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Cultura y anarquía
E d ición d e Ja v ie r A lcoriza y A ntonio Lastra
CÁTEDRA
LETRAS UNIVERSALES
Título original de la obra:
Culture andAnarchy. An Essay in Politktd and Social Cristicism
[ lo ]
do marcado desde su origen como una reflexión sobre la edu
cación de! ser humano, sobre lo que constituye la Tüchtigkeit
y el perfeccionamiento de sus capacidades y aspiraciones.
Arnold tuvo la experiencia profesional de ser inspector del
sistema escolar en su propio país. Un conocimiento apropia
do de la poesía y la noción de la importancia del sistema
educativo serían los dos pilares sobre los que se apoyaría, en
general, el pensamiento del crítico. La prioridad corresponde
ría a lo que Arnold apuntaba con su concepto de cultura4.
Al señalar la cultura como una meta en la vida de todo ser
humano, Arnold no sólo se sitúa en la influyente tradición
literaria en que se inscriben los nombres de Thomas Carlyle o
John Ruskin, sino que también propone una solución de
los problemas que se habrían manifestado en las diversas
clases de la sociedad inglesa. Es aquí donde el Estado habría
de intervenir, según apunta en Ctdturay anarquía, con el fin de
evitar que la diversidad degenere en una confusión generaliza
da que ponga en riesgo el orden social. Esa confusión es lo
que se designaba con el nombre de anarquía. La anarquía
amenazaría así con extenderse en la sociedad en que la cultu
ra dejara de ejercer su influencia. Como otros críticos de la
época, Arnold fue plenamente consciente de que el «crecien
te poder» democrático provocaba en Europa una transfor
mación sin precedentes de la sociedad. Al ver en la cultura
una fuerza de conservación, antes que de renovación, de la
7 Robert Dawídoff, The Gmtk Tradition and the Sacred Ruge: Higb Culture
m. Democracf irt Adatas,James & Santayana, Chapell Hill y Londres, Univer-
sity o f North Carolina Press, 1992, pág. 27: «El tocquevilliano americano
hechiza la vida intelectual y cultural americana. Como colección de actitu
des y pose, se extiende desde Adams, a través de Santayana hasta los Estu
dios Culturales y el actual neoconservadurismo/conservadurismo, Sobre
todo, es una manera de distanciar la comunidad democrática en los intere
ses de las versiones tradicionales de la civilización. Tiene un poderoso im
pacto en la interpretación americana de la civilización democrática. No es
siempre tímidamente tocquevilliana. Matthew Am old guiaba la crítica de la
cultura americana de Trilling... Cuando los americanos trazan la línea en
asuntos culturales.... se encuentra ese desafio a los horizontes de la demo
cracia que distingue al tocquevilliano». Cfr. Lionet Trilling, MaUbew Amold,
pág. 157.
B Matthew Arnoid, «Democracy», en Democratic Education, ed. de R. H.
Super, The Complete Prose Works o f Matthew Arnoid [en adelante, CPW],
vol. 15, Ann Arbor," Michigan UP, 1962, págs. 18-19; reimpreso en Culture
andAnarchy andother-writings, ed. de S. Collini, Cambridge, Cambridge UP,
1993, págs. 14-15: «Los mayores hombres de América... se habrían regocija
do de descubrir como sustituto [de las instituciones aristocráticas] la digni
dad y autoridad deí Estado. Lamentaron la debilidad e insignificancia del
poder ejecutivo como una calamidad. Cuando el curso inevitable de los
acontecimientos haya hecho de nuestro autogobierno algo realmente como
el de América, cuando haya eliminado o debilitado esa seguridad sobre la
dignidad nacional que poseíamos en la aristocracia, nos hará falta igualmen
te a nosotros el sustituto del Estado». Sobre ia relación del arte de escribir
con la Constitución americana, véase Antonio Lastra, Constitución y arte de
escribir, Valencia, Aduana Vieja, 2009.
La apelación en los textos originales americanos a la natu
raleza y al Dios de la naturaleza, así como a los derechos ina
lienables del hombre, podría haber hecho que un defensor de
la cultura se tomara más en serio las expresiones nacidas de una
revolución que había de suponer, en palabras de Emerson, el
filósofo de la democracia por antonomasia, la «domestica
ción gradual de la idea de cultura». Pero Arnold, que visitaría
América al final de su vida para impartir una serie de confe
rencias — entre las que figuraba una dedicada a Emerson— pa
rece atenerse a la creencia en que la «americanización» sólo
podría implicar una degradación de toda voluntad de perfec
cionamiento que se proyectara sobre «la multitud».
Que Arnold se hubiera valido de la opinión de Ernest Re
nán sobre América en Culturay anarquía había sido, por cier
to, casi el único reproche formulado por Henry James en un
artículo escrito precisamente durante la estancia en los Esta
dos Unidos del «más inglés de los ingleses». En efecto, Amold
se había propuesto reformar desde dentro la sociedad, por lo
que el punto de partida de su examen no era el individuo,
sino las clases inglesas, que debían reajustar su condición en
la época del cambio democrático. Hasta cierto punto, la con
sumación de ese cambio, o la naturalidad con que lo había asu
mido, hacía que James, aun siendo el más inglés de los ameri
canos, lamentara que Arnold no se hubiera dedicado en
mayor medida a las cuestiones literarias que a las religiosas,
pese a advertir la importancia de la religión en su plantea
miento. Con la alabanza y la gratitud, podía omitirse el papel
que Arnold había asignado al Estado para la promoción de
una idea de cultura que debía traspasar las líneas de clase9.
Sin embargo, con la perspectiva de Culturay anarquía, a
diferencia de lo que Marx había propuesto veinte años an
tes, no asomaba la perspectiva de una sociedad sin clases. La
[rj]
crítica de Arnold era eficaz porque se centraba en las circuns
tancias a las que las soluciones «mecánicas» de sus contem
poráneos no parecían dar respuesta, de donde provenía la
recomendación de «helenizar» como alternativa al dogma
tismo de sus adversarios «hebraizantes». Lo que no había
notado Arnold era que el «libre juego» (free play) ya conta
ba con el precedente de la «libre expresión» (free speecb) con
que los herederos de los «hebraístas» americanos habían
comenzado su andadura democrática y constitucional10. Así,
la idea de la Constitución conservaba y proyectaba la ten
sión entre hebraísmo y helenismo de la que habría dependi
do, para Arnold, la historia de la cultura en Europa, Podría
decirse que el criterio con el que Arnold pretendía inculcar
el afán de perfeccionamiento en sus compatriotas era, por
tanto, histórico. El autor de Cultura y anarquía habría visto
el advenimiento de la democracia como un dato consecuti
vo a la decadencia del feudalismo. Sin embargo, aunque la
Ilustración y la Revolución francesa hubieran sido mani
festaciones del helenismo, la frustrada revolución puritana
inglesa y la lograda independencia americana podían su
brayarse como hitos del hebraísmo11. En cualquier caso, la
democracia se resistiría a ser entendida como un mero episo
dio histórico salvo por quienes se negaran a comprender el
alcance de todas sus consecuencias teóricas y prácticas. Fren
te a las reservas que despierta la mención del «populacho»,
toda sociedad democrática descansaría sobre la autoridad
del pueblo.
[r ó ]
Ese nuevo mundo político, nacido del hebraísmo antes
que del helenismo, había quedado fuera de las ideas perfec
cionistas de Arnold. La apelación al Estado como la nación
en su carácter colectivo y corporativo había de interpretarse,
pues, como una manera de resolver los conflictos entre clases
que surgían a su vez del conflicto que se daba en cada una de
ellas entre su identidad (self) ordinaria y lo mejor que había
en ellas. Sin embargo, la aspiración a convertir al Estado en el
intérprete de esa confusión despertó la desconfianza de quie
nes veían que, tras la Revolución francesa, en Europa, el Esta
do no se ponía al servicio del pueblo que consiente en ser
gobernado. No podía evitarse pensar que el Estado seguía
siendo el guardián de ciertos intereses contra las revueltas del
«populacho». Leonard Woolf, comprometido con la causa de
la democracia en el período de entreguerras, vería en Arnold
a un precursor de la idea de un Estado autoritario y le acusaría
de no captar la verdadera psicología de la democracia. La psi
cología de la democracia no habría sido, en efecto, la psicolo
gía del pueblo inglés, que tal vez Arnold criticara mejor que
ningún otro pensador de su época12.
Woolf habría convenido en que, con el fin de organizar la
convivencia de manera justa, la autoridad última debía residir
en el pueblo antes que en el Estado. Sin embargo, para Ar
nold esa convivencia carecería de valor a menos que respon
diera a una idea de orden afín a su definición de cultura. La
definición de la cultura respondía a su vez al propósito de que
el ser humano no descontara la perfección como el objeti
vo legítimo de su vida. La fe en la perfección humana,
como vemos, preside las apreciaciones de Amold en su «ensa
yo de crítica política y social». El mérito de Arnold, como el
de la «compañía de los críticos» de la que ha hablado Michael
Walzer, habría consistido en no apartarse de la sociedad que
tan relativo que el bien o el mal que es probable que cause al hablar debería
ser tenido en cuenta siempre» (Matthew Ainold, Dissent and Dogma, ed. de
R. H, Super, CPW, vol. VI, Ann Arbor, Michigan UP, 1968, pág. 365).
11 Véase Edward Said, Reflexiones sobre el exilio, trad. de R. G .1Pérez, Bar
celona, Debate, 2005. En E l canon occidentalBloom considera a Arnold un
«wordsworthiano».
Pero no es posible llevar demasiado lejos la analogía con
los términos de Arnoid, ya qué a Elizabeth Costello le falta ía
certeza del gozo que transmite la reflexión del ensayista inglés
sobre la promesa de liberación que hay en la idea de cultura.
Desprenderse del dogma no sería desprenderse de lo mejor
que el hombre ha conocido y pensado, sino aceptar que no
puede insistirse demasiado en la virtud de un solo libro como
fuente de salvación. Arnoid reprochaba a los dogmáticos y a
los científicos de su época que no concedieran a la Biblia la
dimensión literaria con la que podría enriquecerse nuestra ex
periencia de la búsqueda de lo mejor que hay en nosotros19.
En la ficción de Coetzee, las hermanas no parecen estar de
acuerdo en lo esencial, mientras que los conceptos de Ar
noid apuntarían a un acuerdo o coincidencia en lo esencial de
las actitudes hebraísta y helenista. El desafío de reafirmar esa
coincidencia final podría ser un motivo para no apartar de
nuestra vista, como Amold decía de las citas de los grandes
maestros, los mejores pasajes de su crítica, muchos de los cua
les han de encontrarse en Cuitumy anarquía.
2. L a INEFICACIA DE ARNOLD
19 Matthew Arnoid, Dissent and Dogma, ed. de R. H. Super, CPW, vol, VI,
Ann Arbor, Michigan UP, 1968, pág. 323: «Entender que el lenguaje de
la Biblia es fluido, pasajero y literario, no rígido, fijo y científico, es el pri
mer paso hacia una comprensión correcta de la Biblia. Pero para dar este
primer paso, son necesarios cierta experiencia de cómo han pensado y se
han expresado los hombres y cierta flexibilidad de espíritu... y así volvemos
a nuestro antiguo remedio de la cultura».
anarquía—, tal vez no sea la de clásico la calificación que
más le convenga; en buena medida, Amold era consciente
de que su insistencia en la necesidad de volver a los autores
clásicos para aprender de nuevo a leer y escribir como condi
ción de la cultura ponía de relieve una situación de anarquía,
en el mejor de los casos provisional, en la que «la lectura, la
observación y el pensamiento» —los medios que Arnold re
comendaba en el intento de lograr que «prevalecieran la ra
zón y la voluntad de Dios»— seguirían siendo superficiales
o nominales, y es muy difícil calcular con exactitud la pro
porción de lectores futuros que se pierden cuando hay mu
chos lectores inmediatos de una obra: la tradición, aun cuan
do no haga sino aumentar, no es una garantía fiable de la
impersonalidad literaria o de la bondad trascendental de las
verdaderas producciones clásicas. A los lectores, sin embar
go, para quienes las consideraciones menos intempestivas
que una obra como la de Arnold pone necesariamente en
circulación —la reforma parlamentaria, la extensión del su
fragio, el librecambio, la libertad, el liberalismo, la igualdad,
el socialismo, la población, el carbón, los ferrocarriles, la ri
queza, las organizaciones religiosas, la supresión de las tasas
eclesiásticas, la cuestión irlandesa, la influencia literaria de
las academias, la democracia, todo cuanto Arnold desestimó
como una mera adoración de la «maquinaria», que cada épo
ca modifica oportunamente, y al que opuso la cultura como
un todo— no pueden parecerles más que curiosidades de un
contexto irremediablemente condenado a desdibujarse o da
tos históricos que no logran captar lo esencial, una lectura
entre líneas o que sea capaz de contar incluso las palabras
que el escritor'templea o borra deliberadamente les descubrirá
aspectos de la escritura que el autor no habría querido que
ocuparan el primer plano de la interpretación y que, al mismo
tiempo, no podía consentir que pasaran completamente
inadvertidos a la hora de establecer lo que probablemente más
le importaba: una auténtica comunicación con el futuro20.
cas que Cultura y anarquía suscitó durante la época victoriana como a las
que respondía, a HenryJames (que haría referencia a «nuestra conversación
pública»), Charles-Augustin Sainte-Beuve, Ernest Renán, Michel Foucault,
Friedrich Nietzsche, Hans-Georg Gadamer, William James, Richard Rorty y
John Dewey, aunque, siguiendo las pautas dialógicas de Bajtín en las que
Stone se apoya, podríamos echar de menos a Emerson o a Tolstói (entre los
autores sobre los que Arnold escribió) e intuir que, probablemente, la lec
tura de Dostoyevski, que conmovería a la siguiente generación literaria in
glesa, habría supuesto para Arnold una piedra de toque para su pluralismo:
pensemos en la alegría que el príncipe Myshkin habría sentido al descubrir
que no era un extraño en el futuro. La frase «comunicaciones con el futuro»
se encuentra en el ensayo de Arnold sobre lord Falkland: «Él y sus amigos,
con su heroica y desesperada resistencia contra los inadecuados ideales do
minantes en su época, mantuvieron sus comunicaciones con el futuro, vi
vieron en el futuro» («Falkland», en Essays Religious & M ixed, ed. de R. H.
Super, CPW, vol. VIII, Ann Arbor, Michigan UP, 1972, pág. 204) y aparece
en el primer capítulo de Cuhuray anarquía, donde Arnold argumenta que la
falta de una verdadera comunicación con el futuro supone el sacrificio
de las generaciones actuales. La muestra más lograda de la capacidad de
Arnold para el diálogo se encuentra en A Friendsbip's G arlani, publicado
en 1883 junto a una reimpresión de la tercera edición de Cultura y anarquía,
en la que Arnold recoge las impresiones de un interlocutor imaginario, el
prusiano «Arminius» (Culture and Anarcby; wtih Friendsbip's Garland and
some Litemiy Essays, ed. de R. H. Super, CPW, vol. V, Ann Arbor, Michigan
UP, 1965).
N j
se habría sentido terriblemente incómodo, como, en cierto
modo, siempre lo estuvo cuando la gran corriente nacional
de la vida que dejaba que le arrastrase no avanzaba lo sufi
cientemente rápida o majestuosa para ocultar márgenes o
interrumpir exilios o zanjar debates que él esperaba que des
apareciesen menos por un progreso moral de la humanidad
que por el curso natural de los acontecimientos—, o de que
no traicionara nunca a los miembros de su clase (Heidegger,
Strauss y Derrida lo fueron en algún momento, y Williams
lo fue siempre) y supiera reconocer hasta el final la exce
lencia allí donde la encontraba, Arnoid comprendió que
la eutrapelia, el genuino sentido del humor o la flexibilidad
característica del hombre educado — aunque pudiera llegar
incluso hasta la soberbia, como subrayaron los moralis
tas antiguos— , no podría compensar nunca la falta de valor,
del thymos del hombre de acción (de los believers in action
a los que se refiere en la conclusión de Cultura y anarquía).
La noble reserva de los autores clásicos tenía un límite.
Desgraciadamente para él, Arnoid era un autor moderno,
mucho más moderno que cualquiera de sus contemporá
neos o que la mayoría de sus sucesores, y su exigencia de li
beración intelectual (intellectual delivemnce) podía interpre
tarse, entonces y ahora, como una señal de la inadecuación
o la inconmensurabilidad entre las aspiraciones y los resul
tados de la cultura que la literatura comparada —la disci
plina académica que asume la tensión entre la antigüedad
y la modernidad, cualquiera que sea la forma que cada una
de ellas adopte en cualquier época— capta tan tenuemente
como, en un ejemplo egregio de su poesía, escucha el lector
la eterna nota® de tristeza a la que Arnoid se referiría en su
poema elegiaco «Dover Beach». Todo en Arnoid apunta a la
paradoja, a las tensiones irresueltas entre la cultura y la anar
quía, el hebraísmo y el helenismo, el disentimiento y el dog
ma, la literatura y la ciencia, por mencionar sólo los opues
tos más conocidos.
