You are on page 1of 80

18 voces

de la narrativa
nicaraguense
ISBN 978-99964-27-10-7
INDICE
Ana Rosa Fagoth Müller.........................................................2
El camino y los pinos del Nikiniki
Nikiniki awaska, an yabalka
Carlos Perezalonso...................................................................5
El gorrión
Juan Sobalvarro.........................................................................8
El dueño de la pelota
Gloria Elena Palacios................................................................13
En busca de la fama
Isidro Rodríguez Silva.............................................................15
Luz interior
Fernando José Saavedra Areas...........................................19
Abdulia y el gusanito
Diego A. Gutiérrez....................................................................22
La zarabanda de Thor
Verónica Rosil.............................................................................28
Minina
Pedro Alfonso Morales............................................................32
Amado muy bien amado
Mauricio Paguaga Rivera.......................................................38
Mamerto Traña
Mauricio Rayo Arosteguí........................................................46
Murcio
María Elena Rivas Jirón...........................................................50
La maestra Coquito
Alberto Juárez Vivas................................................................50
Más allá de la razón
Federico José Benavides........................................................58
Doña Elba
Edgar Escobar Barba................................................................62
Escape
Juan Bautista Paiz.....................................................................67
Vuelo 999
Alba Rosa Pastora Olivares...................................................71
El cintillo del guerrero
Henry A. Petrie...........................................................................76
Geremudocometrapo
Ana Rosa Fagoth Müller
Nació el 11 de febrero de 1944, en San Esquipulas, Río Coco, Was-
pam. Maestra y Promotora Cultural Indígena Miskita desde hace
muchos años. Fundadora y actual presidenta de la Asociación Cul-
tural “Tininiska” y cercana colaboradora del Foro Nicaragüense de
Cultura en la RAAN. Licenciada en Educación Intercultural Bilingüe
en la Universidad URACCAN en el año 2012. Ha publicado varios
trabajos acerca de la cultura indígena miskita en la Revista “Tini-
niska”, de la cual es miembro de su cuerpo editorial. En agosto del
2004 publicó el libro titulado Aisanka prana nani (Expresiones be-
llas) y junto con otros poetas de la Región del Caribe el libro Miskitu
tasbaia (La tierra miskita), patrocinado por el Centro Nicaragüense
de Escritores en 1997.

2
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE

El camino y los pinos del Nikiniki


Versión de: Ana Rosa Fagoth Müller
Recopiladora Indígena miskita

En los tiempos de nuestros antepasados existió Nikiniki, el dios que al an-


dar hacía temblar la tierra.
Nikiniki vivía feliz al noreste de las tierras miskitas.
Sucedió que un día se le perdió su único hijo y salió en busca de él por los
alrededores, llevando consigo las semillas de pino para atraerlo con su
olor.
Con su caminar en zigzag iba pasando, rompiendo un camino curveado
y hundido, llenándolo de lágrimas. Entonces, los habitantes de la región,
asustados escucharon su llanto de trueno. El dios del terremoto, siempre
en busca de su hijo, prosiguió su viaje hacia el este. Como no lo encontra-
ra, al llegar donde hoy se llama Awasbila, regó las semillas de pino hasta
llegar a la orilla del mar.
Como no encontró al hijo, Nikiniki regresó por el mismo camino que hizo
en su andar. Esta vez regó semillas más al sur, hasta llegar a Leymus, donde
se le terminaron.
Nikiniki nunca encontró a su hijo y en Leymus murió de tristeza.
De las semillas que regó, nacieron los verdes pinos desde Awasbila cami-
nando hacia el este para llegar cerca del mar. Por el suroeste hasta llegar
a Leymus.
Y de las lágrimas derramadas y del camino que hizo con su andar, surgió un
hermoso río que se llama Wangky.

3
Nikiniki awaska, an yabalka
(En lengua miskita)
Almukka nani piuara tasba nikbi dawanka ba Nikiniki, maki Kan. Witin
wapuia taim tasba sut nikbi Kan.
Witin miskitu tasbaika tilara unhki tanira iwi kan. Lilia pali ai luhpia wal
baha pliskara iwi kan.
Piua kumi ai luhpia ba tiwan kan, bara Nikiniki ba taki wan kata ai luhpia
ba plikaia, witin nani iwi kan ba lamara, pliki sakaia dukiara awas ma sim
manas pali brin kata, yakabi swin baha kiya kiawali wal yarka utlara balbia
dukiara.
Ai pliskara iwi kan ba lamara sut plikan sakras kan, wira ai dahra wali si,
witin lukan lalma saitra sin tawi plikaia. Baku natkara Nikiniki kabu saitra
taki wan.
Nikiniki ai luhpia pliki ini kan ba upla nani lama nanra iwi kan ba, Alwani
binka tara baku wali kan.
Nikiniki ai luhpia pliki plis kum kum ra wira takaski, kan, ba wina witin ma-
hka wapuia taim tasba ba sut sirirbi kan, witin lui kan pliska ba tasba baikan
kum swi kan, pakni muni krutni kan, ai nakra laya wal bangki kan.
Piu wihka pliki wan taim tawan lupia kum ra taki wan.
Bara ai luhpia kasak pliki kan kuna sakras kan. Bahara awas ma nani ba
yakaban, witin luki Kan baha kia kiawali wal ai luhpia ba kli yaka utlara
wabia dukiara. Baha yua wina baha pliska ba Awasbila, makisa, baha ba
tanka wan marikisa bahara AWAS NANI TA KRI KI SA, ba wina Nikiniki ba
kau impaki kabu sait kat wan, sakuna ai luhpia ba sakras kan.
Ba wina kli ai bilak tawi sari bla Laimus kat bal pruan. Baha awas ma nani
yakaban ba wina pawi kau ai kainara wi AWASBILA, wina KABU KAT wan.
Kabu wina Laimus kat pawi wan. Ai wapan ka wal tasba baiki kan ba wina
awala tara kum takan. Baha lamara upla nani iwi kan ba mita WANGKY
makan, naiwa yua RIO COCO, makisa.
Wahbi sakan: Ana Rosa Fagoth.

4
Carlos Perezalonso
León, Nicaragua, 1943. Obras: Poesía: Ocaso en El Tránsito (Foro
Nicaragüense de Cultura, Managua, 2009); Estancias y otras consig-
naciones (Ed. Delgado, San Salvador, 2006); Orígenes y exilios (Ed.
Lis, San Salvador, 2002); Cegua de la noche (Ed. Dolmen, México,
1990); Vida, el sol (Ed. El Pez y la Serpiente, 1976); El otro rostro
(Ed. Cardenal, Managua, 1966); Nosotros tres (Ed. Nuevos Horizon-
tes, Managua, 1959). Cuentos: El duende del bosque de la memoria
(Premio Internacional de Cuento Infantil 2010. Fundación Cuentos
para niños); El guerrillero y otras historias (Premio Mariano Fiallos
Gil, Cuento, 1968). Otros premios: Mención Revista Plural, Funda-
ción Octavio Paz (1974); Premio Joaquín Pasos de poesía (1970).

5
El gorrión

La música comenzó a sonar a eso de la una y media de la mañana. Lo sé


porque a esa hora se despertó mi hijo y comenzó a llorar. Entonces fue
que la oí. Primero lejana como si fuera un radio encendido en alguna de
las casas de la vecindad. Después la sentí más próxima como si en realidad
fuera ahí no más pegado a la ventana: un radio con el volumen puesto de
tal forma que apenas se oía la música, y sin embargo tan claro, tan nítido
el sonido. Y cada vez lo sentía más cerca el radio aquel. Yo pensé: este jodi-
do va a terminar despertando a mi mujer. Pero lo pensé sin enojo. Sólo lo
pensé. Sin concebir siquiera la idea de ir a la ventana y decirle a quien fue-
ra que se quitara de la ventana porque no nos dejaba dormir o cualquier
otra cosa. Pero no. El niño se volvió a dormir y yo encontraba agradable
la musiquita aquella, así que me quedé oyéndola con atención. Debo con-
fesar que temía que de pronto mi mujer despertara gritando ¡Apaga ese
radio!, sobre todo ahora que ya no estaba seguro de que la música fuera
al pie de la ventana sino que la oía en el cuarto mismo. Así estuve un rato
hasta que al ver que ni mi mujer ni los vecinos se despertaban me fui tran-
quilizando. Tal vez –pensé– una música tan suave no lograría despertarlos
y si yo la oía era, precisamente, porque estaba despierto. ¡Pero esa música
me había despertado! Yo también había estado dormido, profundamente
dormido como ellos y con todo me había despertado. ¿Por qué los otros
no la escuchaban? ¿Por qué sólo yo padecía –y gozaba– la música aquella?
Y la música subía y bajaba discretamente, dócilmente del techo a la pared
y de la pared al suelo. Ahora estaba debajo de la cama. Ahora arrimada
blandamente junto a mi mujer. En la cuna junto al niño, arrullándolo. En
la esquina del cuarto agazapada como un gato, para después soltarse do-
méstica y felina hasta mis pies, entre las sábanas.
Ya no me preocupaba saber de dónde vendría esa música y sólo la gozaba.
La veía ir y venir por todo el cuarto. Casi la podía coger con las manos. Me
sentía abandonado en aquel tranquilo ondular de notas. Esta música no se
parecía a ninguna otra que yo hubiera escuchado, y era sin embargo tan
familiar…
Acomodé las almohadas para que sirvieran de respaldo y me senté en la
casa tratando de no hacer ruido para gozar mejor de aquella melodía. En-
tonces fue que me di cuenta.

6
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
La música ya no tenía la continuidad que tenía al comienzo. Ya no era tan
fluida sino como que se entrecortaba. No. No desagradable. Parecía un
disco en el que quitan y ponen la aguja, pero no desagradable. Al con-
trario, como que se condensaba la musiquita. Como en un párrafo una
palabra clave que lo explica todo. A medida que se diferenciaban los tro-
zos de música y yo comprendía mejor lo que querían decir. Cuatro o cinco
notas diciéndome lo mismo que todo un concierto, sin necesitar de los
otros movimientos. Una clave morse. Una fórmula algebraica en la que la
respuesta está en los mismos supuestos. Una afirmación. Y cada vez más
cerca, rodeándome. Y cada vez más condensada, de tal forma que ahora
parecía más bien un gorgeo.
Los rayos del sol empezaban a clarear el cuarto y yo sentía la música aque-
lla acomodándose como un animalillo silvestre domesticado, dentro de
mí. Y ahora si estaba seguro de que nadie, sólo yo, la escuchaba.
Cuando mi mujer se volvió soñolienta en la cama para despertarme, ya
estaba yo en el alambre espulgándome las alas, disponiéndome a volar
junto a los otros gorriones.
(De El guerrillero y otros cuentos, ganador del Premio “Mariano Fiallos Gil” de
cuentos).

7
Juan Sobalvarro
Managua, Nicaragua. 1966. Licenciado en Arte y Letras. Director y
fundador de la revista literaria 400 Elefantes. Ha publicado: Unáni-
me (1999). ¿Para qué tanto cuento? (2000). Perra Vida. Memorias
de un recluta del servicio militar (2006). Agenda del desempleado
(2007). El dueño de la pelota (2012). Incluido en: Ruben’s Orphans.
Anthology of Contemporary Nicaraguan Poetry, 2001. En en la an-
tología The poetry of men’s lives: an international anthology, publi-
cada en 2004 por la University of Georgia Press. Y en Bananas und
papayas. Antología de cuento centroamericano (Berlín, 2002). Com-
pilador de: Poesía de fin de siglo Nicaragua–Costa Rica, 2001. Y de
Cruce de poesía Nicaragua–El Salvador, 2006. También es coautor
del guión La Yuma que recibió mención de honor en el Festival de
Cine Latinoamericano de La Habana en el 2000.

8
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE

El dueño de la pelota

El barrio, la breña lírica de polvo, los techos cuarteados de sol relampa-


gueante y el quinteto de chavalos que retozábamos en hábitat simultáneo.
Ociosos sin culpabilidades. Cumpliendo el día apartados de otro deber.
—¡Ahí viene Javier! −dice el Sucio queriendo ser coro y se configuró en
línea una horizontal sonrisa.
Alegría no aumentada aunque si vadeada, queriendo sugerir la idea de
“ahí viene la pelota”. Javier no adhería solamente “portador de pelota”,
sino entimás, dueño, propietario, potentado y todos los sinónimos de po-
sible raza implicante. Principio, no cualquiera podía tener una pelota en el
barrio. Segundo que, la suerte −nada más− lo había escogido a él exclusivo
y unánime, dueño, propietario, potentado de la pelota. Algo que sin duda
estaba inscrito sin rebote en su naturaleza. Porque de no haber sido ele-
gido propietario directo de la pelota, muchos méritos hacía y suficiente
descaro viril abarcaba como para expropiar cualquier otra circunstancia.
Mientras se daba el diámetro de aproximación, Manolete le hace a Javier
la señal plumífera que dice, “lanzame la pelota”. Javier con jovial conduc-
ta muscular no lanza, dispara la pelota al rostro inocente y bruscamente
adulterado en veloces abstracciones de Manolete. El impacto como deto-
nante de risas en piña, no por el refresco, sino por el gajo. Risas cómplices
y salubres que celebran la maldad. Suscripción, coautoría. Pero también
risas alienadas, al final hay que celebrar al dueño de la pelota porque de lo
contrario no habrá juego.
Rápidamente se arma la perrera. El título inherente de Javier, le permite
describir el juego, dictar sus reglas, armar su equipo y casi en todas las
ocasiones predecir a los triunfadores.
—Me voy con el Guarumbo y con el Atabal −aditivo más que cortesía para
el equipo contrario, pues el Guarumbo y el Atabal eran los más débiles y
pequeños contrincantes.
Javier también sabía hacer el juego, ser él mismo el juego.
—Y les apuesto que no me van a ganar.

9
Jugar era ser oponente de Javier, pertenecer a su equipo era sólo ser una
extremidad suya. Aunque nada olvidado es para mí, que todos en circuns-
tancia más que provocada, éramos una extremidad de él. Nosotros, la pe-
lota, lo que intuíamos como juego éramos versiones de Javier. Esto tenía
sus ventajas porque al final las responsabilidades del juego eran materia
de Javier, él tenía que preocuparse por ganar, por llevar el juego a su justifi-
cación, nosotros en cambio, irresponsablemente nos dábamos un margen
para divertirnos, de alguna manera lo hacíamos coger la vara, le hacíamos
creer que nos importaba el juego, que le hacíamos oposición, que quería-
mos ganarle o poner en duda su calidad.
Inicia la perrera, saca el equipo de Javier. El Atabal le cede la pelota hacia
atrás y Javier lanza una desquiciante patada de cargado contenido psicoe-
mosional. Todos tuvimos que apartarnos. Era la voz semental que regiría
el resto del juego. Aunque Javier siempre nos hacía creer que el juego no
estaba terminado. El Sucio, que era nuestro portero, también tuvo la ilus-
tración mental y segundísima de apartarse, pero una simulación más que
instintiva le hizo darle el trasero a la pelota, a su favor se reconoce, más
que su vocación para dar las nalgas, que había evitado un gol, que en su
realidad habría pasado a los registros de nuestra memoria barrial.
El Sucio feliz de su reculada me pasa la pelota con alegre azar, cambio la
pelota a la banda izquierda a las precisas patas putrefactas de Manolete,
quien ya sabe y lo hace, sobreponer el balón por encima del Atabal donde
pasos adelante ya avanzo, recepciono, gambeteo hacia la izquierda frente
a los ojos visionarios de Javier, que lanza su larga tranca para obstruirme
y poco se adivina que quiebro a la derecha, engarzo la pelota a un flanco
mío como alistándome para disparar, cuando el Guarumbo me sale a la
defensiva, le hago una doble finta que lo paraliza y le pegó el turcazo a la
pelota que por entrar no se la piensa, cuando en cámara lenta irrumpe
Javier que se barre omnipresente, abrumadoramente deductivo y falaz.
Manolete hace el tiro de esquina, la pelota aérea propone algo a mi cabe-
za, pero antes de tomar el impulso Javier se adelanta, pisa uno de mis pies,
se eleva y de un garañón frentazo pasa la pelota al Atabal a quien le había
ordenado una posición adelante. Nada había que discutir en la jugada,
en toda perrera el árbitro es el consenso, pero en las perreras de Javier,
él magnánimo árbitro. El Atabal sabe que la pelota es prestada por unos
segundos y se la adelanta unos pasos a Javier que la bombea por encima
del Sucio en un autopase, la detiene frente a la portería, se agacha hasta el
suelo y en silencioso movimiento le da con la cabeza para anotar el primer
gol con “cabezazo a ras de suelo”.
Poco hay que hacer ya, el juego es a dos goles, sabemos quién es el gana-
dor, se diría que el pretexto de jugar no es el de ganar, si la diversión cabe
10
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE

