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Tránsito
ePub r1.0
patrimope 27.07.15
Título original: Passage
Connie Willis, 2001
Traducción: Rafael Marín
MIQUEL BARCELÓ
Siempre recordaré la
oscuridad y el frío.
EDIT HAISMAN,
superviviente del Titanic
—¿Cómo es aquello,
Carides?
—Muy oscuro.
—¿Y qué hay del regreso?
—Son todo mentiras.
CALÍMACO
En amoroso recuerdo de Erik
Felice, el Hombre de
Hojalata.
Agradecimientos
Gracias de todo corazón a mi editora
Anne Groell, mi agente Ralph Vicinanza,
y a Phyllis Giroux y la doctora Elizabeth
A. Bancroft, que me ayudaron con los
detalles médicos.
Escribir este libro resultó en sí
mismo una experiencia cercana a la
muerte, y no habría sobrevivido sin el
apoyo de mi hija Cordelia, mis
pacientes amigas, el personal del
Margie’s Java Joint y la infinita ayuda
de mi marido, Courtney, y mi
indispensable chica-viernes, Laura
Norton.
PRIMERA PARTE
Silencio, silencio, estoy intentando
contactar con Cape Race.
Mensaje del Titanic, interrumpiendo la
advertencia que el Californian intentaba
hacerle sobre la existencia de icebergs.
1
¡Más luz!
Últimas palabras de GOETHE
Joanna se hundió.
Se vio rodeada de pronto por agua y
oscuridad. No veía nada, la lluvia en el
parabrisas fue de pronto un aguacero,
tan fuerte que los limpia parabrisas no
podían seguirle el ritmo. Los puso a toda
potencia, pero no sirvió de nada, la
lluvia se convirtió en escarcha, en hielo.
Iba a tener que aparcar a un lado de la
carretera, pero ni siquiera veía el arcén,
no podía sentir el fondo. Estiró
desesperadamente los dedos de los pies,
intentando tocar la arena, la cabeza
hacia abajo. Abajo. Caía y boqueaba en
busca de aire, tragando, atragantándose.
Ahogándose.
«Ahogarse es la peor forma de
morir», había dicho Vielle, pero todas
eran terribles. Infarto, fallo renal,
decapitación, sobredosis de droga,
aortas cortadas y ser aplastado por una
chimenea. Joanna alzó la cabeza,
tratando de ver el Titanic, pero sólo
había agua sobre ella. Y oscuridad.
Extendió las manos hacia la
superficie, pero estaba demasiado por
encima, y después de un rato dejó caer
los brazos, y cayó. Su pelo se abrió en
abanico a su alrededor como había
hecho el de Amelia Tanaka, tendida en
la mesa, las manos muertas flácidas y
abiertas en el agua oscura.
«Solté al bulldog francés», pensó, y
supo que no podía haber retenido al
perro ni su recuerdo, ni el recuerdo de
Ulla o del perro de Pompeya,
debatiéndose contra su cadena, ni el del
pasajero del Titanic soltando los perros
de sus jaulas, porque la caída misma era
una forma de soltarse, y mientras caía se
olvidó no sólo del perro, sino del
significado de la palabra perro y azúcar
y pena.
Cayeron de ella como nieve, como
ceniza, recuerdos de haber dicho:
«¿Puede ser más especifica?». De comer
palomitas con mantequilla, de
encontrarse en el pasillo de la tercera
planta, mirando la niebla, y de estar
sentada junto a la cama de la señora
Woollam, escuchándola leer pasajes de
la Biblia: «Cuando pases las aguas
estaré contigo». Y «Rosabelle,
recuerda», y «Pon las manos sobre mis
hombros y no te muevas».
Los nombres caían de ella en
oleadas, los nombres de sus pacientes y
de sus mejores amigos de tercer curso,
de la estrella de cine a quien se parecía
el oficial de policía de Vielle y de la
capital de Wyoming. Los nombres de los
neurotransmisores y de los días de la
semana y de los elementos nucleares de
la ECM.
El túnel, pensó, tratando de
recordarlos, y la luz, y el del señor…
¿cómo se llamaba? Lo había olvidado.
Insistía mucho. La revisión de vida. «Se
supone que tiene que haber una revisión
de vida», había dicho, pero se
equivocaba. No era una revisión sino
una evacuación, acontecimientos y
hechos y conocimientos arrojados por la
borda uno a uno: números y fechas y
rostros, el sabor de Tater Torros, y el
olor de los lápices de cera, rojo y
dorado y verde mar, la combinación de
su taquilla en el instituto y su número de
socia del Blockbuster, y la mejor forma
de llegar desde Medicina interna a la
UCI.
Alarmas de código y huertos de la
victoria y rascar nieve del parabrisas, y
en algún lugar un incendio, ardiendo
fuera de control, lanzando al aire
columnas de acre humo negro. Y el olor
de la pintura fresca, el sonido de la voz
de Amelia Tanaka, diciendo: «Estuve en
un túnel». «Un túnel», pensó Joanna,
mirando el agua en la que se hundía, la
oscuridad que se estrechaba.
Pero no había ninguna luz al final de
este túnel, ningún ángel, ningún ser
querido, y aunque los hubiera, los habría
olvidado, padres y abuelos y Candy
Simons. Habría dejado el recuerdo de
todos ellos, parientes y amigos, vivos y
muertos, detrás, en el agua. Guadalupe y
Coleridge y Julia Roberts. Ricky Inman
y la señora Haighton y Lavoisier.
