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MATTHEW ARNOLD

Cultura y anarquía
E d ición d e Ja v ie r A lcoriza y A ntonio Lastra

T radu cción d e Ja v ie r A lcoriza y A nton io Lastra

CÁTEDRA
LETRAS UNIVERSALES
Título original de la obra:
Culture andAnarchy. An Essay in Politktd and Social Cristicism

1.a edición, 2010

Diseño de cubierta: Diego Lara

Ilustración de cubierta: Chrisicburch, Oxford (1794), J. M . W. Turner

© Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2010


Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid
D epósito legal: M . 8,096-2010
I.S.B.N .: 978-84-376-2657-4
Printed in Spain
Impreso en Huertas I. G., S .’A.
Fuenlabrada (Madrid)
INTRODUCCIÓN
Matthew Am old.
Culture... places human perfection... in the
ever-increasing eíEcaciousness [efficacy] and
in the general harmonius expansión o f those
gifts o f thought and feeling, which make the
peculiar dignity, wealth and happiness o f human

M a t th ew A r n o l d , Culture and Anarchy


(1869 [1875])

’ ATTHEW Amold (1822-1888), «la mejor forma de ex­


presión de su época», según Henry Adams, pertenece
a la gran familia de los hombres de letras ingleses del
siglo XIX, El siglo XIX, en Inglaterra y en toda Europa, vio nacer
el Romanticismo en la literatura, y Amold habría sido uno de
los primeros intérpretes distinguidos de aquel movimiento,
integrado sobre todo por poetas, entre los que habría que ano­
tar, ya en la generación victoriana, su propio nombre. El pri­
mer libro de Arnold que se publicó en castellano fue precisa­
mente la traducción de sus lecciones sobre poesía y poetas
ingleses1. La crítica de la poesía romántica, para Arnold, no
había de obedecer a otro criterio que la crítica de la poesía de
todos los tiempos. Los grandes poetas lo han sido sobre todo
por cualidades que no responden a su lengua o época. Lo que
uniría a los poetas entre sí es más importante que lo que los

1 Matthew Arnold, Poesía y poetas ingleses, trad, de A. Dorta, Buenos


Aires, Espasa-Calpe, 1950. Véase también una muestra de su poesía en Anto­
logía, trad. de J, M.a Triana, Madrid, Alberto Corazón, 1976. Amold forma
parte de la Antología esencial de la poesía inglesa, ed. y trad. de Ángel Rupérez,
Madrid, Espasa-Calpe, 2000.
ha unido a sus contemporáneos. El lector que aprenda a reco­
nocer y apreciar la mejor poesía entenderá ese sentido de la
fraternidad entre los grandes poetas; su primera responsabili­
dad será asignar a cada una de sus experiencias literarias el lu­
gar que le corresponda según el criterio de su excelencia.
Arnoid dedicaría buena parte de su trabajo a explicar ese
criterio, con la convicción de que la experiencia literaria ocu­
pa una posición distinguida, pero no exclusiva, respecto a las
no literarias. La distinción resulta obvia por el hecho de que
la literatura, entendida en sentido amplio como arte de la
palabra, habría suministrado los ejemplos de lo mejor que se
ha conocido y pensado. Para Arnoid, la idea de que no sólo
exista la excelencia, sino de que esa excelencia nos sirva para
dictar un criterio con el que juzgar toda obra literaria, nos
lleva a plantear la necesidad de descubrir el verdadero fin de
la cultura2. La influencia del orden de las ideas al que se re­
fiere Amold no se limita, por tanto, al mundo de las belles
lettres, sino que abarca la dimensión social, política y religiosa
de la vida humana. La imagen que nos ha llegado del autor de
Culturay anarquía ha sido, en consecuencia, la de un crítico
integral, y la tendencia a la integración de las diversas facetas
de la labor crítica es un mérito inherente a su obra.
Que Amold pasara de ser poeta a crítico y profesor de poe­
sía y crítico social puede darnos otra idea del alcance de su
planteamiento3. Ahora bien, ese planteamiento habría queda-

2 T. S. Eliot, nacido el año en que murió Arnoid, escribió: «De tiempo


en tiempo, cada cien años aproximadamente, es deseable la aparición de un
crítico que emprenda una revisión de la literatura del pasado y establezca
un nuevo orden de poetas y los poemas... Esta fantasía metafórica no es
más que un ideal,^pero Dryden, Johnson y Arnoid realizaron la tarea con
toda la perfección que la falibilidad humana permite» (T. S. Eliot, Función
de la poesía y función de la crítica, trad. de J. Gil de Biedma, Barcelona, Seix
Barral, 1968, págs, 120-121; véase también Kenneth Allott, Mstthem Amold,
Londres, Longman, 19682, pág, 7).
1 El primer volumen de poesía de Arnoid fue The Stmyed Revetter; and
Otber Poems (El juerguista descarriado y otros poemas, 1849), al que siguió
Empedocles on Etna, and Other Poems (Empédocles en el Etna y otros poemas,
1852). En 1853 apareció el primer volumen de poesía firmado por él, una
selección de composiciones ya publicadas con un Prefacio en que explicaba
la exclusión de «Empedocles», un poema en que «había que soportarlo
todo, sin nada que hacer»; Atnold se alejaba así de la poesía de la llamada

[ lo ]
do marcado desde su origen como una reflexión sobre la edu­
cación de! ser humano, sobre lo que constituye la Tüchtigkeit
y el perfeccionamiento de sus capacidades y aspiraciones.
Arnold tuvo la experiencia profesional de ser inspector del
sistema escolar en su propio país. Un conocimiento apropia­
do de la poesía y la noción de la importancia del sistema
educativo serían los dos pilares sobre los que se apoyaría, en
general, el pensamiento del crítico. La prioridad corresponde­
ría a lo que Arnold apuntaba con su concepto de cultura4.
Al señalar la cultura como una meta en la vida de todo ser
humano, Arnold no sólo se sitúa en la influyente tradición
literaria en que se inscriben los nombres de Thomas Carlyle o
John Ruskin, sino que también propone una solución de
los problemas que se habrían manifestado en las diversas
clases de la sociedad inglesa. Es aquí donde el Estado habría
de intervenir, según apunta en Ctdturay anarquía, con el fin de
evitar que la diversidad degenere en una confusión generaliza­
da que ponga en riesgo el orden social. Esa confusión es lo
que se designaba con el nombre de anarquía. La anarquía
amenazaría así con extenderse en la sociedad en que la cultu­
ra dejara de ejercer su influencia. Como otros críticos de la
época, Arnold fue plenamente consciente de que el «crecien­
te poder» democrático provocaba en Europa una transfor­
mación sin precedentes de la sociedad. Al ver en la cultura
una fuerza de conservación, antes que de renovación, de la

«Escuela Espasmódica». Merope apareció en 1858 y New Poems, en 1867


(donde repondría «Empedocles» a instancias de Robert Browning). Tras esa
fecha ya no escribiría más versos. «Eí naufragio de un poeta es volverse crí­
tico.» Lionel Trilíing matiza esta afirmación de Sainte-Beuve en relación
con el abandono de la poesía de Arnold o con el hecho de que «la Musa le
abandonara»; los primeros cinco capítulos de su monografía sobre el autor
de Ctdtumy anarquía contienen juicios notables sobre su obra poética. Véa­
se Lionel Trilíing, Mattbem Arnold (1939), Nueva York, The Noonday Press,
1955. (En 2001 Edward Said, al que aludimos después, aún consideraba la
de Triiling «la mejor exposición de la obra de Arnold».)
* Con el fin de afrontar los gastos de su matrimonio con Francés Lucy
Wightman, Arnold aceptó en 1851 el nombramiento de inspector de escue­
las que le propuso lord Lansdowne, de quien había sido secretario des­
de 1847. Debido a ello realizaría varios viajes por las islas británicas y el
continente en los que conoció el estado de la educación en Francia, Alema­
nia, Suiza y Holanda.
cohesión social, centró su análisis en los cambios experimen­
tados por las distintas clases de la sociedad inglesa —bárba­
ros, filisteos y populacho— y aplicó su capacidad crítica a
corregir las preferencias arbitrarias en las declaraciones de sus
portavoces.
El afán reformador o educativo de Arnold parece difícil de
asumir respecto a la función reservada al Estado como — pa­
rafraseando a Burke— «la nación en su carácter colectivo y
corporativo». El ominoso protagonismo adquirido por el Es­
tado tras la historia del totalitarismo en el siglo xx proyectaría
más que una sombra de sospecha sobre las esperanzas que
Arnold había depositado en sus instituciones como exponen­
tes del perfeccionamiento individual y social. Con esta apre­
ciación no trataremos de entender a Arnold mejor de lo que
él se entendió a sí mismo, pero podemos señalar su deuda con
una comprensión de ía idea de la cultura y la democracia cu­
yos límites han quedado fijados por la propia historia de la
cultura y la democracia en Europa.
La idea de cultura obedecía a la herencia del humanismo,
en torno a la cual se distinguen las nociones de hebraísmo y
helenismo con que Amold interpreta la evolución de la civi­
lización desde la antigüedad hasta sus días. Esas nociones cul­
turales, ya presentes en la obra de Heinrich Heine, uno de los
poetas y críticos más admirados por Arnold, responden a dos
tendencias inherentes a la naturaleza humana: la de obedecer
y la de conocer5. El equilibrio o la tensión entre esos impulsos
habrían caracterizado los períodos más significativos de la his­
toria cultural en Europa. Amold consideraba Europa, desde

5 En el memorial homónimo que le dedicó a Ludwig Borne, Heine es­


cribió: «He seguido leyendo el Antiguo Testamento, ÍQué gran libro! Más
notable aún que el contenido me resulta esa exposición, donde la palabra
parece un producto de la naturaleza... Es realmente la palabra de Dios,
mientras que los demás libros no dan testimonio sino de la agudeza del
hombre. En Homero, el otro gran libro, la exposición es un producto del ar­
te... En la Biblia no hay rastro de arte... En un solo escritor encuentro algo
que recuerda ese estilo directo de la Biblia. En Shakespeare... (Es acaso una
tal fusión de ambos elementos [judio y griego] ia tarea de toda la civiliza­
ción europea? Aún estamos muy lejos de tal resultado» (Heinrich Heine,
LuémigBorne, en Obras escogidas, ed. y trad. de M. Sacristán, Barcelona, Ver-
gara, 1974, págs. 820-821).
la antigüedad hasta eí presente, el marco adecuado para su
ejercicio de crítica a la sociedad inglesa. Con esa perspectiva,
la historia de Inglaterra abonaría la necesidad de recomendar
a sus compatriotas la disposición a cultivar la «espontaneidad
de la conciencia», ya que el tono dominante de la historia na­
cional lo habría proporcionado el hebraísmo. La polémica
sería central en la argumentación de Gultumy anarquía, donde
Arnold afirmaba que la búsqueda de «la dulzura y la luz»
debía anteponerse a la del «fuego y la fuerza»6. El fuego y la
fuerza de los disidentes, de las sectas inconformistas como
manifestación del puritanismo, serían el principal obstáculo a
la hora de poner la educación pública en manos del Estado.
Con su experiencia como inspector educativo en el continen­
te, Arnold declararía que en Inglaterra no existía el riesgo de
potenciar el papel del Estado como fuerza de vertebración
social. Sin embargo, y con otros resultados, el fuego y la fuer­
za se habían abierto paso en América antes que en Europa.
Hemos dicho que la idea de cultura de Arnold tiene su ori­
gen en la civilización europea, una civilización levantada so­
bre los cimientos de Atenas y Jerusalén, las ciudades antiguas
que representan los dos impulsos irreconciliables e inherentes
a la naturaleza humana. Con todo, la precedencia de la idea de
cultura en el pensamiento de Arnold se haría especialmente
visible al juzgar el efecto que el impulso democrático debía
tener sobre la sociedad de su época. La presencia de la idea de
democracia en los autores admirados por Arnold haría que su
punto de vista se resintiera del temor a que la sociedad inglesa
se «americanizara». En compañía de Burke y Tocqueville, la
democracia se mostraba como una realidad que había de ser
resistida por sus consecuencias antes que comprendida en sus

6 La polémica está en el origen mismo del libro, nacido de la respuesta


de Arnold a las críticas a su última lección en Oxford, «Culture and íts
Enemies» (La cultura y sus enemigos). La crítica de Henry Sidgwick, «The
Prophet o f Culture» (El profeta de la cultura), figura como apéndice a la
edición de Jane Garnett de Culture andAnarchy (Oxford, Oxford UP, 2006).
La serie de artículos de Arnold, publicada en la Combitt M agazim entre
enero y agosto de 1868, germen de Cultura j i anarquía, llevaba por título
«Anarchy and Authority» (Anarquía y autoridad).
causas7. Lo que ninguno de estos autores ni el propio Arnoid
reconocieron fue la necesidad de replantear la idea misma de
cultura a la vista de la realidad que se habría hecho visible y
legible desde la Revolución americana. Cuando Amold apun­
taba, en su ensayo «Democracy» (Democracia), que todos los
esfuerzos de «los Washington, Hamilton y Madison» no ha-
bían logrado que el Estado o el poder ejecutivo se convirtieran
en una influencia dominante en la sociedad americana, pare­
cía ignorar hasta qué punto en la obra de esos autores se había
forjado un arte de escribir para el cual la revolución que ha­
bría dado a luz la verdadera democracia en América había sido
un acontecimiento educativo a la vez terminable, con la redac­
ción y ratificación de la Constitución, e interminable, por las
vías de la escritura constitucional abiertas en adelante para
quien se tomara en serio sus principios fundamentales8.

7 Robert Dawídoff, The Gmtk Tradition and the Sacred Ruge: Higb Culture
m. Democracf irt Adatas,James & Santayana, Chapell Hill y Londres, Univer-
sity o f North Carolina Press, 1992, pág. 27: «El tocquevilliano americano
hechiza la vida intelectual y cultural americana. Como colección de actitu­
des y pose, se extiende desde Adams, a través de Santayana hasta los Estu­
dios Culturales y el actual neoconservadurismo/conservadurismo, Sobre
todo, es una manera de distanciar la comunidad democrática en los intere­
ses de las versiones tradicionales de la civilización. Tiene un poderoso im­
pacto en la interpretación americana de la civilización democrática. No es
siempre tímidamente tocquevilliana. Matthew Am old guiaba la crítica de la
cultura americana de Trilling... Cuando los americanos trazan la línea en
asuntos culturales.... se encuentra ese desafio a los horizontes de la demo­
cracia que distingue al tocquevilliano». Cfr. Lionet Trilling, MaUbew Amold,
pág. 157.
B Matthew Arnoid, «Democracy», en Democratic Education, ed. de R. H.
Super, The Complete Prose Works o f Matthew Arnoid [en adelante, CPW],
vol. 15, Ann Arbor," Michigan UP, 1962, págs. 18-19; reimpreso en Culture
andAnarchy andother-writings, ed. de S. Collini, Cambridge, Cambridge UP,
1993, págs. 14-15: «Los mayores hombres de América... se habrían regocija­
do de descubrir como sustituto [de las instituciones aristocráticas] la digni­
dad y autoridad deí Estado. Lamentaron la debilidad e insignificancia del
poder ejecutivo como una calamidad. Cuando el curso inevitable de los
acontecimientos haya hecho de nuestro autogobierno algo realmente como
el de América, cuando haya eliminado o debilitado esa seguridad sobre la
dignidad nacional que poseíamos en la aristocracia, nos hará falta igualmen­
te a nosotros el sustituto del Estado». Sobre ia relación del arte de escribir
con la Constitución americana, véase Antonio Lastra, Constitución y arte de
escribir, Valencia, Aduana Vieja, 2009.
La apelación en los textos originales americanos a la natu­
raleza y al Dios de la naturaleza, así como a los derechos ina­
lienables del hombre, podría haber hecho que un defensor de
la cultura se tomara más en serio las expresiones nacidas de una
revolución que había de suponer, en palabras de Emerson, el
filósofo de la democracia por antonomasia, la «domestica­
ción gradual de la idea de cultura». Pero Arnold, que visitaría
América al final de su vida para impartir una serie de confe­
rencias — entre las que figuraba una dedicada a Emerson— pa­
rece atenerse a la creencia en que la «americanización» sólo
podría implicar una degradación de toda voluntad de perfec­
cionamiento que se proyectara sobre «la multitud».
Que Arnold se hubiera valido de la opinión de Ernest Re­
nán sobre América en Culturay anarquía había sido, por cier­
to, casi el único reproche formulado por Henry James en un
artículo escrito precisamente durante la estancia en los Esta­
dos Unidos del «más inglés de los ingleses». En efecto, Amold
se había propuesto reformar desde dentro la sociedad, por lo
que el punto de partida de su examen no era el individuo,
sino las clases inglesas, que debían reajustar su condición en
la época del cambio democrático. Hasta cierto punto, la con­
sumación de ese cambio, o la naturalidad con que lo había asu­
mido, hacía que James, aun siendo el más inglés de los ameri­
canos, lamentara que Arnold no se hubiera dedicado en
mayor medida a las cuestiones literarias que a las religiosas,
pese a advertir la importancia de la religión en su plantea­
miento. Con la alabanza y la gratitud, podía omitirse el papel
que Arnold había asignado al Estado para la promoción de
una idea de cultura que debía traspasar las líneas de clase9.
Sin embargo, con la perspectiva de Culturay anarquía, a
diferencia de lo que Marx había propuesto veinte años an­
tes, no asomaba la perspectiva de una sociedad sin clases. La

9 La omisión en James, que conocía Culturay anarquía, es significativa:


«El efecto de los escritos del señor Arnold es, por supuesto, difícil de cali­
brar; pero parece evidente que los pensamientos y juicios de los ingleses
sobre tantas materias han sido acelerados y matizados por ellos. La crítica
es mejor, más ligera, más comprensiva, más informada, a raíz de ciertas co­
sas que él ha dicho» (Henry james, L a imaginación literaria. Escritos de biogra-
fía y crítica, ed. de J. Alcoriza y A. Lastra, Barcelona, Alba, 2001, pág. 123).

[rj]
crítica de Arnold era eficaz porque se centraba en las circuns­
tancias a las que las soluciones «mecánicas» de sus contem­
poráneos no parecían dar respuesta, de donde provenía la
recomendación de «helenizar» como alternativa al dogma­
tismo de sus adversarios «hebraizantes». Lo que no había
notado Arnold era que el «libre juego» (free play) ya conta­
ba con el precedente de la «libre expresión» (free speecb) con
que los herederos de los «hebraístas» americanos habían
comenzado su andadura democrática y constitucional10. Así,
la idea de la Constitución conservaba y proyectaba la ten­
sión entre hebraísmo y helenismo de la que habría dependi­
do, para Arnold, la historia de la cultura en Europa, Podría
decirse que el criterio con el que Arnold pretendía inculcar
el afán de perfeccionamiento en sus compatriotas era, por
tanto, histórico. El autor de Cultura y anarquía habría visto
el advenimiento de la democracia como un dato consecuti­
vo a la decadencia del feudalismo. Sin embargo, aunque la
Ilustración y la Revolución francesa hubieran sido mani­
festaciones del helenismo, la frustrada revolución puritana
inglesa y la lograda independencia americana podían su­
brayarse como hitos del hebraísmo11. En cualquier caso, la
democracia se resistiría a ser entendida como un mero episo­
dio histórico salvo por quienes se negaran a comprender el
alcance de todas sus consecuencias teóricas y prácticas. Fren­
te a las reservas que despierta la mención del «populacho»,
toda sociedad democrática descansaría sobre la autoridad
del pueblo.

10 El «libre juegas», tomado de Schiíler, era 3a réplica de Arnold al libre­


cambio (free trade) de sus adversarios inconformistas. Robert Young ha in­
dicado que el «juego» de Arnoid se oculta tras el jeu de Derrida. Sobre la
eficacia del concepto de cultura en Arnold y su trasfondo racial, véase el
capítulo 3 de Robert j, C. Young, ColonialDesire: Hybridity in Tbeory, Culture
and Race, Londres y Nueva York, Routledge, 1995.
11 Sobre la exhortación emersoniana a la self-rdiance, Arnold anotó:
«Puede decirse que el americano o inglés común está más que dispuesta ya
a confiar en sí mismo. A menudo replico, cuando se alaba a nuestros secta­
rios por seguir su conciencia: nuestro pueblo es muy bueno en seguir su
conciencia, mientras que no es tan bueno en averiguar si su conciencia le
habla correctamente» (Matthew Arnold, ed. de Ni, Aílot y R. H. Super,
Oxford y Nueva York, Oxford UP, 1986, pág. 483).

[r ó ]
Ese nuevo mundo político, nacido del hebraísmo antes
que del helenismo, había quedado fuera de las ideas perfec­
cionistas de Arnold. La apelación al Estado como la nación
en su carácter colectivo y corporativo había de interpretarse,
pues, como una manera de resolver los conflictos entre clases
que surgían a su vez del conflicto que se daba en cada una de
ellas entre su identidad (self) ordinaria y lo mejor que había
en ellas. Sin embargo, la aspiración a convertir al Estado en el
intérprete de esa confusión despertó la desconfianza de quie­
nes veían que, tras la Revolución francesa, en Europa, el Esta­
do no se ponía al servicio del pueblo que consiente en ser
gobernado. No podía evitarse pensar que el Estado seguía
siendo el guardián de ciertos intereses contra las revueltas del
«populacho». Leonard Woolf, comprometido con la causa de
la democracia en el período de entreguerras, vería en Arnold
a un precursor de la idea de un Estado autoritario y le acusaría
de no captar la verdadera psicología de la democracia. La psi­
cología de la democracia no habría sido, en efecto, la psicolo­
gía del pueblo inglés, que tal vez Arnold criticara mejor que
ningún otro pensador de su época12.
Woolf habría convenido en que, con el fin de organizar la
convivencia de manera justa, la autoridad última debía residir
en el pueblo antes que en el Estado. Sin embargo, para Ar­
nold esa convivencia carecería de valor a menos que respon­
diera a una idea de orden afín a su definición de cultura. La
definición de la cultura respondía a su vez al propósito de que
el ser humano no descontara la perfección como el objeti­
vo legítimo de su vida. La fe en la perfección humana,
como vemos, preside las apreciaciones de Amold en su «ensa­
yo de crítica política y social». El mérito de Arnold, como el
de la «compañía de los críticos» de la que ha hablado Michael
Walzer, habría consistido en no apartarse de la sociedad que

12 Leonard Woolf, Afier the Deluge. A Sludy o f Comunal Psychology,


Harmondsworth, Penguin, Í937. W oolf se refiere al «misticismo político»
de Amold: «No hay razón, fuera de la fe y la palabra infundada de Matthew
Arnold, para creer que lo mejor que hay en cada uno quiere realmente lo
que su identidad individual no quiere, y que no quiere lo que su identidad
individual quiere» (pág. 229),
trataba de mejorar13. Al ponerse a sí mismo como ejemplo
de los filisteos a quienes criticaba, Amold introducía una
valiosa perspectiva de «coraje y compasión». Además, el obje­
to de su crítica sería la política de quienes debían ser, a simple
vista, sus aliados naturales, que eran los «practicantes libera­
les». E3 precio de esa independencia sería, como sabemos,
reforzar el papel del Estado como ejecutor de la política edu­
cativa, aunque Arnoid se equivocaba en la supuesta escasa
relevancia que el Estado habría tenido realmente en la marcha
de los asuntos públicos en Inglaterra14. La idea más poderosa
y eficaz, en consecuencia, seguiría siendo la de una cultura
guiada por el libre juego del pensamiento sobre la realidad.
Otros críticos habrían tratado de hacer justicia al pensa­
miento de Amold durante el siglo XX. En una fecha tan signi­
ficativa como 1939, Lionel Trilling publicó su monografía
sobre Arnoid15. Trilling apuntaba que el dilema de Arnoid
sería «el dilema de la democracia» sobre el modo de garantizar
la igualdad y fomentar la excelencia, de forjar una comunidad
y extender el conocimiento. Consideraba que Arnoid había
llevado a cabo una defensa noble de la religión en un mo­
mento en que el espíritu científico amenazaba con romper los
vínculos de la solidaridad humana. La raíz de esa defensa se
hallaba, como indica Trilling, en la visión que su padre, el

13 T. S. Eiioí afirma que a Arnoid le interesaba la perfección de] indivi­


duo, lo que provocaría una impresión de «inmaterialidad» en el lector mo­
derno al hablar de «cultura». Sin embargo, parece razonable pensar que el
principal destinatario de la obra de Arnoid era el filisteo — el término bíbli­
co, frente a los clásicos «bárbaros» y «populacho»— como tipo representa­
tivo de una sociedad inglesa en vías de democratización. Con esa pers­
pectiva, Cukurdy'imarqHÍli conserva una vitalidad que el lector buscará en
vano en las Notas para la definición de la cultura, (trad. de F. de Azúa, Barcelo­
na, Bruguera, 1984, págs. 29, 37). Véase Micha el Wblzer, The Cmnpany o f
Critks. Social Criticism and Poltlieal Commitment in the Twentieth Centuiy,
Nueva York, Basic Books, 2002.
Lionel Trilling, Matthew Arnoid, nota 36 {capítulo 9), pág. 387.
15 íbídem, pág. 13: «Ahora, en un día en que los intelectuales a menudo
ponen en cuestión su intelecto y creen que el pensamiento es inferior a la
acción y se opone a él, que el ciego partidismo es la fidelidad a una idea,
Arnoid aún tiene una palabra que decir, no contra tomar partido, sino con­
tra la creencia en que tomar partido deja las cosas claras o requiere la supre­
sión de la razón».
doctor Thoraas Arnold, director de la Escuela de Rugby, ha­
bía tenido de la relación que debía haber entre la Iglesia y el
Estado en Inglaterra16. El ideal del doctor Arnold seguía sien­
do el de un Imperio romano cristianizado, y su polémica con
la Iglesia de Inglaterra le habría llevado a pensar en la respon­
sabilidad del Estado, como «sociedad religiosa armada con el
poder», en la educación de los ciudadanos. El comienzo del
período reformista en Inglaterra en el siglo XIX habría supues­
to la escisión de la Iglesia en dos sectores, reunidos en torno
a los colegios oxonienses de Corpus Christi y Oriel, sobre la
necesidad de redefinir la misión de la Iglesia. Arnold, uno de
los «noéticos de Oriel», señaló que el dogmatismo eclesiásti­
co, y no el liberalismo, privaba a la Iglesia de la presencia so­
cial que le correspondía. Matthew Arnold se haría eco de esta
crítica cuando, años más tarde, postulara una unidad pragmá­
tica de la fe como correctivo de las medidas que los disidentes
presentaban en materia de educación y religión, Trilling que­
ría hacernos ver que la idea de cultura de Arnold, tan en deu­
da con una idea de la fe que apunta más a una ética de la lite-
ratura que a una teología del cristianismo, habría impedido
que el crecimiento aberrante del Estado en el siglo XX contara
con la sanción de Arnold. Hay límites en la teoría y en la
práctica, según explicaba, a la objeción de la tentación autori­
taria en el pensamiento fundamental de Culturay anarquía11.

16 La proyección de esa defensa llegaría hasta las últimas obras de Ar­


nold, St, Paul and Protestanthm (San Pablo y el protestantismo, 1870), Litera-
ture and Dogma (Literatura y dogma, 1873), God and ihe Bible (Dios y la Bi­
blia, 1875) y L ast Essays m Churcb and Religión (Últimos ensayos sobre la
Iglesia y ia religión, 1877).
17 Véase el capítulo «Culturay anarquía» en Matthew Arnold, en especial
las págs. 254 y ss. Respecto a la práctica, pueden mencionarse los casos de
injusticia social denunciados por Arnold frente a un hebraísmo que estaba
en la raíz de la anarquía; respecto a la teoría, Trilling destaca la preocupa­
ción de Arnold por el modo en que los sabios se disponen a comunicar sus
ideas al pueblo. En Literature and Dogma-, Arnold escribiría: «No puede ser
sino que la revolución venga y que se deje sentir aquí apasionada, profunda,
dolorosamente. Respecto a eila, sin embargo, incumbe a cada uno el máxi­
mo deber de consideración y precaución. No puede haber prueba más segu­
ra de un espíritu estrecho y mal instruido que pensar y sostener que lo que
un hombre considera la verdad en materia religiosa ha de proclamarse siem­
pre. Nuestra verdad en esta materia, y de igual modo el error ajeno, es algo
Por fin, discrepar respecto a ia importancia que el Estado ha
de tener en la propagación de una idea de cultura guiada por
la fe en la excelencia humana, como ha ocurrido en el caso de
Edward W. Said, no implica la incredulidad en que la aprecia­
ción de la literatura sea una de las vías abiertas para mejorar
nuestra conducta y condición en el mundo. Podría decirse
que, desde este punto de vista, Arnold tiene más en común
con e¡ autor de Humanismoy crítica democrática que con el de
E l canon occidental. «Helenizap> con Said sería, tras la lectura
de Culturay anarquía, un modo más apropiado de mantener
vivo el compromiso de Arnold que entonar la «elegía al canon»
con Harold Bloom. El complicado desarrollo de la idea de
cultura en el siglo XX no podría desentenderse de la búsqueda
de «dulzura y íuz» que inspira las páginas de Amold18.
Una de las últimas expresiones literarias de la célebre con­
traposición de Arnold de hebraísmo y helenismo la encontra­
mos en la novela Elizabeth Coslello, de J. M. Coetzee. En la
quinta lección, «Las humanidades en África», la protagonista
se reúne en un país africano con su hermana Blanche, que es
monja, y escucha la conferencia que imparte. La escritora
pasa a ser oyente. Costello, que al hablar de la vida de ios
animales había puesto en juego la verdad última de la condi­
ción humana, atiende ahora al argumento con que Blanche
presenta su relato sobre la naturaleza del proyecto humanista.
El estudio de las Humanidades no puede fundarse, desde su
punto de vista, sobre el hombre, sino que ha de dotarse de sig­
nificado por un afán de trascendencia del que la fe habría sido
la prueba suprema. Diríamos que Blanche «hebraíza» para le­
gitimar el estudio de las Humanidades, mientras que tende­
mos a identificar a Elizabeth con una inteligencia de tipo
helenista: si la primera mujer no escapa al presupuesto dog­
mático, la segunda habría compuesto su obra entre los márge­
nes del «juego» literario.

tan relativo que el bien o el mal que es probable que cause al hablar debería
ser tenido en cuenta siempre» (Matthew Ainold, Dissent and Dogma, ed. de
R. H, Super, CPW, vol. VI, Ann Arbor, Michigan UP, 1968, pág. 365).
11 Véase Edward Said, Reflexiones sobre el exilio, trad. de R. G .1Pérez, Bar­
celona, Debate, 2005. En E l canon occidentalBloom considera a Arnold un
«wordsworthiano».
Pero no es posible llevar demasiado lejos la analogía con
los términos de Arnoid, ya qué a Elizabeth Costello le falta ía
certeza del gozo que transmite la reflexión del ensayista inglés
sobre la promesa de liberación que hay en la idea de cultura.
Desprenderse del dogma no sería desprenderse de lo mejor
que el hombre ha conocido y pensado, sino aceptar que no
puede insistirse demasiado en la virtud de un solo libro como
fuente de salvación. Arnoid reprochaba a los dogmáticos y a
los científicos de su época que no concedieran a la Biblia la
dimensión literaria con la que podría enriquecerse nuestra ex­
periencia de la búsqueda de lo mejor que hay en nosotros19.
En la ficción de Coetzee, las hermanas no parecen estar de
acuerdo en lo esencial, mientras que los conceptos de Ar­
noid apuntarían a un acuerdo o coincidencia en lo esencial de
las actitudes hebraísta y helenista. El desafío de reafirmar esa
coincidencia final podría ser un motivo para no apartar de
nuestra vista, como Amold decía de las citas de los grandes
maestros, los mejores pasajes de su crítica, muchos de los cua­
les han de encontrarse en Cuitumy anarquía.

2. L a INEFICACIA DE ARNOLD

... sapiens n an o efficietur,


C ic e r ó n , Tmc. D iip., V, 35

Mathew Amold habría protestado de que lo tuviéramos


por un clásico, aunque sus contemporáneos llegaran a decir
de él que era el único escritor inglés que había llegado a serlo
en vida. En el sentido de que las diversas ediciones de su
obra hayan de ser anotadas con seria atención — como
ocurre hasta cierto punto con las correcciones de Cuitumy

19 Matthew Arnoid, Dissent and Dogma, ed. de R. H. Super, CPW, vol, VI,
Ann Arbor, Michigan UP, 1968, pág. 323: «Entender que el lenguaje de
la Biblia es fluido, pasajero y literario, no rígido, fijo y científico, es el pri­
mer paso hacia una comprensión correcta de la Biblia. Pero para dar este
primer paso, son necesarios cierta experiencia de cómo han pensado y se
han expresado los hombres y cierta flexibilidad de espíritu... y así volvemos
a nuestro antiguo remedio de la cultura».
anarquía—, tal vez no sea la de clásico la calificación que
más le convenga; en buena medida, Amold era consciente
de que su insistencia en la necesidad de volver a los autores
clásicos para aprender de nuevo a leer y escribir como condi­
ción de la cultura ponía de relieve una situación de anarquía,
en el mejor de los casos provisional, en la que «la lectura, la
observación y el pensamiento» —los medios que Arnold re­
comendaba en el intento de lograr que «prevalecieran la ra­
zón y la voluntad de Dios»— seguirían siendo superficiales
o nominales, y es muy difícil calcular con exactitud la pro­
porción de lectores futuros que se pierden cuando hay mu­
chos lectores inmediatos de una obra: la tradición, aun cuan­
do no haga sino aumentar, no es una garantía fiable de la
impersonalidad literaria o de la bondad trascendental de las
verdaderas producciones clásicas. A los lectores, sin embar­
go, para quienes las consideraciones menos intempestivas
que una obra como la de Arnold pone necesariamente en
circulación —la reforma parlamentaria, la extensión del su­
fragio, el librecambio, la libertad, el liberalismo, la igualdad,
el socialismo, la población, el carbón, los ferrocarriles, la ri­
queza, las organizaciones religiosas, la supresión de las tasas
eclesiásticas, la cuestión irlandesa, la influencia literaria de
las academias, la democracia, todo cuanto Arnold desestimó
como una mera adoración de la «maquinaria», que cada épo­
ca modifica oportunamente, y al que opuso la cultura como
un todo— no pueden parecerles más que curiosidades de un
contexto irremediablemente condenado a desdibujarse o da­
tos históricos que no logran captar lo esencial, una lectura
entre líneas o que sea capaz de contar incluso las palabras
que el escritor'templea o borra deliberadamente les descubrirá
aspectos de la escritura que el autor no habría querido que
ocuparan el primer plano de la interpretación y que, al mismo
tiempo, no podía consentir que pasaran completamente
inadvertidos a la hora de establecer lo que probablemente más
le importaba: una auténtica comunicación con el futuro20.

20 Véase Donald D. Stone, Communications with the Future. Matthew


Amold in Dialogue, Ann Arbor, Michigan UP, 1997. Stone señala como in­
terlocutores de Arnold, en una lectura que se sobrepone tanto a las polémi-
Arnold escribía para la posteridad mientras se dirigía a sus
contemporáneos y les recordaba lo que merecía la pena de
preservarse en una época de crecimiento y dispersión. La de­
cencia o el decoro — en un escritor como Arnold y en una
época como la suya—- no nos permiten pensar que, tras ha­
berse despedido de la poesía, el gran crítico de la vida tuviera
que recurrir a las confesiones más íntimas para expresar su
temor de que la cultura podía, en última instancia, resultar
ineficaz: se trataría de un hallazgo tan valioso en sí mismo
como decepcionante, que no podía dejarse en manos del
azar ni de la inexperiencia. .
Pero la cultura no obra a capricho como la anarquía, A pesar
de haber inspirado, con el espíritu de una época, a autores
infinitamente más ambiciosos, reticentes, poderosos o con­
vincentes que él — como al Martin Heidegger de L a esencia
de la poesía, al Leo Strauss de, Jerusalén y Atenas, al Jacques
Derrida de Violenciay metafísica o al Raymond Williams de
Cultura y sociedad, entre otros, en cuya compañía Arnold

cas que Cultura y anarquía suscitó durante la época victoriana como a las
que respondía, a HenryJames (que haría referencia a «nuestra conversación
pública»), Charles-Augustin Sainte-Beuve, Ernest Renán, Michel Foucault,
Friedrich Nietzsche, Hans-Georg Gadamer, William James, Richard Rorty y
John Dewey, aunque, siguiendo las pautas dialógicas de Bajtín en las que
Stone se apoya, podríamos echar de menos a Emerson o a Tolstói (entre los
autores sobre los que Arnold escribió) e intuir que, probablemente, la lec­
tura de Dostoyevski, que conmovería a la siguiente generación literaria in­
glesa, habría supuesto para Arnold una piedra de toque para su pluralismo:
pensemos en la alegría que el príncipe Myshkin habría sentido al descubrir
que no era un extraño en el futuro. La frase «comunicaciones con el futuro»
se encuentra en el ensayo de Arnold sobre lord Falkland: «Él y sus amigos,
con su heroica y desesperada resistencia contra los inadecuados ideales do­
minantes en su época, mantuvieron sus comunicaciones con el futuro, vi­
vieron en el futuro» («Falkland», en Essays Religious & M ixed, ed. de R. H.
Super, CPW, vol. VIII, Ann Arbor, Michigan UP, 1972, pág. 204) y aparece
en el primer capítulo de Cuhuray anarquía, donde Arnold argumenta que la
falta de una verdadera comunicación con el futuro supone el sacrificio
de las generaciones actuales. La muestra más lograda de la capacidad de
Arnold para el diálogo se encuentra en A Friendsbip's G arlani, publicado
en 1883 junto a una reimpresión de la tercera edición de Cultura y anarquía,
en la que Arnold recoge las impresiones de un interlocutor imaginario, el
prusiano «Arminius» (Culture and Anarcby; wtih Friendsbip's Garland and
some Litemiy Essays, ed. de R. H. Super, CPW, vol. V, Ann Arbor, Michigan
UP, 1965).

N j
se habría sentido terriblemente incómodo, como, en cierto
modo, siempre lo estuvo cuando la gran corriente nacional
de la vida que dejaba que le arrastrase no avanzaba lo sufi­
cientemente rápida o majestuosa para ocultar márgenes o
interrumpir exilios o zanjar debates que él esperaba que des­
apareciesen menos por un progreso moral de la humanidad
que por el curso natural de los acontecimientos—, o de que
no traicionara nunca a los miembros de su clase (Heidegger,
Strauss y Derrida lo fueron en algún momento, y Williams
lo fue siempre) y supiera reconocer hasta el final la exce­
lencia allí donde la encontraba, Arnoid comprendió que
la eutrapelia, el genuino sentido del humor o la flexibilidad
característica del hombre educado — aunque pudiera llegar
incluso hasta la soberbia, como subrayaron los moralis­
tas antiguos— , no podría compensar nunca la falta de valor,
del thymos del hombre de acción (de los believers in action
a los que se refiere en la conclusión de Cultura y anarquía).
La noble reserva de los autores clásicos tenía un límite.
Desgraciadamente para él, Arnoid era un autor moderno,
mucho más moderno que cualquiera de sus contemporá­
neos o que la mayoría de sus sucesores, y su exigencia de li­
beración intelectual (intellectual delivemnce) podía interpre­
tarse, entonces y ahora, como una señal de la inadecuación
o la inconmensurabilidad entre las aspiraciones y los resul­
tados de la cultura que la literatura comparada —la disci­
plina académica que asume la tensión entre la antigüedad
y la modernidad, cualquiera que sea la forma que cada una
de ellas adopte en cualquier época— capta tan tenuemente
como, en un ejemplo egregio de su poesía, escucha el lector
la eterna nota® de tristeza a la que Arnoid se referiría en su
poema elegiaco «Dover Beach». Todo en Arnoid apunta a la
paradoja, a las tensiones irresueltas entre la cultura y la anar­
quía, el hebraísmo y el helenismo, el disentimiento y el dog­
ma, la literatura y la ciencia, por mencionar sólo los opues­
tos más conocidos.
El gran crítico de la vida, desde luego, no se había despedi­
do en vano de la poesía al escoger la prosa. En su ensayo so­
bre Marco Aurelio, el único que dedicó explícitamente a un
autor de la antigüedad —una elección que orienta nuestra
apreciación de lo que Amold entendía por «leér cuidadosa­
mente a los grandes escritores antiguos»— y con el que cerra­
ría la primera serie de los Essays in Criticim en 1865, Amold
anotó que uno de los rasgos principales del carácter del empe­
rador y filósofo era que había en él algo de «ineficaz» (ineffec-
tual), e insistiría en atribuirle esa cualidad a quien había salva­
do su alma gracias a su rectitud (righteousness), pero sin poder
hacer otra cosa a cambio. Si la gran virtud de los escritores
antiguos, y la razón de que tengamos que emularlos más que
imitarlos, como Arnold pensaba, era la cordura, Marco Aure­
lio habría salvado su alma a costa de una comunidad expuesta
o abandonada a la locura o la anarquía, ya fuera la ciudad
antigua o la Iglesia cristiana: en última instancia, la «inmensa
injusticia» de Marco Aurelio con el cristianismo se basaba en
una idea de los atributos del Imperio completamente ilusoria
que Arnold trataría de contrarrestar con «la idea de toda la
comunidad, el Estado, para encontrar allí nuestro centro de
luz y autoridad». El ensayo sobre Marco Aurelio incluía una
discusión con John Stuart Mili a propósito de la contraposi­
ción entre la moralidad cristiana y la «mejor» moralidad de
los antiguos —sobre los límites de la acción del Estado o de la
Iglesia y la libertad individual— que tenía como objeto situar­
se inequívocamente en «el centro de la civilización». Buena
parte de los argumentos de Culturay anarquía, y de las palabras
con las que Amold los formularía, aparecen por primera vez
aquí, y en general la primera serie de sus Essays in Criticism
mostraba a un activista de la cultura que sabía hacer un uso
conservador de sus herramientas mientras se dejaba seducir
por el alcance mucho más radical de sus proyectos. Como
Overbeck dijo de Nietzsche, Arnold tuvo menos que ver con
la religión en un sentido estricto que con la cultura, o consi­
deró que la religión sólo era uno de los instrumentos de con­
servación de la cultura que los hombres tienen a su disposi­
ción, y la Iglesia de Inglaterra o la Universidad de Oxford, a
este respecto, eran establisbments más adecuados para sus aspi­
raciones que cualquier otra institución moderna. A diferencia
de Mili, Arnold no había experimentado la necesidad de una
liberación sentimental, sino intelectual, y su trato con la poe­
sía o la religión era mucho menos romántico o mucho más
crítico — más político y social que idiosincrásico— que el del
autor de Sobre la libertad. Mili, en opinión de Arnoid, habría
llegado a ser un gran escritor si hubiera dejado que la mo­
ralidad cristiana le enseñara antes lo que tuvo que aprender
después con ¡a poesía21.
Pero Arnoid había pulsado, con la ineficacia de la morali­
dad antigua de Marco Aurelio, una nota a la que volvería a
propósito de la poesía moderna en los últimos ensayos de
crítica literaria que escribió y que Lionel Trilling considera­
ba la parte más memorable de su escritura, como si la despe­
dida de la poesía hubiera despertado en Amold una capacidad
de percepción indisociable de lo que hoy consideramos el
hecho poético en su conjunto. Al final de su introducción
a la antología de lord Byron que publicaría en 1881, Arnoid
se refirió a Shelley como «un hermoso ángel ineficaz» (a
beautiful and ineffectual ángel), y en el ensayo que dedicó ex­
presamente al autor de Adonats y que se publicaría postuma­
mente en la segunda serie de sus Essays in Criticism, en 1888,
elaboró por completo la imagen de la ineficacia en un párra­
fo que resume como pocos la idea de una ética de la lite­
ratura:
D e su poesía no tengo espacio para hablar aquí. Pero que
nadie suponga que una carencia de hum or y la facultad de
engañarse a sí m ism o com o las de Shelley 110 tienen ningún
efecto \bave no effect] sobre la poesía de un hombre. E3 hom ­
bre Shelley, en verdad, no es enteramente sano, y la poesía

21 Véase Mattjiew Amold, «Marcus Aurelius», en Lectura & Essays in


Criticism, ed. de R. H. Super, CPW, vol. III, Ann Arbor, Michigan UP, 1962,
págs, 287-288, Es interesante comparar e] ensayo de Arnoid con el último
volumen de la Histoire d a origines du cbristianisme de Ernest Renán, dedicado
a Marco Aurelio («Marc Auréle et la fin du monde antique», 1882). Renán, a
quien Arnoid admiraba, concluía que la Iglesia y el Estado debían ser
ejemplo de ríunions libres. Eí título del segundo capítulo de Culturay anar­
quía («Obrar a capricho») es una alusión a Sobre ia libertad de Mili. Sobre la
relación de Mili con ia poesía como resultado de su búsqueda de otber types
o f atlth/ation y del «cultivo de los sentimientos» (tbe culthation offeclings),
véase el capítulo V de su Autobiografía (Autobiograpby and Other Litermy Es­
says, ed. de J. M. Robson and J. Stillinger, Coilected Works o fjo h n Stuart
Mili, vol. 1, On-Line Edítion, Toronto UP/Liberíy Fund, 2006; Autobiogra­
fía , ed. de C. Mellizo, Madrid, Alianza, 1986).

[ió]
de Shelley no es enteramente sana tampoco. El Shelíey de la
vida real es, de hecho, una visión de belleza y esplendor,
pero no sirve de nada y no tiene ningún efecto [effecting no-
tbing], Y en poesía, no menos que en la vida, [Shelley] es
«un hermoso ángel ineficaz [a beautiful and ineffectual angel¡,
agitando en vano sus lum inosas alas en el vacío»22.

Los mejores, decía Amold, siempre han pronunciado así


sus últimas palabras. Arnold habría querido, sin embargo, de­
cir «algo más» en su última apreciación sobre Shelley, como
advirtió lord Shaftesbury en el Prefacio a la segunda edición
de los Essays in Criticism, a pesar de que el párrafo fuera una
cuidada composición, un mosaico textual con fragmentos de
Hamkt o del Fausto de Goethe, cuya figura principa! era una
versión libre de una pensée platónica de Joubert —en la que
Arnold enfatizaría el término ineffecttial— y constituyera, por
encima de todo, un intento de averiguar cuál era la razón de
que la poesía acabara siendo, si ése era su destino, la última
palabra que pronunciaría como lector o estudioso en lugar de
ser su última palabra como escritor y sustituyera, en cierto
modo, a la cultura: la poesía, no la cultura, parecía reunir
las condiciones necesarias para establecer las comunicaciones
con el futuro sin las cuales una época se difúmina en la his­
toria universal. Lo mejor que podía haber en la cultura, como
Arnold dijo de la religión, era su poesía inconsciente.
El tercer gran poeta sobre el que Arnold escribiría en los
últimos años de su vida fue William Wbrdsworth —en la in­
troducción a una antología que tenía el valor de recuperar a

22 Véanse Matthew Arnold, «Byron», en English Literature andIrisb Politics,


ed. de R. H. Super, CPW, vol. IX, Ann Arbor, Michigan UP, 1973, pág. 237,
y «Shelley», en TheLast Word, ed. de R. H. Super, CPW, vol. XI, Ann Arbor,
Michigan UP, 1977, pág. 327. El Prefacio de lord Shaftesbury a la segunda
serie de los Essays i» Criticism figura como apéndice a esta edición, (Los ensa­
yos sobre lord Byron y Shelley, así como los ensayos sobre Wordsworth y «El
estudio de la poesía» a los que aludimos después, se encuentran en Matthew
Arnold, Poesía y poetas ingleses, pero no seguimos del todo su traducción).
«The Last Word» es el título de uno de los Nena Poetns de Amold (publicados
en 1867); véase Matthew Arnold, Poems, selección de Kenneth Allott, Intro­
ducción de Jenni Calder, Londres, Penguin, 1985, págs. 183 184, La imagen
de la ineficacia ya estaba en De Quincey, aplicada a Coleridge (Memoria de
hspoetas de los lagos, ed. d ej. Doce, Valencia, Pre-Textos, 2003, pág. 57).
Wordsworth para la estimación deí público tras la deserción
de los críticos románticos como William Hazlitt o Tilomas de
Quincey y de los poetas que denostaron al hst kader—, y
la imagen del poeta como un «hermoso ángel ineficaz» contras­
taría con las palabras de Wordsworth sobre sus propios poemas
con las que Amold concluía su estudio: «Colaborarán —había
escrito Wordsworth— con las tendencias benignas de la natura­
leza y ¡a sociedad humanas, y serán, en su grado, eficaces [effica-
cious] en hacer a los hombres más sabios, mejores y más felices»23.
Es a la luz de este contraste entre la eficacia y la ineficacia
como podemos entender la trayectoria del propio Arnold,
desde su aparición en la literatura inglesa con un volumen
anónimo de poesía en el momento en que Tennyson y Robert
Browning comenzaban a ocupar el lugar de los poetas ro­
mánticos ingleses, hasta su desaparición después de haber es­
crito introducciones y ensayos sobre esos mismos poetas
(Wbrdsworth, Byron, Sheiley) a los que su nombre devolvería
a la vida. La eficacia, de hedió, era uno de los atributos de la
cultura, y Arnold tuvo ocasión de detenerse en la palabra
cuando revisó Culturay anarquía: efficaáousness, en la prime­
ra edición, se transformaría en efftcaiy en la segunda y tercera
ediciones del libro, una simplificación que se pierde en la
traducción y que redunda en el estilo llano del autor. La cul­
tura —escribió Amold en el primer capítulo del libro, con el
tono característico de su prosa educativa— sitúa la perfección
humana «en la eficacia siempre creciente y en la armoniosa
expansión general de los dones del pensamiento y el senti­
miento, que constituyen la dignidad, riqueza y felicidad pecu­
liares de la naturaleza humana». En este sentido, la poesía
de Wordsworth formaría parte de la cultura y, especialmente, de

23 Véanse Matthew Arnold, «The Study o f Poetry» y «Wordsworth», en


Bnglish Litiratm e and Irish Politics, ed. de R; H. Super, CPW, toL IX, Ann
Arbor, Michigan UP, 1973, pág. 55, 161 y ss. La frase de Wordsworth se
encuentra en la carta a lady Beaumont de 21 de mayo de 1807 (véase The
Prose Works o f William 'Wordsworth, Ciiencester, The Echo Library, 2005,
pág. 237). En su ensayo sobre Keats —cuya influencia sobre la poesía de
Arnold haría las delicias de Harold Bloom— , Arnold escribió que el autor
de Endymion no estaba «maduro» para la facultad de interpretación moral
inherente a la interpretación poética («Keats», en English Literature and Irish
Politics, pág. 215),

[*«]
la cultura inglesa, que habría alcanzado con él una de sus ci­
mas, mientras que Shelley, o todo cuanto Shelley representa­
ba, dentro o fuera de la poesía, se apartaría de la corriente
principal de la vida inglesa y, en consecuencia, de la cultura.
Una lectura entre líneas, sin embargo, plantearía algunas
objeciones a la identificación de la cultura con la poesía o, al
menos, con la poesía de la que el último Arnoid juzgó que no
lo había dicho todo al hablar de la cultura y calificar de inefi­
caz a Shelley. La poesía de Wordsworth —como Mili había
advertido— ejercía una eficacia en un tipo determinado de
cultura. En la ineficacia de Shelley (o de Marco Aurelio), por el
contrario, encontramos un elemento moderno de la literatura
tan ineludible como inevitable era la poesía de Wordsworth
para los wordsworthianos; un elemento moderno que sería
ineludible también, aunque nunca de una manera explícita,
en la obra del propio Amold. Es este elemento el que impide
que el futuro de Amold sea comparable al del obispo Wilson,
un autor tan olvidado cuando Amold comenzó a citarlo en
Culturay anarquía que incluso lectores tan competentes como
Thomas Huxley pensaron que se trataba de una invención del
autor. En cierto modo, hay un Arnoid inventado por lo que
podríamos llamar la crítica anglicana de la literatura inglesa,
un modo de la crítica al que Arnoid suministró buena parte
de sus argumentos y probablemente lo mejor que habría nun­
ca en ella: el reconocimiento de que el instinto de conser­
vación no obra sólo en los estadios inferiores de la humani­
dad, sino también —como podría demostrarlo una lectura de
Culturay anarquía como reacción a la publicación, diez años
antes, de E l origen de las especies de Charles Darwin— en la vida
institucional más elevada de una nación24. Pero hay otro
Amold por descubrir que justificaría que Culturay anarquía
no fuera sólo susceptible de ser interpretado como un docu­
mento reaccionario redactado por un crítico pusilánime de la

24 Véase Antonio Lastra, «Literatura inglesa y critica anglicana», en Cons-


úlucióny arte de escribir (Valencia, Aduana Vieja, 2009). Sobre el platonismo
como procedimiento ideológico de conservación en una época de progre­
so, véase la excelente monografía de Patricia Cruzalegui Sotelo, Vexperiencia
platónica en Mnglaterra delDinou, Barcelona, PPU, 1998 (págs. 200-205, para
«el helenismo dulce y luminoso» de Arnoid).
vida; un descubrimiento que reobra sobre toda su escritura y
con el que un lector contemporáneo tiene posibilidades de
encontrar puntos en común, en el supuesto de que la cultura
no haya perdido su significado y la anarquía no haya adquiri­
do un prestigio que no le corresponde.
Ese elemento estaba ya presente, aunque de una manera
demasiado personal, como un «diálogo con uno mismo», en
los prefacios de 1853 y 1854 a la edición de sus Poems — en el
primer ejemplo de lo que sería la prosa de Amold—, donde
el autor reconocía con franqueza que «los problemas moder­
nos habían hecho acto de presencia» y tenían que medirse
con los «problemas permanentes» que la tradición clásica ha­
bía planteado. La solución de Amold consistiría, entonces, en
escribir una «poesía pragmática» que procurase una impresión
moral suficiente, y nadie podría recibir una impresión seme­
jante si no se había preparado para ello mediante lo que Ar­
nold consideraba lo mejor y más noble que hay en cada ser
humano. La famosa exclusión del Empedocks ort Etna —que
suscitaría la queja de Browning y señalaría una inflexión en
los estudios sobre la tragedia— respondía a una exigencia que
ía poesía de Arnold cumpliría cada vez menos, con excepcio­
nes que no harían más que confirmar la regla, y que irían de­
jando paso al «estudio de la poesía»: el estudio de la poesía
sería la verdadera poesía pragmática de Arnold. La etapa de
Arnold como profesor de poesía en Oxford fue, con esta pers­
pectiva, menos revolucionaria de lo que entonces pudo pare­
cale a sus contemporáneos —Arnold escogió el inglés en lu­
gar del latín y empezó con una lección sobre «El elemento
moderno en la literatura» ante un público reacio a escuchar­
lo al que Arn&ld obligaría a situarse idealmente en el discurso
poético— y, al mismo tiempo, mucho más radical en lo que
le concernía personalmente. El primer capítulo de Cultura y
anarquía seria una elaboración de su discurso de despedida
como profesor de poesía en Oxford, después de diez años en
los que su reputación como poeta había quedado establecida
(lo que le permitiría reeditar Empedocles) de un modo muy
conveniente para el crítico de la vida en ciernes.
Ese elemento moderno influye, desde luego, en el traduc­
tor de Arnold. Como Amold señaló a propósito de los tra­

bo]
ductores de Homero, nuestra capacidad para leer correcta­
mente a un autor —leer correctamente es el requisito de la
traducción— depende de nuestra capacidad para sobreponer­
nos a nuestros hábitos de pensamiento ordinarios: el lector y
traductor de Arnold debe acercarse a su obra de la manera
más sencilla posible, sin tratar de apropiarse de su mundo ni
de entender al autor mejor de lo que el autor llegó a entender­
se a sí mismo, siguiendo sus propias reglas de lectura cuan­
do sean explícitas o destacándolas cuando se encuentren im­
plícitas en la escritura. La tarea es difícil si pensamos en la
complicación de las paradojas de Arnold en manos de Leo
Strauss o Derrida: cualquier lector de JerusaUny Atenas o Vio-
knciay metafísica agradecerá volver a Culturay anarquía aun­
que sólo sea para apreciar el encanto o el sentido del pasado
de un mundo felizmente perdido, y quien sepa apreciar la
crítica literaria en el ensayo sobre Shelley descubrirá, en la apro­
piación heideggeriana de Hólderlin, un asomo del charlata-
nism al que Arnold quiso cerrar el paso con su estudio de la poe­
sía. Una lectura correcta, como una traducción adecuada
tanto a la época original como a la época que la solicita, sería,
en última instancia, el fruto de una educación liberal, y su
posibilidad dependería menos de la influencia literaria de una
academia — que sus adversarios creyeron que era la intención
oculta de Arnold establecer en Inglaterra— que de una re­
flexión sobre las relaciones de la democracia con la educación
de la que los Cultural Studies de Raymond Williams y sus su­
cesores han sabido extraer las mejores consecuencias. En las
reflexiones de Arnold sobre la democracia —que compartían
con las de Tocquevílle el temor a que Europa se americani­
zara— hay un elemento mucho más moderno de lo que pro­
bablemente Arnold habría deseado al hacer del Estado una
agencia educativa y que se sobrepone al nacionalismo o a la
idea de la nacionalidad que Arnold mantuvo por encima de
las clases que dividían a la nación inglesa. La reflexión de Ar­
nold sobre la democracia y la educación comprende todas las
fases de su obra y se mantuvo en paralelo a los últimos ensa­
yos de crítica literaria, como un contrapeso a la sospecha de
ineficacia que recaería sobre la cultura o la poesía. En «Demo-
cracy» (redactado por primera vez en 1861 como prefacio a su
investigación sobre L a educación popular de Francia y reimpre­
so en 1879 y en 1883), «Equality» (1878) y, sobre todo, en su
discurso en Eton de 1882, Arnold insistiría en su concepción
solidaria de la cultura como lo mejor que se ha pensado y di­
cho en el mundo, una concepción de la que dependía en su
opinión el auténtico progreso del hombre hacia la perfección,
entendida como una obediencia escrupulosa a una serie de
aspiraciones diversas y, en última instancia, irreconciliables25.
Esa concepción solidaria de la cultura tendría su lado dulce
y luminoso en el Arnold «trascendentalista» — un eco de la
voz emersoniana que Arnold había oído en su juventud en
Oxford y que resonaría en la primera serie de los Essays in
Criticism— e Indagador, que hacía del desinterés y el desafec­
to las reglas de la crítica, y que se resumiría en su famosa
fórmula de la poesía como crítica de la vida. Pero tendría
también su lado más amargo y tenebroso en la separación de
márgenes (y ad homtnem de quienes quedaran al margen) por
en medio de los cuales debía discurrir una corriente princi­
pal, en la superación institucional del sectarismo y el provin­
cianismo en el esfuerzo por lograr un público, en los vaivenes
del diálogo de Amold y el monólogo del «profeta de la cultura»,
en la exigencia de totalidad que la cultura haría a una época
para eludir el unilateralismo religioso y en la amenaza de que
esa totalidad sólo fuera una vía de acceso para un catolicismo,
como el del cardenal Newman, con el que tanto la Iglesia de
Inglaterra como el liberalismo político mantenían vínculos
cada vez más estrechos.
¿Eran la cultura, la poesía y la religión los términos adecua­
dos para plantear el problema de Arnold? Sólo en contadas
ocasiones es posible comprender que, con las expresiones «es­
tudio de la poesía» o «crítica de la vida», lo que estaba en
juego en su obra era sencillamente lo que la antigüedad ha­

25 Véanse Matthew Arnold, «Democracy», en Democratic Education, ed.


de R. H. Super, CPW, vol. II, Ann Arbor, Michigan UP, 1962, págs. 1-30;
«Equality», en EssaysReligiousandM ixed, ed, de R. H. Super, CPW, vol. VIII,
Ann Arbor, Michigan UP, 1972, págs. 277-305 (pág. 277: «Quid Athenis
et Hierosolymisf... ¿Qué tienen Atenas y Jerusalén que ver entre sí?»), y
«A Speech at Eton», en English Literalure andlrish Politics, ed. de R. H. Super,
CPW, voL IX, Ann Arbor, Michigan UP, 1973, págs. 20-35.
bría llamado filosofía, y que los obstáculos naturales que la
filosofía siempre ha encontrado — aunque la experiencia
platónica en Inglaterra durante el siglo XIX, eminentemente
estética, fuera demasiado pobre al respecto para darse cuenta
de una manera cabal, sin que el utilitarismo o el neohegelia-
nismo fueran de ayuda en este terreno— habían quedado se­
pultados por una serie de obstáculos artificiales (la «maqui­
naria» arnoldiana), de modo que, si bien las aspiraciones de
la filosofía seguían siendo las mismas, el acceso a la filosofía
había cambiado necesariamente con el cambio mismo de los
obstáculos artificiales o accidentales a la filosofía. La contra­
posición entre los antiguos y los modernos esconde en su
seno una contraposición mucho más antigua entre la poesía o
la cultura o la religión y la filosofía, y la sospecha de ineficacia
de la cultura o de la religión como poesía inconsciente — o de la
mera eficacia de la poesía de Wordsworth para el cultivo de
los sentimientos— no abandonaría nunca al autor de Cultura
y anarquía. Si Marco Aurelio había sido el único escritor de
la antigüedad al que Arnoid había dedicado un ensayo, Spi­
noza sería el único filósofo sobre el que Amold manifestaría
una preocupación especial. Que un defensor de la cultura clá­
sica omitiera a autores más importantes que el emperador fi­
lósofo parece corresponderse con el hecho de que Spinoza
omitiera a Platón y a Aristóteles de sus consideraciones. Si
con Marco Aurelio podía aprenderse a leer para vivir y no a
vivir para leer, con Spipoza la lectura era la condición de
la propia filosofía, y el Tratado teológico-potítico adquiría así,
para Arnoid, la importancia central que no concedería a nin­
guna otra obra de pensamiento. El Tratado teológico-político era
una interpretación de la Biblia, y lo que Spinoza pensaba so­
bre la Biblia y su inspiración — sobre la eficacia completa de
la poesía, de la cultura y de la religión— era el punto central
de interés para un «lector inglés». Para un lector inglés como
Arnoid, la filosofía de Spinoza proporcionaba una corrección
fundamental: la Biblia —la Escritura por antonomasia y la
lectura que habían establecido las instituciones de la nación
inglesa— era un gran malentendido y, al mismo tiempo, una
prueba insuperable para cualquier crítico que tratara de acla­
rarlo. «El verdadero poder de un filósofo sobre la humanidad
— escribió Amold— no reside en sus fórmulas metafísicas,
sino en el espíritu y en las tendencias que le han llevado a
adoptar esas fórmulas», y el espíritu y las tendencias que lle­
varon a Arnold a establecer sus fórmulas (cultura y anarquía,
dulzura y luz, estudio de la poesía, crítica de la vida) coincidi­
rían en lo esencial con la conservación spinoziana, en el cora­
zón de la filosofía moderna, «del nombre de Dios»26.
Pero eí interés de Arnold por Spinoza forma parte de las
muchas controversias en las que tuvo que intervenir, bien por
haberlas suscitado él mismo, bien por sentirse responsable de
ellas. La ocasión de una mala traducción del Tractatus al in­
glés y la polémica con el obispo del Natal sobre las conse­
cuencias de la crítica de la religión desvirtuarían considerable­
mente la prudencia con la que Spinoza había presentado su
interpretación de la Biblia. Si a Arnold le interesaba más Spi­
noza («qué tipo de espíritu era», como le confesó a su madre
en un carta llena de salvedades) que sus doctrinas, a nosotros
puede ocurrimos lo mismo, e interesamos más Arnold, y el
espíritu que encarnaba, que la interpretación de Spinoza que
Arnold ofrecía a un público inglés al que consideraba, citan­
do a Goethe, eigentÜcb ohneIntelligenz. La falta de inteligencia deí
público inglés podría explicar que Arnold no reparase por
completo en que el Tractatus era una obra escrita para lectores
filosóficos. La traducción del Tractatus plantea una serie de
inconvenientes que no plantea la traducción de Culturay
anarquía, Parafraseando a Amold, podríamos decir que el
poeta o crítico de la vida Victoriano fracasó en su comentario
de Spinoza porque no pudo abstenerse de interponer un libre
juego del pensamiento entre su objeto y su expresión.

