Morse, G. (enero,2006). Decisiones y deseo. Harvard Business Review América Latina, 84 (1) pp. 2-9.

(AR60277)

Decisiones y deseo

por Gardiner Morse

Enero 2006
Reimpresión r0601c-e
Las partes primitivas y emocionales de nuestro cerebro
tienen una poderosa influencia sobre las elecciones que
hacemos. Ahora, los neurocientíficos están mapeando los
sistemas de riesgo y recompensa del cerebro que impulsan
nuestras mejores –y peores– decisiones.

Decisiones y deseo
por Gardiner Morse

C
uando tomamos decisiones, no
siempre estamos a cargo. Pode-
mos ser demasiado impulsivos
o demasiado deliberados para nuestro
propio bien; en un momento dejamos
irreflexivamente que nuestras emo-
ciones nos embarguen, y al siguiente
nos paralizamos por la incertidumbre.
Luego sacamos de la nada una decisión
brillante, y nos preguntamos cómo lo
hicimos. Aunque quizás nosotros no
tengamos idea de cómo se produce la
toma de decisiones, los neurocientíficos
que escudriñan nuestro cerebro están
comenzando a formarse un cuadro. Lo
que están descubriendo podría no ser lo
que usted quiere oír, pero vale la pena
escuchar.
Cuanto más profundizan los científi-
cos en su análisis, más claro queda cuán
semejantes somos a los animales. Bá-
sicamente, tenemos cerebros de perro
con una corteza humana adherida en su
exterior, un barniz de civilización. Esta
corteza es un invento evolutivo reciente
que planifica, delibera y decide. Pero
no pasa un segundo sin que nuestros
antiguos cerebros de perro estén con-
sultando con nuestras cortezas moder-
nas para influir en sus elecciones –para
bien o para mal–, sin que siquiera lo
sepamos.
Usando dispositivos que escanean y
miden la actividad cerebral, los cientí-
ficos pueden vislumbrar cómo las dis-
tintas partes de nuestro cerebro, las
antiguas y las modernas, colaboran y
compiten cuando tomamos decisiones.
La ciencia no producirá en el futuro
cercano una fórmula para una buena
toma de decisiones o para manipular
las decisiones de las personas (a pesar
de la moda que rodea al “neuromarke-
ting”). Pero mientras más comprenda-
mos cómo tomamos decisiones, mejor
podremos gestionarlas.
Hacia lo profundo
Considere lo que ocurre bajo la super-
ficie del cerebro cuando las personas
practican el juego del ultimátum, un
antiguo experimento económico que
enfrenta a los participantes en una
simple negociación: un jugador tiene
US$ 10 para compartir con un segundo
jugador; digamos que usted es el recep-
tor. Él puede ofrecerle cualquier can-
tidad entre cero y US$ 10 y quedarse
con todo el cambio, pero sólo si usted
acepta su oferta. Usted tiene la libertad

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Decisiones y deseo
de rechazar cualquier oferta, pero si lo
hace, ninguno de los dos recibe nada.
Según la teoría de juegos, usted debería
aceptar cualquier oferta que él le haga,
sin importar cuán mísera sea, porque
recibir algo de dinero es mejor que no
recibir nada.
Desde luego, las cosas no funcionan
así. En estos experimentos, cuando la
oferta se reduce a unos pocos dólares,
las personas en el extremo receptor la
rechazan consistentemente, dejando
de percibir un par de dólares gratis, a
cambio de, bueno, ¿qué, exactamente?
Pregunte a estos participantes y ellos
le dirán con estas palabras que recha-
zaron la oferta porque estaban moles-
tos con la avaricia de su compañero de
juego (quien, hay que recordar, también
pierde su parte). No es exactamente un
triunfo de la razón. Pareciera que es
el cerebro de perro el que está funcio-
nando, y así es.
Alan Sanfey, un neurocientífico cog-
nitivo de University of Arizona y algu-
nos de sus colegas usaron escáneres
fMRI (siglas en inglés de imágenes por
resonancia magnética funcional) para
examinar los cerebros de las personas
mientras practicaban este juego (para
una breve descripción de las técnicas
para escanear el cerebro, vea el recua-
dro “Puntos en el cerebro”). A medida
que las ofertas se tornaban cada vez
más injustas, la ínsula anterior, una
parte del cerebro animal involucrada
en las emociones negativas, inclu-
yendo la ira y la irritación, se volvía
más y más activa, como si estuviese ex-
perimentando una creciente indigna-
ción. Mientras tanto, parte del cerebro
superior –un área de la corteza pre-
frontal involucrada en la orientación a
objetivos (en este caso, ganar dinero)–
también estaba ocupada, evaluando la
situación. Al hacer el seguimiento de
la actividad de estas dos regiones, San-
fey mapeó lo que parecía ser una lucha
entre la emoción y la razón, a medida
que cada una intentaba influir en las
decisiones de los jugadores. ¿Casti-
gar al bastardo? ¿O aceptar el dinero,
Gardiner Morse (gmorse@hbsp.harvard.
edu) es editor senior de HBR.
aunque el trato apeste? Cuando la
indignada ínsula anterior estaba más
activa que la racional corteza prefron-
tal orientada a los objetivos –en cierto
sentido, cuando estaba gritando más
fuerte–, los jugadores rechazaban la
oferta. Cuando era la corteza prefron-
tal la que predominaba, los jugadores
aceptaban el dinero (para efectuar un
tour por el cerebro, vea el recuadro
“Tres cerebros en uno”).