Llevaba mucho tiempo cayendo. No
puedo caer eternamente, pensó. El
Titanic no había caído eternamente.
Había acabado por posarse en el fondo
del mar, asentándose en el suave lodo,
rodeado de escupideras y lámparas y
zapatos.
¿Me rodearán también zapatos?, se
preguntó, y pudo verlos en la oscuridad:
la zapatilla roja, atrancando la puerta, y
los enormes zapatos de payaso de
Emmet Kelly y el zapatito del juego del
Monopoly, y los zapatos abandonados
de los marineros, alineados en la
cubierta del Yorktown. El Yorktown
había acabado por descansar, también, y
el Lusitania y el Hindenburg, y Jay
Yates y Lorraine Allison y la Pequeña
Señorita 1565, después de haberlo
olvidado todo, incluso sus nombres.
Descansen en paz.
¿Cómo se decía en latín «descansa
en paz»? «Eloi, eloi, lama sabacthani»,
pensó, pero no era eso. Era otra cosa en
latín. Había olvidado el latín de
«descanse en paz», y las palabras de
Más cerca, mi Dios, de Ti y El
hundimiento del Hesperus y Sonrisas y
lágrimas.
Todo lo que había aprendido de
memoria caía de ella, línea tras línea,
desenrollándose en el agua oscura como
la cinta que escapa de un vídeo roto.
«Los asirlos cayeron como el lobo sobre
el rebaño», y «en un momento como
éste, es sálvese quien pueda», «Houston,
tenemos un problema», y «Oh, no
recuerdas, hace mucho tiempo, había
dos niños pequeños cuyo nombre no
conozco».
Las palabras se perdieron en el
agua, llevándose la memoria consigo,
arrastrando electrodos y lazos de
salvavidas y la cinta amarilla. «No
cruzar». Y madejas de hilo amarillas,
zapatillas amarillas como las que
llevaba Whoopi Goldberg en
Jumpm’Jack Flash, Jack en el Tallo de
Habichuelas, Jack Phillips.
Y eso era importante. Había algo
importante referido a Jack Phillips. Algo
sobre una bata, o una manta. O un
calefactor, desconectándose. Están
desconectándose, pensó, los receptores
y transmisores y neuronas, y esto es sólo
un símbolo de… Pero había olvidado la
palabra para metáfora. Y para desastre.
Y para muerte.
Medio olvidado el sabor de los
cheetos y el color de la sangre y el
número cincuenta y ocho, olvidado el
Mercy General y la piedad infinita,
zepelines y besos, su talla de ropa, su
primer apartamento, dónde había puesto
las llaves del coche, la respuesta a la
pregunta número quince en el examen
final del señor Briarley. El sonido en el
túnel y el impreso 1040.
Mis impuestos. No envié mi
declaración de la renta. Hay que
entregarla el quince de abril, pensó, y
recordó que el Titanic se había hundido
la noche del catorce. Toda esa gente,
pensó, no entregaron tampoco su
declaración de la renta. No, se
equivocaba. No había declaraciones de
la renta entonces. Por eso eran tan ricos.
Pero había otras cosas que no habían
hecho y que pretendían hacer: reunirse
con amigos en los muelles de Nueva
York, enviar un telegrama anunciando su
llegada a salvo, casarse, tener hijos,
ganar el premio Nobel.
«Nunca aprendí a tocar el piano —
pensó Joanna—. No le dije al señor
Wojakowski que no podíamos utilizarlo
en el proyecto, y ahora le dará la lata a
Richard. No transcribí la ECM del
señor Sage».
“No importa. Pero no pagué la
factura del gas. Me olvidé de regar mi
planta. No recogí el libro de Kit. Le
prometí que iría a recogerlo. Prometí
que iría a ver a Maisie.
«¡Maisie! —pensó horrorizada—.
No se lo dije a Richard, tengo que
decírselo, pero no podía recordar qué
era lo que quería decirle. Algo sobre el
Titanic. No, el Titanic no. El señor
Briarley estaba equivocado, no era
sobre el Titanic. Era algo sobre los
indios. Y Río Grande. Y un perro. Algo
sobre un perro».
No, tampoco era un perro. «Niebla»,
pensó, y recordó estar de pie en el
pasillo, contemplando la niebla. Era fría
y difusa, como el agua, como la muerte.
Lo nublaba todo, la memoria y el deber
y el deseo. «Déjalo —se dijo,
contemplando la nada—. No es
importante. Déjalo».
Informes de progresos y entregar el
correo y lamentarlo. No era importante.
«Nada es importante. Ni demostrar que
es el Titanic ni tener un pase de pasillo
o evitar al señor Mandrake. Nada de eso
importa. Ni el señor Wojakowski ni que
la señora Haighton nunca me devuelva
las llamadas, ni Maisie».
«Eso es mentira. Maisie sí importa.
Tengo que encontrar a Richard. Tengo
que decírselo».
—Richard, escucha —gritó, pero su
boca, su garganta, sus pulmones estaban
llenos de agua.
Pataleó frenéticamente, extendiendo
las manos, los brazos hacia arriba.
«Tengo que decírselo —pensó,
agarrándose al agua como si fuera la
barandilla de una escalera, tratando de
auparse mano sobre mano—. Tengo que
hacer llegar el mensaje. Por Maisie».
Deseó ascender, pataleando,
golpeando con los brazos, tratando de
llegar a la superficie.
Y continuó cayendo.
54
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?
Ultimas palabras de JESÚS en la cruz.