24 Véase Matthew Arnold, «The Bishop and the Philosopher», «Tractatus


Tbealogico-Politicus», «Dr. Stanley’s Lectures on Jewish Church» y «Spino­
za and the Bible», en Lectures & Essays in Crilicism, ed. de R. H. Super,
CPW, vol. III, Aun Arbor, Michigan UP, 1962 (págs. ■445-446 para la carta
de Amold sobre Spinoza que m encionam os después). Cfr. Leo Strauss,
«How to Study Spinoza’s Theologico-Politual Tretatise», en Persecution and ibe
ArtofW riting (1952), Chicago UP, 1988.
Culture and Anarchy: An Essay in Política1 and Social Criticism
(Culturay anarquía. Ensayo de crítica política y social) se publicó
por primera vez en 1869. El primer capítulo había sido la últi­
ma de las lecciones que Matthew Amold impartió en la cátedra
de poesía de Oxford, con el título «Culture and Its Enemies»
(La cultura y sus enemigos). Su publicación en julio de 1867 en
CombiüMagazine suscitaría una enorme controversia, a la que
Amold respondió a lo largo de 1868 con una serie de artículos,
titulada «Culture and Authority» (Culturay autoridad), que cons­
tituiría el grueso del libro, al que Amold antepondría un Prefa­
cio. En 1875 apareció una segunda edición, en la que el autor
introdujo numerosos cambios y dio a cada uno de los capítulos
el título que ahora tiene. En 1882 apareció una tercera edición,
reimpresa al año siguiente junto a A Ftiendship’s Garland (Guir­
nalda de amistad). Desde la muerte de Amold, Culturay anar­
quía se ha reeditado en numerosas ocasiones. En 1932, J. Dover
Wilson publicó una edición critica en Cambridge, basada fun­
damentalmente en la edición de 1869, en la que, sin embar­
go, introducía algunas, pero no todas ni advirtiendo siempre
de ello, de las variantes de las ediciones posteriores. La versión
autorizada es la de R. H. Super, incluida en su edición de las
Complete Prose Works of Matthew Amold (Ann Arbor, Michi­
gan UP, 1960-1977), que se basa en la edición de 1883, la últi­
ma que Amold revisó. Culturay anarquía se encuentra en el
vol. V (1965), junto a A Friendship’s Garland and Some Literary
Essays. Las ediciones criticas más recientes son las de Stefan
Collini (Culture and Anaróy and Other Writings [«Democracy»
(1861), «The Function o f Criticism at the presentTime» (1864),
«Equality» (1868)], Cambridge Texis in the History o f Political
Thought, Cambridge, Cambridge UP, 1993), Samuel Lipman
(Culture and Anarcby, Rethinking the Western Traditiou, New
Haven, Yale UP, 1994, que incluye una serie de apreciaciones
contemporáneas de Arnold y de su obra) y Jane Gamett (Cul­
ture andAnarcby, Oxford World’s Classics, Oxford, Oxford UP,
2006, que incluye como apéndice la reseña de Henry Sidgwick
al primer capítulo del libro cuando se publicó en forma de ar­
tículo, «The Prophet o f Culture» [1867]). Las ediciones de Lip­
man y Gamett reproducen la edición de 1869. «Leer la edición
de 1869 —explica Garnett— es volver a captar algo de la inme­
diatez del debate» (pág. xxx). Collini, por su parte, se basa en la
edición de Super y relega, como Super, el Prefacio al final, con­
siderando que, de este modo, el lector tiene una impresión
cronológica más precisa de la argumentación de Amold. En
cierto modo, los editores han sido tan fieles al texto original
como al contexto de su propia edición (una colección dedicada
a volver a pensar la tradición occidental, otra de textos clásicos
y una tercera de textos políticos, respectivamente).
Nuestra edición se basa en la edición de Super (es decir, la
edición de Arnold de 1883), si bien hemos considerado
que el Prefacio debe leerse al principio —pues así fue como
Arnold editó el libro qua libro—, y registra todas las variantes
editoriales que tienen sentido en una traducción. Mantene­
mos el título de los capítulos. Entre corchetes y en nota a pie
de página advertimos las variantes. En eí resto de las notas
ofrecemos los datos indispensables. «Un libro — escribió Leo
Strauss, un arnoldiano del siglo xx— que requiere para su
adecuada comprensión el uso, es decir, la preservación de to­
das las bibliotecas y archivos que albergan la información que
le fue de utilidad a su autor, no merece ser escrito ni leído, y
desde luego no merece sobrevivir a su autor». Culturay anar­
quía es, de todos los libros de Amold, el único que probable"
mente sobrevivirá a su autor, y merece ser leído porque me­
reció ser escrito.
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Vol. V, Culture and Anarchy; with A Friendskip’s Garland and Some
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Vol. VII, God and the Bible (1970).
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CULTURA Y ANARQUÍA.
ENSAYO D E CRÍTICA POLÍTICA Y SO CIAL
1 «Sed, pues, perfectos», Mateo 5,48. Arnoid cita por la Vuígata, El lema
apareció en la segunda edición de Culturay anarquía en 1875.
propósito principal al escribir este prefacio es di­

M
I
rigir una palabra de exhortación a la Sociedad
para el Fomento del Conocimiento Cristiano2. En
el ensayo que sigue, el lector encontrará citado con frecuen­
cia al obispo Wilson3. Para mí y para los miembros de la
Sociedad para el Fomento del Conocimiento Cristiano, su
nombre y sus escritos siguen siendo, sin duda, familiares.
Pero el mundo se aleja rápidamente de personas desfasadas
como ésas, y me ha consternado saber hace poco que un
brillante y distinguido partidario de las ciencias naturales
nunca había oído hablar del obispo Wilson e imaginaba que
me lo había inventado. En un momento en que los Tribuna­
les de Justicia acaban de retirar el embargo sobre la religión
recreativa que mi dotado amigo y otros practicaban los do­
mingos, y cuando St, Martin’s Hall y la Alhambra volverán
a resonar muy pronto con la elocuencia del pulpito, resulta
angustioso pensar que las nuevas luminarias no sólo tienen,
en general, una opinión muy pobre de los predicadores de la

1 La SocietyforPromoting Christian Knowkdge se fundó en 1699 para pro­


mover la construcción de escuelas y distribuir Biblias y libros religiosos.
3 Thomas Wilson (1663-1755), obispo de Sodor y Man. Sus obras fue­
ron difundidas por John Keble, padrino de Arnoid, y el cardenal Newman,
y Thomas Arnoid poseía un ejemplar de sus Maxims en su biblioteca, don­
de Arnoid lo encontró en 1866. En general, sin embargo, era tan poco co­
nocido ya en el siglo XIX que Thomas Huxley, el «brillante y distinguido
partidario de las ciencias naturales» que instituyó una serie de conferencias
en domingo, y a quién se alude después, llegó a pensar que era una inven­
ción de Arnoid.
antigua religión, sino que la tienen sin conocer lo mejor que
esos predicadores hacían. Que sea así en este caso se debe en
parte, desde luego, a la negligencia de la Sociedad para el
Conocimiento Cristiano. En los viejos tiempos solía impri­
mir y difundir las Máximas depiedady cristianismo del obispo
Wilson. El ejemplar de esa obra que manejo es una de sus
publicaciones y lleva su sello y la conocida encuadernación
de cuero marrón tan familiar en nuestra infancia, pero la
fecha de mi ejemplar es 1812. No conozco otros ejemplares
y creo que la obra ya no es de las que la Sociedad imprime y
pone en circulación. De ahí el error, que confieso que perso­
nalmente me resulta adulador, aunque en sí mismo sea la­
mentable, del distinguido científico mencionado.
Pero las Máximas del obispo Wilson merecerían circular
como un libro religioso, no sólo en comparación con las carre­
tadas de basura que en la actualidad circulan con esa deno­
minación, sino por sí mismo e incluso en comparación con
las demás obras del autor. Aventajan a las más conocidas Sa­
cra Privata en que las preparó para su propio uso, mientras
que preparó las Sacra Privata para el uso público. Las M áxi­
mas no estaban pensadas para ser impresas y, por ese motivo,
contienen, como una obra, sin duda, de emoción y poder
más profundos —las Meditaciones de Marco Aurelio—, algo
peculiarmente sincero y genuino. Algunos de los mejores pa­
sajes de las Máximas han pasado a las Sacra Privata. Sin em­
bargo, en las Máximas los encontramos como surgieron por
primera vez y, si en las Sacra Privata el escritor suele hablar
como miembro del clero, en las Máximas habla casi siem­
pre como un hombre. No estoy diciendo una sola palabra
contra las SAcra Privata, por las que tengo el mayor respeto,
pero las Máximas me siguen pareciendo un libro mejor y más
edificante. Habrían de ser leídas, como joubert dice que ha­
bría que leer a Nicoíe, con un resuelto propósito práctico4.
El lector dejará a un lado cosas que, por el paso del tiempo y
el punto de vista distinto que el paso del tiempo inevita­

A Ainold dedicó a Joseph Joubert (1754-1824) uno de sus Essays in Criti-


cism (1865) y recalcaría en sus cuadernos su idea de leer con un propósito
práctico.
blemente trae consigo, ya no serán apropiadas para él, pero
quedará lo suficiente para servir de ejemplo de lo mejor, tal
vez, que nuestra nación y nuestra raza puedan llevar a cabo
en el terreno de la escritura religiosa. El señor Michelet nos ha
reprochado que, a pesar de todas las dudas sobre el verdadero
autor de la Imitación, nadie haya soñado con atribuírselas a un
inglés5. Es cierto que un inglés no habría podido escribir la
Imitación; es difícil encontrar en nuestra naturaleza la delica­
deza religiosa y el profundo ascetismo de ese libro admirable.
Serla más censurable para nosotros que, en poesía, que re­
quiere, no menos que la religión, una verdadera delicadeza de
percepción espiritual, nuestra raza no hubiera llevado a cabo
grandes cosas y que la Imitación, exquisita como es, no perte­
neciera, como he señalado en otra parte, a una clase de obras
en las que se ha perdido el perfecto equilibrio de la naturaleza
humana y que, por tanto, albergan, como producciones espi­
rituales, algo excesivo y morboso en sus contenidos y en su
forma, algo que no es del todo sano. En una categoría infe­
rior a la de la Imitación, que despierta en nuestra naturaleza
acordes menos poéticos y delicados, las Máximas del obispo
Wüson son, como obra religiosa, mucho más sólidas. Al ar­
dor y la unción más sinceros, el obispo Wilson une, en las
Máximas, la franca honradez y el sano sentido común que
nuestra raza inglesa ha aplicado tan poderosamente a las im­
posibilidades divinas de la religión, con los cuales ha llevado
la religión a la vida práctica y desempeñado su parte en la
promoción del reino de Dios sobre la tierra.
Con ardor y unción religiosa, como sabemos, se puede ser
fanático; con honradez y sentido común se puede ser prosai­
co, y el fruto de la honradez y el sentido común unido al
ardor y la unción suele ser con frecuencia una religión prosai­
ca defendida con fanatismo. La excelencia del obispo Wilson
reside en un equilibrio de las cuatro cualidades en toda su
plenitud y perfección, lo que hace imposible ese resultado
adverso. Su unción es tan perfecta, tan felizmente vinculada a
su sentido común, que se convierte en ternura y ferviente

5 Se trata de la Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis (1380-1471), una


de las obras predilectas de Arnold.
caridad. Su sentido común es tan perfecto, tan felizmente
vinculado a su unción, que se convierte en moderación e in­
tuición. Aunque, en consecuencia, el tipo de religión que ex­
hibe en sus Máximas sea inglés, es de un tipo mucho más
elevado que el alcanzado en general por los paisanos del obispo
Wilson; sin embargo, siendo ingleses, podrían adquirirlo. Ter­
mino como empezaba, diciendo que la Sociedad para el Fo­
mento del Conocimiento Cristiano no debería permitir que
una obra de esa clase estuviera agotada y fuera de la circulación.
Paso ahora a las cuestiones examinadas en el siguiente en­
sayo. La finalidad del ensayo reside en recomendar la cultura
como la gran ayuda en nuestras dificultas actuales: la cultu­
ra es la búsqueda de nuestra perfección completa y su medio
es tratar de saber, en todas las cuestiones que más nos concier­
nen, lo mejor que se ha pensado y dicho en el mundo; me­
diante ese conocimiento, una corriente de pensamiento fres­
co y libre atravesará nuestra reserva de nociones y hábitos,
que ahora aplicamos firme, pero mecánicamente, imaginan­
do en vano que hay un virtud en aplicarlos firmemente que
resarce del error de aplicarlos mecánicamente. Ésa, y sólo ésa,
es la finalidad del siguiente ensayo. [Vuelvo a decir aquí lo
que he dicho en las páginas que siguen, que, por las faltas y
debilidades de las personas que tratan con los libros, cierta
noción de algo libresco, pedante y fútil ha quedado unida a la
palabra cultura y que es una lástima que no podamos usar
una palabra perfectamente libre de toda sombra de reproche.
Sin embargo, por fútiles que sean tantas de las personas que
tratan con los libros y por inútiles que los libros y la lectura se
muestren para acercar a la perfección a quienes los usan, creo
que, cuanto más vivimos, más habría de sorprendemos descu­
brir hasta qué punto, en nuestra sociedad actual, la solidez y
el valor de la vida cotidiana del hombre dependen de que lea
cada día y, aún más, de lo que lea. Quien se examine a sí mis­
mo se dará cuenta cada vez más de la diferencia que supone
para él, al final de un día cualquiera, haberse dedicado a sus
ocupaciones sin haber leído en absoluto y si, de haber leído
algo, sólo han sido los periódicos. Esa es una cuestión que
afecta a la experiencia y la conciencia personal de cada hom­
bre. Si un hombre sin libros ni lectura, o que sólo lee sus
cartas y los periódicos, mantiene, sin embargo, un fresco y li­
bre intercambio de su reserva de nociones y hábitos con los
mejores pensamientos, tendrá cultura. Tendrá aquello por lo
que apreciamos y recomendamos la cultura; tendrá lo que, en
este momento, tratamos de que la cultura nos dé. Esa opera­
ción interior es la verdadera vida y esencia de la cultura según
la concebimos. Sin embargo, no es fácil configurar nuestro
discurso sobre la operación de la cultura de modo que evite­
mos el malentendido frecuente por el que la interioridad
esencial de esa operación se pierde de vista.]6 La cultura que
recomendamos es, sobre todo, una operación interior.
Pero a menudo se supone que, cuando criticamos con ayu­
da de la cultura una u otra acción imperfecta, tenemos a la
vista un conocido plan alternativo que nos gustaría ofrecer y
recomendar. Debido, por ejemplo, a que señalamos libremen­
te los peligros e inconvenientes a los que se expone nuestra
literatura en ausencia de un centro de gusto y autoridad como
la Academia francesa, se dice constantemente que queremos
introducir en Inglaterra una institución como la Academia
francesa7. Expresamente hemos declarado que no queremos
nada semejante, pero adviértase que precisamente nuestro
culto a la maquinaria®, y a los actos externos, suscita esa acu­
sación y que la interioridad de la cultura nos permite captar,
para advertirlas y remediarlas, las faltas a las que nos condu­
ce nuestra carencia de una academia, y, a la vez, nos impide
confiar en un brazo carnal, como dicen los puritanos, y volar
ciegamente hacia esa maquinaria externa de una academia
para ayudarnos a nosotros mismos. Pues la cultura misma y el
libre juego interior del pensamiento, que enseñan que la
ausencia de una academia engendra y fortalece el estilo corin­
tio o los caprichos del Lenguaje Primordial9, nos enseñan

4 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.


7 Arnold dedicó un ensayo a «The Literaiy Influence o f Academies» en
sus Essays tn Criticism (1865), donde insistiría en que la Academia podría
corregir la tendencia al provincianismo de la literatura inglesa,
s Machinety, en el original. Es uno de los términos clave de Arnold, al
que opondría la cultura.
9 En «The Literary Influence o f Academies», Arnold había caracterizado
el «estilo corintio» del periodismo contemporáneo y se había referido a The
también que ninguna academia, hasta donde es probable que
llegáramos, podría remediarlo. Cualquiera que conozca las
características de nuestra vida nacional, y las tendencias discu­
tidas plenamente en las páginas siguientes, sabrá exactamente
lo que sería una academia inglesa. Podríamos tener una ima­
gen de la familia feliz con tanta claridad como si ya se hubiera
constituido. Lord Stanhope, el deán de San Pablo, el obispo
de Oxford, el señor Gladstone, el deán de Westminster, el se­
ñor Froude, el señor Henry Reeve, todo cuanto es influyente,
consumado y distinguido, y luego, una hermosa mañana, una
insatisfacción de la opinión pública respecto a esa brillante y
selecta reunión, un aluvión de importantes artículos corintios
y una irrupción del señor G. A. Sala10. Desde luego no es eso
lo que nos vendría bien. Las mismas faltas, la ausencia de
toda sensibilidad de conciencia intelectual, la incredulidad
en la recta razón, el disgusto de la autoridad, que han impedi­
do que tengamos una academia y perjudicado nuestra literatu­
ra, nos impedirían también que constituyéramos una acade­
mia, si la estableciéramos, que las corrigiera. La cultura, que nos
enseña las faltas que hay que corregir, también nos enseña eso.
[Un malentendido parecido, de nuevo, ha llevado al señor
Oscar Browning, profesor ayudante en Eton, a salir en defen­
sa de Eton en la Quarlerty Review, como si yo hubiera atacado
a Eton, porque he dicho, en un libro sobre las escuelas extran­
jeras, que una persona podría preferir enseñar sus tres o cuatro
horas al día sin mantener una casa de huéspedes, y que hay
un gran peligro en preparar a muchachitos de ocho o diez
años y hacerlos competir como un objeto de gran valor para
sus padres y, además, que la producción y distribución de li­
bros de texto,en Inglaterra necesita que una autoridad compe-

Ont PrimevalLanguage (1851-1854), de Charles Forster, que Emest Renán ha­


bía ridiculizado en Francia a pesar del prestigio que aqué! tenía en Inglaterra.
10 Lord Stanhope (1805-1875), historiador y estadista; el deán Wilman.
de San Pablo; Samuel Wilberforce (1805-1873), obispo de Oxford y de
Winchester; Wílliam Ewart Gladstone (1809-1898), primer ministro liberal
en la época en que Arnold escribió Cultura y anarquía; Arthur Penrhyn
Stanley (1815-1881), deán de Westminster y biógrafo de Thomas Arnold;
James Anthony Froude (1818-1894), historiador y ensayista; Henry Reeve
(1813-1895), periodista y traductor de D e/a démocratk m Amérique de Alexis
de Tocqueville; George Augustus Sala (1828-1896), periodista.

[So]
tente ios regule. El señor Oscar Browning nos da a entender
que, en Eton, él y otros, con perfecta satisfacción pata sí mis­
mos y el público, combinan las funciones de enseñar y man­
tener una casa de huéspedes; que conoce a personas excelentes
(ya podría, desde luego, pues me han dicho que uno de ellos
es hermano suyo) que se dedican a preparar a los muchachitos
para exámenes competitivos y que el resultado, probado en
Eton, es perfectamente satisfactorio. En cuanto a los libros de
texto, añade, por fin, que el doctor William Smith, el cultiva­
do y distinguido editor de la Quarterly Review, es, como se
sabe, el compilador de muchos y meritorios libros de texto.
Eso es lo que el señor Oscar Browning nos da a entender en
la Quarterly Review, y es imposible no leer con placer lo que
dice. ¿Qué podría dar un ejemplo mejor de esa franqueza y
confianza viril en nosotros mismos que se supone que nues­
tras grandes escuelas públicas, ninguna de ellas tanto como
Eton, inspiran, de esa boyante facilidad en erguir la cabe­
za, decir lo que opinamos y dejar de lado toda timidez y tor­
peza, que ver a un profesor ayudante de Eton ofreciéndose
como prueba de que combinar el mantenimiento de una casa
de huéspedes con la enseñanza es algo bueno y a su hermano
como prueba de que adiestrar para una carrera de competi­
ción a muchachitos es algo bueno? Nada, y nos damos cuenta
de que la franca confianza en sí mismo de Eton es contagiosa,
pues ¿no se las ha arreglado el señor Oscar Browning para
encender en el doctor William Smith (sin duda el más modes­
to de los hombres vivos, no adiestrado en Eton) el mismo
espíritu y hacerle insertar, en su Review, un elogio exagerado,
por así decirlo, de sus propios libros de texto, al declarar que
son (lo son) muchos y meritorios? Sin embargo, el señor Os­
car Browning se equivoca al pensar que yo querría demoler
Eton, y su repetición en defensa de Eton, con esa idea en la
cabeza, del tono de su heroico ancestro, el Oscar de Malvina,
según lo recuerda el poeta de la familia, Ossian, es innecesa­
ria. «El jabalí recorre sus tumbas, pero no turba su reposo.
Aún aman el esparcimiento de su juventud y se elevan en el
aire con gozo.» Lo que quería decir es que hay algo desagrada­
ble en unir el mantenimiento de una casa de huéspedes con
la enseñanza, y peligros en preparar para exámenes competiti­
vos a muchachitos, y charlatanismo y extravagancia en la pro­
ducción y distribución de nuestros libros de texto, Pero si el
señor Oscar Browning nos dice que, en su caso, se ha librado
felizmente de todo eso, y en el caso de su hermano, y en el
caso del doctor William Smith, entonces diré que eso era lo
que deseaba y que espero que otras personas sigan su buen
ejemplo. Sólo trato de que no permitamos que esas manchas
persistan por negligencia, amor propio o falta de un apropia­
do autocxamen.j:1
Esa clase de malentendido que acabamos de señalar es natu­
ral, como hemos dicho; sin embargo, nuestra utilidad depen­
de de que seamos capaces de despejarlo y convencerá quienes
mecánicamente ofrecen una reserva de nociones u operacio­
nes y, en consecuencia, se extravían, de que la tarea ola finali­
dad de la cultura no consisten en dar la victoria a un fetiche
rival, sino en dirigir una corriente de pensamiento fresco y li­
bre hacia el asunto en cuestión. En un tema de interés más
inmediato, precisamente ahora, que ninguno de los dos men­
cionados, prevalece el mismo malentendido y, hasta que se
disipe, la cultura no podrá hacer nada bueno al respecto.
Cuando criticamos la operación en curso para desmantelar la
Iglesia irlandesa, no mediante el poder de la razón y la justicia,
sino mediante el poder de la antipatía de los inconformistas
protestantes, ingleses y escoceses a esas instituciones, se nos
considera enemigos de los inconformistas, partidarios ciegos
de la Iglesia anglicana12, con el único deseo de ayudar al clero

!l Arnoid suprimió este pasaje en las ediciones de 1875 y posteriores.


William Smith (1813-1893) fue editor de la conservadora Quarterly Revirn,
en la que periódicamente se criticó a Arnoid. Oscar Browning (1837-1923)
fue profesor en Eton y juzgó severamente la tarea de Arnoid como inspec­
tor de educación. Arnoid alude al poema Ossian de james MacPherson:
Oscar es el hijo de Ossian y comparte con Browning cierto carácter preten­
cioso.
12 ... tbe Anglican Bstablhhmmt, «Establishment», en singular, significa la
Iglesia anglicana por antonomasia. El Oxford English Dictionaiy define
la palabra, en la actualidad, como «grupo social que ejerce autoridad o in­
fluencia y se resiste al cambio». Traducimos el término por «Iglesia» cuando
Arnoid lo emplea en singular o para referirse a la Iglesia anglicana, y por
«institución» o «instituciones» cuando lo emplea en plural o de manera ge­
nérica.
y perjudicar a ios disidentes. Debemos dedicar algo más que
unas pocas palabras a mostrar lo erróneo de esa acusación,
porque, si fuera cierta, estaríamos subvirtiendo nuestro propio
propósito y haciendo trampas con la cultura que nos había­
mos propuesto recomendar.
Desde luego, no somos enemigos de los inconformistas;
por el contrario, buscamos su perfección. Pero la cultura, que
es el estudio de la perfección, nos lleva, como hemos mostra­
do en las páginas siguientes, a concebir la verdadera perfec­
ción humana como una perfección armoniosa, que desarro­
lla todos los aspectos de nuestra humanidad y, como una
perfección general, desarrolla todas las partes de nuestra socie­
dad. Si un miembro sufre, los demás miembros han de sufrir
con él, y cuantos menos sean los que sigan el camino de la
salvación, más difícil será encontrar ese camino. Aunque
los inconformistas, sucesores y representantes de los purita­
nos que, como ellos, caminan firmemente gracias a la mejor
luz que tienen a su disposición, forman una gran parte de
cuanto es más fuerte y serio en esta nación y, en consecuen­
cia, atraen nuestro respeto e interés, todo cuanto, en lo que
sigue, se dice sobre eí hebraísmo y el helenismo tiene como
resultado principal mostrar que nuestros puritanos, antiguos
y modernos, no han añadido a su desvelo por seguir firme­
mente la mejor luz que tengan a su disposición el desvelo
por que esa luz no sea oscuridad, que han desarrollado un
aspecto de su humanidad en detrimento de los otros y que,
por tanto, se han convertido en personas incompletas y mu­
tiladas. No habiendo alcanzado la perfección armoniosa, no
pueden seguir el verdadero camino de la salvación. En con­
secuencia, ese camino es más difícil de encontrar para los
demás, la perfección general queda fuera de nuestro alcance
y los inconformistas aumentan la confusión y perplejidad en
que nuestra sociedad se afana, en lugar de reducirla. Aunque
alabamos y estimamos el celo de los inconformistas por se­
guir firmemente la mejor luz que tienen a su disposición y
deseamos no apartamos un ápice de ella, querríamos añadir
lo que llamamos dulzura y luz, y desarrollar toda su humani­
dad de una manera perfecta. Eso no implica ser enemigo de
los inconformistas.
Pero ahora, con esas ideas en la cabeza, llegamos a la opera­
ción para desmantelar la Iglesia irlandesa mediante el poder de
la antipatía de los inconformistas a las instituciones y dotacio­
nes religiosas. Vemos a estadistas liberales, para cuyos propósi­
tos esa antipatía resulta conveniente, adularlos todo cuanto
pueden, diciendo que, aunque no tienen la intención de poner
las manos en una institución eficiente y popular, como la Igle­
sia anglicana en Inglaterra, sin embargo, en abstracto es apro­
piado y bueno que la religión dependa del apoyo voluntario
de sus promotores y gane así en energía e independencia. El
señor Gladstone no tiene palabras suficientemente fuertes pa­
ra expresar su admiración por el rechazo de la ayuda del Esta­
do en el caso de los católicos romanos irlandeses, a los que
nunca se les ha pedido en serio que la acepten y que susci­
tarían una situación bastante embarazosa si la pidieran. Vemos
a políticos filosóficos con habilidad para seguir la corriente
[como el señor Baxter o el señor Buxton]13, y a teólogos filosó­
ficos con la misma habilidad [como el deán de Canterbury]14,
que tratan de darle un gran sello de generalidad y solemnidad
a esa antipatía de los inconformistas y vestirla como una ley
del progreso humano en el futuro. Desde luego, no hay nada
más agradable que seguir la corriente y, si pudiéramos, intenta­
ríamos tomar parte alegremente, a nuestra manera no sistemá­
tica, en tareas tan filosóficas y populares15. Pero hemos fijado
en nuestra opinión que lo que los inconformistas necesitan es
un desarrollo más pleno y armonioso de su humanidad y que
la estrechez, la unilateralidad y un carácter incompleto es lo
que más deben padecer. En una palabra, abundan en lo que
llamaremos provincianismo y se quedan cortos en lo que po­
dríamos Uarñar totalidad.

13 Arnold suprimió este pasaje en Ja edición de 1875 y posteriores.


William Baxter y Charles Buxton eran miembros del Parlamento y promo­
tores del desmantelamiento de la Iglesia irlandesa.
M Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. Ei
deán de Canterbury era Henry Alford, adversario de los inconformistas.
15 En la edición de 1869, Arnold había escrito: «Desdé luego, no hay
nada más agradable que seguir la corriente y, si pudiéramos, intentaríamos
ayudar alegremente, a nuestra manera no sistemática, al señor Baxter, a! se­
ñor Charles Buxton y al deán de Canterbury en tareas tan filosóficas y po­
pulares».
Se quedan más cortos que los miembros de las institucio­
nes. Las grandes obras con las que, no sólo en literatura, arte y
ciencia en general, sino en la propia religión, el espíritu huma­
no ha puesto de manifiesto su acercamiento a la totalidad y a
una perfección plena y armoniosa, y con las cuales ha estimu­
lado y contribuido a la perfección general del mundo, no pro­
vienen de los inconformistas, sino de quienes pertenecen a las
instituciones o se han educado en ellas. Un ministro inconfor-
mista, el reverendo Edward White, que ha escrito un panfleto
moderado y bien argumentado contra las instituciones ecle­
siásticas, dice que «las comunidades sin dotación y no institui­
das de Inglaterra ejercen una influencia plena, tan moral y en-
noblecedora sobre la conducta de los estadistas como la de la
Iglesia establecida y dotada»16. Eso depende de lo que quera­
mos decir con influencia moral y ennoblecedora. El creyente
en la organización tal vez piense que lograr un gobierno que
derogue las tasas eclesiásticas o legalice el matrimonio con la
hermana de la esposa difunta ejercerá una influencia moral y
ennoblecedora sobre el gobierno. Pero un amante de la perfec­
ción, que busca en la madurez interior las verdaderas fuentes
de la conducta, pensará seguramente que, igual que Shakes­
peare ha hecho más por la madurez interior de nuestros esta­
distas que el doctor Watts y, por tanto, ha hecho más por mo­
ralizarlos y ennoblecerlos, una institución que ha producido a
Hooker, Barrow, Butler, ha hecho más por moralizar y enno­
blecer a los estadistas ingleses y su conducta que las comunida­
des que han producido teólogos inconformistas. Las personas
más productivas del puritanismo e inconformismo inglés se
han educado bajo el palio de la Iglesia: Milton, Baxter, Wesley.
Una o dos generaciones fuera de la Iglesia y el puritanismo ya
no da a nadie de rango nacional. Con la misma doctrina y
disciplina, Escocia ha dado personas de rango nacional, pero
en una Iglesia. Con la misma doctrina y disciplina, Alemania,
Suiza y Francia han dado personas de rango nacional e incluso
europeo, pero en las instituciones. Sólo dos disciplinas religio­
sas parecen exentas, o relativamente exentas, de la operación

6 Edward "White (1819-1898), con quien Arnold mantuvo correspon­


dencia a propósito de los inconformistas.
de la ley que parece prohibir la preparación de personas de la
más elevada significación espiritual fuera de las Iglesias nacio­
nales. Son los católicos romanos y los judíos. Ambos descan­
san en instituciones que, aunque no sean nacionales, son cos­
mopolitas, y, tal vez en este caso, lo que el individuo no pierde
con esas condiciones de su preparación, lo pierdan el ciudada­
no y el Estado del que es ciudadano.
¿Cuál puede ser, entonces, la razón del innegable provin­
cianismo de los puritanos ingleses y los inconformistas pro­
testantes [un provincianismo que tiene dos tipos principales,
uno amargo y otro pulido, aunque en ambos sea vulgar y
amenace la plena perfección de nuestra humanidad]I7? Hom­
bres de genio y carácter han nacido y se han educado en ese
medio como en cualquier otro. Esos hombres estarán siempre
relativamente libres de las faltas de las masas y suscitarán siem­
pre nuestro interés; sin embargo, en ese medio parecen tener
una especial dificultad en atravesar lo que los limita y desarro­
llar su totalidad. Seguramente la razón es que el inconformis­
ta no está en contacto con la corriente principal de la vida
nacional, como lo está el miembro de una institución. En una
cuestión tan profunda y vital como la religión, esa separación
de la corriente principal de la vida nacional tiene una impor­
tancia peculiar. En el siguiente ensayo hemos discutido en
profundidad nuestra tendencia a lo que llamamos hebraizar,
es decir, a sacrificar todos los aspectos de nuestro ser al religio­
so. Esa tendencia tiene su causa en la belleza divina y en la
grandeza de la religión, y aporta un afectuoso testimonio de
ambas. Pero hemos visto que entraña peligros para nosotros,
hemos visto que conduce a un crecimiento estrecho y sesgado
de nuestro propio aspecto religioso y a un fracaso en la perfec­
ción. Si tendemos a hebraizar incluso en una institución, con
la corriente principal de la vida nacional fluyendo a nuestro
alrededor y recordándonos de todas las maneras la variedad y
plenitud de la existencia humana— mediante una Iglesia que
es histórica como lo es el Estado mismo, y cuyo orden, cere­
monias y monumentos superan, como los del Estado, nues­
tras fantasías y recursos, y mediante instituciones como las

17 Arnoid suprimió este pasaje en Ja edición de 1875 y posteriores.


universidades, formadas para defender y promover la cultura
y el desarrollo multilateral que al hebraizar corremos el peli­
gro de olvidar-—, mucho más tenderemos a hacerlo cuando
carezcamos de esas prevenciones. Podríamos decir que ser
educado como miembro de una Iglesia nacional es en sí mis­
mo una lección de moderación religiosa y una ayuda para la
cultura y la perfección armoniosa. En lugar de batallar por sus
formas personales de expresar lo inexpresable y definir lo in­
definible, un hombre adoptará las más recomendables para la
vida religiosa de su nación, y mientras esté seguro de que el
aspecto religioso de su naturaleza encontrará satisfacción con
esas formas, tendrá tiempo y calma para satisfacer otros aspec­
tos de su naturaleza.
¡Qué diferencia con una comunidad inconformista o cuya
religión se ha hecho a sí misma! Las eigenegrosse Etfindungen
del sectario, como las llama Goethe, los valiosos descubri­
mientos de cada uno de ellos y de sus amigos para expresar lo
inexpresable y definir lo indefinible de una forma peculiar, les
ocuparán por entero en la medida en que lo han escogido así
y son personalmente responsables de ello. El sectario está ce­
loso por batallar por ellos y afirmarlos, pues al afirmarlos se
afirma a sí mismo, algo que a todos nos gusta. Otros aspectos
de su ser quedan descuidados, porque la condición de auto-
afirmación y desafío que ha escogido para sí mismo ha con­
vertido el aspecto religioso, que en todos los hombres serios
tiende a predominar sobre los demás aspectos espirituales, en
algo absorbente y tiránico. Confunde lo que no es esencial
en la religión con lo esencial, y estará dispuesto a hacerlo mil
veces porque lo ha escogido para sí mismo. Todo eso apenas
le deja tiempo o inclinación para la cultura, para la que, por
otra parte, carece de otras instituciones que no sean las suyas
que lo inviten, como las universidades relacionadas con la
Iglesia nacional, y sólo cuenta con instituciones que, como el
orden y la disciplina de su religión, ha inventado para sí mis­
mo, como hemos visto, bajo la influencia de las estrechas y
tiránicas nociones de religión que preconiza. Mientras que
una institución nacional de la religión favorece la totalidad,
las formas clandestinas de religión (para usar un expresivo tér­
mino popular) favorecen inevitablemente el provincianismo.
Pero los inconformistas, y muchos de nuestros amigos libe­
rales con ellos, tienen un plan plausible para librarse de ese
provincianismo, si es que existe, lo que difícilmente podrían
negar, «¡Subamos todos al mismo barco —gritan— , abrid las
universidades a todos y que no haya ninguna institución reli­
giosa!» Abriremos las universidades por todos los medios,
pero, en lo que concierne al segundo punto sobre las institu­
ciones, examinemos detenidamente la proposición. A prime­
ra vista se parece a aquella proposición del zorro que había
perdido su cola de que todos los zorros estuvieran en e! mis­
mo caso mediante un corte general de colas, y ya sabemos
que los moralistas han decidido que lo correcto no era adop­
tar esa plausible sugerencia, y cortarles las colas a todos, sino
dejar que los demás zorros conservaran las suyas y que el
zorro sin cola consiguiera una. Podemos inclinarnos a sugerir
que, para curar el mal del provincianismo de los inconformis­
tas, lo correcto no será que nos volvamos todos provincianos.
Sin embargo, tal vez no nos volvamos provincianos. El se­
ñor White dice que, probablemente, «cuando todas las bue­
nas personas se encuentren en condiciones de igualdad reli­
giosa y toda la complicada iniquidad de la influencia política
del gobierno eclesiástico se haya despejado, la acción de los
estadistas recibirá una influencia más moral y ennoblecedora
que nunca».
Tenemos un ejemplo de igualdad religiosa en nuestras colo­
nias. «En las colonias — dice el Times— vemos comunidades
religiosas fuera del control del Estado y al Estado aliviado de
una de las responsabilidades más controvertidas e irritantes.»
Pero América es el gran ejemplo que alegan quienes están en
contra de laí instituciones religiosas. Nuestro tema, en este
momento, es la influencia de las instituciones religiosas sobre
la cultura, y hemos de advertir que el señor Bright, que últi­
mamente, como es sabido, se ha convertido en representante,
sobre todo en su condición de defensor de la razón y de la
simple verdad natural de las cosas, y en su conducta como
promotor del crecimiento de la inteligencia, de los propósitos
de la cultura, ha captado lo esencial de nuestro tema en un
discurso en Birmingham sobre la educación en el que dijo:
«Creo que el pueblo de los Estados Unidos ha ofrecido al
mundo una instrucción más valiosa durante los últimos cua­
renta años que toda Europa junta»18. América, sin institucio­
nes religiosas, parece ir por delante de todos nosotros, incluso
en la luz y las cosas de la mente19.
Por otra parte, otro amigo de la razón y de la simple verdad
natural de las cosas, el señor Renán, dice de América, en un
libro que ha publicado recientemente, algo que entra en con­
flicto violentamente con lo que dice el señor Bright. El señor
Bright afirma que los Estados Unidos no sólo han instruido
a Europa, sino que lo han hecho sin un gran aparato de ense­
ñanza superior y científica, mediante la fuerza de todas las
clases en América, «suficientemente educadas para ser capaces
de leer y comprender y pensar, y mantengo que ése es el fun­
damento de todo progreso posterior». Entonces llega el señor
Renán y dice: «La instrucción sólida de un pueblo es el efecto
de la alta cultura de ciertas clases. Los pakes que, como l'os Esta­
dos Unidos, han creado una enseñanza considerablemente, popular
sin una instrucción superior seria, tendrán que expiar durante mucho
tiempo esa falta con su mediocridad intelectual, su vulgaridad de
costumbres, su espíritu supetficialy sufalta de inteligenciageneral»10.
¿A cuál de estos dos amigos de la luz hemos de creer?21 El
señor Renán parece tener más a la vista lo que nosotros mis­
mos queremos decir con cultura, pues el señor Bright está
siempre pendiente de lo que llama «un recomendable interés»
en política y en las agitaciones políticas. Como dijo el otro
día en Birmingham: «En este momento — de hecho, diría que

18 John Bright (1811-1889), cuáquero y político radical, miembro del


Parlamento y defensor de casi todas las causas reformistas en Inglaterra du­
rante el siglo XIX.
19 En 3a edición de 1869, Arnoid había escrito: «América, sin institucio­
nes religiosas, parece ir por delante de todos nosotros en cultura totalidad,
y ésos son los remedios del provincianismo».
20 «Les pays qui, comme íes États-Unis, ont créé un enseígnement popu-
laire considerable sans instruction supérieure sérieuse, expieront iongtemps
encore cette faute par leur médiocrité intellectuelle, leur grossiéreté de
moeura, leur esprit superficiel, leur manque d’intelligence générale». [Cursi­
va y nota de Arnoid]. Ernest Renán (1823-1892), teólogo, historiador y filó­
sofo francés, con quien Arnoid mantendría una relación de admiración y
reserva.
21 En la edición de 1869, Arnoid había escrito: «¿A cuál de estos dos
amigos de la cultura hemos de creer?».

[Sí>]
en cualquier momento en la historia de un país libre—, no
hay nada tan digno de discutir como la política». Con todos
los poderes de su noble oratoria, repite la vieja historia de que
a la previsión e inteligencia de la gente de las grandes ciudades
debemos todos los adelantos de los últimos treinta años, y
que esos adelantos han consistido hasta ahora en la reforma
parlamentaria, el librecambio y la abolición de las tasas ecle­
siásticas, y que ahora habrán de consistir en librarnos de los
miembros de la minoría y en introducir una mesa de desayu­
no gratis y abolir la Iglesia irlandesa mediante el poder de la
antipatía de los inconformistas a las instituciones, y muchas
más cosas por el estilo. Aunque nuestro pauperismo e igno­
rancia, y todas las cuestiones llamadas sociales, parecen estar
imponiéndose a sus consideraciones, sigue glorificando las
grandes ciudades, a los liberales y sus operaciones de los últi­
mos treinta años. No parece habérsele ocurrido que el agitado
estado de nuestra vida social tenga algo que ver con los trein­
ta años de ciego culto de sus panaceas y las de nuestros ami­
gos liberales, ni que todo ello suscite algunas dudas sobre la
suficiencia de ese culto. Por el contrario, el señor Bright pien­
sa que lo que falta se debe a la estupidez de los Caries y que la
previsión e inteligencia de las grandes ciudades, y la continui­
dad gloriosa de las operaciones políticas de los liberales, lo
remediarán como antes o se remediará solo. Ya vemos a
lo que se refiere el señor Bright con previsión e inteligencia
y de qué modo, en su opinión, prosperaremos con ellas. Sin-
duda, en América todas las clases leen su periódico y tienen
un recomendable interés en política, más que aquí o en nin­
gún otro lugar de Europa.
Pero en el ensayo que sigue hemos tenido que dudar de la
suficiencia de toda esa operación política, mantenida mecáni­
camente como la mantiene nuestra raza, y hemos descubierto
que la inteligencia general, como la llama el señor Renán, o,
como decimos nosotros, la atención a la razón de las cosas22,
es precisamente de lo que carecemos, y carecemos de ella por­

22 En la edición de 1869, Arnold había escrito: «o, como decimos noso­


tros, la referencia de todo nuestro obrar a una firme ley inteligible de las
cosas».
que adoramos devotamente nuestra maquinaria. En conse­
cuencia, concluimos que el señor Renán, más que el señor
Bright, quiere decir con razón e inteligencia lo mismo que
nosotros. Cuando el señor Renán dice que América, el hogar
escogido de ios periódicos y la política, carece de inteligencia
general, pensamos que es probable, dadas las circunstan­
cias del caso, que sea así y que, en las cosas de la mente, en
cultura y totalidad, América, en lugar de superarnos, se quede
corta.
Para mantener nuestro punto de vista sobre la influencia de
las instituciones religiosas en la cultura y un elevado desarro­
llo de nuestra humanidad, seguramente encontraremos razo­
nes por las cuales, a pesar de su energía y hermosos dones,
América no muestra más señales de ese desarrollo ni más pro­
mesas al respecto. En el ensayo siguiente se verá que nuestra
sociedad se distribuye entre bárbaros, filisteos y populacho, y
América está como nosotros, con los bárbaros fuera y el po­
pulacho cerca. Eso deja a los filisteos como el gran cuerpo de
la nación, una clase de filisteos más vivaz que la nuestra, sin
el apremio y el falso ideal de los bárbaros y entregada a sí mis­
ma y a todo su empuje. Como hemos descubierto que la par­
te más fuerte y vital del filisteísmo inglés residía en la clase
media puritana y hebraizante, y que ese hebraísmo lo apar­
taba de la cultura y la totalidad, es notorio que el pueblo de
los Estados Unidos surge de esa clase y reproduce sus tenden­
cias, su estrecha concepción del alcance espiritual del hombre
y de lo único necesario. De Maine a Florida y vuelta, toda
América hebraíza. Aunque es difícil hablar de un pueblo sólo
por lo que leemos, creo que podemos decirlo sin demasiado
temor a la contradicción. Quiero decir que, cuando en los
Estados Unidos el aspecto espiritual de! hombre se despierta,
generalmente es el aspecto religioso de un modo estrecho.
Los reformadores sociales acuden a Moisés o san Pablo en
busca de sus doctrinas, y no conciben que se pueda ir a otro
sitio; los jóvenes más serios, en las escuelas y universidades,
en lugar de concebir la salvación como una perfección armo­
niosa que haya de ganarse mediante el cultivo sin reservas de
muchos aspectos en nosotros, la conciben a la vieja manera
puritana y vuelan ardientemente hacia los viejos y falsos mo-

[fli]
dos de esa costumbre, como sabemos muy bien y como el
señor Hammond, el revivalista americano, nos ha refrescado
la memoria en el Tabernáculo del señor Spurgeon23.
Si América hebraíza más que Inglaterra o Alemania, ¿habrá
alguien que niegue que la ausencia de instituciones religiosas
tiene mucho que ver con todo ello? Hemos visto que las ins­
tituciones tienden a darnos un sentido de la vida histórica deí
espíritu humano, fuera y más allá de nuestras fantasías y sen­
timientos; que tienden a sugerir nuevos aspectos y simpatías
para que los cultivemos; que, además, al salvarnos de tener
que inventar y luchar por nuestras propias formas de religión,
nos dan tiempo y calma para afianzar nuestra perspectiva de
la religión —el más preponderante de los objetos, igual que el
mayor— e incrementan nuestras nociones más rudas de lo
único necesario. Pero, en un pueblo serio, donde cada uno tie­
ne que escoger y afanarse por su propio orden y disciplina
religiosos, la contienda sobre esas cuestiones no esenciales
ocupa sus pensamientos. Sus primeras y rudas nociones sobre
lo único necesario no se purifican y ocupan todo cuanto
de espiritual hay en el hombre, y luego, convirtiéndolo en
soledad, lo llaman paz celestial.
Recuerdo a un obrero inconformista, en una ciudad de los
condados de las Midlands, que me dijo que cuando liego allí
por primera vez, años atrás, no había disidentes, pero él había
abierto una capilla independiente y ahora la Iglesia y la disi­
dencia estaban divididas por igual, con agudas luchas entre sí.
Le dije que me parecía una lástima. «¿Una lástima? — repli­
có— . ¡En absoluto! ¡Piense sólo en el celo y en la actividad
que la colisión procura!» «Ah, pero, mi querido amigo
— le contesté—, ¡piense sólo en el sinsentido que ahora de­
fiende tan firmemente y que nunca habría defendido si no
hubiera estado contradiciendo a su adversario durante todos
estos años!» Cuanto más seria es la gente, y más destacado el
aspecto religioso, mayor es el peligro de ese aspecto, puesto a
escoger formas por sí mismo y a luchar por la existencia, que

13 El Metropolitan Tabernacle se construyó en 1861 para las predicacio­


nes de Charles Haddon Spurgeon (1834-1892), y allí pronunciaría sus ser­
mones Edward Payson Hammond en 1868.
se extiende y disemina hasta que devora los demás aspectos
espirituales, intercepta y absorbe todo el alimento que habría
debido nutrirlos y deja al hebraísmo rampante en nosotros y
erradica el helenismo.
La cultura, y la perfección armoniosa de todo nuestro ser,
y lo que llamamos totalidad, se convierten entonces en cues­
tiones secundarias. Incluso las instituciones que deberían
desarrollarlas adoptan la misma perspectiva estrecha y parcial
de la humanidad y de sus necesidades de las comunidades li­
bres. Igual que las iglesias libres del señor Beecher o del her­
mano Noyes, con su provincianismo y falta de centralidad,
no logran más que hebraizantes en religión, y no hombres
perfectos, la universidad del señor Ezra Cornell, realmente un
noble monumento de su munificencia, parece descansar en
un equívoco de lo que es verdaderamente la cultura y haber
sido calculada para producir mineros, ingenieros o arquitec­
tos, no dulzura ni luz24.
En consecuencia, cuando el señor White plantea la misma
pregunta sobre América que ha planteado sobre Inglaterra y
quiere saber si, en ausencia de instituciones religiosas, no se
habrá hecho en América tanto por una vida nacional superior
como se ha hecho por esa vida aquí, respondemos de la mis­
ma manera que antes, que no se ha hecho tanto. Porque capa­
citar e incitar a la gente para que lea su Biblia y los periódicos
y obtenga un conocimiento práctico de sus asuntos no sirve a
la vida espiritual superior de una nación tanto como la cultu­
ra, verdaderamente concebida, y de una verdadera concep­
ción de la cultura es, precisamente, como muestran las pala­
bras del señor Renán, de lo que carece América.
A los muchos que piensan que la espiritualidad25, la dulzu­
ra y la luz son claros de luna, esto no les importará demasia­
do, pero para nosotros, que las valoramos y pensamos que
buena parte de nuestro desasosiego se debe a su falta, supone

24 Heniy Ward Beecher (1813-1887) yjohn Humphrey Noyes (1811-1886),


predicadores y reformistas americanos a quienes Arnold consideraría «bár­
baros». Ezra Cornell (1807-1874) fundó la universidad que lleva su nombre
en 1868.
25 En la edición de 1869, Arnold había escrito «cultura» en lugar de ('es­
piritualidad».
mucho. No sólo decimos que los inconformistas han ganado
en provincianismo y perdido en totalidad por falta de una
institución religiosa, sino que decimos que el ejemplo mismo
que aducen en apoyo de su causa se vuelve en su contra
y que, cuando nos muestran triunfalmente a América sin ins­
tituciones religiosas, sólo nos muestran a toda una nación
tocada, en medio de su grandeza y sus promesas, por el pro­
vincianismo que nos proponemos extirpar en los inconfor­
mistas ingleses.
Pondremos de relieve el desinterés que la cultura nos ense­
ña. Hemos visto la estrechez que el puritanismo genera con su
organización clandestina y nos proponemos remediarlo po­
niendo al puritanismo en contacto con la corriente principal
de la vida nacional. Estamos completamente de acuerdo con
el deán de Westminster; de hecho, él y nosotros hemos sido
adiestrados en la misma escuela para señalar la estrechez del
puritanismo y para querer remediarla. Pero él y otros parecen
estar simplemente dispuestos a darle a la Iglesia anglicana el
carácter más latitudinario posible, valiéndose con ese propó­
sito de la diversidad de tendencias y doctrinas que, sin duda,
existen en los formularios anglicanos, para decirles a los puri­
tanos: «Venid todos a esta Iglesia anglicana liberal men te con­
cebida». Pero decir esto implica no tener en cuenta lo sufi­
ciente el curso de la historia o la fuerza de los sentimientos
humanos en lo que concierne a la religión ni la seriedad que
puede dárseles a los asuntos de orden religioso y disciplina.
Cuando el señor White habla de despejar «la complicada ini­
quidad de la influencia política del gobierno eclesiástico», usa
un lenguaje impuesto por su posición, pero carente de verda­
dera solide^. Pero cuando habla de las comunidades religiosas
«que durante trescientos años han luchado por el poder de la
congregación para manejar sus propios asuntos», entonces
habla de historia, y su lenguaje esconde, en mi opinión, he­
chos que vuelven ilusorio el latitudinarismo de los miembros
más eminentes de nuestra Iglesia.
Desde luego, la cultura nunca nos hará pensar que resulte
un ingrediente esencial de la religión contar en nuestra disci­
plina eclesiástica con «una autoridad popular de los ancia­
nos», como Hooker la llama, o tener una jurisdicción episco­
pal. El propio Hooker no creyó que fuera esencial, pues en la
dedicatoria de su Política eclesiástica, al referirse a las cuestiones
de disciplina eclesiástica que habían motivado su gran obra,
dice que, «en realidad, son en su mayoría tan nimias que ape­
nas merecen discutirse con seriedad». La gran obra de Hooker
contra los impugnadores del orden y la disciplina de la Iglesia
de Inglaterra no fue escrita (algo que muchos que la lean no
captarán con claridad) porque el episcopalismo fuera esen­
cial, sino porque sus impugnadores defendían que el presbite
rianisrao era esencial y el episcopalismo pecaminoso. Ni uno
ni otro son esenciales o pecaminosos, y podrían decirse mu­
chas cosas a favor de ambos. Pero lo que resulta importante
señalar es que ambosformaron parte de la Iglesia de Inglaterra du­
rante la Reforma, y que el presbiterianismo fue expulsado gra­
dualmente. Hemos mencionado a Hooker, y nada ilustraría
mejor lo que hemos afirmado que el siguiente incidente en la
propia carrera de Hooker, que habrá leído cualquiera, pues
aparece en la Vida de Hooker de Isaac Walton, pero cuyo signi­
ficado, probablemente, sólo habrán captado muy pocos de
quienes lo hayan leído.
Hooker fue nombrado en 1585, mediante la influencia del
arzobispo Whitgift, director del Temple, pero antes se había
puesto gran empeño en que obtuviera la plaza el señor Walter
Travers, muy conocido entonces, aunque ahora sólo el nom­
bre de Hooker conserva el suyo. Ese Travers era lector vesper­
tino en el Temple. El director cuya muerte produjo la vacante,
Alves, recomendó en su lecho de muerte a Travers como suce­
sor. La Sociedad era favorable a Travers y tenía el respaldo del
lord del Tesoro, Burghley. Aunque Hooker fue nombrado
para el cargo, Travers siguió siendo lector vespertino y comba­
tía por la tarde la doctrina que Hooker predicaba por la maña­
na. Ahora bien, ese Travers, originalmente miembro del Tri-
nity College de Cambridge, luego lector vespertino en el
Temple, recomendado como director por el anterior director,
cuyas opiniones se decía que compartía, apoyado por la So­
ciedad del Temple y respaldado por el primer ministro, ese
Travers no era en absoluto un clérigo ordenado episcopal­
mente. Era presbiteriano, partidario de la disciplina eclesiásti­
ca de Ginebra, como entonces se llamaba, y «había tomado
las órdenes —dice Walton— de los presbíteros de Amberes».
Waíton alude a sus órdenes en otra parte de una manera aún
más completa: «Había repudiado —dice— la Iglesia y el epis­
copado ingleses y se había marchado a Ginebra, y luego a
Amberes, para ser ordenado ministro, como lo fue por Víllers
y Cartwright y otros dirigentes de aquella congregación, de
modo que regresó confirmado en la disciplina». Villers y Cart­
wright son, de forma parecida, ejemplos de presbiterianismo
en la Iglesia de Inglaterra, lo que era bastante corriente en
aquella época. Pero tal vez nada pueda damos una sensación
más vivida de su presencia que la historia de Travers, que es
como si el señor Binney fuera ahora lector vespertino en
Lincoln Inn o en el Temple, candidato apoyado por los deca­
nos del colegio de abogados y por el primer ministro, y que­
dara excluido accidentalmente por el hecho de que la influen­
cia del arzobispo de Canterbury en la reina favoreciera a un
candidato rival.
El presbiterianismo, con su principio popular del poder de
la congregación en el manejo de sus asuntos, fue expulsa­
do de la Iglesia de Inglaterra, y hombres como Travers ya no
pueden aparecer en sus pulpitos. Tal vez si un gobierno
como el de Isabel, con estadistas seculares como los Cecil y
estadistas eclesiásticos como los Whitgift, hubiera podido
mantenerse, el presbiterianismo habría sido absorbido, con
una sabia mezcla de concesión y firmeza, por la Iglesia. Lord
Bolingbroke, un testigo clarividente e imparcial en estas cues­
tiones, dice en una obra muy poco leída, sus Observaciones
sobre la historia- de Inglaterra: «Las medidas aplicadas y el tono
observado en la época de la reina Isabel tendían a reducir la
oposición religiosa mediante un progreso lento y suave y, por
esa misma razón, efectivo. Había incluso motivos para espe­
rar que, cuando el primer ardor del celo de los disidentes hu­
biera pasado, quienes no estuvieran intoxicados por el fanatis­
mo aceptarían en términos razonables la unión con la Iglesia
anglicana. Eran partidarios del orden, aunque discutieran al
respecto. Si esos partidarios de la disciplina de Calvino se
hubieran incorporado a la Iglesia anglicana, el resto de secta­
rios apenas habría tenido importancia, ni por el número ni
por su reputación, y los mismos medios que resultaban ade­
cuados para ganarse a esos partidarios eran los más efectivos
para impedir su crecimiento y al mismo tiempo el de otros
sectarios». El tono y el mal juicio de los Estuardo hicieron
naufragar esa política. Sin embargo, refiriéndose incluso a la
época de los Estuardo, aunque a su primera época, Clarendon
dice que, si el obispo Andrewes hubiera sucedido a Bancroft
etvCanterbury, el desafecto de los separatistas se habría con­
tenido y remediado. No ocurrió así y el presbiterianismo, tras
ejercer durante años la ley del más fuerte, sufrió en sí mismo
esa ley durante el reinado de Carlos II y acabó por ser aparta­
do de la Iglesia de Inglaterra215.
Ahora bien, los puntos en litigio entre el presbiterianismo
y el episcopalismo sobre la disciplina eclesiástica no son,
como hemos dicho, lo esencial. Probablemente habrían po­
dido resolverse en un sentido mayoritariamente favorable
al episcopalismo. Hooker pudo estar en lo cierto al pensar
que, en su tiempo, fueron las circunstancias las que hicie­
ron que fuera esencial que se resolvieran en ese sentido, aun­
que los puntos en sí mismos no fueran esenciales. Pero por
el hecho mismo de que no quedaron resueltos, de que la
ruptura se produjo y se ha ampliado, y de que los inconfor­
mistas no se incorporaron amistosamente a la Iglesia, sino
que fueron violentamente apartados de ella, las circunstan­
cias se han alterado ahora por completo. Isaac Walton, un
ferviente hombre de Iglesia, se queja de que «los principios
de los inconformistas crecieron hasta tal punto y se exten­
dieron con tal osadía que, además de la pérdida de vida y de
miembros, la Iglesia y el Estado se vieron forzados a usar
una severidad que no admitía otra excusa que impedir la
confusión y las peligrosas consecuencias de todo ello». Pero
esa severidad hizo imposible la unión sobre una base episco-
paliana. Además, el presbiterianismo, la autoridad popular
de los ancianos y el poder de la congregación en el mane­
jo de sus asuntos tienen tal garantía conferida por la Escritu-

26 Todos estos pasajes aluden a las controversias teológicas (y políticas)


que habían llevado al anglicanismo a una situación de repulsa entre los
movimientos reformistas contemporáneos de Arnoid. Lo esencial es que
Arnoid respalda la orientación anglicana.
ra y el proceder de las primitivas Iglesias cristianas, son tan
conformes al espíritu del protestantismo que propició la Re­
forma y que tiene gran vigor en este país, son tan predomi­
nantes en la práctica de otras Iglesias reformadas, fueron tan
fuertes en la original Iglesia reformada de Inglaterra, que no
podemos evitar la duda de si toda solución que los suprimie­
ra podría ser permanente y si no reaparecerían una y otra vez
para causar disensión.
Si la cultura es un intento desinteresado por alcanzar la
perfección humana, ¿no hará que queramos remediar el pro­
vincianismo de los inconformistas sin volver provincianos
a los miembros de la Iglesia, permitiendo que su disciplina
eclesiástica popular, presente desde antiguo en la Iglesia na­
cional y aún presente en los afectos y prácticas de buena
parte de la nación, reaparezca una vez más en la Iglesia nacio­
nal, y procurar así el contacto de los inconformistas, como lo
tuvieron sus grandes padres, con la corriente principal de la
vida nacional? ¿Por qué no habría de establecerse una Iglesia
presbiteriana basada en ese principio considerable e impor­
tante, aunque no esencial, de la participación de la congrega­
ción en eí manejo de los asuntos eclesiásticos — con el mis­
mo rango para sus jefes que el de los jefes del episcopado y la
admisión de sus ministros en los beneficios, de acuerdo con
un sistema revisado de la influencia política y la preferen­
cia—, codo con codo con la Iglesia episcopal, igual que las
Iglesias calvinistas y luteranas lo están en Francia y Alema­
nia? Esa Iglesia presbiteriana uniría los cuerpos principales
de protestantes que ahora son separatistas, y la separación
dejaría de ser la ley de su orden religioso. Mediante esa con­
cesión en uh punto considerablemente controvertido, la in­
terminable disociación en iglesias clandestinas por puntos
considerablemente controvertidos, que prevalecerá mien­
tras el separatismo sea la primera ley de una existencia religio­
sa inconformista, será puesta a prueba. La cultura encontra­
ría entonces un lugar entre los seguidores ingleses de la
autoridad popular de los mayores, como hace tiempo lo en­
contró entredós seguidores de la jurisdicción episcopal, algo
que obtendríamos sólo con reconocer, regularizar y restaurar
un elemento que apareció una vez en la Iglesia nacional re­
formada y que es lo suficientemente considerable y nacional
para exigir su conservación.
Hasta tal punto la cultura está lejos de volvernos injustos
con los inconformistas, al prohibirnos adorar sus fetiches, que
incluso propone que hagamos más de lo que ellos mismos
se atreven a exigir. Nos lleva también a respetar lo que hay de
sólido y respetable en sus convicciones [mientras sus amigos
latitudinarios lo iluminan]27. No es que las formas con las que
el espíritu humano ha tratado de expresar lo inexpresable,
o las formas con las que el hombre trata de adorar tengan o
puedan tener, como se ha dicho, para el seguidor de la perfec­
ción, algo de necesario o eterno. Aunque el Nuevo Testamen­
to y la práctica de los cristianos primitivos sancionaran la for­
ma popular del gobierno eclesiástico de un modo mil veces
más expreso que el suyo, aunque la Iglesia desde Constantino
se separara mil veces más del plan del cristianismo primitivo
de lo que pueda mostrarse, eso no hace, como suponen quie­
nes son cautivos de la letra, que sólo la forma popular del
gobierno eclesiástico sea siempre sagrada y vinculante o que
haya que lamentar la obra de Constantino.
Lo único que siempre será sagrado y vinculante para el
hombre es el progreso hacia su perfección total, y el valor de
la maquinaria con la que lo haga variará según le ayude a lo­
grarlo. Los sembradores del cristianismo tenían sus raíces en
terrenos profundos y ricos de la vida y el alcance humanos,
tanto judíos como griegos, y por ello contaban con una base
relativamente firme y amplia en medio de la vehemente ins­
piración de su movimiento y cambio. Con su fuerte inspira­
ción sacaron a los hombres de su antigua base de vida y cul­
tura, judía o griega, y surgieron generaciones que no tenían
sus raíces en mundo alguno, sin contacto, por tanto, con nin­
guna corriente plena y grande de la vida humana. Si no hubie­
ra sido por el cambio del siglo IV, el cristianismo se habría
perdido en una multitud de iglesias clandestinas como las
iglesias de los inconformistas ingleses después de que sus fun­
dadores fallecieran; iglesias sin grandes hombres y sin direc­
ción hacia la vida superior de la humanidad. En un momento

27 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1S75 y posteriores.


crítico apareció Constantino y puso al cristianismo —diga­
mos mejor que puso al espíritu humano, cuya totalidad esta­
ba en peligro— en contacto con la corriente principal de la
vida humana. Sus frutos justificaron su obra en hombres
como Agustín y Dante, de hecho, en todos los grandes hom­
bres del cristianismo desde entonces, católicos o protestantes.
Podríamos ir más allá. El señor Albert Réville, cuyos escritos
religiosos resultan siempre interesantes, dice que la concep­
ción que tienen judíos cultivados y filosóficos del cristianismo
y de su fundador está probablemente destinada a convertirse
en la concepción que tendrán los propios cristianos2*. A los
socinianos íes gustaba decir lo mismo de la concepción soci-
niana del cristianismo. Aunque fuera cierto, habría sido mejor
para cualquiera, durante los últimos dieciocho siglos, ser cris­
tiano y miembro de alguna de las grandes comunidades cristia­
nas, que haber sido judío o socianiano, porque estar en con­
tacto con la corriente principal de la vida humana tiene más
importancia para el crecimiento espiritual total de un hombre
y para que lleve a la perfección los dones que se le han asigna­
do y que constituye su cometido en la tierra, que cualquier
opinión especulativa que pueda tener o creer que tiene. Lutero
—a quien hemos llamado el filisteo del genio y que, por ser
filisteo, era rudo y carecía de la delicadeza espiritual, lo que ha
perjudicado a sus discípulos, pero que, por ser un genio, tenía
destellos espléndidos de penetración espiritual— dice admi­
rablemente en su comentario del Libro de Daniel: «Un Dios
es simplemente aquello sobre lo que el corazón humano des­
cansa con confianza, fe, esperanza y amor. SÍ el descanso es
justo, entonces el Dios es justo; si el descanso es injusto,
entonces el t)ios es ilusorio». En otras palabras, el valor de lo
que un hombre piensa sobre Dios y los objetos de la religión
depende de lo que sea el hombre, y lo que el hombre es depende
de haber alcanzado más o menos la medida de un hombre
perfecto y total.
[Todo esto es cierto; sin embargo, la cultura, como hemos
visto, tiene escrúpulos más tiernos por los inconformistas que

2* Albert Révüle (1826-1906), teólogo protestante francés al que Arnoid


admiraba.
sus amigos de la Iglesia. La razón es que] la cultura, tratando
desinteresadamente en su propósito de perfección de ver las
cosas como son en realidad, nos muestra lo digno y divino
que es el aspecto religioso del hombre, aunque no sea todo el
hombre. [Cuando el señor Gregg, que difiere de nosotros res­
pecto a la edificación (desde luego no nos parece probable
que estemos de acuerdo respecto a lo que sea edificante), en­
contrándose motivado por consideraciones ajenas u otras a
ponerse del lado de la iglesia contra sus enemigos, llama a po­
nerse del lado de la Iglesia volver a las malas, costumbres, la cul­
tura nos enseña que ese lenguaje está fuera de lugar y que
usarlo demuestra una concepción inadecuada de la naturale­
za humana, y que ninguna Iglesia le agradecerá a nadie que se
ponga de su lado de esa manera, sino que lo abandonará con
indiferencia a la tierna misericordia de sus amigos benthami-
tas. Al evitar el benthamismo, o una concepción inadecuada
del aspecto religioso del hombre, la cultura nos ayuda también
a evitar el mialismo, o una concepción inadecuada de la tota­
lidad del hombre.]29 Por tanto, ía cultura se regocija en rendir
cualquier tributo a la dignidad y la grandeza del aspecto reli­
gioso del hombre, salvo el tributo de la totalidad del hombre.
[Es cierto que podríamos contentarnos con vivir y morir se­
gún el orden y la liturgia de la Iglesia de Inglaterra, que inspi­
ran una adhesión afectuosa y reverente. Es cierto que los re­
proches de los inconformistas contra ese orden por «conservar
las insignias de un reconocimiento anticristiano» y «corrom­
per ía forma correcta de la organización eclesiástica con múl­
tiples ritos y ceremonias papistas», así como su afirmación de
la esencialidad de su supuesto orden escriturario y su creencia
en su eterna pertinencia, se basan en una ilusión. Es cierto

29 Amold suprimió los pasajes entre corchetes en la edición de 1875 y


posteriores. En lugar del último pasaje, Arnold había escrito en 1869: «Al
reconocer la grandeza del aspecto religioso deí hombre, la cultura nos ayu­
da a evitar una concepción inadecuada de la totalidad del hombre». Con
mialismo Arnold alude a Edward Míall (1809-1881), reformista y miembro
del Parlamento, editor del Nonconformist, donde aparecería una reseña anó­
nima de «Culture and its Enemies». A veces Arnold se refería a la doble
corriente del «mialismo» y el «millismo» (por John Stuart Mili), como for­
mas degeneradas de hebraísmo y helenismo, a la que se habría opuesto en
Cultitray anarquía.