Experimentos como éstos ilustran
la agresiva participación de nuestros
cerebros animales impulsados por la
emoción en todo tipo de toma de de-
cisiones. Además, están comenzando a
exponer la compleja interacción de los
circuitos cerebrales primitivos, involu-
crados en sentimientos de recompensa
y aversión, cuando efectuamos eleccio-
nes. En el juego del ultimátum, cierta-
mente pareciera que nuestros cerebros
de perro a veces se imponen a nuestras
funciones cognitivas superiores para
impulsar decisiones malas, o al menos,
ilógicas. Pero, como veremos, nuestros
cerebros animales también desempe-
ñan un papel importante en la toma
racional de decisiones.
Emoción y razón
A la mayoría se nos enseña desde tem-
prano que las decisiones sensatas pro-
vienen de una cabeza fría, como apuntó
el neurólogo Antonio Damasio en su
libro de 1994, El error de Descartes. Lo
último que uno querría sería la intru-
sión de las emociones en el metódico
proceso de toma de decisiones. El punto
de vista de la razón superior, escribe
Damasio, supone que “la lógica formal,
por sí misma, nos hará llegar a la mejor
solución disponible para cualquier
problema… Para obtener los mejores
resultados, las emociones deben que-
dar fuera”. La investigación efectuada
por Damasio demolió esa noción. Ba-
sándose en los trabajos de muchos
pensadores de ese campo –incluyendo
a Marsel Mesulam, Lennart Heimer y
Mortimer Mishkin–, Damasio demostró
que los pacientes con daños en la parte
de la corteza prefrontal que procesa
las emociones (o, en cierto sentido, las
“escucha”) con frecuencia deben luchar
incluso con las decisiones rutinarias.
Un paciente llamado Elliot fue uno
de los primeros que sugirió esta extraña
posibilidad a la mente de Damasio, 20
años atrás. Elliot había sido un esposo,
padre y hombre de negocios ejemplar.
Pero comenzó a sufrir severos dolores
de cabeza y a perder de vista las respon-
sabilidades laborales. Al poco tiempo,
sus doctores descubrieron un tumor
cerebral del tamaño de una naranja
que presionaba sus lóbulos frontales,
y lo extirparon cuidadosamente, junto
con algo de tejido cerebral dañado. Fue
durante su recuperación que su familia
y amigos descubrieron (en palabras de
Damasio) que “Elliot ya no era Elliot”.
Aunque su lenguaje e inteligencia esta-
ban completamente intactos, se distraía
en el trabajo y no era capaz de manejar
su agenda. Cuando se enfrentaba a una
tarea organizacional, deliberaba una
tarde entera acerca de cómo abordar
el problema. ¿Debería organizar por
fecha los escritos en los que estaba tra-
bajando? ¿Por tamaño del documento?
¿Por su relevancia para el caso? De
hecho, estaba realizando demasiado
bien la tarea organizacional, al consi-
derar todas las opciones posibles, pero
a costa del cumplimiento del objetivo
mayor. Ya no podía llegar a tomar de-
cisiones con eficacia, en particular las
personales y sociales; y a pesar de que
se le hacía ver repetidamente esta falla,
no podía corregirla.
Aunque los escáneres al cerebro re-
velaron un daño aislado a la porción
central (o ventromedial) de los lóbulos
frontales de Elliot, las pruebas mostra-
ron que su CI, memoria, aprendizaje,
lenguaje y otras capacidades estaban
bien. Pero cuando se le practicaron
pruebas sobre sus respuestas emocio-
nales, emergió la verdadera naturaleza
de su déficit. Después de mirar imáge-
nes cargadas emocionalmente –fotos
de personas heridas y casas ardiendo–,
Elliot reveló que las cosas que alguna
vez le provocaban emociones fuertes ya
no le afectaban. No sentía nada.
Desde entonces, Damasio y sus cole-
gas han estudiado a más de 50 pacien-
tes con daño cerebral como el de Elliot,
quienes comparten esta combinación

de defectos emocionales y en la toma de
decisiones. Además, los investigadores
han descubierto que los pacientes con
daños a partes del sistema límbico, un
antiguo grupo de estructuras cerebrales
importante en la generación de emo-
ciones, también luchan con la toma de
decisiones. En la conversación entre la
emoción y la razón en el cerebro, existe
algo que es crucial para la toma de de-
cisiones, pero ¿qué?
Llámelo instinto. O intuición. O, con
más precisión, para usar el término de
Damasio, “preintuición”. En una famosa
serie de experimentos diseñados por un
colega de Damasio, Antoine Bechara,
en University of Iowa, se detectó que
los pacientes que sufrían el tipo de daño
cerebral inhibidor de las emociones pa-
decido por Elliot exhibían una lentitud
inusual para detectar una propuesta
perdedora en un juego de naipes (Mal-
colm Gladwell ofrece una descripción
de este juego en su best seller Blink).
