arana, que prometió pagarme cuarenta so-
les al mes, además de buena alimentación, medicinas y pasaje de ida
y de vuelta. Quiero aclarar que estas promesas no se cumplieron, si-
no que ni siquiera fueron tomadas en cuenta. Fueron tales las con-
ductas extremas, que casi instantáneamente me convertí en un escla-
vo de la compañía.
Cuando llegué a La Chorrera, me asignaron a la chalupa Mazán, co-
mo fogonero, donde trabajé durante siete meses. Al final de este pe-
ríodo, Víctor Macedo me ordenó que dejara de trabajar en la chalu-
pa, ya que deseaba que iniciase un viaje a través de la selva para
ponerme bajo las órdenes de Elías Martinegui; pero como ya estaba
al tanto de los crímenes que se llevaban a cabo en plena selva, me
rehusé.
Eso fue suficiente para que se me tratara con extrema brutalidad. Por
este motivo, me colocaron una enorme cadena alrededor de mi cin-
tura a manera de atadura, y me confinaron, en absoluta soledad, en
una de las celdas de La Chorrera. Allí permanecí durante diez días,
custodiado por centinelas, que tenían órdenes de disparar si intenta-
ba protestar por estar encarcelado. Una vez, en mi agonía, intenté
hablar con Víctor Macedo, pero al escuchar mis quejas, ordenó que
se me dieran cien azotes y que me taparan la boca para no escuchar
mis gritos.
Gracias a algunos que estaban al tanto de mi inocencia y que protes-
taron, logré obtener mi liberación al cabo de diez días, pero con la
condición de que partiera de inmediato para ponerme al servicio del
criminal jefe de la sección cauchera Atenas, Elías Martinegui.
El día después de haber sido puesto en libertad, me puse en marcha

163
hacia esa sección, acompañado por Martinegui y su colega, O’Don-
nell. Después de una travesía de dos días llegamos a Atenas, y como
Martinegui ya estaba al tanto de que no me iba a poner al servicio
del crimen, me ordenó que realizara tareas en la casa. Al segundo
día, caí enfermo de reumatismo, probablemente causado por el en-
carcelamiento que había sufrido, pocos días antes, en una celda hú-
meda y sucia en La Chorrera. Esta enfermedad me dejó postrado du-
rante siete meses, y, de no haber sido por dos empleados colombianos
que se apiadaron de mí y me alimentaron cuando podían, hubiera
muerto de inanición.
Durante mi estadía en esta sección, los he visto asesinar alrededor
de sesenta indios, entre ellos hombres, mujeres y niños. Estos pobres
desgraciados, a quienes matan con armas de fuego, o cortándolos en
pedazos con machetes, son colocados en grandes barbacoas (pilas
de madera), adonde aseguran a las víctimas y luego les prenden fue-
go. Estos crímenes fueron cometidos por el propio Martinegui y por
varios empleados de confianza. Le he escuchado repetidamente de-
cir a este monstruo que cada indio que no trajera la cantidad de cau-
cho que se le ordenó extraer, iba a correr la misma suerte.
Ocho días después de este acontecimiento, Martinegui dio órdenes
para que un grupo de empleados se dirigiera a donde vivían unos in-
dios vecinos para ser exterminados, incluyendo mujeres y niños, por
no haber cumplido con la cuota de caucho que debían entregar. Es-
ta orden fue estrictamente cumplida, ya que el grupo regresó a los
cuatro días, trayendo dedos, orejas y varias cabezas de las infortuna-
das víctimas como prueba de que las órdenes habían sido ejecutadas.
Después de todos estos acontecimientos, obtuve permiso para dejar
esta sección y regresar a La Chorrera, a la que llegué después de un
penoso viaje que duró cuatro días. Como llegué en un estado físico
lamentable, debido a mi enfermedad y al viaje, se me ordenó ocupar
una de las celdas.
Tres días después de mi arribo, llegaron alrededor de cuarenta indios
ocainas en calidad de prisioneros, que fueron encerrados y encade-
nados en otra celda de mayores dimensiones. Hacia las cuatro de la
mañana del día siguiente, Víctor Macedo, jefe de La Chorrera, hizo
traer a dieciocho empleados de Sabana, y, al llegar, les ordenó que
azotaran a los infortunados ocainas ––que estaban encarcelados y en
cadenas–– hasta que murieran. Esta orden fue ejecutada de inmedia-
to, pero como muchos de los infelices indios no sucumbieron a los
latigazos y a los golpes, Macedo ordenó que sacaran a los indígenas
de las celdas donde se encontraban, los arrastraran a orillas del río y
les prendieran fuego. Estas órdenes fueron estrictamente obedecidas.

164
Alrededor de las nueve de la mañana, comenzaron a transportar el
combustible ––madera y querosén–– que sería utilizado para las cre-
maciones, y hacia las doce del mediodía, un tal Londoño, por orden
del criminal Macedo, les prendió fuego a las infortunadas víctimas
de la tribu de los ocainas. Esta pira humeante de carne humana si-
guió ardiendo hasta las diez de la mañana del día siguiente. Fue du-
rante el carnaval de 1903 que se llevó a cabo este repugnante acto
de crueldad, y el lugar elegido está a ciento cincuenta metros de lo
que es actualmente el “club” La Chorrera. Los altos empleados de es-
ta compañía, cuando se emborrachan, brindan con copas de cham-
pagne y las alzan en homenaje de aquel que demuestre que ha come-
tido la mayor cantidad de crímenes.
Pocos días después de este evento, fui a ver al jefe y administrador
del establecimiento, Víctor Macedo, y le pedí la liquidación de mis
haberes, ya que no quería trabajar más para esta compañía y desea-
ba regresar a Iquitos. La respuesta que me dio este miserable crimi-
nal fue amenazarme con más cadenas, con más cárcel, indicándome
que él era la única persona que daba órdenes en la región y que to-
dos los que vivían allí estaban bajo su comando.
Como consecuencia, tuve que abandonar La Chorrera y dirigirme a
Santa Julia, cuyo jefe era el criminal Jiménez, quien me ordenó que
fuera de inmediato a Providencia, donde volví a encontrarme con
Macedo. Me ordenó que comenzara a trabajar en Último Retiro, don-
de encontré al jefe, José Inocente Fonseca. Pocos días después de mi
arribo, mandó a buscar a indios chontadura, ocainama y utiguene;
veinticuatro horas después, centenares de indios comenzaron a apa-
recer en la casa, de acuerdo con las órdenes que había impartido. En-
tonces, Inocente Fonseca, tomó su carabina y su machete y dio co-
mienzo a la matanza de estos indios indefensos, dejando más de
ciento cincuenta cadáveres esparcidos en el suelo, entre hombres,
mujeres y niños. Esta operación la llevó a cabo acompañado por seis
de sus más confidenciales “secretarios”, como los jefes de sección de-
nominaban a sus asistentes, algunos de los cuales utilizaron carabi-
nas, mientras que otros optaron por el machete. Fonseca, con su ma-
chete de tamaño gigantesco, masacró a diestra y siniestra a estos
pobres desgraciados, bañados en sangre, mientras se arrastraban por
el piso pidiendo clemencia.
Una vez finalizada la tragedia, Fonseca ordenó que todos los cadá-
veres fueran apilados e incinerados. La escena fue aún más horrible,
porque apenas se cumplieron las órdenes para que se los quemara,
se escucharon gritos de agonía y de desesperación provenientes de
aquellas víctimas que aún estaban vivas. Mientras tanto, el monstruo

165
de Fonseca gritaba: “¡Quiero exterminar a todos los indios que no
obedecen mis órdenes con respecto al caucho que exijo que entre-
guen!”
Algún tiempo después, Fonseca organizó un grupo de veinte hom-
bres (cumpliendo órdenes de Macedo), comandados por uno de sus
secretarios de confianza, llamado Miguel Rengifo, con instrucciones
de trasladarse hasta el río Caquetá y matar a todos los colombianos
que encontrasen. También exigió que trajeran dedos, orejas y algu-
nas cabezas de las víctimas, preservadas en sal, como prueba de que
sus órdenes se habían cumplido. Al cabo de siete días regresó el gru-
po, trayendo los restos humanos que Fonseca había solicitado. Éstos
fueron remitidos a los célebres jefes de la compañía Víctor Macedo
y Miguel Loayza, para que comprobaran por sí mismos qué exitosa
había sido la misión.
El secretario, Rengifo, también informó a Fonseca que uno de los
guías indios que habían llevado consigo para descubrir el paradero
de los colombianos, no se había comportado como correspondía.
Esto bastó para que Fonseca lo hiciera colgar de una pierna, junto
con su pequeño hijo, de apenas diez años de edad. En esta posición
recibieron cincuenta latigazos cada uno, después de lo cual se solta-
ron las cadenas de las cuales estaban suspendidos para que cayeran
al suelo, estrellando sus caras contra el mismo. Apenas esto conclu-
yó, Fonseca ordenó a uno de sus empleados que tomara su rifle, los
arrastrara hasta un claro enfrente de la casa y les disparara, lo cual
se hizo.
Mientras esto se llevaba a cabo, una mujer india llegó desde Urania
para ponerse bajo las órdenes de Fonseca, pero, horrorizada ante es-
te espantoso espectáculo, intentó huir. Fonseca dio órdenes para que
cuatro de sus hombres tomaran sus armas, la persiguieran y la mata-
ran. Después de que la mujer hubo corrido alrededor de cincuenta
metros, huyendo del peligro, cayó muerta, atravesada por la descar-
ga de las armas de los cuatro empleados, alojándose las balas en la
cabeza de esta víctima inocente.
Para concluir con esta larga narración de los grandes crímenes del
Putumayo que he presenciado durante mi permanencia de siete años,
le daré los nombres de algunos otros monstruos que trabajan allí, y
estoy dispuesto a presentarme ante una corte de justicia. Estos dia-
bólicos criminales son: Arístides Rodríguez, Aurelio Rodríguez, Ar-
mando Normand6, O’Donnell, Miguel Flores, Francisco Semanario,
Alfredo Montt, Fidel Velarde, Carlos Miranda, Abelardo Agüero, Au-
gusto Jiménez, Bartolomé Zumaeta, Luis Alcorta, Miguel Loayza y
el negro de Barbados, King.

166
Por falta de tiempo, me resulta imposible relatar todos los crímenes
que estos criminales han cometido. Pero creo que si algún día fuera
llamado a declarar ante un tribunal, podría detallar los lugares, días
y horas en que inundaron la región del Putumayo con estos críme-
nes, no igualados en la historia del mundo entero, cometidos contra
hombres, mujeres y niños de todas las edades y condiciones.
Para concluir con esta narración, mencionaré algunos de los críme-
nes cometidos en Santa Catalina por el jefe de esa sección, Aurelio
Rodríguez. El 24 de mayo del año pasado (es decir, de 1907) este
hombre le ordenó a un compadre, llamado Alejandro Vázquez, que
reclutara a nueve hombres para dirigirse a la aldea de los indios ti-
racahuaca y tomar prisionera a una india que había estado con an-
terioridad a su servicio; apenas la capturaron, idearon matarla de la
forma más cruel que pueda imaginarse.
Habiendo recibido esas órdenes, el grupo se puso inmediatamente
en marcha y, al llegar a la aldea, tomó prisionera a la mujer. Después
de algunos minutos, mientras iniciaban el viaje de regreso, la ataron
a un árbol a la vera del camino, donde Vázquez ya tenía tres afilados
palos de madera, con temibles puntas…7 y, entonces, la mataron es-
trangulándola con una soga.
Estos son los crímenes que se cometen constantemente en el Putu-
mayo por los jefes de sección y sus asistentes, cuyos nombres he men-
cionado. Espero que este relato le ayude a que la justicia vuelva nue-
vamente a esta región.

Llama la atención, sin embargo, que cuando Roger Casement estuvo


en Iquitos, en setiembre de 1910, comisionado por el gobierno británico
para investigar los hechos del Putumayo, al entrevistarse con los escriba-
nos Arnold Guichard y Federico M. Pizarro, que certificaron los testimo-
nios de Anacleto Portocarrera y Daniel Collantes, respectivamente, no
recordaban para nada haber certificado testimonios de esas personas.
Hardenburg había logrado un primer paso de máxima importancia:
obtener cartas dirigidas a él, donde los firmantes narraban los horrores
del Putumayo. Pero faltaba el contacto personal con alguien que hubie-
ra presenciado atrocidades, el diálogo, la posibilidad de formular pregun-
tas y, sobre todo, encontrar a alguna persona que demostrara que Julio
César Arana y su hermano, Lizardo, estaban al tanto de lo que sucedía
en sus dominios. Fue entonces cuando Miguel Gálvez le reveló que su
madre, doña Amelia, recordaba a un hombre a quien Benjamín Saldaña
Roca había buscado infructuosamente como testigo: Aurelio Blanco, un

167
carpintero que había trabajado en el Putumayo para la Casa Arana, pe-
ro que, temiendo por su vida, se había establecido en Manaos. Era el úni-
co que había enfrentado en persona a Julio César Arana, acusándolo de
los crímenes en las secciones caucheras.
Así fue que, en junio de 1908, Hardenburg partió a Manaos a bordo
del Yavarí, un arquetípico vapor de esos años, impulsado por una rueda
que giraba en la popa, a encontrar a un carpintero que se llamaba Aure-
lio Blanco, que ni siquiera sabía dónde vivía o trabajaba. Debería nave-
gar mil seiscientos kilómetros por el Amazonas, río abajo, trayecto bene-
ficiado por tener la corriente a favor. Eran casi dos semanas de travesía,
pero imaginamos su excitación, su certeza de que habría de encontrarlo,
con la habitual omnipotencia que otorga la juventud. ¿Qué pretendía ha-
cer con tantos testimonios? ¿Un libro que se publicaría en Inglaterra, o
recopilar evidencias abrumadoras de la culpabilidad de los hermanos
Arana y venderlas ––a ellos, u a otros–– a un precio óptimo? Llama la
atención que, después de haber agitado un gigantesco avispero y conclui-
dos los escándalos del Putumayo en Londres, en 1913, regresara a Cana-
dá, a su granja en Red Deer, con su mujer y sus dos hijos y que jamás en
lo que restó de su vida ––para ser exactos, veintinueve años–– haya he-
cho ni el más mínimo esfuerzo para evitar, a través de la acción directa
o de instituciones, que se volvieran a repetir semejantes atrocidades en
el Amazonas, adonde jamás regresó. Un libro posterior que publicó en
1922, Mosquito eradication (Mc Graw-Hill, Nueva York), nada tenía que
ver con el calvario de los indios huitotos, sino que trataba de cómo ter-
minar con esos insectos.
Mientras navegaba a bordo del Yavarí, estaba lejos de imaginar el de-
senlace que acarrearía su investigación. Habían pasado seis meses desde
que la canoa que los transportaba con Perkins había ingresado en los te-
rritorios de Arana. La vida le había abierto perspectivas insospechadas y
aquí estaba, próximo a arribar a la gema del Amazonas, la ciudad de los
millonarios, que era Manaos. Walter desembarcó el 24 de junio de 1908,
es decir, el día que se celebraba la festividad de San Juan. Tal vez le impre-
sionó el edificio de la Ópera, su eclecticismo arquitectónico que configu-
raba una rara mezcla de estilos, y se habrá preguntado cómo una fachada
neoclásica, con frisos y columnatas, podía admitir una cúpula que parecía
salida de un cuento oriental. Pero en Manaos todo era admisible. Mendi-
gos, prostitutas, aves exóticas, carruajes ostentosos y hombres y mujeres
vestidos a la última moda poblaban esas calles falsamente cosmopolitas.

168
Se alojó en el Gran Hotel Internacional, en la Rua Municipal; en esos
momentos, habrá pensado si las treinta libras esterlinas que le costaría
este viaje, extraídas de sus magros ahorros, no habrían sido gastadas en
vano. Porque las primeras indagaciones para dar con el paradero de Au-
relio Blanco fueron abrumadoramente frustrantes: nadie lo conocía. Ha-
bía carpinteros en la ciudad, pero ninguno con ese nombre. En la aveni-
da Eduardo Ribeiro, Hardenburg descubrió las recién inauguradas
oficinas del ferrocarril Madeira-Mamoré, ya que parte de su trazado pa-
saba por territorio brasileño, y pergeñó una idea que podía darle resulta-
do: comunicarle al propietario del hotel en que se alojaba, Antonio Bor-
sa, que la compañía ferroviaria de Percival Farquhar, que construía ese
trayecto en la selva, le había encomendado contratar carpinteros y que
le habían hablado bien de un tal Aurelio Blanco. El dueño del Gran Ho-
tel Internacional se encogió de hombros, en señal de no conocerlo. Pe-
ro, según Richard Collier, apenas Hardenburg salió del hotel, Borsa par-
tió como un rayo a las oficinas de la Peruvian Amazon Company, en la
calle Mariscal Deodoro, para informar acerca de esta nueva presencia en
su establecimiento. Es posible que Julio César Arana, desconfiando de
este joven norteamericano que se había introducido de contrabando en
sus territorios, estuviera al tanto de sus movimientos a través de una red
de informantes. Es posible que supiera que había llegado a Manaos y tam-
bién que recordara a Aurelio Blanco. Quienes creen en la inocencia de
Walter en lo que respecta a su presunto espíritu de chantajista, alegan
que, al conocer al detalle sus movimientos, Julio César Arana pudo fra-
guar documentos y correspondencia falsa para incriminarlo.
Al atardecer del 24 de junio, Walter Hardenburg debe de haber esta-
do al borde de la desesperación. Solo en algún bar céntrico, tal vez pala-
deando una cerveza helada ––la Hanseática Pilsen era una de las prefe-
ridas–– habrá visto desfilar a una multitud de hombres rigurosamente
vestidos de blanco, de cuello duro y moño, así como también a indios y
negros sudorosos. En cuántos bares, en cuántos negocios habrá entrado
para preguntar por Aurelio Blanco, el carpintero que había desafiado a
Julio César Arana y que conocía las verdades acerca del Putumayo. A las
dificultades de esa búsqueda desesperada, habría que agregarle su abso-
luto desconocimiento del idioma portugués. Para colmo, el inevitable bu-
llicio que precedía a la celebración nocturna de la fiesta de San Juan, le
daba a la ciudad un aspecto aún más exaltado; no debemos olvidar que
Hardenburg había sido educado en la rígida fe metodista, con el horror

169
que siente el protestantismo ante los despliegues “paganos” que suelen
tener las festividades religiosas iberoamericanas. Los tranvías de Manaos
aportaban a la ciudad no sólo el transporte de pasajeros, sino su cuota
de ruido. Si bien eran eléctricos y el servicio se había inaugurado en 1896,
eran desmesuradamente tropicales: abiertos, sin paredes laterales, con
estribos que recorrían toda su extensión, no tenían la mínima protección
para los días de lluvia que, dicho sea de paso, eran muchos. Quizá, desi-
lusionado, subió a uno de ellos y recorrió la ciudad en busca de algún mi-
lagro. Habrá contemplado la abrumadoramente decimonónica Praça da
Policia, con sus canteros de hierba, pequeño estanque, árboles no dema-
siado antiguos y serpenteantes caminos poblados de estatuas, y, tal vez,
continuó hasta el fin del trayecto, en el cementerio São João no Alto do
Mocó. Fue, quizá, en esos momentos aciagos, al presentir que todos sus
esfuerzos habían sido en vano y que ese viaje sólo había contribuido a
mermar sus escasos ahorros, cuando se produjo el fiat lux.
Posiblemente haya visto entrar un entierro, con berlinas de color cao-
ba para los deudos, tiradas por caballos teñidos de negro, con sus corres-
pondientes penachos, y el carro fúnebre, un insólito baldaquín con rue-
das portando un ataúd. La revelación fue como un relámpago. Si bien en
Manaos todo era importado, dudó que los ataúdes lo fueran. Con la abun-
dancia de maderas que ofrecía la selva y con eximios carpinteros, era ab-
surdo pensar que eran traídos de Europa. Acaso Aurelio Blanco cons-
truía féretros. Esa corazonada lo impulsó a tomar nuevamente el tranvía
con rumbo a la ciudad para recorrer todas las funerarias. No se había
equivocado: en una de ellas le confirmaron que, efectivamente, existía un
carpintero, Aurelio Blanco, y que su taller estaba en las proximidades de
la Praça do Commercio. No tardó en llegar a ese sector de la ciudad, le-
jos de la sofisticación de las calles céntricas, donde encontró un modes-
to tinglado: en su interior, el calor no daba respiro y el olor a madera era
penetrante. Bajo la luz de un farol a combustible, un hombre que araña-
ba los sesenta años se empecinaba en rasquetear un tablón de madera.
Había encontrado a Aurelio Blanco.
El problema, ahora, era hacerlo hablar, entrar en confianza, extraer
todos los datos posibles, convencerlo de que, luego, autenticara su decla-
ración ante escribano público, tarea nada fácil por cierto. El carpintero
se habrá preguntado quién era ese extranjero joven y rubio que ingresa-
ba a su taller a esa hora de la noche, que no se había trasladado para ad-
quirir un ataúd, sino que le hablaba de Iquitos, de Benjamín Saldaña Ro-

170
ca, de las revelaciones y pruebas que tenía de la complicidad de Julio Cé-
sar Arana en los crímenes del Putumayo. Que le pedía explicaciones de
por qué había abandonado aquella ciudad, embarcándose rumbo a Ma-
naos, cuando pudo haber permanecido en Iquitos brindándole al perio-
dista una valiosísima información. Pero Blanco sabía que nada cambia-
ría en el Putumayo, aunque él hubiera conversado durante horas con
Saldaña Roca. Y ahora, aparecía un joven norteamericano deseoso de
conocer la verdad, de dialogar con alguien que hubiera conocido esos
meridianos del horror, de escuchar al único hombre que había enfrenta-
do a Julio César Arana. Un joven que, pronto supo, había también pade-
cido los maltratos de los empleados de la Peruvian Amazon Company en
el Caraparaná. La vida le daba nuevamente la oportunidad de hacer lo
que debió haber hecho dos años atrás y, acaso motivado por un insospe-
chado sentimiento de justicia, se avino a hablar con Walter Hardenburg.
Aurelio Blanco le relató a un joven ingeniero los hechos ––ciertos, ri-
gurosos–– de su experiencia en el Putumayo. Imaginemos el monólogo
––acaso alentado por la imprescindible botella de cachaça8–– de ese hom-
bre ya entrado en años, conmovido porque alguien se interesara por su
vida, al punto de navegar mil seiscientos kilómetros hasta Manaos, sin
siquiera saber si lo encontraría.

El río es como un imán irresistible, como una montaña a la que se


quiere llegar, que nos hipnotiza hasta el punto de no poder detener-
nos. Y una vez que se llega al Marañón, la única obsesión es alcan-
zar el Amazonas, con la absurda esperanza de que ese río dé una so-
lución mágica a nuestra vida. A cuántos escuché decir que había que
llegar a Iquitos, que había que dejar para siempre Yurimaguas, Tara-
poto o cualquier otro poblado que se encontrara en esas latitudes de
la miseria. A Iquitos no se llega: se va derivando, el río nos conduce
y nada nos detiene. No hay mujer ni trabajo que pueda disuadirnos.
Se termina llegando, porque el río nos arrastra, como si su corriente
arrasara con dudas, temores, incertidumbre ante lo desconocido. Pe-
ro no era Iquitos el destino final, sino un mero trampolín hacia otra
posible prosperidad que se había hecho carne en los que vivíamos en
la Amazonía. Había una palabra mágica en boca de todos, como si
se tratara de una inagotable cornucopia en plena selva, y bastase con
estirar la mano para abrir ese torrente inextinguible: Putumayo. Allí,
en la selva impenetrable, en tierras de nadie, estaba la esperanza. En
1906, hace apenas dos años, finalmente llegué a Iquitos. Yo nunca
había visto ciudad igual.

171
La calle del Próspero estaba adoquinada con fondos de botella de
champán francés; las fachadas de aquellas casonas solariegas tenían
ventanas enrejadas, fachadas de azulejos de Portugal, balcones de
hierro forjado. No había iquiteño, pobre o rico, que no mencionara
a don Julio. Qué patriota, señor. Gracias a él el Putumayo era nues-
tro y los colombianos tuvieron que retroceder a sus límites, a sus gue-
rras civiles, a sus pequeñeces. Gracias a él, el puerto de Iquitos esta-
ba vivo y repleto de caucho. En la ciudad, se lo consideraba un dios.
¡Con sólo una palabra suya surgían hospitales, escuelas y hasta ya no
había que ir a buscar agua al pozo! Quién no conocía la gloriosa Ca-
sa Arana, a don Julio, a don Lizardo, su hermano, si eran la médula
de Iquitos, los que habían echado a los extranjeros, y hasta el gobier-
no de Lima les debía que nuestras fronteras se extendieran hasta el
río Caquetá, ahora en poder del Perú, sin intrusos, sin colombianos
que nos robaran el caucho.

Aurelio Blanco detuvo el relato y se sirvió otra copa de cachaça. Las


fogatas de San Juan iluminaban sus ojos, que repentinamente parecían
haber vuelto a la vida, como si reviviera el pasado. Mientras apuraba la
bebida, su entusiasmo y su memoria hacían caso omiso del calor, del es-
trépito de petardos y fogatas, y sólo importaba hablar de lo que creyó que
sería sino un sueño, al menos un trabajo sólido en una compañía cuyo
director se había vuelto legendario.

El 15 de enero de 1904 entré en las oficinas de la Casa Arana y fir-


mé el generoso contrato que me ofrecían. No sospechaba que ha-
bía firmado mi propia condena. Aquel día me pareció tocar el cie-
lo con las manos, ya que finalmente había logrado trabajar como
carpintero en el Putumayo, en ese nuevo El Dorado, ganando el
equivalente a quince libras esterlinas al mes, incluyendo alojamien-
to y comida. Qué carpintero río arriba era capaz de ganar esa su-
ma. Ninguno, señor, se lo aseguro. Al día siguiente zarpé en el Li-
beral hacia Argelia, una sección cauchera en el Caraparaná. Yo
estaba acostumbrado a rudimentarias barcazas que remontaban los
ríos con pavorosa lentitud o a canoas en las cuales había que remar,
si se remontaba el río, junto a la orilla para evitar la desmesurada
corriente central. El Liberal era un barco en serio, una ciudad flo-
tante, un verdadero acorazado. Los días, mientras descendíamos
por el Amazonas, eran de absoluta placidez. Hasta nos permitían
pasear por la cubierta inferior y la superior. En la popa, estaba el
camarote de don Julio, que tenía un pequeño balcón que se asoma-

172
ba al agua, a la estela que dejaban las poderosas hélices. A los po-
cos días, divisé el Putumayo, donde ingresó el barco haciendo so-
nar la sirena de su única chimenea.
Era un río inexplicablemente distinto. No porque fuera topográfica-
mente opuesto a los demás, sino porque su densa selva, su misma im-
penetrabilidad, su espesa neblina matinal le otorgaban un aspecto
único, casi secreto. Y si habré visto ríos en esta Amazonía. No era el
Yavarí, ni el Purús, ni el Napo: tenía un sello propio que producía
una curiosa intranquilidad, un presagio incierto. Pero, claro, estaba
su deslumbrante belleza, los constantes recodos, casi exasperantes,
y esa vegetación de un verde tan particular que dudo que un pintor
la obtuviera en su paleta. A veces, era imposible permanecer en cu-
bierta, no por el calor, ni por la implacable humedad, sino por los vo-
races insectos que nos atormentaban día y noche, como si quisieran
impedir nuestro ascenso hacia Argelia. Sus costas, en cambio, eran
inexistentes, desbordadas por aquellos árboles gigantes, por ramas
que penetraban empecinadamente en el agua. Pero el Liberal era un
barco sólido como una roca, y si don Julio lo utilizaba para visitar la
región, nada había que temer. Al llegar a Argelia, me pareció casi un
milagro ver espacios verdes sin vegetación, y descubrir barracones
construidos sobre pilotes, protegidos por techos de palma.
Me habían contratado como carpintero para la sección cauchera
Puerto Colombia, que era la más septentrional de todas las seccio-
nes que poseía la Casa Arana en el Caraparaná. “Va a tener que es-
perar unos días, hasta que la lancha Junín lo traslade hasta Puerto
Colombia” ––me comentó el jefe de la sección––. Fueron seis días y
le mentiría si afirmara que vi atrocidades. Todo, salvo el despiadado
clima y los insectos, parecía normal. Por qué algunos padecían fie-
bres incontrolables y otros no, sigue siendo para mí un misterio, co-
mo si existiera una condena que se cernía sobre ciertos hombres. Los
he visto temblar convulsivamente, transpirar hasta el punto de la des-
hidratación, no tener fuerzas ni siquiera para mover un brazo. Y, sin
embargo, después de un tiempo, la fiebre cedía y volvían progresiva-
mente a sus tareas. Quizá fui un elegido de Dios: jamás padecí las
fiebres.
Por fin zarpamos rumbo a Puerto Colombia en una lancha, insigni-
ficante e incómoda si se la compara con el grandioso Liberal; estoy
seguro de que don Julio, o su hermano, don Lizardo jamás pondrían
el pie en una embarcación tan miserable. La tortuosidad del Carapa-
raná, de tantas vueltas que tiene, lo hacen asemejar a una gigantes-
ca serpiente acuática en perpetuo movimiento, y hasta su color ma-
rrón lechoso ––aguas, por cierto, cromáticamente distintas a las del

173
Putumayo–– es desagradable. Cuando divisé ese laberíntico curso de
agua, mi percepción se volvió aún más aciaga, como si nos adentrá-
ramos en latitudes misteriosas. Carecía del esplendor del Putumayo;
era notablemente más estrecho y pestilente, hasta difícil de navegar
por la cantidad de troncos y árboles que arrastraba la corriente, y la
lluvia que parecía nunca cesar. Hay un concepto erróneo en deno-
minar Putumayo a ríos que no llevan ese nombre, ni pueden compa-
rársele. En el estrecho, sinuoso, agobiante Caraparaná, el permanen-
te graznido de las aves ––no lo denominaría canto–– parecen advertir
al viajero peligros insospechados. Y ahí, en medio de esa selva den-
sa, estaban Puerto Colombia, y su jefe, Paulino Solís.
“Todavía no han llegado las maderas que pedimos, así que los depó-
sitos y las barracas adicionales tendrán que esperar”, me dijo. “Mien-
tras tanto, puede construir algunos muebles. Vea, ni siquiera tenemos
sillas y mesas en los edificios”. Puse manos a la obra, ya que necesi-
to estar ocupado en menesteres de mi oficio de carpintero y nunca
fui ocioso. Un día llegó un colombiano, Patrocinio Cuéllar, todavía
socio de don Julio en Puerto Colombia, y me preguntó si estaba con-
forme con mi trabajo y con el lugar, pregunta meramente formal, ya
que yo expresaba a diario mi entusiasmo y no me quejaba del clima.
El colombiano era joven y pretencioso, y simulaba interesarse por mi
trabajo, por el trato que recibía de mi jefe, Paulino Solís. ¿Por qué lo
hacía? ¿Quién era yo? Apenas un carpintero y le confieso que me
llamó la atención tanta consideración. Acaso, pensé, en las seccio-
nes caucheras de la Casa Arana se preocupaban por el bienestar de
sus empleados. Como pronto verá, fue un imperdonable espejismo.
El 17 de marzo, aún no habían llegado las maderas para construir las
barracas y ya no tenía más mesas y sillas que construir. Se lo comu-
niqué a Cuéllar y, también, le pedí que me asignara otra tarea ya que,
como le dije, por mi temperamento no podía permanecer inactivo.
Fue entonces cuando escuché esas palabras que restallaron como un
látigo: “Unos indios recolectores de caucho se han escapado. Usted
y otros pocos partirán para darles caza”, dijo Cuéllar, como si se tra-
tara de la más cotidiana de las tareas. ¿Cazar indios? La propuesta
era abominable, inaceptable. Quizá fue mi expresión de ira, de firme
negativa, lo que molestó a Cuéllar. Especifiqué que había sido con-
tratado como carpintero, y no como cazador de indios. “No creí que
fuera tan cobarde”, respondió el colombiano. No se trataba de cobar-
día, no señor. Esa cacería no me concernía, ni iba a ensuciar mis ma-
nos con la sangre de esos pobres indígenas. Creí, erróneamente, que
el capítulo se había cerrado, que me dejarían en paz, que volvería a
mi condición de artesano. El 30 de marzo, entré al almacén que tie-

174
ne la Casa Arana en Puerto Colombia para reabastecerme de artícu-
los imprescindibles y, en particular, de un rollo de tabaco, por el cual
siento una insuperable debilidad. Lo único que pude adquirir, señor,
fue un cepillo de dientes. Había órdenes, según me dijo el empleado,
de negarme todo, salvo ese absurdo adminículo. Le pedí entonces a
un buen amigo, el contador de Puerto Colombia, Augusto Salcedo,
que me comprara lo que yo necesitaba, pero parece que la Casa Ara-
na se había puesto firme, ya que se lo negaron. Pero éstos eran sim-
ples, inofensivos tires y aflojes entre patrón y empleado, comunes
donde rige la civilización.
Pero no en el Caraparaná. No muchos días después y lo recuerdo
bien, el 6 de abril, me disponía a un rito cotidiano y absolutamente
necesario en ese trópico despiadado y pegajoso, que era bañarme en
el río, no por razones higiénicas, sino meramente para refrescarme;
era, posiblemente junto al tabaco, el único placer que otorga ese
charco pestilente. Amarraba mi bote a un árbol, para evitar que se lo
llevara la corriente, y me zambullía en esas aguas cálidas. Mientras
flotaba junto al bote durante al atardecer ––eran precisamente las
seis de la tarde–– sentí el estampido de un arma de fuego que pro-
venía de la jungla impenetrable; luego el escalofriante silbido y el
impacto de la bala al penetrar en el bote, debajo de la borda; un se-
gundo y un tercer disparos impactaron en el mismo lugar, a pocos
centímetros de donde me hallaba flotando. Nunca sabré si fue una
advertencia, o si, efectivamente, quisieron matarme. Entonces el te-
rror empieza a corroernos, la imposibilidad de escape ––quién po-
dría sobrevivir dentro de esa vegetación maldita–– es nula. Pero, aun
así, jamás me hubiera prestado a cazar indios. Subrepticiamente, lle-
gué a la orilla, me vestí y partí hacia la barraca que compartía con al-
gunos buenos amigos, entre ellos, el contador Salcedo. Fue como si
hubieran visto resucitar un muerto, como si hubiese llegado un es-
pectro. Habían temido lo peor. Vieron a Cuéllar y a un indio, arma-
dos de carabinas, adentrándose en la espesura rumbo a la orilla del
río y creyeron que jamás saldría con vida. Esa noche nos turnamos
para montar guardia. Nunca podré agradecer a mis compañeros se-
mejante muestra de amistad.
Al día siguiente, ya había tomado la decisión de salir de ese infier-
no. Debía dar un paso previo, en el cual la mayoría de los emplea-
dos naufragan, que era demostrar que no se tenía deuda alguna con
la Casa Arana, algo que no me fue difícil de obtener, ya que el pro-
pio Augusto Salcedo era el contador y me extendió el correspondien-
te certificado. Los jefes tenían la diabólica virtud de endeudar a in-
dios y empleados, lo cual terminaba convirtiéndose en esclavitud.

175
Cuando Cuéllar se enteró de que tenía en mi poder un certificado
que indicaba que nada les debía, dejó cesante a Salcedo. Puede re-
sultar exasperante permanecer en esa sección cauchera, inactivo, re-
celando de cada movimiento, esperando poder partir. Desde el mis-
mo momento en que nada debíamos, éramos libres; pero no todas
las semanas llegaban lanchas para trasladarnos hasta Argelia, don-
de luego abordaríamos el Liberal. A medida que pasaban los días,
crecía nuestra incertidumbre, como si cada atrocidad que presenciá-
bamos formara un cerco cada vez más difícil de sortear. Los que re-
gresaron de la misión a la cual me negué a participar, proclamaron
a voces que habían matado a cuarenta indígenas prófugos, como si
se hubiera tratado de animales. A los indios, señor, los cazaban. Era
un horror inexplicable para cualquier cristiano, una abominación de
la condición humana, una perversidad demoníaca las que caían so-
bre esos pobres indios amazónicos que nada podían hacer para es-
capar de ese infierno. Había un depósito, una especie de galpón don-
de se hacinaban los indígenas que recolectaban el caucho. He visto
morir indios después de haber recibido seiscientos latigazos. Imagi-
ne cómo queda un ser humano después de ser azotado seiscientas
veces.
Lo que pronto acordamos con Augusto Salcedo es que debíamos huir
de inmediato. Cómo nos iban a dejar con vida, habiendo sido tes-
tigos de esos crímenes infames. Pero hubiera sido demencial inter-
narse en la selva, con rumbo impreciso, sin guías, acosados por las
alimañas y, peor aún, por los cazadores de Puerto Colombia que sal-
drían a encontrarnos. Entonces, el destino quiso que pasara por allí
una canoa, aquellas de gran tamaño que transportan provisiones,
que pertenecía a los señores Ordóñez y Martínez ––paradójicamen-
te, socios en vías de extinción de don Julio–– y acaso nuestras expre-
siones desesperadas, nuestras súplicas conmovieron a quien estaba
a su cargo, ya que nos permitieron embarcarnos. Se dirigía río aba-
jo, a La Unión, donde ya sabrá lo que sucedió el año pasado cuando
hasta allí llegaron el Liberal y la Iquitos, y la infame matanza de co-
lombianos que llevaron a cabo. Usted me dice que estuvo cerca de
La Unión durante aquel ataque y que pagó las consecuencias junto
con un amigo. Pues bien, señor, agradezcamos el estar vivos. Porque
apenas Cuéllar nos descubrió a bordo de esa canoa, gritó desde la
orilla: “¡Deberían haberse escapado mucho antes!” Ese fue el prelu-
dio de una lluvia de balas que provino de la orilla. Pero Dios quiso
que estuviéramos fuera de su radio de alcance y navegamos río aba-
jo hacia La Unión. Sin embargo, la selva, el desconcertante río, son
tan peligrosos como ciertos cristianos. No sé si sabrá que en estos

176
endemoniados ríos, los remolinos están a la orden del día: aparecen
de la nada, dotados con una feroz fuerza centrífuga y son de resulta-
dos imprevisibles. Uno de estos monstruos acuáticos nos tomó por
sorpresa ––que, por otra parte, es su modo de atacar––, ya que no dan
tiempo a nada, y en un abrir y cerrar de ojos giramos enloquecida-
mente hasta que la canoa se dio vuelta, arrojándonos a esas aguas te-
mibles. Fue gracias a la pericia, a la experiencia y a la valentía de los
tripulantes que Salcedo y yo estamos con vida, ya que nos socorrie-
ron de inmediato. De no haber sido por ellos, habríamos perecido
ahogados y vaya usted a saber dónde habrían aparecido nuestros po-
bres cuerpos. No perdí la vida, pero, en cambio, mi valiosísima caja
de herramientas fue a parar al fondo del río. Costaba sesenta libras
esterlinas, señor. Cuatro meses de trabajo en Puerto Colombia.
Por fin, algo maltrechos, llegamos a La Unión y no me fue difícil ir
por tierra hasta Argelia, ya que existe una senda bien señalizada en
la selva. Diga usted que, en aquellos años, don Julio aún no se había
apoderado del todo del Caraparaná y existían, más en la ficción que
en la realidad, secciones caucheras con patrones colombianos, que
eran sus socios. De no haber sido así, nunca hubiera llegado a Iqui-
tos. Porque en Argelia finalmente me encontré con un ser humano,
una rareza, créame, en esos parajes, que era don Hipólito Pérez, un
colombiano de pura cepa, quien a pesar de haber sido sobrepasado
en el manejo de la sección cauchera por don Julio, me dio trabajo.
Seis meses después, escuché una sirena: era la del Liberal, que se
aproximaba a Argelia. Sin comunicación con Iquitos, salvo la fluvial,
nunca se sabía cuándo llegaría un barco, ya que sólo podía presumir-
se; supe, entonces, que por fin me iría a Iquitos, aunque no resultó
tan fácil como inicialmente creí. A bordo del Liberal viajaba don Li-
zardo Arana, el incorregible hermano de don Julio, que desembar-
có en Argelia como quien lo hace ––sólo imagino–– en un puerto
europeo. Impecablemente vestido de blanco, cuello duro y moño,
parecía que se dirigía a alguna remilgada ceremonia en el Palacio
Pizarro, en Lima. Don Lizardo se asemejaba a un maniquí en un es-
caparate, con sus mejillas rellenas, su nariz respingada y un prolijo
bigote en forma de manubrio, con puntas que intentaban elevarse.
Pero la vida y Dios me habían dado la oportunidad única y en terri-
torio seguro, de revelar lo que sucedía en Puerto Colombia, y eso
fue lo que hice al relatárselo, con pelos y señales, a don Lizardo. Qué
peligro podía correr allí, en Argelia, donde la mera presencia de don
Hipólito Pérez imponía algún respeto. Pero este Arana no estaba he-
cho de la misma sustancia que don Julio César; era un simple pin-
che, una marioneta que sólo cumplía órdenes, un borracho empeder-

177
nido como lo demostró al poco tiempo, y nada resolvió. Me sugirió
que hablara con su hermano, en Iquitos. No se le movió un múscu-
lo, no transmitió la mínima expresión de asombro, de indignación,
cuando le revelé las atrocidades en Puerto Colombia. Fue Pérez el
que me abrió la puerta hacia la libertad. “Tiene mi permiso para ir a
Iquitos, Blanco”. Don Lizardo no pudo oponerse y aceptó que par-
tiera en el Liberal. “No obtendrá de don Julio sino justicia”, dijo con
sorprendente convicción.
Lo único que pude salvar de aquel espantoso remolino fue mi con-
trato, ya que lo llevaba conmigo, protegido contra el agua. Creí inge-
nuamente que esa clase de documento era suficiente para no pagar
el pasaje hasta Iquitos; después de todo, la Casa Arana me había tras-
ladado a esas latitudes y no recuerdo haber pagado el pasaje de ida.
Pero el capitán Carlos Zubiaur fue inflexible: el traslado costaba ca-
torce libras esterlinas y nadie, ni siquiera exhibiendo un contrato fir-
mado por don Julio, se libraba de pagar. Catorce libras esterlinas, se-
ñor. Un mes de trabajo. De nada sirvieron mis protestas, ni el haber
recurrido a don Lizardo para que interviniera. ¿Acaso la compañía
no se llamaba Julio C. Arana & Hermanos? ¿No era él hermano del
titular? ¿Cómo era posible que un simple capitán, a quien él le pa-
gaba el salario, pasara por encima de un Arana? Don Lizardo, para
ese entonces, ya estaba algo ebrio y, como Poncio Pilatos, se lavó las
manos. Y así fue, señor: tuve que pagar las catorce libras esterlinas
para salir de ese infierno, lo cual ––debo decir–– no es un precio de-
masiado alto.
No puedo decir que durante el viaje de regreso a Iquitos haya sido
molestado. Apenas desembarqué, el 3 de octubre, fui derecho a las
oficinas de la Casa Arana para entrevistarme con don Julio, contar-
le lo que había sucedido en Puerto Colombia y exigir una reparación
económica por los sueldos no percibidos y por la pérdida de mis he-
rramientas, que eran todo mi capital de trabajo. Me recibió en su so-
brio despacho y, debo reconocer, que era un hombre imponente y
prolijo. Nunca se lo iba a encontrar en mangas de camisa, a pesar
del calor, y su elegancia era proverbial. Le relaté los pormenores, sin
omitir detalle, de todo lo que había presenciado en sus posesiones,
lo cual no pareció afectarle: su expresión, es decir, esos ojos negros
que tenían el raro poder de perforar a su interlocutor, era de una
asombrosa neutralidad, como si mis palabras no le produjeran efec-
to alguno. “A usted no lo conozco. Sus reclamos son inútiles”, fue lo
único que me dijo el gran Julio César Arana. Por momentos, mien-
tras le relataba los sucesos de Puerto Colombia, se revolvía como si
no encontrara una posición cómoda. Creí que su inquietud se debía

178
a mis revelaciones. Fui de una ingenuidad suprema: esa costumbre
de moverse, en realidad, se la provocaba su atormentadora ciática.
Pero don Julio no se quedaría con la última palabra en este asunto.
Quedó atónito cuando desplegué sobre la mesa una declaración, fir-
mada por ocho testigos, entre ellos nada menos que el contador,
Augusto Salcedo, y uno de los propietarios, don Hipólito Pérez. El
documento era lapidario: señalaba que, contrariamente a lo que es-
tipulaba mi contrato, se me había ordenado cazar indios y que había
perdido todas mis pertenencias, estando al servicio de la compañía.
Don Julio, acaso presionado por mi empecinamiento, finalmente me
preguntó qué quería. “Seis meses de salario, y una compensación
económica por la pérdida de mis herramientas y objetos personales”,
le dije. Permaneció pensativo, tal vez ganando tiempo al evitar una
respuesta categórica. “¿Puedo pedirle un pequeño favor?”, pregun-
tó. “Preferiría escuchar la versión de Cuéllar, con respecto a lo ocu-
rrido en Puerto Colombia, que está próximo al llegar a bordo del Cos-
mopolita”. ¿Cómo negarme a un pedido del hombre más poderoso
de la Amazonía?
Fue un grueso error, una imperdonable concesión. Pero no fue la co-
bardía lo que me llevó a hacerla. Me pareció hasta cierto punto ra-
zonable. El problema fue que pasaron dos meses y Cuéllar aún no
había llegado a Iquitos. No me fue difícil averiguar el motivo de esa
inexplicable demora: un empleado de la Casa Arana recientemente
despedido me informó que don Julio le había enviado una nota a
Cuéllar al Caraparaná, instándolo a que postergara su viaje hasta
nuevo aviso. No me quedó otro recurso que recurrir a un abogado,
y fue ahí donde cometí el segundo error, ya que es raro que, en el Pe-
rú, un letrado no se venda a quien más poder tiene. Visité al doctor
Lanatta, llevándole toda la documentación en mi poder, y le ofrecí
la mitad de la compensación que pudiera obtener de la Casa Arana.
A los pocos días me citó. “Olvídese de esto y acepte lo que Arana le
ofrezca. Es imposible batallar legalmente contra Julio César Arana”,
fue su inesperado consejo. ¿Por qué ese repentino cambio? ¿A qué
atribuir ese intempestivo desvío? A un motivo muy simple, que me
hace maldecir a los abogados de Iquitos: se había aliado con don Ju-
lio y le había vendido toda mi documentación por veinte libras es-
terlinas. Fue quizá la furia, la imposibilidad de contenerme, el haber
sido estafado, el manoseo de la palabra, de la buena fe, los que me
impulsaron a dirigirme a las oficinas de la Casa Arana. Ninguno de
los empleados se atrevió a interceptar mi avance hacia ese despacho
al que bien conocía. Cuando me vio irrumpir en su escritorio, don
Julio frunció el ceño y me contempló hierático. Su mirada, le asegu-

179
ro, daba terror. Era como la de un animal acorralado. Pero nada hi-
zo, sino escucharme. Luego, impasible, se dirigió hacia la caja fuer-
te y extrajo el equivalente, en soles peruanos, a quince libras esterli-
nas. ¡Quince libras por los trabajos que hice en ese infame río!
¡Quince libras por mis herramientas perdidas! Y, por si esto fuera po-
co, me aclaró que no lo hacía por obligación, sino como un regalo,
ya que mi contrato no había sido legalizado por un escribano públi-
co, con lo cual carecía de valor. Conté deliberadamente uno a uno
los billetes que había dejado sobre el escritorio y, sin pensarlo, sin
dudar, sin tener en cuenta a quién estaba desafiando, los arrojé a sus
pies. No los necesitaba, le dije, y le sugerí que los guardara para en-
grosar sus sucios millones, obtenidos gracias a los azotes que les apli-
caban a los indios.

Walter Hardenburg escuchaba atentamente. Por fin existía un testi-


go de carne y hueso que relatara los horrores del Putumayo y del abso-
luto conocimiento que tenía de ellos Julio César Arana. Todo formaba
parte de una macabra fachada, de la cual eran cómplices todos y cada
uno de los miembros de la Casa Arana, o, para ser más exacto, de la Pe-
ruvian Amazon Company. Ahora sólo necesitaba que Aurelio Blanco, an-
te escribano público, ratificara esas declaraciones. Pero Blanco estaba
curado de espanto en materia de abogados y escribanos; su experiencia
en Iquitos con el doctor Lanatta le bastó para no ignorar que notarios y
letrados se vendían al mejor postor. Si lo ratificaba ante un escribano y,
luego, éste vendía el documento a Arana, su vida podría acabarse en un
instante.
Para Walter, esa negativa debe de haber sido funesta. Haber viajado
hasta Manaos, gastar parte de sus escasos ahorros, para volver con las
manos vacías. Blanco lo autorizó a que utilizara sus declaraciones como
más le conviniera, pero sin la presencia de abogados, ni de escribanos.
No era exactamente lo que había venido a buscar y, por lo tanto, tenía
que entablar alguna negociación, alguna evidencia de que no se trataba
de declaraciones falsas. Necesitaba una garantía. Llegaron a un acuerdo:
Blanco le escribiría una carta contando lo que había presenciado y se la
enviaría a Iquitos.
Walter Hardenburg ya nada tenía que hacer en Manaos. Se embarcó
en el Yavarí, frustrado porque volvía con las manos vacías. Pero Blanco
cumplió. Meses después, Hardenburg recibió en Iquitos una carta en la
que el carpintero vertía los recuerdos de esa infame estadía en la selva.

180
Para entonces, Walter Hardenburg ya tenía en su poder dieciocho tes-
timonios certificados ante escribano público de personas que trabajaron
para la Casa Arana en el Putumayo.

Durante el resto de su permanencia en Iquitos, que se extendió has-


ta fines de mayo de 1909, Walter Hardenburg prosiguió con sus clases de
inglés, enseñando a sus pupilos y alojándose en la casa de Guy T. King.
Aparentemente, se había propuesto escribir un libro y estuvo preparan-
do una suerte de esqueleto narrativo, recordando y trasladando al papel
sus experiencias en el Caraparaná, recopilando testimonios de ex emplea-
dos de la Casa Arana certificados ante escribano público que coincidían
en su narración de las atrocidades que se cometían contra los indios y al-
gunos blancos. Llama la atención que haya permanecido tanto tiempo, y
el argumento de que acaso estaba ahorrando para pagarse el pasaje de
regreso a los Estados Unidos es poco convincente. En realidad, en sus
planes jamás incluyó regresar a su país. Había puesto la mira en Londres,
donde estaba la sede de la Peruvian Amazon Company y en el directo-
rio británico que la integraba. Allí pretendía hacer llegar ––no sabemos
bien cuál–– su libro o el material probatorio. Esta etapa de Hardenburg
en Iquitos es quizá la más oscura y ambigua de su tránsito por el Ama-
zonas. Si para mediados de 1908, como surge de las fechas de la mayo-
ría de las cartas que le remitieron las víctimas de Arana, éstas ya estaban
debidamente certificadas por un escribano, no se entiende por qué pro-
longó hasta junio de 1909, es decir hasta un año después, su estadía. En
cuanto a los recuerdos de su fatídica experiencia en el Caraparaná, po-
día escribirlos en Iquitos, en Youngsville o en el camarote de un barco.
Lo único que tenemos claro es que su destino era Londres y que pensa-
ba hacer públicas sus revelaciones sobre el Putumayo. ¿Por qué, enton-
ces, permanecer tanto tiempo en el Amazonas?
La primera sombra de sospecha es la carta que le envía el doctor Ju-
lio Egoaguirre ––abogado de Julio César Arana y alumno de Harden-
burg–– a don Julio. En esta, como se señaló, le manifiesta a su cliente que
el joven norteamericano exigía siete mil libras esterlinas por sus perdidas
pertenencias. En caso de no recibirlas, y siempre según Egoaguirre, Har-
denburg daría a conocer en Londres el resultado de sus investigaciones.
El hecho de que el maestro y el alumno se encontraran dos veces por se-
mana, tal vez haya permitido un clima de confianza en el que cupo la po-

181
sibilidad de plantear un reclamo económico de tamaña magnitud. Tam-
bién Egoaguirre pudo haberlo sondeado para verificar cuánto sabía y si
esa información tenía su precio. Son esta ambigüedad y algunos hechos
que francamente lo incriminan en la figura del chantaje lo que hace tan
difícil extraer conclusiones definitivas.
La primera sombra que se proyecta sobre este pionero de los dere-
chos humanos es su inexplicable amistad con Julio Murriedas. Como se-
ñalamos anteriormente, este último fue quien publicó una carta en el pri-
mer número de La Sanción, destapando esa olla pestilente que luego se
denominó Putumayo. ¿Quién era este Murriedas? Un español dipsóma-
no y proclive a la juerga que vivía en Iquitos, sin ocupación. Por qué Har-
denburg y él se volvieron inseparables sigue siendo un misterio. El hecho
de que Murriedas hubiera escrito una carta a La Sanción y que le reve-
lara a Walter otras atrocidades cometidas por la Casa Arana no justifica,
de ningún modo, una amistad. Richard Collier da el poco convincente
argumento de que Hardenburg “encontró en este jovial y obeso español
al más divertido de sus testigos, al que más respondía a su causa”. Cabe
también preguntarse por qué la policía de Iquitos los vigilaba tanto, y por
qué hasta el propio prefecto de Loreto, Carlos Zapata, tenía información
al respecto. Era inevitable, por otra parte, que en una ciudad tan peque-
ña como Iquitos esta flamante amistad no pasara desapercibida y que na-
die haya advertido a Hardenburg que esa relación no lo favorecía. Tan
íntimos se habían vuelto que Murriedas lo invitó una vez a conocer su
pequeña plantación de caucho, río arriba, propiedad que terminó envuel-
ta en una descarada estafa.
El 21 de mayo de 1909, Walter había acumulado material no ya pa-
ra escribir un libro, sino un tratado. La relación con su anfitrión, el cón-
sul Guy T. King, se había deteriorado no por la prolongada convivencia,
sino por las entrevistas que su huésped mantenía en su casa con víctimas
de la Casa Arana, lo cual era lo menos conveniente para sus funciones
consulares ya que lo comprometían frente a las autoridades iquiteñas.
Fue ese día cuando Hardenburg le reveló el material que había pacien-
temente obtenido a lo largo de meses y le preguntó si estaba dispuesto a
remitírselo al embajador norteamericano en el Perú. King se negó.
El 1 de junio, Walter presentó su renuncia como maestro de inglés en
el Colegio Secundario Departamental de Iquitos, ante su director, Sera-
fín Filomeno Peña, anunciando que partía a Londres. La compañía na-
viera Booth tenía vapores que partían desde Iquitos a Londres. Pero Har-

182
denburg decide embarcarse en el Yavarí, rumbo nuevamente a Manaos,
una escala absolutamente innecesaria y, más sospechoso aún, sin moti-
vos aparentes para dirigirse a esa ciudad. Pero aquí no terminan las “coin-
cidencias” y, si las consideráramos tales, caeríamos en la misma ingenui-
dad de Richard Collier. Según la versión de éste, el joven viajero se enteró
en un casual encuentro callejero, dos días antes de que zarpara el barco,
que en el mismo también viajaría su inseparable amigo Julio Murriedas,
con destino a Manaos. Es inadmisible suponer que desconocía este he-
cho y, mucho menos, que Murriedas había vendido su plantación de cau-
cho a otro español, Estanislao Bazán, que le había abonado con una le-
tra de cambio por valor de 830 libras esterlinas. La letra de cambio,
fechada el 6 de junio de 1909, había sido emitida por una prestigiosísi-
ma firma comercial de Iquitos, Wesche & Co., pero Murriedas esgrimió
un argumento que pareció convencer a Hardenburg, en lo que sería el
primer paso de una novela policial poco sólida: no le convenía negociar
la letra de cambio en Iquitos, sino en Manaos, donde los descuentos eran
inmensamente menores. Esa postergación tendría consecuencias que se-
rían fundamentales para la trama, ya que Murriedas no tenía un centavo
y Walter se ofreció a pagarle el pasaje hasta Manaos. El norteamericano
le ofreció, además, veinte de las cuarenta libras esterlinas que había aho-
rrado. Según ese relato de los hechos, Murriedas, apenas cobrara la letra
de cambio en Manaos, seguiría viaje con él hasta Pará, en la desemboca-
dura del Amazonas, para continuar a Europa. Pero Walter Hardenburg
no era crédulo, ingenuo, ni carecía de experiencia en la vida.
Ambos partieron de Iquitos a bordo del Yavarí, y el 13 de junio arri-
baron a Manaos. Aquí se produce otro giro en el ambiguo sainete, ya que
Walter quería alojarse en el Casino Hotel, y Murriedas en el Grand Ho-
tel Internacional, el mismo en que se alojara el año previo el joven nor-
teamericano. Una vez más, Hardenburg sucumbió a las solicitudes de
Murriedas. No sólo terminó alojándose en este último hotel, sino que de-
bió compartir la cama con el español, ya que el propietario del mismo
alegó no tener más lugar. La supuesta ingenuidad de Hardenburg tendría
más derivaciones. Walter llevaba una carta de presentación para un pres-
tigioso colombiano, Justinio Espinoza, que se alojaba en Manaos en ca-
sa del cónsul de Colombia. En cuanto se conocieron, Espinoza le narró
todo lo que sabía acerca del Putumayo, de Julio César Arana, de testigos
que habían padecido maltratos y habían presenciado los horrores: él ha-
bía sido desalojado de la región y ahora, en Brasil, intentaba llevar a ca-

183
bo proyectos comerciales. Si el joven norteamericano quería pruebas
acerca del conocimiento de Julio César Arana de lo que verdaderamen-
te sucedía en sus territorios, le bastaba con hojear un ejemplar del diario
Jornal do Comércio, del 14 de setiembre de 1907. Cuando consultó el ar-
chivo del periódico, se encontró con un artículo titulado “Bestias con for-
ma humana”, donde se denunciaban la misma clase de hechos que ya he-
mos mencionado. Las mismas flagelaciones, mutilaciones y muertes,
relatadas por un sobreviviente colombiano, Roso España. Poco después,
el periódico ––posiblemente debido a acciones legales de Arana–– se re-
tractó de todo lo publicado.
La estadía de Hardenburg en Manaos, narrada por Richard Collier,
abunda en intrigas y reuniones secretas. El autor llega a asegurar que Ju-
lio César Arana se encontraba en esa ciudad moviendo maquiavélica-
mente los hilos, sobornando a directores de periódicos, mientras el joven
ingeniero norteamericano era manipulado y hasta estafado por Julio Mu-
rriedas. Porque, siempre según la versión de Collier, Murriedas, momen-
táneamente impedido por las consecuencias de una formidable borrache-
ra, no cobró la letra de cambio por 830 libras esterlinas que le extendiera
Estanislao Bazán por la compra de su plantación a través de un docu-
mento de la firma Wesche & Co., de Iquitos, sino que prefirió endosarla
con las palabras “Pagar a la orden del señor W. H. Hardenburg, por el
valor recibido”. Y es aquí cuando surge la peor de las sospechas: ¿Quién
sería capaz de endosar una letra de cambio de nada menos que 830 li-
bras esterlinas y pedir que la cobre otro? ¿Por qué esperar hasta último
momento (el barco zarpaba hacia Pará a primera hora del día siguiente)
cuando es lo primero que debió hacerse al llegar? Además, cobrar un do-
cumento por ese monto no era tan sencillo, ya que alguien debería pre-
sentar en el banco al tenedor del mismo. Quién en Manaos se hubiera
atrevido a introducir a Julio Murriedas, un borracho sin ocupación para
que embolsara semejante suma de dinero. Entonces Hardenburg, como
si no fuera un hombre que había conocido los rigores ––y horrores–– del
Amazonas, sino un escolar sin malicia ni experiencia, decide cobrar él
esa letra. ¿Quién podía presentarlo en el Banco do Brasil? ¿Por qué no
recurrir a Justinio Espinoza, tan amable y que le había suministrado la
información que había publicado un diario local? El colombiano no opu-
so reparos y lo acompañó al banco. W.E. Hardenburg firmó la letra y se
retiró con 830 libras esterlinas en el bolsillo. La ingenuidad de Collier es
tal que llega a decir que, apenas Hardenburg llegó al hotel y se encontró

184
con Murriedas, le reclamó las veinte libras esterlinas que le había pres-
tado.
Es una versión ingenuamente melodramática. Es inexplicable que
Walter, que parecía un perro sabueso en busca de información que com-
prometiera a Arana, no haya averiguado que en Manaos existía otro dia-
rio, el Amazonas, en la calle Itamaracá, y que durante su declaración, en
1913, ante la comisión del parlamento británico, haya insistido en ese
desconocimiento. El problema fue que la Casa Arana recibió una carta,
después de que Hardenburg publicara en la revista británica Truth en se-
tiembre de ese mismo año las revelaciones del Putumayo. El membrete
de la misma decía: “Oficinas de Amazonas, calle Itamaracá, Manaos”.

Manaos, 16 de noviembre de 1909.

Señores J. C. Arana & Hermanos


Presente

Señores:

En respuesta a su carta de hoy, preguntándome si fui procurado en


mi calidad de editor por un señor Hardenburg que pretendía hacer
chantaje contra la Peruvian Amazon Co., de quienes son ustedes los
representantes en esta ciudad, les diré:

1) En junio del corriente año, no recuerdo el día con exactitud, un


hombre que se decía ser W. E. Hardenburg, americano, y que acaba-
ba de llegar del Putumayo, acudió a nuestra oficina durante mi au-
sencia y, en español, muy mal hablado, dijo a mi compañero, señor
Balina, que tenía en su poder documentos muy comprometedores pa-
ra la Peruvian Amazon Company Co., y que los vendería por Rs
(reis)9 1.500.000 moneda brasileña (cien libras esterlinas). Natural-
mente, el señor Balina le dijo que no hacíamos negocios de esa cla-
se, pero como el hombre insistiese, le hizo referencia a mi persona,
pues yo podía entenderle y hacerme entender mejor.10 Al día siguien-
te, reapareció y me repitió su oferta, a lo que respondí prestamente
que eso sería considerado chantaje y, por consiguiente, un crimen a
los ojos de la ley.
Un día después regresó nuevamente y pidió Rs 1.000.000 y, después,
500.000; naturalmente, sin otro resultado que la amenaza de infor-
mar a la policía, no habiendo regresado a nuestra oficina.
Algún tiempo después, fui nuevamente procurado por un tal Castro

185
Díaz, quien dijo ser un agente de Hardenburg y quien me ofreció los
documentos sucesivamente por Rs. 200.000 y 100.000.
Cuando este hombre me pidió la última cantidad, me enseñó los lla-
mados documentos, que creo son los que cita Truth en algunos ar-
tículos de la misma índole.
Finalmente, el tal Castro Díaz me encontró una mañana en la calle
y me dijo que Mr. Hardenburg partía para Nueva York y Liverpool,
y me ofreció una última oportunidad de obtener los documentos por
Rs. 50.000, lo que no acepté.

2) Si hubiera alguna cosa más a este respecto y que desean saber, ten-
dré mucho placer en satisfacerlos.

De ustedes, atto, servidor

Lyonel Garnier
Editor “Amazonas”

(El original de esta carta, escrita en inglés, tiene legalizada la firma


del conocido publicista Lyonel Garnier, de nacionalidad británica,
por el notario público de Manaos, señor Barroso de Souza; la firma
de este funcionario está a su vez legalizada por W. Robilhard, vice-
cónsul de S.M.B. en la misma ciudad, con fecha 3 de enero de 1910.)

Se ha intentado hacer creer que esta carta, escrita por un editor bri-
tánico, fue un contubernio entre él y Julio César Arana, para que W. H.
Hardenburg apareciera ante los ojos del mundo como un chantajista. De
ser así, es una pequeña obra maestra de la credibilidad. No sabemos, en
primer lugar, qué motivos, necesidades económicas o principios éticos
tendría Garnier para fraguar semejante mentira. Esta acusadora misiva
revela más bien una desmesurada ansiedad de Hardenburg para hacerse
de efectivo. Es muy fácil amenazar con la publicación de compromete-
dores documentos en Londres; pero acceder a un editor que los publique
es difícil. Aunque Walter, como veremos oportunamente, lo logró. Pero
en Manaos, en junio de 1909, le debe de haber resultado patético que allí,
en el epicentro del despilfarro, donde se hacían millones de la noche a la
mañana con el caucho, donde la moral era inexistente, donde podían
comprarse sentencias judiciales y sobornar hasta al último de los funcio-
narios, él estuviera a punto de embarcarse hacia Europa con apenas cua-
renta miserables libras esterlinas como todo fruto de una aventura ama-

186
zónica. Pero su misma juventud, probablemente, lo lanzó a la desespe-
ranza económica y eran preferible diez libras esterlinas a nada. Esto, cla-
ro, deber de haber ocurrido antes de cobrar la letra de cambio por 830
libras.
Pero luego surgió ––y esto es indiscutible–– que la letra de cambio ha-
bía sido falsificada, lo cual complica más a Hardenburg. Es imprescindi-
ble reproducir una carta enviada a las oficinas de Arana, en Iquitos, por
Wesche & Co.:

WESCHE & CO.


Iquitos (Río Amazonas), Perú
Iquitos, 4 de noviembre de 1909.

Señores Peruvian Amazon Company


Presente

Muy señores nuestros:

Cumpliendo con sus deseos, nos es grato expresarles lo siguiente res-


pecto de la letra falsificada número 6839.
El 13 de julio pasado, fue presentada a nuestra casa en París una le-
tra firmada por el que suscribe, llevando el número 6839 y que apa-
rece ser girada en fecha 6 de junio próximo pasado a la orden de Es-
tanislao Bazán, quien la endosó a W. E. Hardenburg; éste la vendió
a su vez al Banco do Brasil en Manaos, y éste la endosó a Rothschild
& Sons en Londres.
Nuestra casa no la aceptó porque no estaba mencionada en nuestra
carta de aviso y porque la apariencia de la fecha despertó sus supo-
siciones. Tenía razón, pues nosotros no giramos tal letra; nuestro nú-
mero 6839 se refiere a un giro nuestro contra la casa Th. Brugman
aquí.
Tenemos la convicción de que el falsificador se ha servido de nues-
tro giro número 6831, libras 10, del 31 de mayo próximo pasado, a
la orden de Escribano y Echeverría. En efecto, este giro 6831 no se
ha presentado hasta la fecha en nuestra casa de París, y la persona
que lo compró era desconocida por nosotros como lo es también el
nombre a cuya orden está expedido.
Por la tercera que nos mandó de Manaos, vemos que el falsificador
ha expuesto toda la letra a un baño químico, quitando así todo lo es-
crito con excepción de la firma y de la indicación “pagadero en Lon-
dres”, con tinta roja.

187
No conocemos ninguna persona con el nombre de Estanislao Bazán.
Respecto a W. E. Hardenburg, sabemos por nuestra casa en Manaos
que es él la persona quien vendió el giro al Banco do Brasil.

Somos de ustedes siempre att. y S.S.

pp. Wesche & Co.


E. Strassberger

Si nos atenemos a lo estrictamente objetivo, el único dato cierto es


que W. E. Hardenburg vendió al Banco do Brasil una letra de cambio por
830 libras esterlinas. Estanislao Bazán, como luego quedó demostrado,
era inexistente. Alguien falsificó una letra de cambio, a través de un pro-
ceso químico para lograr su cobro. El resto constituye una maraña de
subjetividades. Básicamente, las posibilidades son dos: la primera es que
Murriedas y Hardenburg fueran cómplices de la falsificación y que se re-
partieran el dinero según porcentajes previamente pactados. La segun-
da, que Walter haya sido vilmente engañado y que, de buena fe, haya ne-
gociado la letra de cambio. Es difícil imaginar esa ingenuidad en un
hombre a quien el dinero no le era para nada indiferente, que conocía
los códigos amazónicos, y que se había perdido lo que bien pudo haber
sido la oportunidad de su vida con la pérdida del cincuenta por ciento
de la plantación cauchera La Reserva, en el Caraparaná, que le ofrecie-
ra su propietario, David Serrano. Defensores y detractores del norteame-
ricano (en realidad, mucho más los primeros que los segundos) han omi-
tido hechos innegables para transformar el asunto en una acuarela que
sólo admite el blanco y el negro.
En el Perú, los defensores de Arana ––pocos, ya que está casi olvida-
do actualmente–– se aferran a la idea de que fue un patriota insuperable
y que nada sucedió en el Putumayo. Para ellos, lo que se publicó en la re-
vista Truth fue una sarta de mentiras, escritas por un chantajista. Los de-
fensores de Hardenburg sostienen que fue una pobre víctima de un ge-
nocida. Ambas versiones no se excluyen y parece innegable que Arana
fue un asesino y Hardenburg un chantajista.
Cuando Hardenburg y Murriedas finalmente partieron de Manaos, el
vapor en que iban, Ambrose (el mismo que tomó Eleonora Zumaeta
cuando se fue a vivir a Biarritz), de la compañía naviera Booth, hizo es-
cala en Pará, donde, increíblemente, se produjo otra estafa ––esta vez en

188
grado de tentativa–– al Banco do Brasil. Richard Collier, para justificar
la inocencia de Hardenburg, crea una situación donde Murriedas, desde
el momento mismo de la partida, cambia drásticamente de actitud: aban-
dona la bebida, se distancia de su compañero de viaje y, al llegar a Pará,
encuentra a viejos amigos y resuelve que no irá a España, como tenía pre-
visto, sino al Mato Grosso, donde le habían ofrecido trabajo. Lo que el
autor omite es que Julio Murriedas intentó cometer otra estafa en Pará,
tratando de negociar nuevamente una letra de cambio con el Banco do
Brasil, pero fracasó y terminó en un calabozo.
La sombra que se cierne sobre Hardenburg es su prolongada amistad
con este delincuente. Pero, chantajista o no, Walter Hardenburg fue quien
le reveló al mundo las atrocidades que se cometían en el Putumayo. Al
llegar a Liverpool, el 17 de julio de 1909, atesorando esa invaluable do-
cumentación, se aprestó a una aventura mucho mayor, esta vez no en la
selva impenetrable del Amazonas, sino en los laberintos del poder y del
periodismo de la ciudad más importante del mundo: Londres.

NOTAS

1 Palabra que significaba, en términos generales, la captura de indios.


2 Adjunta una larga lista de capataces de las secciones caucheras de Arana, don-
de figuran los más crueles, por ejemplo Víctor Macedo, Miguel Loayza y Armando
Normand.
3 Período en el cual el indio recolectaba el caucho y lo entregaba.
4 Walter Hardenburg tradujo esta carta al inglés en The De vil’s Paradise, y, al no

existir, en la actualidad, ejemplares de La Sanción, el autor la tradujo al castellano.


5 “El cronista tuvo pudor para mentar los nombres de las rameras que tomaron

parte en esta orgía, a la que por sarcasmo se le da el nombre de banquete”, Los Pro-
cesos del Putumayo.
6 En la sección cauchera Matanzas, Armando Normand se especializaba en to-

mar de las piernas a los niños de pecho y estrellarles la cabeza contra un árbol.
7 El editor de The De vil’s Paradise, donde se publicó esta carta, prefirió omitir

detalles escabrosos.
8 Aguardiente brasileño hecho con caña de azúcar.
9 Nombre de la moneda, en aquel entonces, en el Brasil.
10 El director del diario, Lyonel Garnier, era inglés.