es en ver cómo Javier logra un nuevo triunfo, nuestro a porte al juego es


proponer los obstáculos para ver cómo Javier construye el ¡azas! milagro.
Y aunque sabemos y quizá celebramos el destino del juego, siempre de-
jamos abierta la posibilidad de otro final, esa noción apurada de que la
ficción supera a la ficción. Debo reconocer que donde el margen no per-
mitía la discusión, una o dos veces terminamos ganándole a Javier, pero
él de tan iluminado que era tenía hasta el don de la condescendencia, a
un punto tal que celebraba nuestras pequeñas victorias, algarabía la suya
como la de quien cede un favor.
En la continuación del juego me toca sacar la pelota, se la paso a Manolete,
sucesivamente me la regresa, hago finta y me lanzo por la derecha, corto
el avance y paso de taco hacia atrás, donde el Sucio espera y la filtra entre
Javier y el Atabal, hacia un vacío que Manolete sabe adivinar en repentina
carrera diagonal, cruzando ya frente a la portería contraria de izquierda a
derecha provocando la desbocada salida del Guarumbo, que nada puede
hacer cuando Manolete sutilmente se la zafa hacia la izquierda y entra con
revoluciones e himnos nuestro claro, lícito y existente primer gol.
La celebración nuestra es como de final de copa. Mediocridad aparte, te-
nemos el orgullo del golcito de los miserables. Pero a ver ¿qué celebra-
mos? Javier puede darse el gusto de iniciar el juego y darnos de ventaja un
gol, el gol ilusionista. El asunto es cuando no lo desea así, cuando el gol no
está deletreado en su zodíaco. Lo que se da en el juego fuera de la volun-
tad de Javier, es la única auténtica celebración.
Cuando la jugada es reñida le cedemos a Javier el poder salomónico de la
justicia, discutir su decisión puede terminar con el juego, porque ya dije
que Javier era el dueño, propietario y potentado de la pelota. Nuestro líder
exclusivo, sí, porque también se daban enfrentamientos con otros equipos
del barrio y Javier nunca nos dejaba en el desamparo frente al aprove-
chamiento de los otros equipos. Si por ejemplo en una jugada inlúbrica y
friccionada alguien agredía muy deportivamente a uno de nuestro equipo,
Javier sabía cobrar la afrenta con un botinazo en la chimpinilla contraria. Y
si sin preludio y zaguán había que pasar a las palabrotas y los apelativos,
eso tampoco le hacía mella a nuestro Javier. Y si era con las manos con las
manos y que con las patas pues con las patas, como dije, él era el dueño
por providencia de la pelota, suya y de cualquiera.
En el suceso del resto del juego estábamos dispuestos para el fin. Otra vez
el Atabal hace el saque hacia atrás, Javier trata de repetir el pelotazo hacia
la portería, pero esta vez Manolete se anticipa a lo previsible y metiendo
su bailarín trasero desvía la pelota hasta mis pies, la aparto a mi derecha
y soy yo el que hace la patada larga, de rígida geometría, angular. Es un
gol. Gritamos. Ganamos el juego. Nos chinchineamos, nos alborozamos en
11
nudo ruidoso, le ganamos al maldito Javier.
Pero no. Aquí no se acaba el cuento, si no para qué escribirlo. Javier ya está
con la pelota en sus patas diciendo que no fue gol. Claro que protestamos,
qué calidad tendríamos sin protesta. Pero sabemos que Javier es impres-
cindible, al final es el dueño de la pelota y siempre vamos a querer estar
dentro del juego. Javier era el juego, es decir en ese momento histórico
perceptivo del barrio, el juego se llamaba Javier. El tenía la razón, la pelota
era su inmunidad y su justicia, pero dejamos claro que continuaríamos el
juego bajo protesta.
La evolución del juego fue por el estilo de, Javier le pasa la pelota al Atabal,
el Atabal la regresa a Javier, otra vez de vuelta al Atabal y sucesivamente,
en un enredo recibo la pelota, y por lo confuso y rápido y comprometedor
del asunto accidentalmente, subrayo, le paso la pelota a Javier que, la para
con el pecho sin perderla en elevación y sustentando el vuelo hace una
chilena, que yo no sé de dónde le sale el abracadabra corporal, para inven-
tar un nuevo, definitivo, conclusivo, admonitorio, mesiánico gol.

12
Gloria Elena Palacios
Masaya, 1986. Poeta y narradora. Comunicadora social. Ha publi-
cado en los suplementos culturales y literarios de Nicaragua. Obra
publicada: La mujer andante (Poesía. Sello Editorial Foro Nicara-
güense de cultura. 2010). Incluida en la antología Nicaragua en las
redes de la poesía (Anamá). Miembro de la Junta Directiva del Foro
Nicaragüense de Cultura.

13
En busca de la fama

Quise ser bueno, señora periodista. Me detenía en los lugares correctos,


esperaba la luz verde, garantizaba que ningún pasajero fuera de pie. Ponía
música relajante y revistas para los que gozaban de la lectura, colocaba
un basurero en cada asiento, saludaba con buenos días, me vestía bien,
oloroso y sonriente.
Anhelaba ser reconocido como el mejor conductor de la capital. Pero
pronto empezaron a quejarse: Que era muy lento, muy tonto, que era un
desconsiderado por dejar tanto espacio en el bus, que las bolsas de basura
eran un desperdicio… que aquí, que allá, que en fin… Por tantas quejas
decidí cambiar de trabajo. Me dediqué a conducir furgones, taxis, motos
y hasta bicicletas, y por ser amable me robaron y me arrastraron varias
veces, por poco muero.
Me cansé y me marché. Abandoné el timón. Pensé que tal vez convirtién-
dome en pasajero todo cambiaría. Saludaba, le daba el asiento a las an-
cianitas, a las mujeres embarazadas, a las madres con niñas y niños en
brazos, a discapacitados y cuanta gente yo quisiera. Cedía el paso en las
rutas llenas, le llevaba las cosas a la gente que iba con cargas, si alguien
trataba de ofender a otra persona por los empujones y apretones del bus,
me encargaba de que no se dieran pleitos.
Tanto esfuerzo, pero la actitud de la gente era la misma. Pensé que la
mejor manera de cambiar esto era haciendo protestas. Hice plantones,
marchas, huelgas solitarias, sostenía pancartas en las rotondas, mandé
a poner mantas con mensajes de sensibilización en los puntos de mayor
concentración de la capital y nada, nadie me hacía caso.
Entonces, se me encendió el pecho, una furia corrió por mis venas, salió
la bestia, los colmillos, la cola, los ojos infernales y el deseo de venganza.
Imaginaba que me entrevistaban en la televisión nacional e internacional
como un exitoso conductor, o en todo caso como buen pasajero; también
soñé un montón de fotografías mías pegadas en las rutas de buses como si
se tratara de un anuncio publicitario masivo o una campaña electoral; los
periódicos en bisagras centrales daban cuenta de mi perfil como persona-
je del pueblo. Y sentí que los reconocimientos y halagos que mis colegas
me hacían eran tan reales como la situación en que hoy me encuentro. Y
juzgue usted, señora periodista, las circunstancias.
En lo que llevo de vivo, jamás pensé que me desnudaría en un bus lleno de
gente en pleno día caluroso, ni que con ese acto me llegaría la fama.
14
Isidro Rodríguez Silva
Licenciado en Español por la Universidad Nacional Autónoma de
Nicaragua, UNAN-Managua (1984). Máster en Lengua y Literatu-
ra Hispánica por la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua
UNAN-León y Universidad de Alcalá, España (2010). Ha publicado
dos libros de teatro: Las muñecas también se mueren, y la obra in-
fantil El gato Chimpilicoco. Premio Nacional Rubén Darío en la rama
de teatro (1987). Reconocimiento por su labor teatral por el Teatro
Nacional Rubén Darío (1992). Crítico cultural y teatral de la Prensa
Literaria, del diario La Prensa; y Bolsa Cultural, de Bolsa de Noti-
cias, Managua. Promotor de teatro del Teatro Municipal José de la
Cruz Mena, en León.

15
Luz interior
A: Isolda Rodríguez Rosales
Por haber motivado este cuento

Cuando la abuela arrastró la silla mecedora al corredor también arrastró


sus recuerdos. Acomodó la caja de fotografías sobre las piernas, mientras
encendía el puro que mordía con sus labios secos. La primera fotografía
que apartó de la caja era la de una mujer joven, de perfil, cuya sonrisa
iluminaba un lunar que tenía a la orilla de la boca, mientras una cabellara
larga y espesa le vestía la espalda desnuda. Leyó atrás de la foto: Lucre-
cia, en sus veinte años, 1956. Juventud, divino tesoro, ya te vas para no
volver, pensó con una amarga nostalgia; para terminar diciéndose: todos
tenemos una luz interior que se nos va apagando con el tiempo y el olvido.
La otra fotografía era la de un niño, de una tez blanca y sonrosada, con
una cabellera rizada en un colocho al centro de su rostro, mientras tres
colochos más le rodeaban la cabecita. Su boca no expresaba nada, pero sí
sus ojos inundados por una luz interior extraña, que miraba con asombro
el mundo.
—Quién me iba a decir –se dijo para sí misma– que terminaría mi vida vi-
viendo con un nieto loco. Un loco es peligroso, peor si es uno que se pasa
todo el día leyendo libros.
—¡Abuela, estoy leyendo el libro de un loco! –gritó el nieto desde el fondo
del patio.
—¿Qué? –le preguntó la abuela.
—Que estoy leyendo el libro de un loco, y empieza así: En un lugar de la
Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo
vivía un hidalgo…
—Ah no –le cortó la abuela– ya no te aguanto con tu locura, para que aho-
ra me vengás con el cuento que estás leyendo el libro de un loco.
—Las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida, eso
lo dice Borges en uno de sus cuentos, ¿conoces a Borges? Era ciego… –le
respondió él, mientras apartaba esa vista rara iluminada por el atardecer.
—Yo no conozco a ningún ciego, de seguro es algún vago como voz, que
sólo vive imaginando cosas. –Sólo entonces, que junto con la bocanada de
16
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
humo, también lanzó una tierna mirada a donde estaba su nieto, acostado
en una hamaca leyendo el libro. Era un joven alto, de caracteres finos. Ves-
tía una camiseta blanca pegada al cuerpo y un pantalón negro que daba la
impresión que nunca se la quitaba. Movía constantemente el píe derecho,
como si le estorbara el zapato.
En ese momento un inesperado temblor estremeció no sólo la tierra, la
casa, sino también el aire mismo. La abuela corrió hacia el patio, trope-
zando con gallinas y demás trastos, pero sin votar la caja de fotografías,
mucho menos el puro, que con su respiración agitada se había convertido
en una ardiente braza roja.
Él corrió hacia el interior de la casa. Cuando entró, los libros iban cayendo
alborotando sus páginas en un jolgorio enloquecido por una lluvia de tejas
quebradas y el polvo sucio de barro cocido.
—¡¡Tengo miedo, tengo miedo!! –se dijo– mientras él mismo se abrazaba
para darse valor. Ya sé, voy a imaginar, voy a imaginar para no tener miedo.
—¡Abuela!
—¿Qué?
—Un león ruge enjaulado entre las páginas de un libro. No tengo miedo,
no tengo miedo.
—¡Abuela, una mujer compra en el marcado una bolsa llena de dolor!
—¡Abuela!
—¿Qué jodido, qué..?
—Una mujer es tan pobre que le cocina a sus hijos una olla repleta de
hambre.
El nuevo temblor fue tan fuerte como el anterior. El crepúsculo se hacía
chingastes cuando se coloba por las rendijas del techo, mientras caían los
altos estantes con los últimos libros.
—Tengo miedo, tengo miedo… tengo que imaginar… tengo que imaginar…
—Abuela –ella no contestó.
—Estoy imaginando abuela, ¿oíste? Un toro le dice a una vaca: para mí
una vaca es como una luna llena pastando en el cielo infinito. ¡Eh! Yo no
entiendo nada de poesía, –le respondió la vaca–. No importa –le dijo el
toro– Los poetas no le escriben poesía a las vacas.
Unos perros lazan sus últimos aullidos de llantos. Las paredes comienzan a
soltar una lepra de cal y adobe. Se acurrucó debajo de una mesa, mientras
gritaba:
17
—Abuela, estoy imaginado, ¿oíste?: si una vaca se enamora de un hombre
es poesía, pero si un hombre se enamora de una vaca, está jodido, tiene
que ir al siquiatra.
La abuela oyó cuando cayeron los espejos, los floreros de plástico, los re-
tablos de fotos, los adornos de china y una hermosa repisa llena de santos
y vírgenes.
—¿Me querés, abuela? –le preguntó él–
—¡Sí te quiero, hijo! –Le respondió la abuela, mientras se apagaba una luz
interior y la casa caía en pedazos.

18
Fernando José Saavedra Areas
Bilwi, Puerto Cabezas, Región Autónoma del Atlántico Norte, Nica-
ragua. Nacido en Managua, Nicaragua el 16 de Mayo de 1961. Abo-
gado y Notario Público. Magister en Derecho Procesal. Asesor Legal
de URACCAN. Profesor de las Universidad de las Regiones Autóno-
mas de la Costa Caribe Nicaragüense (URACCAN) y Bluefields In-
dians & Caribbean University (BICU). Recinto Bilwi. Especialista en
Políticas Públicas y Regímenes Autonómicos y Derecho Laboral. Di-
rector Fundador de la Red Social Intercultural “Comuniquémonos”.
Director del Programa de Televisión “Ventana Intercultural”, Canal
Comunitario Intercultural de URACCAN. Coordinador del Progra-
ma de Promoción de la Literatura Nicaragüense en la RAAN (Foro
Nicaragüense de Cultura). Obras Publicadas: Dea Azul (Poemario.
1975); Solo Recuerdos (Poemario. 1977); Miskitu Tasbaia –Reco-
pilación de Poesía Costeña. Colectivo de autores (Publicado por el
Centro Nicaragüense de Escritores 1997); Kamhkabaira (Poesía
Costeña. 2009).

19
Abdulia y el gusanito

Abdulia se había casado con Anselmo, un sabio sukia de Asang que se ha-
bía enfrentado con Aubia, el poderoso dueño de la montaña, de quien se
decía le había robado el “Lilka” o alma y lo había recuperado.
Anselmo, después de pasar varios días con convulsiones y unos grandes
calenturones, dos días antes que la luna se vaciara de agua, sembró un
árbol de aguacate que creció rápidamente. Su salud mejoró y construyó su
casa a la orilla del árbol, al este, en las afueras de la comunidad.
Antes de casarse con Abdulia, le dijo que ese árbol era de ella, que ese era
su regalo de boda, razón por la cual debía cuidarlo y no cortar ni destruir
nada que proviniera de este.
Un día, Anselmo marchó hacia la montaña y no regresó. Abdulia lo espe-
raba todos los días, y por las noches, miraba el árbol desde su ventana,
llorando le preguntaba por su amado. El árbol parecía escucharla, porque
agitaba sus ramas golpeando suavemente el techo de la casa.
Hasta que en una noche calurosa del mes de marzo, del árbol sembrado
por Anselmo, un gusanito peludo y feo bajó lentamente por el marco de la
ventana. Abdulia acostumbraba a dormir desnuda, empiernada entre sus
sábanas, para evitar que la picaran los mosquitos. Pero el gusanito se posó
suavemente en uno de sus pezones y comenzó a mamar.
Abdulia se despertó por el cosquilleo en su cuerpo. Estaba caliente y suda-
ba a chorros. Miró al gusanito y no le dijo nada.
Así todas las noches bajaba el gusanito y de sus tetas se pegaba.
Abdulia comenzó a observar cómo el gusanito engordaba. Estaba desa-
rrollando cuerpo y pelo. Le hablaba. Y hasta lo acariciaba con sus dedos.
Entró el invierno en Mayo y con las primeras lluvias el gusanito desapa-
reció. Abdulia lo esperó todas las noches. Maldecía la hora en que el gu-
sanito se había marchado. Hasta que una de esas noches descendió el
gusanito del árbol y entró nuevamente por la ventana y se pegó a la teta
de Abdulia.

20
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
Estaba disgustada, pero no le dijo nada. Cuando el gusanito había termi-
nado de mamar, Abdulia agarró un machete y con certeros golpes lo hizo
picadillo.
Al día siguiente, cuando Abdulia salió al patio miró que del árbol se habían
desprendido todos sus frutos. Rápidamente los recogió y los metió en un
cajón de madera que Anselmo dejó debajo de la cama. Había un fuerte
vendaval. Los animales huían despavoridos y se internaron en el bosque.
Prahaku, el dueño de los vientos arremolinados, andaba cerca.
Abdulia tenía hambre y se comió los aguacates uno por uno, de cada agua-
cate comido guardó la semilla en el cajón de madera.
El árbol botó sus hojas y sus ramas se fueron secando. Abdulia enfermó,
se puso delgada, botó el pelo y las uñas de manos y pies. Sus tetas se le
secaron.
Tres días después del plenilunio murió de inanición severa, seca como es-
topa de toronja.
El pueblo se hizo presente en la casa de Abdulia y encontraron su cuerpo
doblado sobre la caja de madera dejada por Anselmo. El sukia que los
acompañaba les pidió que desalojaran la casa y, al revisar el cuerpo dijo en
voz baja: “Dus laurara mangkan”.
Acostó el cuerpo de Abdulia en su camastro. El sukia, como si supiera,
tomó con mucho cuidado entre sus dedos un gusanito negro, picado y
disecado que se encontraba en el fondo del cajón de madera y los guardó
entre sus ropas. Ese mismo día, enterraron el cuerpo de Abdulia en el ce-
menterio de la comunidad.
Después del entierro, el sukia se dirigió a un claro de terreno que se en-
contraba a poca distancia de la casa de Abdulia, después de practicar una
oratoria especial enterró al gusanito.
Dos días antes de que la luna se vaciara de agua, en el mismo lugar donde
el Sukia había enterrado el gusanito, nació un árbol de aguacate que creció
rápidamente.
Bilwi, Puerto Cabezas.

21
Diego A. Gutiérrez
Nació en las márgenes del río Musunce, Somoto, Departamento de
Madriz. Escritor y autodidacta. Estudioso de la literatura. Ha gana-
do Mención Honorífica en 1958 con el poema Los ángeles no emi-
gran y en 1990 ganó el primer lugar en el Concurso de Poesía con-
vocado por la Biblioteca Samuel Meza, de la ciudad de Estelí, con el
poema Pasa el cortejo.
Obra publicada: Poesía y prosa de Somoto (Antología poética. ISNA-
YA, Estelí. 2002); Veinte trabajos literarios (Poesía y cuentos. Dy-
namo Cultural, Leganés, Madrid, España. 2003); Diferencias subs-
tanciales (Antología poética. Suiza y Francia. 2005). Varios poemas
y cuentos de su autoría han sido publicados en Estados Unidos y
Canadá, también en la Prensa Literaria del Diario La Prensa de Ni-
caragua. Miembro del Foro Nicaragüense de Cultura en el Programa
Promoción de la Literatura Nicaragüense (PPLN).