[/*]
que toda la actitud de horror y sagrada superioridad que el
puritanismo adopta respecto a la Iglesia de Roma es errónea
y falsa y merece el rechazo de sir Henry Wotton: «Cuidado
con pensar que cuanto más os alejáis de la Iglesia de Roma
más cerca estáis de Dios». Es cierto que uno de los mejores
deseos que podríamos formarnos respecto al señor Spurgeon
o al padre Jackson es que se les permita aprender a este lado
de la tumba (pues, si no es así, les espera una sorpresa con­
siderable al otro lado) que Whitfield y Wesley no eran mejo­
res en absoluto que san Francisco y que ellos mismos no son
mejores en absoluto que Lacordaire. Sin embargo, a pesar de
todo esto, tan noble y divina es una religión, tan respetable es
ía seriedad con la que se desea un libro de oraciones con una
sola doctrina, tan atractivos el orden y la disciplina con los
que nos acostumbramos a que nuestra religión se dé, son tan­
tos los derechos, en nuestra opinión, de la forma popular de
gobierno eclesiástico por la que luchan los inconformistas,
tan perfectamente compatible es con todo progreso hacia la
perfección, que la cultura nos haría desconfiar, incluso, de
proponer a los inconformistas que aceptaran el libro de ora­
ciones anglicano y el orden episcopal, y nos movería a alen­
tar su deseo de un libro de oraciones aprobado por ellos y
la disciplina eclesiástica a la que se adhieren y están acostum­
brados.
Pero no al precio del mialismo, es decir, de una doctrina
que deja a los inconformistas en la clandestinidad, fuera de
contacto con la corriente principal de la vida nacional. Po­
dríamos señalar con el dedo el versículo del que ha brotado
esa doctrina y ver que la parte esencial del inconformismo es
una disciplina eclesiástica popular análoga a la de las otras
iglesias reformadas, y que el voluntarismo es un accidente.
El inconformismo lucha por el establecimiento de su propia
disciplina eclesiástica como la única verdadera, y derrotado
en esa lucha y viendo a su rival establecido, propone de una
manera más plausible «poner a todos los hombres buenos
en una misma condición de igualdad religiosa», y ese plan,
adoptado originalmente en segundo lugar, se convirtió, tras
insistir y predicar al respecto, en el primero, luego en justo,
luego en el único justo y al final en necesario para la salva­
ción. Ése es el plan para remediar el divorcio de los incon­
formistas del contacto con la vida nacional mediante el di­
vorcio de los miembros de la Iglesia de ese contacto, es
decir, como hemos expuesto de una manera familiar, los zo­
rros sin cola se proponen cortarles la cola a los demás. Pero
los demás zorros no pueden concederlo sensatamente, salvo
que se demuestre que la cola carece de valor. Salvo que se
demuestre que el contacto con la corriente principal de la
vida nacional carece de valor (y hemos demostrado que tie­
ne el máximo valor), no podemos admitir con seguridad el
mialismo, ni siquiera para complacer a los inconformis-
tas en una cuestión donde quemamos complacerles tanto
como fuera posible.
Pero ahora, una vez hemos mostrado el desinterés que la
cultura supone y su obediencia no a los gustos o disgustos,
sino al propósito de perfección, mostremos su flexibilidad, su
independencia déla maquinaria. Otro, y mayor, profeta de lain-
teligencia, la razón y la sencilla verdad natural de las cosas
—el señor Bright—, se refiere a ello, como hemos visto, como
una serie de medidas apropiadas a los fines especíales de los
partidarios liberales e inconformistas. Por ejemplo, la razón y
la justicia con Irlanda significan la abolición de la inicua as­
cendencia protestante de modo apropiado a la antipatía in­
conformista a las instituciones. Perseguir la razón y la justicia
de otra manera, distribuyendo entre las tres principales igle­
sias de Irlanda —la católico romana, la anglicana y la presbi­
teriana— la propiedad eclesiástica de Irlanda, dejaría de ser
inmediatamente, para el señor Bright y los inconformistas,
razón y justicia, y supondría, como dice el señor Spurgeon,
«erigir la imagen de Roma». Vemos así que la cíase de inteli­
gencia que la cultura alcanza es más desinteresada que la clase
de inteligencia que se alcanza al pertenecer al partido liberal
en las grandes ciudades y adoptar un recomendable interés en
política. Pero la diferencia entre las dos perspectivas de la in­
teligencia es más acusada cuando vemos que la cultura no
sólo escoge desinteresadamente la maquinaria apropiada para
llevamos hacia la dulzura y la luz, de modo que prevalezcan
la razón y la voluntad de Dios, sino que no emplea rígida y
ciegamente esa maquinaria, y pasa por encima de ella para
favorecer el motivo por el que la escogió.]30 Salvo que se de­
muestre que el contacto con la corriente principal de la vida
nacional carece de valor (y hemos mostrado que tiene el
máximo valor), no podemos admitir con seguridad, ni siquie­
ra para complacer a los inconformistas en una cuestión donde
querríamos complacerles tanto como fuera posible, sus doc­
trinas del desmantelamiento institucional y de la separación.
La cultura, de nuevo, puede ser lo suficientemente desinte­
resada para percibir y reconocer que, en el caso de Irlanda, los
fines de la perfección humana podrían servirse mejor median­
te la institución — es decir, mediante el contacto con la co­
rriente principal de la vida nacional— de la Iglesia católica y
de la presbiteriana junto a la Iglesia anglicana [y, en Inglaterra,
una Iglesia presbiteriana o congregacional de rango y status
parecido al de nuestra Iglesia episcopal]31. La cultura percibe
y reconoce que, de este modo, estaríamos trabajando verdade­
ramente para que prevalecieran la razón y la voluntad de
Dios, porque haríamos de los católico romanos mejores ciu­
dadanos y, tanto de los protestantes como de los católico ro­
manos, hombres más completos y de miras más amplias32.
Sin duda hay grandes dificultades en un plan como éste, y no
es muy probable que se adopte. El miembro de la Iglesia ha­
bría de alzarse por encima de su identidad ordinaria para fa­
vorecerlo, y el inconformista ha adorado su fetiche del separa­
tismo durante tanto tiempo que es probable que desee seguir
siendo, como Efraín, «un asno salvaje». Es un plan más ade­
cuado para una época de estadistas creativos, como la época
de Isabel, que para una época de estadistas instrumentales
como la presente33. Estando donde está el centro del poder,
nuestros estadistas sienten la tentación, cuando han de actuar,
de acompasar la identidad ordinaria de aquellos de cuyo fa­
vor dependen y adoptar como propios sus deseos, para servir-

™ Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.


51 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.
32 En la edición de Í869, Arnold había escrito: «y de los inconformistas
— y también de los miembros de k Iglesia— hombres más completos y de
miras más amplias».
53 En la edición de 1869, Arnold había adelantado esta frase tras «no es
muy probable que se adopte».
les con fidelidad e incluso, si es posible, con ardor34. Esto les
resulta más sencillo porque no faltan —y nunca faltarán—
pensadores [como el señor Baxter, el señor Charles Buxton y
el deán de Canterbury, que naden con la corriente, aunque lo
hagan filosóficamente]35 para llamar a los deseos de la identi­
dad ordinaria de cualquier gran sección de la comunidad
edictos de la opinión nacional y leyes del progreso humano y
darles una expresión general, filosófica e imponente. [Un es­
tadista generoso podría, por tanto, deshacerse honradamente
de su disposición a defender irónicamente esos deseos y abo­
gar por ellos con fervor e impulsividad.]36 En consecuencia,
no es probable que un plan como el que hemos indicado
encuentre favor como lo encuentra el plan para abolir la Igle­
sia irlandesa mediante el poder de la antipatía de los inconfor­
mistas a las instituciones.
[Pero decimos que nuestros sueños más queridos se han
hecho añicos al respecto es inexacto, y es la clase de lenguaje
que debería dirigirse a quienes promueven la inteligencia me­
diante encuentros públicos y un recomendable interés políti­
co cuando sus propósitos fracasan, y no a nosotros.]37 Aun­
que la cultura no nos haga perseverar en la maquinaria, ni
siquiera en la nuestra, y en consecuencia estemos dispuestos a
conceder que la perfección puede alcanzarse sin ella —tanto
con iglesias libres como con instituidas, con estadistas instru­
mentales y estadistas creativos— , la perfección no podrá al­
canzarse sin ver las cosas como son en realidad, y nuestra
perseverancia tiene que ver con esto, no con maquinaria algu­
na en el mundo. Insistimos en que los hombres no deberían
confundir, como suelen, su gusto natural por lo trivial con
una propensión hacia lo sublime. Si los estadistas, con ironía
o con un impulso claro, le dicen a la gente que su gusto natu­

■M En la edición de 1869, Arnoid había escrito: «Estando donde está el


centro del poder, nuestros estadistas instrumentales sienten la tentación,
como se muestra extensamente en el ensayo siguiente, de aliviarse en pri­
mer lugar, como dice el Times, de responsabilidades controvertidas e irritantes;
en segundo fugar, cuando han de actuar, de,..».
3S Arnoid suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.
sí Arnoid suprimió este pasaje en k edición de 1875 y posteriores.
37 Arnoid suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.
ral por lo trivial es una propensión hacia lo sublime, más ne­
cesario será [para la cultura]38 decirle lo contrario.
Lo fatal en este punto es el engaño, y la cultura obra contra
el engaño en este punto. No es fatal para nuestros amigos li­
berales que trabajen por el librecambio, la extensión del sufra­
gio y la abolición de las tasas eclesiásticas, en lugar de hacerlo
por fines sociales más importantes, pero es fatal para ellos que
sus aduladores les digan, y lo crean, siendo nuestra condición
social la que es39, que han llevado a cabo un trabajo grande y
heroico al ocuparse exclusivamente, desde hace treinta años,
de esas panaceas liberales, y que el rumbo acertado y bueno
para ellos es que sigan ocupándose de cosas parecidas en el
futuro. No es fatal para los americanos que carezcan de insti­
tuciones religiosas y centros efectivos de alta cultura, pero es
fatal para ellos que sus aduladores les digan, y lo crean, que
son el pueblo más inteligente del mundo, cuando, en el ver­
dadero y fructífero sentido de la palabra, ya hemos visto que
de inteligencia tienen singularmente poca. No es fatal para los
inconformistas que sigan con sus iglesias separadas, pero es
fatal para ellos que sus aduladores les digan, y lo crean, que el
suyo es el único modo de adorar a Dios40, que el provincianis­
mo y la pérdida de la totalidad no son males. No es fatal para
la nación inglesa abolir la Iglesia irlandesa mediante el poder
de la antipatía de los inconformistas a las instituciones, pero
es fatal para ella que sus aduladores le digan, y lo crea, que ha
sido abolida mediante la razón y la justicia, cuando en reali­
dad lo está siendo mediante aquel poder, o que espere los
frutos de la razón y la justicia de algo distinto al espíritu de la
razón y la justicia.
La cultura,, a causa de su agudo sentido de lo que realmente
es fatal, está completamente dispuesta a ser indiferente respec­
to a lo que no es fatal. Puesto que la maquinaria es la única

la Arnold suprimió estas palabras en la edición de 1875 y posteriores; en


general, «cultura» tendía a ser el sujeto de los enunciados de Arnold en la.
edición de 1869.
En la edición de 1869, Arnold había escrito; «con nuestro pauperismo
creciendo más rápidamente que nuestra población».
'I0 En la edición de 1869, Arnold había escrito: «que el suyo es el único
m odo puro y ordenado por Cristo de adorar a Dios».
preocupación de nuestra política actual41, y un trabajo inte­
rior, y no la maquinaria, es lo que más nos hace falta, segui­
mos advirtiendo a nuestros ardientes y jóvenes amigos libera­
les que piensen menos en la maquinaria, que se mantengan
apartados de la arena política en el presente y que procuren y
promuevan con nosotros un trabajo interior. No nos escucha­
rán y se precipitarán en la arena política, donde sus méritos,
hasta ahora, no han sido apreciados, y entonces se quejarán
del electorado reformado y llamarán al nuevo parlamento un
parlamento filisteo42. ¡Como sí una nación, alimentada y cria­
da como lo ha sido la nuestra, pudiera darnos otra cosa que
un parlamento filisteo!43 ¿Sería igual de bueno un parlamento
bárbaro o un parlamento del populacho? Por nuestra parte,
nos regocijamos al ver a nuestros queridos y viejos amigos, los
filisteos hebraizantes, reunidos a la fuerza en el valle de Jo-
safat antes de su conversión final, que desde luego tendrá lu­
gar. Pero, para que esa conversión se produzca, no hemos de
desalojarlos de su sitio ni luchar contra ellos por la maqui­
naria, sino trabajar sobre su interior y curar su espíritu44. No
serán desalojados, sino transformados. No merecen ser desa­
lojados y no lo serán.
Pues los días de Israel son innumerables, y al censurar el he­
braísmo y alabar el helenismo, la cultura no debe perder su
flexibilidad y ha de darle a sus juicios ese carácter pasajero y
provisional que hemos visto que impone a sus preferencias
y al rechazo de la maquinaria. Este, para nosotros, es el mo­
mento de helenizar y de alabar el conocimiento, pues hemos
hebraizado demasiado y sobrestimado la acción. Pero los há­
bitos y la disciplina recibidos del hebraísmo siguen siendo
para nuestra raza una posesión eterna y, constituida como lo

41 En la edición de 1869, Arnold había escrito: «Puesto que la maquina­


ria es la ruina de la política».
42 Arnold alude al Parlamento de 1868, el primero que se formó tras el
Decreto de Reforma de 1867 que ampliaba el sufragio.
43 En la edición de 1869, Árnoíd había escrito: «iComo si una nación,
alimentada y criada en el hebraísmo, pudiera damos algo mejor que un
parlamento filisteo!».
44 En la edición de 1869, Amold había escrito: «y curarlos del he­
braísmo».
está la humanidad, no debemos asignarles el segundo lugar
hoy sin estar preparados para restaurarlos en el primero maña-
na. Concluiremos señalando esto con claridad.
Seguir con firmeza la mejor luz que tengamos a nuestra
disposición, ser rigurosos y sinceros con nosotros mismos,
no formar parte de quienes dicen y no hacen, tomamos las
cosas en serio es la única disciplina que capacita al hombre
para rescatar su vida del cautiverio de la hora presente y
de sus sentidos corporales, para ennoblecerla y eternizarla.
En ninguna otra parte se ha enseñado esa disciplina con tan­
ta efectividad como en la escuela del hebraísmo. [Sófocles y
Platón sabían tan bien como el autor de la Carta a los He­
breos que «sin santidad nadie verá a Dios», y su noción de lo
que constituye la santidad era mayor que la suya.]45 La inten­
sa y convencida energía con la que los hebreos, tanto en el
Antiguo como en el Nuevo Testamento, se arrojaron a su
ideal de justicia, que inspiró la incomparable definición de la
gran virtud cristiana, la fe —la sustancia de lo que se espera, la
prueba de lo que no se ve—, esa enérgica devoción a su ideal
sólo pertenece al hebraísmo. En la medida en que nuestra
idea de perfección se extiende más allá de los estrechos lími­
tes en los que el excesivo rigor del hebraísmo ha tendido a
confinarla46, volveremos al hebraísmo para procurarnos esa
devota energía al abrazar nuestro ideal, lo único que puede
darle al hombre la felicidad de hacer lo que sabe. «Si cono­
céis esas cosas, felices vosotros si las hacéis», la última pa­
labra para una humanidad débil siempre será ésa. Por esa
palabra, reiterada con un poder tan sublime como afectuoso,
pero siempre admirable, nuestra raza, mientras perdure el
mundo, volverá al hebraísmo, y la Biblia, que predica esa
palabra, será siempre, como Goethe la llamó, no sólo un li­
bro nacional, sino el Libro de las Naciones. Una y otra vez,

45 Amold suprimió este pasaje — que reforzaba la contraposición entre


el hebraísmo y el helenismo— en la edición de 1875 y posteriores. Véase la
referencia a Sófocles en «Dover Beach»,
Ab En la edición de 1869, Arnold había escrito: «En la medida en que
nuestra idea de santidad supera, y nuestra visión de la perfección se extien­
de más allá de los estrechos límites en los que el excesivo rigor del hebraís­
mo ha tendido a confinarla».
tras lo que parecían grietas y separaciones, la promesa profé-
tica a Jerusalén seguirá siendo verdadera: Llegan los hijos que
despediste; se reúnen de oeste a estepor la palabra del Santo, regoci­
jándose en recuerdo de Dios47

47 El párrafo final contiene varias citas bíblicas (Hebreos 11, 1 y 12, 14;
Juan 13, 17 y Baruc 4, 37).
uno de sus discursos, no hace mucho, ese elegante

E
N
orador y famoso liberal, el señor Bright, tuvo ocasión
de poner a prueba a los amigos y predicadores de la
cultura. «¡Gente que habla de lo que llama cultura! — dijo
desdeñosamente— , con lo que se refiere a chapurrear las
dos lenguas muertas, griego y latín.» Señaló, de un modo
que los oradores y escritores modernos nos han hecho muy
familiar, que la cultura es algo muy pobre, que poco bien le
puede hacer al mundo y que es absurdo que quienes la po­
seen le den tanta importancia. Otro día, un liberal más joven
que el señor Bright, de una escuela cuya misión es poner
orden y sistema en ese cuerpo de verdad con el que los pri­
meros liberales tropezaban, miembro de la Universidad de
Oxford y un escritor muy sagaz, el señor Frederic Harrison,
desarrolló, a la manera sistemática y estricta de su escuela, la
tesis que el señor Bright sólo había enunciado en términos
generales. «Tal vez el chismorreo más necio del día —dijo el
señor Frederic Harrison— sea el chismorreo sobre la cultura.
La cultura es una cualidad deseable en un crítico de libros
nuevos y le sienta bien a un profesor de bettes lettres, pero,
aplicada a la política, significa simplemente fijarse en peque­
ñas faltas, una preferencia por la tranquilidad egoísta e inde­
cisión en la acción. El hombre de cultura en política es uno
de los mortales más pobres. Nadie le iguala en simple pedan­
tería y falta de buen sentido. Ningún supuesto es demasiado
irreal, ninguna finalidad es demasiado inviable para él. Pero
el ejercicio activo de la política requiere sentido común, sim­
patía, confianza, resolución y entusiasmo, cualidades que
nuestro hombre de cultura ha arrancado cuidadosamente
para que no perjudiquen la delicadeza de su olfato crítico.
Tal vez sea la única clase de seres responsables en la comuni­
dad a la que no se le pueda confiar el poder con seguridad»1.
Por mi parte, no deseo ver a ios hombres de cultura pidien­
do que se les confie el poder; de hecho, he manifestado libre­
mente que, en mi opinión, el discurso más apropiado en la
actualidad que un hombre de cultura puede dirigir a un grupo
de conciudadanos que le lleve a una sala de comité es el de
Sócrates: ¡Conócete a ti mismo!, y ése no es un discurso que
haya de hacer alguien que quiera que se le confie el poder. Por
esa indiferencia a la acción política directa el Daily Teíegrapb
me ha censurado y emparejado, por una extraña perversidad
del hado, con ei único profeta hebreo cuyo estilo admiro me­
nos, y me ha llamado «un Jeremías elegante»2. Se debe a que
he dicho (para usar las palabras que el Daily Tekgraph pone en
mi boca): «No os pongáis nerviosos por no tener voto; es una
vulgaridad. No debéis celebrar grandes reuniones para pro­
mover decretos de reforma y rechazar las leyes del grano; ésa
es 3a cima de la vulgaridad». Por esa razón me han llamado a
veces un jeremías elegante y otras un Jeremías espurio, un Je­
remías sobre la realidad de cuya misión el redactor del Daily
Tekgraph tiene sus dudas. Es evidente, por tanto, que he adop­
tado una actitud expuesta al efecto de la censura del señor
Frederic Harrison. Además, he hablado con frecuencia en ala­
banza de la cultura y me he esforzado para que mis palabras
y modos sirvan a los intereses de la cultura. Creo que la cultu­
ra es mucho más de lo que el señor Frederic Harrison y
otros consideran, «una cualidad deseable en un crítico de li­
bros nuevos». Aunque hasta cierto punto estoy dispuesto a
llegar a un acuerdo con el señor Frederic Harrison en el senti­
do de que los hombres de cultura son precisamente la clase de
seres responsables en nuestra comunidad a los que, en la ac­
tualidad, no se les puede confiar el poder, creo que no estoy

1 Frederic Harrison (1831-1923), ensayista inglés seguidor de Auguste


Comte y jo h n Stuart Mili.
2 La critica a Arnold había aparecido en el Daily Tekfpdph en septiembre
de 1866,
seguro respecto a si ése es un defecto de la comunidad más
que de los hombres de cultura. En suma, aunque, como el
señor Bright y el señor Frederic Harrison y el editor del Daily
Tekgraph, y un gran grupo de amigos valiosos, yo sea liberal,
soy un liberal moderado por la experiencia, la reflexión y la
renuncia y, por encima de todo, soy un creyente en la cultura.
Por tanto, me propongo probar e investigar, a la manera sen­
cilla y carente de sistema que mejor se corresponde con mi
gusto y mis poderes, qué es realmente la cultura, qué bien
puede hacer, cuál es nuestra necesidad especial de ella, y trata­
ré de encontrar fundamentos sencillos sobre los que la fe en
la cultura —tanto mi propia fe en ella como la fe de los de­
más— pueda descansar con seguridad.
DULZURA Y LUZ1

OS detractores d e la cu ltu ra h a c e n de la cu rio sid ad su


motivo; a veces, de hecho, hacen que su motivo con­
sista sólo en la exclusividad y la vanidad. La cultura
que supuestamente se adorna con un conocimiento superfi­
cial del griego y el latín es una cultura engendrada por algo
tan poco intelectual como la curiosidad; valorada por vani­
dad o ignorancia o como un recurso de distinción social y de
clase que separa a su portador, como una insignia o un títu­
lo, de las demás personas que carecen de ella. Nadie llamaría
en serio cultura a eso ni le daría valor alguno como cultura.
Para encontrar la verdadera razón de la muy distinta estima­
ción que las personas serias otorgan a la cultura, tendríamos
que encontrar un motivo para la cultura en cuyos términos
se albergara una ambigüedad real, y la palabra curiosidad nos
lo proporciona.
Ya he señalado que nosotros, los ingleses, a diferencia de
los extranjeros, no usamos esa palabra tanto con una buena
como con una mala acepción. Entre nosotros la palabra se
usa siempre para mostrar desaprobación. Un extranjero pue­
de dar a entender un afán generoso e inteligente por las cosas
del espíritu cuando habla de curiosidad, pero entre nosotros
la palabra da siempre la idea de una actividad frívola y poco
edificante. Hace algún tiempo, en la Quarterly Review, hubo
una estimación del célebre critico francés Sainte-Beuve, a mi

1 Arnoid titularía los capítulos a partir de la segunda edición de 1875.


juicio una estimación muy inadecuada2. Su inadecuación
consistía sobre todo en esto: en que, a nuestra manera inglesa,
dejaba fuera de la vista el doble sentido que la palabra curiosi­
dad tiene en realidad, al pensar que se decía bastante para se­
llar la culpa de Sainte-Beuve si se decía que, en sus operacio­
nes como crítico, le movía la curiosidad, sin captar que ei
propio Sainte-Beuve, y muchos otros con él, considerarían
que eso era^qricomiable)y no censurable, m señalar por qué
habría de ser censurable en lugar de encomiable. Pues igual
que hay una curiosidad en materias intelectuales que es fútil
y mera morbosidad, hay también una curiosidad — un deseo
de las cosas del espíritu simplemente por sí mismas y por el
placer de verlas^ como son— que es, en un ser inteligente,
natural ^(laudable/ Sí, y el deseo mismo de ver las cosas como
son implica un equilibrio y regulación mentales que no suele
lograrse sin un esfuerzo fructífero y que es lo opuesto del
impulso ciego y morboso, que es io que tratamos de censurar
cuando censuramos la curiosidad. Montesquieu dice: «El pri­
mer motivo que habría de impulsarnos a estudiar es el deseo
de aumentar la excelencia de nuestra naturaleza y hacer aún
más inteligente a un ser inteligente»3. Esa es la verdadera ra­
zón que hay que asignar a la genuina pasión científica, como­
quiera que se manifieste, y a la cultura, considerada sim­
plemente un fruto de esa pasión, y es una razón digna, aunque
dejemos que el término curiosidad siga describiéndola.
Pero hay otra perspectiva de la cultura, con la que no sólo
la pasión científica, el deseo puro de ver las cosas como son,
natural y propio de un ser inteligente, aparece como su razón.
Hay una perspectiva con la que el amor al prójimo, el impul­
so a la acción, a ayudar, a la beneficencia, el deseo de eliminar
el error humano, de despejar la confusión humana y dismi­
nuir la miseria humana, la noble aspiración a dejar el mundo
mejor y más feliz de como lo encontramos —motivos emi­
nentemente llamados sociales—, aparecen como parte de las

2 Charles-Augustine Sainte-Beuve (1804-1869), crítico literario francés


que ejerció una profunda influencia sobre Arnold,
3 Arnold cita el Dismurse sur ks motifs tjui doivenl nons tncoumger aux
sáences del barón de Montesquieu (1689-1755).
razones de la cultura y como la parte principal y más destaca­
da. Describiríamos entonces la cultura propiamente no como
algo que tiene su origen en la curiosidad, sino como algo que
tiene su origen en el amor a la perfección; es un estudio de la
perfección. No mueve a obrar sólo o primordialmente por la
fuerza de la pasión científica por el conocimiento puro, sino
también por la fuerza de la pasión por hacer el bien. Igual
que, al verla por primera vez, adoptamos como su digno lema
las palabras de Montesquieu: «Hacer aún más inteligente a
un ser inteligente», en la segunda ocasión no podría tener un
lema mejor que las palabras del obispo Wilson: «Hacer que
prevalezcan la razón y la voluntad de Dios»,
Ahora bien, mientras que la pasión por hacer el bien puede
precipitarse a la hora de determinar qué dicen la razón y la
voluntad de Dios, porque su inclinación es obrar más que
pensar y ha de empezar a obrar para ser, y aunque propenderá
a adoptar sus propias concepciones, que proceden de su esta­
do de desarrollo y comparten todas sus imperfecciones e in­
madurez, como motivo de su acción, lo que distingue a la
cultura es que está poseída tanto por la pasión científica como
por la pasión por hacer el bien, que exige nociones dignas de
la razón y de la voluntad de Dios y no tolera que sus rudas
concepciones las sustituyan. Sabiendo que ninguna acción ni
institución pueden ser sanas ni estables si no se basan en la
razón y en la voluntad de Dios, no está tan dispuesta a obrar
ni a instituir, ni siquiera con el gran propósito de reducir el
error y la miseria humanos, antes de pensar, para recordar que
obrar e instituir son de poca utilidad salvo que sepamos cómo
y qué hemos de hacer e instituir.
Esta cultura es más interesante y de mayor alcance que la
otra, que sólo se basa en la pasión científica por el conoci­
miento. Pero necesita épocas de fe y ardor para florecer, épo­
cas en las que el horizonte intelectual se abre y extiende a
nuestro alrededor. ¿No está despejándose el cerrado y limita­
do horizonte intelectual en el que hemos vivido y actuado
desde hace mucho tiempo y no están encontrando nuevas
luces un paso libre para brillar entre nosotros? Durante mu­
cho tiempo no han tenido paso para llegar hasta nosotros
y era inútil pensar en adaptar la acción del mundo a ellas.
¿Dónde estaba la esperanza de lograr que prevalecieran la ra­
zón y la voluntad de Dios entre personas cuya rutina había
sancionado ia razón y la voluntad de Dios, a las que estaban
inextricablemente vinculadas, más allá de las cuales no eran
capaces de mirar? Pero ahora la fuerza de hierro de la adhe­
sión a la vieja rutina —social, política, religiosa— se ha disi­
pado maravillosamente; la fuerza de hierro de la exclusión de
todo cuanto es nuevo se ha disipado maravillosamente. El
peligro no reside ahora en que la gente rehúse obstinadamen­
te permitirse que cualquier cosa salvo su vieja rutina pase por
la razón y la voluntad de Dios, sino que permita que una
novedad u otra pase por ellas con demasiada facilidad o
que no valoren lo suficiente su importancia y piensen que
basta con seguir la acción por sí misma, sin preocuparse por
que la razón y la voluntad de Dios prevalezcan en ella. Ahora
es el momento de que la cultura sea útil, la cultura que cree
en lograr que prevalezcan la razón y la voluntad de Dios, que
cree en la perfección, que es el estudio y la búsqueda de la
perfección y que ya no se ve impedida, por la rígida e inven­
cible exclusión de lo nuevo, de lograr que sus ideas se acepten
simplemente porque son nuevas.
Cuando se adopta esa perspectiva de la cultura, cuando no
sólo se la tiene en cuenta como un intento por ver las cosas
como son, para procurar un conocimiento del orden univer­
sal al que parece que el mundo tiende y se propone, y que
para el hombre supone la felicidad si lo sigue o la miseria si
se opone a él — comprender, en suma, la voluntad de Dios— ,
en el momento, como digo, en que no sólo se considera la
cultura un intento de ver y aprender todo esto, sino el intento
de que prevalezca, se pone de relieve el carácter moral, social
y beneficioso de la cultura. El mero intento de ver y aprender
¡a verdad para nuestra satisfacción personal es, de hecho, un
comienzo para lograr que prevalezca, una preparación del
camino que siempre es útil y que erróneamente se censura
por sí misma y no sólo en su caricatura y degeneración. Tal
vez haya sido censurada y desacreditada con el dudoso título
de curiosidad porque, en comparación con este intento tan
grande y sencillo, la utilidad parece egoísta, mezquina e im­
productiva.
La religión, el mayor y más importante esfuerzo con el que
la raza humana ha manifestado su impulso a perfeccionarse
—la religión, esa voz de la experiencia humana más profun­
da— , no sólo comparte y sanciona el propósito que es el gran
propósito de la cultura, el propósito de disponernos a averi­
guar qué es la perfección y lograr que prevalezca, sino que
también, ai determinar en general en qué consiste la perfec­
ción humana, llega a una conclusión idéntica a la de la cultu­
ra: la cultura trata de determinar esta cuestión mediante todas
las voces de la experiencia humana que se hayan oído, el arte, la
ciencia, la poesía, la filosofía, la historia, tanto como la reli­
gión, para darle a esa solución una plenitud y una certeza
mayores. La religión dice: E l Reino de Dios está entre vosotros,
y la cultura, de modo parecido, sitúa la perfección humana en
una condición interna, en el crecimiento y el predominio de
nuestra humanidad propiamente dicha, distinta de nuestra
animalidad. La sitúa en la eficacia siempre creciente y en la
armoniosa expansión general de ios dones del pensamiento y
el sentimiento, que constituyen la dignidad, riqueza y felici­
dad peculiares de la naturaleza humana. Como dije en una
ocasión anterior: «Con adiciones infinitas a sí mismo, en la
infinita expansión de sus poderes, en e! infinito crecimiento
en sabiduría y belleza, el espíritu de la raza humana encuentra
su ideal. Para alcanzar ese ideal, la cultura es una ayuda indis­
pensable, y ése es el verdadero valor de la cultura»4. El carácter,
de la perfección según la cultura lo concibe no consiste en te-;
ner y descansar, sino en crecer y llegar a ser, y también en esto
coincide con la religión.
Precisamente porque todos los hombres son miembros de
un conjunto mayor, y la simpatía inherente a la naturaleza
humana no permitirá que nadie sea indiferente a los demás o
tenga un bienestar perfecto con independencia de los demás,
la expansión de nuestra humanidad, para corresponder a la
idea de perfección que h cultura forma, debe ser una expan­
sión general. La perfección, según la concibe la cultura, no es
posible mientras los individuos sigan aislados. Al individuo se
le requiere, si no quiere que su propio desarrollo se atrofie y

4 Arnoid alude a su ensayo «A French Eton» (1864).


debilite al desobedecer, que lleve a otros consigo en su mar­
cha hacia la perfección, que haga continuamente todo lo que
pueda para aumentar e incrementar el volumen de la corrien­
te humana que corre en esa dirección. En esto, una vez más,
la cultura nos impone la misma obligación que la religión,
que dice, como el obispo Wilson lo ha expresado admirable­
mente, que «promover el Reino de Dios es aumentar y apre­
surar nuestra felicidad».
Pero, al final, la perfección —como la cultura enseña a con­
cebirla mediante un estudio desinteresado de la naturaleza
humana y de la experiencia humana— es una expansión ar­
moniosa de todos los poderes que forjan la belleza y el valor
de la naturaleza humana, y no es compatible con el desarrollo
unilateral de uno de esos poderes a expensas de los demás.
Aquí la cultura va más allá de la religión según concebimos en
general la religión.
Sí la cultura, por tanto, es un estudio de la perfección, de la
perfección armoniosa, de la perfección general, de la perfec­
ción que consiste en llegar a ser algd más que en tener algo,
en una condición interna de la mente y el espíritu, no en una
serie exterior de circunstancias, está claro que la cultura, en
lugar de ser frívola e inútil, como el señor Bright y el señyr
Frederic Harrison y muchos otros liberales están dispuestos a
considerarla, tiene una función muy importante por desem­
peñar para la humanidad. Esa función es particularmente im­
portante en nuestro mundo moderno, en el que el conjunto
de la civilización, en un grado mucho mayor que la civiliza­
ción de Grecia y Roma, es mecánico y externo y tiende cons­
tantemente a serlo cada vez más. Pero, sobre todo en nuestro
país, la cultura tiene que desempeñar un papel poderoso, por­
que aquí, ese carácter mecánico que la civilización tiende a
adoptar en cualquier parte, se muestra en el grado más emi­
nente. Casi todos los rasgos de la perfección que la cultura
nos enseña a fijar se encuentran en este país junto a una pode­
rosa tendencia que los desbarata y desafia. La idea de la per­
fección como una condición interna de la mente y el espíritu
difiere de la civilización mecánica y material que nosotros
estimamos y que, como he dicho, en ninguna otra parte se es­
tima tanto. La idea de la perfección como una expansión ge­
neral de la familia humana difiere de nuestro fuerte individua­
lismo, de nuestro odio a todos los limites impuestos al ímpetu
de la personalidad del individuo, a nuestra máxima de «cada
uno para sí mismo». Sobre todo, la idea de perfección como
una expansión armoniosa de la naturaleza humana difiere de
nuestra falta de flexibilidad, de nuestra ineptitud para ver más
de un aspecto de las cosas, de nuestra intensa y enérgica ab­
sorción en el propósito particular que estemos persiguiendo.
Por ello la cultura tiene que llevar a cabo una ruda tarea en
este país. Sus predicadores tienen por delante, y es probable
que para largo, tiempos difíciles, y con mucha más frecuencia
serán considerados Jeremías elegantes o espurios antes que
amigos o benefactores. Sin embargo, eso no impedirá que aca­
ben haciendo un buen servicio si perseveran. Mientras tanto,
el modo de acción que seguirán, y la clase de hábitos contra
la que lucharán, deberían ser claros para quien ios vea y quiera
considerar la cuestión atfnta y desapasionadamente.
La fe en la maquinaria, como he dicho, es nuestro peligro
constante, a menudo en la maquinaria más absurdamente des­
proporcionada ai fin que esa maquinaria, si ha de hacer algún
bien en absoluto, habría de servir, pero siempre en la ma­
quinaria, como si tuviera valor en y por sí misma. ¿Qué es la
libertad sino maquinaria? ¿Qué es la población sino maqui­
naria? ¿Qué es el carbón sino maquinaria? ¿Qué son ios ferro­
carriles sino maquinaria? ¿Qué es la riqueza sino maquinaria?
¿Qué son, incluso, las organizaciones religiosas sino maqui­
naria? Casi cualquier voz en Inglaterra se ha acostumbrado a
hablar de estas cosas como si fueran fines valiosos en sí mis­
mos y, en consecuencia, tuvieran rasgos de la perfección indi­
solublemente fijados en ellos. Ya he advertido ei argumento
de reserva del señor Roebuck para demostrar la grandeza y
felicidad de Ingiaterra y cerrar ia boca de los murmuradores.
El señor Roebuck no se cansa nunca de reiterar su argumento,
así que no sé por qué habría de cansarme yo de advertirlo.
«¿No puede cualquiera en Inglaterra decir lo que le plazca?»,
pregunta perpetuamente el señor Roebuck, y con eso piensa
que es suficiente y, cuando cualquiera diga lo que le plazca,
nuestras aspiraciones habrían de verse satisfechas. Pero las as­
piraciones de la cultura, que es el estudio de la perfección, no
se ven satisfechas, salvo que lo que digan los hombres, cuan­
do digan lo que les plazca, merezca decirse, contenga algo
bueno y más bueno que malo. Al mismo tiempo, el Times,
replicando a ciertas observaciones foráneas sobre el vertido, el
aspecto y la conducta de los ingleses en el extranjera'preconi­
za ikie el ideal inglés es que cualquiera sea libre paraiacer y
parecer lo que le plazca. Pero la cultura trata infatigablemen­
te, no de hacer lo que a cualquier persona sin experiencia le
plazca que sea la regla por la que forjarse a sí misma, sino de
acercarse cada vez más a unaácepcióí> de lo que es verdadera­
mente hermoso, dotado de-gracia, y llegar a serlo, y lograr que
a las personas sin experiencia les agrade.
Del mismo modo respecto a los ferrocarriles y el carbón.
Cualquiera habrá observado el extraño lenguaje utilizado du­
rante las últimas discusiones sobre el posible fracaso de nues­
tros suministros de carbón. Nuestro carbón, decían miles de
personas, es la base real de nuestra grandeza nacional; sí nues­
tro carbón escasea, será el fin de la grandeza de Inglaterra.
Pero ¿qué es la grandeza?, nos obliga a preguntar la cultura. La
grandeza es una condición espiritual digna de suscitar el
amor, el interés y la admiración, y la prueba externa de la po­
sesión de la grandeza es que suscitemos amor, interés y admi­
ración. Si mañana Inglaterra fuera absorbida por el mar, ¿cuál
de las dos, dentro de cien años, suscitaría el amor, el interés y
la admiración de la humanidad — cuál mostraría la prueba de
haber poseído la grandeza—, la Inglaterra de los últimos vein­
te años o la Inglaterra de Isabel, de una época de espléndido
esfuerzo espiritual en la que, sin embargo, nuestro carbón y
nuestras operaciones industriales dependientes del carbón
apenas se habían desarrollado? ¡Qué demente hábito mental
ha de ser el que nos lleva a hablar de cosas como el carbón o
el hierro como causas de la grandeza de Inglaterra! ¡Qué salu­
dable amiga es la cultura, propensa a ver las cosas como son
y disipar con ello los engaños de esa clase y fijar pautas reales
de perfección!
La riqueza, de nuevo, ese fin al que se dirigen nuestras pro­
digiosas obras en busca de ventajas materiales: el más común
de los lugares comunes nos dirá que los hombres siempre es­
tán dispuestos a considerar la riqueza un fin valioso en sí mis­
mo, y desde luego nunca han estado tan dispuestos a conside­
rarlo como en Inglaterra en la época presente. Nunca ha
creído la gente nada con más firmeza de lo que nueve de cada
diez ingleses cree en nuestros días: que ser tan ricos demuestra
nuestra grandeza y bienestar. Ahora bien, la utilidad de la
cultura es que nos ayuda, por medio de su pauta espiritual de
perfección, a considerar la riqueza maquinaria y no sólo a
decir, como si fuera cuestión de palabras, que consideramos
la riqueza maquinaría, sino a darnos cuenta y sentir realmente
que es así. Si no fuera por ese efecto purificador que la cultura
nos procura, el mundo entero, el futuro tanto como el presen­
te, pertenecería inevitablemente a los filisteos. La gente que
cree sobre todo que ser muy ricos demuestra nuestra grandeza
y bienestar, y que daría su vida y pensamientos para ser rica,/
es precisamente la misma gente a la que llamamos filisteos. La
cultura dice: «Fijémonos en esa gente, en su modo de vida,
sus hábitos, sus costumbres, el tono mismo de su voz; mi­
rémosla con atención, observemos la literatura que lee, las
cosas que le dan placer, las palabras que salen de sus bocas,
los pensamientos que pueblan su mente. ¿Merecería la pena
un aumento de riqueza compatible con la condición que ad­
quiriríamos, semejante a la de esa gente?». La cultura engen­
dra una insatisfacción que es uno de los valores más elevados
posible para resistir a la marea común de los pensamientos de
los hombres en una comunidad rica e industrial y que pode­
mos esperar que salve el futuro de vulgarizarse, aunque no
pueda salvar el presente.
La población, de nuevo, y la salud y vigor corporales, son
cosas de las que en ninguna parte se trata de un modo tan
falto de inteligencia, confuso y exagerado como en Inglaterra.
Ambas cosas son realmente maquinaria; sin embargo, muchas
personas a nuestro alrededor encuentran sosiego en ellas y no
ven más allá. Hemos oído hablar a gente, después de leer cier­
tos artículos en el Times sobre los asientos en el Registro Gene­
ral de matrimonios y nacimientos, de nuestras grandes fami­
lias inglesas de un modo solemne, como si hubiera en ello
algo hermoso, elevado y meritorio, ¡como si el filisteo inglés
no tuviera más que presentarse ante el Gran Juez con sus doce
hijos para ser recibido entre las ovejas con todo derecho!
Pero la salud y el vigor corporales, podríamos decir, no han
de clasificarse con la riqueza y la población como mera ma­
quinaria; tienen un valor más real y esencial. Es cierto, pero
sólo mientras estén íntimamente vinculados a una condición
espiritual más perfecta que la riqueza o la población. En el
momento en que los separamos de la idea de una perfecta
condición espiritual y los perseguimos, como los persegui­
mos, por sí mismos y como fines, nuestro culto de la salud y
el vigor se convierte en mero culto de la maquinaria, como
nuestro culto de la riqueza y la población, y como un cuito
tan falto de inteligencia y vulgar como ése. Cualquiera que
tenga una idea adecuada de la perfección humana habrá ad­
vertido con claridad esa subordinación del cultivo del vigor y
de la actividad corporales a fines más elevados y espirituales.
«El ejercicio corporal es de poco provecho, pero el divino es
provechoso en todas las cosas», dice el autor de la Carta a Ti­
moteo, y el utilitarista Eranidin lo dice de un modo igual de
explícito: «Come y bebe la cantidad exacta que corresponde a
la constitución de tu cuerpo, en referencia a los servicios de la
mente». Pero el punto de vista de la cultura, que mantiene a la
vista ía señal de la perfección humana sencilla y amplia, y no
asigna a esa perfección, como la religión o el utilitarismo le
asignan, un carácter especial y limitado, ese punto de vista de
la cultura, como decía, lo dan mejor estas palabras de Epicte-
to: «Es una muestra de ctcpuía —es decir, de una naturaleza
sin atemperar— entregarnos a las cosas que se relacionan con
el cuerpo; prestar, por ejemplo, demasiada atención al ejerci­
cio, prestar demasiada atención a la comida, prestar demasia­
da atención a la bebida, prestar demasiada atención a cami­
nar, prestar11demasiada atención a cabalgar. Todas esas cosas
hay que hacerlas al paso: la formación del espíritu y el carác­
ter ha de ser nuestra verdadera preocupación». Esto es admi­
rable y, de hecho, la palabra griega EÜcpuíct, una naturaleza
temperada, da exactamente la noción de perfección que la
cultura nos insta a concebir: una armoniosa perfección, una
perfección en la que los rasgos de la belleza y la inteligencia
están presentes y une «las dos cosas más nobles» —como
Swift, que de una de las dos, en cualquier caso, tenía muy
poco, las llama felizmente en L a batalla délos libros—, «las dos
cosas más nobles, dulzura y luz». Eúcpur|q es el hombre que
tiende hacia la dulzura y la luz; el ácpurj*;, por otra parte, es
nuestro filisteo. La inmensa acepción, espiritual de los griegos
se debe a que ía inspira esta idea central y feliz del rasgo esen­
cial de la perfección humana, y la tergiversación de la cultura
del señor Bright, como un chapurreo del griego y del latín,
proviene, al fin y al cabo, de esa maravillosa acepción de los
griegos que ha alterado la maquinaria misma de nuestra edu­
cación y es, en sí misma, una especie de homenaje a ella.
Al hacer de la dulzura y la luz rasgos de la perfección, la
cultura es de espíritu similar a la poesía, obedece la misma ley
que la poesía. Mucho más que en nuestra libertad, nuestra
población y nuestro industrialismo, muchos entre nosotros
confian en que nuestras organizaciones religiosas nos salven.
He dicho que la religión es una manifestación más importan­
te de la naturaleza humana que la poesía, porque ha trabajado
a una escala mayor por la perfección y con masas de hombres
mayores. Pero la idea de la belleza y de una naturaleza huma­
na perfecta en todos sus aspectos, que es la idea dominante de
la poesía, es una idea verdadera e inestimable, aunque no ha
tenido el éxito que la idea de vencer las obvias faltas de nues­
tra animalidad, y de una naturaleza humana perfecta en el
aspecto moral, ha sido capaz de lograr, y está destinada, al
incorporar ia idea religiosa de una energía devota, a transfor­
mar y gobernar a la otra.
El arte y 3a poesía mejores de los griegos, en que la religión
y la poesía son uno, en que la idea de la belleza y de una na­
turaleza humana perfecta en todos sus aspectos incorpora una
energía religiosa y devota, y obra con su fuerza, son en este
punto de supremo interés e instrucción para nosotros, aun­
que fueran —debemos confesarlo, a propósito de la raza hu­
mana en general y, de hecho, a propósito de los propios grie­
gos— un intento prematuro, un intento que, para tener éxito,
necesitaba que la fibra moral y religiosa de la humanidad fue­
ra más vigorosa y estuviera más desarrollada. Pero Grecia no
se equivocó al tener tan presente y de un modo eminente la
idea de la belleza, la armonía y la completa perfección huma­
na. Es imposible tener demasiado presente y de un modo
eminente esa idea, pero la fibra moral ha de ser vigorosa.
Nosotros, debido a que hemos reforzado la fibra moral, no es­
tamos al respecto en el camino adecuado si, al mismo tiempo,
nos falta la idea de la belleza, la armonía y la completa perfec­
ción humana o la tergiversamos, y es evidente que nos falta o la
tergiversamos en la actualidad. Cuando confiamos, como lo
hacemos, en nuestras organizaciones religiosas, que en sí mis­
mas no nos dan ni pueden darnos esa idea, y pensamos que
hemos hecho bastante con diseminarlas y lograr que prevalez­
can, entonces, como he dicho, caemos en nuestra falta común
de sobrestímar la maquinaria.
Nada es más común que el hecho de que la gente confunda
la paz y satisfacción interior que sigue al sometimiento de las
faltas obvias de nuestra animalidad con lo que podría llamar
la absoluta paz y satisfacción interior, la paz y satisfacción
que alcanzamos cuando nos acercamos a la completa perfec­
ción espiritual, y no sólo a la perfección moral o más bien a
una relativa perfección moral. Nadie ha hecho más en el
mundo ni luchado tanto para lograr esa relativa perfección
moral como nuestra raza. Para nadie más en el mundo tiene
el mandamiento de resistir al mal, de vencer al malvado, en el
sentido más próximo y obvio de estas palabras, tanta fuerza y
realidad. Hemos tenido nuestra recompensa, no sólo en la
gran prosperidad mundana que la obediencia a ese manda­
miento nos ha deparado, sino también, y mucho más, en una
gran paz y satisfacción interior. Pero, para mí, pocas cosas son
más patéticas que ver a la gente, en virtud de la paz y satisfac­
ción interior que sus rudimentarios esfuerzos para lograr la
perfección le han deparado, emplear, en lo que se refiere a
su perfección incompleta y a las organizaciones religiosas en
cuyo seno la han encontrado, un lenguaje que, en propiedad,
sólo se aplica a la perfección completa y es un eco remoto de
la profecía del alma humana al respecto. La religión misma,
apenas necesito decirlo, le proporciona en abundancia ese
gran lenguaje. La gente lo usa con toda libertad; sin embargo,
la critica más severa posible de esa perfección incompleta es
que sólo la hayamos alcanzado mediante nuestras organiza­
ciones religiosas.
El impulso de la raza inglesa hacia el desarrollo moral y el
autodominio no se ha manifestado en ninguna otra parte de
una manera tan poderosa como en el puritanismo. En nin­
guna otra parte el puritanismo encontró una expresión tan
adecuada como en la organización religiosa de los indepen­
dientes5. Los Independientes modernos tienen un periódi­
co, Nonconformist, escrito con gran sinceridad y habilidad.
El lema, la pauta, la profesión de fe que ese órgano lleva al
frente es: «La disidencia del disentimiento y el protestantis­
mo de la religión protestante». ¡Hay dulzura y luz y un ideal
de completa y armoniosa perfección humana! No necesi­
tamos acudir a la cultura y la poesía para encontrar un len­
guaje con que juzgarlo. La religión, con su instinto de per­
fección, proporciona el lenguaje para juzgarlo, un lenguaje,
también, que tenemos en la boca cada día. «Al final, sed de
una opinión, unidos en sentimiento», dice san Pedro. Hay
un ideal que juzga el ideal puritano: «¡La disidencia del di­
sentimiento y el protestantismo de la religión protestante!»,
¡La gente cree en organizaciones religiosas como ésa, des­
cansa en ellas, daría su vida por ellas! Tal es, como digo, la
maravillosa virtud incluso de los inicios de la perfección, de
haber sometido incluso las faltas sencillas de nuestra anima­
lidad, que la organización religiosa que nos ha ayudado a
hacerlo puede parecemos algo precioso, saludable y que ha
de propagarse, aunque lleve un estigma de imperfección en
la frente como ésa. Los hombres han contraído tal hábito de
darle al lenguaje de la religión una aplicación especial,
de convertirlo en mera jerga, que no tienen oído para la
condena que la religión impone a los defectos de sus organi­
zaciones religiosas; están seguros de engañarse a sí mismos y
disculparse. Sólo puede afectarles la crítica que la cultura,
como la poesía, que emplea un lenguaje sin sofisticación y
pone resueltamente a prueba a esas organizaciones, contras­
tándolas con el ideal de una perfección humana completa
en todos sus aspectos, les aplica.
Pero los hombres de cultura y poesía, se dirá, fallan una y
otra vez, y lo hacen conspicuamente, en el primer paso necesa­

5 Los Independerás o congregacionalistas habían desempeñado un papel


cruda! en !a oposición puritana a los Estuardo y seguían defendiendo en el
siglo xix la autonomía de las iglesias Socales.
rio hacia una perfección armoniosa, en el sometimiento de las
grandes y obvias faltas de nuestra animalidad, que es la gloria
de esas organizaciones religiosas habernos ayudado a someter.
Es cierto, fallan con frecuencia. Con frecuencia carecen de las
virtudes y de los defectos del puritano; uno de sus riesgos ha
sido advertir de tal modo los defectos de los puritanos que
han descuidado sus virtudes. Sin embargo, no los disculparé a
costa de los puritanos. Con frecuencia han fallado en la mora­
lidad, y la moralidad es indispensable. Han sido castigados por
su fracaso, igual que el puritano ha sido recompensado por su
cumplimiento. Han sido castigados allí donde se han equivoca­
do, pero su ideal de belleza, de dulzura y luz, y de una natura­
leza humana completa en todos sus aspectos, sigue siendo el
verdadero ideal de la perfección, igual que el ideal puritano de
perfección sigue siendo estrecho e inadecuado, aunque haya
sido ampliamente recompensado por lo que ha hecho bien.
A pesar de los imponentes resultados del viaje de los Padres
Peregrinos, ellos y su pauta de perfección son juzgados correc­
tamente cuando nos figuramos que Shakespeare o Virgilio
—almas en las que la dulzura y la luz, y todo cuanto en la
naturaleza humana es más humano, eran eminentes— les
acompañaran en su viaje, iy pensamos en la intolerable compa-
ñia que Shakespeare y Virgilio habrían sido para ellos! Juzgue­
mos del mismo modo las organizaciones religiosas que vemos
a nuestro alrededor. No negaremos el bien y la felicidad que
han procurado, pero no dejaremos de ver con claridad que su
idea de perfección humana es estrecha e inadecuada, y que la
disidencia deí disentimiento y el protestantismo de la religión
protestante no llevarán nunca a la humanidad a su verdadera
meta. Conío he dicho de la riqueza: fijémonos en la vida de
quienes viven en y para ella, y lo mismo digo de las organiza­
ciones religiosas. Fijémonos en la vida imaginada en un perió­
dico como Nonconformist, una vida pendiente de la Iglesia, de
disputas, de reuniones, de apertura de capillas, de sermones,
iy pensemos luego en ella como un ideal de la vida humana
completo en todos sus aspectos que aspira con todos sus órga­
nos a la dulzura, ia luz y la perfección!
Otro periódico, que representa, como Nonconformist, a una
de las organizaciones religiosas de este país, informó hace tiem­
po de la multitud reunida en Epsom el día del Derby y de
todo el vicio y la fealdad que podían apreciarse en la multi­
tud, y luego el autor del informe cambiaba de tercio y se diri­
gía al profesor Huxley y le preguntaba cómo se proponía cu­
rar todo ese vicio y fealdad sin religión. Confieso que me
dispuse a preguntarle al interrogador: ¿y cómo se propone
curarlo con una religión como la suya? ¿Cómo va a vencer y
transformar todo ese vicio y fealdad un ideal de vida tan poco
amable, tan poco atractivo, tan incompleto, tan estrecho, tan
apartado de un ideal verdadero y satisfactorio de perfección
humana, como el de la vida que su organización religiosa y
usted mismo reflejan? De hecho, la alegación más poderosa
del estudio de la perfección al que aspira la cultura, la prueba
más clara de la actual inadecuación de la idea de perfección
que mantienen las organizaciones religiosas — que expresa,
como he dicho, el esfuerzo más amplio que la raza humana
ha hecho por la perfección— se encuentra en el estado de
nuestra vida y de la sociedad en posesión de esas organizacio­
nes, una posesión que mantienen desde no sé cuántos cientos
de años. Todos estamos incluidos en alguna organización re­
ligiosa, todos nos consideramos, en el sublime y ambicioso
lenguaje de la religión del que he dado cuenta, hijos de Dios.
Hijos de Dios. ¡Es una pretensión inmensa! ¿Cómo la justifi­
caremos? Por nuestras obras y nuestras palabras. ¡La obra que
nosotros, hijos de Dios, hacemos en conjunto, nuestro gran
centro de vidas, la ciudad que hemos construido para vivir en
ella, es Londres! ¡Londres, con su indecible fealdad extema y
su cáncer interno de publice egestas, privatim opulmtia —para
usar las palabras que Salustio pone en boca de Catón sobre
Roma—, sin igual en el mundo! ¡La palabra que nosotros,
hijos de Dios, pronunciamos, la voz que mejor se correspon­
de con nuestro pensamiento colectivo, el periódico de mayor
circulación en Inglaterra, ay, de mayor circulación en el mun­
do entero, es el Daily Telegt'etph! Diré que, cuando nuestras or­
ganizaciones religiosas —admito que expresan el esfuerzo
más considerable por la perfección que nuestra raza haya lle­
vado a cabo— no nos deparan un resultado mejor que ése, ha
llegado el momento de examinar cuidadosamente su idea de
perfección, de ver si no deja de lado aspectos y fuerzas de la
naturaleza humana que podrían sernos de gran utilidad, si no
serían más eficaces si fueran más completas. Diré que la con­
fianza inglesa en nuestras organizaciones religiosas y en sus
ideas de la perfección humana, tal como son, es, como nues­
tra confianza en la libertad, en un cristianismo muscular, en
la población, el carbón, la riqueza, mera creencia en la ma­
quinaria e infructuosa, y que la cultura la contrarresta por
completo con su inclinación a ver las cosas como son y su
empeño en llevar a la raza humana hacia una perfección más
completa y armoniosa.
Sin embargo, la cultura muestra su sencillo amor por la
perfección, su deseo de hacer simplemente que prevalezcan
la razón y la voluntad de Dios, su libertad respecto al fanatismo,
con su actitud hacia toda esa maquinaria, incluso cuando in­
siste en que sólo es maquinaria. Los fanáticos, al ver el daño
que los hombres se hacen a sí mismos con su ciega creencia
en un tipo u otro de maquinaria —ya sean la riqueza y el in­
dustrialismo o el cultivo de la fortaleza y la actividad física,
una organización política o una organización religiosa— , se
oponen a más no poder a la tendencia hacia esta o aquella
organización política y religiosa, o a los juegos y ejercicios
atléticos, o a la riqueza y el industrialismo, y tratan violenta­
mente de impedirlo todo. Pero la flexibilidad que la dulzura
y la luz otorgan, y que es una de las recompensas de la cultu­
ra, obtenidas con buena fe, capacita al hombre para darse
cuenta de que una tendencia puede ser necesaria e incluso,
como preparación para algo futuro, saludable, y, sin embargo,
que las generaciones o los individuos que obedecen esa ten­
dencia se sacrifican por ella y pierden la esperanza de la per­
fección al séguirla, y que sus errores han de ser criticados para
que no arraiguen y perduren después de que esa tendencia
haya servido a su propósito.
El señor Gladstone señaló con acierto, en un discurso en
París — otros han señalado lo mismo—, lo necesario que es el
gran movimiento actual hacia ía riqueza y el industrialismo
para poner anchos cimientos de bienestar material a la socie­
dad del futuro. Lo peor de esas justificaciones es que suelen
dirigirse a la gente comprometida, en cuerpo y alma, en el
movimiento en cuestión; en todos los casos, esas personas las

[roo]
aceptan con la mayor avidez y consideran que justifican sus
vidas, de modo que las endurecen en sus pecados. La cultura
admite la necesidad del movimiento hacia la adquisición de
fortuna y el industrialismo exagerado, está dispuesta a conce­
der que el futuro se beneficiará por todo ello, pero, al mismo
tiempo, insiste en que las generaciones entregadas de indus­
trialistas —que forman, en su mayoría, el cuerpo principal del
filisteísmo— se han sacrificado por ello. Del mismo modo,
tal vez el resultado de los juegos y deportes que ocupan a la
generación actual de muchachos y jóvenes sea el estableci­
miento de un tipo físico mejor y más sano con el que trabajar
en el futuro. La cultura no está en contra de los juegos y de­
portes; se felicita del futuro y espera que haga buen uso de su
base física mejorada, pero advierte que nuestra generación ac­
tual de muchachos y jóvenes se sacrifica mientras tanto por
ello. Tal vez el puritanismo fuera necesario para desarrollar la
fibra moral de la raza inglesa, eí inconformismo para romper
el yugo de la dominación eclesiástica sobre las opiniones de
los hombres y preparar el camino a la libertad de pensamien­
to en el futuro distante; sin embargo, la cultura señala que la
armoniosa perfección de generaciones de puritanos e incon­
formistas se ha sacrificado, en consecuencia, por ello. Tal vez
la libertad de expresión sea necesaria para la sociedad del fu­
turo, pero los jóvenes leones del Daily Tekgraph, mientras tan­
to, se sacrifican por ello. Tal vez sea necesario para la sociedad
del futuro que cada uno tenga su voz en el gobierno de su
país, pero mientras tanto el señor Reales y el señor Bradlaugh
han sido sacrificados6.
Oxford, el Oxford del pasado, tiene muchas faltas, y ha
pagado onerosamente por ellas en derrota, aislamiento y falta
de apoyo en el mundo moderno. Sin embargo, nosotros, en
Oxford, crecimos entre la belleza y la dulzura de aquel her­
moso lugar y no dejamos de captar una verdad, la verdad de
que la belleza y la dulzura son rasgos esenciales de una perfec­
ción humana completa. Cuando insisto en esto, soy unánime

s Edmond Beaies (1803-1881), fondador de la Reform League y organi­


zador del encuentro en Hyde Park eí 23 de julio de 1866. Charles Bradlaugh
(1833-1891), reformista inglés y ateo.