189
La ilusión europea

Londres, en 1909, tenía una poderosa fuerza centrífuga, como si atra-


jera ––sin capacidad de resistencia–– al resto del mundo. La Revolución
Industrial había sentado las bases para que Inglaterra, a partir de un vas-
to imperio que le suministraba materias primas, fuera el eje del planeta.
Sus industrias aún no había sido superadas por las de los Estados Uni-
dos. Pensemos, al azar, en parte de lo que se fabricaba: barcos de todo ti-
po de tonelaje, incluyendo los que pertenecían a su legendaria Armada;
automóviles y carruajes para todos los gustos; telas de calidad y textura
insuperable; platería, como la Sheffield, o porcelana como la Wedgwood,
por nombrar las más conspicuas; herramientas pluscuamperfectas; loco-
motoras, vagones y rieles que establecieron verdaderos dominios ferro-
viarios en la India y en Sudamérica. Ni hablar de su industria pesada, si
nos referimos al hierro, al acero, o al carbón; ni de la crianza de los ani-
males de raza que poblaron las pampas argentinas. Sería imposible enu-
merar todo lo que construía esa gigantesca fábrica que era, en suma, una
isla no demasiado grande en términos geográficos, pero con un poderío
desmesurado. No había monarquía tan prestigiosa como la británica ni,
desde la época de Catalina la Grande de Rusia, en el siglo XVIII, había
existido una reina ––y emperatriz de la India–– como Victoria. Rule Bri-
tannia no sólo era una canción marcial, sino una realidad absoluta en
términos políticos y económicos.
No es de extrañar, pues, que la capital del mercado del caucho fuera
Londres, lo cual significó que Julio César Arana del Águila Hidalgo de-
bió elegir esa ciudad para vivir con su familia. La Peruvian Amazon
Company, con directorio formado en su mayoría por ingleses, tenía sus
oficinas en Salisbury House, London Wall, en pleno centro financiero
londinense, y carecía de sentido que Eleonora y sus hijos permanecieran

191
en Biarritz, lo que propiciaba una separación casi permanente. Para la
familia Arana, mudarse a Londres no era asunto menor. Biarritz era una
suerte de isla cosmopolita, abierta a cualquier extranjero rico, y el hecho
de ser sudamericano no era causal de discriminación. Ya hemos visto que
argentinos y chilenos, favorecidos por el fabuloso precio de la carne, los
cereales y los minerales, habían adquirido deslumbrantes villas y se em-
pecinaban en parecer europeos. No era el caso de los Arana, que nunca
trataron de sofisticarse hasta el punto de introducir obsesivamente gali-
cismos en su diálogo. La simpleza amazónica nunca los abandonó. Pero
ahora debían dejar Biarritz y mudarse con hijos y servidumbre a una ver-
dadera metrópolis, donde las reglas eran otras. Se instalaron cerca de
Kensington Gardens, en el número 42 de Queen’s Gardens, en una so-
berbia casa de tres pisos con catorce personas de servicio.
En Londres, era la época eduardiana y los cambios en las costum-
bres, en el estilo y en la moral habían sido notables. Después de sesenta
y cuatro años de reinado de Victoria, que falleció en 1901, las corrientes
modernistas que ya se venían observando desde mediados de la década
de 1890, rompieron todos los diques de contención, en particular en las
clases dominantes. Eso se debió en gran parte al breve reinado de Eduar-
do VII ––bisabuelo de la actual soberana, Isabel II––, que subió al trono
en 1901 y reinó hasta 1910. El período eduardiano se extendió más allá
de la muerte del monarca, hasta 1914, cuando se produjo otro deceso: el
de la belle époque, caracterizada por extravagancias y excesos. La reina
Victoria había representado todo lo que la burguesía británica admiraba
––y necesitaba–– para consolidarse. Un matrimonio impecable, sin má-
cula de escándalo, feliz, con numerosos hijos, y una reina que parecía
más un ama de casa que una soberana. Los códigos morales eran abso-
lutamente rígidos. Hubiera sido inimaginable que Buckingham Palace,
Windsor o Balmoral albergaran a nuevos ricos, o a personas que hicie-
ran alarde de su riqueza. El diálogo sofisticado, la ironía, el doble senti-
do o los chistes de salón no formaban parte de esa corte. We are not amu-
sed ––célebre comentario de Victoria ante un alto funcionario que quiso
ser gracioso–– pasó a ser una filosofía burguesa. Tampoco estaba amu-
sed con la conducta de su hijo, el príncipe de Gales, o Bertie, como lo
llamaban sus íntimos. La reina lo creía incapaz de gobernar. Jamás le con-
cedió responsabilidades de Estado, aun cuando era un hombre en edad
madura. Si para Victoria ––antes y después de haber enviudado del prín-
cipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha–– la felicidad equivalía a estar

192
en familia, asistiendo ocasionalmente a alguna función de teatro que se
organizaba en el castillo de Windsor, o cabalgando por los bosques de
Balmoral, para su hijo era otra cosa. Viajaba permanentemente a París,
donde se hizo célebre por sus amoríos y por su inveterado espíritu de
gourmet; derrochaba el dinero; tenía una amante oficial, la señora Kep-
pel, lo cual no parecía incomodar a su mujer, la princesa Alexandra y, pa-
ra horror de su madre, fue testigo en un caso de divorcio, asistiendo a
una corte de justicia londinense. Victoria jamás se lo perdonó. Eduardo
VII tiñó esta era con sus excesos y las clases altas británicas actuaron por
identificación proyectiva, es decir, copiando al monarca. La conjunción
de una larga trayectoria como Príncipe de Gales, excluido de toda fun-
ción oficial por su implacable madre, y el comienzo del siglo XX, con
asombrosas innovaciones técnicas, permitieron el nacimiento de la era
eduardiana. Si hubiera reinado Jorge V, nieto de Victoria e hijo de Eduar-
do VII, jamás se hubieran permitido semejantes licencias.
El problema fue que Bertie, o Tum Tum, para sus amigos, era un pe-
cador incorregible. Su iniciación sexual se debió a la instigación desplega-
da por sus compañeros del Cuerpo de Granaderos, en Curragh, Irlanda,
donde estaba destinado durante su ausencia de la Universidad de Oxford.
La favorecida fue una aspirante a actriz, Nellie Clifton, introducida de con-
trabando en el cuartel. Victoria y su padre, el príncipe Alberto, se entera-
ron de esta aventura y tampoco se lo perdonaron, sobre todo porque, po-
cas semanas después, en 1862, fallecía Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha,
príncipe consorte. Por si esto fuera poco, a mediados de la década de 1870
conoció a Lillie Langtry y, aunque ésta era casada, no tuvo vergüenza al-
guna de pasearse con ella en carruaje por los parques de Londres.

Pero en 1909, la anciana reina ––y la vieja Inglaterra–– llevaba muer-


ta ocho años y en Londres se respiraban otros aires que, por cierto, le
sentaban bien a Julio César Arana, amante de la buena ópera y de la co-
mida excelsa. Quizá sea necesario recrear ese escenario donde vivían los
Arana que, aunque no tuvieron contacto con las clases dominantes, era
inevitable que estuvieran al tanto de las nuevas costumbres. ¿Por qué en
la Inglaterra eduardiana no se podían tener amantes? Después de todo,
el propio rey las tenía. Era un monarca permisivo con su propio entor-
no, integrado por todos aquellos que exhibieran más riqueza que noble-
za, capaz de caer sin avisar a cualquier fiesta londinense, o de asistir a

193
una cacería donde en un solo día se mataron mil trescientas aves. Siem-
pre, claro, que estuviera invitada su amante de turno.
El mundo en el cual eligieron vivir Julio César y Eleonora Arana era
demasiado deslumbrante para que les pasara desapercibido y eso se re-
flejó en su vida doméstica. Los Arana tuvieron que vivir en ese Londres
que, curiosamente, tenía puntos de contacto con la primitivísima Iquitos.
El Amazonas tenía más relación con lo eduardiano que con lo victoria-
no. El exceso y el dinero son el mejor ejemplo, y ambos abundaron en
Manaos y en Iquitos. En el Londres de comienzos del siglo XX, hasta los
rígidos códigos sociales eran excesivos. El salto de la moral victoriana a
la eduardiana había sido cuántico. El adulterio, para ambos cónyuges,
era altamente recomendado, siempre y cuando pasara desapercibido.
Pero, claro, estaban las convenciones, acaso más rígidas que en la
corte de Versalles. Lo que se podía y no se podía decir durante las comi-
das, a la hora del té, en las carreras de caballos, en los grandes bailes ––el
que se realizaba anualmente en el Buckingham Palace, denominado
Court Ball, era el paradigma de la etiqueta––, en los country houses cuan-
do se practicaban juegos de salón, conformaban un voluminoso código
de permisos y prohibiciones.
Julio César Arana se instaló en Londres durante el apogeo de esta era
y no eligió ni una casa de campo, ni una sobria residencia en los subur-
bios con su correspondiente jardín. Optó por una casa en la sofisticadí-
sima calle Queen’s Gardens, alquilada con todo su mobiliario y, para
seguir con la moda de la época, tenía catorce personas de servicio. Posi-
blemente, en Iquitos, el personal habría sido más numeroso en lo que a
cantidad respecta, aunque no en calidad. Una de sus hijas, Lily, que lue-
go casó con Pedro del Águila Hidalgo, de Iquitos, solía comentar que, en
Londres, cada hermana tenía su propia institutriz; cuando regresó al Pe-
rú para instalarse definitivamente, al principio no les hablaba a sus nue-
vas amigas porque ninguna dominaba ni el inglés ni el francés. La resi-
dencia de 42 Queen’s Gardens fue una extraña mezcla de dos culturas:
la europea y la amazónica. Las niñas ––Alicia, Angélica y Lily–– tenían
institutrices que les enseñaban no sólo los idiomas sino también los com-
plicadísimos modales. Gladys Holliday era la gobernanta inglesa; Mart-
he, la francesa. Las señoritas Arana ya hablaban ese idioma por haber vi-
vido tantos años en Biarritz. Imaginemos a Gladys cuando practicaba un
rito nocturno imprescindible para las niñas y señoritas: el cepillado de
pelo. El cabello largo denotaba virginidad: durante un tiempo prolonga-

194
do, la institutriz les habrá cepillado una y otra vez el pelo que llegaba a
la cintura, mientras en su impecable inglés les hablaría de la vida y de las
buenas costumbres. “No, my dear, that’s highly improper for a young
lady” debe haber sido la respuesta casi mecánica a algunas preguntas.
También, “Little children should be seen, and not heard”, proclamado an-
te el mínimo alzamiento de la voz. Y, si las niñas y los varones, Julio Cé-
sar y Luis, se ponían demasiado excitados después de cenar, tronaba una
orden inapelable: “Now, children, say good night to papa and mama and
run along to your rooms”.
El matrimonio Arana no pudo trasladar todas sus costumbres ama-
zónicas al corazón de Kensington. Pero Julio César tuvo la insólita ini-
ciativa de llevarse consigo a Londres a un joven indio huitoto, Juan Ay-
mena, arrancado de las entrañas de la selva, e inscribirlo en el Margate
College, en Kent. Quería que estudiara medicina y convertirlo en el pri-
mer médico huitoto. Sus hijas Angélica y Lily, como correspondía a una
familia católica y latinoamericana, estudiaban en el Convento del Sagra-
do Corazón, en Highgate. Una de las pocas concesiones que otorgó a su
educación amazónica fue llevar a su cocinera de Iquitos, Rosalía, para
que le preparara dos de sus platos favoritos: Pollo soufflé a la peruana y
Bananas al horno con queso y manteca. El buen menú, amazónico o eu-
ropeo, era primordial para Arana.
Pensemos en algunos de los que integraban el directorio de la Peru-
vian Amazon Company, e imaginémoslos, junto con sus respectivas mu-
jeres, sentados a la mesa del imponente comedor de los Arana. John Lis-
ter Kaye, un baronet (título nobiliario menor) relacionado con la gente
más elegante de Londres era groom in waiting (una suerte de edecán una
vez a la semana) del rey Eduardo VII; John Russell Gubbins era esquire,
otra suerte de título menor, y Henri Bonduel, un prominente banquero
francés. También integraba el directorio el barón de Sousa Deiro, presi-
dente de Goodwin, Ferreira Company Ltd., posiblemente portugués, ya
que la colorida corte tropical de don Pedro II, de Brasil, había desapare-
cido hacía veinte años. Una cena eduardiana podía consistir en una exó-
tica combinación de platos bien diferente a la que se servía en un ban-
quete victoriano. Así y todo, hubiera sido inimaginable recibir a estos
encumbrados caballeros sirviéndoles Bananas al horno con queso y
manteca.
En este escenario deslumbrante, Julio César Arana sintió que había
tocado el cielo con las manos. Tenía cuarenta y cinco años, era amo y

195
señor de un imperio en el Putumayo, había formado una compañía bri-
tánica y el dinero de la venta del caucho le llovía como maná del cielo.
Había alcanzado las máximas alturas a las que podía aspirar un hombre
de negocios: una familia y una gran fortuna obtenida con descomunales
esfuerzos. Acaso, en alguna noche en que Eleonora y él quedaban solos
en el inmenso caserón, mientras los niños y el servicio dormían, habrá
recordado junto al fuego de la chimenea los días de Rioja y Yurimaguas,
la casa de Lamas, y se habrá alegrado de que hubieran terminado para
siempre los largos recorridos por la selva como aviador, trabajo que siem-
pre había detestado. Londres le ofrecía lo que siempre había soñado pa-
ra su familia: cultura, refinamiento, educación, grandes negocios. Y es-
taba Convent Garden, al cual habrá asistido en varias oportunidades con
su mujer. Llama la atención que a un vendedor de sombreros de paja,
luego convertido en aviador y, por último, en cauchero, le gustara la ópe-
ra y poseyera la más importante biblioteca del Amazonas. Esto hay que
atribuirlo, exclusivamente, a Eleonora. Había estudiado el magisterio en
Lima y tuvo la oportunidad de acceder a una cultura que en Rioja no
existía.
Iquitos, sin embargo, siempre estaba presente: Arana jamás renegó
de sus orígenes amazónicos ni de su familia. En su casa se alojaban, cuan-
do paseaban por Europa, la hija de Pablo Zumaeta, Elena, y hasta su mis-
ma hermana, Petronila.
A diferencia de la sociedad eduardiana, que tal vez creyó que los es-
plendores durarían eternamente, Julio César Arana veía nubarrones ame-
nazantes. Es cierto que algunos se habían disipado: al haber constituido
una sociedad británica, ya no temía que si Perú cedía el Putumayo a Co-
lombia su empresa se viera afectada. Pero el caucho comenzaba a dar sus
frutos en Malasia, a partir de las semillas de hevea brasiliensis sustraídas
del Amazonas que medraron en los jardines botánicos de Kew Gardens.
Ese robo descarado ––según los brasileños––, esa aventura que burló to-
dos los controles aduaneros, fue el arma que, finalmente, derrumbaría su
imperio.

La proeza del inglés Henry Wickham, que en 1876 logró sacar del
Brasil setenta mil semillas de hevea brasiliensis para depositarlas sanas,
salvas y germinadas en Inglaterra ––de donde luego emprenderían viaje
a latitudes orientales–– puede inscribirse en el más auténtico género de

196
aventuras. Algunos autores afirman que se trató de un robo; otros, que
las semillas salieron del puerto de Pará, en la desembocadura del Ama-
zonas, después de realizarse un convencional trámite aduanero. Wick-
ham escribió acerca de este notorio suceso treinta años después de ha-
ber ocurrido, de modo que cabe dudar de la precisión de su relato.
Tras la independencia de las repúblicas sudamericanas a lo largo del
siglo XIX, los naturalistas comenzaron a llegar al Amazonas. Vivían su
apogeo y eran mayoritariamente ingleses ––Richard Spruce, Clements
Markham, Alfred Wallace, entre otros–– ya que las nuevas repúblicas su-
damericanas, a diferencia de los gobiernos coloniales, no opusieron re-
paros al ingreso de científicos extranjeros. Las primeras semillas trasla-
dadas fueron de cinchona officinalis, árbol de cuya corteza se extrae la
quinina. Richard Spruce seleccionó cien mil semillas de cinchona que
Clements Markham hizo salir de Ecuador por el puerto de Guayaquil.
En 1879, casi veinte años después de esta odisea, la quina florecía en las
montañas Nilgiri, en la India, en una superficie que superaba las dos mil
hectáreas. La cantidad exportada ese mismo año fue de doscientos cua-
renta toneladas. En defensa de Spruce, podría alegarse que la quina era
una materia prima que se utilizaba únicamente para fines terapéuticos
(lo que no fue del todo cierto, ya que a mediados del siglo XIX se lanzó
al mercado el agua tónica de quinina) y que las autoridades ecuatorianas
carecían de una política conservacionista, lo cual equivalía a que, en un
futuro no demasiado lejano, esta especie desapareciera.
Pero el caucho estaba lejos de ser una materia prima terapéutica. Su
utilización en la guerra de Crimea, en la de Secesión Norteamericana y
en la Franco-Prusiana en lo que a armamentos y equipos respecta, le otor-
gó un valor hasta entonces inexistente. El imperio británico, naturalmen-
te, se interesó por ese valioso insumo. Durante sesenta años, Gran Bre-
taña había dependido del Ficus elastica, especie que abundaba en las
llanuras pantanosas del río Bramaputra, pero la imposibilidad de tras-
plantarlo a otras latitudes, forzó a funcionarios gubernamentales a otear
otros horizontes. En el Congo existía una variedad de alto rendimiento,
la Landolphia, una liana, pero los belgas habían llegado antes; en el nor-
deste brasileño, crecía la variedad Ceará, un pariente lejano de la man-
dioca, y en México y el Caribe abundaba la Castilla elastica. Éstas eran
algunas de las más de cien especies de plantas cauchíferas del mundo,
¿por cuál decidirse? Como siempre ocurre en la historia lo inesperado,
la circunstancia imprevista que permitió transformar la economía de un

197
país y, en este caso, destruir la de varios. Aunque esta vez, se trató de un
hombre y no de un hecho.

Henry Wickham, hijo de una humilde confeccionista de sombreros y


de un procurador londinense que falleció cuando él tenía cuatro años,
llegó a protagonizar una de las aventuras más rentables para su país. En
su juventud, Wickham no mostró ambiciones profesionales definidas más
allá de un intrínseco espíritu de aventura y una notable habilidad para el
dibujo. La búsqueda de lo exótico lo llevó, desde muy joven, a remotas
junglas en Nicaragua y Venezuela, hasta llegar al río Orinoco y, por últi-
mo, al Amazonas. Se estableció en Santarém, sobre el río Amazonas en
territorio brasileño, con su madre y su prometida, Violet, que ya había
cumplido los veintisiete años. En 1872 publicó su primer libro, Rough
Notes of a Journey Through the Wilderness from Trinidad to Pará, Bra-
zil, by way of the Great Cataracts of the Orinoco, Atapabo and Rio Ne-
gro (Apuntes de un viaje por zonas salvajes de Trinidad a Pará, a través
de las Grandes Cataratas del Orinoco, Atapabo y Río Negro). Era un bo-
rrador confuso e impreciso, pero tenía un valor incalculable: Wickham
había descubierto el caucho y logró, después de innumerables peripecias,
sangrarlo. El 8 de enero de 1869, había sangrado los primeros cien árbo-
les, aunque ––según escribió–– el rendimiento había sido pobre y lo atri-
buyó a que los árboles aún tenían frutos que estaban verdes. Era inevita-
ble, por otra parte, que “las fiebres” atacaran al grupo que lo secundaba,
lo cual se tradujo en una recolección mínima.
La aparición de su libro excitó la ambición de Joseph Hooker, direc-
tor de Kew Gardens quien, poco tiempo antes, había recibido del Ama-
zonas una partida de semillas de caucho, enviadas por un señor Farris,
de la cual sólo siete germinaron. Sobrevivían a duras penas en los inver-
naderos destinados a la flora tropical. Nadie había dibujado la hoja y el
fruto de esta materia prima, salvo ese inglés que vivía en el Amazonas,
con quien Hooker inició una prolongada relación epistolar. En sus car-
tas, Wickham insistía en que el caucho podía trasplantarse a otras regio-
nes, algo que era considerado poco menos que utópico. Algunos autores
sostienen que Wickham viajó a Inglaterra para reunirse con Hooker.
Hooker le propuso a Wickham que recolectara semillas y las envia-
ra a Inglaterra. Éste quiso saber cuánto se le pagaría por sus esfuerzos.
Pasaron catorce meses y recién en 1874 llegó la respuesta: sus honora-

198
rios serían diez libras esterlinas por cada mil semillas. En una carta que
le envió a Joseph Hooker, en octubre de 1874, Wickham dice: “A pesar
de que la suma que me han ofrecido me parece sumamente adecuada, us-
tedes se darán cuenta de que no será suficiente para pagar mi traslado a
las regiones más provechosas sólo para recolectar semillas en pequeñas
cantidades. Si me pudieran garantizar un número considerable de las mis-
mas, estaría preparado para recolectar las mejores, en las zonas más apro-
piadas, para luego despacharlas”. La respuesta tardó seis meses en llegar.
Pero era un óptimo comienzo, ya que le solicitaron que recolectase diez
mil. A partir de esta oferta, comenzó la aventura amazónica que, al cabo
de cuarenta años, destruiría el imperio de Julio César Arana en el Putu-
mayo y transformaría a Inglaterra en el principal productor de caucho:
el Amazonas, la hevea brasiliensis, los millonarios y el despilfarro se de-
rrumbaron de la noche a la mañana, como un castillo de naipes.
La tarea de Wickham fue titánica. Recolectar esa cantidad de semi-
llas y enviarlas a Kew Gardens desde Santarém, un oscuro puerto sobre
el río Amazonas, pasó a ser su obsesión. El primer paso a dar tras encon-
trar las semillas era seleccionar las mejores. El 6 de marzo de 1876, es-
cribió una nota para enviársela a Hooker, desde el río Tapajós. “Ahora
estoy recolectando semillas en este río, poniendo cuidado en elegir sólo
aquellas de óptima calidad. Espero partir pronto a Inglaterra con un car-
gamento significativo.” Era una mera expresión de deseos pues los obs-
táculos eran muchos: ¿cómo acondicionar las semillas? ¿dónde hacer-
las germinar? ¿en qué barco enviarlas? y, lo peor, ¿cómo atravesar la
temible barrera aduanera brasileña en Pará? Entonces se produjo un he-
cho inesperado que terminó dando una vuelta de tuerca a su misión.
El capitán del S.S. Amazonas, un vapor de 1.057 toneladas, de la In-
man Line, que, en 1876, inauguraba la línea Liverpool al Alto Amazonas,
decidió homenajear a los pocos británicos que vivían en ese puerto sel-
vático. Debido a que carecía de un muelle adecuado, el capitán Murray
envió los correspondientes botes para recoger a los homenajeados. Ima-
ginemos la perplejidad y la satisfacción de los escasos plantadores euro-
peos de la zona, ante ese ––para ellos–– inmenso barco, todo iluminado,
flotando en las densas aguas del río Amazonas como si se tratara de una
visión fantasmagórica. Cenaron en el gran salón comedor y habrán pa-
ladeado los viejos sabores de su tierra, el vino de cepas nobles, matiza-
dos por los pesados cubiertos de plata y las copas de cristal. Entre los in-
vitados estaba Henry Wickham y, en aquella noche que por unas horas

199
recreó un restaurante londinense en medio del trópico, ni se le ocurrió
asociar sus semillas con ese barco. De hecho, seguían germinando y, con
seguridad, vivía atribulado pensando cómo haría para enviarlas a Kew
Gardens sin que se deteriorasen.
El vapor, al día siguiente, prosiguió río arriba, y pasó a ser sólo un
buen recuerdo de una noche europea en el Amazonas. Pero, a principios
de marzo, llegaron a Santarém noticias imprevistas: el S.S. Amazonas es-
taba fondeado en la rada de Manaos ––los derechos de puerto suelen ser
extremadamente caros–– y el capitán Murray estaba al borde del colap-
so. ¿Qué había sucedido? Los dos señores que tan amablemente habían
atendido a los invitados aquella noche a bordo, los supercargoes, es de-
cir, los encargados de las mercancías que transportaba la embarcación,
las habían vendido clandestinamente y desaparecieron con la abultada
suma que les deparó la venta. Murray no tenía con qué adquirir el cau-
cho que debía transportar a Inglaterra, con lo cual quedó varado ¿Cómo
iba a imaginar que esos dos hombres resultarían ser un par de delincuen-
tes? Le dijeron que fondeara en la boca del río Negro y ahí los esperó
hasta que tomó conciencia de que se habían escabullido en Manaos con
los bolsillos llenos. Henry Wickham, en cambio, descubrió que era la
oportunidad de su vida: le envió un mensaje al capitán Murray, propo-
niéndole un encuentro en la desembocadura del Tapajós con el Amazo-
nas, cerca de Santarém. Se proponía arrendar el barco en nombre del
gobierno de la India. El marino levó anclas y se dirigió a todo vapor ha-
cia ese lugar. Mientras el S.S. Amazonas se deslizaba río abajo, Wickham
ordenó y recolectó setenta mil semillas ––y aquí intervino la suerte–– de
la mejor clase de caucho, la hevea brasiliensis, que surgieron de las flo-
res de ese árbol de treinta metros de altura. Fue una tarea contra el re-
loj, extremadamente complicada. Pero era un aventurero de raza y sor-
teó cada obstáculo, encontrando soluciones a dificultades superlativas.
Imaginemos colocar setenta mil semillas frágiles y aceitosas en cañas de
calamus partidas a lo largo por la mitad, para depositarlas, en capas su-
cesivas, sobre hojas disecadas de bananas salvajes, y se podrá compren-
der su obstinación, su férrea voluntad para cumplir con el compromiso
que había asumido ante el director de Kew Gardens. En sus registros de
aquellos días febriles, escribió tres veces en su diario “No tengo tiempo
que perder”.
Tampoco lo tenía el capitán Murray, que acudió presuroso a ese en-
cuentro salvador. Las semillas fueron colocadas en proa y en popa en pe-

200
queñas canastas y, cuando Wickham consideró que todo estaba bajo con-
trol, el trasatlántico soltó amarras y se dirigió corriente abajo hacia el
peor de los obstáculos: la aduana de Pará. Esta ciudad que, en la actua-
lidad, se llama Belém, se encuentra en el brazo oriental del río Amazo-
nas al dividirse en dos en la isla de Marajó. Era el epicentro del merca-
do del caucho y estaba atestada de barcos y de funcionarios aduaneros.
A pesar de no existir disposiciones expresas que impidieran la exporta-
ción de semillas de caucho, era de suponer que las autoridades no deja-
rían pasar semejante cargamento sin los trámites farragosos propios de
la burocracia latinoamericana, lo que podría terminar acabando con la
vida de las setenta mil semillas tan dificultosamente recolectadas. Trein-
ta años después, Henry Wickham recordaría aquella noche de incerti-
dumbre en el puerto de Pará.

Pero, nuevamente, la fortuna me favoreció. Tenía un amigo en el lu-


gar indicado, el cónsul británico Thomas Shipton Green. Compren-
dió plenamente el espíritu de la misión y me acompañó a entrevis-
tarme con el barón de S., jefe de la Aduana, apoyándome en todo
momento mientras le expresaba a su Excelencia mi dificultad y an-
siedad por ser el responsable de especies botánicas extremadamen-
te delicadas almacenadas a bordo, con la expresa misión de ser en-
tregadas en los Jardines Reales de Kew, propiedad de Su Majestad
Británica.

La diplomacia que desplegó el cónsul Green y el hecho de que el S.S.


Amazonas estuviera fondeado en el río con las calderas funcionando, lo
cual daba una imagen de urgencia, terminaron motivando que el jefe de
la Aduana de Pará firmara el correspondiente despacho. El barón de S.
había rubricado la sentencia de muerte del Amazonas. De no haber sali-
do las setenta mil semillas del territorio brasileño, la historia del caucho
hubiera sido otra, si bien tarde o temprano la región hubiera perdido su
supremacía, ya fuera porque surgieron plantaciones en otras latitudes, o
porque se había desarrollado un producto sintético. Pero el haber alcan-
zado el mar abierto, no significó que los problemas de Wickham hubie-
ran concluido. Eran quince días de navegación hasta Liverpool, con un
drástico cambio de clima, aunque algo favorecido por el inminente vera-
no boreal, y había que preservar a las semillas: las ratas de a bordo y una
mala ventilación podían acabar con ellas. De todo se ocupó y, al llegar a
El Havre, el 9 de junio, envió un telegrama a Joseph Hooker, sugiriéndo-

201
le que tomara los recaudos necesarios para recibir el cargamento. Hoo-
ker ordenó que se enviara un tren nocturno a Liverpool para recibir al
barco. Decenas de frenéticos jardineros prepararon los habitáculos que
albergarían a estas gemas selváticas, desalojando del invernadero A17 in-
necesarias orquídeas, hibiscos y cuanta otra planta tropical había.
Wickham aprovechó el tren donde viajaban sus preciosas semillas y
partió hacia Londres, donde llegó en la madrugada. Se dirigió directa-
mente a Kew Gardens, se plantó frente a la casa de Hooker y arrojó con
suavidad pequeñas piedras a la única ventana iluminada. La perplejidad
del director no tuvo límites al contemplar a un hombre cubierto por un
amplio sombrero tropical, sosteniendo en su mano una vieja valija Glads-
tone.
Con el correr de las semanas las semillas se transformaron en peque-
ñas plantas; para fines de julio, 1.919 plantines estaban listos para ser
trasplantados al Jardín Botánico de Peradeniya, en Colombo, Ceilán (en
la actualidad, Sri Lanka). Fueron primorosamente colocados en cajas
Ward, que eran selladas, de vidrio y su propia humedad condensada fun-
cionaba como sistema de riego. El 12 de agosto de 1876 partieron del
puerto de Londres, a bordo del Duke of Devonshire, traslado que fue su-
pervisado por el jardinero William Chapman.
El costo total del operativo que terminó por darle a Inglaterra el do-
minio del mercado mundial del caucho, ascendió a la ridícula suma de
mil libras esterlinas, 4 chelines y dos peniques.
En realidad, contrariando todas las reglas de la dramaturgia, la odi-
sea del caucho tuvo un primer acto con final feliz, y, de haberse llevado
al escenario, adolecería de una imperdonable falta de técnica, debido a
que quitaría todo posterior desarrollo y desenlace. Porque hubo un se-
gundo acto, mucho más dramático y lento que se desarrolló en el Leja-
no Oriente. Henry Wickham había cumplido la primera parte de la ta-
rea. Decidió probar suerte en Australia, en la región septentrional de
Queensland, donde se dedicó a cultivar café y tabaco, con desastrosos
resultados. Perdió hasta el último penique de las mil quinientas libras es-
terlinas que había ganado con las semillas de caucho. Dejó algunas ins-
trucciones acerca del trasplante de la hevea brasiliensis que, como vere-
mos, no fueron tenidas en cuenta. La creencia, por cierto errónea, era
que este árbol podría desarrollarse óptimamente en regiones pantano-
sas, acaso porque el Amazonas está surcado por innumerables ríos. Des-
deñando las advertencias de Wickham, se plantaron las heveas recién en

202
1888, es decir, doce años después, en las proximidades del río Kalu Gan-
ga, en Sri Lanka, una región de lluvias torrenciales y frecuente anega-
ción. No sobrevivió ni una. A todo esto, en Manaos, nadie le dio la me-
nor importancia a este robo ¿Ceilán? ¿Caucho en una remota isla frente
a las costas de la India? Equivalía poco menos que haberlo plantado en
la Luna. Para qué preocuparse. Mientras los millones de libras esterlinas
llovieran sobre la ciudad, a sus habitantes poco les importaba. La falta
de información, con su consecuencia directa, la ausencia de interés por
parte de los plantadores, hizo perder tiempo a una industria que pudo
haber comenzado mucho antes. En efecto, existía un concepto inexac-
to: según la costumbre sudamericana, una vez que se sangraba el cau-
cho, había que esperar meses o años para volver a hacerlo; esto, por su-
puesto, hacía que el negocio fuese poco rentable. Ningún plantador
estaba dispuesto a reemplazar cultivos tradicionales por una aventura
ruinosa.
Pero surgió un hombre absolutamente convencido de la rentabilidad
del caucho y también de que el lugar indicado para plantarlo no era Cei-
lán, sino Malasia. Henry N. Ridley se había formado en Kew Gardens y
no ignoraba que, para que el caucho se transformara en una materia pri-
ma rentable, en primer lugar, había que hacer crecer los árboles; luego,
saber extraer el látex; por último, persuadir a los plantadores de que apos-
taran a este producto. Lo primero que demostró y que fue el pivote de su
resonante victoria, es que la hevea no necesitaba sangrarse cada muerte
de obispo, sino que se podía hacer hasta con árboles plantados hacía so-
lo cuatro años. El secreto era cómo hacerlo. Descubrió que sajando el
tronco en forma de espina de pescado, el rendimiento se transformaba
en diario, sin que perjudicara al árbol. En 1895, logró que dos plantado-
res de café de Malasia, Douglas y Ronald Kindersley, destinaran una mo-
desta hectárea a las heveas, que se desarrollaron sin sobresaltos.
Doce años después, había diez millones de árboles de caucho en Ma-
lasia. En 1906, el sudeste asiático produjo 577 toneladas de caucho; en
1920, 304.671 toneladas. En 1906, el caucho amazónico y africano al-
canzó, en materia de exportaciones, las 62.004 toneladas; en 1920, caye-
ron a 36.404 toneladas.
En definitiva, esto y no otra cosa fue lo que derrumbó el imperio de
Julio César Arana.

203
Si Londres, económicamente, era el eje del mundo, Liverpool era el
gigante portuario. A sus muelles llegaban materias primas de todo el pla-
neta, y de allí partían transformadas en productos manufacturados. A ese
puerto, concretamente a Queen’s Dock, llegó Walter Hardenburg, el 17
de julio de 1909, a bordo del Ambrose, con unas pocas libras esterlinas
en el bolsillo, un abultado legajo sobre las atrocidades del Putumayo y la
esperanza de que algún medio periodístico revelara al mundo sus inves-
tigaciones.
Sus expectativas deben de haber sido altas. Mientras el tren que lo
conducía a Londres se deslizaba por la ondulada campiña inglesa, habrá
pensado cómo dar sus primeros pasos. En la capital había diarios, revis-
tas y editoriales que podían tener interés en publicar lo que el mundo ig-
noraba y, acaso impulsado por su extrema juventud, creyera que se tra-
taría de una tarea relativamente fácil. Se instaló en Sandwich Street en
una pensión atendida por sus propietarios, el matrimonio Graham. El ba-
rrio no era atractivo, debido a su proximidad con dos estaciones de tren,
Euston y St. Pancras, pero estaba cerca del centro, a un paso del British
Museum y de Bloomsbury. Iba a permanecer siete meses en Londres y,
aunque sus recursos económicos eran limitados y poco quedaba de los
trescientos dólares que le había enviado su padre, todavía conservaba
cuarenta libras esterlinas, suma considerable para una persona joven, si
se tiene en cuenta que un mayordomo ganaba sesenta libras al año. Ese
dinero le daba cierta libertad de acción, lo cual no impidió que se pusie-
ra en campaña de inmediato.
Paternoster Row ––paradójicamente cerca de las oficinas de la Peru-
vian Amazon Company–– era el corazón editorial de Londres. Algunas
versiones sugieren que la intención inicial de Hardenburg era entrevis-
tarse con los directores británicos de la compañía para interiorizarlos de
lo que sucedía en un desconocido río amazónico. Pero habrá temido que,
de actuar de esa manera, el valiosísimo material que había recopilado co-
rriera peligro de desaparecer.
Paternoster Row se transformó en un escollo mucho más arduo que
el propio río Putumayo. Las editoriales planeaban con antelación la pu-
blicación de títulos y, a fines de julio de 1909, era inimaginable editar de
inmediato un libro. De hecho, después de que varios artículos se publi-
caron en Truth, a partir del 22 de setiembre de ese mismo año, The De-
vil’s Paradise debió esperar hasta 1912 para que la editorial Fisher Un-
win lo publicara. Pero no se trataba sólo de fechas. El editor que se

204
arriesgara a lanzar al mercado un libro con semejantes acusaciones a una
compañía británica, corría el riesgo cierto de enfrentar un juicio por ca-
lumnias e injurias. Tampoco le fue bien en Fleet Street, donde abunda-
ban diarios y agencias de noticias. Sus acusaciones no eran verificables
y nadie sabía dónde quedaba el Putumayo. Walter Hardenburg acaso
comprendió que Londres era una ciudad inmensamente más complica-
da que Manaos o Iquitos, donde entrevistarse con el director de un dia-
rio era tan simple como hacerlo con el almacenero. Quién lo hubiera es-
cuchado en The Times. O en el Morning Post. Era un mundo hermético
y desconfiado, donde el material periodístico que se publicaba pasaba
por innumerables tamices, por jefes y secretarios de redacción, por en-
cargados de sección, que conformaban una suerte de pirámide impene-
trable.
Su desilusión fue paliada por un encuentro que terminaría modifi-
cando su vida afectiva. A la pensión del matrimonio Graham solía asis-
tir por razones de amistad una joven, Mary Feeney, que se transformó
en su paño de lágrimas. Por fin se podía desahogar con alguien que lo
escuchaba, que le daba ánimos para que siguiera adelante. Se trataba de
una bonita irlandesa de veinticuatro años, que había perdido a sus pa-
dres de niña y se había educado en un convento. Amargado por la indi-
ferencia británica con respecto a lo que sucedía en la selva amazónica,
encontró en ella una compañera con la cual, poco tiempo después, ter-
minó casándose y viviendo en Canadá. Pero el Putumayo seguía sin des-
pertar interés.
Fue en una de sus empecinadas visitas a un editor cuando escuchó
por primera vez el nombre de la Anti-Slavery and Aborigines Protection
Society (Sociedad contra la Esclavitud y Protectora de Aborígenes). Tal
vez el desilusionado Hardenburg creyó que esa institución de nada le ser-
viría, pero, aun así, tuvo la persistencia de proseguir su camino. Esta ins-
titución era el resultado de la fusión ese mismo año ––1909–– de la Abo-
rigines Protection Society y de la British and Foreign Anti-Slavery Society,
que se habían dedicado con pasión y perseverancia a la defensa tanto de
los aborígenes de diversas latitudes ––en particular, del Canadá–– como
a denunciar toda práctica esclavista. Sus informes y publicaciones, dado
su prestigio, tenían un poder demoledor. El primero de ellos fue Slave
Trade in Egypt, the Soudan and Equatorial Africa (Trata de esclavos en
Egipto, Sudán y África Ecuatorial) publicado en 1880, y escrito por el le-
gendario coronel Charles Gordon, héroe de China, que pereció en Jar-

205
tum. La intervención de esta entidad había sido decisiva al denunciar las
condiciones de esclavitud y las atrocidades que prevalecían en el Estado
Libre del Congo, propiedad exclusiva del rey Leopoldo II de Bélgica, que
falleció el 17 de diciembre también de ese año, después de haber vendi-
do al Estado belga su vasto territorio africano. Existían notables simili-
tudes entre la situación del Putumayo y la del Congo, ya que allí también
se explotaba el caucho.
La Anti-Slavery and Aborigines Protection Society ya había lidiado
con atrocidades cometidas por peruanos. Entre 1862 y 1864, diez años
después de haberse abolido la esclavitud en el Perú, una numerosa floti-
lla de naves con bandera peruana partió de puertos de ese país rumbo a
la Isla de Pascua y a la Polinesia para reclutar mano de obra nativa, con
supuestos contratos de trabajo, que no eran otra cosa que una esclavitud
disfrazada. Los nativos eran inducidos a que subieran al barco, para lue-
go ser arrojados y engrillados en la oscura bodega. La captura de escla-
vos, realizada en treinta y cuatro islas del Pacífico sur, tenía como obje-
tivo proveer mano de obra para las plantaciones costeras peruanas, y para
extraer guano de las islas Chinchas que, como hemos visto oportunamen-
te, fueron tomadas por España en 1864. De la isla de Pascua los trafican-
tes de esclavos peruanos se llevaron por la fuerza a 900 naturales, entre
ellos a su rey, Kai Makoi y su hijo Maurata, que murieron en las islas
Chinchas. Las autoridades de la Anti-Slavery and Aborigines Protection
Society le escribieron, el 20 de setiembre de 1864, a Lord Stanley, Secre-
tario de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña:

…hace algunos años, grandes cantidades de nativos de islas de la Po-


linesia fueron secuestrados por traficantes de esclavos peruanos, y
llevados a la fuerza a las islas Chinchas, donde fueron forzados a tra-
bajar en los depósitos de guano ––un trabajo que era letal, ininte-
rrumpido y despreciable––. Al arribar a destino, sus fuerzas estaban
minadas por la mala alimentación, el trato cruel y los efluvios vene-
nosos que exhalaban los yacimientos de guano.

Poco después, el reverendo W. Wyatt Gill, de la isla polinésica de


Mangaia, le escribió a las autoridades de la London Missionary Society,
en Londres:

Numerosos isleños han sido empleados para extraer guano de las is-
las Chinchas. Estos pobres nativos ni siquiera pueden descansar du-

206
rante el día, ya que se les ha colocado un collar con púas. No pueden
escapar, y tienen las piernas engrilladas. Se alimentan con un arroz
abominable. Cuando uno de ellos fallece, se excava un pozo y allí se
arroja el cuerpo, que sin duda también se convertirá en guano.

Hardenburg se dirigió a la sede de la institución, en Vauxhall Bridge


Road, donde fue recibido por el reverendo John Harris.
Este clérigo excepcional se trasladó al Congo con su mujer, Alicia, en
calidad de misionero. Allí conoció y ayudó a un diplomático irlandés
––cuando Irlanda aún pertenecía a Gran Bretaña–– que ejercía la fun-
ción de cónsul británico en la región: Roger Casement, que fue comi-
sionado por el gobierno inglés para que investigara los horrores que se
cometían en el Congo contra la población nativa. Casement, como opor-
tunamente veremos, fue una figura clave en la caída de Julio César Ara-
na, ya que fue posteriormente enviado por el gobierno británico a rea-
lizar el mismo trabajo, pero esta vez en el Putumayo. El reverendo Harris
escuchó con enorme interés al joven norteamericano, cuyo relato tenía
notables semejanzas con la experiencia africana por la cual había atra-
vesado: las mismas atrocidades, idénticas mutilaciones, similares asesi-
natos a sangre fría. Tan apasionante y comprometido le resultó el relato,
que Walter Hardenburg regresó dos días después para repetir ante otras
autoridades de esa institución lo que había visto y oído en el Putumayo.
El tesorero, E. Wright Brooks, quedó azorado. El mundo nada sabía que
en un remoto río amazónico una compañía británica cometía crímenes
atroces. Ese joven norteamericano era absolutamente creíble y, además,
sustentaba sus denuncias con sólida documentación. Hardenburg fue pre-
sentado al vicepresidente de la entidad, Francis William Fox, otro gran
defensor de estas causas. El encuentro se llevó a cabo en el Union Club,
en Trafalgar Square. ¿Qué curso de acción podía tomar Hardenburg? El
Foreign Office ––equivalente a un Ministerio de Relaciones Exteriores––
no era el mejor de los caminos, salvo que algún medio periodístico toma-
ra la iniciativa. El reverendo Harris le sugirió que se dirigiera a la revis-
ta Truth.
Esa sugerencia fue sabia, no por el espíritu editorial de la publica-
ción, sino debido a que era el polo opuesto al periodismo que podía ha-
cer un diario, como, por ejemplo, el tradicional The Times. Esta revista
semanal mezclaba artículos y publicidad en una diagramación poco ri-
gurosa. Pero tenía el costado sensacionalista que siempre apasionó a los

207
ingleses. La Anti-Slavery and Aborigines Protection Society le abrió las
puertas del semanario. Hardenburg fue recibido por uno de los editores,
Sydney Paternoster, que reemplazaba al director, Robert Bennet, que se
encontraba de vacaciones en Suiza. Mientras escuchaba a Hardenburg
en la redacción, en Carteret Street, entre el Parlamento y el Palacio de
Buckingham, Paternoster se debe de haber debatido entre la fabulosa
primicia y el peligro de que el joven mintiera; lo primero que le aclaró
fue que Truth no pagaba cuando el material ofrecido era comprometi-
do, algo que no pareció preocupar a Hardenburg. Pero la información
era irresistible y podía redundar en un aumento considerable de las ven-
tas del semanario. Sin duda, le dio esperanzas al joven con respecto a la
publicación del material y trató, de inmediato, de corroborar la veraci-
dad de sus denuncias.
Paternoster se entrevistó con el cónsul de Colombia en Londres,
Francisco Becerra, quien le organizó una reunión con exiliados colom-
bianos que confirmaron lo que sucedía en el Putumayo. Luego, la suer-
te quiso que el cónsul británico en Iquitos, David Cazes, accediera a reu-
nirse con él, ya que se encontraba en Londres, lo que no hizo sino
convalidar lo que había escuchado. Se había entrevistado con Julio Cé-
sar Arana, en Iquitos, para protestar por la contratación de negros de
Barbados en sus secciones caucheras, ya que se trataba de súbditos bri-
tánicos, y uno de ellos, que había logrado escapar y llegar hasta Iquitos,
le reveló al cónsul que eran forzados a cazar indios. El incidente termi-
nó en el mejor estilo Arana: negó todos los cargos y permitió que cua-
renta negros regresaran a la capital de Loreto. En Londres, Julio César
Arana, con posterioridad, se entrevistó varias veces con el cónsul David
Cazes para rogarle que se solidarizara con la Peruvian Amazon Com-
pany, debido a los conflictos que se habían desatado por la publicación,
en Truth, de los artículos de Walter Hardenburg. Pero hubo otra corro-
boración, tal vez el último eslabón de una cadena que progresivamente
se volvía más sólida y que aventaba cualquier sospecha de que Harden-
burg mentía o exageraba. El 3 de julio el ministro Leslie Combs, a car-
go de la Legación de los Estados Unidos en Lima, confirmó que el go-
bierno peruano había compensado con quinientas libras esterlinas a
Walter Hardenburg y a W. B. Perkins, por el apropiamiento indebido de
sus pertenencias.
Paternoster había realizado una tarea impecable y se la sometió al di-
rector de Truth, Robert Bennet, apenas regresó de sus vacaciones. Se de-

208
cidió la publicación del material, cuyo título sería The Devil’s Paradise,
y su subtítulo, A British owned Congo (El paraíso del diablo: un Congo
británico). El 22 de setiembre de 1909, la revista estaba en todos los kios-
cos de venta, promocionada por declaraciones de Hardenburg, reprodu-
cidas en un cartel: “Al hacer estas denuncias, he obedecido sólo a los dic-
tados de mi conciencia y a los de una justicia ultrajada; y ahora que lo
hice, el mundo civilizado está al tanto de lo que sucede en las amplias y
trágicas selvas del río Putumayo, y siento que, como hombre honesto, he
cumplido con mi deber ante Dios y la sociedad…” No era una mala es-
trategia de venta. Pero Truth no era precisamente The Times, a pesar de
que su director, en su momento, había cubierto la sección judicial de es-
te último medio. El artículo que estaba dirigido a conmover a la opinión
pública estaba aprisionado entre una patética rima sobre el inminente
viaje del capitán Scott al Polo Sur, y un editorial titulado “Festín para la
prensa internacional”. Abundaban los chismes, las noticias breves y una
dudosa poesía. Pero, a pesar de este calidoscopio en materia de diagra-
mación, la denuncia de Hardenburg tuvo un efecto letal.

Era común que los agentes de la compañía [se refiere a la Peruvian


Amazon Company] forzaran a los pacíficos indios del Putumayo a
trabajar día y noche en la recolección de caucho sin la menor remu-
neración; no les daban alimentación ninguna, les robaban sus pro-
pias cosechas, como también a sus mujeres e hijos, para satisfacer su
voracidad, lascivia y avaricia, como también las de sus empleados,
ya que viven con la comida de los indios, mantienen harenes de con-
cubinas, los compran y venden en las ferias de Iquitos; los azotan in-
humanamente hasta que sus huesos quedan al descubierto; les nie-
gan todo tratamiento médico y los dejan languidecer, atacados por
gusanos hasta que mueren, para luego servir de alimento a los perros
de los jefes; los mutilan, les cortan las orejas, dedos, brazos y pier-
nas; los torturan utilizando el fuego y el agua, y los atan crucificados
con la cabeza para abajo; los cortan en pedazos con los machetes;
toman a los niños de los pies y les hacen saltar el cerebro de tanto
golpearlos contra árboles y paredes; matan a los ancianos cuando ya
no pueden trabajar y, finalmente, para divertirse practicando tiro, o
para celebrar el Sábado de Gloria, como lo han hecho Fonseca y Ma-
cedo, disparan sus armas contra hombres, mujeres y niños, o prefie-
ren impregnarlos de querosén y prenderles fuego, para disfrutar su
desesperada agonía.

209
Los ingleses estaban acostumbrados ––y hasta disfrutaban–– a leer
noticias escabrosas en los diarios: crímenes pasionales, descuartizamien-
tos, bombas que hacían volar testas coronadas. Pero las atrocidades del
Putumayo estaban hechas de otra sustancia, capaz de revolver el estó-
mago y encender una furia sin límites en el lector. Una compañía britá-
nica involucrada en semejante barbarie. Era más de lo que un inglés po-
día soportar. Pero ese 22 de setiembre fueron pocos los que leyeron Truth
y la denuncia no fue recogida por los principales diarios. La campaña du-
ró dos meses. Semana a semana, hasta el 17 de noviembre, se publicaron
nuevos artículos firmados por Walter Hardenburg, y ya para esa fecha to-
do Londres estaba al tanto. Habían sentado las bases para lo que termi-
naría convirtiéndose en los escándalos del Putumayo que, durante cua-
tro años, tendrían en vilo al mundo entero. Los directivos británicos de
la Peruvian Amazon Company no entendieron con claridad qué sucedía,
ni las consecuencias que acarrearían las denuncias. Julio César Arana no
estaba en Londres, sino en viaje desde Manaos, y Abel Alarco, su cuña-
do y miembro del directorio, no tenía el menor sentido de la estrategia
de comunicación. Consideraron que Truth era poco menos que un pas-
quín, una inofensiva culebra. Pero terminó por ser una cobra real para
cuya ponzoña no hubo antídoto. En vez de convocar una conferencia de
prensa, de redactar comunicados que simularan alguna transparencia, de
prometer una exhaustiva investigación, no hicieron nada.
Ese 22 de setiembre, un periodista del Morning Leader, Horace Tho-
rogood, golpeó las puertas de las oficinas de la Peruvian Amazon Com-
pany, en Salisbury House, London Wall. Lo recibieron Abel Alarco, su
hermano Germán, ex alcalde de Iquitos, y un tercer hombre, de barba,
ojos oscuros y mirada penetrante, que hizo de vocero. Richard Collier, en
The River that God forgot, sugiere que pudo haber sido Julio César Ara-
na. No compartimos su opinión. De haber sido, lo hubiera dicho. No era
hombre de mantenerse en el anonimato. De lo contrario, no se hubiera
presentado a declarar, casi cuatro años después, ante la comisión parla-
mentaria británica que investigaba los crímenes del Putumayo. No era
ciudadano británico, la compañía para ese entonces se había disuelto, te-
nía dinero y nada le hubiera costado refugiarse en Iquitos. Creemos que
Arana estaba en viaje y que su primer destino era París. Eleonora y sus
hijos estaban veraneando en Suiza y es probable que los haya visitado.
Los hermanos Alarco y el misterioso hombre de mirada penetrante
le deslizaron al periodista del Morning Leader que se trataba de una ex-

210
torsión, ya que al representante legal de la compañía en Iquitos (se refe-
rían a Julio Egoaguirre, abogado de Arana y alumno de Hardenburg) se
le habían exigido siete mil libras esterlinas a cambio de no publicar un li-
bro que denunciaría lo que sucedía en el Putumayo. Y eso ––también elíp-
ticamente y sin dar nombres–– fue lo que el periódico publicó al día si-
guiente. Alarco cometió el inexcusable error de no informar al directorio
de la visita del periodista. En lo que respecta a lo publicado por Truth,
les hizo llegar a los directivos las “pruebas” de que Walter Hardenburg
era un chantajista: la carta de Lyonel Garnier, director del diario Ama-
zonas, de Manaos, en la que éste relata cómo el joven norteamericano le
intentó vender el material comprometedor a cualquier precio, y la falsi-
ficación de la letra de cambio por 830 libras esterlinas. Le pareció que,
con eso, era suficiente.
Ahora faltaba terminar con la curiosidad de Horace Thorogood, un
periodista que posiblemente ganaría un sueldo miserable y que, supuso
Alarco, sería tan venal como los de Iquitos. Para Alarco, la solución era
simple: le daría un cheque por debajo de la mesa. Cuando el hombre de
prensa regresó, como le habían pedido, el viernes 25 de setiembre, se en-
contró con que las oficinas estaban desiertas: no había ninguno de los
directores para recibirlo, para darle una mínima explicación. El único
presente era un secretario, Vernon Smith, que lo hizo ingresar en uno de
los escritorios, como si quisiera tener una conversación a solas. La Peru-
vian Amazon Company ––le comunicó–– no quería que se hablara más
del asunto. Y, sin más, le extendió el cheque.
Horace Thorogood debe de haber quedado perplejo ante este grose-
ro soborno. Y aunque Vernon Smith se presentó poco después en la re-
dacción del diario, alegando que el cheque ––naturalmente rechazado
por el periodista–– había sido idea suya y no del directorio ––algo que
nadie creyó––, la primera página del Morning Leader del 27 de setiembre
hizo temblar a los integrantes británicos de la compañía.

NUESTRO CONGO. EXTRAÑA HISTORIA DE UNA LETRA DE CAMBIO.


LA PERUVIAN AMAZON COMPANY Y EL MORNING LEADER.

Las graves acusaciones contra la Peruvian Amazon Company de Sa-


lisbury House, London Wall, han sido objeto de una mayor profun-
dización por parte del Morning Leader, con notables resultados… El
viernes por la tarde, cuando uno de nuestros periodistas llegó a las
oficinas de la empresa a la hora convenida, es decir, a las cinco de la

211
tarde, un empleado y un junior eran los únicos presentes… El em-
pleado invitó de inmediato a nuestro representante a que pasara a
un salón privado, donde ocurrió una escena extraordinaria…

Y sin más la nota detallaba el intento de soborno. Haber dejado en


manos de Abel Alarco un asunto tan delicado, muestra las peligrosísimas
fisuras de la compañía, la absoluta falta de una estrategia coherente en
materia de comunicación, la errónea creencia de que el dinero todo lo
puede. Cuando los directores ingleses de la Peruvian Amazon Company
vieron la portada del Morning Leader, el lunes 27 de setiembre, queda-
ron espantados. ¿Qué significaba ese intento de soborno? Hasta ese mo-
mento estaban absolutamente convencidos, a partir de la documentación
que les hizo llegar Julio César Arana, de que Hardenburg era un chanta-
jista y un falsificador.
Las dudas acerca de la conveniencia de formar parte de un directo-
rio de una compañía que explotaba caucho en un remoto río amazónico
al cual ningún miembro británico conocía, embargaron, en particular, a
John Russell Gubbins y a Henry Read. Éstos conocían las costumbres pe-
ruanas por haber vivido durante varios años en Lima. Pero les resultaba
intolerable que prácticas comunes en Sudamérica se quisieran trasladar
a Londres. Julio César Arana recién llegaría allí el próximo 10 de octu-
bre, pero no podían esperar hasta esa fecha para emitir algún comunica-
do a la prensa. Arrinconados, con su prestigio al borde del abismo, los
integrantes británicos del directorio recurrieron a la estrategia de negar
y deslindar responsabilidades. Como primera medida, enviaron una car-
ta a la revista Truth. “Los directores no tienen ningún motivo para creer
que las atrocidades publicadas hayan sucedido realmente y tienen fun-
damentos para suponer que fueron utilizadas para lograr fines distintos”,
decía la carta, en clara referencia a las oscuras intenciones de Walter Har-
denburg. Y agregaban: “Sean cuales fueren los hechos, el directorio no
es responsable de los mismos, desde el momento que no formaban par-
te de la compañía cuando supuestamente ocurrieron”. Otra carta del mis-
mo tenor fue enviada al Morning Leader.
Pero al martes siguiente, es decir, el 29 de setiembre, Truth publicó
otro artículo de Walter Hardenburg, lo que les hizo temer un libro en se-
rie. No se equivocaron: el 6 de octubre apareció otra nota con atrocida-
des aún más detalladas y macabras. Entonces, sí, Londres empezó a co-
nocer el Putumayo. ¿Dónde quedaba ese río? Ni siquiera figuraba en la

212
mayoría de los mapas, lo cual obligó a los cartógrafos a incluirlo en fu-
turas ediciones. ¿Cómo se pronunciaba? La fonética se volvió impres-
cindible: Poo-too-mah-you. Posiblemente, el directorio británico de la
Peruvian Amazon Company sospechó que el proceso podía ser impara-
ble y que, a medida que transcurrían los días, eran más las personas que
estaban al tanto de los horrores que cometía una compañía inglesa en el
Alto Amazonas. Si Hardenburg era o no un chantajista era irrelevante.
El drama era que dijera la verdad. What if? iba en camino de convertir-
se en una pregunta molesta para Read, Gubbins y Lister-Kaye que, du-
rante esas primeras semanas, no sabrían discernir entre ficción y reali-
dad. Si se tiene en cuenta que los directores recibían doscientas libras
esterlinas al año, además de una participación semestral en las ganan-
cias, por un trabajo que nada les exigía, alguna responsabilidad deberían
tener. Más de uno habrá lamentado haber integrado ese directorio. Has-
ta la llegada de Julio César Arana, los directores sólo atinaron a dar ma-
notazos de ahogado, sin saber qué rumbo tomar.
El encargado de negocios en Londres del gobierno peruano, R. E.
Lembcke, envió una carta al director de la revista Truth, donde fue pu-
blicada.

Esta Legación niega categóricamente que los sucesos que usted des-
cribe y que la ley castiga severamente hayan podido efectuarse sin
conocimiento de mi Gobierno en el río Putumayo, en donde el Perú
tiene autoridades nombradas directamente por el supremo Gobier-
no y en donde existe, además, una respetable guarnición militar. Iqui-
tos está unido por telégrafo inalámbrico con Lima, y es imposible su-
poner que pudieran cometerse actos de la naturaleza de los que usted
describe sin que los criminales fueran pronta y severamente castiga-
dos por las autoridades.

Es que los artículos publicados por Truth dejaban mal parado al go-
bierno peruano y a su presidente, Augusto Leguía. El gobierno no igno-
raba lo que ocurría en el Putumayo. El rédito que otorgaba el caucho a
las arcas fiscales y el papel de Arana en el control de las pretensiones co-
lombianas sobre ese territorio eran motivos suficientes para no descono-
cer la realidad. Además, comisiones, concesiones cuestionables, contra-
taciones irregulares, forman parte de la cultura hispanoamericana. No
hay forma de saber si Julio César Arana pagó sobornos a funcionarios de
primera línea del gobierno de su país. Si sobornaba a jueces y funciona-

213
rios en Iquitos, no sería descabellado suponer que también lo hacía en la
capital peruana.
Los artículos de Hardenburg le vinieron como anillo al dedo a Co-
lombia, que reclamaba el territorio comprendido entre los ríos Putuma-
yo y Caquetá. Si bien se firmaban protocolos (en ese mismo año, 1909,
se había firmado uno entre Perú y Colombia) y se sometía a arbitraje pa-
pal la zona disputada, el hecho es que el gobierno de Bogotá carecía de
los recursos bélicos y del acceso fluvial a la región, dominada por la flo-
ta de Arana y por lanchas de guerra peruanas. El lobby colombiano no
perdió el tiempo y trató de desprestigiar a la Peruvian Amazon Company
y al gobierno de Lima, lo cual, dadas las circunstancias, no era difícil de
llevar a cabo.
Julio César Arana había ideado la rentabilidad del caucho del Putu-
mayo como un mecanismo de relojería, sin dejar el menor detalle que pu-
diera disminuir los ingresos. El sernamby (caucho de baja calidad) que
exportaban sus cuarenta y cinco secciones caucheras no pagaba ni un
centavo en concepto de derechos de aduana. En 1909, por ejemplo, la
Peruvian Amazon Company había producido 1.774.024 kilos de caucho,
y eso que una epidemia de viruela había reducido la mano de obra, lo
cual aumentó los gastos en forma de trabajo adicional. Sobre esa fabulo-
sa cifra, no se pagó un solo centavo de derechos aduaneros. Perú aplica-
ba un impuesto de cuatro chelines por libra de caucho exportada, pun-
tualmente pagado en la Aduana al momento del embarque, tal como lo
hacía otra compañía extranjera, la Inambary Rubber Company Limited.
Pero como la Peruvian Amazon Company se asentaba sobre un territo-
rio que Perú reclamaba a Colombia ––aunque sostenía que le pertene-
cía–– no correspondía ese tributo. Por otra parte, la aplicación de ese im-
puesto hubiera sido contrario a los términos de los convenios con
Colombia.
Pero el Putumayo, a pesar de los desmentidos de su directorio, se
transformaba progresivamente en una papa caliente, lo cual forzó al pre-
sidente de la companía, Henry Read, a escribir una carta a su amigo el
presidente peruano Augusto Leguía, “para que pusiera las cosas en su lu-
gar”, misiva que terminó enfureciendo a Julio César Arana apenas llegó
a Londres. Cómo se atrevían a enviar una carta al presidente del Perú,
donde lo acusaban poco menos de ignorar lo que sucedía en su propio
territorio. La Anti-Slavery and Aborigines Protection Society tampoco
perdió el tiempo, y presionó al directorio de la Peruvian Amazon Com-

214
pany para que recibiera a su vicepresidente, Francis William Fox, que
tuvo la peregrina idea de sugerirles que recibieran a Walter Hardenburg,
para tener información de primera agua, lo que equivalió poco menos
que a arrojarles un guante a la cara. Las supuestas atrocidades que se co-
metían en el Putumayo no estaban demostradas, dijeron, más allá de las
palabras de un norteamericano inescrupuloso capaz de inventar cual-
quier infamia para obtener dinero.
La ceguera parecía haber atacado a esos encumbrados ingleses, que
jamás se habían tomado la molestia de conocer el Amazonas, de indagar
personalmente en Iquitos qué sucedía en las secciones caucheras de la
ex Casa Arana, o de averiguar que un periodista, Benjamín Saldaña Ro-
ca, había denunciado los crímenes. El Amazonas, el Congo o Sumatra le
daba lo mismo a ese egregio directorio, que era apenas una pantalla pa-
ra tapar lo que solía suceder en países remotos que exportaban materias
primas, donde se trataba a los seres humanos peor que a animales. A
quién podía importarle un río ignoto, perdido en la selva, si el rédito que
obtenía era fabuloso. Un año después, el precio del caucho batiría todos
los récords.
Pero si el propio rey de Bélgica, Leopoldo II, con la riqueza y el po-
derío que le había otorgado su Estado Libre del Congo, no pudo detener
el escándalo ni ocultar las atrocidades que allí se cometían, menos iba a
hacerlo un reducido directorio británico.

La onda expansiva que produjo el artículo de Walter Hardenburg en


Truth alcanzó a Julio César Arana. Posiblemente, estaba en Suiza visi-
tando a Eleonora y a sus hijos: la bucólica paz alpina debe de haber que-
dado seriamente comprometida apenas terminó de leer la primera en-
trega de The Devil’s Paradise: a British owned Congo. Su imperio en el
Putumayo era hermético (sólo se podía llegar allí en los barcos de la com-
pañía), pero este inoportuno norteamericano empecinado en realizar una
cruzada internacional había ingresado al corazón de sus territorios en
una simple canoa sin que nadie se lo impidiera. Pero Hardenburg era un
hecho, lo mismo que la revista Truth, y había que contrarrestar sus de-
nuncias. Para eso, Arana confiaba en la documentación ––apócrifa o au-
téntica, nunca sabremos–– donde Hardenburg aparecía como chantajis-
ta y falsificador. El directorio de la Peruvian Amazon Company tenía esos
documentos a su disposición. Pero Hardenburg no era la única amena-

215
za: otro hombre, tan aventurero como el joven norteamericano, pero de
nacionalidad británica, podía crearle complicaciones. No se trataba de
un muchacho, sino de un adulto, militar retirado, de familia rica y sin
apremiantes necesidades económicas. Arana y él se conocieron en el
Amazonas, al punto de que el denunciante fue huésped del cauchero en
Manaos. El capitán Thomas Whiffen ––de él se trata–– se transformaría
en una nueva amenaza, acompañada, esta vez en forma inequívoca, de
un intento de extorsión al cauchero.
Whiffen participó de la guerra de los boers en Sudáfrica como ofi-
cial del 14 regimiento de Húsares. Recibió una herida que lo dejó rengo
y se dio de baja de su unidad. Era un hombre apuesto, que recibió una
abultada asignación ––mil doscientas libras esterlinas al año–– en vida
de su padre, Thomas Whiffen, dueño de un próspero laboratorio, que fa-
lleció, en 1904, dejándole una considerable fortuna. Su familia poseía
una casa de campo, Cerris House, en Putney. Una vez liberado de sus
obligaciones castrenses, se dedicó a la antropología en forma no profe-
sional. A comienzos de 1908 decidió recorrer el Putumayo, viaje que du-
ró siete meses y que se inició en Manaos. Para su expedición, solicitó
guías a la británica Peruvian Amazon Company. Convivió con los indios
boras, resigero, ituro, nonuya, andoque, karahone, menimehe, kueretu y
maku de los ríos Apaporis e Issa, al nordeste de Iquitos, conociendo sus
costumbres y recopilando su vocabulario. Pero Whiffen no era el inge-
niero francés Eugenio Robuchon, que, como ya hemos visto, desapare-
ció misteriosamente en el Amazonas, en 1906. Carecía de su formación
académica y, por más que perteneciera a prestigiosas instituciones cien-
tíficas británicas, su viaje amazónico se parecía más al pasatiempo de
un diletante que a la investigación de un antropólogo. Su libro, The
Northwest Amazons, notes of some months spent with cannibal tribes
(Noroeste del Amazonas, notas sobre algunos meses de convivencia con
tribus caníbales), publicado en 1915 (Constable and Company, Londres;
Duffield and Company, Nueva York, dedicado al naturalista Alfred Rus-
sell Wallace), recibió críticas lapidarias. The Nation, un prestigioso se-
manario norteamericano, publicó el 16 de marzo de 1916 un ácido co-
mentario que contribuye a delinear con más precisión el perfil de este
aventurero:

Northwest Amazons aspira, evidentemente, a ser considerado como


un tratado científico en lo que respecta a las tribus de esta región. Es,

216
simplemente, otro libro sobre el Amazonas escrito por un viajero con
más aspiraciones científicas que entrenamiento científico. La descrip-
ción de los nativos, sus artesanías y su modo de vivir han sido rigu-
rosamente registrados, pero algunos datos abren un interrogante. Pa-
ra el antropólogo, su principal interés ––naturalmente–– se centra en
el Apéndice, que permite discutir las características físicas. Aquí el
lector descubre con sorpresa que el autor confiesa no haber conoci-
do el método correcto para medir la cabeza, la estatura, etc. “No te-
nía calibradores ––escribe–– y el ancho, en todos los casos, es apro-
ximado, medidas que no fueron tomadas de acuerdo con pautas
científicas”.
Resulta inexcusable que un viajero que se titula a sí mismo miembro
de la Royal Geographic Society y del Royal Anthropological Institu-
te no haya consultado las excelentes guías para observaciones cien-
tíficas publicadas por estas instituciones. El libro del capitán Whif-
fen incluye dos mapas y algunas óptimas ilustraciones.

En realidad, la crítica es excesivamente severa con Whiffen que, más


que escribir un libro de consulta, intentó retratar las costumbres de los
indígenas. Quizá por eso sus dos ediciones, más allá de las críticas, ven-
dieron bien. En el prefacio, el propio Whiffen reconoce que no preten-
dió escribir una obra científica:

Al presentar al público los resultados de mi viaje a través de las tie-


rras del Alto Amazonas, no pretendo desafiar las conclusiones a las
cuales llegaron científicos experimentados como Charles Waterton,
Alfred Russell Wallace, Richard Spruce y Henry Walter Bates, ni
competir con la infatigable labor de exploradores recientes, como los
doctores Koch-Grünberg y Hamilton Rice.
Durante algunos meses de 1908 y de 1909, viajé por la región com-
prendida entre los ríos Issa y Apaporis donde el hombre blanco, con
anterioridad, rara vez había penetrado. En las partes remotas de es-
tos distritos, las tribus de indios nómades son, en algunas oportuni-
dades, francamente caníbales y nos brindan la evidencia de que exis-
te una condición de salvajismo que es difícil de encontrar en el siglo
XX, en otras partes del mundo. Hay que señalar que esta área inclu-
ye el distrito del Putumayo.
En lo que respecta a las referencias en pies de página y en los apén-
dices, las he insertado con el objeto de sugerir dónde pueden hallar-
se semejanzas culturales o variaciones en las costumbres. Estas no-
tas pueden ser de suma utilidad para el estudioso de estos problemas

217
al relacionarse con pueblos pacíficos y, al menos, representan la evi-
dencia sobre las cual basé mis propias conclusiones.