22
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE

La zarabanda de Thor

Pueblo Sereno está ubicado en las faldas de la Montaña del Gallo de Oro,
que en el País del Ensueño forma parte de la Cordillera de los Macadanes,
en la región septentrional de dicho país, llamada así esta cordillera por
que todas las serranías que la conforman están estrechamente unidas por
caminos de macadán de perfecta simetría construidos no se sabe cuándo,
cómo, ni por quiénes.
Este es un pueblo muy antiguo, y, a ciencia cierta no se sabe quiénes fue-
ron sus fundadores, pero según los ancianos del pueblo, que son muchos,
ya que los habitantes de Pueblo Sereno tienen como característica natural
la longevidad, fue fundado por los Vikingos, pues, según ellos, estos fue-
ron los primeros en arribar a estas tierras, y yo también así lo creo.
El pueblo está formado por ciento sesenta y ocho casas perfectamente
distribuidas circularmente, formando un pequeño laberinto con entradas
y salidas por todos lados. Tiene mil doscientos setenta y seis habitantes,
todos altos, robustos, rubios y ojos azules. Sus mujeres son muy bellas y
poseen los mismos atributos físicos que los hombres. Aquí todos sin ex-
cepción son valientes hasta la temeridad, y no es una raza degenerada
en lo más mínimo, a pesar de que se casan entre sí, es decir, primos con
primas, y viceversa, por lo que en todo el pueblo predominan los mismos
apellidos. No se aceptan intrusos. No es un pueblo hospitalario, pero sí
deslumbrante.
Tienen autonomía total y son regidos por un Concejo de Ancianos: Siete
en total. El menor tiene cien años de edad y el mayor ciento veintiuno,
pero este Concejo a su vez se subordina al Oráculo. Este es el hombre más
viejo del pueblo. Vive fuera del círculo, en la parte más alta de la Montaña
del Gallo de Oro, en una cabaña solitaria, y recién acaba de cumplir ciento
setenta y siete años. Nadie sabe su nombre y sólo se le conoce como el
Oráculo. “Todo lo sabe”. En el centro del poblado hay una plaza rectangu-
lar donde celebran sus cabildos y a la vez sirve de parque para recreo de
sus niños. No hay escuela, pues, según sus leyes, toda casa es una escuela
en donde todos son maestros y tienen la obligación de educar a sus hijos.
Son artesanos, constructores, carpinteros, agricultores, ganaderos, caza-

23
dores y guerreros de los más bravos que existir pudieran. También son
navegantes y muy buenos comerciantes.
El Mjolnir nace mucho más allá de la Cordillera de los Macadanes y es un
río navegable que en su parte más angosta mide un kilómetro de anchura
y en la parte más amplia alcanza los tres kilómetros. En él, los Serenos
construyeron una planta hidroeléctrica que abastece a todo el pueblo de
ese importante fluido, por lo que nunca carecen de energía eléctrica, y por
las noches todas las calles están bien iluminadas y en todas las casas hay
luz, y gozan de los beneficios de la modernidad. Tienen radios, televisores,
computadoras, teléfonos, equipos de sonido y sofisticadas antenas de te-
levisión y radares. El agua que consumen es de muy buena calidad, llevada
desde el Mjolnir por un moderno sistema de filtros y acueductos hasta
todas y cada una de las casas.
No hay cárceles en el pueblo porque nadie delinque. No hay hambrunas
ni enfermedades por lo que tampoco hay médicos y mucho menos aboga-
dos, y, además, porque los ancianos del Concejo siempre asesorados por
el Oráculo saben mucho de todas estas cosas. Son todos ellos hombres
sabios: Adivinos, magos y doctores. En Pueblo Sereno, como su nombre
lo indica, nunca pasa nada malo. Es un pueblo de gente honrada y traba-
jadora, digna, de mucho honor y muy orgullosa de sus orígenes y de su
linaje. No conocen la envidia, el egoísmo, la avaricia ni el odio. Aborrecen
la maldad.
Los inviernos son moderados y todo el tiempo hay cosecha, pues, en el
verano cultivan con un eficiente sistema de riego con agua traída desde el
Mjolnir. Sus tierras son muy fértiles, sobre todo en el llamado Valle de la
Abundancia que es donde tienen sus cultivos, por cierto, muy bien tecni-
ficados. Aran la tierra con modernos tractores y cultivan de todo. Tienen
transporte de carga pesada para mover sus productos, y año con año ha-
cen una travesía que dura hasta cuatro meses sobre el río Mjolnir, en el
Vercingetórix, barco que ellos mismos construyeron y que pertenece a to-
dos, porque aquí, en Pueblo Sereno, todo es de todos ya que viven y convi-
ven en perfecta comunidad, paz y armonía. En el Vercingetórix embarcan
sus productos y algunas cabezas de ganado que crían en la Pradera del
Eterno Pasto Verde; ganado de muy buena raza, custodiado siempre solo
por bravos y bien amaestrados mastines, y se van a comerciar con los dis-
tintos puertos fluviales y ciudades que a orillas del majestuoso río Mjolnir
existen, entre ellos: Puerto Doriano, Puerto Amarus, Puerto Kinké y ciudad
Turquesa, sólo para mencionar las más importantes y de mayor comercio.
Religiosamente hablando, los habitantes de Pueblo Sereno son monoteís-
tas: “Adoran a Thor, Dios del Trueno en la mitología nórdica y germánica,
cuyo papel es muy complejo ya que tiene influencia en áreas muy dife-
24
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
rentes tales como el clima, las cosechas, la protección, la consagración, la
justicia, los viajes y las batallas. Era el dios más venerado de las tribus ger-
mánicas hasta los últimos bastiones en la época tardía de los Vikingos. Su
arma de combate era el martillo arrojadizo del cual se hicieron replicas en
miniaturas como amuleto que luego se convirtió en un símbolo desafiante
de los paganos nórdicos durante la cristianización de Escandinavia”, y has-
ta el día de hoy, todos los habitantes de Pueblo Sereno lo llevan colgando
en el cuello sujeto por una cadena de plata, y en el centro de la plaza del
pueblo tienen un templo monóptero con la imagen en fino y puro bronce
del Dios del Martillo, muy bien pulida”.
La vida transcurría plácidamente en Pueblo Sereno, hasta aquel inolvidable
día en que al filo de media noche, y cuando todos sus habitantes dormían
el sueño de los justos, en las alturas empezó o zumbar sutilmente, como
un ligero preludio de lo que se avecinaba, el eterno canto de la atmósfera,
algo así como un bordoneo lejano sin modulaciones, un murmullo dulce y
a la vez morboso que empezó a crecer como la sinfonía de los mundos gi-
rando en el espacio, algo que sonaba como un melodioso himno entonado
por las estrellas, que empezó a sonar cada vez más fuerte y a escucharse
con toda claridad. Luego, se escucharon poderosos golpes de martillo da-
dos sobre una campana que parecía tener el tamaño del mundo, segui-
dos de un estruendo aterrador que estremeció la tierra. De pronto, todas
las luces de las casas del pueblo se encendieron solas, y de igual manera
también empezaron a sonar radios y televisores con todos los decibeles
de que eran capaces y todos los teléfonos del pueblo empezaron a “rinri-
near”, mezclándose su sonido con un estrepitoso repique de campanas de
iglesias que en Pueblo Sereno no existen. Todos los habitantes del pueblo
se sentaron en sus camas, sorprendidos, por tanto alboroto que de pronto
asaltaba la serenidad habitual del poblado. Así empezó la zarabanda. A los
ruidos iniciales se sumaron bandas de guerra con sus clarines, trompetas,
tubas y clarinetes, bombos y platillos que no entonaban ninguna marcha
ni himno alguno ya que todo era discordante y desagradable al tímpano.
Se escucharon, además, ruidos de cuernos, címbalos, palanganas, arpas,
cítaras, flautas y ocarinas, y todos los instrumentos musicales del mundo
sonaban desafinados, acompañados por un coro de voces infernales.
Después se oyeron halcones, azores y perros gritando y aullando agria-
mente; los lobos de los montes más lejanos dejaron oír sus escalofrian-
tes aullidos y los coyotes se agregaban a la macabra zarabanda. El ganado
mugía enloquecido dando bramidos nunca escuchados en semoviente
alguno; balidos de carneros, corderos, ovejas, gamos, ciervos, y el rugir
de tigres y leones atronaban el espacio y el estrépito de una manada de
elefantes circundando el pueblo hacían temblar la tierra.

25
Por todas partes ululaban sirenas que incesantemente se acercaban y se
alejaban, salvas de artillería de todos los calibres silbaban desgarrando la
atmósfera, se escuchaban por todas partes cañones, morteros, obuses, rá-
fagas de ametralladoras, granadas de fragmentación, disparos de pistolas
como si se tratara de la tercera guerra mundial, truenos que arrastraban
montañas de piedras, rayos y relámpagos y ni una sola gota de agua. El eco
de todo ese estrepitoso conjunto de todos los ruidos del mundo congrega-
dos sobre Pueblo Sereno retumbaba en las montañas aledañas.
Los tractores, camiones y camionetas también se habían encendido solos
y se aceleraban al máximo, y a estos se sumaban traquetear de trenes,
tranvías y toda clase de vehículos motorizados, así como se escucharon co-
rrer desenfrenadamente coches tirados por caballos que hacían restallar
sus cascos sobre las empedradas calles del pueblo, pero nadie se movía de
sus casas. La gente se taponeaba los oídos con algodones o se enrollaban
toallas en la cabeza pero todo era inútil. El ruido ensordecedor traspasaba
las paredes más sólidas. Algunos se refugiaban en los sótanos de sus casas,
pero ahí también penetraba la zarabanda. No había modo de evitarla.
Cuando por fin amaneció, los habitantes de Pueblo Sereno, que de sereno
ahora no tenía nada, estaban a punto de enloquecer a causa de aque-
llos infernales ruidos, pero, aunque la zarabanda continuaba, abrieron las
puertas de sus casas, y, desesperados salieron a las calles.
Se hablaban a gritos tratando de comunicarse unos con otros pero era
imposible; los ruidos no permitían escuchar sus voces. Todo era una lo-
cura. Algo nunca visto. A las doce del mediodía se reunió el Concejo de
Ancianos, y, de común acuerdo, los siete, decidieron visitar el Oráculo que
inmutable contemplaba el pueblo desde la altura de su cabaña solitaria.
Los siete ancianos escalaron la escabrosa pendiente hasta llegar frente al
anciano que sentado en una piedra a la orilla de su puerta se encontraba
impasible y meditabundo. El mayor de los miembros del Concejo sin nin-
gún preámbulo le preguntó:
—¿Qué hacemos?
La respuesta no se hizo esperar:
—Se deben ofrecer siete doncellas en sacrificio a Thor, cuyos nombres em-
piecen con T y tengan H intercalada.
—¿Cuándo, cómo y dónde? –preguntó el anciano Jefe del Concejo.
—Ahora mismo deberán ser arrojadas al Desfiladero del Trueno. Y dicho
esto, se puso de pié, les dio la espalda a los siete miembros del Concejo y
entró en su cabaña. Estando ya adentro, les dijo:

26
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
—Es la zarabanda de Thor, y según mis anales, esto ocurre cada trescien-
tos años en Pueblo Sereno.
El Desfiladero del Trueno es tan profundo que si se arroja en él una piedra
de regular tamaño no se escucha el ruido al caer.
Cuando el concejo de ancianos bajó de la montaña al pueblo, por señas y
gritando para hacerse oír, con mucho trabajo lograron reunir a la pobla-
ción en la plaza, frente al templo de Thor, y ahí les explicaron a todos el
mensaje del Oráculo.
Voluntariamente, siete bellas doncellas, una a una, empezaron a pasar al
frente, arrodillándose ante la reluciente imagen del Dios del Trueno.
Ellas fueron: Thurnia, Thornia, Tahira, Thiesa, Thiera, Thieta, y Trihana. Sin
despedirse de sus familiares fueron llevadas por el Concejo de Ancianos
hasta el Desfiladero del Trueno, en donde una a una, sin un sólo lamento,
sin un sólo grito se arrojaron a las profundidades del abismo.
Inmediatamente después de ofrecido a Thor tan noble sacrificio, cesó por
completo la zarabanda. Lo último que se escuchó fue el aullido lejano de
un solitario lobo y un martillo de fuego surcó el cielo.

27
Verónica Rosil
Managua, 7 de julio 1982. Licenciada en Administración Turística y
Hotelera. Imparte talleres de poesía y literatura infantil. Participó
en el XII Encuentro de poetas hondureños en Olanchito (2006) y
en el VIII simposio internacional Rubén Darío en León (2010). Ob-
tuvo primer lugar en poesía y cuento infantil en el V Encuentro de
Jóvenes Creadores, coordinados por los escritores Edgar escobar
Barba y el Dr. Jorge Eduardo Arellano. Obtuvo reconocimiento por
el mejor cuento de terror en el VI concurso Eudoro Solís.
Integró el grupo literario Horizonte de Palabras y ASOJOCRE. Auto-
ra de Aventuras y Travesuras Silvestres (cuentos infantiles). Incluida
en la antología Novísimos, Poetas Nicaragüenses del tercer milenio
(400 Elefantes) y en Nicaragua en las Redes de la poesía (Renies).
Ha publicado en revistas y suplementos literarios. Miembro del
Foro Nicaragüense de Cultura.

28
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE

Minina

En nuestra casa nunca habíamos tenido una mascota. En realidad, mi


mamá no se imaginaba cuidar de ningún animal. Un día, una amiga de ella
nos regaló una perrita, le habíamos puesto de nombre Osa; empezamos
a jugar con ella, pero al día siguiente mi mamá descubrió que se había
orinado en el sillón e inmediatamente se la regaló al vecino. Después este
se la regalo a un pariente lejano, y eso fue lo más cerca para nosotros de
tener una mascota.
En un mes de Julio, aún me acuerdo bien, no había luz eléctrica como de
costumbre cada vez que llueve, estábamos mis dos hermanos menores y
yo reunidos en la sala, porque mi papá nos contaba siempre anécdotas de
lo que vivió cuando prestó su servicio militar, las tantas veces que estuvo
al borde de la muerte. Por lo general eran relatos, que de tantos contarlos,
los sabíamos de memoria. Pero aun así, siempre poníamos atención para
no sentirnos solos en la oscuridad. De una u otra forma, esos apagones
de luz era la única manera que teníamos para comunicarnos con nuestro
padre, siempre se mantenía ocupado.
Esa noche, mi hermano Mario llevó a casa aquella bola de pelos enrollada
en su camisa, de orejas paradas y ojos grandotes color verde. Nos dijo que
la vecina se lo regaló y nos emocionamos. Pero luego nos preocupamos
de que mi mamá nos dijera que la regresáramos. Entonces tratamos de
esconderla debajo de la cama, pero cuando ella llegó mi papá le dijo:
—Mirá Carmen, ahí te trajeron un gato esos chavalos.
Mi mamá iba a regañarnos pero cuando la vio, tuvo cierta simpatía con la
gata y permitió quedárnosla. Esa misma noche, mi hermano, que era el
dueño de la gatita, decidió llamarla Minina, una gata que nos cambió la
vida.
Desde su llegada, nos unimos para cumplir un rol de limpieza y alimenta-
ción de nuestra mascota, a fin de que no hubiera pretexto de mi mamá
para echarla de casa. El primer día me tocó a mí. Estaba dormida y sentía
que algo me hacia cosquillas en los pies, me levanté rápido pensando que
era algún insecto, al quitarme las sabanas de la cabeza estaba Minina en
una esquina, tan linda de color gris y pecho blanco, parada como una rei-
29
na. También fue mi primer día de clases de segundo grado de primaria.
Así, todas las mañanas a las seis, Minina me levantaba para ir a la escuela;
desde entonces, la profesora dejó de llamarme diputada, por el hecho de
que siempre llegaba a mis clases a la hora que quería.
Descubrimos que a Minina le encantaba jugar con mecates y cuerdas.
Cuando nos sentábamos a ver los dibujos animados en la televisión, ella
se entretenía con los cordones de nuestros zapatos, los mordía, y se aba-
lanzaba. Aquello se volvía tentador y al final, apagábamos el televisor para
relinchar en toda la casa con el mecate del tendedero, Minina nos seguía
hasta cansarse y sacaba la lengua a medias, acostándose en el piso. Día
de por medio la bañaba y le sacaba las pulgas. La peinábamos y hasta le
echábamos perfume. Luego le puse una de mis pulseras en el cuello. Se
veía muy hermosa. Los niños que pasaban cerca de mi casa, les decían a
sus mamás: —Mamá, mira que gatita más linda. Algunos intentaban lle-
várselas, pero Minina era muy astuta y se corría.
Llegó a ser como un perro guardián, donde íbamos nos acompañaba. Al
principio no lo permitíamos, pero después no pudimos negarle su gesto
de cariño. Ella nos esperaba en la puerta de la casa a nuestro regreso de la
escuela, meneándola la cola y maullando de felicidad. Mi hermano le daba
caramelos de leche y ella hasta se atragantaba.
Era la temporada de exámenes y mis hermanos y yo no teníamos tiempo
de nada, solo para estudiar. Descuidamos la atención a nuestra mascota.
Después de una semana, cuando regresábamos de clases, encontré a Mi-
nina tirada tal como si estuviera muerta bajo un inclemente sol. La llamé
y no reaccionaba. La recogí rápidamente y al observarla, me di cuenta que
estaba severamente desnutrida. Las costillas se le sentían. Sin demora me
dirigí a la cocina y busqué qué darle de comer. No había nada, ni siquiera
un vaso de leche. Lo peor, no traía un centavo para comprar algo en ese
momento y que ingiriera. Le llevé agua y no quiso. Entonces la sobé y lloré
al verla que no podía levantarse, pese a que la animaba casi con desespe-
ración.
Mis hermanos jugaban en la calle con sus amigos y me sentí sola. Me acor-
dé de doña Mina, una señora que les encantaba los gatos, tenía más de
una docena bien cuidados. Entonces decidí entregarle a Minina, nuestra
única mascota, con tal que no muriera de hambre. Le pedí perdón por lo
mal que me porté con ella, le expliqué que iría a vivir a otro lugar donde
también la querrían. La metí en una cajita, recordando todos los buenos
momentos que vivimos. Las piernas me temblaban, pero sabía que era lo
correcto, porque de lo contrario ella moriría y no me lo perdonaría nunca.