[ior]
con la fe y tradición de Oxford. Digo con atrevimiento que
nuestro sentimiento de belleza y dulzura, nuestro sentimiento
contrario a la fealdad y la rudeza, estaba en el fondo de nues­
tra adhesión a tantas causas perdidas, de nuestra oposición
a tantos movimientos triunfantes. El sentimiento es sincero
y no ha sido nunca derrotado por completo y ha mostra­
do todo su poder incluso en la derrota. No hemos ganado
nuestras batallas políticas, no hemos logrado sacar adelan­
te nuestros puntos principales, no hemos detenido el avance
de nuestros adversarios, no hemos marchado victoriosamente
con el mundo moderno, pero hemos hecho mella en la opi­
nión del país, hemos preparado corrientes de sentimiento que
han minado la posición de nuestros adversarios cuando pare­
cía ganada, hemos mantenido nuestras comunicaciones con
el futuro. ¡Fijémonos en el curso del gran movimiento que
sacudió Oxford hasta el tuétano hace treinta años! Se dirigía,
como cualquiera que lea la Apología del doctor Newman com­
probará, contra lo que podríamos llamar, en una palabra,
«liberalismo»7. El liberalismo prevaleció; era la fuerza señala­
da para hacer el trabajo del momento; era necesario, era inevi­
table que prevaleciera. El movimiento de Oxford se truncó,
fracasó; los restos se dispersaron por las orillas:

Quse regio ín terris nostri non plena laboris?8

Pero ¿qué era ese liberalismo, como el doctor Newman lo


veía y como realmente truncó el movimiento de Oxford? Era
el liberalismo de la gran clase media, que tenía como puntos
cardinales de su creencia el Decreto de Reforma de 1832, y el
autogobierno local, en política; en la esfera social, el libre­
cambio, la competencia sin restricciones y la forja de grandes
fortunas industriales; en la esfera religiosa, la disidencia del
disentimiento y el protestantismo de ía religión protestante.
No digo que otras fuerzas más inteligentes que ésa no se

7 Arnoid aiude a John Henry Newman, teólogo anglicano que dirigiría


el Movimiento de Oxford y se convertiría después en cardenal de la Iglesia
católica. Su obra más representativa es Apología pro vita sua (1864, trad. de
V. G.a Ruiz, introducción de lan Ker, Madrid, Encuentro, 2010).
s Virgilio, Eneida, I, 460.

[iOi]
opusieran al movimiento de Oxford, pero ésa fue la fuerza
que realmente lo golpeó; ésa fue la fuerza contra la que el
doctor Newman sabía que luchaba; ésa era la fuerza que has­
ta el otro día parecía ser la fuerza dominante en este país y
estar en posesión del futuro; ésa era la fuerza cuyos logros
llenan al señor Lowe de una admiración indecible y cuyo
gobierno le horroriza ver amenazado9. ¿Dónde está ahora esa
gran fuerza del filisteísmo? Ha quedado relegada a un rango
secundario, se ha convertido en un poder del ayer, ha perdi­
do el futuro. Un nuevo poder ha aparecido de repente, un
poder que es imposible juzgar plenamente, pero que desde
luego es una fuerza completamente distinta del liberalismo
de ciase media, distinta en sus puntos cardinales de creencia,
distinta en sus tendencias en cualquier esfera. Ni le gustan
ni admira la legislación de los parlamentos de clase media, ni
el autogobierno local de las parroquias de clase media, ni la
competencia sin restricciones de los industrialistas de cla­
se media, ni la disidencia del disentimiento de clase media ni
el protestantismo de la religión protestante de clase me­
dia. No estoy alabando esa nueva fuerza ni diciendo que sus
ideales sean mejores; todo lo que digo es que son completa­
mente distintos. ¿Quién podrá apreciar hasta qué punto las
corrientes de sentimiento creadas por el movimiento del
doctor Newman, el acuciante deseo de belleza y dulzura que
alimentó, la profunda aversión que manifestó hacia la dureza
y vulgaridad del liberalismo de clase media, la poderosa luz
que arrojó sobre las odiosas y grotescas ilusiones del protes­
tantismo de clase medía, quién podrá apreciar hasta qué pun­
to todo esto contribuyó a acrecentar la marea de secreta insa­
tisfacción que ha minado el terreno del confiado liberalismo
de los últimos treinta años y preparado el camino para su
repentino colapso y sustitución? ¡De este modo el sentimien­
to de Oxford por la belleza y la dulzura triunfa y de este
modo seguirá triunfando!
De este modo trabaja con la misma finalidad que la cultu­
ra, y aún le queda mucho trabajo por hacer. Ya he dicho que

? Robert Lowe (1811-1892), político liberal que fomentó una reforma


selectiva de la educación y e! fimcionariado en Inglaterra.
la nueva y más democrática fuerza que está sustituyendo
nuestro viejo liberalismo de clase media no puede ser corree
tamente juzgada. Aún ha de formar sus tendencias principa­
les. Hemos oído promesas de reformas administrativas, de
reformas legales, de reformas educativas y de no sé qué más,
pero esas promesas provienen más de sus abogados, que de­
sean defenderla y justificar la sustitución del liberalismo de
clase media, que de tendencias claras que aún no se han desa­
rrollado. Mientras tanto tiene multitud de amigos bieninten­
cionados contra los cuales la cultura puede seguir mantenien­
do con ventaja su ideal de perfección humana, que consiste
en una actividad espiritual interior, cuyos rasgos son más dulzura,
más luz, más vida, más simpatía. El señor Bright, que tiene un
pie en cada mundo, el mundo del liberalismo de clase media
y el mundo de la democracia, pero que saca la mayoría de sus
ideas del mundo del liberalismo de clase media en el que se
ha criado, se ha inclinado siempre a inculcar esa fe en la ma­
quinaria a la que, como hemos visto, los ingleses son tan pro­
pensos y que ha sido la maldición del liberalismo de clase
media. Se queja con amarga indignación de la gente que «no
parece tener una estimación adecuada del valor del sufragio»;
empuja a sus discípulos a creer — algo en lo que el inglés está
siempre dispuesto a creer— que tener un voto, como tener
familia numerosa, un gran negocio o una vigorosa musculatu­
ra, tiene en sí mismo un efecto edificante y perfeecionador
sobre la naturaleza humana. Exhorta a la democracia, a «los
hombres —como él los llama— sobre cuyos hombros des­
cansa la grandeza de Inglaterra», y les dice: «¡Ved lo que ha­
béis hecho! ¡Observo este país y veo las ciudades que habéis
construido, ios ferrocarriles que habéis trazado, las manufac­
turas que habéis producido, los cargamentos que transportan
los barcos de la mayor marina mercante que el mundo haya
visto! Veo que habéis transformado con vuestro trabajo lo
que era un desierto, estas islas, en un fructífero jardín; sé que
habéis creado esta riqueza y sois una nación cuyo nombre es
una palabra de poder en todo el mundo». Bueno, es el mismo
estilo laudatorio con el que el señor Roebuck o ei señor Lowe
corrompen las opiniones de la clase media y la convierten en
filistea. Es la misma manera de enseñar a un hombre a valo­
rarse no por lo que es, no por su progreso hacia la dulzura y la
luz, sino por la cantidad de ferrocarriles que ha construido o
la grandeza del tabernáculo que ha edificado. Sólo que a la
clase media se le dice que lo ha hecho con toda su energía,
confianza en sí misma y capital, y a la democracia que lo ha
hecho con sus manos y nervios. Pero enseñarle a la democra­
cia a confiar en logros de esa clase es sólo prepararla para ser
los filisteos que ocupen el lugar de los filisteos a los que está
sustituyendo, y también a la democracia, como a la clase me­
dia, se la invitará a sentarse al banquete del futuro sin ir vesti­
da de boda, y nada que sea excelente saldrá de ella. Quienes
conocen sus faltas habituales, quienes la han observado y es­
cuchado, o quienes lean el instructivo informe sobre ella ela­
borado por uno de sus partidarios, el Joumeyman Engineer,
convendrá en que la idea de perfección que la cultura pone
delante de nosotros —una mayor actividad espiritual, cuyos
rasgos son más dulzura, más luz, más vida, más simpatía— es
una idea que la democracia necesita mucho más que la idea
de la bendición del voto o las maravillas de sus hazañas in­
dustriales.
Otros amigos bienintencionados de este nuevo poder no
tratan de llevarla por las viejas sendas del filisteísmo de clase
media, sino por caminos naturalmente atractivos a los pies de
la democracia, aunque en este país sean novedosos e inusita­
dos. Podría llamarlos los caminos del jacobinismo. Indig­
nación violenta con el pasado, sistemas abstractos de renova­
ción aplicados en conjunto, una nueva doctrina trazada en
blanco y negro para elaborar hasta en sus menores detalles
una sociedad racional para el futuro, ésos son los caminos del
jacobinismo. El señor Frederic Harrison y otros discípulos de
Comte —uno de ellos, el señor Congreve, es un viejo amigo
mío, y me alegra tener la oportunidad de expresar pública­
mente mi respeto por sus talentos y su carácter— se encuen­
tran entre los amigos de la democracia dispuestos a llevarla
por un camino de esa clase. El señor Harrison es verdadera­
mente hostil a la cultura y por un motivo bastante natural,
pues la cultura es el oponente eterno de dos cosas que son las
señas de identidad del jacobinismo: su fiereza y su adicción a
sistemas abstractos. La cultura asigna siempre a los forjadores

[ios]
de sistemas y a los sistemas una participación menor en el
destino de los hombres de lo que sus amigos querrían. Una
comente de opinión se inclina hacia nuevas ideas; la gente está
insatisfecha con su vieja reserva de ideas filisteas, ideas anglo­
sajonas o cualesquiera otras, y a alguien, como Bentham o
Comle, que tiene el mérito real de haber advertido antes y
poderosamente la nueva corriente y de haber contribuido a
ella, pero que arrastra consigo buena parte de su propia estre­
chez y de sus errores en su sentimiento y en su contribución,
se le acredita con la autoría de toda la corriente, como la per­
sona adecuada para confiarle su regulación y guiar a la raza
humana10.
El excelente historiador alemán de la mitología romana,
Preller, al contar la introducción en Roma, bajo los Tarqui-
nos, del cuito de Apolo, el dios de la luz, de la curación y la
reconciliación, nos hace observar que no fueron tanto los Tar­
quines quienes trajeron a Roma el nuevo culto de Apolo,
cuanto una corriente de opinión del pueblo romano, que se
inclinó poderosamente en aquella época hacia un nuevo cul­
to de esa clase, al margen del antiguo modo de las ideas re­
ligiosas latinas y sabinas. De un modo similar, la cultura diri­
ge maestra atención hacia la corriente natural de los asuntos
humanos y a su continuo trabajo, y no dejará que deposite­
mos nuestra fe en un hombre en particular y sus hechos. Nos
hace ver no sólo su buen aspecto, sino también cuánto hay en
él necesariamente de limitado y efímero; incluso siente pía-
cer, una sensación de mayor libertad y de un futuro más am­
plio, al hacerlo.
Recuerdo, cuando me encontraba bajo la influencia de al­
guien por qitien sentía el mayor respeto, alguien que era la
encarnación misma de la cordura y el buen sentido, la perso­
na de mayor consideración que América haya producido
—Benjamin Franldin—, recuerdo el alivio con el que, des­
pués de haber sentido durante mucho tiempo la fuerza del
imperturbable sentido común de Frankíin, me encontré con

10 En Jeremy Bentham (1748-1832), fundador del utilitarismo, y Auguste


Comte (1798-1857), fundador del positivismo, Arnoid vería a los inspirado­
res filosóficos de Sa maquinaria.
un proyecto suyo para una nueva versión del Libro de Job
que reemplazara la antigua versión, cuyo estilo, dice Franldin,
ha quedado obsoleto y resulta poco grato. «Doy —con ti
núa— unos pocos versos, que podrán servir de ejemplo de la
versión que recomiendo». Todos recordamos el famoso verso
en nuestra traducción: «¿Temerá Job a Dios en vano?». Fran-
Idín hace esto: «¿Se imagina su Majestad que la buena con­
ducta de Job es el resultado de mera adhesión y afecto?». Re­
cuerdo que, cuando lo leí por primera vez, sentí un inmenso
alivio y me dije: «¡Al fin y al cabo, hay humanidad más allá
del victorioso buen sentido de Franklin!». Así, después de oír
a Bentham ensalzado como el renovador de la sociedad mo­
derna, y las opiniones e ideas de Bentham propuestas como
reglas de nuestro futuro, abro la Deontokgía. Leo allí: «Mien­
tras Jenofonte escribía su historia y Euclides enseñaba geome­
tría, Sócrates y Platón decían tonterías con la pretensión de
enseñar sabiduría y moralidad. Esa moralidad suya consistía
en palabras; esa sabiduría suya era la negación de cosas que
cualquiera conoce por experiencia». Desde el momento en
que leo eso, ¡estoy libre del cautiverio de Bentham! El fanatis­
mo de sus partidarios ya no me afecta. Percibo la inadecua­
ción de sus opiniones e ideas para proporcionar la regla de la
sociedad humana, para la perfección.
La cultura tiende siempre a tratar así con los hombres de
sistema, con los discípulos de una escuela; con hombres
como Comte, o el fallecido señor Buclde, o el señor Mili11.
Por mucho que pueda encontrar de admirable en esos perso­
najes, o en algunos de ellos, recuerda, sin embargo, el texto:
«¡No me llames maestro!», y pasa en seguida a otro maestro.
Pero al jacobinismo le gusta el maestro; no quiere pasar de su
maestro en busca de una perfección fritura e inalcanzada;
quiere que su maestro y sus ideas representen la perfección,
que con la mayor autoridad puedan rehacer el mundo. Para el
jacobinismo, por tanto, la cultura —que pasa eternamente
adelante y sigue buscando— es una impertinencia y una ofen­
sa. Pero la cultura, precisamente porque se resiste a esa ten­

11 Henry Wilüam Buckle (1821-1862), historiador utilitarista y defensor


de la idea de progreso, que popularizaría las ideas de Mili.
dencia del jacobinismo a imponemos a un hombre tanto con
sus limitaciones y errores como con las verdaderas ideas de las
que es el órgano, presta al mundo y al mismo jacobinismo un
servicio.
Con su furioso odio al pasado y a quienes hace responsa­
bles de los pecados del pasado, el jacobinismo no puede tam­
poco deshacerse de la inagotable indulgencia propia de la
cultura, la consideración de las circunstancias, el severo juicio
de las acciones unido al juicio misericordioso de las personas.
«¡El hombre de cultura en política —exclama el señor Frede­
ric Harrison— es uno de los mortales más pobres!» El señor
Frederic Harrison quiere estar ocupado y se queja de que el
hombre de cultura le detenga con una «preferencia por en­
contrar pequeñas faltas, el amor de la tranquilidad egoísta y la
indecisión en la acción». ¿De qué sirve la cultura— se pregun­
ta— salvo para «un crítico de nuevos libros o un profesor de
belles-kttres»? Bueno, resulta útil porque, en presencia de la
ñera exasperación que alienta o más bien diría que sisea a
través de toda la producción sobre la que el señor Frederic
Harrison plantea esa pregunta, nos recuerda que la perfección
de la naturaleza humana consiste en dulzura y luz. Resulta
útil porque, como la religión — ese otro esfuerzo por la per­
fección—, testifica que, donde se encuentren la envidia amar­
ga y la lucha, habrá confusión y obrará el mal.
Aspirar a la perfección, por tanto, es aspirar a la dulzura y
la luz. Quien trabaja por la dulzura y la luz, trabaja para que
prevalezcan la razón y la voluntad de Dios. Quien traba­
ja para la maquinaria, quien trabaja para el odio, trabaja sólo
para la confusión. La cultura mira más allá de la maquinaria,
la cultura odia el odio; la cultura tiene una gran pasión, la
pasión por la dulzura y la luz. ¡Aún tiene otra mayor! La pa­
sión por que prevakzcan. No estará satisfecha hasta que todos
sean perfectos. Sabe que la dulzura y la luz de unos pocos han
de ser imperfectas hasta que la dulzura y la luz toquen a las
masas rudas y duras de la humanidad. Si no me he retraído de
decir que debemos trabajar por la dulzura y la luz, no me re­
traeré de decir que hemos de tener una amplia base, que ha de
haber dulzura y luz para tantos como sea posible. Una y otra
vez he insistido en que los momentos felices de la humani­
dad, las épocas que matean la vida de un pueblo, los tiempos
florecientes de la literatura y el arte y todo el poder creativo
del genio se producen cuando hay un fervor nacional de la
vida y el pensamiento, cuando el conjunto de la sociedad está
completamente permeado por el pensamiento, sensible a la
belleza, inteligente y vivo. Sólo eso debe ser el pensamiento
real y la belleza real, la dulzura real y la luz real. Mucha gente
tratará de darle a lo que llama las masas un alimento intelec­
tual preparado y adaptado de un modo que consideran ade­
cuado para la condición actual de las masas. La literatura po­
pular ordinaria es un ejemplo-de ese modo de trabajar con las
masas. Mucha gente tratará de adoctrinar a las masas con la
serie de ideas y juicios que constituyen el credo de su profe­
sión o partido. Nuestras organizaciones religiosas y políticas
dan un ejemplo de ese modo de trabajar con las masas. No
condeno ninguno, pero la cultura trabaja de una manera dis­
tinta. No trata de rebajar la enseñanza al nivel de las clases
inferiores; no trata de ganarlas para esta o aquella secta pro­
pia, con juicios apresurados y contraseñas. Trata de deshacer­
se de las clases, de que lo mejor que se haya pensado y sabido
en el mundo esté disponible en cualquier parte, de que todos
los hombres vivan en una atmósfera de dulzura y luz, donde
puedan usar las ideas, como esa atmósfera se sirve de ellos,
libremente, alimentados y no cautivos.
Esa es la idea social, y los hombres de cultura son los verda­
deros apóstoles de la igualdad. Los grandes hombres de cultu­
ra son quienes tienen pasión por difundir, por hacer que pre­
valezca, por llevar de un extremo a otro de la sociedad el
mejor conocimiento, las mejores ideas de su tiempo; quienes
trabajan por despojar al conocimiento de todo cuanto es ás­
pero, tosco, difícil, abstracto, profesional, exclusivo, de huma­
nizarlo, de hacerlo eficiente más allá de la camarilla de los
cultivados e instruidos, y que siga siendo el mejor conocimien­
to y pensamiento de la época y una fuente verdadera, por
tanto, de dulzura y luz. Un hombre así fue Abelardo en la
Edad Media, a pesar de todas sus imperfecciones, y de ahí
proviene la ilimitada emoción y entusiasmo que Abelardo
suscitó. Hombres así fueron Lessing y Herder en Alemania, a
finales del siglo pasado, y sus servicios a Alemania fueron, por
tanto, inestimables. Pasarán las generaciones y los monumen­
tos literarios se acumularán, y obras más perfectas que las
obras de Lessing y Herder se producirán en Alemania; sin
embargo, los nombres de esos dos hombres llenarán a los
alemanes de la reverencia y el entusiasmo que los nombres de
los maestros más dotados despiertan. ¿Por qué? Porque huma­
nizaron el conocimiento, porque ampliaron la base de la vida
y la inteligencia, porque trabajaron poderosamente para di­
fundir la dulzura y la luz, para hacer que prevalecieran la ra­
zón y la voluntad de Dios. Con san Agustín, dijeron: «No te
dejaremos solo para que hagas, en lo secreto de tu corazón,
como hiciste antes de la creación del firmamento, la división
de la luz y las tinieblas; deja que los hijos de tu espíritu, situa­
dos en su firmamento, hagan que su luz brille sobre la tierra,
señale la división de la noche y el día y anuncie la revolución
de los tiempos, pues el antiguo orden ha llegado a su fin y el
nuevo surge; la noche ha pasado y llega el día, y coronarás
el año con tu bendición cuando envíes trabajadores a tu cose­
cha, sembrada por manos distintas a las suyas, cuando envíes
nuevos trabajadores a nuevas épocas de siembra, cuya cose­
cha no ha llegado»12.

12 Arnold cita las Confesiones (XIII, 18). Gotthold Ephraim Lessing


(1729-1781) y Johann Gottfried Herder (1744-Í833) prepararon el camino
de la Ilustración en Alemania.

[n o ]
OBRAR A CAPRICHO

tratado de mostrar que la cultura es, o debería ser,

H
e
el estudio de y la aspiración a la perfección, y que de
la perfección a ia que aspira la cultura, la belleza y la
inteligencia, o, en otras palabras, la dulzura y la luz, son los
principales rasgos. Pero hasta ahora he insistido sobre todo
en la belleza, o dulzura, como rasgo de la perfección. Para
completar como es debido mi propósito, queda por hablar
también, evidentemente, de la inteligencia, o luz, como ras­
go de la perfección.
Antes, sin embargo, debería advertir que, tanto aquí como
al otro lado del Atlántico, se ha suscitado todo tipo de obje­
ciones contra la «religión de la cultura», como los objetores se
mofan al llamarla, que se supone que preconizo. Se dice que
es una religión que propone fármacos, o algún ungüento per­
fumado, como remedio de las miserias humanas, una religión
que alienta un espíritu de inacción cultivada, que hace que su
creyente rehúse echar una mano para desarraigar los males
definidos en todos nuestros aspectos y llena de antipatía a las
reformas y los reformadores que tratan de extirparlos. En ge­
neral, se resume como algo impracticable o, como algunos
críticos dicen familiarmente, un claro de luna. Ese Alcibíades,
el editor del Moming Star, me ridiculiza como su promulga­
do^ como si viviera ajeno al mundo y no conociera la vida ni
a los hombres. Ese gran y austero trabajador, el editor del
Daily Tdegraph, me reprocha —aunque amablemente, más
con lástima que con enfado— por entretenerme con fantasías

[m ]
estéticas y poéticas, mientras que él mismo, en su arsenal de
Fleet Street, soporta la carga y el calor del día. Un inteligen­
te periódico americano, The Nation, dice que es muy fácil
sentarse en ei estudio y encontrar defectos en el desarrollo de
la sociedad moderna, pero que se trata de proponer mejoras
prácticas. Por último, el señor Frederic Harrison, en una sátira
muy templada e ingeniosa, que me convence de que ha logra­
do conquistar a mi joven amigo prusiano, Arminio, se siente
movido por una impaciencia moral casi seria a contemplar,
según dice, «cómo la muerte, el pecado, la crueldad se acercan
cautelosamente y se llenan las fauces de inocencia y juven­
tud», mientras yo, en medio de la tribulación general, abro mi
cajita de perfumes5.
Es imposible que todos esos reproches y censuras no me
afecten, y trataré de hacer lo más que pueda por completar mi
propósito y hablar de la luz como uno de los rasgos de la
perfección y de la cultura que nos da luz, de aprovechar las
objeciones que he oído y leído y de poner en práctica cuanto
me sea posible, mostrando las comunicaciones y pasajes hacia
la vida práctica de la doctrina que inculco.
Se dice que alguien con mis teorías de dulzura y luz está
lleno de antipatía a los movimientos más rudos o toscos que
le rodean, que no echará una mano en la humilde operación
de desarraigar los males por sus medios y que, por tanto, los
creyentes en la acción se impacientarán con él. Pero <qué ocu­
rriría si la acción ruda y tosca, la acción mal calculada, una
acción con luz insuficiente, fuera, y lo hubiera sido durante
mucho tiempo, nuestra maldición, si nuestra urgente necesi­
dad no fuera actuar a cualquier precio, sino proveerse de una
reserva de lúz ante nuestras dificultades? En ese caso, rehusar
el echar una mano a los movimientos más rudos y toscos que
nos rodean, hacer que la necesidad primordial, tanto para no-

1 Arnold alude a las diversas criticas que había suscitado la publicación


del primer capítulo en 1867 y a la comparación con Enrique IV de Shakes­
peare, Arminius (Arminio) era el protagonista de A Friendship‘s Garland
(Guirnalda de amistad), obra compuesta originalmente por doce cartas pu­
blicadas en P allM all Gazette entre julio de 1866 y noviembre de 1870, que
Arnold pensó en un principio que se leyera conjuntamente con Culturay
anarquía. En 1883 publicaría juntas ambas obras.

[ ir i ]
sotros como para los detnás, consistiera en ilustramos y cuali­
ficarnos para obrar menos al azar, sería, seguramente, la mejor
y, en verdad, la línea más práctica que podrían adoptar nues­
tras empresas. De modo que si muestro lo que mis adversa­
rios llaman una acción ruda o tosca, aunque yo la llamaría
una acción azarosa y mal regulada —una acción con luz insu­
ficiente, una acción seguida porque nos gusta hacer algo y
hacerlo como nos plazca, sin tomarnos la molestia de pensar
o de adoptar la severa restricción de algún tipo de regla—, si
muestro que ése es, en este momento, un error práctico y pe­
ligroso para nosotros, entonces habré encontrado un uso
práctico de la luz para corregir ese estado de cosas y sólo ten­
dré que ejemplificar cómo se aplica en casos que cualquiera
podría observar.
Cuando empecé a hablar de cultura, insistí en nuestra ser­
vidumbre respecto a la maquinaria, en nuestra inclinación a
valorar la maquinaria como un fin en sí mismo, sin ver más
allá de ella la única finalidad que verdaderamente es valiosa.
La libertad, decía, era una de esas cosas a las que debíamos
rendir culto en sí mismas, sin tener en cuenta nunca de una
manera suficiente la finalidad por la que se desea la libertad.
En nuestras nociones comunes y conversaciones sobre la li­
bertad, mostramos eminentemente nuestra idolatría hacia la
maquinaria. Nuestra noción predominante es —he citado
muchos ejemplos para probarlo— que lo más dichoso e im­
portante para un hombre consiste meramente en ser capaz de
obrar a capricho2. No insistimos demasiado en lo que hace
cuando es libre de obrar a capricho. Nuestra familiar alabanza
de la Constitución británica bajo la que vivimos es que se
trata de un sistema de contrapesos, un sistema que impide y
paraliza cualquier poder que se interfiera con la libre acción

1 Todo el capítulo puede ser leído, de hecho, como la réplica de Arnold


a Sobre la libertad de Mili. La frase del título proviene de la introducción de
su obra: «... the principie requires liberty o f íastes and pursuits; o f framing
the plan o f our Ufe to suít our own character; o f doing as we like, subject to
such consequences as may follow» (el principio de la libertad humana re­
quiere ía libertad de gustos y de inclinaciones, la libertad de organizar nues­
tra vida siguiendo nuestro modo de ser, de obrar a capricho, sujetos a las
consecuencias que puedan seguirse).
de los individuos. A este efecto, el señor Bright, a quien le
gusta seguir los viejos caminos de la Constitución, dijo vio­
lentamente en uno de sus grandes discursos lo que mucha
gente dice con menos violencia, que la idea central de la vida
y de la política inglesas es la afirmación de la libertadpersonal.
Evidentemente es así, pero también es evidente que, confor­
me el feudalismo, que con sus ideas y hábitos de subordina­
ción se mantuvo silenciosamente durante siglos detrás de la
Constitución británica, se desvanece, y no nos queda más que
nuestro sistema de contrapesos y nuestra noción de que el
gran derecho y la felicidad de un inglés es obrar a capricho
cuanto pueda, estamos en peligro de derivar hacia la anar­
quía. Carecemos de la noción, tan familiar en el continente y
en la antigüedad, de Estado, de la nación en su carácter colec­
tivo y corporativo, dotado de poderes estrictos para beneficio
general y que controla las voluntades individuales en nombre
de un interés más amplio que el de los individuos. Decimos,
lo cual es cierto, que esa noción suele ser instrumental para la
tiranía; decimos que un Estado se compone de individuos y
que cada individuo es el mejor juez de sus intereses. Nuestra
clase dirigente es la aristocracia, y a ninguna aristocracia le
gusta la noción de una autoridad estatal mayor que la suya,
con una maquinaria administrativa estricta que sustituya el
inútil decorado de virreyes, gobernadores y posse comitatus,
que está todo en sus manos. Nuestra clase media, la gran re­
presentante del comercio y el disentimiento, con sus máxi­
mas de cada uno a lo suyo en los negocios, cada uno a lo suyo
en religión, amenaza con interferir en una poderosa adminis­
tración y tiene, además, sus propios decorados inútiles de pa­
rroquias y guardianes, que son para ella lo que los virreyes
y las magistraturas de los condados para la clase aristocráti­
ca, y una administración estricta podría quitarles esas funcio­
nes de las manos o impedir que las ejercieran a su propia,
cómoda e independiente manera, como ahora.
Igual ocurre con la clase trabajadora. Esa clase, urgida cons­
tantemente por la dura compulsión diaria de las necesidades
materiales, es naturalmente el centro mismo y el baluarte de
nuestra idea nacional, que el derecho y la felicidad ideales del
hombre residen en obrar a capricho. Creo que he contado en
otra parte que el señor Michelet me dijo de los franceses que
eran «una nación de bárbaros civilizada por la conscripción»3.
Se refería a que, mediante el servicio militar, la Idea del deber
y la disciplina públicos llegaba a las masas, en otros aspectos
ruda y sin cultivar. Nuestras masas son tan rudas e incultas
como las francesas y, lejos de albergar la idea del deber y la
disciplina públicos, superiores a la voluntad del individuo,
gracias a una obligación universal de servicio militar, como la
conscripción, lejos de ello, la idea misma de la conscripción
es tan contraria a nuestra noción inglesa del derecho primor­
dial y de la bendición de obrar a capricho, que recuerdo que
el encargado de la Clay Cross en Derbyshire me dijo, duran­
te la guerra de Crimea, cuando se hizo sentir nuestra falta de
soldados y hubo quien habló de conscripción, que, antes
de aceptar la conscripción, la gente de ese distrito huiría a las
minas y llevaría una especie de vida a lo Robin Hood bajo
tierra.
Durante mucho tiempo, como he dicho, los fuertes hábitos
feudales de subordinación y deferencia siguieron influyendo
en la clase trabajadora. El espíritu moderno casi ha disuel­
to ahora esos hábitos, y la tendencia anárquica de nuestro
culto de la libertad en y por sí mismo, de nuestra fe supersti­
ciosa, como digo, en la maquinaria, se ha puesto de manifies­
to. Cada vez más, a causa de nuestra fe ciega en la maquina­
ria, a causa de nuestra falta de luz, que nos impide ver más
allá de la maquinaria la finalidad por la que la maquinaria es
valiosa, uno u otro hombre, este o aquel cuerpo de hombres,
a lo largo de todo el país, empiezan a afirmar y poner en prác­
tica el derecho de un inglés a obrar a capricho, su derecho a ir
donde quiera, a encontrarse con quien le plazca, a entrar don­
de le apetezca, a abuchear, a amenazar, a destruir. Todo esto,
como digo, tiende a la anarquía, y aunque muchas personas
excelentes, particularmente mis amigos del partido liberal o
progresista, como se consideran a sí mismos, sean tan ama­
bles de ofrecernos seguridad diciendo que se trata de nimieda­
des, que unos estallidos pasajeros de alboroto no significan
nada, que nuestro sistema de libertad cura todos los males

3 Arnoid alude a su ensayo Tin Popular Educalion qfFrance (1861).

[115]
que suscita, que las clases educadas e inteligentes conservan
su preponderancia y reposo mayestático, listas para actuar,
como nuestra fuerza militar en los disturbios, al momento,
sin embargo, nos damos cuenta de que nuestros amigos libe­
rales suelen decir esto porque tienen fe en sí mismos y en sus
panaceas para cuando, si el bienestar público lo requiere,
vuelvan a ocupar el poder. Pero no podemos compartir su fe
cuando durante tanto tiempo han aplicado sus panaceas sin
impedir que lleguemos a esta embarazosa situación. Nos da­
mos cuenta también de que los estallidos de alboroto tienden
a ser cada vez menos nimios y a ser cada vez más frecuentes,
y que, mientras tanto, nuestras clases inteligentes y educadas
permanecen en su reposo mayestático y, de una u otra mane-
ra> pase lo que pase, como nuestra fuerza militar en los distur­
bios, no ejercen su preponderancia4.
¿Cómo deberían ejercer, de hecho, su preponderancia cuan­
do el tipo que pronuncia un discurso incendiario, o rompe las
vallas del parque, u ocupa la oficina del secretario de Estado,
sólo está siguiendo el impulso inglés de obrar a capricho y
nuestra conciencia nos dice que siempre hemos considerado
primordial y sagrado ese impulso? El señor Murphy habla en
Birmingham y arroja sobre la población católica de esa ciu­
dad «palabras —dice el ministro del Interior— adecuadas
sólo para ladrones o asesinos». ¿Qué pasa entonces? El señor
Murphy tiene razones de diversa índole. Sospecha de las in­
tenciones de la Iglesia católica romana respecto a la señora
Murphy, y dice que si los concejales y magistrados no se pre­
ocupan por sus esposas e hijas, él lo hará. Pero, sobre todo,
obra a capricho o, en un lenguaje más elevado, afirma su liber­
tad persotíal. «Pronunciaré mis discursos aunque pasen por
encima de mi cadáver, y le digo al alcalde de Birmingham que
es mi servidor mientras yo esté en Birmingham, y como servi­
dor mío ha de cumplir con su deber y protegerme». ¡Conmo­
vedoras y hermosas palabras, que resuenan con simpatía en
todos los pechos ingleses! Si alguien afirma sencillamente de­
lante de nosotros su libertad personal, nos desarma, porque

4 Amold alude a los acontecimientos que rodearon el encuentro refor­


mista en Hyde Park en el verano de 1866.

[r ió ]
somos creyentes en la libertad y no en un sueño de recta ra­
zón al que la afirmación de nuestra libertad habría de subor­
dinarse. En consecuencia, el secretario de Estado tiene que
decir que, aunque el lenguaje del orador fuera «adecuado sólo
para ladrones o asesinos», sin embargo, «no creo que pueda
ser privado, no creo que nada de cuanto yo haya dicho justi­
fique la inferencia de que fuera privado del derecho a la pro­
tección en un lugar construido para él con el propósito de sus
discursos, porque el lenguaje no era un lenguaje que propor­
cionara un motivo para la persecución criminal». ¡No, ni para
que el alcalde le hiciera callar, ni el ministro del Interior, ni
ninguna autoridad administrativa sobre la tierra, sencillamen­
te por lo que pudieran pensar sobre la discreción y la razona-
bilidad! Eso está en perfecta consonancia con nuestra opi­
nión pública y nuestro amor nacional por la afirmación de la
libertad personal.
En otro estado de cosas, un experimentado y distinguido
juez de la Cancillería cuenta un incidente cuyo efecto es el
mismo que el del señor Murphy. Alguien dejó en su testa­
mento trescientas libras al año para que fueran asignadas
como pensión a quien tuviera éxito en literatura, cuyo deber
sería apoyar y difundir, por medio de sus escritos, las opinio­
nes del difunto según constaban en sus publicaciones. Esas
opiniones no valían la pena y se impugnó el testamento en el
tribunal de la Cancillería por su carácter absurdo, pero, aun­
que lo era, se mantuvo, y prevaleció la supuesta caridad. Te­
niendo, como digo, en el fondo de nuestros corazones ingle­
ses una creencia muy fuerte en la libertad, y una creencia muy
débil en la recta razón, nos callamos pronto cuando un hom­
bre alega el derecho primordial de obrar a capricho, porque
ése es también nuestro derecho primordial, y aunque trata­
mos de musitar algo sobre la razón, pensamos tan poco en
eso y tanto en la libertad, que nos vemos obligados, en con­
ciencia, cuando nuestro hermano filisteo, con el que vamos a
medias, ronda a nuestro alrededor y nos pregunta: «¿Tienes
luz?», a sacudir la cabeza y dejarle que siga su camino.
Podríamos decir muchas cosas sobre nuestra exclusiva aten­
ción a la libertad y sobre los relajados hábitos de gobierno
que ha engendrado. Es muy fácil confundir o exagerar el tipo
de anarquía que nos amenaza por ello. No estamos en peligro
por el fenianismo, por fiero y turbulento que se muestre, pues
en su contra nuestra conciencia es suficientemente libre para
dejamos actuar resueltamente y ejercer nuestra preponderan­
cia cuando realmente haga falta. En primer lugar, no ha for­
mado nunca parte de nuestro credo que el gran derecho y la
bendición de los irlandeses, de hecho, de nadie sobre la tierra
salvo los ingleses, sea obrar a capricho, y carecemos de escrú­
pulos a la hora de reducir, si es necesario, la afirmación perso­
nal de libertad de quien no sea inglés. La Constitución britá­
nica, con sus contrapesos y virtudes primordiales, es para los
ingleses. Podemos ampliarla a otros por amor y gentileza,
pero no encontramos ninguna ley divina escrita en nuestros
corazones que nos obligue a ampliarla. ¡La diferencia entre
un feniano irlandés y un bribón inglés es inmensa y el caso,
tratándose de un feniano, mucho más claro! ¡El feniano está
evidentemente desesperado, es peligroso, miembro de una
raza conquistada, papista, con siglos de malos usos en su país
que recriminamos, con una religión extraña establecida en su
país por nosotros a sus expensas, sin admiración alguna por
nuestras instituciones, ni amor por nuestras virtudes, ni talen­
to para nuestros negocios, ni preferencia por nuestra comodi­
dad! Mostradle nuestra simbólica Fábrica de Paja en el lugar
más hermoso de Europa y decidle que el industrialismo y
el individualismo británicos podrán llevar allí a un hombre,
y se quedará frío. Evidentemente, si tratamos con ternura a
un sentimental como ése es por pura filantropía5.
¡Pero el alborotador de Hyde Park es distinto! Es de nuestra
carne y de nuestra sangre, es protestante, la naturaleza lo ha
forjado pata obrar como nosotros, para odiarlo que odiamos;
para amar lo que amamos; es capaz de percibir la fuerza sim­
bólica de la Fábrica de Paja; la cuestión esencial para él es la

5 En el verano de 1867, Wiiiiam Murphy pronunció una serie de confe­


rencias anticatólicas eti Birminghatn. Los teníanos eran miembros de una
sociedad secreta republicana, con raíces en Irlanda y América, formada.
en 1858. En 1867, un grupo de fenianos asesinó a un policía. Los supuestos
asesinos fueron capturados, pero una multitud de simpatizantes invadió las;
oficinas dei ministro del Interior para impedir su ejecución. La Truss Manu-:.
factory estaba situada en Trafalgar Square, en el centro de Londres.

[U S]
cuestión del salario. La hermosa frase de sir Daniel Gooch ci­
tada a los trabajadores de Swindon, y que yo he atesorado
como la regla de oro de la señora Gooch o como la exhorta­
ción divina, «Sed perfectos», traducida al inglés, la frase que la
madre de sir Daniel Gooch le repetía cada mañana cuando era
un muchacho que acudía al trabajo: «¡Recuerda, mi querido
Dan, que has de procurar ser un día el encargado de ese nego­
cio!», esa provechosa máxima es perfectamente adecuada para
brillar en el corazón del bribón de Hyde Park y ser la estrella
que le guíe a lo largo de la vida6. No tiene planes visionarios
de revolución y transformación, aunque por supuesto querría
que su clase gobernara, como la clase aristocrática querría que
gobernara la suya y la clase media la suya. Mientras tanto,
nuestra máquina social está fuera de control; hay mucha gen­
te en nuestros paradisiacos centros de industrialismo e indivi­
dualismo quitando el pan de la boca a los demás. El bribón
no ha encontrado del todo su surco para ponerse a trabajar y,
por ello, afirma su libertad personal, y va donde quiere, se
reúne con quien le place, vocifera y murmura. Igual que no­
sotros —mientras el país se escuda en la clase aristocrática,
como los disidentes políticos en la clase media—, no tiene
idea alguna de un Estado, de la nación en su carácter colectivo
y corporativo, que controle, como gobierno, la libre propen­
sión de éste o aquél de sus miembros en nombre de una razón
más elevada que todos ellos, que la suya tanto como de los
demás. Ese bribón contempla la clase aristocrática, rica, al car­
go del gobierno ejecutivo, de modo que si se le impide hacer
de Hyde Park una osera o intransitables las calles, dirá que la
aristocracia está asesinándolo.
Su aparición es embarazosa, porque muchos cocineros es­
tropean el caldo; porque, aunque las clases aristocráticas y
medias han obrado a capricho con gran vigor, el bribón no se
ha desarrollado hasta ahora y ha estado demasiado sometido
para participar en el juego y, al entrar en él, lo hace en mul­
titud y resulta rudo y vasto. Pero no vulnera muchas leyes, o
no simultáneamente, y, como nuestras leyes se hicieron para

6 Sir Daniel Gooch (1816-1889), magnate del ferrocarril y miembro del


Parlamento.

[IT£>]
circunstancias muy distintas de las actuales (pero siempre con
un ojo en el inglés que obra a capricho), y como la letra clara
de la ley ha de estar en contra de nuestro inglés cuando obra
a capricho y no sólo el espíritu de la ley y el proceder público,
y como el gobierno no debe tener un poder discrecional ni
actuar resueltamente de acuerdo con su propia interpretación
de ía ley sí alguien lo rebate, es evidente que nuestras leyes le
dan a nuestro lúdico gigante, al obrar a capricho, una ventaja
considerable. Además, aunque pueda demostrarse con cla­
ridad que ha perpetrado una ilegalidad al obrar a capricho,
siempre podrá dejarse la ley en suspenso o aboliría. Así tiene
allanado el camino, y si tiene allanado el camino estará satis­
fecho por el momento. Sin embargo, cae en la costumbre de
tenerlo allanado cada vez con más frecuencia y al fmal empie­
za a crear, con sus actos, confusión respecto a qué gente ma­
lévola podría tomar ventaja, y de qué tipo, en cualquier caso,
al turbar el curso comente de las cosas a lo largo del país,
tiende a causar disturbios y a aumentar la clase de anarquía y
desintegración social que ya había comenzado. De ese modo,
el profundo sentido de orden y seguridad asentados, sin el
que una sociedad como 1a nuestra no podría vivir ni crecer,
parece en ocasiones amenazado de desaparecer.
Ahora bien, si la cultura, que simplemente significa tratar
de perfeccionamos a nosotros mismos, y a nuestras opiniones
como parte de nosotros, nos proporciona luz, y si la luz nos
muestra que no hay nada de bendito en obrar meramente a
capricho, que el culto de la mera libertad para obrar a capri­
cho es el culto de la maquinaria, que la verdadera bendición
es hacer lo que ordena la recta razón y seguir su autoridad,
entonces obtendremos un beneficio práctico de la cultura.
Tendremos un principio que nos hacía mucha falta, un prin­
cipio de autoridad, para contrarrestar la tendencia a la anar­
quía que parece amenazamos,
Pero ¿cómo organizar esa autoridad o a qué manos confiar
su manejo? ¿Cómo lograr nuestro Estado, sumando la recta
razón de la comunidad, y darle efecto, según lo requieran las
circunstancias, con vigor? Me parece ver aquí a mis enemi­
gos esperándome con un ávido gozo en la mirada. Pero los
eludiré.
El Estado, el poder que mejor representa la recta razón de la
nación, y el más digno, en consecuencia, para gobernar —pa­
ra ejercer, cuando las circunstancias lo requieran, la autoridad
sobre todos nosotros—, es para el señor Carlyle la aristocracia.
Para el señor Lowe es la clase media con su incomparable
Parlamento. Para la Liga Reformista es la clase trabajadora, la
clase con «los poderes más brillantes de la simpatía y los po­
deres más preparados para la acción». Ahora bien, la cultura,
con su aspiración desinteresada a la perfección, tratando de
ver las cosas como son para captar lo mejor y hacer que pre­
valezca, está seguramente más capacitada para ayudamos a
juzgar correctamente por medio de todas las ayudas de la ob­
servación, ía lectura y el pensamiento, calificaciones y títulos
de nuestra confianza en la autoridad de esos tres candidatos,
y puede rendir un servicio práctico de gran valor.
De este modo, cuando el señor Carlyle, un hombre de ge­
nio a quien todos en uno u otro momento debemos estímu­
los y refresco, dice que deberíamos darle el gobierno a la aris­
tocracia, sobre todo a causa de su dignidad y refinamiento,
seguramente la cultura será útil al recordarnos que, en nuestra
idea de la perfección, están presentes los rasgos de la belleza y
de la inteligencia y se unen la dulzura y la luz, las dos cosas
más nobles. Concediendo, con el señor Carlyle, que la clase
aristocrática posea dulzura, la cultura insiste también en la
necesidad de la luz y nos muestra que las aristocracias, que
por la naturaleza misma de las cosas son inasequibles a las
ideas, incapaces de ver cómo marcha el mundo, carecen en
cierto modo de luz y, en consecuencia, cuando la luz es nues­
tro gran requisito, son inadecuadas para nuestras necesidades.
Las aristocracias, hijas de los hechos establecidos, son para
épocas de concentración. En épocas de expansión, épocas
como la que ahora vivimos, épocas en las que se oye la voz de
advertencia: Ahora es eljuicio del mundo, en tales épocas, las
aristocracias, con su inclinación natural hacia los hechos esta­
blecidos, su falta de sentido para el flujo de las cosas, para la
inevitable transitoriedad de todas las instituciones humanas,
están perplejas y resultan inútiles. Su serenidad, su elevado
espíritu, su gran poder de resistencia —las grandes cualidades
de una aristocracia y el secreto de sus distinguidas maneras y

[i z i ]
dignidad—, esas mismas cualidades, en una época de expan­
sión, se vuelven contra quienes las poseen. Una y otra vez he
dicho que el refinamiento de una aristocracia puede ser pre­
cioso y educativo para una tosca nación como una especie de
sombra del verdadero refinamiento; que su serenidad y digni­
ficada libertad de los cuidados mezquinos pueden servir de
realce para apartar la vulgaridad y fealdad del tipo de vida que
una ruda clase media tiende a establecer y ayudar a las perso­
nas a ver esa vulgaridad y fealdad en sus mismos colores. [De
un espectáculo tan innoble como el de la pobre señora Lin­
coln — un espectáculo para vulgarizar a toda una nación—, la
aristocracia sin duda nos preserva.]7 Pero la verdadera gracia y
serenidad es aquella de la que Grecia y el arte griego sugieren
los admirables ideales de perfección, una serenidad que pro­
viene de haber puesto orden entre las ideas y haberlas armo­
nizado, mientras que la serenidad de las aristocracias, al me­
nos la peculiar serenidad de las aristocracias de origen
teutónico, parece provenir de no haber tenido nunca ideas
que las turbasen. Por ello, en una época de expansión como
la actual, una época de ideas, obtenemos, al contemplar la
aristocracia, más que la idea de serenidad, la idea de futilidad
y esterilidad.
A menudo me he preguntado si hay sobre la tierra algo tan
falto de inteligencia, tan poco apto para percibir cómo mar­
cha realmente el mundo como un joven inglés ordinario de
nuestra clase superior. No tiene ideas ni tampoco la seriedad
de nuestra clase media, que es, como he dicho a menudo, la
gran fortaleza de esa clase y puede convertirse en su salvación.
Podríamos oír a un joven rico de la clase aristocrática, cuando
el capricho4e lleva a cantar las alabanzas de la riqueza y el
confort material, que canta con el cinismo que repudiaría la
conciencia del menos filisteo de nuestra clase media indus­
trial. Cuando, con la simpatía natural de las aristocracias para
tratar firmemente con la multitud, y su inquietud por nuestro
débil trato con ella en casa, un sencillo joven inglés de nuestra

’ Arnoid suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. La


viuda de hincóla habla quedado en una situación —pública y privada—■
lamentable tras el magnicidio de 1865.

[líl]
dase aristocrática aplaude a los gobernantes absolutos del
continente, se las arregla en general para confundir los moti­
vos racionales e inteligentes que podrían darle cierta justifica­
ción, alguna posibilidad de existencia, a esos gobernantes, y
los aplaude por motivos que le pondrían los pelos de punta
si los oyera.
Todo este tiempo nos encontramos en una época de expan­
sión, y la esencia de una época de expansión es un movimien­
to de ideas, y la única salvación de una época de expansión es
una armonía de las ideas. El principio mismo de autoridad que
estamos buscando como defensa contra la anarquía es la recta
razón, ideas, luz. En consecuencia, cuanto más llame en su
ayuda una aristocracia a sus fuerzas innatas —su impenetrabi­
lidad, su elevado espíritu, su gran poder de resistencia— para
tratar con una época de expansión, cuanto más grave sea el
peligro, mayor será la certeza de explosión, más segura la de­
rrota de la aristocracia, pues intentará violentar la naturaleza
en lugar de colaborar con ella. Los mejores poderes mostrados
por los mejores hombres de una aristocracia en una época se­
mejante no son, como podrá observarse, poderes aristocráti­
cos, sino poderes de la industria, poderes de la inteligencia, y la
exhibición de esos poderes no tiende en realidad a fortalecer
la aristocracia, sino a separar a sus propietarios de ella, a expo­
nerlos a las agencias disolventes del pensamiento y el cambio,
a hacer de ellos hombres de espíritu moderno y del futuro. Si,
como a veces sucede, añaden a sus cualidades no aristocráticas
de trabajo y pensamiento una fuerte dosis de cualidades aristo­
cráticas — de orgullo, desafio, inclinación a resistir—, ese as­
pecto suyo verdaderamente aristocrático, lejos de darles fuer­
za, neutralizará su fuerza y los hará inútiles e ineficaces.
Sabiendo yo mismo que busco tristemente, como dice uno
de mis muchos críticos, «una filosofía con principios coheren­
tes, interdependientes, subordinados y derivados», recurro
continuamente a una fórmula sencilla para tratar de que las
pocas nociones que tengo sean cada vez más claras e inteligi­
bles para mí mismo por medio del ejemplo y la ilustración8.

8 Arnold alude a la critica de Frederic Harrison, «Culture: A Dialogue»,


publicada en la Fortnigbtly Rm tm en noviembre de 1867.
Habiéndome educado en Oxford en los viejos y malos tiem­
pos, cuando nos atiborrábamos de griego y Aristóteles sin
pensar en preparamos, mediante el estudio de las lenguas mo­
dernas — como después del gran discurso del señor Lowe en
Edimburgo haremos9— , para librar la batalla de la vida con
los camareros de hoteles extranjeros, mi cabeza sigue llena de
un montón de frases que aprendimos de Aristóteles en
Oxford, acerca de la virtud en el término medio y sobre el
exceso y el defecto, y cosas por el estilo. En una ocasión tuve
el privilegio de escuchar los debates sobre la reforma en la
Cámara de los Comunes y, después de haber oído a unos
cuantos portavoces interesantes, entre ellos un conocido lord
y un conocido baronet, recuerdo que me impresionó, apli­
cando la maquinaria del término medio de Aristóteles a mis
ideas sobre nuestra aristocracia, que el lord fuera exactamente
la perfección, o feliz término medio, o virtud, de la aristocra­
cia, y el baronet el exceso10. Imaginé que, observándolos, po­
dríamos comprobar tanto la inadecuación de la aristocracia
para proporcionar el principio de autoridad necesario para
nuestras demandas actuales, como el peligro de que trate de
hacerlo aunque no sea competente para ello. Por una parte,
en el brillante lord, en el que resplandecía un elevado espíritu,
admirable, por encima y más allá de su dote de elevado espí­
ritu, por el hermoso temple de su elevado espíritu, por el
aplomo, la serenidad, el refinamiento — las grandes virtudes,
como dice Carlyle, de la aristocracia—, en ese hermoso y vir­
tuoso término medio, era evidente cierta insuficiencia de luz,
mientras que, por otra parte, el digno baronet, en el que el
elevado espíritu de la aristocracia, su impenetrabilidad, su de­
safiante valentía y orgullo de resistencia se desarrollaban in­
cluso en exceso, era manifiestamente capaz, si se le daba la
oportunidad, de causarnos un grave peligro y, de hecho, de
arrojar confusión sobre toda la comunidad. Me volví enton­
ces a mi vieja noción fundamental sobre la honradez como

9 Lowe había pronunciado un discurso sobre la necesidad de reformar la


educación superior.
10 En la edición de 1869, Am old había identificado respectivamente a
lord Elcho y a sir Thomas Bateson.
gran mérito de nuestra raza. La impotencia de nuestra aristo­
cracia o clase gobernante al tratar con nuestra perturbada con­
dición social, su recelo a confiar demasiado poder al Estado
en la forma en que ahora existe — es decir, para sí misma—,
me causó una especie de orgullo y satisfacción, porque com­
probé que era, en conjunto, demasiado honrada para tratar y
manejar un asunto para el que no se sentía capaz.
Seguramente no será un beneficio escaso el que la cultura
nos concede si, en tiempos embarazosos como el actual, nos
capacita para mirar las cosas por dentro y por fuera de este
modo, sin odio ni parcialidad y con la disposición a encon­
trar lo bueno en todos los que nos rodean. Trato de seguir el
mismo procedimiento tanto con nuestra clase media como
con nuestra aristocracia. El señor Lowe nos habla de la fuerte
parte media de la nación, de los hechos sin paralelo del Parla­
mento de nuestra clase media liberal, del trabajo noble y he­
roico que ha llevado a cabo en los últimos treinta años, y
empiezo a preguntarme si no habremos encontrado en nues­
tra clase media el principio de autoridad que necesitábamos y
si no habríamos hecho mejor en retirar la administración,
igual que la legislación, del débil extremo que ahora nos
administra y encargársela a la fuerte parte media. Observo
también que los héroes del liberalismo de clase media, como
hasta ahora los hemos conocido, hablan con una especie de
anticipación profética del gran destino que les espera, como
si el fiituro fiiera claramente suyo. El partido avanzado, el
partido progresista, el partido en alianza con el futuro, son
apelaciones que gustan de darse a sí mismos. «Los principios
que obtendrán reconocimiento en el futuro — dice el señor
Miall, un personaje de merecida eminencia entre los llamados
disidentes políticos, que han sido la espina dorsal del libera­
lismo de clase media— son los principios por los que he tra­
bajado celosamente durante mucho tiempo. Estoy cualifica­
do para unirme a la tarea de la cosecha por hacer lo mejor que
sé las tareas de la siembra». Esas tareas, si hemos de recopilar­
las por los trabajos del gran partido liberal en los últimos
treinta años, son, como he resumido en otra parte, la defensa
del librecambio, de la reforma parlamentaria, de la aboli­
ción de los impuestos eclesiásticos, del voluntarismo en re­
ligión y educación, de la no interferencia del Estado entre
patrones y empleados y del matrimonio con la hermana de la
difunta esposa.
Ahora bien, sé que cuando objeto que todo esto es maqui­
naria, la gran clase media liberal ha llegado a ser lo suficiente­
mente astuta para responder que siempre ha querido decir
con esas cosas más de lo que aparentan, que lo ha tenido en
cuenta más que mostrarlo y que pronto veremos, en una Igle­
sia libre y en toda clase de buenas cosas, lo que eran. Pero he
aprendido del obispo Wilson (si el señor Frederic Harrison
me perdona que vuelva a citar a ese viejo y pobre hierofante
de una superstición decadente): «Si conociéramos verdadera­
mente nuestro corazón, contemplaríamos nuestras acciones
con imparcialidad», y no puedo evitar pensar que, si los libe­
rales tuvieran tanta dulzura y luz en su interior como alegan,
tendría que traslucirse en lo que dicen y hacen.
Un amigo americano de los liberales ingleses dice, de he­
cho, que su disidencia del disentimiento ha sido un mero
instrumento de los disidentes políticos para que prevalecieran
la razón y la voluntad de Dios (y sin duda diría lo mismo del
matrimonio con la hermana de la difunta esposa), y que la
abolición de la Iglesia estatal es sólo un medio de los disiden­
tes para ese fin, igual que la cultura es el mío. Otro defensor
americano dice lo mismo de su industrialismo y librecambio;
de hecho, ese caballero, cogiendo el toro por los cuernos,
propone que en el futuro llamemos cultura al industrialismo
y a los industrialistas hombres de cultura, por lo que ya no
haya confusión sobre su verdadero carácter. Además del pla­
cer de ser ricos y vivir cómodamente, obtendrán un auténtico
reconocimiento como recipientes de la dulzura y la luz.
Sin duda, todo esto es equívoco, pero debo señalar que la
cultura de la que yo hablaba era un intento de alcanzar la ra­
zón y la voluntad de Dios por medio de la lectura, la observa­
ción y el pensamiento, y que quien llame cultura a algo más
podrá, de hecho, hacerlo si quiere, pero entonces hablará de
algo muy distinto a lo que yo decía. Además, en la medida en
que el modo de trabajar de la cultura por la razón y la volun­
tad de Dios consiste en tratar directamente de saber más sobre
ellas, mientras que es evidente que la disidencia del disenti­
miento no supone un esfuerzo de este tipo, ni su Iglesia libre
es, de hecho, una Iglesia con concepciones más dignas de
Dios y del orden del mundo que las que profesa la Iglesia es­
tatal, pues cada uno ha de comportarse a capricho al profesar­
las, no puedo aceptar enseguida el inconformismo, como no
acepto el industrialismo ni las otras grandes obras de nuestra
clase media liberal como una prueba positiva de que esa clase
esté en posesión de la luz y de que en ella está 3a sede de la
autoridad que buscamos. Pero he de esforzarme un poco más
y procurarme otras indicaciones que me permitan decidirme.
¿Por qué no habríamos de hacer con la clase media como
hemos hecho con la clase aristocrática, encontrar en ella algu­
nos hombres representativos del término medio virtuoso de
esa clase, de la perfección de sus cualidades actuales y de su
modo de ser, y también de sus excesos? Está claro que esos
hombres no deberían ser hombres de genio como el señor
Bright, pues, como he dicho antes, en la medida en que un
hombre tenga genio tenderá a salirse de la categoría de clase
en su conjunto y a convertirse simplemente en hombre. Un
hombre ordinario servirá más a este propósito, resumirá me­
jor en sí mismo, sin influencias que lo turben, la fuerza liberal
general de la clase media, la fuerza con la que ha hecho sus
grandes obras de librecambio, reforma parlamentaria, volun­
tarismo y demás, y el espíritu con el que las ha llevado a
cabo11. Ahora bien, ocurre que un hombre típico de la clase
media, miembro del Parlamento por una de nuestras princi­
pales ciudades industriales, nos ha dado una famosa frase que

11 En la edición de 18é9, Amold había identificado al «hombre ordina­


rio» con «el hermano del señor Bright, el señor Jacob Bright», y añadido:
«Ahora bien, está claro, por lo que ya se ha dicho, que ha habido al menos
una aparente falta de luz en la fuerza y el espíritu con que se han llevado a
cabo esas obras, y que esas obras han cobrado todo el aspecto de la maqui­
naria. Pero todo esto aún estará más claro si tomamos, como feliz término
medio de la clase media, no al señor Jacob Bright, sino a su colega en repre­
sentación de Manchester, el señor Bazley. El señor Bazley resume para no­
sotros, en general, la clase media, su espíritu y sus obras, al menos tan bien
como el señor Jacob Bright, y nos ha dado una famosa frase...». Jacob
Bright (1821-1899) fue miembro del Parlamento y abogado del sufragio fe­
menino, El señor Bazley (1797-1885), dueño de una fábrica textil, incorporó
programas de educación a sus empresas y fue miembro de! Parlamento.
aporta directamente la solución de nuestra cuestión: si hay
luz suficiente en nuestra clase media para que sea la sede apro­
piada de la autoridad que deseamos establecer. Cuando hace
poco tuvo lugar una charla sobre el estado de la educación de
la clase media, nuestro amigo, como representante de esa cla­
se, dijo palabras memorables: «Ha habido un clamor para que
la educación de la clase media reciba más atención. Se confe­
só muy sorprendido por el clamor que se ha suscitado. No
pensaba que las necesidades de su clase suscitaran la simpatía
de la legislatura ni del público». Esa satisfacción del miembro
del Parlamento de nuestra clase media respecto al estado men­
tal de la clase medía era verdaderamente representativa y ha­
cía buena su exigencia de ser el hermoso y virtuoso término
medio de esa clase. Pero obviamente difiere de nuestra defini­
ción de cultura o aspiración a la luz y la perfección, que hace
que la luz y la perfección no consistan en descansar y ser, sino
en crecer y llegar a ser, en un avance perpetuo hacia la belleza
y la sabiduría. Por ello, la clase media, esencialmente, podría­
mos decir, por su incomparable autos atisfacción decisivamen­
te expresada mediante su hermoso y virtuoso término me­
dio, se excluye de hacerse cargo de una autoridad cuya alma
es la luz,
Aunque esto esté claro, lo estará más si tomamos a un
hombre representativo como exceso de la clase media y recor­
damos que hay que concebir la clase media, en general, como
un cuerpo que oscila entre las cualidades del término medio
y el exceso y, en conjunto, por supuesto, según está constitui­
da la naturaleza humana, se inclina más bien hacia el exceso
que hacia el término medio. Posiblemente no podamos ima­
ginar un ^representante mejor de su exceso que un ministro
disidente de Walsall, que ha llegado a conocimiento del pú­
blico en relación con el proceder del señor Murphy en Bir-
mingham, ya mencionado12. Hablando en medio de una irri­
tada población de católicos, ese caballero de Walsall exclamó:
«Entonces diré: ¡Fuera con la misa! Viene del fondo del abis­
mo, y en el fondo del abismo todas las mentiras tendrán su

12 En ía edición de 1869, Arnoid identificó al ministro disidente con el


reverendo W. Cattle.