En el juego, los participantes escogían
cartas de mazos rojos y azules, ganando
y perdiendo dinero con cada elección.
Los jugadores estaban conectados a dis-
positivos semejantes a los detectores
de mentiras, que miden la respuesta de
la conductividad de la piel o CSR (por
sus siglas en inglés), la que aumenta a
medida que crece su estrés y transpiran
las palmas de sus manos. Después de
dar vuelta a cerca de 50 cartas, la mayo-
ría de los jugadores siente que algo no
está bien en los mazos rojos; y luego de
otras 30 cartas, pueden explicar exac-
tamente lo que está mal. Pero cuando
sólo han pasado diez cartas del juego,
las palmas de sus manos ya comienzan a
transpirar cuando van a cogerlas de los
mazos rojos. Parte de su cerebro sabe
que el mazo rojo es una mala apuesta,
y comienzan a evitarlo, aún cuando no
se percatarán conscientemente del pro-
blema hasta que pasen otras 40 cartas
y no serán capaces de explicarlo hasta
que pasen otras 30 más. Mucho antes
de que intuyan algo acerca del mazo
rojo, una preintuición subconsciente les
alerta para que se alejen de él.
Aunque los pacientes con cerebros
dañados finalmente se dieron cuenta
de que los mazos rojos estaban mani-
enero 2006 5
pulados en su contra, nunca generaron
CSR que mostraran palmas húmedas.
Además, aun cuando tenían un mejor
conocimiento, seguían escogiendo
cartas rojas. ¿Qué es lo que no esta-
ban percibiendo? Las partes dañadas
de sus cerebros en la corteza prefron-
tal parecían ser incapaces de procesar
las señales emocionales que guían la
toma de decisiones. Sin este intérprete
de las emociones que los empuja en
la dirección correcta (hacia los mazos
ganadores), estos pacientes quedaban
dando pasos en falso, imposibilitados
de actuar de acuerdo a lo que sabían.
Aparentemente, no podían decidir qué
era lo mejor para sus propios intereses.
Uno podría decir que carecían de un
buen juicio.
Riesgo y recompensa
No es necesario ser un neurocientífico
para ver cómo el cerebro emocional
puede distorsionar gravemente el jui-
cio. Sólo pregúntele a cualquier padre o
madre. Desde el bebé que escala las re-
pisas para alcanzar los caramelos hasta
el adolescente que se escabulle para
tener sexo sin protección, los jóvenes
exhiben una peligrosa escasez de sen-
tido común. Su mal comportamiento
a menudo parece ser conscientemente
desafiante (y a veces lo es), pero quizás
el verdadero problema sea que sus ce-
rebros todavía no han desarrollado los
circuitos que equilibran de manera jui-
ciosa los riesgos y recompensas para ge-
nerar decisiones sensatas. Es aquí donde
los neurocientíficos pueden brindar un
conocimiento especial.
Los lóbulos frontales del cerebro, tan
cruciales para la toma de decisiones, no
maduran por completo hasta después
de la pubertad. Hasta entonces, las co-
nexiones neuronales que unen la cor-
teza prefrontal con el resto del cerebro
aún están bajo construcción. Mientras
tanto, las partes del cerebro que inci-
tan el comportamiento impulsivo pa-
recen tener una especial primacía en
los adolescentes. Gregory Berns y sus
colegas en Emory University, por ejem-
plo, descubrieron que algunos circuitos
aún en desarrollo en los cerebros de
los adolescentes se tornan hiperactivos
Decisiones y deseo
cuando los jóvenes experimentan pla-
centeros estímulos nuevos. El cerebro
de un adolescente está conectado para
favorecer las recompensas inmediatas
y sorpresivas, aun cuando el joven sabe
perfectamente bien que el perseguirlas
puede ser una mala idea.
En cierto sentido, los jóvenes aún tie-
nen que completar las conexiones que
se manifiestan como fuerza de volun-
tad. Parece ser que la corteza prefrontal
es el asiento de la fuerza de voluntad: la
capacidad de adoptar la perspectiva de
largo plazo al evaluar riesgos y recom-
pensas. Como tal, esta área del cerebro
está en estrecho contacto con las es-
tructuras y circuitos del cerebro animal
emocional que persigue la gratificación
y nos alerta ante el peligro.
Gran parte del tráfico entre las par-
tes primitivas y modernas de nuestros
cerebros está dedicada a este cálculo
consciente de riesgos y recompensas.
Aunque los circuitos de recompensas
y aversión de los animales son muy pa-
recidos a los nuestros, a diferencia de la
mayoría de los animales podemos con-
templar el horizonte y ver qué podría
fluir de una decisión que busca la gra-
tificación inmediata. Además, podemos
obtener placer inmediato gracias a la
posibilidad de una gratificación futura.