El gran crítico de la vida, desde luego, no se había despedi
do en vano de la poesía al escoger la prosa. En su ensayo so
bre Marco Aurelio, el único que dedicó explícitamente a un
autor de la antigüedad —una elección que orienta nuestra
apreciación de lo que Amold entendía por «leér cuidadosa
mente a los grandes escritores antiguos»— y con el que cerra
ría la primera serie de los Essays in Criticim en 1865, Amold
anotó que uno de los rasgos principales del carácter del empe
rador y filósofo era que había en él algo de «ineficaz» (ineffec-
tual), e insistiría en atribuirle esa cualidad a quien había salva
do su alma gracias a su rectitud (righteousness), pero sin poder
hacer otra cosa a cambio. Si la gran virtud de los escritores
antiguos, y la razón de que tengamos que emularlos más que
imitarlos, como Arnold pensaba, era la cordura, Marco Aure
lio habría salvado su alma a costa de una comunidad expuesta
o abandonada a la locura o la anarquía, ya fuera la ciudad
antigua o la Iglesia cristiana: en última instancia, la «inmensa
injusticia» de Marco Aurelio con el cristianismo se basaba en
una idea de los atributos del Imperio completamente ilusoria
que Arnold trataría de contrarrestar con «la idea de toda la
comunidad, el Estado, para encontrar allí nuestro centro de
luz y autoridad». El ensayo sobre Marco Aurelio incluía una
discusión con John Stuart Mili a propósito de la contraposi
ción entre la moralidad cristiana y la «mejor» moralidad de
los antiguos —sobre los límites de la acción del Estado o de la
Iglesia y la libertad individual— que tenía como objeto situar
se inequívocamente en «el centro de la civilización». Buena
parte de los argumentos de Culturay anarquía, y de las palabras
con las que Amold los formularía, aparecen por primera vez
aquí, y en general la primera serie de sus Essays in Criticism
mostraba a un activista de la cultura que sabía hacer un uso
conservador de sus herramientas mientras se dejaba seducir
por el alcance mucho más radical de sus proyectos. Como
Overbeck dijo de Nietzsche, Arnold tuvo menos que ver con
la religión en un sentido estricto que con la cultura, o consi
deró que la religión sólo era uno de los instrumentos de con
servación de la cultura que los hombres tienen a su disposi
ción, y la Iglesia de Inglaterra o la Universidad de Oxford, a
este respecto, eran establisbments más adecuados para sus aspi
raciones que cualquier otra institución moderna. A diferencia
de Mili, Arnold no había experimentado la necesidad de una
liberación sentimental, sino intelectual, y su trato con la poe
sía o la religión era mucho menos romántico o mucho más
crítico — más político y social que idiosincrásico— que el del
autor de Sobre la libertad. Mili, en opinión de Arnoid, habría
llegado a ser un gran escritor si hubiera dejado que la mo
ralidad cristiana le enseñara antes lo que tuvo que aprender
después con ¡a poesía21.
Pero Arnoid había pulsado, con la ineficacia de la morali
dad antigua de Marco Aurelio, una nota a la que volvería a
propósito de la poesía moderna en los últimos ensayos de
crítica literaria que escribió y que Lionel Trilling considera
ba la parte más memorable de su escritura, como si la despe
dida de la poesía hubiera despertado en Amold una capacidad
de percepción indisociable de lo que hoy consideramos el
hecho poético en su conjunto. Al final de su introducción
a la antología de lord Byron que publicaría en 1881, Arnoid
se refirió a Shelley como «un hermoso ángel ineficaz» (a
beautiful and ineffectual ángel), y en el ensayo que dedicó ex
presamente al autor de Adonats y que se publicaría postuma
mente en la segunda serie de sus Essays in Criticism, en 1888,
elaboró por completo la imagen de la ineficacia en un párra
fo que resume como pocos la idea de una ética de la lite
ratura:
D e su poesía no tengo espacio para hablar aquí. Pero que
nadie suponga que una carencia de hum or y la facultad de
engañarse a sí m ism o com o las de Shelley 110 tienen ningún
efecto \bave no effect] sobre la poesía de un hombre. E3 hom
bre Shelley, en verdad, no es enteramente sano, y la poesía
[ió]
de Shelley no es enteramente sana tampoco. El Shelíey de la
vida real es, de hecho, una visión de belleza y esplendor,
pero no sirve de nada y no tiene ningún efecto [effecting no-
tbing], Y en poesía, no menos que en la vida, [Shelley] es
«un hermoso ángel ineficaz [a beautiful and ineffectual angel¡,
agitando en vano sus lum inosas alas en el vacío»22.
[*«]
la cultura inglesa, que habría alcanzado con él una de sus ci
mas, mientras que Shelley, o todo cuanto Shelley representa
ba, dentro o fuera de la poesía, se apartaría de la corriente
principal de la vida inglesa y, en consecuencia, de la cultura.
Una lectura entre líneas, sin embargo, plantearía algunas
objeciones a la identificación de la cultura con la poesía o, al
menos, con la poesía de la que el último Arnoid juzgó que no
lo había dicho todo al hablar de la cultura y calificar de inefi
caz a Shelley. La poesía de Wordsworth —como Mili había
advertido— ejercía una eficacia en un tipo determinado de
cultura. En la ineficacia de Shelley (o de Marco Aurelio), por el
contrario, encontramos un elemento moderno de la literatura
tan ineludible como inevitable era la poesía de Wordsworth
para los wordsworthianos; un elemento moderno que sería
ineludible también, aunque nunca de una manera explícita,
en la obra del propio Amold. Es este elemento el que impide
que el futuro de Amold sea comparable al del obispo Wilson,
un autor tan olvidado cuando Amold comenzó a citarlo en
Culturay anarquía que incluso lectores tan competentes como
Thomas Huxley pensaron que se trataba de una invención del
autor. En cierto modo, hay un Arnoid inventado por lo que
podríamos llamar la crítica anglicana de la literatura inglesa,
un modo de la crítica al que Arnoid suministró buena parte
de sus argumentos y probablemente lo mejor que habría nun
ca en ella: el reconocimiento de que el instinto de conser
vación no obra sólo en los estadios inferiores de la humani
dad, sino también —como podría demostrarlo una lectura de
Culturay anarquía como reacción a la publicación, diez años
antes, de E l origen de las especies de Charles Darwin— en la vida
institucional más elevada de una nación24. Pero hay otro
Amold por descubrir que justificaría que Culturay anarquía
no fuera sólo susceptible de ser interpretado como un docu
mento reaccionario redactado por un crítico pusilánime de la
bo]
ductores de Homero, nuestra capacidad para leer correcta
mente a un autor —leer correctamente es el requisito de la
traducción— depende de nuestra capacidad para sobreponer
nos a nuestros hábitos de pensamiento ordinarios: el lector y
traductor de Arnold debe acercarse a su obra de la manera
más sencilla posible, sin tratar de apropiarse de su mundo ni
de entender al autor mejor de lo que el autor llegó a entender
se a sí mismo, siguiendo sus propias reglas de lectura cuan
do sean explícitas o destacándolas cuando se encuentren im
plícitas en la escritura. La tarea es difícil si pensamos en la
complicación de las paradojas de Arnold en manos de Leo
Strauss o Derrida: cualquier lector de JerusaUny Atenas o Vio-
knciay metafísica agradecerá volver a Culturay anarquía aun
que sólo sea para apreciar el encanto o el sentido del pasado
de un mundo felizmente perdido, y quien sepa apreciar la
crítica literaria en el ensayo sobre Shelley descubrirá, en la apro
piación heideggeriana de Hólderlin, un asomo del charlata-
nism al que Arnold quiso cerrar el paso con su estudio de la poe
sía. Una lectura correcta, como una traducción adecuada
tanto a la época original como a la época que la solicita, sería,
en última instancia, el fruto de una educación liberal, y su
posibilidad dependería menos de la influencia literaria de una
academia — que sus adversarios creyeron que era la intención
oculta de Arnold establecer en Inglaterra— que de una re
flexión sobre las relaciones de la democracia con la educación
de la que los Cultural Studies de Raymond Williams y sus su
cesores han sabido extraer las mejores consecuencias. En las
reflexiones de Arnold sobre la democracia —que compartían
con las de Tocquevílle el temor a que Europa se americani
zara— hay un elemento mucho más moderno de lo que pro
bablemente Arnold habría deseado al hacer del Estado una
agencia educativa y que se sobrepone al nacionalismo o a la
idea de la nacionalidad que Arnold mantuvo por encima de
las clases que dividían a la nación inglesa. La reflexión de Ar
nold sobre la democracia y la educación comprende todas las
fases de su obra y se mantuvo en paralelo a los últimos ensa
yos de crítica literaria, como un contrapeso a la sospecha de
ineficacia que recaería sobre la cultura o la poesía. En «Demo-
cracy» (redactado por primera vez en 1861 como prefacio a su
investigación sobre L a educación popular de Francia y reimpre
so en 1879 y en 1883), «Equality» (1878) y, sobre todo, en su
discurso en Eton de 1882, Arnold insistiría en su concepción
solidaria de la cultura como lo mejor que se ha pensado y di
cho en el mundo, una concepción de la que dependía en su
opinión el auténtico progreso del hombre hacia la perfección,
entendida como una obediencia escrupulosa a una serie de
aspiraciones diversas y, en última instancia, irreconciliables25.
Esa concepción solidaria de la cultura tendría su lado dulce
y luminoso en el Arnold «trascendentalista» — un eco de la
voz emersoniana que Arnold había oído en su juventud en
Oxford y que resonaría en la primera serie de los Essays in
Criticism— e Indagador, que hacía del desinterés y el desafec
to las reglas de la crítica, y que se resumiría en su famosa
fórmula de la poesía como crítica de la vida. Pero tendría
también su lado más amargo y tenebroso en la separación de
márgenes (y ad homtnem de quienes quedaran al margen) por
en medio de los cuales debía discurrir una corriente princi
pal, en la superación institucional del sectarismo y el provin
cianismo en el esfuerzo por lograr un público, en los vaivenes
del diálogo de Amold y el monólogo del «profeta de la cultura»,
en la exigencia de totalidad que la cultura haría a una época
para eludir el unilateralismo religioso y en la amenaza de que
esa totalidad sólo fuera una vía de acceso para un catolicismo,
como el del cardenal Newman, con el que tanto la Iglesia de
Inglaterra como el liberalismo político mantenían vínculos
cada vez más estrechos.
¿Eran la cultura, la poesía y la religión los términos adecua
dos para plantear el problema de Arnold? Sólo en contadas
ocasiones es posible comprender que, con las expresiones «es
tudio de la poesía» o «crítica de la vida», lo que estaba en
juego en su obra era sencillamente lo que la antigüedad ha
E d ic io n e s
E s t u d io s
M
I
rigir una palabra de exhortación a la Sociedad
para el Fomento del Conocimiento Cristiano2. En
el ensayo que sigue, el lector encontrará citado con frecuen
cia al obispo Wilson3. Para mí y para los miembros de la
Sociedad para el Fomento del Conocimiento Cristiano, su
nombre y sus escritos siguen siendo, sin duda, familiares.
Pero el mundo se aleja rápidamente de personas desfasadas
como ésas, y me ha consternado saber hace poco que un
brillante y distinguido partidario de las ciencias naturales
nunca había oído hablar del obispo Wilson e imaginaba que
me lo había inventado. En un momento en que los Tribuna
les de Justicia acaban de retirar el embargo sobre la religión
recreativa que mi dotado amigo y otros practicaban los do
mingos, y cuando St, Martin’s Hall y la Alhambra volverán
a resonar muy pronto con la elocuencia del pulpito, resulta
angustioso pensar que las nuevas luminarias no sólo tienen,
en general, una opinión muy pobre de los predicadores de la
[So]
tente ios regule. El señor Oscar Browning nos da a entender
que, en Eton, él y otros, con perfecta satisfacción pata sí mis
mos y el público, combinan las funciones de enseñar y man
tener una casa de huéspedes; que conoce a personas excelentes
(ya podría, desde luego, pues me han dicho que uno de ellos
es hermano suyo) que se dedican a preparar a los muchachitos
para exámenes competitivos y que el resultado, probado en
Eton, es perfectamente satisfactorio. En cuanto a los libros de
texto, añade, por fin, que el doctor William Smith, el cultiva
do y distinguido editor de la Quarterly Review, es, como se
sabe, el compilador de muchos y meritorios libros de texto.
Eso es lo que el señor Oscar Browning nos da a entender en
la Quarterly Review, y es imposible no leer con placer lo que
dice. ¿Qué podría dar un ejemplo mejor de esa franqueza y
confianza viril en nosotros mismos que se supone que nues
tras grandes escuelas públicas, ninguna de ellas tanto como
Eton, inspiran, de esa boyante facilidad en erguir la cabe
za, decir lo que opinamos y dejar de lado toda timidez y tor
peza, que ver a un profesor ayudante de Eton ofreciéndose
como prueba de que combinar el mantenimiento de una casa
de huéspedes con la enseñanza es algo bueno y a su hermano
como prueba de que adiestrar para una carrera de competi
ción a muchachitos es algo bueno? Nada, y nos damos cuenta
de que la franca confianza en sí mismo de Eton es contagiosa,
pues ¿no se las ha arreglado el señor Oscar Browning para
encender en el doctor William Smith (sin duda el más modes
to de los hombres vivos, no adiestrado en Eton) el mismo
espíritu y hacerle insertar, en su Review, un elogio exagerado,
por así decirlo, de sus propios libros de texto, al declarar que
son (lo son) muchos y meritorios? Sin embargo, el señor Os
car Browning se equivoca al pensar que yo querría demoler
Eton, y su repetición en defensa de Eton, con esa idea en la
cabeza, del tono de su heroico ancestro, el Oscar de Malvina,
según lo recuerda el poeta de la familia, Ossian, es innecesa
ria. «El jabalí recorre sus tumbas, pero no turba su reposo.
Aún aman el esparcimiento de su juventud y se elevan en el
aire con gozo.» Lo que quería decir es que hay algo desagrada
ble en unir el mantenimiento de una casa de huéspedes con
la enseñanza, y peligros en preparar para exámenes competiti
vos a muchachitos, y charlatanismo y extravagancia en la pro
ducción y distribución de nuestros libros de texto, Pero si el
señor Oscar Browning nos dice que, en su caso, se ha librado
felizmente de todo eso, y en el caso de su hermano, y en el
caso del doctor William Smith, entonces diré que eso era lo
que deseaba y que espero que otras personas sigan su buen
ejemplo. Sólo trato de que no permitamos que esas manchas
persistan por negligencia, amor propio o falta de un apropia
do autocxamen.j:1
Esa clase de malentendido que acabamos de señalar es natu
ral, como hemos dicho; sin embargo, nuestra utilidad depen
de de que seamos capaces de despejarlo y convencerá quienes
mecánicamente ofrecen una reserva de nociones u operacio
nes y, en consecuencia, se extravían, de que la tarea ola finali
dad de la cultura no consisten en dar la victoria a un fetiche
rival, sino en dirigir una corriente de pensamiento fresco y li
bre hacia el asunto en cuestión. En un tema de interés más
inmediato, precisamente ahora, que ninguno de los dos men
cionados, prevalece el mismo malentendido y, hasta que se
disipe, la cultura no podrá hacer nada bueno al respecto.
Cuando criticamos la operación en curso para desmantelar la
Iglesia irlandesa, no mediante el poder de la razón y la justicia,
sino mediante el poder de la antipatía de los inconformistas
protestantes, ingleses y escoceses a esas instituciones, se nos
considera enemigos de los inconformistas, partidarios ciegos
de la Iglesia anglicana12, con el único deseo de ayudar al clero
[Sí>]
en cualquier momento en la historia de un país libre—, no
hay nada tan digno de discutir como la política». Con todos
los poderes de su noble oratoria, repite la vieja historia de que
a la previsión e inteligencia de la gente de las grandes ciudades
debemos todos los adelantos de los últimos treinta años, y
que esos adelantos han consistido hasta ahora en la reforma
parlamentaria, el librecambio y la abolición de las tasas ecle
siásticas, y que ahora habrán de consistir en librarnos de los
miembros de la minoría y en introducir una mesa de desayu
no gratis y abolir la Iglesia irlandesa mediante el poder de la
antipatía de los inconformistas a las instituciones, y muchas
más cosas por el estilo. Aunque nuestro pauperismo e igno
rancia, y todas las cuestiones llamadas sociales, parecen estar
imponiéndose a sus consideraciones, sigue glorificando las
grandes ciudades, a los liberales y sus operaciones de los últi
mos treinta años. No parece habérsele ocurrido que el agitado
estado de nuestra vida social tenga algo que ver con los trein
ta años de ciego culto de sus panaceas y las de nuestros ami
gos liberales, ni que todo ello suscite algunas dudas sobre la
suficiencia de ese culto. Por el contrario, el señor Bright pien
sa que lo que falta se debe a la estupidez de los Caries y que la
previsión e inteligencia de las grandes ciudades, y la continui
dad gloriosa de las operaciones políticas de los liberales, lo
remediarán como antes o se remediará solo. Ya vemos a
lo que se refiere el señor Bright con previsión e inteligencia
y de qué modo, en su opinión, prosperaremos con ellas. Sin-
duda, en América todas las clases leen su periódico y tienen
un recomendable interés en política, más que aquí o en nin
gún otro lugar de Europa.
Pero en el ensayo que sigue hemos tenido que dudar de la
suficiencia de toda esa operación política, mantenida mecáni
camente como la mantiene nuestra raza, y hemos descubierto
que la inteligencia general, como la llama el señor Renán, o,
como decimos nosotros, la atención a la razón de las cosas22,
es precisamente de lo que carecemos, y carecemos de ella por
[fli]
dos de esa costumbre, como sabemos muy bien y como el
señor Hammond, el revivalista americano, nos ha refrescado
la memoria en el Tabernáculo del señor Spurgeon23.