Thomas Whiffen
Londres, 1914

Aunque Whiffen no forme parte del Olimpo de exploradores del


Amazonas, sus observaciones casi periodísticas son apasionantes y deta-
lladas. Whiffen nos introduce en un mundo aterrador, fascinante y repul-
sivo. Relata, por ejemplo, la forma en que los indios prisioneros eran sa-
crificados y comidos en un festín. Recibían golpes contundentes en
muslos y tobillos para ser finalmente decapitados con una espada. Se se-
paraban las cabezas y la carne se hervía lentamente, sazonada con ají,
mientras los tambores tronaban y los guerreros, ataviados con sus mejo-
res galas, entonaban canciones de victoria. Los cuerpos se dividían en-
tre los asistentes. Los órganos genitales masculinos eran ofrecidos a la
mujer del jefe de la tribu, que era la única del sexo femenino que partici-
paba de la fiesta. Los intestinos y el cerebro no se consumían. La comi-
lona se prolongaba durante ocho días. Las cabezas eran utilizadas como
trofeos. Partes carnosas, pelo y dientes eran removidos y la calavera se
colgaba en alguna planta para que la “limpiaran” las hormigas y otros in-
sectos, tarea que sólo les insumía media hora. Una vez concluido este
proceso, la cabeza servía como adorno en el pórtico de la vivienda. Con
los huesos de los brazos construían flautas y, con los dientes, collares.
Ávido de aventura, de experiencias, tal vez, que le hicieran olvidar su
renguera, Whiffen se adentró en el Putumayo. No resulta claro por qué
la Peruvian Amazon Company autorizó ese ingreso, que no haría sino
exponer las atrocidades a las que estaban condenados los indios. Proba-
blemente conocía o se dirigió a algún miembro del directorio, y Julio Cé-
sar Arana no tuvo más remedio que aceptarlo. Como guía, se le asignó a
John Brown, uno de los negros de Barbados contratados oportunamen-
te por la ex Casa Arana quien, si algo no supo, fue cerrar la boca. Whif-
fen se enteró por él de cómo se cazaba a los indios, de cómo se los azo-
taba y dejaba morir de inanición. También supo que, antes de su arribo,
se habían dado órdenes a diversas secciones caucheras para montar una
puesta en escena como si hubiese que retirar con absoluta premura el de-
corado de un escenario y reemplazarlo por otro, donde imperaba la bon-
dad y el buen trato. Pero en la sección Abisinia, ubicada en la médula de

218
la selva, no hubo tiempo ––o la orden se retrasó–– de desmontar el terror
y Whiffen contempló, horrorizado, cómo azotaban a una joven india, ata-
da a la viga de un edificio. Si bien era un hombre acostumbrado a los ri-
gores de la guerra, este acto inhumano debe de haberle revuelto las vís-
ceras. Indignado, increpó al gerente, Abelardo Agüero, para que cesara
de inmediato esa escena de espanto. La joven fue liberada. John Brown
también se encargó, al llegar a otras secciones caucheras, de señalarle
dónde escondían a los prisioneros, y aquel memorable instrumento de
tortura que era el cepo.
Después de siete meses de deambular por la selva, mostró los prime-
ros síntomas de vulnerabilidad hacia las enfermedades que hacían estra-
gos en esa región. La fiebre podía soportarse, ya que era cíclica, pero el
beri beri dejaba a quien lo padecía en un estado de lamentable debilidad.
Whiffen decidió poner punto final a su estadía amazónica y regresar a la
civilización. Al llegar a Iquitos, posiblemente horrorizado por la escena
de flagelación en Abisinia, se entrevistó con la mano derecha de Arana,
Pablo Zumaeta, hermano de Eleonora y fiel ejecutor de sus órdenes, que
puso su mejor cara de circunstancia, amparado por sus significativos bi-
gotes. ¿Eso había sucedido en una sección cauchera de la Peruvian Ama-
zon Company? Imposible. Aunque, ahora que recordaba, alguna vez es-
cuchó decir ––en forma imprecisa, claro–– que esos hechos habían
ocurrido en el Putumayo. Imaginamos a este hombre, de cuerpo macizo,
de riguroso cuello duro, alegando que, dado lo remoto de la región era
imposible controlar ciertos excesos, pero que, en suma, se trataba de he-
chos aislados. El calor, el aislamiento y la lejanía podían deshumanizar
a un jefe o capataz, pero no era lo habitual. El encuentro se produjo en
las oficinas de la ex Casa Arana, que estaban lejos de ser un modesto edi-
ficio céntrico. A poco más de un kilómetro del centro de la ciudad en di-
rección al puerto, una avenida de palmeras reales ––denominada Calle
Arana–– desembocaba en un imponente edificio que dominaba el río, con
jardines poblados de adelfas, y una balaustrada típicamente decimonó-
nica que se asomaba al Amazonas. Hasta hace pocos años, en el cartel
que daba el nombre a esa vía todavía podía leerse “Calle Arana”, a pesar
de habérsele pintado otro nombre encima, como si se hubiera querido
borrar una historia infame.
Una semana después, Whiffen, aún debilitado, llegó a Manaos. Al
descender por la planchada del barco, se encontró con un hombre robus-
to, impecablemente vestido para los trópicos, de barba prolijamente re-

219
cortada, que le extendía la mano en señal de bienvenida: era Julio César
Arana que, con seguridad alertado por Pablo Zumaeta, se había trasla-
dado al puerto en compañía del cónsul peruano en Manaos, Carlos Rey
de Castro. El cauchero se deshizo en amabilidades. Le suplicó al inglés
que aceptara ser su huésped en una pequeña hacienda que acababa de
construir río abajo y próxima a la ciudad, donde cuidarían de él hasta
que zarpara el buque que lo transportaría a Inglaterra. Whiffen no pudo
resistirse a la invitación. Claro que esa amabilidad encubría el temor a
una amenaza que había que desactivar de inmediato: un extranjero ––so-
bre todo británico–– que hubiera presenciado cómo se trataba a los in-
dios en sus secciones caucheras era una bomba de tiempo. A Julio César
Arana lo que menos le faltaba era mundo. En primer lugar, había que es-
tablecer en qué idioma hablarían, ya que él se negaba a hacerlo en inglés.
Posiblemente se hayan comunicado en francés. Luego, debía inspirarle
confianza a ese maltrecho huésped, que había presenciado algunas atro-
cidades y se habría enterado de otras. Por último, recurrir a su sempiter-
na estrategia de negar todo.
Whiffen le contó a su anfitrión no sólo lo que había visto en Abisi-
nia, sino el pormenorizado catálogo de horrores que le revelara el negro
barbadense John Brown. El militar retirado ya le había contado estas co-
sas al cónsul británico en Iquitos, David Cazes, de quien había sido hués-
ped, prometiéndole además entregarle un informe escrito apenas el di-
plomático llegara a Londres para sus próximas vacaciones. Julio César
Arana se mostró horrorizado. Lo que su huésped le contaba era mons-
truoso, inaceptable, inhumano. Tomaría medidas drásticas y definitivas
para castigar a los culpables, entre ellos, Víctor Macedo, gerente de La
Chorrera. Pidió tiempo. Era un tema delicado, de difícil manejo y no po-
día hacerse de la noche a la mañana. Whiffen le creyó. Era posible, des-
pués de todo, que este hombre poderoso, que repartía su tiempo entre
Londres, Manaos e Iquitos, ignorara que estaba rodeado por una banda
de asesinos. Arana era un hombre de negocios que alternaba con los di-
rectivos de la Peruvian Amazon Company, con prominentes banqueros,
amigo del presidente del Perú. No tenía por qué estar al tanto de las atro-
cidades que se cometían en un río que ni siquiera figuraba en los mapas.
Aceptó los argumentos del cauchero. Such is life in the tropics, habrá de-
ducido Whiffen.
Pero Julio César Arana no se quedó del todo tranquilo. Le preocupa-
ban el material que había recopilado el explorador, las fotografías que ha-

220
bía tomado, la posibilidad de que escribiera un libro sobre el Putumayo.
El año anterior había aparecido en su vida Walter Hardenburg, con quien
había tenido una breve entrevista en Iquitos, y no se había conmovido
ante la posibilidad de que publicara un libro (los artículos en la revista
Truth recién se publicarían varios meses después, a fines de setiembre de
ese mismo año). Pero no se podía comparar a un ignoto aventurero con
un ex capitán de húsares, con acceso a los medios de difusión y al Fo-
reign Office. La única experiencia que había tenido con una publicación
sobre el Putumayo, la escrita por el ingeniero francés Eugenio Robuchon,
había sido exitosa. Arana le había pagado los honorarios, lo cual le sig-
nificó un control absoluto del material y de las fotografías. Pero así y to-
do, nunca se sabrá si Robuchon tomó fotos y apuntes altamente compro-
metedores y Arana tuvo que deshacerse de él.
Con Whiffen, en cambio, era diferente. No se lo podía eliminar en las
tinieblas de una de sus secciones caucheras y sólo se podía apelar a la as-
tucia, a la diplomacia, y de ahí la presencia del cónsul Rey de Castro, que
manejaba la comunicación de la compañía. Por eso, quizá, éste demos-
tró un interés desmesurado en ver los apuntes con sus observaciones so-
bre la geografía, las diversas etnias y los mapas de la región. Se le ocurrió
una idea brillante, que podía llegar a encandilar al inglés, y que les per-
mitiría ––como en el caso de Robuchon–– tener el dominio total del con-
tenido: editar un libro sobre sus observaciones en el Putumayo. Para el
explorador podía ser un negocio redondo, ya que el gobierno peruano es-
taría dispuesto a pagarle considerables honorarios que le compensarían
los enormes gastos que le había demandado la expedición. Lo único que
debía hacer era entregarle el material a Rey de Castro y él se encarga-
ría de editarlo, como lo había hecho con Robuchon. Whiffen desconfió.
La propuesta era inaceptable, pero, como al fin y al cabo, era huésped de
Arana dijo que lo iba a considerar. Pero se negó a entregar el material.
El beri beri lo tenía a mal traer y sólo deseaba que zarpara el barco que
lo trasladaría a Inglaterra, para someterse a un tratamiento en un hospi-
tal londinense, donde hubiera asepsia, enfermeras entrenadas según la
escuela de Florence Nightingale, y buenos médicos que le garantizaran
una probable cura.
Whiffen, finalmente, partió de Manaos. Julio César Arana no ignora-
ba que su presa se escapaba con el botín, y que el haberle permitido in-
gresar al Putumayo había sido un error monumental. Le dio una carta
para su cuñado, Abel Alarco, miembro del directorio de la Peruvian Ama-

221
zon Company, poniéndolo a su disposición para lo que necesitase, pero
no la llegó a utilizar ya que estuvo internado en un hospital durante más
de un mes hasta curarse de su enfermedad. A Julio César Arana le preo-
cupaba no sólo lo que podía llegar a publicar el ex capitán de Húsares,
sino sus poderosos contactos. El Putumayo, al menos hasta julio de 1909,
era un río desconocido y así debería permanecer, oculto, anónimo. Inte-
ligente y astuto, Arana conocía el valor de pasar desapercibido en un
mundo como el británico, donde no funcionaban los códigos éticos ama-
zónicos. Le escribió dos cartas a Whiffen, a la dirección que le había da-
do, es decir, al elegante United Service Club, emblema de lo victoriano,
ubicado en Pall Mall; en la primera, le solicitaba, con fines puramente
personales, copias de las fotografías que el explorador había tomado en
el Putumayo. En la última, le señalaba que a fines de setiembre, estaría
en París, alojado en el Hotel Nouvelle.
Sin embargo, algo ––y de máxima gravedad–– había sucedido en los
últimos días de setiembre, concretamente el 22: la publicación del pri-
mer artículo de Hardenburg en Truth. El Putumayo había salido a la su-
perficie y Arana tenía que neutralizar a Whiffen a cualquier precio. Ca-
sualmente ––aquí nos atenemos al relato de Richard Collier––, el capitán
de Húsares tenía planeado ir a Trouville, célebre balneario colmado de
celebridades y millonarios, con el único objeto de ir al casino y, casual-
mente otra vez, decidió ir a París para entrevistarse con Julio César Ara-
na. Apenas ingresó al Hotel Nouvelle, el visitante pidió una botella de
champaña. Almorzaron juntos, tal vez hablando de temas meramente
convencionales, sin que ninguno de los dos hiciera la menor alusión a lo
publicado por Truth, lo cual era sumamente sospechoso por parte de
Whiffen. Si había puesto al descubierto las atrocidades en el Putumayo
ante Pablo Zumaeta, en Iquitos, y ante Arana, en Manaos, su silencio re-
sultaba significativo. Fue el cauchero quien, a boca de jarro, le preguntó
si pensaba escribir artículos para esa revista, a lo que el inglés adujo que
estaba lejos de buscar la notoriedad. Pero Arana no iba a dejar escapar
a su presa: quería desesperadamente apoderarse del material y de las fo-
tografías en poder de Whiffen, y volvió a la carga con la propuesta de edi-
tar un libro, que beneficiaría enormemente al gobierno peruano, ya que
estimularía al capital extranjero a invertir en el país. El recuperado ex-
plorador amazónico acaso intuyó el temor, el recelo, la amenaza que su
experiencia en las secciones caucheras entrañaban para la Peruvian Ama-
zon Company y para ese peruano. Posiblemente, para ganar tiempo y de-

222
sarrollar una estrategia, Arana le propuso encontrarse nuevamente, pe-
ro esta vez en Londres, en el United Service Club. El encuentro se fijó
para el 12 de octubre.
El United Service Club, en la esquina de Waterloo Place, donde na-
cía Regent Street, era un imponente edificio georgiano, abrumadoramen-
te neoclásico, del cual eran miembros dos mil socios relacionados con la
armada y el ejército. La admisión era implacable: se exigían cincuenta
votos para ingresar, y una bolilla negra entre diez era causal de rechazo.
La cuota de ingreso era de cuarenta libras esterlinas. Allí lo citó a Julio
César Arana, en su territorio y pagando él las bebidas que tomaron en el
bar. Después de la entrevista que mantuvieran en París, se había produ-
cido una nueva vuelta de tuerca: el Foreign Office le solicitó a Whiffen
que, por haber recorrido recientemente la región y dadas las noticias que
se publicaban en los medios, elevara un informe detallando las condicio-
nes de vida de los indios. En el nuevo encuentro entre Whiffen y Arana
se produjo un punto de inflexión sobre el que existen dos versiones. La
de Richard Collier, en The River that God forgot es, a nuestro juicio, de
una ingenuidad inaceptable; por lo tanto, nos parece conveniente omi-
tirla, y remitirnos a lo que escribieron Julio César Arana en Cuestiones
del Putumayo y Reginald Enock en su Introducción a The Devil’s Para-
dise, de Walter Hardenburg.
Del United Service Club, los dos hombres partieron al Café Royal, en
Regent Street, santuario de artistas, aristócratas y millonarios, cuya entra-
da ––un pórtico con cuatro columnas–– estaba flanqueada por dos nego-
cios: West End Clothes, que exhibía en la vidriera ropa masculina, y
Thierry Boots, que mostraba botas, también para hombres. Sobre la ense-
ña del restaurante fulguraba una inmensa corona. Durante años, había si-
do dirigido por un señor Oddenino, y su comida era insuperable. Whiffen
y Arana, como fieras al acecho, esperaban el momento propicio para pro-
poner y cerrar un negocio, bajo los oropeles del salón del primer piso, aca-
tando las rígidas reglas de etiqueta, sin apresurarse, leyendo el complica-
dísimo menú y eligiendo los vinos adecuados. En 1909, sentarse a la mesa
de un restaurante de esa categoría implicaba un indispensable conoci-
miento gastronómico, ya que el menú era extremadamente complejo. To-
memos, por ejemplo, una comida convencional en el Café Royal extraída
de Etiquette and Advice Manuals ––Dinners and Diners, por el teniente
coronel Newnham-Davis, en 1899, The Café Royal (Regent Street).

223
Hors-d’oeuvre a la Rusa
Ostras nativas
Consomé Príncipe de Gales
Rodaballo a la Polignac

Suprema de ave a la Montpensier


Costeleta de cordero tierno a la Régence
Canasta de papas soufflé

Parfait de foie-gras
Codorniz al horno sobre canapé
Ensalada de corazón de lechuga
Aletas de tortuga a la Americana
Espárragos frescos Anglaise, salsa Mousseline

Ananás glaçé
Soufflé de queso

Canasta de frutas
Café

Todo esto regado, en orden sucesivo, por vino Solera; champagne


Veuve-Clicquot; Giesler 1884 Extra Dry; vino Chateau Lafitte; vino Mar-
tínez y Grand Fine Champagne Waterloo. Es inevitable preguntarse có-
mo Julio César Arana vivió hasta los ochenta y ocho años si, en una no-
che, era capaz de deglutir semejante orgía calórica. Whiffen, en cambio,
falleció joven, en 1922, a los cuarenta y cuatro años, a bordo del vapor
St. Albans, en el puerto de Hong Kong, mientras se dirigía a Yokohama.
Fue enterrado en esa ex colonia inglesa donde todavía hoy puede visitarse
su tumba.1
Pero volvamos a aquella noche en el Café Royal. Esta vez le tocaba
abrir el fuego a Whiffen: el Foreign Office le había encomendado un in-
forme sobre el Putumayo y de él, entonces, dependía el tenor del mismo.
En algún momento de la extensa cena Whiffen interiorizó al cauchero
acerca de la petición que le había hecho el gobierno. Arana no ignoraba
que su interlocutor estaba al tanto de todo lo que sucedía en sus seccio-
nes caucheras y bien podía haber tomado fotografías de algunos de esos
horrores. Finalmente, llegó el momento que esperaba: el ex militar le co-
municó que estaba dispuesto a suprimir el informe solicitado por el Fo-
reign Office si Arana y los directores de la Peruvian Amazon Company le

224
abonaban mil libras esterlinas. El cauchero no debe de haberse inmuta-
do, ya que el soborno formaba parte de su sentido de los negocios. Pero
su astucia superaba a la de su contrincante: le pidió que hiciera su soli-
citud por escrito, ya que para disponer de esa suma necesitaba la apro-
bación del directorio de la compañía. Increíblemente, Whiffen lo hizo, lo
cual demuestra su carácter impulsivo, su codicia, su inmadurez. Si creyó
que Arana era fácilmente manejable, se equivocó: don Julio era un pa-
ciente y peligroso animal selvático. Lo inexplicable es que el ex capitán
de los Húsares haya querido chantajearlo, cuando, en realidad, era un
hombre que tenía recursos económicos. Durante la conversación, admi-
tió que el costo de su viaje al Putumayo había sido de mil cuatrocientas
libras esterlinas, pero que se conformaría con mil, algo que no cuadra
con el heredero de un laboratorio químico.
Es imprescindible reproducir, al pie de la letra, lo que Julio César Ara-
na y Reginald Enock escribieron acerca de este encuentro. El cauchero,
en la Nota número cinco de Cuestiones del Putumayo, escribe:

CHANTAJISTA DE ALTA ALCURNIA

El caballero indicado como M. X.2 ––y cuyo incógnito se pretendió


guardar por la cancillería inglesa–– es nada menos que Mr. Thomas
Whiffen, capitán de Húsares de la reina, hijo de un antiguo miembro
de la Cámara de los Comunes y persona de señalada significación en
los círculos aristocráticos de la sociedad londinense.
Mr. Whiffen pretendió que le diéramos mil libras esterlinas a cambio
de un informe al Foreign Office favorable a nuestra negociación del
Putumayo, que acaba de visitar.
No pudiendo negar la prueba escrita de este conato de chantage, ape-
ló al recurso de decir que cuando escribió el papel denunciador es-
taba ebrio.
Y el comité de la Cámara de los Comunes, lejos de haber procurado
que el oficial culpable recibiera el castigo que merecía, ha tratado por
todos los medios posibles ––apelando a verdaderas chicanas–– de sal-
varlo de responsabilidad.

Reginald Enock, también explorador del Amazonas y enfático defen-


sor de Walter Hardenburg, no tuvo más remedio que admitir implícita-
mente la verdad en su introducción a The Devil’s Paradise (Fisher Un-
win, 1912) del joven norteamericano.

225
La acusación más seria fue formulada por el director peruano de la
compañía, Julio César Arana, contra un oficial del ejército inglés que
había viajado por el Putumayo y presenciado las atrocidades come-
tidas contra los indios. Según esta acusación, refrendada por un do-
cumento, registrada en una minuta en los libros de la compañía y en-
viada a los accionistas en una circular impresa en diciembre de 1909,
este oficial contactó a Arana en Londres, lo agasajó en el United Ser-
vice Club y en el Café Royal, y le propuso suprimir un informe sobre
el tema que había realizado para la cancillería británica, que era de
tal naturaleza que arruinaría a la compañía si Arana y los otros di-
rectores no le abonaban mil libras esterlinas para cubrir los gastos de
su viaje al Putumayo. Los directores se negaron y el oficial envió el
informe. Los viajes de este oficial son mencionados en el informe de
Mr. Casement. Destacamos esto en beneficio de la imparcialidad.

Si Reginald Enock, enemigo acérrimo de Julio César Arana, men-


cionó este hecho, no caben dudas acerca de las intenciones del capitán
Whiffen.

Los horrores del Putumayo que comenzaban a estremecer a los in-


gleses y a la prensa mundial eran bien conocidos desde hacía años por
los gobiernos de Colombia, Ecuador y Perú. Pero ¿qué importancia po-
día tener que gobiernos de insignificantes repúblicas sudamericanas su-
pieran la verdad? ¿Qué trascendencia deparaba ese conocimiento sin el
imprescindible apoyo del periodismo europeo y norteamericano? Walter
Hardenburg, sin duda, fue el detonante. Pero hubo otros que recorrieron
el Putumayo antes que él y elevaron sus voces de protesta sin que nadie
los escuchara; entre ellos, el entonces cónsul norteamericano en Iquitos,
Charles C. Eberhardt, que recorrió dos veces ese río. Este diplomático,
que hacía poco había iniciado su carrera, terminó siendo un experto en
países latinoamericanos: de 1925 a 1929, fue embajador en Nicaragua,
durante la revolución del general Augusto Sandino; luego, lo fue en Cos-
ta Rica. El primer informe que envió a Washington, a fines de 1907, fue
algo tibio, y se basaba fundamentalmente en el libro del francés Robu-
chon. Pero sugirió de manera inequívoca la condición de esclavitud que
imperaba en la zona, producto del sistema de enganche y endeudamien-
to. En su segundo viaje, su informe fue más cáustico: un artículo publi-

226
cado en The New York Times, el 18 setiembre de 1907, firmado por el
cónsul peruano en Nueva York, Eduardo Higginson, ataca la validez de
la concesión otorgada por el gobierno de Colombia a la Amazon Colom-
bian Rubber and Trading Company entre los ríos Putumayo y Caquetá,
un área estimada en cuarenta y siete mil millas cuadradas, concesión que
recién finalizaría en 1930, por tratarse de un territorio que reclamaba el
Perú. El motivo era que esa región estaba en disputa. Tres días después,
el cónsul de Colombia en Washington, J. M. Pasos, publicó otra carta en
The New York Times, intentando desvirtuar la posición peruana, basán-
dose en que la concesión había sido hecha antes de la firma del modus
vivendi entre ambos países.
Esto motivó que el cónsul norteamericano en Iquitos, Charles Eber-
hardt ––por tratarse de una compañía de capitales colombianos y nortea-
mericanos, y en las cuales había accionistas estadounidenses–– viajara a
esas regiones. Comprobó que la influencia de la Casa Arana era abruma-
dora y que manejaba el comercio de la zona, lo cual apenas configuraba
un monopolio; pero escuchó, azorado, a un negro de Barbados que le re-
lató, con detalle, lo que sucedía allí: mujeres indias torturadas, niños de
pocos meses de edad a quienes se les estrellaba la cabeza contra un ár-
bol para que la madre tuviera más tiempo para recolectar el caucho. El
informe enviado a Washington señalaba que “los peruanos intentan be-
neficiarse con la mano de obra indígena antes de que desaparezca por
completo y, para lograr ese fin, no dudan en llevar a cabo los más ultra-
jantes actos de crueldad”.
Esta denuncia que llegó a manos del gobierno norteamericano, pero
durmió el sueño de los justos en un cajón hasta que, a raíz de los escán-
dalos del Putumayo, fue debidamente desempolvada y puesta en circu-
lación.
Hubo otro testimonio, el de un inglés ––de quien someramente he-
mos hablado en un capítulo anterior–– que, durante tres años, debió tra-
bajar como contador para la Casa Arana, en la sección cauchera El En-
canto, en el Caraparaná, bajo condiciones que bien podrían definirse
como una suerte de esclavitud. Joseph Froude Woodroffe creyó que la
selva, el caucho y la aventura eran el camino propicio para hacerse rico:
zarpó de Liverpool el 20 de octubre de 1905, con destino a Sudamérica,
a bordo del vapor Madeirense. Como tantos otros aventureros que tran-
sitaron por esas latitudes, abrió, en 1906, un negocio en Nauta, río arri-
ba al oeste de Iquitos, y no le pudo ir peor: partió con setenta indios al

227
río Tigre, con el objeto de recolectar caucho, convencido de que, a su re-
greso, se habría embolsado varios miles de libras esterlinas. Al regresar a
Nauta, se encontró con que el precio del caucho se había desplomado, y
su administrador le había robado todos los bienes de su negocio, con su
consiguiente desaparición. Sus deudas se convirtieron en astronómicas.
Sus acreedores, como era la costumbre, transfirieron su crédito a la Pe-
ruvian Amazon Company, cancelando de este modo deudas propias;
Woodroffe no tuvo otra alternativa que irse a trabajar a El Encanto de
1908 a 1911, hasta que, después de tres años, se consideró que su deuda
estaba cancelada y se lo dejó en libertad. En 1914, publicó Upper reaches
of the Amazon (Methuen & Co., Londres) un libro que no describía atro-
cidades, pero que ponía el énfasis en el sistema de esclavitud ––que su-
frió en carne propia–– que imperaba en las secciones caucheras.

Después de haber estado seis meses en El Encanto, me volví dema-


siado mórbido y mi existencia se transformó en una carga, debido al
peso que llevaba en mi conciencia por la vida que estaba obligado a
vivir. Había perdido las esperanzas como consecuencia de las difi-
cultades financieras que tuve al dejar Nauta, las cuales se agravaron
por el hecho de que el caucho enviado a Europa, por el comisionis-
ta de Iquitos, bajó drásticamente de precio.
Esto logró que me endeudara seriamente en varios centenares de li-
bras esterlinas, y mis acreedores, sabiendo de mi presencia en el Pu-
tumayo bajo las órdenes de Arana, apelaron a la sucursal de la Peru-
vian Amazon Company en Iquitos para la cancelación de mi deuda,
demanda a la cual se accedió sin que hubiera ninguna referencia a
mi persona, a pesar de que no hubo intercambio de dinero, debido a
que los comerciantes de Iquitos eran deudores, a la vez, de Arana.
Por lo tanto, ellos saldaron su deuda transfiriendo la mía a Arana.
Esto trajo como consecuencias que quedara seriamente endeudado
con mis empleadores y debiera soportar meses de paciencia y de ab-
negación.

El libro de Woodroffe no es sobre antropología, sino que es una mo-


nografía de asombrosa calidad narrativa sobre el Amazonas, escrita por
un típico inglés de comienzos del siglo XX que decidió hacer fortuna in
the tropics. Se lamenta, por ejemplo, de que pocos ingleses se aventuren
por el Putumayo, no para verificar las atrocidades, sino por la presencia
de una riquísima fauna, la cual serviría para excelentes cacerías. Sostie-

228
ne que los ríos “deparan el peligro y la excitación indispensables para un
inglés que no le da ninguna importancia a su vestimenta o a su piel, si es
un deportista de raza” (and who is a sportsman born and bred). Otros
pasajes son menos british y más latinoamericanos. Cuando se refiere a
las condiciones de vida en El Encanto, no ya de los indios sino de los
empleados de menor rango, descubrimos la denigración humana que im-
peraba en esa selva. En un edificio construido sobre pilotes, con techo
de hojas de palmera, que tenía veinticuatro habitaciones, vivían cocine-
ros, marineros y guardianes, con sus mujeres y, a veces, niños, a los cua-
les no les suministraban muebles, camas, baldes ni jarros: estaban obli-
gados a adquirirlos en la despensa de la compañía a un costo de diez a
doce libras esterlinas. Tampoco tenían baños. El olor nauseabundo de-
bajo y alrededor de la edificación, producto de las heces que caían del
primer piso, era imposible de tolerar y, de no haber sido por los cerdos
que limpiaban ese terreno, se podrían haber desencadenado severas epi-
demias.
Una de las mayores virtudes de Woodroffe es cómo describe algunos
procederes de la Peruvian Amazon Company, con un sentido bastante
menos melodramático que Walter Hardenburg. Lo primero que nos en-
teramos es que huitoto, en ese dialecto, quiere decir “mosquito”, debido
a la flacura de las piernas de esos indios. Luego, describe con eficaz sim-
pleza cómo los indios entregaban el caucho.

Transcurrieron varios meses sin que hubiera tenido la oportunidad


de ver indios en grandes cantidades, cuando una mañana el encar-
gado me informó que los indígenas, al día siguiente, comenzarían a
traer todo el caucho recolectado por ellos durante este fabrico, co-
mo se denomina al tiempo que media entre las entregas, y que que-
ría que yo supervisara el peso y almacenamiento de lo que cada sec-
ción cauchera entregaba.
Temprano a la mañana siguiente, fui despertado por el ruido del arri-
bo de los indios y empleados, y, vistiéndome con rapidez, me prepa-
ré para ver en detalle la llegada de los principales contingentes, acam-
pados al borde mismo de la selva, a dos millas de distancia.
Poco después, empezaron a llegar; una larga fila de cuerpos encor-
vados, y, en las espaldas de cada uno, se distinguía lo que, a primera
vista, parecían enormes gavillas cubiertas de pasto, pero que termi-
naron siendo numerosos “rabos” de caucho, atados entre sí en far-
dos de ocho a dieciséis en número, y pesando de cuarenta a cincuen-

229
ta kilos y aún más, peso que cada indio había traído a través de la
selva después de un viaje entre dos y cinco días de duración, alimen-
tándose sólo de pan de cazabe, algo de carne seca y, quizá, una pe-
queña hoja de coca, la cual mastica para soportar la fatiga que les
ocasiona el largo viaje y el peso excesivo.
Los indios, a medida que llegaban, eran agrupados en sectores, for-
mando una larga hilera, cada tribu separada de las demás, los hom-
bres en primera fila, los niños y mujeres detrás, lo que hacía recor-
dar a un batallón de soldados a punto de desfilar y esperando la
inspección.
Luego se pasa lista, para comprobar si alguno escapó de la vigilan-
cia de los guardias armados que los trajeron desde sus casas, con lo
cual el encargado podía calcular cuántos kilos de arroz, fariña y la-
tas de sardinas serían necesarias para darles a los indios una comi-
da antes de que se internaran nuevamente en la selva. Si alguno fal-
taba, se tomaban de inmediato medidas para saber dónde podían
estar.
Después de que el caucho fuera pesado y almacenado, los indios se
preparaban para recibir los alimentos, que habían sido preparados
en el ínterin, y se traían enormes ollas de cobre que contenían arroz
a medio cocinar, depositándolas en el suelo. Varios empleados se ubi-
caban cerca de la olla. Cada uno de ellos tenía un cucharón, con ca-
pacidad para llenar una taza grande de desayuno. También tenían
una canasta o caja conteniendo pequeñas latas de sardinas de una
marca de calidad notablemente inferior, y, muchas veces, no estaban
precisamente en condiciones de ser consumidas. Se les permitía pa-
sar a los indios y cada uno recibía el contenido de un cucharón de
arroz y una lata de sardinas.
No se les suministraba platos ni cacharros, por lo tanto las pobres
criaturas utilizaban latas sucias y oxidadas que encontraban esparci-
das, o pedazos de hojas o papel sucios, donde colocaban su porción
de arroz hirviendo y a medio cocinar. He visto en varias oportunida-
des a indios de ambos sexos recibir la porción caliente en sus manos,
pasándola rápidamente de una a la otra para enfriarla, y tragándola
de inmediato para colocarse nuevamente en la fila con la esperanza
de recibir una segunda porción. Servir este alimento apenas insume
unos pocos minutos, pero, cuando ya no hay más arroz para distri-
buir, suelen producirse reyertas entre hombres y chicos para ubicar-
se lo más cerca posible de la olla, para asegurarse los restos que que-
dan pegados adentro de las mismas, aunque suelen pagarlo caro
porque se queman severamente los dedos. Una vez presencié algo
realmente chocante.

230
Un niño indio se había infiltrado, logrando colocarse junto a la olla
y, cuando el empleado de turno les permitió a los indios a que se dis-
putaran los restos, este niño intentó agarrar un pedazo grande de
arroz quemado, que se había adherido con firmeza a la olla y, al es-
forzarse para despegarlo, la turba lo empujó no permitiendo que pu-
diera hacerse a un lado, a pesar de los gritos agonizantes de ayuda
que profería para liberarse de esa olla que lo incineraba. Los gritos
lograron alertarme, lo mismo que a un empleado norteamericano: lo-
gramos dispersar a la multitud y liberar al niño. Tenía graves que-
maduras en la cabeza y en el cuerpo, y sus nalgas, junto con otras
partes, estaban literalmente asadas. Lo llevamos hasta la casa y lo
cubrimos con aceite de oliva, lo único que pudimos obtener y que
parecía aliviarlo, pero sus alaridos eran desgarradores.
Finalmente, se liberó de nosotros y, durante lo que restaba del día,
corrió por todas partes retorciendo sus manos en señal de agonía, lo
cual debe de haber sido para él horroroso. Por último, se quedó dor-
mido por haber quedado exhausto.
A la mañana siguiente parecía estar mejor, por lo cual lo embadur-
namos con yodoformo y, a pesar de que el señor Smith y el nortea-
mericano que mencioné deseaban que el chico permaneciera en tra-
tamiento, el encargado se negó a dar su consentimiento. Poco tiempo
después, el jefe de la sección cauchera a la cual pertenecía el niño vi-
no a las oficinas y, al preguntarle cómo estaba el chico, nos informó
que, debido a la falta de cuidados, la suciedad había entrado en las
heridas, causándole una inflamación que derivó en su muerte.

Woodroffe, en este relato más melancólico que macabro, describe a


los indios huitoto. Señala que eran notoriamente limpios, que pasaban
horas en el agua jugando en ríos y arroyos y que, al encontrarse con los
hombres blancos, pedían desesperadamente jabón, si era posible con fra-
gancia, artículo que valoraban muchísimo. También recurrían a la euta-
nasia, aplicándola únicamente a los seniles en absoluto estado de deca-
dencia, de accidentes irremediables y de aquellas enfermedades que
impiden que el doliente sea útil a sí mismo o a los demás. Cuando un in-
dio enfermo lo solicitaba, se cavaba una fosa, se colocaba al enfermo den-
tro de la misma y se lo enterraba vivo. Para el autor, a pesar de esta prác-
tica, surge inequívocamente en estos indios una vocación humanitaria
para evitar el sufrimiento a los seres queridos.
Colombia había iniciado investigaciones en el Putumayo en 1907, pe-
ro pocos autores colombianos de esa época ––salvo informes estricta-

231
mente gubernamentales–– escribieron sobre las atrocidades que se prac-
ticaban en ese río y sus tributarios; hubo que esperar hasta 1924, cuan-
do un escritor colombiano, José Eustacio Rivera Salas, publicó La vorá-
gine, una novela costumbrista, que narra los horrores que se padecían en
el imperio presuntamente de Julio César Arana. Jorge Luis Borges algu-
na vez afirmó, con respecto a esta novela, que más que recordar haber-
la leído, le parecía haber estado en un sitio. La vorágine, más allá de sus
virtudes literarias, llevaba un atraso de un cuarto de siglo desde que se
habían iniciado las atrocidades, un anacronismo con relación a otras
obras que se publicaron, algunas alentadas por intereses colombianos,
por ejemplo, el ya mencionado El libro rojo del Putumayo, de Norman
Thomson. Pero La vorágine es una obra de ficción. Cuando se publicó, el
imperio de Julio César Arana había iniciado su camino hacia la extinción
y, en Iquitos, la pobreza era aterradora, debido al derrumbe del precio
del caucho. Rivera Salas ––al igual que la escritora austríaca-norteame-
ricana Vicky Baum, autora de El bosque que llora (1943)–– narró lo que
no había conocido, lo cual lo diferencia de Hardenburg, Woodroffe y
Whiffen.
Aún así, vale la pena reproducir un pasaje donde aparece Julio César
Arana, pues el retrato que de él hace el autor debe ser lo más aproxima-
do a la personalidad y al estilo del cauchero. Rivera Salas no recurrió a
nombres imaginarios, sino al del cauchero y al de uno de sus encargados,
Miguel de los Santos Loayza. El protagonista de La vorágine es un hom-
bre entrado en años, Clemente Silva, que busca desesperadamente a su
hijo Lucianito, esclavizado en una de las secciones caucheras de la Casa
Arana.

En la pieza vecina se alzó una voz trasnochada y amenazante. No


tardó en asomar, abotonándose el piyama, un hombre gordote y abo-
tagado, pechudo como una hembra, amarillento como la envidia. An-
tes que hablara, apresuróse el Contabilista a informarlo lo sucedido:
––¡Señor Arana, voy a morir de pena! ¡Perdone usted! Este hombre
que está presente vino a pedirme un extracto de lo que está debiéndo-
le a la compañía; mas apenas le enuncié el saldo, se lanzó a romper el
libro, lo trató a usted de ladrón y me amenazó con apuñalarnos.
El negro hizo señas de asentimiento; permanecí aturrullado de indig-
nación; Arana enmudecía más. Pero con mirada desmentidora cons-
ternó a los dos infames, y me preguntó, poniéndome sus manos en
los hombros:

232
––¿Cuántos años tiene Luciano Silva, el hijo de usted?
––No ha cumplido los quince.
––¿Usted está dispuesto a comprarme la cuenta suya y la de su hijo?
¿Cuánto debe usted? ¿Qué abonos le han hecho por su trabajo?
––Lo ignoro, señor.
––¿Quiere darme por las dos cuentas cinco mil soles?
––Sí, sí, pero aquí no tengo dinero. Si usted quisiera la casita que po-
seo en Pasto… Larrañaga y Vega son paisanos míos. Ellos podrían
darle informes, ellos fueron mis condiscípulos.
––No le aconsejo ni saludarlos. Ahora no quieren amigos pobres. Dí-
game ––agregó sacándome al patio––, ¿usted no tiene goma con qué
pagar?
––No, señor.
––¿Ni sabe cuáles son los caucheros que me la roban? Si me denun-
cia algún escondite, nos dividiremos la que allí haya.
––No, señor.
––¿Usted no podría conseguirla en el Caquetá? Yo le daría compa-
ñerazos para que asaltara barracones…
Disimulando la repulsión que me producían aquellas maquinaciones
rapaces, pasé de la astucia al doblez. Aparenté quedar pensativo. Mi
sobornador estrechó el asedio:
––Me valgo de usted porque comprendo que es honrado y que sabrá
guardarme la reserva. Su misma cara le hace el proceso. De no ser
así, lo trataría como a picure, me negaría a venderle a su hijo y a uno
y a otro los enterraría en los ingales. Recuerde que no tienen con qué
pagarme y que yo mismo le doy a usted los medios de quedar libres.
––Es verdad, señor. Mas eso mismo obliga mi fe de hombre recono-
cido. No quisiera comprometerme sin tener la seguridad de cumplir…
Me gustaría ir al Caquetá, por lo pronto, como rumbero, mientras es-
tudio la región y abro alguna trocha estratégica.
––Muy bien pensado, y así será… Eso queda al cuidado suyo, y el hi-
jo de usted a mi cuidado. Pida un Winchester, víveres, una brújula, y
llévese un indio como carguero.
––Gracias, señor, pero mi cuenta se aumentaría.
––Eso lo pago yo, ése es mi regalo de carnaval.

Al publicarse este libro, en 1924, Julio César Arana era senador por
Loreto y vivía en Lima. A pesar de ser una obra de ficción, lo mencio-
naba con nombre y apellido y no sabemos si se sintió incómodo en el
Senado o en los círculos limeños ante el retrato genocida que de él pin-
taba Rivera Salas. Para colmo, el libro terminó convirtiéndose en un

233
clásico. Pero la sociedad limeña, durante la década de 1920, no tenía res-
peto por el indio, como tampoco lo tiene en la actualidad. La categoría
de “indio” abarcaba tanto al indígena amazónico, que era una rareza en
Lima, como al cholo andino. Era considerado un ser inferior, torpe y len-
to, al cual se le gritaba. Estaba destinado a tareas serviles y la brecha en-
tre los descendientes de los conquistadores, o del hombre blanco, y el in-
dio era absolutamente infranqueable. Por eso, es difícil que en Lima se
le haya hecho el vacío a Julio César Arana y, mucho menos, siendo sena-
dor. Además, a pesar de que existía el telégrafo, la comunicación entre la
capital del Perú y el Amazonas seguía siendo difícil. Entrañaba un largo
viaje en barco que, partiendo del puerto del Callao, subía hasta Panamá,
cruzaba el canal, y bajaba hasta Pará, y, luego, Iquitos, con las respecti-
vas escalas. Recién en la década de 1930 comenzaron los vuelos a Iqui-
tos, lo cual, visto con los ojos actuales, era poco menos que una hazaña.
Esos hidroaviones con enormes hélices despegaban en el Amazonas, ga-
naban altura para cruzar la cordillera de los Andes, atravesaban nubes y
picos de enorme peligrosidad, sin rada ni otro servicio meteorológico que
el olfato del piloto, acuatizando en algún lugar para proseguir el viaje en
otro avión hasta Lima. Esta lejanía entre Lima e Iquitos también atem-
peró las versiones sobre las atrocidades cometidas por Julio César Arana
en el Putumayo. Pero, como veremos más adelante, el Amazonas cobra
cada crimen que se comete y logró algo inaudito: borrar de la memoria
popular peruana al cauchero. En la actualidad, nadie sabe quién fue y sus
parientes reniegan de los lazos sanguíneos.
El Amazonas era un mundo hermético: parecía cerrar su manto so-
bre sus habitantes, manteniéndolos alejados de algunos acontecimientos.
Los artículos de Walter Hardenburg que publicó Truth no repercutieron
en Iquitos. Julio César Arana sabía cómo silenciar cualquier escándalo y,
además, contaba con su cuñado, Pablo Zumaeta, fiel ejecutor de sus ór-
denes. Lo que preocupaba a los habitantes de la capital de Loreto era el
alto costo de los productos importados, entre ellos los alimentos, y poco
les importaba lo que sucediera en Londres. El pueblo ––no los cauche-
ros ni los comerciantes–– pasó a la acción directa, única arma de la que
disponía: decidió aprovisionarse, ya que la inflación hacía imposible ad-
quirir hasta artículos de primera necesidad. Esa decisión se tradujo, du-
rante 1908, en una serie de asaltos populares el 11 y 12 de agosto a di-
versas casas comerciales, sistemáticamente repelidos por la policía. A
juzgar por los ataques contra comercios cuyos propietarios eran chinos,

234
la xenofobia parece haberse apoderado de los manifestantes. No podía
faltar el antisemitismo. Moisés Edery y Fortunato Levy fueron las vícti-
mas propiciatorias: una turba enfurecida atacó e intentó ingresar en sus
hogares, como también en sus locales, de los cuales sustrajeron armas.
La policía intervino y el incidente finalizó con tres muertes, lo cual no
hizo sino poner en pie de guerra a todas las fuerzas vivas de Iquitos, que
temían nuevos ataques. El gobierno, alarmado, optó por suspender por
seis meses los aranceles a la importación de alimentos, a partir de 1909.
Sin embargo, esto ocurría en una remota ciudad, en plena selva, y no
asombra que no tuviera ninguna repercusión fuera de ese pequeño ám-
bito urbano. A quién podía importarle lo que sucedía en Iquitos. A todo
esto, en Londres, en el eje del mundo, un río desconocido llamado Putu-
mayo comenzaba a ocupar la primera plana de los periódicos y a alarmar
a los más altos funcionarios del Foreign Office, por estar involucrados en
los supuestos crímenes ciudadanos británicos de Barbados.
La responsabilidad de toda esta infamia también podía recaer sobre
un directorio británico. Era inevitable que se abriera una investigación.

Los artículos sobre el Putumayo que publicó Truth casi semanal-


mente hasta el 17 de noviembre de 1909, le dieron mucho prestigio pe-
ro poco dinero a Walter Hardenburg. Vale aclarar que su popularidad
se circunscribió exclusivamente a círculos que defendían lo que en la ac-
tualidad se denominan derechos humanos. De la mano del reverendo
John Harris, de la Anti-Slavery and Aborigines Protection Society, Har-
denburg, vestido de riguroso frac, transitó por salones poblados por prós-
peros filántropos narrando lo que había visto en el Amazonas peruano.
No obstante, no era suficiente para vivir. Esperaba con paciencia infini-
ta que el gobierno del Perú le enviara la compensación económica por la
pérdida de sus pertenencias, pero el trámite se arrastraba sin dar señales
de concluir. Debió recurrir otra vez a su padre para que le remitiera se-
tenta y ocho libras esterlinas que había enviado con anterioridad y que
su progenitor había invertido en hipotecas. Londres era una ciudad ca-
ra, y no sólo había que enfrentar los gastos que le generaba su alojamien-
to en Sandwich Street, sino que un nuevo acontecimiento había irrum-
pido en su vida: se había enamorado. Mary Feeney, amiga de los
propietarios del boarding house, había traspasado el límite de la amistad,
de ser su fiel confidente, para convertirse en una mujer capaz de desatar

235
en el joven norteamericano una nueva pasión. Lo acompañaría hasta el
fin de sus días. En más de oportunidad, Walter Hardenburg habrá pen-
sado en renunciar a esta cruzada por momentos quimérica y para nada
rentable, hacer sus valijas y volver a Youngsville, a la comodidad, a la
protección del hogar. Pero si había sobrevivido en el Putumayo, más lo
haría en Londres. Mientras tanto, los editores de Truth le prestaron vein-
te libras esterlinas para que pudiera subsistir, suma que, eventualmente,
se comprometió a devolver.
Tampoco hay que creer que, por el hecho de que Truth publicara se-
manalmente los artículos de Hardenburg, el Putumayo había trascendi-
do a otros medios de difusión; en realidad, lo ignoraron. El semanario
carecía del prestigio de The Times y su contenido era francamente sen-
sacionalista, aunque no llegaba a caer en el periodismo amarillo. Ten-
drían que pasar tres años para que ese desconocido río provocara un es-
cándalo incontrolable, que ya no se limitaría a la prestigiosa prensa
británica, sino que se desparramaría por todos los diarios europeos y nor-
teamericanos. La pregunta inevitable es qué hacía Julio César Arana,
mientras tanto, en Londres, y qué estrategia pensaba utilizar para con-
trarrestar la mala publicidad.
El primer frente de conflicto lo tuvo con Eleonora, que aún no se ha-
bía mudado a Londres a Queen’s Gardens (lo haría recién en 1910), y
pasaba una larga temporada en una villa en Suiza, con sus hijos, concre-
tamente en Ginebra. Las atrocidades narradas por Walter Hardenburg
deben de haberle resultado intolerables: como buena provinciana, el es-
cándalo era el peor de los males, una lacra que había que evitar a toda
costa. Acaso habrá recordado cuando Julio César se internaba en los ríos
amazónicos, arriesgando su salud, desafiando las más temibles enferme-
dades, en un mundo colmado de violencia, de hombres inescrupulosos,
y sus súplicas para que abandonara el caucho. No la había escuchado.
Ahora, a pesar de estar rodeada de un lujo desmesurado, quizás añora-
ba los días de Rioja, de Yurimaguas, en vez de ser la señora de Arana,
cónyuge de un hombre que torturaba y mataba indios. Cabe preguntar-
se si estaba o no al tanto de lo que sucedía en el Putumayo, si su marido
se lo había confiado y, sobre todo, qué pensaba hacer al respecto. Sea co-
mo fuere, Eleonora estaría, como siempre, al lado de Julio César. Así ha-
bía sido a lo largo de sus vidas, y lo demostró hasta que su marido mu-
rió en Lima a los ochenta y ocho años y lo veló antes de que lo sepultaran
en el cementerio Presbítero Maestro.

236
Arana, en cambio, apuntó sus cañones contra Hardenburg y Whif-
fen. Su condición de chantajistas y, en el caso del norteamericano, de fal-
sificador, era suficiente para apaciguar al directorio de la Peruvian Ama-
zon Company. Tenía que recurrir a cualquier estrategia para que el
directorio británico, ahora presidido por John Russel Gubbins creyera en
sus argumentos. Lo primero que lo favoreció fue la llegada a Londres, el
13 de noviembre, a bordo del vapor Antony, de Henry Gielguld, un con-
tador contratado por la compañía para que fuera a Manaos y a Iquitos a
revisar los libros de la compañía. Su estadía en el Amazonas había sido
prolongada: siete meses, de los cuales pasó dos en el Putumayo. Como
era de suponer, se montó la correspondiente escenografía para ocultar
los horrores, y así fue que este inglés algo ingenuo llegó a La Chorrera,
donde fue agasajado por Víctor Macedo, y a El Encanto, donde los ho-
nores le correspondieron a Miguel de los Santos Loayza. Posteriormen-
te recorrió las secciones caucheras Sur, Occidente, Entre Ríos y Último
Retiro. Durante la estadía amazónica de Gielguld, aún no se habían pu-
blicado los artículos de Hardenburg y nadie tenía, en Inglaterra, la más
remota sospecha de lo que realmente sucedía en aquellos tristes trópicos.
Para el modesto contador, que apenas ganaba ciento cincuenta libras al
año antes de emprender este nuevo trabajo, el escenario debe de haber
sido deslumbrante: los sombríos caminos en la selva; sus misteriosos so-
nidos; la bruma que brotaba de los ríos en las primeras horas de la ma-
ñana; la pequeña catarata de La Chorrera, la cristalina transparencia del
Igaraparaná que, en el idioma indígena, quiere decir precisamente “muy
transparente”, y, también, la zalamera deferencia que le demostraban los
encargados. Si alguien le hubiera dicho lo que verdaderamente ocurría y
qué se les hacía a los indios, habría creído que se trataba de un dislate.
Por eso, su llegada a Londres le calzó como un guante a Julio César
Arana. Lo primero que hizo fue sondear al contador para saber si había
presenciado maltratos a los indios. Gielguld negó de plano que se co-
metieran abusos. El 18 de noviembre se leyó en una reunión de directo-
rio el informe de Gielguld y todos parecieron recuperar la compostura.
Richard Collier, en The River that God forgot, reproduce pasajes del in-
forme en cuestión: “Las acusaciones de Truth no son acordes con las
condiciones que prevalecen en las propiedades de la compañía. Las im-
presiones que recogí de las condiciones generales son decididamente fa-
vorables, y los indios no tenían esa expresión acobardada y miserable
que uno espera encontrar en víctimas de salvajismos. Para mí, se aseme-

237
jaban simplemente a niños felizmente predispuestos. Los altos emplea-
dos de la compañía que conocí no parecían ser la clase de hombres que
azotaran, mutilaran o mataran desenfrenadamente a los indios que te-
nían bajo su mando; los señores Macedo y Loayza, en particular, son
hombres que no creo que fueran capaces de cometer las mencionadas
atrocidades, y, por otra parte, no existen evidencias serias de que esas
barbaridades hayan ocurrido”.
Tal vez lo más grave del caso es que Gielguld compuso su informe de
buena fe, pues nada indica que haya sido sobornado por Arana. Pero el
alivio del directorio fue de cortísima duración. El Foreign Office, presi-
dido por el canciller sir Edward Grey, se tomó muy en serio tanto las de-
nuncias de Hardenburg como el informe que presentó Whiffen tras fra-
casar en su intento de vendérselo a la Peruvian Amazon Company por
mil libras esterlinas. Grey pidió la cabeza de al menos uno de los direc-
tores que, concebiblemente, estaba al tanto de lo que ocurría en el Putu-
mayo antes de formarse la compañía británica. Se trataba de Abel Alar-
co, cuñado de Julio César Arana. Este hombre, posiblemente de escasa
educación, a quien la riqueza le llovió de la noche a la mañana, era el
prototipo del sudamericano visto por ojos ingleses: vulgar, negligente y
con un inequívoco estilo de nuevo rico. Vivía en Londres en una enor-
me mansión eduardiana, y solía ir frecuentemente a Ginebra, donde es-
taba Eleonora, pero a su propia villa: basta imaginar a este hombre ama-
zónico ataviado como un lord escocés, arrastrado por dos enormes
mastines, para que su imagen se vuelva repentinamente risible. El direc-
torio lo detestaba y, si no lo despidió, fue por respeto a Julio César Ara-
na. Éste transfirió a su cuñado al Perú, donde seguiría cobrando el fabu-
loso sueldo de dos mil quinientas libras esterlinas al año. Fueron épocas
de cambio en la Peruvian Amazon Company, aunque, en realidad, se tra-
taba de un mero “gatopardismo”, ya que se cambiaban puestos para que
nada cambiara. Vernon Smith, aquel torpe empleado que le había entre-
gado un sobre que contenía un cheque al periodista Horace Thorogood,
fue destinado a la oficina de Manaos. Henry Gielguld, que trajo ese in-
forme tan conveniente del Putumayo, pasó a ser secretario y administra-
dor de la compañía, con el nada despreciable salario de mil libras ester-
linas al año.
Pero estos malabarismos no lograron disminuir la presión que ejer-
cía el Foreign Office sobre el directorio de la Peruvian Amazon Company
para que enviara una comisión al Putumayo, con el objeto de verificar

238
las denuncias de Hardenburg y el informe de Whiffen. Lo que menos de-
seaba Julio César Arana era la irrupción en su imperio de una comisión
británica. A pesar de que sus fieles encargados eran hábiles para armar y
desarmar escenarios, siempre existía el peligro de que se filtrara alguna
información. Buscó innumerables pretextos para demorar esa decisión,
opuso reparos a cuanto candidato se proponía. Pero Inglaterra no era Pe-
rú: el canciller Grey exigía que viajara una comisión, algo que nunca hu-
biera sucedido en Lima. Para el gobierno limeño, y para la mayoría de
los peruanos, Julio César Arana era una suerte de cacique, un patriota,
un hombre que había puesto coto a las pretensiones territoriales colom-
bianas y que, además, les había dado utilidad a indios caníbales y here-
jes. Además, cuánto había hecho por Iquitos: escuelas, hospitales, obras
sanitarias surgieron a partir de sus iniciativas mientras fue presidente de
la Junta Departamental. También pertenecía a la Liga Loretana y al Cen-
tro Social Moyobamba, es decir, a la crema de la sociedad amazónica.
Más que investigarlo, había que hacerle un monumento.
Sin embargo, lo que para él era, sin duda, la pérfida Albión, ahora in-
tentaba inmiscuirse en sus territorios y no tuvo más remedio que acep-
tar formar un pequeño contingente para que viajara al Putumayo. Se
trataría de una mera fachada compuesta por inofensivos británicos, pre-
ferentemente tan despistados como Henry Gielguld. Claro que esa elec-
ción no dependía exclusivamente de él, sino también del directorio. Se
pusieron de acuerdo en algunos aspectos: los enviados deberían hablar
castellano, tener experiencia comercial y autoridad suficiente. La comi-
sión quedó compuesta por el coronel Reginald Bertie, ingeniero en mi-
nería, que cobraría nada menos que dos mil quinientas libras esterlinas
por su tarea; Walter Fox, un botánico que conocía a la perfección las di-
versas clases de caucho; el economista Seymour Bell, y Louis Harvey Bar-
nes, un ingeniero agrónomo especializado en cultivos tropicales. A esta
inofensiva lista, se agregó el inefable Henry Gielguld a quien, por desem-
peñar a partir de entonces tareas en el Amazonas, se le incrementó su sa-
lario a dos mil quinientas libras esterlinas al año. La designación de este
grupo calmó hasta cierto punto a los directores ingleses de la compañía,
que se debatían entre los fabulosos sueldos que cobraban por no hacer
nada, y una renuncia que los pusiera a salvo de cualquier amenaza futu-
ra. Siguieron creyendo en Julio César Arana.
El cauchero recurrió, entonces, a una estrategia que terminó convir-
tiéndose en un boomerang y que, acaso, le dio la primera pauta de que

239
su poder era limitado. El 30 de diciembre de 1909, los accionistas de la
Peruvian Amazon Company, es decir, todos aquellos ingleses e inglesas
que creyeron en las virtudes del caucho, recibieron un insólito memorán-
dum con miras a la asamblea general, que se llevaría a cabo al día siguien-
te, firmado por Julio César Arana, que ejercía el cargo de director. “Esti-
mado accionista, a mi arribo a Londres hace poco tiempo, leí la serie de
artículos que publicó Truth. Las supuestas atrocidades expuestas son ab-
solutamente infundadas y son el resultado de imaginaciones exaltadas en
una región tan remota. No sorprende que algunas personas con objeti-
vos mercenarios se presten a jurar falsedades. En referencia a W. E. Har-
denburg, sólo puedo informar a los accionistas que esta persona a quien
Truth protege, carece de credibilidad. Dudo que los accionistas tengan la
misma opinión de Truth al comprobar las pruebas que están en mi po-
der, entre otras, un telegrama, confirmado luego por una carta, del señor
Egoaguirre, senador por Loreto, en Lima, a quien Hardenburg le propu-
so que le pagara siete mil libras esterlinas a cambio de no hacer público
el material que había recopilado. También existe otro episodio al cual, la-
mentablemente, me tengo que referir. El 12 de octubre próximo pasado,
un oficial del ejército inglés que me había visitado en Manaos, me infor-
mó que tenía en su poder el destino de esta compañía, que dependía de
un informe suyo que podría ser favorable para esta empresa si recibía mil
libras esterlinas”.
Pero el 31 de diciembre de 1909, en la asamblea de accionistas de la
Peruvian Amazon Company, John Russel Gubbins tomó la palabra y, an-
te un azorado Arana, advirtió a los presentes, que el memorándum que
habían recibido era obra pura y exclusiva de éste y que el directorio no
lo respaldaba. De hacerse público ese documento, dijo, la compañía po-
día ser demandada por calumnias e injurias y, si perdía el litigio, los cos-
tos serían millonarios, y la empresa quedaría descreditada. Algún accio-
nista preguntó, de mal talante, cómo aún no se había enviado a personas
que corroboraran o desmintieran las acusaciones, después de los artícu-
los que había publicado Truth.
A pesar de que los directores británicos de la compañía se opusieron
tenazmente cuando Arana propuso enviar el memorándum, el cauchero
siguió adelante. Después de todo ––habrá reflexionado–– la Peruvian
Amazon Company era una creación suya. Era dueño de una abrumado-
ra mayoría del capital accionario y las autoridades que él había desig-
nado eran meros títeres, figuras decorativas. Pero John Russel Gubbins,

240
a cargo de la presidencia, se negó categóricamente a suscribir ese me-
morándum. En Inglaterra, las penalidades por calumnias e injurias eran
particularmente severas y el riesgo de difamar a un miembro del ejército
inglés y a una revista como Truth era grande. Ningún miembro del direc-
torio lo asumiría. Además, le señalaron a Arana con inusual dureza que
las acusaciones iban dirigidas hacia él, no al directorio inglés. Por otra
parte, tampoco eran legalmente responsables de lo que pudiera suceder
en otros países, por más horroroso que fuera, a pesar de que una compa-
ñía británica fuese la que explotaba los recursos. También alegaron que
muchas de las acusaciones de Hardenburg se referían a hechos ocurri-
dos antes de que ellos asumieran sus funciones. Esta impunidad fue se-
riamente cuestionada, en esa misma época, por un valiente y brillante
analista, Henry Noel Brailsford, en The War of Steel and Gold, a Study
of the Armed Peace (La guerra del acero y del oro, un estudio sobre la
paz armada, Londres, 1914, G. Bell & Sons).

Un escándalo de proporciones ha llevado últimamente a la conclu-


sión acerca de la necesidad de establecer controles sobre compañías
británicas que operan con capital en el extranjero. La organización
que impuso en el Putumayo un sistema de esclavitud virtual, tan cruel
e inútil como el que impuso el rey Leopoldo II en el Congo, fue una
compañía británica con directores británicos, y oficinas en la City.
La opinión pública descubrió, a medida que se revelaban los hechos,
que no existe un recurso por el cual financistas británicos, cuyos
agentes han impuesto la esclavitud a una raza primitiva a través de
la masacre, la tortura y la violación, puedan ser castigados o con-
trolados, en tanto y en cuanto sus crueldades estén confinadas en te-
rritorios extranjeros. La opinión pública se conmovió y sugirió una
solución natural y simple en sí misma, que pronto será elevada al Par-
lamento. Es, en suma, que los súbditos británicos que, en el futuro,
presten sus nombres y su capital a compañías comprometidas con
esta clase de especulación, estarán sujetos a juicio y encarcelamien-
to en este país, sin importar la ubicación del escenario de sus críme-
nes vicarios.
La propuesta incluye un principio saludable, y marca el primer reco-
nocimiento del hecho que el capital británico exportado al extranje-
ro es, de algún modo, una emanación de nosotros mismos, una fun-
ción de nuestra vida ciudadana que debería, en alguna medida, estar
sujeta a la ley británica y al control de la Nación. Sólo podría ser apli-
cada con éxito en casos raros y gravísimos. Basta imaginar la dificul-

241
tad y el costo de obtener evidencias en el corazón de África o de Su-
damérica, como también el trasladar a los testigos a Londres, para
darse cuenta de que rara vez podría intentarse. Los abogados defen-
sores siempre podrían recurrir a testigos pagos o intimidados, que ju-
rarían que sus peores jefes eran considerados por los nativos como
deidades benéficas, y, el jurado, ignorando las condiciones locales, y
dispuesto a creer que, si algo malo había ocurrido, consideraría que
los directores en Inglaterra no podrían ser responsables de ello y ra-
ra vez se los condenaría.
Nadie con un mínimo de imparcialidad puede dudar de las atrocida-
des en el Putumayo, pero las evidencias que podrían convencer a un
historiador no son siempre suficientes en una corte de justicia. Por un
caso escandaloso como este, existen otros en los cuales el capital ex-
portado, a pesar de que no incurre en crímenes, es también culpable
de una despiadada explotación, que sólo un abogado podría distin-
guirla de la esclavitud. Los horrores, la pesadilla del Putumayo sólo
puede suceder en zonas salvajes rara vez frecuentadas por la civiliza-
ción. No son usuales, ni aparentemente demasiado rentables y tien-
den a curarse por sus propios excesos. El sistema conocido como peo-
naje, por otra parte, está establecido en Latinoamérica, y el capital
que lo estimula es en varios casos foráneo y, a veces, británico.

Los miembros ingleses del directorio podían dormir en paz: la ley los
amparaba. Tampoco eran responsables de lo que sucedía en el Putuma-
yo, ya que desconocían en forma absoluta las atrocidades. En todo caso,
podrían ser culpables de haber formado parte del directorio de una em-
presa sudamericana que explotaba tierras en un río ignoto perdido en la
selva amazónica. Pero esto no eximía de responsabilidad a Henry Read
y a John Russel Gubbins, dos miembros prominentes de la Peruvian Ama-
zon Company: aquél había nacido en el Perú y, este último, había vivido
en Lima durante treinta y ocho años, tiempo y circunstancia más que su-
ficientes para conocer la idiosincrasia latinoamericana y cómo se trata-
ba al indio. Pero ahora no se trataba de ser o no responsables de críme-
nes, sino de enfrentar un juicio por calumnias y difamación, lo cual los
hacía poco felices y, en este sentido, fueron absolutamente intransigen-
tes con Arana. Como sea, no les convenía renunciar a sus cargos: el sa-
lario anual de Gubbins era de seiscientas libras esterlinas y, en poco
tiempo más, se elevaría al doble; los demás miembros del directorio, co-
braban, como dijimos, doscientas libras esterlinas al año, más una parti-
cipación en las ganancias.

242
El único modo de verificar qué era lo que realmente sucedía en el
Putumayo era enviar a la comisión. Truth ya no publicaba más artículos
de Hardenburg y el caucho, apenas iniciado 1910, comenzó su espiral
ascendente en los mercados hasta llegar a cumbres inimaginables. Tocó
los doce chelines y cinco peniques (3,06 dólares) la libra: las fortunas se
hacían de la noche a la mañana y los operadores recurrían a cualquier
estratagema para enterarse lo antes posible de las cotizaciones. Ese año,
la aduana de Iquitos recaudó la astronómica cifra de 275.600 libras es-
terlinas.
Ese año iban a desarrollarse otros acontecimientos. Walter Harden-
burg, ya casado con Mary Feeney, logró por fin cobrar la indemnización
que le otorgó el gobierno peruano por sus extraviadas pertenencias: qui-
nientas libras esterlinas, que debería dividir por la mitad con W. B. Per-
kins. Esas doscientas cincuenta libras esterlinas que genuinamente le per-
tenecían, si bien no constituían una fortuna, le permitirían al flamante
matrimonio dejar Inglaterra, donde no existía para él ningún horizonte
laboral; por otra parte, su cruzada de denuncia de lo que sucedía en el
Putumayo había perdido impulso. Estaba cansado de Londres, de los in-
salvables gastos, de luchar por los derechos de indios que nadie conocía.
Tampoco quería volver a la Youngsville donde naciera, sino iniciar una
nueva vida en un país en crecimiento. Se decidió por Canadá. Hacia allí
partieron en el vapor Corsican y, el 1 de marzo, llegaron a St. John, Nue-
va Brunswick, para dirigirse luego a Toronto. Tres años después, en 1913,
Hardenburg estaría de vuelta en Londres asistiendo a las sesiones del Co-
mité Selecto de la Cámara de los Comunes que investigaba los crímenes
del Putumayo.
En 1910, también la coruscante sociedad eduardiana recibió un du-
ro golpe: el 6 de mayo, falleció el rey Eduardo VII, y lo sucedió su hijo,
Jorge V, que nada tenía en común con su padre. Este nuevo rey, inusual-
mente severo en sus principios, casado con la princesa Mary de Teck, era
absolutamente feliz con su mujer y sus hijos y, mientras fue príncipe de
Gales, pasaba largas temporadas en una modesta casa campestre. La era
del exceso estaba a punto de concluir.
Ese mismo año, Eleonora y sus hijos dejaron Ginebra y se mudaron
a 42 Queen’s Gardens; es inevitable preguntarse cómo esta mujer y sus
cinco hijos se adaptaban a tantos cambios cosmopolitas. El trasplante a
Biarritz había implicado un salto cuántico. Ahora era Londres, una nue-
va lengua, una cultura diferente. Pero esta mujer que había cruzado la

243
cordillera de los Andes a caballo para estudiar el magisterio en Lima, no
se iba a amedrentar por un mero cambio de ciudad. Donde estuviera Ju-
lio César estaría ella.
Este fue quizás el último verano en que Julio César Arana estaría en
paz junto a su familia. Nada parecía perturbarlo y el viaje al Putumayo
que la comisión iniciaría ese año sería un mero trámite sin consecuen-
cias. Ignoraba que otras fuerzas presionaban al canciller Grey, para que
esa comisión incluyera un investigador propuesto por el gobierno britá-
nico. En junio la campiña inglesa adquiría una sorprendente belleza. El
cauchero, acompañado por Eleonora y sus hijos, habrá recorrido los al-
rededores de Londres, posiblemente en un lujoso automóvil, para ver qué
casa con un deslumbrante jardín podía adquirir para que viviera su fami-
lia. No sospechaba que ese proyecto era utópico, y que, de ahora en más,
su vida se asemejaría a un tobogán.
Arana decidió, para evitar que se filtrara información inconveniente
del Putumayo, escribir una carta al cónsul británico en Iquitos, David Ca-
zes, advirtiéndole de la llegada de la comisión, y aclarándole que ésta in-
dagaría “sobre el presente y no sobre el pasado”. Existía una antigua ani-
mosidad entre el cauchero y el diplomático inglés. En 1908, ambos
habían reclamado la posesión de Pensamiento, una plantación de cau-
cho próxima al Putumayo. Su propietario, Plinio Torres, al momento de
fallecer, tenía deudas tanto con Arana como con Cazes, funcionario que,
además de sus tareas consulares, se dedicaba intensamente al comercio
y era el dueño de la Iquitos Trading Company. Fue éste quien pegó el pri-
mer zarpazo. Trabó embargo sobre la propiedad, obtuvo todo el caucho
que ésta producía y hasta llegó a venderlo, como cobro de deuda. Julio
César Arana actuó de inmediato: envió al comisario Burga, con jurisdic-
ción en el Putumayo, a que se apoderara de la propiedad en su nombre,
lo cual complicó las pretensiones de Cazes. El cónsul denunció la ma-
niobra, alegando que el verdadero motivo de la toma de Pensamiento en
nada se relacionaba con una deuda, sino que estaba destinado a evitar
que los indios huitotos huyeran del río Caraparaná al río Napo, escapan-
do de los tormentos a los que los sometía la Casa Arana, como aún se la
conocía. Cuando llegó la comisión británica, Cazes declaró que Arana
había sobornado al prefecto de Loreto, Carlos Zapata, y al comisario Bur-
ga para adueñarse de Pensamiento. La Corte de Iquitos falló a favor de
Arana y conminó al diplomático a pagar ochocientas libras esterlinas. El
cónsul se negó y sólo la amenaza del prefecto, en el sentido de que sería

244
automáticamente detenido apenas saliera del consulado, lo convenció de
abonar lo que reclamaba la justicia. Sin embargo, lo grave no fue sólo que
un funcionario británico mezclara los negocios con sus funciones consu-
lares, sino que no denunciara al Foreign Office, al viajar a Londres, en
1909, lo que estaba sucediendo en el Putumayo, ni que un capataz de
Pensamiento que se negó a entregar a los indios al comisario Burga, lo-
gró llegar a Iquitos con un contingente de indígenas para que las autori-
dades verificaran cómo habían sido azotados.
La comisión que, hacia mediados de 1910, se disponía a partir rum-
bo al Putumayo no constituía una amenaza para Julio César Arana. Pe-
ro, aún tras la partida de Hardenburg al Canadá, el reverendo John Ha-
rris, de la Anti-Slavery and Aborigines Protection Society, no se había
quedado de brazos cruzados. Tenía poderosos contactos con prominen-
tes políticos e industriales, que lo apoyaron ampliamente cuando se pro-
puso entrevistarse con el canciller británico, sir Edward Grey, y le abrie-
ron las puertas del Foreign Office, lo cual no era una tarea sencilla. Grey
estaba demasiado preocupado por conflictos internacionales, como la si-
tuación en Persia, para escuchar hablar de vaya a saber qué indios en al-
guna remota selva sudamericana. Pero aceptó recibir a una delegación
para interiorizarse con detenimiento de lo que sucedía en el Putumayo.
El problema que surgió de inmediato es que la comisión, que cobraba ele-
vados honorarios pagados por la PAC,3 difícilmente brindaría un infor-
me imparcial y exhaustivo de lo que ocurría en las plantaciones de cau-
cho de esa misma empresa. Si se quería tener un panorama auténtico, era
imprescindible incorporar a la comisión a una persona insobornable y
que tuviera experiencia en el tema. Grey le aclaró a la delegación que
existían obstáculos para la investigación. Por más que la compañía que
explotaba el caucho en el Putumayo fuera británica, ¿cómo podía Ingla-
terra inmiscuirse en los problemas internos del Perú? ¿Cómo vería el go-
bierno de Lima que la cancillería inglesa enviara un representante para
que investigara en un territorio extranjero? Por otra parte, ¿en qué situa-
ción quedarían las compañías inglesas en el Perú, entre ellas los ferroca-
rriles, si se producía esa inevitable fricción diplomática? Gran Bretaña
no podía intervenir en el Putumayo, a no ser que diera con algún artilu-
gio legal que permitiera el ingreso de un observador oficial.
No demoró mucho en encontrarlo. Como en 1904 la Casa Arana ha-
bía contratado negros de Barbados y de otras islas caribeñas, como, por
ejemplo, Montserrat, y éstos eran súbditos británicos, la cancillería po-

245
día intervenir. Sir Edward Grey había hallado el artilugio capaz de levan-
tar el telón que ocultaba los horrores del Putumayo. Ahora debía hallar
a la persona indicada para esa tarea. La única elección racional, acerta-
da y fuera de todo cuestionamiento recayó en Roger Casement, un di-
plomático nacido en Irlanda, que desempeñara funciones consulares en
África y en Sudamérica; pero tareas meramente burocráticas, que no se
comparaban con el pavoroso informe que presentó, en 1903, sobre el Es-
tado Libre del Congo. The White Book, impulsado por la cancillería bri-
tánica, las sociedades antiesclavistas y Edmund Morel, detallaba cómo
se mataba, torturaba y mutilaba a los nativos para obtener caucho. Pro-
dujo tal estremecimiento en el mundo que, cinco años después, Leopol-
do II de Bélgica se vio forzado a vender a su país ––ya que se trataba de
un bien personal–– el inmenso Congo, recibiendo a cambio una suma fa-
bulosa.
Roger Casement (en 1911, después de regresar del Putumayo, el rey
Jorge V lo nombró caballero) poseía una inteligencia asombrosa, era ele-
gante y, a la vez, infatigable para internarse en la selva e interrogar has-
ta las últimas consecuencias a quien se le cruzara en el camino. Era un
homosexual compulsivamente promiscuo, que en sus diarios asentaba
con escabrosos detalles sus innúmeros y constantes encuentros íntimos
con nativos de África o Sudamérica. Este hombre, que en Irlanda es con-
siderado un mártir, fue condenado a morir en la horca, en Londres, en
1916, por la alta traición de haberse aliado con Alemania ––en plena Pri-
mera Guerra Mundial–– para contribuir a la independencia de su país.
En marzo de 1910, Casement, que por entonces era cónsul general
en Río de Janeiro, había regresado a Inglaterra en marzo para pasar sus
vacaciones en la casa de su familia, Magherintemple, en el condado de
Antrim de su nativa Irlanda. Allí llegó un representante de la Anti-Sla-
very and Aborigines Protection Society, con la esperanza de interesarlo
en los crímenes del Putumayo, iniciativa que despertó en el diplomático
un interés inmediato y que no demoró en aceptar. Se trataba de una mi-
sión delicada. Perú no era una colonia británica, y existían aspectos le-
gales y diplomáticos a tener en cuenta, para evitar decisiones precipita-
das y salvaguardar las relaciones entre ambos países. También había
aspectos prácticos a discutir. Casement y Grey se entrevistaron en el Fo-
reign Office. Lo primero que habrá analizado el diplomático era quiénes
integraban la comisión designada por la Peruvian Amazon Company. Tu-
vo reservas con respecto a quien la presidía, el coronel Reginald Bertie,

246
pero finalmente aceptó: después de todo, la carrera de éste en los Royal
Welsh Fusiliers había sido brillante y, como investigador, había demos-
trado una pericia superlativa cuando indagó, en 1898, la masacre de sol-
dados y marineros el 25 de agosto de ese año en Iraklion, Creta, duran-
te el dominio turco. Estaba conforme con el resto de los miembros: Louis
Harding Barnes era un especialista en agricultura tropical que había de-
sarrollado tareas en Mozambique; Walter Fox era un experto en caucho
conectado con los Royal Botanical Gardens; Seymour Bell era econo-
mista especializado en desarrollo comercial, y Henry Gielguld ––el que
creía que el Putumayo era un paraíso–– desarrollaría tareas menores.
Sir Edward Grey no ignoraba la importancia de especificar taxativa-
mente cuáles serían las funciones de Casement. En el aspecto práctico,
el mayor problema lo depararon el transporte por el río Putumayo y sus
tributarios, ya que sólo podía realizarse en los barcos de la Peruvian
Amazon Company, lo que implicaba un control permanente de los miem-
bros de la comisión. Grey, inteligentemente, autorizó a Casement a que
utilizara cualquier otro medio de transporte, si lo creía necesario, y este,
también inteligentemente, le señaló que no convenía apartarse demasia-
do del grupo observador para poder fiscalizarlo. Fue una reunión entre
dos hombres que conocían a la perfección su oficio, los riesgos diplomá-
ticos y las trampas en que se podía caer; por lo tanto, trazaron lineamien-
tos y límites precisos a la tarea que llevaría a cabo Roger Casement, de-
tallados por él mismo.