La emoción de la caza
Jean-Paul Sartre era un mujeriego fa-
moso, pero para él la emoción radicaba
en la caza. Tal como Louis Menand es-
cribió sobre él en New Yorker: “El ob-
tenía una satisfacción enorme de la
conquista, pero poco placer del sexo (y
así, por lo general, daba por terminada
la parte física de sus relaciones fría y
rápidamente)”. Las búsquedas de Sartre
subrayan un hecho fundamental acerca
de la forma en que nuestros cerebros
experimentan las recompensas. Ya sea
que esté reaccionando a una conquista
sexual, a un riesgoso trato de negocios
o a una droga adictiva, el cerebro a
menudo distingue con claridad entre
la emoción de la caza y el placer del
festín.
El deseo por recompensas del cerebro
es una fuente principal de malos jui-
cios, tanto en jóvenes como en adultos.
Decisiones y deseo
Pero sería erróneo echarle la culpa a
una sola parte del cerebro por la bús-
queda de recompensas mal aconsejada.
Más bien, el cerebro posee un complejo
sistema de circuitos de recompensa que
abarca desde lo inferior a lo superior y
desde lo antiguo a lo moderno. Estos
circuitos interactúan para motivarnos
a buscar las cosas que nos gustan y
para decirnos cuándo las hemos encon-
trado. Hans Breiter, un neurocientífico
del Massachussets General Hospital
(MGH), estuvo entre los primeros en
usar fMRI para estudiar este sistema
de recompensa. En colaboración con
Daniel Kahneman, un economista del
comportamiento y sus colegas, Breiter
demostró que las regiones del cerebro
que responden a la cocaína o a la mor-
fina son las mismas que reaccionan
ante la posibilidad y el hecho de reci-
bir dinero. Tal vez no sorprenda que el
chocolate, el sexo, la música, las caras
atractivas y los automóviles deportivos
también exciten este sistema de recom-
pensa. Curiosamente, también lo hace
la venganza, como veremos (aunque
el trabajo de Breiter sugiere que existe
mucha superposición entre los circuitos
de “búsqueda de recompensa” y “aver-
sión a las pérdidas” del cerebro, por ra-
zones de simplicidad los analizaremos
en forma separada).
Los circuitos de recompensa depen-
den de una sopa de químicos para co-
municarse, el principal de los cuales es
el neurotransmisor dopamina. A me-
nudo se habla de la dopamina como el
“químico del placer” del cerebro, pero se
trata de un término equivocado. Es más
bien un facilitador o regulador del pla-
cer (el escritor Steven Johnson la llama
un “contador del placer”). Producida en
las estructuras antiguas de nuestros ce-
rebros animales, ella ayuda a regular el
apetito del cerebro por las recompensas
y su sentido de lo bien que las recom-
pensas satisfacen las expectativas.
Los apetitos bien regulados son cru-
ciales para la supervivencia. Sin estos
impulsos, nuestros antecesores no ha-
brían cazado para obtener alimento o
perseguido parejas sexuales, y usted
no estaría aquí para leer este artículo.
Del mismo modo, la búsqueda de re-
compensas sin restricción tampoco es
muy adaptativa, como lo demuestran
los pacientes con sistemas de dopamina
alterados. Considere lo que le ocurrió
a Bruce (así lo llamaré), un programa-
dor informático, que no tenía un histo-
rial de problemas psiquiátricos. Bruce
nunca había sido un jugador, pero a la
edad de 41 años comenzó abruptamente
a apostar en forma compulsiva, per-
diendo en cosa de semanas miles de dó-
lares en Internet. También, comenzó a
efectuar compras en forma compulsiva,
adquiriendo cosas que no necesitaba y
tampoco deseaba. Además, ante la cre-
ciente alarma de su esposa, comenzó a
pedir relaciones sexuales varias veces
al día.
La historia de Bruce sería poco
menos que un pie de página en la li-
teratura médica, exceptuando por un
giro: él padecía del mal de Parkinson
y, justo antes de que comenzaran sus
compulsiones, su neurólogo había agre-
gado un nuevo medicamento a su régi-
men, pramipexole, el cual disminuye
los temblores causados por la enferme-
dad, imitando a la dopamina. Cuando
Bruce le describió a su neurólogo sus
preocupantes nuevas pasiones, el doc-
tor sospechó que el remedio podría
estar relacionado y le aconsejó dismi-
nuir la dosis. Bruce dejó de tomar el
medicamento por completo, y dos días
más tarde sus deseos de apostar dinero,
de comprar, de tener sexo muchas veces
al día, simplemente desaparecieron.
Fue como si “se hubiese apagado un
interruptor de la luz”, dijo.
Casos como el de Bruce revelan el
extraordinario poder que tiene nuestro
apetito por recompensas alimentado
por la dopamina –distinto de las recom-
pensas en sí mismas– para imponerse
sobre la razón. Pero, ¿qué pasa con el
resto de nosotros que buscamos nues-
tras recompensas en formas aparente-
mente más equilibradas? Claramente,
somos mejores al equilibrar las com-
pensaciones que Bruce, pero funcionan
buena parte de los mismos circuitos; y
es por ello que en ocasiones nuestras
búsquedas no son tan racionales como
pensamos.