Si América hebraíza más que Inglaterra o Alemania, ¿habrá
alguien que niegue que la ausencia de instituciones religiosas
tiene mucho que ver con todo ello? Hemos visto que las ins
tituciones tienden a darnos un sentido de la vida histórica deí
espíritu humano, fuera y más allá de nuestras fantasías y sen
timientos; que tienden a sugerir nuevos aspectos y simpatías
para que los cultivemos; que, además, al salvarnos de tener
que inventar y luchar por nuestras propias formas de religión,
nos dan tiempo y calma para afianzar nuestra perspectiva de
la religión —el más preponderante de los objetos, igual que el
mayor— e incrementan nuestras nociones más rudas de lo
único necesario. Pero, en un pueblo serio, donde cada uno tie
ne que escoger y afanarse por su propio orden y disciplina
religiosos, la contienda sobre esas cuestiones no esenciales
ocupa sus pensamientos. Sus primeras y rudas nociones sobre
lo único necesario no se purifican y ocupan todo cuanto
de espiritual hay en el hombre, y luego, convirtiéndolo en
soledad, lo llaman paz celestial.
Recuerdo a un obrero inconformista, en una ciudad de los
condados de las Midlands, que me dijo que cuando liego allí
por primera vez, años atrás, no había disidentes, pero él había
abierto una capilla independiente y ahora la Iglesia y la disi
dencia estaban divididas por igual, con agudas luchas entre sí.
Le dije que me parecía una lástima. «¿Una lástima? — repli
có— . ¡En absoluto! ¡Piense sólo en el celo y en la actividad
que la colisión procura!» «Ah, pero, mi querido amigo
— le contesté—, ¡piense sólo en el sinsentido que ahora de
fiende tan firmemente y que nunca habría defendido si no
hubiera estado contradiciendo a su adversario durante todos
estos años!» Cuanto más seria es la gente, y más destacado el
aspecto religioso, mayor es el peligro de ese aspecto, puesto a
escoger formas por sí mismo y a luchar por la existencia, que
[/*]
que toda la actitud de horror y sagrada superioridad que el
puritanismo adopta respecto a la Iglesia de Roma es errónea
y falsa y merece el rechazo de sir Henry Wotton: «Cuidado
con pensar que cuanto más os alejáis de la Iglesia de Roma
más cerca estáis de Dios». Es cierto que uno de los mejores
deseos que podríamos formarnos respecto al señor Spurgeon
o al padre Jackson es que se les permita aprender a este lado
de la tumba (pues, si no es así, les espera una sorpresa con
siderable al otro lado) que Whitfield y Wesley no eran mejo
res en absoluto que san Francisco y que ellos mismos no son
mejores en absoluto que Lacordaire. Sin embargo, a pesar de
todo esto, tan noble y divina es una religión, tan respetable es
ía seriedad con la que se desea un libro de oraciones con una
sola doctrina, tan atractivos el orden y la disciplina con los
que nos acostumbramos a que nuestra religión se dé, son tan
tos los derechos, en nuestra opinión, de la forma popular de
gobierno eclesiástico por la que luchan los inconformistas,
tan perfectamente compatible es con todo progreso hacia la
perfección, que la cultura nos haría desconfiar, incluso, de
proponer a los inconformistas que aceptaran el libro de ora
ciones anglicano y el orden episcopal, y nos movería a alen
tar su deseo de un libro de oraciones aprobado por ellos y
la disciplina eclesiástica a la que se adhieren y están acostum
brados.
Pero no al precio del mialismo, es decir, de una doctrina
que deja a los inconformistas en la clandestinidad, fuera de
contacto con la corriente principal de la vida nacional. Po
dríamos señalar con el dedo el versículo del que ha brotado
esa doctrina y ver que la parte esencial del inconformismo es
una disciplina eclesiástica popular análoga a la de las otras
iglesias reformadas, y que el voluntarismo es un accidente.
El inconformismo lucha por el establecimiento de su propia
disciplina eclesiástica como la única verdadera, y derrotado
en esa lucha y viendo a su rival establecido, propone de una
manera más plausible «poner a todos los hombres buenos
en una misma condición de igualdad religiosa», y ese plan,
adoptado originalmente en segundo lugar, se convirtió, tras
insistir y predicar al respecto, en el primero, luego en justo,
luego en el único justo y al final en necesario para la salva
ción. Ése es el plan para remediar el divorcio de los incon
formistas del contacto con la vida nacional mediante el di
vorcio de los miembros de la Iglesia de ese contacto, es
decir, como hemos expuesto de una manera familiar, los zo
rros sin cola se proponen cortarles la cola a los demás. Pero
los demás zorros no pueden concederlo sensatamente, salvo
que se demuestre que la cola carece de valor. Salvo que se
demuestre que el contacto con la corriente principal de la
vida nacional carece de valor (y hemos demostrado que tie
ne el máximo valor), no podemos admitir con seguridad el
mialismo, ni siquiera para complacer a los inconformis-
tas en una cuestión donde quemamos complacerles tanto
como fuera posible.
Pero ahora, una vez hemos mostrado el desinterés que la
cultura supone y su obediencia no a los gustos o disgustos,
sino al propósito de perfección, mostremos su flexibilidad, su
independencia déla maquinaria. Otro, y mayor, profeta de lain-
teligencia, la razón y la sencilla verdad natural de las cosas
—el señor Bright—, se refiere a ello, como hemos visto, como
una serie de medidas apropiadas a los fines especíales de los
partidarios liberales e inconformistas. Por ejemplo, la razón y
la justicia con Irlanda significan la abolición de la inicua as
cendencia protestante de modo apropiado a la antipatía in
conformista a las instituciones. Perseguir la razón y la justicia
de otra manera, distribuyendo entre las tres principales igle
sias de Irlanda —la católico romana, la anglicana y la presbi
teriana— la propiedad eclesiástica de Irlanda, dejaría de ser
inmediatamente, para el señor Bright y los inconformistas,
razón y justicia, y supondría, como dice el señor Spurgeon,
«erigir la imagen de Roma». Vemos así que la cíase de inteli
gencia que la cultura alcanza es más desinteresada que la clase
de inteligencia que se alcanza al pertenecer al partido liberal
en las grandes ciudades y adoptar un recomendable interés en
política. Pero la diferencia entre las dos perspectivas de la in
teligencia es más acusada cuando vemos que la cultura no
sólo escoge desinteresadamente la maquinaria apropiada para
llevamos hacia la dulzura y la luz, de modo que prevalezcan
la razón y la voluntad de Dios, sino que no emplea rígida y
ciegamente esa maquinaria, y pasa por encima de ella para
favorecer el motivo por el que la escogió.]30 Salvo que se de
muestre que el contacto con la corriente principal de la vida
nacional carece de valor (y hemos mostrado que tiene el
máximo valor), no podemos admitir con seguridad, ni siquie
ra para complacer a los inconformistas en una cuestión donde
querríamos complacerles tanto como fuera posible, sus doc
trinas del desmantelamiento institucional y de la separación.
La cultura, de nuevo, puede ser lo suficientemente desinte
resada para percibir y reconocer que, en el caso de Irlanda, los
fines de la perfección humana podrían servirse mejor median
te la institución — es decir, mediante el contacto con la co
rriente principal de la vida nacional— de la Iglesia católica y
de la presbiteriana junto a la Iglesia anglicana [y, en Inglaterra,
una Iglesia presbiteriana o congregacional de rango y status
parecido al de nuestra Iglesia episcopal]31. La cultura percibe
y reconoce que, de este modo, estaríamos trabajando verdade
ramente para que prevalecieran la razón y la voluntad de
Dios, porque haríamos de los católico romanos mejores ciu
dadanos y, tanto de los protestantes como de los católico ro
manos, hombres más completos y de miras más amplias32.
Sin duda hay grandes dificultades en un plan como éste, y no
es muy probable que se adopte. El miembro de la Iglesia ha
bría de alzarse por encima de su identidad ordinaria para fa
vorecerlo, y el inconformista ha adorado su fetiche del separa
tismo durante tanto tiempo que es probable que desee seguir
siendo, como Efraín, «un asno salvaje». Es un plan más ade
cuado para una época de estadistas creativos, como la época
de Isabel, que para una época de estadistas instrumentales
como la presente33. Estando donde está el centro del poder,
nuestros estadistas sienten la tentación, cuando han de actuar,
de acompasar la identidad ordinaria de aquellos de cuyo fa
vor dependen y adoptar como propios sus deseos, para servir-
47 El párrafo final contiene varias citas bíblicas (Hebreos 11, 1 y 12, 14;
Juan 13, 17 y Baruc 4, 37).
uno de sus discursos, no hace mucho, ese elegante
E
N
orador y famoso liberal, el señor Bright, tuvo ocasión
de poner a prueba a los amigos y predicadores de la
cultura. «¡Gente que habla de lo que llama cultura! — dijo
desdeñosamente— , con lo que se refiere a chapurrear las
dos lenguas muertas, griego y latín.» Señaló, de un modo
que los oradores y escritores modernos nos han hecho muy
familiar, que la cultura es algo muy pobre, que poco bien le
puede hacer al mundo y que es absurdo que quienes la po
seen le den tanta importancia. Otro día, un liberal más joven
que el señor Bright, de una escuela cuya misión es poner
orden y sistema en ese cuerpo de verdad con el que los pri
meros liberales tropezaban, miembro de la Universidad de
Oxford y un escritor muy sagaz, el señor Frederic Harrison,
desarrolló, a la manera sistemática y estricta de su escuela, la
tesis que el señor Bright sólo había enunciado en términos
generales. «Tal vez el chismorreo más necio del día —dijo el
señor Frederic Harrison— sea el chismorreo sobre la cultura.
La cultura es una cualidad deseable en un crítico de libros
nuevos y le sienta bien a un profesor de bettes lettres, pero,
aplicada a la política, significa simplemente fijarse en peque
ñas faltas, una preferencia por la tranquilidad egoísta e inde
cisión en la acción. El hombre de cultura en política es uno
de los mortales más pobres. Nadie le iguala en simple pedan
tería y falta de buen sentido. Ningún supuesto es demasiado
irreal, ninguna finalidad es demasiado inviable para él. Pero
el ejercicio activo de la política requiere sentido común, sim
patía, confianza, resolución y entusiasmo, cualidades que
nuestro hombre de cultura ha arrancado cuidadosamente
para que no perjudiquen la delicadeza de su olfato crítico.
Tal vez sea la única clase de seres responsables en la comuni
dad a la que no se le pueda confiar el poder con seguridad»1.
Por mi parte, no deseo ver a ios hombres de cultura pidien
do que se les confie el poder; de hecho, he manifestado libre
mente que, en mi opinión, el discurso más apropiado en la
actualidad que un hombre de cultura puede dirigir a un grupo
de conciudadanos que le lleve a una sala de comité es el de
Sócrates: ¡Conócete a ti mismo!, y ése no es un discurso que
haya de hacer alguien que quiera que se le confie el poder. Por
esa indiferencia a la acción política directa el Daily Teíegrapb
me ha censurado y emparejado, por una extraña perversidad
del hado, con ei único profeta hebreo cuyo estilo admiro me
nos, y me ha llamado «un Jeremías elegante»2. Se debe a que
he dicho (para usar las palabras que el Daily Tekgraph pone en
mi boca): «No os pongáis nerviosos por no tener voto; es una
vulgaridad. No debéis celebrar grandes reuniones para pro
mover decretos de reforma y rechazar las leyes del grano; ésa
es 3a cima de la vulgaridad». Por esa razón me han llamado a
veces un jeremías elegante y otras un Jeremías espurio, un Je
remías sobre la realidad de cuya misión el redactor del Daily
Tekgraph tiene sus dudas. Es evidente, por tanto, que he adop
tado una actitud expuesta al efecto de la censura del señor
Frederic Harrison. Además, he hablado con frecuencia en ala
banza de la cultura y me he esforzado para que mis palabras
y modos sirvan a los intereses de la cultura. Creo que la cultu
ra es mucho más de lo que el señor Frederic Harrison y
otros consideran, «una cualidad deseable en un crítico de li
bros nuevos». Aunque hasta cierto punto estoy dispuesto a
llegar a un acuerdo con el señor Frederic Harrison en el senti
do de que los hombres de cultura son precisamente la clase de
seres responsables en nuestra comunidad a los que, en la ac
tualidad, no se les puede confiar el poder, creo que no estoy
[roo]
aceptan con la mayor avidez y consideran que justifican sus
vidas, de modo que las endurecen en sus pecados. La cultura
admite la necesidad del movimiento hacia la adquisición de
fortuna y el industrialismo exagerado, está dispuesta a conce
der que el futuro se beneficiará por todo ello, pero, al mismo
tiempo, insiste en que las generaciones entregadas de indus
trialistas —que forman, en su mayoría, el cuerpo principal del
filisteísmo— se han sacrificado por ello. Del mismo modo,
tal vez el resultado de los juegos y deportes que ocupan a la
generación actual de muchachos y jóvenes sea el estableci
miento de un tipo físico mejor y más sano con el que trabajar
en el futuro. La cultura no está en contra de los juegos y de
portes; se felicita del futuro y espera que haga buen uso de su
base física mejorada, pero advierte que nuestra generación ac
tual de muchachos y jóvenes se sacrifica mientras tanto por
ello. Tal vez el puritanismo fuera necesario para desarrollar la
fibra moral de la raza inglesa, eí inconformismo para romper
el yugo de la dominación eclesiástica sobre las opiniones de
los hombres y preparar el camino a la libertad de pensamien
to en el futuro distante; sin embargo, la cultura señala que la
armoniosa perfección de generaciones de puritanos e incon
formistas se ha sacrificado, en consecuencia, por ello. Tal vez
la libertad de expresión sea necesaria para la sociedad del fu
turo, pero los jóvenes leones del Daily Tekgraph, mientras tan
to, se sacrifican por ello. Tal vez sea necesario para la sociedad
del futuro que cada uno tenga su voz en el gobierno de su
país, pero mientras tanto el señor Reales y el señor Bradlaugh
han sido sacrificados6.
Oxford, el Oxford del pasado, tiene muchas faltas, y ha
pagado onerosamente por ellas en derrota, aislamiento y falta
de apoyo en el mundo moderno. Sin embargo, nosotros, en
Oxford, crecimos entre la belleza y la dulzura de aquel her
moso lugar y no dejamos de captar una verdad, la verdad de
que la belleza y la dulzura son rasgos esenciales de una perfec
ción humana completa. Cuando insisto en esto, soy unánime
[ior]
con la fe y tradición de Oxford. Digo con atrevimiento que
nuestro sentimiento de belleza y dulzura, nuestro sentimiento
contrario a la fealdad y la rudeza, estaba en el fondo de nues
tra adhesión a tantas causas perdidas, de nuestra oposición
a tantos movimientos triunfantes. El sentimiento es sincero
y no ha sido nunca derrotado por completo y ha mostra
do todo su poder incluso en la derrota. No hemos ganado
nuestras batallas políticas, no hemos logrado sacar adelan
te nuestros puntos principales, no hemos detenido el avance
de nuestros adversarios, no hemos marchado victoriosamente
con el mundo moderno, pero hemos hecho mella en la opi
nión del país, hemos preparado corrientes de sentimiento que
han minado la posición de nuestros adversarios cuando pare
cía ganada, hemos mantenido nuestras comunicaciones con
el futuro. ¡Fijémonos en el curso del gran movimiento que
sacudió Oxford hasta el tuétano hace treinta años! Se dirigía,
como cualquiera que lea la Apología del doctor Newman com
probará, contra lo que podríamos llamar, en una palabra,
«liberalismo»7. El liberalismo prevaleció; era la fuerza señala
da para hacer el trabajo del momento; era necesario, era inevi
table que prevaleciera. El movimiento de Oxford se truncó,
fracasó; los restos se dispersaron por las orillas:
[iOi]
opusieran al movimiento de Oxford, pero ésa fue la fuerza
que realmente lo golpeó; ésa fue la fuerza contra la que el
doctor Newman sabía que luchaba; ésa era la fuerza que has
ta el otro día parecía ser la fuerza dominante en este país y
estar en posesión del futuro; ésa era la fuerza cuyos logros
llenan al señor Lowe de una admiración indecible y cuyo
gobierno le horroriza ver amenazado9. ¿Dónde está ahora esa
gran fuerza del filisteísmo? Ha quedado relegada a un rango
secundario, se ha convertido en un poder del ayer, ha perdi
do el futuro. Un nuevo poder ha aparecido de repente, un
poder que es imposible juzgar plenamente, pero que desde
luego es una fuerza completamente distinta del liberalismo
de ciase media, distinta en sus puntos cardinales de creencia,
distinta en sus tendencias en cualquier esfera. Ni le gustan
ni admira la legislación de los parlamentos de clase media, ni
el autogobierno local de las parroquias de clase media, ni la
competencia sin restricciones de los industrialistas de cla
se media, ni la disidencia del disentimiento de clase media ni
el protestantismo de la religión protestante de clase me
dia. No estoy alabando esa nueva fuerza ni diciendo que sus
ideales sean mejores; todo lo que digo es que son completa
mente distintos. ¿Quién podrá apreciar hasta qué punto las
corrientes de sentimiento creadas por el movimiento del
doctor Newman, el acuciante deseo de belleza y dulzura que
alimentó, la profunda aversión que manifestó hacia la dureza
y vulgaridad del liberalismo de clase media, la poderosa luz
que arrojó sobre las odiosas y grotescas ilusiones del protes
tantismo de clase medía, quién podrá apreciar hasta qué pun
to todo esto contribuyó a acrecentar la marea de secreta insa
tisfacción que ha minado el terreno del confiado liberalismo
de los últimos treinta años y preparado el camino para su
repentino colapso y sustitución? ¡De este modo el sentimien
to de Oxford por la belleza y la dulzura triunfa y de este
modo seguirá triunfando!