[raS]
parte, en el lago que arde con fuego y azufre». Y más: «Cuan­
do todos los traseros eran negros en Irlanda, ¿por qué los cu­
ras no emplearon una fórmula mágica para volvemos bue­
nos?». Compartía, también, los temores del señor Murphy
respecto a la invasión de su felicidad doméstica: «Lo que de­
seo deciros como maridos protestantes es ¡Cuidado con vues­
tras mujeres!». Por fin, a la verdadera manera de un inglés que
obra a capricho, una manera de la que ya he señalado exten­
samente los peligros actuales, recomendaba para su imitación
el ejemplo de ciertos capellanes de Dubíín, entre los cuales,
dijo, «había un Lutero y también un Melanchthon», que ha­
bían hecho una faena con algún que otro ritualista, lo habían
hecho bajar del pulpito y expulsado de la iglesia. Es evidente,
como dije en el caso de nuestro baronet aristocrático, que si
permitimos que ese exceso de la tenaz clase media, del disi­
dente protestante consciente, tan fuerte, tan confiado en sí
mismo, tan completamente persuadido, siga su camino, será
capaz, con su falta de luz —o, para usar el lenguaje del mun­
do religioso, con su celo sin conocimiento— de incitar a una
lucha que ni él ni nadie podrá detener.
Pero aparece, como con la aristocracia, la honradez de
nuestra raza, y, con la voz de otro miembro de la clase media,
alcalde de la ciudad de Londres y coronel de la milicia de la
ciudad de Londres, exclama que tiene remordimientos de
conciencia y que no tratará de arreglar nuestros desórdenes
sociales ni de manejar asuntos que sabe que son demasiado
elevados para él13. Todos recuerdan cómo ese virtuoso alcalde-
coronel, o coronel-alcalde, llevó a su milicia por las calles de
Londres, cómo los transeúntes se reunieron para verlo pasar,
cómo los bribones de Londres, afirmando el mejor y más ben­
dito de los derechos de un inglés a obrar a capricho, asaltaron
y golpearon a los transeúntes, y cómo el intachable guerrero-
magistrado impidió que sus tropas intervinieran. «La multi­
tud —dijo conmovedoramente después— estaba compuesta
en su mayoría de hombres fuertes y sanos, inclinados al mal»;
si hubiera permitido que sus soldados intervinieran, podrían

13 Samuel Wilson tenía setenta y cinco años cuando condujo a la milicia


por las calles de Londres en junio de 1867.
haber sido derrotados, podrían haberles quitado los rifles
y haberlos usado; de hecho, podría haberse seguido un mo­
tín, con derramamiento de sangre, en comparación con lo
cual, los atracos y pérdidas de propiedad que ocurrieron no
fueron nada. ¡Honrado y afectuoso testimonio de la clase me­
dia inglesa respecto a su inadecuación a la parte de autoridad
que nuestra admiración se siente en ocasiones inclinada a dar­
le! «¿Quiénes somos nosotros — dice con la voz de su alcalde-
coronel— para no ser derrotados si tratamos de arreglar la
anarquía social, si nos quitan los rifles y los usan contra noso­
tros y, tal vez, nos roban y golpean? ¿Qué luz tenemos, más
allá del impulso de un inglés nacido libre a obrar a capricho,
que justifique que impidamos, al precio del derramamiento
de sangre> que otros ingleses nacidos libres obren a capricho
y nos roben y golpeen tanto como Ies plazca?».
Esta desconfianza en sí mismos como centro adecuado de
autoridad no marca a la clase trabajadora, como lo demostró
el otro día su disposición en Hyde Park a tomar sobre sí mis­
ma todas las funciones del gobierno. Pero esto proviene de
que la clase trabajadora, como he dicho a menudo, es aún
embrionaria y nadie puede prever el desarrollo final, y de que
no tiene la misma experiencia y autoconocimiento que las
clases aristocrática y media. Tiene, sin duda, honradez, como
las otras clases inglesas, pero honradez en un estado incipien­
te y sin adiestrar; mientras tanto, sus poderes de acción, que
están, como dice el señor Frederic Harrison, sobremanera dis­
puestos, la sobrepasan. Que no puede tener en la actualidad
la luz suficiente que proporciona la cultura —es decir, me­
diante la lectura, la observación y el pensamiento— es claro
por la naturaleza misma de su condición, y, de hecho, ya he­
mos visto que el señor Frederic Harrison, tratando de buscar
un escenario libre para sus brillantes poderes de simpatía y
dispuestos poderes de acción, tuvo que empezar por desesti­
mar la cultura y burlarse de ella como algo apropiado sófo
para profesores de belles lettres. Sin embargo, para hacer perfec­
tamente evidente que no podemos encontrar en la clase traba­
jadora más que en la clase aristocrática y la clase media un
adecuado centro de autoridad —es decir, como la cultura nos
enseña a concebir nuestra autoridad requerida, de luz— , apli-
quemes de nuevo a esta clase el método que hemos seguido
con las clases aristocrática y media, y tratemos de procurarnos
hombres representativos que puedan damos su virtud y su
exceso.
No debemos escoger, por supuesto, a hombres como los
jefes de la manifestación de Hyde Park, el coronel Dickson o
el señor Beales, porque el coronel Dickson, por su profesión
marcial y su imponente aspecto, parece pertenecer propia­
mente, como Julio César o Mirabeau y otros grandes líderes
populares, a la clase aristocrática, y haber sido arrastrado a las
filas populares sólo por su ambición o su genio, mientras que
el señor Beales pertenece a nuestra sólida clase media y, tal
vez, si no fuera un gran líder popular, sería un filisteo. Pero el
señor Odger, cuyos discursos hemos leído todos nosotros, y
de quien sus amigos cuentan, además, muchas cosas favora­
bles, podría representar muy bien el hermoso y virtuoso tér­
mino medio de nuestra clase trabajadora actual, y creo que
todos admitirán que en el señor Odger'4, de una manera evi­
dente, a pesar de sus cosas buenas, no hay luz suficiente. El
exceso de la clase trabajadora, en su actual estado de desarro­
llo, se muestra tal vez mejor en el señor Bradlaugh, el icono­
clasta, que parece querer bautizamos a todos a sangre y fuego
en su nuevo orden social, y a cuyas reflexiones, ahora que me
he puesto a seguir la senda del obispo Wilson, no puedo evi­
tar aplicar la máxima de aquel buen hombre: «La intemperan­
cia en el habla causa estragos terribles en el corazón». El señor
Bradlaugh, como nuestros ejemplos de exceso en las clases
aristocrática y media, es evidentemente capaz, si le dejaran, de
llevamos a todos a grandes peligros y confusión. Concluyo,
por tanto —lo que, de hecho, pocos de quienes me hagan el
honor de leer esta disquisición es probable que disputen—,
que podremos encontrar tan poco en la clase trabajadora
como en la aristocrática o media la fuente de autoridad que
tanta falta nos hace y que la cultura nos sugiere.
¿Qué ocurriría si tratáramos de elevamos por encima de la
idea de clase a la idea de toda la comunidad, el Estado, para
encontrar nuestro centro de luz y autoridad allí? Todos noso­

George Odger (1820-1877), dirigente sindical.


tros tenemos la idea del país, como un sentimiento; apenas
uno tendrá la idea del Estado como un poder que funcione.
¿Por qué? Porque habitualmente vivimos en nuestras identi­
dades ordinarias, que no nos llevan más allá de las ideas y
deseos de la clase a la que pertenecemos. Todos nosotros te­
memos darle al Estado demasiado poder, porque concebimos
el Estado sólo como algo equivalente a la clase que ocupa el
gobierno ejecutivo, y tememos el abuso de poder de esa ciase
en beneficio propio. SÍ fortaleciéramos el Estado con la cla­
se aristocrática al cargo del gobierno ejecutivo, imaginaríamos
que nos estamos entregando en cautiverio a las ideas y deseos
de nuestro fiero baronet aristocrático; si lo hiciéramos con la
clase media al cargo del gobierno ejecutivo, al truculento mi­
nistro disidente de la clase media; con la clase trabajadora, a
su tribuno más notorio, el señor Bradlaugh. Sería justo, debi­
do a la exagerada noción que nosotros, los ingleses, como he
dicho, albergamos del derecho y bendición de obrar a capri­
cho, de afirmarnos y de hacerlo como somos. Los miembros
de la clase aristocrática quieren afirmar sus identidades ordi­
narias, sus gustos y aversiones; los miembros de la clase media
igual, e igual los de la clase trabajadora. Por nuestras identida­
des cotidianas, sin embargo, nos encontramos separados, per­
sonales, en guerra; sólo estamos a salvo de la tiranía de otro
cuando nadie tiene poder alguno, y esa seguridad, a su vez,
no puede libramos de la anarquía. Cuando la anarquía se nos
presenta como peligro, no sabemos a dónde dirigimos.
Pero lo mejor que hay en nosotros nos mantiene unidos, im­
personales, en armonía. No corremos peligro si le damos
autoridad, porque es el amigo más fiel que podríamos tener, y
cuando la anarquía es un peligro para nosotros, podemos
volvernos a esa autoridad con cierta confianza. ¡Esa es la ver­
dadera identidad que la cultura, o el estudio de la perfección,
trata de desarrollar en nosotros, a expensas de nuestra antigua
y no transformada identidad, que encuentra placer sólo al
obrar a capricho o por costumbre y nos expone al riesgo de
chocar con cualquiera que haga lo mismo! ¡Así que nuestra
pobre cultura, de la que se dice en burla que no es práctica,
nos lleva hasta las ideas capaces de hacer frente a la gran nece­
sidad de nuestros embarazosos tiempos actuales! Nos hace
falta una autoridad y no encontramos sino clases celosas, con­
trapesos y cerraduras; la cultura sugiere la idea deí Estado. No
encontramos base para un poder estatal firme en nuestras
identidades ordinarias; la cultura lo sugiere con lo mejor que
hay en nosotros.
No puede sino acusarse a una tierna conciencia, en un país
práctico como el nuestro, de mantenerse alejada del trabajo y
la esperanza de una multitud de hombres serios, de limitarse
a jugar con la poesía y la estética. Así ocurre que con no poca
sensación de alivio me encuentre en la situación de quien
acude en ayuda de las necesidades prácticas de nuestros tiem­
pos. Lo importante, como podrá observarse, es descubrir lo
mejor que hay en nosotros, y no afirmar otra cosa, sin estar satis­
fechos — como nosotros, los ingleses, con nuestra sobrestí-
mación de ser meramente libres y estar ocupados, acostum­
bramos hacer— con una identidad que hace mucho tiempo
se antepone a lo mejor que hay en nosotros y afirmamos con
ciega energía. En suma —volviendo una vez más al obispo
Wilson— , de las dos excelentes máximas del obispo Wilson
para guiar al hombre: «Primero, no ir nunca contra la mejor
luz que tengamos; segundo, cuidar de que nuestra luz no sea
oscuridad», nosotros, los ingleses, hemos seguido con un celo
digno de encomio la primera, pero no hemos prestado tanta
atención a la segunda. Hemos ido valientemente de acuerdo
con la mejor luz que teníamos a nuestra disposición, pero no
hemos tenido suficiente cuidado de que fuera realmente la
mejor luz posible para nosotros, de que no fuera oscuridad.
Al ser tanta nuestra honradez, la conciencia nos ha susurrado
que tal vez la luz que seguíamos, nuestra identidad ordinaria,
fuera, de hecho, sólo una identidad inferior, sólo oscuridad, y
que no había que imponerla seriamente al mundo.
Pero lo mejor que hay en nosotros inspira fe y es capaz de
ofrecer un principio serio de autoridad. Por ejemplo, nos en­
caminamos hacia donde el fallecido duque de Wellington,
con su poderosa sagacidad, previo y describió admirable­
mente como una «revolución de curso legal». Sin duda — si
hemos de vivir y crecer y esta famosa nación no ha de quedar­
se estancada y consumirse o perecer miserablemente en la
mera anarquía y confusión— , ahí es donde vamos, Ha de
haber grandes cambios, pues una revolución no puede llevar­
se a cabo sin grandes cambios; sin embargo, ha de haber or­
den, pues, sin orden, una revolución no puede llevarse a cabo
de un modo legal. A todo cuanto suponga un riesgo de tu­
multo y desorden, marchas multitudinarias en las calles de
nuestras pobladas ciudades, encuentros multitudinarios en
sus plazas y parques públicos —manifestaciones perfectamen­
te innecesarias en el curso actual de los acontecimientos— , lo
mejor que hay en nosotros, la recta razón, nos anima sencilla­
mente a oponemos. Nos anima a alentar y respaldar a quienes
se hacen cargo del poder ejecutivo, quienesquiera que sean, y
los prohíben con firmeza. Pero lo hace clara y resueltamente,
y por ello es un principio real de autoridad, porque lo hace
con una conciencia libre, porque al fortalecer provisional­
mente el poder ejecutivo, sabe que no lo hace sólo para per­
mitir que nuestro baronet aristocrático se afirme a sí mismo
contra nuestro tribuno de la clase trabajadora o para que
nuestro disidente de clase media se afirme contra los dos.
Sabe que está estableciendo el Estado, órgano colectivo de lo
mejor que hay en nosotros, o nuestra recta razón nacional.
Tiene el testimonio de la conciencia de que está estableciendo
el Estado tanto a favor de los grandes cambios que hacen falta
como a favor del orden; de que está estableciéndolo para tra­
tar de una manera justa y estricta, cuando llegue el momento,
los prejuicios de nuestro aristocrático baronet o el fanatismo
de nuestro disidente de clase media, como hace con las mar­
chas callejeras del señor Bradlaugh.
BÁRBAROS, FILISTEOS, PO PULACH O

un hombre sin una filosofía nadie puede esperar

D
e
compleción filosófica. Por tanto, observo sin rubor
que, al intentar establecer una noción distinta de
nuestras clases aristocrática, media y trabajadora, con la idea
de probar la pretensión de cada una de estas clases de con­
vertirse en un centro de autoridad, he omitido completar el
desfasado análisis que me proponía aplicar y tampoco he
mostrado en estas clases, como he hecho con el medio vir­
tuoso y ei exceso, el defecto. Ignoro si la omisión importa
mucho; sin embargo, como la claridad es el único mérito
que puede esperar tener un escritor llano, asistemárico, sin
una filosofía, y como nuestra noción de las tres grandes cla­
ses inglesas tal vez pueda aclararse si consideramos sus cuali­
dades distintivas en el defecto, así como en el exceso y en el
medio, trataremos de remediar esta omisión antes de seguir
adelante.
Resulta manifiesto que, si el medio perfecto y virtuoso de
ese excelente espíritu, que es la cualidad distintiva de las
aristocracias, ha de encontrarse en un estilo elevado, caba­
lleresco1, y su exceso en un feroz giro a la resistencia2, su
defecto debe residir en un espíritu no lo bastante osado y
elevado, y en una incapacidad excesiva y pusilánime para la

1 En la edición de 1869 Arnold había escrito: «el estilo caballeresco de


íord Elcho»,
2 En la edición de 1869 Amold había escrito: «en el giro a la resistencia
de sir Thomas Bateson».
resistencia. De nuevo, si el medio perfecto y virtuoso de esa
fuerza con que nuestra clase media ha hecho sus grandes
obras, y de esa confianza en sí misma con que se contempla
a sí misma y a aquéllas, ha de verse en las intervenciones y
discursos de nuestro miembro comercial del Parlamento3,
y el exceso de esa fuerza y esa confianza en sí misma en las
intervenciones y discursos de nuestro fanático ministro disi­
dente4, entonces resulta manifiesto que su defecto debe residir
en una desesperada incapacidad para las grandes obras de
la clase media y en una pobre y desdeñable falta de satis­
facción por sí misma.
Ser elegido para ejemplificar el medio feliz de una buena
cualidad, o serie de buenas cualidades, es evidentemente una
alabanza para un hombre; ser elegido para ejemplificar inclu­
so su exceso es una alabanza de cierto tipo. Por tanto, no du­
daría en tomar a personajes actuales5para ejemplificar, respec­
tivamente, el medio y el exceso de las cualidades de las clases
aristocrática y media. Pero tal vez sea una falta de urbanidad
escoger a este o ese personaje como representante del defecto.
Así pues, no ilustraré el defecto de la aristocracia con un hom­
bre representativo. Pero con uno mismo siempre se puede, sin
impropiedad, tratar libremente y, en efecto, esta especie de
trato directo consigo mismo contiene, como nos dicen los
moralistas, algo muy saludable. Me arriesgaré a ofrecerme
humildemente como ilustración del defecto en esas fuerzas y
cualidades que hacen de nuestra clase media lo que es. Los
muy bien fondados reproches de mis oponentes declaran lo
poco que he contribuido a las grandes obras de la clase media,
porque es evidente que se refieren a esas obras, y a mi flojedad
al respectó, cuando se menciona mi «rechazo a contribuir a la
humilde operación de desarraigar ciertos males definidos»6

3 En la edición de 1869 Arnoid había escrito: «deí señor Bazley».


4 En la edición de 1869 Amold había escrito: «del reverendo W. Gattle».
5 En la edición de 1869 Arnoid había escrito: «a lord Elcho y el señor
Bazley, al reverendo W. Cattle y sír Thomas Bateson».
4 La cita de Arnoid proviene de «Culture and Action» {Cultura y ac­
ción), de Fitzjames Stephen, publicado en la Saturday Review en noviembre
de 1867. Fitzjames, hermano del escritor Leslie Stephen, fue uno de los Após­
toles de Cambridge (como Henry Sidgwick, otro de los críticos de Arnoid)-
(como las tasas eclesiásticas y demás), y que, por tanto, «los
creyentes activos se impacientan» conmigo. La línea, de nue­
vo, que he seguido como buscador aún insatisfecho, la idea
de la autotransformación, de crecer hacia cierta medida de dul­
zura y luz aún inalcanzada, se distingue evidentemente de la
perfecta satisfacción habitual en mi clase, la clase media, y
puede servir para indicar en mí, por tanto, el extremo defecto
de este sentimiento. Pero estas confesiones, aunque saluda­
bles, son amargas e ingratas.
Pasemos, pues, a la clase trabajadora. El defecto de esta
clase sería no llegar a lo que el señor Frederic Harrison llama
«brillantes poderes de la simpatía y poderes dispuestos a la
acción», cuyo virtuoso medio estaba en el señor Odger y cuyo
exceso estaba en el señor Bradlaugh. La clase trabajadora cre­
ce y aumenta tan rápido en el presente que los ejemplos de
este defecto no resultan ahora muy comunes. Tal vez «El afi­
lador necesitado»7, de Canning (que ha fallecido y, por tanto,
no puede ser retratado para tomarlo como ilustración), sirva
para obtener la noción del defecto en la cualidad esencial de
la clase trabajadora; o podría citar (ya que, aunque esté vivo,
está muerto a toda crítica) a mí pobre y viejo amigo escalfado,
Zephaniah Diggs8, quien, entre sus trampas y sus tragos, tiene
embotados sus poderes de simpatía y sus poderes para la ac­
ción desesperadamente dañados para todo gran movimiento
de su clase. Pero los ejemplos de este defecto pertenecen,
como he dicho, a una época pasada antes que presente.
El mismo deseo de claridad que me ha llevado a extender
un poco mí primer análisis a las tres grandes clases de la socie­
dad inglesa me induce también a redondear un poco mi no­
menclatura, con la idea de hacerla más clara y manejable. Es

y autor de Liberty, Etfuality, Fmtemity (1873), critica de Sobre la libertad de


Mili. Stephen ftie miembro de ia comisión que envió a Amold a su primera
gira europea como inspector de educación.
7 «Needy Knife-Grinder» se refiere a «The Friend o f Humanity and the
Knife-Grinder» (El amigo de la humanidad y el afilador), una sátira poética
sobre Robert Southey de George Canning y John Hookham Frere, publica­
da en The Anti-Jacobin en 1797.
8 Zephaniah Diggs es un personaje creado pot Amold en A Friendship’s
Garland,
incómodo y cansino estar diciendo siempre clase aristocráti­
ca, clase media, clase trabajadora. Para la clase media, para ese
gran cuerpo que, como sabemos, «ha hecho todas las grandes
cosas que se han hecho en todos los departamentos», y que se
concibe principalmente en movimiento entre sus dos puntos
cardinales de nuestro miembro comercial del Parlamento y
nuestro fanático disidente protestante, para esa clase tenemos
una designación que se ha hecho conocida y que aún pode­
mos conservar para ella: la designación de filisteos9. He expli­
cado tan a menudo lo que este término significa que no nece­
sito repetirlo aquí. Para la clase aristocrática, concebida sobre
todo como un cuerpo móvil entre los dos puntos cardinales
de nuestro caballeresco lord y nuestro desafiante baronet10,
hasta ahora no tenemos una designación especial. Casi toda
mi atención se ha concentrado naturalmente en mi propia
clase, la clase media, con la que más simpatizo y que ha sido,
además, el gran poder de nuestros días, cuyas alabanzas han
cantado todos los portavoces y periódicos.
Sin embargo, la clase aristocrática es tan importante en sí
misma, y las graves funciones que el señor Carlyle propone
encomendarle en este tiempo critico deben añadirle tal im­
portancia que parece negligente, y un ejemplo craso de esa
falta de método filosófico coherente de la que me culpa el
señor Frederic Harrison, dejar a la clase aristocráticas hasta
tal punto sin observaciones ni denominación. Puede pensar­
se que la característica que ocasionalmente he mencionado
como apropiada a las aristocracias —su natural inaccesibili­
dad, como hijos de un hecho establecido, a las ideas— lleve a
extender a esa clase también la designación de filisteos, pues
el filisteo es, como es bien sabido, el enemigo de los hijos de
la luz o servidores de la idea. Sin embargo, parece haber un
inconveniente en dar así una y la misma designación a dos
clases muy diferentes, y además, si lo vemos de cerca, descu­
briremos que el término filisteo transmite un sentido que lo

9 En la edición de 1869 Arnold había escrito: «el señor Bazley y el reve­


rendo W, Cattle, pero que se inclina más, en conjunto, hacia el último que
hacia el primero».
10 En la edición de 1869 Arnold había escrito: «lord Elcho y sirThomas
Bateson, pero, en general, más próximo al último que al primero».
hace más peculiarmente apropiado a nuestra clase media que
a la aristocrática. Pues filisteo conlleva la noción de algo espe­
cialmente rígido y perverso en la resistencia a la luz y a sus
hijos, por lo que se ajusta especialmente a nuestra clase me­
dia, que no sólo no persigue la dulzura y la luz, sino que
prefiere ese tipo de maquinaria de los negocios, capillas, sa­
lones de té y discursos del señor Murphy [y el reverendo
W. Cattle]11, que componen esa vida desvaída y cicatera a la
que a menudo me he referido. Pero la clase aristocrática tiene
realmente, como hemos visto, en su consabida cortesía, una
especie de imagen o sombra de dulzura y, en cuanto a la luz,
si no persigue la luz, no es porque aprecie perversamente una
existencia desvaída y cicatera, sino que es seducida en su se­
guimiento de la luz por esos poderosos y eternos seductores
de nuestra raza que han tejido para esta clase sus encantos
más irresistibles: por el esplendor, seguridad, poder y placer
mundanos. Estos seductores son bienes exteriores, pero [en
cierto modo]12 son bienes, y el que se ve estorbado por ellos
al preocuparse por la luz y las ideas no hace algo tan perverso
como natural.
Teniendo esto en cuenta, a menudo me he complacido en
la pretensión de poner al lado de la idea de nuestra clase aris­
tocrática la idea de los bárbaros. Los bárbaros, a los que debe­
mos tanto, y que revigorizaron y renovaron nuestra gastada
Europa, tuvieron, como es sabido, méritos eminentes, y en
este país, donde la mayor parte ha surgido de los bárbaros,
nunca hemos tenido eí prejuicio contra ellos que prevalece
entre las razas de origen latino. Los bárbaros trajeron consigo
ese firme individualismo, como dice la frase moderna, y esa
pasión por obrar a capricho, por la afirmación de la libertad
personal, que le parece al señor Bright la idea central de la
vida inglesa y de la que tenemos, en todo caso, una muy bue­
na muestra. El baluarte y asiento natural de esa pasión estaba
en los nobles, cuyos herederos son nuestra clase aristocrática,
y esta clase, conforme a ello, la ha manifestado señaladamen­
te y ha querido con su ejemplo recomendarla al cuerpo de la

11 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.


12 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.
nación, que ya la tenía, en efecto, en su sangre. Los bárbaros,
de nuevo, tuvieron la pasión de la caza y la pesca y la han
traspasado a la clase aristocrática, que se ha convertido en el
gran baluarte natural de esta pasión, así como de la pasión por
afirmar la propia libertad personal. El cuidado de los bárbaros
por el cuerpo, y por todos los ejercicios viriles, el vigor, la
buena presencia y la excelente complexión que adquirieron y
perpetuaron en sus familias con esos medios, todo esto aún
puede observarse en la clase aristocrática. La caballerosidad de
los bárbaros13, con sus características de espíritu elevado, mo­
dales escogidos y porte distinguido, ¿qué es sino el hermoso
comienzo de la cortesía de la clase aristocrática? En un noble
bárbaro, sin duda, habríamos admirado, si hubiéramos vivido
para verlo, los rudimentos de nuestro par más educado1''. Con
todo, la cultura (por llamarla con ese nombre) de los bárbaros
era una cultura principalmente exterior: consistía sobre todo
en dones y gracias exteriores, en apariencia, modales, logros,
proezas. Los principales dones interiores que formaban parte
de ella eran los más exteriores, por así decirlo, de los dones
interiores, los que se aproximan más a los exteriores: la valen­
tía, la magnanimidad, la confianza en sí mismo. Más adentro,
y latente, yace toda una serie de poderes de pensamiento y
sentimiento a los que esas interesantes producciones de la
naturaleza, por las circunstancias de su vida, no tenían acceso.
SÍ somos indulgentes con la diferencia de los tiempos, segura­
mente podemos observar precisamente lo mismo ahora en la
clase aristocrática. En general, su cultura es sobre todo exte­
rior; todas las gracias y logros exteriores, y las más exteriores
de las virtudes interiores, parecen principalmente de su parte.
Ahora, por supuesto, no puede sino estar a menudo en con­
tacto con esos estudios por los que, con el mundo dei pensa­
miento y sentimiento, la verdadera cultura nos enseña a bus­
car la dulzura y la luz; pero su apego a esos estudios parece
notablemente exterior e incapaz de ejercer un poder profun­
do en su espíritu. Por tanto, la insuficiencia que advertíamos

13 Arnoid se hace eco de «Shooting Niagara: And After?», de Tilomas


Cariyle, publicado en Macmillan’sM agazineen abril de 1867.
M En la edición de 1869 Arnoid había escrito: «de lord Elcho».
en el medio perfecto de esta clase, [lord Elcho,]15 era una in­
suficiencia de luz. Por las mismas causas, ¿no nos lleva una
crítica sutil, aun por la buena apariencia y cortesía de la clase
aristocrática, a hacer la cualificada observación de que en es­
tos dones encantadores tal vez debiera haber, para ía perfec­
ción ideal, un poco más de alma?
A menudo, por tanto, cuando quiero distinguir claramente
la cíase aristocrática de la clase propiamente filistea o media,
llamo a la primera los bárbaros. Y cuando recorro el país y veo
esta y aquella hermosa e imponente sede suya coronando el
paisaje, me digo: «Allí hay un gran puesto fortificado de los
bárbaros».
Es obvio que esa parte de la clase trabajadora que, trabajan­
do diligentemente a la luz de la Regla Dorada de la señora
Gooch, ansia el feliz día en que se siente en los tronos con el
señor Bazley16 y otros potentados de la clase media, para exa­
minar, como dice hermosamente el señor Bright, «las ciuda­
des que ha construido, los ferrocarriles que ha forjado, las
manufacturas que ha producido, los cargamentos fletados en
los barcos de la mayor marina que el mundo haya visto», es
obvio, digo, que esa parte de la clase trabajadora comparte, o
lleva camino de compartir, el espíritu de la clase medía indus­
trial. Es notorio que nuestros liberales de clase media han
ansiado esa consumación, en que la clase trabajadora una sus
fuerzas a ellos, les ayude sinceramente a continuar sus gran­
des obras, forme un solo cuerpo en sus salones de té y, en
suma, les permita alcanzar su milenio. A esa parte de la clase
trabajadora, por tanto, que realmente parece prestarse a es­
tos grandes objetivos, podemos contarla con propiedad entre
los filisteos. Esa parte, de nuevo, que en el presente tanto lla­
ma la atención de los filántropos —esa parte que dedica toda
su energía a organizarse, a través de sindicatos y otros medios,
para constituir, en primer lugar, un gran poder de la clase tra­
bajadora, independíente de las clases media y aristocrática, y
luego, por el número, legislar para ellas y reinar de manera

5 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.


!t En la edición de 1869 Arnold había escrito: «con los miembros co­
merciales del Parlamento».

[uA
absoluta—, esa parte vivida e interesante, según nuestra defi­
nición, también debe sumarse a los filisteos; porque es su
clase y su instinto de clase el que quiere afirmar su identidad
ordinaria, no lo mejor que hay en ella, y son la maquinaria, la
maquinaria industrial, y el poder y la preeminencia y otros
bienes exteriores los que colman sus pensamientos, y no una
perfección interior. Se ocupa por completo, según ía sutil ex­
presión de Platón, con las cosas de ella misma y no con su
verdadera identidad, con las cosas deí Estado y no con el ver­
dadero Estado. Pero a esa vasta porción, por último, de la
clase trabajadora que, tosca y desarrollada a medias, durante
mucho tiempo ha quedado casi oculta por su pobreza y es­
cualidez, y emerge ahora de su escondite para afirmar el privi­
legio innato del inglés de obrar a capricho, y empieza a asom­
bramos por ir donde quiere, reunirse donde quiere, chillar lo
que quiere, romper lo que quiere, a ese vasto residuo pode­
mos darle con gran propiedad el nombre de populacho.
Así tenemos tres términos distintos, bárbaros, filisteos, po­
pulacho, para denotar aproximadamente las tres grandes cla­
ses en que se divide nuestra sociedad, y aunque este humilde
intento de nomenclatura científica carece, sin duda, de la pre­
cisión que podría exigírsele a un escritor equipado con una
filosofía completa y coherente, sin embargo, confio en que
sea aceptado como suficiente en un escritor notoriamente
asistemático y sencillo.
Pero al usar esta división nueva y, confio, conveniente de la
sociedad inglesa, hay que tener presentes dos cosas. La prime­
ra es que, como bajo toda nuestra división en clases hay una
base común de naturaleza humana, por tanto, en cada uno de
nosotros, ya seamos propiamente bárbaros, filisteos o popula­
cho, existen, a veces sólo en germen y potencialmente, a veces
más o menos desarrolladas, las mismas tendencias y pasiones
que han hecho de nuestros conciudadanos de otras clases lo
que son. Esta consideración es muy importante, porque ha
tenido gran influencia al engendrar ese espíritu de indulgen­
cia que es una parte necesaria de la dulzura y que, en efecto,
cuando nuestra cultura está completa, es, como he dicho, in­
agotable. Así, un bárbaro inglés que se examine a sí mismo
descubrirá, en general, que no es por completo un bárbaro,
sino que tiene también algo de filisteo e incluso, de popula­
cho. Y lo mismo con los ingleses de las otras dos clases.
Esta es una experiencia que podemos verificar cada día. Por
ejemplo, yo mismo (me tomo de nuevo como una especie de
corpus vik que sirva de ilustración en una materia que no to­
dos creerán agradable ilustrar), yo mismo soy propiamente un
filisteo — el señor Swinburne añadiría el hijo de un filisteo— 17
y, aunque a través de circunstancias que tal vez un día sean
conocidas, si la historia correspondiente a mi conversión lle­
ga a escribirse, en gran medida he roto con las ideas y salones
de té de mi clase, aunque no me he aproximado, por esa ra­
zón, a fas ideas y obras de los bárbaros o del populacho. Sin
embargo, nunca he tenido un arma o una caña de pescar en
mis manos sin sentir que tengo en la base de mi naturaleza
las mismas semillas que, nutridas por las circunstancias, lie
gan a formar al bárbaro, y que, con las ventajas del bárbaro,
habría rivalizado con él. Si me ponéis en uno de sus puestos
fortificados, con esas semillas de apego a la caza y la pesca en
mi naturaleza, con todos los medios para desarrollarlas, con
todos los placeres a mi alcance, con una compañía mayoritaria-
mente deferente, sonriente, y con toda apariencia de perma­
nencia y seguridad detrás y delante de mí, creo que también
habría crecido como una criatura pasable de lo renombrado,
del espíritu loable y la cortesía y, al mismo tiempo, un poco
inaccesible a las ideas y la luz, no, desde luego, con el fino
espíritu eminente de nuestro tipo de perfección aristocrática
o el giro eminente hacia la resistencia de nuestro tipo de exce­
so aristocrático18, sino, conforme a la medida de la marcha
común de la humanidad, como algo entre los dos. En cuanto
al populacho, ¿quién, bárbaro o filisteo, podrá mirarlo sin
simpatía, cuando recuerde la frecuencia — cada vez que nos

17 El poeta Algernon Charles Swinburne (1837-1900), en un artículo so­


bre la poesía de Arnoid, había mostrado su sorpresa pot que Matthew fuera
«hijo de Goliat, hijo de Jesé, este David o Sansón o Jefté de nuestros días»,
cuando su padre había sido director de una escuela que habla producido
tantos «vastagos filisteos».
18 En la edición de 1869 Arnoid había escrito: «con el excelente espíritu
eminente de lord Elcho, o el eminente poder de resistencia de sir Thomas
Ba tesón».
aferramos a una opinión vehemente por ignorancia y pasión,
cada vez que queremos aplastar a un adversario con la mera
violencia, cada vez que somos envidiosos, cada vez que so­
mos brutales, cada vez que adoramos el mero poder o éxito,
cada vez que añadimos nuestra voz para hinchar un ciego
clamor contra un personaje impopular, cada vez que pisotea­
mos salvajemente al caído— con la que ha descubierto en su
pecho el eterno espíritu del populacho, y que sólo necesita un
poco de ayuda de las circunstancias para hacer que triunfe
ferozmente en él?
Ya he indicado varias veces lo segundo que debemos tener
en cuenta. Es esto. Todos nosotros, seamos bárbaros, filisteos
o populacho, imaginamos que la felicidad consiste en hacer
ío que le gusta a la propia identidad ordinaria. Lo que le gusta
a la identidad ordinaria difiere según la clase a la que pertene­
cemos, y tiene su faceta más severa y más ligera; siempre, sin
embargo, queda la maquinaria, y nada más. A la identidad
más grave del bárbaro le gustan los honores y la considera­
ción; a la más relajada, la caza y la pesca y el placer. A la más
grave de cierto filisteo le gustan los negocios y rentas; a la
más relajada, la comodidad y los salones de té. A la identi­
dad más grave de otro tipo de filisteo le gusta formar pique­
tes19, a la relajada las delegaciones, u oír hablar al señor Odger.
A la identidad más basta del populacho le gustan los chillidos,
el bullicio y el jaleo; a la más ligera, la cerveza. Pero en cada
ciase ha nacido cierto número de naturalezas con curiosidad
sobre lo mejor que hay en ellas, con una inclinación a ver las
cosas como son, a desentenderse de la maquinaria, a preocu­
parse sólo por la razón y la voluntad de Dios y hacer lo mejor
para que prevalezcan; a la búsqueda, en una palabra, de per­
fección. La humanidad se ha acostumbrado a dar a ciertas
manifestaciones de este amor a la perfección el nombre de
genio, lo que implica, con ese nombre, algo original y celes­
tial en la pasión. Pero la pasión se encuentra mucho más allá
de esas manifestaciones suyas a las que el mundo suele dar el

19 Arnold escribe rattening, la práctica de destruir !a maquinaria o privar


de herramientas al trabajador para hacerle cumplir las normas sindicales. En
la edición de 1869 Am old había escrito: «le gustan los sindicatos''.
nombre de genio, y en las que hay, en su mayor parte, un tá­
lenlo de uno u otro tipo, una facultad de ejecución especial y
llamativa, informada por el ardor celestial o genio. Ha de des­
cubrirse en muchas manifestaciones junto a éstas, y puede
llamarse, tal como hemos hecho, el amor y la búsqueda
de perfección, al ser la cultura la verdadera nodriza del amor
que busca, y la dulzura y luz el verdadero carácter de la per­
fección buscada. Las naturalezas con esta inclinación emer­
gen en todas las clases, entre los bárbaros, entre los filisteos,
entre el populacho. Esa inclinación tiende siempre, como he
dicho, a extraerlas de su clase y a hacer de su característica
distintiva no su barbarie o filisteísmo, sino su humanidad. En
general, lo pasan mal en sus vidas, pero están sembradas con
mayor abundancia de lo que podría creerse, aparecen donde
y cuando menos se espera, encienden un fuego que envuelve,
por así decirlo, a la clase a la que corresponden y, en gene­
ral, por la liberación de lo mejor que hay en ellas como aque­
llo que se desarrollará, y por la simplicidad de los fines que
consideran principales, impiden el desenfrenado predominio
de esa vida de clase que es la afirmación de nuestra identidad
ordinaria, y desconciertan periódicamente a la humanidad en
su culto a la maquinaria.
Por tanto, cuando hablamos de que nos dividimos en bár­
baros, filisteos y populacho, siempre debe entenderse por im­
plicación que en cada una de esas clases hay cierto número de
extraños, si podemos llamarlos así, personas llevadas no por
su espíritu clasista, sino por un espíritu humano general, por el
amor a la perfección humana, y que es posible que este núme­
ro disminuya o aumente. Quiero decir que el número de los
que lograrán desarrollar ese feliz instinto será mayor o menor
en proporción tanto a la fuerza del instinto original interior
como al impedimento o estímulo que encuentren desde fue­
ra. En casi todos los que lo tienen está mezclado con cierta
dosis del espíritu de la identidad ordinaria, cierta cantidad de
instinto de clase e incluso, como se ha comprobado, de más
de un instinto de clase a la vez, de modo que, en general, la
liberación de lo mejor que hay en nosotros, el predominio del
instinto humano, dependerá en gran medida de si se encuentra
o no con lo que sirve para ayudarlo y despertarlo. En un mo-
mentó, por tanto, en que se entiende que nos falta una fuente
de autoridad y en que parece probable que la fuente correcta
es lo mejor que hay en nosotros, resulta de enorme importan­
cia ver si las cosas que nos rodean son o no, en general, las
que ayudan y despiertan lo mejor que hay en nosotros, y si no
lo son, ver por qué no y la manera más prometedora de en­
mendarlas.
Ahora bien, está claro que la ausencia misma de toda auto­
ridad poderosa entre nosotros, y la prevaleciente doctrina del
deber y la felicidad de obrar a capricho y afirmar nuestra liber­
tad personal, deben tender a impedir la erección de un mode­
lo estricto de excelencia, la creencia en una autoridad princi­
pal de recta razón, el reconocimiento de lo mejor que hay en
nosotros como algo muy recóndito y difícil de alcanzar. Pue­
de ser, como he dicho, una prueba de nuestra honradez que
no tratemos de otorgar a nuestra identidad ordinaria, como la
tenemos al actuar, autoridad predominante, e imponer su re­
gla a otras personas. Pero es evidente también que no es fácil,
con nuestro estilo de proceder, ir más allá de la noción de una
identidad ordinaria o que se reconozca la autoridad principal
de lo mejor que hay en nosotros o recta razón. El culto Mar-
tinus Scriblerus dice bien: «El gusto por lo trivial está implan­
tado por naturaleza en el alma del hombre, hasta que, per­
vertido por la costumbre o ejemplo, se le enseña, o más bien
se le obliga, a degustar lo sublime»20. Pero en nuestro caso
todo parece dirigirse a impedir esa perversión por la costum­
bre o el ejemplo que podría obligarnos a degustar lo sublime;
se nos anima en todo caso a conservar íntegro el gusto natural
por lo trivial.
He señalado al principio cómo, en la literatura, la ausencia
de un centro autorizado, como una academia, tiende a ese
efecto. Cada sección del público tiene su propio órgano lite­
rario y la masa del público no sospecha que el valor de esos:
órganos sea relativo a que esté más cerca o lejos de cierto

2U The Memorn of Martinas Scriblerus (1741), obra del satírico escocés


John Aibuthnot (1667-1735), donde se burla de la pedantería de los miem-;
bros del cíub Scriblerus, entre ellos Swift, Gay o Pope, del que él mismo
formaba parte. Pope, parodiando a Longino, fue el primero en usar el tér­
mino bathos (trivial), tan reiterado en Culturay anarquía.
centro ideal de información, gusto e inteligencia correcta. He
dicho que dentro de ciertos límites que cualquiera que lea esto
trazará por sí mismo sin dificultad, mi vieja adversaria, la Sa~
turday Review, en cuestiones de literatura y gusto, puede con­
siderarse justamente, respecto a gran número de periódicos
que tratan estas cuestiones, una especie de órgano de la razón.
Pero recuerdo haber conversado una vez con un grupo de
inconformistas admiradores de un conferenciante que había
desplegado fuegos de artificio, todo ruido y falsas luces, según
la Saturday Review, en que me sentí tan receptivo como pude
sobre el efecto de este juicio desfavorable en aquellos con los
que conversaba. «¡Oh — dijo uno de sus portavoces con el
más tranquilo aire de la convicción— , es cierto que la Satur­
day Review deplora la conferencia, pero el British Banner— no
estoy seguro de que fuera el British Banner, pero era un perió­
dico de esa laya— dice que la Saturday Review se equivoca por
completo»21. El portavoz no tenía evidentemente noción al­
guna de que había una escala de valor para juicios sobre esos
tópicos, y que los juicios de la Saturday Review son elevados
según esa escala, y bajos los del British Banner, el gusto por lo
trivial implantado por naturaleza en los juicios literarios del
hombre nunca ha tenido, en el caso de mi amigo, obstáculo
ni impedimento.
Lo mismo en religión que en literatura. La mayoría de noso­
tros tiene poca idea de lo que es un modelo elevado para elegir
a nuestros guías, de un espíritu grande y profundo, que es una
autoridad, mientras que no lo es ninguno inferior; basta con
dar importancia a cosas dichas decisivamente por esta o aque­
lla persona y que tenga un fuerte seguimiento cuando ías dice.
Este hábito nuestro se ve bien en la hábil e interesante obra del
señor Hepworth Dixon que todos hemos leído recientemente,
Los mormones, por uno de ellos12. Aquí tampoco estoy seguro de

a La Saturday Review, órgano de expresión del conservadurismo liberal,


trataba de contrarrestar la influencia de The Times. El British Banner file un
periódico populista de los evangelistas.
n Wílliam Hepworth Dixon (1821-1879) fue autor de varios libros de
viajes, como New America (1867) y Frece Russia (1870). Su obra sobre el
mormonismo es Spiritual Wives (1868), citada por Arnoid como The Mor-
mom, by One ofThemselves.
que mi memoria me dé el título exacto, peto me reñero al bien
conocido libro en que el señor Hepworth Dixon describía a
los mormones y a otros grupos religiosos similares en América
con tanto detalle y tan cálida simpatía. En esa obra parece
bastar al señor Hepworth Dixon que esta o aquella doctrina
tenga su rabino, todo un fanfarrón, un grupo de discípulos
acérrimos y, sobre todo, muchos rifles. Nunca parece ocurrír-
sele que haya pruebas más estrictas aplicables a una doctrina
antes de considerarla importante: «Es fácil decir — escribe so­
bre los mormones— que esos santos son timadores y fanáti­
cos, reírse dejoe Smith y su iglesia, pero ¿qué? Los grandes he­
días permanecen. Young y su pueblo están en Utah; una iglesia
de 200.000 almas, un ejército de 20.000 rifles». Pero si los se­
guidores de una doctrina son realmente timadores o algo peor,
y sus promulgadores son realmente fanáticos o algo peor, la
doctrina no gana en seriedad o autoridad porque haya 200.000
almas para sostenerla —200.000 de la innumerable multitud
con un gusto natural por lo trivial— y 20.000 rifles para defen­
derla. De nuevo, de otra organización religiosa en América:
«No ha de negarse un campo justo y abierto cuando huéspe­
des tan poderosos se arriesgan a luchar en nombre de lo que
creen verdadero, por extraña que su fe pueda parecer». No se
ha de negar un campo justo y abierto a ningún orador, pero
esta manera solemne de anunciarlo está fuera de lugar a menos
que tenga, por la mejor razón y espíritu del hombre, algún
significado. «¡Bien, pero — dice el señor Hepworth Dixon— la
teoría ha sido aceptada por hombres como el juez Edmonds,
el doctor Haré, Eider Frederick y el profesor Bush!»23. Y de
nuevo: «¡Tales son las bases, en resumen, de lo que Newman
Weeks, Sarah H@rton, Deborah Butler y los hermanos asocia­
dos proclamaron en Pratt’s Hall como el nuevo pació!»24. Si

2í El juez John Worth Edmonds fue un influyente espiritualista america­


no; Eider Frederick (Frederick W. Evans) fue un dirigente cuáquero de
Mount Lebanon, Nueva York; el profesor Bush fue un ministro presbiteria­
no, seguidor de Swedenborg y profesor de literatura hebrea y oriental.
z<l Newman Weeks fue presidente, y Sarah Horton y Deborah Butler vi­
cepresidentas de la Tercera Convención Nacional sobre Esplritualismo cele­
brada en Pratt's Ha 11 (no en «Rolt’s Hall», como Arnold había escrito en ia
edición de 1869), en Providence, Rhode Island.
estuviera resumiendo las enseñanzas de Platón o san Pablo, eí
señor Hepworth Dixon no podría haberse mostrado más re­
verencial. Pero la cuestión es si el juez Edmonds y Newman
Weeks, y Elderess Polly y Elderess Antoinette25 y el resto de los
héroes y heroínas del señor Hepworth Dixon tienen algo del
peso y significado que tienen Platón y san Pablo para la mejor
razón y espíritu del hombre. Evidentemente ahora no, y el li­
gero sabor suyo y de sus doctrinas debería haber convencido
al señor Hepworth Dixon de que nunca podrán tenerlo. «Pero
— dice— el poder magnético que el cuaquerismo ejerce en el
pensamiento americano debería bastar», y demás. Ahora bien,
en lo que concierne ai verdadero pensamiento — el pensa­
miento que afecta a la mejor razón y espíritu del hombre,
el pensamiento científico del mundo, el único pensamiento
del que vale la pena hablar de esta manera solemne—, Améri­
ca apenas ha sido hasta ahora algo más que una provincia de
Inglaterra, y hoy ni siquiera reclamaría más que estar al
corriente de lo que pasa en Inglaterra, y respecto a ese único
verdadero pensamiento humano el pensamiento inglés no es
ahora precisamente, como todos debemos admitir, el factor
más significativo26. Tampoco puede serlo, pues, el pensamien­
to americano, y el poder magnético que ejerce el cuaquerismo
en el pensamiento americano es tan importante, por la mejor
razón y espíritu del hombre, como el poder magnético que el
señor Murphy ejerce en el protestantismo de Birmingham.
Como nunca nos libraremos de nuestro gusto natural por lo
trivial en religión —ni accederemos a lo mejor que hay en
nosotros y la recta razón que pueda representar una autoridad
seria— al tratar al señor Murphy como le tratan sus propios
discípulos, seriamente, y como si fuera una autoridad como
cualquier otra, nunca nos libraremos de ello mientras nuestros
escritores hábiles y populares traten a sus Joe Smith y Deborah
Butler, con sus miles de almas y otros tantos miles de rifles, de
la misma manera exagerada y desorientadora, y hagan lo posi­

25 Elderess Antoinette (Mary Antoinette Dolittle) fue codirectora, con


Eider Frederick, de una de las mayores comunidades cuáqueras en Mount
Lebanon; Elderess Poiiy lo fije de otra.
26 En la edición de 1869 Arnold había escrito; «uno de los factores más
significativos».
ble para mantenernos en un mal hábito mental al que ya esta­
mos demasiado inclinados.
Si nuestros malos hábitos vuelven difícil la idea de una
identidad superior, de una autoridad principal, en literatura o
religión, ¡cuánto más no la harán en la esfera de la política! En
otros países los gobernadores, al no depender inmediatamen­
te del favor de los gobernados, lo tienen todo para incitarlos,
si saben algo de la recta razón (y se supone al menos que los
gobernadores deben saber más de ello que la masa de los go­
bernados), a mantenerla con autoridad ante la comunidad.
Pero como todo nuestro plan de gobierno es representativo,
cada uno de nuestros gobernadores siente toda posible tenta­
ción, en lugar de erigir ante los gobernados que le eligieron, y
de cuyo favor depende, un elevado modelo de recta razón, a
acomodarse tanto como pueda a su gusto natural por lo tri­
vial y, aunque intente contrarrestarlo, a proceder en esto con
tanto halago y engaño que no sospecharán que su ignorancia
y prejuicios sean muy diversos a la recta razón, o que su gusto
natural por lo trivial difiera mucho del gusto por lo sublime.
Cualquiera se siente así animado de todas las maneras posi­
bles a confiar en su propio corazón, pero «el que en sí mismo
confia — dice el sabio— es un necio», y en todo caso esto que
dice el obispo Wilson es innegablemente cierto: «El número
de los que necesitan despertar es mucho mayor que el de los
que necesitan consuelo».
Pero en nuestro sistema político todo el mundo es consola­
do. Los guías y gobernadores que han sido elegidos por in­
fluencia de los bárbaros, y que dependen de su favor, cantan
las alabanzas de los bárbaros y dicen todas las cosas suaves
que puedan decirse de ellos. Con el señor Tennyson, celebran
al «genial inglés de anchas espaldas»27, con su «sentido del
deber», su «reverencia por las leyes» y su «fuerza paciente»,
que nos salvan de «revueltas, repúblicas, revoluciones, la ma­
yoría no más graves que el castigo a un escolan», que descon­
ciertan a otras naciones de espaldas menos anchas. Los guías
que son elegidos por los filisteos y gozan de su favor les dicen
a los filisteos que «todo el mundo sabe que la gran clase me­

27 De TbePrincess (1847), de Alfred Tennyson,

[ 150 ]
día de este país suministra el espíritu, la voluntad y el poder
requeridos para todas las cosas grandes y buenas que han
de hacerse», y los felicitan por su «sentido bueno y sincero,
que penetra a través de sofismas, ignora las vulgaridades y da
a las ilusiones convencionales su verdadero valor». Los guías
que buscan el favor del populacho le dicen que tienen «los
más brillantes poderes de la simpatía y los más dispuestos a la
acción».
También les dicen cosas ásperas, sin duda, a las grandes
clases de la comunidad, pero ésas vienen de una clase hostil y
están tan manifiestamente dictadas por las pasiones y prejui­
cios de una clase hostil, y no por la recta razón, que no causan
ninguna impresión seria en sus destinatarios, sino que les res­
balan fácilmente. Por ejemplo, cuando los oradores de la Liga
Reformista vituperan a nuestra aristocracia cruel y fatua, esas
invectivas muestran tan evidentemente las pasiones y punto
de vista del populacho que no afectan a aquellos a quienes se
dirigen ni despiertan pensamiento o introspección alguna en
ellos. De nuevo, cuando nuestro baronet aristocrático28 des­
cribe a los filisteos y el populacho como influidos por una
especie de atroz manía por castrar a la aristocracia, el reproche
proviene tan claramente de la ira y la imaginación excitada de
los bárbaros que no induce a pensar a los filisteos y el popu­
lacho. Cuando el señor Lowe llama al populacho borracho y
venial25, es tan evidente que lo llama así en una agonía de
aprensión hacia su parlamento filisteo o de clase media, que
ha hecho tantos trabajos grandes y heroicos, y se ve ahora
amenazado por la mezcla y la degradación, que el populacho
no se toma en serio sus palabras.
Así, la voz que causa una impresión permanente en cada
una de nuestras clases es la voz de sus amigos y se trata, según
la naturaleza de las cosas, de una voz consoladora. Los bárba­
ros siguen creyendo que el gran inglés genial de anchas espal­
das puede estar satisfecho consigo mismo; los filisteos siguen
creyendo que la gran clase media de este país, con su serio

28 En ía edición de 1869 Arnoid había escrito: «sirThomas Bateson».


29 Robert Lowe había usado estas palabras para dirigirse a la clase traba­
jadora durante los debates de la Ley de la Reforma en marzo de 1866.
sentido común que penetra a través de los sofismas e ignora
las vulgaridades, puede estar satisfecha consigo misma; el po­
pulacho, que el trabajador, con sus brillantes poderes de sim­
patía y dispuestos poderes para la acción, puede estar satisfe­
cho consigo mismo. (Qué esperanza hay, de este modo, de
extinguir el mal gusto de lo trivial implantado por naturaleza
en el alma del hombre, o de inculcar la creencia de que la
excelencia mora entre altas y escarpadas rocas30 y sólo será al­
canzada por quienes suden sangre para alcanzarla?
Pero tal vez se diga que los candidatos de la influencia y
liderazgo político, que acarician así el amor propio de aque­
llos cuyos sufragios desean, saben bien que lo que dicen no es
la pura verdad tal como la ve la razón, sino que usan una
especie de lenguaje convencional, lo que llamamos charlata­
nería, que es esencial para el funcionamiento de las institucio­
nes representativas. Por tanto, supongo que deberíamos decir
con fígaro: Qui est-ce qu 'un trompe id? Ahora bien, admito que,
a menudo, pero no siempre, cuando los gobernadores dicen
cosas suaves del amor propio de la clase cuyo apoyo político
necesitan, saben muy bien que están sobrepasando con una
larga zancada los límites de la verdad y sobriedad, y que, aun­
que hablen, en cierto modo, sin duda, lo hacen de manera
fingida. No siempre es así, porque cuando un bárbaro apela a
su propia clase para que lo convierta en su representante y le
confiera poder político, cuando alimenta su amor propio al
alabar al inglés genial de anchas espaldas con su sentido del
deber, reverencia por las leyes y fuerza paciente, alimenta su
amor propio y se alaba a sí mismo, y queda así atrapado por
sus propias palabras suaves. Así, también, cuando un filisteo
quiere representar a sus hermanos filisteos y alaba el serio
buen sentido que caracteriza a Manchester y proporciona el
espíritu, la voluntad y el poder, como dice elocuentemente
el Daily News, requeridos para todas las cosas grandes y bue­
nas que han de hacerse, se embriaga y se engaña tanto a sí
mismo como a sus hermanos filisteos que le oyen.
Pero es cierto que un bárbaro a menudo necesita el apoyo
político de los filisteos; e incuestionablemente, cuando adula

30 Amold parafrasea unos versos de Simónides de Ceos.

[isa]
el amor propio del filisteísmo y alaba, de la manera mostrada,
su energía, iniciativa y confianza en sí mismo, sabe que está
siendo un charlatán y, por así decirlo, habla de manera fingi­
da, En todos los asuntos concernientes al inconformismo y
sus lemas, resulta muy notable esa insinceridad de los bárba­
ros que necesita el apoyo inconformista y, por tanto, halaga el
amor propio de los inconformistas y repite sus lemas sin la
menor fe real en ellos. Cuando los inconformistas, en un
arranque de ciego celo, rechazaron las útiles Cláusulas Educa­
tivas de sir James Graham en 184331, la mitad de sus represen­
tantes parlamentarios, sin duda, al protestar porque «pisotea­
ron la libertad religiosa de los disidentes al tomar el dinero de
ios disidentes para enseñar los principios de la Iglesia de Ingla­
terra», gritó de manera fingida. Tal vez haya una especie de
movimiento en el habla fingida del señor Frederic Harrison
cuando se refiere al «chillido de superstición»32 y le dice a la
clase trabajadora que los suyos son los más brillantes poderes
de simpatía y los poderes más dispuestos a la acción. Pero el
punto en el que insistiría es que ese tributo involuntario a
la verdad y sobriedad de ciertos gobernadores y guías no al­
canza a la masa de los gobernados para servirnos de lección,
para rebajar nuestro amor propio y para despertar en nosotros
la sospecha de que nuestros prejuicios favoritos pueden ser,
para una razón superior, fruslerías. Sea cual sea el aparte entre
nuestros líderes más inteligentes, no lo vemos, pero a los ojos
de nuestros hombres más admirables y representativos, nada
hay más admirable que nuestra identidad ordinaria, cualquie­
ra que ésta sea, de bárbaro, filisteo o populacho.
Así, todo en nuestra vida política tiende a ocultamos que
haya nada más sabio que nuestra identidad ordinaria y a im­
pedirnos tener la noción de una recta razón principal. Inten­
tamos convertir la realeza misma, con la idea de ser la expre­
sión de la nación colectiva y una especie de testigo constituido
de su mejor espíritu, en una especie de gran furgón de anun­