30
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
Salí a la calle y mis hermanos y amigos me preguntaron qué llevaba en la
caja, lo único que alcancé a responder fue:
—Mi corazón que muere de hambre.
Frente de la casa de doña Mina abrí la caja, Minina me miró con sus her-
mosos ojos verdes, moribunda. Me sequé las lágrimas con el cuello de
la camisa para que no me viera triste, y al tocar el timbre… mi hermano
Mario me llamó y me dijo que mi mamá había llegado y que lo había man-
dado a comprar leche. La sonrisa volvió a mi alma.
—¿Qué querías, niña? –me preguntó doña Mina. Yo solamente hice un
gesto de saludo con mis manos y salí corriendo a casa donde se encon-
traba cocinando mi mamá, me preguntó qué andaba haciendo y en eso
llegó mi hermano con la leche. Muy contenta levanté a Minina con mucho
cuidado para darle leche con una jeringa.
Al día siguiente, a las seis de la mañana, me despertaron unas cosquillas
en los pies, me levanté de inmediato y ahí estaba, la linda Minina con sus
enormes ojos verdes, su pecho blanco y erguida como una reina victoriosa.

31
Pedro Alfonso Morales
Telica, León, Nicaragua, 13 de mayo, 1960. Poeta, narrador y músi-
co, abogado, máster en Lengua y Literatura Hispánica, UNAN-León,
y Universidad de Alcalá de Henares, UAH, España. Miembro del
Foro Nicaragüense de Cultura y del Centro Nicaragüense de Escri-
tores. Ha recibido varios premios por sus composiciones musicales
y literarias: primer lugar en el XXXIX Festival de la Canción Nicara-
güense (2004), por su canción Mi Güegüense; primer premio del IV
concurso de los Juegos Florales Centroamericanos, Belice y Panamá
(2005), con sede en León, en la rama de cuento con el libro Apuntes
sobre las últimas noticias del periódico.
Obras publicadas: Cuentos: Serenito (1996); León es hoy a mí…
(1999); El duende y otros cuentos (2003); Apuntes sobre las últimas
noticias del periódico (2007); Poesía: Vino tinto (2005); Palestina
en los ojos de una niña (2011); Incrédula goza el sueño del poeta
(2012); La sal del azul del pan (2013); Libros de textos para secun-
daria: Curso de Lengua y Literatura, 7º, 8º, 9º, 10º, 11º, grado.
Correo: azulcisne@ymail.com

32
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE

Amado muy bien amado

A Carlos Manuel Pravia Bustamante,


extraordinario parlanchín.

Aquella tarde Nelo me llevó a su casa para contarme el cuento de su abue-


lo, una historia de amor increíble sucedida un invierno de octubre. El nieto
al parecer había salido rayado y según decían sus vecinos, tenía más her-
mosas las rayas que las del abuelo tigre. Por eso dicen que Nelo era más
alocado que el viejito que se las jugaba todas a pesar de su edad y sus
idilios misteriosos.
Y ciertamente, la gente tenía sobrada razón en sus pensares y creencias
humanas. Cuando Nelo soltaba la lengua, temblaban las vértebras de los
Maribios, se alborotaba el volcán Cerro Negro y El Momotombo, lanzaba
sus cochinadas en el lago como una perorata extraordinaria, quizás de
mentiras, acaso de verdades que arrastraba todo lo que hallaban a su
paso…
—Lo que pasa –me dice Nelo– es que la gente le adiciona a las historias
otras sartas de inventos que nadie se las cree y ése no es problema mío.
Para serte sincero, yo hablé con la anciana y sus palabras me dejaron ate-
rrado por tanta imaginación de la realidad. Es más, te digo que si ella no
me las hubiera dicho de frente, jamás se las hubiera creído, aunque me lo
jurara con los dedos de sus patas. Fui a su casa y ahí debajo del palo donde
se acurrucaba con el viejito, me contó la historia de su vida. Apenas llegué,
me saludó como si en verdad fuera su nieto, porque la señora tampoco
era una dunda…
—Mirá, hijito mío –me dijo la ancianita–, sentate aquí que te voy a con-
tar, uno por uno, los acontecimientos de tu abuelo. Atendeme con mucha
atención y cerrá la bocota, no me interrumpás:
Los rumores empezaron en la bajada de Michanguelo, el señor patilludo
que tenía un tocadiscos de los antiguos. Alguien no midió las consecuen-
cias del alboroto y exageró las cosas en el pueblo de Tlillican. Las cocineras
abandonaron las fritangas y el gallo pinto de la cena se quemó a fuego
lento en las cazuelas. Don Guillermo Rojas, el barbero del parque dejó
33
a Tiburcio Canales, medio pelado y con una oreja ensangrentada, pues
salió corriendo sin dar aviso a nadie de la tragedia. Peluquín, el matarife
del rastro municipal, quien a esa hora mataba una vaca dañina, la dejó
medio muerta para rematarla después, cuando regresó del alboroto del
río. Varios chavalos de la Escuela Pública de la profesora Amanda Espinoza,
abandonaron las clases por la noticia a pesar de que la señora los llamaba
con golosinas.
Amado era muy bien amado, vos lo sabés mi hijo –me dice la señora– y la
suerte lo perseguía para bien o para mal, nunca se sabe. Amadito, como le
decía la gente por cariño era un viejo roble, seco, bajito, moreno, bandido,
sesenta años bien distribuidos y aparentaba cuarenta llenos de jovialidad
que a mí muy bien me los demostraba. Cuando se casó su hermana Luisa,
la mayor, sorprendió a la concurrencia con sus locuras en medio de la cele-
bración. Cuchillo en mano, los atacó sin misericordia, pues dijo que la gen-
te llegaba a engordarse a los matrimonios y él no estaba dispuesto a cebar
a nadie. Ese mismo día se hundió de cabeza en el pozo y nada le pasó en
el fondo del hoyo. Después que cayó al agua se desnudó y tranquilamente
se bañó a solas.
Como te decía, amorcito, la gente se aglomeró en la bajada de Michangue-
lo, pero no lo vieron por ningún lado de la ribera. Entonces corrieron por la
casa de la Nicolasa Sevilla frente al camino que va a Zanjón de Santo Cristo,
pero tampoco lo vieron pasar por ese lugar. De allí corrieron al Puente
Quebrado, cerca de la cantina de doña María de Paco, y ninguno lo vio
entre la corriente del río, que traía palos, ramas secas y animales muertos
por las lluvias en la cordillera de los Maribios. De pronto, el malévolo de
Catabufa y el flaco de Cominillo, lo vieron flotando entre los tumbos de la
corriente, con la mano levantada, diciendo adiós a la concurrencia…
—¡Ahí va Amadito, rescátenlo! ¡Por favor, ayúdenlo! – decían los dos mu-
chachos…
Y al mencionar la palabra ayúdenlo –me dice Nelo– la señora se emociona-
ba como si ella también quería ayudarlo con sus buenas intenciones. Pero
mejor oí lo que me dijo la señora:
—Ninguno de los curiosos, se atrevieron a rescatarlo entre la corriente
que bramaba con fuerza de diabla. Apenas amarraron mecates de los tron-
cos de los árboles de las riberas, pero Amadito ni siquiera los miró al pa-
sar… Ya para entonces, todo el pueblo de Tlillican, miraba desde arriba en
los barrancos, el espectáculo de Amadito junto al río. Allí estaba Miyula,
la Juana Paula, Conola, Chamaya, Serafín, Chumbulún, el Guardia Boludo,
la Lula, Tomatina, Pizarrín, el Turro, el Venado, la Ángela Panda, Chueño,
el Maestro Mono, Bocho, Lino, el Chambón, el Chacho, Guarito, Carburo,

34
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
Choreja, Chocoyo, Triqui, el Burro… ¡Decime vos, quién no estaba ahí si el
inteligente de Cayito los anduvo llamando!
Tal vez el bandido de Gilberto Navarrete era el único que no sabía del per-
cance de Amadito porque dormía la mona en el patio de su casa. Des-
pués del aguacero, el tal Gilberto Navarrete, se acostó en una hamaca y se
durmió, tranquilamente, en su posada, como otras veces lo había hecho
cuando descansaba la goma. Debajo del mango, el hombre roncaba como
una olla de nacatamales y soñaba que le cortaba las sandías a Moncho, su
compañero de farras y de correrías durante varios días. Y durmió y roncó
hasta que Cayito no lo despertó, asustado, por el percance y la bulla a lo
largo y ancho del río.
—¡A don Amadito se lo llevó el río! –dijo, Cayito, acercándosele para que
le diera un trago, mientras llevaba dos encargos de tortillas y una de ta-
males pisques.
Cuando Gilberto Navarrete se despertó, cayó al suelo por el susto de la no-
ticia de Amadito. Luego, Bocho, que acababa de llegar, casi detrás de Cayi-
to, le explicó que Amadito se ahogaba en el río, llevado por las corrientes
del aguacero de la tarde. El pobre Bocho que apenas podía caminar, le dijo
que Amadito no se podía morir ahogado en el río sin que nadie lo ayudara.
Los dos hombres salieron de la casa, cerca de la rampa, y corrieron calle
abajo, zigzagueando por las circunstancias que la emergencia impone. Pa-
saron por los pozos de agua potable, donde estaban los zapotales de don
Felipe Prado; llegaron a la Quinta Mena Solís y bajaron hasta el tempisque
en la carretera. En el puente nuevo había unas cien personas esperando a
Amadito que venía en la corriente del río con las manos en alto, diciendo
adiós a la muchedumbre. Efectivamente, el hombre venía tranquilo entre
las aguas, sonriente, saludando a los presentes como si de una fiesta se
tratara a lo largo y ancho del río.
El bandido de Gilberto Navarrete, ya en calzoncillo, se amarró con un me-
cate de cabuya y lo esperó en la vuelta del río, frente a la casa de don Goyo
Canales, el famoso fletero de los viajes en carreta a la Segovia en el norte
del país, quien se asomaba desde su casa, pidiendo cuidado en la obra.
—¡Qué Dios le ayude! –decía la gente en el alboroto, como si el viejito ya
se hubiera muerto.
Amadito venía brincando, empujado por la corriente, como si montaba un
caballo de palo, trotando, tranquilamente, sobre las aguas, tal marinero de
los océanos, Ulises de tiempo nuevo. Cuando pasó debajo del puente, la
gente en algarabía lo saludó con pañuelos blancos en señal de solidaridad
y cariño, temiendo una desgracia río abajo. Amadito, respondió el saludo
con tranquilidad y entusiasmo, como si ser arrastrado por una corriente
35
fuera de lo más normal en tiempos de paz. Se le veía feliz y asustado de
ver tanta gente en su camino sobre el río Tlillican.
Gilberto Navarrete ya estaba en medio del río, asustado, con miedo que
el río le quitara el calzoncillo y lo dejara en pelotas, esperándolo con sus
mecates para atraparlo al pasar, como si de una valija de tesoros se tratara.
Cuando lo tuvo al alcance, se lanzó sobre el hombre, lo agarró de la cintura
y poco a poco, lo fue sacando hasta la orilla del río. Tronaron los aplausos
en el puente y a lo largo de la ribera del río. Los espectadores gritaron en-
loquecidos por la hazaña del rescate y algo más para la historia de Tlillican,
donde un hijo salvara a otro con velado cariño y entusiasmo.
A Gilberto Navarrete lo levantaron en hombros y lo mostraban como un
trofeo desnudo, digno de ser admirado por las generaciones futuras en
momentos de tribulaciones. Amadito estaba sombrío, casi mudo de eno-
jo y de frío, viendo la algarabía de los curiosos que levantaban en aire al
hombre que lo había salvado de las endiabladas aguas del río Tlillican. Y
en vez de darle las gracias a Gilberto Navarrete, por la hazaña, Amadito, le
reclamó con enojo:
—¡Qué madre la suya! –le dijo con cierto desdén–. ¡Qué jodido son todos
ustedes! ¿Y quién le pidió a usted que me sacara de mi camino? ¿Acaso yo
le pedí ayuda por alguna misericordia de Dios? ¡Qué tontería más grande
la que usted ha hecho conmigo! ¡Usted la paseó conmigo y con mi suerte
de hombre feliz! ¡Cómo se atrevió a quitarme de mi destino! ¡Si no le doy
un pencazo es por respeto a la concurrencia, pero bien que se lo merece!
¿No sabe usted que yo doy mis paseos, cuando llueve o cuando a mí me da
la regalada gana? ¡Ve qué chochada la de ustedes! ¡Ya no se puede vivir a
gusto en este pueblo! ¡Ahora irán con el cuento por todo Tlillican! ¡Ya me
imagino el pito y el tambor por todos lados! ¡Qué Amadito se ahogaba en
el río!.. ¡Qué barbaridad!
Dicho esto, Amadito endureció su rostro, casi lloraba de arrecho, se lanzó
nuevamente a la corriente, siguió rio abajo y ni adiós dijo a los presentes
que se quedaron asombrados por esa actitud.
En Quezalguaque lo esperaba su amada, una tal Chona Veneranda Ruiz,
que es esta vieja que te está contando la historia, tu servidora, quien lo es-
peraba en el río después de los aguaceros de octubre. ¡A mí me quisieron
culpar!... Que por mi culpa el hombre se podía ahogar. Y ¿qué culpa tengo
yo de que a Amadito le gustara viajar a Quezalguaque a través del río?
Cuentan que el bandido de Gilberto Navarrete dio la vuelta, apenado, re-
gresó a su casa y siguió durmiendo en su hamaca, roncando con su olla de
nacatamales...

36
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
—¡Alguien debe escribir esta letra de Amadito! –soñaba Gilberto Nava-
rrete, porque fue una buena pasada de cuentas, igual a la que le hizo a
Moncho con sus matas de sandías en Posoltega…
Y Nelo me mira y me dice con cierta locura que le envuelva el rostro y su
figura entera:
—¡Vos debés escribirla!
Telica, 16 de enero, 2001.

37
Mauricio Paguaga Rivera
11 de junio de 1974. Jalapa, Nueva Segovia. Poeta y narrador. Li-
cenciado en Ciencias de la Educación (UNAN-León). Actualmente
radica en la ciudad de Estelí. Co-fundador del Grupo Literario Hep-
tágono. Miembro del Foro Nicaragüense de Cultura en el Programa
Promoción de la Literatura Nicaragua. Obra publicada: Esto fue lo
que pasó (Cuentos, 2012).

38
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE

Mamerto Traña

En una noche de lluvias torrenciales en las laderas del cerro Musún, Ma-
merto Traña vino al mundo; su madre había tenido demasiado trabajo de
parto, se desangró al traerlo a la vida. El pequeño montoncito de carne
sanguinolenta envuelto en un pedazo de estera, lloraba inconsolable,
mientras su padre Justo Traña, envolvía a su infortunada madre en un pe-
tate y en el fondo del patio de la vieja casa, Lázara Cornejo y su hijo Merlín,
terminaban la fosa.
En esa fosa depositaron los restos de Esperanza Antón, invadida de agua
que el cuerpo inerte partió en el fondo. Mientras esto sucedía, Justo con-
cluía la tarea de limpiar al recién nacido en el cuarto. Dos horas más tarde,
por la cuestecilla desde donde se divisa la casita de los Traña, un hachón
de luz se dejaba ver. Hasta entonces, la comadrona Evangelista González
llegaba para atender a la parturienta. La tardanza no era para menos, el día
estaba cerrado en lluvia y por estos lares, el tránsito es obra de titanes por
los caminos que se anegaban de agua y lodo. Las laderas del cerro siempre
se desprendían y las sendas hacia los ranchos quedaban aterradas.
Nueve días después, Justo Traña murió reventado de tanto beber cususa
en un alambique clandestino, allá por Manceras. Algunos testigos afirman
que una noche lo escucharon lamentarse de dolor, pero no se alarmaron
porque creyeron gemía por la muerte de su mujer. En la mañana lo en-
contraron encogido sobre sacos viejos, lo llevaron a un hospital cercano
tardíamente, el dictamen: hipotermia.
Lo sepultaron al lado de su mujer.
El cipote seguía llorando en una desvencijada tijera.
Era el tiempo de los aguacates, a eso de mediados de agosto. El pequeño
sietemesino, esmirriado, de ojos chelicosos y con un juelgo en el pecho
que no cesaba, se iba despercudiendo con los cuidos de Lázara, quien se
había quedado con la tutela del niño después del infortunio de sus padres.
Doña Lázara Cornejo era muy pobre, viuda por causa de la guerra que por
aquí se vivió con mucha furia, tal cual las guerras civiles acostumbradas
en este país. La señora estaba muy enferma y su hijo Merlín era el único
vástago que le quedaba vivo. Siete hijos y su marido murieron, tres en la
39
contrarrevolución y el resto de sus muertos en las milicias populares. En
noviembre, tiempo de las naranjas, cuando retornan un instante los muer-
tos, los miraba en sus tumbas.
Los primeros meses de nacido, Mamerto comió tortillas de maicillo y agua
de masa, hasta sus dos años. A veces, la viejita conseguía para comprar un
litro de leche cada jueves santo.
Le llegó la edad de ir a la escuela. Le correspondió solamente mirar desfilar
a sus vecinitos con mochilas y ropas limpias, porque doña Lazara nunca
ajustó para un cuadernito de papel de empaques y un grafito. El chicuelo
buscó entretenimiento en los solares del vecindario, robando mangos y
todo lo que podía llevarse a la boca para amainar el hambre que siempre
aguijoneaba sus tripas; desde entonces se dieron cuenta que no hablaba
con nadie, que era retraído. Quién sabe en qué pensaba, era tan ensi-
mismado que la gente creía que estaba dormido. Sí, nunca fue un niño
normal, siempre los demás niños –incluso, menores que él–, se miraban
más creciditos y rellenitos. Mamerto nunca fue un niño normal, vivió días
duros.
A los doce se quedó solo de nuevo, esta vez sintió el bofetón de la soledad.
No tenía nada ni a nadie en esta vida. Con mucho pesar y con la ayuda de
vecinos, él y Merlín, enterraron a aquella viejecita. Al día siguiente, un día
lunes, cuando apenas amanecía, decidieron irse de aquel pueblo; tomaron
sus pocas pertenencias que bien alcanzaban en una sola bolsa, pero por
esas costumbres de sentirse dueños de algo, decidieron anudar un saco y
cada uno se echó a la espalda sus desgracias.
Merlín cuidaba a Mamerto como a su propio hermano, comían de lo que
podía encontrar, se fueron del pueblo montados en un camión de los que
acarrean ganado, pasaron por lugares que ellos jamás habían conocido, a
pesar de la cercanía de donde vivían: Matiguás, Muy Muy, Boaco, Mana-
gua, León, hasta llegar al puerto de Corinto. Merlín iba abstraído, viendo
aquellos lugares de los que no habían escuchado. Durante todo el viaje no
comieron, porque los dueños del camión que los transportaba, les impu-
sieron la condición de no pedir comida en el trayecto. Estando en Corinto,
los bajaron en un galerón solitario, donde sólo estaba un señor con una
cajita de lustrar, a quien se acercaron con pena y le pidieron un poco del
pan que comía. Como la necesidad la llevaban estampadas en sus rostros,
el señor les pidió lo siguieran, lo que dudosos hicieron.
Cuando hubieron llegado a la casa del buen samaritano, un bajareque de
palma, les sirvió un único plato con frijoles, tortillas de maíz y un vaso de
leche agria. Engulleron en menos tiempo del que Carl Lewis corría los cien
metros planos.