De este modo trabaja con la misma finalidad que la cultu
ra, y aún le queda mucho trabajo por hacer. Ya he dicho que
[ios]
de sistemas y a los sistemas una participación menor en el
destino de los hombres de lo que sus amigos querrían. Una
comente de opinión se inclina hacia nuevas ideas; la gente está
insatisfecha con su vieja reserva de ideas filisteas, ideas anglo
sajonas o cualesquiera otras, y a alguien, como Bentham o
Comle, que tiene el mérito real de haber advertido antes y
poderosamente la nueva corriente y de haber contribuido a
ella, pero que arrastra consigo buena parte de su propia estre
chez y de sus errores en su sentimiento y en su contribución,
se le acredita con la autoría de toda la corriente, como la per
sona adecuada para confiarle su regulación y guiar a la raza
humana10.
El excelente historiador alemán de la mitología romana,
Preller, al contar la introducción en Roma, bajo los Tarqui-
nos, del cuito de Apolo, el dios de la luz, de la curación y la
reconciliación, nos hace observar que no fueron tanto los Tar
quines quienes trajeron a Roma el nuevo culto de Apolo,
cuanto una corriente de opinión del pueblo romano, que se
inclinó poderosamente en aquella época hacia un nuevo cul
to de esa clase, al margen del antiguo modo de las ideas re
ligiosas latinas y sabinas. De un modo similar, la cultura diri
ge maestra atención hacia la corriente natural de los asuntos
humanos y a su continuo trabajo, y no dejará que deposite
mos nuestra fe en un hombre en particular y sus hechos. Nos
hace ver no sólo su buen aspecto, sino también cuánto hay en
él necesariamente de limitado y efímero; incluso siente pía-
cer, una sensación de mayor libertad y de un futuro más am
plio, al hacerlo.
Recuerdo, cuando me encontraba bajo la influencia de al
guien por qitien sentía el mayor respeto, alguien que era la
encarnación misma de la cordura y el buen sentido, la perso
na de mayor consideración que América haya producido
—Benjamin Franldin—, recuerdo el alivio con el que, des
pués de haber sentido durante mucho tiempo la fuerza del
imperturbable sentido común de Frankíin, me encontré con
[n o ]
OBRAR A CAPRICHO
H
e
el estudio de y la aspiración a la perfección, y que de
la perfección a ia que aspira la cultura, la belleza y la
inteligencia, o, en otras palabras, la dulzura y la luz, son los
principales rasgos. Pero hasta ahora he insistido sobre todo
en la belleza, o dulzura, como rasgo de la perfección. Para
completar como es debido mi propósito, queda por hablar
también, evidentemente, de la inteligencia, o luz, como ras
go de la perfección.
Antes, sin embargo, debería advertir que, tanto aquí como
al otro lado del Atlántico, se ha suscitado todo tipo de obje
ciones contra la «religión de la cultura», como los objetores se
mofan al llamarla, que se supone que preconizo. Se dice que
es una religión que propone fármacos, o algún ungüento per
fumado, como remedio de las miserias humanas, una religión
que alienta un espíritu de inacción cultivada, que hace que su
creyente rehúse echar una mano para desarraigar los males
definidos en todos nuestros aspectos y llena de antipatía a las
reformas y los reformadores que tratan de extirparlos. En ge
neral, se resume como algo impracticable o, como algunos
críticos dicen familiarmente, un claro de luna. Ese Alcibíades,
el editor del Moming Star, me ridiculiza como su promulga
do^ como si viviera ajeno al mundo y no conociera la vida ni
a los hombres. Ese gran y austero trabajador, el editor del
Daily Tdegraph, me reprocha —aunque amablemente, más
con lástima que con enfado— por entretenerme con fantasías
[m ]
estéticas y poéticas, mientras que él mismo, en su arsenal de
Fleet Street, soporta la carga y el calor del día. Un inteligen
te periódico americano, The Nation, dice que es muy fácil
sentarse en ei estudio y encontrar defectos en el desarrollo de
la sociedad moderna, pero que se trata de proponer mejoras
prácticas. Por último, el señor Frederic Harrison, en una sátira
muy templada e ingeniosa, que me convence de que ha logra
do conquistar a mi joven amigo prusiano, Arminio, se siente
movido por una impaciencia moral casi seria a contemplar,
según dice, «cómo la muerte, el pecado, la crueldad se acercan
cautelosamente y se llenan las fauces de inocencia y juven
tud», mientras yo, en medio de la tribulación general, abro mi
cajita de perfumes5.
Es imposible que todos esos reproches y censuras no me
afecten, y trataré de hacer lo más que pueda por completar mi
propósito y hablar de la luz como uno de los rasgos de la
perfección y de la cultura que nos da luz, de aprovechar las
objeciones que he oído y leído y de poner en práctica cuanto
me sea posible, mostrando las comunicaciones y pasajes hacia
la vida práctica de la doctrina que inculco.
Se dice que alguien con mis teorías de dulzura y luz está
lleno de antipatía a los movimientos más rudos o toscos que
le rodean, que no echará una mano en la humilde operación
de desarraigar los males por sus medios y que, por tanto, los
creyentes en la acción se impacientarán con él. Pero <qué ocu
rriría si la acción ruda y tosca, la acción mal calculada, una
acción con luz insuficiente, fuera, y lo hubiera sido durante
mucho tiempo, nuestra maldición, si nuestra urgente necesi
dad no fuera actuar a cualquier precio, sino proveerse de una
reserva de lúz ante nuestras dificultades? En ese caso, rehusar
el echar una mano a los movimientos más rudos y toscos que
nos rodean, hacer que la necesidad primordial, tanto para no-
[ ir i ]
sotros como para los detnás, consistiera en ilustramos y cuali
ficarnos para obrar menos al azar, sería, seguramente, la mejor
y, en verdad, la línea más práctica que podrían adoptar nues
tras empresas. De modo que si muestro lo que mis adversa
rios llaman una acción ruda o tosca, aunque yo la llamaría
una acción azarosa y mal regulada —una acción con luz insu
ficiente, una acción seguida porque nos gusta hacer algo y
hacerlo como nos plazca, sin tomarnos la molestia de pensar
o de adoptar la severa restricción de algún tipo de regla—, si
muestro que ése es, en este momento, un error práctico y pe
ligroso para nosotros, entonces habré encontrado un uso
práctico de la luz para corregir ese estado de cosas y sólo ten
dré que ejemplificar cómo se aplica en casos que cualquiera
podría observar.
Cuando empecé a hablar de cultura, insistí en nuestra ser
vidumbre respecto a la maquinaria, en nuestra inclinación a
valorar la maquinaria como un fin en sí mismo, sin ver más
allá de ella la única finalidad que verdaderamente es valiosa.
La libertad, decía, era una de esas cosas a las que debíamos
rendir culto en sí mismas, sin tener en cuenta nunca de una
manera suficiente la finalidad por la que se desea la libertad.
En nuestras nociones comunes y conversaciones sobre la li
bertad, mostramos eminentemente nuestra idolatría hacia la
maquinaria. Nuestra noción predominante es —he citado
muchos ejemplos para probarlo— que lo más dichoso e im
portante para un hombre consiste meramente en ser capaz de
obrar a capricho2. No insistimos demasiado en lo que hace
cuando es libre de obrar a capricho. Nuestra familiar alabanza
de la Constitución británica bajo la que vivimos es que se
trata de un sistema de contrapesos, un sistema que impide y
paraliza cualquier poder que se interfiera con la libre acción
[115]
que suscita, que las clases educadas e inteligentes conservan
su preponderancia y reposo mayestático, listas para actuar,
como nuestra fuerza militar en los disturbios, al momento,
sin embargo, nos damos cuenta de que nuestros amigos libe
rales suelen decir esto porque tienen fe en sí mismos y en sus
panaceas para cuando, si el bienestar público lo requiere,
vuelvan a ocupar el poder. Pero no podemos compartir su fe
cuando durante tanto tiempo han aplicado sus panaceas sin
impedir que lleguemos a esta embarazosa situación. Nos da
mos cuenta también de que los estallidos de alboroto tienden
a ser cada vez menos nimios y a ser cada vez más frecuentes,
y que, mientras tanto, nuestras clases inteligentes y educadas
permanecen en su reposo mayestático y, de una u otra mane-
ra> pase lo que pase, como nuestra fuerza militar en los distur
bios, no ejercen su preponderancia4.
¿Cómo deberían ejercer, de hecho, su preponderancia cuan
do el tipo que pronuncia un discurso incendiario, o rompe las
vallas del parque, u ocupa la oficina del secretario de Estado,
sólo está siguiendo el impulso inglés de obrar a capricho y
nuestra conciencia nos dice que siempre hemos considerado
primordial y sagrado ese impulso? El señor Murphy habla en
Birmingham y arroja sobre la población católica de esa ciu
dad «palabras —dice el ministro del Interior— adecuadas
sólo para ladrones o asesinos». ¿Qué pasa entonces? El señor
Murphy tiene razones de diversa índole. Sospecha de las in
tenciones de la Iglesia católica romana respecto a la señora
Murphy, y dice que si los concejales y magistrados no se pre
ocupan por sus esposas e hijas, él lo hará. Pero, sobre todo,
obra a capricho o, en un lenguaje más elevado, afirma su liber
tad persotíal. «Pronunciaré mis discursos aunque pasen por
encima de mi cadáver, y le digo al alcalde de Birmingham que
es mi servidor mientras yo esté en Birmingham, y como servi
dor mío ha de cumplir con su deber y protegerme». ¡Conmo
vedoras y hermosas palabras, que resuenan con simpatía en
todos los pechos ingleses! Si alguien afirma sencillamente de
lante de nosotros su libertad personal, nos desarma, porque
[r ió ]
somos creyentes en la libertad y no en un sueño de recta ra
zón al que la afirmación de nuestra libertad habría de subor
dinarse. En consecuencia, el secretario de Estado tiene que
decir que, aunque el lenguaje del orador fuera «adecuado sólo
para ladrones o asesinos», sin embargo, «no creo que pueda
ser privado, no creo que nada de cuanto yo haya dicho justi
fique la inferencia de que fuera privado del derecho a la pro
tección en un lugar construido para él con el propósito de sus
discursos, porque el lenguaje no era un lenguaje que propor
cionara un motivo para la persecución criminal». ¡No, ni para
que el alcalde le hiciera callar, ni el ministro del Interior, ni
ninguna autoridad administrativa sobre la tierra, sencillamen
te por lo que pudieran pensar sobre la discreción y la razona-
bilidad! Eso está en perfecta consonancia con nuestra opi
nión pública y nuestro amor nacional por la afirmación de la
libertad personal.
En otro estado de cosas, un experimentado y distinguido
juez de la Cancillería cuenta un incidente cuyo efecto es el
mismo que el del señor Murphy. Alguien dejó en su testa
mento trescientas libras al año para que fueran asignadas
como pensión a quien tuviera éxito en literatura, cuyo deber
sería apoyar y difundir, por medio de sus escritos, las opinio
nes del difunto según constaban en sus publicaciones. Esas
opiniones no valían la pena y se impugnó el testamento en el
tribunal de la Cancillería por su carácter absurdo, pero, aun
que lo era, se mantuvo, y prevaleció la supuesta caridad. Te
niendo, como digo, en el fondo de nuestros corazones ingle
ses una creencia muy fuerte en la libertad, y una creencia muy
débil en la recta razón, nos callamos pronto cuando un hom
bre alega el derecho primordial de obrar a capricho, porque
ése es también nuestro derecho primordial, y aunque trata
mos de musitar algo sobre la razón, pensamos tan poco en
eso y tanto en la libertad, que nos vemos obligados, en con
ciencia, cuando nuestro hermano filisteo, con el que vamos a
medias, ronda a nuestro alrededor y nos pregunta: «¿Tienes
luz?», a sacudir la cabeza y dejarle que siga su camino.
Podríamos decir muchas cosas sobre nuestra exclusiva aten
ción a la libertad y sobre los relajados hábitos de gobierno
que ha engendrado. Es muy fácil confundir o exagerar el tipo
de anarquía que nos amenaza por ello. No estamos en peligro
por el fenianismo, por fiero y turbulento que se muestre, pues
en su contra nuestra conciencia es suficientemente libre para
dejamos actuar resueltamente y ejercer nuestra preponderan
cia cuando realmente haga falta. En primer lugar, no ha for
mado nunca parte de nuestro credo que el gran derecho y la
bendición de los irlandeses, de hecho, de nadie sobre la tierra
salvo los ingleses, sea obrar a capricho, y carecemos de escrú
pulos a la hora de reducir, si es necesario, la afirmación perso
nal de libertad de quien no sea inglés. La Constitución britá
nica, con sus contrapesos y virtudes primordiales, es para los
ingleses. Podemos ampliarla a otros por amor y gentileza,
pero no encontramos ninguna ley divina escrita en nuestros
corazones que nos obligue a ampliarla. ¡La diferencia entre
un feniano irlandés y un bribón inglés es inmensa y el caso,
tratándose de un feniano, mucho más claro! ¡El feniano está
evidentemente desesperado, es peligroso, miembro de una
raza conquistada, papista, con siglos de malos usos en su país
que recriminamos, con una religión extraña establecida en su
país por nosotros a sus expensas, sin admiración alguna por
nuestras instituciones, ni amor por nuestras virtudes, ni talen
to para nuestros negocios, ni preferencia por nuestra comodi
dad! Mostradle nuestra simbólica Fábrica de Paja en el lugar
más hermoso de Europa y decidle que el industrialismo y
el individualismo británicos podrán llevar allí a un hombre,
y se quedará frío. Evidentemente, si tratamos con ternura a
un sentimental como ése es por pura filantropía5.
¡Pero el alborotador de Hyde Park es distinto! Es de nuestra
carne y de nuestra sangre, es protestante, la naturaleza lo ha
forjado pata obrar como nosotros, para odiarlo que odiamos;
para amar lo que amamos; es capaz de percibir la fuerza sim
bólica de la Fábrica de Paja; la cuestión esencial para él es la
[U S]
cuestión del salario. La hermosa frase de sir Daniel Gooch ci
tada a los trabajadores de Swindon, y que yo he atesorado
como la regla de oro de la señora Gooch o como la exhorta
ción divina, «Sed perfectos», traducida al inglés, la frase que la
madre de sir Daniel Gooch le repetía cada mañana cuando era
un muchacho que acudía al trabajo: «¡Recuerda, mi querido
Dan, que has de procurar ser un día el encargado de ese nego
cio!», esa provechosa máxima es perfectamente adecuada para
brillar en el corazón del bribón de Hyde Park y ser la estrella
que le guíe a lo largo de la vida6. No tiene planes visionarios
de revolución y transformación, aunque por supuesto querría
que su clase gobernara, como la clase aristocrática querría que
gobernara la suya y la clase media la suya. Mientras tanto,
nuestra máquina social está fuera de control; hay mucha gen
te en nuestros paradisiacos centros de industrialismo e indivi
dualismo quitando el pan de la boca a los demás. El bribón
no ha encontrado del todo su surco para ponerse a trabajar y,
por ello, afirma su libertad personal, y va donde quiere, se
reúne con quien le place, vocifera y murmura. Igual que no
sotros —mientras el país se escuda en la clase aristocrática,
como los disidentes políticos en la clase media—, no tiene
idea alguna de un Estado, de la nación en su carácter colectivo
y corporativo, que controle, como gobierno, la libre propen
sión de éste o aquél de sus miembros en nombre de una razón
más elevada que todos ellos, que la suya tanto como de los
demás. Ese bribón contempla la clase aristocrática, rica, al car
go del gobierno ejecutivo, de modo que si se le impide hacer
de Hyde Park una osera o intransitables las calles, dirá que la
aristocracia está asesinándolo.
Su aparición es embarazosa, porque muchos cocineros es
tropean el caldo; porque, aunque las clases aristocráticas y
medias han obrado a capricho con gran vigor, el bribón no se
ha desarrollado hasta ahora y ha estado demasiado sometido
para participar en el juego y, al entrar en él, lo hace en mul
titud y resulta rudo y vasto. Pero no vulnera muchas leyes, o
no simultáneamente, y, como nuestras leyes se hicieron para
[IT£>]
circunstancias muy distintas de las actuales (pero siempre con
un ojo en el inglés que obra a capricho), y como la letra clara
de la ley ha de estar en contra de nuestro inglés cuando obra
a capricho y no sólo el espíritu de la ley y el proceder público,
y como el gobierno no debe tener un poder discrecional ni
actuar resueltamente de acuerdo con su propia interpretación
de ía ley sí alguien lo rebate, es evidente que nuestras leyes le
dan a nuestro lúdico gigante, al obrar a capricho, una ventaja
considerable. Además, aunque pueda demostrarse con cla
ridad que ha perpetrado una ilegalidad al obrar a capricho,
siempre podrá dejarse la ley en suspenso o aboliría. Así tiene
allanado el camino, y si tiene allanado el camino estará satis
fecho por el momento. Sin embargo, cae en la costumbre de
tenerlo allanado cada vez con más frecuencia y al fmal empie
za a crear, con sus actos, confusión respecto a qué gente ma
lévola podría tomar ventaja, y de qué tipo, en cualquier caso,
al turbar el curso comente de las cosas a lo largo del país,
tiende a causar disturbios y a aumentar la clase de anarquía y
desintegración social que ya había comenzado. De ese modo,
el profundo sentido de orden y seguridad asentados, sin el
que una sociedad como 1a nuestra no podría vivir ni crecer,
parece en ocasiones amenazado de desaparecer.