Investigar las denuncias contra súbditos británicos empleados por


una compañía británica y, hasta cierto punto, el propio actuar de esa
compañía, si es que esa actuación afectó a súbditos británicos.
Esto constituiría una función perfectamente legítima para un funcio-
nario inglés y que podría llevar a cabo, entre otras razones, por las
posibles indemnizaciones que pudieran surgir como consecuencia de
la actuación de esta compañía o de sus empleados británicos.
Sir Edward Grey no dio indicaciones concretas acerca de cómo de-
bería llevarse a cabo una investigación de esta naturaleza en un país
extranjero, salvo lineamientos generales en cuanto a la forma de pro-
ceder.
Le señalé que las dificultades de este tipo de investigación podían ser
considerables y que sería deseable una interpretación independien-
te, es decir, la presencia de una persona con un conocimiento com-
petente del idioma español. En este punto, como también en el refe-

247
rente a los medios de transporte y los métodos a adoptar para reca-
bar información, el Secretario de Estado lo dejó a mi buen arbitrio.
Sir Edward Grey luego indicó que, además de los cargos específicos
que pudieran surgir contra los empleados de la compañía que se tra-
dujeran en perjuicios contra súbditos británicos, también podrían
descubrirse hechos conectados con el régimen de la explotación del
caucho del país visitado, que deberían ser anotados y comunicados
separadamente. Sería conveniente tener una enorme prudencia al
respecto ––como también durante la investigación–– para que el go-
bierno peruano no opusiera reparos a la misión. Sería necesario dis-
criminar toda información comprometedora, que no sería publicada
ni transmitida a funcionarios de los gobiernos involucrados.
El informe de los hechos, en tanto y en cuanto concerniera a una
compañía y súbditos británicos, se publicaría únicamente en Ingla-
terra.

Nada supo Julio César Arana de lo que se tramaba entre abolicionis-


tas, un diplomático que había desafiado nada menos que al rey de los bel-
gas y un canciller que tenía plena conciencia, como funcionario, de sus
responsabilidades. Cuando se enteró de la designación de Roger Case-
ment, el 13 de julio, vislumbró con aguda nitidez problemas de primera
magnitud. Era lo peor que le podía haber sucedido. No ignoraba quién
era el irlandés y qué tarea había realizado en el Congo. Cómo contrarres-
tar a ese ojo penetrante, a ese hombre habilísimo en los interrogatorios
cuando llegara a La Chorrera o a Abisinia, por más que se hubiera mon-
tado una escenografía; de qué modo esconder en la selva a los indios
––que eran centenares–– que ostentaban la célebre “marca de Arana” en
las nalgas o en la espalda; cómo encubrir que en Iquitos se vendían ni-
ños indígenas para cumplir con tareas serviles por veinte libras esterlinas,
muchos de ellos provenientes de sus secciones caucheras del Putumayo;
qué garantía tendría de que encargados, empleados, indios y negros de
Barbados mantendrían silencio con respecto a los crímenes que se come-
tían. La presencia de Casement en su imperio era una pesadilla.
Ya había habido un contacto entre Casement y la familia Arana. En
febrero de 1907, Lizardo Arana, hermano de Julio César, e integrante de
la estructura empresaria, había embarcado rumbo a Manaos en el vapor
Clement. En la habitual escala en Madeira se incorporó un nuevo viaje-
ro: Roger Casement, que se trasladaba a Pará, en la desembocadura del
Amazonas, para hacerse cargo del consulado británico. Alguna noche ha-

248
brán compartido, como era la costumbre, la mesa del capitán. Los dos
hombres tenían un rasgo común: ambos ocultaban penosos secretos. El
hermano de Lizardo Arana, y también él mismo, habían convertido al
Putumayo en un infierno y trataba por todos los medios de mantener
oculta esa abominable realidad; Casement tenía una vida sexual que era
penalmente sancionable en una Inglaterra donde hacía apenas once años
había estallado el escándalo Oscar Wilde.
La partida de la comisión se fijó para el 23 de julio, desde el puerto de
Southampton, a bordo del Edinburgh Castle, de la compañía naviera
Union-Castle. La innata habilidad de Casement, su prestigio por la inves-
tigación que había llevado a cabo en el Congo y su condición de diplomá-
tico que partía a investigar nuevas atrocidades, esta vez en un río suda-
mericano, lo pusieron en contacto con figuras prominentes, como Arthur
Conan Doyle y William Cadbury, propietario de la célebre fábrica de cho-
colate. Los medios de difusión británicos revelaron que una misión ingle-
sa había partido al río Putumayo para investigar las denuncias sobre atro-
cidades, pero fue después de haber zarpado, recién el 6 de agosto. Roger
Casement había puesto en marcha una implacable maquinaria. Julio Cé-
sar Arana no la podría detener ni siquiera con todo el caucho del Perú.

NOTAS

1 Para hallarla en ese laberíntico cementerio erigido en un terreno que pertene-

cía al ejército inglés, quienes poseen un navegador satelital (GPS), la encontrarán en


las coordenadas N 22º 16.264’ E 114º 10.740’.
2 El Foreign Office siempre se refirió en su correspondencia a Mr. X. para no men-

cionar a Whiffen, hasta que Julio César Arana lo desenmascaró, en 1913, y se hizo
pública su extorsión.
3 La misión le costó a la Peruvian Amazon Company diez mil libras esterlinas.

249
El corazón de las tinieblas

Durante el siglo XIX, las potencias europeas se obsesionaron con un


continente que parecía una inagotable cornucopia destinada a alimentar
sus industrias. África, a diferencia de Iberoamérica, era un complejo mo-
saico de culturas y climas, de selvas inenarrables, de desiertos desolados,
de colonias. El continente negro comenzaba al sur del Sahara y era tan
misterioso que, en 1860, aún no se conocían las fuentes del río Nilo.
El interés europeo por el África subsahariana se desató en la segunda
mitad del siglo XIX, impulsado por la avidez de materias primas y de ma-
no de obra barata o, mejor, esclava. Hasta ese momento sólo Portugal
––desde hacía siglos–– mantenía colonias como Angola y Lourenço Mar-
ques (en la actualidad, Mozambique). A grandes rasgos, puede decirse que
el occidente africano quedó en manos de Francia y Gran Bretaña, el orien-
te en las de este último país, y parte del oeste y de la zona oriental en las
de Alemania. Pero la selva colosal ubicada en el medio del continente, en
la cuenca del río Congo, carecía de dueño al iniciarse el último cuarto del
siglo XIX. Un río oscuro e inexplorado, el Congo, nacido en el río Luala-
ba, atravesaba la inmensa cuenca para desembocar en el océano Atlán-
tico. Esta inagotable zona productora de materias primas no quedó en
manos de un Estado sino en las de un individuo: mediante infatigables in-
trigas diplomáticas, Leopoldo II de Bélgica hizo un feudo privado de esa
enorme región, a la que denominó el Estado Libre del Congo, no porque
sus habitantes lo fueran, sino porque ––en teoría–– podrían comerciar con
cualquier país, algo que su propietario no tardó en desmentir. Sería largo
relatar cómo el rey de un país diminuto logró adueñarse de semejante ex-
tensión africana; baste señalar que el Congreso de Berlín, en 1885, pro-
clamó el nacimiento del Estado Libre del Congo y que Leopoldo II ––no
la nación sobre la que él reinaba–– terminó convirtiéndose en su dueño.

251
Leopoldo II, primo de la reina Victoria de Inglaterra y por cuyas ve-
nas corría la sangre Sajonia-Coburgo-Gotha, fue el peor genocida de fi-
nes del siglo XIX y comienzos del que le siguió, a pesar de que los belgas
difícilmente reconozcan este hecho. Era un hombre alto y delgado, de
poblada barba, impulsado por un inagotable e inescrupuloso apetito de
poder y de dinero. Limitado en su gobierno por una constitución y ne-
gándose a depender económicamente de los políticos de turno, supo que
para ser verdaderamente rico y hacer de Bélgica un país prominente, y
de Bruselas una capital con sorprendentes parques, edificios y monumen-
tos ––comenzando por su palacio de Laeken–– debería contar, como to-
da potencia que pesara en el concierto de las naciones, con posesiones
de ultramar capaces de proveer materias primas y mano de obra a bajo
costo. Eso se lo otorgó, con creces, el Estado Libre del Congo.
Leopoldo no pudo manejar su vida personal como lo hacía con las
de los desvalidos congoleños. Sus tres hijas terminaron repudiándolo.
Una de ellas, Estefanía, casó con Rodolfo de Habsburgo, que se suicidó
junto a su amante María Vetsera en el castillo de Mayerling. Su herma-
na Carlota, esposa de Maximiliano de Habsburgo, se enroló en la aven-
tura mexicana ideada por Napoleón III, y llegó a ser emperatriz del país
azteca. Pero en medio del naufragio de la aventura mexicana y tras el fu-
silamiento de su marido, Carlota perdió la razón. Cada vez más alejada
de la realidad, vivió recluida en el castillo belga de Bouchout hasta su
muerte, en 1927.
Las atrocidades que se cometían en el Congo para obtener caucho, a
partir de 1890, fueron de tal magnitud que instituciones como la Congo
Reform Association, tanto en Gran Bretaña como en los Estados Unidos,
iniciaron una campaña de denuncia. Entre los que apoyaron esas denun-
cias estaban el rey británico Eduardo VII, Mark Twain, Theodore Roo-
sevelt, Joseph Conrad y un funcionario del Foreign Office nacido en Ir-
landa: Roger Casement, cuyo informe sobre el Congo aparecido en 1904
(Administration of the Independent State of the Congo), estremeció al
mundo.

Una cuidadosa investigación de las condiciones de vida de los nati-


vos alrededor del lago Mantumba confirmó la veracidad de algunas
declaraciones que registré, en el sentido de que la disminución de la
población, las aldeas sucias y mal mantenidas y la falta absoluta de
cabras, ovejas y aves ––que en esta región fueron abundantes en otra

252
época–– habrá que atribuirlas al esfuerzo continuo a lo largo de va-
rios años para obligar a los nativos a recolectar caucho. Numerosos
destacamentos de soldados nativos estaban acantonados en el distri-
to y las medidas punitivas se tomaron duraron un tiempo considera-
ble. Durante el transcurso de estas operaciones hubo una notable
pérdida de vidas, acompañada, mucho me temo, por una mutilación
general de los muertos, como prueba de que los soldados habían
cumplido con su deber.
Me percaté de dos casos de mutilación mientras estuve en la región
del lago. Uno fue el de un joven, cuyas manos habían sido trituradas
a culatazos; el otro, un muchacho de diez u once años de edad, a
quien se le había cortado una mano a la altura de la muñeca. En am-
bos casos los soldados gubernamentales estaban acompañados por
oficiales blancos cuyos nombres tengo en mi poder. De seis nativos
(una niña, tres niños, un joven y una anciana) que fueron mutilados
durante este sistema de recolección de caucho, todos menos uno ha-
bían muerto al día de mi arribo.

Las revelaciones de Casement que figuran en los British Parlamen-


tary Papers, de 1904 (LXII, Cd. 1933), hacen palidecer lo expresado
más arriba. Las descripciones del horror se asemejan notablemente a lo
que sucedía en el Putumayo y muestran con atroz claridad la actitud del
hombre europeo para con las razas que consideraba inferiores. A los
nativos se los ataba con correas que, al contraerse con la lluvia, corta-
ban la piel hasta el hueso, o se les machacaban las manos con la cula-
ta de los fusiles hasta que se desprendían. Se los obligaba a comer las
heces de los blancos. Como entretenimiento, más que para ahorrar ba-
las, se los ubicaba uno detrás de otro y se los mataba de un solo tiro. A
los heridos ––como en el Putumayo–– no se les brindaba asistencia al-
guna, y se los arrojaba a los cerdos o a tribus caníbales. Hacerlos morir
de inanición era otro de los pasatiempos de los europeos, lo que forza-
ba a los nativos, desesperadamente hambrientos, a comerse el revoque
de viejos edificios, lo que les provocaba vómitos con bilis que contenía
sanguijuelas.
La campaña de denuncias fue tan intensa que, en 1908, Leopoldo II
no tuvo más remedio que transferir el enorme Estado a Bélgica, por la
fabulosa suma de cincuenta millones de francos. Roger Casement pasó a
ser una suerte de héroe por haberse adentrado en esa selva ominosa y
haber puesto en descubierto a los artífices del horror. Para entender a es-

253
te hombre complejo y atormentado habría que conocer cómo y por qué
llegó al Congo.
Roger Casement había nacido en Dublín, el mismo año en que nació
Julio César Arana, 1864; sus padres fallecieron en su juventud. Junto con
sus hermanos, fue criado por su tío, John Casement, en Magherintemple
House en el condado de Antrim. La ambivalencia y los contrastes agu-
dos formaron parte de su personalidad desde su nacimiento: su padre era
protestante, su madre católica (y alcohólica); a pesar de su intensa devo-
ción religiosa, fue un homosexual promiscuo que recurría incesantemen-
te a los servicios pagos de jóvenes nativos africanos o amazónicos; fue
funcionario del gobierno inglés y se hizo célebre con sus investigaciones
por cuenta del mismo sobre las atrocidades en el Congo y en el Putuma-
yo, pero su compromiso con la independencia de Irlanda lo llevó a cola-
borar activamente con Alemania en plena guerra mundial, lo que le va-
lió ser ejecutado por alta traición en 1916.
Al dejar su Irlanda nativa tras finalizar sus estudios, Casement tra-
bajó en Elder Demptster Shipping Co., una empresa naviera, en Liver-
pool, donde vivía con sus parientes, los Bannister. Pero lo que lo atraía
era la remota y en buena parte inexplorada África subsahariana. A los
diecinueve años llegó a la región del Congo para trabajar en algunas
compañías y en la Association Internationale Africaine, dirigida por
Leopoldo II de Bélgica, donde cumpliría las más diversas funciones, des-
de explorador y cazador, hasta investigador y administrador. Corría 1884
y comenzaba un proceso imparable que fue conocido como Scramble
for Africa ––la “rebatiña por África”––, en el que las potencias europeas
se repartieron el continente negro como si se tratara de porciones de
una torta.
En el Congo, todo estaba por hacerse, y hacía poco que grandes ex-
ploradores, como el doctor Livingstone y Henry Morton Stanley habían
cruzado la selva impenetrable descubriendo montañas, cataratas y lagos
ignorados por la civilización. Por entonces, Casement creía ingenuamen-
te que las intenciones europeas en África eran civilizadoras; habitaría en
ese continente durante veinte años. En 1892, ingresó al servicio diplo-
mático británico y llevó a cabo tareas consulares en el Congo, Nigeria,
Lourenço Marques (su primer cargo como cónsul), Sudáfrica y Angola.
En junio de 1890, en el principal puerto congoleño, Matadi, a orillas
del gran río ––donde concluía la navegación para los vapores que ingre-
saban por el océano Atlántico, debido a los grandes rápidos que existían

254
entre esta ciudad y Leopoldville, en la actualidad Kinshasa–– se encon-
trarían, por puro azar, dos hombres: un modesto empleado y un capitán
de barco, que compartieron una habitación durante quince días. El em-
pleado era Roger Casement; el capitán, un polaco, Joseph Korzeniowsky
(deriva del polaco korzen, o raíz), que el mundo conocería como Joseph
Conrad. La información que el irlandés le suministró al gran escritor po-
laco-británico en esa ocasión dio origen a un relato extraordinario: Heart
of Darkness (El corazón de las tinieblas), que mostró en forma de fic-
ción el horrible y nada ficticio rostro del “progreso” que imponía Euro-
pa en otros continentes.
El 13 de junio, el futuro escritor registró en su diario: “Conocí a Mr.
Roger Casement, lo que considero un gran placer en estas circunstan-
cias… Piensa, se expresa bien, muy inteligente y simpático”. Con seguri-
dad, encontrar un alma sensible en Matadi no era fácil. Para Roger Ca-
sement habrá sido un hallazgo dar con este polaco, que llevaba consigo
el manuscrito de Almayer’s Folly, su primera novela. Imaginemos a este
puerto de deslumbrante belleza, perdido en la selva africana, rodeado de
montañas y de un río serpenteante. Todavía no se había construido el fe-
rrocarril a Leopoldville y se llegaba allí a pie, trayecto en que la mosca
tsé-tsé, portadora de la “enfermedad del sueño”, diezmaba a nativos y eu-
ropeos. Esta tarea agotadora le tocó en suerte a Conrad. La experiencia
congoleña del polaco fue breve y desastrosa. Fue capitán sólo durante
una semana de un destartalado vapor fluvial, el Roi des Belges, y contra-
jo las habituales enfermedades tropicales, que lo tuvieron postrado du-
rante seis meses, al cabo de los cuales regresó a Europa.
Aunque el irlandés no dejó impresiones escritas sobre este capitán de
barco, Conrad sí lo retrató a él. En su novela The Inheritors, escrita en
colaboración con Ford Madox Ford (1901), se descubre un inequívoco
retrato de Casement en el personaje de Soane, el hijo de un noble irlan-
dés, que se opone al Duc de Mersch, un alter ego en la ficción de Leo-
poldo II de Bélgica.

Roger Casement era un hombre imponente. Las fotografías que se


conservan de él muestran a un ser alto, espigado, de mirada penetrante,
barba prolija y aire elegante. En una carta que le escribió al escritor R.B.
Cunninghame Graham, en 1903, Conrad lo describe así: “Le envío dos
cartas que recibí de un hombre llamado Casement, aclarándole que lo

255
conocí en el Congo hace doce años. Quizás ha oído hablar de él o ha vis-
to su nombre impreso. Es un irlandés protestante y piadoso. Pero tam-
bién lo era Pizarro. Por lo demás, puedo asegurarle que se trata de una
personalidad límpida. Existe también en él un toque del Conquistador;
lo he visto partir a impronunciables zonas salvajes esgrimiendo un bas-
tón torcido como única arma, con dos perros bulldog pisándole los talo-
nes: Paddy (blanco) y Biddy (marrón) y, como toda compañía, un mu-
chacho luanda, es decir, originario de Luanda, Angola, cargando un
bulto. Unos meses después lo encontré nuevamente algo más encorvado,
más bronceado, con su bastón, sus perros y el muchacho luanda, y pare-
cía tan sereno como si hubiera dado un paseo por el parque”.
En esa misma carta Conrad admite que Casement le ha revelado los
horrores “indecibles” (unspeakable) ––para utilizar un término de Con-
rad–– que dieron origen a El corazón de las tinieblas:

¡Él sí que podía contar cosas! Cosas que he tratado de olvidar; cosas
que ni siquiera sabía que existían. Ha estado tantos años como yo
meses ––casi–– en África.

La vida los reuniría brevemente. En Londres, en 1896, coincidieron


en una cena de la Johnson Society, organizada por el editor Fisher Un-
win. Además, Casement visitó en dos ocasiones la casa de campo del ma-
trimonio Conrad, en Pent Farm, Stanford; la primera el 3 de enero de
1903, la segunda en 1905. Sobre esta última visita, Jessie Conrad escri-
bió muchos años después: “Sir Roger Casement, un fanático protestan-
te, vino a visitarnos y a pasar dos días con nosotros. Era un hombre muy
buen mozo con una barba negra y espesa y ojos penetrantes e inquietos.
Me impresionó enormemente su personalidad. Fue durante la época en
que estaba interesado en dar a conocer las atrocidades que se llevaban a
cabo en el Congo Belga. Quién hubiera podido prever su terrible desti-
no durante la guerra mientras estaba en nuestro salón denunciando apa-
sionadamente las crueldades que había presenciado”.

A diferencia de otros intelectuales, Joseph Conrad no se opuso a que


Casement fuera ajusticiado, el 3 de agosto de 1916. Le escribió una carta
a John Quinn, entre el arresto y la ejecución del irlandés, en la que dice:

256
Uno sólo se pregunta, en nuestro dolor, para qué sirvió todo. Con
Gran Bretaña aplastada y la flota alemana surcando los mares, la me-
ra sombra de la independencia irlandesa se hubiera esfumado. La Re-
pública de Islandia…1 se hubiera convertido meramente en un bien
defendido destacamento alemán, un deleznable escalón hacia el ob-
jetivo final de la Welt-Politik…
Nunca hablamos de política [con Casement]. Tampoco pienso que él
tenía alguna. No puede ser tomado en serio un Home-ruler que acep-
ta el patronazgo de Lord Salisbury. Era un buen compañero; pero ya
en África consideré, propiamente hablando, que era un hombre sin
mentalidad alguna. No quiero decir estúpido. Quiero decir que era
absolutamente emocional. Se abrió camino debido a la fuerza de la
emoción (el informe sobre el Congo, Putumayo, etc.) y al puro tem-
peramento ––una personalidad verdaderamente trágica––; se trataba
de una grandeza de la cual no tenía rastros. Sólo vanidad. Pero en el
Congo aún no era visible.

Cuando el editor Fisher Unwin (publicó varias obras de Conrad y,


también, The Devil’s Paradise, de Walter Hardenburg) juntó firmas para
pedir clemencia al gobierno británico ––logró las de Chesterton, John
Galsworthy y Sir Arthur Conan Doyle, entre las más conspicuas––, Con-
rad se negó enfáticamente; aún más, le expresó a su amigo Joseph Retin-
ger que había compartido una choza con Casement en el Congo y había
terminado profundamente disgustado, expresiones que poco condicen
con sus primeras impresiones del irlandés. Es que la condición de homo-
sexual de sir Roger Casement había quedado al descubierto cuando Sco-
tland Yard allanó su casa en Londres, 55 Ebury Street, Pimlico, y encon-
tró los famosos Black Diaries (Diarios Negros), donde el ex diplomático
registraba con escandalosos detalles su promiscua vida íntima. Esos dia-
rios fueron leídos por el rey Jorge V, miembros del Parlamento, obispos
y líderes de opinión británicos. Conrad consideraba que el haber com-
partido durante quince días una choza en una ciudad selvática con un
homosexual tan notorio, que ahora resultaba además un traidor a la pa-
tria ––en el caso de Conrad, adoptiva–– lo ponía al borde del precipicio.

El Putumayo fue el segundo desafío de Roger Casement. Desde que


partió junto con la comisión investigadora del puerto de Southampton,
el 23 de julio de 1910, a bordo del Edinburgh Castle, desconfió de aqué-

257
lla ––más allá de sus buenas intenciones––, ya que había sido designada
por la compañía, lo cual le restaba objetividad. En su profusa correspon-
dencia durante este viaje, no dejó de recalcar su condición de paying
guest, es decir, de invitado que se hace cargo de sus propios gastos. En-
fatizó también que, más que investigar, los integrantes de la comitiva se
dedicarían a estudiar aspectos de la empresa relacionados con lo econó-
mico y lo financiero, y a buscar nuevas áreas de rentabilidad. Los porme-
nores de este viaje los conocemos a través de sus diarios, mayormente es-
critos con lápiz y que fueron admirablemente clasificados por Angus
Mitchell después de una exhaustiva investigación en la Biblioteca Nacio-
nal de Irlanda, y plasmados en The Amazon Journal of Roger Casement
(El diario amazónico de Sir Roger Casement).
El 27 de julio llegaron a Madeira y debieron permanecer cuatro días
en Funchal para esperar la conexión a Pará, a bordo del Hilary. Esta is-
la era una suerte de punto neurálgico de trasbordos y, a la vez, un paraí-
so que atraía a numerosos europeos que huían de los rigores invernales.
El 31 de julio se embarcaron en el Hilary, cruzaron el océano Atlántico
y, el 8 de agosto, llegaron a Belém do Pará, ciudad donde el irlandés ha-
bía sido cónsul. Pará, si bien era un puerto activo por donde se exporta-
ba el caucho y entraban alimentos y productos manufacturados, tenía un
clima abominable. El 13 de agosto, el Hilary levó anclas, bordeó la isla
de Marajó y se adentró en el río Amazonas rumbo a Manaos, donde tras-
bordaría la comitiva para dirigirse a Iquitos.
Los camarotes eran sofocantes, apenas refrescados por un ventilador
de pared y los salones se volvían irrespirables debido al calor del trópi-
co y la humedad; para colmo, era de rigor el uso de saco, cuello duro y
corbata. El coronel Bertie, jefe de la comisión, fue atacado por la disen-
tería en cuanto zarparon de Pará, y para cuando llegaron a Manaos, es-
taba tan enfermo que decidió regresar a Inglaterra. Para Casement no fue
una pérdida significativa. En una carta fechada el 2 de agosto, antes de
llegar a Pará, le había escrito a su amigo, Edmund Morel, infatigable de-
nunciador de las atrocidades del Congo: “No creo que Bertie sea el hom-
bre para descubrir algo. Parece muy inofensivo y nada sabe acerca del
país, de sus habitantes, de las tradiciones, ideas o cualquier cosa que se
relacione con el trabajo a realizar. Sólo se tuvieron en cuenta su nombre
y posición social [era hermano del embajador británico en París]. La prin-
cipal dificultad, en lo que a mí respecta, es la aparente necesidad de te-
ner que viajar a todas partes como huésped de esta comisión. Es difícil y

258
prácticamente imposible llegar a una conclusión independiente, o seguir
una línea independiente de investigación cuando, desde el principio has-
ta el fin, tendré que hacer todo con su permiso”.
No es de extrañar, entonces, que un día después de llegar a Manaos,
Roger Casement haya querido desprenderse lo antes posible de la comi-
sión para investigar por su cuenta. Abordó un vapor de la Booth Line, el
Huayna y zarpó rumbo a Iquitos, librándose transitoriamente de sus com-
pañeros. De lo que no se pudo desprender era de un mal que le afectaba
la vista, que lo obligaba a escribir con lápiz, ya que la tinta le agudizaba
sus dificultades ópticas. El médico de a bordo, antes de llegar a Manaos,
le advirtió que podía padecer oftalmia crónica si no tomaba algunos cui-
dados imprescindibles, advertencia que no debe de haber tomado en
cuenta porque en plena selva estuvo, algún tiempo, con los dos ojos ven-
dados.
A bordo del Huayna, que remontaba con pasmosa lentitud el río
Amazonas debido a que el nivel de las aguas había descendido conside-
rablemente, Casement alternó con un pasajero que se dirigía a Iquitos, y
que también había viajado desde Madeira a Manaos en el Hilary. Era Víc-
tor Israel, cuyos intereses, con los años, se entrelazaron con los de Julio
César Arana ––fue su testaferro–– y, quien, según algunas versiones, se
quedó con la reducida fortuna que le quedaba al cauchero después de
1930. Sería incompleta una historia de Iquitos sin mencionar a este hom-
bre de negocios, que fue alcalde de esa ciudad, y propietario del deslum-
brante Hotel Palace, sobre el malecón Tarapacá, actualmente sede de la
Prefectura de Loreto. Israel era un judío nacido en la isla de Malta. Ha-
cía once años que vivía en Iquitos y había empezado su actividad comer-
cial con una modesta tienda. El diario de Casement registra una conver-
sación que mantuvo con él la noche del 24 de agosto de 1910, mientras
el vapor estaba fondeado en la desembocadura del río Yavarí.
Israel, que intentaba atraer capitales para su compañía cauchera, la
Pacaya Rubber Company, con un millón de hectáreas en el río Ucayali,
a dos días de navegación de Iquitos, defendió ante Casement los méto-
dos de explotación ––según él, imprescindibles–– que se aplicaban en el
Amazonas. Casement debe de haber quedado perplejo, no porque desco-
nociera cuál era el sistema, sino porque por primera vez alguien le con-
fesaba descarnadamente cómo era la realidad. Casement adujo que el im-
perio británico no “conquistaba” ni “reducía”2 a los habitantes de sus
colonias y que el único sistema económico que podría perdurar era aquel

259
que desarrollara dentro de ese marco legal y ético; por el contrario, el en-
riquecimiento rápido e inescrupuloso sólo conducía al error. Pero Israel
no pensaba abandonar sus principios en materia de explotación.
––¿Qué haría usted si el gobierno peruano le ofreciera una conce-
sión en la selva amazónica donde existieran indios salvajes sin que co-
mercialmente nada pueda encararse si no son reducidos? ––le pregun-
tó al irlandés.
––En esas condiciones ––respondió Casement––, jamás aceptaría una
concesión.
––¡Ah! ––replicó Israel––; entonces no puede haber ningún diálogo
posible entre nosotros. No existe la posibilidad de un acuerdo, ya que
nuestros puntos de vista son demasiado divergentes.
––Eso es lo que creo ––repuso el irlandés––. Vemos este asunto con
percepciones diferentes en lo que respecta a las relaciones entre los hom-
bres.
El Huayna distaba de tener las comodidades del Hilary, que lo tras-
ladara de Madeira a Manaos. Era una modesta barcaza fluvial, con un
único y hediondo retrete que compartían los veintisiete pasajeros. Por
eso, Casement decidió trasbordar el 28 de agosto al Urimaguas, donde
viajaba la comisión, para llegar, tres días más tarde a Iquitos. Detestó la
ciudad desde el primer momento: su clima era agobiante y los mosqui-
tos insoportables durante el día y la noche, lo cual no deja de llamar la
atención, ya que el clima en el Congo no debe haber sido menos opre-
sivo. Quizá los motivos de su desazón fueran otros: carecía de la liber-
tad y del relativo anonimato para investigar que había disfrutado en Áfri-
ca, y se hospedaba en casa del cónsul británico y empresario cauchero
David Cazes.
Lo primero que intuyó fue que si no disponía de un guía imparcial,
que no sólo hablara español, sino también huitoto y bora, sus esfuerzos
serían inútiles: el diálogo con las víctimas era imprescindible. Envió a la
lancha Argentina al río Napo, en busca de un intérprete, Santiago Var-
gas, que se hallaba en Copal Urco. La misión fue un fracaso, ya que no
se encontró al hombre buscado, y le costó al gobierno británico cien li-
bras esterlinas. Pero el 1 de setiembre, día que el enviado cumplió cua-
renta y seis años, dio con la punta del ovillo: dos negros de Barbados
que llegaron a Iquitos a bordo del Liberal fueron a visitarlo. Se ignora
qué motivó esta visita. La hipótesis más verosímil es que los barbaden-
ses hayan visto en el representante de Su Majestad Británica un óptimo

260
receptor para denunciar los horrores que presenciaron y que fueron for-
zados a cometer. Habían sido vilmente engañados, al ser contratados en
1904 por el cuñado de Julio César Arana, Abel Alarco, a través de un
agente de Barbados, S. E. Brewster. Al arribar a Manaos, supieron cuá-
les serían sus tareas e intentaron abandonar el barco recurriendo al cón-
sul británico en esa ciudad. Pero no lo lograron: el funcionario les ad-
virtió que deberían cumplir con el contrato que habían firmado.
De estos dos barbadenses, Frederic Bishop fue quien hizo las reve-
laciones más crudas. Le confirmó a Casement que durante el tránsito
del capitán Thomas Whiffen por el Putumayo, los jefes de sección hi-
cieron desaparecer a los indios azotados, enviándolos a remotas zonas
selváticas, como también cadenas, látigos y cepos. Él mismo, dijo, ha-
bía sido obligado a flagelar a los indígenas que no cumplían con la cuo-
ta de caucho pactada. Y no tenía reparos en declarar todo lo que había
presenciado ante cualquier autoridad. Posteriormente, Casement reco-
noció que, de no haber existido Bishop, su misión hubiera fracasado.
Lo contrató por doce libras esterlinas mensuales, más alojamiento y viá-
ticos.
La casa del cónsul británico en Iquitos pasó a ser una especie de sa-
la de audiencias, ya que fueron varios los visitantes y varias, también,
las versiones que debió escuchar. Para los peruanos amazónicos, entre
ellos el nuevo Prefecto de Loreto, Francisco Alayza y Paz Soldán, a
quien visitó oportunamente, Julio César Arana era un patriota superla-
tivo, incesante en su tarea en materia de civilizar indios. Y los artículos
publicados en Truth firmados por Walter Hardenburg eran la obra de un
chantajista. Pero Casement no se engañaba: había oído demasiadas cam-
panas, entre ellas la de un comerciante francés, Vatan, quien analizó lú-
cidamente lo que sucedía en las secciones caucheras de la Peruvian
Amazon Company. Sí, el sistema de explotación de los indios era una
esclavitud y las denuncias eran rigurosamente ciertas. Pero cambiar las
reglas de juego equivalía a un suicidio económico: si los indígenas fue-
ran bien tratados, se produciría el colapso económico de las secciones
del Putumayo, una enorme pérdida para los accionistas ingleses y, peor
aún, intervendría el gobierno peruano imponiendo un sistema aún más
perverso que el de Arana.
A todo esto, el irlandés alternaba las investigaciones humanitarias
con entretenimientos más cuestionables. Anotó en su diario:

261
Después de cenar fui al Malecón y me encontré con Caja Marco pa-
ra un… y luego un chico adorable que estaba sentado… Luego en la
Plaza y un bellísimo peruano de Chota. Un tipo espléndido y muy
bien dotado…
Vi al joven soldado negro peruano dejando el cuartel: estaba erecto
y lo denotaban sus pantalones blancos… ¡le llegaba a la mitad del
muslo! Por lo menos, treinta y tres centímetros de longitud…
José vino a las tres y permaneció hasta casi las cinco. Estaba erecto
y jugué con mis dedos.
Uno de los cargadores, un robusto peón inca blanco, con camisa azul
y pantalones, es un perfecto monstruo. ¡Cómo balancea y muestra la
cabeza de su órgano que tiene tres pulgadas de diámetro!

El 18 de octubre, estando en Matanzas, escribe en su diario refirién-


dose a los indios boras: “Muchos de ellos tienen brazos fuertes, bellísi-
mos muslos y piernas, aunque no desarrollaron debidamente sus múscu-
los”. O el 30 de octubre en La Chorrera: “Un muchacho que vi hoy tenía
una espléndida figura ––un joven bora en una de las lanchas––. Me gus-
taría llevarlo, o uno como él, para dárselo a Herbert Ward en París para
que lo esculpa”. Parecía tener un preferido, cuya fotografía, tomada por
Casement, puede verse en The Devil’s Paradise de Walter Hardenburg:
“La tarde de hoy se caracterizó por un calor bochornoso. Llevé a Arédo-
mi cuesta arriba a la catarata [se refiere a la de La Chorrera], y lo foto-
grafié con su collar de dientes de tigre, brazaletes de plumas y un fono.
Fuimos río arriba hacia un desembarcadero, tomamos asiento y conver-
samos, o intentamos conversar, yo preguntándole nombres de objetos en
huitoto y él respondiendo como podía. Pobre chico, descubrí que se afe-
rra a mí”. A pesar de que Arédomi posa artificialmente, casi incómodo
frente a una cámara, la fotografía revela una belleza poco común, y es
inevitable sospechar que Casement sentía por él un afecto particular. En
varios pasajes se refiere casi obsesivamente a los muslos de los indígenas,
cuando estaban bien formados, y más de una vez califica de buenos mo-
zos a varios nativos. En ningún tramo de su diario se refiere en esos tér-
minos a las mujeres huitoto.

En sus diarios, Casement hace cuentas y llega a la conclusión de que


gastó noventa y cuatro libras esterlinas, diez peniques y nueve chelines
en cuarenta y nueve compañeros sexuales. Pero la caída de Casement no

262
se produjo como consecuencia de ese incesante desfile de cuerpos, sino
que fue detonada por quien sería su pareja en su primera y última rela-
ción relativamente estable, que se prolongaría durante casi dos años. En
1916 el joven marinero noruego Adler Christensen ––a quien presumi-
blemente conoció en Montevideo y reencontró poco menos que faméli-
co en las calles de Nueva York–– lo acompañó a Alemania durante la Pri-
mera Guerra Mundial para reclutar prisioneros de guerra irlandeses y
formar una Brigada Irlandesa que lucharan contra los británicos. Esta
iniciativa no prosperó: los internados se negaron a luchar contra el Im-
perio. El noruego lo delató ante las autoridades británicas, a quienes tam-
bién hizo saber de la existencia de los diarios secretos de su amigo.
Evidentemente, Casement no estaba cómodo con sus inclinaciones
sexuales. Al enterarse, por ejemplo, que el general homosexual sir Hec-
tor MacDonald se había suicidado, Casement deseó que este caso “tan
penoso pueda despertar la conciencia nacional para lograr métodos más
saludables para curar una enfermedad terrible, en vez de una legislación
criminal”. Pero cuando fue detenido y juzgado por alta traición, asumió
y defendió por primera vez su condición. Su abogado defensor, Alexan-
der M. Sullivan, escribió que: “[Casement] me dio instrucciones para que
le explicara al jurado que las prácticas inmundas y deshonrosas y la glo-
rificación de las mismas, eran inseparables del verdadero genio; aún más,
me conminó a que citara, para demostrarlo, a los grandes hombres de la
historia, cuya lista me suministró. No estaba para nada avergonzado”.
Es interesante relatar el tránsito del atormentado irlandés por Bue-
nos Aires, en marzo de 1910, cuando llegó a la Argentina, desde Santos,
a bordo del Asturias. El 12 de marzo, día siguiente al de su llegada a Bue-
nos Aires, anotó:

12, sábado. Mañana en la Avenida de Mayo. Espléndidas erecciones.


Ramón 7$000 [no sabemos a qué moneda se refiere]. Diez pulgadas
al menos. X adentro.

A veces su lenguaje pasa de telegráfico a descriptivo. Revela, por


ejemplo, cómo conoció, en el zoológico porteño, a un tal Ramón Tapia,
residente en la calle Álvarez 1860, a quien le pagó veintidós pesos y con
quien tuvo varios encuentros sexuales. Alternó los encantos de Tapia con
los de un tal Francisco y con un marinero a quien no identifica por nom-
bre. También almorzó en el Hurlingham Club y visitó la estancia San

263
Marco, de Eddy Duggan, descendiente de irlandeses. Su periplo culminó
con dos viajes a Mar del Plata, a la que comparó con el balneario britá-
nico de Brighton.

Este fue el hombre que reveló al mundo las atrocidades del Congo y
las del Putumayo. Astuto y perceptivo, antes de partir a la selva ofreció
un banquete en Iquitos, donde fueron homenajeados algunos de los res-
ponsables de las atrocidades. Que creyeran que era inofensivo y que po-
drían engañarlo fácilmente. El 14 de setiembre se embarcó junto con la
comisión en el Liberal, y el buque insignia de la flota de Julio César Ara-
na se deslizó aguas abajo por el río Amazonas hasta la desembocadura
del Putumayo, una zona baja y pantanosa, infestada de insectos, que
pronto atormentaron a los pasajeros. Su primer destino era La Chorre-
ra, sobre el río Igaraparaná, la perla de la corona, que ostentaba el du-
doso privilegio de estar a trescientos metros sobre el nivel del mar, con
su enorme edificio asentado sobre una colina, con menos calor, mosqui-
tos y jejenes. Pero Casement estaba más obsesionado por cumplir su mi-
sión que por extasiarse con el paisaje, y la prueba de ello es la economía
estética de su diario en materia de panoramas.
Casement llevaba consigo un libro de viajes escrito por el lugartenien-
te Henry Lister Maw, en 1827. Journal of a Passage from the Pacific to the
Atlantic crossing the Andes in the northern provinces of Peru, and descen-
ding the river Marañon or Amazon (Diario del tránsito desde el Pacífico
al Atlántico cruzando los Andes en las provincias del norte del Perú, y
descendiendo por el río Marañón o Amazonas) fue el primero realizado
por un viajero inglés, curiosamente con la misma óptica del enviado:

Tan terrible es el miedo al hombre blanco entre estos indios, que es


sabido que luchan desesperadamente contra ellos, como suele suce-
der en algunas oportunidades, que si a cien o más de ellos se los ve
bailando en la noche alrededor del fuego, siete u ocho hombres blan-
cos ubicándose en diversas posiciones y disparando algunas balas
pueden atrapar el número que deseen, debido a que el resto de los
indígenas sólo atina a huir. Los nativos, cuando se enteran que los
blancos merodean en las inmediaciones para cazarlos, cavan pozos
en distintos caminos selváticos, depositan lanzas con las puntas en-
venenadas y los cubren con estacas, hojas y tierra, lo cual demanda
una enorme precaución para no caer en estas trampas mortales.

264
Casement pronto confirmaría que, en el Putumayo, los indios habían
abandonado sus conductas ofensivas y estaban a merced de una banda
de criminales. El origen del nombre de ese río era tan incierto como la
tarea que debería desarrollar. Para Maw, Putumayo era una región don-
de habitaban indios, sin referencia a ningún río; el enviado irlandés, en
cambio, dedujo que se trataba de un vocablo quechua, ya que mayo en
ese lenguaje significa agua o río. El 22 de setiembre, tras una travesía de
nueve días, la comisión llegó a La Chorrera, donde fue recibida por Juan
Tizón ––una especie de anfitrión designado por la Peruvian Amazon
Company––, que se había adelantado a la llegada de los británicos, y que
era bien considerado en Iquitos, y por Víctor Macedo, el jefe de sección,
que engrosaba la lista de los carniceros de las secciones caucheras de Ara-
na. El trabajo de Casement era delicadísimo, con límites precisos, con el
riesgo permanente de herir susceptibilidades, o de desatar un incidente
entre Inglaterra y Perú si traspasaba sus funciones, claramente confina-
das al diálogo con los negros de Barbados, que eran súbditos británicos.
Pero nadie podía impedirle escribir, elaborar un informe sobre lo que ve-
ría o escucharía durante ese periplo que duraría dos meses y que inclui-
ría otras secciones caucheras como Occidente, Entre Ríos, Último Reti-
ro, Matanzas y Sur.
Apenas Casement pisó La Chorrera, Víctor Macedo dio señales de
recelo, hasta el punto de querer estar presente en cada momento. Cuan-
do el enviado habló ante un grupo de indios ––un mero encuentro infor-
mal junto a la despensa–– el jefe de sección ordenó a Lawrence, el coci-
nero, que escuchara qué decía. Fue ahí que Casement vio por primera
vez a un muchacho de confianza. Así se llamaba a los jóvenes indios ar-
mados de fusiles que eran una pieza indispensable del engranaje del te-
rror de Julio César Arana. Estos huitotos eran entrenados para perseguir
y dar muerte a cualquier miembro de su comunidad que hubiera escapa-
do, o para ejecutarlo ante una mera orden de un superior.
Casement quería evitar a toda costa las previsibles maniobras de los
peruanos. Si los barbadenses contratados por la Peruvian Amazon Com-
pany hablaban de las atrocidades que habían sido obligados a cometer,
Tizón y Macedo podrían alegar que lo que correspondía era realizar una
investigación en Iquitos. Sería, inevitablemente, un proceso caracteriza-
do por la corrupción, la ausencia de jueces imparciales y la intervención
de una Corte comprada por Julio César Arana. Casement supo desde el

265
comienzo que una vez que los barbadenses se sinceraran con él, debería
sacarlos del Perú. El 23 de setiembre, un día después de haber arribado,
escribió en su diario:

Uno está rodeado, por todas partes, de criminales. El anfitrión en la


cabecera de la mesa [Macedo] es un asesino cobarde, lo mismo que
los muchachos que me esperan con su bagaje de trucos. Permane-
cer en este distrito simulando tener los ojos vendados y aceptando
su palabra ante lo que presenciamos, terminará derrotando nuestro
objetivo, ya que no podremos, más adelante, suministrar evidencia
creíble si tenemos que apostar hombres para que no nos espíen o
escuchen nuestras conversaciones y actuar como si nosotros fuéra-
mos, en realidad, los criminales temerosos de ser descubiertos. Y, a
pesar de todo, si no actuamos de este modo, temo que pronto llega-
remos a un punto muerto, debido a que es obvio que estos hombres,
culpables y malignos y no ignorándolo, no permanecerán sentados
viendo cómo apilamos terribles acusaciones en su contra. En conse-
cuencia, actuarán para protegerse a sí mismos, y esa acción adquiri-
rá una forma precisa, básicamente “acusar” a los barbadenses, o ale-
gar que, ante los graves cargos formulados ante la comisión y ante
mi persona, es imperativo que una corte judicial peruana investigue
esas acusaciones, con lo cual todo terminará diluyéndose.
Los barbadenses serán presionados y aterrorizados para que nieguen
todo ––en realidad, bastará con encerrarlos en una celda en Iqui-
tos––, con lo cual quedaría al descubierto mi incapacidad para pro-
tegerlos, evitando que digan lo que el tribunal quiere escuchar.

A pesar de sus temores, Casement entrevistó en La Chorrera a cinco


negros de Barbados, con el apoyo logístico del fiel Bishop. Algunos no
dijeron nada; otros, como Stanley Sealy y James Chase, revelaron algu-
nos pormenores. Sabían que la vida humana, en el Putumayo, carecía de
valor y que por más que fueran súbditos británicos, cualquier rebeldía po-
día desembocar en algún “accidente” o en ser “comidos por caníbales”,
el habitual pretexto para encubrir el homicidio. Pero a diferencia de los
indefensos indígenas, los barbadenses tenían un cónsul, que había viaja-
do a los confines de esa selva ominosa para escucharlos. El enviado era
el único capaz de sacarlos de ese infierno. Por eso no es de extrañar que
el negro Joshua Dyall, en la mañana del 24 de setiembre, fuera al apo-
sento de Casement a instancias de Bishop, aunque el cónsul tenía pocas
expectativas acerca de las revelaciones que podría hacer. Suponía que

266
Macedo le habría suministrado un oportuno libreto. Casement, ese día,
escribió en su diario:

Uno se mueve aquí dentro de una abierta atmósfera de crimen, de


sospecha, de mentira y de desconfianza, también poblada por repug-
nantes y cobardes asesinatos de indios indefensos. Si alguna vez exis-
tió una raza indefensa en la faz de esta tierra, es la de estos salvajes
desnudos y selváticos, que son apenas niños que han crecido. Sus
mismos brazos muestran la falta de actos sanguinarios que surjan de
sus mentes tímidas y de sus gentiles personalidades.

Joshua Dyall quizá no pudo resistirse a la presencia de su cónsul y a


la de Louis Barnes, miembro de la comisión. Su testimonio no hizo sino
confirmar con creces las sospechas de Casement. El barbadense había
trabajado en la sección cauchera Matanzas, ubicada en el interior de la
selva, sin ningún río que trajera barcos y viajeros, un equivalente a la in-
ner station (sección interior) de Kurtz en El corazón de las tinieblas. Pe-
ro en vez de estar dirigida por un viejo moribundo como en el relato, es-
taba al mando de un joven de veintidós años, con sangre boliviana e
inglesa, que se había recibido de contador en Inglaterra. Armando Nor-
mand fue el peor de los asesinos de las secciones caucheras del Putuma-
yo. Julio César Arana no ignoraba su existencia ni sus métodos. Por algo
a los jefes de esas secciones de las tinieblas les daba el cincuenta por cien-
to del caucho recaudado. En las secciones del interior (otras no menos
célebres fueron Abisinia, Sabana y Santa Julia), posiblemente por la au-
sencia de un río que los conectara con el resto de la humanidad, reina-
ba un sadismo compulsivo, irrefrenable, un constante concurso de ho-
rrores. Dyall fue el primero de la larga lista de quienes revelaron al cónsul
inglés lo que había sido forzado a hacer por Normand. Confesó haber
asesinado a cinco indios con sus propias manos. Dos perecieron fusila-
dos, a otros dos les aplastó los testículos con un garrote, por orden de
Normand y con la colaboración de este, y al último lo azotó hasta morir.
Otra de las especialidades de Normand era colocarle al indio una cade-
na alrededor del cuello y elevarlo a varios metros del suelo, para luego
soltarlo abruptamente: la caída lo dejaba inconsciente y había que rea-
nimarlo abriéndole los brazos de una manera precisa. Un indio someti-
do a este tratamiento se había cortado su propia lengua con los dientes
al caer.

267
Esa misma tarde Dyall firmó la declaración que puntualizaba esos
hechos macabros, refrendada por dos testigos barbadenses, Stanley Le-
wis y el propio Bishop, ante la comisión en pleno y el mismo Tizón, en-
viado por la Peruvian Amazon Company. Para Tizón, fue una situación
embarazosa: debía comprobar el horror y al mismo tiempo salvar el pres-
tigio y las actividades económicas de la compañía. Para peor, Casement
quería ir más adelante: no bastaba que un barbadense revelara los críme-
nes que lo obligaron a cometer; era imperativo confrontarlo con los res-
ponsables de las atrocidades, es decir, los jefes de sección.
Tizón conocía la selva y la personalidad del peruano mejor que el
cónsul. Sabía que un enfrentamiento podría tener consecuencias apoca-
lípticas: los jefes, acorralados, con sus crímenes al descubierto, en regio-
nes remotas y selváticas de dificilísimo acceso, eran capaces de sublevar-
se con las armas que poseían y el apoyo de los muchachos de confianza
y de los indios. El Putumayo, entonces, ardería. Reconoció, sin embargo,
que la esclavitud existía, que no había ni una sola autoridad policial o ju-
dicial en esa zona y que si la Peruvian Amazon Company desaparecía,
terminaría siendo reemplazada por un sistema mucho peor. Debían ser
prudentes, mantener un bajo perfil, evitar situaciones que podrían esca-
parse de las manos; se trataba de ir eliminando gradualmente a los jefes
de sección e imponer un sistema más humano de trabajo. Los argumen-
tos convencieron a Casement, pero exigió que Tizón trascendiera las ins-
trucciones escritas y las buenas intenciones, y que tomara decisiones ine-
quívocas en lo que respecta a los jefes y al sistema de flagelación para
recolectar caucho.
El diario de Casement refleja tanto su desesperación ante lo que se
le revelaba, como su molestia al descubrir que a la comisión el tema no
le quitaba el sueño. Un registro correspondiente al domingo 25 de se-
tiembre, en La Chorrera, habla claramente de sus dudas:

Los Zumaetas, los Dublés [se refiere al cuñado de Julio César Ara-
na y a otro asociado en Iquitos] ––y, peor aún, los Aranas–– debe-
rían ser eliminados, pero, qué vamos a hacer, forman la Compañía,
la compañía local. Los accionistas londinenses y el Directorio son un
mero manto de respetabilidad y la garantía de dinero en efectivo.
Arana y su banda en Iquitos son los verdaderos dueños de la Peru-
vian Amazon Company. Cuando descubra que ya no pueden obte-
nerse más fondos de Londres, entonces la Compañía se irá, pero Ara-
na y su horda de infames rufianes permanecerán aquí ––los Mirandas,

268
Macedos, Agüeros, Fonsecas, Montts, Normands, Argaluses, Flores,
Luis Alcorta–– y todo el abominable resto. ¡Dios los ayude a los in-
dios! Pobre Tizón. Me confió, al atardecer: “Se necesita rezar, se ne-
cesitaría un ángel que descienda para ayudarme. ¿De dónde vendrán
hombres mejores?”

El clima agobiante, la lluvia, los persistentes insectos no parecían ser


un obstáculo para Casement, que anotaba en su diario extensos pasajes
de lo que veía, desde la falta de atención a los indios enfermos, hasta el
desmesurado consumo de alcohol que hacían jefes y empleados. La apa-
tía de los integrantes de la comisión lo sacaba de quicio: permanecían
sentados en sus dormitorios leyendo, o se dedicaban a analizar aspectos
puramente comerciales, haciendo la vista gorda a cada observación ––o,
más bien, denuncia–– del enviado del gobierno británico. Después de seis
días en La Chorrera, la comisión partió a una sección cauchera en el Iga-
raparaná, Occidente, en una lancha de la Compañía, la Veloz, que de eso
sólo tenía el nombre, ya que tardaron casi un día en llegar. Allí los reci-
bió otro émulo de Víctor Macedo, el siniestro Fidel Velarde. Casement
registró los trayectos por la selva en su Green Notebook (Cuaderno de
Apuntes Verde) que, lamentablemente, ha desaparecido sin dejar rastros.
Casement entendió rápidamente cómo funcionaba en términos eco-
nómicos el sistema en las secciones caucheras. Velarde afirmó que en su
sección trabajaban quinientos treinta indios que recolectaban, por tri-
mestre, treinta kilos de caucho por cabeza, en cada uno de los cuatro pe-
ríodos anuales de recolección, denominados fabrico, lo cual llevaba a cin-
cuenta toneladas la producción anual de Occidente. Si la sección tenía
quinientos treinta indios, un aporte de ciento veinte kilos anuales por ca-
beza resulta en 63.600 kilogramos al año. La cantidad real era aún ma-
yor. Casement vio cómo un indio descargaba un lote de caucho que pe-
saba treinta y dos kilos y medio. Cabe preguntarse al bolsillo de quiénes
iba a parar la diferencia de quince toneladas.
El trabajo indígena poco tenía que ver con el de un obrero en una fá-
brica, que cumple horarios, tiene días de descanso, y cobra un salario. En
las secciones caucheras de Arana nadie esperaba que los indios volvie-
ran con su cargamento. Eran “recolectados” por los muchachos de con-
fianza que salían armados, cada quince días, a encontrarlos en la selva y
conducirlos a la correspondiente sección. Hacia allí partían los indíge-
nas, con sus mujeres y niños ––que también eran forzados a recolectar

269
caucho––, a depositar en una balanza su carga. Si no alcanzaban la cifra
requerida, el indio mismo se ponía dócilmente boca abajo para ser azo-
tado, o era introducido en el cepo para la ceremonia de la flagelación.
Con la llegada del caucho los huitotos habían perdido todo sentido de la
dignidad y hasta el instinto de supervivencia. Si el indígena cumplía con
la cuota de caucho esperada, se le daba un “anticipo” para que siguiera
figurando en los libros como deudor, y se lo despachaba inmediatamen-
te a la selva para que recolectara más caucho.
A pesar de que esta actividad ocupaba cada momento de la vida de
los aborígenes, los responsables de la sección los convocaron para que
entretuvieran a los ilustres visitantes con una celebración tradicional.
Fueron llegando, esta vez sin las pesadas cargas de caucho sobre sus es-
paldas, aseguradas con correas sujetas a la cabeza, a manera de vincha.
Las mujeres iban totalmente desnudas, con los cuerpos pintados de rojo
y amarillo. Algunas cargaban a sus hijos pequeños en las espaldas; los
hombres, ostentaban como única vestimenta un fono, una cáscara para
cubrir el órgano masculino. La descripción que hace Casement de los
hombres es penosa: de baja estatura, casi esqueléticos como consecuen-
cia de la pésima alimentación, que se traducía en brazos y piernas lasti-
meros. Para impresionar a los visitantes algunos lucían camisas de frane-
la y pantalones a cuadros, que costarían tres chelines y seis peniques.
Otros exhibían absurdas gorras con un ancla dorada. Pero esta patética
mascarada no ocultaba las terribles cicatrices producidas por los azotes
en la parte superior de las nalgas, que se veían incluso en un niño de diez
años. El 29 de setiembre, Casement escribió:

¡Pobres indios! Todo lo que les gusta, lo que para ellos significa la vi-
da, y hasta el regocijo que podría brindar esta selva poco luminosa a
un pueblo extraviado, no les pertenece, sino que es patrimonio de es-
ta banda de mestizos asesinos. Sus mujeres y sus hijos son los trofeos
deportivos, los juguetes de estos rufianes. Ellos, padres de familia,
son conducidos por truhanes armados para que sus cuerpos desnu-
dos reciban azotes, bajo la mirada aterrorizada de sus mujeres y de
sus hijos. Aquí, ante nuestra vista, los vemos a todos ellos, hombres,
maridos y padres, ostentando en sus nalgas y muslos las marcas in-
delebles del látigo. ¿Quién y por qué es utilizado? Por no traer una
cantidad infame e ilegal de caucho, impuesta por ellos, no por un Go-
bierno, como fue durante el saqueo del Congo, sino por una asocia-
ción de vagabundos, la escoria del Perú y de Colombia, reunidos aquí

270
por Arana y Hermanos, luego transformada en una compañía britá-
nica integrada por embobados caballeros ingleses de cabezas huecas.

Recordó con ironía su encuentro en Iquitos con Lizardo Arana, el re-


milgado hermano de Julio César, que le aseguró que encontraría en el Pu-
tumayo “indios espléndidos” y que el viaje redundaría en un aumento del
capital de la Compañía. De los indios nada podía esperar en materia de
confesiones: ya vivían demasiado aterrorizados para comprometerse con
riesgosas declaraciones. Sólo alguno de los barbadenses era capaz de ha-
blar, posiblemente estimulado por la alentadora presencia de su cónsul.
Eso fue lo que sucedió con Stanley Sealy el 1 de octubre, cuando fue lla-
mado por Casement: pausadamente, dando absoluta veracidad a sus pa-
labras, le relató la expedición de la cual formó parte, en 1908, organiza-
da por Augusto Jiménez, jefe de la sección Último Retiro (la próxima que
visitaría la comisión), que partió de Morelia, una de las estaciones inte-
riores, rumbo al río Caquetá, persiguiendo a indios que habían deserta-
do. La historia fue reconstruida así por Casement.

Durante el primer día de marcha, después de haber dejado Morelia


y estando a un día y medio del Caquetá, aproximadamente a las cin-
co de la tarde atraparon en la senda a una vieja mujer indígena. Ji-
ménez le preguntó dónde estaba el resto de los indios. Sealy afirma
que la india estaba algo asustada. Le dijo a Jiménez que, al día si-
guiente a las once de la mañana, llegaría a la casa donde se habían
refugiado algunos indios. Era una mujer anciana y no podía correr.
Prosiguieron la marcha con ella y la mantuvieron en el campamen-
to hasta las dos de la tarde del día siguiente; Jiménez le preguntó:
“¿Dónde está la casa, dónde están los indios?” La anciana no res-
pondió. No podía hablar y permanecía con la vista fija en el suelo.
Jiménez le dijo:
––Ayer me has dicho mentiras, pero, ahora, tienes que decir la verdad.
La llamó a su mujer ––tenía como esposa a una india, que aún está
junto a él–– y le dijo:
––Tráeme la soga de mi hamaca.
Tomó la soga, se la entregó y, con la misma, le ató las manos a la an-
ciana detrás de la espalda. Había dos árboles próximos ––uno aquí y
el otro allá––. Ordenó a un indio que cortara un poste para colocar
entre los árboles y la arrastró a la indígena atándola al mismo, sin
que sus pies tocaran el suelo. Le dijo a uno de sus muchachos: “Tráe-
me algunas hojas que estén secas”. Puso las mismas debajo de los pies

271
de la india mientras colgaba del árbol, extrajo una caja de fósforos
de su bolsillo y encendió las hojas secas y la anciana empezó a que-
marse. Vio grandes ampollas que se formaron en la piel (Sealy seña-
ló los muslos). “Estaba toda quemada y ella gritaba. Bueno señor,
cuando vi eso dije ¡El Señor tenga piedad! Y corrí para no presen-
ciar más todo eso.”
––¿No regresó?
––Permanecí cerca de donde ella estaba. Pude escuchar hablar a Ji-
ménez. Le dijo a uno de los muchachos “que la aflojaran”, algo que
hicieron, pero no estaba muerta. Estaba tendida en el suelo y toda-
vía emitía lamentos. “Si esta anciana no puede caminar ––dijo Jimé-
nez–– córtele la cabeza. Y el indio hizo eso, cortarle la cabeza.”
––¿Usted lo vio?
––Sí, señor, la dejó allí, en el mismo lugar. Proseguimos nuestra mar-
cha por la selva y, después de cuatro horas de caminata, encontra-
mos a dos mujeres indias. No tenían casa. Habían escapado. Una te-
nía un hijo. Jiménez amenazó con el hacha a la que llevaba al niño.
“¿Adónde se escaparon los indios?”, le preguntó. Ella le respondió
que no sabía dónde estaban. Él le dijo que era una mentirosa.
––¿Se lo dijo Jiménez utilizando el lenguaje indio?
––Le dijo a su mujer que lo hiciera. Su esposa también habla espa-
ñol. Ahora vive con él en Último Retiro. Su mujer le dijo a la india
que mentía. Jiménez tomó al niño y se lo dio a uno de los indios que
recolectaba caucho. “Córtale la cabeza”, le ordenó. Y lo hizo.
––¿Cómo le cortó el indio la cabeza al niño?
––Lo tomó del pelo y le cortó la cabeza con un machete. Era un ni-
ño pequeño que caminaba siguiendo a su madre.
––¿Era un niño o una niña?
––Era un niño. Dejó el cuerpo y la cabeza en ese lugar, en el sende-
ro. Prosiguió su camino llevando a las dos mujeres, pero la madre
lloraba por su hijo. Bueno, señor, nos internamos en la selva y en-
contramos a un indio, bastante fuerte debo decir. Esto sucedió cuan-
do nos acercamos al Caquetá. Jiménez dijo que quería cruzar a la
otra orilla, pero no sabía dónde encontrar un bote o una canoa. Bue-
no, señor, el indio dijo que tampoco sabía dónde encontrarlos. Para
entonces, Jiménez acusó al indio de ser un mentiroso: consiguió una
soga y le ató las manos detrás de la espalda. Repitió lo mismo que
había hecho con la anciana india, atándolo a un poste colocado en-
tre dos árboles, sin que sus pies tocaran el suelo. Después que los
muchachos trajeron hojas secas, extrajo la caja de fósforos, encen-
dió el fuego, y el indio empezó a quemarse profiriendo horribles ala-
ridos, mientras se le formaban grandes ampollas en la piel. Su cabe-

272
za colgaba y había comenzado a gemir. “Bien, si no me dices dónde
puedo encontrar una canoa ––dijo Jiménez–– tendrás que soportar
esto.” El indio no estaba del todo muerto, pero su cabeza colgaba y
Jiménez le ordenó al “capitán” José María, un indio bora, capitán de
los muchachos de Abisinia, que le disparara un tiro. El indio tomó
su carabina y le disparó en el pecho. Bueno, señor, cuando vi correr
sangre huí. Era horrible de contemplar. Dejó al indio colgado de la
soga.
––¿El indio estaba muerto?
––Sí, señor, estaba muerto como consecuencia del disparo, y lo de-
jamos allí, en el mismo lugar. Eso es todo.

El de Stanley Sealy sería el primero de los treinta testimonios de bar-


badenses que presentaría Casement al Foreign Office, a su regreso. Mien-
tras el cónsul tomaba nota de los horrores que había presenciado un súb-
dito británico, la comisión parecía estar haciendo turismo, en vez de una
rigurosa investigación. Los ingenuos caballeros ingleses se sorprendieron
al no ver en las inmediaciones de La Chorrera árboles de caucho ni in-
dios trabajando. Las imaginarias plantaciones, es decir, las estradas con
hileras de árboles, no existían: había que caminar varios kilómetros, in-
ternarse en la selva hasta dar con alguno, ya que no crecían próximos, y
eso debían hacerlo los indios, pésimamente alimentados, sin medicinas,
azotados y torturados. La Peruvian Amazon Company consistía en una
banda de delincuentes armados que aplicaba un sistema cruel, pero efi-
caz en términos económicos. Los jefes de sección y los racionales, que
eran los mestizos no analfabetos, tampoco se exigían mucho en materia
de trabajo: en todas las secciones caucheras que visitó Casement, los en-
contró durmiendo en sus hamacas, intolerablemente abúlicos, bebiendo
alcohol durante todo el día, sin otra ocupación que atormentar a los in-
dios. “Arana, lo tengo claro, es un truhán, el más culpable de los truha-
nes de todo este sindicato del crimen” (Arana, it is clear to me, is a
scoundrel, the most guilty scoundrel of the whole of this syndicate of cri-
me), escribió en su diario el 3 de octubre.
A diferencia de los otros miembros de la comisión, Casement nunca
perdió su espíritu deportivo durante su estadía en el Putumayo. Todos los
días nadaba en el río, o se bañaba en algún arroyo selvático, desdeñan-
do peligros, o caminaba por los estrechos senderos para ejercitar sus pier-
nas. De noche jugaba al whist con algunos miembros de la comisión. El
baño en el río y el juego de cartas eran apenas un descanso de las pre-

273
siones permanentes, los temores, las responsabilidades. Los negros de
Barbados habían confiado en él. Ahora, era responsable de que nada les
sucediera, en una región donde no existían jueces ni policías.
La situación era paradójica. Casement había viajado al Putumayo de-
bido a que una compañía británica había decidido investigar si se come-
tían atrocidades. Hasta las autoridades peruanas refrendaron ese viaje.
Pero en esa selva no había autoridades; si la comisión actuaba por cuen-
ta propia, denunciando el maltrato a los indios, sólo lograría incremen-
tar las atrocidades. La única vía para modificar ese horror era desemba-
razarse progresivamente de los jefes de sección, en el más absoluto de
los silencios, sin que los hechos se hicieran públicos. Para colmo, el cón-
sul llegó a la deplorable conclusión de que, si se trataba bien a los indí-
genas, alimentándolos, dándoles una buena paga, no abusando de sus
mujeres ni estafándolos con los precios que cobraba la despensa y sumi-
nistrándoles medicamentos, la producción de caucho se derrumbaría por
lo menos en un noventa por ciento. Se había llegado a un punto donde
no se sabía quiénes se extinguirían primero, si los indios o los árboles de
caucho.
No es de extrañar que Roger Casement viviera atormentado por ese
escenario donde la impotencia era irremediable. En su diario registró una
pesadilla: un monstruo que adquiría la forma de todos los sanguinarios
jefes de sección ––Flores, Agüero, Velarde, Jiménez–– lo esperaba, pacien-
temente sentado a la puerta de su dormitorio; sus gritos despertaron a
los miembros de la comisión, que se dirigieron a sus aposentos para ver
qué le sucedía. Su angustia no debe de haber tenido límites. En el Con-
go, al menos, había funcionarios belgas, extranjeros que trabajaban en
concesiones otorgadas a empresas extranjeras por Leopoldo II (que se
reservaba siempre una parte sustancial del capital accionario), lo que
contrastaba con el Putumayo, donde absolutamente todo estaba en ma-
nos de una sarta de asesinos que trabajaban para una compañía inglesa.
En su diario también recuerda haberse reído de los artículos de Walter
Hardenburg publicados el año anterior en Truth: los encontró tan absur-
dos, improbables y distorsionados, que le parecieron obra de una mente
delirante. Ahora admitía que, a pesar de algunas falsedades, eran riguro-
samente ciertos. Y Occidente era apenas la primera sección cauchera que
visitaba.
El 6 de octubre partieron a Puerto Peruano, donde pernoctaron, y al
día siguiente prosiguieron en la lancha Veloz hacia Último Retiro, la más

274
septentrional de las secciones caucheras del Igaraparaná. Por primera vez
en su diario describe cómo era un centro de exterminio, a cargo, esta vez,
de Augusto Jiménez: la casa principal se asemejaba a una fortaleza en-
clavada en un barranco, a treinta metros sobre el nivel del río, y tenía for-
ma de barco con la proa apuntando hacia el curso de agua.
No puede sino sorprender lo primero que hicieron la comisión y el
cónsul, ingleses al fin, apenas llegaron: se lanzaron a cazar mariposas, lo
que implica que llevaban redes apropiadas en su equipaje. Casement no
omite detalle en su diario: “Para descargar tensiones, iniciamos una ela-
borada persecución de mariposas en las arenosas orillas del río. Eran cier-
tamente especímenes magníficos y la tierra ardía de alas encendidas, con
alas fulgurantes, negras y amarillas y de extraordinario tamaño, azules y
blancas, y hordas de color anaranjado, ocre y sulfuro. Fox atrapó una es-
pléndida, de color negro, verde y amarillo”.
Fue en Último Retiro cuando Casement supo que, en la planilla de
sueldos, figuraba Aquileo Torres, con un salario de diez libras esterlinas
al mes. La historia de este colombiano, que ahora trabajaba para las hues-
tes peruanas, fue definida por el cónsul como extraída de la ficción me-
dieval; había oído hablar de él en más de una oportunidad y hasta lo ha-
bía visto pasar, en Occidente, por debajo de la veranda, sucio y seguido
por animales domésticos. Luego, Torres se había internado en la selva y
nunca más lo volvió a ver. Su historia es un ejemplo acabado de cómo la
selva, el sadismo, la tortura y el aislamiento pueden transformar a un ser
humano en una bestia sanguinaria.
A fines de 1906 un grupo integrado por once hombres y dos mujeres
colombianos que trabajaban bajo las órdenes de Urbano Gutiérrez, par-
tieron del departamento de Tolima, en Colombia, a bordo de seis canoas
rumbo al río Caquetá. Iban a intercambiar mercancías por caucho que les
suministrarían los pacíficos indios andoques. Durante treinta y seis días
este apacible grupo se deslizó aguas abajo, hasta el Bajo Caquetá. Al de-
sembarcar, todas fueron flores y alabanzas: los indios, a cambio de bara-
tijas, le ofrecieron mandioca y bananas, manjares inapreciables para los
exhaustos viajeros. Construyeron algunos precarios edificios, limpiaron el
terreno para plantar y se aprestaron, como tantos colombianos que vivían
en la selva, a emprender la recolección de caucho, sin violencia, de forma
pacífica, retribuyendo a los indios con objetos que les eran preciados. Po-
cos días después, irrumpieron veinte peruanos armados con fusiles, acom-
pañados por dos negros de Barbados. Esta banda de asesinos, pertene-

275
ciente a la Casa Arana, mató a varios indios que se encontraban reali-
zando tareas lejos del grupo principal. Pero se necesitaba algo más que
veintidós hombres armados para adueñarse del asentamiento. Faltaba un
jefe implacable. A los tres días llegó Armando Normand. Desarmó a los
colombianos, y mató a tiros a todos los indígenas que se encontraban
construyendo el techo de la casa principal, lo cual significó que cayeran
rodando al vacío. A las mujeres de edad, las hicieron subir a las canoas,
las condujeron al medio del río y las ahogaron en las aguas del Caquetá.
Tampoco había que dejar rastro de los niños. Los introdujeron, cabeza
abajo, en los agujeros donde serían instalados los pilares de la casa prin-
cipal, y los comprimieron hasta matarlos.
Después de esta masacre, comenzó el viaje hacia otro infierno que
era la sección cauchera Matanzas, dos días de viaje a través de la espesa
selva. Los prisioneros colombianos ignoraban qué sería de ellos. Entre
los cautivos se encontraba Aquileo Torres. Armando Normand, al día si-
guiente de haber llegado con los colombianos, hizo matar a golpes al ca-
pitán de los andoques, el tuchahua, junto con otros dos indígenas perte-
necientes a esa tribu. Luego, fueron llevados a otras secciones caucheras:
La Sabana y Oriente. En esta última estuvieron hacinados en una míse-
ra choza, con pesadas cadenas en el cuello y en los pies, compartiendo
ese espacio con otros indios que exhibían horrendas heridas, consecuen-
cia de las armas de fuego y de los palos que habían recibido. Éste fue el
comienzo del cautiverio de Aquileo Torres, martirio que duraría dos años,
donde padeció las más abyectas humillaciones, desde ser sistemáticamen-
te escupido, a tener que atravesar la selva encadenado. Fue trasladado a
Atenas, a Abisinia, cayendo en manos de siniestros jefes de sección que
cada vez lo trataban peor.
Un día, la víctima se transformó en victimario: fue liberado de sus ca-
denas y pasó a formar parte de los “grupos de choque” de la Casa Arana.
Acompañó a Augusto Jiménez, jefe de Último Retiro, en una comisión3
que se dirigió hacia ese río y terminó matando y capturando a sus pro-
pios hermanos colombianos. Fue un negro barbadense quien le confió a
Roger Casement que, al regreso de la expedición al Caquetá, Aquileo To-
rres había cometido un crimen impronunciable. Uno de los niños que lo
acompañaba se cansó de tanto esfuerzo abriéndose paso entre la selva,
y quedó rezagado. Torres lo llamó y le dijo que introdujera en la boca el
cañón de su Winchester y soplara. El niño lo hizo, sin la menor sospe-
cha. El colombiano le voló la cabeza de un tiro.