40
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
El viejo lustrador fue como el ángel de la Divina Providencia para los dos
muchachos, los alojó en su casa y se dejó acompañar en sus labores como
lustrador, no sin antes advertirles que no debían quedarse mucho tiempo,
porque su situación económica no era buena, menos para alimentar a tres
bocas.
Un sábado por la mañana, los dos muchachos estaban en el galerón entre-
tenidos con Don Atanasio Chavarría, el lustrador, escuchándole sus anéc-
dotas de corsario. Volaban en sueños de barcos hundidos con inmensos
tesoros y guerras de piratas, cuando se acercó un señor de buen talante,
limpio, perfumado, el lustrador con una venia, saludó al recién llegado.
Éste era ni más ni menos, el varón del algodón Don Pedro Cotto, benefac-
tor de tanto pobre se encontrara, tenía un corazón de ángel, con el único
defecto que estaba casado con Elena Pichardo, la mujer más materialista
y con el corazón más malo que se había visto en el occidente del país. Se
rumoraba que había mandado a matar a toda una familia por una ínfima
deuda que estos habían contraído con ella. Don Pedro era un papa Noel
del trópico, con camisas guayaberas, sandalias de baquetas hechas en Ma-
saya, un sombrero de palma, lo más ostentoso que lucía era una brazalete
de oro y una cadena con el nombre de su única hija, Luz Marina. Niña re-
gordeta, blanca, feíta, con un poquito de retardo. Las páginas de aventuras
y romances eran su lectura preferida. Tenía un gran don, era quien man-
tenía unidos a sus padres. Alguien dijo de ella: Es un ángel caído en tierra.
Aún con ese secreto de las capacidades diferentes de su hija, Don Cotto
era de costumbres campechanas; llevaba a su finca de Agua fría a cuan-
to desamparado encontrara, generándole pleitos con su mujer. Este día,
don Atanasio le pidió que si podía ayudar a aquellos desamparados, él no
lo dudó y los subió a su camioneta Fargo, de los primeros modelos que
llegaron al país a través del puerto, muy bien conservada, estaba seguro
que en las algodoneras siempre habría un trabajo para dos muchachos
desamparados.
De esta forma fue que Mamerto y Merlín llegaron a la finca de Agua Fría,
el más chico tenía doce años, cerca a cumplir los trece y el otro muchacho,
mayor seis años. Aunque un poco atolondrado, era como dicen en el nor-
te, machincito, de esos cumiches que se pasman, que se tullen, tenía cier-
to retraso, hablaba con algunas palabras entrecortadas y Mamerto debía
muchas veces intervenir como intérprete, le sucedía esto cuando estaba
emocionado por algo bueno que le acontecía.
Los dos muchachos después de pasar la inspección, casi lujuriosa de la es-
posa de don Cotto, fueron enviados a una galera todavía en construcción.
Ahí tendrían donde dormir. Les fueron concedidas sus herramientas, que
para el caso eran un machete corvo y un azadón; ellos estaban fijados a

41
mantener las rondas del algodonal más limpias que las salas del teatro
municipal.
¿Y por qué tanto recelo de la mujer de Cotto?
¡Ah! Es que según las lenguas, Cotto tenía su negocio turbio: Ayudaba a las
niñas desamparadas, pero a su vez las vendía a marineros que se anclaban
en el puerto, previa visita a la cama del benefactor.
Varios años después, en una mañana de agosto, se encontraban los dos
muchachos en el centro de una labranza, cuando vieron llegar a la finca
una camioneta, de la que se bajaron tres personas. Acostumbrados a ver
llegar muchos vehículos por aquel lugar, no prestaron mucha importancia
a algo rutinario. Estaban sentados bajo la vieja enramada, bebiendo un
sorbo de café cuando vieron pasar ante sus ojos, a dos bellas mujeres. Ma-
merto se inquietó un poco, porque la menor de las muchachas le pareció
descomunalmente bella, sus ojos siguieron la silueta de aquella mujer que
se perdió de vista cuando entro al caserón de la hacienda, cerrando tras
de sí la puerta. Tal vez pensó que eran sobrinas del señor o de la señora,
no indagó en ese momento, pero la curiosidad no lo dejó dormir durante
la siesta. Era día de pago y había mucho bullicio en los alrededores de la
casona. De pronto, por la puerta de la bodega de los insecticidas, salía ca-
rraspeando la garganta el bachiller Camacho, quien se había vuelto amigo
entrañable del joven Mamerto. Levantó la mirada y con un gesto lo invitó
a sentarse en la mesita de la enramada. Éste ya sospechaba que al joven
le llamaba la atención una de las mujeres, entonces le propuso algo que
hasta ese momento, aquel mozalbete no había tomado en cuenta:
—Muchacho, debes aprender a escribir y a leer muy bien. Porque cuando
uno se enamora, esas cosas las debe resolver uno mismo. Y si la valentía
no te da para hablar, pues escribiendo se resuelve mucho.
Quedaron de acuerdo en verse todos los días después de las labores del
campo, para que el bachiller le enseñara al joven lecciones de lectoescri-
tura y otros conocimientos de cultura general, para que adquiriera aptitud
de conversación interesante con la joven de su elección.
Así pasó durante un año completo, hasta que una tarde a mediados de
septiembre, Mamerto llegó al lugar acordado de las lecciones y no encon-
tró al bachiller Camacho. Se enteró mediante otro peón, que se había ido
por la madrugada a visitar a sus familiares en León, porque como devotos
participarían en las festividades de la Virgen de Mercedes.
Armando Camacho llegó de costumbre a su casa, en las márgenes del río
chiquito, con tan mala suerte que al llegar se encontró con unos ladrones,
que al sentirse descubiertos la emprendieron contra él y a apuñaladas le
dieron muerte. Pero la verdad no fue esa.
42
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
Al llegar a su casa, encontró a su mujer con el amante, quien lo mató.
Pero Camacho, entre los estertores de la muerte, suplicó se contara la otra
versión a fin de que su mujer no fuera denigrada. Mientras esto sucedía,
Merlín tomaba la decisión de fugarse de la finca y robar un tractor. Salió
disparado rumbo al puerto. Jamás se volvió a saber de él.
Después de algún tiempo, Mamerto se fue a bañar al amanecer a los po-
zos de la casona. Cuando llegó frente a la champita, donde se bañaban
los varones de la finca, vio una piel blanca como las motas de algodón,
apenas cubierta con una tela tan transparente, como para no cubrir el
mínimo pliegue de una piel tan esplendente como aquella. Quedó petrifi-
cado, y aún más, cuando una voz delicada pero con autoridad le dijo: Siga
de frente, ¿acaso nunca ha visto una mujer bañándose? El siguió hasta el
baño de los hombres para asearse. Al desvestirse no lo abandonó el susto,
pero también de gusto. Aquella ocasión, fue la primera vez que conocía el
cuerpo de una mujer, desnudo.
Era ella, la misma muchacha de bellos ojos que lo dejó absorto una tarde,
perdiendo el sueño. Se trataba de Cándida Acevedo, diecisiete años, sufi-
cientes para que sus sentidos se inquietaran y pasara por su mente tantos
pensamientos. ¿Qué eran: pensamientos o emociones? No sabía. Él era
un indio tosco, bruto, con la piel curtida por la intemperie, medio renco de
un pie a causa de un accidente, de cuando montaba toros. Medio gordito,
cabellos relamidos, émulo de batracio y vestido de overol.
De tanto que divagó el joven, que no supo cuando la mujer se acercó y lo
miró sobre sus hombros. Hasta ese momento, aquellos ojos bellos no se
habían dignado a verlo. Cuando él percató, sintió la gélida emoción de los
púberes cuando se prendan de la maestra. Y ya nada fue normal, sintió
felicidad, cosquillas en el estómago, escalofríos. La presencia de la mucha-
cha lo había impactado mucho y conoció el amor.
Una tarde, sobre una mesa, le dejó una flor que cortó en los rosales de la
hacienda, una rosa tan blanca como la candorosa piel de Cándida Acevedo.
Dos días después, se encontraron en la enramada. Cándida, sin verlo a la
cara, le dijo:
—Gracias por la rosa, ¿cómo supo que las blancas son mis favoritas?
No pudo responder, la lengua se le pegó, la boca se le cerró, un frío le
recorrió por la columna vertebral y sintió su cara como un mediodía de
abril en occidente. Él quedó callado y ella siguió su camino con su andado
contoneante, de firmes caderas y su cara siempre seria.
La Cándida Acevedo, mujer entera a sus diecisiete años, no era de esas
que se dejaba amedrentar por los hombres, forjada en la fragua de los

43
martirios de este mundo, supo enfrentarse al darse cuenta de las inten-
ciones; las flores siguieron apareciendo en la mesa con más regularidad;
fue entonces cuando un día de esos le cortó el camino hacia el comedor
y le soltó esta sentencia: —Si usted me pretende, tengo que decirle que
deberá pedirle permiso a mi papá, si él le concede el permiso yo espero su
carta de declaración.
Sintió que el mundo se rasgaba en trozos, no tanto por la emoción de
haber escuchado las palabras de Cándida sabida de sus intenciones, sino
porque era la primera vez que intentaría hablarle a una mujer, o al menos
escribirle.
Con lo que había aprendido de las lecciones con el bachiller Camacho,
empezó a redactar una carta para el papá de Cándida. Escribía y hacía bola
cada página, luego de un momento de intentar las frases más celebres que
podía emborronar, logró escribir algo definitivo:
señor don faustino asebedo pido la venia para escrivirle a candida
una misiva de suplica por el amor que le siento.
con todo respeto: mamerto traña homvre onrado y trabajador
Dos meses después recibió la respuesta de boca de la misma Cándida Ace-
vedo:
—Manda decir mi papá que está usted apermisado para ser mi preten-
diente –le dijo muy seria. Hasta ese momento los ojos de Cándida sosla-
yaron una sonrisa. Mamerto no pudo articular palabra, simplemente ca-
beceó de manera afirmativa en buen lenguaje campesino, se sentía más
cagado que el palo de un gallinero.
Así comenzó un largo noviazgo de doce años entre Mamerto Traña y Cán-
dida Acevedo. Mientras esos años pasaron, trabajaron y ahorraron para
comprarse un terrenito donde vivir. Fue gracias a la diligente Cándida que
pudieron reunir el poco dinero, porque si hubiese dependido de Mamerto,
no llegaban ni a los diez pesos en ahorros, porque entre tantas virtudes
que tenía, definitivamente no tenía el tino para los negocios y el ahorro.
Lograron comprar sus tierras, luego que el patrón les diera como regalo
de bodas la cantidad de dinero que les faltaba; las encontraron cómodas,
eran unas tierras para el cultivo del maíz.
Un par de años después, les nació una hija morenita y bien sana, quien
apenas comenzó a caminar ya acompañaba a su padre a la labranza. La
pequeña llenó la casa de luz y de risas, no podían ser más felices Cándida
y su marido.
Un año más tarde que naciera Rosita, nació el segundo hijo. Llegó al mun-

44
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
do con un retardo irreversible, la única habilidad que desarrolló fue tocar
una guitarra todo el tiempo, desde que supo accionar las cuerdas hasta
que la muerte se los arrancó, ocho años después de haber nacido.
La enfermedad de su hijo les afectó. No poder tener más hijos se convirtió
en la mayor preocupación, por temor a que también les resultaran enfer-
mos. Pero un día, amanecieron conversando sobre la posibilidad de ser
padres nuevamente y tomaron la decisión de visitar al médico, para escu-
char su opinión. El desánimo fue peor. Después de estrictos exámenes y
resultados, el médico les aconsejó no tener más hijos.
Para ese tiempo ya tenían noticias sobre Merlín, quien vivía en Ámster-
dam, casado con una mujer que había heredado una fortuna. Su posición
y hasta su apariencia habían mejorado de manera sorprendente. Cuando
éste se enteró de los sufrimientos de la pareja, llegó a entregarles una
cantidad de dinero para que continuaran buscando alternativas médicas y
tratar las dolencias de Cándida. Jamás volvieron a saber de él.
Con ese apoyo monetario que invirtieron, lograron que ella concibiera un
nuevo bebe con la fatal consecuencia que nació muerto y deforme, de
inmediato procedieron a operar a Cándida. No se supo cómo, pero ella se
escapó del hospital como poseída y en carcajadas histéricas. Nunca reco-
bró la razón.
Y tiempo después, de tanta bebida y dolor, Mamerto cayó muerto en las
cercanía del bajillo.
—Sabe amigo, yo anduve tragueando casi todos los días con Mamerto y sé
toda su historia. Más que maldito estaba condenado. No mire pues, que el
médico les dijo que la sangre de él y la de su mujer, la Cándida, estaba en-
venenada por el Nemagón... eso de cuando ambos trabajaron duro, pero
muy duro, amigo, en las fincas algodoneras y bananeras. Los pobres tenían
un sueño, pero ya ve…
(Del libo Esto fue lo que pasó, Foro Nicaragüense de Cultura, 2012)

45
Mauricio Rayo Arosteguí
Matagalpa, Nicaragua. 1962. Vive en León desde 1980. Profesión:
Odontólogo y Licenciado en Derecho. Profesor universitario. Como
artista se ha destacado en: Fotografía: dos premios nacionales,
1995 y 1997; Artes Plásticas: premios locales y nacionales en cari-
catura, pintura, afiche y logotipos; Poeta y Escritor: premio Leonel
Rugama1984 y premio Alma Mater 1996. Finalista en concurso de
Cuentos para Niños 2003, 2004 y 2005; Director y Actor de teatro
(en creaciones colectivas y 4 muestras nacionales de teatro.) Ha
editado Mundo de Agua (cuentos) y Breves historias de anatomía
humana (cuentos). En edición: El reloj de arena y otros cuentos e
Intrincado paraíso (poesía). Director de la revista Cuadernos Uni-
versitarios. Coordinador del grupo literario FRAGUA y presidente
de la Fundación de Artistas Plásticos de León (Morphos). Miembro
del Foro Nicaragüense de Cultura.

