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Se admite sin más que sólo el varón tenga que reconocer a su prole.

Se admite sin
más que si el hijo viene del vientre de la madre, la madre es automáticamente
“madre” y el hijo automáticamente “hijo”. Y, además, “humano”. Por el hecho de
engendrarlo, de tenerlo en las entrañas, un hijo no puede ser otra cosa que hijo; por el
hecho de provenir de una persona humana, un ser viviente no puede ser otra cosa que
“humano”.

Hay tantos presupuestos en esta verdad natural como en una masa de hojaldre. Y
todos se superponen para concluir que el aborto es un crimen porque se trata de vida.
De un asesinato porque se trata de vida. De vida humana.

¿Por qué no pensar que una mujer convierte un embrión que crece en sus entrañas
en un “hijo” o “hija” sólo cuando media un acto de reconocimiento? ¿Por qué privarla
de ese derecho? ¿Por qué no pensar que un hijo se convierte en “hijo” y en “humano”
sólo si se lo reconoce como tal?

Pero para pensar en estas posibilidades ‒para simplemente pensarlas‒ habría


además que admitir que el embrión no es humano, siquiera en potencia. Y que en el
embrión no hay hijo, siquiera en potencia. Que hijo y humano son siempre efecto de,
nunca un presupuesto ni una potencia.

¿Un efecto de qué? ¿Cuándo se es ‒se comienza a ser‒ humano, hijo o hija?

Esta es la pregunta fundamental. Una pregunta cuya respuesta se corre de los datos
positivos que asegurarían un criterio fáctico, presuntamente infalible, y sobre el que se
apoyan las legislaciones vigentes que admiten la interrupción del embarazo.

Porque se trate del cerebro o del sistema nervioso, estaríamos siendo nosotros/as,
los/as humanos/as, los/as que estaríamos determinando cuándo se es humano o no.

De acuerdo con la pauta que estoy proponiendo, soy humano/a cuando otro humano
me piensa como humano, me desea como humano y me trata ‒me cuida‒ como
humano. Cuando me convierte en hijo o hija. Cuando un “otro”
(ya previamente reconocido como humano, como emergente de unas relaciones
sociales, no sólo biológicas o sexuales) me reconoce como tal.

Lo que entraña la mayor desigualdad entre los sexos es que sólo al varón se le
permite reconocer. Ése es, si se quiere, el costado más injusto de las sociedades
organizadas en torno de la Ley y del Poder del Padre. Y si bien hoy la comprobación de
la paternidad vía ADN obliga a asumir responsabilidades parentales, sigue siendo de
suyo que la mujer tiene que cumplir con el deber de la maternidad. Tiene que ver en
un embrión a un “hijo humano”.

Todo acto de reconocimiento está mediado por el deseo. Por eso un humano es
siempre un efecto, nunca algo dado. No nacemos sino que nos hacemos humanos,
dirá, palabras más, palabras menos, Aristóteles, quien señala lo mismo en relación con
la virtud. Un embrión no necesariamente se convierte en bebé y luego en niño. Dejo a
la psicología y a la antropología dar sus razones y proveer los casos, que son muchos.

Desde la filosofía sólo me es dable decir ‒después de Hegel e incluso de Tomás de


Aquino, que afirmaba que el aborto no es asesinato siempre que el cuerpo esté lo
suficientemente formado: 40 días apenas son necesarios para que el varón sea
hombre, 90 días para que lo sea la mujer‒ que la emergencia de lo humano sólo se da
como resultado de un acto complejísimo en que deseo, voluntad y cuidado se
entrecruzan para dar con una “vida humana”.

Se suele hablar de “asesinato” en el caso del aborto. Hay quienes lo sostienen


porque, efectivamente, se interrumpe una vida. Pero a nadie se le ocurriría hablar de
asesinato cuando matamos insectos o cuando se dejan morir espermatozoides en el
váter.