31 Sir James Graham (1792-1861) fue ministro del Interioren el gobierno


de sir Robert Peel,
32 Arnold cita un pasaje de «Our Venetian Constitution» (Nuestra Cons­
titución veneciana), publicado en el número de marzo de 1867 de Furt-
nightly Review.
cios, para dar publicidad y crédito a las invenciones, acertadas
o desacertadas, de la identidad ordinaria de los individuos.
Recuerdo que, cuando estaba en el norte de Alemania, pen­
sé en esto intensamente a propósito de las escuelas y su insti­
tución. En Prusia, las mejores escuelas son las llamadas escue­
las patrocinadas por la Corona: escuelas que han sido
establecidas y dotadas (y las nuevas están siendo establecidas
y dotadas hoy en día) por el propio soberano a sus expensas,
para quedar bajo el control y administración directa de él o de
quienes le representan, y para servir como modelos de lo que
las escuelas deberían ser. Al estar el soberano, por su posición,
por encima de muchos prejuicios y pequeñeces, y tener siem­
pre a su disposición el mejor consejo, posee evidentes venta­
jas frente a los fundadores privados para planear y dirigir bien
una escuela; al mismo tiempo, sus grandes medios y su gran
influencia garantizan crédito y autoridad a una bien planeada
escuela suya. Esto es lo que los gobernadores hacen en el
norte de Alemania en materia de educación por los goberna­
dos, y puede decirse que así dan a los gobernados una lección
y extraen de ellos la idea de una recta razón superior a las su­
gerencias de !a identidad ordinaria de un hombre ordinario.
¡Pero qué diferente es en Inglaterra el papel que nuestros
gobernantes están acostumbrados a interpretar! Los Provee­
dores Autorizados o ios Viajantes Comerciales se proponen
crear una escuela para sus hijos; supongo que, en materia de
escuelas, puede llamarse a los Proveedores Autorizados o a los
Viajantes Comerciales hombres ordinarios, con un fuerte gus­
to natural por lo trivial, y un soberano, con el consejo de
hombres como Wilhelm von Humboldt o Schleiermacher, al
respecto puede ser un mejor juez y estar más cerca de la recta
razón33. Se concederá, probablemente, que la recta razón su­
geriría que tener una mera escuela de hijos de Proveedores
Autorizados, o una mera escuela de hijos de Viajantes Comer­
ciales, y criarlos a todos, no sólo en casa, sino también en la
escuela, con una especie de olor a provisión autorizada o a

33 Wilhelm von Humboldt (1767-1835) primer ministro de Educación


de Prusia, fundó la Universidad de Berlín, en la que trabajó su amigo el
teólogo Friedrich Schleiermacher (1768-1834).
compraventa no es una sabia instrucción que dar a estos ni­
ños. Como he dicho, en Alemania la acción de guías o gober­
nadores nacionales es sugerir y proporcionar algo mejor. Pero
en Inglaterra la acción de los guías o gobernadores nacionales
es, para un príncipe real o un gran ministro, dejarse caer por
la inauguración de la escuela de Proveedores Autorizados o
Viajantes Comerciales, tomar asiento, alabar la energía y con­
fianza en sí de los Proveedores Autorizados o los Viajantes
Comerciales, colmar su manera de pensar, predecir pleno éxi­
to a sus escuelas y no sugerirles nunca que están haciendo
algo muy necio y que la manera correcta de trabajar por la
educación de sus hijos es por completo diferente. Ocurre casi
lo mismo en todos los departamentos. Mientras en el con­
tinente prevalece la idea de que la ocupación de los dirigen­
tes y representantes de la nación, en virtud de sus medios,
poder e información superior, es dar ejemplo y proporcionar
sugerencias de la recta razón, entre nosotros la idea es que la
ocupación de los dirigentes y representantes de la nación
es no hacer nada de esto, sino aplaudir el gusto natural por lo
trivial, mostrarse vigorosamente en cualquier parte de la
comunidad y alentar sus obras.
Ahora bien, no digo que el sistema político de las naciones
extranjeras no tenga inconvenientes que puedan superar los
inconvenientes de nuestro sistema político, ni propongo li­
brarnos de nuestro sistema político y adoptar el suyo. Pero al
ser un centro firme de autoridad lo que buscamos en esta
disquisición, y al ser la recta razón, o lo mejor que hay en
nosotros, lo único que puede ofrecer ese centro firme de au­
toridad, es necesario tomar nota de los mayores impedimen­
tos que impiden en este país la liberación o reconocimiento
de esta recta razón como una autoridad principal, con la vista
puesta después en el mejor modo de eliminarlos.
Teniendo esto en cuenta, procedo a observar que no sólo
nuestros gobernantes no nos brindan sugerencias de la recta
razón, ni rechazos de nuestra identidad ordinaria, sino que se
ha extendido entre nosotros una especie de teoría filosófica al
efecto de que no existe nada parecido a una identidad mejor
y una recta razón que tengan derecho a la autoridad principal
o, en todo caso, nada que pueda averiguarse y de lo que se

[iSS]
pueda hacer uso, y que no hay nada sino un número infinito
de ideas y obras de nuestras identidades ordinarias, y sugeren­
cias del gusto natural por lo trivial, de igual valor, que están
condenadas a un conflicto irreconciliable o a un perpetuo
toma y daca; y que la sabiduría consiste en elegir el toma y
daca antes que el conflicto y en aferramos a nuestra elección
con paciencia y buen humor.
Por otro lado, contamos con otra teoría filosófica corriente
entre nosotros, al efecto de que, sin el esfuerzo de pervertir­
nos por la costumbre o ejemplo de gozar de la recta razón,
sino siguiendo libremente nuestro gusto natural por lo trivial,
gracias a la Providencia, y por una especie de tendencia natu­
ral de las cosas, llegaremos a su debido tiempo a gozar y se­
guir la recta razón.
Los grandes promotores de estas teorías filosóficas son nues­
tros periódicos, de los que puede decirse, no menos que de
nuestros representantes parlamentarios, que interpretan el pa­
pel de guías y gobernadores para nosotros; a esas doctrinas
favoritas suyas las llamo — o debería llamarlas, si las doctrinas
no fueran predicadas por autoridades que respeto tanto—, a
la primera, una forma peculiarmente británica de ateísmo,
a la segunda, una forma peculiarmente británica de quietis­
mo. La primera y melancólica doctrina la predica el Times con
estilo claro y fuerte; en efecto, es bien sabido, por el ejemplo
del poeta Lucrecio y otros, que la doctrina atea ha contado
siempre entre sus promulgadores a grandes maestros del esti­
lo. «Para nosotros no tiene sentido —dice el Times— tratar de
obligar a nuestros vecinos a adoptar nuestros gustos y aversio­
nes. Debemos tomar las cosas como son. Cada cual tiene su
propia pequeña visión de la perfección religiosa o civil. Bajo
la evidente imposibilidad de satisfacer a todo el mundo, esta­
mos de acuerdo en partir de la base de leyes iguales y un siste­
ma tan abierto y libera! como sea posible. El resultado es que
todos tienen más libertad de acción y de palabra aquí que en
ningún otro lugar del viejo mundo». Volvemos de nuevo a la
celebrada definición de la libertad del señor Roebuck que tan
a menudo he comentado: «Miro a mi alrededor y me pregun­
to cuál es el estado de Inglaterra. ¿No puede decir todo hom­
bre lo que quiera? Os pregunto si en todo el mundo o en la
historia pasada hay algo así. Nada, Ruego para que dure nues­
tra felicidad sin rival». Esa es la vieja historia de nuestro siste­
ma de contrapesos, y del inglés que obra a capricho, que ya
hemos visto que ha sido bastante conveniente mientras bár­
baros y filisteos eran ios únicos que obraban a capricho, pero
que resulta inconveniente y produce anarquía ahora que el
populacho quiere también obrar a capricho.
Con todo, no desestimaré sin más esa famosa doctrina,
sino que citaré en primer lugar otro pasaje del Times, aplican­
do la doctrina a una cuestión de la que acabamos de hablar,
la educación: «La dificultad aquí —dice el Times sobre la pro­
visión de un sistema de educación nacional— no reside en
convenios trasladables. Es inherente y propio del estado de
cosas real e inveterado de este país. Todos esos poderes y
personajes, todas esas influencias y variedades de carácter
conflictivas, existen y han existido largo tiempo entre noso­
tros; tendrán que resolverlo, y seguirán haciéndolo, sin llegar
a esa feliz consumación en que un elemento del carácter bri­
tánico ha de destruir y absorber a los demás». Ahí está; las
varias instigaciones del gusto natural por lo trivial en este y
aquel hombre entre nosotros que tendrán que resolverlo,
y nunca llegará e! día (en efecto, ¿por qué deberíamos desear
que llegara?) en que el tipo de gusto particular por lo trivial
de un hombre tiranice el de otro, ni en que la recta razón (si
puede ser un elemento del carácter británico) absorba y go­
bierne a las demás. «Todo el sistema de este país, como la
constitución que nos jactamos de heredar, y que nos ale­
gramos de mantener, se compone de hechos establecidos,
autoridades prescritas, usos existentes, poderes presentes,
personas con propiedades y comunidades o clases que han
alcanzado el dominio por sí mismas y lo opondrán a los ad­
venedizos». Todas las fuerzas del mundo, evidentemente,
¡salvo la única conciliatoria, la recta razón! ¡El bárbaro aquí,
el filisteo allá, el señor Bradlaugh y el populacho a ía greña!34,
Íque cada cual se las apañe! Realmente, presentada con el
estilo magistral de nuestro influyente diario, la triste imagen,

34 En la edición de 1869 Arnold había escrito: «¡Aquí sir Tilomas Bate-


son, el reverendo W. Cattle a un lado, eí señor Bradlaugh al otro!».
cuando se la mira, asume el hierro y solemnidad inexorable
del destino trágico.
Tras esto, la doctrina más suave de nuestro otro profesor
filosófico, el Daily News, tiene, en primer lugar, algo muy
atractivo y consolador. El Daily News empieza a tejer aparen-
temente la red férrea de la necesidad alrededor de nosotros
como el Times: «La alternativa está entre hacer lo que a un
hombre le gusta y hacer lo que le gusta a otro, probablemente
ni una pizca más listo que éí». Ésto apunta al pacto tácito,
que ya he mencionado, entre los bárbaros y los filisteos, en
el que se espera que un día participe el populacho, el pacto,
tan acreedor a la honradez inglesa, por el que ninguna clase
que ejerza el poder, empleando sólo las ideas y objetivos de su
identidad ordinaria, se tomará demasiado en serio su identi­
dad ordinaria o tratará de imponerla a las otras, como lo han
intentado el fanático protestante, por ejemplo, con su anzue­
lo papista, y el tribuno popular con su vena anarquizante de
Hyde Park35. Pero, de repente, el Daily News ilumina la pe­
numbra de lo necesario con brillantes rayos de esperanza:
«Sin duda —dice— la razón común de la sociedad debería
frenar las aberraciones de la excentricidad individual». Esa ra­
zón común de la sociedad se parece mucho a lo mejor que
hay en nosotros o la recta razón, a la que queremos dar auto­
ridad, al convertir la acción del Estado, o la nación en su ca­
rácter colectivo, en su expresión. Pero el Daily News, con su
sutil dialéctica, desbarata nuestro proyecto: «¿Hacer del Es­
tado el órgano de la razón común? Podemos convertirlo
—dice— en órgano de esto o aquello, pero ¿cómo podemos
estar seguros de que la razón será la cualidad encarnada en
él?». No podremos estar seguros de ello, indudablemente, si
no lo intentamos, pero la cuestión, al ser la acción del Estado
la acción de la nación colectiva, y ai conllevar la acción de la
nación colectiva naturalmente gran publicidad, peso y fuerza
ejemplar, es si no deberíamos tratar de introducir en la acción
del Estado tanta recta razón como sea posible, o lo mejor que
hay en nosotros, de modo que vuelva a nosotros con nueva

35 En Ja edición de 1869 Arnold hablaba del «reverendo W. Cattle» y «el


señor Bradlaugh», respectivamente.
fuerza y autoridad, pueda tener visibilidad, forma e influencia
y nos incite, en los muchos momentos en que sólo nos tienta
ia identidad ordinaria, a resistir el gusto natural por lo trivial
antes que ceder a ello.
¡Pero no!, dice nuestro profesor: «Es mejor que haya una
infinita variedad de experimentos sobre la acción humana; la
razón común de la sociedad frenará en lo esencial las aberra­
ciones de la excentricidad individual de manera suficiente si
se la deja operar naturalmente»36. Esto es lo que llamo la for­
ma especialmente británica del quietismo, o una confianza
devota, pero excesiva, en una Providencia dominante. La Pro­
videncia, como nos dicen cuidadosamente los moralistas, tra­
baja por lo general en los asuntos humanos con medios hu­
manos, de modo que cuando queremos que la recta razón
actúe sobre la razón individual, lo mejor que hay en nosotros
sobre la identidad ordinaria, debemos darle mayor poder para
hacerlo al concederle un reconocimiento y autoridad públi­
cos y encarnarla, en la medida en que podamos, en el Estado.
Parece mucho pedir a la Providencia que, mientras entrega­
mos el gusto habitual por lo trivial a su operación natural en
su infinita variedad de experimentos, ella lo guíe a la pista
verdadera y lo empuje a disfrutar de lo sublime. En todo caso,
grandes hombres e instituciones parecen haber sido necesa­
rias hasta ahora para producir un efecto considerable de este
tipo. Sin duda, tenemos una infinita variedad de experimen­
tos y una siempre multiplicada multitud de exploradores. In­
cluso en este breve escrito he enumerado muchos: el British
Banner, el juez Edmonds, Newman Weeks, Deborah Butler,
EIderess Polly, el hermano Noyes, el señor Murphy37, los Pro­
veedores Autorizados, los Viajantes Comerciales y no sé cuán­
tos más; y el número de este noble ejército aumenta cada día.

36 La cita de «nuestro profeson> decía en la edición de 1869: «Es mejor


que haya una infinita variedad de experimentos sobre la acción humana,
porque cuando los exploradores se multiplican es más probable que sea
descubierta la pista verdadera. La razón común de la sociedad puede frenar
las aberraciones de la excentricidad individual sólo al actuar sobre la razón
individual y lo hará de manera suficiente si se la deja operar naturalmente».
17 En la edición de 1869 Arnoid mencionaba en su lugar al reverendo
W. Cattle.
¡Pero qué profundo el quietismo, o qué osada llamada a la
interposición directa de la Providencia supone creer que esos
interesantes exploradores descubrirán la verdadera pista o «lo
harán de manera suficiente» (sea cual sea su significado) si se
los deja operar naturalmente, es decir, si siguen así! Los filóso­
fos dicen, en efecto, que aprendemos la virtud al realizar actos
virtuosos, pero parece, por cierto, demasiado sanguíneo de­
cir que aprenderemos la virtud al realizar cualesquiera actos a
los que nos lleve el gusto por lo trivial, que el fanático protes­
tante38 muestra lo mejor que hay en él con el anzuelo papista
o Newman Weeks y Deborah Butler la recta razón al seguir su
olfato.
Es cierto, lo que queremos es que la recta razón actúe sobre
la razón individual, la razón de los individuos; ése es el fin y
objetivo de toda nuestra búsqueda de autoridad. El Daily
News dice, según observo, que todo mi argumento sobre la
autoridad «tiene una raíz no intelectual» y, por lo que sé de mí
mismo y de mi inercia, lo creo tan probable que debería incli­
narme a admitirlo fácilmente, si no fuera porque, en primer
lugar, nada de esto tal vez deba admitirse sin examen y por­
que, en segundo lugar, parece hacerse presente un modo de
explicar que esta acusación, en este caso particular, carece
de motivos. Lo que me parece explicar aquí la acusación tal
vez sea la falta de flexibilidad de nuestra raza que tan a menu­
do he mencionado. Quiero decir, si admitimos que nuestro
verdadero objetivo es la conformidad de la razón individual
del fanático protestante o del alborotador popular39 con la
recta razón, y no sólo el hecho de contener, con el fuerte bra­
zo del Estado, el anzuelo papista o el sabotaje, si admitimos
esto, tenemos tan poca flexibilidad que no podemos percibir
con facilidad que la contención del Estado de estas indulgen­
cias puede fijar con claridad que, para la nación colectiva, esas
indulgencias parecen irracionales e intolerables, puede hacer­
los detenerse y reflexionar y puede contribuir a armonizar.

58 En la edición de 1869 Arnold mencionaba en su lugar al reverendo


W. Cattle,
39 En la edición de 1869 Arnold hablaba del «del reverendo W. Cattle o
del señor Bradlaugh».
con el tiempo, su razón individual con la recta razón. Pero en
ningún país, debido a la falta de flexibilidad intelectual antes
mencionada, se recomienda tan diligentemente una inclina­
ción que es la nuestra natural y que, por tanto, no necesita
recomendación alguna, ni se desprecia tan diligentemente
otra inclinación que no es la nuestra natural y que, por tanto,
no necesita ser despreciada, como en el nuestro. De confiar en
el ser individual, entre nosotros la inclinación natural, no oi­
remos nada salvo lo bueno de confiar en el individuo; de ac­
tuar a través de la nación colectiva sobre el ser individual, al
no ser nuestra inclinación natural, no oiremos recomenda­
ción alguna. Pero los sabios saben que a menudo necesitamos
oír sobre todo lo que menos nos inclinamos a oír, e incluso
aprender a emplear, en ciertas circunstancias, lo que, si se em­
pleara mal, podría ser un peligro para nosotros.
En cualquier lugar se entiende esto, por cierto, mejor que
aquí. En un número reciente de la Westmimter Review, un es­
critor capaz, pero precisamente con nuestra nacional falta
de flexibilidad, de la que acabo de hablar, ha desenterrado,
según veo, para nuestras necesidades actuales, una traducción
inglesa, publicada hace algunos años, del libro de Wilhelm
von Humboldt, L a esferay deberes delgobierno40. El objetivo de
Humboldt en este libro es mostrar que la operación del go­
bierno debe limitarse severamente a lo que se refiere directa e
inmediatamente a la seguridad de las personas y la propiedad.
Wilhelm von Humboldt, una de las almas más perfectas y
bellas que hayan existido, solía decir que la ocupación propia
en la vida era, en primer lugar, perfeccionarse por todos los
medios a nuestro alcance y, en segundo lugar, buscar y crear
en el mundo circundante una aristocracia, lo más numerosa
posible, de talentos y caracteres. Entendía, desde luego, que al
final todo resultaba en que el individuo debe actuar por sí
mismo y debe ser perfecto en sí mismo, y vivía en un país,

40 El «escritor capaz» es el autor de«Dangers o f Democracy» (Peligros de


la democracia), publicado en la Westminster Rcview en 1868, donde se discu­
tía The Sphere and Duties o f Government, traducción inglesa de 1854 de Ideen
zueinem Versudi, die Grenzett der Wirksmikeit des Staatszubatitnmen {17)2), de
Wilhelm von Humboldt, de la que procedería, por cierto, el epígrafe usado
por John Stuart Mili en Sobre la libertad (1859).

I>ól]
Alemania, en que la gente estaba poco dispuesta a actuar por
sí misma y a confiar demasiado en el gobierno. Pero, aun así,
tal era su flexibilidad, tan débil su servidumbre a una mera
máxima abstracta, que vio muy bien que para su propósito de
hacer capaz al individuo de erguirse perfecto sobre sus cimien­
tos y obrar sin el Estado, la acción del Estado sería necesaria
durante largos, largos años, y poco después de escribir su libro
sobre La esferay deberes del gobierno, Wilhelm von Humboldt
fue ministro de Educación en Prusia, y todas las grandes refor­
mas que dieron el control de la educación prusiana al Estado
—la transferencia de la administración de la escuela pública
de sus antiguos consejos de fideicomisarios al Estado, el exa­
men estatal obligatorio de las escuelas, el examen estatal obli­
gatorio de los maestros y la fundación de la gran Universidad
Estatal de Berlín— se originaron en su ministerio. De esto su
reseñador inglés no dice una palabra. Pero, al escribir para un
pueblo cuyo peligro está, según vemos, del lado de su acción
individual sin freno ni guía, y que no peligra por confiar exce­
sivamente en el Estado, cita tanto del ejemplo de Wilhelm
von Humboldt cuanto puede para adular sus propensiones y
no hacerle bien alguno, y deja aparte lo que podría hacerle
pensar y serle útil. Se observará que esto recuerda precisamen­
te la manera en que hemos visto cómo proceden nuestros re­
gios y nobles personajes con los Proveedores Autorizados.
En Francia la acción del Estado sobre los individuos es
aún más preponderante que en Alemania, y aún más fuerte
la necesidad que los amigos de la perfección humana sienten
de que eí individuo se yerga perfecto sobre sus cimientos,
Pero <qué dice uno de sus acérrimos amigos, el señor Renán,
sobre la acción estatal e incluso sobre la acción estatal en esa
esfera que en Francia resulta excesiva, la esfera de la acción?
Aquí están sus palabras: «Un liberal cree en la libertad, y la
libertad significa la no intervención del Estado. Pero ese ideal
está aún lejos de nosotrosy el medio de llevarlo a una distancia in­
definida serta precisamente que el Estado dejara de actuar demasia­
do pronto»41. Esto, añade, es incluso más cierto de la educa­

111 La cita de Renán procede de «L’Instmction supérieur en France», en


Qucstions cantempomines ( 1868 ).
ción que de cualquier otro departamento de los asuntos
públicos.
Vemos, pues, lo indispensable que resulta para la perfec­
ción humana que buscamos, en opinión de buenos jueces, el
reconocimiento y establecimiento público de lo mejor que
hay en nosotros o de la recta razón. Vemos que nuestros hábi­
tos y práctica se oponen a ese reconocimiento, y los muchos
inconvenientes que sufrimos por ello. Pero intentemos ir un
poco más allá para descubrir, bajo nuestros hábitos y práctica
presentes, el motivo y la causa misma de los que surgen.
HEBRAÍSMO Y H ELENISM O

motivo fundamental es la preferencia de obrar antes

E
l
que pensar. Ahora bien, esa preferencia es un elemen­
to principal en nuestra naturaleza y, al estudiarlo, nos
enfrentamos con numerosas cuestiones importantes en to­
dos los aspectos.
Dejadme que vuelva un momento a lo que ya he citado del
obispo Wilson: «Primero, no ir nunca contra la mejor luz que
tengamos; segundo, cuidar de que nuestra luz no sea oscuri­
dad». He dicho que mostramos, como nación, energía y persis­
tencia laudables al caminar conforme a la mejor luz que te­
nemos, pero tal vez no tengamos suficiente cuidado de que
nuestra luz no sea oscuridad. Esto sólo es otra versión de la
vieja historia de que la energía es nuestro punto fuerte y carac­
terística favorable, antes que la inteligencia. Pero aún podemos
dar a esa idea una forma más general, con la que tendrá un
rango de aplicación mayor. Podemos considerar esta energía
que conduce a la práctica, este sentido principal de la obliga­
ción del deber, el autocontrol y el trabajo, esta seriedad en mar­
char virilmente a la mejor luz que tenemos, una fuerza, Pode­
mos considerar la inteligencia que conduce a esas ideas que
son, después de todo, la base de la práctica recta, el sentido ar­
diente para todas las nuevas y cambiantes combinaciones suyas
que el desarrollo del hombre conlleva, el indomable impulso a
conocerlas y ajustarlas perfectamente, otra fuerza. Podemos con­
siderar estas fuerzas en cierto sentido rivales, rivales no por la
necesidad de su naturaleza, sino tal como se muestran en el
hombre y su historia, y rivales por dividir el mundo entre ellas.
Para dar a esas fuerzas los nombres de las dos razas de hombres
que han proporcionado sus manifestaciones más señaladas y
espléndidas, podemos llamarlas respectivamente las fuerzas del
hebraísmo y el helenismo. Hebraísmo y helenismo, entre estos
dos puntos de influencia se mueve nuestro mundo. En cierto
momento siente más poderosamente la atracción de una de
ellas, en otro de la otra, y debería estar, aunque nunca lo esté,
imparcial y felizmente equilibrado entre ellas.
El objetivo final de helenismo y hebraísmo, como el de
todas las grandes disciplinas intelectuales, es sin duda el mis­
mo: la perfección o salvación del hombre. El lenguaje mismo
que usan al enseñarnos a alcanzar este objetivo es a menudo
idéntico. Aun cuando su lenguaje indique por'su variación
—a veces amplia, a menudo sólo leve y sutil— los diferentes
cursos de pensamiento que sobresalen en cada disciplina, aun
entonces la unidad del fin y objetivo final sigue siendo apa­
rente. Por emplear las auténticas palabras de esa disciplina
con la que estamos más familiarizados, y las palabras que, por
tanto, nos resultan más próximas, ese fin y objetivo final es
«que podríamos ser partícipes de la naturaleza divina». Éstas
son las palabras de un apóstol hebreo, pero se trata del mismo
objetivo, como digo, del helenismo y del hebraísmo. Cuando
se los contrasta, como a menudo ocurre, casi siempre se hace
con lo que llamo un propósito retórico; la intención del ora­
dor es exaltar y entronizar a uno de los dos, y usa el otro sólo
para realzarlo y que le permita mejor lograr su propósito. Ob­
viamente, entre nosotros, es por lo genera] el helenismo el
que se ve así reducido a asistir al triunfo del hebraísmo. Hay
un sermón sobre Grecia y el espíritu griego, obra de un hom­
bre a quien no puede mencionarse sin interés y respeto, el
señor Frederick Robertson, en que el uso retórico de Grecia y
el espíritu griego, y su exhibición inadecuada, consecuente
por necesidad, son casi lúdicos y serían censurables si no se
explicaran por las exigencias de un sermón1. Por otro lado,

* Arnold era un admirador de los Sermom Preached at Brighton (Sermones


de Brighton), de Frederick Robertson (í 816-1853), en los que explicaba cómo
el cristianismo había superado el mundo griego, romano y bárbaro-
Heinrich Heine y otros escritores de este tipo nos proporcio­
nan un espectáculo con las mesas cambiadas por completo,
con el hebraísmo introducido para resaltar y contrastar con el
helenismo y hacer más manifiesta la superioridad del helenis­
mo. En ambos casos hay injusticia y falsa representación. El
objetivo y fin de hebraísmo y helenismo es, como he dicho,
uno y el mismo, y este objetivo y fin es augusto y admirable.
Sin embargo, persiguen este fin por cursos muy diferentes.
La idea sobresaliente del helenismo es ver las cosas como real­
mente son; la idea sobresaliente del hebraísmo es la conducta
y obediencia. Nada puede eliminar esta diferencia indeleble;
la pelea griega con el cuerpo y sus deseos consiste en que im­
piden el pensar recto, la pelea hebrea con ellos consiste en
que impiden el obrar recto. «El que guarda la ley, dichoso él»,
«Nada hay más dulce que cumplir los mandamientos del Se­
ñor»: ésa es la noción hebrea de felicidad; perseguida con
pasión y tenacidad, esta noción no deja descansar al hebreo
hasta que, como es sabido, al fin forja con la ley una red de
prescripciones para envolver su vida entera, para gobernar
cada momento suyo, cada impulso, cada acción. La noción
griega de felicidad, por otra parte, se expresa perfectamente
con las palabras de un gran moralista francés: C’est le bonheur
deshómmes. ¿Cuándo? ¿Cuando aborrecen el mal? No. ¿Cuan­
do se ejercitan noche y día en la ley del Señor? No. ¿Cuando
mueren a la luz del día? No. ¿Cuando caminan hacia la Nue­
va Jerusalén con palmas en las manos? No, sino cuando pien­
san correctamente, cuando su pensamiento acierta, quand ils
pensentjusté1. Al fondo de la noción griega y hebrea está el
deseo, original en el hombre, de la razón y la voluntad de.
Dios, el sentimiento del orden universal, en una palabra,
el amor a Dios. Pero mientras que el hebraísmo trabaja con
cierto plan, intimaciones capitales del orden universal, y se
atiene, puede decirse, con inigualada grandeza de seriedad e
intensidad a su estudio y observancia, la inclinación del hele­
nismo es seguir, con actividad flexible, todo el juego del orden
universal, mostrarse aprensivo por perder alguna de sus partes,

2 Se trata de una cita de Federico el Grande recogida por Sainte-Beuve


en sus Cameries Aulundi (1862) y anotada por Arnoid en su diario en 1867.
por sacrificar una parte a otra, y no descansar en esta o aquella
intimación, por capital que sea. Esa inclinación lleva a una
inmaculada claridad mental, a un libre juego del pensamien­
to. La idea gobernante del helenismo es la espontaneidad de la
conciencia', la del hebraísmo, la ri¿dez de la conciencia!'.
El cristianismo no cambió nada en esta inclinación esencial
del hebraísmo a anteponer el obrar al conocer. El autodomi­
nio, la devoción, el seguir no la propia voluntad individual,
sino la voluntad de Dios, ía obediencia, es la idea fundamental
de esta forma, también, de la disciplina a la que asociamos el
nombre general de hebraísmo4. Pero como la antigua ley y la
red de prescripciones con que envolvió la vida humana eran
un poder impulsor no lo bastante orientador e inquisitivo
para producir el resultado perseguido —la paciente continui­
dad ai obrar bien, el autodominio— , ei cristianismo los susti­
tuyó por la devoción ilimitada hacia ese modelo inspirador e
influyente de autodominio ofrecido por Cristo, y con el nue­
vo poder impulsor, cuya esencia era ésta, aunque el amor y
admiración de las iglesias cristianas han sido usados durante
siglos para variar, ampliar y adornar su sencilla descripción, el
cristianismo, como verdaderamente dice san Pablo, «confirma
la ley» y, con la fuerza del más amplio poder que ha propor­
cionado para cumplirla, ha logrado los milagros, que todos
vemos, de su historia.
Mientras no olvidemos que tanto helenismo como hebraís­
mo son manifestaciones profundas y admirables de la vida
del hombre, y que ambos persiguen un mismo resultado fi­
nal, no podemos insistir con demasiada fuerza en la diver­
gencia de línea y de operación con que proceden. Es una di-

] En respuesta a los elogios de William Elle por Cullitray anarquía, Ar­


nold admitió que la expresión rigidez de ¡a conciencia no se sostenía «sobre
sus cuatro patas, y esto lo he tenido presente desde que la usé, pero no veo
la manera de enmendarlo. En estos ensayos hay muchas nociones para las
que la época está madura, que pueden alojarse en la mente de los hombres,
aunque las discutan, y producir su efecto antes o después, cuando nadie se
cuide de preguntar quién las pronunció».
4 Con la expresión «autodominio» (selj-conquesí) Arnold se hada eco de
la que consideraba la mejor reseña de su artículo «Culture and Its Enemies»
(La cultura y sus enemigos) desde el punto de vista puritano, publicada en
Aberdsm Free Press en julio de 1867.
vergencia tan grande que realmente, como dice el profeta
Zacarías, «blandiré tus hijos, ¡oh Sión!, contra tus hijos, ¡oh
Grecia!». La diferencia, ya sea al obrar o al conocer, que mejor
conservamos, y las consecuencias prácticas que se siguen de
esta diferencia, dejan su marca en toda la historia de nuestra
raza y de su desarrollo. Por abundantes citas del lenguaje del
helenismo y del hebraísmo, puede parecer que uno sigue la
misma corriente que el otro hacia la misma meta. Son lleva­
dos, realmente, hacia la misma meta, pero las corrientes que
los llevan son infinitamente diferentes. Es cierto que Salo­
món alaba el saber: «Fuente de vida es la cordura para el que
la tiene». En el Nuevo Testamento, de nuevo, Cristo es una
«luz», y «la verdad os hará libres». Es cierto, Aristóteles subes­
timará el conocimiento: «Respecto a la virtud —dice— son
necesarias tres cosas: conocimiento, voluntad deliberada y
perseverancia; pero mientras que las dos últimas son esencia­
les, la primera tiene poca importancia». Es cierto que con la
misma impaciencia con que Santiago ordena a un hombre no
contentarse con oír la palabra, sino ponerla enpráctica, Epícte-
to nos exhorta a hacer lo que hemos comprobado que debe­
mos hacer, o nos reprocha la futilidad de armarnos de todo
punto para probar que la mentira está mal y, sin embargo, no
dejar de mentir. Es cierto que Platón, con palabras que son
casi las palabras del Nuevo Testamento o de la Imitación, lla­
ma a la vida un aprendizaje de la muerte. Pero bajo la coinci­
dencia superficial aún subsiste la divergencia fundamental. La
cordura de Salomón es «andar por el camino de los manda­
mientos», ése es «el camino de la paz» y de ahí proviene la
bendición. En el Nuevo Testamento, la verdad que nos trae
la paz de Dios y nos hace libres es el amor de Cristo que nos
hace crucificar, como él hizo, con igual propósito de regene­
ración moral, la carne con sus pasiones y concupiscencias,
para confirmar así, como vemos, la ley. A san Pablo le parece
posible «afirmar la verdad en la rectitud», que es lo que Sócra­
tes consideraba imposible. Las virtudes morales, por otro
lado, no son para Aristóteles sino la puerta y acceso a las inte­
lectuales, en las que reside la bendición. Platón niega expresa­
mente al hombre de mera virtud práctica, el que se domina a'
sí mismo por otro motivo que la visión intelectual perfecta, la
participación en la vida divina que tanto helenismo como
hebraísmo, como hemos dicho, fijan como objetivo supre­
mo; la reserva para el amante del conocimiento puro, de ver
las cosas como realmente son, el cpiAojia0r|c;.
Tanto helenismo como hebraísmo surgen de las necesidades
de la naturaleza humana y pretenden satisfacer esas necesida-
des. Pero sus métodos son tan diferentes, insisten en cuestiones
tan diferentes y promueven por sus respectivas disciplinas tan
diferentes actividades que el rostro que presenta la naturaleza
humana cuando pasa de las manos de uno a las del otro ya no
es el mismo. Librarse de la propia ignorancia, ver las cosas
como son y, al verlas como son, ver en ellas su belleza, es el
sencillo y atractivo ideal que el helenismo ofrece a la naturaleza
humana, y por la sencillez y encanto de este ideal, el helenis­
mo, y la vida humana en manos del helenismo, se invisten de
una especie de aérea facilidad, claridad y resplandor; se llenan
de lo que llamamos dulzura y luz. Las dificultades quedan fue­
ra de la vista, y la belleza y racionalidad del ideal dominan to­
dos nuestros pensamientos: «El mejor hombre es el que intenta
perfeccionarse, y el más feliz es el que siente que se perfeccio­
na»; esta observación al respecto de Sócrates, el verdadero Só­
crates de los Recuerdos, contiene algo tan sencillo, espontáneo y
natural, que parece colmarnos de claridad y esperanza cuando
la oímos. Pero hay un dicho atribuido a Sócrates, según he
oído, por Carlyle — un dicho muy acertado, sea o no realmente
de Carlyle—, que marca de manera excelente el punto esencial
en que el hebraísmo difiere del helenismo: «Sócrates —dice—
está terriblemente a gusto en Sión». El hebraísmo — y aquí se
halla la fuente de su maravillosa fuerza— se ha preocupado
siempre en©rmemente por la horrible sensación de la imposibi­
lidad de estar a gusto en Sión, de las dificultades que se oponen
a la busca o logro del hombre de esa perfección de la que Só­
crates habla tan esperanzada y, como casi podría decirse desde
este punto de vista, tan lisamente. Está muy bien hablar de li­
brarse de la propia ignorancia, de ver las cosas en su realidad,
verlas en su belleza, pero ¿cómo ha de hacerse esto cuando algo
frustra y arruina todos nuestros esfuerzos?
Este algo es el pecado, y el espacio que el pecado ocupa en
el hebraísmo, comparado con el helenismo, es prodigioso.
Este obstáculo a la perfección llena toda la escena, y la perfec­
ción parece remota y cada vez más lejos de la tierra, al fondo.
Bajo el nombre de pecado, las dificultades de conocerse y
dominarse que impiden al hombre el tránsito a la perfección
se convierten, para el hebraísmo, en una entidad positiva, ac­
tiva, hostil al hombre, un misterioso poder que hace poco el
doctor Pusey comparó, en uno de sus impresionantes sermo­
nes, con una odiosa joroba en nuestra espalda, que debe ser
objeto de oposición y repudio en nuestras vidas5. La discipli­
na del Antiguo Testamento puede resumirse en la disciplina
que nos enseña a aborrecer y huir del pecado; la disciplina del
Nuevo Testamento puede resumirse en la disciplina que nos
enseña a morir por él. Así como el helenismo habla de pensar
con claridad, de ver las cosas en su esencia y belleza como
una hazaña grande y preciosa que el hombre ha de lpgrar, el
hebraísmo habla de hacernos conscientes del pecado, de des­
pertar al sentido del pecado como una hazaña de este tipo. Es
obvia la amplia divergencia a la que estas diferentes tenden­
cias, seguidas activamente, deben conducir. TU jjasar una y
otra vez del helenismo al hebraísmo, de Platón a san Pablo,
nos sentimos inclinados a frotamos los ojos y preguntarnos si
el hombre es, en efecto, un ser gentil y sencillo que muestra
huellas de una naturaleza noble y divina, o un infeliz cautivo
encadenado que se esfuerza entre gemidos impronunciables
para liberarse del cuerpo de esta muerte.
Aparentemente fue la concepción helénica de la naturaleza
humana la que resultó enfermiza, porque el mundo no pudo
vivir conforme a ella. Llamarla enfermiza de manera absoluta,
sin embargo, es caer en el error común de sus enemigos hebrai­
zantes, pero resultó enfermiza en aquel momento particular
del desarrollo del hombre, resultó prematura. La base in­
dispensable de la conducta y autodominio, la única plataforma
sobre la que la perfección buscada por Grecia puede florecer,
no iba a ser alcanzada por nuestra raza tan fácilmente; se nece­

5 Edward Bouverie Pusey (1800-1882) fue profesor de hebreo en Oxford


y se convirtió en líder del Movimiento de Oxford, que trató de regenerar
el anglicanismo, tras la conversión al catolicismo de John Henry Newman
en 1845.
sitaron siglos de prueba y disciplina para llevarnos a ella. Por
tanto, la brillante promesa del helenismo se debilitó y el he­
braísmo rigió el mundo. Entonces se vio aquel asombroso es­
pectáculo, tan bien observado por las palabras a menudo citadas
del profeta Zacarías, cuando hombres de todas las lenguas de
las naciones agarraron de la orla (del manto) a un judío, dicién-
dole: «Nos vamos con vosotrps, porque hemos oído que con
vosotros está Dios». El hebraísmo que recibió y rigió así un
mundo desorientado y completamente infructuoso fue, y no
podía sino ser, el desarrollo más espiritual, más atractivo del
hebraísmo. Fue el cristianismo, es decir, el hebraísmo que bus­
ca el autodominio y el rescate de la esclavitud de las pasiones
viles, no por obediencia a la letra de la ley, sino por conformi­
dad a la imagen de un ejemplo de autosacrificio, A un mundo
azotado por la enervación moral el cristianismo le ofreció su
espectáculo de un inspirado autosacrificio; a hombres que no
se negaban nada, les mostró uno que se lo negaba todo: «Mi
salvador destierra el goce», dice George Herbert6. Mientras que
el alma Venus, el poder engendrador y gozoso de la naturaleza,
tan apreciado por el mundo pagano, no podía salvar a sus se­
guidores de la insatisfacción y el ennui, las severas palabras del
apóstol sonaron animosas y nuevas: «Que nadie os engañe
con palabras vanas, pues por esto viene la cólera de Dios sobre
los hijos rebeldes». Epoca tras época, generación tras genera­
ción, nuestra raza, o la parte de nuestra raza que se ha mostra­
do más viva y progresiva, ha sido bautizada en la muerte y se ha
esforzado, al sufrir en la carne, por dejar de pecar. Las grandes
manifestaciones históricas de este esfuerzo son los alentadores
trabajos y aflicciones del cristianismo primitivo, el conmove­
dor ascetismo del cristianismo medieval. Sus monumentos li­
terarios, cada uno incomparable a su manera, siguen siendo las
Cartas de san Pablo, las Confesiones de san Agustín y los dos
originales y más sencillos libros de la imitación1.
De las dos disciplinas que ponen especial énfasis, una, en la
clara inteligencia, la otra, en la firme obediencia; una en co­

6 George Herbert (1593 1633), poeta y clérigo anglicano, cuya santidad


enfatizó Izaac Walton en su biografía (1670). El verso procede de «The Size».
7 Los dos primeros libros. [Nota de Arnold],
nocer de manera comprensible los fundamentos del propio
deber, la otra en practicarlo con diligencia; una en poner
todo el cuidado posible (por usar de nuevo las palabras del
obispo Wilson) en que la luz que tenemos no sea oscuridad,
la otra en que caminemos con diligencia conforme a la mejor
luz que tenemos, la prioridad corresponde naturalmente a esa
disciplina que refuerza los poderes morales del hombre y fun­
da para él la base indispensable del carácter. Por tanto, se dice
justamente del pueblo judío, al que se atribuye la poderosa
exposición de esa faceta del orden divino a la que apuntan las
palabras conciencia y autodominio, que «recibió la palabra de
vida»; como se dice justamente del cristianismo, que siguió al
judaismo y que expone este aspecto con una eficacia mucho
más profunda y una influencia mucho mayor, que la sabidu­
ría del mundo pagano era necedad comparado con él. No hay
palabras de devoción y admiración lo bastante enérgicas para
dar gracias por estas fuerzas beneficiosas que han respaldado
a la humanidad en su tarea señalada de alcanzar el conoci­
miento y posesión de sí misma, sobre todo en esos momentos
en que su acción era la más completa y necesaria.
Pero la evolución de estas fuerzas, por separado y en sí
mismas, no es toda la evolución de la humanidad, su histo­
ria singular no es toda la historia del hombre, aunque sus ad­
miradores siempre son capaces de hacer que represente toda
la historia. Ni hebraísmo ni helenismo son la ley del desarro­
llo humano, como sus admiradores se inclinan a proponer;
son, cada uno, contribuciones al desarrollo humano, contribu­
ciones augustas, contribuciones inestimables, y cada uno se
nos muestra más augusto, más inestimable, más preponderan­
te sobre el otro, según el momento en que los tomemos y la
relación que mantenemos con ellos. Las naciones de nuestro
mundo moderno, hijas de ese movimiento inmenso y saluda­
ble que irrumpió en el mundo pagano, mantienen inevitable­
mente con el helenismo una relación que lo disminuye, y con
el hebraísmo una relación que lo magnífica. Se inclinan inevi­
tablemente a tomar el hebraísmo como la ley del desarrollo
humano, y no sólo como una contribución a él, por preciosa
que sea. Sin embargo, debe aprender forzosamente la lección
de que el espíritu humano es más amplio que las fuerzas más
inapreciables que lo promueven y que el hebraísmo no es en
sí mismo, como el helenismo, sino una contribución al desa ­
rrollo completo del hombre.
Tal vez nos ayude a ver esto más claro una ilustración ex­
traída del trato de una sola gran idea que ha atraído profunda­
mente al espíritu humano y le ha dado oportunidades emi­
nentes de mostrar su nobleza y energía. Seguramente debe
advertirse que la idea de la inmortalidad del alma, cuando
esta idea surge en su generalidad ante el espíritu humano, es
algo más grande, verdadero y satisfactorio que en las formas
particulares con las que san Pablo, en el famoso decimoquin­
to capítulo de la Carta a los Corintios y Platón, en el Fedón, se
esfuerzan en desarrollarla y establecerla. ¿Acaso no adverti­
mos que la argumentación con que el apóstol hebreo trata de
exponer esta gran idea es, después de todo, confusa e incon­
clusa, y que el razonamiento, basado en analogías de seme­
janza e igualdad, que emplea el filósofo griego es demasiado
sutil y estéril? Sobre todo, y más allá de las soluciones inade­
cuadas que hebraísmo y helenismo tratan de lograr aquí, se
extiende el inmenso y augusto problema mismo y el espíritu
humano que lo engendró. Esta sola ilustración puede sugerir­
nos que ocurre lo mismo en otros casos.
Pero mientras tanto, por alternancias de hebraísmo y hele­
nismo, de los impulsos intelectuales y morales del hombre,
del esfuerzo por ver las cosas como realmente son y el esfuer­
zo por lograr la paz por el autodominio, el espíritu humano
avanza y cada una de estas fuerzas tiene sus horas señaladas
de culminación y sus temporadas de gobierno. Mientras que
el gran movimiento del cristianismo fue un triunfo del he­
braísmo y los impulsos morales del hombre, el gran mo­
vimiento que lleva el nombre de Renacimiento8 fue un surgi­
miento y restablecimiento de los impulsos intelectuales del
hombre y del helenismo. Nosotros, en Inglaterra, hijos devo­
tos del protestantismo, conocemos principalmente el Renaci­

* Me he atrevido a dar forma inglesa al extranjerismo Renaissttnce, cuyo


uso está destinado a resultar más común entre nosotros a medida que el
movimiento que denota nos interese cada vez más, [Nota de Arnold, que
había escrito Renascence1.
miento por su aspecto subordinado y secundario de la Refor­
ma. A menudo se ha llamado a la Reforma un despertar
hebraizante, una vuelta al ardor y sinceridad deí cristianismo
primitivo. Nadie, sin embargo, puede estudiar el desarrollo
del protestantismo y de las iglesias protestantes sin advertir
que la sutil levadura helénica del Renacimiento encontró su
camino también en la Reforma —Hija hebraizante del Rcna
cimiento y vastago de su fervor antes que de su inteligencia,
indudablemente —, y que no es fácil separar en la Reforma
las respectivas partes exactas de hebraísmo y helenismo. Pero
lo que podemos decir en verdad es que todo aquello de lo
que el protestantismo fue claramente consciente, lo que logró
enunciar con las palabras, tenía los caracteres del hebraísmo
antes que del helenismo. La Reforma fue fuerte por implicar
un serio regreso a la Biblia y a cumplir con el corazón la vo­
luntad de Dios allí escrita; fue débil por no captar o aplicar
conscientemente la idea central del Renacimiento, la idea he­
lénica de perseguir, en todas las líneas de la actividad, la ley y
la ciencia, por usar las palabras de Platón, las cosas como
realmente son. Toda superioridad directa, por tanto, que el
protestantismo tuviera sobre el catolicismo fue una superiori­
dad moral, una superioridad que surgía de su mayor sinceridad
y seriedad —al menos en el momento de su aparición— en el
trato con el corazón y la conciencia; sus pretensiones de supe­
rioridad intelectual son en general ilusorias. Para el helenis­
mo, para la faceta pensante del hombre distinguida de su fa­
ceta práctica, la actitud del protestantismo hacia la Biblia no
difiere en ningún aspecto de la actitud del catolicismo hacia
la Iglesia. El hábito del que imagina que el asno de Balam
habló no difiere en ningún aspecto del hábito del que imagi­
na que una madona de madera y piedra parpadeó; el que dice
que la Iglesia de Dios le hace creer en lo que cree y el que
dice que la Palabra de Dios le hace creer en lo que cree son
para el filósofo perfectamente iguales en no conocer real y
verdaderamente, cuando dicen la Iglesia de Dios y la palabra de
Dios, lo que dicen o por qué lo afirman.
En el siglo xvi, por tanto, el helenismo volvió a entrar en el
mundo y de nuevo estuvo en presencia del hebraísmo, un
hebraísmo renovado y purgado. Ahora bien, no se ha obser­
vado bastante que en el siglo x v ii el helenismo tuvo un hado
análogo al que ha tenido al comienzo de nuestra época. El
Renacimiento, ese gran nuevo despertar del helenismo, esa
irresistible vuelta de la humanidad a la naturaleza para ver las
cosas como realmente son, que en el arte, en la literatura y en
la física produjo tan espléndidos frutos, tuvo, como el hele­
nismo anterior del mundo pagano, un aspecto de debilidad
moral y de relajación o insensibilidad de la fibra moral, que en
Italia se mostró con la más sorprendente claridad, pero que
en Francia, Inglaterra y otros países también fue muy aparen­
te. De nuevo esa pérdida de equilibrio espiritual, esa prepon­
derancia exclusiva dada al aspecto perceptivo y cognitivo del
hombre, ese defecto innatural de su aspecto sensible y activo,
produjo una reacción. Veamos esa reacción hasta donde nos
concierne.
La ciencia ha hecho ya visibles para todos los grandes y fe­
cundos elementos de diferencia que residen en la raza y la
manera singular en que hacen que el genio e historia de un
pueblo indoeuropeo varíe de los de un pueblo semita9. El
helenismo proviene del crecimiento indoeuropeo, el hebraís­
mo del crecimiento semita, y nosotros, los ingleses, como
nación de la cepa indoeuropea, parece que pertenecemos na­
turalmente al movimiento del helenismo. Pero nada señala
con más fuerza la unidad esencial del hombre que las afinida­
des que podemos percibir en este o aquel punto entre los
miembros de una familia de pueblos y los miembros de otra,
y ninguna afinidad de este tipo está señalada con más fuerza
que la semejanza en la fuerza y prominencia de la fibra moral
que, a pesar de los inmensos elementos de diferencia, asocia
de una maneja especial nuestro genio e historia ingleses al de
nuestros descendientes americanos al otro lado del Atlántico
y al genio e historia del pueblo hebreo. El puritanismo, que
ha sido un poder tan grande en la nación inglesa, y en la par­
te más vigorosa de la nación inglesa, fue originalmente la

9 Arnoid comenta en su correspondencia que la idea de un cristianismo


exento del elemento semita, avanzada por Bunsen y Schleiermacher, se ha­
llaba de manera singular en la obra de su padre. En sus diarios anotó una
cita a propósito de «De 1’avenir religieuse des sociétés modernes», de Renán,
publicado en Revm des Deux Mondes (1860).
reacción, en el siglo x v i i , de la conciencia y sentido moral de
nuestra raza contra la indiferencia moral y la laxa regla de con­
ducta que en el siglo XVI introdujo el Renacimiento. Fue una
reacción del hebraísmo contra el helenismo y se manifestó
poderosamente, como era natural, en un pueblo con lo que
podemos llamar un notable giro hebraizante, singularmente
afín a la inclinación dominante en la vida hebrea. Eminente­
mente indoeuropeo por su humor, por el poder que muestra,
mediante este don, para reconocer imaginativamente los as­
pectos múltiples del problema de la vida y para desprenderse
de su propia excesiva certidumbre, para sonreír ante su excesi­
va tenacidad, nuestra raza comparte, sin embargo (y aquí radi­
ca una gran parte de su fuerza), en lo relativo a la vida práctica
y la conducta moral, la seguridad, la tenacidad, la intensidad
de los hebreos. Este giro se manifestó en el puritanismo y ha
contribuido en gran medida a formar nuestra historia de los
últimos doscientos años. Sin duda, frenó y cambió entre
nosotros ese movimiento del Renacimiento que, según ve­
mos, produjo en la era isabelina unos frutos maravillosos; sin
duda, detuvo la regla prominente y desarrollo directo de ese
orden de ideas que llamamos helenismo y puso en primer
lugar un orden de ideas diferente. Aparentemente también,
como dijimos de la anterior derrota del helenismo, si el hele­
nismo fue derrotado, ello demuestra que era imperfecto y que
su ascendencia en aquel momento no habría sido un bien
para el mundo.
Sin embargo, hay una diferencia muy importante entre la
derrota infligida al helenismo por el cristianismo hace mil
ochocientos años y el freno que el puritanismo supuso para el
Renacimiento. La grandeza de la diferencia se mide bien por
la diferencia de fuerza, belleza, significado y utilidad entre el
cristianismo primitivo y el protestantismo. Hace mil ocho­
cientos años fue la hora del hebraísmo; el cristianismo primi­
tivo fue legítima y verdaderamente la fuerza del mundo en
aquel tiempo y el camino del progreso de la humanidad pasa­
ba por su pleno desarrollo. Otra hora del desarrollo del hom­
bre comenzó en el siglo xv, y la vía principal de su progreso
pasó entonces durante un tiempo por el helenismo. El purita­
nismo ya no fue la corriente principal del progreso del mun­
do, fue una corriente lateral que cruzaba la central y la frena­
ba. El cruzamiento y el freno pueden haber sido saludables y
necesarios, pero ello no elimina la diferencia esencial entre la
corriente principal del avance del hombre y una corriente cru­
zada y lateral. Durante más de doscientos años la comente
principal dei avance del hombre ha seguido el curso de cono­
cerse a sí mismo y al mundo, ver las cosas como realmente
son, la espontaneidad de la conciencia; el impulso principal
de una gran parte, y la más vigorosa, de nuestra nación ha
sido el de la rigidez de la conciencia. Ha convertido al secun­
dario en principal en el momento equivocado y ha tratado en
el momento equivocado al principal como secundario. Esta
contravención del orden natural ha producido, como tal con­
travención, cierta confusión y falso movimiento, cuyo incon­
veniente empezamos a notar en casi todas direcciones. En
todas direcciones nuestros cursos de acción habituales pare­
cen perder eficacia, crédito y control, con otros y con noso­
tros mismos; por todas partes vemos los comienzos de la con­
fusión y necesitamos la pista de un orden y autoridad sanos.
Sólo los podemos lograr volviendo a los verdaderos instintos
y fuerzas que rigen nuestra vida, viéndolos como realmente
son, conectándolos con otros instintos y fuerzas y aumentan­
do toda nuestra visión y norma de vida.
PORRO U N U M E ST N E C E SSA R IU M 1

cuestión aquí planteada es tan amplia y las maneras

L
a
de pensar que genera son tan variadas que debemos
tener cuidado en limitarnos escrupulosamente a lo
que se relaciona directamente con la presente discusión. He­
mos descubierto que en el fondo de nuestra actual preocu­
pación, tan llena de las semillas de la inquietud, radica la
noción de que el primer derecho y felicidad de cada uno de
nosotros es afirmarse a sí mismo y su identidad ordinaria;
es obrar, y obrar libremente y a capricho. No hemos encon­
trado en el fondo la incredulidad en la recta razón como
autoridad legítima. Era fácil demostrar por nuestra práctica e
historia corrientes que es así, pero era imposible demostrar
por qué es así sin un movimiento más amplio y sin profun­
dizar en las cosas un poco más. ¿Por qué, de hecho, debía
llegar a tener un pueblo bueno, bienintencionado, enérgico,
sensato, como la mayor parte de nuestros conciudadanos,
una creencia tan ligera en la recta razón y valorar tan exage­
radamente su actuación independiente, por cruda que sea?
La respuesta es: a causa de un desarrollo exclusivo y excesivo
en él, sin la debida atención a la época, lugar y circunstancia,
de ese aspecto de la naturaleza humana y de ese grupo de

1 El pasaje corresponde a Lucas 10,41-42: Etrespondens dixitilliDomimu:


«Martha, Martha, solicita es et turbaris erga plurima, porro unum esl necessarium:
M afia tnirn opthnam parlem elegil, quae non aufentur ab a» (El Señor le repli­
có: «Marta, Marta, te preocupas y te inquietas por muchas cosas, cuando
una sola es necesaria. María escogió la mejor parte y ijo se la quitarán).
fuerzas humanas a los que hemos dado el nombre general de
hebraísmo. Porque han pensado que sólo debían rendir un
homenaje importante a un poder relativo a su obediencia
antes que a su inteligencia, un poder interesado en el aspec­
to moral de su naturaleza de manera casi exclusiva. Así, se
han visto llevados a considerar que lo único que necesitaban
era la rigidez de conciencia, la firme adhesión a una ley fija de
la acción que ya tenemos, en lugar de la espontaneidad de la
conciencia, que tiende continuamente a aumentar toda la ley
de la acción. Se han figurado que en su religión tenían una
base suficiente para fijar y verificar toda su vida, toda una ley
de la conducta y también toda una ley del pensamiento, en
la medida en que se necesita el pensamiento; mientras que
lo que realmente tienen es una ley de la conducta, una ley de
poder sin igual que les permite hacer frente a la ley del peca-
do en sus miembros y no servirla en las concupiscencias.
Llaman al libro que contiene esta ley inapreciable la Palabra
de Dios, y le atribuyen, como he dicho y como, de hecho, se
sabe bien, un alcance y suficiencia que se coextienden a to­
das las necesidades de la naturaleza humana.
Así podría ser, sin duda, si no fuera porque la humanidad
es la cosa compuesta que es, sí sólo tuviera, o con una emi­
nencia abrumadora, un aspecto moral, y el grupo de poderes
e instintos que llamamos morales. Pero tiene a su lado, con
notable eminencia, un aspecto intelectual y el grupo de ins­
tintos y poderes que llamamos intelectuales. Sin duda, la hu­
manidad progresa en general de tal modo que en un momen­
to da libre curso a un grupo de instintos, en otro momento al
otro, y las facultades del hombre están tan entretejidas que
cuando su aspecto moral y la corriente de fuerza que llama­
mos hebraísmo está en lo más alto, ese aspecto prenderá o
parecerá satisfacer las necesidades intelectuales; cuando su as­
pecto intelectual y la corriente de fiierza que llamamos hele­
nismo está en lo más alto, éste, de nuevo, satisfará o parecerá
satisfacer las necesidades morales de los hombres. Pero antes
o después resultará manifiesto que cuando los dos aspectos de
la humanidad procedan a la manera de esta preponderancia
alternativa, y no a la de la mutua comprensión y equilibrio, el
aspecto que esté en lo más alto no responderá en realidad sa­
tisfactoriamente a las necesidades del aspecto que esté en lo
más bajo, y el resultado será, antes o después, un estado de
confusión. La mitad helénica de nuestra naturaleza, al gober­
nar, provee en cierto modo a la mitad hebrea, pero no de
manera adecuada; de nuevo, cuando gobierna la mitad he­
brea de nuestra naturaleza, provee en cierto modo a la mitad
helénica, pero esto también resulta inadecuado. De ninguna
de estas maneras se alcanza el orden verdadero y terso del
desarrollo de la humanidad. Por tanto, aunque admitamos de
buena gana con el apóstol cristiano que el mundo no conoció
a Dios, o el verdadero orden-de las cosas, por la sabiduría —es
decir, por la preponderancia aislada de sus impulsos intelec­
tuales— , es necesario también, sin embargo, establecer una
especie de proposición invertida y decir de igual modo (lo
que es igualmente cierto) que el mundo no conoció a Dios por
el puritanismo. Resulta especialmente necesario en nuestro
país precisamente ahora invertir la proposición del apóstol.
En efecto, aquí está la respuesta a muchas críticas que se
han dirigido a todo lo que hemos dicho en alabanza de la
dulzura y la luz. Dulzura y luz tienen que ver evidentemente
con la inclinación o aspecto de ía humanidad que llamamos
helénico. La esencia de la inteligencia griega es obviamente el
instinto de lo que Platón llama la verdadera, firme, inteligible
ley de las cosas, el amor a la luz, a ver las cosas como son.
Incluso en las ciencias naturales, en que los griegos no tuvie­
ron el tiempo y los medios adecuados para aplicar este ins­
tinto y en que hemos ido mucho más lejos que ellos, este
instinto es la raíz de toda la cuestión y el fundamento de todo
nuestro éxito; el mundo ha aprendido este instinto principal­
mente de los griegos, en la medida en que son la manifesta­
ción más señalada que en la humanidad ha habido de él. El
arte griego, de nuevo, la belleza griega tienen su raíz en el
mismo impulso a ver las cosas como realmente son, en la me­
dida en que el arte y la belleza griega dependen de la fidelidad
a la naturaleza —la mejor naturaleza— y en una delicada dis­
criminación de lo que es en esta naturaleza mejor. Decir que
trabajamos por la dulzura y la luz, entonces, es otra manera
de decir que trabajamos por el helenismo, Pero muchos cla­
man: ¡No bastan la dulzura y la luz, debemos añadirles fuerza
o energía y hacer una especie de trinidad de fuerza, dulzura y
luz, y tal vez entonces lo hagamos bien! Es decir, hemos de
unir el hebraísmo, la rigidez de la conciencia moral, y el va­
liente paso a la mejor luz que tenemos, al helenismo, inculcar
ambos y cantar sus alabanzas.
O más bien podemos alabados conjuntamente, pero debe­
mos cuidamos de alabar más el hebraísmo. «La cultura— dice
el señor Sidgwick2, un crítico agudo, aunque algo rígido— di­
funde dulzura y luz. No subestimo estas bendiciones, pero la
religión da fuego y fuerza y el mundo necesita fuego y fuerza
aún más que dulzura y luz». Dejadme explicaros que por reli­
gión el señor Sidgwick entiende aquí en particular ese purita­
nismo cuya insuficiencia he comentado y con el que dice que
soy injusto. Ahora bien, sin duda es posible ser un partidario
fanático de la luz y de los instintos que nos impulsan a ella,
un enemigo fanático de la rigidez de la conciencia moral y de
ios instintos que nos impulsan a ella. Un fanatismo de este
tipo deforma y vulgariza la bien conocida obra, en algunos
aspectos tan notable, del recientemente desaparecido señor
Budde. Ese fanatismo lleva su propia marca, al faltarle dulzu­
ra, y su propio castigo, ya que, al faltarle dulzura, también
llega al final a carecer de luz. Los griegos —los grandes expo­
nentes de la inclinación de la humanidad a la dulzura y la luz
unidas, de su percepción de que la verdad de las cosas debe
ser al mismo tiempo la belleza— escaparon singularmente al
fanatismo en el que nosotros, los modernos, al helenizar o al
hebraizar, somos tan proclives a incurrir, y llegaron —aunque
les faltara, como se ha dicho, dar la adecuada satisfacción
práctica a las exigencias del aspecto moral del hombre— a la
idea de un ajuste comprensivo de las exigencias de ambos as­
pectos en el hombre, tanto el moral como el intelectual, de
una completa estimación de ambos y de una reconciliación
de ambos; una idea que es filosóficamente del máximo valor
y la mejor de las lecciones para nosotros, los modernos. Así
que no deberíamos tener dificultad alguna en conceder al se­
ñor Sidgwick que el paso valiente a la mejor luz que tenemos

2 Heury Sidgwick (1838-1900), autor de «The Prophet o f Culture» (El


profeta de la cultura), publicado en MacmiUtm’s Magazine (1867).
—fuego y energía, como lo llama— tiene un valor tan supre­
mo como la cultura, el esfuerzo por ver las cosas en su verdad
y belleza, la búsqueda de ia dulzura y la luz. Pero que en esta
o aquella época, y respecto a este o aquel grupo de personas,
se insista más en las alabanzas del fuego y la fuerza o en las
alabanzas de la dulzura y la luz, debe depender, pensaríamos,
de las circunstancias y necesidades de aquella época en par­
ticular y de aquellas personas en particular. Todo lo que he­
mos estado diciendo, y 1a mirada al mundo que nos rodea,
muestra que entre nosotros, entre los más respetables y más
fuertes, la fuerza dominante es ahora, y ha sido durante mu­
cho tiempo, una fuerza puritana, la preocupación por el fue­
go y la fuerza, la rigidez de la conciencia, el hebraísmo, antes
que la preocupación por la dulzura y la luz, la espontaneidad
de la conciencia, el helenismo.
Ahora bien, ¿qué tiene de bueno cantarnos las alabanzas
del fuego y la fuerza a nosotros, que vivirnos demasiado ex­
clusivamente entre ellos? Cuando el señor Sidgwick dice en
términos tan generales que el mundo necesita el fuego y la
fuerza aún más que la dulzura y luz, ¿no se desvía por un giro
de poderosa generalización? ¿No olvida que el mundo no
es de una sola pieza y que cada pieza no necesita lo mismo a
la vez? Puede ser cierto que el mundo romano al comienzo de
nuestra era, o la corte de León X en la época de la Reforma, o
la sociedad francesa en el siglo XVIII necesitaran el fuego y la
fuerza aún más que la dulzura y la luz. Pero ¿puede decirse
que los bárbaros que invadieron el imperio necesitaran el fue­
go y la fuerza aún más que la dulzura y la luz, o que los puri­
tanos las necesitaran aún más, o que ei señor Murphy, el con­
ferenciante de Birmingham, [y el reverendo W. Cattle]3 y sus
amigos las necesiten aún más?
El gran peligro del puritano es que se figure en posesión de
una norma que le diga lo unum neccesarium, o única cosa ne­
cesaria, y que siga satisfecho con una concepción muy cruda
de lo que esta norma realmente es y lo que le dice, piense que
ahora ya tiene el conocimiento y en adelante sólo necesita
actuar y, en este peligroso estado de seguridad y satisfacción,

J Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.