Ahora bien, si la cultura, que simplemente significa tratar
de perfeccionamos a nosotros mismos, y a nuestras opiniones
como parte de nosotros, nos proporciona luz, y si la luz nos
muestra que no hay nada de bendito en obrar meramente a
capricho, que el culto de la mera libertad para obrar a capri
cho es el culto de la maquinaria, que la verdadera bendición
es hacer lo que ordena la recta razón y seguir su autoridad,
entonces obtendremos un beneficio práctico de la cultura.
Tendremos un principio que nos hacía mucha falta, un prin
cipio de autoridad, para contrarrestar la tendencia a la anar
quía que parece amenazamos,
Pero ¿cómo organizar esa autoridad o a qué manos confiar
su manejo? ¿Cómo lograr nuestro Estado, sumando la recta
razón de la comunidad, y darle efecto, según lo requieran las
circunstancias, con vigor? Me parece ver aquí a mis enemi
gos esperándome con un ávido gozo en la mirada. Pero los
eludiré.
El Estado, el poder que mejor representa la recta razón de la
nación, y el más digno, en consecuencia, para gobernar —pa
ra ejercer, cuando las circunstancias lo requieran, la autoridad
sobre todos nosotros—, es para el señor Carlyle la aristocracia.
Para el señor Lowe es la clase media con su incomparable
Parlamento. Para la Liga Reformista es la clase trabajadora, la
clase con «los poderes más brillantes de la simpatía y los po
deres más preparados para la acción». Ahora bien, la cultura,
con su aspiración desinteresada a la perfección, tratando de
ver las cosas como son para captar lo mejor y hacer que pre
valezca, está seguramente más capacitada para ayudamos a
juzgar correctamente por medio de todas las ayudas de la ob
servación, ía lectura y el pensamiento, calificaciones y títulos
de nuestra confianza en la autoridad de esos tres candidatos,
y puede rendir un servicio práctico de gran valor.
De este modo, cuando el señor Carlyle, un hombre de ge
nio a quien todos en uno u otro momento debemos estímu
los y refresco, dice que deberíamos darle el gobierno a la aris
tocracia, sobre todo a causa de su dignidad y refinamiento,
seguramente la cultura será útil al recordarnos que, en nuestra
idea de la perfección, están presentes los rasgos de la belleza y
de la inteligencia y se unen la dulzura y la luz, las dos cosas
más nobles. Concediendo, con el señor Carlyle, que la clase
aristocrática posea dulzura, la cultura insiste también en la
necesidad de la luz y nos muestra que las aristocracias, que
por la naturaleza misma de las cosas son inasequibles a las
ideas, incapaces de ver cómo marcha el mundo, carecen en
cierto modo de luz y, en consecuencia, cuando la luz es nues
tro gran requisito, son inadecuadas para nuestras necesidades.
Las aristocracias, hijas de los hechos establecidos, son para
épocas de concentración. En épocas de expansión, épocas
como la que ahora vivimos, épocas en las que se oye la voz de
advertencia: Ahora es eljuicio del mundo, en tales épocas, las
aristocracias, con su inclinación natural hacia los hechos esta
blecidos, su falta de sentido para el flujo de las cosas, para la
inevitable transitoriedad de todas las instituciones humanas,
están perplejas y resultan inútiles. Su serenidad, su elevado
espíritu, su gran poder de resistencia —las grandes cualidades
de una aristocracia y el secreto de sus distinguidas maneras y
[i z i ]
dignidad—, esas mismas cualidades, en una época de expan
sión, se vuelven contra quienes las poseen. Una y otra vez he
dicho que el refinamiento de una aristocracia puede ser pre
cioso y educativo para una tosca nación como una especie de
sombra del verdadero refinamiento; que su serenidad y digni
ficada libertad de los cuidados mezquinos pueden servir de
realce para apartar la vulgaridad y fealdad del tipo de vida que
una ruda clase media tiende a establecer y ayudar a las perso
nas a ver esa vulgaridad y fealdad en sus mismos colores. [De
un espectáculo tan innoble como el de la pobre señora Lin
coln — un espectáculo para vulgarizar a toda una nación—, la
aristocracia sin duda nos preserva.]7 Pero la verdadera gracia y
serenidad es aquella de la que Grecia y el arte griego sugieren
los admirables ideales de perfección, una serenidad que pro
viene de haber puesto orden entre las ideas y haberlas armo
nizado, mientras que la serenidad de las aristocracias, al me
nos la peculiar serenidad de las aristocracias de origen
teutónico, parece provenir de no haber tenido nunca ideas
que las turbasen. Por ello, en una época de expansión como
la actual, una época de ideas, obtenemos, al contemplar la
aristocracia, más que la idea de serenidad, la idea de futilidad
y esterilidad.
A menudo me he preguntado si hay sobre la tierra algo tan
falto de inteligencia, tan poco apto para percibir cómo mar
cha realmente el mundo como un joven inglés ordinario de
nuestra clase superior. No tiene ideas ni tampoco la seriedad
de nuestra clase media, que es, como he dicho a menudo, la
gran fortaleza de esa clase y puede convertirse en su salvación.
Podríamos oír a un joven rico de la clase aristocrática, cuando
el capricho4e lleva a cantar las alabanzas de la riqueza y el
confort material, que canta con el cinismo que repudiaría la
conciencia del menos filisteo de nuestra clase media indus
trial. Cuando, con la simpatía natural de las aristocracias para
tratar firmemente con la multitud, y su inquietud por nuestro
débil trato con ella en casa, un sencillo joven inglés de nuestra
[líl]
dase aristocrática aplaude a los gobernantes absolutos del
continente, se las arregla en general para confundir los moti
vos racionales e inteligentes que podrían darle cierta justifica
ción, alguna posibilidad de existencia, a esos gobernantes, y
los aplaude por motivos que le pondrían los pelos de punta
si los oyera.
Todo este tiempo nos encontramos en una época de expan
sión, y la esencia de una época de expansión es un movimien
to de ideas, y la única salvación de una época de expansión es
una armonía de las ideas. El principio mismo de autoridad que
estamos buscando como defensa contra la anarquía es la recta
razón, ideas, luz. En consecuencia, cuanto más llame en su
ayuda una aristocracia a sus fuerzas innatas —su impenetrabi
lidad, su elevado espíritu, su gran poder de resistencia— para
tratar con una época de expansión, cuanto más grave sea el
peligro, mayor será la certeza de explosión, más segura la de
rrota de la aristocracia, pues intentará violentar la naturaleza
en lugar de colaborar con ella. Los mejores poderes mostrados
por los mejores hombres de una aristocracia en una época se
mejante no son, como podrá observarse, poderes aristocráti
cos, sino poderes de la industria, poderes de la inteligencia, y la
exhibición de esos poderes no tiende en realidad a fortalecer
la aristocracia, sino a separar a sus propietarios de ella, a expo
nerlos a las agencias disolventes del pensamiento y el cambio,
a hacer de ellos hombres de espíritu moderno y del futuro. Si,
como a veces sucede, añaden a sus cualidades no aristocráticas
de trabajo y pensamiento una fuerte dosis de cualidades aristo
cráticas — de orgullo, desafio, inclinación a resistir—, ese as
pecto suyo verdaderamente aristocrático, lejos de darles fuer
za, neutralizará su fuerza y los hará inútiles e ineficaces.
Sabiendo yo mismo que busco tristemente, como dice uno
de mis muchos críticos, «una filosofía con principios coheren
tes, interdependientes, subordinados y derivados», recurro
continuamente a una fórmula sencilla para tratar de que las
pocas nociones que tengo sean cada vez más claras e inteligi
bles para mí mismo por medio del ejemplo y la ilustración8.
[raS]
parte, en el lago que arde con fuego y azufre». Y más: «Cuan
do todos los traseros eran negros en Irlanda, ¿por qué los cu
ras no emplearon una fórmula mágica para volvemos bue
nos?». Compartía, también, los temores del señor Murphy
respecto a la invasión de su felicidad doméstica: «Lo que de
seo deciros como maridos protestantes es ¡Cuidado con vues
tras mujeres!». Por fin, a la verdadera manera de un inglés que
obra a capricho, una manera de la que ya he señalado exten
samente los peligros actuales, recomendaba para su imitación
el ejemplo de ciertos capellanes de Dubíín, entre los cuales,
dijo, «había un Lutero y también un Melanchthon», que ha
bían hecho una faena con algún que otro ritualista, lo habían
hecho bajar del pulpito y expulsado de la iglesia. Es evidente,
como dije en el caso de nuestro baronet aristocrático, que si
permitimos que ese exceso de la tenaz clase media, del disi
dente protestante consciente, tan fuerte, tan confiado en sí
mismo, tan completamente persuadido, siga su camino, será
capaz, con su falta de luz —o, para usar el lenguaje del mun
do religioso, con su celo sin conocimiento— de incitar a una
lucha que ni él ni nadie podrá detener.
Pero aparece, como con la aristocracia, la honradez de
nuestra raza, y, con la voz de otro miembro de la clase media,
alcalde de la ciudad de Londres y coronel de la milicia de la
ciudad de Londres, exclama que tiene remordimientos de
conciencia y que no tratará de arreglar nuestros desórdenes
sociales ni de manejar asuntos que sabe que son demasiado
elevados para él13. Todos recuerdan cómo ese virtuoso alcalde-
coronel, o coronel-alcalde, llevó a su milicia por las calles de
Londres, cómo los transeúntes se reunieron para verlo pasar,
cómo los bribones de Londres, afirmando el mejor y más ben
dito de los derechos de un inglés a obrar a capricho, asaltaron
y golpearon a los transeúntes, y cómo el intachable guerrero-
magistrado impidió que sus tropas intervinieran. «La multi
tud —dijo conmovedoramente después— estaba compuesta
en su mayoría de hombres fuertes y sanos, inclinados al mal»;
si hubiera permitido que sus soldados intervinieran, podrían
D
e
compleción filosófica. Por tanto, observo sin rubor
que, al intentar establecer una noción distinta de
nuestras clases aristocrática, media y trabajadora, con la idea
de probar la pretensión de cada una de estas clases de con
vertirse en un centro de autoridad, he omitido completar el
desfasado análisis que me proponía aplicar y tampoco he
mostrado en estas clases, como he hecho con el medio vir
tuoso y ei exceso, el defecto. Ignoro si la omisión importa
mucho; sin embargo, como la claridad es el único mérito
que puede esperar tener un escritor llano, asistemárico, sin
una filosofía, y como nuestra noción de las tres grandes cla
ses inglesas tal vez pueda aclararse si consideramos sus cuali
dades distintivas en el defecto, así como en el exceso y en el
medio, trataremos de remediar esta omisión antes de seguir
adelante.
Resulta manifiesto que, si el medio perfecto y virtuoso de
ese excelente espíritu, que es la cualidad distintiva de las
aristocracias, ha de encontrarse en un estilo elevado, caba
lleresco1, y su exceso en un feroz giro a la resistencia2, su
defecto debe residir en un espíritu no lo bastante osado y
elevado, y en una incapacidad excesiva y pusilánime para la
[uA
absoluta—, esa parte vivida e interesante, según nuestra defi
nición, también debe sumarse a los filisteos; porque es su
clase y su instinto de clase el que quiere afirmar su identidad
ordinaria, no lo mejor que hay en ella, y son la maquinaria, la
maquinaria industrial, y el poder y la preeminencia y otros
bienes exteriores los que colman sus pensamientos, y no una
perfección interior. Se ocupa por completo, según ía sutil ex
presión de Platón, con las cosas de ella misma y no con su
verdadera identidad, con las cosas deí Estado y no con el ver
dadero Estado. Pero a esa vasta porción, por último, de la
clase trabajadora que, tosca y desarrollada a medias, durante
mucho tiempo ha quedado casi oculta por su pobreza y es
cualidez, y emerge ahora de su escondite para afirmar el privi
legio innato del inglés de obrar a capricho, y empieza a asom
bramos por ir donde quiere, reunirse donde quiere, chillar lo
que quiere, romper lo que quiere, a ese vasto residuo pode
mos darle con gran propiedad el nombre de populacho.
Así tenemos tres términos distintos, bárbaros, filisteos, po
pulacho, para denotar aproximadamente las tres grandes cla
ses en que se divide nuestra sociedad, y aunque este humilde
intento de nomenclatura científica carece, sin duda, de la pre
cisión que podría exigírsele a un escritor equipado con una
filosofía completa y coherente, sin embargo, confio en que
sea aceptado como suficiente en un escritor notoriamente
asistemático y sencillo.
Pero al usar esta división nueva y, confio, conveniente de la
sociedad inglesa, hay que tener presentes dos cosas. La prime
ra es que, como bajo toda nuestra división en clases hay una
base común de naturaleza humana, por tanto, en cada uno de
nosotros, ya seamos propiamente bárbaros, filisteos o popula
cho, existen, a veces sólo en germen y potencialmente, a veces
más o menos desarrolladas, las mismas tendencias y pasiones
que han hecho de nuestros conciudadanos de otras clases lo
que son. Esta consideración es muy importante, porque ha
tenido gran influencia al engendrar ese espíritu de indulgen
cia que es una parte necesaria de la dulzura y que, en efecto,
cuando nuestra cultura está completa, es, como he dicho, in
agotable. Así, un bárbaro inglés que se examine a sí mismo
descubrirá, en general, que no es por completo un bárbaro,
sino que tiene también algo de filisteo e incluso, de popula
cho. Y lo mismo con los ingleses de las otras dos clases.
Esta es una experiencia que podemos verificar cada día. Por
ejemplo, yo mismo (me tomo de nuevo como una especie de
corpus vik que sirva de ilustración en una materia que no to
dos creerán agradable ilustrar), yo mismo soy propiamente un
filisteo — el señor Swinburne añadiría el hijo de un filisteo— 17
y, aunque a través de circunstancias que tal vez un día sean
conocidas, si la historia correspondiente a mi conversión lle
ga a escribirse, en gran medida he roto con las ideas y salones
de té de mi clase, aunque no me he aproximado, por esa ra
zón, a fas ideas y obras de los bárbaros o del populacho. Sin
embargo, nunca he tenido un arma o una caña de pescar en
mis manos sin sentir que tengo en la base de mi naturaleza
las mismas semillas que, nutridas por las circunstancias, lie
gan a formar al bárbaro, y que, con las ventajas del bárbaro,
habría rivalizado con él. Si me ponéis en uno de sus puestos
fortificados, con esas semillas de apego a la caza y la pesca en
mi naturaleza, con todos los medios para desarrollarlas, con
todos los placeres a mi alcance, con una compañía mayoritaria-
mente deferente, sonriente, y con toda apariencia de perma
nencia y seguridad detrás y delante de mí, creo que también
habría crecido como una criatura pasable de lo renombrado,
del espíritu loable y la cortesía y, al mismo tiempo, un poco
inaccesible a las ideas y la luz, no, desde luego, con el fino
espíritu eminente de nuestro tipo de perfección aristocrática
o el giro eminente hacia la resistencia de nuestro tipo de exce
so aristocrático18, sino, conforme a la medida de la marcha
común de la humanidad, como algo entre los dos. En cuanto
al populacho, ¿quién, bárbaro o filisteo, podrá mirarlo sin
simpatía, cuando recuerde la frecuencia — cada vez que nos
[ 150 ]
día de este país suministra el espíritu, la voluntad y el poder
requeridos para todas las cosas grandes y buenas que han
de hacerse», y los felicitan por su «sentido bueno y sincero,
que penetra a través de sofismas, ignora las vulgaridades y da
a las ilusiones convencionales su verdadero valor». Los guías
que buscan el favor del populacho le dicen que tienen «los
más brillantes poderes de la simpatía y los más dispuestos a la
acción».
También les dicen cosas ásperas, sin duda, a las grandes
clases de la comunidad, pero ésas vienen de una clase hostil y
están tan manifiestamente dictadas por las pasiones y prejui
cios de una clase hostil, y no por la recta razón, que no causan
ninguna impresión seria en sus destinatarios, sino que les res
balan fácilmente. Por ejemplo, cuando los oradores de la Liga
Reformista vituperan a nuestra aristocracia cruel y fatua, esas
invectivas muestran tan evidentemente las pasiones y punto
de vista del populacho que no afectan a aquellos a quienes se
dirigen ni despiertan pensamiento o introspección alguna en
ellos. De nuevo, cuando nuestro baronet aristocrático28 des
cribe a los filisteos y el populacho como influidos por una
especie de atroz manía por castrar a la aristocracia, el reproche
proviene tan claramente de la ira y la imaginación excitada de
los bárbaros que no induce a pensar a los filisteos y el popu
lacho. Cuando el señor Lowe llama al populacho borracho y
venial25, es tan evidente que lo llama así en una agonía de
aprensión hacia su parlamento filisteo o de clase media, que
ha hecho tantos trabajos grandes y heroicos, y se ve ahora
amenazado por la mezcla y la degradación, que el populacho
no se toma en serio sus palabras.