46
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE

Murcio

Nació de una familia muy humilde pero trabajadora. Vivía con sus padres
debajo de un techo con agujeros, por eso, en tiempos de invierno, tenían
que migrar hacia otros techos con mejores condiciones a costo de mayo-
res peligros.
Fue durante esos días de lluvia y relámpagos que los padres de Murcio mu-
rieron de frío, bien remojados. Ya no quisieron migrar más, ya no quisieron
separarse de esa casa de la cual se habían encariñado tanto. Murcio quedó
solo, había perdido lo único y lo mejor que le quedaba.
Ese día, después de enterrarlos, estuvo otros muchos días más, pensativo,
analizando qué hacer en futuro. A pesar de ser un adolescente tenía que
enfrentarse a este mundo de manera seria y centrada.
Fue entonces, que una noche, se le ocurrió una gran idea: decidió... ¡cam-
biar su dieta! Pensó que ya no quería más guayabas ni mangos, los cuales,
cada vez eran más escasos, puesto que los niños del barrio, los comían
aún cuando estaban floreciendo. La situación económica del país obligaba
a las personas acabar con todas las frutas de todos los árboles. Recordó,
que en gran medida sus padres habían perecido por falta de vitaminas, sin
capacidad de defenderse de la enfermedad que les atacó. El frío llegó a ser
apenas el “tiro de gracia”.
Pero bueno, decía que Murcio decidió cambiar su dieta. La idea que se
concretaba esa noche había estado dando vueltas en su cabeza desde
algún tiempo, después de haber leído muchos libros de la biblioteca en la
casa de un médico llamado Evenor Alahab ( catedrático de la universidad)
que habitaba cerca de ahí, y donde algunas veces él y sus padres habían
estado durante los días de tormenta.
Llegó a la conclusión de que la mejor manera de alimentarse era ingerir
algo que nunca escaseara, algo que fuese abundante y que las personas
no consumiesen, para evitar la competencia.
Murcio había leído muchas veces aquellos libros de Anatomía y Fisiología,
ahí conoció de las propiedades de ese alimento en el cuerpo humano y del
contenido de éste en las personas. Estudió que era ésta la sustancia que

47
los hace vivir, que a través de ella las células reciben energía, haciendo
funcionar los órganos vitales del organismo.
Pensó: “Siendo así, yo podría vivir muchos años más de los vivieron mis
padres, además, éste alimento, aún con la situación precaria del pueblo,
abunda por todos lados porque por todos lados, abundan las personas.
Los seres humanos se multiplican cada día más sin importarles los sufri-
mientos de los hijos y la miseria a los que los someten”.
Movió sus manos ligeramente, afinó sus sentidos, expulsó chillidos para
darse valor y guiarse por el callejón que le conducía a la casa del Dr. Evenor.
Al fin llegó, se quedó atisbando en el alero de la casa de tejas rojas. A tra-
vés de la ventana pudo observar al médico tendido en la hamaca (escuchó
que roncaba).
Llegó hasta el ventanal, entró al corredor de la casa donde estaba la vícti-
ma; luego, se colgó de una lámpara apagada y desde ahí se impulsó como
un nadador experto, haciendo un gran clavado y, clavó también sus dien-
tes en la vena radial, exactamente en el mismo lugar donde tantas veces
había observado en el Atlas de Anatomía que estaba en la biblioteca de
esa misma casa. En aquel momento el cuerpo del galeno se estremeció y
su brazo que antes estaba sobre su pecho cayó al vacío quedando como
péndulo de un reloj, balanceándose hasta quedar inmóvil en un extremo
de la hamaca, con los dedos casi rozando el piso. Pero el médico no se
despertó. Las gotas salían aceleradas desde la herida, Murcio ya estaba
otra vez agarrado con sus manos–garfios de la lámpara que colgaba del te-
cho, desde ahí observaba todo. Se dio cuenta que nada se movía y sonrió
complacido. Otra vez se desprendió desde donde estaba, pero, esta vez
haciendo algo fuera de lo común: Se tendió en el piso, boca arriba, exacta-
mente debajo de la mano que chorreaba el líquido rojo. Colocó sus brazos
debajo de su cabeza como almohada, abrió su boca y disfrutó gota a gota
del gran banquete. Bebió hasta saciarse. Bebió como quien toma un buen
vino: despacio y con calma, saboreándolo. No supo cuanto tomó, quedó
como dormido de la emoción y se dio cuenta que era suficiente, además,
caía ya muy poco. Se levantó con dificultad observando su panza y acari-
ciándola pensó: “barriga llena, corazón contento”, movió sus brazos pero
no le respondieron. Sintió entonces un vértigo terrible, dolor de cabeza
y náuseas al mismo tiempo. Pensó: “¡Es normal, mi organismo tiene que
acostumbrarse poco a poco al nuevo tipo de dieta.” Dio un paso pero sus
fuerzas lo abandonaron, tambaleó, trató de no caerse, se sostuvo un ins-
tante con sus alas pero al fin se desplomó. Empezó a pasar por su mente,
como una película rápida, toda su corta vida. Miró el rostro de sus padres
que lo llamaban, después, todo se oscureció y quedó ahí, a la orilla de un
pequeño charco de sangre.

48
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
Amaneció, el doctor se despertó ese día a las diez de la mañana debido
a los gritos de sus hijos que le halaban la camisa para que observara el
murciélago muerto. De mala gana se levantó, miró su muñeca con dos
puntitos sangrantes. Se asustó y fue al lavarse las manos. Lavó su herida
y decidió que más tarde debería de vacunarse contra la rabia y el tétano,
“por si las moscas”, dijo. Antes bebería un gran plato de sopa de cola que
le tenía preparada su esposa para quitarse la “goma”, pues tenía tres días
consecutivos de ingerir licor.

49
María Elena Rivas Jirón
Licenciada en Español, UNAN-León (1998) y Máster en Lengua y
Literatura Hispánica, (2002), UNAN-León y universidad de Alcalá
de Henares, España. Postgrado en Didáctica del Español Con énfa-
sis en “Diseño didáctico Lingüístico integral”, UNAN-León (2002).
Diplomado en “Innovaciones y Calidad Educativa”, Universidad de
San Carlos de Gorromeo, Guatemala (2006). Portafolio del Docen-
te: “Una Herramienta para elevar la Calidad del Docente”, SICA- Za-
morano Honduras (2006). Seminario “Análisis Literario y cultura
en Las Universidades de Estados Unidos y una Introducción a La
Ecocrítica, Embajada de los Estados Unidos de América y la UNAN-
León. Actualmente docente de la UNAN-León y miembro del Foro
Nicaragüense de Cultura.

50
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE

La maestra Coquito

Hace muchos años, allá por los años 60, en la comunidad de Villanue-
va municipio de Chinandega, nació la maestra Coquito Guinea. Era de tez
morena, cutis acanelado, dientes blanquísimos y bien formados. De niña
la vestían con telas floreadas como el campo donde vivía y sandalias deli-
cadas. Su madre, una mujer humilde, doméstica, y su padre dedicado a la
ganadería. Todos los domingos iban a misa, a la única iglesia de Villanueva
que quedaba frente a la plaza del parque. El padre siempre tomaba de la
mano a la niña, a quien protegía como una piedra preciosa.
La niña cuando jugaba convertía las hojas en dinero, las piedras en pan, se
montaba en un palo largo y decía que era su caballo; montada en él corría
de un lado a otro e iba de compras, comprando tapas de gaseosa y cual-
quier objeto, pues no tenía juguetes.
Por cierto le gustaba cantar, cuando lo hacía mostraba sus lindos dientes.
Siempre cantaba la misma canción:
Buenos días, caminito
no me vayas a ensuciar
Buenos días mi escuelita
es el templo del saber
Buenos días mi maestra
aquí vengo a estudiar,
a estudiar, a estudiar
para aprender
Si pones atención
mucho vas a aprender
Si pones atención
un buen alumno vas a ser.
La Coquito tenía una gran ilusión y era ser maestra, pero su padre encha-
pado a la antigua, tenía otro sueño que quería compartir con su esposa, y
así le dijo:
—Bajo este techo juro que mi hija se casará con un gran terrateniente,
quiero que se destaque como una esposa recatada y entregada a su ma-

51
rido. Que tenga muchos hijos, que se dedique al cuido de su hogar. Todo
hombre necesita que le cocinen, le laven y le planchen.
La esposa que no tenía voz ni voto, solo escuchaba a su parlanchín esposo,
aunque desde su interior no estaba de acuerdo, no se atrevía como siem-
pre a contradecirlo.
Pasó el tiempo, y llegó el momento que aprobó su primaria, donde obtuvo
las mejores calificaciones, pues tenía la esperanza de ganarse una beca
para estudiar magisterio en la normal de León.
La actitud de su padre contra sus estudios, le causó una gran tristeza, ya
que éste le dijo que tenía una noticia que darle, cuando regresara de su
viaje de negocios, hablarían. Ella, que conocía el carácter del padre, se
preocupó y no encontraba la hora en que este regresara, para hablar con
él sobre sus sueños.
Desde entonces la Coquito tuvo que acostumbrarse a pasar sus días y sus
noches leyendo y leyendo cuentos e historias, como Las mil y una noches,
la Ilíada, la Odisea, de este modo sentía que calmaba sus nervios, su an-
siedad y que se trasladaba a otros mundos, hasta los confines de la tierra.
Mientras por las noches lloraba lágrimas muy amargas con sabor a triste-
za, porque se agotaba el tiempo de las matriculas en la normal de León.
Entonces la madre, que conocía el sueño de su hija y que sabía que la no-
ticia que el padre habría de contarle a su llegada, no sería del agrado de su
hija y al ver que esta se estaba enfermando de angustia y congoja, también
enfermó, y su dolor le hizo contraer una enfermedad, pena moral, por no
poder ayudar a su hija.
Al verla entrar a su cuarto, después de mirarla un largo rato, con aquellos
ojos negros empañados por la agonía, tomándola de la mano, le dijo con
palabras que nunca olvidará:
¡Prométeme, júrame, por la salvación de tu alma, que volarás por tu liber-
tad¡ Que no serás como yo, una mujer sometida. La abrazó llorando y le
prometió jurando que le cumpliría.
Le avisaron al padre, quien de inmediato se dejó venir, muy apenado y
desesperado por lo ocurrido. Luego de un largo silencio, al regresar del
cementerio a la casa, el padre le dijo a su hija:
—hija, hay un hombre que ha venido de Wasayamba, es el más poderoso
de este lugar, tiene vigor, nadie hay más fuerte que él .Y como lo has visto
con el ejemplo de tu madre, las mujeres deben dedicarse al hogar para
atender a sus hijos y marido. Esta es la ley que ha prevalecido en mi fami-
lia, de generación en generación, y tú no serás la excepción.

52
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
Oyendo el planteamiento de su padre, golpeó su corazón y recordando el
juramento a su madre, lo desaprobó y le respondió:
—Papá, te quiero y te respeto, pero no puedes obligarme a casarme con
un hombre que no quiero ni conozco, porque mi sueño es ser maestra y
fundar una escuela que no hay en este pueblo.
Cuando el padre escuchó las palabras de su hija, se sorprendió y dijo:
—¡No se hable más! –gritó– has de saber que esta es mi última palabra y
no se discuta más –mientras se levantaba furioso, porque no aceptaba que
una mujer se negara a sus deseos.
Cuando su padre se ausentó, recogió sus cosas a toda prisa, tomó un buen
dinero que le había dejado su madre por herencia, abordó el auto bus ha-
cia León y decidió cumplir la promesa que había hecho a su madre.

53
Alberto Juárez Vivas
Poeta y escritor. Fundador, director, productor y presentador de la
Revista Cultural Noche Inolvidable, en radio y televisión de occi-
dente. Fundador del grupo ESPEJO. Miembro del Foro Nicaragüen-
se de Cultura. Director ejecutivo de la Fundación Casa de Poetas.
Obra publicada: Infierno clandestino (poesía, Editorial Universitaria
UNAN-León, 2013).

54
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE

Más allá de la razón

Aquellas ganas de escribir, aquel deseo insoportable por ser un gran escri-
tor, surgió en sus años universitarios cuando dos de sus más íntimos ami-
gos desaparecieron de una forma inexplicable, y al cabo de unos meses los
encontraron hechos cadáveres. Y eso que solo fueron reconocidos por el
anillo de graduación que ambos andaban. Noches enteras y sistemáticas
se las pasaba tratando de asir y ordenar sus ideas, con el único objetivo
de ser un denunciante más, de los literatos anónimos, que a través de sus
escritos literarios reclamaban el derecho a la vida, el derecho a una socie-
dad justa.
Sus primeros escritos le brotaron de manera espontánea, pero con la mis-
ma rapidez que salía a la luz, los destruía. Se encerraba en su habitación,
con todo el esmero posible, y entre hojas y hojas revueltas de tacitas con
café cada tres horas y un cenicero repleto de colillas de cigarros, daba
rienda suelta a su pluma sin descanso, pero el resultado era siempre el
mismo: destruir lo que escribía. En realidad, lo que plasmaba en el papel
eran esbozos, simples esbozos carentes de toda realidad literaria. Aquella
obsesión crecía peligrosamente, a tal punto que el roce con su familia lo
aisló por completo. Una idea enfermiza lo separaba del todo. En su habita-
ción se sentía más libre. Una lámpara blanca, una cama desordenada y un
escritorio con hojas sueltas y lápices y libros eran el único mundo que lo
contemplaban y lo compadecían. Aquella atmósfera era pesada, ambigua
y repugnante.
Cierto día desayunándose con un café negro bien cargado, y fumándose un
cigarrillo, encontró en un rincón de sus pensamientos la tranquilidad de su
búsqueda. Escribiré un libro como nadie escribió jamás. Eso es… un libro,
pensó tan seguro de sí mismo que una sonrisa anormal y estúpida asomo
irremediablemente a sus labios. Saco del ropero las remas de papel que
desde hacía tiempo tenía guardadas, una caja de lapiceros bic y los puso
al borde del escritorio. Inició así un ritual sin precedente, atrapando cada
idea, cada concepto con el único deseo sustancioso de escribir sin parar.
Para aquel hombre no existía mundo exterior y el esfuerzo que empleaba
para tal fin, lo había privado hasta del alimento. Sentado con la mirada
clavada en el papel y la mano en un movimiento constante, había olvidado

55
hasta de asearse, que la habitación desprendía un olor a desechos como
si se tratara de desperdicios de comida, mezclados con el aceite rancio de
latas de sardinas. Al cabo de dos meses, una madrugada en que se lavaba
la cara (esa se había convertido en la manera de limpiarse un poco) se
miró en el espejo el rostro y el cuerpo cubierto por miles de letras escritas
con tinta negra, era como un abecedario escrito cientos de veces. Se asus-
tó y sin embargo, pensando que podría tratarse del agotamiento, retornó
tranquilamente a su faena interminable. Cuatro meses se desvanecieron
como una burbuja, y en aquel sitio de locura y tedio, sobre el escritorio de
madera, miles de hojas escritas parecían moverse como si se apoderaran
de vida propia, mientras aquel hombre parecía perderla... su rostro casi
cadavérico, debido al desvelo y la falta de alimento, daba la impresión de
haber sido sacado de un película de terror. Se había convertido en un des-
pojo humano.
—Casi lo logro, oh sí, casi lo logro –gritó una noche cuando se disponía a
darse un descanso. Y fue al día siguiente frente al mismo espejo, observó
que en vez de cabello tenía cientos de lápices parados, solo lápices tenía
en la cabeza. Y pensando que se trataba de una alucinación, se arrancó un
lápiz, sintiendo un dolor agudo, entonces no tuvo dudas, sobre su rostro
corrió tinta, en virtud de sangre. Se observó unos minutos más, embobado
y entupido, alzó los hombros con indiferencia, restándole importancia a lo
ocurrido, y se dirigió de nuevo a su habitación a encerrarse para siempre.
El tiempo siguió succionándolo todo, con ese odio razonablemente repar-
tido. El invierno agoto su linaje, humedeciéndolo todo y alborotó los olo-
res de los alrededores a tal grado, que más de un transeúnte se cubría la
nariz con un pañuelo.
Cuando los vecinos del lugar comenzaron a sentir un olor a mortuorio que
provenía de la casa, crearon diversas especulaciones, unos pensaban que
se trataba de alguna rata muerta, otros que se había roto algún tubo de
las aguas negras. Lo cierto es que luego de una breve reunión, los veci-
nos decidieron averiguar lo que sucedía. Tocaron suavemente la puerta
de la casa con el puño de la mano. —Hola, ¿hay alguien ahí? Después
de casi una hora sin recibir respuesta, forzaron la puerta con un tubo de
hierro. Penetraron al lugar. Se encontraron con un desastre inconcebible.
La suciedad del polvo cubría todos los rincones. Los muebles de la casa,
las vitrinas y las paredes estaban cubiertos de telarañas. En el lavaplatos
habían muchas tazas con residuos de café invadidas de cucarachas. —Esto
es extraño –dijo alguien. —Da la impresión que aquí no vive nadie desde
hace meses –terminó balbuceante sus palabras, y casi a punto de vomitar
preguntaba: —Y ese olor tan terrible, ¿de dónde viene?

56
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
Se dispersaron por toda la casa, buscando la procedencia de aquel aroma
tan pestífero, hasta que uno de ellos, al abrir la puerta que conducía a la
habitación, tapándose la nariz, llamó a gritos a sus demás compañeros.
Todos se acercaron corriendo y al llegar, el asombro de sus rostros, de mis-
terio y confusión. En el lugar encontraron un escritorio repleto de papeles,
ropa tirada en el suelo, colillas de cigarrillos también regadas por todo el
lugar, pero no había nadie, excepto algo que los dejó boquiabiertos, con
las pupilas dilatadas, por aquella impresión que jamás olvidarían: sobre
la cama yacía un libro gigante aproximadamente de seis pies de largo, re-
posando, soltando aquel olor como si se tratara de un muerto. (Del libro
inédito El enigma de la Biblioteca y otros cuantos)

57
Federico José Benavides
Originario de El Viejo. Poeta, crítico literario, narrador y ensayis-
ta. Poesía: Ha recitado su poesía en la Facultad de CCEEHH de la
UNAN-LEÓN el día 27 de junio 2007. Sus poemas aparecieron por
primera vez en la novela Aurora del ocaso (2010), escrita por la
leonesa Gloria Elena Espinoza de Tercero, actualmente tiene un
poemario inédito Cielo Portátil. Crítica Literaria: tiene publicado el
artículo Stigma en Túnica de Lobos en la revista de la UNAN-LEÓN
N°7 Cuadernos Universitarios “Segunda Generación”, julio 2009, El
foro Nicaragüense de cultura en su página digital le publicó el artí-
culo “Un meta cuento sacado del río” (2013), haciendo una crítica
al libro Esto fue lo que pasó, del escritor Mauricio Paguaga Rivera,
representó a la UNAN-LEÓN en el VI Simposio sobre el habla y la
literatura nicaragüenses, En homenaje a Jorge Eduardo Arellano,
18 y 19 de agosto 2011; con el artículo Presagios espinozianos y
el metadrama ficcional El Espantapájaros. Actualmente reside en
Somoto Madriz, donde representa al Foro Nicaragüense de Cultura.