276
Cada día que transcurría, las atrocidades se apilaban, la realidad se
le hacía intolerable, lo mismo que el tener que aceptar que una compa-
ñía británica, integrada por un directorio de ilustres hombres de nego-
cios, estuviera comprometida, aun sin saberlo, en semejantes crímenes.
Sin embargo, defenderla se le transformó en una paradójica obsesión:

Tratar de lograr que este horrible escándalo no tome estado público,


sin siquiera remontarse a 1907 sino ateniéndonos al aquí y al ahora,
es lo único que puede salvar a la compañía. Este salvataje, de por sí,
no nos interesa ni a Tizón ni a mí, pero la supervivencia de la com-
pañía es la mejor garantía que podemos tener en el sentido de lograr
un mejor tratamiento de los indios, o lo que queda de ellos. Si logra-
mos que siga funcionando como una compañía inglesa y no mera-
mente como Arana & Hermanos, registrada en Londres, entonces sí
se podrían llevar a cabo cambios radicales y este lamentable estado
de cosas podría tener un fin menos precipitado. La dificultad consis-
te en evitar que el directorio renuncie en el acto. Hay que suplicar o
compeler a quienes se han beneficiado económicamente con la es-
clavitud de los indios a que lleguen a perder dinero con tal de redi-
mir a los indios que quedan.
¡Y siempre estará Julio Arana! Él es el centro del peligro. Si descu-
bre que no puede seguir engañando a una compañía inglesa, la des-
truirá y pondrá en funcionamiento las atrocidades pasadas y presen-
tes notablemente agudizadas, con el apoyo del gobierno peruano,
para que se extraiga hasta el último kilo de caucho mientras haya un
indio vivo. Dios ayude a estos pobres indefensos, él es el único que
los puede ayudar.

Algunas reacciones de Casement podrían considerarse románticas.


Joseph Conrad no se equivocó al definirlo como un hombre que era pura
emoción. Un día, en Último Retiro, el cónsul se enteró por el barbaden-
se Bishop que un grupo de indios que había llegado a la sección cauche-
ra estaba hambriento y que el sistema de la Peruvian Amazon Company
era alimentarlos con ínfimas raciones y que ellos se procuraran la comi-
da en la selva, algo difícil de lograr, ya que no crecían los alimentos co-
mestibles. Masticaban permanentemente hojas de coca, que les calmaba
el hambre y los hacía tolerar el cansancio. Casement decidió, entonces,
repartir a esos veinte indios famélicos latas de sardinas, de corned-beef,
de lengua de oveja. En su diario, describe el asombro, el placer, las ex-
presiones de agradecimiento de los indígenas, que se habían congregado

277
en la puerta de su dormitorio, como también su propio regocijo por brin-
darles alimento. El episodio ilustra algunos aspectos de la personalidad
de Casement: cierta ingenuidad, un protagonismo mesiánico y hasta un
inequívoco egocentrismo. Se trataba de un gesto fugaz y estéril. Los in-
dios, a pesar de las latas de arenques y sardinas que algunos hasta abrían
con los dientes, seguirían muriéndose de hambre al día siguiente. El en-
viado británico, en cambio, no era ingenuo con relación al sistema que
imperaba y, a diferencia de los miembros de la comisión, registraba pun-
tualmente todo lo que veía u oía.
Pero una tarde, la comisión regresó de una incursión por la selva y sus
expresiones reflejaban estupefacción: habían visto indios que ostentaban
las terribles cicatrices de los latigazos, entre ellos un chico de once años
“cortado en jirones” por el jefe de sección Montt, y un indígena entrado
en años que les había obsequiado el día anterior un mono que había ca-
zado: al ordenarle que se bajara los pantalones de algodón, por los que
pagaba con treinta kilos de caucho, aparecieron las feroces marcas.
El 11 de octubre, se pusieron en marcha rumbo a Entre Ríos, otra
sección cauchera a la cual deberían llegar, en su último tramo, a pie. Las
observaciones de Casement, su ojo penetrante, su espíritu inquisidor,
fueron progresivamente convenciendo a la comisión de lo que verdade-
ramente sucedía en el Putumayo. El escepticismo de Barnes, Bell y Fox
dio paso a una visión mucho más realista del sistema de explotación del
indio. Los mitos creados por Julio César Arana en Londres, a través de
informes presentados al directorio, se fueron derrumbando con el co-
rrer de los días. Es interesante reproducir un pasaje del diario del cón-
sul correspondiente al 11 de octubre, antes de emprender la marcha a
Entre Ríos, demorada algunas horas por las lluvias torrenciales.

A Fox se le ha dicho que el sistema maligno que puede ver funcio-


nando a pleno fue una suerte de crecimiento natural e inevitable ba-
sado en el hecho que los primeros “pobladores” debieron sobrevivir
a los indios a través del terror.
Estos últimos los hubieran asesinado; por lo tanto, poco a poco esta
abominación armada creció como “una cruel necesidad de defensa
propia”. Lo conduje a Fox a mi dormitorio y le leí las declaraciones
de Arana a los accionistas, donde se enfatizan estos conceptos y le
pregunté si lo creía, a lo cual respondió: “No, no es verdad”. Estos
hombres no vinieron aquí como pobladores para “comerciar” con los
indios, sino para apropiarse de ellos. No son los árboles de caucho

278
lo que desean, sino los indios, ya que los árboles no tienen valor sin
ellos. Los indígenas, además de suministrarles caucho, hacen todo lo
que estas criaturas quieren ––alimentarlos, construir instalaciones,
transportar cargas y darles concubinas.
Esto nunca lo hubieran hecho por persuasión y, por consiguiente, los
mataron. Los masacraron y esclavizaron mediante el terror, que es
la base de todo. Lo que vemos hoy en día es una mera secuencia ló-
gica de eventos ––los indios acobardados y sometidos, reducidos en
número, irremediablemente obedientes, sin refugio ni posibilidad de
escape, sin que nada de esto pueda ser revertido.

A Entre Ríos se debía llegar a pie desde Puerto Peruano, lo cual fue
particularmente arduo para Casement no sólo por las dificultades que de-
paraba el camino, sino porque tenía un ojo vendado presumiblemente
como consecuencia de una infección. La senda subía y bajaba con des-
niveles de hasta treinta metros y debían sortear precarios puentes que
atravesaban riachos tributarios del Igaraparaná, mientras los indios trans-
portaban los variados equipajes de la comisión sin quejarse ni recibir pa-
ga alguna. La sección Entre Ríos impresionaba por su enclave: la casa
principal, construida por los indios con la corteza de la palmera frona y
sin utilizar un solo clavo ––estaba ensamblada con lianas––, se erguía en
una planicie deforestada de aproximadamente ciento cincuenta hectá-
reas. En las escaleras estaba el jefe de sección, Andrés O’Donnell, del
cual Casement hace una descripción en su diario: “Es, por lejos, el agen-
te de la Compañía que tiene mejor aspecto de todos los que hemos vis-
to, saludable y de ojos claros”.
En 1911, cuando Casement, que regresaba al Amazonas, hizo un al-
to en Barbados, se encontró a O’Donnell, que estaba por casarse con la
hija de un funcionario británico. A pesar de su evidente simpatía por él,
Casement intentó llevarlo a juicio por los crímenes que había cometido
en el Putumayo, pero sólo logró hacerlo huir a Nueva York. Aunque Ca-
sement no negara la responsabilidad de O’Donnell en crímenes y flage-
laciones, en sus escritos siempre le encuentra un paliativo, un costado
bueno, como si fuera rescatable y poseyera un corazón noble, algo difí-
cil de encontrar en un hombre que hacía siete años que vivía en Entre
Ríos, lejos de toda civilización, rodeado por un harén de indias. El 25 de
octubre, al regresar a Entre Ríos desde Matanzas, Casement escribió en
su diario:

279
A pesar de todo y estando aquí he preferido quedarme con O’Don-
nell en vez de Montt y siento una suerte de sentimiento cordial por
este hombre, como también la creencia de que, bajo otra dirección,
habría sido honesto. En las actuales circunstancias ha hecho un buen
trabajo si lo comparamos a los hombres que lo rodean y su sección
es modelo comparada con estas detestables penitenciarías.

El barbadense Bishop, que se había convertido en asistente y asesor


de Casement en materia amazónica, tenía su propia opinión de O’Don-
nell. Había trabajado con él en Entre Ríos desde fines de 1908 a 1909 y
nunca vio al jefe de sección matar a un aborigen: éste delegaba en los
muchachos ese trabajo, que solía realizarse en plena selva. Otros afirma-
ban que O’Donnell se entretenía disparándoles a los indios desde su ha-
maca. Con respecto a los azotes, O’Donnell era implacable, como todos
sus congéneres: el ganar tres soles por cada arroba (quince kilos) de cau-
cho que le traían, unido al siete por ciento del bruto de la producción, no
lo hacía precisamente clemente. El propio Bishop había sido forzado a
flagelar a quienes no rendían el caucho que les correspondía. Sabía que,
en un trimestre, el jefe había ganado doscientas libras esterlinas gracias
a los indios, una fortuna para un modesto empleado de una sección cau-
chera perdida en las entrañas del Amazonas.
Pero en Entre Ríos, por más que las atrocidades tal vez fueran meno-
res, existían. El cónsul británico se habrá preguntado cómo algún caci-
que indígena no oponía resistencia a semejante genocidio: tenían armas,
conocían la selva y, si aplicaban la estrategia guerrillera de golpear y dis-
persarse, podrían haber despejado zonas ocupadas por los caucheros. Las
rebeliones, aunque en latitudes andinas, no habían sido ajenas al Perú:
baste señalar la de Túpac Amaru, a fines del siglo XVIII. En el Amazo-
nas existió una rebelión poco antes de la llegada de Casement, liderada
por un cacique explotado y humillado en la sección cauchera Matanzas,
dirigida por Armando Normand. Ese rebelde se llamó Katenere y Case-
ment se convirtió en su más devoto admirador. En el Blue Book, editado
por el Foreign Office británico en 1912, el cónsul se refiere a este héroe
selvático.

Quizás el más valiente y el más decidido opositor con que se encon-


traron estos asesinos [se refiere a los jefes de sección], halló la muer-
te apenas unos pocos meses, o incluso semanas, antes de mi llegada
a esta región. Se trata de un cacique bora, o capitán, llamado Kate-

280
nere. Este hombre, joven y fuerte, vivía en el río Pama. Había con-
sentido, supongo que por necesidad, a entregar caucho y, durante un
tiempo, trabajó voluntariamente para Normand, hasta que, debido
al mal trato, él como muchos otros, decidieron huir. Fue capturado
poco después, junto con su mujer y otros miembros de su tribu, y con-
finado al cepo en la sección Abisinia, para ser sometido al proceso
de domesticación. Mientras estaba prisionero, su mujer ––según me
confió un peruano blanco que ocupa un lugar prominente en la Com-
pañía–– había sido públicamente violada en su presencia por uno de
los más altos empleados del sindicato. Katenere, según me dijeron,
logró escapar gracias a una muchacha india que levantó el travesa-
ño superior del cepo, en un momento de distracción de sus carcele-
ros. No sólo escapó, sino que obtuvo rifles Winchester de los mucha-
chos de la sección Abisinia. Con estas armas reunió a un contingente
de su clan, y desató una guerra de guerrillas contra los blancos y to-
dos aquellos indios que los ayudaran a recolectar caucho.

Durante dos años, el rebelde puso en jaque a quienes administraban


el imperio de Julio César Arana. El cacique tenía el instinto del jaguar, la
reacción rápida de la serpiente y podía desaparecer en un abrir y cerrar
de ojos. Una de sus víctimas fue un cuñado de Arana, hermano de Eleo-
nora: Bartolomé Zumaeta, un borracho, sifilítico y violento. Mientras su
hermano Pablo dirigía la oficina de la Peruvian Amazon Company en
Iquitos él había sido relegado a la selva, no en calidad de jefe de sección,
sino como empleado. Ya hemos señalado que Arana, al típico modo de
los caudillos latinoamericanos, había erigido un sistema endogámico en
su empresa. En Entre Ríos, por ejemplo, trabajaba Martín Arana, medio
hermano de Julio, nacido fuera del matrimonio, que ganaba ocho libras
esterlinas al mes realizando tareas domésticas y preparando cócteles pa-
ra los visitantes.
En mayo de 1908, Bartolomé Zumaeta se encontraba en territorio
bora, a orillas de un arroyo, lavando caucho, es decir, depurándolo de al-
gunos agregados, cuando irrumpieron Katenere y sus indios armados. Ka-
tenere le disparó a quemarropa y allí terminó sus días este hombre repug-
nante y sanguinario. La persecución de Katenere se convirtió en un tema
prioritario para los jefes de sección. El cacique cometió un error: atacó
la sección Abisinia, donde había sufrido el escarnio de contemplar cómo
violaban a su mujer. Durante el ataque, fue baleado por uno de los mu-
chachos y murió. Su mujer fue capturada poco después en el río Pama.

281
El 16 de octubre, Casement y la comisión ––salvo Fox, que no tolera-
ba los caminos selváticos y sufría una severa dolencia en una pierna–– se
aprestaron a partir a Matanzas, una de las secciones interiores más tene-
brosas, regenteada por Armando Normand. Había que llegar a pie por la
jungla, entre el acoso de los insectos, el calor y la humedad. En las pági-
nas 41 a 44 del hoy perdido Green Book, Casement describe esa azaro-
sa travesía al corazón del imperio de Arana. Los preparativos se hicieron
en la veranda de la casa principal de Entre Ríos, donde el capitán de los
indios muinanes que oficiaría de guía afirmó que estaban “muy conten-
tos”, como un eco de Andrés O’Donnell, que cada vez que era interroga-
do por la comisión o por Casement con respecto al estado de los indios,
invariablemente respondía, como si se tratara de una letanía, “muy con-
tentos”.
La marcha de ocho horas por la selva fue penosa. En su diario, el cón-
sul cuenta que se desató un diluvio que los empapó y que los indios im-
provisaron paraguas con hojas de palmera para proteger la carga y a sí
mismos. Por último, un claro en la espesa vegetación descubrió el techo
de Matanzas, donde flameaba la bandera peruana. El cónsul, que se ha-
bía adelantado al contingente, se detuvo a contemplar ese centro del ho-
rror, del cual tanto le habían hablado. Prefirió esperar al resto del grupo
a llegar solo y tener que enfrentarse con Armando Normand, por quien
había desarrollado una repugnancia visceral. Los siniestros personajes de
esta sección cauchera no diferían demasiado de los de Último Retiro y,
para colmo, no estaban precisamente de buen humor: recién el día ante-
rior se habían enterado del arribo de la comisión. Habían tenido tiempo
suficiente para liberar a los indios y esconder a los moribundos, pero Ar-
mando Normand aún no había llegado de otra sección, La China, don-
de residía con sus concubinas indias.
A Casement le asignaron al salón del jefe, cuyas paredes estaban cu-
biertas por fotografías del Graphic, una revista de la época, que reprodu-
cían la guerra ruso-japonesa de 1904-1905, las previsibles beldades fran-
cesas extraídas de un diario de ínfima calidad y varias fotografías de
sudamericanos con caras embrutecidas, una de ellas posiblemente del
propio Normand, a quienes Casement, en un arranque racista, comparó
con “los judíos del East End de Londres, de labios grasientos y ojos re-
dondos”. Entre estos vulgares recortes languidecía un diploma de conta-
dor, otorgado a Armando Normand por el Colegio de Contadores de
Londres, en 1904. Ese era el santuario del asesino más renombrado del

282
Amazonas. El encuentro entre estos dos hombres recién se produjo a la
hora de cenar, ya que el cónsul prefería estar con el jefe de sección lo me-
nos posible. La descripción que hace de él expresa claramente sus senti-
mientos. “Respondía a todo lo que uno había leído o pensado acerca de
él: delgado, pequeño, de baja estatura, y creo que con una de las caras
más repulsivas que haya visto. Su expresión era perfectamente diabólica
en lo que concierne a crueldad y a maldad. Sentí que me habían presen-
tado a una serpiente”.
Su condición de investigador, de enviado de un gobierno como el bri-
tánico, unido a su ética inquebrantable y a sus estados emocionales fá-
cilmente alterables, lo ponía en un plano diametralmente opuesto al de
la comisión. Barnes, Bell y Fox ––Gielguld era empleado de la Peruvian
Amazon Company–– podían escapar de esa angustia opresiva estudian-
do y analizando aspectos económicos o botánicos; Casement, en cam-
bio, tenía una misión que lo obligaba a indagar en abismos cada vez más
atroces. Había visto y oído demasiado y es entendible que quisiera aban-
donar Matanzas cuanto antes. Se lo hizo saber a los otros miembros de
la comisión, quienes dijeron comprenderlo cuando afirmó que el solo he-
cho de ver la cara de Normand lo enfermaba.
Casement tenía que cumplir con su misión de entrevistar a los negros
barbadenses y extraer de ellos la verdad, evitando que los jefes de sec-
ción los sobornaran o amedrentaran. El primero fue James Lane, un jo-
ven de veintitrés años de edad que, de inmediato, le solicitó al cónsul que
lo ayudara a regresar a su tierra. Le relató la historia de Kodihinka, un
indio que intentó escaparse con los suyos al Caquetá, a territorio colom-
biano hacía apenas un mes, cuando el cónsul estaba en Iquitos. Arman-
do Normand encabezó la jauría de muchachos y asesinos que cruzaron
la frontera, lo capturaron junto con su mujer e hijos, y lo llevaron con las
muñecas atadas a través de la selva hacia La China. Allí fueron brutal-
mente azotados, y Kodihinka fue introducido en el cepo, junto con otros
cinco indios capturados que exhibían espaldas y muslos sangrantes de
los latigazos recibidos. Allí lo dejaron, durante tres días, hasta que mu-
rió, mientras su piel ––según Lane–– despedía un olor insoportable debi-
do a la descomposición. Su mujer y sus hijos, que estaban en otro cepo
contiguo, tuvieron que presenciar ese fin abominable.
Y es aquí cuando se produce, dentro del horror, una situación casi
cómica. Mientras Lane declaraba ante Casement, interiorizándolo de có-
mo trataba Normand a los indios, el jefe de sección, en una habitación

283
contigua apenas separada por una delgada pared que permitía escuchar
lo que se hablaba, daba su testimonio ante la comisión. El contraste en-
tre ambos testimonios era increíble. Normand afirmaba con aplomo que
hacía tres años que no se azotaba a los indios, y que sólo se los golpea-
ba en las manos con un aparato inofensivo cuando se rebelaban. Qué ha-
brá sentido este psicópata ––que hablaba inglés–– cuando escuchó decir
a Lane, en el ambiente contiguo, que en un mes había visto matar a un
indio a golpes, junto con otros cinco más, acusando a un empleado, Jo-
sé Córdoba, de haber sido el brazo ejecutor.
Para la comisión, el Putumayo se había transformado en una suerte
de papa caliente capaz de incinerar a quien estuviera próximo, donde las
atrocidades se multiplicaban como si se descendiera cada día a las entra-
ñas de un mundo abominable. Juan Tizón, designado por la Peruvian
Amazon Company para que acompañara a los británicos, y de quien Ca-
sement tenía un alto concepto, admitió que la situación lo superaba y se
avergonzó de estar involucrado en un asunto tan repulsivo. Anticipó que
dejaba la empresa y que hasta allí había llegado. El cónsul le señaló que
tenía un deber hacia su país y hacia los indios que no podía abandonar.
Tizón respondió que clausuraría Matanzas y todas las estaciones interio-
res, como Abisinia, Morelia, Sabana y Santa Julia. Lo cierto es que había
una razón económica para hacerlo. Matanzas, por ejemplo, arrojaba pér-
didas y fue calificada por el representante de la compañía como una “lo-
cura financiera”. Este déficit generado por gastos de explotación y por-
centajes, no perjudicaba a Normand, quien había acumulado la nada
despreciable suma de dos mil libras esterlinas a lo largo de los años, mien-
tras que algunos de los negros barbadenses que hacía varios años que tra-
bajaban en el Putumayo tenían deudas de hasta cuarenta libras esterli-
nas con la compañía, algo que enfurecía a Casement.
El cónsul se aprestó a regresar a Entre Ríos, no sin antes someterse a
una prueba para ver qué se sentía al llevar a la espalda una carga del cau-
cho, que podía llegar a pesar hasta cuarenta kilos. Vio a un contingente
de indios llegando a Matanzas con el producto de un fabrico. Era un gru-
po espectral de hombres, mujeres y niños, que habían atravesado la sel-
va sin alimentos, sólo para depositar a los pies de Normand el caucho re-
colectado. El cónsul cargó uno de los bultos ––que el barbadense Chase
le colocó en la espalda–– e intentó caminar: no pudo dar ni tres pasos.
El 21 de octubre inició el regreso a Entre Ríos. Pernoctó en una rús-
tica vivienda de los indios muinane y siguió camino al día siguiente,

284
acompañado por Bishop y Sealy. El trayecto estuvo plagado de imprevis-
tos. Encontró en el camino a un muchacho enfermo y hambriento, que
hacía doce días que había sido despachado por Normand para capturar
a la mujer de uno de sus empleados que había huido de Matanzas. Tra-
tó de alimentarlo y de prodigarle cuidados, lo mismo que a una india to-
talmente desnuda, famélica y desesperada, que exhibía las habituales mar-
cas del látigo, aterrorizada porque Normand la iba a matar. Casement no
pudo contener las lágrimas ante el lastimoso espectáculo y la cuidó a la
noche en la vivienda de los muinanes, escuchando sus permanentes ge-
midos. Al día siguiente, cuando prosiguieron la marcha, se enteró por Bis-
hop y Sealy que todo lo publicado por Walter Hardenburg ––al menos,
en lo esencial–– era rigurosamente cierto.
Armando Normand pronto sería reemplazado en sus funciones en
Matanzas por Juanito Rodríguez, un asesino que no le iba a la zaga en
materia de crueldad. En el mes de abril de ese mismo año, Rodríguez apa-
reció en Sabana, otra de las tenebrosas secciones interiores, dirigida por
José Inocente Fonseca. Cada mañana, al levantarse, se dirigía al cepo a
azotar con el látigo de cuero de tapir a los indios allí atrapados a modo
de ejercicio. También disfrutaba cuando soltaba a los perros hambrien-
tos que se abalanzaban sobre los indios que estaban en el cepo, atacán-
dolos a mordiscos y llevándose para saborear partes de sus cuerpos.
El cónsul registraba en su diario muchos más conceptos de lo que ha-
bría escrito un investigador frío y afectivamente distante, lo cual habla
bien de sus poderes de conceptualización e interpretación. Tomemos, por
ejemplo, el registro correspondiente al 23 de octubre, refiriéndose a las
tribus indígenas.

Los indios no son sólo asesinados, azotados, encadenados como bes-


tias salvajes, cazados como a fieras, sus viviendas incendiadas, sus
mujeres violadas, sus hijos arrancados del seno familiar para ser so-
metidos a la esclavitud y a los ultrajes, sino que también son comer-
cialmente vergonzosamente estafados. Estas palabras pueden sonar
fuertes, pero no lo suficientemente fuertes. Las condiciones aquí son
las más desgraciadas, ilegales e inhumanas que existen en el mundo
actual. Excede de por lejos el sistema depravado y desmoralizante
que prevalecía en el Congo en sus peores momentos. El único rasgo
atenuante que encuentro en este sistema comparado al de Leopoldo
II es que, mientras la tiranía legalizada de este monarca afectó a va-
rios millones de personas e hizo estragos en el corazón de un conti-

285
nente, esta tiranía sin leyes, en cambio, afecta sólo a miles. Es cierto
que prevalecen, en la montaña peruana4 y en regiones caucheras de
Bolivia, condiciones de vida malignas, como lo describe el barón Von
Nordenskjöld5 (y otros escritores), pero la suma de seres humanos
que la padecen es menor a la de algunas tribus africanas. La pobla-
ción total de las selvas caucheras del Perú y de Bolivia no supera las
doscientas cincuenta mil personas.
La región del Putumayo, que sin duda está sufriendo la peor de las
tiranías, posee, según Arana, cuarenta mil indios, pero Tizón alega
que sólo hay catorce mil, y personalmente creo que el número es me-
nor. A pesar de esto, este cuarto de millón de indios y estos catorce
mil esclavos del Putumayo pesan sobre la conciencia de los seres ci-
vilizados. La esclavitud que padecen es abominable, atroz. Es apa-
bullante pensar en el sufrimiento que la denominada civilización es-
pañola y portuguesa ha desenfrenadamente infligido a este pueblo.
Y digo desenfrenada porque no había razones de necesidad ––como,
por ejemplo, en el caso de los indios norteamericanos––, para ser im-
puestas por quienes los esclavizaban y exterminaban. Las condicio-
nes (en los Estados Unidos) son o fueron totalmente distintas.
La inevitable desaparición del indio norteamericano como conse-
cuencia de una corriente imparable de colonos que terminaron sien-
do propietarios de la tierra, trabajándola, fundando familias, grandes
ciudades y personas poderosas, difirió de la mera invasión esclavi-
zante de los explotadores latinos que no vinieron a trabajar la tierra,
a poseerla y crear un pueblo altamente civilizado, sino a transformar-
se individualmente en ricos gracias al trabajo forzado de los indios a
quienes capturaban. Lo han hecho durante siglos y la población in-
dígena disminuye progresivamente, convertida en siervos perpetuos
y hereditarios. Como me dijo Tizón: “Perú tiene muchos habitantes,
pero pocos ciudadanos”.

En Entre Ríos, el cónsul volvió a encontrarse con Andrés O’Donnell.


En su diario, describe una conversación que tuvieron, en presencia de
Fox, donde O’Donnell se comportó de una forma absolutamente civili-
zada y llegó a decir que lamentaba el sistema que prevalecía en el Putu-
mayo. El enviado británico insistió en que el verdadero criminal era el
gobierno del Perú, que le permitió a don Julio instrumentar su perverso
sistema. Tanto Arana como la administración del Departamento de Lo-
reto eran criminales de marca mayor. Paralelamente a esta infernal in-
vestigación, Casement debió enfrentar otros males: al día siguiente de su
llegada a Entre Ríos, despertó con los pies hinchados, como consecuen-

286
cia del atroz camino selvático que debió recorrer, que terminó por per-
forar las suelas de sus zapatos. También padeció la invasión de las niguas,
que depositan sus larvas debajo de la piel, en su caso concreto, en el ta-
lón, la noche en que durmió en la vivienda de los indios muinanes, pa-
tología que ya había sufrido en el Congo, donde ese insecto llegó en 1868.
Lo que Casement no imaginó es que un huésped indeseado llegaría
a Entre Ríos. Armando Normand se presentó impecablemente vestido y
aseado a tomar el té, ceremonia que, como se puede apreciar, no era omi-
tida por los ingleses ni aun en plena selva. Lo que lo había llevado allí
era el miedo. A diferencia de otros jefes de sección, que no conocían si-
no los oscuros ríos amazónicos, había estudiado en Inglaterra y conocía
a la perfección cuál era el castigo, en ese país, para los asesinos. Sus bur-
dos pretextos hicieron sonreír a Casement.
––A muchas personas no les gustamos ––dijo Normand–– y no que-
rría que un caballero de su rango partiera sin corregir informaciones que
no son verdaderas. Existen malas personas que mienten sobre nosotros.
Aseguró que siempre alimentaba a los indios y que les llevaba medi-
camentos cuando estaban enfermos. Cuando Fox lo interrogó acerca de
las horribles cicatrices que exhibían los indígenas en sus muslos y nalgas,
Normand las atribuyó a luchas tribales. En su diario, el cónsul registró el
encuentro.

Normand permaneció toda la noche y su expresión cruel terminó al-


terando toda nuestra ecuanimidad. Es una cara perfectamente atroz
––pero, sin duda, el bruto tiene coraje, un coraje horroroso y temi-
ble, perseverancia y, a la vez, una mente astuta––. Es el más hábil de
todos los truhanes que hemos conocido y me atrevería a afirmar que
es el más peligroso. El resto estaba compuesto, fundamentalmente,
por maníacos asesinos, o por hombres rudos, crueles e ignorantes co-
mo Jiménez ––mitad sirviente, cholo mal educado. Este, en cambio,
es un hombre educado que ha vivido mucho tiempo en Londres, co-
noce el significado de sus crímenes y a lo que equivalen en el mun-
do civilizado. Probablemente, desee alguna vez volver a Inglaterra y
teme, acaso, que las cosas le salgan mal allí o, incluso, teme que yo
pueda presentar un informe ante el Prefecto, en Iquitos.

A diferencia de los miembros de la comisión, que aún no parecían


aprehender los alcances de lo que presenciaban, Casement tenía justifi-
cados temores. Era posible que los barbadenses, una vez que llegaran a

287
Iquitos, fueran arrojados a un calabozo. Esto ya había ocurrido con tres
de ellos. Cyril Atkins había sido enviado a Iquitos por Normand para
que terminara muriéndose en un calabozo; E. Chrichlow debió padecer
quince meses de encierro en una celda de la misma ciudad, sólo porque
Miguel de los Santos Loayza, jefe de El Encanto en el Caraparaná, lo
había acusado a través de una carta; Braithwaite había sido encarcela-
do por orden de un capitán de la flota de barcos de don Julio, y ni si-
quiera el cónsul británico David Cazes pudo lograr su liberación. Tizón
siempre repetía: “En el Perú, hay muchas leyes pero poca justicia”. Ca-
sement decidió que los barbadenses que quisieran partir con él desem-
barcarían en algún puerto brasileño del Amazonas, para ser después tras-
ladados a Manaos o Pará. La selva hermética y riesgosa era mucho
menos peligrosa que la Casa Arana, que compraba a los jueces, lo cual
significaba que las órdenes de arresto eran moneda corriente para eli-
minar testigos molestos.
Antes de volver a Iquitos, el cónsul regresó a La Chorrera. Había
completado un periplo que duró poco más de dos meses, tiempo sufi-
ciente para tener un panorama desoladoramente claro de lo que ocurría
con los indígenas. Fue en esa sección cauchera donde dio su testimonio
el barbadense Augustus Walcott, infamemente tratado por Armando
Normand cuando llegó a Matanzas, en 1904. Había sido colgado de los
brazos, atados a la espalda, y ferozmente golpeado con machetes. Los
golpes lo dejaron inconsciente, estuvo enfermo una considerable canti-
dad de tiempo y fue llevado a La Chorrera en una hamaca. A lo largo
de esos dos meses, Casement había recogido el testimonio de varios ne-
gros de Barbados, donde se repetían las mismas torturas y vejaciones.
Pero Walcott brindó otra clase de información, relacionada con lo que
había presenciado en la sección Santa Catalina, cuyo jefe era Aurelio
Rodríguez.

Casement: ¿Usted afirma que vio cómo quemaban vivos a los indios?
Walcott: Vivos.
Casement: ¿Qué quiere decir? Por favor, descríbalo.
Walcott: Vi quemar vivo sólo a un indio.
Casement: Bueno, cuénteme de ese caso.
Walcott: No había recolectado caucho. Se escapó y mató a un “mu-
chacho”. Le cortaron los dos brazos y las piernas a la altura de la ro-
dilla y quemaron su cuerpo.
Casement: ¿Y todavía estaba vivo?

288
Walcott: Sí, aún estaba con vida.
Casement: ¿Ataron el cuerpo y lo quemaron?
Walcott: No lo ataron, sino que lo arrastraron, colocaron bastante
leña, la encendieron y arrojaron al hombre al fuego.
Casement: ¿Está seguro de que todavía estaba vivo y no muerto
cuando lo arrojaron al fuego?
Walcott: Sí, estaba con vida y de eso estoy seguro. Lo vi moverse,
abrir los ojos y gritar.

La lista de horrores parecía no terminar nunca. En la sección Abi-


sinia, cuyo jefe era Abelardo Agüero, un indio fue destazado como un
animal y sus piernas fueron ofrecidas para ser comidas. En la sección
Sur, una india entrada en años instó a los indios a que no recolectaran
más caucho, que dejaran de ser esclavos. Se la decapitó con un mache-
te y el administrador Carlos Miranda ––un hombre blanco y algo obe-
so que le fue presentado a Casement en La Chorrera por Víctor Mace-
do–– exhibió su cabeza, tomándola del pelo, a modo de advertencia
para los demás.
El barbadense Joshua Dyall fue confinado a Último Retiro, acusado
de seducir a la concubina del jefe de sección. Después de haber sido bru-
talmente golpeado, lo quisieron encepar. Pero los agujeros donde se co-
locaban las piernas habían sido hechos para las delgadas pantorrillas y
tobillos de los indios. Varios hombres se subieron al artefacto para pre-
sionarlo hasta que se cerró. Dyall quedó, desde entonces, con enormes
dificultades para caminar.
Roger Casement no era sólo un eficaz investigador, sino un hombre
dotado de un agudo poder de conceptualización. Los horrores del Putu-
mayo, la cultura indígena, tenían un profundo significado que trató de
descifrar. Es interesante reproducir sus impresiones sobre el canibalismo
y la condena a que estaba sometido el indio sudamericano, registrados
en su diario el 25 de octubre.

No existe, hasta donde yo sepa, un acto específico de crueldad o de


tortura que pueda imputársele a estos indios, incluso por los propios
hombres que los han tratado con tanta crueldad durante tanto tiem-
po, y que merecerían ser torturados. Cuando los indios han matado
a estos denominados hombres blancos, lo han hecho de forma rápi-
da y hay que pensar en el significado que este acto tuvo para ellos
––rescatar a su mujer y a sus hijos, de todo aquello que, para ellos,

289
era lo más preciado. Los muchachos han sido embrutecidos e ins-
truidos para decapitar, disparar, azotar y ultrajar. Son apenas otra
instancia de la desesperanzada obediencia de este pueblo. Lo que el
hombre blanco ordena, lo ejecutan sin reparos. Las armas que utili-
zan los indígenas son la mejor muestra de su falta de espíritu sangui-
nario y de sus mentes y costumbres. Me refiero a los espolones casi
infantiles y a la cerbatana ––silenciosa, paralizante, sin derrame de
sangre. Estas armas contrastan con el hacha de guerra, la lanza de
dos metros de largo con una hoja de dieciocho pulgadas, o los cuchi-
llos utilizados para la decapitación de las tribus del interior de Áfri-
ca. Estos robustos salvajes africanos se regocijan cuando corre la san-
gre, del mismo modo que el heroico zulú se exaltaba ante la mera
visión del color rojo, en el cual se bañaba. Estos indios de hablar sua-
ve, de mirada dulce y bocas bien formadas nunca han masacrado, si-
no que han matado. Incluso en sus fiestas caníbales, según lo relata-
ron Robuchon, en 1906, y el teniente Maw, en 1827, no fueron orgías
en materia de derrame de sangre y se aplicó la mínima crueldad a la
víctima para llevar a cabo la ceremonia. Aun más, estas fiestas para
nada semejaban ser un banquete, y dudo que la matanza y la masti-
cación de un enemigo, como lo describe Robuchon, tengan algo que
ver con la alimentación del cuerpo. Más bien se asemeja a la alimen-
tación del espíritu; del corazón con su corazón; de su alma con su
alma.
El vómito inducido, que era la consecuencia de esta ingesta, apoya
mi teoría en el sentido de que no mataban para comer, sino para so-
brevivir. Así ha sido en todos los ataques contra colombianos, perua-
nos y brasileños. Sometidos a actos abominables más allá de lo que
un ser humano puede tolerar, han buscado liberarse, junto con sus
mujeres e hijos que son cazados como animales, de este maligno ul-
traje.
La tragedia del indio sudamericano es, para mí, la peor que existe en
el mundo actual y, sin duda, ha sido la mayor denigración hacia el
ser humano en los últimos cuatrocientos años de historia. No ha exis-
tido una pausa desde que Pizarro desembarcó en Tumbes, ni un so-
lo rayo de luz. Todo ha constituido una opresión estable, persisten-
te, acompañada por crímenes sangrientos. Una raza que alguna vez
estuvo compuesta por millones de seres humanos, que practicaba nu-
merosas artes, adaptándose a una civilización gentil impuesta más
por los preceptos y los consejos que por la fuerza de las armas y por
la conquista, ha sido reducida a la categoría de miserables sirvientes
andinos ––los cholos del Perú, una raza “sin derechos”. Aquí, en es-
ta selva primitiva estamos nuevamente con Pizarro, sin la influencia

290
salvadora de los sacerdotes. Toda moderación, incluso la de una igle-
sia medieval e inquisitiva, ha sido suprimida.
Sólo el conquistador sanguinario que no busca oro sino caucho y no
tanto caucho como indios ––estos son los verdaderos trofeos––, sin
alma, sin un Dios, sin ideal alguno de decencia o de respeto a sí mis-
mo es lo que ha quedado. Ni siquiera un hombre blanco como Her-
nán Cortés o Pizarro, sino en ocho de cada diez casos, un mestizo,
un mulato, o algún ejemplar parecido perteneciente a un tipo huma-
no despreciable. Nunca he visto ejemplares semejantes, incluso en el
Congo, como existen en el Amazonas. El belga de más baja estofa es
un caballero comparado con los que abundan aquí. Son personas que
pertenecen a otro mundo. Y el indio, por más que lo flagelen, ultra-
jen y degraden, pertenece a nuestro mundo. Es un hombre de mucha
más calidad. Estos patrones y amos, los que indiscutiblemente dan
la vida (todos tienen harenes integrados por mujeres y muchachas
arrebatadas al indio), o la quitan, son todos asesinos ––infinitamen-
te inferiores a aquellos a quienes cazan con látigos y tizones en la sel-
va primigenia. El indio enjaulado y encadenado entrega su alma a
Dios. Esperemos que los conquistadores terminen en un abismo sin
fondo. Son, sin duda, las peores personas de este mundo y estamos
ante un crimen de enorme magnitud. Toda la situación es desespe-
ranzada, diabólica y absolutamente condenable.

El 16 de noviembre, Roger Casement zarpó finalmente de La Cho-


rrera en el Liberal, rumbo a Iquitos, custodiando a dieciocho barbaden-
ses que decidieron irse de allí, cuatro esposas indias de los negros y los
hijos de John Brown, Allan Davis, James Mapp y Joshua Dyall. En su dia-
rio, ese día, agradece a Dios el alejarse de ese centro del horror que era
el Putumayo. “Nos deslizamos por las aguas quietas entre el banco de
arena y la costa, con la proa apuntando hacia la corriente y, en un ins-
tante, todo pareció desaparecer. Lo último que vi fue la gran catarata [se
refiere a La Chorrera] volcando torrentes de agua en la pileta superior.
Fue la última visión de la escena de semejante tragedia como no existe,
creo, en ningún otro lugar del mundo. Eran exactamente las nueve y cua-
renta y cinco de la mañana cuando dejamos La Chorrera”.
A medida que el vapor descendía por el río Putumayo y ponía distan-
cia con el imperio de Julio César Arana, el ánimo del investigador cambió.
Gran parte de su misión estaba cumplida: había rescatado a los barbaden-
ses y escribiría un informe que, sin saberlo, terminaría estremeciendo al
mundo. Por primera vez describe el paisaje, cómo la luna llena surgía en

291
medio de la selva, y hasta un eclipse de luna que, según el almanaque del
capitán del barco, Reigada, era total. A las dos y media de la mañana del
día siguiente a su partida, se despertó y contempló la selva con otros ojos:
un mundo de belleza, poblado de palmeras que se recortaban sobre un cie-
lo de un azul nunca antes visto. Este inesperado éxtasis no le impidió ver
la situación en la que se encontraban los barbadenses, que ignoraban que
el cónsul, por razones de seguridad, quería que desembarcaran en territo-
rio brasileño. “Debo triunfar ––y no fracasar–– y, para lograrlo, no debo
correr riesgos”, registró en su diario. Ese éxito se produjo después de que
el Liberal cruzó la frontera brasileña y recaló en varios puertos, pero fue
Esperanza, en el río Yavarí, el que eligió para el desembarco: salvo Bishop,
Brown con su mujer y dos hijos, Lawrence y un adolescente, y un niño
huitoto que adoptó Casement ––Arédomi y Omarino–– que prefirieron
proseguir hasta Iquitos, el resto permaneció en Esperanza hasta que lle-
gara el vapor que los conduciría a Manaos.
Casement detestaba Iquitos, su insoportable humedad, los mosqui-
tos, las calles sucias, aunque no así a los jóvenes, con quienes, según re-
gistran las páginas de su “diario negro”, los encuentros se multiplicaron.
Se alojó en la casa del cónsul David Cazes y su mujer ––matrimonio
que le resultaba insoportable–– y se aprestó a entrevistarse con el prefec-
to del Departamento de Loreto, Francisco Alayza y Paz Soldán, acom-
pañado por su anfitrión, que serviría de intérprete, ya que el español del
enviado británico era rudimentario. El encuentro duró una hora y me-
dia. Casement expuso pormenorizadamente lo que sucedía en el Putu-
mayo, enfatizando los crímenes de Normand, Agüero, Fonseca, Montt y
Jiménez. El prefecto estaba consternado, no porque desconociera lo que
sucedía en los ríos de Julio César Arana ––lo sabía toda la ciudad–– sino
porque tenía frente a sí a un funcionario británico, enviado por el Foreign
Office. Si se publicaban sus investigaciones, sobrevendrían enormes pro-
blemas. Intentó tranquilizarlo anticipándole que el doctor Cavero, de
Iquitos, ahora era el primer ministro del Perú, y que se había creado una
comisión presidida por el juez Carlos A. Valcárcel que se encontraba en
Iquitos próxima a viajar al Putumayo. La misma estaba integrada por un
funcionario policial, un médico y tropas, todos a bordo de un vapor gu-
bernamental. La Peruvian Amazon Company no tenía injerencia alguna
en el emprendimiento. El prefecto dijo que enviaría de inmediato un te-
legrama a Lima para confirmar que se habían entrevistado y que los crí-
menes denunciados eran verídicos.

292
Alayza y Paz Soldán pretendía dar credibilidad a una comisión que
estaba condenada de antemano al fracaso: Pablo Zumaeta viajaría al Pu-
tumayo antes de que llegara el juez Valcárcel para alertar a los jefes de
sección de las estaciones caucheras, dándoles tiempo para que montaran
la imprescindible escenografía. El prefecto, sin embargo, temía un escán-
dalo internacional que dejara mal parado al gobierno del Perú y no dudó
en expresárselo al cónsul. Le rogó una y otra vez que se evitara la publi-
cidad. A ojos del mundo, las autoridades de Lima parecerían ser tan cul-
pables como la Peruvian Amazon Company, empresa que había demos-
trado tener una “negligencia criminal” en todo este asunto. La mera
existencia de un informe era aterradora. Un report de Casement al Foreign
Office con detalles acerca de lo que sufrían los indios significaría la publi-
cación del mismo y conduciría a interpelaciones en el Parlamento britá-
nico. El prestigio del Perú quedaría por el suelo. ¿Existía la posibilidad de
que los testimonios de los barbadenses se omitieran en el informe?
Casement no había viajado al fin del mundo para terminar compla-
ciendo a un funcionario peruano. Tampoco su documento sobre los ho-
rrores en el Congo había agradado a las autoridades belgas. Fue tajante:
escribiría un informe completo sobre el maltrato a los indios y las maca-
bras reglas de explotación del caucho e incluiría en el mismo el testimo-
nio de los barbadenses. A lo único que se comprometía era a no hacer
públicas sus investigaciones y persuadir al Foreign Office, en beneficio
del Perú, a que las mantuviera en reserva. Aunque para las autoridades
de la compañía sería penoso interiorizarse de lo que sucedía en el Putu-
mayo, no dejaría de cumplir con su deber. Ese 26 de noviembre escribió
en su diario:

Debo registrar con absoluta fidelidad todos los hechos que me trans-
mitieron los súbditos británicos, lo cual implica que mi informe ne-
cesariamente expondrá graves cargos contra ciudadanos peruanos,
del mismo modo que quedarán implicados ciudadanos de esa nacio-
nalidad. Esta información, no obstante, será confidencial, con la au-
torización del Foreign Office, y tengo motivos y esperanzas para su-
poner que el gobierno de Su Majestad lo mantendrá en estricta
reserva. Agregué que, posiblemente, el gobierno peruano desearía te-
ner una copia de este informe confidencial y la evidencia sobre la
cual me basé para realizarlo, con lo cual el gobierno de Su Majestad
podría, en términos amistosos y de colaboración, poner una copia a
su disposición. El objetivo del gobierno británico no era herir o en-

293
frentar de modo alguno a un país amistoso, y podía garantizarle que
no se trataba de una campaña publicitaria contra el Perú. Había, sin
embargo, un riesgo. Si la comisión nombrada por el gobierno de Li-
ma que viajaría al Putumayo fracasara por cualquier motivo, ya sea
por falta de evidencias o por la imposibilidad de obtener testimonios,
otros sectores a los cuales no pertenezco podrían hacer declaracio-
nes públicas. Existían otras personas que conocían los hechos.

Casement era un diplomático de primera, con experiencia en países


políticamente complicados. Mostraba la espada, pero también la rama de
olivo. Dejó la puerta abierta a una futura negociación, sin perder jamás
de vista el objetivo de beneficiar a los indios amazónicos. Pero también
era un romántico incorregible. No se encontraba en el despacho de un
alto funcionario en Berlín o en París, sino en Iquitos, Perú, donde los ten-
táculos de Julio César Arana alcanzaban a prefectos, jueces, ministros y
hasta al propio presidente de la nación, Augusto Leguía. Arana era un
hombre despiadado y jamás daría el brazo a torcer, así la compañía se di-
solviera. Después de todo, ¿qué país, qué gobierno estaban en condicio-
nes de disputarle el inmenso territorio comprendido entre los ríos Putu-
mayo y Caquetá, donde únicamente regía su ley?
Roger Casement también era desconfiado. Temía que ante la magni-
tud y la crueldad del genocidio que se llevaba a cabo en el Amazonas, el
Foreign Office, para evitar fricciones y hasta una eventual ruptura de re-
laciones diplomáticas con el Perú, pasara por alto su informe. En ese país
había intereses británicos ––desde líneas férreas hasta latifundios dedi-
cados a la producción de materias primas–– por valor de varios millones
de libras esterlinas. Un paso en falso por parte del gobierno británico po-
dría poner en riesgo invalorables negocios y, en este sentido, los ingleses
tenían un innato sentido de la prudencia. Acaso por este motivo, antes
de partir de Iquitos el cónsul envió una carta al reverendo John Harris,
de la Anti-Slavery and Aborigines Society, donde le anticipaba el conte-
nido de su informe. Ello le valió un telegrama cifrado del Foreign Office,
recibido en Iquitos y enviado desde Pará, donde se le señalaba que “de-
bería ser sumamente cuidadoso al escribir sus impresiones sobre el Pu-
tumayo a personas en Inglaterra, ya que él reportaba directamente al Se-
cretario de Estado”. Una minuta que recibió Mr. Mallet, del Foreign
Office, del propio Secretario de Estado, el 20 de octubre, decía: “El se-
ñor Langley me informa que durante una entrevista que mantuvo hace

294
uno o dos días con el señor Harris, Secretario de la Anti-Slavery Society,
este último le informó que había estado recibiendo cartas del señor Ca-
sement narrando historias de atrocidades que había podido observar en
el transcurso de sus investigaciones con la comisión Investigadora de la
Peruvian Amazon Company. Es poco afortunado que el señor Casement,
que ha sido enviado por el Secretario de Estado para que le informe per-
sonalmente, al mismo tiempo suministre información a la mencionada
Sociedad, y creo que es conveniente tomar las medidas necesarias para
poner punto final a esta transmisión de información, aunque temo que
ya es un poco tarde para realizarlo”. En su diario, Casement tuvo la fran-
queza de admitir su error.

Paralelamente a estas acrobacias diplomáticas, registraba puntualmen-


te en su Black Diary otras impresiones que nada tenían que ver con el Pu-
tumayo, sino con los jóvenes iquiteños. Llama la atención la división casi
esquizofrénica que existía entre la investigación que había llevado a cabo,
las responsabilidades que implicaban, y el absoluto desprejuicio y la com-
pulsiva obsesión por pormenorizar detalles de sus actividades recreativas.

24 de noviembre, jueves. Hoy llegaremos a Iquitos. Una mañana muy


lluviosa. Limpieza de bronces. El camarero cholo los limpió, junto con
los del capitán. La mostró otra vez, grande y dura y se rió. Sonrió amo-
rosamente… Dormí mejor anoche, pero temo padecer un ataque de
gastritis similar al de Pará… El camarero expuso sus enormes atribu-
ciones después de cenar, dura y bajándole por el muslo izquierdo.

Este es apenas uno de los varios registros, que incluyeron algunos bre-
ves encuentros sexuales con un joven indio en la esquina de la calle C.
Hernández entre las tres y las cuatro de la mañana. También tomó nu-
merosas fotografías de jóvenes cholos e indígenas, asistió a la proyección
de una película en el cine Alhambra y no tuvo empacho en expresar en
su diario secreto algunas opiniones y estados de ánimo.

30 de noviembre, miércoles. Caminé por la plaza con el matrimonio


Cazes (cónsul británico en Iquitos). ¡Una cena atroz! Jugamos al
dummy bridge ––un grupo muy estúpido. ¡Estoy harto de los Cazes!
Y de Iquitos…

295
Presumiblemente el hartazgo que le producían David Cazes y su mu-
jer se debía en buena parte a la falta de libertad, en lo que a aventuras se-
xuales se refiere, que le significaba ser su huésped. Cuando regresó a Iqui-
tos al año siguiente, prefirió alojarse en un hotel discreto.
Pero su vida secreta jamás interfirió con su trabajo, que continuó lle-
vando a cabo hasta el último día. No ignoraba que en el Perú, muchas
veces, las autoridades gubernamentales o judiciales actuaban más presio-
nadas por denuncias que por un recto sentido de la justicia. Ello se apli-
caba a la comisión judicial, encabezada por el juez Carlos A. Valcárcel y
enviada al Putumayo en una lancha de guerra. La comisión de Valcárcel
no se había formado a raíz de las denuncias efectuadas por el Agente Fis-
cal de Loreto, o de las publicadas por Benjamín Saldaña Roca en La San-
ción, sino a consecuencia de una carta firmada por el señor Enrique Des-
champs, miembro de la Sociedad Libre de Estudios Americanistas,
fechada en Barcelona el 16 de junio de 1910, y publicada en el diario El
Comercio, de Lima, el 7 de agosto. La carta de Deschamps era una de-
nuncia descarnada de las atrocidades cometidas por la británica Peru-
vian Amazon Company en el Putumayo, e hizo reaccionar de forma in-
mediata al Fiscal de la Corte Suprema de Justicia peruana, doctor Cavero.
Al respecto, es ilustrativo un pasaje de El proceso del Putumayo, sus crí-
menes inauditos (1915) del propio juez Valcárcel.

El señor Fiscal de la Excma. Corte Suprema del Perú que siente ho-
rror ante las descripciones hechas por Deschamps, ¿qué expresiones
hubiese tenido respecto de los crímenes del Putumayo si en lugar de
haber leído la carta de Deschamps, se hubiese impuesto de los deta-
lles minuciosos sobre esos crímenes dados por Saldaña Roca y por
el Agente Fiscal de Loreto a la justicia peruana?
¿Qué hubiera dicho el doctor Cavero si hubiese sabido que por vo-
luntad de la Corte de Iquitos, el juicio incoado desde 1907 no sólo
por los delitos referidos por Deschamps, sino por miles de delitos
más, muchísimos de ellos más graves que los narrados por este, es-
tuvo paralizado por cuatro años? ¿El señor Fiscal no hubiese senti-
do también horror por aquella Corte de Justicia?
Pero ¿ignoraban el doctor Cavero y los otros señores Fiscales de la
Excma. Corte Suprema del Perú que, desde el año 1907, se inició jui-
cio ante uno de los juzgados de Iquitos por los crímenes del Putuma-
yo, a pesar de que, como hemos visto, el diario La Prensa (de Lima),
en los años 1907 y 1908 dio detalles al respecto?

296
No quiero ni aun suponer que miembros del más alto Tribunal del
Perú sabían que en 1907 y en 1908 se había incoado ese juicio; y que
por negligencia no pidieron que se ordenara a la Corte de Iquitos que
se prosiguiese.
¡Si el Tribunal Supremo del Perú hubiese tomado en 1907 y en 1908
la actitud que tomó en 1910, por lo menos diez mil indios del Putu-
mayo se hubiesen salvado de los asesinatos perpetrados desde 1907
hasta 1910 en la región bañada por dicho río y ese Tribunal merece-
ría el aplauso del pueblo peruano y de la Humanidad!

Pocos días antes de partir de Iquitos, rumbo a Europa, Casement vol-


vió a tener una conversación con el único hombre que consideró serio,
bien informado y honesto en sus declaraciones: monsieur Vatan, un fran-
cés que había vivido catorce años en esa ciudad, donde ejerció las fun-
ciones de cónsul de su país. Antes de que Casement partiera al Putuma-
yo, Vatan le advirtió acerca del sistema de explotación del caucho, que
incluía la infame esclavitud del indio. Ahora que había regresado sólo
podía agradecerle a Vatan su sinceridad. Este, conocedor de las costum-
bres de la región y de la psicología de los latinoamericanos, le anticipó
––correctamente–– que nada se haría, que toda investigación sería ape-
nas una cortina de humo que desembocaría irremediablemente en que
todo siguiera como estaba. Pero Casement creía en la justicia y errónea-
mente dio por supuesto que, en esa selva sin leyes, podría aplicarse un
cuerpo legal como si se tratara de Bow Court, en Londres, con jueces im-
parciales e insobornables. Rió cuando Vatan le aseguró que había salva-
do su vida por el hecho de ser un funcionario enviado por el gobierno
británico.
––Es absolutamente cierto ––insistió el francés––. De haber sido us-
ted un simple viajero las cosas que vio allá le habrían costado la vida.
Su muerte le habría sido atribuida a los indios y sé de lo que estoy ha-
blando.
Acaso se refería al ingeniero francés Eugenio Robuchon, que come-
tió el imperdonable error de fotografiar lo que no debía. O a tantos otros
seres anónimos que perdieron la vida por el mero hecho de conocer la
verdad y de transformarse en una amenaza para el sistema. Lo cierto es
que la sola presencia de Roger Casement y su viaje al Putumayo en esas
latitudes había movilizado a la banda que manejaba el negocio del cau-
cho en aquella región. Julien Fabre, propietario de la Dutch-French Co-
lonizing Company, y que viajaba en el mismo vapor, el Atahualpa, rum-

297
bo a Manaos, primera escala de su regreso a Europa, le hizo saber que
Pablo Zumaeta le había transmitido una oferta de Julio César Arana pa-
ra venderle su paquete accionario de la Peruvian Amazon Company, ale-
gando su preocupación por la posibilidad de que la región que explota-
ba esa compañía pasara a manos de Colombia. Pero esto era sólo una
parte de las preocupaciones de Arana. La ominosa sombra de Casement
preocupaba al rey del caucho, que vivía en Inglaterra y no desconocía
cuáles eran las reglas éticas y legales de ese país. En Londres no se po-
dían comprar jueces, ni asesinar a un enemigo echando la culpa a los ca-
níbales. La ley de la selva, en cambio, parecía prevalecer en Iquitos. El 6
de diciembre, Casement registró en su diario:

Me levanté temprano e hice las valijas. A las 9.20 visité al Prefecto


para despedirme y dejar mi memorando. Cazes me acompañó y me
informó que la comisión iniciaría su viaje el 15 o el 20 de diciembre
y que estaría integrada por el doctor Valcárcel, un secretario y una
pequeña fuerza de no más de doce soldados que viajarían en una pe-
queña lancha que pertenecía al gobierno peruano. Mientras tanto,
Benjamín Dublé ––creo haberle entendido eso–– partía al día siguien-
te en el Liberal para despedir a los peores jefes de sección y mencio-
nó a varios de ellos, incluyendo a Normand, Agüero, Fonseca y
Montt. Éstas son verdaderamente buenas noticias: permitir la parti-
da de los jefes de la compañía incriminada antes de que llegue el juez
y preparar el terreno y, de ser necesario, aterrorizar a los indios y a
otras personas. ¡Qué farsa que será! No esperaba nada tan malo co-
mo esto. Evidentemente, el Prefecto ha sido “ablandado” por Pablo
Zumaeta y Dublé y, prácticamente, les ha dejado el control y la “lim-
pieza”. Es una desgracia. Bueno, esto al menos me liberará de todas
las promesas y obligaciones morales. Les advertí que si esta comisión
cumplía con su deber no habría ningún escándalo, pero, como se ve,
ni siquiera lo intenta. Fui a embarcarme y encontré al capitán Reiga-
da, a Zumaeta y al hermano del Prefecto que habían ido a despedir-
me. ¡Zumaeta le confió a Cazes y a mí que, al día siguiente, viajaría
a La Chorrera! La trama se vuelve demasiado espesa.

Casement no sospechaba que al año siguiente debería regresar a Iqui-


tos para verificar si se habían modificado las condiciones de trabajo y si
se había castigado a los jefes de sección responsables de las atrocidades.
Si nos atenemos a las observaciones del enviado, la ciudad era misérri-
ma, un olvidado enclave en la selva, fagocitada por el centralismo admi-

298
nistrativo y fiscal de Lima. Esa urbe voraz se tragaba, en derechos de
aduana, trescientas mil libras esterlinas al año para alimentar a gobier-
nos ineficientes y funcionarios públicos, destinando la absurda suma de
dos mil libras esterlinas para las obras públicas de Iquitos. El viajero fo-
tografió el hospital local, que había costado treinta mil libras esterlinas.
No era otra cosa que un precario galpón en el cual se habían invertido,
a lo sumo, mil quinientas libras esterlinas. ¿Dónde había ido a parar el
resto?
Casement viajó hasta Pará en el Atahualpa y desde allí hasta Euro-
pa en el Ambrose. Envió a los negros barbadenses a su isla ––algunos de
ellos, en Manaos, decidieron irse a trabajar en la construcción del ferro-
carril Madeira-Mamoré, en la selva boliviana––, junto con los dos indios
que había adoptado para que cuidara de ellos el reverendo Frederick
Smith, de la iglesia católica de Bridgetown. El 31 de diciembre arribó a
Cherburgo y pasó fin de año en París en casa de amigos.
Llegó a Londres en la primera semana de enero y se aprestó a redac-
tar el descarnado informe sobre el Putumayo, que terminó desatando uno
de los más resonados escándalos del siglo XX.

NOTAS

1 “Islandia” (en inglés, Island) no debe ser confundida con el país del mismo nom-
bre (en inglés, Iceland). Se trata de un término irónico de Conrad para referirse a una
Irlanda independiente.
2 No en vano uno de los sistemas coloniales de explotación de los indígenas en

Sudamérica, por parte de los españoles, fue el de las reducciones, juntamente con la
mita, el yanaconazgo y la encomienda.
3 Contingente de hombres que cazaba indios.
4 En el Perú se denominaba montaña a la selva amazónica.
5 Erland von Nordenskjöld, antropólogo sueco que escribió sobre los indios de

Sudamérica.

299
Los escándalos del Putumayo

En diciembre de 1910, mientras Roger Casement regresaba a Euro-


pa desde el Amazonas, las oficinas de la Peruvian Amazon Company en
Londres estaban convulsionadas por la tensión, la actividad y el papeleo
que preceden a una asamblea general de accionistas. Todo, claro, riguro-
samente fiscalizado por Julio César Arana. Su preocupación mayor no
era la investigación de Casement (que había controlado paso a paso gra-
cias a su red de informantes), sino el clima que imperaría en la sede de
la compañía cuando se llevara a cabo la asamblea el 16 de diciembre.
Tras el revuelo inicial producido por los artículos publicados en Truth
por Walter Hardenburg, la prensa británica había atemperado sus infor-
mes sobre el tema Putumayo. El norteamericano había partido al Cana-
dá y todo parecía haber vuelto a sus cauces. Arana temía que esa aparen-
te calma anunciara una tempestad que, de desatarse, bien podía hacerlo
ese día.
Los accionistas fueron llegando a 529-531 Salisbury House, London
Wall, donde se celebraría la asamblea anual. Para desgracia de Arana,
con ellos ingresaron alrededor de veinte periodistas que no habían olvi-
dado el Putumayo y que estaban al tanto de que una comisión se había
trasladado hasta allí para verificar las denuncias de Truth. Los temores
de don Julio quedaron absolutamente justificados. Un accionista, Mor-
gan Williams, inició el fuego poniendo el dedo en la llaga, pues señaló el
talón de Aquiles de ese vago imperio selvático: los títulos de propiedad
de las doce mil millas cuadradas que explotaba la compañía entre los ríos
Putumayo y Caquetá. ¿Dónde estaban? ¿Cómo era posible que los ac-
cionistas no tuvieran acceso a ellos? Lo que ignoraban tanto Williams
como los tenedores de acciones cuya suscripción alcanzó las ciento trein-
ta y cinco mil libras esterlinas ––suma que, aunque muy por debajo de las

301
expectativas de Arana, no era nada despreciable–– era la naturaleza de
los catastros amazónicos. En realidad, al menos en la región que explo-
taba la Peruvian Amazon Company, simplemente no existían. En otras
latitudes, un ejército de agrimensores habría colocado mojones para de-
limitar las propiedades, o indicado fronteras naturales, como por ejem-
plo, los ríos; el territorio hubiera figurado en los correspondientes catas-
tros y, a simple vista, se sabría a quién pertenecía y quiénes eran sus
vecinos. Figuraría, además, en el correspondiente registro de la propie-
dad en Iquitos o Lima. Nada de esto sucedía en el Putumayo. Se encon-
traba en una zona en litigio, ya que la reclamaba Colombia, y los agri-
mensores jamás habían asomado la cabeza por aquellas regiones.
Pero ¿cómo explicarles a los accionistas que los títulos de propiedad
podrían tener vigencia en Londres, pero no en el Amazonas peruano?
Allí lo que contaba eran la fuerza de las armas, la inescrupulosidad, el te-
rror y, sobre todo, los indios, sin los cuales los árboles de caucho nada
valían. Se necesitaba una cultura como la huitoto, la bora o la andoque
para hacer rentable ese negocio y no, como en el resto del mundo, un
mero papel endosado por un escribano público con un plano adjunto.
John Russel Gubbins, presidente de la Peruvian Amazon Company, se
vio obligado a explicar que la empresa carecía de títulos sobre esa región
y que cualquier compañía que se estableciera en el Putumayo tendría los
mismos derechos que la PAC para explotar el caucho.
Los enardecidos accionistas insistían en sus indagaciones. ¿Qué se
sabía de la comisión que había viajado al Putumayo? No era posible que
el directorio ignorara todas sus conclusiones después de tres meses de
arribada la misma a las secciones caucheras. La rebelión inquietó a Julio
César Arana, que acaso comprendió que sus accionistas británicos no
eran fáciles de manipular. Había formado una compañía registrada en
Londres, con un directorio inglés, y suscripto acciones sin títulos de do-
minio y con vagas referencias a la cantidad de indios que recolectaba el
caucho (habló de cuarenta mil). Ahora debía enfrentar las consecuencias.
Julio César Arana quedó atónito cuando Morgan Williams, el accio-
nista que disparara los primeros cartuchos, se opuso a que fuera reelegi-
do como miembro del directorio. Un ciudadano del Perú, país que había
permitido que se cometieran atrocidades contra la población indígena,
no podía ejercer funciones ejecutivas; lo salvó el artículo 103 del estatu-
to de la Peruvian Amazon Company, que establecía que, para reempla-
zar a un directivo, había que notificarlo con un año de anticipación.

302
Arana intuyó el peligro. El instinto certero que le permitía presentir
las acechanzas de la jungla le hizo sospechar que el castillo que había
construido en Gran Bretaña podía estar hecho de naipes. A esa altura,
ya sabría por el prefecto de Loreto, Francisco Alayza y Paz Soldán, y por
su cuñado Pablo Zumaeta que Casement enviaría al Foreign Office un
informe fulminante que podía hacer peligrar la supervivencia de su em-
presa.
El fárrago creado por los artículos de Truth y por el viaje de Roger
Casement al Putumayo habían puesto a Arana en una permanente acti-
tud defensiva. Lo obligaba a permanentes contraataques, a acusar de
chantajistas y falsificadores a sus acusadores ––concretamente Harden-
burg y Whiffen–– y hasta a exigir demenciales compensaciones económi-
cas al gobierno de Colombia. El 22 de setiembre de 1910, Pablo Zumae-
ta ––a instancias, naturalmente, de Julio César Arana–– había iniciado un
juicio por daños y perjuicios a Colombia por 898.934 libras esterlinas,
cinco chelines y siete peniques (no puede sino asombrar cómo se com-
putaron los chelines y los peniques); 160 mil libras esterlinas correspon-
dían a los daños que había causado la fuga de innumerables indios de las
secciones caucheras de Arana, gracias a la colaboración de los colombia-
nos quienes les daban refugio, como también a los gastos generados pa-
ra crear comisiones para perseguir a los indios fugados. De más está de-
cir que esa iniciativa no prosperó.
Estos malabarismos no evitaron que Roger Casement llegara a Ingla-
terra en los primeros días de enero de 1911. Para entonces, el Foreign
Office ya sabía que lo publicado por Truth era rigurosamente cierto. El
jueves 5 de enero, Casement tuvo una larga conversación en el Foreign
Office con Louis Mallet, donde interiorizó al funcionario del maltrato al
que estaban sometidos los indios en el Putumayo; el sábado 7, recibió una
misiva en que Mallet le solicitaba que escribiera un breve informe preli-
minar para lograr “que ahorquen a esos criminales”.
Julio César Arana no perdió el tiempo y, antes de que el cónsul bri-
tánico llegase a Londres, le envió una carta. Para cualquiera que no co-
nociera a Arana, sus palabras parecían revelar una sorprendente modes-
tia y una inesperada buena voluntad:

He sabido de su regreso y me agradaría que me dijese cuándo estará


en Londres, para poder visitarlo e intercambiar puntos de vista con
respecto a las reformas que se deberán efectuar en el Putumayo y, de

303
ser posible, tener una idea de las impresiones que recogió en su re-
ciente visita, como también escuchar cualquier sugerencia que quie-
ra hacer para un mejor desenvolvimiento de las actividades de la
compañía.

Como es de suponer, la reunión jamás se llevó a cabo. El martes 10


de enero, Casement ––según registró en su Black Diary–– recibió otra
carta de Julio César Arana solicitándole una entrevista (Another letter
from Julio C. Arana. The swine! [Otra carta de Julio C. Arana, ¡El cer-
do!]). El 17 de marzo, Casement presentó al canciller Sir Edward Grey
un informe de ciento cincuenta páginas donde relataba pormenorizada-
mente las atrocidades que se cometían en los territorios explotados por
la Peruvian Amazon Company. El enviado británico se había instalado
durante un mes en Denham, en casa de su amigo Dick Morten, donde a
pesar de las dificultades en su visión escribió treinta mil palabras en seis
días.
El canciller británico se enfrentaba a una situación que requería mu-
cho tacto. El tema era delicado y había que manejarlo sin estridencias
públicas ni declaraciones a la prensa. La salud de la relación bilateral en-
tre Gran Bretaña y el Perú dependía de su pericia. Había que tomar de-
cisiones enérgicas, pero que le dieran al gobierno de Lima la posibilidad
de salvar el honor. Grey cablegrafió al cónsul y encargado de negocios
en Lima, Lucien Jerome, para que interiorizara al gobierno peruano del
informe presentado por Casement, donde se nombraban a los más noto-
rios jefes de sección que habían cometido atrocidades.
En Lima, a ningún funcionario, desde el presidente Augusto Leguía
al canciller, parecía preocuparle el tema. Sin embargo, algo se debería ha-
cer para salvar las apariencias, ganar tiempo y dejar todo como estaba
en el Putumayo. Las rentas fiscales que generaba el caucho ––y los so-
bornos que Julio César Arana derramaba sobre funcionarios limeños––
debían ser preservados. Se dio a conocer, entonces, que el 15 de marzo
––dos días antes de la presentación del informe Casement–– había parti-
do al Igaraparaná y al Caraparaná el juez Rómulo Paredes, por iniciati-
va de la Suprema Corte de Justicia del Perú, a investigar los menciona-
dos horrores. Ese viaje, como veremos, tuvo una inusual grandiosidad
operística. La misión de Paredes duró cuatro meses. A su regreso, orde-
nó 235 arrestos, de los cuales se llevaron a cabo nueve. Fonseca, Agüe-
ro y otros jefes, oportunamente alertados, huyeron al Brasil.

304
Sir Edward Grey pronto tomó conciencia de que el gobierno de Li-
ma mostraba una pasmosa lentitud en lo que a respuestas se refería. Qui-
zá no estaba bien informado de lo que representaba Julio César Arana
en el Putumayo. Sin la ocupación territorial de facto que encabezaba es-
te, al gobierno de Lima, aislado geográficamente de Iquitos ––aún no
existía el Canal de Panamá––, le resultaría muy difícil un eventual des-
plazamiento de naves de guerra y tropas a la región disputada por Co-
lombia. De no ser por Arana, que los había expulsado, plantando la ban-
dera peruana en cada sección cauchera, los caucheros colombianos
estarían aposentados en la zona comprendida entre el Putumayo y el
Caquetá.
El 21 de abril, Sir Edward Grey cablegrafió nuevamente al encarga-
do de negocios Lucien Jerome para verificar si el gobierno peruano ha-
bía encarcelado a los culpables. Se había capturado a un solo responsa-
ble, que estaba en Iquitos en libertad bajo fianza. Un mes después, ante
la absoluta inacción del gobierno del presidente Augusto Leguía y la in-
diferencia peruana ante su reclamo, el canciller británico cambió de es-
trategia y buscó aliados. No quería transformar al Putumayo en un es-
cándalo que salpicase a un gobierno con el cual existían fuertes lazos
comerciales, pero no podía cerrar los ojos ante el hecho de que una com-
pañía inglesa estaba implicada en las atrocidades. En mayo, buscó el apo-
yo de los Estados Unidos, instruyendo a su embajador en Washington,
James Bryce, que interiorizara del informe Casement al gobierno del pre-
sidente William Howard Taft. Pero Estados Unidos, aun al hacerse pú-
blicos los horrores del Putumayo en julio del año siguiente a través del
Blue Book ––como se denominó al informe Casement––, optó por man-
tenerse al margen por razones políticas y económicas.
Julio César Arana ignoraba estas maniobras diplomáticas y acaso cre-
yó que la investigación de Casement se diluiría con el tiempo, tapada por
otros hechos internacionales más significativos. Pero el 13 de mayo tuvo
la prueba irrefutable de que el gobierno británico pensaba llevar la inves-
tigación adelante: el Foreign Office envió a cada una de las autoridades
de la Peruvian Amazon Company una copia del informe de Casement.
La perplejidad de Gubbins, Lister-Kaye y Read debe de haber sido super-
lativa: quedaban atrapados en un probable escándalo, a pesar de no ha-
ber estado jamás en el Putumayo. Qué ingenuos habían sido al creer que
las denuncias de Walter Hardenburg en Truth, hacía un año y medio, eran
falsas, como lo había asegurado Julio César Arana.