Así, la voz que causa una impresión permanente en cada
una de nuestras clases es la voz de sus amigos y se trata, según
la naturaleza de las cosas, de una voz consoladora. Los bárba
ros siguen creyendo que el gran inglés genial de anchas espal
das puede estar satisfecho consigo mismo; los filisteos siguen
creyendo que la gran clase media de este país, con su serio
[isa]
el amor propio del filisteísmo y alaba, de la manera mostrada,
su energía, iniciativa y confianza en sí mismo, sabe que está
siendo un charlatán y, por así decirlo, habla de manera fingi
da, En todos los asuntos concernientes al inconformismo y
sus lemas, resulta muy notable esa insinceridad de los bárba
ros que necesita el apoyo inconformista y, por tanto, halaga el
amor propio de los inconformistas y repite sus lemas sin la
menor fe real en ellos. Cuando los inconformistas, en un
arranque de ciego celo, rechazaron las útiles Cláusulas Educa
tivas de sir James Graham en 184331, la mitad de sus represen
tantes parlamentarios, sin duda, al protestar porque «pisotea
ron la libertad religiosa de los disidentes al tomar el dinero de
ios disidentes para enseñar los principios de la Iglesia de Ingla
terra», gritó de manera fingida. Tal vez haya una especie de
movimiento en el habla fingida del señor Frederic Harrison
cuando se refiere al «chillido de superstición»32 y le dice a la
clase trabajadora que los suyos son los más brillantes poderes
de simpatía y los poderes más dispuestos a la acción. Pero el
punto en el que insistiría es que ese tributo involuntario a
la verdad y sobriedad de ciertos gobernadores y guías no al
canza a la masa de los gobernados para servirnos de lección,
para rebajar nuestro amor propio y para despertar en nosotros
la sospecha de que nuestros prejuicios favoritos pueden ser,
para una razón superior, fruslerías. Sea cual sea el aparte entre
nuestros líderes más inteligentes, no lo vemos, pero a los ojos
de nuestros hombres más admirables y representativos, nada
hay más admirable que nuestra identidad ordinaria, cualquie
ra que ésta sea, de bárbaro, filisteo o populacho.
Así, todo en nuestra vida política tiende a ocultamos que
haya nada más sabio que nuestra identidad ordinaria y a im
pedirnos tener la noción de una recta razón principal. Inten
tamos convertir la realeza misma, con la idea de ser la expre
sión de la nación colectiva y una especie de testigo constituido
de su mejor espíritu, en una especie de gran furgón de anun
[iSS]
pueda hacer uso, y que no hay nada sino un número infinito
de ideas y obras de nuestras identidades ordinarias, y sugeren
cias del gusto natural por lo trivial, de igual valor, que están
condenadas a un conflicto irreconciliable o a un perpetuo
toma y daca; y que la sabiduría consiste en elegir el toma y
daca antes que el conflicto y en aferramos a nuestra elección
con paciencia y buen humor.
Por otro lado, contamos con otra teoría filosófica corriente
entre nosotros, al efecto de que, sin el esfuerzo de pervertir
nos por la costumbre o ejemplo de gozar de la recta razón,
sino siguiendo libremente nuestro gusto natural por lo trivial,
gracias a la Providencia, y por una especie de tendencia natu
ral de las cosas, llegaremos a su debido tiempo a gozar y se
guir la recta razón.
Los grandes promotores de estas teorías filosóficas son nues
tros periódicos, de los que puede decirse, no menos que de
nuestros representantes parlamentarios, que interpretan el pa
pel de guías y gobernadores para nosotros; a esas doctrinas
favoritas suyas las llamo — o debería llamarlas, si las doctrinas
no fueran predicadas por autoridades que respeto tanto—, a
la primera, una forma peculiarmente británica de ateísmo,
a la segunda, una forma peculiarmente británica de quietis
mo. La primera y melancólica doctrina la predica el Times con
estilo claro y fuerte; en efecto, es bien sabido, por el ejemplo
del poeta Lucrecio y otros, que la doctrina atea ha contado
siempre entre sus promulgadores a grandes maestros del esti
lo. «Para nosotros no tiene sentido —dice el Times— tratar de
obligar a nuestros vecinos a adoptar nuestros gustos y aversio
nes. Debemos tomar las cosas como son. Cada cual tiene su
propia pequeña visión de la perfección religiosa o civil. Bajo
la evidente imposibilidad de satisfacer a todo el mundo, esta
mos de acuerdo en partir de la base de leyes iguales y un siste
ma tan abierto y libera! como sea posible. El resultado es que
todos tienen más libertad de acción y de palabra aquí que en
ningún otro lugar del viejo mundo». Volvemos de nuevo a la
celebrada definición de la libertad del señor Roebuck que tan
a menudo he comentado: «Miro a mi alrededor y me pregun
to cuál es el estado de Inglaterra. ¿No puede decir todo hom
bre lo que quiera? Os pregunto si en todo el mundo o en la
historia pasada hay algo así. Nada, Ruego para que dure nues
tra felicidad sin rival». Esa es la vieja historia de nuestro siste
ma de contrapesos, y del inglés que obra a capricho, que ya
hemos visto que ha sido bastante conveniente mientras bár
baros y filisteos eran ios únicos que obraban a capricho, pero
que resulta inconveniente y produce anarquía ahora que el
populacho quiere también obrar a capricho.
Con todo, no desestimaré sin más esa famosa doctrina,
sino que citaré en primer lugar otro pasaje del Times, aplican
do la doctrina a una cuestión de la que acabamos de hablar,
la educación: «La dificultad aquí —dice el Times sobre la pro
visión de un sistema de educación nacional— no reside en
convenios trasladables. Es inherente y propio del estado de
cosas real e inveterado de este país. Todos esos poderes y
personajes, todas esas influencias y variedades de carácter
conflictivas, existen y han existido largo tiempo entre noso
tros; tendrán que resolverlo, y seguirán haciéndolo, sin llegar
a esa feliz consumación en que un elemento del carácter bri
tánico ha de destruir y absorber a los demás». Ahí está; las
varias instigaciones del gusto natural por lo trivial en este y
aquel hombre entre nosotros que tendrán que resolverlo,
y nunca llegará e! día (en efecto, ¿por qué deberíamos desear
que llegara?) en que el tipo de gusto particular por lo trivial
de un hombre tiranice el de otro, ni en que la recta razón (si
puede ser un elemento del carácter británico) absorba y go
bierne a las demás. «Todo el sistema de este país, como la
constitución que nos jactamos de heredar, y que nos ale
gramos de mantener, se compone de hechos establecidos,
autoridades prescritas, usos existentes, poderes presentes,
personas con propiedades y comunidades o clases que han
alcanzado el dominio por sí mismas y lo opondrán a los ad
venedizos». Todas las fuerzas del mundo, evidentemente,
¡salvo la única conciliatoria, la recta razón! ¡El bárbaro aquí,
el filisteo allá, el señor Bradlaugh y el populacho a ía greña!34,
Íque cada cual se las apañe! Realmente, presentada con el
estilo magistral de nuestro influyente diario, la triste imagen,
I>ól]
Alemania, en que la gente estaba poco dispuesta a actuar por
sí misma y a confiar demasiado en el gobierno. Pero, aun así,
tal era su flexibilidad, tan débil su servidumbre a una mera
máxima abstracta, que vio muy bien que para su propósito de
hacer capaz al individuo de erguirse perfecto sobre sus cimien
tos y obrar sin el Estado, la acción del Estado sería necesaria
durante largos, largos años, y poco después de escribir su libro
sobre La esferay deberes del gobierno, Wilhelm von Humboldt
fue ministro de Educación en Prusia, y todas las grandes refor
mas que dieron el control de la educación prusiana al Estado
—la transferencia de la administración de la escuela pública
de sus antiguos consejos de fideicomisarios al Estado, el exa
men estatal obligatorio de las escuelas, el examen estatal obli
gatorio de los maestros y la fundación de la gran Universidad
Estatal de Berlín— se originaron en su ministerio. De esto su
reseñador inglés no dice una palabra. Pero, al escribir para un
pueblo cuyo peligro está, según vemos, del lado de su acción
individual sin freno ni guía, y que no peligra por confiar exce
sivamente en el Estado, cita tanto del ejemplo de Wilhelm
von Humboldt cuanto puede para adular sus propensiones y
no hacerle bien alguno, y deja aparte lo que podría hacerle
pensar y serle útil. Se observará que esto recuerda precisamen
te la manera en que hemos visto cómo proceden nuestros re
gios y nobles personajes con los Proveedores Autorizados.
En Francia la acción del Estado sobre los individuos es
aún más preponderante que en Alemania, y aún más fuerte
la necesidad que los amigos de la perfección humana sienten
de que eí individuo se yerga perfecto sobre sus cimientos,
Pero <qué dice uno de sus acérrimos amigos, el señor Renán,
sobre la acción estatal e incluso sobre la acción estatal en esa
esfera que en Francia resulta excesiva, la esfera de la acción?
Aquí están sus palabras: «Un liberal cree en la libertad, y la
libertad significa la no intervención del Estado. Pero ese ideal
está aún lejos de nosotrosy el medio de llevarlo a una distancia in
definida serta precisamente que el Estado dejara de actuar demasia
do pronto»41. Esto, añade, es incluso más cierto de la educa
E
l
que pensar. Ahora bien, esa preferencia es un elemen
to principal en nuestra naturaleza y, al estudiarlo, nos
enfrentamos con numerosas cuestiones importantes en to
dos los aspectos.
Dejadme que vuelva un momento a lo que ya he citado del
obispo Wilson: «Primero, no ir nunca contra la mejor luz que
tengamos; segundo, cuidar de que nuestra luz no sea oscuri
dad». He dicho que mostramos, como nación, energía y persis
tencia laudables al caminar conforme a la mejor luz que te
nemos, pero tal vez no tengamos suficiente cuidado de que
nuestra luz no sea oscuridad. Esto sólo es otra versión de la
vieja historia de que la energía es nuestro punto fuerte y carac
terística favorable, antes que la inteligencia. Pero aún podemos
dar a esa idea una forma más general, con la que tendrá un
rango de aplicación mayor. Podemos considerar esta energía
que conduce a la práctica, este sentido principal de la obliga
ción del deber, el autocontrol y el trabajo, esta seriedad en mar
char virilmente a la mejor luz que tenemos, una fuerza, Pode
mos considerar la inteligencia que conduce a esas ideas que
son, después de todo, la base de la práctica recta, el sentido ar
diente para todas las nuevas y cambiantes combinaciones suyas
que el desarrollo del hombre conlleva, el indomable impulso a
conocerlas y ajustarlas perfectamente, otra fuerza. Podemos con
siderar estas fuerzas en cierto sentido rivales, rivales no por la
necesidad de su naturaleza, sino tal como se muestran en el
hombre y su historia, y rivales por dividir el mundo entre ellas.
Para dar a esas fuerzas los nombres de las dos razas de hombres
que han proporcionado sus manifestaciones más señaladas y
espléndidas, podemos llamarlas respectivamente las fuerzas del
hebraísmo y el helenismo. Hebraísmo y helenismo, entre estos
dos puntos de influencia se mueve nuestro mundo. En cierto
momento siente más poderosamente la atracción de una de
ellas, en otro de la otra, y debería estar, aunque nunca lo esté,
imparcial y felizmente equilibrado entre ellas.
El objetivo final de helenismo y hebraísmo, como el de
todas las grandes disciplinas intelectuales, es sin duda el mis
mo: la perfección o salvación del hombre. El lenguaje mismo
que usan al enseñarnos a alcanzar este objetivo es a menudo
idéntico. Aun cuando su lenguaje indique por'su variación
—a veces amplia, a menudo sólo leve y sutil— los diferentes
cursos de pensamiento que sobresalen en cada disciplina, aun
entonces la unidad del fin y objetivo final sigue siendo apa
rente. Por emplear las auténticas palabras de esa disciplina
con la que estamos más familiarizados, y las palabras que, por
tanto, nos resultan más próximas, ese fin y objetivo final es
«que podríamos ser partícipes de la naturaleza divina». Éstas
son las palabras de un apóstol hebreo, pero se trata del mismo
objetivo, como digo, del helenismo y del hebraísmo. Cuando
se los contrasta, como a menudo ocurre, casi siempre se hace
con lo que llamo un propósito retórico; la intención del ora
dor es exaltar y entronizar a uno de los dos, y usa el otro sólo
para realzarlo y que le permita mejor lograr su propósito. Ob
viamente, entre nosotros, es por lo genera] el helenismo el
que se ve así reducido a asistir al triunfo del hebraísmo. Hay
un sermón sobre Grecia y el espíritu griego, obra de un hom
bre a quien no puede mencionarse sin interés y respeto, el
señor Frederick Robertson, en que el uso retórico de Grecia y
el espíritu griego, y su exhibición inadecuada, consecuente
por necesidad, son casi lúdicos y serían censurables si no se
explicaran por las exigencias de un sermón1. Por otro lado,
L
a
de pensar que genera son tan variadas que debemos
tener cuidado en limitarnos escrupulosamente a lo
que se relaciona directamente con la presente discusión. He
mos descubierto que en el fondo de nuestra actual preocu
pación, tan llena de las semillas de la inquietud, radica la
noción de que el primer derecho y felicidad de cada uno de
nosotros es afirmarse a sí mismo y su identidad ordinaria;
es obrar, y obrar libremente y a capricho. No hemos encon
trado en el fondo la incredulidad en la recta razón como
autoridad legítima. Era fácil demostrar por nuestra práctica e
historia corrientes que es así, pero era imposible demostrar
por qué es así sin un movimiento más amplio y sin profun
dizar en las cosas un poco más. ¿Por qué, de hecho, debía
llegar a tener un pueblo bueno, bienintencionado, enérgico,
sensato, como la mayor parte de nuestros conciudadanos,
una creencia tan ligera en la recta razón y valorar tan exage
radamente su actuación independiente, por cruda que sea?
La respuesta es: a causa de un desarrollo exclusivo y excesivo
en él, sin la debida atención a la época, lugar y circunstancia,
de ese aspecto de la naturaleza humana y de ese grupo de
[isa ]
proceda a dar rienda suelta a numerosos instintos de la iden
tidad ordinaria. Con la ayuda de esa norma de la vida ha do
minado ciertos instintos de su identidad ordinaria, pero
está tan lejos de advertir que otros que no ha dominado
con esta ayuda necesitan ser subyugados, y que son instintos
de una identidad inferior, que incluso se figura que se le per
mite y debe, en virtud de haber dominado una parte limitada
de sí mismo, dar rienda suelta al resto: digo que ése es una
víctima del hebraísmo, de la tendencia a cultivar la rigidez de
la conciencia antes que la espontaneidad de la conciencia. Lo
que le hace falta es una concepción más amplia de la natura
leza humana que le muestre los otros numerosos puntos en
los que su naturaleza debe mejorar, además de los puntos que
conoce y en los que piensa. No hay un unum necessarium, o
única cosa necesaria, que pueda liberar a la naturaleza huma
na de la obligación de intentar mejorar en todos estos puntos.
Lo verdadero unum necessarium para nosotros es llegar a lo
mejor en todos los puntos. En lugar de nuestra «única cosa
necesaria», que justifica en nosotros la vulgaridad, fealdad,
ignorancia, violencia, nuestra vulgaridad, fealdad, ignorancia,
violencia son realmente otras tantas piedras de toque que po
nen a prueba nuestra única cosa necesaria, y que demuestran
que en el estado, en todo caso, en que la tenemos, no es todo
lo que nos hace falta. Como la fuerza que nos anima a perma
necer firmes y atentos por la norma y fundamento que tene
mos es el hebraísmo, la fuerza que nos anima a volver a esa
norma y a poner a prueba el fundamento mismo en que pare
cemos estar es e! helenismo, un giro para dar libre juego a
nuestra conciencia y aumentar su alcance. Lo que digo no es
que el todo al mundo necesite siempre más el helenismo que
el hebraísmo, sino que e! señor Murphy'1en este momento en
particular, y la gran mayoría de nuestros compatriotas, lo ne
cesitan más.
Nada asombra más que observar de cuántas maneras ofen
den a nuestro pensamiento y acción una concepción limita
da de la naturaleza humana, la noción de una única cosa ne
cesaria, un aspecto en nosotros convertido en superior, la
[iS y ]
oscuras y contradictorias operaciones y estados del espíritu
humano, son separadas y empleadas por el puritanismo no de
la manera conectada y fluida en que las emplea san Pablo, a
cuyo servicio están las palabras, sino de una manera aislada,
fija, mecánica, como si fueran talismanes, y que toda huella y
sentido del verdadero movimiento de las ideas de san Pablo,
y de su sostenido análisis magistral, se pierde así? ¿Quién,
digo, que haya visto cómo el puritanismo —la fuerza que tan
enérgicamente hebraíza, que toma los escritos de san Pablo
como algo absoluto y final, que contiene lo único necesa
rio— esgrime términos como gracia, fe, elección, rectitud, no
siente no sólo que estos términos tienen para los puritanos un
sentido falso y desorientador, sino también que ese sentido es
la caricatura más monstruosa y grotesca del sentido de san
Pablo, y que su verdadero significado se pierde por completo
con estos adoradores de sus palabras?