58
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE

Doña Elba
I
Doña Elba es una señora que les cuenta historias reales a los niños del
barrio. Ella no sabe leer porque nunca fue a una escuela, pero tiene una
mente prodigiosa. Todos acuden a ella para escuchar sus historias. Aten-
damos:
—Bueno niños, esta vez la historia es una adivinanza. Un hombre iba para
Amberes, encontró 7 mujeres, 7 mujeres con 7 sacos, 7 sacos con 7 gatos.
Entre hombres, mujeres y gatos ¿Cuántos llegaron a Ambere?
Todos nos quedamos perplejos. Unos multiplicaban al aire. Otros sacaron
sus cuadernos y lápices porque venían de clases. Unos decían 7 mujeres, 7
sacos, 7 gatos, 7 x 3 = 21. Dijeron 21 y ella respondió.
—No, no es esa la respuesta.
Otros sumaban y decían 22, otros 23, otros 24. Niñas ni niños respondían
con certeza. Y todos nos sorprendimos cuando respondió UNO. Uno, no es
posible, respondimos todos asombrados en coro.
—Sí, uno, porque solo 1 iba para Ambere, el resto se los encontró.
Todos nos quedamos sorprendidos y no salíamos de nuestro asombro de
cómo nos había matizado. Pero así es ella, siempre con una historia nueva
qué contarnos.

II
Me contó doña Elba que cuando era niña, de unos 6 años, su hermana
María se estaba comiendo el queso que su mamá guardaba en el tapesco.
Era de noche, como a las 12, y cuando la vio le dijo a su mamá:
—Mamá, María se está comiendo el queso, ¿se lo quito y me lo como yo?
—No niñá, dormite que El Miosmo anda rondando en el techo de la casa.
Al escuchar “El Miosmo”, inmediatamente se quedó dormida porque era
59
una animal tan feo, que si alguien lo miraba quedaba loco y deambulaba
por las calles. El Miosmo era una animal que solo tenía la mitad izquierda
de un ave y salía a los niños malcriados y a los padres que no querían a sus
hijos o a sus mujeres.

III
Doña Elba se encontró un buen hombre que se llamaba Valeriano y ellos
habían crecido sin sus padres porque habían muerto siendo pequeños. Ya
adultos los hijos más pequeños tenían 2 y 4 años, Federico y Fernando, res-
pectivamente. Entonces, decidieron emigrar del campo a la ciudad, para
que ellos estudiaran y no tuvieran la misma suerte que sus progenitores.
—Mire, don Valeriano, vámonos a vivir a la ciudad para que los niños no
tengan que viajar muchos kilómetros a la escuela.
—Y allá de qué vamos a vivir, por lo menos aquí no nos falta la carne que
cada noche cazo. La guardatinaja, el venado, el cusuco, siempre están en
la mesa para que nuestros hijos los coman.
—Es cierto, pero allá Dios nos ayudará. Él siempre nos ha cuidado desde
que nos quedamos huérfanos.
—Aquí usted trabaja de cocinera, de esa manera también nos ayudamos,
pero allá de qué vamos a vivir con 10 chavalos que tenemos.
Los años pasaron y aquella idea no se le quitaba a doña Elba. Conversando
con las otras cocineras de la hacienda, les reprochaban por qué se aver-
gonzaba de la vida del campo.
—Allá es peligroso, no hay leña regalada, la comida se compra.
—Tus hijos te van a dejar, se van con sus mujeres; las mujeres con sus
hombres y te vas a quedar sola, hasta te pueden quitar al hombre, porque
además de trabajar en el campo es bien dedicado con vos. Mirá el Pancho,
por más que el digo “andá, cazá con Don Valerio”, nada que va, ni se mos-
quea el muy haragán.
—Para qué los vas a poner a la escuela. Ponelos a trabajar. Yo a los míos
aquí los tengo para que me ayuden. Si de todos modos los hijos son para
ayudarle a uno.
—Si niña, ya los millonarios están contados.
Y así era cada vez que la señora quería venirse a vivir a la ciudad, hasta que
le dijo a su hombre:

60
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
—Mirá amor, nos vamos para la ciudad. Allá yo sé que Dios nos va a ayudar.
Y en la ciudad se dedicó a hacer tortillas, él a leñador y los hijos para la
escuela. Veinte años han transcurrido y hoy todos son profesionales: mé-
dicos, abogados, enfermeras, maestros, contadores, poetas y escritores.
Las otras cocineras se quedaron en el monte. Unas murieron por el Gra-
moxon, otras de viejas y las pocas ya están bien ancianas, pero todas ad-
miran a Doña Elba, mi madre.

61
Edgar Escobar Barba
Premio Nacional Funisiglo, Cuentos 2000. Fundador de los grupos
literarios Contracara (Masaya), Horizonte de Palabras (nacional)
y Heptágono (Matagalpa). // Autor de los siguientes libros: Poe-
marios: Cántaros (Guadalajara, 2002) e Intimidades nocturnas/Más
que vago peregrino (2003); Cuentos: Miligramos (2000), Antología
del mini cuento nicaragüense (2005) y Mensajes cifrados (seleccio-
nado por el CNE, 2006); Leyendas: Entre sustos con los Ahuizotes
(2000) y leyendas sueltas publicadas en el diario HOY. Con una lar-
ga trayectoria en la facilitación de talleres literarios. Miembro del
Foro Nicaragüense de Cultura en el Programa Promoción de la Lite-
ratura Nicaragüense.

62
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE

Escape

He podido escapar de mis captores y no sé si logre escapar de mis temores


antes de llegar a mi remoto pero ansiado lugar de origen, con mis amados
Chorotegas, entre las isletas de Granada.
Sí, escapé de mis captores. No fue fácil. Pude engañar a mi guardiana, por-
que entre los Guatusos mandan las hembras. He huido sin ella, aunque es
la principal que me viene siguiendo, más que las huellas, el aliento. Seguro
quiere le regrese la mirada, mis palabras que la encantaron, el olor de mi
piel unida a la suya en aquella luna llena, donde seguro ella me preparaba
como sacrificio para complacer a su diosa. Pero me le adelanté y me fui
por el río.
Primero lento y luego apresurado me fui por donde ella me había enseña-
do, como se escapa de sus guerreros marinos, difíciles de evadir, pero no
tan fieros como ciertos grupitos piratas misquitos o zambos, o los huidizos
mayagnas, y uno que otro trasnochado de los Matagalpas originarios de
San Salvador, ahora metidos en esas tierras del norte. Tantas etnias y yo
metido en una de ellas, huyendo.
Me les fui, o mejor dicho, me le fui a ella.
Hace una semana que escapé y la extraño. Aunque ella me maldiga, segu-
ro le sigue latiendo el corazón herido, deletreando mi nombre indígena,
como el suyo, porque sospecho que empezó a verme distinto desde mi
llegada a su etnia, ja, de seguro fue la impresión de cuando fui canjeado
como esclavo en aquel tiangues, me tuvieron que calmar a golpes, porque
me resistí para que no olvidaran que más que guerrero era un hombre
libre, como la selva. Me atraparon en sueños y desperté en pesadilla. En
medio, ella, la hermosa capitana de los Guatuzos, mujer ya con sus años,
recia, femenina… una verdadera amazona en nuestras tierras. Creada
desde pequeña a tener decisiones propias y conforme fuera subiendo en
categoría, para que pensara más que en ella, en el pueblo. De ahí su deli-
to, imputable, olvidó el porvenir de su familia por tener un momento de
debilidad ante un extraño, a quien iba a eliminar sin pensar. Pero al sentir,
dudó, fue el momento donde el enemigo o esclavo o víctima pudo aprove-

63
char para escapar de la muerte sagrada o ingrata, por haber sido atrapado
y ofrendado en contra de mi voluntad a unas deidades propias o ajenas.
Cada pueblo tiene sus creencias locales o iguales a los de la región. Otras
las toman de otros. Las imponen o eliminan. Aparecen o reaparecen. Hay
sacrificios. Yo no estoy preparado para ello, ni por voluntad propia o ajena,
por ninguna razón, tengo aún por vivir, tener mujer e hijos, contar aven-
turas, no estoy para estas cuestiones. Por esas aventuras me atraparon.
Buen susto. Ahora he vuelto a salirme con la mía, de seguir por este rumbo
de escape, digo yo. Me asombro de lo que voy encontrando, también me
decepciono del pasado y el futuro. El presente esté en este instante, que
pretendo sobrevivir a mis rastreadores.
Dejemos estos pensamientos y comentemos de mi recorrido de regreso.
Sí, he recorrido ríos y tierras, en silencio o en ruidos inevitables, al caer y
levantarme en una empinada, o al subir y rasparme para llegar a la cima, o
al cruzar un puente colgante a punto de derrumbarse. Pero no solo eso, he
cruzado esos sitios donde dominan los votos por Río San Juan o sus veci-
nos los guatusos, he evitado a los mismos Ramas. Sí, he logrado evitarlos,
procurarme alimentos desde raíces de plantas, insectos, hasta uno que
otro animal ya crudo o en fogata; sí, he enfrentado a la naturaleza, a sus
habitantes humanos , vegetales, bestias, insectos, de todo, sin olvidar que
también he tenido que enfrentar sus leyendas, donde unas cuantas son
exageraciones y otras en verdad, son vivientes.
Estas tribus temen a la mía, sobretodo porque nuestro gran santuario lo
tenemos en la isla Zapatera, donde lucen nuestras esculturas, nuestras
deidades acordes a cada signo astrológico por el cual nos regimos, nuestro
calendario. También tenemos fama de magos, de marinos, de realizar sa-
crificios para calmar deidades del mar, la tierra, el fuego, el aire.
Pero claro. Tenemos vecinos no muy amigables. Temen ese lago muerto.
Antecede a Solentiname. Si. Ahí habitan los Gigantes, nuestros grandes
rivales. Ellos atacan, dejan desolación y se llevan a niños y mujeres, seguro
para reproducirse y tener sirvientes. Y qué decir del enorme Tiburón de
aguas dulces, retando al príncipe enorme, el Gaspar; que decir de aquel
dragón terrestre conocido como cocodrilo, quien ya se ha llevado a varios
de los nuestros y de los Ramas, quienes creen que la mujer domina la
tierra y el espacio. Su principal creencia radica en los ostiones, las ostras
como el principio y el fin femenino del universo.
Hay espíritus de árboles, casi mujeres o enanos, serpientes gordas, o de
los hombres invisibles de Boaco, ya no digamos cuando viene los caribes
a comerse a la gente, adorando a su diosa Boa o la temible Liwa Mairen,
La Sucia, la mujer tejedora de los Matagalpas o la no menos terrorífica y

64
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
viviente de la mujer serpiente, entre los cébacos que le tienen un templo
impresionante, sin olvidar a la mujer escorpión. La madre de todas las et-
nias de origen chibcha con los ramas, manyagnas, ulvas, misquitos.
Pude compartir unos días con un zambo o garífuna, seguido por otra tribu.
Me contaba del temor del fantasma de la abuela, de querer llegar a su
etnia para realizarle un wala gallo. Lastimosamente lo atraparon y ya no
supe su destino. Yo pude escapar a tiempo, lo vi al lado de un Xinotega,
también esclavizado. He visto a uno que otro Creole con su hacha…
Casi he logrado llegar a mi pueblo, pero me ha detenido la Sukia. No me
permite entrar. Me ha dicho que debo purificarme, no sólo se trata de con-
fesar mis delitos, mis pecados. No es suficiente. Debo regresar un poco y
eliminar todo vestigio de huella que atraiga a mis perseguidores. Quise re-
plicar, pero fue en vano. Apenas descanso, miro mi cielo. Voy a hacerlo. Lo
hice. Fui y volví. Otra semana. Siempre los riesgos. Tuve que pasar cerca de
mis perseguidores, o de otras células con propósitos variados. Nómadas.
Cazadores. Avanzadas. Emigrantes. Pude esquivarlas como he esquivado a
los fantasmas y las bestias fantásticas.
He vuelto más cansado. Can-sa-do-.
Pude salir avante del árbol de las brujas, el Chilamate, aquel que por las
noches de luna roja o gris, suelta en la noche una única flor blanca y al
atraparla, cambia mi destino para bien. Debo salir en carrera para que
esas brujas y sus demonios no me atrapen. Ya no digamos cuando también
pude evitar el árbol maldito de los parientes de los chibchas, porque de ahí
entran o salen todas las abominaciones, incluida la Xtabay o el Duendú.
He vuelto. Y veo la infinidad de islas, isletas, islotes granadinos. Bien nos
protegen de los invasores. Bien se da la señal cuando alguien extraño se
acerca. Así nos anunciamos cuando vemos pasar a un Gaspar saltando,
seguro trae tras de sí al devorador de pescadores. Y pensamos en atrapar
a ambos. No solo la magnificencia del príncipe, también la de la bestia.
Qué decir cuando vemos cruzar las bolas de fuego, sin sonido. Si acaso los
lamentos o suspiros de las olas. Cómo atrapar una con un traste de metal.
Y ver las estrellas, nuestras deidades. Guardarla en secreto, esperar y cam-
biar por la bola de fuego. Sin envidia, porque de lo contrario no se atrapa.
He vuelto con todas estas vivencias reales o irreales. He vuelto. No puedo
dejar de pensar en mi hembra chorotega, también en la sacerdotisa de los
guatusos. Se lo suelto a mi sacerdotisa. Ya lo sé, me dijo. Andate aparte y
no te dejés ver. Vení dentro de tres lunas.
Casi en ayuno de todo, de comida y de la carne de mi compañera, de re-
cuerdos de la otra carne de la capitana, de todo, casi desfallezco. Quiero

65
seguir mis aventuras y pienso escapar, pero los sonidos de los congos me
advierten sobre castigos de mis antepasados y decido aguardar.
Ahora la Sukia me prepara para un ritual. Dice que me siguen malos espí-
ritus, creencias ajenas, leyendas contadas, sucesos extraños o poco com-
prendidos por mi etnia. Ahhh… también me sigue el odio y el deseo por la
capitana de los guatuzos, la sacerdotisa de la luna.
He pasado una noche de casi alaridos en silencio. La sukia me ha ido sa-
cando, como a un coco lleno de espinas de pescado, una a una, todos los
males que han venido conmigo. Casi he perdido la conciencia. Pero bien, la
batalla final, la definitiva, ahí viene el espíritu de la sacerdotisa de la luna,
mi sukia la enfrenta. La batalla es tremenda: danzan, hablan sin proferir
sonidos, tambores de maderas retumban, los fantasmas brincan, son de
la etnia kukra, ya semi extinta por haber sido cazados por miskitos; las
kukras bailan desnudas, a penas cubiertas por estrellas de mar, espinas o
columnas de peces, ostras, danzan y así pelean por mí, la sukia y la de la
luna. Sudo ancestros… ninguna cede. Mi sukia se va rejuveneciendo, aho-
ra es la guatusera. Ahora es mi chorotega. Vueltas y vueltas. Nadie cede.
Yo no quiero ceder. Deseo continuar las vivencias. Imaginación y realidad.
Mi mundo mágico. Ellas callan totalmente. No se mueven. Me miran y se
miran. Son como dos jaguares, uno pinto y la otra negra. Llegan a un arre-
glo... No sé si me va a beneficiar. No sé. Estoy entre dormido y despierto.
He escapado de mis captores, pero no sé si pueda escapar de mis temores
antes de llegar a mi remoto pero ansiado lugar de origen, solo o acompa-
ñado por la media luna… un zapato... un jaguar... dibujado...

66
Juan Bautista Paiz
El Terrero, Malpaisillo, León. Bibliotecólogo. Orientador de Talle-
res de Poesía del Ministerio de Cultura, 1980-1986. Co-fundador
del Grupo ESPJO (Escritores Poetas Jóvenes). Integró el Consejo
Editorial de la Revista Tinaja (2004). En el 2012 co-fundó el Pro-
grama Noche Inolvidable para radio y televisión. Ha participado en
recitales internacionales y en el II Festival Internacional de Poesía
Granada, Nicaragua.
Segundo lugar del Premio Nacional Poesía Joven Leonel Rugama,
1983. En el 2012 la Alcaldía de León lo galardonó como Ciudadano
distinguido de León. Incluido en varias antologías poéticas. Miem-
bro del Foro Nicaragüense de Cultura en el Programa Promoción de
la Literatura Nicaragüense.

67
Vuelo 999

En el aeropuerto internacional todos se despidieron de sus amigos, tíos y


padres. Lucieron tristes y adoloridos por el que se marchaba.
—Es normal en las despedidas —dice Álvaro a Bárbara. Pero a ellos nadie
llegó a despedirlos.
Los pasajeros subieron las escalinatas y las manos frenéticas de los familia-
res, a través de las ventanas, parecían monarcas en apareamiento.
Álvaro tomó asiento al lado de Bárbara, norteamericana radicada en Ni-
caragua desde hace muchos años. Hojeó el periódico, mientras su esposa
observaba, por última vez, la puesta del sol en su segunda patria.
El Boeing 747 empezó a elevarse, dejando atrás lágrimas y racimos de mi-
radas acongojadas.
El pájaro metálico llevaba volando una hora y diez minutos, cuando en
este instante empezó a fallar el motor y los pasajeros fueron estremecidos
por un fuerte sacudión, gritaron enloquecidos de pavor, sintieron que el
avión caería en cualquier momento, pero luego el motor se normalizó.
Todos los pasajeros continuaron el vuelo nerviosos, menos la pareja que
ocupa el asiento cincuenta y uno, quienes ni siquiera se ruborizaron. Al
contrario, sonrieron ante el peligro.
Uno de los pasajeros, un señor regordete, de aproximadamente 55 años,
llevaba puesto un sombrero tejano y vestido impecablemente de negro,
clavó sus ojos a los dos pasajeros extraños, Álvaro y Bárbara.
—Son ellos —piensa—, no me cabe la menor duda.
Vuelve a murmurar:
—Los demás pasajeros no han reparado en ellos.
El señor del sombrero tejano se incorporó de su asiento y decidió confir-
mar su hallazgo. Cuando llegó donde los extraños, se distrajo y al retornar
su vista, no encontró a nadie, a no ser los cinturones destrabados y los

68
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
pasaportes de ambos personajes sobre sus respectivos asientos vacíos.
Asombrado el señor regordete del sombrero tejano, tomó los documentos
y leyó: “Álvaro Rodríguez; Bárbara Smith”. Estupefacto y en total mutismo
regresó a su asiento.
Primera escala. Las azafatas ofrecieron refrescos, vinos y cervezas. El se-
ñor del sombrero se puso más nervioso aún, cuando vio que la pareja iba
tranquila en sus mismos asientos. Se sirvieron vino. Entonces aprovechó
preguntar cuando la joven azafata pasó a su lado:
—¿Quiénes le pidieron esa marca de vino?
—¿Qué marca, qué vino, señor?
—Éste, de la botella verde oscuro.
—Ah, los doctores Rodríguez-Smith.
El señor gordo, del sombrero tejano, insiste:
—Pero esa marca de vino ya no existe en el mercado desde hace mucho
tiempo.
—Es cierto, pero la compañía la encarga especialmente para ellos, son
nuestros clientes... siempre viajan con nosotros.
Con la seguridad con que respondió la azafata, el señor de negro no insis-
tió más en preguntas sobre la identidad de la extraña pareja extraña, y se
dispensó.
Transcurrió una hora y cincuenta y siete minutos, desde la última escala.
El copiloto se comunica con la torre de control del aeropuerto y le respon-
de Positivo.
El gigantesco pájaro plateado lleva pintada en sus costados dos enormes
letras: R & S, el nombre de la empresa aérea.
El enorme avión se desliza como un gran delfín en la pista.
El vuelo novecientos noventa y nueve ha llegado a su destino a las 21 ho-
ras con 13 minutos. Los rostros de recién llegados se iluminan, alegres de
haber llegado a su patria y otros por estar en un país que no conocen.
El señor del sombrero tejano es el primero en bajar las escalinatas, hace
desorden y rápido se pierde entre los que han llegado a recibir a su fami-
liares. Casi al trote penetra al salón de seguridad, va tras los personajes
enigmáticos, los ve pasar y cuando entran a la aduana, el señor vestido
de negro, se distrae leyendo un afiche que está pegado en una puerta de
cristal en la entrada principal.