305
El 31 de mayo se produjo otra vuelta de tuerca. Lo ocurrido en una
remota selva sudamericana que explotaba una compañía inglesa se ha-
bía convertido en una imparable bola de nieve. El escándalo salió de los
discretos límites de Salisbury House y pasó a un ámbito mucho más pú-
blico y trascendente: la Cámara de los Comunes. El parlamento británi-
co estaba al tanto de lo que sucedía en el Putumayo y decidió no dar la
espalda a las atrocidades. El subsecretario de Relaciones Exteriores, Mc-
Kinnon Wood, anunció a los legisladores que colmaban el recinto que,
por desgracia, el informe de Roger Casement confirmaba las peores sos-
pechas con relación a los crímenes en el Amazonas peruano. Si bien no
se dio a publicidad, el escándalo era imparable.
El sueño de Julio César Arana amenazaba durar apenas tres años;
concretamente, desde que se había iniciado el 6 de diciembre de 1908,
cuando se llevó a cabo en Londres la suscripción pública de las acciones
de la compañía. Durante aquella tardía primavera londinense ––a prin-
cipios de abril había nevado copiosamente en la capital británica–– en-
tendió que debía salvar su territorio del Putumayo, del que no tenía otro
título de propiedad que la presencia de la vieja Casa Arana, más impor-
tante que cualquier papel firmado ante un escribano público.
Había puesto a disposición de los ingleses un negocio que no había
sido factible. Hay quienes sostienen, verosímilmente, que ––más allá del
escándalo y sus posibles consecuencias–– la Peruvian Amazon Com-
pany estaba al borde de la quiebra como consecuencia de la desorga-
nización administrativa, los salarios arbitrarios, los gastos excesivos, las
ventas no registradas de caucho. Para Arana era imperativo salvarse a
cualquier costa. La primera medida que tomó fue hipotecar a nombre
de su mujer, Eleonora, las propiedades de la compañía por la abultada
suma de sesenta mil libras esterlinas, una fortuna para la época. Ello
equivalía a sentenciar a muerte a la Peruvian Amazon Company. En la
superficie, se trató de una decisión de su cuñado, Pablo Zumaeta, apo-
derado de la señora Arana. Pero nadie sino Julio César podía haber per-
geñado ese hábil recurso. La decisión se basó en que, en 1903, cuando
se constituyó en Iquitos Julio C. Arana & Hermanos, Eleonora aportó
cuarenta mil libras esterlinas a la nueva sociedad ––que salieron, si es
que realmente hubo aportes, del bolsillo de su marido––, que figuraban
a nombre de ella en los libros. No se trataba de un aporte de capital, si-
no de un préstamo, que hacia 1911 había generado veinte mil libras
esterlinas adicionales de intereses. Eleonora Zumaeta de Arana se ha-

306
bía transformado, de la noche a la mañana, gracias a una hipoteca, en
acreedora preferencial.
Esta descarada maniobra fue más de lo que el directorio podía acep-
tar. “El peruano”, como lo denominaban, cansado de los códigos de éti-
ca ingleses, de un periodismo independiente que no podía comprar, ate-
morizado por los alcances de una investigación y de denuncias que ya
llegaban a la Cámara de los Comunes, quería deshacerse de todos aque-
llos respetables caballeros británicos, llevar a la Peruvian Amazon Com-
pany a la bancarrota, recuperar sus vastos territorios del Putumayo y ol-
vidarse de la aventura londinense. No le resultaría fácil. Las deudas de la
compañía, ese año, alcanzaron la asombrosa suma de 272.470 libras es-
terlinas y llegó un momento en que sólo había tres libras esterlinas en la
caja. El 17 de julio sobrevino el golpe de gracia: el Lloyd’s Bank, dado el
estado financiero de la empresa, dejó de otorgarle crédito. El 31 de agos-
to, Arana informó a los accionistas que, debido a la falta de ingresos pro-
ducto de los remitos de caucho, la compañía no podía cumplir con sus
obligaciones económicas.
Roger Casement, durante 1911, asistió a tres reuniones de la Peru-
vian Amazon Company que, con seguridad, se relacionaron más con el
estado financiero de la compañía, que con el castigo de los jefes de sec-
ción culpables y un mejor trato hacia los indios. Llama la atención, sin
embargo, su actitud emocional hacia la primera reunión en la que fue
convocado el 1 de junio y a la que, si nos atenemos a su diario secreto,
no asistió.

Jueves 1 de junio de 1911. ¡A la reunión de la Peruvian Amazon


Company! ¡No asistir! (No go!) Todos los miembros de la comisión
allí. ¡No asistir!

Ese día, en cambio, decidió ir al Hotel Savoy y permanecer allí.


La primera reunión de la Peruvian Amazon Company en la que de-
cidió estar presente fue la del 28 de junio, que se realizó en el Club Room
del Naval and Military Club, y en la cual, según anotó en su diario, “na-
da bueno ni serio sucedió”. La segunda, el 5 de julio, se llevó a cabo en
Salisbury House, sede de la compañía. Imaginemos a Julio César Arana
y a Roger Casement, frente a frente en ese salón de directorio de paredes
cubiertas de oscura boiserie, sobre la que penderían mapas y fotografías
del imperio del Putumayo. En 1908, a bordo del vapor Clements que na-

307
vegaba rumbo a Manaos, estos dos hombres se habían encontrado en el
comedor. Si es que hablaron, su conversación se habrá limitado a edu-
cadas convenciones. Nunca habrán sospechado que, tres años después,
se reunirían nuevamente como enemigos irreconciliables.
Casement tenía finalmente frente a sí al truhán, al que permitió que
sus jefes de sección mataran, quemaran, violaran y mutilaran a pacíficas
tribus amazónicas. Todo estaba demostrado: el informe presentado al Fo-
reign Office había sido lapidario. Arana se encontraba frente al hombre
que le había arruinado un negocio que pudo haber sido fabuloso y que,
además, lo había desenmascarado, a pesar de que negara los cargos, que
lo tildara en el futuro de agente colombiano, que alegara que desconocía
lo que sucedía en las secciones caucheras. El 6 de julio, Casement asis-
tió a la tercera reunión en Salisbury House, pero en su diario íntimo no
menciona de qué se habló. Señala, también, que ese día se dirigió al pa-
lacio de St. James para que el rey Jorge V lo nombrara Caballero.

Jueves 6 de julio de 1911. Reunión de la P. A. Company. Al Palacio


de St. James para ser nombrado Caballero por Jorge V. Taxi hasta allí,
tres chelines. Taxi de regreso, tres chelines. Cena con Nina (se refie-
re a su hermana) y L., seis chelines. Ómnibus, tres peniques.

Cualquier súbdito británico se hubiera sentido exaltado, ansioso, im-


paciente y honrado por el mero hecho de ser recibido por el rey del ma-
yor imperio del mundo y, mucho más, por ser nombrado Caballero del
Reino. Sin embargo, este irlandés al servicio de la Corona británica sólo
registró esas escuetas líneas el día que el monarca decidió condecorarlo
por los informes sobre el Congo y el Putumayo. Jeffrey Dudgeon, en Ro-
ger Casement, the Black Diaries, da más detalles acerca de este hecho:

Casement debió coordinar con el Foreign Office para pedir en prés-


tamo una condecoración CMG para usar durante la ceremonia don-
de sería ungido como Caballero, circunstancia que luego enfatizó an-
te sus abogados defensores (como señalamos, fue juzgado por alta
traición en 1916) para demostrar su indiferencia ante ese honor. Te-
nía dudas sobre el lugar donde había dejado la condecoración. Cuan-
do en 1916 el responsable del archivo de la Orden, conmovido, le so-
licitó que la devolviera, Casement se mostró muy servicial,
sugiriéndole al director de la prisión el 24 de julio que podría estar
en Irlanda, y que le solicitaría a su hermana que la buscara, algo que

308
hizo. Sin embargo, como fue ahorcado una semana después, el pro-
blema se difirió. Cuando la condecoración fue finalmente hallada, su
prima Gertrude Bannister la entregó al Heraldic Museum, en Dublín.

Posiblemente, esa indiferencia de Casement se haya debido a sus con-


flictos y contradicciones. Quizás en su fuero íntimo ya estaba irremisi-
blemente comprometido con la causa de la independencia de Irlanda y
le costaba exculpar a Inglaterra de los crímenes del Putumayo. Los mis-
mos eran cometidos por una compañía británica, cuyas conductas en úl-
tima instancia se inscribían en la política colonialista de Gran Bretaña.
Julio César Arana libraba una batalla contra el tiempo. Quería des-
pegarse de la Peruvian Amazon Company y la mejor forma de hacerlo
era liquidando la compañía. Pero esa estrategia requería que él mismo
controlara esa liquidación a través de contubernios y alianzas con los
acreedores. El 27 de setiembre, en Winchester House, en el centro finan-
ciero de Londres, se llevó a cabo una reunión clave, con la asistencia del
directorio de la compañía y los principales acreedores, entre los que des-
tacaban el London Bank of México y la Anglo-Merchantile Finance Com-
pany que, curiosamente, exigieron que Arana fuera el liquidador. Es po-
sible que esa exigencia se originara en que don Julio les haya asegurado
––váyase a saber a través de qué mecanismos–– el cobro de la deuda, al-
go que no cualquier liquidador estaría en condiciones de hacer. Además,
había una indisimulable intención geopolítica: si Arana era el liquidador,
se mantenía la jurisdicción peruana en el Putumayo. Su función de liqui-
dador le permitiría además manejar el cese operativo de la compañía y
dominar las complejas negociaciones y maniobras que, con seguridad, le
asegurarían salir beneficiado.
Pero Arana también tenía que atender al frente interno que era su fa-
milia. Si bien los denominados “escándalos del Putumayo” se desatarían
públicamente el 12 de julio del año siguiente, es decir, de 1912, antes de
esa fecha innumerables ingleses ya estaban al tanto de lo que ocurría en
el Amazonas. La Peruvian Amazon Company empezó a ser mala pala-
bra. Era inevitable que los residentes de Queen’s Gardens, donde vivía el
matrimonio Arana, cuchichearan acerca de sus vecinos y que en los co-
legios alguien les deslizara a los hijos de Arana alguna observación sobre
su padre.
Para fines de 1911, Eleonora Zumaeta de Arana se mostraba indig-
nada por el trato que recibía su marido por parte de todos los sectores.

309
O ignoraba los crímenes del Putumayo ––algo improbable–– o simple-
mente se solidarizaba con su esposo. Poco se sabe de esta mujer que fue
el pilar del rey del caucho a lo largo de su vida. Ni siquiera han quedado
fotografías suyas. Ello se debe en parte a que ninguna de sus tres hijas tu-
vo descendientes, ya que dos ––Alicia y Angélica–– murieron solteras.
Lily casó con Pedro del Águila Hidalgo, pero no tuvo hijos. Luis Arana
Zumaeta, en cambio, tuvo un hijo, Luis, que es el último descendiente de
Julio César Arana. El autor lo visitó en su casa de Surco, un barrio de Li-
ma, en 2004. Como veremos, la tragedia se ciñó sobre esta familia, como
si el Amazonas la hubiera condenado a un irremediable estigma.
Eleonora empacó nuevamente baúles, valijas, sombrereras y objetos
personales. Acompañada de sus hijos abordó un tren en Victoria Station,
cruzó el Canal de la Mancha, llegó a París y, desde allí, viajó a Ginebra,
a una villa en la Avenida Florian que Julio César había alquilado. Suiza
sería su lugar de residencia durante los escándalos del Putumayo. Fren-
te a las plácidas aguas del lago Leman, estaba lejos de Londres, de la Cá-
mara de los Comunes y de los periodistas. Pero el escándalo internacio-
nal fue tan desmesurado que terminó afectando su salud.

Los intentos del Foreign Office para que el Perú castigara a los res-
ponsables de los crímenes del Putumayo fueron vanos. El presidente pe-
ruano, Augusto Leguía, parecía ignorar los reclamos formulados por el
cónsul inglés y encargado de negocios en Lima, Lucien Jerome. Un alto
funcionario de la embajada británica en el Perú lo definió “el peor de los
presidentes sudamericanos”. El 15 de marzo partió de Iquitos el juez Ró-
mulo Paredes, después de haber participado en un copioso banquete, la
noche anterior, en el Restaurante Bellavista, a bordo del aviso de guerra
Iquitos y no en el Liberal, como era la costumbre. Tenía la misión de in-
vestigar lo que sucedía en el Putumayo, y había sido designado por la Su-
prema Corte de Justicia del Perú.

La elección del funcionario, desde el inicio, adolecía de parcialidad:


Paredes era propietario del diario El Oriente, de Iquitos, y solía mezclar
sus editoriales con temas estrictamente judiciales o políticos. Había sido
su periódico, refiriéndose a la toma de La Unión, en 1908, el que dijera
que “el único deseo de esos jóvenes patriotas era el de hacer avanzar si-

310
quiera una pulgada la bandera del Perú en la tierra de la conquista”. La
ausencia de imparcialidad del juez Paredes no se limitaba a sus editoria-
les. Antes de partir a las secciones caucheras de la Peruvian Amazon
Company, recibió instrucciones del gobierno peruano de “proceder con
prudencia y discreción para no hacer daño a la Compañía Arana ni alte-
rar la obra de nuestras guarniciones, que estaban cumpliendo un deber
patriótico defendiendo esas remotas fronteras de nuestro territorio”. Por
otra parte, dos meses antes Pablo Zumaeta y Benjamín Dublé habían es-
tado en el Putumayo alertando a los jefes de sección y brindándoles to-
das las facilidades para la fuga. Armando Normand se dirigió a la Argen-
tina; Fonseca y Montt, al Brasil, país con el que Perú no tenía un tratado
de extradición, llevándose consigo indios para ser vendidos en las plan-
taciones de caucho brasileñas. Lo único que encontró el juez Paredes fue
personal subalterno que admitió haber sido forzado a cometer actos con-
tra su voluntad.
Claro que ésa no fue la versión que dio Pablo Zumaeta cuando en
1913 publicó, como veremos, su Segundo Memorial.

Si la visita del cónsul inglés [Casement] al Putumayo causó visible


temor entre los antiguos empleados de la Casa Arana, como es pú-
blico y notorio, la noticia de la visita de un juez de primera instan-
cia a esa misma zona, con el objeto de castigar a los criminales, pro-
dujo verdadero pánico.
Se afirma por muchas personas en Iquitos, y me inclino a creerlo, que
tan luego tuvo seguridad del envío de la comisión judicial al Putu-
mayo por orden del gobierno, los amigos de los culpables enviaron
precipitadamente propios a La Chorrera y a El Encanto, por la ruta
Mazán-Tinicuro-Algodón (para evitar el extenso viaje fluvial), a fin
de que dichos empleados estuvieran alertas. Fue esa una noticia sen-
sacional. Un temor insistente de punición, algo así como una voz
acusadora de la conciencia, los fue decidiendo poco a poco a la fu-
ga; a tal extremo que, puedo asegurarlo, yo casi no encontré a los
principales asesinos, quienes pensaban ––y con razón–– que la pre-
sencia del juez acabaría por descubrirlos, persiguiéndolos hasta con-
seguir el castigo que merecían por sus hechos delictuosos.
Si el cónsul inglés los espantó, pues, en parte, mi aproximación con-
cluyó por decidirlos al abandono definitivo de las secciones; y fue tal
el miedo que se apoderó de ellos, que me han contado los tripulan-
tes del vapor Liberal, a mi regreso de La Chorrera, que un día, cuan-
do esta nave bajaba el río Putumayo en viaje a Iquitos, se divisó una

311
embarcación, surcando, y como se creyera que en ella iba el juez, hu-
bo a bordo del Liberal escenas de verdadera locura. Allí iban dos
bandidos notables, Abelardo Agüero y Augusto Jiménez, jefes de Abi-
sinia, quienes, temerosos de que se los descubriera, cometieron ac-
tos ridículos, sacando también de su ecuanimidad a los mismos tri-
pulantes de la nave, que se esforzaron por ocultarlos en las bodegas.
Estos actos, prueba quizá de expiación y remordimiento, o de temor
al castigo, dieron como resultado un despeje de asesinos en el esce-
nario ensangrentado; de manera que yo no he encontrado a mi lle-
gada al Putumayo a los principales criminales. La presencia de un
cónsul los hizo vacilar; la aproximación de un juez los sacó de jui-
cio. Todos huyeron despavoridos, unos al Brasil, otros a la Argenti-
na, a Barbados, etcétera.
En las secciones, pues, encontré jefes y empleados nuevos. Normand,
Fonseca, Martinegui, Montt, Aurelio y Arístides Rodríguez, O’Don-
nell, Agüero, Jiménez, Flores y otros huyeron a mi llegada, habiendo
sido sustituidos inmediatamente por otras personas.1

Si no se conociera la verdad sobre el Putumayo, hasta podría creer-


se en esta versión, indudablemente redactada por el asesor de comuni-
cación de Arana, Carlos Rey de Castro, ya que sería incongruente que Pa-
blo Zumaeta, un hombre de escasa ilustración, tuviera dotes narrativas.
Si alertó, como es de suponer, a los jefes de sección, no fue tanto para
ponerlos a salvo, sino para evitar que hablaran y comprometieran a las
máximas autoridades de la Casa Arana.

Mientras el juez Paredes recorría el Igaraparaná y el Caraparaná, el


27 de abril regresó a Iquitos el juez Carlos A. Valcárcel, que debió hacer-
se cargo no sólo de su juzgado sino también del correspondiente al au-
sente Paredes. El 17 de mayo el gobierno peruano designó al juez Pini-
llos Rossell al frente de ese juzgado vacante. Así, el juez Paredes cesaba
en su cargo ––alejamiento refrendado por la misma Corte Suprema–– y
cualquier informe que presentara sobre la Casa Arana dejaba de tener
validez jurídica.
Esta maniobra tuvo un epílogo imprevisto que muestra a las claras
cómo la impunidad puede validarse mediante argucias más o menos ju-
rídicas. Dado que el juez Paredes cesaba en sus funciones, el doctor Val-
cárcel se debería trasladar al Putumayo a proseguir con la investigación.

312
Fue imposible: el Prefecto del Departamento de Loreto se negó a adelan-
tarle cincuenta libras esterlinas para afrontar los gastos que necesaria-
mente tendría, alegando que antes de hacerlo debía solicitar, y obtener,
el permiso del gobierno nacional. Valcárcel se ofreció a adelantar esa su-
ma de su propio bolsillo y se limitó a exigir que se pusiera a su disposi-
ción una embarcación para trasladarse a la región. ¿Qué hizo el prefec-
to? No le notificó al juez de la partida de dos lanchas al Putumayo, y éste
no tuvo otro remedio que permanecer en Iquitos.

En 1911, cualquier intento de esclarecer las atrocidades del Putuma-


yo y condenar a sus culpables estaba condenado al fracaso. Jueces, fun-
cionarios, ministros y prefectos eran títeres de Julio César Arana. Iquitos
estaba dividido en dos grupos antagónicos: La Cueva de los Inocentes,
integrada por profesionales, intelectuales y periodistas, y la Liga Loreta-
na, compuesta por los caucheros, familias tradicionales y grandes expor-
tadores. Paredes pertenecía al primer grupo. Nadie que tuviera el menor
sentido común se enemistaría con la Casa Arana, como aún se la deno-
minaba.
Pero existían otros motivos, más allá del poderío de Arana, de las fa-
bulosas rentas que brindaba la aduana de Iquitos a las arcas fiscales, pa-
ra que esa zona selvática se convirtiera en un polvorín. Colombia era el
principal. Inmerso en un interminable litigio limítrofe con su vecino, Pe-
rú siempre llevaba las de ganar, por meras realidades geográficas. Para los
colombianos, llegar al Putumayo y al Caquetá era casi una hazaña, debi-
do a difíciles obstáculos topográficos. Éste no era un problema para quie-
nes tuvieran base en Iquitos, que disponían de ríos absolutamente nave-
gables. Para complicar aún más las investigaciones europeas y vernáculas
sobre el Putumayo, la tensión entre ambos países fue en aumento a par-
tir de comienzos de 1911, cuando un contingente colombiano integrado
por cien soldados enviado por el gobierno de Bogotá, se instaló en La Pe-
drera, sobre el río Caquetá. Tenía órdenes de reconquistar ese río y tam-
bién de internarse por el Putumayo y arrebatar esa vía fluvial del domi-
nio peruano y de la Casa Arana. Claro que era más fácil dar esa orden
que llevarla a cabo. Iquitos tenía el caucho, con el cual se podían comprar
hombres, armas y hasta vapores, a lo cual contribuyó Julio César Arana.
En los meses de mayo y junio la armada peruana envió una cañone-
ra fluvial de última generación a patrullar las aguas del río Putumayo. Es-

313
taba equipada con dos cañones de 37 milímetros en proa y popa y dos
ametralladoras. La América2 había sido construida en 1904, en el astille-
ro Tranmere Bay Development C. Ltd. en Birkenhead, Liverpool, y en-
viada al Amazonas para disuadir a vecinos molestos. El ejército privado
de Arana, por otra parte, podía repeler invasiones en las secciones cau-
cheras y la nueva senda que unía el río Napo con el Putumayo permitía
alcanzar El Encanto, desde Iquitos, en apenas cinco días. El combate se
libró entre el 11 y 12 de julio, en La Pedrera, en el río Caquetá y las fuer-
zas colombianas fueron derrotadas. Muchos soldados perecieron no co-
mo consecuencia de las balas, sino de las habituales e implacables enfer-
medades tropicales. El enfrentamiento figura en las efemérides de los
libros de historia de ambos países.
Como toda batalla necesita un héroe, el papel le fue adjudicado al te-
niente primero José Manuel Clavero Muga, que luchó a bordo de la Amé-
rica y dejó su vida en la refriega. El ataque estuvo dirigido por el tenien-
te coronel Oscar Benavides que, gracias a esta victoria, pudo acceder a
la presidencia del Perú en 1914.
Fue una victoria pírrica. El 19 de julio, los gobiernos de Perú y de Co-
lombia, sin siquiera saber cuál había sido el resultado del enfrentamien-
to firmaron un acuerdo por el cual las tropas peruanas se retiraban de La
Pedrera. En Iquitos, el pueblo se lanzó a las calles en señal de protesta.
Cuando el juez Rómulo Paredes regresó de su periplo amazónico, se
instaló en su despacho de Iquitos. Redactó un informe de 1.242 páginas
y libró 215 órdenes de arresto, confirmando que en el Putumayo se ha-
bían cometidos los peores crímenes y que los jefes de sección como Nor-
mand, Montt, Fonseca y Jiménez ––por nombrar a los más temibles––
eran verdaderos asesinos. El juez Carlos Valcárcel ––Paredes había sido
dejado cesante–– ordenó también el arresto de Pablo Zumaeta, gerente en
Iquitos de la Peruvian Amazon Company; de Víctor Macedo, jefe de sec-
ción de La Chorrera, y de Martín Arana, medio hermano de Julio César.
Nada de esto se cumplió. Veamos qué escribió al respecto el propio juez
Valcárcel en El proceso del Putumayo.

El 5 de agosto de 1911 oficié al Prefecto de Loreto para que hiciese


capturar al gerente Pablo Zumaeta, acusándose recibo en la prefec-
tura de haberse recibido dicho oficio el mismo día y, a pesar de eso,
Zumaeta se paseó públicamente por Iquitos por varios días sin ser
capturado; hasta que habiéndose impuesto los vecinos que contra

314
Zumaeta se había librado aquella orden, para guardar las aparien-
cias dicho reo se limitó a no salir a la calle hasta que la Corte de Iqui-
tos la revocó a los tres meses de haber sido expedida; y tenía Zumae-
ta tanta seguridad de que la Corte antedicha revocaría aquella
resolución, que permaneció en su casa tranquilamente por espacio
de tres meses recibiendo las visitas de sus amigos (entre los que se
encuentran los miembros del Tribunal indicado), sin que se le moles-
tase absolutamente por la policía.

Pablo Zumaeta no sólo permaneció en su casa, sino que tuvo entre


sus manos, durante ese tiempo, el expediente judicial donde se lo acusa-
ba. Cualquier ataque contra la Casa Arana estaba condenado al fracaso.
Los jueces iquiteños que intentaban hacer cumplir la ley en algún tema
que afectase al rey del caucho terminaban luchando contra molinos de
viento. Años después, Zumaeta, en El proceso del Putumayo, Memorial,
afirmó que las investigaciones del juez Paredes en el Igaraparaná y en el
Caraparaná adolecían de nulidad, debido a que los indios, además de su
peculiar psicología e infantilismo, no se expresaron en español sino en
sus propios dialectos, ignorados por Paredes y por su traductor; también,
que tanto este juez como Valcárcel era corruptos, que decretaban quie-
bras de diarios que pertenecían a la competencia y que solían ordenar re-
mates judiciales de los cuales obtenían interesantes ganancias.
Lo cierto es que lo único que podría endilgársele al juez Paredes, o a
quienes manipularon el extenso informe, es haberlo utilizado, a pesar de
los horrores que describía, con fines políticos benéficos para el Perú. Cu-
riosamente, ese informe fue reproducido en un diario escrito en inglés, Pe-
rú To-day, que se editaba en Lima, y que la legación peruana en Londres
no perdió tiempo en distribuir entre líderes de opinión. ¿Por qué hacerlo
llegar a políticos y funcionarios ingleses, si se relataban los crímenes más
abyectos en un territorio explotado por la Peruvian Amazon Company?
Esta aparente incongruencia no era tal. Si bien el juez Paredes afirma en
el informe que quienes sostengan que los indios del Putumayo son caní-
bales “se hacen culpables de falsedad voluntaria”, el mismo diario redac-
tó un editorial sobre los indígenas caníbales del Putumayo. Se publicó,
también, una espeluznante fotografía de una india masacrada, pero en el
epígrafe de la misma se responsabiliza a los colombianos, no a la Casa
Arana. Y, como corolario, de las 215 órdenes de arresto, el diario afirmó
que sólo se concretaron nueve y de personajes secundarios.

315
Sir Edward Grey y prominentes funcionarios del Foreign Office bri-
tánico poco sabían acerca de lo que sucedía en el Putumayo, salvo que
ninguno de los criminales había sido encarcelado o, peor aún, que se les
había facilitado la fuga. El silencio del gobierno del presidente Augusto
Leguía era intolerable. Aunque la Cancillería inglesa estaba acostumbra-
da a tratar con emperadores chinos, maharajás hindúes y reyezuelos afri-
canos, los presidentes sudamericanos podían ser particularmente moles-
tos y embarazosos. Se trataba de una situación comprometida para el
gobierno de Su Majestad. No sólo un directorio integrado por británicos
era el responsable de las atrocidades, sino que en ellas también habían
intervenido súbditos británicos, como eran los negros de Barbados. Los
meses transcurrían y los avances diplomáticos no lograban el castigo de
los culpables, lo cual alarmó a Casement, que, junto con Harris, de la An-
ti-Slavery Society, presionó a Grey para que no abandonara la causa del
Putumayo. El resultado fue previsible: Casement debería regresar a Iqui-
tos para enterarse de la marcha de los acontecimientos.
El 16 de agosto partió de Southampton en el Magdalena rumbo a
Barbados, isla que detestaba y que alguna vez definió como “horrible is-
la británica poblada por pedantes y mendigos”. El 28 de ese mes, el mis-
mo día de su arribo, se entrevistó con Andrés O’Donnell, el ex jefe de sec-
ción de Entre Ríos, en el Ice House. Casement consideraba a este
descendiente de irlandeses el menor de los criminales al servicio de la
Peruvian Amazon Company, aunque esta virtud comparativa distaba de
convertirlo en inocente. En la isla caribeña nadie sospechaba que ese jo-
ven tan educado que noviaba con la señorita Turney, hija del responsa-
ble de los jardines de Queen’s Park, y que estaba por emprender un ne-
gocio hotelero, era un asesino que había ordenado la matanza de
innumerables indios amazónicos. Casement, al día siguiente, informó de
su presencia al Foreign Office y se enteró de que existía un pedido de ex-
tradición por parte del Perú, ya que se acusaba a O’Donnell de homici-
dio. La extradición nunca tuvo lugar. O’Donnell se casó con la señorita
Turney y logró anular la extradición gracias a un hábil abogado pero, te-
miendo otra orden de extradición, decidió partir a Nueva York, dejando
a su mujer confinada en la isla.
El 16 de octubre Casement llegó a Iquitos, ciudad que le era desagra-
dable, como también sus habitantes. Para contribuir a su desagrado, se
había desatado una epidemia de fiebre amarilla (conocida en Iquitos co-
mo el “vómito negro”), que le había costado la vida a un hijo del comer-

316
ciante inglés John Lilly. El calor era insufrible. Esta estadía de Casement
en Iquitos la conocemos a través de sus “diarios negros”, donde dedica
más tiempo a anotar sus impresiones obsesivamente fálicas sobre jóve-
nes y soldados y a su tortuosa relación con un muchacho, José Gonzá-
lez, a quien fotografió en diversos escenarios, que a la misión que se le
había encomendado. Esto no quiere decir que hubiera olvidado sus obli-
gaciones ni desistido en sus intentos de hacer castigar a los culpables de
las atrocidades.
Su primera entrevista fue con el prefecto, Francisco Alayza y Paz Sol-
dán, quien se deshizo en elogios, afirmando que el misterio del Putuma-
yo había sido develado sólo por Roger Casement, ya que nadie en Iqui-
tos siquiera lo sospechaba. Los signos de exclamación registrados ese día
en su diario revelan qué concepto tenía de estos obsecuentes funciona-
rios amazónicos.
Durante su estadía en Iquitos, que se prolongó hasta el 7 de diciem-
bre, es decir, casi dos meses ––salvo un viaje sin propósito alguno que
realizó por el río Amazonas––, tuvo varias entrevistas con el juez Rómu-
lo Paredes, que había regresado del Putumayo y elaborado un extenso in-
forme sobre las atrocidades en las secciones caucheras de la Casa Arana.
Casement, el año anterior, lo había descalificado, llamándolo truhán. Sin
embargo, en este viaje ambos se entendieron, posiblemente por la vera-
cidad del informe del juez y porque coincidían en que los culpables ja-
más serían castigados. Pablo Zumaeta estaba libre ––a pesar de que el
juez Valcárcel había librado la orden de arresto–– y acababa de ser nom-
brado presidente de un nuevo club. Los dos hombres, a pesar de sus di-
ferencias abismales, habían convergido en un mismo callejón. El menu-
do Paredes, de treinta y dos años, de piel oscura y grandes bigotes, parecía
recién bajado de la cordillera de los Andes, o llegado en canoa desde al-
gún remoto río amazónico; Casement, elegante, espigado, de ojos claros,
vestía las clásicas prendas níveas que llevaban los occidentales en los tró-
picos. Durante ese breve período, se aliaron, intercambiaron información
y cartas de presentación (Casement le entregó una para el cónsul britá-
nico en Lima, Lucien Jerome) y también compartieron algunos temores.

Domingo 3. Paredes me visitó para comunicarme que todo era una


farsa, Lanatta (un abogado) es el defensor de Víctor Macedo (ex je-
fe de sección en La Chorrera). Todos están en contra de Paredes. Te-
me que lo asesinen y nuevamente me advierte que no vaya al Putu-

317
mayo. Dice que también sería atacado ––al igual que Hardenburg––
y, si voy al Putumayo, correría peligro. Viaja a Lima este mes.

El juez Paredes, como Casement, había escrito un extenso informe


donde no hizo ninguna concesión a la Casa Arana. Había estado cuatro
meses conociendo las secciones caucheras, hablando con empleados e
indios, bajo el paraguas protector de su cargo judicial. Algunos pasajes
de su informe revelan sus aspectos honestos:

Los empleados de la Compañía son todos borrachos, masticadores


de coca, holgazanes corrompidos hasta niveles inimaginables, inclu-
so hasta el punto de la idiotez, algunos de ellos analfabetos… con
mentes enfermas y viendo por todas partes ataques imaginarios de
los indios, conspiraciones, revueltas, traiciones, etc. Para sobrevivir
y salvarse matan y matan sin piedad a tribus enteras, seres inocentes
que no tienen idea de escapar o de vengarse, debido a que el some-
timiento tiránico al que están acostumbrados desde hace tantos años
los ha vuelto acobardados y abyectos.

Es comprensible que Casement estuviera harto de Iquitos. Si bien al-


ternaba, con enorme discreción, su trabajo con el placer sexual, pronto
comprendió que nada podría hacerse allí. Matizó su estadía cenando en
la deslumbrante casa de los Morey, en el Malecón, instruyendo sobre los
crímenes del Putumayo al nuevo cónsul británico, George Michell, que
reemplazaría a Davis Cazes, y luchando contra un empecinado resfrío
que lo tuvo a maltraer. Acaso intuyó que la publicación oficial de su in-
forme entregado al Foreign Office era un hecho irreversible: la Peruvian
Amazon Company se había disuelto en setiembre de ese año. Ignoraba
que sir Edward Grey estaba esperando su regreso del Amazonas y la im-
prescindible nueva información antes de dar a conocer el informe. El 4
de diciembre, registró en su diario: “Espero sinceramente irme en el Uca-
yali el jueves por la mañana. Estoy cansado de Iquitos. Dios ayude a Mi-
chell”. El 7 de diciembre, el vapor Ucayali soltó amarras; Casement salu-
dó agitando el sombrero a quienes fueron a despedirlo y creyó ––lo cual
resultó ser cierto–– que jamás volvería a esa ciudad.
Sir Roger Casement, ennoblecido por el rey Jorge V, que alternaba
con la aristocracia inglesa, el héroe del Congo y del Putumayo, que en
pocas semanas se entrevistaría nada menos que con el presidente nortea-
mericano William Howard Taft en la Casa Blanca, ni siquiera tenía un

318
mísero camarote en ese vapor fluvial que se dirigía a Manaos. Debió pa-
sar las noches en la cubierta, ya que todas las cabinas estaban ocupadas
y ningún funcionario en Iquitos se preocupó por su comodidad. En su
diario, registró el 8 de diciembre, un día después de haber zarpado: “En
Leticia a las 6 a.m. Llovió varias veces durante la noche, pero no mojó
mi cama de campaña. Escribiendo al Foreign Office acerca de los últi-
mos acontecimientos en Iquitos y las quejas que me planteó Paredes”. Su
lugar de trabajo era el modestísimo camarote de uno de los camareros.
En Manaos, almorzó un par de veces con Joseph Froude Woodroffe,
el autor de Upper reaches of the Amazon, quien le informó que Julio Cé-
sar Arana se encontraba en la ciudad y que tenía objetivos precisos: es-
peraría a que el proceso estuviera “muerto” y, después del efecto desmo-
ralizante, se quedaría directamente con el Putumayo. Casement se alegró
de no haberse encontrado con los hermanos Arana, que lo fueron a visi-
tar al hotel y no lo encontraron. Su estadía en Manaos se caracterizó por
desaforados encuentros sexuales en descampados o en alguna pieza de
alquiler, como si la inminencia de la partida hubiera agudizado sus com-
pulsión.
El 17 de diciembre se embarcó en el Hubert rumbo a Pará, una esca-
la obligada, y el último día de 1911 abordó el Terence, desde Barbados,
para dirigirse a Nueva York. Prolijo y meticuloso, registró en su diario el
costo total del segundo viaje a Iquitos: 131 libras esterlinas y 19 cheli-
nes, suma bastante modesta para semejante misión. No incluía el costo
de sus aventuras sexuales. En los Estados Unidos, gracias a las gestiones
del embajador británico en Washington, James Bryce, tendría una entre-
vista con el presidente de ese país, lo que habla a las claras de su enor-
me prestigio.
En Washington, el presidente Taft, escuchó atentamente sus denun-
cias. Era de vital importancia, dijo Casement, que Estados Unidos apo-
yara a Gran Bretaña en esta causa, más allá de los reparos que oponía la
Doctrina Monroe, en el sentido de que las potencias europeas no debe-
rían intervenir en los conflictos de países americanos. La magia de Case-
ment, su asombroso poder de convicción, su indiscutida experiencia en
el Congo y en el Amazonas, su aureola en lo concerniente a la persecu-
ción de la esclavitud y del maltrato, terminaron cautivando a Taft. Según
un diplomático británico, fue como “el encuentro entre una serpiente ne-
gra y un ratón”. El secretario de Estado, Philander Knox, llegó a la con-
clusión de que sólo la publicación del informe de Casement, retenido por

319
el Foreign Office británico, sería capaz de hacer cesar las atrocidades en
el Putumayo.
Sir Edward Grey, mientras tanto, se movía con notable delicadeza di-
plomática para no comprometer al gobierno de los Estados Unidos en
una campaña que pudiera perjudicarlo. En una carta que envió al direc-
tor del diario Manchester Guardian, C.P. Scott, le manifestaba, off the re-
cord, que “lo que más lamentaría es llevar a cabo una acción que nos ale-
jara de los Estados Unidos (…). Es la opinión pública norteamericana la
que debería constituir el factor más decisivo en ambas Américas”. El pro-
blema era que la opinión pública norteamericana no tenía la menor idea
de dónde quedaba el Putumayo, ni qué sucedía en sus ríos, precisamen-
te porque el informe aún no se había hecho público.
En tanto, el gobierno del presidente Augusto Leguía continuaba de-
morando las medidas prometidas. En mayo de 1912, el mandatario perua-
no comunicó que había designado una comisión ––otra más–– para que
investigara las denuncias y que sus conclusiones estarían listas en enero
de 1913, lo cual hizo perder la paciencia a sir Edward Grey. Para colmo,
el canciller inglés se enteró de que setenta toneladas de caucho habían si-
do despachadas del Putumayo, cifra enorme que confirmaba la vigencia
del sistema atroz, pues sólo podía haber sido reunida recurriendo a él.
Grey tomó la decisión de no postergar más la publicación del infor-
me. Había pasado más de un año desde que Casement se lo remitiera al
Foreign Office y el enviado había regresado a Iquitos sólo para verificar
que a los culpables se les había facilitado la huida y que gozaban de bue-
na salud en Brasil o en la Argentina. El gobierno del presidente Leguía
nada definía y el problema no se resolvería nombrando nuevas comisio-
nes. El sistema judicial peruano parecía atacado de parálisis. Ningún pro-
ceso avanzaba y jueces y cortes de justicia borraban con el codo lo que
habían firmado con la mano. Por si eso fuera poco, dos ex jefes de sec-
ción célebres por sus crímenes no sólo gozaban de libertad, sino que se
habían convertido en prominentes ciudadanos respetables: Elías Marti-
negui había sido visto en Lima; Víctor Macedo, el asesino de La Chorre-
rra, vivía plácidamente en la capital peruana, su nombre figuraba en la
guía de teléfonos y había sido aceptado como socio de un club.
El 12 de julio de 1912, se dio a conocer el Blue Book ––como se de-
nominó al informe Casement––, que equivalió al estallido de una bomba
mucho más potente que las que los anarquistas solían arrojar sobre las
testas coronadas.

320
El mundo quedó consternado, como si de las entrañas de la Tierra
hubiera emergido una fuerza maléfica, impensable, que mostraba descar-
nadamente hasta qué extremos llegaba la maldad humana y, mucho peor,
una compañía británica. Lo que había revelado un joven ingeniero nor-
teamericano hacía casi tres años resultó ser cierto y el Putumayo pasó a
ser el epicentro del horror; intelectuales, políticos y nobles ingleses ––en-
tre ellos, sir Arthur Conan Doyle–– se movilizaron para salir al rescate
de aquellos pobres indios. El informe Casement era espeluznante:

El indígena es tan humilde que tan pronto como observa que la agu-
ja de la balanza no llega a marcar diez kilos, él mismo extiende sus
manos y se arroja al suelo para recibir el castigo. Entonces, avanza
el jefe o un subordinado, se inclina, toma al indio del cabello, lo gol-
pea, levanta su cabeza, la tira contra el suelo y, luego de que su cara
ha sido golpeada y pateada y se halla cubierta de sangre, lo azota.
El número de indígenas que perecieron ya sea de hambre ––como
consecuencia de la destrucción de las cosechas o como pena de
muerte para aquellos individuos que no recolectaban su cuota de
caucho–– o por acción de las balas, del fuego, de la decapitación o
de la flagelación hasta la muerte, acompañadas de variadas y atroces
torturas, no puede ser menor a los treinta mil. Todo esto para extraer
cuatro mil toneladas de caucho.

Los ingleses no estaban acostumbrados a esos horrores. Qué seme-


janza podía haber entre el dominio británico de la India, o de las colo-
nias africanas, con este nuevo monstruo que provenía de Sudamérica. El
problema era que las atrocidades no habían sido cometidas por algún de-
saforado sultán, o por un jefe tribal africano, sino por una compañía in-
tegrada por miembros y capital ingleses. Casement, en este sentido, no
tuvo reparos en incluir en el informe aquello que podía ser embarazoso
tanto para el Primer Ministro, como para el Foreign Office.

En esta instancia, la fuerza de las circunstancias ha sacado a la luz


lo que se estaba llevando a cabo bajo los auspicios británicos ––es
decir, a través de una empresa con sede en Londres que utiliza tan-
to capital como personal británicos–– para destruir y despoblar terri-
torios salvajes. Debe siempre recordarse que toda la producción de
caucho de la región se coloca en el mercado británico y es traslada-
do desde Iquitos en buques ingleses. Algunos pocos empleados a su
servicio son, o al menos eran aún, súbditos británicos cuando dejé el

321
Amazonas, y el futuro comercial del Putumayo (si es que existe algún
futuro comercial posible en una región tan agotada y mal adminis-
trada) deberá depender de la cantidad de apoyo foráneo, en particu-
lar inglés, que puedan obtener aquellos que exploten a los indígenas
restantes.

Esto era lo último que sir Edward Grey y el directorio de la Peru-


vian Amazon Company querían escuchar. En las oficinas de Salisbury
House comenzaron a recibirse cartas de accionistas que lamentaban ha-
ber contribuido, a través de la compra de acciones, a semejantes atroci-
dades. Un accionista afirmó que no lamentaría perder el valor del capi-
tal que había invertido con tal que los indígenas pudieran recuperar la
dignidad. El domingo 4 de agosto, en pleno verano londinense, surgió
un ataque sorpresa que tuvo una inesperada repercusión en la prensa
internacional. Ese mediodía londinense, en la abadía de Westminster,
donde están enterrados reyes y próceres, un clérigo alzaría su voz en
nombre de la influyente y respetada iglesia anglicana, indisolublemente
ligada a la monarquía británica. Como todos los domingos de verano,
los feligreses llegaron al atrio en deslumbrantes automóviles descapota-
bles, con los bronces rabiosamente lustrados, conducidos por choferes
de rigurosa librea, asistidos por un lacayo destinado a abrir la puerta y
ayudar a bajar a señoras de voluminosos sombreros. El sermón del ca-
nónigo Herbert Hensley Henson, en vez de hacer referencia a las habi-
tuales y previsibles virtudes cristianas, se centró en un ignoto río ama-
zónico y en las atrocidades que había cometido allí una compañía
inglesa. Desde el púlpito, mencionó a los tres directores ingleses de la
Peruvian Amazon Company, casi a la manera de un inquisidor, involu-
crándolos en las atrocidades.

Quienes perpetraron los crímenes descriptos en el informe de sir Ro-


ger Casement están fuera del alcance de las autoridades, pero sus em-
pleadores, con cuya connivencia aunque no lo supieran fueron co-
metidos y que comparten las sangrientas ganancias, están aquí entre
nosotros. ¿No es lícito pedir justicia para estos hombres y, en parti-
cular, que su líder, el supremo organizador de toda esta tragedia, Ara-
na, sea arrestado y sometido a juicio?

Tres días antes, en la Cámara de los Comunes, sir Edward Grey, el


canciller británico, había afirmado que el informe de Sir Roger Casement

322
sobre el Putumayo era el relato más horrible que había leído en su vida.
Su discurso fue tajante, un ataque directo al gobierno del Perú.

Hemos hecho todo lo que a nuestro alcance estaba en la vía diplo-


mática a fin de probar que era esencial para el buen nombre del Pe-
rú que el Gobierno de esta nación tomara las medidas necesarias pa-
ra castigar a los responsables e impedir en lo futuro la renovación de
esos delitos. Grandísimo placer nos ocasionará el poder promover o
apoyar medidas que aseguren un cambio total en la situación del Pu-
tumayo.
Es muy difícil saber lo que allí sucede hoy. No dudo que la presen-
cia de Sir Roger Casement impediría todo abuso, pero, en vista de la
poca autoridad que allí ejerce el gobierno del Perú, ¿qué sucederá
cuando ni nosotros ni los Estados Unidos tengan allí representante?
El gobierno del Perú ––y creo que lo hace de buena fe–– alega que
las atrocidades pertenecen definitivamente al pasado. La región, sin
embargo, es muy remota y la acción del Gobierno peruano ha sido
allí tenue e intermitente. Estoy seguro de que a menos que se casti-
gue a los criminales cuyos nombres son conocidos y que fueron res-
ponsables de esos horrores, no se puede tener la seguridad de que
otras gentes se abstengan de cometer nuevas atrocidades con la es-
peranza de quedar impunes. Mientras no se castiguen a esos crimi-
nales conocidos, no me atrevería, a menos de tener informes direc-
tos, a cargar con la responsabilidad de dar seguridad alguna o de
expresar opiniones sobre la situación actual del Putumayo.

Los horrores del Putumayo fueron reproducidos con lujo de detalles


en todos los diarios de Europa y de los Estados Unidos. El New York Ti-
mes dio amplia cobertura a las atrocidades. A pesar de la doctrina Mon-
roe, que en teoría prohibía la intervención estadounidense en los asun-
tos internos de otros países del continente, el secretario de Estado
norteamericano, Philander C. Knox, señaló que Perú difícilmente podría
mantener su soberanía sobre ese territorio disputado, debido a las atro-
cidades. La edición del 4 de agosto de 1912, el mismo domingo que el
canónigo Herbert Hensley Henson atronó con su sermón en la abadía
de Westminster, el diario neoyorquino publicó una página ilustrada con
fotografías, donde aparece la comisión enviada al Putumayo, en 1910,
junto con sir Roger Casement, y un extenso reportaje a un negro de Bar-
bados, Robert Isaac, que trabajaba como ascensorista en Nueva York, en
el cual describía todos los horrores que había presenciado. El título del

323
artículo era: “Vio asesinatos al por mayor en las plantaciones de caucho
del Amazonas” (Saw wholesale murders in the Amazon rubber fields).
Toda esta difusión servía a los intereses del Foreign Office británico, que,
a toda costa, quería comprometer al gobierno de los Estados Unidos pa-
ra que presionara al Perú. El diario inglés The Times, en su edición del
15 de julio de 1912, editorializaba acerca de este problema:

Los horrores revelados deben despertar ira y compasión en todos


aquellos que no son insensibles al sentido de humanidad y del dere-
cho. Sobre todo, deberían provocar estos sentimientos en aquellas
personas cruzando el Atlántico que lideraron la cruzada contra la es-
clavitud, que provienen de la misma raza y que son herederas de las
mismas tradiciones y que, para liberar a su país de la esclavitud, com-
batieron en la más terrible de las guerras civiles.

Este editorial es una clara referencia a que Inglaterra buscaba el apo-


yo de los Estados Unidos. Surgió la iniciativa de que otra comisión inte-
grada por el cónsul británico en Iquitos, George Michell, y su par nortea-
mericano, Stuart Fuller (que había reemplazado al dentista Guy T. King),
recorriera el Putumayo, en agosto de 1912, para verificar si la realidad se
había modificado desde la visita, el año anterior, de Roger Casement. Téc-
nicamente, se trataría de una misión consular, que el ministerio de Rela-
ciones Exteriores peruano autorizaba, siempre y cuando “no se practica-
ran investigaciones sobre la base del informe de Mr. Casement”.
El recorrido de ambos cónsules por las secciones caucheras estaba
seriamente limitado en lo que a objetividad respecta: al Putumayo sólo
se podía ingresar con la colaboración de las autoridades de Iquitos y de
la Casa Arana y, por si esto fuera poco, en un barco que perteneciera a
don Julio. El gobierno del Perú nombró a Carlos Rey de Castro, cónsul
peruano en Manaos ––que recibía honorarios de Arana–– para que lo re-
presentara durante el recorrido. Si se hubiera buscado la imparcialidad,
los funcionarios extranjeros deberían haber viajado acompañados por
una mínima escolta, un médico y un traductor, y gozado de una absolu-
ta libertad de movimientos. No fue así. Partieron de Iquitos hasta la de-
sembocadura del río Putumayo en el Amazonas. Allí, donde el curso de
agua se interna hacia las tinieblas, los esperaba el propio Julio César Ara-
na a bordo del Liberal. Acompañaba a los viajeros un fotógrafo, Silvino
Santos, laudable iniciativa de Arana, ya que gracias a esas placas fotográ-

324
ficas conocemos al Putumayo en aquellos días. Posteriormente, Santos
filmaría una película financiada por Arana donde se mostraban las bon-
dades del Putumayo.
El viaje estuvo obsesivamente fiscalizado por Arana y Rey de Castro.
Existe una sola fotografía de este insólito grupo tomada en la cubierta su-
perior del Liberal ––las restantes son en las secciones caucheras o en las
ceremonias indígenas y tienen un aspecto decididamente turístico––, don-
de se pueden percibir con nitidez los rasgos de los pasajeros, como si los
hubiera inmortalizado un pintor. Bajo un toldo protector y sentados al-
rededor de una mesa, en primer plano, aparece Julio César Arana flan-
queado por Ubaldo Lores, capitán del barco; en segundo plano, se divi-
sa al cónsul norteamericano, Stuart Fuller, de impecables traje blanco y
corbata oscura; al cónsul británico, George Michell, con cuello duro a
pesar del calor tropical, y a Carlos Rey de Castro, de prominentes bigo-
tes. Sobre la mesa se descubren un mantel y platos blancos, y botellas,
presumiblemente de cerveza.
Se había convenido que, en cada sección cauchera, se labrarían ac-
tas firmadas por los cónsules como testimonio de lo que habían visto. La
iniciativa no prosperó, pues los funcionarios extranjeros alegaron que su
viaje era de simple carácter consular, y no tenía ningún propósito inves-
tigativo, salvo en lo referente al establecimiento de misiones católicas en
los ríos. Para Michell y Fuller, que habían leído los artículos de Walter
Hardenburg en Truth y el informe de sir Roger Casement, era paradóji-
co estar viajando por el Amazonas nada menos que con Julio César Ara-
na. Seguramente, éste habrá desplegado su encanto personal, su astucia
y su olfato certero para que la convivencia fuera tolerable.
Existen dos versiones acerca de este viaje: la que resulta de los infor-
mes presentados a sus respectivos gobiernos por los cónsules Michell y
Fuller ––que indignaron a Arana y a Rey de Castro–– y la que propone el
libro que escribió este último, Los escándalos del Putumayo, Carta Abier-
ta dirigida a Geo B. Michell, Cónsul de S.M.B, impreso en Barcelona, en
1913. La primera se basó, fundamentalmente, en el informe del cónsul
inglés, Michell, que tenía años de experiencia en África. No lo espanta-
ban el trópico ni las enfermedades. Recorrió gran parte de las secciones
caucheras sin la compañía de su colega norteamericano, que prefería que-
darse en las carpas prolijamente montadas.
Michell recorrió Argelia, Unión, Florida y El Encanto. De su testimo-
nio se desprende que rara vez se libraba de la presencia de Arana y Rey

325
de Castro, que eran capaces de caminar kilómetros, jadeantes, bajo el in-
soportable calor, para controlar cada movimiento y qué conversaciones
mantenían con empleados e indios. Arana se había transformado en un
hombre corpulento y pesado, que padecía de una ciática que llegaba a
paralizarlo de dolor. Sin embargo, agitado, casi sin aliento, arrastrando
su cuerpo voluminoso, no dejó de estar, ni por un instante, con los cón-
sules. Había logrado que los indios lo llamaran cariñosamente “papá”. En
su informe, Michell escribió:

Bajo la apariencia de permitirnos completa libertad de acción, de-


jando a nuestra elección el itinerario, poniendo todos los recursos de
la compañía para nuestro servicio y confort y los de las autoridades
para nuestra seguridad, sus propios medios de obtener información,
su fotógrafo y su agrónomo a nuestra disposición, consiguió dificul-
tar y demorar nuestros movimientos en toda forma.
Su ansiedad [se refiere a Rey de Castro] para no perdernos de vista
fue divertida y evidente. Aun cuando físicamente incapaz de un ejer-
cicio severo, nos siguió sobre sendas fatigadoras, entre sol y tempes-
tades y por doquiera nos dirigíamos.
El espionaje sobre nuestras conversaciones con los aborígenes que-
dó francamente admitido por el señor Rey de Castro en la segunda
parte de su carta: “Respetando la libertad de acción de ustedes, he-
mos procurado que disfrutaran en sus investigaciones de la mayor
independencia, pero sin olvidar que nuestros deberes más elementa-
les de representantes del gobierno del Perú en territorio de dominio
nacional nos obligaban a anotar con esmero cuáles podían ser los
datos, informes o impresiones que ustedes iban recogiendo”.
Pero tuvimos conversaciones con los indios, quienes nos dijeron con
franqueza que tendrían gusto en ver que los peruanos (sic) se mar-
chasen y los dejasen solos.
Con la excepción de tres días de marcha en el camino de Último Re-
tiro a Entre Ríos, nunca estuvimos libres de la compañía de un gran
número de empleados y agentes de la empresa, cuyos constantes es-
fuerzos para mostrar lo mejor de todo y cuyas prolijidades sobre la
condición satisfactoria de los aborígenes, su tratamiento generoso y
paternal de parte de los peruanos y las buenas relaciones existentes
entre los indios y los blancos, eran tan evidentes que se hacían fati-
gantes.

La pregunta inevitable es por qué Julio César Arana ponía tanto em-
peño en demostrarles a dos funcionarios, uno norteamericano y el otro

326
inglés, que el Putumayo era poco menos que un paraíso. Hacía un año
que la Peruvian Amazon Company había dejado de operar como tal y
nadie se hubiera atrevido a desalojarlo de ese inmenso territorio selváti-
co. Pero el Putumayo era una región en litigio ––el año anterior se había
librado el combate de La Pedrera entre fuerzas peruanas y colombianas––
y lo peor que podía sucederle a Arana, que no tenía títulos de propiedad
sobre esa zona, era que el Perú cediera ese territorio a Colombia, lo que,
de hecho, sucedió dieciséis años después.
Estados Unidos había mantenido una sospechosa neutralidad en los
escándalos del Putumayo: enviar a un cónsul a recorrer la zona no equi-
valía a involucrarse. Si Perú era internacionalmente desacreditado con
respecto a las atrocidades y si se demostraba que todavía persistían, era
probable que la situación se aprovechase para que Bogotá y Washington
llegaran ––para utilizar un término en boga en esa época–– a un entente
cordiale en la cuestión de Panamá. Este país se independizó de la Gran
Colombia, apoyado por los Estados Unidos, con el solo fin de que el go-
bierno norteamericano construyera y administrara el futuro Canal de Pa-
namá (que sería inaugurado dos años después). Qué mejor, para apaci-
guar a los colombianos, que ofrecer el Putumayo. Colombia no correría
el riesgo de intervenciones armadas estadounidenses, como las llevadas
a cabo en Cuba, Nicaragua o Filipinas. Por todo lo dicho, Julio César Ara-
na temía, y con razón, que las denuncias en su contra sirvieran para des-
pojarlo de lo que tanto le había costado construir.
En su libro, Rey de Castro ridiculiza a Michell. Registra así un diálo-
go entre el cónsul y Julio César Arana:

––Si el gobierno peruano otorga títulos definitivos de propiedad a la


Peruvian Amazon Company, ¿todo esto será de Inglaterra, no es cier-
to? ––preguntó Michell.
El señor Arana, con esa bonhomía característica y a la cual debe sin
duda haber mantenido hasta hoy una lucha capaz de derribar tita-
nes, contestó tranquilamente:
––Del mismo modo que sería de Inglaterra una casa que usted com-
prara en Lima.
Más tarde, en una de nuestras cordiales conversaciones que me ha-
brían autorizado para suponerle un hombre sincero y leal, me dijo
usted:
––Parece mentira que los países de Europa se anduvieran matando por
pedacitos de tierra, cuando hay aquí tan espléndidas inmensidades.

327
Se me ocurre que esos rasgos llevan encerrada la deducción que, se-
gún el criterio inglés, se desprendería de los párrafos transcriptos. Ya
en el parlamento británico fue lanzada la idea de administrar el Pu-
tumayo por una delegación de ingleses y de norteamericanos.

En su informe, Michell señaló que las autoridades de Iquitos le die-


ron todas las posibilidades de escape a los ex jefes de sección. También
que la orden de detención contra Pablo Zumaeta “fue abiertamente mo-
fada” y que el juez Valcárcel, que la ordenó, “fue despedido de su pues-
to”. Aun más, comprendió la psicología del habitante de Iquitos en lo que
respecta al indio y lo que realmente le importaba en el Putumayo.

Las autoridades peruanas y el sentimiento general en Iquitos están


mucho más preocupados acerca de la soberanía del Perú en el Putu-
mayo que las condiciones en que viven los indios. El sistema de peo-
naje está tan firmemente arraigado en el país, que impide el menor
sentimiento de consideración hacia el indígena, que es utilizado co-
mo sirviente y no existe la intención de cambiar las cosas. El único
sentimiento en Iquitos es la molestia por haber sido expuestos inter-
nacionalmente. Incluso aquellos que admiten la veracidad de las acu-
saciones, no demuestran piedad por las víctimas, ni tampoco la de-
terminación de prevenir abusos en el futuro. Su única preocupación
es la posición del Perú en este asunto.

Peor fue el informe del cónsul norteamericano Stuart Fuller. El 21 de


diciembre llegó a Nueva York procedente de Liverpool en el vapor Me-
gantic, después de soportar una pavorosa tempestad que retrasó en dos
días el arribo de la embarcación. El cónsul había enviado tres informes
preliminares al Departamento de Estado, que no hacían sino confirmar el
informe de Casement. The New York Times, en su edición del 22 de di-
ciembre de 1912, recapitula con horrible precisión los horrores ya publi-
cados, abundando en decapitaciones, azotes e incineraciones. El diario
afirmaba que el cónsul de los Estados Unidos “había recogido los datos
durante su largo y peligroso viaje en las selvas del Alto Amazonas”. Pero
es sabido por Rey de Castro que Fuller prefería la comodidad de la carpa
a las prolongadas caminatas y solía recibir a los que regresaban de las mis-
mas con una copa de champaña en la mano. El periódico también aseve-
ra que Fuller “recibió órdenes de realizar el largo viaje a bordo de su pro-
pia embarcación, desechando transportes u hospitalidad de cualquier tipo

328
por parte de empleados o agentes de la compañía cauchera”. Tanto el tes-
timonio de Rey de Castro como la fotografía que muestra al cónsul almor-
zando cómodamente en la cubierta del Liberal, desmienten la versión.
Iquitos vivía al margen de los escándalos del Putumayo. La ciudad
amazónica estaba demasiado inmersa en sus propios problemas para
preocuparse por la publicación de un informe en Inglaterra. Pero en Li-
ma los escándalos del Putumayo tuvieron otra repercusión y fueron par-
ticularmente embarazosos para el gobierno del presidente Augusto Le-
guía ––que terminó su primer mandato a fines de 1912––, debido en parte
a las presiones de una nueva asociación de defensa del indio que había
surgido en 1909. Lo que menos le importaba al gobierno del Perú eran
las atrocidades; más pesaba la intrincada red de intereses económicos y
políticos que transformaban al Putumayo en un volcán. Ni Perú ni Julio
César Arana podían darse el lujo de perder ese territorio tan valioso pa-
ra las arcas fiscales (en 1910, Iquitos proveía el diez por ciento de los in-
gresos del país). Además, había surgido un fuerte sentimiento naciona-
lista exacerbado por las denuncias de Casement y Hardenburg, por la
publicación del Blue Book y por la injerencia de potencias extranjeras
en los asuntos internos del Perú. La posibilidad de que la región cayera
en manos colombianas enardecía a los nacionalistas que veían en Arana
un verdadero patriota, un empresario que aportaba riqueza, un hombre
que había hecho trabajar a indios caníbales.
Cuando Julio César Arana regresó de su viaje al Putumayo con los
cónsules Michell y Fuller, organizó sus negocios de acuerdo con nuevas
reglas de juego. Quería despegarse a toda costa de la Peruvian Amazon
Company y obtener títulos de dominio sobre el territorio entre los ríos
Putumayo y Caquetá (lo lograría en 1921, durante la segunda presiden-
cia de Leguía). Adoptó una estrategia de bajísimo perfil, hasta el punto
de hacer borrar su nombre de la lista de exportadores de caucho. Utilizó
como pantalla para sus negocios a un iquiteño prominente con el cual lo
unía el parentesco: Cecilio Hernández. Si bien 1912 fue el peor año en
materia de exportación de rabos del Putumayo ––la especialidad de Ara-
na––, una suerte de caucho inferior pero sumamente útil para revestir ca-
bles (don Julio sólo obtuvo el cinco por ciento del total de las exporta-
ciones de Iquitos), en años posteriores repuntó, alcanzando, en 1919, el
28,2 por ciento.
Pero las acciones judiciales distaban de haber concluido. El juez Ró-
mulo Paredes regresó de los Estados Unidos, donde había realizado una

329
intensa campaña de relaciones públicas afirmando que habían cesado las
atrocidades en el Putumayo y fue ampliamente entrevistado por The New
York Times en su edición del 2 de agosto. Recalcó que fue absolutamen-
te innecesario que el Congreso norteamericano hubiera aprobado una
resolución con respecto a este tema recomendando tomar acciones in-
mediatas. Pero Iquitos ejercía un raro magnetismo en sus habitantes, so-
bre todo cuando había grandes intereses en juego, y eso fue lo que suce-
dió con el juez Paredes: el defensor de la dignidad del indio, el que había
librado 235 órdenes de arresto, el que había confirmado los más horren-
dos crímenes, cambió sorpresivamente de actitud. Cuestionó la injeren-
cia británica en el Putumayo y el informe de Casement, alegando que re-
curría a los testimonios de los negros de Barbados, denominados las
“hienas del Putumayo”, y que gran parte del mismo se basó en las denun-
cias de Benjamín Saldaña Roca, en 1907, un hombre “de dudosa morali-
dad”. Sir Roger Casement se enfureció. ¿Qué había producido ese ines-
perado paso atrás? Es de suponer que la presencia de Julio César Arana
en Iquitos tiene que haber influido en el ánimo del juez, que ahora pro-
clamaba a viva voz que en los ríos caucheros la situación se había nor-
malizado y que lanchas de guerra patrullaban la red fluvial.
No fue esa la posición del juez Carlos A. Valcárcel que, por haberse
tomado la licencia que le correspondía, había sido dejado cesante por la
Corte de Iquitos, una manera amazónica para librarse de él. Viajó a Li-
ma y la Corte Suprema de Justicia del Perú lo repuso en sus funciones.
El hecho de regresar como juez a Iquitos no le sirvió de nada: la justicia
peruana estaba hecha para ser burlada y era difícil condenar a una per-
sona de prestigio. La maraña de disposiciones procesales estaba hecha
en favor de los delincuentes, a quienes terminaba amparando. Veamos lo
que el mismo juez Valcárcel escribió acerca de la impunidad y cómo po-
día obtenerse sin necesidad de apartarse de la ley.

El proceso sobre los crímenes del Putumayo se encuentra pues en es-


tado de sumario, a pesar de que se inició en el año de 1907 y proba-
blemente no concluirá nunca; pues la Corte de Iquitos ha ordenado
que se sigan tantos juicios como enjuiciados hay por delitos cometi-
dos en el Putumayo durante diez años, y como son numerosos esos
delitos y existen doscientos cincuenta y cinco enjuiciados, se forma-
rán cuando menos doscientos cincuenta y cinco expedientes que no
podrán tramitar los dos jueces de Iquitos. Además, como el ex geren-
te Vega y Julio César Arana y demás directores peruanos de la Peru-

330
vian Amazon Company están enjuiciados por encubridores de cada
uno de esos crímenes, habrá que tomárseles declaraciones en cada
expediente, o sea, miles de declaraciones (lo que será humanamen-
te imposible); y si a eso se agrega que cada enjuiciado es a la vez tes-
tigo de muchos crímenes se formará un maremagnum tal que nadie
podrá entenderse. Ya se puede imaginar la situación de un juez que,
para expedir resolución en un expediente, tenga que estudiar dos-
cientos cincuenta más.
Lo que se pretende con semejantes procedimientos es que pasen al-
gunos años para echar tierra al asunto.
Ni al abogado de Arana se le hubiese ocurrido un medio de defensa
como el que la Corte de Iquitos le ha proporcionado.

Hacia fines de 1912 Iquitos vibraba de actividad. La presencia de Ju-


lio César Arana en la ciudad debe de haber estimulado el patriotismo en
aquellos que, al año siguiente, constituirían formalmente la Liga Loreta-
na. Nadie podía oponérsele, ni siquiera, como se verá, un juez de la Na-
ción. Apenas concluida la misión de los cónsules Michell y Fuller en el
Putumayo, la alta sociedad iquiteña decidió homenajear a Arana con un
banquete en el Salón de los Espejos del Hotel Continental. No faltó na-
die: estaban los Morey, los Hernández, los Del Águila ––la esencia de la
aristocracia amazónica––, los representantes de las grandes casas comer-
ciales y todos los funcionarios, desde el alcalde para abajo. Fue un festi-
val de alabanzas al cauchero. Luis Felipe Morey y Carlos Rey de Castro
se deshicieron en loas al gran civilizador, al creador de empleo en el Pu-
tumayo. Hubo una sola crítica, la del editor de un diario local que seña-
ló que Arana había sido acusado de prácticas reprobables. Don Julio res-
pondió al cuestionamiento, apelando a la sensibilidad de los presentes, a
que nada se le había probado y a que estaba en Iquitos como liquidador
de la Peruvian Amazon Company ––qué mejor prueba de confianza––, lo
cual era cierto porque había estado en La Chorrera en calidad de tal. Esa
noche, Arana era el rey de Iquitos. La ciudad lo idolatraba.
Al decir la ciudad, nos referimos a los pocos privilegiados que mane-
jaban la economía. Iquitos, en 1912, no tenía motivos para homenajear
a nadie. La hegemonía del caucho se le iba progresivamente de las ma-
nos como consecuencia de un producto mejor y más económico prove-
niente de las plantaciones asiáticas, que acaparaba el 29 por ciento del
mercado mundial, cifra que dos años después ascendería al 60 por cien-
to. El monopolio del transporte fluvial y marítimo seguía perteneciendo

331
a la Booth Company, pero había terminado la época en que innumera-
bles vapores colmaban los muelles y la rada: cada vez recalaban menos
barcos, lo cual equivalía a menos productos importados. Los artículos de
primera necesidad aumentaron desmesuradamente de precio y comen-
zaron a escasear. Los primeros nubarrones del huracán que terminaría
destruyendo la economía amazónica, aparecieron ese año en el horizon-
te, aunque sólo un puñado de perspicaces comprendió esas señales. En
el Hotel Continental, ese 5 de noviembre donde se agasajaba a Julio Cé-
sar Arana, mientras las copas de cristal tintineaban y se agotaban las exis-
tencias de caviar, de foie-gras y de Veuve-Clicquot, pocos imaginaron que,
nueve años después, Iquitos estaría sumida en la más pavorosa miseria,
como una aldea abandonada en el corazón de la selva.
En el trópico todo era posible, aún lo inimaginable. El 10 de diciem-
bre, el juez Carlos A. Valcárcel libraría una orden de captura contra Ju-
lio César Arana del Águila Hidalgo y Juan V. Vega, como encubridores
de los crímenes en el Putumayo.3 Si se lee la tipificación de ese delito y
su enumeración taxativa dentro de la legislación penal peruana, no cabe
duda de que Arana era absolutamente culpable. Pero ordenar una cap-
tura, en el Iquitos de 1912, no era lo mismo que practicarla. La noticia
quedó en meros fuegos de artificios. Julio César Arana no se encontraba
en la ciudad, y, posteriormente, la Corte de Iquitos revocó la orden. Tres
días después de emitida la orden de captura, la Casa Arana promovió una
pueblada contra el juez Valcárcel. Una turba enardecida ganó las calles
en busca del funcionario, y sólo la intervención del juez Rómulo Pare-
des, que recriminó al prefecto el permitir semejantes demostraciones, sal-
vó a su colega. Billinghurst, el nuevo presidente del Perú, apoyó a Val-
cárcel. Pero el juez, acaso temiendo por su vida, partió a Manaos, a la
seguridad que le brindaba una ciudad extranjera.
El advenimiento de 1913 se festejó en Iquitos como si el mundo hu-
biera olvidado los crímenes del Putumayo. No era así: en Londres, un
Comité Selecto parlamentario abriría una resonante investigación. Los
principales protagonistas de esta tragedia ––Arana, Hardenburg y Case-
ment–– se volverían a encontrar, y desde el estrado enfrentarían a la opi-
nión pública mundial.

El 6 de noviembre de 1912, público y periodistas colmaban el recin-


to con vista al Támesis del primer piso de la Cámara de los Comunes,

332
donde se reuniría por primera vez el Comité Selecto del Putumayo. Tra-
taría de establecer qué responsabilidad tenían los miembros ingleses del
directorio en los crímenes que se habían cometido en ríos del Amazonas,
que superaban en horror a los del Congo, a los de Santo Tomé y a los de
Angola (estos dos últimos, colonias portuguesas). El Comité Selecto era
una heterogénea mezcla de profesionales, nobles y ciudadanos comunes.
La presidencia había recaído en Charles Roberts, un prominente aboga-
do londinense; otros integrantes eran William Joynson-Hicks, futuro Lord
Brentford y ministro del Interior, y el sofisticadísimo lord Alexander
Thynne, hijo menor del marqués de Bath, rico, deportista y propietario
de un deslumbrante country house en Sussex. La espada la esgrimiría el
punzante John Gordon Swift MacNeill, dotado de una diabólica habili-
dad para acorralar al interrogado. Los restantes miembros del tribunal
eran anodinos habitantes de localidades como Croydon o Wexford
North. Las primeras semanas fueron una suerte de período de prueba, en
el que desfilaron desde sir Roger Casement, hasta el periodista Horace
Thorogood (a quien había intentado sobornar Abel Alarco). Casement
mostró las más horripilantes fotografías de las víctimas, como también
las baratijas y las armas obsoletas con las cuales la Peruvian Amazon
Company pagaba el trabajo de indios.
Cuando Henry Gielguld, que había recorrido el Putumayo fiscalizan-
do las cuentas de la compañía, subió el estrado y lord Thynne le pregun-
tó si no le parecía excesivo que una empresa cauchera hubiera gastado
siete mil libras esterlinas ––una fortuna para esa época–– en fusiles, res-
pondió lacónicamente que en el Amazonas convenía estar armado por
la cantidad de jaguares que poblaban la selva. El auditorio estalló en car-
cajadas. No le fue mejor a John Russel Gubbins. Afirmó ignorar que el
estatuto de la compañía incluía una cláusula, la 169, que autorizaba a no
dar información a los accionistas sobre actividades que pudieran com-
prometer los negocios y el modus operandi, y también que los jefes de las
secciones caucheras cobraban porcentajes de la recolección. Arana fue
la pantalla a la cual siempre recurrió, enfatizando que siempre había creí-
do en sus informes y en su palabra. Joyhson-Hicks, que conducía el inte-
rrogatorio, estalló de indignación.
––¿Eso es todo lo que puede decir? Usted trata a la Anti-Slavery So-
ciety, a Truth y al Foreign Office del mismo modo, con la misma indife-
rencia, negando su responsabilidad y, la verdad, es que parece satisfecho.
¡Su única evidencia era Arana, Arana, Arana!