[isa ]
proceda a dar rienda suelta a numerosos instintos de la iden­
tidad ordinaria. Con la ayuda de esa norma de la vida ha do­
minado ciertos instintos de su identidad ordinaria, pero
está tan lejos de advertir que otros que no ha dominado
con esta ayuda necesitan ser subyugados, y que son instintos
de una identidad inferior, que incluso se figura que se le per­
mite y debe, en virtud de haber dominado una parte limitada
de sí mismo, dar rienda suelta al resto: digo que ése es una
víctima del hebraísmo, de la tendencia a cultivar la rigidez de
la conciencia antes que la espontaneidad de la conciencia. Lo
que le hace falta es una concepción más amplia de la natura­
leza humana que le muestre los otros numerosos puntos en
los que su naturaleza debe mejorar, además de los puntos que
conoce y en los que piensa. No hay un unum necessarium, o
única cosa necesaria, que pueda liberar a la naturaleza huma­
na de la obligación de intentar mejorar en todos estos puntos.
Lo verdadero unum necessarium para nosotros es llegar a lo
mejor en todos los puntos. En lugar de nuestra «única cosa
necesaria», que justifica en nosotros la vulgaridad, fealdad,
ignorancia, violencia, nuestra vulgaridad, fealdad, ignorancia,
violencia son realmente otras tantas piedras de toque que po­
nen a prueba nuestra única cosa necesaria, y que demuestran
que en el estado, en todo caso, en que la tenemos, no es todo
lo que nos hace falta. Como la fuerza que nos anima a perma­
necer firmes y atentos por la norma y fundamento que tene­
mos es el hebraísmo, la fuerza que nos anima a volver a esa
norma y a poner a prueba el fundamento mismo en que pare­
cemos estar es e! helenismo, un giro para dar libre juego a
nuestra conciencia y aumentar su alcance. Lo que digo no es
que el todo al mundo necesite siempre más el helenismo que
el hebraísmo, sino que e! señor Murphy'1en este momento en
particular, y la gran mayoría de nuestros compatriotas, lo ne­
cesitan más.
Nada asombra más que observar de cuántas maneras ofen­
den a nuestro pensamiento y acción una concepción limita­
da de la naturaleza humana, la noción de una única cosa ne­
cesaria, un aspecto en nosotros convertido en superior, la

4 En la edición de 1869 Arnold habla escrito: «el reverendo W, Cattle».


desatención de un desarrollo pleno y armonioso de nosotros
mismos. En primer lugar, nuestra comprensión de la norma o
modelo según el cual buscamos la única cosa necesaria tiende
a volverse cada vez menos próxima y vital, nuestra concep­
ción de ella cada vez más mecánica, y diferente a la cosa mis­
ma tal como fue concebida en el espíritu en que se originó.
Las relaciones del puritanismo con los escritos de san Pablo
proporcionan una notable ilustración. En ningún lugar tanto
como en los escritos de san Pablo, y en la mayor obra del gran
apóstol, la Carta a los Romanos, ha descubierto el puritanis­
mo lo que parecía suministrarle la única cosa necesaria y otor­
garle cánones de verdad absoluta y final. Ahora bien, todos
los escritos, como se ha dicho, incluso los más preciosos escri­
tos y los más fructíferos, deben ser inevitablemente, por la
naturaleza misma de las cosas, contribuciones al pensamiento
humano y al desarrollo humano, y extenderlos aún más. En
efecto, san Pablo, en la carta misma de la que hablamos,
muestra, ai preguntar «¿Quién conoció el pensamiento del
Señor?» —es decir, quién ha conocido e! verdadero y divino
orden de las cosas en su integridad—, que él mismo admite
esto plenamente. Ya hemos señalado en otra carta de san Pa­
blo una idea grande y vital del espíritu humano —la idea de
la inmortalidad del alma— que trasciende y se solapa, por así
decirlo, con el poder del expositor de definirla y expresarla
adecuadamente.
Pero muy distinta de la cuestión de si la expresión de san
Pablo, o la de cualquiera, puede ser una expresión perfecta y
final de la verdad, es la cuestión de si captamos y comprende­
mos debidamente su expresión tal como existe. Ahora bien,
no es fácil captar perfectamente el significado de otro hom­
bre, tal como se dio en él; en especial cuando el hombre del
que nos separan diferencias de raza, educación, época y cir­
cunstancias es como san Pablo. Pero hay grados de proximi­
dad respecto al significado de un hombre, y aunque no poda­
mos llegar a saber lo que san Pablo tenía en mente, sin
embargo, podemos aproximarnos a ello. ¿Cómo no sentirá
quien se aproxime a ello que los términos que san Pablo em­
plea al tratar de seguir, con un análisis tan profundamente
poderoso y original, algunas de las más delicadas, intrincadas,

[iS y ]
oscuras y contradictorias operaciones y estados del espíritu
humano, son separadas y empleadas por el puritanismo no de
la manera conectada y fluida en que las emplea san Pablo, a
cuyo servicio están las palabras, sino de una manera aislada,
fija, mecánica, como si fueran talismanes, y que toda huella y
sentido del verdadero movimiento de las ideas de san Pablo,
y de su sostenido análisis magistral, se pierde así? ¿Quién,
digo, que haya visto cómo el puritanismo —la fuerza que tan
enérgicamente hebraíza, que toma los escritos de san Pablo
como algo absoluto y final, que contiene lo único necesa­
rio— esgrime términos como gracia, fe, elección, rectitud, no
siente no sólo que estos términos tienen para los puritanos un
sentido falso y desorientador, sino también que ese sentido es
la caricatura más monstruosa y grotesca del sentido de san
Pablo, y que su verdadero significado se pierde por completo
con estos adoradores de sus palabras?
O pongamos otro ejemplo eminente, en que puede mos­
trarse que no sólo el puritanismo, sino, podría decirse, todo el
mundo religioso pierde o cambia, por el uso mecánico de los
escritos de san Pablo, su verdadero significado. Puede decirse
que todo el mundo religioso usa la palabra resurrección —una
palabra que está tan a menudo en sus pensamientos y en sus
labios y que tan a menudo encuentran en los escritos de san
Pablo— en un único sentido. La usan para significar un surgi­
miento tras la muerte física del cuerpo. Ahora bien, es cierto
que san Pablo habla de resurrección en ese sentido, que inten­
ta describirla y explicarla y que condena a quienes dudan de
ella y la niegan. Pero también es cierto que en nueve de cada
diez casos, donde san Pablo piensa y habla de la resurrección,
piensa y habla de ella en un sentido diferente, en el sentido de
surgir a una nueva vida antes de la muerte física del cuerpo, y
no después. La idea a la que ya hemos aludido, la profunda
idea de ser bautizado en la muerte del gran modelo de devo­
ción y anulación de si mismo, de repetir en nuestra persona,
en virtud de la identificación con nuestro modelo, su tránsito
de devoción y anulación de sí mismo, y de llegar así, entre los
límites de nuestra vida presente, a una nueva vida, en la que,
como en la muerte ocurrida antes de ella, nos identificamos
con nuestro modelo, es la concepción fructífera y original de

[iS ó ]
devane con Cristo en la que piensa san Pablo, y el punto cen­
tral en tomo al cual, con incomparable emoción y elocuen­
cia, gira toda su enseñanza. Para él, la vida tras nuestra muerte
física es en realidad, sobre todo, una consecuencia y continua­
ción de la inagotable energía de la nueva vida que se origina
así a este lado de la tumba. Esa gran idea paulina de la resu­
rrección cristiana está dignamente contenida en una de las
más nobles colecciones del Libro de Oraciones, y está destina­
da sin duda a ocupar un lugar cada vez más importante en el
cristianismo del futuro; pero tan llamativo es que ésa sea la
esencia de la idea característica en la enseñanza de san Pablo
como que los adoradores de sus palabras la hayan perdido
por completo como expresión absoluta y final de la verdad
salvadora, y hayan sustituido la concepción vivida y próxima
de la resurrección del apóstol por su concepción mecánica y
lejana de una resurrección futura.
En resumen, tan fatal es la noción de poseer, aun en las más
preciosas palabras o modelos, la única cosa necesaria, de te­
ner en ellos, de una vez por todas, una medida plena y sufi­
ciente de la luz que nos guíe, y de que no nos quede otro
deber que el de ajustar al respecto exactamente nuestra prácti­
ca, tan fatal, digo, es esta noción para el recto conocimiento y
comprensión de las palabras o modelos mismos que así adop­
tamos, y a tan extrañas distorsiones y perversiones lleva inevi­
tablemente, que cuando oímos el tópico de que el hebraísmo,
si osamos averiguar lo que un hombre sabe, es tan capaz de
socorrernos al desacreditar lo que llamamos cultura y al ala­
bar al hombre que se aferra a la única cosa necesaria — «¡co­
noce su Biblia!», dice el hebraísmo—, que, cuando oímos
esto, sin una defensa elaborada de la cultura, podemos con­
tentamos con responder simplemente: «El hombre que no
conoce nada más ni siquiera conoce su Biblia».
Ahora bien, la fuerza que tanto hemos descuidado, el hele­
nismo, es susceptible de fallarnos en cuanto a fuerza moral y
seriedad, pero, por la ley de su naturaleza —la misma ley por
la que a veces le falta intensidad cuando la requiere—, se opo­
ne a la noción de cortarnos en dos, de atribuir a una parte
la dignidad de tratar con la única cosa necesaria y dejar que la
otra parte asuma el riesgo, que es la maldición del hebraísmo.
Esencial para el helenismo es el impulso al desarrollo del
hombre completo, a conectar y armonizar todas sus partes, a
perfeccionarlo todo, sin riesgo para ninguna.
La inclinación característica del helenismo, como se ha di­
cho, es descubrir la ley inteligible de las cosas, verlas en su
verdadera naturaleza y como realmente son, Pero muchas co­
sas no pueden verse en su verdadera naturaleza y como real­
mente son a menos que se las vea bellas. El comportamiento
no es inteligible, no se explica ni muestra su razón de ser a
menos que sea bello5. Lo mismo puede decirse del discurso, el
canto, el culto, de todos los modos en que el hombre demues­
tra su actividad y se expresa. A la naturaleza del helenismo le
resulta detestable conceder que podamos pensar que cuando
se muestra lo que es mezquino o vulgar u odioso, se nos per­
mita alegar que lo que llevamos dentro excede toda demostra­
ción, suponer que la posesión de lo que beneficia o satisface
una parte de nuestro ser puede volver admisibles discursos
como los del señor Murphy [o del reverendo W. Cattle]6, o
poesía como los himnos que oímos o lugares de culto como
las capillas que vemos. A Arquímedes le habría sido imposi­
ble ser, como a nuestro honrado y justamente honrado Fara-
day, un gran filósofo natural por un lado y un sandemaniano
por otro7.
Es evidente que la demanda del helenismo de satisfacer el
espíritu con cuanto hagamos está calculada para empujar nues­
tra raza a un perfeccionamiento múltiple de los poderes y acti
vidades del hombre. Tiene sus peligros, como se ha admitido.
La noción de esta especie de equivalencia entre diversos tipos
de actividad del hombre puede llevarle a la relajación moral,
pues al no 4iacer la única cosa necesaria, podemos no tratar­

5 En la edición de 1869, Arnoid había escrito: «La inclinación caracterís­


tica del helenismo, como se ha dicho, es descubrir la ley inteligible de las
cosas, y lio hay ley inteligible de !as cosas, las cosas no pueden parecer real­
mente inteligibles, a menos que también sean bellas. El cuerpo no es inteli­
gible, no se lo ve en su verdadera naturaieza y como realmente es, a menos
que sea bello».
6 Arnoid suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.
7 Arnoid alude al seguidor de Robert Sandeman (1718-1771), fundador
de una secta presbiteriana que creía en la interpretación literal de la Biblia.
El físico Michsel Faraday (1791 1867) fue su miembro más distinguido.
la como si fuera lo bastante necesaria, aunque sea, en efecto,
muy necesaria y al mismo tiempo muy difícil. Sin embargo,
¿qué aspecto en nosotros no tiene sus peligros y cuál de nues­
tros impulsos puede ser un talismán que nos confiera la perfec­
ción absoluta y no sólo una ayuda que nos aproxime a ella?
¿No tiene el hebraísmo, como hemos mostrado, sus peligros,
como el helenismo? ¿Acaso hemos usado de manera tan exce­
siva en nosotros las tendencias a que apela el helenismo como
para sufrir por ellas? ¿No sufrimos ahora, por el contrario, por
no haber usado suficientemente esas tendencias como una
ayuda hacia la perfección?
Hemos visto dónde nos ha traído el largo predominio ex­
clusivo del hebraísmo, la insistencia en una parte de nuestra
naturaleza y no en todas, el aislamiento, al respecto, del as­
pecto moral, el aspecto de la obediencia y la acción, al conver­
tir la rigidez de la conciencia moral en lo principal y dejar
para más adelante y para el otro mundo el cuidado de ser
completos de todo punto, el desarrollo pleno y armonioso de
nuestra humanidad. En lugar de contemplar y seguir los cami­
nos del deseo que, como dice Platón, «a través del universo
tiende hacia lo encantador», creemos que el mundo ha salda­
do sus cuentas con ese deseo, sabe lo que a ese deseo le falta,
y que podemos seguir sin restricción todos los impulsos de
nuestra identidad ordinaria que no entran en conflicto con
los términos de este acuerdo, según nuestra estrecha visión,
bajo la sanción de ciertos textos como «sed diligentes sin flo­
jedad» o «todo lo que puedas hacer, hazlo en tu (pleno) vi-
gop>, o cosas así. A cualquiera de esos impulsos pronto le da­
mos el mismo carácter de una ley mecánica, absoluta, que le
damos a nuestra religión; lo consideramos, como a nuestra
religión, un objeto para la rigidez de la conciencia, no para la
espontaneidad de la conciencia, para la adhesión incondicio­
nal a su causa, no para retroceder y ver su conexión con otras
cosas y su ajuste a numerosas circunstancias cambiantes; lo
tratamos, en suma, como tratamos nuestra religión, como
una maquinaria. De esta manera tratan los bárbaros sus ejerci­
cios corporales, los filisteos sus negocios, el señor Spurgeon
su voluntarismo, el señor Bright la afirmación de la libertad
personal, el señor Beales el derecho de reunión en Hyde Park.
En todos esos casos lo que se necesita es un juego más libre
de la conciencia con el objeto buscado, y en todos ellos eí
hebraísmo, al valorar la firmeza y seriedad más que este íibre
juego, la completa subordinación del pensar al obrar, nos
ha conducido a un trato equivocado y desorientador de las
cosas.
Hace poco los periódicos contaron la historia del suicidio
de un tal señor Smith, secretario de una compañía de seguros,
quien, se decía, «trabajaba con la aprensión de ser pobre y
condenarse eternamente». Cuando leí estas palabras se me
ocurrió que el pobre hombre que llegó a tan lamentable fin
era, en verdad, una especie de tipo, por la selección de sus dos
grandes preocupaciones, por aislarlas de todo lo demás y por
yuxtaponerlas, de la parte más fuerte, respetable y representa­
tiva de nuestra nación. «Trabajaba con la aprensión de ser
pobre y condenarse eternamente.» Toda la clase media tiene
una concepción de las cosas — una concepción que nos hace
llamarla filistea— como la de ese pobre hombre, aunque en
ocasiones nos impresiona, desde luego, ver cómo toma el giro
desalentador, violentamente mórbido y fatal que tomó en él.
¡Con cuánta frecuencia y cuántos entre nosotros limitamos a
estas dos las preocupaciones de la vida, la preocupación por
hacer dinero y ia preocupación por salvar nuestra alma!
¡Y cuán enteramente procede la estrecha y mecánica concep­
ción de nuestros negocios seculares de una estrecha y mecáni­
ca concepción de nuestros negocios religiosos! ¡Qué estrago
causan en nuestra vida esas concepciones unidas! Sólo por­
que la segunda de esas grandes preocupaciones se presenta a
nosotros de una manera tan fijada, estrecha y mecánica se
hace posible que tenga a su lado una compañía tan innoble
como la otra gran preocupación, la cual, una vez admitida,
adopta el mismo carácter rígido y absoluto que la otra.
El pobre señor Smith tenía sinceramente tanto la más no­
ble y gran preocupación como la más mezquina, la preocu­
pación por salvar su alma (según la estrecha y mecánica con­
cepción que tiene el puritanismo de lo que es la salvación del
alma) y la preocupación por ganar dinero. Pero observemos
cuántas personas hay, en especial fuera de los límites de la
seria y concienzuda clase media a la que pertenecía el señor
Smith, que se enredan con una mezquina gran preocupación
—sea el placer o los campos de deporte o los ejercicios corpo­
rales o los negocios o la agitación popular—, que se enredan
exclusivamente con una de ellas y descuidan la más noble y
gran preocupación del señor Smith por la forma mecánica
que el hebraísmo ha dado a esa gran preocupación más no­
ble. El hebraísmo la presenta, según dijimos, como un talis­
mán o algo aislado, suficiente para todo, algo que justifica
que demos a nuestra identidad ordinaria libre juego en el en­
tretenimiento o los negocios o la agitación popular, si hemos
cuadrado las cuentas con está gran preocupación; algo que,
de lo contrario, vuelve las demás cosas indiferentes y hace
que sólo sigamos nuestra identidad ordinaria, y que la siga­
mos con cuanta energía haya en nosotros, en tanto lo haga­
mos. Mientras que la idea de perfección de todo punto, el
ánimo a la espontaneidad de la conciencia, la concesión de
que un libre juego del pensamiento viva y fluya en tomo a
toda nuestra actividad, la indisposición a permitir que un as­
pecto de nuestra actividad resulte tan importante y suficiente
para todo que vuelva indiferentes otros aspectos, esta inclina­
ción nuestra puede no sólo impedir que sigamos indebida­
mente una gran preocupación mezquina de cualquier tipo,
sino aportar nueva luz y movimiento a ese aspecto nuestro
por el que sólo se preocupa el hebraísmo, y despertar allí una
actividad más sana y menos mecánica. El helenismo pue­
de servir así realmente para favorecer los propósitos del he­
braísmo.
Así lo hizo sin duda en los primeros días del cristianismo.
El cristianismo se ocupó, según dijimos, como e! hebraísmo,
exclusivamente del aspecto moral del hombre, de sus afectos
morales y de su conducta moral; en tal medida fue sólo una
continuación del hebraísmo. Pero transformó y renovó el he­
braísmo al reobrar sobre una norma fija que se había vuelto
mecánica y había perdido su potencia vital, al conceder que
el pensamiento jugara libremente en tomo a esa antigua nor­
ma y percibiera su inadecuación, al desarrollar una nueva po­
tencia a la que la conciencia moral de los hombres podría
asirse con vivacidad y con la que moverse al unísono. ¿Qué
fue esto sino una importación del helenismo, como lo hemos
definido, al hebraísmo? San Pablo usó la contradicción entre
la profesión y la práctica del judío, sus defectos en el aspecto
mismo del afecto moral y la conducta moral que tanto el ju­
dío como san Pablo consideraban por completo — «Tú, que
predicas que no se debe robar, ¿robas? Tú, que dices que no
se debe adulterar, ¿adulteras?»— como prueba de la inadecua­
ción de la antigua norma de vida en la concepción mecánica
del judío; e intentó rescatarlo con el libre juego de su concien­
cia en torno a esta norma, es decir, por un tratamiento hasta
cierto punto helénico de ella. Aun así, cuando oímos cuánto
se dice del crecimiento de la inmoralidad comercial en nues­
tra seria clase media, de la disolución de los hábitos de probi­
dad estricta ante la tentación de enriquecerse rápidamente y
de tener un papel en el mundo, cuando vemos, en todo caso,
tanta confusión de pensamiento y de práctica en esta gran
clase representativa de nuestra nación, ¿no nos inclinamos a
decir que esta confusión muestra que su nueva potencia de la
gracia y de la rectitud imputada se ha vuelto tan mecánica
para el puritano y tan ineficaz para su práctica como lo fue la
antigua potencia de la ley para el judío, y que el remedio es el
mismo que empleó san Pablo, una importación de lo que
hemos llamado helenismo al hebraísmo, hacer que su con­
ciencia fluya libremente en torno a su norma de vida petrifi­
cada y la renueve? Con esta diferencia: que mientras que san
Pablo importó el helenismo sólo entre los límites de nuestra
parte moral y trató esta parte como un todo, y mientras que
agotó, puede decirse, y usó al máximo las posibilidades de esa
fructífera importación exclusivamente en ese aspecto, noso­
tros deberíamos tratar de importarla — guiados por el ideal de
una naturaleza humana armoniosamente perfecta de todo
punto— en todas las líneas de nuestra actividad, pues sólo al
hacerlo así podremos acelerar, refrescar y renovar debidamen­
te esos mismos instintos, ahora tan confusos, a los que apela
el hebraísmo.
Pero si la visible y suficiente confusión actual en nuestro
pensar y actuar no nos avisa de que seguimos una falsa línea
al haber desarrollado nuestro aspecto hebreo tan exclusiva­
mente, y nuestro aspecto helénico tan débil y ocasionalmen­
te, al preferir normas fijas de acción antes que la ley inteligible
de las cosas, escuchemos un notable testimonio ofrecido por
la opinión del mundo que nos rodea. Todo el mundo conce­
de ahora un valor grande y creciente a tres objetivos que hace
tiempo que apreciamos mucho, y los persigue a su manera o
intenta perseguirlos. Estos tres objetivos son la empresa in­
dustrial, los ejercicios corporales y la libertad. Por cierto, antes
que nuestros vecinos y más allá de ellos, nos hemos entregado
a estas tres cosas con ardiente pasión y con gran éxito. Nues­
tros vecinos no pueden sino reconocerlo y, cuando se vuelven
hacia estas cosas, deben fijarse en nuestro ejemplo y tener en
cuenta nuestra práctica.
Ahora bien, por lo general, cuando las personas se intere­
san por un objetivo, no pueden evitar entusiasmarse por los
que ya se han esforzado exitosamente por él y por su éxito; no
sólo los estudian, también los quieren y admiran. De esta ma­
nera, un hombre interesado en el arte de la guerra no sólo se
informa de ía actuación de los grandes generales, también
siente admiración y entusiasmo por ellos. Así, alguien que
quiere ser pintor o poeta no puede evitar el afecto y admira­
ción por los grandes pintores o poetas anteriores a él que le
han mostrado el camino.
Pero es extraño con qué poco afecto, admiración o entu­
siasmo el mundo nos mira a nosotros y a nuestra libertad,
nuestros ejercicios físicos y nuestra proeza industrial en cuan­
to estas cosas comienzan a interesarle, ¿No será porque segui­
mos cada una de estas cosas de una manera mecánica, como
un fin en y por sí mismo, y no en referencia al fin general de
la perfección humana, y porque esto vuelve nuestra búsqueda
poco interesante para la humanidad, que no es lo que el mun­
do realmente quiere? Le parece mera maquinaria que pode­
mos, a sabiendas, enseñarle a adorar, un mero fetiche. La liber­
tad británica, la industria británica, la musculatura británica,
nos esforzamos por cada una de estas cosas ciegamente, sin
noción de su debida proporción y prominencia, porque no
tenemos en mente ideal alguno de la armoniosa perfección
humana que ponga en marcha nuestro trabajo y lo guíe. Así,
el resto del mundo, al desear la industria o la libertad o la
fuerza corporal, pero no, como nosotros, de manera absoluta,
sino como medios para algo más, imita lo que le parece más
útil de nuestra práctica, pero no parece albergar amor ni admi­
ración por nosotros, cuya práctica imita.
Observemos, por otro lado, el amor y entusiasmo excita­
dos por otros que se han esforzado por estas mismas cosas.
Tal vez no sea fácil hallar ejemplos en los primeros tiempos de
lo que hemos llamado empresa industrial, pero consideremos
que la libertad griega y la gimnasia griega han atraído el amor
y alabanza de la humanidad, que tan poco amor y alabanza
nos dedica. ¿Cuál puede ser la razón de esta diferencia? Segu­
ramente que los griegos persiguieron la libertad y persiguie­
ron la gimnasia no de manera mecánica, sino con referencia
constante a un ideal de perfección y felicidad humana com­
pletas. Por tanto, a pesar de defectos y fracasos, interesan y
encantan por su búsqueda de ellas al resto de los hombres,
que instintivamente sienten que sólo son valiosas si se persi­
guen en referencia a este ideal.
Parece que aquí, de nuevo, por tanto, como en la confu­
sión en la que el pensamiento y la acción incluso de la clase
más firme entre nosotros empieza a caer, tenemos una adver­
tencia de que fomentamos nuestros instintos hebraizantes,
preferimos demasiado exclusivamente la seriedad de obrar a
la delicadeza y flexibilidad de pensar, y nos hemos visto así
atrapados en una rutina mecánica e infructuosa. De nuevo,
parece que aprendemos que lo que más necesitamos ahora es
el desarrollo de nuestros instintos helenizantes, buscar hábil­
mente la ley inteligible de las cosas y lograr que un raudal de
pensamiento fresco juegue libremente en tomo a nuestra re­
serva de nociones y hábitos.
Por todos lados, cuanto más entramos en materia, las
corrientes parecen converger y nos llevan juntas hacia ia cul­
tura. Si miramos al mundo exterior, hallamos una inquietan­
te ausencia de autoridad segura. Descubrimos que sólo po­
demos obtener una fuente de autoridad segura en la recta
razón y que la cultura nos acerca a la recta razón. Si mira­
mos a nuestro mundo interior, hallamos que surge todo tipo
de confusión de los hábitos de la rutina poco inteligente y el
crecimiento unilateral al que nos ha conducido un culto
demasiado exclusivo del fuego, la fuerza, la seriedad y la
acción. Lo que nos falta es un desarrollo armónico más ple­
no de nuestra humanidad, un libre juego del pensamiento
sobre nuestras nociones rutinarias, la espontaneidad de la
conciencia, la dulzura y la luz; esto es precisamente lo que
la cultura genera y favorece. [Ai proceder de esta idea de la
perfección armoniosa de nuestra humanidad y pretender
elevarse hacia esta perfección por el conocimiento y la ex­
tensión de lo mejor que se ha alcanzado en el mundo — un
objetivo que no puede lograrse sin libros y lectura— el nom­
bre de la cultura ha quedado tocado, en la mente de los
hombres, por un aire libresco y pedante, conferido por las
necedades de muchos hombres de libros que olvidan el
fin en los medios y usan sus libros sin aspirar realmente a la
perfección.]8 No discutiremos por un nombre, y fácilmen­
te podríamos renunciar al nombre de cultura si aquellos que
desprecian el tipo frívolo y pedante de cultura, pero que de­
sean en el Fondo lo mismo que nosotros, tuvieran por
su parte el cuidado, al desprestigiar y desacreditar la falsa
cultura, de no desprestigiar y desacreditar sin querer, entre
un pueblo con escasa reverencia natural por ella, la verda­
dera. Pero lo que nos preocupa es la cosa, no el nombre, y
la cosa, cualquiera que sea su nombre, consiste en hacer­
nos capaces, por la lectura, observación o pensamiento, de
aproximarnos tanto como podamos a la firme ley inteligible
de las cosas y conseguir así una base para una acción menos
confusa y una perfección más completa que las que tene­
mos ahora.
Por tanto, cuando se nos acusa de predicar un espíritu de
inacción cultivada, de provocar a los serios amantes de la ac­
ción, de negamos a echar una mano para desarraigar ciertos
males definitivos, de desesperar de hallar una verdad duradera
que administrar al espíritu enfermo de nuestro tiempo, no
nos sentiremos confundidos ni embarazados sobre lo que res­
ponder. Diremos osadamente que no desesperamos en abso­
luto de hallar una verdad duradera que administrar al espíritu
enfermo de nuestro tiempo, sino que hemos descubierto que
el mejor modo de hallarla no es echar una mano a nuestros
amigos y compatriotas en sus actuales operaciones para elimi­

8 Arnoid suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores,

[l 95]
nar ciertos males definitivos, sino conseguir que nuestros ami­
gos y compatriotas busquen la cultura, permitan que su con­
ciencia juegue libremente en tomo a sus presentes operaciones
y la reserva de nociones en que las fundamentan, y muestre lo
que son y si se relacionan con la ley inteligible de ías cosas y
auxilian a la verdadera perfección humana.
N U ESTR O S PRACTICANTES LIBERALES

ERO un escritor sin pretensiones, sin una filosofía basa

P da en principios interdependientes, subordinados y co


herentes, no debe presumir de complacerse en genera­
lidades, sino que debe atenerse al terreno nivelado del hecho
común, el único terreno seguro para entendimientos sin un
equipamiento científico. Por tanto, estoy decidido a asumir,
antes de concluir, algunas de las operaciones prácticas a las
que se dedican mis amigos y compatriotas y, si puedo, a lo­
grar que muestren la verdad de lo que he anunciado.
Probablemente no podría dar una prueba mayor de mi
confesada inexperiencia en el razonamiento y la argumenta­
ción que asumiendo, como mi primer ejemplo de una ope­
ración de este tipo, los procedimientos del desmanteiamiento
de la Iglesia irlandesa1 al que ahora asistimos2. Parece claro
que ésta es una de esas operaciones para desarraigar cierto mal
definido a las que se dedican los amigos liberales, y que tie­
nen derecho a quejarse e impacientarse y reprochamos el de­
licado escepticismo conservador y la inacción cultivada si no
les echamos una mano. En efecto, parece evidente; sin embar­
go, esta operación resulta tan prominente ante nosotros preci-

1 William Gladstone propuso desmantelar la Iglesia de Irlanda en la dé­


cada de 1860. Muchos disidentes en Inglaterra protestaron porque la medi­
da implicaba la concesión de fondos públicos y el reconocimiento oficial
de la iglesia católica.
2 Escrito en 1868. [Nota de Arnoid],
sámente en este momento3 —desafía de tal modo la con­
sideración de todos— que parecería cobarde eludirla. Así,
aventurémonos a ver si esta conspicua operación es una de
esas en tomo a las cuales necesitamos que nuestra conciencia
juegue libremente y se revele con qué ánimo lo hacemos, o si
en absoluto admite la aplicación de esta doctrina nuestra y
deberíamos echar una mano de inmediato.

I4

Ahora bien, parece obvio que la institución eclesiástica en


Irlanda es contraria a la razón y justicia en tanto que la Iglesia
de una muy pequeña minoría del pueblo allí acapara toda la
propiedad de la Iglesia del pueblo irlandés. Pensamos que, si
la propiedad se asigna al propósito de proveer al culto religio­
so de un pueblo, cuando el culto es único, el Estado, cuando
ese culto se divide en varias formas, debería repartirla propor­
cionalmente entre esas varias formas. Pero el reparto debería
hacerse con la debida consideración a las circunstancias, te­
niendo en cuenta sólo las grandes diferencias, que es proba­
ble que duren, y las comuniones importantes, que es probable
que representen profundas y extensas características religio­
sas, y omitiendo las diferencias vulgares, que no tienen seria
razón para durar, y las comuniones sin importancia, que no
expresan unos lincamientos amplios y necesarios de nuestra
naturaleza común. Esto está de acuerdo con esa máxima so­
bre el Estado que más de una vez hemos usado: el Estado tiene
la religión de todos sus ciudadanos sin elfanatismo de ninguno.
Quienes niegan esto piensan de manera tan pobre en el Esta­
do que no les gusta ver que la religión desciende a tocar el
Estado, o piensan de manera tan pobre en la religión que no
les gusta ver que el Estado desciende a tocar la religión, pero
ningún buen estadista pensará fácilmente que esto sea indig­
no del Estado o de la religión.

3 1868. [Nota de Arnold],


4 En la edición de 1883 Arnoid introdujo la siguiente separación del
texto en epígrafes.
Podría decirse que nuestros estadistas de ambos partidos se
inclinaron a seguir la línea natural del deber del Estado y a
llevar a cabo en Irlanda un justo reparto de la propiedad de la
Iglesia entre las grandes y las radicalmente divididas comuni­
dades religiosas en ese país. Pero entonces se descubrió que en
Gran Bretaña la opinión nacional, por así decirlo, se ha hecho
adversa a las donaciones para la religión y no llevará a cabo
ninguna más, y aunque esto en sí mismo resulta bastante ge­
neral y solemne, sin embargo, hubo filósofos políticos, como
el señor Baxter y el señor Charles Buxton, que le dieron una
apariencia de mayor generalidad y solemnidad y elevaron con
su diestro dominio del poderoso y hermoso lenguaje este su­
puesto edicto de la opinión nacional británica a una especie
de fórmula que expresa una gran ley de la transición y el pro­
greso religioso para todo el mundo.
Pero nosotros, que, al no tener una filosofía coherente, no
debemos filosofar, sólo vemos que los inconformistas ingleses
y escoceses sienten un gran horror a las instituciones y dota­
ciones para la religión, las cuales, según afirman, fueron pro­
hibidas por Cristo cuando dijo: «Mi reino no es de este mun­
do», y que los inconformistas estarán encantados de ayudar a
los estadistas a desmantelar cualquier Iglesia, pero no tolera­
rán que se instituya o dote ninguna si pueden evitarlo. Luego
vemos que los inconformistas constituyen la fuerza de la ma­
yoría liberal en la Cámara de los Comunes y que, por tanto,
los principales estadistas liberales, para lograr el apoyo de los
inconformistas, renuncian a la noción de repartir justamente
la propiedad de la Iglesia en Irlanda entre las principales co­
muniones religiosas, declaran que la opinión nacional se opo­
ne a nuevas dotaciones y proponen sólo desmantelar y privar
de dotación a la presente institución en Inglaterra sin instituir
o dotar ninguna otra. El poder presente, en suma, en virtud
del cual el partido liberal en la Cámara de los Comunes trata
ahora de desmantelar la Iglesia irlandesa, no es el poder de la
razón y la justicia, es el poder de la antipatía de los inconfor­
mistas a las instituciones de la Iglesia.
Así es claramente, porque los estadistas liberales, confian­
do en que el poder de la razón y la justicia les ayudara, pro­
pusieron algo muy diferente de lo que ahora proponen, y
propusieron lo que ahora proponen, y hablaron de la deci­
sión de la opinión nacional porque tuvieron que confiar en
los inconformistas ingleses y escoceses. Claramente los incon-
formistas actúan por antipatía a las instituciones, no por anti­
patía a la injusticia e irracionalidad de la actual apropiación
de la propiedad de la Iglesia en Irlanda; porque el señor Spur-
geon, en su elocuente y memorable carta, reconocía que deja­
ría las cosas como están en Irlanda, es decir, haría que la injus­
ticia e irracionalidad de la actual apropiación continuara,
antes que hacer nada por instaurar la imagen romana, es decir,
conceder a los católicos la justa y razonable parte de la propie'
dad de la Iglesia5. De manera indiscutible, por tanto, pode­
mos afirmar que el verdadero motivo por el que el partido li­
beral trata ahora de derrocar la institución irlandesa es la
antipatía de los inconformistas a las instituciones de la Iglesia,
y no el sentido de lo razonable o justo, salvo en la medida en
que la razón y la justicia estén contenidas en esta antipatía.
Así está ahora la cuestión.
Ahora bien, seguramente todos debemos ver muchos in­
convenientes en realizar la operación de desarraigar ese mal,
la institución de la Iglesia irlandesa, de este modo en particu­
lar. Como se ha dicho sobre la industria y la libertad y la
gimnasia, no despertaremos amor y gratitud con este modo
de obrar, que se sigue no con vistas a la razón y justicia y
perfección humana y todo cuanto enciende el entusiasmo de
ios hombres, sino que se sigue según cierta noción adquirida,
o fetiche, de los inconformistas, que proscribe las institucio­
nes de la Iglesia. Sin embargo, evidentemente, uno de los
principales beneficios que obtener al operar sobre la Iglesia
irlandesa es’ganar el afecto del pueblo irlandés. Además, una
operación realizada en virtud de una regla mecánica, o feti­
che, como la supuesta decisión de la opinión nacional inglesa
contra las nuevas dotaciones, no inspira naturalmente respeto

5 incapaz de asistir a la reunión celebrada en el Tabernáculo por Bright,


Spurgeon escribió «su elocuente y memorable carta» ai Times en abrí! de 1868,
en que decía; «El reino de nuestro Señor no es de este mundo. Esta verdad
es la piedra de toque de los disidentes... Lo único que tememos los disi­
dentes de Inglaterra... es que la propiedad de la Iglesia pase a manos de los
papistas».

[í o o ]
en sus adversarios, mientras que vuelve su oposición débil e
inconstante si la operación se realiza en virtud de la razón y la
justicia. Porque la razón y la justicia contienen algo persuasi­
vo e irresistible, pero una máxima fetiche o mecánica, como
esta de los inconformistas, no tiene nada que puede conciliar
los afectos o el entendimiento; más bien provoca el empleo
contrario de otros fetiches o máximas mecánicas por el otro
lado, con lo que se eleva la confusión y hostilidad ya prevale­
cientes. Sólo de esta manera puede explicarse la aparición de
los fetiches que comienzan a instalarse en el lado conservador
contra el fetiche de los inconformistas: ¡La Constitución está en
peligro /, ¡los baluartes de la libertad británica amenazados!, ¡la lám­
para de la Reforma se apaga!, Ino a l papado!, y otros por el estilo.
Elevarlos contra una operación que confía en que la respal­
dan la razón y la justicia no es tan fácil, o es tan tentador para
la debilidad humana, como elevarlos contra una operación
que confia en que la respalda la antipatía de los inconformis­
tas a las instituciones de la Iglesia; al fin y al cabo, ¡No alpa­
pado! es una llamada que toca al espíritu humano tan vital­
mente como ¡No a las instituciones de la Iglesia!, es decir, ni una
ni otra en sí mismas tocan vitalmente al espíritu humano en
absoluto.
¿Deberían entonces impacientarse con nosotros los creyen­
tes en la acción si decimos que, incluso por esta operación
suya y su cumplimiento satisfactorio, es más importante ha­
cer que nuestra conciencia juegue libremente en torno a la
reserva de noción o hábito de la que su operación espera ayu­
da que echarles una mano sin más? Claramente no, porque
nada es tan efectivo al operar como la razón y la justicia, y un
libre juego del pensamiento desprenderá la razón y la justicia
que yacen ocultas en el fetiche inconformista y las volverá
efectivas o ayudará a apartar este fetiche del camino y permi­
tirá que los estadistas vayan libremente donde los lleven la
razón y la justicia.
Suponed que adoptamos esa regla absoluta, esa máxima
mecánica del señor Spurgeon y los inconformistas, de que las
instituciones de la Iglesia son malas porque Cristo dijo: «Mi
reino no es de este mundo». Suponed que logramos que nues­
tra conciencia sumerja y reflote esta pieza de petrificación
—porque tal es ahora— y la lleve a la corriente deí movimien­
to vital de nuestro pensamiento y la ponga en relación con la
entera ley inteligible de las cosas. Un enemigo y un disputa­
dor dirían probablemente que la maquinaria que emplean los
inconformistas, la Sociedad de la Liberación6, que ya existe, y
el Sindicato Inconformista que el señor Spurgeon desea que
exista, entran en la órbita de las palabras de Jesucristo tanto
como las instituciones de la Iglesia. Esta, sin embargo, es sólo
una manera negativa y contenciosa de tratar con la máxima
inconformista, mientras que lo que deseamos es llevar esta
máxima ai movimiento positivo y vital de nuestro pensa­
miento. Decimos, por tanto, que las palabras de Jesucristo
significan que su religión es una fuerza de persuasión interior
que actúa sobre ei alma y no una fuerza de restricción exte­
rior que actúa sobre el cuerpo: si la máxima inconformista
contra las instituciones de la Iglesia y las dotaciones de la
Iglesia está respaldada por ío que Cristo quiso decir, entonces
su máxima es buena, aunque su propia práctica en la cuestión
de la Sociedad de la Liberación sea diversa.
Aquí sólo podemos recordar lo que una vez hemos dicho
sobre la religión, la señorita Cobbe7 y el Colegio Británico
de la Salud en el Nuevo Camino. En la religión hay dos
partes: la parte del pensamiento y la especulación, y la parte
del culto y la devoción. Jesucristo quiso ciertamente que su
religión, como fuerza de persuasión interior que actúa sobre
eí alma, empleara las dos partes tan perfectamente como fuera
posible. Ahora bien, el pensamiento y la especulación son
eminentemente un asunto individual, y el culto y la devo­
ción son eminentemente un asunto colectivo. No me ayuda
a pensar una cosa más claramente que miles de otras personas
piensen lo mismo, pero me ayuda a adorar con mayor emo­
ción que miles de personas adoren conmigo. La consagración
del consentimiento común, la antigüedad, la institución pú­
blica, los ritos inveterados, los edificios nacionales lo son

6 La Sociedad para la Liberación de la Religión del Patronazgo y Con­


trol Estatal fue fundada en 1853 por Edward Miall.
7 Francés Power Cobbe (1822-1904) fue una teórica feminista y pionera
de los derechos de los animales.
todo para el culto religioso, joubert dice: «Lo que vuelve im­
presionante el culto es su publicidad, su manifestación exter­
na, su sonido, su esplendor, el hecho de que su observancia se
mantenga universal y visiblemente en todos los detalles de
nuestra vida interior y exterior». El culto, por tanto, debería
contener tan poco como fuera posible de cuanto nos divide,
y debería ser tanto como fuera posible un acto común y pú­
blico. Como joubert dice de nuevo: «Las mejores plegarias
son las que no tienen rasgos distintivos, cuya naturaleza es 3a
de la sencilla adoración». El pensamiento y el conocimiento,
como hemos dicho antes, son eminentemente algo individual
y propio; cuanto más los poseamos como estrictamente pro­
pio, mayor poder tendrá en nosotros. El hombre adora mejor,
por tanto, con la comunidad; filosofa mejor solo.
Parece que cualquiera que dé crédito a la declaración de
Jesucristo de que su religión es una fuerza de persuasión inte­
rior que actúa sobre el alma, dejará que nuestro pensamiento
sobre los aspectos intelectuales del cristianismo sea tan indivi­
dual como sea posible, pero hará el culto cristiano tan colec­
tivo como sea posible. El culto, por tanto, parece ser eminen­
temente un asunto de institución nacional y pública; porque
ni siquiera el señor Bright, paralizado de admiración en el
Gran Tabernáculo del señor Spurgeon, dirá que el Gran Ta­
bernáculo y su culto sean en sí mismos, como templo y servi­
cio de la religión, tan impresionantes y conmovedores como
la pública y nacional Abadía de Westminster, o Nótre Dame,
con su culto. Cuando poco después del Gran Tabernáculo
caemos a plomo sobre la masa de instituciones privadas e in­
dividuales del culto religioso, instituciones que conspicua­
mente no alcanzan lo que podría ser una institución pública
y nacional, entonces no podemos sino sentir que el man­
damiento de Cristo de hacer de su religión una fuerza de per­
suasión del alma, en la medida en que afecta a una fuente
principal de persuasión, queda por completo omitido.
Pero ¿acaso los inconformistas adoran de manera tan dis­
creta porque filosofan agudamente y han subordinado una
parte de la religión, la parte del culto público nacional, a
la parte individual del pensamiento y conocimiento? Sin em­
bargo, no podemos admitirlo por su organización en con­
gregaciones. Son miembros de congregaciones, no pensado­
res aislados, y el verdadero juego del pensamiento individual
queda al menos tan impedido en el miembro de una congre­
gación pequeña como en el de una gran iglesia; pensar en
grupos de cincuenta resulta tan fatal para el librepensamiento
como pensar en grupos de mil. Conforme a ello, hemos teni­
do ocasión de advertir que el inconformismo no difiere en
absoluto de la Iglesia oficial por tener ideas más valiosas o fi­
losóficas sobre Dios y el ordenamiento del mundo que la
Iglesia oficial; tiene las mismas ideas al respecto que la Iglesia
oficial, pero difiere de la Iglesia oficial en que su culto es una
cuestión mucho menos colectiva y nacional.
El señor Spurgeon y los inconformistas parecen haber ter­
giversado el verdadero significado de las palabras de Cris­
to, M i reino no es de este mundo, porque con estas palabras
Cristo quiso decir que su religión debía operar en el alma, y
de las dos partes del alma sobre las que opera la religión —la
parte pensante y especulativa, y la parte sensitiva e imaginati­
va—, el inconformismo no satisface mejor ia primera que las
Iglesias oficiales, que Cristo ha condenado supuestamente
con estas palabras, y satisface mucho peor la segunda parte
que las Iglesias oficiales, que al parecer han aprehendido y
aplicado las palabras de Cristo, si no con adecuación perfecta,
menos inadecuadamente que los inconformistas.
¿No debería insistirse con gran fuerza en que la manera de
obrar bien, en presencia de esta operación para desmantelar la
Iglesia en Irlanda en virtud de la antipatía de los inconformis­
tas a instituir públicamente o dotar el culto religioso, no es
prestar ayuda sin más a la operación y hebraizar— es decir, en
este caso, asumir una interpretación acrítica de ciertas palabras
bíblicas como nuestra norma de conducta absoluta— con los
inconformistas? Hebraizar puede estar muy bien para hebrai-
zantes natos como el señor Spurgeon, pero para los estadistas
liberales hebraizar resulta seguramente arriesgado, y ver he­
braizar a pobres y viejos pencos liberales, cuyo auténtico ser
corresponde a una especie de helenismo negativo —un estado
de indiferencia moral sin ardor intelectual— es incluso dolo­
roso. Cuando al hebraizar no hacemos lo que la mejor inten­
ción de los estadistas los insta a hacer, ni ganamos los afectos
del pueblo al que queremos conciliar y ni siquiera reducimos,
sino que elevamos la oposición de nuestros adversarios, segu­
ramente no es irracional helenizar un poco, permitir que nues­
tro pensamiento y conciencia jueguen libremente en tomo a
la operación propuesta y sus motivos, disuelvan estos motivos
si son débiles —lo que en cierto modo aparentan ser— y
creen en su lugar, si existe, una serie de motivos más sólidos
y persuasivos que conduzcan a una operación más sólida. ¿No
prestará la mejor ayuda el hombre que promueva esto para
descubrir alguna verdad duradera que administrar al espíritu
enfermo de su época, y merece realmente que los creyentes en
la acción se impacienten con él?

II

Pero ahora veamos otra operación que no excita tanto en


este momento los sentimientos de la gente como el desman-
telamiento de la Iglesia de Irlanda, aunque supongo que po­
dría llamarse también una de esas operaciones de reforma
sencilla, práctica, de sentido común, que pretende la elimina­
ción de un abuso concreto, rígidamente limitada a ese objeti­
vo, al que un liberal debería contribuir, y que, de no hacerlo,
impacientará a otros liberales con él. He tenido la gran venta­
ja de oír cómo esta operación era discutida en la Cámara de
los Comunes y recomendada por el poderoso discurso de un
famoso orador, el señor Bright De modo que el afeminado
horror que, según se alega, siento hacia las reformas prácticas
de este tipo fue sometido a una prueba exigente, y había que
pensar que, si sobrevivía, debía tener una u otra razón para
apoyarlo y no merece el estigma de su nombre actual.
La operación a que me refiero era la que se proponía reali­
zar el Proyecto de Ley sobre la Herencia Intestada. El proyec­
to de ley proponía, como todos saben, impedir que la tierra
de un hombre que muere intestado corresponda, como ahora
ocurre, a su hijo mayor, y fue considerado, por sus amigos y
sus enemigos, un paso hacia la supresión de la ahora casi ex­
clusiva posesión de la tierra de este país por las personas a las
que llamamos bárbaros. El señor Bright y otros oradores afi­
nes parecían afirmar que hay una especie de ley natural o
adecuación de las cosas que asigna a todos los hijos de un
hombre un derecho a disfrutar por partes iguales de su propie­
dad tras su muerte, y que, sin privar a un hombre del privile­
gio primero de todo inglés a hacer lo que quiera según su
voluntad, al estipular que si no lo hace, su tierra sea divida
entre su familia, se dará la sanción de la ley a la adecuación
natural de las cosas y se pondrá una especie de freno a la vio­
lación actual de ello por parte de los bárbaros.
Cuando vi al señor Bright y a sus amigos proceder de esta
manera se me ocurrió plantearme una pregunta. Si la pose­
sión casi exclusiva de la tierra de este pais por los bárbaros es
algo malo, ¿son esta operación práctica de los liberales y la
reserva de nociones en que parece apoyarse los medios mejo­
res y más eficaces para tratarla? ¿O se la trata mejor al dejar
que el propio pensamiento y conciencia jueguen libre y natu­
ralmente con los bárbaros, con esta operación liberal y la re­
serva de nociones que hay en el fondo, y aproximarnos cuan­
to sea posible tanto a la ley inteligible de las cosas como a
cada una de ellas?
Si cualquiera lee sencilla y naturalmente en su conciencia,
¿descubre que tiene derecho alguno? Por mi parte, cuanto
más hondo entro en mi conciencia y más sencillamente me
abandono a ella, más parece decirme que no tengo derechos
en absoluto, sino sólo deberes, y que los hombres obtienen
esa noción de los derechos de un proceso de razonamiento
abstracto, al inferir que los otros deben ser conscientes de las
obligaciones hacia ellos de las que ellos son conscientes hacia
los otros, sin un testimonio directo de la conciencia. Pero es
obvio que la noción de un derecho a la que se llega de esta
manera resulta probablemente una cosa formal y petrificada,
decepcionante y desorientadora, y que las nociones obtenidas
directamente de la conciencia deberían servir para apoyarla y
controlarla. Así, es inseguro y desorientador decir que nues­
tros hijos tienen derechos contra nosotros; lo que es cierto y
seguro es decir que tenemos deberes hacia nuestros hijos.
Pero ¿quién descubrirá entre estos deberes naturales, presenta­
dos por nuestra conciencia, la obligación de permitir que
todos nuestros hijos disfruten de una parte igual de nuestra
propiedad? Ahora bien, aunque la conciencia nos dice que
debemos cuidar del bienestar de nuestros hijos, ¿a quién le
dice su conciencia que disfrutar de la propiedad resulta de por
sí un bienestar? Que se sirva mejor al bienestar de nuestros
hijos haciendo que disfruten igualmente de la propiedad de­
pende de las circunstancias y del estado de la comunidad en
que vivimos. Con este reparto igual, por ejemplo, la sociedad
no podría haberse organizado para salir del caos dejado por la
caída del Imperio romano, y tener una sociedad organizada
en la que vivir servirá más al bienestar de un hijo que disfrutar
de una parte igual de la propiedad de su padre.
Vemos así la escasa fuerza de convencimiento que realmen­
te tiene la reserva de nociones en que se basaba el Proyecto de
Ley sobre la Herencia Intestada —la noción de que según la
naturaleza y la adecuación de las cosas todos ios hijos de un
hombre tienen derecho a disfrutar por partes iguales de lo que
deja—, y lo impotente, por tanto, que por necesidad debe
resultar para persuadir y ganar el apoyo de aquél cuyos hábi­
tos e intereses no le inclinan a ella. Por otro lado, la operación
práctica propuesta depende por completo, si ha de ser efecti­
va para alterar la práctica actual de los bárbaros, del poder de
la verdad y la persuasión en la noción que quiere consagrar,
ya que deja a los bárbaros plena libertad para continuar con
su práctica actual, a la que les inclinan todos sus hábitos e
intereses, a menos que los incomode la promulgación de una
noción, que, según hemos visto, carece de eficacia y asidero
vital en nuestra conciencia.
¿Vamos a adornar realmente una operación de este tipo,
sólo porque propone hacer algo, con todos los epítetos favora­
bles de sencilla, práctica, sensata, definida, a alistar a su lado
todo el celo de los creyentes en la acción y a llamar a la indi­
ferencia a ella un horror realmente afeminado a las reformas
útiles? Me parece bastante fácil demostrar que un libre y des­
interesado juego del pensamiento con los bárbaros y sus po­
sesiones resulta mil veces más práctico, y es mil veces más
probable que lleve a un resultado eficaz, que una operación
como esa de la que hemos hablado. Pues si, dejando de lado
los impedimentos de la reserva de nociones y la acción mecá­
nica, intentamos descubrir la ley inteligible de las cosas res­
pecto a una gran clase terrateniente como la que tenemos en
este país, ¿no nos dice al instante nuestra conciencia que la
cuestión de que la perpetuación de tal clase sea para su propio
auténtico bienestar y para el auténtico bienestar del país de­
pende de las presentes circunstancias de esta clase y de la co­
munidad? ¿No nos dice al instante que la riqueza, el poder y
la consideración son, y sobre todo cuando se heredan y no se
ganan, en sí mismos duros y peligrosos? Como dice de una
manera excelente el obispo Wilson: «Casi siempre se abusa
de las riquezas sin una gracia muy extraordinaria». Pero esta
gracia extraordinaria fue en gran medida suministrada por las
circunstancias de la época feudal, de la que surgió nuestra
clase terrateniente, con sus normas hereditarias. El esfuerzo y
luchas de una sociedad ruda, naciente y combativa la suminis­
traron. Endurecieron, aleccionaron y formaron sin cesar la
clase cuyo predominio fue necesario para dar puntos de cohe­
sión a la sociedad, y no fiie tan dañino para aquélla porque
quedó así bruscamente endurecida y ejercitada. Pero en una
sociedad lujosa, acomodada y fácil, en la que la riqueza ofrece
medios para disfrutar mil veces más, y la tentación de abusar
de ellos se vuelve así mil veces mayor, la disciplina ejercitado-
ra queda al mismo tiempo retirada y la clase feudal expuesta a
la plena operación de la ley natural bien enunciada por el
moralista francés: Pouvoir sans savoir estfort dangereux. Por mi
parte, cuando veo a los jóvenes de esta clase, me impresiona
sobre todo la prueba y naufragio en su propio bienestar al que
los someten las circunstancias. ¡Cuánto mejor habría sido
para nueve de cada diez hombres haber tenido su propio
modo de prosperar en el mundo y no haber sido probados
por una condición para la que carecían de la extraordinaria
gracia requerida!
Esto parece ser lo que la conciencia de un hombre le diría,
con sólo consultarla, sobre el actual bienestar de nuestros bár­
baros. Así pues, en cuanto al efecto actual sobre el bienestar
de la comunidad, ¿cómo puede ser saludable, si una clase que,
por la posesión misma de la riqueza, el poder y la considera­
ción, se convierte en una especie de ideal o modelo para el
resto de la comunidad, resulta probada por la comodidad y
el placer más de cuanto puede soportar bien y casi irresistible­
mente apartada de la excelencia y la esforzada virtud? A esto
debía de referirse Salomón, por cierto, cuando dijo: «Como
quien liga la piedra en la honda, así es el que hace honor al
necio».
Cualquiera puede advertir que este honrar un falso ideal,
no por la inteligencia y la esforzada virtud, sino por la riqueza
y el puesto, el placer y la comodidad, es como la piedra de
una honda que puede matar en nuestra gran clase media, en
nosotros, que nos llamamos filisteos, el deseo de que antes
hablaba, que por naturaleza lleva a todos los hombres hacia
cuanto es encantador, y que deja en su lugar sólo una ciega
búsqueda deteriorada, también para nosotros, del falso ideal.
En aquellos de nosotros, filisteos, a los que este deseo no nos
abandona por completo, aunque sin un ideal excelente dis­
puesto a nutrirlo y mantenerlo, se encuentra con la inclina­
ción natural por lo trivial que junto con este deseo se implan­
ta al nacer en el pecho del hombre y queda torcido por esa
fuerza y sostenido al azar aquí y allá, y al final colgado sobre
esas formas grotescas y horribles de la religión popular que ios
más respetables de entre nosotros, filisteos, confunden con la
verdadera meta del deseo del hombre de cuanto es encanta­
dor. Para el populacho, esa falsa idea es una piedra que mata
el deseo incluso antes de que surja; tan imposibles e inalcan­
zables para ellos parecen las condiciones de lo que es encan­
tador según lo que ha de resultar este ideal, tan necesario,
parece que lo alcancen pocos a la vista de los muchos que no
lo consiguen. De modo que los bárbaros y sus hábitos feuda­
les de sucesión, más allá de su debido tiempo y lugar, tal vez
sean la causa en gran medida de la actual vulgaridad de nues­
tros filisteos y de la brutalidad de nuestro populacho; y perju­
dican el bienestar del resto de la comunidad al mismo tiempo
que, como hemos visto, perjudican el suyo propio.
¿No debe ahora el trabajo en nuestro espíritu de conside­
raciones como éstas, a las que nos lleva la cultura, es decir, el
uso desinteresado y activo de la lectura, la reflexión y la ob­
servación, ser realmente mucho más eficaz, para disolver los
hábitos feudales y las normas de sucesión en la tierra, que
una operación como el Proyecto de Ley sobre la Herencia
Intestada y una reserva de nociones como la del derecho na­
tural de todos los hijos de un hombre a disfrutar igualmente
de su propiedad, ya que hemos visto que esta máxima es en­
deble y que, si es endeble, la operación que depende de ella
posiblemente no puede ser efectiva? Si la verdad y la razón
tienen, como creemos, algún efecto natural irresistible sobre
el hombre, así ha de ser. Estas consideraciones vivirán y tra­
bajarán cuando la cultura las haya provocado y les haya dado
libre curso en nuestro espíritu. Trabajarán gradualmente, sin
duda, y no nos llevarán al frente para sentarnos en lo alto y
hacerlas efectivas, pero así serán más beneficiosas. Todo nos
enseña que la naturaleza realiza gradualmente todos los cam­
bios profundos, y también podemos ver el peijuicio causado
por la detención abrupta de los hábitos feudales. Apelando
al sentido de la verdad y la razón, estas consideraciones toca­
rán sin duda y conmoverán a quienes entre los bárbaros mis­
mos (como algunos entre nosotros, filisteos, y algunos del
populacho) tienen un sentido más presto que los demás para
la verdad y la razón. En efecto, ésa es una de las ventajas de la
dulzura y la luz sobre el fuego y la fuerza: que la dulzura y
la luz hacen que la clase feudal pierda tranquila y gradual­
mente sus hábitos feudales porque ve que divergen de la ver­
dad y la razón, mientras que el fuego y la fuerza los arrancan
apasionadamente al aplaudir al señor Lowe cuando llama­
ba, o se suponía que llamaba, borracha y venial a la clase
trabajadora.

III

Pero una vez* que hemos comenzado a recontar las opera­


ciones prácticas por las que nuestros amigos liberales tratan
de eliminar males concretos y por las que, si no nos unimos a
ellos, son capaces de seguir impacientándose con nosotros,
¿cómo podemos omitir esa muy interesante operación de
este tipo, el intento de permitir que un hombre se case con
la hermana de su difunta esposa? Como en la de suprimir
las costumbres feudales de la sucesión en la tierra, también he
tenido la ventaja de ver y oír por mí mismo a mis amigos libe­
rales esforzarse en esta operación.

[í i o ]
Fui lo bastante afortunado para estar presente cuando el
señor Chambers trajo a la Cámara de los Comunes su proyec­
to de ley para permitir que un hombre se case con la hermana
de su difunta esposa, y oí el discurso que hizo entonces el
señor Chambers en apoyo de su proyecto. Su primer punto
fue que la ley de Dios — el nombre que siempre daba al Lcví-
tico— no prohíbe realmente que un hombre se case con la
hermana de su difunta esposa. Si la ley de Dios no lo prohíbe,
la máxima liberal de que el primer derecho y felicidad de un
hombre es obrar como quiera debería hacerse valer, y anular
todo freno a la afirmación de la libertad personal, como la
prohibición de casarse con la hermana de la difunta esposa.
Un distinguido partidario liberal del señor Chambers, en el
debate que siguió a la introducción del proyecto, enunció
una fórmula de mucha belleza y pureza para transmitir breve­
mente las nociones liberales en que pensaba: «La libertad
—dijo— es la ley de la vida humana». Por tanto, en el mo­
mento en el que se aclara que la ley de Dios, el Levítico, no
detiene el proceso, la ley del hombre, la ley de la libertad,
afirma sus derechos y nos libera para poder casarnos con la
hermana de nuestra difunta esposa.
Esto es lo que ocurrc exactamente cuando el señor Hepworth
Dixon, que puede llamarse casi el Colenso del amor y el matri­
monio —pues provoca en nuestras ideas sobre estos asuntos
una revolución como la del doctor Colenso en nuestras ideas
sobre la religión— nos habla de las nociones y procedimientos
de nuestros parientes en América8. Con esa afinidad del genio
al genio hebreo que ya hemos advertido, y con la fuerte creen­
cia de nuestra raza en que la libertad es la ley de la vida huma­
na, en la medida en la que una regla de conciencia fijada per­
fecta y principal, la Biblia, no la controla expresamente,
nuestros parientes americanos van de nuevo, nos dice el señor
Hepworth Dixon, a su Biblia, los mormones a los patriarcas y
el Antiguo Testamento, el hermano Noyes a san Pablo y el
Nuevo, y, sin haber leído nunca nada salvo su Biblia, ahora la

a John Wiüiain Colenso (1814-1883), obispo de Natal, argumentó que


la poligamia no era incompatible con la moralidad cristiana. Amold había
polemizado con él en la primera serie de los Essays in Criticism (1865).