Enséñeme el dinero. Los econo-
mistas han supuesto que las personas
trabajan porque valoran los objetos
que el dinero puede comprar (o, en
términos económicos, miden la “uti-
lidad”). Pero los estudios de neuro-
ciencia muestran cómo la búsqueda
de dinero constituye su propia recom-
pensa. En un conjunto de experimen-
tos, el neurocientífico de Stanford,
Brian Knutson, usó fMRI para obser-
var los cerebros de los sujetos de es-
tudio, mientras reaccionaban ante la
posibilidad de recibir dinero. Entre las
regiones del cerebro que se encendían
en este experimento, se encontraba
eu núcleo accumbens, señalando en
su forma primitiva: “Usted desea esto”
(las ratas con electrodos implantados
cerca del accumbens presionan una pa-
lanca para estimular el área, hasta que
caen exhaustas). Mientras más alta la
recompensa monetaria potencial, más
activo se tornaba el accumbens. Sin
embargo, la actividad cesaba cuando
los sujetos recibían efectivamente el
dinero; sugiriendo que era la anticipa-
ción, y no la recompensa en sí, la que
los excitaba.
Como lo describe Knutson, el nú-
cleo accumbens parece actuar como
un acelerador de nuestro impulso por
recompensas, mientras que la parte
pertinente de la corteza prefrontal es
el manubrio que dirige la búsqueda de
recompensas hacia objetivos específi-
cos. Cuando se trata de ganar dinero,
el hecho de tener el accumbens en el
acelerador a menudo es bueno; entre
otras cosas, ello motiva un alto desem-
peño en el trabajo. Pero cuando pisa el
acelerador, usted desearía ir en la direc-
ción correcta.
Dulce venganza. No es extraño que
la posibilidad de dinero, comida o sexo
estimule nuestros circuitos de recom-
pensa. ¿Pero venganza? Considere a
Clara Harris. Puede que su nombre no
le llame para nada la atención, pero sí
su caso. Harris es la dentista de Hous-
ton que, en 2002, luego de encontrar
a su marido junto a su recepcionista y
amante, en el estacionamiento de un
hotel, lo atropelló con su Mercedes.
¿Qué estaba pensando? De acuerdo a un
informe de Associated Press, cuando se
 Decisiones y deseo

Tres cerebros en uno

Piense en su cerebro como si estuviese compuesto de tres capas, el evolutivamente más antiguo y simple al centro y el más
moderno y complejo en el exterior. En la parte superior de la espina dorsal –el centro del cerebro–, yacen las estructuras
más primitivas, que compartimos con reptiles y peces, las cuales controlan las funciones básicas de supervivencia, como
la respiración y el hambre. Envolviéndolas se encuentra el antiguo sistema límbico, el cual compartimos con los perros y
otros mamíferos. Este contiene al tálamo, la amígdala y al hipocampo, y allí tienen su asiento las emociones básicas, como
el miedo, la agresividad y la satisfacción. Es la parte del cerebro que le permite a su perro parecer tan contento cuando
usted está en casa, mientras que a sus peces pareciera importarles un bledo.
Rodeando estas estructuras más antiguas se encuentra la corteza moderna, la materia gris con pliegues que todos
reconocemos como el cerebro humano. Los perros, los chimpancés y otros mamíferos poseen cortezas, pero la nuestra ha
crecido hasta alcanzar un tamaño enorme. La corteza maneja todo tipo de procesos cerebrales superiores, como el oído
y la visión. Los lóbulos frontales y, en particular, la corteza prefrontal (en la parte delantera de los lóbulos frontales) son
las partes que nos hacen humanos. Ellas son el centro de la personalidad, el razonamiento y el pensamiento abstracto. A
menudo, a la corteza prefrontal se le llama la parte “ejecutiva” del cerebro, porque considera señales provenientes de todo
el cerebro en la formación de metas y en la planificación.

dictó la reclusión por asesinato en 2003,
Harris testificó: “Yo no sabía quién es-
taba conduciendo… todo parecía un
sueño”. Tal como lo describió: “No es-
taba pensando en nada”.
Nadie puede saber con exactitud lo
que estaba pasando por la mente de Ha-
rris cuando presionó el acelerador. Pero
su propio testimonio y la conclusión del
jurado de que ella actuó con una “pa-
sión súbita”, sugieren a una mujer con
rabia vengativa, cuyo cerebro emocio-
nal abrumó toda deliberación racional.
Sí sabemos que un deseo de tomar re-
presalias, de castigar el mal comporta-
miento de otros, por muy leve que sea
–incluso con un costo personal– puede
torcer la toma de decisiones. Recuerde
el juego de naipes del ultimátum, en el
cual un jugador podía aceptar o recha-
zar una oferta de dinero de otro jugador.
Los escáneres cerebrales realizados por
Alan Sanfey a personas que se sentían
vengativas en estos juegos muestran
cómo se manifiesta (al menos en parte)
una sensación de desagrado moral en el
cerebro. Pero cualquiera que haya ajus-
tado viejas cuentas sabe que el deseo
de venganza es más que una respuesta
airada ante un mal sentimiento. La
venganza, como dicen, es dulce; incluso
contemplarla también lo es.