Otros hablan de asesinato o de crimen porque lo que se está cercenando,


supuestamente, es una vida “humana”. Otros van más lejos y sostienen que incluso
podríamos estar asesinando a un Einstein, a una Madame Curie, a un/a inventor/a de
la cura contra el cáncer. Carlitos o María no valdrían tanto, la humanidad está en juego
sólo si se aborta a los salvadores o a los genios.

Parte del debate que nos debemos es pensar si matar (un embrión) es
necesariamente asesinar (un humano). Si un embrión es un humano en potencia, si un
embrión es un genio en potencia.

¿O no será que Einstein, Curie, María y Carlitos (cualquier humano o humana) son el
efecto complejo de unas determinadas circunstancias, un medio, una “fortuna” (en el
doble sentido en que lo usaban los griegos: de capital material y también de suerte) y,
sobre todo, del deseo constituyente de una madre, un padre o alguno de ambos?

También de un embrión puede advenir un monstruo. Y que los hay, los hay, como las
brujas.
La respuesta anónima de un/a estudiante de la Facultad de Ciencias Sociales de la
UBA no pudo resultar más gráfica: “Que un embrión sea una persona potencia no
significa que sea una persona en acto. Porque si comemos un huevo, por ejemplo, no
decimos que comemos una gallina”.

La encuesta, cuya pregunta “Abortar, ¿es asesinar?” requería no sólo un “sí” y un


“no” sino una fundamentación, arrojó por resultado un amplio 88,4% a favor del no y
apenas un 4% a favor del sí; otro 4% adujo no tener la información necesaria como
para emitir opinión.

Los estudiantes se mostraron además versados en argumentos que tienen que ver
con el comienzo de la vida humana fundada en criterios cientificistas como el
desarrollo cerebral, la aparición del sistema nervioso o la comprobación de dolor en el
feto.

Y consideraron, en una gran mayoría, que de si asesinato se trata, éste concierne a


los gobiernos cuando no proveen a las mujeres de las garantías necesarias para el
cuidado de su salud. “¿Por qué a un gobierno se le permite decidir sobre la vida de
otros y a una mujer no se le permite decidir sobre su hijo o hija? ¿A qué llamamos
hijo?”, pregunta un/a estudiante. Y entiendo que las clases de filosofía van a
demandarme una profundidad que me desafía y que celebro.

La ley de aborto libre, gratuito y seguro deja de lado los presupuestos basados en el
humano potencial. Por otra parte, estimo insuficiente fundamentar la importancia de
esta ley sólo porque una mujer es la “dueña” de su cuerpo o porque es la única a la
que cabe “decidir” sobre su cuerpo, aunque no objeto la verdad parcial de estas
afirmaciones.

Simplemente que no se trata de ser “dueño de” o “dueña de”, no se trata de posesión
o de propiedad. Se trata de cómo se es a partir de unas relaciones sociales. Y lo cierto
es que, recíprocamente, también un hijo o una hija es la que hace ser a una madre o a
un padre.

Por eso, así como no es posible que haya hijo sin que haya madre (lo cual está muy
lejos de ser un hecho natural), tampoco hay madre antes que hijo: en ese caso,
también es el hijo (que puede ser humano o no) el que la constituye como tal.

Somos humanos por otros y por los otros. Por el deseo de otro, por el cuidado de
otro. Por eso no podemos seguir hablando de asesinato, porque para eso
debemos presuponer que aquello que se mata es vida humana.
Sólo una fuerte convicción religiosa (que no desmerezco pero que no sería justo
imponer y universalizar, como lo es hoy en día, a través de un derecho que no está
hablando por todas) o la incrustación de un sentido común que se especializa en
distribuir injusticia y desigualdad, puede llevarnos a dar por sentado aquello que sólo
es resultado.

Puede llevarnos a pensar que lo humano y lo filial son tan naturales que se dan solos,
que crecen solos, que son por sí. Como los lirios del campo, que no trabajan ni hilan. Y
sin embargo ‒como supo verlo Silvia Federici en Calibán y la bruja, desmarcándose en
tal sentido de la matriz marxista del pensar‒ cuánto trabajo no reconocido lleva hacer
de un Ser, un Humano. Un simple humano

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