[ ill]
vuelven a leer y hacen ailí grandes descubrimientos de todo
tipo. Todos estos descubrimientos son favorables a la libertad
y de esta manera se satisface ese doble anhelo tan característico
del filisteo, ejemplificado de manera tan eminente en ese filis­
teo coronado, Enrique VIII, el anhelo del fruto prohibido y ei
anhelo de la legalidad.
Los elocuentes escritos del señor Hepworth Dixon difunden
por aquí estos importantes descubrimientos; de modo que aho­
ra, respecto al amor y el matrimonio, parece que entramos con
todas las velas desplegadas en lo que el señor Hepworth Dixon
llama un Renacimiento Gótico, pero que uno de los muchos
periódicos que tanto admiran el elástico y nervudo estilo del
señor Hepworth Dixon y que forman su propio estilo según
el suyo, llama con una figura aún más osada y sorprendente
«una gran insurrección sexual de nuestra raza anglo-teutona».
Por este fin tenemos que apartar la vista de todo lo helénico y
fantasioso y fijarla firmemente en los dos puntos cardinales de
la Biblia y la libertad. Una de esas operaciones prácticas con
que se compromete el partido liberal, y a la que se nos convoca,
se dirige por completo, como hemos visto, a estos puntos car­
dinales y tal vez casi pueda considerarse una especie de primer
plazo o promesa pública y parlamentaria de la gran insurrec­
ción sexual de nuestra raza anglo-teutona-.
Pero aquí, como en cualquier lugar, lo que buscamos es la
perfección del filisteo, el desarrollo de lo mejor que hay en él,
no sólo la libertad para su identidad ordinaria. No damos
mayor validez absoluta a su máxima estereotipada, la libertad es
la ky de la vida humana, que a la máxima opuesta, la renun­
cia es la ley déla vida humana. Sabemos que la única libertad
perfecta es, cojno dice nuestra religión, un servicio; no un ser­
vicio respecto a una máxima estereotipada, sino una elevación
de nuestra mejor identidad y una armonización, por subordi-

5 Amold asumió, como muchos de sus contemporáneos, la hipótesis de


la influencia de la raza en las diferencias culturales entre los pueblos eu­
ropeos. Su expresión más llamativa, como hemos visto, sería la distinción
entre hebraísmo y helenismo, en la estela de lo escrito por Moses Hess,
Ludwig Borne y Heinrich Heine, Am old había publicado en 1867 CeMc
Literatura (Literatura celta). Havelock Ellis heredaría esa falsa perspectiva
antropológica en su Study ofBritish Genius.
nación a elia, y a la idea de una humanidad perfeccionada, de
todos Jos impulsos multitudinarios, turbulentos y ciegos de
nuestras identidades ordinarias. Ahora bien, al ser el gran defec­
to del filisteo un defecto de percepción delicada, cultivar en él
esta delicadeza, para hacerla independiente de la regla externa
y mecánica, y una ley para sí misma, parece la mayor contribu­
ción a su perfección, a su verdadera humanidad. Y su verdadera
humanidad y, por tanto, su felicidad residen mucho más, en lo
que respecta a las relaciones del amor y el matrimonio, en man­
tenerse atentos a los más finos matices del sentimiento que
surgen en estas relaciones, en ser capaces de entrar con tacto y
simpatía en las sutiles propensiones y repugnancias de la perso­
na a cuya vida asocia su vida, para hacerlas propias, para dirigir
y gobernar, en armonía con ellas, el arbitrario alcance de su
acción personal, y aumentar así su vida y libertad espiritual e
intelectual, que en permanecer insensible a estos matices más
finos del sentimiento, esta simpatía delicada, en dar rienda suel­
ta, en cuanto pueda, a su mera acción personal, en no permitir
otros límites o gobierno salvo los impuestos por una ley mecá­
nica, y en estrechar así realmente, para satisfacer su identidad
ordinaria, su vida y libertad espiritual e intelectual.
Aún más debe ser así cuando su eterna norma fija, su ley de
Dios, se le suministra desde una fuente que tal vez sea menos
adecuada para suministrar instrucciones definitivas y absolu­
tas sobre este tópico particular del amor y el matrimonio que
sobre ninguna otra relación de la vida humana. El obispo
Wüson, que está Heno de ejemplos de ese fructífero helenizar
entre los límites del hebraísmo, de esa renovación de las rígi­
das y severas nociones del hebraísmo gracias a una corriente
de fresco pensamiento y conciencia que ya hemos advertido
en san Pablo, el obispo Wilson da una admirable lección a los
rígidos hebraístas, como el señor Chambers, que se preguntan
si la ley de Dios (es decir, el Levítico) prohíbe que nos case­
mos con la hermana de nuestra esposa, o si la ley de Dios (es
decir, de nuevo, el Levítico) permite que nos casemos con la
hermana de nuestra esposa, al decirles: «Los deberes cristia­
nos se fundan en la razón, no en la autoridad soberana del
Dios que ordena lo que quiere; Dios no puede ordenarnos lo
que no es adecuado creer o hacer, todos sus mandamientos
están fundados en las necesidades de nuestra naturaleza». In­
mensa como es nuestra deuda con la raza hebrea y su genio,
incomparable como es su autoridad en ciertos aspectos pro­
fundamente importantes de la naturaleza humana, dignos
como son de ser descritos como fueron pronunciados, por
esos aspectos, la voz de las más profundas necesidades de
nuestra naturaleza, los estatutos del orden divino y eterno de
las cosas, la ley de Dios, ¿quién, que no esté esposado y enga­
ñado por su hebraísmo, podrá creer que, en cuanto al amor y
el matrimonio, la verdadera, suficiente y divina ley de nuestra
razón y de las necesidades de nuestra humanidad haya sido
expresada por la voz de una nación oriental y polígama como
la hebrea? ¿Quién, me digo, creerá, cuando realmente consi­
dere el asunto, que, donde se trata de la naturaleza femenina,
el ideal femenino y nuestras relaciones con él, el genio delica­
do y aprehensivo de la raza indoeuropea, la raza que inventó
a las Musas, la caballería y la Madona, se ha de hallar la última
palabra al respecto en las instituciones de un pueblo semita
cuyo rey más sabio tuvo setecientas esposas y trescientas con­
cubinas?

IV

Si aquí parece de nuevo que curamos mejor el espíritu en­


fermo de nuestra época al hacerle pensar en la operación que
nuestros amigos liberales tienen a mano, antes que en echarles
una mano para esta operación nosotros mismos, veamos, an­
tes de abandonar la perspectiva de las operaciones prácticas
de nuestros amigos liberales, si no ocurre lo mismo en sus
celebrados esfuerzos industriales y económicos. Su gran obra
en este terreno es, desde luego, la política de librecambio. Nos
hemos acostumbrado a hablar con cierta solemnidad de
esta política, por haber permitido que un pobre hombre coma
pan libre de impuestos y haber aumentado asombrosamente
el comercio10. Por haber sido líderes en esta política sobre

10 El rechazo a las Corn Laws en 1846 había sido el elemento central de


la política del librecambio liderada por John Bright y Richard Cobden.
todo, el señor Bright considera que él y sus amigos tienen el
derecho, que a menudo declara, a ser considerados guías de
los ciegos, maestros de los ignorantes, benefactores que desa­
rrollan lenta y laboriosamente en el partido conservador y en
el país lo que al señor Bright le gusta llamar el crecimiento de la
inteligencia, objetivo, como es bien sabido, de todos los ami­
gos de la cultura, y el gran fin y objetivo de la cultura que
predicamos.
Ahora bien, habiendo saludado primero el librecambio y a
sus doctores con todo respeto, veamos si nuestros amigos li­
berales no persiguen también aquí sus operaciones de manera
mecánica, sin referencia a una firme ley inteligible de las co­
sas, a la vida humana como un todo y a la felicidad humana,
y si no nos beneficia más, en este momento particular, en
todo caso, en vez de adorar el librecambio con ellos a la ma­
nera hebraísta, como una especie de fetiche, y ayudarles a
perseguirlo como un fin en y por sí mismo, volver la libre
corriente de nuestro pensamiento al trato que le dan y enten­
der cómo se relaciona con la ley inteligible de !a vida humana
y con el bienestar y la felicidad nacionales. En resumen, su­
pongamos que helenizamos un poco con el librecambio, tal
como hemos helenizado con el Proyecto de Ley sobre la He­
rencia Intestada y con el desmantelamiento de la Iglesia irlan­
desa por el poder de la antipatía de los inconformistas a las
instituciones y dotaciones religiosas, y veamos si lo que nues­
tros censores llaman hermosamente curar el espíritu enfermo
de nuestra época se logra mejor con el método o proceder
helenizante o con el otro.
Pero primero comprendamos cómo se configura para nues­
tros amigos liberales la política del librecambio y cómo la
emplean prácticamente como un instrumento de la felicidad
y salvación nacionales. Porque así como hemos dicho que
parecía claramente correcto impedir que la propiedad de la
Iglesia de Irlanda fuera acaparada en beneficio de la Iglesia de
una pequeña minoría, también lo parece que el hombre po­
bre coma pan libre de impuestos y, en general, que sean supri­
midas las restricciones y regulaciones que, en supuesto bene­
ficio de una persona o clase de personas en particular, elevan
artificialmente el precio de las cosas aquí o lo bajan artificíal-
mente allá e interfieren en el flujo natural del cambio y co­
mercio. Peto en la política de nuestros amigos liberales el li­
brecambio significa más que esto y es especialmente valorado
como un estímulo para la llamada producción de riqueza, y
el incremento del comercio, los negocios y la población del
país. Ya hemos visto que estas cosas —el comercio, los nego­
cios y la población— son perseguidas mecánicamente como
fines preciosos en sí mismos y adorados como lo que llama­
mos fetiches; como ya he dicho, el señor Bright, cuando de­
sea transmitir a la clase trabajadora el sentido verdadero de lo
que constituye la gloria y la grandeza, le pide que mire las
ciudades que ha construido, los ferrocarriles que ha forjado,
las manufacturas que ha producido. Así, el librecambio que
nuestros amigos liberales alaban tan solemne y devotamente
ha servido a esta idea de la gloria y la grandeza, al incremento
del comercio, el negocio y la población, y por ella es aprecia­
do. Por tanto, la exención de impuestos para el pan del pobre,
con esta perspectiva de la felicidad nacional, ha sido usada no
tanto para hacer que el pan del pobre existente sea más barato
o abundante, sino para crear más pobres que lo coman, de
modo que no podemos decir precisamente que tengamos me­
nos pobres de los que teníamos antes del librecambio, pero
podemos decir en verdad que tenemos muchos más centros
de industria, como los llaman, y más negocios, población y
manufacturas. Si a veces nos turba la multitud de pobres, sin
embargo, sabemos que el incremento de manufacturas y po­
blación es tan saludable en sí mismo y que nuestra política de
librecambio engendra un movimiento tan admirable, crean­
do nuevos centros de industria y nuevos pobres aquí, mien­
tras pensábamos en nuestros pobres allá, que nos quedamos
estupefactos y transportados, y conjuramos un movimiento
industrial cada vez mayor y nuestro progreso social parece un
curso triunfante y gozoso de lo que a veces se llama, vulgar­
mente, echar la casa por la ventana.
Sin embargo, si, adoptando otro criterio del bienestar del
hombre diverso con las ciudades que ha construido y las ma­
nufacturas que ha producido, persistimos en pensar que nues­
tro progreso social sería más feliz si tantos entre nosotros no
fueran tan pobres, y en ocuparnos con las nociones de ajustar
de una manera u otra al pobre y los negocios entre sí, y en no
multiplicar al uno y al otro mecánica y ciegamente, entonces
nuestros amigos liberales, los nombrados doctores del libre­
cambio, nos tratan de manera muy desabrida. Dice el Times:
«El arte es largo, la vida breve; casi siempre disponemos las
cosas primero y las comprendemos después. Tengamos tan
pocas teorías como sea posible; lo que nos falta no es la luz
de la especulación. Si no funcionara lo que la teoría no ha
comprendido perfectamente, estaríamos tristemente confia-
sos. Se nos dice que no comprendemos las relaciones del tra­
bajo y el capital, sin embargo,, el cambio y el comercio, en
conjunto, funcionan satisfactoriamente». Cito del Times del
otro día. Con todo, pensamientos como éstos, como he seña­
lado a menudo, son pensamientos completamente británicos
y nos hemos familiarizado con ellos durante años.
Si queremos más filosofía de la materia que ésta, nuestros
amigos librecambistas tienen dos axiomas para nosotros, axio­
mas establecidos por sus justamente estimados doctores, que
creen que deberían satisfacemos por completo. Uno es que,
tal como están las cosas, cuanto más aumenta la población,
más aumenta la producción para seguir su paso, porque los
hombres, por su número y contacto, hacen brotar todo tipo
de actividades y recursos entre sí y en la naturaleza que no
desarrollan cuando son pocos y están dispersos. El otro es
que, aunque la población siempre tiende a igualar los medios
de subsistencia, sin embargo, las nociones de la gente de lo
que es la subsistencia se amplían a medida que avanza la civi­
lización y abarcan numerosas cosas más allá de las necesida­
des estrictas de la vida; así, por tanto, se consigue el freno so­
bre la población que se necesita. Pero el error de nuestros
amigos tal vez sea precisamente que aplican axiomas de
este tipo como si fueran leyes autónomas que operarán sin
molestia o previsión por nuestra parte, con tal de perseguir el
librecambio, los negocios y la población celosa e inflexible­
mente. Mientras que la verdad real es que, cualquiera que
pueda ser el caso en otras circunstancias, de hecho, cuando
ahora abordamos la cuestión, la concepción ampliada de lo
que se incluye en la subsistencia no llega a impedir que vengan
al mundo numerosas personas que sólo cubren las estrictas
necesidades de la vida o que incluso no las cubren, mien­
tras que, de nuevo, aunque la producción se incremente al
ritmo de la población, sin embargo, parece que la producción
sea de tal tipo y tan proporcionada, o más bien despropor­
cionada, a la población que, si la población es menor, será
mejor para ella.
Por ejemplo, con el aumento de la población desde la época
de la reina Isabel, la producción de medias de seda ha aumen­
tado asombrosamente, y las medias de seda se han vuelto mu­
cho más baratas y asequibles en mayor abundancia para mucha
más gente, y tal vez tiendan, si la población y las manufacturas
aumentan, a abaratarse cada vez más y se conviertan al final,
según la imagen favorita de Bastíat11, en una propiedad común
y gratuita de la raza humana, como la luz y el aire. Pero el bei-
con y el pan no se han abaratado mucho con el aumento de la
población desde la época de la reina Isabel, ni son asequibles
en mayor abundancia para mucha más gente; ni parecen pro­
meter en absoluto, como el aire y la luz, convertirse en una
propiedad común y gratuita de la raza humana. Si el pan y el
beicon no han seguido el paso de nuestra población y hay mu­
cha más gente que los necesita ahora que en la época de la reina
Isabel, parece vano decimos que las medias de seda han segui­
do el paso de nuestra población o incluso lo han superado, y
que hemos de consolarnos con ello.
En resumen, resulta que nuestra búsqueda del librecambio,
como de tantas otras cosas, ha sido demasiado mecánica. Nos
fijamos en un objetivo, que en este caso es la producción de
riqueza y el aumento de manufacturas, población y comercio
a través del librecambio, como una especie de única necesi­
dad o fin en sí mismo, y la perseguimos inflexible y mecá­
nicamente y decimos que es nuestro deber perseguirla inflexi­
ble y mecánicamente, sin ver cómo se relaciona con la entera
ley inteligible de las cosas y la plena perfección humana ni
tratarla como la pieza de maquinaria, o valor variable según
varían sus relaciones con la ley inteligible de las cosas, que
realmente es.

11 Frédéric Bastiat (1801-1850), economista francés y defensor del libre­


cambio,
Así, no tiene sentido decir al Times y a nuestros amigos libe­
rales que se regocijan por poseer el talismán del librecambio
que en tomo a una de cada diecinueve personas de nuestra
población es indigente12y que, al ser así, no puede decirse que
el cambio y comercio demuestren con su trabajo satisfactorio
que no importa si no comprendemos las relaciones entre el
trabajo y el capital, ni pueden decimos que no estemos triste­
mente confusos. Porque aquí entra nuestra fe en 3a búsqueda
inflexible y mecánica de un objetivo fijado y se cubre con esa
imponente y colosal doctrina de la necesidad del Times que ya
hemos advertido. Esta doctrina-, al asumir que un aumento del
cambio y la población es un bien en sí mismo, uno de los prin­
cipales bienes, nos dice que las molestias de la felicidad huma­
na causadas por flujos y reflujos en la marea del cambio y los
negocios que, en conjunto, va firme al alza, son inevitables y
no hay que pelear con ellas. Pretendo tener en cuenta esta firme
filosofía cuando estoy en el este de Londres, donde mis ocupa­
ciones me llevan a menudo; en efecto, para protegerme contra las
penosas visiones que en estas ocasiones nos asaltan, he transcri­
to del Times una tirada de este tipo, llena de la más fina doctrina
económica, y siempre la llevo conmigo. El pasaje es éste:

E l East End es la región más comercial, más industrial,


más fluctuante de la metrópolis. Siempre es la primera
en sufrir, porque es la criatura de la prosperidad y cae a tie­
rra en cuanto el viento deja de mantenerla. Toda esa región
está cubierta de enormes muelles, astilleros, fábricas y una
extensa área de pequeñas casas, llenas de vida y felicidad en
tiempos activos, pero marchitas e inanes en tiempos apaga­
dos, com o los desiertos orientales sobre los que leemos.
Ahora ha acabado su breve primavera. N o se ha de culpar a
nadie por ello, ¡es el resultado de las leyes más simples de la
naturaleza!

Debemos todos coincidir en que es imposible que algo pue­


da ser más firme que esto o mostrar una fe más segura en el
trabajo del librecambio, como lo entienden y emplean nues­
tros amigos liberales.

u Así era en 1868. [Nota de Amold].


Pero si aún dudamos de si la multiplicación indefinida de
fábricas y pequeñas casas puede ser un bien absoluto en sí
mismo que contrarreste la multiplicación indefinida de los
pobres, aprenderemos que esta multiplicación de los pobres
también es un bien absoluto en sí mismo y el resultado
de leyes divinas y bellas. Ésta es, en efecto, una tesis favorita de
nuestros amigos filisteos, y he advertido el orgullo y gratitud
con que reciben ciertos artículos en el Times que se dilatan con
lenguaje agradecido y solemne sobre el crecimiento majestuo­
so de nuestra población. Pero prefiero citar ahora, sobre este
tópico, las palabras de un joven e ingenioso escritor escocés,
el señor Robert Buchanan13, porque inviste con abundante
imaginación y poesía esta idea corriente del bendito e incluso
divino carácter que supuestamente tiene la multiplicación de
la población. Dice el señor Robert Buchanan: «Si hay una
cualidad que parece de Dios, y suya en exclusiva, es esa divina
filoprogenie, ese amor apasionado de la distribución y expan­
sión en formas vivas. Todo animal añadido parece un nuevo
éxtasis para el Creador; toda vida añadida, una nueva encar­
nación de su amor. Querría que la tierra bullera de seres. Nun­
ca hay bastantes. Vida, vida, vida, rostros brillantes, corazones
latentes deben colmar toda grieta. Ni un rincón ha de quedar
vacío. La Tierra entera alimenta y Dios glorifica».
Tal vex sea un poco injusto atribuir a la divinidad en exclu­
siva esa filoprogenie que el filisteo británico y la paupérrima
clase irlandesa pueden compartir con él; sin embargo, ¡qué
embriagadora es aquí toda la tendencia del pensamiento!
También me llevo estas hermosas palabras al este de Londres
y a menudo las leo allí. Están por completo de acuerdo con el
lenguaje popiflar que estamos acostumbrados a oír sobre los
niños y las familias numerosas, que describe los hijos como
enviados. Hay un verso que el señor Robert Buchanan lanza
tras la prosa poética que he citado:

Es ía vieja historia de los tiempos de la hoja de parra.

13 Robert Buchanan (1841-1901) atacó la «cultura» de Arnoid en su D a­


vid Gray and Other Essays, Chiejly on Poetry (1868).
Este hermoso verso también se conecta naturalmente, cuan­
do estamos en el este de Londres, con la idea del deseo de
Dios de que la tierra bulla de seres; porque el bullir de la tierra
con seres, en efecto, en el este de Londres, parece revivir la
vieja historia de los tiempos de la hoja de pana, ya que encontra­
mos allí tantas personas que apenas tienen un harapo con que
cubrirse; y a mayor bullicio, mayor la promesa de revivir la
vieja historia. Cuando la historia se haya revivido por comple­
to, el bullicio esté acabado y todas las grietas atiborradas, en­
tonces, sin duda, los rostros del este de Londres serán rostros
brillantes, como es el deseo de Dios que sean, según el señor
Robert Buchanan, pues cualquiera debe advertir que ahora no
lo son, sino que resultan, por el contrario, muy miserables.
Pero para impedir que toda esta filosofía y poesía nos arras­
tre con ella y nos haga pensar con el Times y nuestros prácti­
cos liberales librecambistas y, en general, con los filisteos bri­
tánicos, que el aumento de pequeñas casas y fábricas o el
aumento de la población son bienes absolutos en sí mismos,
han de ser perseguidos mecánicamente y adorados como fe­
tiches, para impedir esto, tenemos esa noción inamovible­
mente fijada, de la que antes he hablado, la noción de que la
cultura, o el estudio de la perfección, nos lleva a concebir que
ninguna perfección es real si no es una perfección general,
que abarque a todos nuestros semejantes, con los que tene­
mos que ver. Ésta es la simpatía que mantiene unida a la hu­
manidad, que somos, como en efecto dice nuestra religión,
miembros de un solo cuerpo, y si un miembro sufre, todos
los miembros sufren con él. La perfección individual es impo­
sible si el resto de la humanidad no se perfecciona con noso­
tros, «Los muchos sabios son la salud del mundo», dice el sa­
bio. Al respecto, ese excelente y a menudo citado guía nuestro,
el obispo Wilson, tiene unas palabras notables: «No amamos
a nuestro vecino tanto por su interés como por el nuestro».
De nuevo: «Nuestra salvación en cierta medida depende de la
de los otros». El autor de la Imitatio afirma admirablemente lo
mismo cuando dice: Ohscurior etiam via ad coelum videbatur
quando tam pauci regnum coelorum quaerere curahant. Cuantos
menos buscan el camino a la perfección más difícil es de ha­
llar. A todos nuestros semejantes, en el este de Londres y en

[m i ]
cualquier parte, debemos llevarlos con nosotros en el progre­
so hacia la perfección, si realmente, como profesamos, quere­
mos ser perfectos, y no debemos permitir que el culto de nin­
gún fetiche, de ninguna maquinaria, como ías manufacturas
o la población — que no son, como la perfección, bienes ab­
solutos en sí mismos, aunque lo creamos— creen para noso­
tros tal multitud de seres humanos miserables, hundidos e
ignorantes, de modo que llevarlos a todos con nosotros sea
imposible y tal vez deban mayoritariamente ser abandonados
por nosotros en su degradación y miseria. Pero es evidente
que la concepción del librecambio, de la que se jactan nues­
tros amigos liberales y en la que creen haber descubierto el
secreto de la prosperidad nacional, es evidente, digo, que
la mera búsqueda sin trabas de la producción de riqueza y la
mera multiplicación mecánica, con este fin, de manufacturas
y población, amenaza con crear para nosotros, si no las ha
creado ya, esas masas vastas, miserables, inmanejables de gen­
te hundida —un indigente, en este momento, por cada dieci­
nueve personas— , con cuya existencia, como hemos visto,
nos está prohibido reconciliarnos, a pesar de todo lo que la
filosofía del Times y la poesía del señor Buchanan puedan de­
cir para persuadimos.
[Aunque el hebraísmo, siguiendo su mejor y superior ins­
tinto, idéntico, como hemos visto, al del helenismo en su
objetivo final, el objetivo de la perfección, nos enseña esto
muy claramente, y aunque he preferido extraer de los conse­
jeros hebraizantes —la Biblia, el obispo Wilson, el autor de la
Imitatio— los textos que usamos para aproximarnos a esta
enseñanza]14, el hebraísmo parece impotente, casi tan impo­
tente como nuestros amigos liberales librecambistas, para tra­
tar eficazmente con nuestras siempre crecientes masas de pau­
perismo e impedir su progresiva acumulación. El hebraísmo
construye iglesias, en efecto, para estas masas, y envía misio­
neros entre ellas; sobre todo, se coloca frente a la doctrina de
la necesidad del Times y se niega a aceptar su degradación
como inevitable. Pero respecto a su creciente acumulación
parece llegar a las mismas conclusiones, aunque desde su pro-

1,1 Amold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores,

[iiz ]
pió punto de vista, de nuestros amigos liberales librecambis­
tas. El hebraísmo, con ese uso mecánico y desorientador de la
letra de las Escrituras que ya hemos comentado, se rige por
textos como procready multiplicaos, el edicto de la ley de Dios,
como diría el señor Chambers, o por la declaración de lo que
llamaría las palabras de Dios en los Salmos, que el hombre
con muchos hijos será feliz. Junto a textos como éstos es ca­
paz de poner este otro: Nunca dejará de haberpobres en la tierra.
Así el hebraísmo llega hasta casi la misma noción de la opi­
nión popular y del señor Robert Buchanan, de que los hijos
son enviados y de que la naturaleza divina se regocija en hacer
bullir de indigentes el East End de Londres. Sólo que, cuando
perecen de desesperación y miseria, afirma el deber cristiano
de socorrerlos, en lugar de decir, como el Times: «Ahora ha
acabado su breve primavera. No se ha de culpar a nadie por
ello, ¡es el resultado de las leyes más simples de la naturale­
za!». Pero, como el Times, el hebraísmo desespera de toda
ayuda del conocimiento y dice que «lo que hace falta no es la
luz de la especulación».
Recuerdo que el otro día un buen hombre, que contempla­
ba conmigo a una multitud de niños que se había reunido
ante nosotros en una de las zonas más miserables de Londres
—niños enfermos, enclenques, mal alimentados y mal vesti­
dos, abandonados por sus padres, sin salud, sin hogar, sin es­
peranza— me dijo: «Lo único realmente necesario es enseñar
a estos pequeños a socorrerse entre sí, aunque sea un con vaso
de agua, pero ahora, de un extremo al otro del país, sólo se
oye un clamor: ¡conocimiento, conocimiento, conocimien­
to!». Sin embargo, seguramente, mientras estos niños estén en
esas masas supurantes, sin salud, sin hogar, sin esperanza, y
mientras su multitud aumente sin cesar, cargada con la mise­
ria de deberse a sí mismos, cargada con la miseria de deberse
a nosotros, se ayuden o no entre sí con un vaso de agua, ¡es
necesario el conocimiento para impedir su acumulación, in­
cluso para dar a su vida moral y a su crecimiento una oportu­
nidad justa!
¿No podemos decir, por tanto, que ni el verdadero hebraís­
mo de este buen hombre, que desea gastar y ser gastado para
estas multitudes hundidas, ni lo que puedo llamar el espurio
hebraísmo de nuestros amigos liberales librecambistas —que
adoran mecánicamente su fetiche de la producción de riqueza
y del aumento de las manufacturas y la población sin mirar a
derecha ni izquierda mientras este aumento continúa— nos
sirve de mucho aquí, y que aquí, de nuevo, lo que nos hace
falta es el helenismo, permitir que nuestra conciencia juegue
libre y simplemente con los hechos que hay ante nosotros y
escuche lo que nos dice la ley inteligible de ias cosas en lo que
les concierne? Seguramente lo que nos dice es que los hijos de
un hombre realmente no son enviados en mayor medida
que los cuadros de su pared o los caballos de su establo, y que
traer a personas al mundo, cuando no podemos permitirnos
cuidarlas a ellas y a nosotros decentemente y no demasiado
precariamente, o traer más al mundo de las que podemos
permitirnos cuidar así no es, digan lo que digan el Times y el
señor Buchanan, un cumplimiento de la voluntad divina o
una satisfacción de las leyes más simples de la naturaleza, sino
algo tan. equivocado, algo tan contrario a la razón y la volun­
tad de Dios como lo seria que un hombre tuviera caballos,
coches o cuadros que no puede permitirse o tuviera más de
los que puede permitirse, y que, en un caso como en otro,
cuanto mayor sea la escala en que se realiza la violación de las
leyes de la razón, y cuanto más se persista en ella, mayor debe
ser la confusión y la turbación final. ¡Seguramente ninguna
alabanza del librecambio, ninguna reunión de los obispos y
clérigos en el East End de Londres, ninguna lectura de los
periódicos e informes pueda decirnos nada sobre nuestra con­
dición social que nos concierna saber más que eso! ¡No sólo
saberlo, sino tener habitualmente el conocimiento presente
y actuar con«él como se actúa con el conocimiento de que el
agua moja y el fuego quema! No sólo le concierne saberlo al
populacho hundido de las grandes ciudades y al indigente
vigésimo de nuestra población; también nos concierne saber­
lo a nosotros, filisteos de clase media, y a cuantos han de
disponerse a progresar en la perfección.
¡Pero ya lo sabemos!, dirá alguien; es la más sencilla ley de
la prudencia. Pero qué poca realidad debe de haber en ese
conocimiento, qué poco la estaremos poniendo en práctica,
qué poco ha de penetrar entre las masas pobres y esforzadas
de nuestra población, y ha de mejorar nuestra condición,
mientras un hebraísmo de escasa inteligencia sigue repitiendo
como una palabra de Dios eterna y absoluta el verso del sal­
mo que dice que eí hombre con muchos hijos será feliz, u
otro hebraísmo de escasa inteligencia —es decir, un segui­
miento ciego de cierta reserva de nociones como infalibles—
sigue considerando una prueba absoluta de la prosperidad
nacional la multiplicación de las manufacturas y la pobla­
ción. Seguramente, el primer grupo de hebraizantes debe sa­
ber que el verso del salmo se compuso en la reocupación de
Jerusalén tras el cautiverio, cuando los judíos de Jerusalén
eran pocos, formaban una guarnición mal provista y todo
hijo era una bendición, y que la palabra de Dios, o la voz del
orden divino de las cosas, declara que la posesión de muchos
hijos es una bendición sólo cuando realmente así sucede. ¿No
ha de saber el otro grupo de hebraizantes que, si llaman a sus
conocidos imprudentes y desgraciados cuando, sin medios
para apoyarlos o con medios precarios, tienen una familia
numerosa, entonces no deberían juzgar e! Estado bien mane­
jado y próspero sólo porque se multiplican sus manufacturas
y ciudadanos, si las manufacturas, que producen tantos nue­
vos ciudadanos como si realmente los hubieran engendrado,
producen más de los que pueden mantener o son demasiado
precarias para seguir manteniendo a los que han mantenido
durante un tiempo?
El helenismo, seguramente, o el hábito de fijarnos en la ley
inteligible de las cosas, es de lo más saludable si nos hace ver
que el único bien absoluto, el único objetivo absoluto y eter­
no que nos prescribe la ley de Dios, o el orden divino de las
cosas, es el progreso hacia la perfección, nuestro propio pro­
greso hacia ella y el progreso de la humanidad. Por tanto, para
cada individuo, y para cada sociedad humana, la posesión y
multiplicación de hijos, como la posesión y multiplicación de
caballos y cuadros, ha de ser considerada buena o mala no en
sí misma, sino en referencia a este objetivo y el progreso hacia
él. Así como no ha de excusarse a hombre alguno por tener
caballos o cuadros si el poseerlos impide su progreso o el aje­
no hacia la perfección y los hace llevar una vida servil e inno­
ble, hombre alguno ha de ser excusado por tener hijos si al
tenerlos le ocurre lo mismo a él o a otros. Pensamientos claros
de este tipo son seguramente el producto espontáneo de nues­
tra conciencia cuando se le permite jugar libre y desinteresa­
damente con los hechos reales de nuestra condición social y
con la reserva de nociones y hábitos al respecto. No podemos
sino pensar que, asidos con firmeza y pronunciados con sen­
cillez, probablemente mejorarán esa condición y disminuirán
la formidable proporción de un indigente por cada diecinue­
ve personas en mayor medida que la búsqueda hebraizante
y mecánica del librecambio por parte de nuestros amigos
iiberales.

De modo que, aquí como en cualquier parte, las operacio­


nes prácticas de nuestros amigos liberales, que tanto valoran
y a las que nos invitan a unimos para mostrar lo que el señor
Bright llama un interés recomendable, no nos parecen tan
prácticas como creen para el verdadero bien, y nos parece que
nuestros amigos liberales necesitan helenizar un poco — es
decir, examinar la naturaleza del verdadero bien y escuchar lo
que su conciencia les dice sobre él— antes que continuar con
tanto ardor y confianza sus actuales operaciones prácticas.
Está claro que no tienen motivo, en lo que respecta a las va­
rias operaciones suyas que hemos examinado, de reprochar­
nos un delicado escepticismo conservador. Porque a menudo,
al helenizar, parece que subvertimos la reserva de nociones y
usos conservadores de manera más eficaz de lo que ellos la
subvierten hébraizando. Pero, en verdad, el juego libre y es­
pontáneo de la conciencia con el que la cultura trata de hacer
flotar nuestra reserva de hábitos de pensamiento y acción es
por su naturaleza misma, como se ha dicho, desinteresado.
A veces el resultado de hacerla flotar puede ser agradable para
este partido, a veces para aquél; ya puede ser ingrato para nues­
tros llamados liberales, ya para nuestros llamados conservado­
res, pero lo que la cultura quiere es, sobre todo, hacerlaflotar,
impedir que siga siendo una rígida y cruda pieza de petrifica­
ción. Es mero hebraizar, detenernos e impedir que nuestra
conciencia juegue libremente, cuando a nosotros o a nuestros
amigos no nos gusta lo que nos descubre. Esto es hacer que el
partido liberal o el partido conservador sean lo único necesa­
rio para nosotros, en lugar de la perfección humana, y ya he­
mos visto el perjuicio que causa hacer de algo aun mayor que
el partido liberal o conservador —el predominio de la faceta
moral en el hombre— lo único necesario. Pero iremos allí
donde nos lleve el libre juego de nuestra conciencia, creyendo
que por este camino tenderemos a lograr de todo punto lo que
nos hace falta y así nos aproximaremos más a la completa
perfección humana.
[Así tal vez podamos alabar mucho de ío que un llamado
liberal cree que le está prohibido alabar y, sin embargo, censu­
rar mucho de lo que un llamado conservador cree que le está
prohibido censurar, porque ambos son partidarios, y ningún
partidario puede permitirse ser desinteresado. Pero nosotros,
que no somos partidarios, podemos permitírnoslo, y así, tras
haber visto lo que los inconformistas pierden por encerrase
en sus formas de institución religiosa del Nuevo Camino, po­
demos permitimos ver, por otro lado, cómo sus ministros, en
una época de movimiento de ideas como la nuestra, son capa­
ces de considerarse más exentos que los ministros de una gran
institución de la Iglesia de esa confianza en sí mismos y senti­
do de la superioridad de tal movimiento que son naturales en
una jerarquía poderosa y que en el archidiácono Denison, por
ejemplo, parecen llegar a tal punto que no puede sino temerse
que resulten en su ruina espiritual. Ver esto no nos vuelve
propensos, por tanto, a encerrar toda la nación en formas de
culto del tipo del Nuevo Camino, sino que nos señala el nue­
vo ideal de combinar formas grandes y nacionales de culto
con una apertura y movimiento de espíritu no descubiertos
aún en jerarquía alguna. Así, de nuevo, si vemos que lo que
llamamos ritualismo realiza conquistas en nuestra clase media
puritana, podemos alegramos de que partes de esta clase se
vuelvan sensibles a la debilidad estética de su posición, aun
cuando no lo sean a su debilidad intelectual. En el puritanis­
mo, por otro lado, podemos respetar la idea de ser sinceros
con nosotros mismos, que es a la vez la gran fuerza del puri­
tanismo —la gran superioridad del puritanismo sobre todos
los demás productos, como el ritualismo, de todas nuestras
tendencias católicas— y también una idea rica en las semillas
latentes de la promesa intelectual. Pero lo hacemos sin ocul­
tamos por ello que el puritanismo, al hebraizar, ha tergiversa­
do esa idea, apenas ha desarrollado, si lo ha hecho, alguna de
esas semillas y que su triunfo en su fase actual de desarrollo
serla nocivo.]15
Todo nos confirma, en suma, en la doctrina, tan desagrada­
ble para los creyentes en la acción, de que nuestro cometido
principal en el presente no consiste tanto en forjar ciertas cru­
das reformas cuyo plan ya tenemos, como en crear, con ayuda
de esa cultura que desde el principio alabamos y recomenda­
mos, un plan en el que las reformas fructíferas puedan real­
mente crecer con el tiempo. En todo caso, debemos soportar
la impaciencia de nuestros amigos junto a sus reproches con­
tra la inacción cultivada, y aun debemos declinar echarles una
mano en sus operaciones prácticas, hasta que, al menos por
nuestra parte, hayamos madurado un poco en torno a la na­
turaleza del verdadero bien y nos aproximemos a esa condi­
ción de la que surgen fructíferas y sólidas operaciones.
Mientras tanto, como nuestros amigos liberales nos asegu­
ran de manera clamorosa y decidida que sus operaciones ac­
tuales resultan ahora fructíferas y sólidas, sigamos en cada
caso probando esas operaciones de la manera sencilla que he
indicado, permitiendo que la comente natural de nuestra
conciencia fluya libremente sobre ellas, y si superan esta prue­
ba con éxito, entonces les conferiremos nuestro encomiable
interés, pero nada más. [Pongamos un ejemplo. Nuestros ami­
gos liberales nos aseguran, en voz muy alta, que su operación
actual para el desmantelamiento de la Iglesia irlandesa es fruc­
tífera y sólida. Pero ¿y si, al probarla, parece cierto que los es­
tadistas y personas razonables de ambos partidos desean lo
mismo, eí justo reparto de la propiedad de la Iglesia de Ir­
landa entre los principales cuerpos religiosos que hay allí,
pero que, tras los estadistas y las personas razonables, había,
por un lado, un enorme prejuicio tory y, por el otro, un enor­
me prejuicio inconformista a los que desagradaba ese arreglo?

15 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.


Pensamos que la manera natural de obrar habría sido que los
estadistas y las personas razonables de ambos partidos se hu­
bieran unido y hubieran calmado y disipado, en la medida de
lo posible, la resistencia de sus respectivos extremos y, de re­
sultar imposible, se hubieran enfrentado a ella concertados.
Pero vemos que, en lugar de esto, los estadistas liberales espe­
raron confundir a sus rivales, si proponían el arreglo que am­
bos consideraban razonable, mediante el prejuicio de su pro­
pio extremo inconformista, para entonces, al proponer un
arreglo que halagara este prejuicio, lograr que el otro arreglo,
que consideraban razonable, resultara imposible; y llevaron a
sus rivales a su vez a encender con todo su poder, con la espe­
ranza de desconcertarlos, un gran fuego en el extremo tory, de
fiero prejuicio y fanatismo religioso, un fuego que, una vez
encendido, siempre puede extenderse fácilmente. Si al probar
la actual operación de nuestros'amigos liberales para el des-
mantelamiento de la Iglesia irlandesa esto resulta ser cierto, a
mi juicio, aun cuando haya una mayoría liberal y nuestros
amigos liberales apelen apasionados a nosotros para que asu­
mamos un encomiable interés en su operación y en ellos, y
nos reunamos en torno a lo que sir Henry Hoare (quien tal
vez pueda describirse como un bárbaro convertido al filisteís-
mo, así como yo parezco, por otro lado, un filisteo converti­
do a la cultura) llama hermosamente la conciencia de un
Gladstone y la inteligencia de un Bright, nuestro deber es más
bien abstenernos y, en lugar de echar una mano a la opera­
ción de nuestros amigos liberales, hacer cuanto podamos para
abatir y disolver el enorme prejuicio, tory o inconformista,
que vuelve producible y posible una operación tan dudosa­
mente engendrada y equívoca como ésta.]16

16 Arnoid suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.

N ]
Y
así llegamos al final de lo que teníamos que decir en
alabanza de la cultura y como prueba de su especial
utilidad para las circunstancias en que estamos y la
confusión que nos rodea. A través de la cultura parece ir
nuestro camino, no sólo hacia la perfección, sino hacia la se­
guridad. Negándonos decididamente a echar una mano a las
operaciones imperfectas de nuestros amigos liberales, omi­
tiendo su impaciencia, burlas y reproches, firmemente incli­
nados a tratar de descubrir en la ley inteligible de las cosas
una base más firme y sólida para la práctica futura que cuan­
to tenemos por ahora, y creyendo que esta búsqueda y des­
cubrimiento ha de ser, para nuestra generación y circunstan­
cias, de importancia más vital y apremiante que la práctica
misma, sin embargo, tal vez nosotros, desprestigiados segui­
dores de la cultura, podamos hacer más para que el presente
y el plan de la sociedad en la que vivimos sean sólidos y na­
vegables que todo cuanto los apresurados políticos pueden
hacer.
Ya hemos visto cuánto de nuestros desórdenes y perplejida­
des se debe a la incredulidad, entre las clases y combinaciones
de hombres, bárbaros o filisteos, que hasta el momento han
gobernado la sociedad, en la recta razón, en lo mejor que hay
en nosotros de una manera eminente; a la inevitable decaden­
cia y ruptura de las organizaciones por las que, ai afirmar y
expresar en esas organizaciones sólo su identidad ordinaria,
tanto tiempo nos han gobernado; y a su indecisión, cuando
la sociedad, que su conciencia les dice que ha forjado y aún
no se conduce según la recta razón, sino según su identidad
ordinaria, se agita groseramente al ofrecer resistencia a sus
subversores. Pero para nosotros, que creemos en la recta ra­
zón, en el deber y en la posibilidad de desprender y elevar lo
mejor que hay en nosotros, en el progreso de la humanidad
hacia la perfección, para nosotros el marco de la sociedad, ese
teatro en el que este augusto drama se despliega, es sagrado, y
al margen de quienes lo administren, y por mucho que pre­
tendamos apartarlos del cargo de la administración, sin em­
bargo, mientras lo hagan, nosotros les apoyaremos con firme­
za y ánimo íntegro para reprimir la anarquía y el desorden,
porque sin orden no puede haber sociedad y sin sociedad no
puede haber perfección humana.
[Por mi parte, en efecto, esta regla de conducta es heredita­
ria. Recuerdo que mi padre, en una de sus cartas inéditas es­
crita hace más de cuarenta años, cuando el estado político y
social del país era triste y confuso y había disturbios en mu­
chos lugares, tras insistir con fuerza en el error y necedad
del gobierno y en el perjuicio y peligro de la constitución
feudal y aristocrática de nuestra sociedad, acababa así: «En
cuanto a los disturbios, la antigua manera romana de tratar
con eso es siempre la correcta: azotar a los soldados rasos y
colgar a los cabecillas de la Roca Tarpeya».]1A esta opinión de
lo intolerable de la anarquía nunca podemos renunciar, por
mucho que nuestros amigos liberales crean que pequeños dis­
turbios y lo que llaman demostraciones populares sean útiles
a veces para sus intereses y los intereses de las operaciones
prácticas que realizan, y por mucho que prediquen el dere­
cho de un inglés a que se le deje hacer lo que quiera en la
medida de lo posible, y el deber del gobierno de permitírselo
y ser cómplice-de ello tanto como sea posible y abstenerse de
toda cruel represión. Aunque nos muestren hábilmente ope­
raciones que son indudablemente preciosas, como la aboli­
ción del tráfico de esclavos, y nos pregunten si con ello go­
biernos necios y obstinados no se asustarán provechosamente
a la vista de pequeños disturbios, considerando el buen pro­
pósito visible y la dificultad de superar la oposición, sin em­

1 En la edición de 1875 y posteriores, Arnold suprimió este pasaje y


añadió a continuación el sintagma «de lo intolerable de la anarquía».
bargo, decimos que no, y que esas procesiones monstruosas
en las calles y violentas irrupciones en los parques, incluso en
supuesto apoyo de ese buen propósito, deberían ser inflexi­
blemente prohibidas y reprimidas. Porque, en un Estado en
que la ley tiene la autoridad y soberanía, se requiere un curso
firme y asentado de orden público si el hombre ha de lograr
ahora que algo precioso y duradero llegue a la madurez o ha de
fundar algo precioso y duradero en el futuro.
Así, a nuestros ojos, el marco mismo y orden exterior del
Estado, quienquiera que lo administre, es sagrado, y la cultura
es el enemigo más decidido de la anarquía, a causa de las
grandes esperanzas y propósitos para el Estado que la cultura
nos enseña a alimentar. Pero si, creyendo en la recta razón y
teniendo fe en el progreso de la humanidad hacia la perfec­
ción y trabajando siempre con este fin, llegamos a tener una
visión más clara de las ideas de la recta razón y de los elemen­
tos y ayudas de la perfección, y a llenar con ellos el marco del
Estado, a dar forma a su composición interna y a todas sus
leyes e institución conforme a ellos, y a hacer del Estado cada
vez más la expresión, como decimos, de lo mejor que hay en
nosotros, que no es algo múltiple y vulgar e inestable y con­
tencioso y variable, sino único y noble y seguro y pacífico e
igual para toda la humanidad, ¿con qué aversión no conside­
raremos entonces la anarquía, con qué firmeza no la frenare­
mos, cuando pone en peligro tantas cosas preciosas?
De modo que, por el presente, pero mucho más por el fu­
turo, los amantes de la cultura son por completo y con buena
conciencia los opositores de la anarquía. No como los bárba­
ros y filisteos cuya honradez y cuyo sentido del humor los
hace retroceder, como hemos visto, a la hora de tratar el Esta­
do como algo muy serio y conferirle más poder, pues, en efec­
to, el único Estado que conocen y que creen administrar es la
expresión de su identidad ordinaria. Aunque el extremo vo­
luntarioso y violento entre ellos podría armarlo alegremente
con plena autoridad, sin embargo, su medio virtuoso, como
hemos dicho, hace que les remuerda la conciencia al hacerlo,
con lo que nuestros bárbaros secretarios de Estado permiten
que se rompan las vallas del parque y nuestros filisteos alcal­
des-coroneles que los alborotadores roben y golpeen a los
viandantes. Pero nosotros, que no vemos en el Estado expre­
sión alguna de nuestra identidad ordinaria, sino ya, por así
decirio, el marco señalado y recipiente preparado para lo me­
jor que hay en nosotros y, con vistas al futuro, la poderosa,
beneficiosa y sagrada expresión y órgano de lo mejor que hay
en nosotros, tenemos la voluntad y decisión, incluso ahora,
de fortalecer contra la anarquía las manos temblorosas de
nuestros bárbaros ministros del Interior y las débiles rodillas
de nuestros alcaldes-coroneles, y de decirles que no están lla­
mados a proteger las vallas del parque y suprimir los alborotos
en Londres en nombre de supropia identidad ordinaria, sino en
nombre de lo mejor que hay en ellos y en nosotros de cara al
futuro.
Sin embargo, aunque para resistir la anarquía los amantes
de la cultura aprecien y empleen el fuego y la fuerza, deben ai
mismo tiempo tener siempre en cuenta que en este momento
no es cierto lo que la mayoría de la gente nos dice, que el
mundo quiere fuego y fuerza antes que dulzura y luz, y que
las cosas en su mayor parte han de lograrse primero y com­
prenderse después. Hemos visto cuánto de nuestras actuales
perplejidades y confusión ha causado y tiende a perpetuar
entre nosotros esta noción incierta de la mayoría de la gente.
Por tanto, el verdadero cometido de los amigos de la cultura
ahora es disipar esa falsa noción, extender la creencia en la
recta razón y en una firme ley inteligible de las cosas y lograr
que el pensamiento y conciencia de los hombres juegue des
interesada y libremente con su reserva de nociones y hábitos;
lograr que los hombres intenten, antes que actuar inflexible­
mente con un conocimiento imperfecto, obtener una base de
conocimiento^ más sólida para actuar. Esto es lo que los ami­
gos y amantes de la cultura han de hacer, por mucho que los
creyentes en la acción se impacienten con nosotros por decir­
lo e insistan en que les echemos una mano en sus operaciones
prácticas y mostremos un encomiable interés en ellas.
Debemos hacer oídos sordos a esta insistencia. Pero, por
otra parte, los amigos de la cultura no deben esperar tomar a
los creyentes en la acción al asalto o parecer importantes visi­
ble y rápidamente y gobernar y componer una figura en el
mundo. Aristóteles dice que aquellos a los que pueden atraer
las ideas y la búsqueda de la ley inteligible de las cosas son
principalmente los jóvenes, llenos de un espíritu generoso y
con pasión por la perfección; la mayoría de los hombres, dice,
toma los bienes aparentes por reales, apenas piensa en la ver­
dadera dulzura y luz, «y en cuanto a su vida», añade tristemen­
te, «¿quién podrá darle un ritmo nuevo y mejor?». Pero aun­
que los atraídos sobre todo por la dulzura y la luz sean siempre
probablemente los jóvenes y entusiastas y la cultura no deba
esperar tomar a las masas al asalto, sin embargo, en nuestros
días y para nuestro pueblo no admitiremos ni dependeremos
de la desalentada sentencia de Aristóteles. Porque ¿no es la
recta corona de la larga disciplina del hebraísmo y el debido
fruto de siglos de doloroso aprendizaje de autodominio de la
humanidad, y la justa recompensa, sobre todo, de la esforzada
energía de nuestra nación y familia al ser honrada consigo
misma y caminar rectamente según la mejor luz que conoce,
que cuando en la plenitud del tiempo se le ofrezcan la razón
y la belleza, y la ley de las cosas como realmente son, al final
camine a esta luz verdadera con la misma determinación y
celo con que antes caminó a su luz imperfecta? Así, las dos
fuerzas naturales del hombre, hebraísmo y helenismo, no es­
tarán separadas ni serán rivales, sino que conformarán una
fuerza unida de recto pensar y fuerte obrar orientada hacia la
perfección. Esto es lo que amantes de la cultura como noso­
tros tal vez se atrevan a augurar a naciones como la nuestra.
Por tanto, por grandes que sean los cambios que han de
cumplirse y por denso que sea el conjunto de bárbaros, filis­
teos y populacho, no desesperaremos, por un lado, ni amena­
zaremos por el otro con la revolución y el cambio, sino que
miraremos adelante alegre y esperanzadamente a «una revolu­
ción», como dijo el duque de Wellington, «de curso legal»,
aunque no exactamente con las leyes que a nuestros amigos
liberales, con sus actuales luces, les encanta ofrecernos,
Pero si el desaliento y la violencia le están prohibidos al
creyente en la cultura, sin embargo, por otro lado no le están
permitidas la vida pública y la acción política directa. Porque
su cometido es, como hemos visto, lograr que los actuales
creyentes en la acción y los amantes del discurso y acción
política se vuelvan hacia sí mismos y escruten mucho más su
reserva de nociones y hábitos, valoren mucho menos su dis­
curso y acción presentes, de modo que, al aprender a pensar
con más claridad, lleguen a actuar al final de manera menos
confusa. Pero ¿cómo persuadiremos a nuestros bárbaros de
que no se aferren a sus usos feudales, cómo persuadiremos a
los inconformistas de que el tiempo gastado en agitaciones
para abolir las tasas eclesiásticas lo habrían gastado mejor en
lograr ideas más dignas de las que tienen los hombres de la
Iglesia sobre Dios y el ordenamiento del mundo, o que el
tiempo gastado en pelear por el voluntarismo en la educación
se habría gastado mejor en enseñar a valorar y fundar una cul­
tura pública y nacional, cómo persuadiremos, en fin, a nues­
tro alcalde-coronel de no contentarse con presidir la sala de
justicia o marchar a la cabeza de sus hombres a la guerra sin el
conocimiento de cómo celebrar un juicio o dirigir a los hom­
bres a la guerra, cómo, digo, persuadiremos a todos ellos de
esto, si nuestro alcalde-coronel ve que queremos usar con
nuestras manos a sus oficiales y su escala de justicia, o los in­
conformistas que queremos para nosotros su plataforma, o
los bárbaros que queremos para nosotros su preeminencia y
función? Ciertamente tardaremos menos en creer, como que­
remos que ellos crean, que la ley inteligible de las cosas con­
tiene algo deseable y precioso, y que todo puesto, función y
bullicio son bienes huecos sin ella, si ven que podemos con­
tentamos y satisfacemos con ella, sin convertirla en un instru­
mento que nos dé un puesto, función y bullicio.
Aunque el señor Sidgwick dice que la utilidad social signi­
fica «perderse en una masa de detalles desagradables, difíci­
les, mecánicos» y aunque a los creyentes en la acción les agra­
da afirmar lo mjsmo, sin embargo, como lo que queremos no
es perdemos en los detalles, sino descubrir la ley inteligible
de las cosas, tampoco aceptaremos a ciegas esta aserción, si­
no que antes la observaremos y probaremos un poco. Si ve­
mos que los creyentes en la acción, olvidando la máxima de
Goethe, «actuar es fácil, pensar es difícil», imaginan que hay
una virtud maravillosa en perderse en una masa de detalles
mecánicos, se excusan de pensar mucho en las ideas claras
que deberían gobernar estos detalles, dedicaremos nuestra
principal atención y esfuerzo a buscar esas ideas y definirlas,

[2.36 ]
persuadidos como estamos de que, si tenemos ideas firmes y
claras, los detalles mecánicos de su ejecución resultarán más
sencillos y fáciles de lo que suponemos ahora. [Incluso en la
educación, donde nuestros amigos liberales no carecen de
celo, realizando su serie de operaciones prácticas e invitándo­
nos a que les echemos una mano, y donde, al ser la educación
el camino a la cultura, con gusto les echaríamos una mano en
sus operaciones prácticas antes que en ningún otro lugar, sin
embargo, vemos que una ley educativa alemana, suiza o fran­
cesa depende de ideas muy claras sobre el derecho del ciuda­
dano, al respecto, frente al Estado, y sobre el deber del Estado
hacia el ciudadano, y que sus detalles mecánicos son relativa­
mente escasos y sencillos, mientras que la ley inglesa corres­
pondiente carece de ideas claras sobre el derecho del ciudada­
no y el deber del Estado, pero tiene, en compensación, una
masa de minuciosos detalles mecánicos sobre el número de
miembros de un consejo escolar y de cómo se formará el
quorum y cómo se convocará y con qué frecuencia se reunirá,
por lo que hemos de concluir que nuestra nación tiene mayor
necesidad de ideas claras sobre la materia que de laboriosos
detalles sobre los accesorios, y que hacemos un mejor servicio
tratando de ayudar con las ideas que echando una mano con
los detalles. Así, mientras el señor Samuel Morley y sus ami­
gos hablan de cambiar su política sobre educación no para
modelarla sobre ideas más sólidas, sino «por temor a que les
quiten el asunto de las manos», no nos preocuparemos dema­
siado por quitarles el asunto de las manos y cogerlo con las
nuestras, sino que más bien intentaremos que adviertan que
modelar la educación sobre ideas sólidas es más importante
que tener el asunto por completo en las propias manos.]2
En esta excitante coyuntura, pues, mientras muchos de los
amantes de las nuevas ideas, algo cansados, como nosotros,
de las actuaciones estereotipadas de nuestros amigos liberales
en el escenario político, se disponen a irrumpir valientemen­
te en este escenario público, no podemos pensar en absoluto
que para un sabio amante de las nuevas ideas ése sea eí esce­
nario correcto. Mucha gente habrá sin nosotros — caballeros

2 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.

[2-37],
en busca de un club, demagogos en busca de un tonel, aboga­
dos en busca de un puesto, industriales en busca de gentile­
za— que venga del este y del oeste y se siente a este banquete
de Tiestes de charlatanes que la vida pública inglesa ha sido
durante muchos años. En la medida en que esas viejas organi­
zaciones, cuya insuficiencia hemos visto — esas expresiones
de nuestra identidad ordinaria, bárbara o filistea—, tienen
fuerza en algún lugar, la tendrán en el Parlamento. Allí, el
hombre enviado por los bárbaros no puede sino verse obliga­
do a halagar la identidad ordinaria de los bárbaros y su gusto
natural por lo trivial, y el hombre a quien ios filisteos envían
no puede sino verse obligado a halagar los de los filisteos. El
conservadurismo parlamentario debe significar esto, que los
bárbaros mantengan su herencia, y el liberalismo parlamenta­
rio que los bárbaros desaparezcan, tal como ocurrirá, y que su
herencia pase a los filisteos. Esa parece ser, en efecto, la verda­
dera y auténtica promesa de los que nuestros amigos liberales
y el señor Bright se consideran herederos, y la meta de los es­
fuerzos de estos grandes hombres. Tal vez el señor Odger y el
señor Bradlaugh estén allí ahora con la misión de expulsar a
bárbaros y filisteos y lograr la herencia para el populacho.
Nosotros, por otro lado, no queremos la herencia para bár­
baros ni filisteos, ni tampoco para el populacho, sino que
queremos la transformación de todos y cada uno de ellos se­
gún la ley de la perfección. A través de lo largo y ancho de
nuestra nación trabaja y crece una sensación —aún vaga y
oscura— de cansancio con estas viejas organizaciones, de de­
seo de transformación. En la Cámara de los Comunes, donde
las viejas organizaciones deben ser inevitablemente las más
resistentes y fuertes, la transformación inevitablemente tarda­
rá más en mostrarse, y puede declararse en verdad, por tanto,
que en la actual coyuntura el centro del movimiento no está
en la Cámara de los Comunes. Está en el espíritu fermentador
de la nación, y el que pueda dirigirse a él ejercerá la verdadera
influencia durante los próximos veinte años.
Tal vez Pericles fuera el más perfecto orador público que
haya vivido, porque fue quien combinó de manera más per­
fecta el pensamiento y la sabiduría con el sentimiento y la
elocuencia. Sin embargo, Platón hace declarar a Alcibíades
que los hombres que habían escuchado la oratoria de Pericles
decían que era muy hermosa, que estaba muy bien, y ya no
pensaban más en ella, pero que los que escuchaban hablar a
Sócrates, dice, con el asunto de lo que había dicho hincado
en su mente, no podían librarse de él. Sócrates bebió su cicu­
ta y murió3, pero ¿no lleva todo hombre consigo un posible
Sócrates, en ese poder de juego desinteresado de la conciencia
con su reserva de nociones y hábitos, del que este hombre
sabio y admirable dio durante toda su vida el gran ejemplo, y
que fue el secreto de su influencia incomparable? El que hace
que los hombres provoquen y ejerciten en sí mismos ese po­
der y lo provoca y ejercita en sí mismo diligentemente tal vez
esté ahora, como Sócrates en su época, más de acuerdo con el
esfuerzo vital del espíritu de los hombres, y resulte más eficaz­
mente significativo, que cualquier orador o practicante políti­
co en la Cámara de los Comunes.
Todos se jactan ahora de lo que han hecho para educar a los
hombres y dar a las cosas el curso que llevan. El señor Disrae-
li educa, el señor Bright educa, el señor Beales educa. Noso­
tros, en realidad, no pretendemos educar a nadie, ya que aún
tratamos de aclararnos y educarnos a nosotros mismos. Pero
estamos seguros de que el esfuerzo por alcanzar, a través de la
cultura, la ley inteligible de las cosas, estamos seguros de
que separarnos de nuestra reserva de nociones y hábitos, de que
un juego más libre de la conciencia, un deseo aumentado de
dulzura y luz y toda la inclinación a lo que llamamos heleni­
zar, es ahora el impulso central de la vida de nuestra nación y
de la humanidad, tal vez algo aún oscuro, pero decisivo para
el futuro inmediato, y de que los que trabajan por él son los
educadores soberanos.
Ecos dóciles de la voz eterna, órganos flexibles de la volun­
tad infinita, ésos son los trabajadores4 que avanzan con el
movimiento esencial del mundo, y ésa es su fuerza y su feliz
y divina fortuna. Porque sí los creyentes en la acción, que
tanto se impacientan con nosotros y nos llaman afeminados,

3 En la edición de 1869 Arnoid había escrito que Sócrates «fue envene­


nado y murió».
4 En ia edición de 1875 y posteriores* Arnoid añadió este sintagma.
hubieran tenido la misma fortuna, sin duda, nos habrían su­
perado en esta esfera de influencia vital por la superioridad de
su genio y energía. Pero ahora nosotros vamos por el camino
por el que va el mundo, mientras que ellos se dedican a abolir
la Iglesia irlandesa por el poder de la antipatía de los inconfor-
mistas a las instituciones o a posibilitar que un hombre se
case con la hermana de su difunta esposa.
ÍN D ICE

I n t r o d u c c ió n ...................................................................................... 7

1. La eficacia de la cu ltu ra...................................................... 9


2. La ineficacia de A m old ...................................................... 21

E sta e d i c i ó n ......................................................................................... 35

B ib l io g r a f ía ......................................................................................... 37

C ultura y a n a r q u ía ................................................................... 41

Prefacio........................................... ............................................ 45
Introducción .............................................................................. 81
Capítulo I. Dulzura y l u z ........................................................ 85
Capítulo II, Obrar a cap rich o................................................. 111
Capítulo III. Bárbaros, filisteos, populacho ........................ 135
Capítulo IV. Hebraísmo y helenismo ................................... 165
Capítulo V, Porro unum est necessarium................................... 179
Capítulo VI. Nuestros practicantes liberales........................ 197
Conclusión ................................................................................ 231

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