69
El oficial de migración lo saca de su ensimismamiento:
—Señor, su pasaporte, por favor.
No contesta.
—Señor, ¿qué le pasa, es sordomudo?
—No. Este que... este que... ese cartel que está pegado en la puerta prin-
cipal, ¿cuándo lo pusieron?
—Hoy, en la mañana, ¿por qué?
—Es que esos señores son misteriosos.
—¿Cuáles señores?
—Los que están en el afiche. Son los mismos pasajeros que venían en el
avión, en el vuelo 999 de la compañía R & S, yo los venía persiguiendo pero
me distraje y se me perdieron de vista.
—No señor, usted debe estar ebrio o mal de su cerebro, ellos fallecieron
hace más de cincuenta años. Justo hoy es el aniversario de su muerte. Fue
una tragedia aérea.
El señor regordete le pregunta espantado:
—¿Y se puede saber quiénes eran?
—Por supuesto. Fueron los fundadores de la línea aérea R & S, los docto-
res Álvaro Rodríguez y su apreciada esposa Bárbara Smith.

70
Alba Rosa Pastora Olivares
Alba Rosa Pastora, 8 de agosto 1960, León, Nicaragua. Licencia-
da en Artes y Letras (UCA, 1989); Postgrado en Lingüística (UCA,
1990); Especialidad en Literatura Hispanoamericana (UCA, 1998);
Ciencias filosóficas: Asociación Cultura Nueva Acrópolis, Nica-
ragua (1999-2006); Licenciatura en Psicología Escolar (UNICA,
2004); Máster en Psicología Escolar, Universidad de Alicante, Es-
paña, 2008. Docente de Lengua y Literatura en el Instituto Nacional
Ramírez Goyena y el Centro Educativo Julia Herrera de Pomares;
Catedrática de Español, Estrategias Metodológicas de Educación a
Distancia, Historia del arte (entre otras asignaturas) en la Univer-
sidad de Ciencias Comerciales ( UCC). Ganadora en dos certamen
de Poesía: UNAN-León 2006, Masaya 2011. Publicaciones: Ensayos
acerca de historia del arte nicaragüense y de Crítica Literaria (El
Nuevo Diario, 2011). Miembro del Foro Nicaragüense de Cultura.

71
El cintillo del guerrero

Después de tres días de plenilunio, en la ceremonia celebraron un eterno


pacto. Juntaron su sangre y tomaron el agua energizada de la luz lunar.
Kachapac tenía que marcharse, el guerrero Águila no podía dar muestras
de cobardía y en el fondo, un temor profundo lo hizo abrazar fuertemente
a Quakakí, la princesa Orichá.
Ella conocía la magia de los cristales y en sus ojos negros, se reflejó el
brillo de la gema que Kachapac portaba en el cintillo atado a su frente. Él
no quería separarse, pero la hora estaba cerca, debía aprovechar la noche
para marcharse. Al amanecer, debían estar en las riberas del río Quakí, que
dividía aquellos reinos enemigos.
Los guerreros de Xaltaquí eran ágiles, se caracterizaban por ser despiada-
dos con sus enemigos y exterminadores de cuanto lugar atacaban y con-
quistaban. Una guerra se acercaba, ahora ya estaban cerca del territorio
de los Huatzalkakí y Kachapac estaba dispuesto a darlo todo, por defender
la soberanía de su pueblo. Su misión era vencer o morir. Las armas estaban
listas, las flechas impregnadas con veneno, al tocar la piel se convertían en
un poderoso paralizante, las lanzas de obsidianas con puntas afiladas para
arremeter y los mazos preparados con pedernales fuertemente atados,
darían cuenta de la humanidad de sus enemigos.
Al amanecer, Quakakí aún no se había marchado del acantilado donde
pasó la noche con su hombre amado, entonaba cantos a los dioses pi-
diendo la protección para su guerrero, la pena le hacía temblar, dedicó
entonces una melodía larga y triste con su zampoña, fijó sus ojos en un
cielo ignorante de su dolor, mientras un águila daba vuelta en círculos. Al
verla sintió miedo y decidió regresar donde su padre.
—Quakakí, todo ser humano trae un destino que cumplir y del cual no te
escapas. Kachapac está donde debe, levanta ese rostro y vuelva tu sonrisa
a encender el altar de los dioses, sean las gemas y las piedras llenándote
de su energía, abre tu corazón a la vida, las sanadoras, las orichá deben ser
fuertes para servir a su pueblo, si enfermas el espíritu también tu cuerpo
se dañará. ¡Anímate!

72
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
—Padre, ¿cómo reír o alegrarme cuando la angustia, el miedo, nos acorra-
la como el conejo en el campo que huye del león hambriento? Quisiera ser
águila y volar hasta el campo de batalla, empuñar la lanza o el mazo por mi
pueblo, y si muero, que sea en lucha con Kachapac.
—¡Basta, basta! ¿Acaso olvidas el legado que la Diosa Madre te ha dado?
De su vientre sacas las gemas, las piedras, los cristales, para dar vida y sa-
lud a tus hermanos. Abandonarlo es matar también a tu pueblo.
¡Somos águilas! ¡Somos leopardos! ¡Somos tigres! ¡Somos guerreros! Bus-
quen en su corazón la esencia de su casta. Ya estamos cerca, pronto es-
taremos frente a los más fieros de estas tierras. ¡Adelante y a luchar! Era
la voz de Kachapac, dirigiendo a sus guerreros. Silenciosos pero diestros,
ágiles como el tigre y el leopardo, prestos como las águilas. ¡Adelante!
Bajaron pendientes, cruzaron riachuelos, bordearon pantanos. Un rugido
los detuvo, era la señal. Al frente estaban los guerreros leopardos. La lucha
inició, las lanzas penetraban en las carnes morenas, flechas que salían de
uno y otro lado, los mazos certeros caían triturando cráneos, huesos, la
muerte levantó su botín y la selva guardó silencio.
Poco a poco Kachapac hacían retroceder al enemigo con sus hombres. El
objetivo era acorralarlos en el río y en cada avanzada atacaban con fuer-
za. El guerrero Águila había apostado sus mejores guerreros en la cumbre
de los árboles, y desde allí atacaban con fuerza. Pronto el enemigo se vio
confinado, la lucha fue más encarnizada, el agua que por milenios había
llevado la historia de aquel lugar cambió de color, sangre y carne eran
arrastradas por las corrientes.
Por el flanco izquierdo atacaban los guerreros de Kachapac, quien iba al
frente sin bajar la guardia en ningún momento, como un águila clavaba
sus garras en cada mazazo, pero desprotegió su pecho. De pronto, una
lanza le atravesó el costado y una flecha acertó en su pierna izquierda; dos
de sus hombres, al verlo caer, quisieron ayudarlo pero fueron liquidados
en el acto. Un eco quebró el silencio cómplice de la selva: ¡Los guerreros
mueren de pie! Uno a uno fueron cayendo guerreros de ambos bandos,
los hombres de Huatzalkakí se llevaron la peor parte, y para no ser captu-
rados los pocos sobrevivientes, ingirieron las pócimas venenosas. Primero
morir antes que ser esclavos del enemigo.
Río abajo, atrapado entre ramas y piedras estaba un cuerpo. Un halcón
bajó y arrancó de su cabeza un cintillo con una pequeña gema, lo prensó
fuertemente con su pico y alzó vuelo.
Aquellas tomadas de la tierra 4, las recibidas de lo alto 3, estas 7 dentro de
mí, total 14, son la energía que hay en mí, el poder personal reside en mí y
en ti, canalizo mi dolor, envío mi angustia al fondo del abismo, encuentro
73
en las gemas el poder que me llena para servir a mis hermanos. Estoy aquí
madre, para pedirte por mi amado Kachapac... ¿Qué traes en tu pico? El
halcón se posó en el hombro de Quakakí, tomó el cintillo en sus manos, la
respuesta se la dio ella misma, Kachapac ya no estaría nunca más con ella.
Corrió en busca de su padre, de los ancianos; lloraba, gritaba, maldecía.
—Sé que el dolor te hace actuar así. Tiempos peores nos vienen. Guarda
tu dolor y llanto porque si Kachapac fue vencido, significa que ahora vie-
nen por nosotros.
—Perdona, padre. No te entiendo. El alma se me desploma como peñas-
cos en el acantilado.
Aquella noche Quakakí subió a lo alto de la montaña, donde el viento so-
pla con la furia de los demonios destronados y empezó el ritual para su
amado: La gota de sangre del corazón de la Naturaleza potencia mi cora-
zón, en el espejo defensivo de la Naturaleza encierro mi pena, encuentro
en la energía de la madre Gaia mi fuerza, al guardián de la noche le pido
que tome la energía etérica de Kachapac y la lleve al descanso del conquis-
tador eterno, que encuentre la piedra de purificación para que en su viaje
eterno se transmute y encuentre la paz deseada. Aquí te entrego la Nodri-
za de las gemas, para que seas guiado por los pasillos que te conducirán al
descanso eterno. La noche fue la única compañera en el duelo de Quakakí.
Dos hermosas águilas levantaron el cuerpo de aquel hombre y lo llevaron
a lo más alto del acantilado, con sus fuertes garras le extrajeron la lan-
za de obsidiana que tenía atascada en su costado, en sus picos tomaron
hierbas y las pusieron en sus heridas, luego como si fuese un polluelo lo
alimentaron. Aquel joven, para poderse recuperar tuvo que pasar allí mu-
cho tiempo.
Después de la caída de Kachapac, el poblado de Huatzalkakí había tenido
unas pocas batallas ganadas y muchas perdidas, cada día se veía diezmado
por la rapiña de los Xaltaquí. De ellos obtenían víveres cuando lo necesi-
taban, así como esclavos y aquel reino que en otros tiempos había sido
un lugar próspero, ahora no era más que historia. Su valor, la moral de sus
guerreros había decaído, hasta los más valientes sentían perdido lo más
noble del ser humano y de un pueblo: la dignidad.
Frustrado, enfermo y desesperado ante el dolor de su gente, el anciano rey
Huaziquakí, envió un emisario al rey de Xaltaquí para proponer un trato y
terminar la guerra y el dolor de sus súbditos. La respuesta no tardó mucho
en llegar. Huaziquakí llama a Quakakí: He pactado con Xoltataquí, en cinco
días habrá luna llena y te casarás con su hijo el joven guerrero Xoltlotac.
Sellaremos una alianza entre ambos reinos y la paz por fin llegará a estas
tierras. Ve a tu tienda, llama a tus doncellas y prepárate para tu boda.
74
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE
Quakakí bajó la cabeza y sin abrir su boca se retiró de la presencia de su
padre.
La comunidad se llenó de música de tambores y zampoñas, bailes y apeti-
tosos platillos. Los reyes estaban listos para la ceremonia. Quakakí también
se preparaba. Dos lágrimas resbalaron sobre la gema pegada al cintillo y a
la hora convenida, la princesa sanadora -como la llamaban-, conocedora
del poder de las gemas, se presentó envuelta en una enorme pieza de
algodón. Poco a poco se lo quitó delante del novio, que esperaba ansio-
so. Ante aquel espectáculo todos se quedaron asustados. Su padre y los
ancianos de la comunidad exclamaron: ¡No puede ser! El rey de Xaltaquí
expresó: ¿Qué es esto? Allí estaba ella, de pie, delante de todos, atada de
pies y manos, sus largas trenzas habían desaparecido y en su frente lucía
el cintillo con la gema,
—¿Acaso no es esto lo que buscas? Heme aquí como tu esclava.
Al amanecer, una doncella caminaba apretando con fuerza sus puños; sus
pasos eran acompasados, como si fuesen guiados por tambores de guerra;
en su frente brillaba la gema. El altar de los sacrificios estaba listo y el sa-
cerdote la esperaba para entregarles su corazón a los Dioses, quizás ellos
pudiesen perdonarla.
De entre los riscos donde anidan las águilas, un joven baja dispuesto a re-
cuperar la dignidad de su pueblo y de su gente, sueña con la felicidad y la
prosperidad al lado de su princesa, la Orichá, conocedora del secreto del
vientre de Gaia.
Agosto 2013

75
Henry A. Petrie
Managua, Nicaragua. 18 de mayo de 1961. Escritor. Secretario del
Foro Nicaragüense de Cultura. Su labor intelectual se estructura en
tres grandes ámbitos: a. Creación literaria (poesía y narrativa), b.
Estudios e investigaciones culturales y c. Ensayos socio-históricos.
Piezas literarias han sido publicadas en diversos medios nacionales
e internacionales.
Autor de varias obras literarias, socio-históricos y ensayos cultura-
les, entre las más recientes se encuentran: Malaji (Novela, 2013);
Señal para mito oscuro (Poesía, 2012); ¡Cómo va creer! (Cuentos,
2010); Urbanidad marginal (Poesía, 2010); Fritongo Morongo (No-
vela corta, 2007).

76
18 VOCES DE LA NARRATIVA NICAGAüENSE

Geremudocometrapo

A don Fernando Ocampo

El chavalo se quedó pensativo. Ideaba la forma para lograr que el abue-


lo cediera a su pedido, evadiendo a la vez la imposición que le resultaba
repugnante. En sus tiempos, el abuelo fue un gran jurista y maestro de
generaciones. Era el patriarca infalible de la familia.
Siempre se había resistido a su voluntad, y si algo había aprendido del
longevo, fue ese carácter férreo de hombre que se planta en sus poses. No
había forma, el abuelo no cumpliría su deseo si no aceptaba y repetía el
famoso y hostigoso sobrenombre con que lo llamaba.
Aquella situación era molesta y lo indignaba. Pedro Fernando apenas tenía
siete años de edad, pero bien encaprichados; descendiente de familia cul-
ta. El orgullo familiar lo llevaba en la sangre.
Esa tarde no hallaba cómo hacer para arrancar su deseo al abuelo, que lo
esperaba autoritariamente sentado para doblegarlo. No hubo otra alter-
nativa, tuvo que enfrentar la situación.
—Abuelo, deme cincuenta centavos para comprar algo.
—¿Cincuenta centavos? Diez córdobas si querés —lo animó con mirada y
gesticulaciones maliciosas.
—¡Va pué! Démelos... —Respondió Pedro Fernando, sabido de lo que ve-
nía después.
—Sólo que me digás cómo te llamás.
El chavalo la pensó. Lo miró incómodo, pero se decidió.
—Pedro Fernando, señor. Yo me llamo Pedro Fernando —pronunciaba su
nombre con altivez y orgullo.
—Eso no es cierto. Bien sabés que no es cierto. Vos te llamás Geremundo-
cometrapo, ¿oíste? Geremundocometrapo, y no hay otro...

77
—No. Soy Pedro Fernando, señor. Ese soy yo.
—Entonces, mi pequeñito, no tendrás ni cincuenta centavos, ¿oyó?
El muchacho se quedó en silencio. Necesitaba satisfacer su antojo; con
cincuenta centavos era suficiente, pero le apetecieron los diez córdobas,
qué no compraría con tanto dinero en sus manos... Se acercó aún más a
la silla donde estaba el abuelo, con su característico aire jurisconsulto, y
cedió:
—Va pué... me llamo como usted dice.
—Entonces, ¿cómo es que te llamás, mi pequeñito? —Preguntó el longevo
con la sonrisa maliciosa de siempre.
—¡Geremundocometrapo!
—¡Ahí está! Así se llama mi nieto, y nunca lo olvides, Geremundocome-
trapo.
Encantado de la vida y sintiéndose victorioso ante la criatura, se llevó su
mano derecha al bolsillo, extrajo diez córdobas y se los dio. El chavalo con-
tento, dio las gracias y se dirigió corriendo a la venta cercana.
Regresó a casa, se instaló cómodamente frente al televisor, disfrutando de
las golosinas y los muñequitos.
Al rato escuchó al abuelo desde su silla en el fondo de la casa:
—¡Geremundocometrapo! ¡Geremundocometrapo! ¡Vení ayudame!
Pero el chavalo continuó entretenido e indiferente a los llamados insis-
tentes del longevo. Pero instantes después, ante tanta desesperación del
abuelo, reflexionó y pensó en su madre, entonces se levantó enérgico sólo
para subir aún más el volumen del televisor.

78

You might also like