Cuando los investigadores de la Uni-
versidad de Zurich, Dominique J.F. de
Quervain, Ernest Fehr y sus colegas es-
canearon a sujetos usando un disposi-
tivo PET durante un juego similar al
ultimátum, descubrieron que ciertos
circuitos de recompensa en el estriatum
del cerebro se activaban cuando los ju-
gadores anticipaban, y de hecho luego
castigaban, el mal comportamiento
de sus compañeros de juego. Más aún,
cuando mayor era la activación del es-
triatum, mayor era la disposición de los
sujetos a incurrir en costos en aras de la
oportunidad de efectuar el castigo. Al
mismo tiempo, los investigadores obser-
varon una activación en la corteza pre-
frontal media, la parte deliberativa del
cerebro superior que se cree sopesa los
riesgos y las recompensas. Una vez más,
los neurocientíficos parecen haber de-
tectado ante las cámaras la interacción
entre las partes emocional y racional
del cerebro.
Estas mismas regiones del cerebro
–el estriatum buscador de recompen-
sas y la corteza prefrontal deliberativa,
ambas activadas por la placentera po-
sibilidad de venganza– también se en-
cienden cuando las personas esperan
recompensar a los compañeros de juego
que cooperan. Aunque los comporta-
mientos de los jugadores son opuestos
–otorgar una recompensa versus exigir
un castigo–, sus cerebros reaccionan en
la misma forma, en entusiasta antici-
pación de una experiencia social satis-
factoria.
Miedo y aversión
Al igual que los circuitos de recompensa
del cerebro, sus sistemas para detectar
y tomar decisiones en torno a riesgos
son poderosos y proclives a los errores.
A menudo enfrentamos este hecho
directamente. Muchas personas, por
ejemplo, tienen un miedo paralizante
a volar, que no guarda relación con sus
verdaderos riesgos. Todo el tiempo, las
personas toman la decisión irracional
de viajar en automóvil en lugar de
volar, pensando a nivel instintivo que
es más seguro, aun cuando sepan que
no lo es.
Este comportamiento se debe en
parte al trabajo de la amígdala, una es-
tructura ubicada cerca de la base del
cerebro. Colin Camerer, un economista
experimental y del comportamiento del
California Institute of Technology, deno-
mina a la amígdala un “hipocondríaco
interno”, que entrega señales emocio-
nales rápidas y sucias en respuesta a
amenazas potenciales. También ha
sido llamada el “lugar del miedo”, res-
ponsable de producir respuestas ante
el miedo y del aprendizaje a partir de la
experiencia de sentir temor ante ciertos
estímulos. La amígdala responde instan-
táneamente a todo tipo de amenazas

enero 2006 7
Decisiones y deseo
potenciales percibidas y presta especial
atención a las pistas sociales. Esto con-
duce a buenas y, con frecuencia, a muy
malas decisiones.
Enfrente su miedo. Vea cómo influye
la amígdala sobre las primeras impresio-
nes: experimentos mediante escáneres
al cerebro muestran que ella se activa
cuando las personas ven arañas, serpien-
tes, expresiones atemorizantes, caras que
inspiran desconfianza y rostros de una
raza distinta. Es fácil ver de qué forma
una respuesta del tipo “ésa es una ame-
naza” ante una serpiente podría llevar a
buenas decisiones, especialmente hace
millones de años en la sabana. Pero, ¿es
ése también el caso de una reacción ins-
tintiva que dice “cuidado” cuando usted
ve un rostro de una raza diferente?
Estudios de MRI (siglas en inglés de
imágenes por resonancia magnética)
han demostrado que la amígdala se
torna más activa cuando los blancos
ven rostros de negros que cuando ven
caras de blancos; igualmente, en los ne-
gros, la amígdala reacciona más ante
los rostros blancos que ante los negros.
Tomado en forma aislada, este hallazgo
no dice nada sobre las actitudes cons-
cientes de las personas. Pero las investi-
gaciones del experto en ética social de
Harvard, Mahzarin Banaji y sus colegas,
muestran que incluso las personas que
creen conscientemente no tener sesgos
raciales a menudo sí poseen sentimien-
tos negativos inconcientes hacia “gru-
pos externos”; esto es, hacia personas
que no son como ellos (para obtener
más información sobre este trabajo,
vea “¿Cuán (poco) ético es usted?”, de
Banaji, Max Bazerman y Dolly Chugh
en la edición de diciembre de 2003 de
Harvard Business Review). Los investi-
gadores también han encontrado que
cuando mayor es el sesgo inconsciente
de una persona en estas pruebas, más
activa se muestra la amígdala.
Los investigadores son muy caute-
losos al interpretar estos hallazgos. La
conclusión fácil de que nuestros cere-
bros animales temen de forma automá-
tica a personas de otras razas probable-
mente no sea correcta. Pero este trabajo
y otros relacionados sugieren que las
conexiones de nuestros cerebros tienen
una forma tal que, en cierta manera,
estamos preparados –aprendemos fácil-
mente– para estar alertas cuando nos
encontramos con personas que parecen
diferentes (las investigaciones también
sugieren que esta respuesta preparada
se puede reducir mediante una exposi-
ción positiva a personas de otras razas,
pero eso es materia de otro artículo).