333
Gubbins repuso que el hecho de que Julio César Arana y su familia
poseyeran el ochenta y tres por ciento del capital accionario, hacía difí-
cil tomar decisiones e incluso investigar. Afirmó también que de haber
tenido treinta años menos se hubiera internado en la selva, pero que no
podía pedírsele eso a un hombre de su edad. Había hecho cuanto estaba
a su alcance, incluso enviarle una carta al presidente Leguía. También,
dijo, le había sugerido al coronel Bertie, que presidió la comisión que en-
vió la compañía al Putumayo, que estudiara la posibilidad de erigir ins-
talaciones para criar cobayos, un animal limpio, fácilmente criable y que
podía transformarse en un oportuno alimento. Sería fatigoso detallar las
declaraciones, que se resumieron el 7 de enero de 1913. La mayor parte
de ellas fueron evasivas que dejaron al descubierto la negligencia de los
directores británicos.
Sin embargo, explotó una bomba que se trasladó a los titulares de los
diarios londinenses: Julio César Arana se presentaría a declarar ante el
Comité Selecto del Putumayo, una iniciativa que tomó por sorpresa a to-
do el mundo. Lo previsible era que el rey del caucho hubiera permane-
cido en la penumbra, lejos de ese escenario, haciendo valer su ciudada-
nía peruana y la jurisdicción donde se habían cometido los crímenes. Si
bien podía molestarle que su nombre apareciera en la primera plana de
los periódicos, no corría ningún peligro ya que gozaba de inmunidad.
Pero Arana era hombre de enfrentar la adversidad. Para él, no exis-
tían el dilema moral ni la culpa: sólo explotaba económicamente un te-
rritorio, asegurando a la vez que éste perteneciera a su país. Además, era
un hombre de familia y jamás dejaría de dar la cara cuando su reputa-
ción y la de los suyos estaban en juego.
El 4 de marzo de 1913, Julio César Arana desembarcó en el puerto
de Fishguard, en Gales, proveniente de Manaos a bordo del Lanfranc. In-
glaterra ardía: los diarios de todo el país anunciaban, en grandes titula-
res, “Arana viene para enfrentar la música” (Arana comes to face the mu-
sic). Pero nadie lo reconoció cuando descendió por la planchada, ni
cuando tomó el tren a Londres. Ningún pasajero sospechó que ese hom-
bre corpulento, impecablemente vestido con polainas y una perla abro-
chada en la corbata, era el célebre “asesino” del Putumayo que se dirigía
a enfrentar a una comisión investigadora. En Londres se alojó en su ho-
tel favorito, el Cecil, y se aprestó a encarar no a una comisión sino a un
tribunal, el Chancery División of the High Court of Justice, a cargo del
juez Swinfen Eady, donde sufriría su primera gran derrota.

334
En 1912, algunos accionistas de la Peruvian Amazon Company ob-
jetaron que Julio César Arana fuera el liquidador de la misma e iniciaron
una acción judicial para removerlo; el 19 de marzo, el magistrado orde-
nó la liquidación de la compañía y apartó a Arana de su cargo de liqui-
dador, alegando que era la última persona que podía aspirar a ejercer esa
función. Tampoco excluyó a los miembros del directorio de responsabi-
lidad por la forma en que se había extraído el caucho y consideró que si
Arana ––como alegaba–– no estaba al tanto de las atrocidades, debería
haberlo estado.
El cauchero habrá quedado perplejo. El cargo de liquidador asegura-
ba la presencia peruana en el Putumayo y lo facultaba ampliamente pa-
ra realizar todo tipo de maniobras en las diversas secciones caucheras,
lo cual no sólo le daba poder, sino que le permitía continuar con sus ne-
gocios. Quién se enteraría, en Londres, de sus tejes y manejes. De todos
modos, esta decisión judicial no lo afectaría en el largo plazo: si la com-
pañía se disolvía, el territorio volvería a su poder. Ya no contaba con el
apoyo de Leguía. Perú tenía un nuevo presidente, Guillermo Billinghurst,
que no comulgaba precisamente con Arana. Pero el verdadero peligro es-
taba nuevamente en el gobierno de Bogotá y en las maniobras que podía
realizar para recuperar el territorio, al no existir más una compañía in-
glesa en el Putumayo.
Arana debía presentarse ante el Comité Selecto del Putumayo el 26
de marzo, pero un hecho imprevisto se agregó a la ristra de catástrofes:
recibió la noticias de que Eleonora se encontraba gravemente enferma
en Suiza. Le concedieron una prórroga y su presencia en la Cámara de
los Comunes fue diferida para el 8 de abril. Esa misma noche, después
de escuchar el veredicto del juez Swinfen Eady, abordó el tren, cruzó el
Canal de la Mancha y subió a un wagon-lit con destino a Ginebra. Ape-
nas ingresó a la Villa Salisco, en Ginebra, donde vivían Eleonora, sus hi-
jos y un ejército de sirvientes e institutrices, pudo respirar tranquilo: su
mujer estaba fuera de peligro y padecía lo que hoy se definiría como una
depresión, unida a una crisis de pánico. Los médicos que la atendían atri-
buían ese estado a un exceso de problemas, a tener que vivir en un país
que le era indiferente y, sobre todo, a lo que había sucedido ––y seguía
sucediendo–– en Londres.
Julio César permaneció día y noche a su lado, brindándole afecto, de-
volviéndole todo lo que había recibido de ella durante una vida. Acaso
Arana haya comprendido entonces que el sueño europeo había llegado

335
a su fin. No se habían ido de Iquitos por esnobismo, sino por la imposi-
bilidad geográfica de viajar a Lima y por la falta de colegios en el Ama-
zonas. Pero es inevitable preguntarse si durante aquellos días aciagos no
habrán lamentado dejar la calle en la esquina de Próspero y Omagua, la
compañía de sus amigos, de sus parientes y de esa servidumbre sencilla
pero leal. En la impersonal Ginebra, donde no tenían un solo lazo de
afecto, terminarían siendo repudiados. Pero esos quince días transcurri-
dos en familia fortalecieron al matrimonio y, con seguridad, Eleonora pu-
do salir de su estado depresivo, aunque más no fuera para darle fuerzas
a su marido. La presencia de Alicia, de Angélica y de Lily, su hija menor,
que terminaría identificándose con su padre y luchando por las mismas
causas, deben de haber contribuido a crear una ansiada paz. Cuando Ara-
na abordó el tren para regresar a Londres, el andén de la estación ferro-
viaria debe de haber sido una muestra acabada de lo que era una familia
latinoamericana: abrazos, besos, lágrimas, institutrices que desaconseja-
ban los desbordes emotivos y, finalmente, un hombre y una mujer que
supieron que nada ni nadie podría separarlos. El cauchero, mientras el
tren se alejaba y veía agitarse los pañuelos, debe de haber sentido que las
fuerzas tampoco lo habían abandonado.

El escándalo del Putumayo tenía sus propios protagonistas, desde el


“genocida” Arana, hasta el heroico Casement, sin dejar de incluir a los
miembros de la comisión selecta y a los directores de la Peruvian Ama-
zon Company. Pero en este implacable damero donde las piezas se mo-
vían de acuerdo con el clamor de un auditorio apasionado y de la pren-
sa internacional, faltaba la primera voz que se había alzado para revelar
las atrocidades: la de Walter Hardenburg. Su vida se había diluido en la
vastedad canadiense, pero no por eso estaba al margen de los aconteci-
mientos. Su partida se debió al hecho de que sus escalofriantes revelacio-
nes no habían sido oficialmente confirmadas por el gobierno británico,
por lo cual ningún editor se hubiera arriesgado a publicar un libro sobre
lo que sucedía en el Putumayo. Pero en julio de 1912 el escenario cam-
bió radicalmente. Al publicarse el Blue Book, que era una suerte de se-
llo oficial que se le había impreso al informe de sir Roger Casement, cam-
biaron también significativamente la posición ––y el bolsillo–– de
Hardenburg. Ese año, la editorial Fisher Unwin, que publicaba nada me-
nos que las obras de Joseph Conrad, editó The Putumayo. The Devil’s

336
Paradise. Hubo una segunda edición en 1913, lo cual habrá significado
interesantes ingresos para el autor.
En Canadá, el joven norteamericano había tentado suerte en diver-
sas ocupaciones. Su primer destino fue Toronto. Había cobrado doscien-
tas cincuenta libras esterlinas (la otra mitad fue para su amigo Perkins),
pero gran parte de los ingresos del matrimonio los obtenía su mujer que,
con una máquina de coser portátil, fabricaba pequeños toldos y cenefas
para tiendas. A lo largo de su vida, Hardenburg nunca demostró ser un
hombre de negocios, sino, más bien, un modesto operario y, luego, agri-
cultor. Tras residir un año en Toronto, el joven matrimonio fue tentado
por el Lejano Oeste canadiense. La localidad de Alberta prometía una
inesperada bonanza en materia de trigales y vacas lecheras, y así fue que
llegaron a un minúsculo poblado, Red Deer. Hardenburg consiguió tra-
bajo en el Canadian Pacific Railway y se aprestó a construir su casa de
madera con sus propias manos, ya que se habían incorporado dos hijos
a la familia, James y Gerald. La vida en Red Deer no era precisamente
excitante para un hombre que había recorrido el Amazonas en canoa,
que casi pereció bajo las balas de una lancha de guerra peruana en el Ca-
raparaná. Existen dos posibilidades: atenernos a la versión de los próxi-
mos acontecimientos que da su panegirista Richard Collier, o analizar
otros aspectos del repentino interés que sintió en la remota Alberta al en-
terarse de que corrían rumores de que era un chantajista y un falsifica-
dor. Envió cartas al cónsul norteamericano, en Pará, George Pickerell,
para que Julio Murriedas, que cumplía una condena en esa ciudad, asu-
miera la total responsabilidad con respecto a la falsificación de la letra
de cambio por 830 libras esterlinas. El funcionario respondió que Mu-
rriedas afirmaba jamás haberlo conocido.
A partir de este momento, Walter Hardenburg, repentinamente, co-
mienza a desvelarse por su buen nombre y reputación y escribe cartas al
editor de Truth, en Londres, Robert Bennet, que tampoco podía ofrecer-
le respuestas adecuadas. Llama la atención que una persona que vive en
los confines canadienses pueda sentir semejante preocupación ante una
acusación que poco podía comprometerlo. Su vida era otra y el Putuma-
yo había quedado atrás. Salvo, claro, que hubiera alguna razón económi-
ca de por medio y que Collier la haya omitido en forma deliberada. En
1913, se publicó la segunda edición de The Devil’s Paradise, sobre la cual
Hardenburg recibiría sus derechos de autor y un probable anticipo. En
este supuesto caso, lo que menos le convenía era una mala reputación,

337
ya que pondría en tela de juicio la veracidad de lo que había escrito en
el libro, basado más bien en informaciones oídas y no vividas. ¿Habría
publicado Fisher Unwin una segunda edición de The Devil’s Paradise si
quedaba demostrado que su autor falsificaba letras de cambio?
Al retomar las actividades el Comité Selecto del Putumayo, a princi-
pios de 1913, Hardenburg recibió una carta del reverendo John Harris,
de la Anti-Slavery Society ofreciéndole pagarle un pasaje en tercera cla-
se para que se trasladara a Londres, como también viáticos ––bastante
modestos, por cierto–– para que pudiera financiar su estadía. Esa carta
fue el resultado de una reunión de la Anti-Slavery Society, donde las au-
toridades convinieron costearle a Hardenburg el viaje a Londres para que
declarara ante el Comité Selecto y pusiera a resguardo su buen nombre.
Sorprende el interés de esta magnánima organización para decidir el tras-
lado de una persona que estaba a miles de kilómetros de Inglaterra, con
el solo objeto de que pudiera salvaguardar su reputación. Posiblemente,
existieron otros motivos. Si ante el Comité Selecto del Putumayo algún
director de la Peruvian Amazon Company declaraba en el estrado y de-
mostraba que la letra de cambio firmada por Hardenburg era falsificada,
el descrédito de éste se extendería a la Anti-Slavery Society que tanto lo
había apoyado.
Cuando Walter Hardenburg llegó a Liverpool, a bordo del Maurita-
nia, en el puerto lo esperaban el reverendo John Harris y varios periodis-
tas. Ese mismo día se presentó ante el comité de la Cámara de los Comu-
nes Julio César Arana, no porque alguien lo hubiera obligado, sino por
su propia voluntad. En el mundo de los negocios, en la City londinense,
en los círculos gubernamentales de Lima, en las grandes casas comercia-
les de Iquitos y de Manaos, se sabía bien quién era el señor Arana, más
allá de las denuncias por atrocidades cometidas en el Putumayo. Harden-
burg no era un hombre de negocios, sino un modesto empleado de cons-
tructores ferroviarios y en materia de buen nombre, el cauchero tenía in-
mensamente más para perder que él.
El 8 de abril, el rey del caucho peruano enfrentó a la comisión. Si el
auditorio que colmaba el recinto esperó ver a una suerte de indio de piel
oscura, amedrentado ante tanta magnificencia, se equivocó: Julio César
Arana del Águila Hidalgo ingresó sin inmutarse, con una notable pre-
sencia personal, una inusual elegancia y, sobre todo, un aspecto más eu-
ropeo que sudamericano. Su estatura imponente, su inesperado garbo,
deben de haber confundido a quienes esperaban encontrarse con un

338
hombre insignificante. Una vez en el estrado, se negó a hablar en un idio-
ma que no fuera el español, finalmente traducido al inglés por el doctor
Mascarenhas. La lluvia de preguntas se abatió sobre él, pero con asom-
brosa maestría siempre repuso con el tono justo. Cuando se le preguntó
por el más asesino de sus ex jefes de sección, Armando Normand, res-
pondió con una lógica impecable: por qué habría de sospechar que era
un sádico y un homicida si hablaba inglés y había sido educado en Ingla-
terra. Aún más, se había recibido de contador en Londres. Las declara-
ciones de Arana se reducen a una copia mecanografiada que se encuen-
tra en la Rhodes House Library, en Oxford.4 Richard Collier, a pesar de
considerar a Arana como el peor de los criminales, no deja de enfatizar
el sentido del humor del cauchero en The River that God forgot.

Existían acusaciones, afirmó Roberts (presidente del Comité Selec-


to), que niños y mujeres indígenas se habían vendido a cambio de di-
nero. Arana aclaró esto: se trataba de huérfanos que necesitaban ho-
gares. ¿Las mujeres también eran huérfanas?, preguntó Roberts.
Arana se encogió de hombros desplegando sus delicadas manos.
––En fin, caballeros… ustedes entenderán… Es imposible impedir
que los caucheros adopten a las mujeres indígenas como esposas.

Al preguntarle, por ejemplo, si los indios amazónicos realizaban fes-


tejos en memoria de sus libertades perdidas y como manifestación de pro-
testa ante la presencia del hombre blanco, simplemente respondió que
sólo extrañaban sus ancestrales guerras tribales, una actitud que difícil-
mente podría apoyarse en la segunda década del siglo XX. O, también,
si monjes capuchinos habían denunciado las atrocidades a las máximas
autoridades de la Iglesia Católica, desechó esa posibilidad: los monjes lo
saludaban afectuosamente en las calles de Manaos, ya que existía entre
ellos una vieja amistad. Jamás habían hecho mención a las referidas atro-
cidades. Si los miembros de la comisión, los periodistas y el público cre-
yeron que Julio César Arana iba a ser una presa fácil, pronto compren-
dieron su error. El cauchero ganó la primera batalla. Al día siguiente los
diarios londinenses recalcaron su rara personalidad y su serenidad. El
Daily Telegraph elogió su “buena disposición y aplomo”, el Daily Mirror
sus “notable calma y confianza”. Al corresponsal del Daily Mail Arana
le produjo “una impresión instintiva de energía y determinación”. Y el
Daily Express lo comparó con “un presidente de una república sudame-

339
ricana, una suerte de Aníbal peruano capaz de conducir un ejército en
los Andes”. La prensa favorable a Arana debe de haber enfurecido a la
Anti-Slavery Society y a los miembros del Comité Selecto del Putumayo.
Posiblemente, los atacantes hayan modificado su estrategia sobre la mar-
cha para no permitirle al cauchero que se evadiera por sutiles intersti-
cios. Contaban con otra carta, que sería la presencia de Walter Harden-
burg en el recinto, al día siguiente.
A las diez de la mañana del 9 de abril, Arana volvió a enfrentar al
Comité Selecto. Pero el clima y la agudeza del interrogador Roberts ha-
bían cambiado. Arana debe de haber percibido que su posición no era la
misma. Pero creyó que con argumentos ingenuos podía salirse con la su-
ya. Era imposible creer, por ejemplo, que se había enterado que sus jefes
de sección cobraban un porcentaje de la recolección del caucho a través
del informe de sir Roger Casement; o que las atrocidades cometidas en
el Putumayo eran culpa exclusiva de los colombianos. Uno de los pro-
blemas más embarazosos que debió enfrentar Arana fueron los famosos
gastos de conquistación que, en los libros, ascendía a la inverosímil su-
ma de 11.400 libras esterlinas. La discusión semántica acerca del verbo
conquistar fue poco menos que interminable, explicando el interrogado
que, en el Amazonas, no se utilizaba con el mismo sentido que lo hubie-
ran hecho Pizarro o Cortés, sino que se trataba de comisiones, o grupos
de personas, que se enviaban a la selva para intercambiar alimentos, me-
dicinas y herramientas por caucho, una práctica pacífica y común en el
Putumayo.
––Las comisiones, como usted señala, ¿iban armadas con rifles Win-
chester?
Arana explicó que toda persona que se interna en la selva amazóni-
ca debe ir armada por la presencia de jaguares. El público estalló en car-
cajadas, actitud que lo molestó profundamente. Pero a pesar de las risas
y de la animosidad de los miembros de la comisión y del auditorio, no re-
sultaba fácil incriminarlo. El temible Swift MacNeill debió admitir que al
señor Arana era imposible extraerle un sí o un no. El cauchero no se apar-
taba ni un milímetro de la estrategia que había trazado. ¿Las atrocida-
des? Han sido notablemente exageradas, sostuvo. Además, se conocie-
ron a través de un enviado del rey de Inglaterra, sir Roger Casement, que
se basó en el testimonio de los negros de Barbados y no de los indios y,
como es bien sabido en el Amazonas, esos negros eran capaces de inven-
tar cualquier cosa.

340
Fue entonces cuando llegó el plato fuerte que todos los miembros de
la comisión esperaban: cuestionar seriamente que Walter Hardenburg ha-
bía falsificado, en Manaos, una letra de cambio. Willoughby Dickinson,
el interrogador de turno, abrió el fuego.
––¿El señor Hardenburg intentó obtener dinero de usted prometién-
dole retener información?
––No lo hizo directamente ––respondió Arana––, pero me informa-
ron que estaba entrevistando a diversas personas con el objeto de escri-
bir un libro en contra de la compañía. Y si ésta lo compensaba económi-
camente por su equipaje perdido, nada haría al respecto.
Recordemos ––como señaló Arana ese día–– que Walter Hardenburg,
por algunos planos y papeles, reclamaba nada menos que siete mil libras
esterlinas, o sea, treinta y cinco mil dólares de aquella época.

––¿Afirma usted que Hardenburg negoció maliciosamente una letra


de cambio? ––preguntó Dickinson.
––Sí ––respondió–– y tengo en mi poder esa letra de cambio.
––¿Usted alega que fue falsificada por Hardenburg?
Julio César Arana intuyó el peligro y prefirió evitar afirmaciones ca-
tegóricas.
––No sé quién la falsificó. Tampoco afirmo que lo haya hecho Har-
denburg.
Ese repentino retroceso terminó convirtiéndose en pasto para las
fieras. The New York Times, que seguía de cerca los escándalos del Pu-
tumayo, en su edición del 10 de abril eligió un título equívoco para el
artículo enviado por su corresponsal en Londres. “Acusador enfrenta a
Arana” y, como subtítulo, “El rey del caucho es forzado a retractarse
sobre sus acusaciones de falsificación de documento”. Arana compren-
dió pronto que jamás podría imponerse a una comisión inglesa y, me-
nos, a la prensa anglosajona. Las atrocidades habían existido y él es-
taba al tanto de las mismas. No resultaba fácil, entonces, navegar en
aguas ambiguas sin dejarse atrapar, algo que realizó con verdadera
maestría. Siempre encontró la respuesta exacta capaz de no incrimi-
narlo. Cuando Swift McNeill, irónicamente, le espetó que era uno de
los hombres más chantajeados del planeta, ya que lo habían intentado
Hardenburg, el capitán Whiffen y hubo rumores que hasta el propio
Roger Casement, Arana no lo negó, salvo en este último caso. Pero el

341
interrogador fue aún más lejos: si Whiffen realmente lo había extorsio-
nado, sería exonerado del ejército y, si eso no sucedía, entonces Julio
César Arana era “un mentiroso público” (a public liar). Eso era más de
lo que el cauchero estaba dispuesto a soportar. Fue tal su mirada de in-
dignación, que el abogado defensor pidió una rectificación ante seme-
jante insulto.
––Creo que es mejor no formular la pregunta ––dijo Charles Roberts,
presidente de la comisión–– y que es mejor no utilizar ese lenguaje.
Claro que faltaba el inevitable conejo que sale de la galera y eso fue
lo que sucedió cuando se le indicó a Arana que Walter Hardenburg se
encontraba en uno de los bancos. Las declaraciones del joven ingeniero
norteamericano fueron previsibles y parciales en algunos aspectos. Cuan-
do se lo interrogó acerca del ataque a La Unión, en enero de 1908, res-
pondió que no fue provocado por los colombianos, ya que allí sólo ha-
bía quince peones cultivando la tierra. El costado más débil de su
testimonio fue su admisión de que no había presenciado ninguna atroci-
dad y sólo había escuchado hablar de ellas.
––¿Era de público conocimiento en Manaos y en Iquitos que los in-
dios morían como consecuencia de las torturas y que miles morían de
hambre? ¿Se comentaba esto en las calles?
––Sí ––respondió Hardenburg.
––¿Llegó usted a la conclusión de que los hombres tenían miedo de
hablar debido a que la compañía y el señor Arana eran poderosos?
––Sí, tuve esa impresión poco después de llegar a Iquitos.
––¿Diría usted que hablar en exceso de estos temas podría poner a
alguien en peligro?
––No diría que su vida correría peligro en Iquitos, pero si regresaba
al Putumayo, sería un asunto diferente.
––¿Vio usted las cicatrices en las espaldas de los indios, la marca de
Arana?
––Sí, efectivamente, la marca registrada de Arana.

Es evidente que las afirmaciones de Hardenburg, si bien coincidían


con la realidad, no surgían de experiencias personales. Si Miguel de los
Santos Loayza, jefe de El Encanto, le permitió el regreso a Iquitos, ello
se debió en parte a que Hardenburg nada había presenciado, excepto una
salva de disparos.

342
Al subir al estrado esa tarde, el cauchero declaró que Walter Harden-
burg era un falsificador y que había tratado de extorsionar a la compa-
ñía y que tenía documentación para demostrarlo. La comisión no se mos-
tró dispuesta a profundizar el asunto. Para el tercer día, ya era obvio que
Julio César Arana, por más ataques que recibiera, nunca se incriminaría
a sí mismo. Un típico diálogo en el estrado entre el cauchero y Swift Mc-
Neill, registrado en los archivos que se guardan en Rhodes House, Ox-
ford, se desarrolló así:

––¿Cree usted ahora que numerosos crímenes fueron perpetrados,


en el Putumayo, por agentes de su compañía?
––No tenía, en esa época, información al respecto.
––Le pregunto ––sí o no–– ¿lo cree usted ahora?
––Creo que ahora no se cometen crímenes.
––¿Cree usted que se cometieron?
––Sí, antes se han cometido.
––¿Cree usted que, en años anteriores, hubo mujeres quemadas vi-
vas, mutiladas y torturadas por agentes de su compañía?
––No creo que hayan sido mutiladas. Creo que hubo algunos casos
de flagelación y asesinato.
––¿Se quemaban vivos a los indios?
––Estos casos han sido descriptos de diversas maneras. No me ha si-
do posible probarlo debido a que no he conocido a esas personas.
––Usted no niega que ha sido demostrado, pero, en todo caso, que
no fue demostrado por usted.
––No ha sido probado por mí. No he podido hacerlo.
––¿Usted, por decisión propia, no ha tomado medidas para verificar
si estos hechos eran o no ciertos?
––Si estas personas que han hecho las denuncias no están más en la
región, ¿cómo puedo probarlo?
––Esa no es la respuesta a mi pregunta. ¿Ha iniciado alguna acción?
––De lo que me he ocupado es saber si todavía se cometen estos crí-
menes.
––Esa no es la respuesta a mi pregunta. Repito la pregunta. ¿Ha to-
mado acciones tendientes a verificar si lo que surge del informe de
Sir Roger Casement es verdadero o falso? ¡Quiero una respuesta! ¡Sí
o no!

Pero Arana estaba decidido a no dejarse arrancar una declaración


comprometedora. Interrogador e interrogado prolongaron un farragoso

343
diálogo plagado de evasivas y callejones sin salida. La falta de un respon-
sable directo, de una mente criminal fue lo que, para desgracia de la co-
misión, surgió de los interrogatorios. Las conclusiones, sin embargo, se-
ñalaron la “rígida indiferencia y el conocimiento culpable” de Arana y la
“ignorancia negligente” de los miembros del directorio como las causan-
tes de los crímenes del Putumayo. Afirmaban también que “el maltrato a
los indios no se limita a esta región, sino que constituye un ejemplo más
de las condiciones que imperan en vastas áreas de Sudamérica. El Putu-
mayo es apenas una instancia abominable, un fenómeno aislado”.
El escándalo había salpicado a Julio César Arana, aunque su reputa-
ción en el hemisferio norte era menos relevante que en el sur. En Lima
existían un gobierno que podía apoyar o atacar sus intereses, líneas de
crédito de prominentes bancos, legisladores y periodistas, es decir, sec-
tores de poder ante los que era imperativo hacer un descargo, aunque
fuera meramente formal. La capital peruana era un mundo aparte de
Iquitos y de Manaos, donde las prácticas hacia los indios eran conocidas
y condonadas. El buen nombre del cauchero en Londres o en Nueva
York casi dejaba de tener importancia: sus negocios en Europa y en los
Estados Unidos habían concluido y jamás los volvería a reanudar. Pero
debía defender a toda costa el vasto territorio comprendido entre el río
Putumayo y el Caquetá, que podía caer en manos colombianas. Cuanto
más manchado estuviera su nombre, más posibilidades tenía Colombia
de apropiarse de ese sector del Putumayo, apoyándose en el maltrato de
los peruanos hacia el indio.
El único modo de contrarrestar esa imagen negativa era a través de
una campaña de comunicación que hiciera quedar como mentirosos a
Hardenburg, Whiffen, Casement y el cónsul británico en Iquitos, Geo
Michell.
En 1913, Carlos Rey de Castro, ex cónsul peruano en Manaos y es-
tratega comunicacional de Arana, pergeñó una serie de publicaciones en
español apuntadas a descalificar las acusaciones que llovieron sobre el
cauchero. Las cuestiones del Putumayo fue una saga donde intervinie-
ron varios autores: Julio César Arana (Folleto número 3); los dos Memo-
riales, de Pablo Zumaeta; la Carta Abierta dirigida al cónsul de S.M.B.,
Geo Michell, de Carlos Rey de Castro ––en el libro denominado Los es-
cándalos del Putumayo–– y, por último, la carta dirigida por este autor,
junto con otras informaciones, al director del Daily News & Leader, de
Londres. Estas publicaciones financiadas por Julio César Arana, de las

344
que se editaron miles de ejemplares, fueron impresas en la Imprenta Viu-
da de Luis Tasso, en Barcelona, y distribuidas ampliamente en Lima y,
posiblemente, en algunas ciudades europeas. El 9 de julio de ese mismo
año, Julio César Arana se encontraba en Manaos y, aparentemente, en-
vió una carta cuyo destinatario es ignoto, pero que se hizo pública. Es in-
teresante reproducir algunos pasajes de esta:

He asistido, en silencio, desde hace más de seis años, a la incesante


campaña de difamación sostenida contra las empresas gomeras que,
mediante grandes esfuerzos y no pocos sacrificios, logré implantar
en las zonas bañadas por los ríos Putumayo, Caraparaná, Igarapara-
ná, etcétera.
A pesar de las continuas solicitaciones de amigos y allegados para
que levantara mi voz y cruzara aquella campaña, poniendo en evi-
dencia a sus autores y denunciando los móviles que éstos perseguían,
entendí que debía dejar al tiempo y a los representantes de la justicia
hacer su obra y producir la luz necesaria para el triunfo de la verdad.
…Todo lo he soportado, desde la agresión a mi persona hasta los que-
brantos, tal vez irreparables, a mi fortuna; y si de algo se me puede
tachar, creo que ha de ser de exceso de tolerancia, nunca de irritada
precipitación.
Lo menos que cabe permitir a un hombre a quien se ha pretendido
vulnerar en su honor, se ha conseguido lesionar gravemente en su si-
tuación económica y se ha arrastrado hasta el banquillo de los delin-
cuentes, es que no continúe callado, impasible, ajeno a cuanto cons-
tituye la razón de su existencia y sus prerrogativas de ser humano y
consciente.

Es innegable que en Julio César Arana existía un sentido del honor


que no entraba en conflicto con las atrocidades que fomentó para cons-
truir su imperio. Las cuestiones del Putumayo es una desordenada co-
lección de notas, comentarios personales, observaciones y revelaciones
que coincidían en su intención de demostrar la total inocencia de Julio
César Arana y de su cuñado y gerente de la Peruvian Amazon Company,
en Iquitos, Pablo Zumaeta. En su introducción a The Devil’s Paradise,
de Walter Hardenburg, Reginald Enock, explorador que conocía profun-
damente Sudamérica, definió a la perfección este sentido latinoamerica-
no de la negación. “Negar todo es el primer recurso al que apela la per-
sonalidad y el carácter del latinoamericano. Posee… la curiosa obsesión
de que la negación sistemática y eficaz equivale a la verdad, sin que im-

345
porten las condiciones reales”. Esa descripción refleja en forma exacta la
estrategia implementada por Arana ante las acusaciones.
Leídas hoy, las publicaciones financiadas por Arana parecen un ejer-
cicio en la refutación de lo demostrable y su sustitución por una “verdad”
más conveniente a sus intereses. Algunas aseveraciones contenidas en sus
páginas dejan mal parada a la “misión consular” que realizaron, en agos-
to de 1912, el cónsul británico en Iquitos, George Michell, y el norteame-
ricano Stuart Fuller: después de concluida la gira por diversas secciones
caucheras, y en forma poco acorde con el tono intransigente y condena-
torio que tendría su informe, vendieron a la Peruvian Amazon Company
tiendas de campaña y equipos que ya no necesitarían. Más polémica aún
es la fotografía que presentó sir Roger Casement ante el Comité Selecto
––e ilustró, también, el libro de Hardenburg–– que muestra a una vieja in-
dia moribunda en una hamaca. La cabeza le cuelga, los ojos se ven de-
sorbitados, la boca está entreabierta, y emerge una pierna que es sólo piel
y huesos. El epígrafe, en el libro de Hardenburg, indica “Un incidente en
el Putumayo. Mujer indígena condenada a morir de hambre en el Alto
Putumayo”. Pablo Zumaeta, en su Segundo Memorial, afirma:

Ahora, pasando a la fotografía que ha exhibido el señor Casement y


que asegura ser de una mujer condenada a morir de hambre, es otra
invención que no ha tenido fortuna, pues no se ha fijado en que, al
pie de la hamaca tiene aún plátanos (bananas) y víveres de los que
gastan los indios y, además, es cosa muy natural encontrar entre esa
gente alejada de lugares en que pueda recibir algún auxilio, algunos
que, por falta de asistencia, fallecen en el más completo abandono.

Por su parte, Julio César Arana sostiene que la fotografía “no tiene
relación alguna con el Putumayo y se trata de una india muerta de ham-
bre o de vejez en el río Yuvineto”. Puede ser que en este caso Arana di-
ga la verdad, ya que es improbable que Hardenburg o Casement hayan
tomado esa fotografía. El irlandés no hace referencia alguna a la misma
en su diario del Putumayo.
La publicación de esta colección de escritos no parece haber contri-
buido a atemperar el escándalo, que se iba apagando solo. A medida que
transcurría 1913, la opinión pública fue perdiendo interés en los escán-
dalos del Putumayo, la Peruvian Amazon Company y el señor Arana. Po-
siblemente, en el Perú muchos creyeran en la inocencia de la Casa Ara-

346
na. Además, la injerencia de Inglaterra en los asuntos internos del Perú
no fue bien recibida. El gobierno de Lima mostró el debido espanto al
hacerse públicas las atrocidades pero no se esforzó en castigar a los cul-
pables. Es posible que el poderoso lobby ferroviario británico en Londres
y Lima haya intentado influir en el curso de los acontecimientos, temien-
do un deterioro de las relaciones bilaterales entre ambos países que ame-
nazara las inversiones británicas en los ferrocarriles peruanos que ascen-
dían a veintidós millones de libras esterlinas.
Aún más importante, la época de desmesurada prosperidad cauche-
ra del Putumayo estaba llegando a su fin. La cantidad de goma recolec-
tada entre 1904 y 1906 fue de 2.947.800 kilos, cuyo valor en el mercado
londinense fue de un millón de libras esterlinas. En julio de 1914, Julio
César Arana cerró su oficina de Manaos, lo cual no significó que no pro-
siguiera con sus negocios en esa ciudad. El verdadero golpe al caucho fue
pocas semanas después, al estallar la Primera Guerra Mundial que cam-
bió la fisonomía de Iquitos, aunque no la de Arana, ya que el precio del
caucho se mantuvo en niveles bajos pero constantes durante la confla-
gración, y los “rabos del Putumayo” y sus derivados seguían encontran-
do mercados estables.

La Primera Guerra Mundial no sólo hizo olvidar el caucho, el Putu-


mayo y las atrocidades, sino que cambió dramáticamente la vida de uno
de los personajes que fue parte intrínseca de esta historia: sir Roger Ca-
sement. Ese hombre que había vivido veinte años en África, que investi-
gó los horrores que se cometían en el Congo, que reveló a Joseph Con-
rad la esencia de lo que sería El corazón de las tinieblas y que se adentró
en el imperio de la Casa Arana destapando los crímenes más impronun-
ciables, no pudo escapar a un destino que, probablemente, se venía in-
cubando desde su niñez.
Después de haber dejado el servicio exterior británico en 1913, via-
jó a los Estados Unidos y se dedicó a la causa de la independencia de Ir-
landa. Había desarrollado una profunda aversión por el colonialismo y
por la dominación británica. Ya en plena guerra, se instaló en Alemania
con su amante noruego Adler Christensen. Para ese entonces, Casement
era un hombre físicamente disminuido, como si los años transcurridos
en los trópicos hubieran dejado marcas graves; a principios de 1916, es-
tuvo internado en un sanatorio en Munich, luchando, además, contra un

347
irrefrenable deterioro mental. Ese mismo año se involucró en el levanta-
miento de Pascua, el Easter Rising, en Irlanda, que terminó costándole
la vida.
En mayo de 1915, en Alemania, escribió: “Se me había profetizado
siendo niño en Irlanda que sería ahorcado, y estoy empezando a creer
que la profecía puede llegar a ser cierta. Mientras tanto, haré todo lo ne-
cesario para justificar ser ahorcado”. Irlanda debía ser independiente y él
contribuiría a ese proceso. En Alemania, se dedicó a formar una Briga-
da Irlandesa compuesta por cincuenta hombres y a intervenir en una
aventura audaz y condenada al fracaso que terminó convirtiéndolo en un
héroe romántico. Un alzamiento en Irlanda le convenía a Berlín: Gran
Bretaña se vería obligada a movilizar tropas y buques, debilitando otros
frentes de batalla. Los insurgentes irlandeses necesitaban armas y Ale-
mania estaba dispuesta a suministrárselas.
Se convino que un buque, el Aud, con una tripulación que simularía
ser noruega, transportaría armas hábilmente disimuladas ––ni siquiera
las descubrieron los oficiales ingleses del Setter II, que realizaron una ins-
pección de rutina en alta mar–– a Irlanda. El plan era desembarcar vein-
te mil fusiles, diez ametralladoras y municiones en Fenit Pier, en la bahía
de Tralee. Roger Casement ––que por entonces contaba cincuenta y dos
años–– pronto descubrió que el apoyo alemán era absolutamente insufi-
ciente y recomendó a Dublín que aplazara el levantamiento; también
consideró que debería fiscalizar personalmente la entrega de las armas
en la bahía de Tralee. El 12 de abril de 1916 zarpó de Wilhelmshaven a
bordo de un submarino, el U-20, el mismo que había hundido el paque-
bote Lusitania en mayo de 1915, hecho que contribuyó en forma decisi-
va al posterior ingreso de los Estados Unidos en la guerra. No bien habían
traspasado Heligoland, debieron regresar a puerto por un desperfecto
mecánico. Al cabo de tres días zarparon en otro submarino, el U-19, cu-
yo capitán Raimund Weisbach era quien dio la orden de lanzar el torpe-
do que hundió el Lusitania. La demora no fue lo único que condenó el
operativo al fracaso. El armamento alemán, aun cuando hubiera llegado
a destino, no era suficiente para apoyar una rebelión. Como sea, el Aud
nunca pudo desembarcar las armas y Casement debió dejar el submari-
no y dirigirse en un chinchorro, junto con dos compañeros, a Banna
Strand, cerca de Fenit.
El 21 de abril, Casement fue detenido por dos policías. Fue llevado a
Londres, encarcelado en la prisión de Brixton y juzgado por traición en

348
Bow Court, cerca de Covent Garden, en Londres. Su discurso en el estra-
do pasó a la historia. No fue únicamente la traición lo que lo condenó, si-
no también el haber descubierto Scotland Yard sus Diarios Negros. Si era
difícil perdonar que hubiera traicionado a Gran Bretaña aliándose con el
enemigo y contribuyendo al plan alemán, si triunfaba el Easter Rising, de
establecer bases para submarinos en Irlanda, el descubrimiento de los
Diarios Negros, la detallada compulsión por registrar realidad y fantasía
hasta en sus mínimos detalles, fue más de lo que podía aceptar la socie-
dad de aquella época. Por otra parte, su diario personal fue oportunísi-
mo: la difusión de sus contenidos disminuía notablemente la posibilidad
de que en Irlanda ––y hasta en Inglaterra–– se lo convirtiera en mártir.
Sir Roger, aislado en su celda y sabiendo qué le depararía el destino,
recibió una comunicación inesperada y casi absurda: un telegrama de Ju-
lio César Arana, fechado el 14 de junio, en Manaos.

A mi llegada [se refiere a Manaos] he sido informado que será juzga-


do por alta traición el 26 de junio. La falta de tiempo me impide es-
cribirle para solicitarle que sea enteramente justo confesando sus cul-
pas ante un tribunal humano, sólo conocidas por la Justicia Divina en
lo que respecta a su actuación en el Putumayo. Todo fue sugerido por
Truth, por los agentes colombianos de la Anti-Slavery, Rosso, Toral-
bo y otros. Ha inventado hechos e influenciado a barbadenses para
que confirmaran actos inconscientes que nunca sucedieron, inventa-
dos por Saldaña, el ladrón Hardenburg, etc., etc. Tengo en mi poder
declaraciones de barbadenses que niegan todo lo que usted les obli-
gó a declarar, presionándolos como cónsul británico y asustándolos
en nombre del rey con encarcelarlos si se negaban a firmar sus pro-
pias palabras y declaraciones. Les ofreció buenas literas para llegar al
Brasil, país al cual los llevó engañando a las autoridades peruanas y
haciéndose cómplice de ellos según lo manifestó. Usted trató por to-
dos los medios de aparecer como un humanista con el fin de obtener
títulos y fortuna, sin importarle las consecuencias de sus calumnias y
difamaciones contra el Perú y hacia mi persona, produciéndome un
daño enorme. Lo perdono, pero es necesario que usted sea justo y de-
clare ahora en forma total y veraz los hechos verdaderos que nadie
los conoce mejor que usted.

Julio César Arana


14. 6. 16

349
Arana debe de haber querido aprovechar la desgracia de su oponen-
te para exculparse ante el presidente del Perú, ministros y banqueros. El
telegrama no hacía más que insistir en su línea de defensa: él seguía sien-
do inocente, Hardenburg y Whiffen un par de estafadores, los indios eran
caníbales y sir Roger Casement un mentiroso, al igual que los negros de
Barbados. Por eso había enviado el telegrama que el acusado de alta trai-
ción ni se dignó responder.
El 3 de agosto, en la prisión de Pentonville, Sir Roger Casement mar-
chó hacia el cadalso. Quienes lo acompañaban no pudieron dejar de
emocionarse ––alguno hasta lloró–– ante la dignidad que transmitía, su
pausado andar, su mirada que no pareció conmoverse ante el patíbulo.
El verdugo, Albert Ellis, escribiría que “me pareció el hombre más valien-
te entre los que tuve el triste destino de ejecutar”. Fue sepultado en la pri-
sión y recién se permitió que sus restos ––algunos dudaron que fueran los
suyos–– fueran trasladados a Irlanda en la década de 1990.

En Iquitos, donde se habían trasladado Eleonora y sus hijos, la muer-


te de Casement debe de haber regocijado a más de un cauchero. Pero era
historia antigua. La Primera Guerra Mundial marcó para la ciudad el ini-
cio de un ciclo de decadencia que alcanzó su cenit en 1921, cuando las
exportaciones de caucho alcanzaron cifras insignificantes.
También comenzó otro ciclo ––no sería el último–– en la vida de Ju-
lio César Arana. En 1916, a los cincuenta y dos años y atacado por una
persistente ciática que, a veces, lo dejaba postrado, prosiguió con sus ope-
raciones de venta de caucho, viajando entre Iquitos y Manaos, mientras
su familia ocupaba nuevamente la casa en la esquina de Próspero y Oma-
gua. Aún no se había asegurado sus territorios del Putumayo y no poseía
título de propiedad sobre los mismos. Desde una ciudad amazónica, na-
da podría hacer para escriturarlos a su nombre ni para que, si en algún
momento el Perú los cedía a Colombia, se pactara entre ambos países
una indemnización para él. El poder ya no estaba en Londres, sino en
Lima, y para acceder a él debería dedicarse a la política, e ingresar al par-
lamento para sancionar leyes que favorecieran al Departamento de Lo-
reto.
Julio César Arana, después de haber presenciado el derrumbe de la
Peruvian Amazon Company, de soportar ser humillado en la Cámara de
los Comunes, de haber sido acusado de genocidio en la prensa interna-

350
cional, sólo tenía un recurso para salvar a su imperio: convertirse en se-
nador y batallar desde el mismo centro del poder peruano.

NOTAS

1 Armando Normand fue extraditado al Perú, encarcelado en Iquitos, y escapó de


la prisión en agosto de 1915. Logró llegar al Brasil y jamás fue encontrado. Andrés
O’Donnell fue capturado en Caracas y juzgado en Lima. También fueron apresados,
en Bolivia, Abelardo Agüero y Augusto Jiménez.
2 El autor tuvo la oportunidad de conocerla en Iquitos, en julio de 2004, al cum-

plirse el centenario de su construcción. En la actualidad, funciona como museo flo-


tante.
3 Según el Código Penal del Perú que regía en 1912, son “encubridores los que

sin ser autores ni cómplices de un delito, intervienen en él después de perpetrado, a


sabiendas y de alguno de los modos siguientes: 1) Aprovechándose o auxiliando a los
autores o cómplices para que se aprovechen de los efectos del delito; 2) Destruyendo
u ocultando el cuerpo del delito, sus vestigios o los instrumentos con que se cometió,
a fin de impedir su descubrimiento. 3) Ocultando a los autores o cómplices o facili-
tándoles la fuga”.
4 Report and Special Report from Select Committee on Putumayo. Together with

this Proceedings of the Committee. Minute of Evidences and Appendices, London.


His Majesty Stationary Office.

351
La última batalla

La vida de Julio César Arana tiende a desaparecer de los libros de his-


toria a partir del derrumbe del precio del caucho y del fin de los escán-
dalos del Putumayo. Vivió treinta y seis años más y, en las últimas dos
décadas, poco menos que en la penumbra, en una modestísima casa en
Magdalena del Mar, en el jirón Echenique 289, a ciento cincuenta me-
tros de los acantilados que asoman al Pacífico. En ese barrio próximo al
sofisticado San Isidro, en Lima, transcurrió su opaca existencia en com-
pañía de Eleonora y de sus hijas. Pero al iniciarse la guerra y a pesar de
haber sido liquidada la Peruvian Amazon Company (la disolución final
de la compañía se realizó en 1920), tenía una fuerza asombrosa, un es-
píritu indoblegable y, después de todo, siempre estaba Iquitos, la casa en
la esquina de Próspero y Omagua y, last but not least, las doce mil mi-
llas cuadradas del territorio comprendido entre los ríos Putumayo y Ca-
quetá. Arana tenía mucho por realizar en el Perú, empezando por obte-
ner un título de propiedad de su imperio.
El departamento de Loreto seguía aislado de Lima, salvo por el ser-
vicio telegráfico, pero la inauguración del canal de Panamá en 1914 re-
dujo el trayecto entre la capital peruana y la del Amazonas. Desde el
puerto de El Callao, había que remontar el Pacífico hasta Panamá, cru-
zar el Canal, bordear la costa septentrional de Sudamérica hasta la de-
sembocadura del río Amazonas y, luego, navegar hasta Iquitos, periplo
que duraba poco menos de un mes.
Si bien en el Amazonas peruano las investigaciones del Comité Se-
lecto de la Cámara de los Comunes tuvieron relativamente poca reper-
cusión, el escándalo había conmovido al cauchero y a los suyos. La on-
da expansiva alcanzó a otra rama de la familia, que ni siquiera vivía en
Loreto. Marie Arana, descendiente de Pedro Pablo Arana ––primo her-

353
mano de Julio César––, describe en su delicioso libro American Chica,
cómo fue afectado su bisabuelo por los escándalos del Putumayo. Pedro
Pablo era prefecto, es decir, gobernador, de Cuzco y poseía un latifun-
dio en Huancavelica. El mal nombre de su primo, la matanza de indios
y la repercusión mundial fueron más de lo que pudo tolerar. Escribió a
su hijo que estudiaba en los Estados Unidos conminándolo a que regre-
sara al Perú, ya que, además del honor, se había evaporado también su
fortuna. Se recluyó en Huancavelica, cortó la relación con sus parientes
de Iquitos y, durante toda su vida, negó que existiera un parentesco con
Julio César Arana. Esta otra “marca de Arana” se transmitió de genera-
ción en generación, ya que a la propia Marie Arana, cuando vivió en Li-
ma, su familia le negó que existiera algún parentesco con el antiguo rey
del caucho.
Pero volvamos a Iquitos en 1913, cuando Julio César y su familia des-
cendieron por la planchada del buque para instalarse nuevamente allí.
Eleonora había vivido diez años en Europa, disfrutando de los esplendo-
res de Biarritz, de Londres y de Ginebra, de fabulosas mansiones, de nu-
merosos sirvientes, y del inevitable barniz cosmopolita que le había otor-
gado esa larga estadía. Sus hijas hablaban impecablemente francés e
inglés y su educación había sido fiscalizada por apropiadas institutrices.
Ahora debían adaptarse a esa ciudad primitiva, de clima agobiante que,
además, debido a la guerra y al desastre en los mercados del caucho, ha-
bía caído en la pobreza. Si bien debe de haberle regocijado el volver a
encontrarse con viejas familias amigas, la adaptación a esas latitudes tro-
picales seguramente haya sido penosa para todos, menos para Julio Cé-
sar. Iquitos y Manaos eran su vida. Allí estaban sus plantaciones de cau-
cho y allí su nombre seguía inmaculado.
Loreto iba camino al cataclismo y sufriría las consecuencias no sola-
mente de una guerra y de las plantaciones asiáticas que revolucionaron
los mercados, sino de su propia imprevisión, de la falta de una política
que evitara el agotamiento del látex y de quienes lo recolectaban. Se cor-
taban los árboles como si se tratara de malezas, sin pensar siquiera en re-
ponerlos, creyendo erróneamente que el Amazonas era inagotable. Los
únicos capacitados para recolectar caucho eran los indios ya que de na-
da servía la mano de obra europea o asiática en una selva donde impe-
raban las enfermedades tropicales. Pero los aborígenes también estaban
diezmados por tantas matanzas y mutilaciones. La cornucopia terminó
por agotarse.

354
Apenas desencadenada la Primera Guerra Mundial, Iquitos se trans-
formó en un centro fantasmal. Entre agosto y diciembre de 1914, sólo un
barco recaló allí. La ausencia de tráfico marítimo implicó que todos los
bienes importados pagados por el caucho que Iquitos consumió durante
años, por ejemplo, arroz, manteca, aceite y leche, ahora tendrían que pro-
ducirse allí. La ciudad estaba en ebullición. Nadie estaba conforme y su-
cedían hechos escalofriantes, como el secuestro de niños en las calles pa-
ra enviarlos a trabajar a otras regiones. En Manaos, el derrumbe alcanzó
niveles patéticos. La gente huía de aquella ciudad muerta en el primer
buque que ofreciera algún camarote disponible, mientras las principales
compañías iban a la quiebra, las grandes residencias y los yates se rema-
taban en cobro de deuda, y las puertas del gigantesco edificio de la Ópe-
ra se cerraban irremediablemente.
Julio César Arana, sin embargo, prosiguió con sus negocios, viajan-
do a Manaos e imponiendo su soberanía en el Putumayo. El cauchero
seguía poniendo en práctica la ley de la selva en ese territorio en litigio,
sin autoridades judiciales, policiales o militares. La presencia colombia-
na en el Caquetá y en el Putumayo persistía, y también las viejas prác-
ticas para resistirla. En setiembre de 1918, Antonio Pastrana, comisario
colombiano en el Caquetá, informó que Las Delicias había sufrido un
ataque por parte de cuatro peruanos, apoyados por un pequeño ejérci-
to compuesto por cincuenta indios bien armados, que tomaron prisio-
neras a cuatro personas, apoderándose de una partida de caucho y de
provisiones. La Casa Arana fue responsable del ataque. Arana también
debió admitir ––no tenía alternativa después del escándalo–– la presen-
cia de misiones franciscanas en el Putumayo en febrero de 1913. Pero
los sacerdotes, horrorizados por la violencia que imperaba entre los cau-
cheros, y también entre los propios indios, optaron por abandonar la re-
gión en 1918. El río Putumayo, que fue escenario de varios incidentes
durante aquellos años, para desvirtuar la libre navegación de ese curso
de agua por parte de colombianos y de brasileños, seguía siendo el co-
to privado de Julio César Arana. Ni siquiera los capuchinos instalados
en Colombia y liderados por el sacerdote Fidel de Montclar lo conmo-
vieron. Cuando Gaspar de Pinell, un clérigo perteneciente a esta orden,
arrendó en Manaos un buque brasileño para transportar provisiones
hasta Colombia, a través del río Putumayo, fue detenido en El Encanto
y forzado a regresar a Manaos, ya que primero debió de haber recalado
en Iquitos.

355
Hacia 1920, mientras Julio César Arana se preparaba para su carre-
ra política, la situación económica en Iquitos se hizo insostenible. En
1910, las exportaciones de caucho que salían del puerto alcanzaban el
15,82 por ciento de las exportaciones peruanas. Diez años después, des-
cendieron al 1,57 por ciento, lo cual provocó disturbios y revueltas po-
pulares, a las que no tardaron en sumarse las clases prósperas, alarma-
das por la indiferencia del gobierno de Lima. En Iquitos, los soldados
andaban descalzos. La rebelión que puso en jaque al gobierno central la
lideró el capitán Guillermo Cervantes Vázquez, en agosto de 1921. Se
apropió de los fondos del Banco del Perú y Londres y emitió su propia
moneda, el billete cervantino, que fue aceptada por bancos e institucio-
nes. El rebelde encendió el espíritu regionalista, las viejas aspiraciones
loretanas a no ceder territorio a Colombia. Finalmente, sucumbió ante
las fuerzas del presidente Augusto Leguía y huyó a Ecuador.
Arana comprendió que, para salvaguardar su patrimonio, necesitaba
leyes y alianzas. Ahora que su amigo Leguía era nuevamente presidente
del Perú, el eje del poder estaba en Lima y no en el Amazonas. El nego-
cio del caucho podían llevarlo a cabo su cuñado y mano derecha, Pablo
Zumaeta, o sus socios históricos, Cecilio Hernández y Víctor Pichico Is-
rael. Él debía ir a la capital peruana y formar parte del parlamento. Su
lista de prioridades comenzaba con el otorgamiento de los títulos de pro-
piedad sobre los territorios del Putumayo y una eventual compensación
económica si pasaban a manos de Colombia, e incluía la sanción de le-
yes que contribuyeran al desarrollo cauchero de Loreto. No le fue difícil
lograrlo. En 1921 fue designado senador suplente en el Congreso de la
Nación y, casi de forma inmediata, senador titular, ya que su antecesor
debió ocupar un ministerio. Durante su senaduría no sólo se ocupó de
sus intereses: también impulsó leyes que apuntaban al mejoramiento de
la educación, la salud, la economía y el transporte.
Lima significó, para Julio César y Eleonora, un imprescindible cam-
bio de escenario, seguramente beneficioso para sus hijos. Aunque los pre-
cios del caucho se habían deprimido, el cauchero conocía los nichos don-
de podía colocar su producto, lo cual le brindaba los ingresos necesarios
para vivir cómodamente en la capital peruana, con todos los privilegios
––y viáticos–– de un senador de la Nación. Lima, por otra parte, no le da-
ba la espalda. En 1921 el gobierno de Leguía le otorgó finalmente la pro-
piedad de 5.774.000 hectáreas entre el río Putumayo y el Caquetá. No
existen registros, ni nadie que esté con vida recuerda dónde vivieron Ju-

356
lio César y Eleonora. Ello se debe en gran parte a su escasa descenden-
cia, ya que tuvieron un solo nieto, a quien nos referiremos más adelan-
te,1 que vive prácticamente recluido y prefiere evitar hablar de su fami-
lia. El hijo mayor de Arana, Julio César, murió joven ––y en fecha
imprecisa–– como consecuencia de una enfermedad infecciosa. Durante
la década de 1920, su otro hijo, Luis, se trasladó a Massachusetts, para
seguir la carrera de ingeniero en minas.
Durante su senaduría, Arana no cesó de hacer lobby con Leguía. No
sospechaba que una imprevista traición por parte del presidente le haría
perder su fortuna. Ya hemos señalado la innata desconfianza de Arana
hacia los gobiernos y su temor de que Perú entregara el Putumayo a Co-
lombia. Para eso se había instalado en Lima, se había convertido en se-
nador, lo que le permitía estar al tanto ––y, eventualmente, dar batalla––
de cualquier intento, por parte del presidente, en este sentido. Pero el 24
de marzo de 1922, a instancias de Leguía, se firmó un protocolo secreto
entre ambos países, rubricado por el ministro de Relaciones Exteriores
peruano, Alberto Salomón Osorio, y por el Enviado Extraordinario y Mi-
nistro Plenipotenciario de Colombia en Lima, Fabio Lozano Torrijos, que
debería ser aprobado por los respectivos parlamentos. Leguía optó por
mantener en secreto este acuerdo hasta su reelección, en 1924. El docu-
mento, sin más, entregaba a Colombia el territorio comprendido entre
los ríos Putumayo y Caquetá, que era precisamente donde estaba ubica-
do el imperio de Julio César Arana. A cambio, Perú recibía un discutible
sector en la frontera con Ecuador. También se incluía el Trapecio de Le-
ticia, que le otorgaría a Colombia más de cien kilómetros de costa sobre
el río Amazonas. Por qué Leguía entregó esa rica región cauchera es te-
ma de debate, y es inevitable que se mezclen diversos motivos geopolíti-
cos, desde el problema aún no resuelto de Arica y Tacna, regiones que
permanecían bajo el dominio de Chile después del triunfo de ese país en
la guerra del Pacífico de 1879, hasta las presiones que ejerció Estados
Unidos para compensar a Colombia por el desprendimiento de Panamá
de la Gran Colombia, en 1903, claramente orquestado por Washington.
Pero existían otros motivos por los cuales Estados Unidos apoyaba
la ratificación del Tratado Salomón-Lozano. El monopolio del caucho
estaba en manos de Gran Bretaña ––le había arrebatado el cetro al Bra-
sil, que lo tuvo hasta 1910––, debido a la producción proveniente de las
plantaciones asiáticas, el 73 por ciento de las cuales pertenecía a Ingla-
terra y generaba el 93 por ciento de la producción mundial. Holanda tam-

357
poco se quedaba atrás en materia de caucho, ya que sus colonias del su-
deste asiático le arrebataron parte del mercado a Gran Bretaña. No es de
extrañar que Washington y el poderoso lobby de la goma vieran con bue-
nos ojos la posibilidad de invertir en el Putumayo, siempre y cuando se
construyera un ferrocarril que lo conectara con el Pacífico. Harvey Fires-
tone, magnate de los neumáticos, fue uno de los grandes defensores de
las inversiones en Sudamérica. Pero nada podría hacerse si no se ratifi-
caba el tratado que adjudicaba ese territorio a Colombia.
Leguía y Arana, a pesar de las alianzas coyunturales que mantuvie-
ron a lo largo de los años, eran hombres de orígenes y estilos diametral-
mente opuestos. El presidente del Perú pertenecía a una ancestral fami-
lia propietaria de una hacienda azucarera en Chiclayo, en el norte del
país. Había cursado sus estudios en el Colegio Inglés de Valparaíso. Es-
taba casado con la riquísima Julia Swayne y Mariátegui, cuya familia era
dueña de la próspera hacienda Caucato, de quien Leguía terminó siendo
representante en Londres. El presidente era de baja estatura, insoporta-
blemente refinado, turfman incorregible y proclive al boato. Fue primer
magistrado del Perú en tres oportunidades, gobernando durante quince
años. Fiel a su estilo e intentando industrializar a su país para sacarlo del
sistema de exportación de materia primas, decidió festejar el centenario
de la independencia del Perú, en 1921, tirando la casa por la ventana.
Mientras en Iquitos y en otras regiones amazónicas la pobreza alcanza-
ba niveles extremos, en Lima las fiestas, las ceremonias, la presencia de
invitados célebres, la inauguración de nuevos edificios y avenidas costa-
ban millones de soles al erario público.
Leguía desplegaba, como un pavo real, un abanico de logros econó-
micos que contribuyeron aún más a su legendaria egolatría: se había ini-
ciado la era de la industrialización con el surgimiento de fábricas de cer-
veza, textiles, fundiciones, por nombrar las más conspicuas. Se habían
abierto las puertas a empresarios extranjeros para que invirtieran en ese
país promisorio. El sol, que rara vez iluminaba a Lima debido a su per-
sistente capa de nubes durante gran parte del año, pasó a ser, en cambio,
una moneda sólida, y a las grandes empresas relacionadas con el azúcar
u otras materias primas se les permitió emitir moneda, o cheques, para
captar el ahorro de la población.
Desde su banca en el Senado, Julio César Arana seguía pensando en
Loreto. Más allá de la defensa de sus intereses en el Putumayo, conocía
como pocos los problemas de Loreto, la situación miserable por la que

358
atravesaba Iquitos. El 18 de agosto de 1923, recibió e hizo público un ra-
diograma de su cuñado, Pablo Zumaeta, por entonces alcalde de Iquitos:

Por acuerdo Consejo cumplo dirigirme a usted haciendo saber situa-


ción gravísima atraviesa Iquitos, abatido epidemias, desarrollado in-
tensamente, con resultado mortandad alarmante, agréguese cuadro
lastimoso miseria, falta trabajo, consecuencia desvalorización pro-
ductos, escasez y carestía en todo orden para subsistencia de la vida
en general.

Arana luchó para que se terminaran el Hospital Civil y el Colegio Na-


cional de Iquitos y para abolir cualquier disposición que tendiera a per-
petuar la miseria amazónica. El 30 de junio de 1923, por ejemplo, había
vencido el plazo concedido por el gobierno de Lima para despachar li-
bre de derechos la goma elástica que se exportaba del Amazonas, y se ha-
cía necesaria la renovación de esa disposición; allí estaba Arana, hacién-
doles comprender a aquellos señores de cuello duro que sentaban sus
reales en el Senado, creyendo que el país empezaba y terminaba en Li-
ma, por qué los derechos aduaneros hundían más a Loreto. No hubo pro-
blema ni solución que el senador por Loreto no recalcara en la Cámara.
Si los senadores no comprendían el problema que implicaban los límites
con los países vecinos, ahí estaba él para hacérselo recordar, para impe-
dir que se regalara un palmo de territorio. El diario La Crónica, de Lima,
en su edición del 8 de enero de 1924, señalaba:

El representante por Loreto, señor Arana, formuló ayer en su Cáma-


ra dos pedidos de trascendental importancia para el país. Se refiere
uno a la reforma de la demarcación territorial, y el otro, a la necesi-
dad de que hay que proceder al levantamiento del censo general de
la república. Con sólidos argumentos, libre de truculencias y retóricas
baratas, el senador por Loreto ha hecho ver una vez más que el país
necesita emprender cuanto antes la reforma. Además, solicita que la
demarcación geográfica sea hecha por la Sociedad Geográfica.

Cuesta creer que estos elogios hayan recaído en un hombre que, diez
años antes, era considerado uno de los peores genocidas del mundo. Pe-
ro para la mayoría de los peruanos, las atrocidades del Putumayo nunca
habían sucedido, Hardenburg era un vulgar estafador y Casement un
mentiroso. Cómo iba a ser condenado el senador de la Nación que lu-

359
chaba por Loreto, por evitar su despojo, por la salud y la educación, que
había elevado un proyecto de ley para que se otorgara un premio de mil
libras peruanas de oro al aviador peruano que uniera Iquitos con Lima,
como ejemplo de la importancia de las comunicaciones aéreas.
En 1923, el aviador norteamericano Elmer J. Faucett había unido
ambas capitales en doce horas de vuelo, siguiendo la ruta Lima, Chicla-
yo, cruce de la cordillera, Bella Vista, Paranapura y, por fin, Iquitos. La
hazaña conmovió a los peruanos. Durante las décadas de 1930 y de 1940,
los vuelos Lima-Iquitos se volvieron regulares aunque, claro, había que
tener agallas para subirse a uno de esos hidroaviones. Una de las señori-
tas Morey Menacho, nieta de don Felipe, fue un ejemplo de osadía: en
fotografías de época se la ve subiendo a uno de esos ingenios voladores,
equipado con dos desmesurados motores a explosión que lo desplazaban
velozmente por el río hasta levantar vuelo.
Arana le otorgaba una importancia superlativa a las comunicaciones
y no permitía un solo intersticio por el cual se pusiera en duda la sobe-
ranía peruana. El 30 de agosto de 1923, envió una carta a los ministros
de Gobierno y de Relaciones Exteriores del Perú, donde señalaba un
error imperdonable en materia territorial.

Con notable sorpresa he constatado que la Marconi Wireless Com-


pany, empresa que tiene a su cargo los servicios de comunicación
postal y telegráfica en la república, incluyendo el de radiotelegrafía,
al publicar el anuario que acostumbra, o sea, su Year Book of Wire-
less and Telephony, correspondiente al año en curso de 1923, consi-
dera a la estación El Encanto, que es oficina peruana, en territorio
de propiedad neta del Perú, como de propiedad del gobierno de Co-
lombia y establecida en territorio de esa república.

Imaginemos su indignación cuando una publicación extranjera ad-


judica a Colombia nada menos que la sección cauchera El Encanto, en
el Caraparaná. En realidad, el anuario no se equivocaba aunque hubie-
ra cometido un error involuntario: ese territorio, en el Protocolo secreto
firmado entre Perú y Colombia, era adjudicado a este último país. Pero
Julio César Arana nada sabía aún de ese pacto que lo hundiría irreme-
diablemente. Sin embargo, era difícil que un tratado de ese calibre per-
maneciera incógnito durante mucho tiempo; antes de que Brasil lo die-
ra a conocer públicamente, en 1926, Arana se enteró de su existencia. El
problema se agravaba, debido a que Perú entregaba a Colombia el Tra-

360
pecio de Leticia, con salida al Amazonas, lo cual disgustó al gobierno de
Río de Janeiro. El haber descubierto la existencia del protocolo secreto
fue un duro golpe para el cauchero, pero todavía existían posibilidades
de que no se ratificara, que se diluyera en el tiempo o que cambiara el go-
bierno. Acaso no comprendió que, para Leguía, el Putumayo era una fi-
cha negociable dentro del damero de las relaciones internacionales y que
el presidente tampoco ignoraba que el senador loretano le opondría una
feroz resistencia, que buscaría alianzas en el Congreso, o que llegara a
patrocinar un golpe de Estado.
La piedra de toque fue un documento de un exiliado político, Víctor
Andrés Belaúnde, El Perú pierde la entrada al Alto Amazonas, publica-
do en La Habana, en 1925, que desató una catarata de críticas. Artícu-
los periodísticos, telegramas y cartas llovieron sobre los medios de comu-
nicación y sobre los despachos ministeriales, a la que se unió el partido
Civilista y hasta el propio Alberto Lozano Osorio, creador del tratado,
que se oponía a varias cláusulas que se le habían incorporado.
Los discursos de Arana en la Cámara de Senadores, como también
la Exposición, en 1923, que hace a los electores del Departamento de Lo-
reto, en forma de publicación, sobre una parte de la labor realizada du-
rante ese ejercicio legislativo, apuntaba no sólo a los problemas de la re-
gión, sino también a su persona.

Desde 1920, se ha obligado a los comerciantes y extractores de go-


mas a suspender sus labores casi por completo, puesto que las coti-
zaciones actuales de los mercados de consumo no cubren ni el cos-
to de producción en la región amazónica.
Bien sabéis que yo he dejado de ser comerciante hace varios años.
No soy importador ni exportador. Soy solamente productor, contri-
buyendo con los consumos y con las exportaciones al aumento de
las rentas fiscales y por más que digan los enemigos del pueblo lore-
tano que trabajo solamente en beneficio particular, los hechos están
demostrando lo contrario: he trabajado en beneficio general de la re-
gión de Loreto.

Por eso Arana le daba tanta importancia a la cartografía, a los lími-


tes entre países, a la creación de nuevas áreas para impedir que Colom-
bia se adueñara de su patrimonio. Una de sus obsesiones fue luchar ––sin
éxito, por cierto–– para la creación de distritos en el Departamento de
Loreto, Provincia del Bajo Amazonas, que incluiría a los distritos de Ya-

361
varí, Yaguirama, Putumayo, Igaraparaná y El Encanto. La capital del Iga-
raparaná sería la célebre La Chorrera. Sus esfuerzos no impidieron que
Colombia, en 1925, ratificara el Tratado Salomón-Lozano, o, para utili-
zar su denominación técnica, el Tratado de Límites y Libre Navegación
Fluvial entre Colombia y Perú; ni que el parlamento peruano lo ratifica-
ra en 1927. Esto produjo una ola de indignación en diversos sectores, que
no comprendían cómo el gobierno de Leguía podía haber entregado to-
da la margen izquierda del Putumayo a Colombia, “en aras a una contri-
bución al ideal americanista de solidaridad y paz continental”, bellas pa-
labras del presidente de la República, pero que nada decían. El tradicional
diario El Comercio, de Lima, fue menos lírico. Consideró la aprobación
del tratado como “una inconcebible derrota diplomática en que nuestra
patria fue mutilada en plena paz, al conjuro de fingidos ideales de amis-
tad y concordia panamericana”.
El 20 de diciembre de 1927, la comisión Diplomática del Congreso
emitió su dictamen. El tratado fue aprobado por 107 representantes y ve-
tado por sólo siete. Uno de ellos era, naturalmente, Julio César Arana;
otro, su fiel amigo de Iquitos, Julio Egoaguirre. Arana, durante la vota-
ción, dio catorce motivos para justificar su voto, entre ellos: “Voto en con-
tra porque no tiene compensaciones, damos todo lo mejor de nuestra
frontera amazónica, con los poblados de Leticia, Loreto, Loretoyacu,
Huata Yacu, Santa Sofía, Victoria y, también, La Chorrera y El Encanto,
con las torres inalámbricas en Leticia y en El Encanto, donde hay cuar-
teles, casas para comisarías, escuelas, resguardo, capitanías de puerto, sin
recibir nada en compensación”.
Había otro vacío que le preocupaba en ese cuerpo legal: “Voto en
contra porque el Tratado no ampara claramente el derecho de los perua-
nos ni de sus propiedades, ni los capitales invertidos en esa región”. Ya
era penoso perder La Chorrera y El Encanto, dos bastiones emblemáti-
cos de la Casa Arana, y fue inevitable que Julio César temiera que no lo
compensaran económicamente. Pero la margen izquierda del Putumayo
quedaba en poder del Perú y, por lo tanto, el cuarenta por ciento de su
imperio también quedaría bajo esa bandera. La primera decisión que to-
mó fue que no le iba a regalar a Colombia sus indios y que nada dejaría
en pie de lo que debía abandonar, lo cual produjo una masiva migración
de indios voluntaria o compulsiva, según las circunstancias. Algunos op-
taron por trasladarse hacia el norte y otros, por instalarse en tributarios
del río Caquetá; los empleados de la Casa Arana persiguieron a los in-

362
dios que abandonaban el territorio y que se habían asentado en el río Ya-
ri, pero no como en otras épocas para torturarlos o matarlos porque no
recolectaban caucho, sino para reubicarlos en la margen derecha del Pu-
tumayo. Muchas tribus se negaron a abandonar sus nuevos asentamien-
tos, pero, aun así, 6.719 indios ––de los cuales 2.351 eran niños–– caye-
ron en las garras de la Casa Arana. El operativo, supervisado por Carlos
Loayza, los transportó desde los ríos Caraparaná, Igaraparaná y Caque-
tá. El problema es que el caucho peruano ya nada valía y había que bus-
car nuevas fuentes de explotación. A pesar de las migraciones forzosas y
de que el Tratado Salomón-Lozano le aseguraba a Julio César Arana una
fabulosa compensación económica por parte de Colombia si expropiaba
sus tierras, iba irremediablemente camino de la ruina.
El artículo noveno del Tratado estipulaba que Colombia respetaría
en el Putumayo los derechos de propiedad de peruanos, lo cual clara-
mente significaba Julio César Arana. Pero al implementar ambos países
el Tratado, en agosto de 1930, Colombia terminó expropiándole sus te-
rritorios sin ninguna compensación económica, hecho que, como vere-
mos, dos años después dio lugar a una guerra amazónica entre ambos
países, con biplanos y cañoneras. En Sudamérica, 1930 fue un año ca-
racterizado por golpes de Estado, asonadas militares y derrocamiento de
gobiernos civiles, democráticamente elegidos. El 22 de agosto de 1930,
los peruanos se enteraron de que un ignoto oficial del ejército, el coman-
dante Luis Miguel Sánchez Cerro, se había sublevado en Arequipa, co-
nato al que nadie, empezando por el propio presidente, le dio importan-
cia. Pero luego Puno se unió a la revuelta, se pusieron en marcha alianzas
e intrigas, y Augusto Leguía, para evitar el derramamiento de sangre, de-
cidió renunciar.
El hombre que había deslumbrado a los peruanos y a los visitantes
ilustres durante los festejos del Centenario, que desplegaba un estilo di-
plomático y sofisticado, que había residido en Londres y que había con-
traído matrimonio con una próspera aristócrata, fue recluido junto con
su hijo Luis en un barco de guerra, el Grau. Poco después, Leguía y su
hijo fueron trasladados al Panóptico, en Lima. La era de banquetes, re-
cepciones y menús deslumbrantes había terminado para siempre. En su
humillante calabozo, pavorosamente oscuro y húmedo, ni siquiera le per-
mitieron paladear la comida de un restaurante que le enviara platos dig-
nos, sino que fue sometido a la atroz cocina de la institución. No se omi-
tió ninguna acusación para manchar su buen nombre y su trayectoria

363
política, desde ladrón y tirano, hasta traición a la patria. Su libro, Yo ti-
rano, yo ladrón, que escribió durante su encarcelamiento, refuta cada uno
de los cargos. Leguía falleció en el Hospital de la Marina, en El Callao,
sin ningún amigo ni correligionario, sino con la única compañía de sus
hijos.
Julio César Arana sobrevivió a todos sus enemigos. Sir Roger Case-
ment fue ajusticiado; Walter Hardenburg falleció diez años antes que él;
Augusto Leguía fue derrocado y murió en el más absoluto de los olvidos.
El 27 de agosto, cuando los revolucionarios liderados por Sánchez Ce-
rro entraron a Lima, el pueblo los aclamó, como ingenuamente solían
aclamar los latinoamericanos a quienes derrocaban gobiernos, sólo para
comprobar, tiempo después, que era peor el remedio que la enfermedad.
Los miembros del gobierno de Leguía desaparecieron como por arte de
magia. Sin embargo, dos prominentes loretanos, Julio César Arana y Vi-
cente Noriega del Águila, diputado por Moyabamba, se paseaban tran-
quilamente por las calles de Lima, sin nada que temer, ya que no se ha-
bían precisamente enriquecido con el gobierno depuesto.
La fortuna de Arana se evaporaba. Apenas le quedaba el cuarenta por
ciento de lo que había sido su imperio en el Putumayo, y el caucho, co-
mo materia prima, había pasado a la historia. No había desarrollado otras
clases de explotaciones, y sus recursos económicos se vieron severamen-
te limitados. Su hijo Luis se había recibido de ingeniero en minas en el
Massachussetts Institute of Technology, vivía en Iquitos, y hacía sus pri-
meras armas en negocios que, con el tiempo, fueron brillantes; nada, cla-
ro, si se lo compara con la fortuna y el poder que había acumulado su pa-
dre a principios del siglo XX. Pertenecía a una generación formada en
universidades extranjeras, con una concepción notablemente distinta pa-
ra encarar negocios y lo demostró a lo largo de su vida. Pero la maldi-
ción amazónica también lo alcanzaría.
Los grandes caucheros creyeron que formaban herederos que los con-
tinuarían, sin sospechar que con ellos concluía el ciclo. Los Arana, los
Morey o algunas de las cinco grandes familias que han sido prominentes
en cada uno de los ciclos de la economía amazónica, perdieron el senti-
do de la existencia al morir el cacique, el fundador, el que llevaba ade-
lante la empresa: caían en la locura o en la pobreza, incapaces de conti-
nuar con la obra del padre.
Roger Rumrill García es un hombre amazónico, profundo conocedor
de la historia e idiosincrasia de su medio. Tuvimos la oportunidad de con-

364
versar con él en su casa de Lima y vale la pena reproducir aquí sus con-
ceptos:

El caso de Arana es emblemático, y lo que ahora se ve en la Amazo-


nía son los escombros. Las grandes casas que se instalan en Iquitos
son casas que se están pudriendo por dentro. Si bien algunas están
medianamente restauradas, la casa de los Morey se está pudriendo.2
Así como se pudren las casas, se pudren las familias y desaparecen.
El trópico no perdona, no acepta esas familias endogámicas, esas es-
pecies de reinados. La empresa tenía que ver con la estructura. Al fin
de cuentas, no eran empresas en el sentido capitalista. ¿Qué tenía-
mos en el Amazonas en la época del caucho? Un sistema de engan-
che precapitalista. Muere el patrón, muere el barón y muere todo el
sistema. Y, también, el destino de la familia.