O pongamos otro ejemplo eminente, en que puede mos
trarse que no sólo el puritanismo, sino, podría decirse, todo el
mundo religioso pierde o cambia, por el uso mecánico de los
escritos de san Pablo, su verdadero significado. Puede decirse
que todo el mundo religioso usa la palabra resurrección —una
palabra que está tan a menudo en sus pensamientos y en sus
labios y que tan a menudo encuentran en los escritos de san
Pablo— en un único sentido. La usan para significar un surgi
miento tras la muerte física del cuerpo. Ahora bien, es cierto
que san Pablo habla de resurrección en ese sentido, que inten
ta describirla y explicarla y que condena a quienes dudan de
ella y la niegan. Pero también es cierto que en nueve de cada
diez casos, donde san Pablo piensa y habla de la resurrección,
piensa y habla de ella en un sentido diferente, en el sentido de
surgir a una nueva vida antes de la muerte física del cuerpo, y
no después. La idea a la que ya hemos aludido, la profunda
idea de ser bautizado en la muerte del gran modelo de devo
ción y anulación de si mismo, de repetir en nuestra persona,
en virtud de la identificación con nuestro modelo, su tránsito
de devoción y anulación de sí mismo, y de llegar así, entre los
límites de nuestra vida presente, a una nueva vida, en la que,
como en la muerte ocurrida antes de ella, nos identificamos
con nuestro modelo, es la concepción fructífera y original de
[iS ó ]
devane con Cristo en la que piensa san Pablo, y el punto cen
tral en tomo al cual, con incomparable emoción y elocuen
cia, gira toda su enseñanza. Para él, la vida tras nuestra muerte
física es en realidad, sobre todo, una consecuencia y continua
ción de la inagotable energía de la nueva vida que se origina
así a este lado de la tumba. Esa gran idea paulina de la resu
rrección cristiana está dignamente contenida en una de las
más nobles colecciones del Libro de Oraciones, y está destina
da sin duda a ocupar un lugar cada vez más importante en el
cristianismo del futuro; pero tan llamativo es que ésa sea la
esencia de la idea característica en la enseñanza de san Pablo
como que los adoradores de sus palabras la hayan perdido
por completo como expresión absoluta y final de la verdad
salvadora, y hayan sustituido la concepción vivida y próxima
de la resurrección del apóstol por su concepción mecánica y
lejana de una resurrección futura.
En resumen, tan fatal es la noción de poseer, aun en las más
preciosas palabras o modelos, la única cosa necesaria, de te
ner en ellos, de una vez por todas, una medida plena y sufi
ciente de la luz que nos guíe, y de que no nos quede otro
deber que el de ajustar al respecto exactamente nuestra prácti
ca, tan fatal, digo, es esta noción para el recto conocimiento y
comprensión de las palabras o modelos mismos que así adop
tamos, y a tan extrañas distorsiones y perversiones lleva inevi
tablemente, que cuando oímos el tópico de que el hebraísmo,
si osamos averiguar lo que un hombre sabe, es tan capaz de
socorrernos al desacreditar lo que llamamos cultura y al ala
bar al hombre que se aferra a la única cosa necesaria — «¡co
noce su Biblia!», dice el hebraísmo—, que, cuando oímos
esto, sin una defensa elaborada de la cultura, podemos con
tentamos con responder simplemente: «El hombre que no
conoce nada más ni siquiera conoce su Biblia».
Ahora bien, la fuerza que tanto hemos descuidado, el hele
nismo, es susceptible de fallarnos en cuanto a fuerza moral y
seriedad, pero, por la ley de su naturaleza —la misma ley por
la que a veces le falta intensidad cuando la requiere—, se opo
ne a la noción de cortarnos en dos, de atribuir a una parte
la dignidad de tratar con la única cosa necesaria y dejar que la
otra parte asuma el riesgo, que es la maldición del hebraísmo.
Esencial para el helenismo es el impulso al desarrollo del
hombre completo, a conectar y armonizar todas sus partes, a
perfeccionarlo todo, sin riesgo para ninguna.
La inclinación característica del helenismo, como se ha di
cho, es descubrir la ley inteligible de las cosas, verlas en su
verdadera naturaleza y como realmente son, Pero muchas co
sas no pueden verse en su verdadera naturaleza y como real
mente son a menos que se las vea bellas. El comportamiento
no es inteligible, no se explica ni muestra su razón de ser a
menos que sea bello5. Lo mismo puede decirse del discurso, el
canto, el culto, de todos los modos en que el hombre demues
tra su actividad y se expresa. A la naturaleza del helenismo le
resulta detestable conceder que podamos pensar que cuando
se muestra lo que es mezquino o vulgar u odioso, se nos per
mita alegar que lo que llevamos dentro excede toda demostra
ción, suponer que la posesión de lo que beneficia o satisface
una parte de nuestro ser puede volver admisibles discursos
como los del señor Murphy [o del reverendo W. Cattle]6, o
poesía como los himnos que oímos o lugares de culto como
las capillas que vemos. A Arquímedes le habría sido imposi
ble ser, como a nuestro honrado y justamente honrado Fara-
day, un gran filósofo natural por un lado y un sandemaniano
por otro7.
Es evidente que la demanda del helenismo de satisfacer el
espíritu con cuanto hagamos está calculada para empujar nues
tra raza a un perfeccionamiento múltiple de los poderes y acti
vidades del hombre. Tiene sus peligros, como se ha admitido.
La noción de esta especie de equivalencia entre diversos tipos
de actividad del hombre puede llevarle a la relajación moral,
pues al no 4iacer la única cosa necesaria, podemos no tratar
[l 95]
nar ciertos males definitivos, sino conseguir que nuestros ami
gos y compatriotas busquen la cultura, permitan que su con
ciencia juegue libremente en tomo a sus presentes operaciones
y la reserva de nociones en que las fundamentan, y muestre lo
que son y si se relacionan con la ley inteligible de ías cosas y
auxilian a la verdadera perfección humana.
N U ESTR O S PRACTICANTES LIBERALES
I4
[í o o ]
en sus adversarios, mientras que vuelve su oposición débil e
inconstante si la operación se realiza en virtud de la razón y la
justicia. Porque la razón y la justicia contienen algo persuasi
vo e irresistible, pero una máxima fetiche o mecánica, como
esta de los inconformistas, no tiene nada que puede conciliar
los afectos o el entendimiento; más bien provoca el empleo
contrario de otros fetiches o máximas mecánicas por el otro
lado, con lo que se eleva la confusión y hostilidad ya prevale
cientes. Sólo de esta manera puede explicarse la aparición de
los fetiches que comienzan a instalarse en el lado conservador
contra el fetiche de los inconformistas: ¡La Constitución está en
peligro /, ¡los baluartes de la libertad británica amenazados!, ¡la lám
para de la Reforma se apaga!, Ino a l papado!, y otros por el estilo.
Elevarlos contra una operación que confía en que la respal
dan la razón y la justicia no es tan fácil, o es tan tentador para
la debilidad humana, como elevarlos contra una operación
que confia en que la respalda la antipatía de los inconformis
tas a las instituciones de la Iglesia; al fin y al cabo, ¡No alpa
pado! es una llamada que toca al espíritu humano tan vital
mente como ¡No a las instituciones de la Iglesia!, es decir, ni una
ni otra en sí mismas tocan vitalmente al espíritu humano en
absoluto.
¿Deberían entonces impacientarse con nosotros los creyen
tes en la acción si decimos que, incluso por esta operación
suya y su cumplimiento satisfactorio, es más importante ha
cer que nuestra conciencia juegue libremente en torno a la
reserva de noción o hábito de la que su operación espera ayu
da que echarles una mano sin más? Claramente no, porque
nada es tan efectivo al operar como la razón y la justicia, y un
libre juego del pensamiento desprenderá la razón y la justicia
que yacen ocultas en el fetiche inconformista y las volverá
efectivas o ayudará a apartar este fetiche del camino y permi
tirá que los estadistas vayan libremente donde los lleven la
razón y la justicia.
Suponed que adoptamos esa regla absoluta, esa máxima
mecánica del señor Spurgeon y los inconformistas, de que las
instituciones de la Iglesia son malas porque Cristo dijo: «Mi
reino no es de este mundo». Suponed que logramos que nues
tra conciencia sumerja y reflote esta pieza de petrificación
—porque tal es ahora— y la lleve a la corriente deí movimien
to vital de nuestro pensamiento y la ponga en relación con la
entera ley inteligible de las cosas. Un enemigo y un disputa
dor dirían probablemente que la maquinaria que emplean los
inconformistas, la Sociedad de la Liberación6, que ya existe, y
el Sindicato Inconformista que el señor Spurgeon desea que
exista, entran en la órbita de las palabras de Jesucristo tanto
como las instituciones de la Iglesia. Esta, sin embargo, es sólo
una manera negativa y contenciosa de tratar con la máxima
inconformista, mientras que lo que deseamos es llevar esta
máxima ai movimiento positivo y vital de nuestro pensa
miento. Decimos, por tanto, que las palabras de Jesucristo
significan que su religión es una fuerza de persuasión interior
que actúa sobre ei alma y no una fuerza de restricción exte
rior que actúa sobre el cuerpo: si la máxima inconformista
contra las instituciones de la Iglesia y las dotaciones de la
Iglesia está respaldada por ío que Cristo quiso decir, entonces
su máxima es buena, aunque su propia práctica en la cuestión
de la Sociedad de la Liberación sea diversa.
Aquí sólo podemos recordar lo que una vez hemos dicho
sobre la religión, la señorita Cobbe7 y el Colegio Británico
de la Salud en el Nuevo Camino. En la religión hay dos
partes: la parte del pensamiento y la especulación, y la parte
del culto y la devoción. Jesucristo quiso ciertamente que su
religión, como fuerza de persuasión interior que actúa sobre
eí alma, empleara las dos partes tan perfectamente como fuera
posible. Ahora bien, el pensamiento y la especulación son
eminentemente un asunto individual, y el culto y la devo
ción son eminentemente un asunto colectivo. No me ayuda
a pensar una cosa más claramente que miles de otras personas
piensen lo mismo, pero me ayuda a adorar con mayor emo
ción que miles de personas adoren conmigo. La consagración
del consentimiento común, la antigüedad, la institución pú
blica, los ritos inveterados, los edificios nacionales lo son
II
III
[í i o ]
Fui lo bastante afortunado para estar presente cuando el
señor Chambers trajo a la Cámara de los Comunes su proyec
to de ley para permitir que un hombre se case con la hermana
de su difunta esposa, y oí el discurso que hizo entonces el
señor Chambers en apoyo de su proyecto. Su primer punto
fue que la ley de Dios — el nombre que siempre daba al Lcví-
tico— no prohíbe realmente que un hombre se case con la
hermana de su difunta esposa. Si la ley de Dios no lo prohíbe,
la máxima liberal de que el primer derecho y felicidad de un
hombre es obrar como quiera debería hacerse valer, y anular
todo freno a la afirmación de la libertad personal, como la
prohibición de casarse con la hermana de la difunta esposa.
Un distinguido partidario liberal del señor Chambers, en el
debate que siguió a la introducción del proyecto, enunció
una fórmula de mucha belleza y pureza para transmitir breve
mente las nociones liberales en que pensaba: «La libertad
—dijo— es la ley de la vida humana». Por tanto, en el mo
mento en el que se aclara que la ley de Dios, el Levítico, no
detiene el proceso, la ley del hombre, la ley de la libertad,
afirma sus derechos y nos libera para poder casarnos con la
hermana de nuestra difunta esposa.
Esto es lo que ocurrc exactamente cuando el señor Hepworth
Dixon, que puede llamarse casi el Colenso del amor y el matri
monio —pues provoca en nuestras ideas sobre estos asuntos
una revolución como la del doctor Colenso en nuestras ideas
sobre la religión— nos habla de las nociones y procedimientos
de nuestros parientes en América8. Con esa afinidad del genio
al genio hebreo que ya hemos advertido, y con la fuerte creen
cia de nuestra raza en que la libertad es la ley de la vida huma
na, en la medida en la que una regla de conciencia fijada per
fecta y principal, la Biblia, no la controla expresamente,
nuestros parientes americanos van de nuevo, nos dice el señor
Hepworth Dixon, a su Biblia, los mormones a los patriarcas y
el Antiguo Testamento, el hermano Noyes a san Pablo y el
Nuevo, y, sin haber leído nunca nada salvo su Biblia, ahora la
[ ill]
vuelven a leer y hacen ailí grandes descubrimientos de todo
tipo. Todos estos descubrimientos son favorables a la libertad
y de esta manera se satisface ese doble anhelo tan característico
del filisteo, ejemplificado de manera tan eminente en ese filis
teo coronado, Enrique VIII, el anhelo del fruto prohibido y ei
anhelo de la legalidad.
Los elocuentes escritos del señor Hepworth Dixon difunden
por aquí estos importantes descubrimientos; de modo que aho
ra, respecto al amor y el matrimonio, parece que entramos con
todas las velas desplegadas en lo que el señor Hepworth Dixon
llama un Renacimiento Gótico, pero que uno de los muchos
periódicos que tanto admiran el elástico y nervudo estilo del
señor Hepworth Dixon y que forman su propio estilo según
el suyo, llama con una figura aún más osada y sorprendente
«una gran insurrección sexual de nuestra raza anglo-teutona».
Por este fin tenemos que apartar la vista de todo lo helénico y
fantasioso y fijarla firmemente en los dos puntos cardinales de
la Biblia y la libertad. Una de esas operaciones prácticas con
que se compromete el partido liberal, y a la que se nos convoca,
se dirige por completo, como hemos visto, a estos puntos car
dinales y tal vez casi pueda considerarse una especie de primer
plazo o promesa pública y parlamentaria de la gran insurrec
ción sexual de nuestra raza anglo-teutona-.
Pero aquí, como en cualquier lugar, lo que buscamos es la
perfección del filisteo, el desarrollo de lo mejor que hay en él,
no sólo la libertad para su identidad ordinaria. No damos
mayor validez absoluta a su máxima estereotipada, la libertad es
la ky de la vida humana, que a la máxima opuesta, la renun
cia es la ley déla vida humana. Sabemos que la única libertad
perfecta es, cojno dice nuestra religión, un servicio; no un ser
vicio respecto a una máxima estereotipada, sino una elevación
de nuestra mejor identidad y una armonización, por subordi-
IV
[m i ]
cualquier parte, debemos llevarlos con nosotros en el progre
so hacia la perfección, si realmente, como profesamos, quere
mos ser perfectos, y no debemos permitir que el culto de nin
gún fetiche, de ninguna maquinaria, como ías manufacturas
o la población — que no son, como la perfección, bienes ab
solutos en sí mismos, aunque lo creamos— creen para noso
tros tal multitud de seres humanos miserables, hundidos e
ignorantes, de modo que llevarlos a todos con nosotros sea
imposible y tal vez deban mayoritariamente ser abandonados
por nosotros en su degradación y miseria. Pero es evidente
que la concepción del librecambio, de la que se jactan nues
tros amigos liberales y en la que creen haber descubierto el
secreto de la prosperidad nacional, es evidente, digo, que
la mera búsqueda sin trabas de la producción de riqueza y la
mera multiplicación mecánica, con este fin, de manufacturas
y población, amenaza con crear para nosotros, si no las ha
creado ya, esas masas vastas, miserables, inmanejables de gen
te hundida —un indigente, en este momento, por cada dieci
nueve personas— , con cuya existencia, como hemos visto,
nos está prohibido reconciliarnos, a pesar de todo lo que la
filosofía del Times y la poesía del señor Buchanan puedan de
cir para persuadimos.
[Aunque el hebraísmo, siguiendo su mejor y superior ins
tinto, idéntico, como hemos visto, al del helenismo en su
objetivo final, el objetivo de la perfección, nos enseña esto
muy claramente, y aunque he preferido extraer de los conse
jeros hebraizantes —la Biblia, el obispo Wilson, el autor de la
Imitatio— los textos que usamos para aproximarnos a esta
enseñanza]14, el hebraísmo parece impotente, casi tan impo
tente como nuestros amigos liberales librecambistas, para tra
tar eficazmente con nuestras siempre crecientes masas de pau
perismo e impedir su progresiva acumulación. El hebraísmo
construye iglesias, en efecto, para estas masas, y envía misio
neros entre ellas; sobre todo, se coloca frente a la doctrina de
la necesidad del Times y se niega a aceptar su degradación
como inevitable. Pero respecto a su creciente acumulación
parece llegar a las mismas conclusiones, aunque desde su pro-
[iiz ]
pió punto de vista, de nuestros amigos liberales librecambis
tas. El hebraísmo, con ese uso mecánico y desorientador de la
letra de las Escrituras que ya hemos comentado, se rige por
textos como procready multiplicaos, el edicto de la ley de Dios,
como diría el señor Chambers, o por la declaración de lo que
llamaría las palabras de Dios en los Salmos, que el hombre
con muchos hijos será feliz. Junto a textos como éstos es ca
paz de poner este otro: Nunca dejará de haberpobres en la tierra.
Así el hebraísmo llega hasta casi la misma noción de la opi
nión popular y del señor Robert Buchanan, de que los hijos
son enviados y de que la naturaleza divina se regocija en hacer
bullir de indigentes el East End de Londres. Sólo que, cuando
perecen de desesperación y miseria, afirma el deber cristiano
de socorrerlos, en lugar de decir, como el Times: «Ahora ha
acabado su breve primavera. No se ha de culpar a nadie por
ello, ¡es el resultado de las leyes más simples de la naturale
za!». Pero, como el Times, el hebraísmo desespera de toda
ayuda del conocimiento y dice que «lo que hace falta no es la
luz de la especulación».