Por una parte, deberíamos estar con-
tentos por el hecho de que nuestras
amígdalas nos adviertan de peligros
potenciales antes de que nuestros cere-
bros conscientes se den cuenta de que
algo está mal. Pero un circuito cerebral
que era indispensable para nuestros an-
cestros, advirtiéndoles sobre amenazas
legítimas como serpientes, hoy contri-
buye ciertamente a un conjunto de de-
cisiones malas e irracionales. En el caso
de nuestra predisposición a temer a los
grupos externos, piense en las inconta-
bles oportunidades perdidas y en las de-
cisiones derechamente malas tomadas
por personas buenas, que consciente-
mente no sostienen sesgos raciales, pero
que a partir de un sentimiento intuitivo
han aplazado una oferta de trabajo, ne-
gado una promoción o no han otorgado
un crédito, porque sus amígdalas, sin
motivo aparente, dijeron “cuidado”.
La rueda de la mala fortuna. El rol
de la amígdala de alertarnos de los ries-
gos reales e imaginados pareciera exten-
derse incluso a la amenaza de perder
dinero. En el laboratorio de Breiter, los
investigadores monitorearon la activi-
dad del cerebro mientras los volunta-
rios contemplaban imágenes de ruedas
similares a las ruletas, cada una con
una flecha giratoria que se detenía en
una cantidad determinada de dólares,
ya sea de ganancia, pérdida, o cero. Al
darles un vistazo, era obvio que algu-
nas ruedas probablemente arrojarían
ganancias mientras otras eran clara-
mente perdedoras. Cuando las ruedas
perdedoras giraban, las amígdalas de
los sujetos se activaban incluso antes
de que se detuvieran las flechas, seña-
lando su descontento ante las pérdidas
que veían venir.
Más allá de la amígdala, el cere-
bro posee otra región con aversión al
riesgo que nos aleja de estímulos des-
agradables. Recuerde que en el juego
del ultimátum era la ínsula anterior la
que reaccionaba con desagrado ante
la mala oferta del otro jugador; esta
región también se activa cuando las
personas creen que están a punto de
experimentar dolor o ver algo impac-
tante. Al igual que nuestros circuitos de
búsqueda de recompensa, los circuitos
para evitar pérdidas, que involucran a la
amígdala y a la ínsula anterior, también
nos son útiles, siempre y cuando no nos
estén impulsando a sobrerreaccionar y
a tomar malas decisiones.
Considere las decisiones de inversión.
Los inversionistas, quienes deberían
estar enfocados en maximizar las uti-
lidades, habitualmente asumen riesgos
cuando no deberían hacerlo y no los
toman cuando deberían (entre los ses-
gos que tuercen la búsqueda de utilida-
des está el hecho de que las personas
ponderan de forma diferente las pérdi-
das y ganancias equivalentes; esto es, se
sienten mejor al evitar una pérdida de
US$ 100 que al asegurar una ganancia
de US$ 100). Para ver qué es lo que ocu-
rre en sus cabezas cuando las personas
hacen malas elecciones de inversión,
los investigadores de Stanford, Camelia
Kuhnen y Brian Knutson, hicieron que
voluntarios participaran en un juego de
inversiones, mientras sus cerebros eran
escaneados mediante fMRI.
En el juego, los voluntarios escogieron
entre dos acciones diferentes y un bono,
ajustando su selección en cada ronda
del juego, basándose en el desempeño
de las inversiones en la ronda anterior.
Mientras el bono retornaba una canti-
dad constante, una de las acciones tenía
mayor probabilidad de ganar dinero en
una serie de transacciones (la acción
“buena”) y la otra de perder dinero
(la acción “mala”). Kuhnen y Knutson
hallaron que, incluso cuando los juga-
dores habían desarrollado una percep-
ción sobre cuál era la acción buena, con
frecuencia apostaban de todas maneras
por el bono sin riesgo luego de haber
escogido una acción perdedora, lo que
los investigadores llamaron un error
de aversión al riesgo. En otras palabras,
aunque deberían haber sabido escoger
la acción buena en cada ronda, cuando

experimentaban una pérdida se retira-
ban en forma irracional.
Los escaneos MRI revelaron esta
aversión al riesgo a medida que se de-
sarrollaba; antes de escoger la seguri-
dad del bono, las ínsulas anteriores de
los jugadores se activaban, indicando
su (tal vez aún inconsciente) ansiedad.
De hecho, mientras más activa estaba
esta primitiva región del cerebro que
anticipa riesgos, más aversos al riesgo
se mostraban los jugadores, a menudo
para su propio perjuicio.
Conozca su cerebro
Por muy controversiales que sean algu-
nas de sus ideas, Freud no estaba muy
errado cuando postuló la pugna entre el
Ello animal (o “Id”) y el Superego racio-
nal. Pero tal vez él haya sido demasiado
generoso al evaluar la capacidad del Su-
peryo de canalizar nuestras emociones.
Los neurocientíficos están demostrando
que los circuitos emocionales y delibe-
rativos del cerebro están en constante
interacción (algunos dirían en pugna), y
que los primeros, para bien o para mal,
a menudo predominan. Aún más, con
cada nuevo estudio se torna más claro
cuán rápida, sutil y poderosamente fun-
cionan nuestros impulsos inconscientes.