A principios de la década de 1930, Julio César Arana estaba solo. Ha-


bía perdido su imperio y el dinero se le escurría de las manos. Sólo un
acto heroico, imprevisto, podía devolverle lo perdido, incluyendo el ho-
nor. Pero no podía hacerlo solo. Había que juntar a un grupo de patrio-
tas loretanos y lanzarse a recuperar lo que le pertenecía.
Ese acto heroico fue la Toma de Leticia.

La Toma de Leticia, el 1 de setiembre de 1932, fue llevada a cabo por


un modesto contingente de loretanos, casi todos ellos provenientes de lo-
calidades amazónicas como Pebas y Caballo Cocha. Perú atravesaba una
de las habituales crisis políticas características de las repúblicas hispa-
noamericanas. Después que el comandante Sánchez Cerro derrocó al
presidente Augusto Leguía, se inició una suerte de calesita política, don-
de la sortija terminó nuevamente en manos del revolucionario; durante
un año, Perú tuvo seis presidentes que asumieron de forma provisoria la
primera magistratura: Sánchez Cerro; el presidente del Congreso; el pre-
sidente de la Corte Suprema; el arzobispo de Lima, y David Samanez
Ocampo, que optó por convocar a elecciones, ganadas por el comandan-
te Sánchez Cerro.
Hasta la implementación del Tratado Salomón-Lozano, Leticia era
una ciudad peruana a orillas del Amazonas, próxima a la frontera con
Brasil. El 17 de diciembre de 1930, fue formalmente entregada al coro-
nel colombiano Luis Acevedo Torres. Los diecisiete mil peruanos que ha-

365
bitaban la región deben de haber quedado perplejos. Los inevitables pro-
blemas no tardaron en surgir. Colombia poco respetó los términos del
Tratado; del mismo modo que no cumplió con Julio César Arana al ex-
propiarle sus tierras sin indemnización, decidió imponer controles y res-
tricciones a la navegación, ya que todos los barcos que se dirigían a Iqui-
tos debían pasar por esta ciudad. Esto significó, sin más, un rigurosísimo
control ––ilegal, por cierto–– de todo lo que ingresaba o salía de Iquitos,
ciudad que, como ya hemos señalado, dependía de la libre navegación
para importar productos de primera necesidad.3 Luego comenzaron las
discriminaciones, desde pagar menos a los obreros peruanos, hasta la
prohibición de cantar el Himno Nacional peruano en las escuelas.
Fue entonces que surgió la tentación separatista de Loreto que, des-
pués de todo, poco o nada había recibido de Lima. Había sido expolia-
do con derechos aduaneros, maltratado por la indiferencia que demos-
tró el gobierno nacional hacia la salud y la educación, discriminado
como si se tratara de una remota colonia. Quizás el impulso inicial de
la Toma de Leticia no fue netamente separatista sino sólo un medio coer-
citivo para que se respetaran las cláusulas de un tratado, una reacción
originada en el honor herido por el maltrato colombiano. Los loretanos
objetaban que Perú hubiera entregado el Putumayo y el Trapecio de Le-
ticia, un total de 136.173 kilómetros cuadrados, a cambio del territorio
de Sucumbios, en el Alto Putumayo, que Colombia entregara a Ecuador
en la segunda década del siglo XX, lo cual habla a las claras de graves
irregularidades.
A los loretanos, y en particular a los habitantes de Iquitos, no les fal-
taban motivos para iniciar una acción audaz que no sólo haría cumplir
los tratados, sino que hasta podría devolverles los territorios perdidos. La
primera medida orgánica que tomó un aristocrático grupo de iquiteños
fue crear la Junta Patriótica ––pronto hubo señales claras de que el pre-
sidente Sánchez Cerro nada haría para denunciar el Tratado Salomón-
Lozano–– compuesta por seis personas: Manuel Morey del Águila (el cé-
lebre conde de Tarapoto), el ingeniero limeño Oscar Ordóñez, Guillermo
Ponce del León, Ignacio Morey Peña, Luis Arana Zumaeta, hijo de Julio
César, y Pedro del Águila Hidalgo, casado con Lily Arana. Y es aquí cuan-
do interviene la única hija del cauchero que se identificó con su padre,
batallando junto con su hermano y su marido en Iquitos, apoyando a la
Junta Patriótica. La sofisticada señorita Arana, que en Londres tenía una
institutriz para ella sola y en Iquitos no hablaba con aquellas amigas que

366
no dominaban el inglés y el francés, se transformó en una ardiente acti-
vista y eligió como marido a un loretano, Pedro del Águila Hidalgo, tan
combativo como ella.
El 14 de diciembre de 1933, mientras una comisión de la Liga de las
Naciones negociaba en Río de Janeiro las consecuencias de la Toma de
Leticia, The New York Times destacó la enérgica conducta de una hija
de Julio César Arana en la determinación de que Colombia garantizara
los derechos y garantías que el artículo noveno del Tratado otorgaba a
los peruanos que habitaban la región del Putumayo, los cuales eran sis-
temáticamente violados.
Lo primero que entendieron los patriotas fue que deberían tomar una
guarnición militar colombiana, fuertemente pertrechada. Era un acto de
guerra que debía ser cuidadosamente planeado, ya que las fuerzas civi-
les peruanas que intervendrían eran inferiores en número a las colom-
bianas: cuarenta y ocho loretanos contra ciento veintisiete colombianos.
Desde el inicio, la Junta Patriótica se propuso evitar el derramamiento
de sangre y los abusos y, en caso de triunfar, enviar de inmediato a los
colombianos apresados al Brasil. Necesitaban armas. Manuel Morey ofre-
ció doscientas carabinas Winchester que tenía en su fundo del río Tapi-
che; Julio César Arana, a través de su hijo Luis, envió cuarenta y cuatro
carabinas que fueron reconstituidas por dos mecánicos; la casa Strass-
berg & Power suministró las balas. El plan se llevó a cabo en el mayor
de los silencios y los conjurados despidieron al contingente que partió de
Iquitos el 31 de agosto a las siete y media de la mañana en dos batelotes,
un bote a motor y dos canoas. En la isla Yahuma se unieron más efecti-
vos. Decidieron asaltar por sorpresa a la guarnición militar de Leticia a
la madrugada del día siguiente.
La moral del grupo debe de haber sido alta, ya que en un abrir y ce-
rrar de ojos tomaron la guarnición, a las cinco de la mañana del 1 de se-
tiembre de 1932, con un ataque sorpresa por diversos flancos. El coman-
dante colombiano Luis Acevedo Torres no tardó en entregar espada y
bandera a los atacantes. Leticia pertenecía nuevamente al Perú.
En Iquitos, mientras tanto, el nerviosismo iba en aumento. Los Mo-
rey y los Arana deambularían con impaciencia por los vastos salones de
sus residencias, a la espera de un cablegrama cifrado ––Leticia poseía una
estación transmisora–– que confirmara el triunfo de los patriotas. Fue en
la deslumbrante casona de don Luis Felipe Morey, en la calle Próspero,
en un almuerzo con numerosos invitados, que un sirviente le acercó a

367
Manuel Morey, presidente de la Junta Patriótica, en la correspondiente
bandeja de plata, un papel sellado. Era el cablegrama. El comedor que-
dó repentinamente en silencio: ahí, sobre esa pequeña bandeja, en un in-
significante papel, yacía el destino de Loreto. Manuel Morey lo abrió y
leyó una críptica frase, sólo entendible para los iniciados: “Barco brasi-
leño pasó frente a Leticia rumbo a Iquitos. Oscar”. El salón estalló en
aplausos y vivas: la guarnición de Leticia había caído. Perú había recu-
perado su honor.
El repudio del Tratado Salomón-Lozano continuó cuando poco des-
pués un grupo de peruanos tomó Tarapacá, un puerto sobre el río Putu-
mayo menos importante que Leticia. La alegría, el entusiasmo, el orgu-
llo que brotó en el comedor de los Morey al llegar el cablegrama, se
transmitieron a todos los habitantes de Iquitos que, eufóricos, se lanza-
ron a las calles. El punto de reunión, naturalmente, fue la Plaza de Ar-
mas, donde a las cuatro de la tarde diez mil personas vivaron a los hé-
roes de Leticia. No faltaron los fogosos discursos de tres miembros de la
Junta Patriótica: Manuel Morey Peña, Pedro del Águila Hidalgo y Luis
Arana Zumaeta.
Julio César Arana no estaba en Iquitos. Quizás intuía que nunca más
volvería al Amazonas, a la tierra de su juventud, a los ríos y secciones
caucheras que lo habían convertido en el hombre más rico del Perú. Aho-
ra, en Lima, llevaba a cuestas sus sesenta y ocho años, su atormentado-
ra ciática, una vejez que limitaba sus movimientos; pero tenía la compa-
ñía de Eleonora y de su hija Angélica y allí estarían ambas hasta el fin de
sus días. A pesar de que lo separaba una cordillera de su amado Loreto,
habrá sentido un inequívoco orgullo ante la Toma de Leticia y de Tara-
pacá, y la esperanza de recuperar lo que había logrado en su juventud,
así fuera matando indios y colombianos. Su hijo Luis, el brillante inge-
niero en minería, intentaba devolver al Perú ––y a su padre–– lo que un
pusilánime presidente, Augusto Leguía, había regalado a un país vecino.
Pero Lima, la virreinal, la aristocrática, nada tenía en común con
aquella selva, ni le importaba que Perú se desprendiera de vastos terri-
torios. En la capital peruana sólo interesaban la banca, las haciendas,
las minas andinas, las concesiones a empresas extranjeras. Los amazó-
nicos Arana nada tenían que ver con esa sociedad donde descollaban
los sofisticadísimos ––y riquísimos–– Gildemeister, Wiesse, Pardo y Os-
ma. Allí, Julio César siempre sería un provinciano. Es cierto que su en-
cumbrado pariente, Víctor Manuel Arana Sobrevilla ––hijo de Pedro Pa-

368
blo Arana, que fue gobernador de Cuzco––, vivía en una deslumbrante
casona colonial en el barrio limeño de Miraflores, pero Julio César y los
suyos eran anatema para esta rama de la familia. No obstante, el primer
día de setiembre de 1932, el viejo cauchero debe de haber sentido que
la vida no se le escapaba de las manos, que el fin aún no había llegado
y que ––por qué no–– Loreto podía llegar a segregarse del Perú y trans-
formarse en un estado independiente, en el cual no regiría el Tratado
Salomón-Lozano.
En Iquitos, el patriotismo había alcanzado alturas excelsas. Lo pri-
mero que hizo la Junta Patriótica fue embarcar rumbo a Lima al prefec-
to, teniente coronel Jesús Hurtado, y poner en su lugar al comandante
Isauro Calderón. Luego, tejió las imprescindibles alianzas con autorida-
des militares de Loreto, y envió telegramas al presidente de la República
y al Congreso de la Nación, donde podía leerse una frase clave: “Pueblos
Oriente [se refiere al Amazonas] están resueltos a defender y reintegrar
territorios cedidos a Colombia por la tiranía del oncenio”.4 El presiden-
te Sánchez Cerro, al enterarse de la Toma de Leticia, le envió al prefec-
to un radiograma en que decía: “Ante actitud patriótica noble pueblo vi-
rilmente exteriorizadas por ciudadanía Loreto, sírvase adoptar todas las
medidas que puedan responder en caso dado, mantener incólume honor
nacional”.
Poco después, con la llegada de contingentes militares a Iquitos y a
Ramón Castilla, frente a Leticia, Perú estaba en pie de guerra. Una joven
de quince años, Anita Edery Maldonado, compuso la Marcha de Leticia
que fue puntualmente cantada en escuelas y en actos oficiales, a la que
siguió otra composición, el Himno a Iquitos. Esta familia, que descendía
de un héroe amazónico, el coronel Faustino Maldonado, dio en aquellos
exaltados días otro héroe, aún más joven que Anita. Marcos Edery, de
once años, se infiltró como polizón en un buque de guerra y llegó a Le-
ticia, donde se puso a disposición de las autoridades militares. Éstas lo
enviaron de regreso a Iquitos ungido del título de Niño Héroe.
En Iquitos reinaban el orgullo y la esperanza. Pero el gobierno de Bo-
gotá no pensaba quedarse de brazos cruzados. Si bien hubo alguna indi-
ferencia inicial por parte de los colombianos ante los acontecimientos de
Leticia y de Tarapacá, el 17 de setiembre de 1932, esta actitud cambió
cuando el gobierno de Lima impidió que las cañoneras colombianas fon-
deadas en el río Putumayo se trasladaran a Leticia. Eso equivalía a una
declaración de guerra.

369
Las artes bélicas habían cambiado en las últimas décadas. Las nue-
vas naves de guerra estaban dotadas de sofisticados adelantos y la avia-
ción se había incorporado a la panoplia del momento. Los biplanos de
carlingas abiertas, con precarias ametralladoras y rudimentarios sistemas
para lanzar bombas eran un arma imprescindible. Colombia no los tenía
y los necesitaba con desesperación. Un ingeniero, César García Álvarez,
tuvo la patriótica idea de que las mujeres contribuyeran con sus alhajas
y sus anillos de matrimonio a esa gran causa, iniciativa que plasmó en
una carta publicada por todos los principales diarios de Colombia: se pro-
dujo un diluvio de alianzas matrimoniales que, al ser fundidas, se trans-
formaron en cuatrocientos kilos de oro. El presidente Enrique Olaya He-
rrera y su mujer estuvieron entre los primeros que entregaron sus alianzas
matrimoniales para ser fundidas. Claro que esto no bastaba. La Cámara
de Senadores y de Diputados aprobó en forma unánime un empréstito de
diez millones de dólares para hacer frente a los inevitables gastos de gue-
rra. Un frenesí nacionalista y bélico se apoderó de los colombianos y co-
menzaron a llover las donaciones, ya que se creía que la guerra era ine-
vitable. El Jockey Club de Bogotá donó cincuenta mil dólares; la
Asociación de Estudiantes, diez mil; el diario El Tiempo, de la capital co-
lombiana, que se transformaría en el portavoz en los meses venideros,
mil dólares. Hasta tal punto llegó este inesperado patriotismo, por ejem-
plo, que a los estudiantes colombianos en Buenos Aires se los notificó
para que regresaran inmediatamente a su país para ingresar al servicio
militar.
La enorme distancia entre Bogotá, Leticia y el Putumayo, la preca-
riedad de las comunicaciones, la ausencia de cañoneras fluviales y el he-
cho de contar con dieciséis aviones de guerra, le otorgaban al Perú una
superioridad inicial. ¿Qué podían hacer los colombianos con tres destar-
talados J-2; ocho Wild X para entrenamiento, observación y ataque; cua-
tro Osprey C-14 para entrenamiento y un Falcon O-1 de combate? Pron-
to llegaron los Junker de Alemania, los Dornier de Francia y los Hawk,
Commodore y Falcon de los Estados Unidos. Sesenta y cuatro aviones se
incorporaron a la reducida fuerza áerea colombiana. Como los pilotos
colombianos carecían de experiencia bélica, se contrataron pilotos ale-
manes, entre ellos Hans Werner von Engel, para que diseñaran los futu-
ros ataques aéreos.
Había otras dificultades. Los soldados colombianos que provenían
de las alturas de los Andes se vieron repentinamente inmersos en el ba-

370
jo Putumayo, infestado de mosquitos, con las consiguientes malaria y fie-
bre amarilla. Cuántas bajas podían ocasionar esas enfermedades. Pero el
patriotismo cegaba al pueblo que acaso no medía las consecuencias de
las enfermedades tropicales.
No era necesaria una declaración de guerra para que se libraran com-
bates: bastaba con la ruptura de las relaciones diplomáticas. Eso era lo
que había sucedido entre Bolivia y Paraguay, que libraban en ese mo-
mento una guerra por el Chaco que no había sido formalmente declara-
da. En el caso de Perú y Colombia las predicciones, desde el comienzo,
presagiaron la victoria de este último país. Tenía más población, un me-
jor estado financiero y una situación crediticia inmensamente más sóli-
da que su contrincante. Acaso lo más decisivo, la Toma de Leticia jamás
sería aprobada por la Unión Panamericana, institución que existía en
aquella época. Además, el apoyo popular al presidente de Colombia, Ola-
ya Herrera, era superior al que existía en Perú por su colega Sánchez Ce-
rro. Pero en los momentos iniciales había que contabilizar qué fuerzas
tenía cada país y dónde estaban desplegadas, y, aquí, la ventaja la tenía
el Perú.
Los Arana ––Julio César, su hijo Luis y su hija Lily–– fueron los res-
ponsables directos de la Toma de Leticia y de que ese hecho se transfor-
mara progresivamente en un conflicto bélico. Si bien la Junta Patriótica
de Iquitos incluía a dos miembros de la familia Morey y al ingeniero Os-
car Ordóñez ––propuesto por el cauchero––, Pedro del Águila Hidalgo,
otro de los integrantes, era yerno de Arana. Seis millones de hectáreas
que se les escapaban de las manos, junto con la incertidumbre que Co-
lombia jamás indemnizaría al propietario, eran motivos más que suficien-
tes para tomar las armas y luchar. El énfasis que se ponía en que la toma
de la guarnición colombiana en Leticia había sido obra de civiles, des-
concertó, al comienzo, al propio gobierno de Bogotá, hasta que pronto
descubrió las verdaderas intenciones del Perú.
En 1932, Sudamérica era un continente altamente volátil, atacado de
militarismo, revoluciones, combates entre países vecinos y guerras civi-
les; de lo contrario, la audaz iniciativa de la Junta Patriótica ––es decir,
de los Arana–– jamás hubiera encontrado eco. Basta mirar un mapa de
la época para descubrir que de las repúblicas que componían Sudaméri-
ca, siete recurrieron a la revolución ––Argentina, Bolivia, Brasil, Chile,
Ecuador, Paraguay y Perú–– y sólo dos ––Uruguay y Colombia–– no ha-
bían padecido revoluciones en los dos últimos años. Los gobernantes mi-

371
litares, más que implementar reformas beneficiosas para sus países, de-
dicaban todas sus energías a mantenerse en el poder. A este panorama
habría que agregarle el derrumbe de los precios de las materias primas
––consecuencia de la crisis económica de 1929––, de las cuales vivía el
continente: cobre, estaño, café, chocolate, salitre, azúcar y algodón. Por
otra parte, el continente no poseía una cultura desarrollista con relación
a los commodities. Los gobiernos sudamericanos, en vez de explotar ellos
mismos sus riquezas, las daban en concesión a empresas extranjeras, apli-
cando altos impuestos a todo lo que exportaban.
Si en Brasil se había librado una guerra civil entre el estado de San
Pablo y el gobierno central, en Chile la situación política estaba a un pa-
so de otra guerra civil; si Paraguay y Bolivia mantenían una guerra por
el Chaco, una guerra entre Perú y Colombia distaba de ser un hecho ex-
cepcional. Esto no era ignorado por el clan Arana. A medida que las ne-
gociaciones diplomáticas fracasaban ––Colombia se negaba a un arbitra-
je––, seguían llegando barcos, armamentos y aviones. Perú, para forzar
un arbitraje y la revisión del tratado Salomón-Lozano, alegaba que die-
cisiete mil peruanos que vivían en el territorio entregado a Colombia ni
siquiera habían sido consultados acerca del traspaso de soberanía, lo cual
contrariaba disposiciones internacionales y, peor aún, que el gobierno de
Bogotá les había impedido emigrar al Perú, forzándolos a adquirir la ciu-
dadanía colombiana.
Una de las obsesiones de los colombianos en esos días inciertos era
el nombre Leticia. Había que cambiárselo inmediatamente. ¿Por qué ese
imprevisto impulso para modificar un nombre con ascendencia romana?
Por el simple hecho de que así se bautizó a la población ––constituido
apenas por unas pocas casas con techo de paja–– debido a que un joven
ingeniero peruano que había trabajado en aquel paraje se había enamo-
rado de la hija del cónsul británico en Iquitos, llamada Leticia. La inicia-
tiva no prosperó. A todo esto, los dos países iniciaron una carrera arma-
mentista que incluía naves y aviones. Colombia concentró buques de
guerra en Manaos, esperando retomar Leticia. Paralelamente, la diplo-
macia intentaba llegar a un acuerdo para evitar la guerra. El Secretario
de Estado norteamericano, Henry Stimson, le comunicó al gobierno pe-
ruano que no estaba de acuerdo con la captura de Leticia, que ambos
países habían firmado un tratado y que, si al Perú le preocupaba el des-
tino de quienes habían ocupado Leticia y de los peruanos que allí resi-
dían, proponía una alternativa: poner bajo el mando de Brasil a la ciu-

372
dad, convocar a una conferencia en Río de Janeiro y definir, en términos
pacíficos, la solución al diferendo territorial. Perú respondió que la To-
ma de Leticia había sido un acto civil en el cual no intervino el gobier-
no, y que, ante la desmesurada movilización de Colombia y el destino
ominoso que podría estar reservado a los habitantes de Leticia, no había
tenido más remedio que movilizarse.
Nadie que conociera cuáles eran los verdaderos intereses en juego y
quiénes habían orquestado la invasión, creyó que habría una solución pa-
cífica al problema. El escenario político peruano favorecía los combates,
la no entrega del territorio cedido. El presidente Sánchez Cerro era mi-
litar, había llegado originariamente al poder con las armas y, en Iquitos,
un grupo de patriotas que vio afectados sus intereses y su honor había
dado el puntapié inicial. Desde Lima, Julio César Arana formaba las im-
prescindibles alianzas con el gobierno para que se desatara la guerra que,
esperaba, le permitiría recuperar el Putumayo. Fracasadas las negocia-
ciones, movilizados los efectivos, sólo restaba el combate. El 15 de febre-
ro de 1933, cinco meses y medio después de la Toma de Leticia, se libró
la primera batalla amazónica, con un intento colombiano de recuperar
Tarapacá, sobre el río Putumayo. Apoyados por cañoneras que dispara-
ban sobre Tarapacá, los biplanos colombianos lanzaron letales ráfagas de
ametralladoras y bombas sobre las fuerzas peruanas. Los aviadores pe-
ruanos no se quedaban atrás, ya que el día anterior habían hostilizado a
la Armada colombiana. Pero Tarapacá cayó, aunque Colombia perdió
muchos hombres en esa batalla.
En Lima, la noticia corrió como reguero de pólvora. Ambos países
rompieron las relaciones diplomáticas y el presidente Sánchez Cerro, tres
días después, el 18 de febrero, lanzó un incendiario discurso por radio.
En la legación colombiana, ubicada en la Avenida Chorrillos 502, el mi-
nistro Fabio Lozano y Lozano temió lo peor. Sacó a su mujer y a su hija
del edificio, retiró el escudo de Colombia del frente y se preparó para lo
peor. Una enfurecida multitud que vociferaba “¡Abajo Colombia!” y
“¡Muerte a Olaya Herrera!” (presidente de ese país) llegó a la Legación
a vengar la derrota sufrida en Tarapacá. Pero aquí no hubo heroicos avia-
dores, ni cañoneras, ni soldados que irrumpían en el campo enemigo, si-
no una turba enceguecida que no respetaba leyes internacionales ni el
principio de la territorialidad de embajadas y legaciones. Las fuerzas po-
liciales no actuaron, y es inevitable suponer que la destrucción de la le-
gación colombiana era parte de la estrategia de Sánchez Cerro. No que-

373
dó un mueble sano, el piano de cola que fue salvajemente destruido y el
perro del ministro, descuartizado. Tampoco quedaron alhajas, platería,
ni alfombras. La turba no tardó en descubrir al ministro Lozano, que, sal-
tando por la ventana, alcanzó el sótano, del cual fue rescatado por el pre-
fecto de Lima.
Este salvajismo debe de haber hecho las delicias de Julio César Ara-
na, que habrá supuesto que la guerra con Colombia era imparable, que
el conflicto subía rápidamente de decibeles, y que la derrota de Tarapa-
cá era un mero episodio sin importancia. En esos días de máxima ten-
sión, el cauchero debe de haber soñado con las viejas épocas, con la ilu-
sión que fue el haber constituido la Peruvian Amazon Company, y de
haber sido alguna vez el rey del caucho. No han quedado registrados los
telegramas entre Arana y su hijo Luis, que estaba en Iquitos, preparán-
dose para un eventual ataque a la ciudad, pero padre e hijo deben de ha-
ber estado particularmente unidos, desarrollando estrategias, deseando
que el conflicto se volviera guerra abierta. El gobierno peruano prohibió
salir del país a los jóvenes entre veintiuno y veinticinco años, y las mani-
festaciones, las pancartas, las leyendas pintadas de blanco en el asfalto y
las reuniones populares alcanzaron su apogeo. Nadie había olvidado el
discurso presidencial, ni su sentido:

La tranquilidad del Perú ha sido perturbada por una expedición, in-


cluyendo a numerosos soldados oportunistas, transportados en bu-
ques colombianos; se ha violado la neutralidad del Brasil al buscar
abrigo en aguas brasileñas e ignorando la mediación que se está lle-
vando a cabo, bombardeando a nuestros compatriotas en el Putuma-
yo de una manera cobarde, debido a que nuestros compatriotas ha-
bían repudiado la nacionalidad colombiana impuesta por un tratado
ratificado sin el conocimiento del pueblo peruano.

Mientras el país, enfurecido por la derrota de Tarapacá, reclamaba


venganza, el 14 de marzo de 1933 en Cajamarca, en el norte del país
––el mismo punto geográfico donde Pizarro ejecutó al inca Atahualpa––,
estallaba una revolución liderada por el coronel Gustavo Jiménez, que
se había autotitulado “delegado nacional de organizaciones revolucio-
narias y jefe supremo político y militar de la República”. Una revuelta
interna no era lo más indicado para derrotar a Colombia. Le costó al
gobierno de Sánchez Cerro una feroz batalla de cuatro horas de dura-
ción, con la intervención de aviones de combate. El coronel Jiménez, al

374
comprobar que su derrota era inevitable, se pegó un tiro en la sien. El
27 de marzo, Perú sufrió otra derrota en el Putumayo, al caer la forta-
leza de Güepí. Fue una batalla cruenta, horripilante, con numerosas
bajas y donde la aviación colombiana, que había recurrido a pilotos ale-
manes, desplegó sus impecables técnicas y experiencia. El teniente co-
lombiano Juan Lozano y Lozano, que intervino en la refriega, dejó un
extenso testimonio, de estilo abrumadoramente denso y adjetivado, pe-
ro que da una idea cabal de lo que puede llegar a ser una guerra en la
selva.

Escribo estas líneas desde el peñasco de Güepí, en donde todavía es-


tá impregnado el ambiente de un denso olor de pólvora, cuyo humo
azuloso apenas ha empezado a extinguirse. Aquí están los campa-
mentos peruanos a medias destrozados; casi completamente desfigu-
radas por nuestra artillería las admirables fortificaciones del enemi-
go; en una pequeña casa de guadua, los prisioneros en custodia; aquí
y allá, sobre el campo verde que interrumpe la selva, los muertos, los
pobres muertos peruanos, pálidos, sangrantes, trágicamente contor-
sionados. No he tenido la curiosidad mezquina de contarlos. No de-
berían jamás contarse, al modo como se cuentan las fichas ganadas
en el azar de un juego, estos ignotos holocaustos de las hecatombes
marciales. La muerte es cosa sacra que esta pequeña ciencia terrení-
sima de la estadística no tiene derecho a profanar con su plebeya ter-
minología.

Lozano y Lozano también describió la artística destreza con que los


pilotos alemanes atacaban las líneas enemigas.

Al mismo tiempo nuestra escuadrilla de aviones volaba sobre el fuer-


te de Güepí, objetivo principal del combate. Describían los aviones
largos círculos en los aires y de pronto se clavaban vertiginosamen-
te, como si, batidos, no tuvieran ya gobierno, sobre la posición ene-
miga; al llegar a unos cien metros del suelo, volvían a subir con idén-
tica rapidez, después de describir un espeluznante ángulo agudo; el
punto de descenso quedaba marcado por una perpendicular que al
llegar a las trincheras remataba en una explosión horrenda. Las má-
quinas se cruzaban unas sobre otras, se reunían, se separaban, mon-
taban y descendían en forma que hacía temer una serie de choques:
aquello parecía una infernal colmena.

375
En Lima, esta derrota enardeció más a los militares. El presidente,
Luis Sánchez Cerro, decidió que había que hacer un despliegue escéni-
co para que los peruanos pudieran ver a los soldados que partirían a lu-
char al Putumayo. Los inmensos estadios, el inevitable palco que alber-
gaba al orador que excitaba a la multitud, las banderas flameando y el
imprescindible desfile militar que hacían parte de la liturgia puesta en bo-
ga por el nacionalsocialismo alemán y el fascismo italiano estarían pre-
sentes en el Hipódromo de Lima, el 30 de abril. Ese día, el pueblo mar-
chó hacia el lugar de reunión, con un indisimulable sentimiento patriótico
y espíritu festivo. Qué fácil resultaba unir a todos los habitantes del Pe-
rú cuando existía la amenaza de guerra y un país vecino a quien echarle
la culpa de todos los males. En realidad, Colombia no tenía responsabi-
lidad alguna de la crisis política peruana, del surgimiento de un partido
radical, como el APRA, y del desastroso estado de las finanzas públicas
como consecuencia del gobierno de Augusto Leguía. Pero esa mañana
de abril, nadie reparó en esto.
Sánchez Cerro llegó a las diez de la mañana, en el habitual automó-
vil descapotable, y contempló desde el palco los treinta mil soldados que
desfilaron por el Hipódromo de Lima. No sabemos si Julio César Arana
estaba presente ese día, si ocupaba un lugar de honor, aunque es lícito
creer que había asistido. Después de todo, ese desfile militar era lo que
más deseaba. Sólo con las armas, con una guerra sin tregua podría recu-
perar sus inmensos dominios del Putumayo. Y ahora, un insignificante
militar que se había sublevado en Arequipa, que había derrocado a su
odiado Leguía, se había transformado en presidente del Perú y quería ir
a la guerra con Colombia. Arana estaba de parabienes. Aunque no hu-
biera una victoria decisiva de ninguno de los bandos, las negociaciones
diplomáticas terminarían favoreciéndolo. Una de las fichas en juego, en
el momento de negociar, sería el Putumayo, ya fuera la posesión del mis-
mo o una indemnización considerable.
Pero en un instante los acontecimientos dieron un giro de ciento
ochenta grados. Al abandonar Sánchez Cerro el desfile, en compañía de
su primer ministro J. M. Manzanilla, saludando al incontenible pueblo
desde su automóvil descapotable, un miembro del partido Aprista, Alber-
to Mendoza ––aparentemente un cocinero––, extrajo un revólver, le apun-
tó al presidente y disparó dos tiros. Uno le dio en el brazo, otro, en pleno
corazón. Diez minutos después, Luis Sánchez Cerro fallecía. El pánico,
el desconcierto y la furia se volvieron incontenibles en el hipódromo: el

376
asesino fue literalmente descuartizado, la policía comenzó a disparar y
hubo varias muertes. No fue sólo el fin de un presidente, sino el de la gue-
rra con Colombia.
También, el ocaso definitivo de Julio César Arana.

El asesinato del presidente Sánchez Cerro debe de haberle quitado al


cauchero toda esperanza de recuperar su imperio. Habrá presentido que
la Toma de Leticia y sus derivaciones habían sido en vano. No se equi-
vocó. El nuevo presidente del Perú, el general Oscar Benavides, puso pa-
ños fríos a la contienda y sometió a una comisión aprobada por ambos
países el problema de Leticia. Sería excesivo pormenorizar la negocia-
ción, pero baste decir que el Putumayo ––y Leticia–– volvieron a Colom-
bia y siguen bajo su dominio hasta nuestros días. Las cañoneras, los bi-
planos, las tropas quedaron repentinamente paralizados, y la vida de Julio
César Arana del Águila Hidalgo se deslizó hacia un irremediable olvido.
Nunca más volverían las adquisiciones violentas en los ríos Igaraparaná
y Caraparaná, ni habría escándalos en Londres ni tampoco ––más triste
aún–– su fortuna. Colombia jamás lo indemnizaría y sólo le quedaban al-
gunas propiedades en Iquitos que, con seguridad, habrá ido vendiendo.
Tampoco tuvo el beneficio de una muerte oportuna, lo cual le hubiera
evitado caer en la pobreza, en el deterioro físico y en otras amarguras que
le trajo su hijo Luis; por el contrario, viviría casi veinte años más siendo
apenas la sombra de una leyenda. El caucho había dejado de ser la ma-
teria prima capaz de otorgar insospechadas riquezas, el oro negro que le
permitía tener a jueces y funcionarios a sus pies. Ahora tendría que en-
carar su destino y el de Eleonora y sus hijas, sin recursos.
Mientras se decidía el destino final de sus expropiadas tierras del Pu-
tumayo, se dedicó brevemente a dirigir un lavadero de oro en un afluen-
te del río Marañón, iniciativa que fue de corto alcance y para nada ren-
table. Y aquí es cuando entra en escena un personaje para algunos
siniestro, hábil comerciante, dueño de innumerables propiedades en Iqui-
tos y que le había adquirido a Otoniel Vela el deslumbrante Hotel Pala-
ce de esa ciudad. Se trata del judío maltés Víctor Israel, que terminó que-
dándose con lo que restaba de la fortuna de Arana que, contrariamente
a lo que el propio cauchero suponía, no era poca. En 1939, Julio César
Arana le vendió a Israel por trescientos mil soles ––aproximadamente
cuarenta mil dólares–– sus supuestos dominios del Putumayo. Israel le

377
vendió al gobierno de Bogotá, a través del Banco Agrícola Hipotecario
de Colombia, toda la documentación de la Casa Arana en doscientos mil
soles y, en 1964, la Caja Agraria colombiana abonó los ciento sesenta
mil dólares restantes a Víctor Israel. Ciertas versiones afirman que algu-
nos herederos de Arana, que ya había fallecido, cobraron parte de ese
dinero.
Otras versiones vernáculas afirman que la transacción no fue tan
transparente y que, en realidad, Julio César Arana fue estafado. Según es-
ta variante, Arana le firmó un poder general de disposición a Israel, pa-
ra que negociara con un grupo empresario norteamericano interesado en
la adquisición de sus antiguas tierras entre los ríos Putumayo y Caquetá,
posibilidad nada disparatada porque ya hemos visto que se contempla-
ban posibles inversiones norteamericanas en la región, si se abría un ca-
mino hacia el Pacífico. Pero Israel ––que, según se afirma, se especializa-
ba en transacciones espurias–– se las vendió a Colombia; al enterarse el
hijo del cauchero, Luis Arana Zumaeta, partió enfurecido a buscarlo a
su casa. Un miembro de la familia Morey reveló al autor que, hace mu-
chos años, se había enfrentado con este comerciante que compraba cré-
ditos falsos y, en su caso en particular, correspondientes a su abuelo y ya
cancelados. El objetivo de Pichico Israel era apoderarse de las setenta
propiedades que los Morey aún tenían en Iquitos por la ridícula suma de
dos millones de soles.
Sea cual fuere la verdad, el hecho es que Julio César Arana, que ya
había cumplido los setenta y cinco años, se quedó sin un centavo. Se fue
a vivir a Magdalena del Mar, sobre la costa del Pacífico, un barrio de cla-
se media sin las deslumbrantes residencias de la Avenida Arequipa o de
San Isidro, a una casa miserable si la comparamos con otras que habitó:
un terreno de 6,30 por 33 metros, ubicado en el jirón Echenique 289. La
modesta casa era de una planta, tenía dos dormitorios, un comedor, un
baño y una cocina que daban a un patio interior y, en la entrada, un pe-
queño escritorio. El edificio ya no existe más y en su lugar se ha construi-
do una casa moderna. Le quedaban Eleonora y su hija Angélica, pero di-
fícilmente los amigos de Iquitos lo visitaran en el jirón Echenique. El
hombre más importante de Iquitos, que había sido dueño de casi seis mi-
llones de hectáreas en el Putumayo, que había vivido en Europa como
un rey, terminaba sus días en ese barrio horripilante, en una casa vergon-
zosa. El Amazonas le iba a cobrar otra deuda, tal vez más dolorosa que
la pérdida de su poder y de su fortuna.

378
Luis Arana Zumaeta, único hijo de Julio César, iba camino a conver-
tirse en un próspero empresario. A principios de la década de 1940, ya
orillando los cuarenta años, tomó la decisión de casarse. La elección re-
cayó en Emilia Ramírez Ruiz, una joven de Iquitos, hija de una sirvien-
ta. La familia Arana creyó que no merecía tanta vergüenza. En aquella
ciudad, los casamientos se hacían entre los miembros de las viejas fami-
lias; cuando algún joven aristocrático de enamoraba, invariablemente era
de una Morey, de una Hernández, de una Del Águila, o de una Peña, por
nombrar a las más relevantes. Ni los ruegos de su padre, ni de Eleonora,
ni de su hermana Lily, que vivía en Iquitos, pudieron convencerlo. Para
Lily, debe de haber sido particularmente humillante, ya que debía pade-
cer el castigo in situ, a diferencia de sus padres y de su hermana Angéli-
ca, que gozaban, en Lima, del beneficio del anonimato.
Pero ese no fue el único castigo que recibió el legendario Arana. Su hi-
jo Luis le dio un nieto, Luis Arana Ramírez, el único descendiente de una
familia legendaria, a quien no veía por la oposición que había hecho a ese
casamiento. Viejo, pobre, físicamente deteriorado ya que en sus últimos
años ni siquiera podía caminar, habrá anhelado conocer a ese nieto que
llevaba su sangre. Eleonora también habrá sentido esa llaga. Nunca se
sabrá si alguna vez lo vieron, ya que no existe alguien que pueda atesti-
guarlo. Cuando el niño cumplió ocho años enfermó de poliomielitis y fue
traslado a una clínica especializada de Lima. Sobrevivió, pero estuvo con-
denado a estar toda su vida en una silla de ruedas, en Lima, cuidado por
su madre; su padre, en cambio, alternaba entre Iquitos y Lima debido a
que fue varias veces alcalde de la capital de Loreto y que había creado una
exitosa compañía importadora-exportadora denominada Suramérica.
Los años fueron pasando para Julio César Arana. Nadie se acordaba
de él y el legendario Putumayo y el caucho formaban parte de una histo-
ria remota. Lima había progresado; los vuelos de Panagra llegaban a Li-
matambo y el servicio aéreo con Iquitos se había vuelto casi cotidiano.
Quién escucharía a un anciano relatar lo que significaba un viaje de Iqui-
tos a la capital peruana en su juventud, cuando había que atravesar los
Andes a lomo de mula. Julio César Arana no figuraba entre los héroes
del Perú, ni tampoco entre los infames. Simplemente, se habían olvida-
do de su existencia. Posiblemente, el último retrato que alguien hizo de
él, fue paradójicamente cuatro días después de su fallecimiento, en una
nota necrológica publicada por el diario El Comercio, de Lima, el 11 de
setiembre de 1952, firmada por J. L. R.

379
Era ya un octogenario cuando lo vi, por única vez, en su casa peque-
ña de la Magdalena. Me llevó hasta allí el ejercicio de mi práctica
profesional. Se trataba de llevar adelante determinada diligencia ju-
dicial. La mampara de la sala se abría sobre el pequeño vestíbulo. Al-
guien abrió la puerta de una salita modesta con su parvo ajuar. Qué
lejos estaban aquellas noches opulentas de Manaos e Iquitos, cuan-
do desde el hondón de la selva se imponían las cotizaciones del oro
negro en las bolsas comerciales de New York, París y Londres. Aún
no había llegado subrepticiamente hasta Malasia la semilla de la
rica planta y circulaban en el mundo, transportando a los inversio-
nistas, los fascículos de la “Compañía Peruana del Amazonas”, que
estableció “cuarenta y cinco centros de recolección de caucho, ro-
deados de tierras cultivadas con una población de unos cuarenta mil
indios”.
Cuando se nos invitó a pasar al escritorio, vimos al fondo de la ha-
bitación mal iluminada una sombra enorme. Las ventanas teatinas
estaban cerradas. Se percibía todo confuso un escritorio de cortina,
libros, cuadros, viejos armarios. Estaba sentado en un sillón bajo,
cubiertas las piernas con una manta de lana. El busto hercúleo es-
taba ya caído hacia delante. La cabeza gruesa y el cuello corto, las
facciones como talladas en piedra. Unas antiparras negras le cubrían
los ojos. Quiso levantarse en señal de cortesía, le rogamos no lo hi-
ciera. A su lado éramos como pigmeos. Sin ponerse de pie veíamos
su rostro al nivel de nuestra estatura. Desbordaba el cuadro modes-
to de la habitación cerrada. Se le hubiera querido ver sobre un fon-
do de arboleda difuminada, entre agraz como gargantas, al fin del
cual aparecieran lejanos horizontes desvanecidos en cendales de
niebla.
Nos facilitó todo cuanto fue necesario. Una explicación breve y cap-
tó la esencia del problema. Dictó al escribano silencioso que empe-
zó a sentar el acta. Hubo un momento luego de la lectura, en que
mostrando desacuerdo con los términos que empleaba el escribano
dijo dos palabras precisas e imperiosas: ¡Así no! Después, mientras
sus ojos perseguían la luz en la claridad evanescente, dijo algunas fra-
ses corteses y nos despidió.
Era una sombra de aquel tremendo capitán de aventura cuyo escena-
rio fueron las millones de hectáreas de su concesión en la montaña.

Eleonora también había envejecido: era tres años mayor que su ma-
rido. El problema con los muertos civiles, categoría en la cual habían caí-

380
do los Arana, es que viven en una suerte de ostracismo. La pobreza, los
escándalos del Putumayo y el aislamiento terminaron transformándolos
en dos seres patéticos, olvidados por el mundo, salvo por sus hijas. Julio
César, en sus últimos años, ya ni podía levantar la cabeza en sentido li-
teral: condenado a estar en un sillón, con la cabeza gacha, habrá perdi-
do progresivamente el contacto con el pequeño mundo que lo rodeaba.
Acaso ya nada sentía, y esa falta de sentimientos, de memoria, uno de
los dudosos beneficios de la decrepitud, lo mantuvo con vida. Su agonía
debió ser particularmente penosa. No existían las salas de terapia inten-
siva y, de haber existido, no hubieran tenido con qué pagarlas. Ni dispo-
nían de enfermeras entrenadas. Eleonora, con sus noventa y un años a
cuestas, poco podía hacer por su marido. Quizás escuchaba sus gemidos,
su tos persistente en el dormitorio contiguo, pero estaba en su propio
mundo, liberada finalmente de los afectos, de la vergüenza, del sombrío
futuro. Los últimos días de Julio César Arana carecieron de las visitas
ilustres y periodistas en la puerta esperando el desenlace que se reservan
para hombres trascendentes. Acaso ni siquiera llegó a lamentar el tener
que morir en una casa insignificante en Magdalena del Mar y no en los
esplendores de Iquitos. Qué diferente hubiera sido agonizar en la vieja
casona de la calle Próspero, con el inevitable desfile de amigos y cono-
cidos.
El domingo 7 de setiembre de 1952, Lima amaneció posiblemente
sin sol, con el omnipresente manto de nubes que la cubre hasta la llega-
da del verano. El jirón Echenique, donde vivían los Arana, desemboca
en un acantilado desde donde se domina el océano, ese día cubierto por
la espesa bruma. El barrio debe de haber sido la imagen misma de la so-
ledad, ya que, hoy en día, causa esa impresión. Imaginemos, entonces,
lo que sería a comienzos de la década de 1950. Julio César Arana había
ingresado en la agonía final: nada se llevaba del Amazonas, ya que todo
lo había perdido. La inmensa fortuna, el poder casi ilimitado, la irrefre-
nable audacia y la solidez de un carácter que jamás desfalleció eran par-
te de su pasado. A las cinco y media de la tarde, en el jirón Echenique
289, en Magdalena del Mar, falleció Julio César Arana del Águila Hidal-
go, que había sido el hombre más rico del Perú. Nadie se enteró de su
muerte, porque todos desconocían su existencia. El diario El Comercio,
de Lima, en su edición del 9 de setiembre de 1952, publicó en la sección
Defunciones un modesto aviso fúnebre, que fue el único testimonio de
su muerte.

381
La esposa, hijos e hijos políticos y demás miembros de familia del
que en vida fue

JULIO CÉSAR ARANA ÁGUILA HIDALGO


(Q. E. P. D.)

tienen el sentimiento de participar su fallecimiento, acaecido el día


domingo siete del presente a las 5.30 p.m., con los auxilios de la San-
ta Religión. El sepelio se realizará el día martes a las 11 a.m., Mag-
dalena del Mar, jirón Echenique número 289.

Lima, 8 de setiembre de 1952.

El jueves 11 de setiembre, el mismo diario publicó otro aviso fúne-


bre. “El Centro Social Moyobamba cumple con el deber de participar el
penoso y sensible fallecimiento del que fue señor Julio C. Arana, ex se-
nador de la República y esclarecido ciudadano del Oriente Peruano”. Va-
le la pena señalar que de esa institución provinieron los grandes cauche-
ros y políticos de Loreto.
Pero el Perú no lo había olvidado. No sabemos quiénes asistieron al
entierro en Presbítero Maestro, el viejo cementerio de Lima, pero los
principales diarios de la capital peruana mencionaron su fallecimiento,
dedicándole amplios espacios, sonoros títulos y la correspondiente foto-
grafía. La Prensa, en su edición del 11 de setiembre, publica el extenso y
florido discurso del legislador Humberto del Águila, único orador en el
entierro, que es una muestra perfecta de la negación. Vale la pena repro-
ducir uno de sus pasajes:

Si eso fuese todo, con ser magnífico, Julio C. Arana no sería sino uno
de los grandes dominadores del espacio, uno más entre los porten-
tosos hombres de empresa. Pero hay algo que magnifica su labor. Al-
go que le da a su obra un sello de grandeza. Algo que lo convierte en
una gran figura nacional y que inscribe su nombre en las páginas de
nuestra historia: su patriotismo, su sentido de peruanidad.

El orador se equivocó, como también quienes redactaron las loables


notas necrológicas, donde se negó con persistencia que hubiera cometi-
do algún crimen y se insistió en que las acusaciones que cayeron sobre

382
él fueron obra de sus enemigos. La historia no colocó a Julio César Ara-
na entre los héroes del Perú, ni tampoco entre sus criminales.
Fue mucho más cruel: lo condenó al olvido.

NOTAS

1 Se trata de Luis Arana Ramírez, hijo de Luis Arana Zumaeta, a quien tuvimos
la oportunidad de conocer, en Lima, en 2004, en su casa del barrio de Surco.
2 Aseveración rigurosamente cierta, ya que pudimos comprobar, en Iquitos, el

estado de decadencia de la vieja casa comercial Morey, en la esquina de Próspero y


Brasil.
3 Esta dependencia fluvial finalizó en 1940, al concluirse la carretera Lima-Pu-

callpa.
4 Se denominó oncenio al período en el que gobernó Augusto Leguía, de 1919 a

1930, es decir, once años.

383
Epílogo

La muerte de Julio César Arana no concluyó con la historia de su fa-


milia, ni con la tragedia y el oprobio que la persiguieron como una maldi-
ción en décadas posteriores. El viejo cauchero había partido para siempre.
Pero quedaba su hijo, Luis Arana Zumaeta. Ya señalamos que, a partir de
su casamiento con Emilia Ramírez Ruiz, se alejó de su familia y se dedicó
a los negocios y a la política. Ya se había iniciado en estas últimas lides
cuando integró la Junta Patriótica, en 1932, y fue uno de los responsables
de la Toma de Leticia. En Iquitos, ciudad donde vivía y de la que fue al-
calde nueve veces, montó una compañía de exportación-importación,
prosperó en los negocios y amasó una considerable fortuna. Cargaba una
cruz que no tenía relación con el caucho, con los indios ni con las atroci-
dades: su hijo Luis, que vivía en Lima con su madre, estaba condenado a
estar de por vida en una silla de ruedas, consecuencia de la poliomielitis.
Nadie recordaría a Luis Arana Zumaeta de no haber tomado, en
1968, una decisión trágica. Hubiera engrosado la lista de alcaldes de la
ciudad, cuyos retratos al óleo adornan las paredes de la Biblioteca Mu-
nicipal de Iquitos, en el Parque Zonal, y donde se descubre a su padre,
que también fue alcalde, y a Víctor Israel. Siendo alcalde, un mediodía,
en la tranquilidad de su casa, se disparó un tiro en la sien. Existen distin-
tas versiones sobre su muerte, pero quizá la más creíble es la de Roger
Rumrill García, que vivía en Iquitos por entonces y a quien ya hemos
mencionado en este libro. Rumrill García era maestro en aquellos años
y le avisaron telefónicamente a la escuela que el alcalde se había suici-
dado; corrió a la casa de Arana, en la actual calle Tacna, y pudo verlo,
como también confirmar que se había disparado en la sien.
A diferencia de su padre, de colosal estatura, Luis era bajo, de piel
blanca, y, como dicen en la Amazonía, de rasgos europeos. Era áspero,

385
inabordable para los periodistas y marcadamente arisco, lo cual no le
valió la simpatía de la prensa y de la radio iquiteñas. El detonante de su
suicidio fue un hecho de poca relevancia pero que hizo que se abrieran
compuertas turbulentas de su personalidad que terminaron siendo in-
controlables. Se trató de su decisión, siendo alcalde, de cortar los árbo-
les de mango de la Plaza 28 de Julio, una de las más importantes de la
ciudad, lo cual condujo a que un popular periodista radial de la época,
Luis Barbaran Toullier, lo llamara sistemáticamente “arboricida”.1 La
campaña duró varias semanas y, de forma misteriosa, activó en el alcal-
de Arana el mecanismo de la autodestrucción. Otros sostienen que su
muerte voluntaria fue la consecuencia de un negociado con cemento, y
que pendía sobre su cabeza la horrenda posibilidad de ir preso. Como
sea, habría que atribuir su muerte a una personalidad depresiva, alte-
rada, imposible de develar. Podemos suponer que más de una vez habrá
escuchado que su padre era un asesino, a lo que habría que agregar la
pérdida del Putumayo, el desprecio de su familia por su mujer y la enfer-
medad incurable de su hijo. Pero éstas son apenas capas que envuelven
un núcleo neurótico que nadie puede precisar.
Lily Arana y su marido, Pedro del Águila Hidalgo, dejaron Iquitos
cuando él fue nombrado senador por Loreto y se instalaron en Lima en
la década de 1950. Llegó el día en que debieron vivir de una jubilación
y el ex senador compró una vivienda en un barrio denominado Ignacio
Merino, que estaba lejos de los esplendores de Miraflores o de San Isi-
dro. “Has comprado una casa popular”, le recriminó Lily. No tuvieron
hijos, pero su empleada, María, tuvo dos, de quienes el matrimonio Del
Águila Hidalgo fue padrino. Nada más sucedió en la vida de Lily Arana,
a excepción que debió sufrir el robo de sus joyas, esos objetos que aún la
conectaban con el pasado. En 1964, el diario El Comercio, de Lima, pu-
blicó un artículo sobre Julio César Arana, donde lo calificaba como “el
hombre que defendió al Perú con su propio ejército” (se refería a la ame-
naza colombiana), lo que motivó una carta de agradecimiento de sus dos
hijas, Angélica y Lily Arana. En realidad, una de las mejores definiciones
de Julio César Arana la hizo un francés, el antropólogo André-Marcel
d’Ans, en L’Amazonie péruvienne indigène. Anthropologie écologique,
ethno-histoire, perspectives contemporaines. “El talento de Arana, su ge-
nio, es que siendo peruano explotó tierras colombianas, con capitales in-
gleses, exportando el caucho por el Brasil.” Lily y Angélica Arana deja-
ron este mundo con más pena que gloria. La orgullosa señora de Del

386
Águila Hidalgo, la revolucionaria de 1932, pasó sus últimos años en com-
pañía de sus hijos adoptivos y de las pocas amigas que le quedaban. An-
gélica se refugió en los libros y fue una insaciable lectora hasta el último
de sus días.
Sólo quedaban, en Lima, Luis Arana Ramírez ––único hijo de Luis
Arana Zumaeta–– y su madre, Emilia Ramírez Ruiz, que habían hereda-
do una cuantiosa fortuna a partir del suicidio del alcalde, propietario de
la Suramérica y dueño, a la vez, de numerosas propiedades en Iquitos.
Vivían en una importante casa en Surco, en la calle La Floresta, y se tras-
ladaban en un deslumbrante Mercedes Benz. La madre cuidaba perma-
nentemente a su hijo, al que llamaba Bibi y todo hacía presumir que ellos
estaban libres de cualquier maldición amazónica. Después de todo, qué
culpa tenían de los escándalos del Putumayo, de las atrocidades. Ya ha-
bían pagado con la poliomielitis de Luis.
El 27 de setiembre de 2002, Lima se despertó horrorizada. El Canal
5 de televisión, en el programa Perú hoy, mostraba imágenes desmesu-
radamente macabras de Luis Arana Ramírez y de su madre, Emilia Ra-
mírez Ruiz. Quienes veían el programa no sabían quiénes eran esa an-
ciana ni ese hombre avejentado, postrado en una silla de ruedas, que
vivían en el más atroz abandono, en la más abyecta miseria, como si hu-
bieran sido dejados de la mano de Dios. La única nuera del rey del cau-
cho yacía postrada en una cama, en una habitación inmunda atestada
de basura hasta lo inimaginable, sin saber quién era ni qué sucedía en
torno suyo y, mucho menos, que una cámara de televisión la estaba gra-
bando. Las imágenes conformaban una galería del horror que espantó
a los limeños, no porque hubieran sabido quién fue Julio César Arana y
que esa era su única descendencia ––en realidad, la inmensa mayoría ig-
noraba la existencia pretérita de un rey del caucho y de treinta mil in-
dios muertos–– sino porque resultaba inexplicable que una madre y su
hijo, que vivían en un barrio residencial, hubieran caído en ese pavoro-
so abandono.
La cámara de televisión se regodeó con la miseria. En los umbríos pa-
sillos se amontonaba más basura; la cocina mostraba espesas telarañas y
artefactos oxidados; un viejo televisor con el diseño de la década del 50
se descubría, solitario, en una pequeña sala; el baño era de una mugre
inverosímil: además de la suciedad, los artefactos sanitarios ni siquiera
hubieran sido aceptados en un basural, y se mezclaban con sartenes y ca-
cerolas. En el garage, el viejo Mercedes Benz había sido atacado por el

387
óxido hasta quedar irreconocible. La energía eléctrica había sido suspen-
dida hacía tiempo y ese escenario estaba íntegramente iluminado con ve-
las. Desde su silla de ruedas, Luis Arana Ramírez pedía que alguien fue-
ra a cuidarlos, como si la parálisis que le había afectado las piernas en su
niñez se hubiese extendido a su voluntad y a su raciocinio. En realidad,
fue un grupo de vecinos que dio aviso a la policía para que ayudara a esa
inusual pareja que corría el peligro de morir de inanición.
Las autoridades policiales llegaron acompañadas por una ambulan-
cia y enfermeros, y también por las cámaras de televisión que mostraron
hasta el más horroroso de los detalles. Al levantarla de la cama a Emilia
Ramírez Ruiz de Arana para trasladarla a la ambulancia, farfulló algunas
palabras: repetía una y otra vez, con orgullo, que su marido había sido
“ingeniero en minas y petróleo”. Madre e hijo fueron llevados a la Clíni-
ca Geriátrica Aurora, del barrio Surco, para que se restablecieran. Emi-
lia lo logró, ya que superó la infección micótica que padecía.
¿Qué los había llevado a semejantes extremos? Tras la muerte de Luis
Arana Zumaeta, fueron vendiendo uno a uno los bienes que heredaron:
la compañía Suramérica, las casas de Iquitos, las propiedades en Pará,
Brasil. En 1996, vendieron la última casa que les quedaba en Iquitos.
Cuando el dinero finalmente se acabó, cerraron las puertas de la casa a
todos, en particular a los parientes limeños de Emilia, de quienes siem-
pre habían recelado, alegando que sólo querían su dinero. Cuando algu-
no de éstos tocaba el timbre, se los atendía por la puerta de servicio. El
pacto entre madre e hijo entró en una incontrolable espiral descendente
que habrá comenzado por algunas privaciones para llegar, por último, al
abandono absoluto.
El autor pudo ver el videotape en la sala de edición del Canal 5 de
Lima y, también, anotar la dirección de la casa del barrio de Surco, en la
calle La Floresta. Un sábado al mediodía, en compañía de Manuel Cor-
nejo, del Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica, de
Lima, nos dirigimos allí en taxi. Golpeamos al unísono el portón ––que
de milagro no cedió–– hasta que la empleada nos escuchó, nos hizo es-
perar en la entrada y fue en busca de Luis Arana Ramírez. La casa era la
misma, pero estaba más limpia. Aún podía divisarse el viejo televisor en
la salita que daba al patio. Poco después, apareció Luis Arana Ramírez.
Avanzaba en su silla de ruedas, el pelo ralo y blanco, las uñas desmesu-
radamente largas. Ya había atravesado el umbral de los sesenta años y
exhibía una suerte de sonrisa que poco tenía de auténtica. Cuando ha-

388
blaba, movía la cabeza de derecha a izquierda, como si no se atreviera a
enfrentar a su interlocutor, acaso buscando pretextos para finalizar ese
encuentro imprevisto. Había que arrancarle las palabras y costaba creer
que ese hombre pulcro ––salvo por sus desmesuradas y chocantes uñas––
era el mismo del videotape.
––Mi madre falleció en noviembre pasado ––dijo.
La conversación encontraba obstáculos insuperables, ya que daba
permanentemente rodeos. Admitió que su tía Alicia Arana, la mayor de
las hijas de Julio César, estaba enterrada en Lima. Fue la única referen-
cia que hizo sobre su familia. Le mostré una fotografía familiar de los Mo-
rey, tomada en la década de 1940 en Iquitos, donde se veía a un hombre
de notable semejanza con Luis Arana Zumaeta, si se lo comparaba con
el cuadro al óleo que había visto en la Municipalidad de Iquitos.
––No es mi padre ––afirmó, casi ofendido. ––Él era distinto a este
hombre: tenía rasgos europeos.
Ese breve encuentro, sin embargo, culminó con una frase que, posi-
blemente, le brotó del alma y que fue lo único sincero que pronunció.
––Conmigo terminan los Arana. Soy el último de esta especie.
Nos citó para el día siguiente a las tres de la tarde, alegando que ten-
dría más tiempo para conversar. Fue un pretexto. Golpeamos hasta el
cansancio el portón de entrada, pero nadie abrió.
Nadie en Lima sabía dónde estaba enterrado Julio César Arana. En-
contrar un muerto en el Perú no es tarea fácil. Supe que el único cemen-
terio que existía en esa ciudad, en 1952, era el Presbítero Maestro y que
forzosamente debería estar enterrado allí, ya que en Iquitos no reposa-
ban sus restos. Era sumamente difícil, por no decir imposible, localizar
su tumba en este gigantesco campo santo construido en 1822. Está ubi-
cado en una zona antigua de Lima, particularmente peligrosa ––es deno-
minada “zona libre”–– por el alto grado de delincuencia de los barrios
que la rodean. En la única oficina con que cuenta ignoraban quién ha-
bía sido Julio César Arana. Para saber exactamente dónde estaba ente-
rrado, había que conocer la fecha del entierro y luego dirigirse a la So-
ciedad de Beneficencia de Lima, que llevaba en aquellos años el registro
de muertes y el lugar donde se encontraban los restos del difunto. No fue
fácil averiguar qué día había sido enterrado, ya que también se ignoraba
en qué fecha había muerto. Felizmente, revisando la colección del diario
El Comercio, de la capital peruana, en la hemeroteca de la Biblioteca Na-
cional, descubrí el modesto aviso fúnebre que anunciaba su muerte y se-

389
pelio; en la Sociedad de Beneficencia de Lima, me entregaron un papel2
que indicaba el lugar donde descansaban sus restos. Se trataba de un ni-
cho perpetuo, en el cuartel San Lázaro, letra C, número 34.
Manuel Cornejo, que me había acompañado a la casa de Luis Ara-
na Ramírez, me advirtió que no debía ir solo a Presbítero Maestro. Era
una de las zonas más riesgosas de la ciudad y podía correr peligro al que-
rer ingresar al cementerio, y aun dentro del mismo. Una nublada maña-
na limeña, partimos con Manuel y Wilfredo Guzmán, el mismo taxista
que nos llevara a casa de Luis Arana Zumaeta. Nos depositó en la ver-
ja de entrada, señalándonos que entráramos inmediatamente al cemen-
terio, ya que, a pocos metros, dos jóvenes parecían dispuestos a asaltar-
nos. Presbítero Maestro tenía una grandiosidad decimonónica, con
bóvedas que parecían templetes y, sin duda, había albergado al who’s
who limeño. Caminamos por el sendero central, hacia el Mausoleo de
los Héroes, entre el estallido de cúpulas, ángeles y placas de bronce, y
las gigantescas letras de las bóvedas de los Osma y de los Miró Quesa-
da, dos aristocráticas familias peruanas. Julio César Arana no descansa-
ba en esa clase de mausoleo. Al descubrir, por fin, el cuartel San Láza-
ro, surgió la inevitable realidad: se trata de centenares de nichos que
forman seis hileras de una extensión de alrededor de cien metros. Y, ahí,
aprisionado entre Yolanda Ramos y Nelly Céspedes, dos ignotas difun-
tas, estaba el mísero nicho del rey del caucho. Ni siquiera, en su absur-
da y reducida dimensión, tenía una placa de mármol. Sobre el tosco ce-
mento, en pintura negra, se leía: Julio C. Arana A.H. Q.E.P.D. Stbre. 7
de 1952.
Esa había sido la última y definitiva venganza del Amazonas. No ha-
bían bastado la casucha de Magdalena del Mar, la pobreza y el olvido. El
patriota, el defensor de la soberanía peruana, ni siquiera había sido en-
terrado en Iquitos, sino indignamente, en otra ciudad, en un osario mi-
serable.

El pequeño hidroavión finalmente se aprestó a decolar frente al


puerto de Iquitos rumbo al río Putumayo. Su piloto, un norteamerica-
no, se enorgullecía de poseer aquella máquina de medio siglo de anti-
güedad (“a 1955 vintage”, afirmaba). Ese día había huelga general en el
Perú ––hecho, por otra parte, cotidiano–– y yo había llegado a pie a la
pequeña oficina de la compañía aérea, desde donde partiríamos al puer-

390
to. Ese amanecer, la ciudad estaba raramente silenciosa, sin la atrona-
dora presencia de los rickshaws nativos, motocicletas que arrastran un
asiento con toldo para el pasajero, produciendo un ruido ensordecedor
y una nube de humo. La casi total ausencia de automóviles en Iquitos
se debe a que no se puede llegar por tierra, ya que no existe una carre-
tera, y sólo se logra por vía aérea o fluvial. Las viejas casonas de los ba-
rones del caucho, con sus fachadas de azulejos portugueses, le daban un
aspecto aún más fantasmal. A las siete de la mañana, después de cami-
nar por calles solitarias con la única presencia de los habituales buitres
que triscan por el pavimento, ingresé a la oficina, sólo para esperar tres
horas. Según el operador de radio, en El Estrecho, sobre el río Putuma-
yo, a donde nos dirigiríamos, llovía a cántaros. Cuando salió el sol, mon-
té en el asiento posterior de una motocicleta conducida por una mujer
que trabajaba allí y así llegué al hangar flotante donde se encontraba el
hidroavión.
Ahora se aprestaba a decolar, desplazándose velozmente sobre el
agua, el motor rugiendo como si hiciera esfuerzos desesperados para le-
vantar vuelo, enfilando hacia una lancha de pasajeros que nos precedía.
Debe de haber sido mi cara de espanto lo que obligó al piloto a hacer al-
gunas aclaraciones.
––No se preocupe ––aclaró––. Apenas se eleva, el avión tiene la ten-
dencia a volcarse hacia la derecha. También, suele abrirse la puerta tra-
sera ––era un cuatriplaza–– y, si escucha ruidos en el compartimiento del
equipaje, considere que transportamos un gallo vivo.
Y, en efecto, apenas el hidroavión se despegó del agua, mientras el
piloto movía palancas y apretaba botones, se volcó hacia la derecha, lo
cual evitó que embistiéramos a la lancha de pasajeros. Penosamente ga-
nó altura en ese raro día de sol, sin turbulencia. Cuando el altímetro in-
dicó que volábamos a mil quinientos metros de altura, el piloto pareció
aliviado.
––Ahora estoy tranquilo ––confesó––. Si tuviéramos cualquier pro-
blema, planeamos hasta acuatizar en alguno de los ríos.
También me explicó con precisión meteorológica que esa zona es par-
ticularmente turbulenta, por hallarse a pocos grados por debajo de la lí-
nea del Ecuador, produciéndose inesperadas corrientes y pozos de aire,
lo cual suele transformar a un viaje de una hora en un infierno. El Estre-
cho se halla a ciento cincuenta kilómetros de Iquitos, a vuelo de pájaro.
La población está asentada en los viejos dominios de Julio César Arana,

391
en la margen derecha del Putumayo, en territorio peruano, precisamen-
te entre las desembocaduras de los ríos Igaraparaná y Caraparaná. Volar
sobre el Amazonas a tan baja altura permite observar la textura de esa
selva, sorprendentemente compacta, donde es raro encontrar un claro;
los hay a orillas de algún río como el Napo, o el Algodón, pero son me-
ras parcelas de tierra, con algunas casas con techo de paja, rodeadas por
lo impenetrable. Sólo esa visión da una aproximación a la inmensidad
oceánica del escenario donde se desempeñó Arana, a las dificultades que
debió enfrentar, al infierno de las enfermedades tropicales. Las curvas y
recodos obsesivos de los ríos contribuían a hacer aún más ominosa su
navegación en los viejos buques a vapor, con calderas alimentadas por la
leña que ofrecía magnánimamente la selva.
El río Putumayo no es demasiado ancho y sus orillas están cubiertas
por altísimos árboles que dificultaban las maniobras del piloto. Sin em-
bargo, su pericia era tal que apenas se sintieron los flotadores posándo-
se sobre el agua. Cuando por fin se detuvo junto a un pequeño muelle de
madera en el que descendí, pude sentir la atmósfera en esas latitudes:
opresiva, húmeda, casi irrespirable. Ese día no aparecieron las fatídicas
mantas blancas, una especie de jején que ataca despiadadamente, ni los
temibles mosquitos. Según el piloto, esa oportuna ausencia se debía a que
el río estaba bajo. Esa tierra que pisaba había formado parte de un in-
menso imperio y era inevitable sentir cierto respeto arqueológico. El río
marrón descendía suavemente hacia el Amazonas, el solo contemplarlo
hacía recordar al legendario Liberal con su espigada chimenea. Hasta po-
día imaginar a Julio César Arana, en la cubierta superior protegida por
una toldilla, extendiendo su brazo como si quisiera abarcarlo todo, seña-
lando a sus invitados que ese era su imperio. En la ribera opuesta, esta-
ba Colombia, y podía divisarse, río arriba, un pequeño poblado, a veces
visitado por las FARC. El Tratado Salomón-Lozano le había cedido la
margen izquierda del Putumayo a ese país. Ni la toma de Leticia, ni la
caída de Tarapacá, ni los biplanos que bombardearon Güepí fueron su-
ficientes para impedir esa entrega.
También le arrebataron esa selva a Julio César Arana. Al contemplar-
la como quien la observa desde una platea, se descubre su grandeza, su
inmensidad, su condición de única. El Putumayo había sido su vida, el
sentido de su existencia. Si recurrió al terror y a las atrocidades, es por-
que ésa era la ley que regía allí y no la de códigos y venerables constitu-
ciones que rara vez se aplicaban en Latinoamérica a comienzos del siglo

392
XX. Eran meros modelos, no precisamente respetados en el Amazonas.
Arana no fue ni más ni menos cruel que varios conquistadores y el terri-
ble genocidio que cometió fue la consecuencia directa de una herencia,
de un contexto cultural en el cual le tocó vivir, lo que de ningún modo
implica una justificación. Esa ribera irremediablemente perdida que se
contempla desde El Estrecho fue lo que lo mantuvo vivo. El día que la
perdió, se transformó en una patética marioneta condenada a enmohe-
cerse en un altillo.
El Perú, al ceder el Putumayo, no sólo sumió en la miseria a Julio Cé-
sar Arana. También le arrancó el corazón.

NOTAS

1 Para otras personas, el periodista se llamaba Tito Rodríguez Linares, que inspi-

ró el personaje de El Sinchi en la novela Pantaleón y las visitadoras, de Mario Vargas


Llosa.
2 Los datos figuran en el Libro 55, Folio 164, Parte 4772.

393
Bibliografía

ALGUNAS LECTURAS IMPRESCINDIBLES

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397
Índice

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

Prólogo .................................................. 11

El descubrimiento de una selva . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

La construcción de un imperio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65

El Putumayo abre sus secretos ............................... 123

La ilusión europea . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191

El corazón de las tinieblas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 251

Los escándalos del Putumayo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 301

La última batalla .......................................... 353

Epílogo .................................................. 385

Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 395

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