Recuerdo que el otro día un buen hombre, que contempla
ba conmigo a una multitud de niños que se había reunido
ante nosotros en una de las zonas más miserables de Londres
—niños enfermos, enclenques, mal alimentados y mal vesti
dos, abandonados por sus padres, sin salud, sin hogar, sin es
peranza— me dijo: «Lo único realmente necesario es enseñar
a estos pequeños a socorrerse entre sí, aunque sea un con vaso
de agua, pero ahora, de un extremo al otro del país, sólo se
oye un clamor: ¡conocimiento, conocimiento, conocimien
to!». Sin embargo, seguramente, mientras estos niños estén en
esas masas supurantes, sin salud, sin hogar, sin esperanza, y
mientras su multitud aumente sin cesar, cargada con la mise
ria de deberse a sí mismos, cargada con la miseria de deberse
a nosotros, se ayuden o no entre sí con un vaso de agua, ¡es
necesario el conocimiento para impedir su acumulación, in
cluso para dar a su vida moral y a su crecimiento una oportu
nidad justa!
¿No podemos decir, por tanto, que ni el verdadero hebraís
mo de este buen hombre, que desea gastar y ser gastado para
estas multitudes hundidas, ni lo que puedo llamar el espurio
hebraísmo de nuestros amigos liberales librecambistas —que
adoran mecánicamente su fetiche de la producción de riqueza
y del aumento de las manufacturas y la población sin mirar a
derecha ni izquierda mientras este aumento continúa— nos
sirve de mucho aquí, y que aquí, de nuevo, lo que nos hace
falta es el helenismo, permitir que nuestra conciencia juegue
libre y simplemente con los hechos que hay ante nosotros y
escuche lo que nos dice la ley inteligible de ias cosas en lo que
les concierne? Seguramente lo que nos dice es que los hijos de
un hombre realmente no son enviados en mayor medida
que los cuadros de su pared o los caballos de su establo, y que
traer a personas al mundo, cuando no podemos permitirnos
cuidarlas a ellas y a nosotros decentemente y no demasiado
precariamente, o traer más al mundo de las que podemos
permitirnos cuidar así no es, digan lo que digan el Times y el
señor Buchanan, un cumplimiento de la voluntad divina o
una satisfacción de las leyes más simples de la naturaleza, sino
algo tan. equivocado, algo tan contrario a la razón y la volun
tad de Dios como lo seria que un hombre tuviera caballos,
coches o cuadros que no puede permitirse o tuviera más de
los que puede permitirse, y que, en un caso como en otro,
cuanto mayor sea la escala en que se realiza la violación de las
leyes de la razón, y cuanto más se persista en ella, mayor debe
ser la confusión y la turbación final. ¡Seguramente ninguna
alabanza del librecambio, ninguna reunión de los obispos y
clérigos en el East End de Londres, ninguna lectura de los
periódicos e informes pueda decirnos nada sobre nuestra con
dición social que nos concierna saber más que eso! ¡No sólo
saberlo, sino tener habitualmente el conocimiento presente
y actuar con«él como se actúa con el conocimiento de que el
agua moja y el fuego quema! No sólo le concierne saberlo al
populacho hundido de las grandes ciudades y al indigente
vigésimo de nuestra población; también nos concierne saber
lo a nosotros, filisteos de clase media, y a cuantos han de
disponerse a progresar en la perfección.
¡Pero ya lo sabemos!, dirá alguien; es la más sencilla ley de
la prudencia. Pero qué poca realidad debe de haber en ese
conocimiento, qué poco la estaremos poniendo en práctica,
qué poco ha de penetrar entre las masas pobres y esforzadas
de nuestra población, y ha de mejorar nuestra condición,
mientras un hebraísmo de escasa inteligencia sigue repitiendo
como una palabra de Dios eterna y absoluta el verso del sal
mo que dice que eí hombre con muchos hijos será feliz, u
otro hebraísmo de escasa inteligencia —es decir, un segui
miento ciego de cierta reserva de nociones como infalibles—
sigue considerando una prueba absoluta de la prosperidad
nacional la multiplicación de las manufacturas y la pobla
ción. Seguramente, el primer grupo de hebraizantes debe sa
ber que el verso del salmo se compuso en la reocupación de
Jerusalén tras el cautiverio, cuando los judíos de Jerusalén
eran pocos, formaban una guarnición mal provista y todo
hijo era una bendición, y que la palabra de Dios, o la voz del
orden divino de las cosas, declara que la posesión de muchos
hijos es una bendición sólo cuando realmente así sucede. ¿No
ha de saber el otro grupo de hebraizantes que, si llaman a sus
conocidos imprudentes y desgraciados cuando, sin medios
para apoyarlos o con medios precarios, tienen una familia
numerosa, entonces no deberían juzgar e! Estado bien mane
jado y próspero sólo porque se multiplican sus manufacturas
y ciudadanos, si las manufacturas, que producen tantos nue
vos ciudadanos como si realmente los hubieran engendrado,
producen más de los que pueden mantener o son demasiado
precarias para seguir manteniendo a los que han mantenido
durante un tiempo?
El helenismo, seguramente, o el hábito de fijarnos en la ley
inteligible de las cosas, es de lo más saludable si nos hace ver
que el único bien absoluto, el único objetivo absoluto y eter
no que nos prescribe la ley de Dios, o el orden divino de las
cosas, es el progreso hacia la perfección, nuestro propio pro
greso hacia ella y el progreso de la humanidad. Por tanto, para
cada individuo, y para cada sociedad humana, la posesión y
multiplicación de hijos, como la posesión y multiplicación de
caballos y cuadros, ha de ser considerada buena o mala no en
sí misma, sino en referencia a este objetivo y el progreso hacia
él. Así como no ha de excusarse a hombre alguno por tener
caballos o cuadros si el poseerlos impide su progreso o el aje
no hacia la perfección y los hace llevar una vida servil e inno
ble, hombre alguno ha de ser excusado por tener hijos si al
tenerlos le ocurre lo mismo a él o a otros. Pensamientos claros
de este tipo son seguramente el producto espontáneo de nues
tra conciencia cuando se le permite jugar libre y desinteresa
damente con los hechos reales de nuestra condición social y
con la reserva de nociones y hábitos al respecto. No podemos
sino pensar que, asidos con firmeza y pronunciados con sen
cillez, probablemente mejorarán esa condición y disminuirán
la formidable proporción de un indigente por cada diecinue
ve personas en mayor medida que la búsqueda hebraizante
y mecánica del librecambio por parte de nuestros amigos
iiberales.
N ]
Y
así llegamos al final de lo que teníamos que decir en
alabanza de la cultura y como prueba de su especial
utilidad para las circunstancias en que estamos y la
confusión que nos rodea. A través de la cultura parece ir
nuestro camino, no sólo hacia la perfección, sino hacia la se
guridad. Negándonos decididamente a echar una mano a las
operaciones imperfectas de nuestros amigos liberales, omi
tiendo su impaciencia, burlas y reproches, firmemente incli
nados a tratar de descubrir en la ley inteligible de las cosas
una base más firme y sólida para la práctica futura que cuan
to tenemos por ahora, y creyendo que esta búsqueda y des
cubrimiento ha de ser, para nuestra generación y circunstan
cias, de importancia más vital y apremiante que la práctica
misma, sin embargo, tal vez nosotros, desprestigiados segui
dores de la cultura, podamos hacer más para que el presente
y el plan de la sociedad en la que vivimos sean sólidos y na
vegables que todo cuanto los apresurados políticos pueden
hacer.
Ya hemos visto cuánto de nuestros desórdenes y perplejida
des se debe a la incredulidad, entre las clases y combinaciones
de hombres, bárbaros o filisteos, que hasta el momento han
gobernado la sociedad, en la recta razón, en lo mejor que hay
en nosotros de una manera eminente; a la inevitable decaden
cia y ruptura de las organizaciones por las que, ai afirmar y
expresar en esas organizaciones sólo su identidad ordinaria,
tanto tiempo nos han gobernado; y a su indecisión, cuando
la sociedad, que su conciencia les dice que ha forjado y aún
no se conduce según la recta razón, sino según su identidad
ordinaria, se agita groseramente al ofrecer resistencia a sus
subversores. Pero para nosotros, que creemos en la recta ra
zón, en el deber y en la posibilidad de desprender y elevar lo
mejor que hay en nosotros, en el progreso de la humanidad
hacia la perfección, para nosotros el marco de la sociedad, ese
teatro en el que este augusto drama se despliega, es sagrado, y
al margen de quienes lo administren, y por mucho que pre
tendamos apartarlos del cargo de la administración, sin em
bargo, mientras lo hagan, nosotros les apoyaremos con firme
za y ánimo íntegro para reprimir la anarquía y el desorden,
porque sin orden no puede haber sociedad y sin sociedad no
puede haber perfección humana.
[Por mi parte, en efecto, esta regla de conducta es heredita
ria. Recuerdo que mi padre, en una de sus cartas inéditas es
crita hace más de cuarenta años, cuando el estado político y
social del país era triste y confuso y había disturbios en mu
chos lugares, tras insistir con fuerza en el error y necedad
del gobierno y en el perjuicio y peligro de la constitución
feudal y aristocrática de nuestra sociedad, acababa así: «En
cuanto a los disturbios, la antigua manera romana de tratar
con eso es siempre la correcta: azotar a los soldados rasos y
colgar a los cabecillas de la Roca Tarpeya».]1A esta opinión de
lo intolerable de la anarquía nunca podemos renunciar, por
mucho que nuestros amigos liberales crean que pequeños dis
turbios y lo que llaman demostraciones populares sean útiles
a veces para sus intereses y los intereses de las operaciones
prácticas que realizan, y por mucho que prediquen el dere
cho de un inglés a que se le deje hacer lo que quiera en la
medida de lo posible, y el deber del gobierno de permitírselo
y ser cómplice-de ello tanto como sea posible y abstenerse de
toda cruel represión. Aunque nos muestren hábilmente ope
raciones que son indudablemente preciosas, como la aboli
ción del tráfico de esclavos, y nos pregunten si con ello go
biernos necios y obstinados no se asustarán provechosamente
a la vista de pequeños disturbios, considerando el buen pro
pósito visible y la dificultad de superar la oposición, sin em
[2.36 ]
persuadidos como estamos de que, si tenemos ideas firmes y
claras, los detalles mecánicos de su ejecución resultarán más
sencillos y fáciles de lo que suponemos ahora. [Incluso en la
educación, donde nuestros amigos liberales no carecen de
celo, realizando su serie de operaciones prácticas e invitándo
nos a que les echemos una mano, y donde, al ser la educación
el camino a la cultura, con gusto les echaríamos una mano en
sus operaciones prácticas antes que en ningún otro lugar, sin
embargo, vemos que una ley educativa alemana, suiza o fran
cesa depende de ideas muy claras sobre el derecho del ciuda
dano, al respecto, frente al Estado, y sobre el deber del Estado
hacia el ciudadano, y que sus detalles mecánicos son relativa
mente escasos y sencillos, mientras que la ley inglesa corres
pondiente carece de ideas claras sobre el derecho del ciudada
no y el deber del Estado, pero tiene, en compensación, una
masa de minuciosos detalles mecánicos sobre el número de
miembros de un consejo escolar y de cómo se formará el
quorum y cómo se convocará y con qué frecuencia se reunirá,
por lo que hemos de concluir que nuestra nación tiene mayor
necesidad de ideas claras sobre la materia que de laboriosos
detalles sobre los accesorios, y que hacemos un mejor servicio
tratando de ayudar con las ideas que echando una mano con
los detalles. Así, mientras el señor Samuel Morley y sus ami
gos hablan de cambiar su política sobre educación no para
modelarla sobre ideas más sólidas, sino «por temor a que les
quiten el asunto de las manos», no nos preocuparemos dema
siado por quitarles el asunto de las manos y cogerlo con las
nuestras, sino que más bien intentaremos que adviertan que
modelar la educación sobre ideas sólidas es más importante
que tener el asunto por completo en las propias manos.]2
En esta excitante coyuntura, pues, mientras muchos de los
amantes de las nuevas ideas, algo cansados, como nosotros,
de las actuaciones estereotipadas de nuestros amigos liberales
en el escenario político, se disponen a irrumpir valientemen
te en este escenario público, no podemos pensar en absoluto
que para un sabio amante de las nuevas ideas ése sea eí esce
nario correcto. Mucha gente habrá sin nosotros — caballeros
[2-37],
en busca de un club, demagogos en busca de un tonel, aboga
dos en busca de un puesto, industriales en busca de gentile
za— que venga del este y del oeste y se siente a este banquete
de Tiestes de charlatanes que la vida pública inglesa ha sido
durante muchos años. En la medida en que esas viejas organi
zaciones, cuya insuficiencia hemos visto — esas expresiones
de nuestra identidad ordinaria, bárbara o filistea—, tienen
fuerza en algún lugar, la tendrán en el Parlamento. Allí, el
hombre enviado por los bárbaros no puede sino verse obliga
do a halagar la identidad ordinaria de los bárbaros y su gusto
natural por lo trivial, y el hombre a quien ios filisteos envían
no puede sino verse obligado a halagar los de los filisteos. El
conservadurismo parlamentario debe significar esto, que los
bárbaros mantengan su herencia, y el liberalismo parlamenta
rio que los bárbaros desaparezcan, tal como ocurrirá, y que su
herencia pase a los filisteos. Esa parece ser, en efecto, la verda
dera y auténtica promesa de los que nuestros amigos liberales
y el señor Bright se consideran herederos, y la meta de los es
fuerzos de estos grandes hombres. Tal vez el señor Odger y el
señor Bradlaugh estén allí ahora con la misión de expulsar a
bárbaros y filisteos y lograr la herencia para el populacho.
Nosotros, por otro lado, no queremos la herencia para bár
baros ni filisteos, ni tampoco para el populacho, sino que
queremos la transformación de todos y cada uno de ellos se
gún la ley de la perfección. A través de lo largo y ancho de
nuestra nación trabaja y crece una sensación —aún vaga y
oscura— de cansancio con estas viejas organizaciones, de de
seo de transformación. En la Cámara de los Comunes, donde
las viejas organizaciones deben ser inevitablemente las más
resistentes y fuertes, la transformación inevitablemente tarda
rá más en mostrarse, y puede declararse en verdad, por tanto,
que en la actual coyuntura el centro del movimiento no está
en la Cámara de los Comunes. Está en el espíritu fermentador
de la nación, y el que pueda dirigirse a él ejercerá la verdadera
influencia durante los próximos veinte años.
Tal vez Pericles fuera el más perfecto orador público que
haya vivido, porque fue quien combinó de manera más per
fecta el pensamiento y la sabiduría con el sentimiento y la
elocuencia. Sin embargo, Platón hace declarar a Alcibíades
que los hombres que habían escuchado la oratoria de Pericles
decían que era muy hermosa, que estaba muy bien, y ya no
pensaban más en ella, pero que los que escuchaban hablar a
Sócrates, dice, con el asunto de lo que había dicho hincado
en su mente, no podían librarse de él. Sócrates bebió su cicu
ta y murió3, pero ¿no lleva todo hombre consigo un posible
Sócrates, en ese poder de juego desinteresado de la conciencia
con su reserva de nociones y hábitos, del que este hombre
sabio y admirable dio durante toda su vida el gran ejemplo, y
que fue el secreto de su influencia incomparable? El que hace
que los hombres provoquen y ejerciten en sí mismos ese po
der y lo provoca y ejercita en sí mismo diligentemente tal vez
esté ahora, como Sócrates en su época, más de acuerdo con el
esfuerzo vital del espíritu de los hombres, y resulte más eficaz
mente significativo, que cualquier orador o practicante políti
co en la Cámara de los Comunes.
Todos se jactan ahora de lo que han hecho para educar a los
hombres y dar a las cosas el curso que llevan. El señor Disrae-
li educa, el señor Bright educa, el señor Beales educa. Noso
tros, en realidad, no pretendemos educar a nadie, ya que aún
tratamos de aclararnos y educarnos a nosotros mismos. Pero
estamos seguros de que el esfuerzo por alcanzar, a través de la
cultura, la ley inteligible de las cosas, estamos seguros de
que separarnos de nuestra reserva de nociones y hábitos, de que
un juego más libre de la conciencia, un deseo aumentado de
dulzura y luz y toda la inclinación a lo que llamamos heleni
zar, es ahora el impulso central de la vida de nuestra nación y
de la humanidad, tal vez algo aún oscuro, pero decisivo para
el futuro inmediato, y de que los que trabajan por él son los
educadores soberanos.
Ecos dóciles de la voz eterna, órganos flexibles de la volun
tad infinita, ésos son los trabajadores4 que avanzan con el
movimiento esencial del mundo, y ésa es su fuerza y su feliz
y divina fortuna. Porque sí los creyentes en la acción, que
tanto se impacientan con nosotros y nos llaman afeminados,
I n t r o d u c c ió n ...................................................................................... 7
E sta e d i c i ó n ......................................................................................... 35
B ib l io g r a f ía ......................................................................................... 37
C ultura y a n a r q u ía ................................................................... 41
Prefacio........................................... ............................................ 45
Introducción .............................................................................. 81
Capítulo I. Dulzura y l u z ........................................................ 85
Capítulo II, Obrar a cap rich o................................................. 111
Capítulo III. Bárbaros, filisteos, populacho ........................ 135
Capítulo IV. Hebraísmo y helenismo ................................... 165
Capítulo V, Porro unum est necessarium................................... 179
Capítulo VI. Nuestros practicantes liberales........................ 197
Conclusión ................................................................................ 231