Proyecte durante unas centésimas de se-
gundo una imagen de un rostro enojado
o feliz en una pantalla, y su amígdala
reaccionará instantáneamente, pero
usted, su yo consciente, no tendrá idea
de lo que vio.
Breiter de MGH cree que mientras
más aprendemos acerca de la ciencia
cerebral de la motivación, más fácil-
mente se podrá aplicar en los negocios.
“Los estilos de toma de decisiones y de
gestión de las personas probablemente
surjan de impulsos motivacionales co-
munes en el cerebro” añade. “Si un eje-
cutivo presenta conexiones cerebrales
que lo orientan a buscar más el riesgo,
o a evitarlo, o a estar más impulsado a
buscar un objetivo que a lograrlo, eso
va a afectar la forma en que gestiona y
toma decisiones”. Con nuestra compren-
sión cada vez más clara de la forma en
que las motivaciones básicas afectan a
las decisiones conscientes, afirma Brei-
ter, debería ser posible personalizar los
enero 2006 9
Decisiones y deseo
Puntos en el cerebro
Las deslumbrantes imágenes a color de los escáneres cerebrales que aparecen en
la prensa popular implican que los científicos están señalando la ubicación pre-
cisa en el cerebro de sentimientos como el miedo, el desagrado, el placer y la con-
fianza. Pero los investigadores abocados a este trabajo son muy prudentes acerca
de qué es exactamente lo que muestran estos coloridos puntos. Los dos métodos
más comunes para escanear, PET (siglas en inglés de tomografía por emisión
de positrones) y fMRI (siglas en inglés de imágenes por resonancia magnética
funcional), sólo ofrecen aproximaciones de lo que realmente está ocurriendo en
el cerebro. El PET, el más antiguo y menos popular de los dos, mide el flujo san-
guíneo en el cerebro; el fMRI mide la cantidad de oxígeno en la sangre. El flujo
sanguíneo local y la oxigenación indican cuán activa está una parte del cerebro,
pero en el mejor de los casos brindan una fotografía burda. Por lo general, estos
escáneres no pueden ver nada que sea más pequeño que un grano de pimienta
y sólo pueden tomar una imagen cada dos segundos. Pero la actividad neuronal
del cerebro puede ocurrir en una fracción del espacio y tiempo que los escáneres
pueden revelar. Así, las imágenes salpicadas que vemos son impresionistas y las
conclusiones que sacan los investigadores acerca de ellas son usualmente limita-
das, y a menudo cuestionadas. Al igual que las imágenes en sí mismas, los deta-
lles de las funciones del cerebro recién están comenzando a aclararse.
incentivos de acuerdo a ello. Un ejecu- tornarse en usuarios más inteligentes
tivo que muestra una preferencia por la de sus sentimientos instintivos.
caza, por ejemplo, podría resultar muy Este consejo puede sonar familiar;
beneficiado por incentivos que aumen- está radicado en el corazón de libros
ten su motivación a alcanzar objetivos, como Blink y The Power of Intuition, de
más que a simplemente perseguirlos. Gary Klein, que prometen ayudar a los
La investigación neurocientífica tam- lectores a aprovechar sus sentimientos
bién nos enseña que no siempre es nece- instintivos. Para los ejecutivos que fue-
sario que nuestros cerebros emociona- ron enseñados a enmarcar problemas
les operen bajo nuestro radar. Richard metódicamente, a considerar alterna-
Peterson, un psiquiatra que aplica teoría tivas, a recolectar datos, a sopesar las
económica del comportamiento en su opciones y luego decidir, el cultivo de
empresa de consultoría en inversiones, la auto-conciencia emocional puede pa-
recomienda a sus clientes el cultivar la recer como un ejercicio prescindible; o
auto-conciencia emocional, a advertir al menos no como una herramienta cru-
sus estados de ánimo a medida que cial en la toma de decisiones. El cuadro
ocurran y a reflexionar acerca de cómo que surge de los laboratorios de neuro-
estos estados de ánimo pueden influir ciencia es que si usted ignora sus senti-
en sus decisiones. En particular, él les mientos instintivos, lo hace a su propio
recomienda a las personas que presten riesgo. Ya sea que esté negociando una
cuidadosa atención a los sentimientos adquisición, contratando a un empleado,
de excitación (una expresión exacer- compitiendo por una promoción, otor-
bada de búsqueda de recompensa) y de gando un préstamo, confiando en un
temor (una expresión intensa de aver- socio –realizando cualquier apuesta–,
sión a las pérdidas), y que cuando éstos tenga conciencia de que su cerebro de
surjan se pregunten: “¿Qué es lo que perro está actuando de formas cada vez
causa esto? ¿De dónde provienen estos más predecibles y mensurables, con su
sentimientos? ¿Cuál es el contexto en el propia evaluación de la situación y a me-
que tengo estos sentimientos?” Al mo- nudo con su propia agenda. Lo mejor es
nitorear conscientemente los estados que preste atención.
de ánimo y las decisiones relacionadas,
afirma Peterson, las personas pueden Reimpresión r0601c-e