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Es en la tensión entre las continuidades y las rupturas entre la vida en la escuela y la vida
cotidiana donde se anclan los significados de la experiencia escolar. Uno de los núcleos de continuidad
está en el modo en que los jóvenes se apropian de los espacios que habitan. El lugar no es un simple
territorio sino aquello que construye reconocimiento, historia e identidades compartidas. El barrio es,
para éstos jóvenes, un anclaje de identidad. Las experiencias están cargadas de intensidad afectiva. De
esta manera el barrio se dibuja como “lugar antropológico”, como esa construcción concreta y
simbólica que no podría por sí sola dar cuenta de las vicisitudes y complejidades de la vida social pero
que se constituye en el principio de sentido para los que las habitan. El barrio define para sus habitantes
un conjunto de posibilidades y limitaciones cuyo contenido es a la vez espacial y social. Por un lado la
realidad material del hábitat constituye el límite de lo que se puede o no realizar. A su vez, el hecho de
que el barrio el barrio funcione para sus habitantes como receptáculo principal de la vida, habla de una
autorreferencialidad obligada por las dificultades de transitar por otros circuitos que refuerza esa
asignación de sentido con la que se lo inviste. Los jóvenes se incluyen en las narraciones históricas del
barrio haciéndose propias las experiencias de las generaciones anteriores. Hablar de barrio, es
actualizar las tradiciones comunitarias y familiares. En los relatos del barrio se infiltran recuerdos
biográficos personales haciendo del lugar un sitio indiferenciado entre lo privado y lo público. La
cuestión es destacar en ésta diferenciación es que la historia barrial y las biografías particulares se
funden en una única narración, haciendo del lugar una morada de la memoria individual y colectiva.
En los barrios, la escuela resulta de una construcción colectiva, siendo además una institución
de alta depositación simbólica, tener una escuela prestigia al barrio, al igual que la sala de primeros
auxilios, la sociedad de fomento, los servicios, el transporte etc.
La escuela, en este escenario, comienza a perfilarse como una frontera de distinción, como un
espacio simbólico que si bien no repara todas las brechas existentes introduce nuevas representaciones
sobre lo social. Se trata, de la emergencia de un espacio simbólico que da lugar a la irrupción de nuevos
horizontes de sentido.
Mientras la violencia como corporización de los conflictos crece como el modo predominante
de interacción social en el barrio, el espacio escolar expresa la posibilidad de simbolizar, instalando
otros modos de procesamiento de la experiencia. Ambas lógicas, la de las rivalidades violentas y la de
la simbolización, conviven en el mismo territorio disputando lugares de legitimación.
Solidaridades y rivalidades
Con respecto a la solidaridad la que juega un rol importante es la mujer porque es interpelada
desde el lugar doméstico. Son las mujeres las encargadas de llevar a adelante programas de distribución
de leche y cereales, comedores infantiles, dan de comer en las escuelas, en estos contextos es la mujer
la articuladora del tejido social. Ellas son también las que defienden a sus hijos de frecuentes
intervenciones policiales y las que nuclean a los pibes del barrio. Las mujeres son convocadas desde las
instituciones para apoyar tareas de asistencia, configurándose un imaginario local que sanciona lugares
cristalizados de inclusión social. Las mujeres aparecen como el lugar residual de una red solidaria que
caracterizaba a un estilo espontáneo de interacción social. En el flujo de estas prestaciones se van
tejiendo procesos de reciprocidad desinteresados y vínculos que favorecen la constitución de un
imaginario colectivo.
El perfil barrial vinculado a las redes subterráneas de ligazón social está fuertemente inscripto
en la cultura juvenil. El grupo de pares cumple un rol altamente significativo entre los jóvenes ya que
funciona como soporte social- afectivo. Las características de las redes juveniles, en estos barrios, poco
tienen que ver con la categoría de tribus acuñada por Maffesoli (1990). La metáfora de la “tribu” le ha
permitido a Maffesoli y a otros autores explicar las nuevas formas de agrupamiento juvenil
características de los centros urbanos contemporáneos, son comunidades emocionales. Se formalizan
más allá de toda motivación racional o finalista. Las modalidades de relación entre los jóvenes de los
barrios periféricos nos permite constatar importantes diferencias: mientras las “tribu urbanas” emergen
en el escenario del consumo y se manifiestan como una reacción subcultural, las redes de socialización
entre los jóvenes de los barrios populares se anclan en textos de empobrecimiento de las ofertas
culturales y no aparecen como un signo específicamente generacional.
Las rivalidades interbarriales se expresan entre los grupos de jóvenes y se expresan cada vez
más en el terreno de la violencia, siendo ellos los protagonistas centrales. Los embarazos adolescentes,
la drogadicción, las agresiones físicas son las formas de vida en el barrio y los jóvenes aparecen
simultáneamente como las víctimas: drogadicción, embarazos, maltrato familiar, agresiones policiales
y son victimarios la mayoría de los robos y las agresiones son producidas por los jóvenes.